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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS Tesis para optar por el título de Doctor en Filosofía Ante el desafío de vivir con otros. Controversias en la prehistoria de la tolerancia moderna: Castellion, Bodin, Montaigne. Doctorando: Lic. Manuel Tizziani Director: Dr. Fernando Bahr Co-Director: Lic. Ricardo Cattaneo Consejera: Dra. Graciela Vidiella CIUDAD AUTÓNOMA DE BUENOS AIRES NOVIEMBRE 2014 Abandonen a sus dioses y vengan a inclinarse ante los nuestros; ¡si no, muerte a ustedes y a sus dioses! Fiódor Dostoievski, Los hermanos Karamazov. Me ha sorprendido muchas veces que hombres que se glorían de profesar la religión cristiana, es decir, el amor, la alegría, la paz, la continencia y la fidelidad a todos, se atacaran unos a otros con tal malevolencia y se odiaran a diario con tal crueldad, que se conoce mejor su fe por estos últimos sentimientos que por los primeros. Baruch Spinoza, Tratado teológico político. El escándalo debería ser mucho mayor cuando se ve a tantas personas convencidas de las verdades de la religión pero inmersas en el crimen. Pierre Bayle, Comentario filosófico. 2 AGRADECIMIENTOS Sin el apoyo incondicional de muchas personas y algunas instituciones este trabajo no hubiera sido más que una solitaria ensoñación. A ellas van dirigidas estas palabras, a modo de agradecimiento. Entre las primeras, siento una especial gratitud con mis guías intelectuales, Ricardo Cattaneo y Fernando Bahr. A Ricardo debo mis orientaciones iniciales en esta divertida y estimulante tarea de la investigación filosófica; a Fernando, el ejemplo indeclinable de lo que puede la pasión. Ese ejemplo, y un vínculo reforzado por algunas obsesiones compartidas, han logrado que el burocrático lugar del director sea ocupado por un maestro. A Graciela Vidiella, por su parte, debo la enorme gentileza de haberme acompañado y aconsejado a lo largo de todos estos años de doctorado. Sus aportes bibliográficos, además, han resultado de crucial importancia para esta Tesis. A mis compañeros y amigos del proyecto de investigación El movimiento de la Ilustración: razones, conceptos y debates, Esteban Ponce, Lisandro Aguirre, Enrique Mihura y Nidia Casís, agradezco los aportes realizados en distintas reuniones, Jornadas y Congresos. A Silvana Carozzi, el haberme mostrado por primera vez, hace ya más de una década, la enorme riqueza de los debates filosófico-políticos; y el haber reforzado ese vínculo académico y afectivo revelándome la importancia de situar esas discusiones en la historia. A mis padres, Juan Carlos y Nélida, debo, ni más ni menos, que la educación en los valores de la democracia y la autonomía. Son ellos, en efecto, quienes me han hecho beber con la leche materna el anhelo de la libertad de pensamiento y de acción, y mis agradecimientos por un presente semejante exceden infinitamente esta página de papel. A Estefanía Szupiany, por último, debo un incondicional apoyo en todos mis días. Sin su compañía, sin su aliento, y sin su ejemplar entusiasmo a la hora de emprender a diario nuevos desafíos, es más que claro que mi labor habría sido no sólo imposible, sino también inútil. Por otra parte, debo agradecer a las instituciones que me han brindado su apoyo y cobijo. En primer lugar, al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) por la beca de posgrado con la que he financiado la totalidad de mi investigación doctoral. En segundo, a las Universidades Nacionales del Litoral y de Buenos Aires, por haberme brindado sucesiva y gratuitamente la formación de grado y posgrado. Mi gratitud y compromiso con la Universidad pública, gratuita y laica es, desde ahora y desde siempre, un principio irrenunciable. * A Estefanía, por la alegría de vivir en un mundo en el que también vive ella. 3 PRÓLOGO En 1969, lanzando una mirada retrospectiva de su propia obra, Jorge Luis Borges indicaba que en aquel Fervor de Buenos de 1923 se encontraba ya prefigurado “todo lo que haría después”. Incapaces de ostentar una distensión temporal semejante, y sin el deseo de incurrir en comparaciones poco afortunadas, o simplemente megalómanas, podríamos señalar que el trabajo que aquí se presenta puede ser entendido como el corolario necesario de otro que supimos realizar en el año 2010. Aquél, confeccionado en ocasión de nuestra Tesina de Licenciatura, llevaba por título El yo hecho de retazos. Identidad y alteridad en los escritos de Michel de Montaigne. Y todas esas páginas no habían tenido su origen sino en una fugaz reflexión del ensayista del Périgord: Nous sommes tous faits des lopins, et d’une contexture si informe et diverse, que chaque pièce, chaque moment, fait son jeu. Et se trouve autant différence de nous à nous-mêmes, que de nous à autrui. Sí estamos por entero hechos de retazos -nos preguntábamos ante Montaigne-, sí nuestra contextura es tan informe y diversa que somos capaces de hallar una diferencia semejante entre nosotros y nosotros mismos como la que experimentamos entre nosotros y los demás, ¿cuál es la verdadera condición de nuestra subjetividad? ¿Qué nos es verdaderamente propio; qué es nos es plenamente ajeno? Así, “por lo que dejaban entrever, por lo que prometían de algún modo” -para tomar prestadas nuevamente algunas palabras de Borges-, aquellas páginas presagiaban todo lo que vendría después, en los años del doctorado. Aquella primera inquietud por la conformación de la identidad en base a la alteridad nos condujo un paso más allá, hacia la pregunta por las relaciones éticas y políticas entre ambas. Fue así que descubrimos estos nuevos-viejos caminos, y nos internamos de lleno en las trifulcas teológico-políticas de una época tan particular como apasionante: el siglo XVI francés. Y si la pregunta clave de aquel primer trabajo rondaba en torno a la conformación de la propia subjetividad, la segunda, la inquietud fundamental que ha dado lugar a todo lo que sigue, podría ser esbozada del siguiente modo: ¿es posible que un sujeto que se reconoce a sí mismo conformado de retazos, y que encuentra tanta diferencia entre su yo y su sí mismo -para tomar aquí la expresión de Paul Ricoeur- como entre su yo y los otros, sea capaz de reivindicar una identidad tan pura como para enfrentarse, incluso a muerte, con aquellos a quienes presuntamente ha de reconocer como ajenos? La respuesta a esta pregunta, claro está, excede por mucho los márgenes y límites de este trabajo; ella -si es que la hay- se interna en los espacios más recónditos de nuestra propia vida. Nos asedia, nos espera agazapada en los rincones, y nos toma por asalto, ahí, donde menos la esperamos. Es una inquietud -o una obsesión, no sé muy bien ya- que nos ocupará por largo tiempo; pero una inquietud una tanto habladora, y que por fortuna se ha transformado, entre otras cosas, en todo lo que queda por leer más abajo. 4 ÍNDICE Agradecimientos / 3 Prólogo / 4 Introducción …………………………………………………………………………… Hacia la prehistoria de la modernidad 7 1. Revisitando la historiografía / 8 2. El siglo de la tolerancia filosófica (1670-1763) / 14 3. En camino hacia la prehistoria / 35 Excurso teórico-metodológico / 41 Capítulo I ……………………………………………………………………………… Un siglo bañado en sangre 46 1. De las primicias luteranas al ascenso de Carlos IX (1520-1560) / 50 2. El Concilio, el Edicto y la guerra: de la concordia a la tolerancia / 57 3. Un paso adelante, un paso atrás; el fracaso de la política de Edictos / 62 4. Los Politiques: la tercera posición sale a escena / 66 5. Hacia el Edicto de Nantes: el ascenso de Enrique IV / 69 Capítulo II ……………………………………………………………………………… 73 Castellion: entre la herejía y el derecho a creer lo equivocado 1. Sébastien Castellion (1515-1563) / 76 2. Una hoguera, una apología, dos respuestas / 79 2.1. El Traité des Hérétiques / 83 2.1.1. Esa maldita palabra: Martin Bellie ante la herejía / 85 2.1.2. El mensaje de Cristo: un prólogo para el rey / 92 2.1.3. Kleinberg y Montfort, ¿o Joris y Castellion? / 96 2.2. El Contra libellum Calvini / 103 2.2.1. La herejía y la blasfemia / 106 2.2.2. Vaticanus y la doucer / 111 2.2.3. La letra y el espíritu / 117 3. Un país que se desangra / 120 3.1. Un reino, dos Iglesias: la Exhortation aux Princes / 122 3.2. La enfermedad de la coacción, el remedio de la libertad / 127 Capítulo III …………………………………………………………………………… 134 Bodin: entre la République y la Respublica literaria 1. Jean Bodin (1530-1596) / 137 2. Les six livres de la République, o la solución politique / 141 2.1. Entre monarcómanos y liguistas; un nuevo Manual de Navegación / 143 2.2. Hacia la institución de un poder secular, o el concepto de soberanía / 150 2.3. El poder de legislar: vrai remarque de la souveraineté / 155 2.4. Gobernar entre facciones / 159 2.5. Detractores y apologetas / 167 5 3. La tolerancia de los sabios / 171 3.1. En la prehistoria del Heptaplomeres: la carta a Bautru des Matras / 172 3.2. El Colloquium, ¿un texto destinado al fuego? / 177 3.3. Los savants en escena / 181 3.4. De lo que no se puede hablar, mejor callar / 188 3.5. Nathan y una carta de ciudadanía en la Republique des Lettres / 193 Capítulo IV …………………………………………………………………………… 198 Montaigne: de la conservación política al ensayo de la alteridad 1. Michel Eyquem, señor de Montaigne (1533-1592) / 201 2. Las insinuaciones de un escéptico, o las dos caras de Montaigne / 205 3. Ni güelfo ni gibelino / 215 3.1. Reforma religiosa y crisis política / 216 3.2. La tercera posición: un catolicismo sin dogma / 225 4. Un ciudadano del mundo, o la alegría de vivir con otros / 231 4.1. Huir hacia lo ajeno, o la experiencia del viaje / 233 4.2. En la carabela de piedra / 238 4.3. Con el culo en la montura / 242 4.4. Ciudadano de Roma, ciudadano del mundo / 247 4.5. El viaje como pedagogía de la diversidad / 250 Conclusión …………………………………………………………………………… 259 Una pregunta, tres respuestas, muchos caminos abiertos Bibliografía / 272 Ilustraciones 1. Atentado contra el almirante Gaspard Coligny (1572) ………………………… 2. Página inicial del Edicto de Nantes (1598) ……………………………………… 3. Retrato del médico antitrinitario español Miguel Servet (1509-1553) ………... 4. Portada del Contra libellum Calvini (1612) ……………………………………. 5. Portada de Los seis libros de la República, enmedados católicamente (1590) ... 6. Portada de un ejemplar del Colloquium Heptaplomeres ………………………. 7. Portada de los Essais de Michel de Montaigne (1659) ………………………….. 8. Itinerario del viaje realizado por Michel de Montaigne (1580-1581)…………... 6 61 65 95 105 142 166 218 234 INTRODUCCIÓN Hacia la prehistoria de la modernidad El historiador del pensamiento puede ayudar a apreciar en qué medida los valores implícitos en nuestra forma de vida, tanto como nuestra manera de pensar sobre esos valores, manifiestan elecciones hechas en momentos diferentes entre distintos mundos posibles. Esta conciencia puede ser útil para liberarnos del dominio de cualquier explicación hegemónica sobre tales valores, y sobre la manera de interpretarlos y entenderlos. Con una conciencia más amplia de las alternativas, será posible tomar distancia de las convicciones intelectuales que hemos heredado y preguntarnos, con un nuevo espíritu, lo que debemos pensar acerca de ellas. Quentin Skinner, La libertad antes del liberalismo. Escribir la historia de la tolerancia es algo muy distinto a debatir sobre nuestra concepción o, más bien, sobre las concepciones actuales de la misma. La pura y simple trasposición al pasado de lo que hoy pensamos acerca de ella sería -como ocurre, por lo demás, con todos los casos de conceptos que componen la actual constelación de nuestros valores- una deformación sistemática del decurso histórico. Lo que el historiador puede hacer de manera plausible es identificar y reconstruir coyunturas y momentos del pasado en los que personas y movimientos han elaborado, en coherencia con sus propios sistemas de valores, materiales conceptuales que hoy consideraríamos intuitivamente constitutivos de la concepción moderna de la tolerancia. Antonio Rotondò, Diccionario histórico de la Ilustración. ¿Qué es la tolerancia? ¿Cuál es su origen? ¿Cuáles son sus ventajas; cuáles sus límites? ¿Quiénes han sido sus defensores más prestigiosos; quiénes sus detractores? ¿Qué rol ha sido asignado al Estado en su defensa y cumplimiento? ¿Qué papel ha desempeñado la religión, y las diversas iglesias, a la hora de atacarla o defenderla? ¿Cuáles han sido sus derroteros a lo largo y a lo ancho de la modernidad? ¿Cómo ha llegado hasta nuestros días? ¿Qué significaba para los hombres del siglo XVI; qué significa para nosotros? He allí algunos de los muchos y variados interrogantes que ocupan el trasfondo de nuestra investigación, investigación que, como pretendemos dejar en claro en las páginas que siguen, tan sólo se ha ocupado de un momento preciso y de un marco geográfico determinado en la historia de este particular y polifacético concepto. En efecto, situaremos 7 nuestra atención en la Francia del siglo XVI y, más particularmente, en las posiciones desarrolladas por tres escritores: Sébastien Castellion (1515-1553), Jean Bodin (1530-1596) y Michel de Montaigne (1533-1592). Pero antes de adentrarnos más en los contenidos del presente trabajo, señalemos algunos aspectos en relación con su forma inicial. A fin de clarificar cuál ha de ser nuestro objeto y nuestra meta1, hemos decidido desarrollar esta introducción en tres apartados. Para situar la búsqueda en el plano de las investigaciones actuales, y a fin de esbozar nuestro objetivo general, en el primero de ellos realizaremos un repaso de ciertos presupuestos forjados en el marco de la historiografía de la tolerancia. Ese panorama será completado con la presentación de una serie de trabajos académicos que, durante las últimas décadas, han pretendido poner en cuestión dichos presupuestos. Luego de ello, con el fin de establecer un marco de trabajo todavía más específico, de presentar los objetivos particulares de nuestra propia investigación y nuestra hipótesis de trabajo, indicaremos los puntos centrales de algunas de las teorías más importantes desarrolladas entre el último tercio del siglo XVII y los dos primeros del XVIII; es decir, durante el que hemos denominado el siglo de la tolerancia filosófica (1670-1763). Ello no sólo nos posibilitará hacer referencia a pensadores ineludibles para nuestro tema, como Baruch Spinoza (16321677), John Locke (1632-1704), Pierre Bayle (1647-1706) y François Marie Arouet -mejor conocido por el pseudónimo de Voltaire- (1694-1778), sino que también nos permitirá sentar las bases para indicar en qué medida pueden establecerse algunos puntos de contacto entre los debates modernos en torno a la tolerancia y aquellos que les precedieron. En un tercer momento nos abocaremos a realizar una presentación preliminar del contenido específico de nuestro trabajo. Éste, como hemos anticipado, será referido íntegramente a reconstruir, analizar y esbozar una interpretación de las posiciones asumidas por Sébastien Castellion, Jean Bodin y Michel de Montaigne en la prehistoria de aquellas otras discusiones. 1. Revisitando la historiografía “Una historiografía francesa todavía vivaz querría que todo comience con Descartes”2, afirma Jean-Robert Armogathe, haciendo una clara referencia a la génesis de la En cuanto a nuestro método de trabajo, hemos añadido un breve Excurso teórico-metodológico entre la introducción y el capítulo I. Allí referiremos a algunos escritos de Stephen Toulmin y Quentin Skinner que han representado una guía muy fructífera para nuestra propia indagación. Estas referencias, y los ejemplos que de ellas hemos tomado, nos permitirán también fundamentar la inclusión de nuestro primer capítulo. 2 Jean-Robert Armogathe, “Préface”; en Tullio Gregory, Genèse de la raison classique de Charron à Descartes, Paris, PUF, 2000, p.1 1 8 modernidad. Una convicción -o, más bien, un anhelo- similar parece haber animado, al menos durante algún tiempo, a la historiografía de la tolerancia. Según nos indica Cary Nederman3, tres serían los presupuestos básicos sobre los que ella ha intentado sostenerse: el primero, que el debate acerca de la cuestión tuvo su origen y su motivo en la respuesta a un acontecimiento histórico determinado: la Reforma protestante que dividió a Europa a partir de la segunda década del siglo XVI; el segundo, que la primera teorización filosófica del concepto coincide con la Epistola de tolerantia (1686) de John Locke; el tercero, finalmente, que el devenir histórico de dicho concepto se halla, en mayor o menor medida, ligado al nacimiento y la evolución del liberalismo, su teoría y su Estado4. John Rawls bien puede servirnos de ejemplo para ilustrar la primera y la tercera de las tesis a las que antes hemos referido. Según la interpretación que nos ofrece en la introducción de su Liberalismo Político, fue el acontecimiento de la Reforma el que “fragmentó la unidad religiosa de la Edad Media y condujo al pluralismo religioso, con todas sus consecuencias para los siglos posteriores”5, alentando por primera vez una serie de pluralidades -no sólo en el orden confesional- que serán ya una de las características distintivas “de la cultura a finales del siglo XVIII”6. Este acontecimiento marca un antes y un después, un hiato entre una sociedad cimentada sobre una única “religión autoritaria, salvacionista y expansionista”, en la cual las personas no presentan demasiadas divergencias “acerca de la índole del más alto bien”, y otra caracterizada por la diversidad de concepciones. Así pues, si establecemos al cisma protestante como punto de partida tanto de la pluralidad de pareceres como de actitudes morales y religiosas, no hay mayores motivos para no concluir con Rawls que “el origen histórico del liberalismo político (y, más generalmente, del liberalismo) es la Reforma y sus secuelas, con las largas 3 Cary Nederman, Worlds of difference. European discourses of toleration c..1150-1550. Pennsylvania, The Pennsylvania State University Press, 2000: “Introduction: Toward a More Tolerant Middle Ages”, pp.1-10. 4 Para más precisiones sobre esta particular concepción, véase Fernando Vallespín, “El Estado liberal”, en Rafael del Águila Tejerina (Coord.), Manual de Ciencia Política, España, Editorial Trotta, 1997, pp.53-80. 5 John Rawls, Liberalismo Político, México, FCE, 2006, p.17. Pedro Bravo Gala comparte esta misma interpretación: “La idea de tolerancia alcanza pleno sentido en Occidente como consecuencia de la división religiosa operada por la Reforma. Al romperse el orden cristiano medieval e institucionalizarse la rebeldía contra la autoridad espiritual de Roma en las diversas iglesias y sectas reformadas, se traspuso el problema religioso desde el plano puramente especulativo de la teología al plano histórico-concreto de la realidad política. Como resultado de este hecho, allí donde las luchas confesionales fueron particularmente intensas (Francia, por ejemplo), se planteó como problema político de solución inaplazable el del pluralismo religioso dentro del Estado”. “Presentación”, en John Locke, Carta sobre la Tolerancia, Madrid, Tecnos, 1991, pp. XVIII-XIX. Es en base a esta edición que citaremos la Epistola de Locke. En adelante, ET. 6 Ibíd., p.17. Como bien señala Kymlicka, “According to Rawls, this development of religious tolerance was one of the historical roots of liberalism. Liberals have simply extended the principle of tolerance to other controversial questions about the «meaning, value and purpose of human life»”. Will Kymlicka, “Two Models of Pluralism and Tolerance”, Analyse and Kritik, 13, 1992, p.34. Kymlicka dedica este artículo a criticar la “obvious lesson” que Rawls pretende extraer de su interpretación de la Reforma. A diferencia de Rawls, quien restringe a la esfera individual el ejercicio de las libertades conquistadas luego de aquel acontecimiento, Kymlicka propone un modelo interpretativo diferente; un modelo no ya basado en los derechos de los particulares, sino en el de los grupos y comunidades. 9 controversias acerca de la tolerancia religiosa en los siglos XVI y XVII”7. En efecto, sostiene Rawls, la novedad radical aparejada con los posicionamientos teológico-políticos de Lutero y Calvino se halla en el problema de “¿cómo es posible que exista una sociedad entre quienes profesan distintos credos?”8. Este conflicto, vivenciado de un modo trágico por quienes se enfrentaron a él en los albores de la modernidad9, será “tomado muy en serio” -en su aspecto “latente e irreconciliable”- por el liberalismo político, el que no lo considerará ya “como un desastre, sino como el resultado natural de las actividades de la razón humana”10 en condiciones de libertad11. Las sociedades liberales de la posmodernidad se presentan, en tal sentido, como el corolario ineludible de este devenir histórico12. Son algunas de estas ideas las que refuerza John Gray en su Two faces of Liberalism. Según afirma Gray, el Estado liberal tuvo su origen en el siglo XVI, gracias al derrumbe de los modos de vida estandarizados y a la eclosión de múltiples y diferentes modus vivendi. Como consecuencia de ello, dice, “los regímenes liberales contemporáneos son floraciones tardías de un proyecto de tolerancia que se inició en Europa en el siglo XVI”13. En efecto, según su mirada, la principal tarea que hemos heredado de esta concepción “consiste en reacondicionar la tolerancia liberal para que pueda guiarnos en la búsqueda de un modus vivendi en un mundo más plural”14. Y si bien -concede Gray- “la tolerancia no empezó con el liberalismo… Sin embargo, el ideal de una vida en común no basada en creencias comunes es un legado liberal”. Nuestro desafío actual, entonces, no consiste sino en dar un paso más en esta gran labor de diversificación moral iniciada con el Ibíd., p.18. Ibíd. 9 “Incluso aquellos que primeramente propusieron la tolerancia vieron la división de la cristiandad como un desastre, aunque un desastre que había que aceptar, en vista de la otra opción, que era una guerra civil y religiosa interminable”. Ibíd. 10 Ibíd. 11 “Considerar un desastre el pluralismo razonable es considerar también que es un desastre el ejercicio de la razón en condiciones de libertad”. Ibíd. 12 Paul Ricoeur nos ofrece una interpretación semejante del vínculo entre las democracias liberales y los debates por la tolerancia originados ante el cisma protestante, y las guerras de religión: “Para las democracias liberales constitucionales, la práctica de la tolerancia es el reconocimiento del hecho más importante que domina la cultura de tales sociedades, a saber, el hecho del pluralismo de las creencias y las convicciones, en una palabra, de las concepciones del bien. La intolerancia sobre cuya base se llegó a esta situación de armisticio en la pugna entre distintas concepciones del bien, se manifestó masivamente en las guerras de religión, durante las cuales la Iglesia o las Iglesias ofrecían al Estado la proclamación de su legitimidad a cambio de la aprobación que el brazo secular del Estado otorgaba a las autoridades eclesiásticas. Este antiguo paradigma de las guerras de religión en Europa ha presidido la idea y la práctica de la tolerancia en esta región del mundo en todas aquellas que deben lo esencial de su cultura al viejo modelo europeo”. Paul Ricoeur, “Estado actual de la reflexión sobre la intolerancia”, en Françoise Barret-Ducrocq (Dir.), La intolerancia, Academia Universal de las Culturas, Buenos Aires, Granica, 2006, p.20. 13 John Gray, Las dos caras del liberalismo. Una nueva interpretación de la tolerancia liberal, Barcelona, Paidós, 2001, p.11. Una versión sintética de las tesis defendidas en este libro puede hallarse en John Gray, “Pluralismo de valores y tolerancia liberal”, Estudios Públicos, 80, 2000, pp.77-93. 14 Ibíd. 7 8 10 advenimiento de la modernidad filosófica: “Nuestra tarea es considerar en qué se convierte este patrimonio en sociedades que son mucho más profundamente diversas que aquellas en las que fue concebida la tolerancia liberal”15. Victoria Camps -cuyo parecer bien puede servirnos para ilustrar el segundo de los presupuestos al que nos hemos referido- afirma por su parte que “la lucha por la tolerancia coincide cronológicamente con la lucha por el liberalismo. Lo que significa que los problemas de la primera serán a su vez los problemas del segundo”16. Sostiene, además, que estas contiendas análogas reconocen en su devenir histórico y teórico dos acontecimientos ineludibles: “El primero lo representa Locke con su Epistola de Tolerantia, alegato a favor de la libertad religiosa. El segundo lo representa el On Liberty de John Stuart Mill, defensa a ultranza de la libertad como tal”17. Pero Camps no parece ser la única que atribuye a Locke -“el más grande teórico de la tolerancia”, según palabras de Norberto Bobbio18- la paternidad filosófica del concepto; por el contrario, como dijimos antes, y como afirma explícitamente Cary Nederman, “pocos son los estudiosos que discuten la afirmación de que la primera defensa teórica de la tolerancia fue propuesta por John Locke en su Epistola de Tolerantia”19. A lo sumo, algunos otros -como es el caso de Yves Charles Zarka- han señalado que la elaboración filosófica de este concepto, llevada adelante en el siglo XVII, tuvo una doble paternidad: la Epistola de Locke y el Commentaire Philosophique (1687) de Pierre Bayle. En sus palabras, mientras el primero buscó garantizar la coexistencia de las confesiones estableciendo una clara distinción entre la esfera del poder político y el ámbito Ibíd. Victoria Camps, “La tolerancia”, en Virtudes Públicas, Madrid, Espasa-Calpe, 1990, p.82. Pedro Cerezo Galán traza el mismo parentesco que Camps. Según su perspectiva, “la tolerancia ha crecido conjuntamente con la historia de la libertad y de la racionalidad crítica. Hay así una íntima conexión entre el liberalismo y la tolerancia. Históricamente, la conciencia liberal se gestó en la lucha por la tolerancia religiosa, como un remedio contra las guerras de religión que asolaron Europa, y fue tallando sus conceptos a la par que libraba aquellas batallas. Otras fuentes, sin duda, como el Humanismo y la Reforma influyeron en el origen del liberalismo, pero fue la lucha por la tolerancia el impulso fundamental que llevó a la cristalización de su doctrina”. Pedro Cerezo Galán, “La tolerancia, virtud liberal. Apuntes para historia de la tolerancia”, Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Nº 82, 2005, p.471. 17 Ibíd. Salvador Giner expresa una idea muy similar: “La teorización explícita de la tolerancia se produce con el alba del liberalismo. Ello ocurre con la Carta sobre la tolerancia de 1689, que compuso John Locke y culmina en el ensayo de John Stuart Mill, Sobre la libertad. Es en éste donde primero hallamos una teoría plenamente moderna de la tolerancia. Porque Mill liga la tolerancia al progreso de las ciencias y las artes así como a la estructura política de cada país, al tiempo que vincula todo ello con la naturaleza misma de la democracia, en términos esencialmente laicos. Hasta él, el planteamiento había sido religioso, o sobre religión”. “Verdad, tolerancia y virtud republicana”, en Manuel Cruz, Tolerancia o barbarie, Barcelona, Gedisa, 1998, p.125. John Henley, por su parte, resalta esta última observación realizada por Giner, afirmando que es en realidad Mill, y no Locke, quien mejor representa el punto de vista liberal acerca de la tolerancia: “The classic exposition of a liberal understanding of toleration was not to appear until 1859, more than 150 years after the publication of Locke’s letter. By this time the term tolerance had entered the English language in the relevant sense and pressures to extend the level of participation in democratic government had increased. John Stuart Mill was as much an advocate of more representative government as he was of liberty and of the tolerance that he considered requisite for the exercise of true liberty”. “The end of tolerance”, Pacifica, 13, 2000, p.28. 18 Norberto Bobbio, El tiempo de los derechos, Madrid, Editorial Sistema, 1991, p.248. 19 Cary Nederman, Op.cit., p.2. La traducción es nuestra. 15 16 11 del poder eclesiástico, el segundo intentó fundamentar la tolerancia a través de una defensa radical de la libertad de conciencia20. Ahora bien, más allá de estas afirmaciones, en el transcurso de las últimas décadas el predominio de esta interpretación canónica parece haber comenzado a ser puesto en duda por nuevas voces. István Bejczy fue quien abrió el juego en 1997, con un artículo titulado “Tolerantia: a Medieval Concept”. Oponiéndose a aquel primer presupuesto según el cual la tolerancia sólo entra en escena con posterioridad al cisma de la Reforma21, Bejczy afirmará que esa representación de la historia del concepto es inexacta, pues también “en la Edad Media tolerantia fue un concepto político muy desarrollado, y ampliamente aplicado tanto en la esfera eclesiástica como en la secular”22. En efecto, Bejczy intenta demostrar que, mientras que en la antigüedad y en los primeros tiempos del cristianismo el concepto refería a la esfera de la vida individual, concibiéndose como un sinónimo de patientia, la noción de tolerantia “como un concepto social y político, es un invento de la Edad Media”23. Por esa misma época, John Christian Laursen y Cary Nederman se abocaron a la edición de una serie de estudios colectivos -en los que participaron, entre otros intelectuales destacados, Richard Popkin y Marion Leathers Kuntz- que llevaron por título Difference and Dissent: Theories of Toleration in Medieval and Early Modern Europe (Maryland, 1996) y Beyond the Persecuting Society: Religious Toleration Before the Enlightenment (Philadelphia, 1998). Tanto en dichas compilaciones como en algunas “L’élaboration philosophique initiale du concept de tolérance s’est effectué, au XVIIe siècle, dans le cadre d’une problématique théologico-politique qui définit non seulement la limitation initiale du concept à la tolérance religieuse mais également son fondement. Deux auteurs ont joué ici un rôle capital, l’un en distinguant clairement l’ordre de l’autorité politique et l’ordre de l’autorité ecclésiastique, l’autre en fondant la tolérance sur la liberté de conscience. Il s’agit de Locke et de Bayle”. Yves Charles Zarka, “Présentation générale”, en Yves Charles Zarka, Frank Lessay, John Rogers (Dir.), Les fondements philosophiques de la tolérance, Paris, PUF, 2002, Tome I, p.IX. 21 En relación al tópico particular de la Reforma, puede considerarse la excelente compilación realizada por Nicolás Piqué y Ghislain Waterlot bajo el título Tolérance et Réforme. Éléments pour une généalogie du concept de tolérance (Paris, L´Harmattan, 1999). El objetivo particular de este texto es el de elaborar una genealogía de la idea de tolerancia que permita dar cuenta de su sentido moderno, y explicar las razones de su desarrollo a partir del siglo XVI, particularmente desde una perspectiva calvinista. Asimismo, más allá de la diversidad de enfoques asumida por los distintos participantes, la obra parece apoyarse sobre una paradójica tesis general, según la cual la contribución de la Reforma a la tolerancia se habría llevado a cabo a pesar de los propios reformadores. Pues, según los compiladores, contribuir a hacer posibles nuevos conceptos no significa necesariamente el haber participado en su elaboración o promoción. 22 István Bejczy. “Tolerantia: A Medieval Concept”, Journal of the History of Ideas, Vol. 58, Nº 3, July 1997, pp. 365-366. La traducción es nuestra. Si bien Bejczy reconoce entre los antecedentes de su propia búsqueda las investigaciones realizadas por Joseph Lecler (Histoire de la tolérance au siècle de la Reforme, Paris, 1955), Mario Condorell (I fondamenti giuridici della tolleranza religiosa nell'elaborazione canonistica dei secoli XIIXIV, Milan, 1960) y Klaus Schreiner (“Toleranz”, Geschichtliche Grundbegriffe, Sttutgart, 1990), afirma que “unfortunately none of these authors treat the subject of medieval tolerance in a satisfactory way” (Ibíd., p.366). 23 Ibíd., p.368. 20 12 producciones posteriores24, estos autores buscaron trazar una vía alternativa al camino prescrito por el segundo de los presupuestos mencionados al inicio; al que denominaron “the Locke obsession”. Es decir, en sus propias palabras, ese “tratamiento paradigmático de la cuestión [de la tolerancia], en mundo anglófono al menos, que tiende a comenzar con John Locke, dando luego un salto hasta Stuart Mill”25. La compilación realizada por Alan Levine bajo el título Early Modern Skepticism and the Origins of Toleration (Maryland, 1999), por su parte, resulta un buen ejemplo para señalar una serie de voces disidentes respecto del tercer presupuesto implicado en aquella tesis oficial. En la introducción a dicha obra, Levine indica que, en oposición a la doctrina liberal -que tradicionalmente ha intentado justificar la tolerancia apelando a los derechos individuales- los trabajos de los autores reunidos en esta compilación “examinan argumentos a favor de la tolerancia basados en una tradición largamente olvidada; la tolerancia derivada del escepticismo”26. Dando cuenta de todos estos antecedentes, a los que sería posible sumar muchos otros27, podemos afirmar que nuestra propia indagación pretende inscribirse en el mismo camino desandado por los estudios en estas últimas décadas. En una palabra, el objetivo general de nuestra Tesis no es otro que el continuar enriqueciendo la historiografía filosófica de la tolerancia desde una perspectiva particular: la de la prehistoria de la modernidad. A esos dos trabajos pueden sumárseles el ya citado de Cary Nederman, World of Difference. European Discourses of Toleration c.1100-1150 (Pennsylvania, 2000), J. Ch. Laursen (ed.), Histories of Heresy. For, Against and Beyond Persecution and Toleration (Hampshire, 2002), y Nederman, Laursen e Ian Hunter (eds.), Heresy in transition. Transforming ideas of Heresy in Medieval and Early Modern Europe (England/USA, 2005). 25 John Christian Laursen y Cary Nederman (Eds.), Beyond the Persecuting Society: Religious Toleration Before the Enlightenment, Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 1998, p.2. La traducción es nuestra. 26 Alan Levine, “Introduction”, en Alan Levine (Ed.), Early Modern Skepticism and the Origins of Toleration, Maryland, Lexington Books, 1999, p.1. 27 Entre las diversas obras con las que hemos tomado contacto, podemos señalar el trabajo realizado por Perez Zagorin: How the Idea of Religious Toleration Came to the West (Princeton, Princeton University Press, 2003), las compilaciones dirigidas por Susan Mendus y David Edwards: On Toleration (Oxford, Clarendon Press, 1987) y Justifying Toleration. Conceptual and Historical Perspectives (Cambridge, Cambridge University Press, 1988), la editada por David Heyd: Toleration. An Elusive Virtue (Princeton, Princeton UniversityPress, 1996), y las recientes compilaciones de John Christian Laursen y María José Villaverde Rico: Forjadores de la tolerancia (Madrid, Tecnos, 2011) y Paradoxes of Religious Toleration in Early Modern Political Thought (Maryland, Lexington Books, 2012). Mirando hacia nuestras latitudes, también podemos señalar la compilación dirigida por el brasileño Antônio Carlos Dos Santos, O outro como problema: O surgimento da tolerância na modernidade (Sao Pablo, Alameda Editorial, 2010) y los artículos del chileno Enzo Solari: “De pace fidei: de la libertad a la tolerancia” (Teología y Vida, vol. LIII, 2012, pp.439-473) y “Contornos de la tolerancia medieval” (Ideas y valores, vol. LXII, Nº 153, diciembre 2013, pp.73-97). En este último, retomando la tesis desarrollada por István Bejczy, Solari explora en las producciones de Pedro Abelardo, Tomás de Aquino, Ramón Llull y Nicolás de Cusa, y concluye, dando un paso más que su antecesor, que “las apreciables diferencias políticas y epistémicas que separan al medioevo de la modernidad no implican que la tolerancia sea una noción propiamente moderna, ni que su versión medieval resulte ajena a cierta admisión de la libertad religiosa y de la pluralidad en la verdad”. 24 13 Ahora bien, antes de centrar toda nuestra atención en ese escenario prehistórico, y de dar la palabra a Castellion, Bodin y Montaigne, nos será necesario detenernos en el siglo de la tolerancia filosófica. Allí encontraremos algunos elementos indispensables para proseguir este estudio y desarrollar nuestra hipótesis de trabajo. 2. El siglo de la tolerancia filosófica (1670-1763) Sea cual sea su origen; sea cual sea el motivo que mayor impulso dio a los debates, o el filósofo que mejor expuso sus razones; sea cual sea la tradición que más partido ha sacado de ella, o que mejores sustentos le ha brindado, lo que sí parece indudable es que la tolerancia es una conquista propia de modernidad28. Uno de los legados políticos más significativos que hemos recibido de la Filosofía Moderna. En ese sentido, si nos disponemos a reconstruir aunque sea brevemente la historia de la tolerancia, deberemos reconocer en el período clásico de la Edad Moderna una importante serie de escritos en torno a ella. De hecho, sería difícil -por no decir absurdo- negar que entre los siglos XVII y XVIII las producciones filosóficas a favor de la tolerancia religiosa y política, y las discusiones acerca de los límites legítimos de la libertad individual y civil experimentaron un notable auge. Bastaría tan sólo con recordar algunas de las obras más influyentes del período para comprender la validez de esa afirmación. En efecto, desconocer los aportes realizados por filósofos de la talla de Baruch Spinoza, John Locke, Pierre Bayle, Voltaire, entre tantos otros29, sería un error inexcusable para quien quisiera reconstruir esta historia con un mínimo de rigor. Asimismo, dado que -como señalamos antes- el objetivo general de nuestro trabajo consiste en brindar una interpretación de un debate ubicado en la antesala de todas esas discusiones, estimamos conveniente proseguir esta introducción con la presentación de Si bien, como intentaremos mostrar a lo largo de nuestro propio trabajo, las diversas posiciones en favor de la tolerancia parecen tener su origen en los conflictos teológico-políticos del siglo XVI, la historia nos indica que luego de ese primer período en el que la exigencia se reducía a una tolerancia de orden religioso, sobrevendrán otros en los cuales la demanda adquirirá paulatinamente un carácter laico; llegando primero al terreno político y más tarde a la esfera de los derechos civiles. Como señala John Christian Laursen, desde el tardío siglo XX: “Throughout much of the history of the concept, toleration referred largely to a policy or attitude toward different religions. Intolerance could mean burning at the stake of heretics or apostates and forced conversions of adherents to different religions, and tolerance could mean anything short of that. By the late twentieth century, demands for toleration could also refer to other disputed behaviors such as sexual orientations, clothing and dress, drug use, vegetarianism versus meat-eating, and more (although religion was often not far behind these disputes). Ethnic and cultural behaviors and language usage could be the subject of tolerance and intolerance as well”. John Christian Laursen, “Toleration”, en Maryanne Cline Horowitz, New dictionary of the history of ideas, New York, Thomson Gale, 2005, pp.2335-2336. 29 Por motivos metodológicos, es decir, porque nuestra intención es sólo ilustrar algunos de los argumentos principales desarrollados en la modernidad, es que aquí nos hemos permitido la licencia de omitir a tantos otros pensadores de inclusión obligatoria en una Historia general de la Tolerancia. 28 14 algunos de los argumentos más destacados del siglo que transcurre entre el Tractatus theologico-politicus (1670) y el Traité sur la tolérance (1763). De ese modo, creemos, las distintas posiciones asumidas por Castellion, Bodin y Montaigne podrán ser consideradas con mayor detenimiento, comprendidas con mayor rigor y evaluadas con mayor equidad en el marco de aquella otra historia inmediatamente posterior. En efecto, una de nuestras suposiciones fundamentales es que los argumentos y tesis desarrolladas por quienes protagonizaron los debates modernos sobre la tolerancia parecen presentar una significativa serie de vínculos -tanto de aceptación como de reapropiación, reconfiguración o rechazo- con las posiciones asumidas por los tres filósofos que intentamos rescatar de aquella prehistoria. Indicado esto, podemos señalar también que la tesis que intentaremos sostener a lo largo de nuestro trabajo es que las producciones filosóficas de Castellion, Bodin y Montaigne, y las diversas posiciones asumidas por cada uno en particular, adquieren un mayor grado de inteligibilidad si ellas son comprendidas como posibles intentos de respuesta a los desafíos presentados por su particular contexto histórico, político e intelectual. En ese mismo sentido, en el marco de aquella meta general, podemos indicar que nuestros dos objetivos particulares son los siguientes: el primero consiste en ofrecer una interpretación de las diversas posiciones asumidas frente al conflicto por los tres autores mencionados (en donde residirá, también, nuestra mayor originalidad30); el segundo, en indicar una serie de posibles puntos de continuidad y de ruptura entre aquellas posiciones prehistóricas y las desarrolladas por diversos filósofos en el transcurso de la modernidad. Para alcanzar el primero nos será necesario desandar los cuatro capítulos que componen esta Tesis; para sentar las bases del segundo, que sólo se completará en nuestra conclusión, debemos realizar al menos el breve recorrido que sigue en este parágrafo. En 1670, el Tratado teológico-político31 nos enfrentará de lleno con la cuestión de la tolerancia32. En el último capítulo de su obra, luego de un extendido estudio filológico e En efecto, más allá de los estudios particulares que se han dedicado a cada uno de ellos, a los que haremos referencia en la medida en que desarrollemos los sucesivos capítulos de nuestro trabajo, sólo tenemos noticias de un único -y muy breve- artículo en los que las posiciones Castellion, Bodin y Montaigne fueron presentadas en conjunto; el de Franklin L. Ford, “Dimensions of Toleration: Castellio, Bodin, Montaigne”, Proceedings of the American Philosophical Society, Vol. 116, No. 2, 1972, pp. 136-139. 31 Editado en forma anónima, y con un falso pie de imprenta (Hamburgui, apud Henricum Künraht, 1670), el texto llevará el siguiente título: Tractatus theologico-politicus, continens dissertationes aliquot, quibus ostenditur libertatem philosophandi non tamtum salva pietate et reipublicae pace posse concedi, sed eandem nisi cum pace reipublicae ipsaque pietate tolli non posse. La edición se realizó en Holanda, y verdadero editor fue Jan Rieuwertsz, amigo de Spinoza. Aquí citamos el Tratado teológico-político conforme a la traducción realizada por Atilano Domínguez, Madrid, Alianza, 2003. En adelante, TTP. 32 En un artículo ya clásico, “Spinoza, oltre l’idea di tolleranza?” (1991), Filippo Mignini sostiene -aunque con la prudencia del modo interrogativo- que las reflexiones de Spinoza sobre la cuestión lo ubican más allá del horizonte intelectual de la tolerancia, entendida ésta como “una concesión” brindada a aquellos que difieren en materia religiosa. En efecto, tanto la intencionada ausencia del concepto (utilizado sólo una vez en sus textos, y 30 15 historiográfico de las sagradas Escrituras, y a partir de un examen detallado de las capacidades y potencias inherentes a la condición humana, Spinoza -primer defensor moderno de la democracia- llegará a la conclusión de que el Estado más acorde con las características del hombre es aquel en el que los ciudadanos puedan pensar y decir sin restricciones. Realicemos un muy breve repaso de sus ideas centrales33. Por un lado, dijimos, Spinoza sienta las bases para el desarrollo de una exégesis histórico-crítica de las Escrituras34, oponiéndose tanto a aquellos que pretendían en el sentido negativo de “paciente soportación”), como la clara distinción entre el ámbito de la religión y el de la filosofía, sitúan a Spinoza un paso más allá: “parece posible concluir -nos dice Mignini- que la filosofía de Spinoza no puede ser incluida de derecho en la historia de la idea de tolerancia. Parece más bien señalar la conclusión teórica de dicha historia y, quizás, el inicio de una nueva” (“Spinoza: ¿más allá de la idea de tolerancia?”, NOMBRES. Revista de Filosofía, IV, IV, 1994, p.127). Un camino similar ha sido emprendido por otros intérpretes, como Alain Billecoq, “Spinoza et l’idée de tolérance” (1998), Guillaume Simard Delisle, “Spinoza et l’idée de tolérance” (2010) y Diego Tatián, Spinoza: una introducción (2009) y contradicho, al menos en parte, por Jonathan Israel. En su voluminoso estudio titulado Radical Enlightement (2001), aplicando al tópico de la tolerancia su clave exegética, Israel ubica a Spinoza entre defensores de una tolerancia radical (mientras que Locke sería el representante de la vertiente moderada), es decir, una tolerancia “esencialmente filosófica, republicana y explícitamente antiteológica”, cuyas demandas principales consistirían en la liberta de pensamiento y expresión; a las cuales Spinoza denominará bajo el tópico de libertas philosophandi. Al respecto, véase La ilustración radical. La filosofía y la construcción de la modernidad 16501750, México, Fondo de Cultura Económica, 2012, “Spinoza, Locke y la lucha ilustrada por la tolerancia”, pp. 334-341. Aun establecidas estas salvedades, creímos pertinente incluir a Spinoza en nuestro estudio por dos motivos: el primero reside en el innegable valor de sus reflexiones a la hora pensar la relación entre la religión y la política, marco general de toda nuestra reflexión; el segundo, en la convicción -quizás contraria a la de Mignini- de que los horizontes intelectuales no poseen los límites precisos de una frontera geográfica, y que la historia intelectual tampoco se compone de una línea de dirección unívoca. Por el contrario, y como corolario de dichas premisas, una de las intenciones propias de nuestro trabajo consiste en señalar que, al igual que Spinoza, Montaigne quizás también pueda ser ubicado un paso más allá de la simple tolerancia. Siempre que entendamos a ésta, claro, como la acción de soportar aquello que no se puede impedir. 33 En cuanto al contexto histórico, político e intelectual en el que el Tratado teológico-político fue redactado, digamos lo siguiente: la Holanda de Spinoza fue escenario de intensos debates políticos y religiosos. En el ámbito secular, era posible hallar dos grupos enfrentados. El primero estaba encabezado por la casa real de Orange, e incluía a aquellos que sentían ciertas simpatías monárquicas; el otro, liderado por los hermanos de Witt, se erigía como representante de la naciente burguesía mercantil y los sectores aristocráticos. Asimismo, cada uno de los grupos manifestaba su afinidad por las dos orientaciones confesionales en que se dividía el país: los remonstrantes -o arminianos, a los que adherían los hermanos De Witt- y los contrarremonstrantes -o gomaristas, con quienes simpatizaba la familia Orange-. En los años en que los liberales se mantuvieron en el poder (1653-1672), con Jan de Witt a la cabeza, los Países Bajos se convirtieron en un verdadero refugio para los perseguidos por motivos religiosos, pero este auge de la libertad se verá eclipsado luego del asesinato y linchamiento público de Jan y Cornelius de Witt, y la asunción del poder por parte de Guillermo III de Orange. Es éste, muy brevemente, el espacio político en el que Spinoza -quien en forma explícita manifestaba sus simpatías por la figura de Jan de Witt- redactará su TTP (redacción que se prolongará por cinco años, entre 1665 y 1670). El texto despertará una enorme controversia, y en 1674, luego del viraje ideológico experimentado por los Países Bajos, su difusión será expresamente prohibida. El mismo destino experimentará la Opera posthuma (1677) de Spinoza, editada por sus amigos más cercanos el mismo año de la muerte del filósofo. 34 “La parte teológica, que es la más extensa (se compone de los primeros quince capítulos) tiene el propósito de fundamentar la libertad política; establece una fase preparatoria donde la libertad de conciencia, la libertad de interpretación, la libertad de culto y la aceptación del ‘credo mínimo’ (amar a Dios y al prójimo) como forma de vida constituyen las bases para la libertad democrática. Lo que Spinoza está viendo (finalizada la Guerra de los Treinta Años) es un conflicto de fanatismo religioso que se traslada a la política. La nueva manera de leer la Biblia que propone el TTP tiene el sentido político de pacificación: que la Biblia deje de alentar conflictos por las diferencias de interpretación. Interpretarla de manera que sea capaz de estimular la armonía y la amistad entre los hombres, en vez de la enemistad y el odio que hasta el momento ha suscitado. Someterla a una lectura histórico-crítica, como la que emprenderá -luego de leer a Spinoza, en 1678- el teólogo francés Richard Simón 16 desarrollar un método racionalista, subordinando el texto a la razón -tal como proponía Maimónides-, como a quienes concebían la posibilidad de desandar la vía inversa -como Yehudá Alfakar-, es decir, la de subordinar la razón al texto. Spinoza se muestra convencido de que ambas opciones resultan del equívoco de quienes “no saben separar la filosofía de la teología”35, dado que la razón y las Escrituras poseen fines diversos. En tal sentido, la consecuencia más importante que puede extraerse de un análisis históricocrítico de la Biblia radica en señalar que la misma no tiene por objeto trasmitir ningún tipo de teoría o verdad, en un sentido especulativo, sino que sus enseñanzas pueden ser reducidas a una serie de preceptos morales muy simples, cuya máxima capital reside en obedecer a Dios amando al prójimo. Y todo aquel contenido bíblico que pueda mostrarse incompatible con estos preceptos básicos no es sino el resultado de diversas adiciones históricas; las cuales, no obstante, no alcanzado a trastocar el sentido último e íntimo de la Escritura36. Todos estos elementos quedan claramente explicitados en los capítulos centrales del TTP, donde Spinoza afirma que “Dios no pide a los hombres, por medio de los profetas, ningún conocimiento suyo, aparte del conocimiento de la justicia y la caridad divinas, es decir, de ciertos atributos de Dios que los hombres pueden imitar mediante cierta forma de vida”37. Establecido lo cual, se concluye que “el conocimiento intelectual de Dios, que contempla tal como es en sí misma, no pertenece en modo alguno a la fe y a la religión revelada, y que, por consiguiente, los hombres pueden, sin incurrir en el crimen, equivocarse completamente respecto a ella”38. Aclarada esta distinción entre la esfera del conocimiento y el ámbito acción, y dado que “el único objeto de la Escritura es el de enseñar la obediencia”39, nadie podrá ser considerado “fiel o infiel” sino es a causa de sus obras, aunque muestre discrepancias en relación a las cuestiones dogmáticas. En tal sentido, en efecto, el afirmar que las discrepancias teológicas pueden habilitar la persecución es propio de hombres que todavía se hallan presos de la superstición, es decir, de los “vestigios de la antigua esclavitud”40. con su Historia crítica del Antiguo Testamento”. Diego Tatián, Spinoza: una introducción, Buenos Aires, Quadrata, 2009, p.78. 35 TTP, XV, 180, 18. 36 Véase TTP, XII, 158 y ss. 37 TTP, XIII, 170, 32-35. 38 TTP, XIII, 171, 26-30. 39 TTP, XIV, 174, 8. 40 TTP, Prefacio, 7, 30. En un sentido general, podría afirmarse que Spinoza redacta su Tratado con el fin de librar a los hombres de la superstición, es decir, de una concepción equivocada de la religión, equívoco que no sólo se expresa en simples discusiones sino que tiene las peores consecuencias prácticas: el odio, la malevolencia, la inquina constante, la guerra. 17 De donde se sigue, de nuevo, que son realmente Anticristos aquellos que persiguen a los hombres de bien y amantes de la justicia, simplemente porque disienten con ellos y no defienden los mismos dogmas de fe. Pues quienes aman la justicia y la caridad, por eso sólo sabemos que son fieles, y quien persigue a los fieles es un Anticristo41. Por consiguiente, afirma Spinoza, ni la teología debe oficiar de esclava de la filosofía, es decir, de la razón, ni la filosofía debe ser considerada ancilla theologiae. “Cada una posee su propio dominio: la razón, el reino de la verdad y la sabiduría; la teología, el reino de la piedad y la obediencia”42. He allí la conclusión a la que se arriba hacia el fin de la primera parte del TTP, y con la que se da inicio a las consideraciones específicamente políticas. Pues, una vez que se han establecido cuáles son los márgenes que adquiere la libertad de razonar a partir de esta consideración de la religión por las obras, se hace necesario mostrar que “esa misma libertad puede y debe ser concedida sin menoscabo de la paz del Estado y del derecho de los poderes supremos, y que no puede ser abolida sin gran peligro para la paz y sin gran detrimento para todo el Estado”43. Así, los argumentos desarrollados por Spinoza en los capítulos finales del TTP pueden ser esquematizados, muy brevemente, del siguiente modo: en primer lugar, Spinoza afirma que el derecho natural inherente a cada individuo posee la misma extensión que su deseo y su poder, de modo que, en estado de naturaleza, cada cual tiene derecho a todo aquello que puede44, mientras que una vez que se ha sido instituido el Estado -cuyo fin no es otro que el de conservar a quienes le han dado origen a través de “un pacto dirigido por el solo dictamen de la razón”45-, los hombres ceden sus respectivos derechos a fin de “vivir seguros y lo mejor posible”46. No obstante, aun cuando por medio de este acuerdo de cesión de derechos, los hombres se pongan a sí mismos en la posición de tener que obedecer todas las prescripciones de la potestad suprema, nadie “podrá jamás transferir a otro su poder ni, por tanto, su derecho, hasta el punto de dejar de ser hombre; ni existirá jamás una potestad suprema que pueda hacerlo todo tal como quiera”47. Ningún hombre es capaz de abandonar su derecho a la autopreservación sin perder con ello su propia humanidad, ni puede de entregar a otro su propia conciencia, es decir, su facultad de sentir y razonar libremente, sin ceder con ello su condición humana. TTP, XIV, 176, 13-17. TTP, XV, 184, 21-22. 43 TTP, Prefacio, 11, 10-13. 44 TTP, XVI, 189. 45 TTP, XVI, 191, 30. 46 TTP, XVI, 191, 22. 47 TTP, XVII, 201, 15-17. 41 42 18 Es imposible que la propia alma esté sometida a otro, ya que nadie puede trasferir a otro su derecho natural o facultad de razonar libremente y de opinar sobre cualquier cosa, ni ser forzado a hacerlo. De donde resulta que se tiene por violento aquel Estado que impera sobre las almas, y que la suprema majestad parece injuriar a los súbditos y usurpar sus derechos, cuando quiere prescribir a cada cual qué debe aceptar como verdadero y rechazar como falso y qué opiniones deben despertar en cada uno la devoción a Dios. Estas cosas, en efecto, son derecho de cada cual, al que nadie, aunque quiera, puede renunciar48. Establecida la distinción entre el ámbito del pensamiento y el espacio del acción, distinguida la filosofía de la teología y la razón de la religión, establecido “que el culto religioso y el ejercicio de la piedad deben adaptarse a la paz y a la utilidad del Estado, y que, por lo mismo, sólo deben ser determinados por las supremas potestades, las cuales, por tanto, deben ser sus intérpretes”49, señalada la democracia como el sistema político que más se aproxima al estado natural50, y reconocido el inalienable derecho de los hombres a juzgar y razonar por sí mismos, se demuestra que en un Estado libre está permitido que cada uno piense lo que quiera y diga lo que piense51. En consecuencia, una vez que se ha comprendido que la potestad del Estado -tanto en las cosas sagradas como en las profanasrefiere tan sólo al ámbito de las acciones, y que ningún orden político puede intentar adueñarse del pensamiento de los hombres “sin condenarse a un rotundo fracaso”52, “es necesario conceder a los hombres la libertad de juicio y gobernarlos de tal suerte que, aunque piensen abiertamente cosas distintas y opuestas, vivan en paz”53. Así lo hacen aquellos que viven en Ámsterdam. Sirva de ejemplo la ciudad de Ámsterdam, la cual experimenta los frutos de esta libertad en su gran progreso y en la admiración de todas las naciones. Pues en este estado floreciente y TTP, XX, 239, 8-19. TTP, XIX, 229, 1-2. Spinoza aclara muy bien que, cuando aquellos que detentan el poder del Estado son los únicos facultados para interpretar las prescripciones de la religión, ello sólo se refiere a la piedad y el culto religioso externo, es decir, a las obras, “pues el culto interno de Dios y la misma piedad son del derecho exclusivo de cada uno”. TTP, XIX, 229, 8. 50 “He tratado de él [el Estado democrático] con preferencia a todos los demás, porque me parecía el más natural y el que más se aproxima a la libertad que la naturaleza concede a cada individuo. Pues, en este Estado, nadie transfiere a otro su derecho natural, hasta el punto de que no se le consulte nada en lo sucesivo, sino que lo entrega a la mayor parte de toda la sociedad, de la que él es una parte”. TTP, XVI, 195, 16-21. Una consideración similar puede hallarse en TTP, XX, 245, 17-30. 51 Esta proposición conforma el título del capítulo final del TTP, el que, como bien se ha indicado, debe ser comprendido como el corolario geométrico de todo lo desarrollado en los capítulos XVI-XIX: “Il faut comprendre que cette phrase, titre de l’ultime chapitre, est une véritable proposition, au sens mathématique du terme utilisé dans l’Ethique, et un manifeste dans son acception politique. Proposition qui synthétise les enseignements antérieurs qui sont, en particulier, l’objet des quatre chapitres immédiatement en amont. A cet effet, la démonstration consiste en la reprise et la mise en ordre logique de ces acquis”. Alain Billecoq, “Spinoza et l’idée de tolérance”, Philosophique, 1, 1998, p.123. 52 TTP, XX, 240, 18. 53 TTP, XX, 245, 18-20. 48 49 19 en esta ciudad tan distinguida, viven en la máxima concordia todos los hombres de cualquier nación o secta; y para que confíen a otro sus bienes, sólo procurar averiguar si es rico o pobre y si acostumbra a actuar con buena fe o con engaños. Nada les importa, por lo demás, su religión o secta.54 Será exiliado en esa misma ciudad en donde, un tiempo después, y ante la crisis político-religiosa que asolaba a la Gran Bretaña en los años previos a la Revolución de 168855, que John Locke redactará su Epistola de tolerantia (1686). En ella, y en las tres que le seguirán bajo el mismo título56, el pensador inglés señalará los límites legítimos que caben tanto a la autoridad del Estado como a la autoridad de la Iglesia, así como también las necesarias restricciones que debe asumir la tolerancia interconfesional a lo fines de garantizar la paz civil; lo que lo llevará, finalmente, a afirmar la imposibilidad de admitir dentro de los confines de la comunidad política a católicos y a ateos. Veamos todo esto con más detalle. En términos generales, podríamos afirmar que el argumento principal desarrollado en la Epistola se reduce a la afirmación de que, no estando en nuestro poder el modificar nuestros ideas a voluntad, la coacción no resulta un instrumento que pueda utilizarse con eficacia a los fines de producir conversiones religiosas sinceras, rasgo crucial para alcanzar la salvación57: “Ningún hombre puede, aunque quiera, conformar su fe a los dictados de otro hombre. Toda la vida y el poder de la verdadera religión consiste en la persuasión interior y completa de la mente, y la fe no es fe si no se cree”58. Es sobre la base de esta concepción de la verdadera religión -la que, además de corresponder con un sentimiento de completa persuasión interior, ha de manifestarse exteriormente mediante la caridad y la tolerancia59-, que el filósofo inglés traza una distinción tajante entre los ámbitos de 54 TTP, XX, 246, 1-8. Siguiendo nuevamente a Alain Billecoq, podemos señalar que Ámsterdam cumple aquí una cuádruple función: a) es un ejemplo ilustrativo de la tesis, b) resulta una validación histórica de la demostración, c) se muestra como un símbolo universal y d) como un emblema particular de la tolerancia. Véase Alain Billecoq, Op.cit., p.123. 55 Para una sintética pero ilustrativa representación de los vaivenes teológico-políticos acaecidos en Inglaterra entre las décadas de 1660 y 1680, véase Pedro Bravo Gala, “Presentación”, Op.cit., pp.XXXII-XLIII. 56 La Epistola, publicada primero en latín, estaba dirigida a Philip van Limbroch, teólogo arminiano amigo de Locke, quien la publicó en Gouda en 1689. Fue traducida al inglés durante ese mismo año por el disidente William Popple, bajo el título A letter concerning toleration. Ante las críticas recibidas, Locke publicará una segunda Carta en 1690, la cual estará dirigida contra el clérigo de Oxford, Jonas Proas; una tercera -la más extensa de todas- en 1692 y, finalmente, en 1702, una cuarta; la que quedará inconclusa y también será dirigida a Proas. Asimismo, ya antes de todas estas obras, en 1667, Locke había publicado un Essay concerning toleration. 57 Al respecto, véase Jeremy Waldron, “Locke: Toleration and the Rationality of Persecution”, en John Horton y Susan Mendus (Eds.), John Locke. A Letter Concerning Toleration in focus, London, Routledge, 1991, pp.7089. 58 ET, p.10. 59 “La tolerancia es la característica principal de la verdadera Iglesia”, afirma Locke en apertura de la Epistola, y las páginas iniciales de la misma no son sino un desarrollo de esta máxima: la tolerancia se ajusta tanto al 20 injerencia propios del Estado y de la Iglesia, así como también entre los fines que ambas instituciones persiguen. “El Estado es, a mi parecer, una sociedad de hombres constituida solamente para procurar, preservar y hacer avanzar sus propios intereses de índole civil”60. De esta definición se sigue que al magistrado civil sólo le competen aquellas cuestiones exteriores que se encuentran relacionadas con el derecho civil, como la garantía de la libertad política de los súbditos o de los bienes que éstos poseen, pero dicha competencia “no puede, ni debe, en manera alguna, extenderse hasta la salvación de las almas”61, la que depende, como vimos, de una “persuasión interna de la mente”. El gobernante secular posee la potestad de dar la ley y de obligar con la espada a todos aquellos que están sometidos a su jurisdicción; no obstante, dado que esas mismas leyes carecen de toda su fuerza si no se cuenta con la posibilidad de recurrir al castigo, y, dado que los castigos resultan “absolutamente impertinentes” en materia de fe, el ámbito de la religión escapa por completo a sus potestades. La Iglesia, por su parte, es definida como “una sociedad voluntaria de hombres, unidos por el acuerdo mutuo con el objeto de rendir culto públicamente a Dios de la manera que ellos juzgan aceptable a Él y eficaz para la salvación de sus almas”62. Así, la pertenencia a determinada Iglesia no puede provenir más que de la libre voluntad (ya que “nadie nace miembro de una Iglesia”63), y nadie está obligado a permanecer en el seno de ninguna religión sino es por la esperanza de alcanzar la vida eterna. Y dado que ésta es, según Locke, “la obligación más alta que tiene la humanidad”64, resultaría completamente irracional que alguien depositara “su felicidad o miseria eternas” en las manos de alguien que le indicara qué debe creer. Asimismo, de igual modo en que el gobernante secular cuenta con el recurso de la espada pública, los ministros de la diversas iglesias cuentan con el recurso de “las exhortaciones, las admoniciones y los consejos”, a fin de mantener unidos a los miembros de su sociedad, y con el de la excomunión, como “última y suprema fuerza de la autoridad eclesiástica”65, para alejar de sus filas a aquellos obstinados para quienes no se albergan esperanza de reforma. Evangelio de Jesús como a la “genuina razón de la humanidad”, afirma el filósofo, mientras que la persecución religiosa, además de inútil, resulta un comportamiento completamente monstruoso y anticristiano. 60 ET, p.8. 61 ET, p.9. 62 ET, p.13. 63 ET, p.13. 64 ET, p.50. 65 ET, p.17. 21 A continuación, Locke se introduce de lleno en el análisis de los límites que poseen los deberes de la tolerancia. Éstos pueden subdividirse en tres aspectos66: en primer lugar, los deberes de tolerancia que conciernen a las iglesias para con sus propios miembros; en segundo, los que refieren a los deberes mutuos de las distintas iglesias; en tercero, a los deberes a los que el Estado debe apegarse respecto de los asuntos de la fe. En relación con el primer punto, es claro que una Iglesia no está obligada a mantener en su seno a quien, habiendo sido amonestado, continúa transgrediendo las leyes de su sociedad, pudiendo expulsarlo legítimamente; en relación con el segundo, Locke establece que, del mismo modo en que ningún ciudadano tiene potestad sobre las creencias de otro ciudadano, ninguna Iglesia “tiene forma alguna de jurisdicción sobre las demás, ni siquiera en el caso de que el magistrado civil (como algunas veces ocurre) venga a ser de esta o de aquella comunión”67. En tercer lugar, volviendo su mirada sobre los deberes de los magistrados, Locke reitera su convicción de que “el cuidado de las almas” no es algo que competa a las autoridades seculares, sino una responsabilidad propia de cada hombre para consigo mismo. Además, como ya se ha dicho, dado que no hay posibilidades de alcanzar una convicción sincera por medio de la coacción, toda amenaza no sólo resulta inconveniente, sino también estéril. Aunque la opinión religiosa del magistrado esté bien fundada y el camino que él indica sea verdaderamente evangélico, si yo no estoy totalmente persuadido de ello en mi propia mente, no habrá seguridad para mí en seguir dicho camino. Ningún camino por el que yo avance en contra de los dictados de mi conciencia me llevará a la mansión de los bienaventurados68. Yendo un paso más allá en esta misma dirección, Locke analiza con cierto detalle cuáles son deberes de tolerancia de los magistrados seculares en relación con la libertad de culto y la libertad de creencia, mostrando asimismo cómo han de resolverse los posibles conflictos que puedan surgir entre el Estado y la Iglesia. En relación con el culto, es decir, con las ceremonias y los ritos, los magistrados no pueden hacer ninguna imposición (dado Un cuarto aspecto, no abordado aquí, refiere al deber de tolerancia que deben exhibir quienes ocupan cierto lugar jerárquico dentro de las diversas Iglesias. En relación con ellos, afirma Locke, quien intente desarrollar su actividad de predicación en consonancia con las enseñanzas de los apóstoles, está “obligado a advertir a sus oyentes acerca de los deberes de paz y buena voluntad hacia los hombres, tanto los equivocados como los ortodoxos, tanto aquellos que difieren de ellos en la fe y el culto como aquellos con quienes están de acuerdo” (ET, p.24). Éstos, además, evitarán invocar a “la autoridad del magistrado en ayuda de su elocuencia o de su sabiduría, no sea que, en tanto que profesan solamente amor por la verdad, su celo inmoderado, que respira sólo fuego y espada, traicione su ambición y muestre que lo que ellos desean es el dominio temporal”. ET, p.26. 67 ET, p.19. 68 ET, p.33. 66 22 que, como dijimos antes, la Iglesia es una institución libre y la creencia un acto voluntario), ni tampoco poseen la facultad de realizar prohibiciones; siempre y cuando, claro, dichas ceremonias no resulten contrarias a las leyes civiles69. “Lo que es legal en el Estado no puede ser prohibido por el magistrado en la Iglesia”, afirma Locke; no obstante, “aquellas cosas que son perjudiciales al bien público en su uso ordinario y que están, por lo tanto, prohibidas por las leyes, no deben ser permitidas a las Iglesias en su ritos sagrados” 70. En cuanto a la libertad de creencia, resulta necesario distinguir entre los artículos de fe que refieren estrictamente al orden especulativo de los que pertenecen al orden práctico. Pues, “aunque ambos consisten en el conocimiento de la verdad”71, los primeros se limitan a la simple comprensión mientras que los segundos “influyen sobre la voluntad y los modales”72. Así, mientras las opiniones especulativas -como Locke repite hasta el cansancio a lo largo de la Epistola- quedan plenamente fuera de la injerencia de los magistrados seculares, en tanto “sólo requieren ser creídas” y “no tienen relación alguna con los derechos civiles de los súbditos”73, las creencias prácticas revelan una mayor dificultad. En efecto, en tanto y en cuanto las acciones morales conciernen tanto al tribunal exterior del magistrado como al tribunal interior de la conciencia de los individuos, pueden presentarse allí diversos conflictos74; conflictos, que derivarán en algunas restricciones a los deberes de tolerancia que debe acatar el magistrado. En primer lugar, el gobernante secular no puede tolerar “ninguna opinión contraria a la sociedad humana o a las reglas morales que son necesarias para la preservación civil”75, por más que estos ejemplos puedan resultar extremadamente raros. En segundo lugar, quedan excluidos de la tolerancia aquellos que se atribuyen a sí mismos, o a los miembros de su propia religión, “alguna prerrogativa peculiar”, encubriendo bajo diversos artilugios En efecto, hasta aquellos que presuntamente incurren en la idolatría (concepto al que Locke otorga un valor relativo, convirtiéndolo en una acusación reversible) han de ser tolerados si sus acciones “no son perjudiciales para los derechos de otros hombres, ni rompen la paz pública de las sociedades”. ET, p.42. 70 ET, p.41. El ejemplo más claro de esta violación está dado por aquellos ritos que pueden incluir “atroces prácticas” como el sacrificio de niños. 71 ET, p.47. 72 ET, p.47. 73 ET, p.48. Como bien ha quedado establecido, “el papel de las leyes no es cuidar de la verdad de las opiniones, sino de la seguridad del Estado y de los bienes y de la persona de cada hombre en particular”. ET, p.48. 74 El primer conflicto que analiza Locke, y sobre el que no ahondaremos aquí, refiere a aquel que puede darse entre la conciencia y la ley. Esto es lo que afirma: establecido que los hombres, además de sus vidas temporales, poseen almas inmortales -cuyo cuidado, como ya se ha dicho, es su obligación más alta- cuando existan conflictos entre las prescripciones del magistrado y la conciencia de una persona privada, la salvación eterna debe anteponerse a la obediencia temporal, “porque la obediencia es debida en primer término a Dios y después a las leyes” (ET, p.52). Así, aun cuando estos conflictos “raramente ocurrirán” si se posee un gobierno verdaderamente orientado al bien público, si llegaran a ocurrir, “tal persona privada debe abstenerse de las acciones que juzga ilegales y cumplir el castigo, pues sufrirlo no es ilegal”. ET, p.52. 75 ET, p.54. 69 23 retóricos el carácter políticamente pernicioso de sus creencias76, y también aquellos “que no quieren practicar y enseñar el deber de tolerar a todos los hombres en materia de religión”77. En tercer lugar, no pueden ser tolerados quienes, al ingresar en una Iglesia, “se someten ipso facto a la protección y servicio de otro príncipe”78; como ocurre específicamente con los católicos, quienes anteponen su obediencia al príncipe de Roma, subordinando el poder del magistrado secular a un gobierno extranjero. Finalmente, plegándose a un argumento casi unánime por esta época, Locke afirma que “no deben ser de ninguna forma tolerados quienes niegan la existencia de Dios”79, máxima garantía de todas las promesas, convenios y juramentos sobre los que se sostiene -a juicio del inglés- la sociedad humana. “Prescindir de Dios, aunque sólo sea en el pensamiento, disuelve todo”80, dice Locke, excluyendo a los ateos de cualquier posibilidad de tolerancia. Establecidas estas salvedades, que marcan límites muy precisos a su teoría, Locke finaliza su Epistola intentando rebatir una falaz acusación contra la doctrina de la tolerancia; la de ser la semilla de la cual germinan innumerables conflictos y sediciones. Es precisamente al contrario, sostiene; no es la tolerancia la que provoca que los seres humanos se maten entre sí, sino la intolerancia81. La que se origina, a su vez, en la ambición de ministros y magistrados, y, por tanto, en una arraigada confusión entre el ámbito secular y el espiritual. No es la diversidad de opiniones (que no puede evitarse), sino la negativa a tolerar a aquellos que son de opinión diferente (negativa innecesaria) la que ha producido todos los conflictos y guerras que ha habido en el mundo cristiano a causa de religión. Las cabezas y jefes de la Iglesia, movidos por la avaricia y por el deseo insaciable de dominio, utilizando la ambición inmoderada de los magistrados y la crédula superstición de la inconstante multitud, los han levantado en contra de aquellos que disienten, predicándoles, en contra de las leyes del Evangelio y los preceptos de la caridad, que los cismáticos y los herejes deben ser expoliados de sus posesiones y destruidos. De este modo, han mezclado y confundido dos cosas que son en sí mismas completamente diferentes: la Iglesia y el Estado82. El ejemplo que Locke nos ofrece -a nuestro juicio, en franca alusión al catolicismo romano- es el de una secta que, no enseñando abiertamente que los hombres pueden incumplir sus promesas, pretenden que dichas promesas pueden ser desestimadas cuando el destinatario de la misma es un hereje. Lo que implica, por ejemplo, el defender la licitud de no acatar las órdenes de un rey heterodoxo. 77 ET, p.56. 78 ET, p.56. 79 ET, p.57. 80 ET, p.57. 81 “Estas acusaciones pronto cesarían si la ley de tolerancia se impusiera en tal forma que todas las Iglesias se vieran obligadas a establecer la tolerancia como fundamento de su propia libertad, y enseñar qe la libertad de conciencia es un derecho natural de cada hombre, que pertenece por igual a los que disienten y a ellos mismos y que a nadie debiera obligársele en materia de religión, ni por la ley ni por la fuerza”. ET, p.58. 82 ET, p.65. 76 24 Será por esos mismos años, y recluido en el refuge hugonote de Rotterdam, que Pierre Bayle redactará sus obras más importantes en relación con la cuestión de la tolerancia. El motivo particular que dará origen a sus reflexiones será la sanción del edicto de Fontainebleau -rubricado por Luis XIV el 17 de octubre de 1685-, por medio del cual se dejaban sin efecto las disposiciones del Edicto de Nantes (1598), se decretaba al catolicismo como única religión oficial del reino de Francia, y se instaba a los protestantes a convertirse a dicha fe o a partir al exilio, convirtiendo a l’hexagone en un país toute catolique. En ese escenario, Pierre Bayle redactará -aunque la edición se realizará en forma anónima83- el Commentaire Philosophique84, sentando las bases de su particular doctrina: partiendo de premisas escépticas, Bayle sostendrá que la conciencia errónea posee los mismos derechos, y debe ser respetada de igual modo, que la conciencia que no se halla en el error, dando lugar a una tolerancia universal -tal cual pretenden desprestigiarla sus críticos más acérrimos, como Pierre Jurieu-, y señalando que los únicos individuos que no pueden ser admitidos legítimamente dentro de una sociedad son aquellos que ponen en peligro el orden civil y la seguridad de la República. Así, de la mano de Bayle, incluso los ateos obtendrán carta de ciudadanía. Vayamos a los detalles. En términos generales, el Commentaire philosophique se presenta como una crítica de los fundamentos teológicos y morales de la persecución religiosa; de ese eufemismo que los convertidores utilizan para legitimar su accionar, esa “violencia caritativa y salvífica que ejercen sobre los herejes para retirarlos de sus extravíos”85. Así, comparándolos con los tiranos y los sofistas, que mediante sus acciones han corrompido dos palabras (rey y filósofo) que en sus orígenes no poseían ninguna connotación negativa, Bayle afirmará lo siguiente en relación al concepto de convertidor: Bayle parece haber sido muy consciente de la peligrosidad de su empresa; es por eso que el Commentaire apareció como una supuesta traducción francesa, realizada por “M.J.F.”, de una obra publicada en inglés por “Jean Fox de Brugges”, y con un falso pie de imprenta: “À Cantorbery, Chez Thomas Litwel” (la verdadera impresión se hizo en Ámsterdam y estuvo a cargo de Wolfgang). En relación a dicho pseudónimo, se ha señalado que el mismo puede haber implicado un homenaje para dos protestantes del siglo XVI que defendieron la tolerancia: el cuáquero Georges Fox y el anabaptista David Joris, quien vivió los últimos años de su vida en Basilea bajo el nombre falso de Jean de Bruggs, y mantuvo una cercana relación con Sébastien Castellion. 84 El título completo es el siguiente: Commentaire philosophique sur ces paroles de Jésus-Christ ‘Contrain-les d’entrer’, où l’on prouve par plusiers raisons démonstratives qu’il n’y a rien de plus abominable que de faire des conversions par la contrainte, et l’on réfute tous les sophismes des convertisseurs à contrainte, et l’apologie que saint Augustin a faite des persécutions. En 1686 aparecerán las dos primeras partes, mientras que en 1687 se publicará una tercera, en la que Bayle aplica sus argumentos filosóficos en un análisis particular de las cartas de san Agustín. Y, ante las críticas que Pierre Jurieu le realizará en su Des droits des deux souverains (1687), Bayle responderá, en 1688, con un Supplément du Commentaire philosophique. Asimismo, además de estos intentos por bosquejar una teoría filosófica en favor de la tolerancia, Bayle escribirá y publicará, también en 1686, otra obra titulada Ce que c’est que la France toute catholique sous le règne de Louis le Grand. En ella, criticará fuertemente, y con una ironía corrosiva, la política de persecución puesta en práctica por Luis XIV. 85 Pierre Bayle, Commentaire philosophique, Edité par Jean-Michel Gros, París, Honoré Champion, 2006, Discous préliminaire, p.51. Las traducciones se las debemos a Fernando Bahr. En adelante CPH. 83 25 Significaba originalmente una alma verdaderamente celosa por la verdad, y por desengañar a los errantes; no significa ya más que un charlatán, que un engañador, que un ladrón, que un saqueador de casas, que un alma sin piedad, sin humanidad, sin equidad, que un hombre que, haciendo sufrir a los demás, busca expiar sus impudicias pasadas y por venir, y todos sus desenfrenos86. Mencionada esta apreciación, incluida en la página inicial del Commentaire, puede señalarse que Bayle dispone su crítica en dos partes: en la primera, caracterizada por una cartesiana confianza en “la luz viva y distinta que ilumina a todos los hombres”87, reunirá una serie de argumentos con el objetivo de echar por tierra la interpretación literal de un máxima clásica entre quienes intentaban justificar la represión: la de Compelle intrare (Lucas: 14, 23), pronunciada por Jesucristo en la parábola del banquete. En la segunda, asumiendo una perspectiva diferente, y hasta irreconciliable con la anterior, Bayle buscará dar respuesta a las objeciones que podrían realizarse a los argumentos presentados en la primera parte. Repasemos los capítulos iniciales de cada una ellas, a fin de indicar los puntos principales de la argumentación de Bayle. En capítulo I de la Primera Parte, Bayle sienta las bases de su interpretación racionalista, bajo el posible influjo del Traité de morale (1684) de Nicolás Malebranche. Atribuyendo a san Agustín la paternidad del criterium para discernir entre el sentido literal y figurado de la escritura, y con el propósito de “refutar invenciblemente” a quienes intentan justificar su accionar represivo en la parábola del banquete, Bayle sostiene que, “sobre el principio de la luz natural”, puede afirmarse que “todo sentido literal que contenga la obligación de cometer crímenes es falso”88. De allí se sigue que “no podemos estar seguros de que una cosa es verdadera, sino en tanto ella se halla de acuerdo con esta luz primitiva y universal que Dios extiende en el alma de todos los hombres, y que conlleva infalible e invenciblemente la persuasión de quienes están bien atentos”89. En tal sentido, los desacuerdos interpretativos respecto de la Escritura, y los conflictos que de allí devienen, parecen deberse a que esta “luz metafísica, que ilumina a todo hombre que viene CPH, Discours préliminaire, p.52. CPH, I, 1, p.88. 88 CPH, I, I, p.85. Más extensa y claramente: “Si tomándola [a la Escritura] literalmente, se compromete al hombre a cometer crímenes, o (para evitar todo equívoco) a cometer acciones que la luz natural, los preceptos del Decálogo y la Moral del Evangelio nos prohíben, se debe tener la plena seguridad de que le damos un sentido falso, y que, en lugar de la revelación divina, proponemos al pueblo sus propias visiones, sus pasiones y sus prejuicios”. Bayle, 2006, I, 1, p.86. 89 CPH, I, 1, p.89. 86 87 26 al mundo”90 es muchas veces supeditada a las pasiones y a los prejuicios, los que oscurecen casi por completo su sentido manifiesto. Ahora bien, sugiere un Bayle de aire familiarmente cartesiano, si cada uno “hace abstracción de sus intereses particulares, de sus costumbres y de su patria”91, será capaz de reencontrarse con “esta regla que no puede ser otra cosa que la luz natural, que los sentimientos de honestidad impresos en el alma de todos los hombres; en una palabra, con esta razón universal que ilumina todos los espíritus, y que no falta jamás a aquellos que la consultan atentamente”92. Y a los fines de reforzar el argumento según el cual toda revelación debe estar sometida a los principios que dicta, de antemano, esta razón natural, Bayle utiliza un recurso retórico admirable: nos remite al punto cero de la historia cristiana, a un lugar en cual habitaba un hombre sin prejuicios, sin costumbres y sin patria; al Paraíso mismo. Estoy convencido de que antes de que Dios le haya hecho escuchar alguna voz a Adán para enseñarle lo que debía hacer, ya le había hablado interiormente, haciéndole ver la idea vasta e inmensa del ser soberanamente perfecto y las leyes eternas de lo honesto y lo equitativo, de manera que Adán no se creyó obligado a obedecer a Dios tanto a causa de que una cierta prohibición había alcanzado sus oídos como a causa de la luz interior que lo había esclarecido, antes de que Dios hubiera hablado93. En tal sentido, afirma Bayle, incluso con relación a Adán es posible señalar que “la verdad revelada ha estado como sometida a la luz natural, para recibir de ella su atractivo, su sello, su registro y su verificación, y el derecho a obligar a título de ley”94. Así, como abogado en defensa de los derechos de primogenitura de la razón natural, Bayle indica que todas las máximas morales95 que se disponen tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, antes de adquirir validez, deben ser auscultadas con detenimiento por hombres capaces de supeditar sus pasiones, y las circunstancias históricas y políticas, a los principios de la luz universal que Dios ha impreso en cada uno. Serán ellos, pues, capaces de comprender que quienes sostienen que el Creador nos ha prescrito, a través de la CPH, I, 1, p.89. El subrayado es del original. CPH, I, 1, p.89 92 CPH, I, 1, p.91. 93 CPH, I, 1, p.90. 94 CPH, I, 1, p.90. 95 Cabe destacar que Bayle tiene sumo cuidado en restringir la jurisdicción de la luz natural a los principios morales, sin extenderla a las verdades metafísicas, pues conoce de cerca el peligro que implica sostener una posición tan similar a la de los socinianos: “A Dios no le gusta que yo quiera extender la jurisdicción de la luz natural y de los principios Metafísicos tanto como los Socinianos, que pretenden que todo sentido dado a la Escritura que no se conforme a esta luz y a estos principios debe ser rechazado, y que en virtud de tal máxima se niegan a creer en la Trinidad y en la Encarnación. No, no, yo no pretendo algo carente límites y topes”. CPH, I, 1, p.86. 90 91 27 revelación, acciones morales que contradicen en modo manifiesto estos primeros principios de la razón, están otorgando a esos pasajes un sentido falso. Es ése, precisamente, el equívoco que se ha producido desde tiempo inmemorial respecto de la palabras que Jesucristo profirió en la parábola del banquete. Pasemos a la segunda parte. Allí, como dijimos, Bayle no sólo intentará responder a las presuntas objeciones que pudieran hacerse a los argumentos presentados en la primera mitad, sino que también realizará un desplazamiento muy importante en el abordaje de la cuestión. Tanto, que del mismo modo en que la primera parte del Commentaire podría ser inscripta dentro del marco del racionalismo, esta segunda bien podría situarse en los dominios del pirronismo. Más allá de esa discusión, que excede en mucho nuestro fin, podemos indicar que, en el primer capítulo de esta segunda mitad Bayle, se dispondrá a analizar y criticar otro clásico argumento que los perseguidores han esgrimido a su favor: “que la violencia no se utiliza con el fin de trastornar a las conciencias sino para despertar a los que se rehúsan a examinar la verdad”96, es decir, que la coacción no tiene por fin torcer la voluntad del hereje, sino sugerirle -con cierta vehemencia- que revise los fundamentos sobre los que se sostiene su fe. El análisis de esta proposición conducirá a Bayle a repensar otro concepto clave a la hora de habilitar el uso de la violencia: el de “obstinación”. Y lo llevará a alcanzar una primera conclusión de peso: es imposible que los hombres, debido a su incapacidad para escrutar los corazones97, puedan distinguir la “obstinación” de la “constancia”, es decir, la tozudez y el capricho de la verdadera convicción de la conciencia. Aún más, el hecho de que un -supuesto- hereje rehúse modificar su convicción aun habiendo sido “reducido al silencio por un convertidor”98, y no encuentre manera adecuada de responder a las hábiles objeciones que éste pueda plantearle, no implica en absoluto obstinación. Eso no significa nada, dirá Bayle, pues, según aclara, una convicción personal no siempre depende de la capacidad para defenderla. De hecho, pensar de ese modo podría conducirnos a grandes equívocos, pues, ¿no es claro que un hombre de buena memoria y con una profunda formación teológica y retórica estaría en muy buenas condiciones de derrotar en el campo de batalla de la argumentación a quienes carecen de ella? Es por eso, concluye, que “un hombre no debe ser tan imprudente como para hacer depender su religión de la habilidad, de la memoria y de la elocuencia de un ministro”99. A continuación, Bayle añade otro CPH, II, 1, p.175 Según afirma Bayle, “parece que para juzgar si existe testarudez y obstinación en un hombre, es decir, perseverancia en una profesión incluso luego de que ha conocido su falsedad… es necesario ser escrutador de corazones, y Dios mismo”. CPH, II, 1, p.187. 98 CPH, II, 1, p.183. 99 CPH, II, 1, p.185. 96 97 28 elemento significativo en su argumentación, considerando “la cualidad relativa” de la experiencia. En tal sentido, nos indica, si no existen nociones comunes a las cuales apelar, ningún interlocutor estará en condiciones de aseverar que aquello que le parece evidente lo es por sí, y en tal sentido, lo es -o al menos debería serlo- también para los demás. Y si la verdad no tiene más que un carácter relativo, la acusación de “obstinación”, al igual que la de ortodoxia y la de herejía, se convierte en una imputación reversible. Es precisamente ese carácter relativo el que dominará toda la segunda mitad del Commentaire, en la que la luz natural o razón universal “que esclarece las inteligencias” y “que no yerra jamás si se la consulta con atención”, parece haber dado lugar a otro concepto de razón; a una razón postadánica, sometida indefectiblemente al cuerpo y a la relatividad cultural. Bayle recuerda de súbito el pecado original. Ya no le resulta posible, como al inicio, remontarse hasta el punto cero de la historia de la cristiandad; la caída es un hecho irrevocable, y las indudables limitaciones que ella ha impuesto a nuestras capacidades también lo son. Bayle opera así un desplazamiento desde aquella razón natural hacia una razón histórica y fortuita, y los elementos -intereses particulares, pasiones, patria- que desde el cartesianismo eran caracterizados peyorativamente, y se mostraban susceptibles de ser soslayados, devienen ahora, desde el pirronismo, inherentes a nuestra condición. La conciencia, en este nuevo marco, deja de mostrarse bajo su aspecto objetivo, como esa recta razón infundida por Dios, y comienza, poco a poco, a revelarse por su contracara, como una convicción subjetiva e individual. Ahora bien, dado que el hombre se presenta a partir de aquí como un ser intelectual y moralmente finito, dado que su alma se encuentra permanentemente agitada por pasiones diversas, dado que la mayoría de sus convicciones dependen más de su situación histórica y geográfica que de motivos estrictamente racionales, y, en conclusión, dado que en ese marco se hace imposible determinar cuál es la verdad en términos estrictamente objetivos, ese sentimiento interior experimentado como convicción de la conciencia, lejos de carecer de valor, se ve enaltecido. En efecto, comprendida la oscuridad en la que se encuentra sumida la verdad objetiva, al hombre no le resta sino la posibilidad de apelar a la claridad de la conciencia; ella se presenta como el nuevo criterio para discernir la conducta adecuada. Siendo Dios mismo quien, por motivos inescrutables para la razón humana, ha situado a los hombres en “circunstancias que le hacen muy penoso el discernimiento de lo verdadero y de lo falso”100, lo único que los hombres pueden hacer, y lo único que -a ojos 100 CPH, II, 10, p.322. 29 de Bayle- Dios se limita a exigirles, es un actuar de buena fe; no ya en relación a la verdad absoluta, sino tan sólo siguiendo su verdad respectiva, o putativa101: Dios nos propone de tal manera la verdad que nos deja en el compromiso de examinar aquello que nos propone y de buscar si es la verdad o no. Ahora bien, de allí que se puede decir que no exige de nosotros sino que examinemos bien y que busquemos bien, y se conforma con que, después de haber examinado lo mejor que hayamos podido, consintamos a los objetos que nos parezcan verdaderos, y que los amemos como un presente venido del cielo102. En este marco, actuar conforme a la conciencia, es decir, conforme a lo que se cree de buena fe, es equivalente a actuar en conformidad con lo que se cree que Dios ha prescrito y prescribe. Asimismo, actuar en contra de esa convicción interior es, según Bayle, el peor de los pecados imaginables. Y la conciencia errónea, o presuntamente falsa, no ordena ni obliga menos que la conciencia esclarecida103, ni puede ser violentada con menor perjuicio. ¿Qué logra -o al menos qué busca- Bayle con estas reflexiones? Recusar una idea que, desde san Agustín en adelante había servido de piedra de toque para quienes avalaban la persecución religiosa; aquella según la cual el error es equivalente a la corrupción del corazón, la ignorancia a la malicia y la herejía al crimen. “No creo que se tenga razón en decir que los que no encuentran en la Escritura tales o tales dogmas están afectados por un enceguecimiento voluntario y corrompidos por el odio que tienen a esos dogmas”104. El error es involuntario, inocente (a veces, incluso, invencible)105; luego, debe ser tolerado. He ahí el axioma de su teoría106: si una persona actúa de buena fe, siguiendo los dictados de su “Es suficiente con que la conciencia de cada uno le muestre, no lo que los objetos son en sí mismos, sino su naturaleza respectiva, su verdad putativa”. CPH, II, 10, pp.335-336. 102 CPH, II, 10, p.320. Algunas páginas más adelante refuerza esta misma idea, no diferenciando, además, las nociones de ortodoxia y herejía: “Digo solamente que como la fe no nos da otras señales de ortodoxia que el sentimiento interior y la convicción de la conciencia, señales que se encuentran en los hombres más herejes, se sigue que en un último análisis nuestra creencia, sea ortodoxa o heterodoxa, radica en que sentimos y que nos parece que esto o aquello es verdadero. De donde concluyo que Dios no exige ni del ortodoxo ni del hereje una certeza adquirida mediante un examen y discusión científica, y en consecuencia, se contenta, respecto de unos y otros, con que amen lo que les parezca verdadero”. CPH, II, 10, p.328. 103 “Todo lo que la conciencia bien esclarecida nos permite hacer para el avance de la verdad, la conciencia errónea nos lo permite para lo que creemos la verdad”. CPH, II, 8, p.273. 104 CPH, II, 10, p.330. 105 “[E]l estado en el que se está completamente privado de una idea, no puede depender de nuestra voluntad, pues, para querer no tener presente una idea hay que pensar en esa idea; de allí se sigue que el estado no es voluntario y que, por lo tanto, no hay pecado en él”. CPH, II, 10, p.340. 106 La cual, como Bayle mismo advierte, no carece en absoluto de inconvenientes, pues el mismo argumento que había utilizado con el fin de intentar garantizar la tolerancia puede derivar en una paradoja: si aceptamos como premisa que deben seguirse los mandatos de la conciencia, aun cuando ella sea errónea, y la conciencia indica perseguir, el desobedecerla implicará también un pecado. Véase CPH, II, 9, pp.298-299. 101 30 conciencia y no alterando con ello el orden civil ni la seguridad de la República107, no existen motivos que puedan habilitar la represión. Más aún, si existieran, dado el carácter relativo de la verdad, ellos serían válidos para todas y cada una de las sectas; lo que devendría, o en una guerra civil, o en la dictadura de la religión dominante. Varias décadas más tarde, ya bien entrado el siglo XVIII, entre los años 1762 y 1763, Voltaire hará su propia defensa de la tolerancia cuando redacte, a modo de protesta filosófica108, su Traité sur la tolérance à l’occasion de la mort de Jean Calas109. Haciendo pie en este caso particular, el filósofo ilustrado se remontará hasta Grecia y Roma para realizar una dura crítica del fanatismo originado en los desarreglos de las mentes supersticiosas. Desde una posición deísta, por la que proclamará las capacidades de la luz natural, intentará forjar una doctrina “de la tolerancia universal”, capaz de garantizar la convivencia pacífica entre los ciudadanos de las diferentes confesiones religiosas. Asimismo, en términos generales, puede decirse que la defensa de la tolerancia es desarrollada por Voltaire en el marco de una fuerte crítica a la Iglesia católica110, a la que el filósofo ilustrado considera como una de las principales responsables de los mayores males que afligen a la Bayle recurre aquí al brazo secular, y señala, a partir de la distinción entre las nociones de intolerancia (con un sentido religioso) y no-tolerancia (con un sentido político), que los únicos motivos que pueden inducir a no-tolerar a un individuo o a una secta en particular son aquellos de carácter estrictamente político. Dado que la conciencia es inescrutable para los hombres, el criterio de no-tolerancia que sigue el magistrado deberá atender sólo a las acciones; en particular, a aquellas susceptibles de trastornar la tranquilidad pública o atentar contra la seguridad del soberano. Así, por más que el Commentaire niegue expresamente la posibilidad de que los ateos sean aceptados y tolerados dentro de la comunidad política (Véase CPH, II, 9, pp.299-300), queda claro que, si ellos no alteran el normal desarrollo de la vida del Estado, el magistrado no tendrá mayores motivos para reprimirlos. 108 O también de súplica al poder, como el mismo Voltaire afirma: “Este escrito sobre la tolerancia es una súplica que la humanidad presenta con toda humildad al poder y a la prudencia. Siembro un grano que un día podrá producir una cosecha. Esperemos todo del tiempo, de la bondad del rey, de la sabiduría de sus ministros, y del espíritu de razón que empieza a difundir su luz por todas partes”. Voltaire, Tratado sobre la tolerancia, Edición y traducción de Mauro Armiño, Madrid, Austral, 2007, XXV, p.158. Aunque citamos el texto por la versión española, también hemos tenido a la vista la edición francesa del Traité sur la tolérance en su versión de 1763; en base a la cual hemos introducido algunas mínimas modificaciones. En adelante, TT. 109 Voltaire escribe con la certeza de que la condena y ejecución del comerciante Jean Calas, llevada adelante en la emblemática ciudad de Toulouse (bastión histórico del catolicismo y la ortodoxia), presentaba vínculos muy estrechos con la condición religiosa del reo: el 13 de octubre de 1761 Marc-Antoine Calas, hijo mayor de Jean, será hallado muerto bajo condiciones confusas dentro de la propia morada. De las distintas conjeturas sobre lo sucedido, tomará cada vez más fuerza la del filicidio, y el motivo será resumido en la intención de MarcAntoine por abjurar de la fe reformada, fe en la que vivían sus padres, pero de la que ya se había alejado con anterioridad su hermano menor Louis. Con estas pruebas, Jean Calas será condenado a muerte el 9 de marzo de 1762, y ejecutado al día siguiente. Su caso, luego de la defensa de Voltaire, adquirirá un valor emblemático para la historia de la tolerancia; al igual que el de Michel Servet. 110 Como bien se ha dicho: “La aportación de Voltaire a la lucha en defensa de la tolerancia tiene lugar, pues, desde dos perspectivas complementarias. Por una parte, lleva a cabo una crítica histórica incesante de la actitud intolerante, crítica que nos descubre sobre todo la cara negativa de la religión católica como una máquina de producir herejes o disidentes, para perseguirlos luego de manera intolerante. Por otra, aduce como contrapunto una serie de argumentos que conducen finalmente a la defensa de la tolerancia universal”. Eduardo Bello, “El concepto de tolerancia, de Tomás Moro a Voltaire”, Res publica, 16, 2006, p.56. 107 31 sociedad de su tiempo: la ignorancia, la superstición, el fanatismo, la intolerancia111. Vayamos al Tratado. Luego de un breve relato sobre la circunstancias en las que se produjo la condena de Jean Calas, Voltaire señala este episodio como uno de los últimos resabios del fanatismo, fanatismo que, “indignado por los éxitos de la razón, se debate bajo ella con más rabia”112, previendo -según la mirada optimista que nos trasmite Voltaire respecto de su propio tiempo113- que su reinado se haya próximo a su fin. No obstante ello, dado que “la debilidad de nuestra razón y la insuficiencia de nuestras leyes se dejan sentir todos los días”114, resulta necesario emprender esta campaña de desagravio de la figura de Calas, la que, por su valor universal, servirá de lección a toda la humanidad: “el abuso de la religión más santa ha producido a un gran crimen”, afirma Voltaire, “por tanto, interesa al género humano examinar si la religión debe ser caritativa o bárbara”115. A partir de allí, se analizan las consecuencias prácticas del “suplicio de Jean Calas”, echando una mirada retrospectiva, primero sobre el pasado inmediato de Francia116, y más tarde sobre la historia de los pueblos más célebres, como China, Japón, Grecia y Roma. Voltaire invita particularmente a quienes “están al frente del gobierno” o “destinados a grandes puestos”, a dignarse a “examinar con madurez si, en efecto, debe temerse que la dulzura produzca las mismas revueltas que ha hecho nacer la crueldad”117, afirmando, a su vez, que no han sido otros que “el furor que inspiran el espíritu dogmático y el abuso de la religión cristiana mal entendida [los que] han derramado tanta sangre”118 a lo largo y a lo ancho de Europa. Por el contrario, “la Carolina, cuyo legislador fue el sabio Locke”119, nos revela en los hechos que la tolerancia no provoca ninguna disensión, mientras que la actitud opuesta “ha cubierto la tierra de carnicerías”120. Y lo mismo ocurre con el estado de Al respecto, es necesario resaltar que los argumentos de Voltaire no sólo se desarrollan en el mencionado Traité, sino que también ocupan gran parte de su Dictionnaire philosophique (texto reeditado, revisado y aumentado en varias ocasiones entre 1764 y 1770); el que contiene, además, un artículo expresamente dedicado a la tolerancia. 112 TT, I, p.75. 113 Al respecto, véase por ejemplo TT, V, pp.93-95, o XX, p.145. 114 TT, I, p.76. 115 TT, I, p.80. 116 El capítulo III del Traité, titulado “Idée de la Réforme du seiziéme siécle”, es especialmente ilustrativo para nosotros, pues Voltaire sintetiza allí las atrocidades políticas a las que ha conducido en Europa, y particular en Francia, la divergencia en las opiniones religiosas. En ese contexto que señala lo que sigue: “Hay gentes que pretenden que la humanidad, la indulgencia y la libertad de conciencia son cosas horribles; pero, de buena fe, ¿habrían producido calamidades comparables?”. TT, III, p.85. 117 TT, IV, p.86. 118 TT, IV, p.86. Furor dogmático para el que existe una única cura; la de la razón filosófica: “La filosofía, la sola filosofía, esa hermana de la religión, ha desarmado las manos que la superstición había ensangrentado tanto tiempo; y la mente humana, al despertar de su ebriedad, se ha asombrado ante los excesos a que la había arrastrado el fanatismo”. TT, IV, p.87. 119 TT, IV, p.90. 120 TT, IV, p.91. 111 32 Pensilvania, y con la ciudad de Filadelfia, que con su propio nombre les enseña a los hombres que son hermanos, y avergüenza a todos “los pueblos que todavía no conocen la tolerancia”121. Inspirado por las legislaciones que William Penn y John Locke han brindado a los pacíficos y florecientes pueblos de la nueva Inglaterra, Voltaire señala que el derecho humano no puede estar fundado legítimamente más que sobre el derecho natural, y que “el gran principio, el principio universal de uno y otro, es, en toda la tierra: «No hagas lo que no querrías que te hiciesen»”122. Por tanto, la presunta prerrogativa que esgrimen los intolerantes en favor de la coacción no es más que un absurdo; un sinsentido que surge de ignorar aquél precepto básico al que se resume la ley. Así, invocando una vez más la atención del lector, Voltaire señala “las horribles consecuencias del derecho de la intolerancia”123, e insta a otorgar a los hombres la libertad de conciencia. ¡Pero cómo! ¿Se permitirá a cada ciudadano creer solamente en su razón, y pensar lo que esa razón esclarecida o equivocada le dicte? Es preciso*, siempre que no se perturbe el orden: porque no depende del hombre creer o no creer, pero sí depende de él respetar las costumbres de su patria124. En efecto, si se mira con detenimiento las sagradas Escrituras, se verá que son muy pocos los pasajes “de los que el espíritu de persecución haya podido inferir que son legítimas la intolerancia y la coacción”125. En tal sentido, afirma Voltaire, tanto la parábola de las bodas (Mateo, 22:4) como la del banquete (Lucas, 14:23) han inducido a innumerables abusos, propios del espíritu persecutor126: “Obligalos a entrar no quiere decir otra cosa, según los comentaristas más acreditados, sino: suplicad, conjurad, presionad, conseguid. Decidme, por favor: ¿qué relación hay entre esa súplica y esa cena y la persecución?”127. Asimismo, los intolerantes parecen no haber tenido en cuenta que son TT, IV, p.91. Para considerar las diferentes tradiciones de tolerancia y libertad de conciencia que se enfrentaron en las colonias de Norteamérica -principalmente, la iniciada por Roger Williams (The Bloudy Tenent of Persecution, 1644) y aquella que tiene sus orígenes en una tradición filosófica arraigada en Locke, véase Martha Nussbaum, Libertad de conciencia: el ataque a la igualdad de respeto, Madrid, Katz Editores, 2011. 122 TT, VI, p.95. 123 TT, XI, p.114. El subrayado es nuestro, pues entendemos allí una clara ironía. 124 TT, XI, p.113. A partir del asterisco, Voltaire agrega en nota al pie: “Véase la excelente carta de Locke sobre la tolerancia”. 125 TT, XIV, p.126. 126 Luego de analizar diversos ejemplos de persecuciones, Voltaire arriba a la conclusión de que celo mostrado por ministros no tiene ninguna relación con el dogma, es decir, que no se origina un genuino interés por las verdad, sino en motivos mucho más oscuros: “Es preciso que el espíritu de intolerancia se apoye en razones muy malas, ya que en todas partes buscan los pretextos más vanos”. TT, XIV, p.129. 127 TT, XIV, p.127. 121 33 casi unánimes los pasajes en los que “Jesucristo predica la doucer, la paciencia, la indulgencia”128, instando a los hombres a reconocerse en la fraternidad. Y es precisamente en base a ese reconocimiento que puede alcanzarse la tolerancia universal, tal como lo expresa Voltaire en uno de los capítulos finales de su Tratado. No se necesita un gran arte, ni una elocuencia muy rebuscada, para demostrar que los cristianos deben tolerarse los unos a los otros. Voy más lejos: os digo que hay que mirar a todos los hombres como hermanos. ¡Cómo! ¿Mi hermano el turco? ¿Mi hermano el chino? ¿El judío? ¿El siamés? Sí, desde luego; ¿no somos todos hijos de un mismo padre, y criaturas del mismo Dios?129 De todos modos, más allá de su presunta pretensión de universalidad, Voltaire establece algunas exclusiones muy claras a las prerrogativas de tolerancia. Lo primeros que quedan fuera son aquellos que no conceden la indulgencia a otros, es decir, los intolerantes y los fanáticos; los que perturban el orden social con sus crímenes. Así, afirma el autor, “es preciso que los hombres empiecen por no ser fanáticos para merecer la tolerancia”130. En segundo lugar, quedan excluidos de la sociedad voltaireana quienes niegan a Dios. Asumiendo a una posición similar a la de Locke, a quien profesa una explícita admiración, Voltaire niega la posibilidad de que los ateos sean admitidos legítimamente en la comunidad política, a causa de su presunta disolución moral. En efecto -recurriendo a argumentos muy similares a los que Jean Bodin explicitará en las obras a las que referiremos más abajo- si es necesario optar entre dos males, afirma Voltaire, la superstición es preferible al ateísmo. Tanta es la debilidad del género humano, y tanta su perversidad, que más le vale, sin duda, ser subyugado por todas las supersticiones posibles, con tal de que no sean mortíferas, que vivir sin religión. El hombre siempre ha tenido necesidad de un freno, y aunque fuese ridículo hacer sacrificios a los faunos, a los silvanos, a las náyades, era mucho más razonable y más útil adorar esas imágenes fantásticas de la Divinidad que entregarse al ateísmo. […] En todas partes donde hay una sociedad establecida se necesita una religión; las leyes velan sobre los crímenes conocidos, y la religión sobre los crímenes secretos131. TT, XIV, p.129. TT, XXII, p.147. 130 TT, XVIII, p.139. 131 TT, XX, p.143. La opción por la superstición, claro, es para Voltaire sólo una solución provisoria hasta que los hombres sean capaces de “abrazar una religión pura y santa”. 128 129 34 Llegamos así al fin de este recorrido, cuyo objetivo no ha sido otro que el ilustrar algunas de las ideas que se desarrollaron durante el siglo de la tolerancia filosófica. 3. En camino hacia la prehistoria Antes de que toda esta historia sucediera, se produjeron en Europa, y en particular en Francia, una serie de discusiones y debates acerca de la tolerancia. En efecto, fueron muchos los pensadores y filósofos que en el transcurso del siglo de la Reforma dedicaron grandes esfuerzos para alcanzar la pacificación de una sociedad asolada por guerras civiles, matanzas132 y magnicidios133, cuyo motivo -o, por qué no, su excusa134- se encontraba en las divergencias de carácter religioso. Ahora bien, siendo imposible dar la palabra a todos ellos, hemos decidido seleccionar a tres que, por su variedad de enfoques y perspectivas, nos permitirán ofrecer una representación verosímil de los diversos intentos de respuesta forjados frente al conflicto durante aquel período. El primero de ellos será el humanista, traductor y teólogo Sébastien Castellion, quien en 1554, tan sólo un par de meses después de la ejecución del médico español Miguel Servet, se verá implicado en una abrasadora discusión con los líderes de la reforma ginebrina: Juan Calvino y Teodoro de Beza. Su Traité des heretiques, y más tarde, su Contra libellum Calvini, serán concebidos con la intención de desarticular los argumentos que el propio Calvino había esgrimido, en su Declaratio ortodoxae fidei, para convalidar La más significativa fue, sin lugar a dudas, la que tuvo lugar el 24 de agosto de 1572. Originada en la ciudad de París y luego extendida por todo el territorio francés, esta masacre de hugonotes conocida como la matanza de la noche de san Bartolomé, se llevó, tan sólo en la capital, la vida de entre tres mil y cuatro mil personas. Como ocurre en estos casos, las represalias protestantes no se hicieron esperar, y sus consecuencias políticas perduraron más de veinticinco años, hasta la promulgación del Edicto de Nantes, en 1598. 133 Basta recordar el asesinato de Guillermo I de Orange (10 de julio de 1584) en los Países Bajos, y de Enrique III (1° de agosto de 1589) y Enrique IV (14 de mayo de 1610) en Francia, para comprender las dimensiones y alcance que había adquirido el conflicto confesional. En una palabra, nadie estaba exento de sentir en carne propia las consecuencias, ni siquiera los reyes. 134 Como bien lo especificará por esa época el propio Montaigne, con su habitual ironía: “a| Confesemos la verdad. Si alguien seleccionara en el ejército, aun en el legítimo [es decir, en el católico], a quienes están en él tan sólo por el celo de un sentimiento religioso, e incluso a quienes no miran otra cosa que la salvaguarda de las leyes de su país o el servicio al príncipe, no podría formar una compañía de soldados completa.” Michel de Montaigne, Los ensayos. Traducción, introducción y notas de Jordi Bayod Brau. Barcelona, El Acantilado, 2007, II, 12, p.638. Las letras que preceden al texto (a, a2,b, c) corresponden a cada una de las ediciones originales de la obra, a saber: a|1580, a2|1582, b|1588 y c|1595. El número de libro ha sido consignado en numeración romana, mientras que cada uno de los capítulos lo ha sido en numeración arábiga, seguido del número de página correspondiente a la edición castellana mencionada. Como consignamos en la bibliografía, también hemos tenido ante la vista la edición francesa de los Essais realizada recientemente por Emmanuel Naya (Paris, Gallimard, 2009). En base a ella hemos realizado una serie de mínimas modificaciones en algunas de nuestras traducciones. En adelante, Ensayos. Bodin también parece compartir la opinión de Montaigne: “Reconozco que los colegios y comunidades [i.e. la reunión de varios cabeza de familia] mal organizados traen como consecuencia facciones, sediciones, divisiones, monopolios y, a veces, la ruina de la república… Aún más, so pretexto de religión, muchos colegios han incubado impiedades execrables y aborrecibles”. Jean Bodin, Los seis libros de la República. Madrid, Tecnos, 1997, III, VII, p.161. En adelante, República. 132 35 tanto la coacción de las conciencias como la licitud de la punición de los herejes por parte de los magistrados seculares. Ocho años más tarde, en 1562, con motivo del inicio de la primera guerra civil francesa entre católicos y hugonotes, el mismo Castellion redactará un pequeño opúsculo titulado Conseil à la France désolée. El argumento principal que presentará en dicha obra será el siguiente: la verdadera causa de la desolación de Francia no es la tolerancia, sino la intolerancia; de hecho, si todos los hombres fueran capaces de soportar en forma sosegada la diversidad de opiniones y creencias, difícilmente se producirían en el mundo tan elevado número batallas ideológicas. La enfermedad que afecta a Francia es, por tanto, la ocasionada por aquellos que pretenden obligar a los demás, mediante el hierro y el fuego, a compartir sus convicciones, dando tan sólo lugar a la hipocresía y al martirio. La solución de la enfermedad consiste, según Castellion, en dejar que cada cual crea a su propia cuenta y riesgo, siempre y cuando se comprometa a respetar un cúmulo mínimo de normas morales capaces de garantizar la paz. La ortopraxia ocupará de este modo el lugar de la ortodoxia, liberando de la coacción exterior el espacio de la creencia. Tres lustros después, en 1576, desde una posición intermedia a la de católicos y protestantes135, y más preocupado por el paz civil que por la pureza del dogma, Jean Bodin presentará en sus Six livres de la République una solución novedosa: a partir de la enunciación del principio de soberanía, entendido como un “poder absoluto y perpetuo”136 e indivisible, sentará las bases jurídicas de un nuevo orden político. El soberano de Bodin, poseyendo la suma del poder público, se posicionará por encima de cada una de las facciones religiosas, y los ciudadanos, aun perteneciendo a diversas confesiones, se hallarán sujetos a ese poder superior común y de carácter laico. Bodin sorteará de este modo el peligro de la sedición política por motivos religiosos, logrando, al mismo tiempo, postular una teoría política de la coexistencia pacífica. Ahora bien, siendo, además de jurista, un destacado humanista, Bodin no parece haberse contentado con postular esta única solución de Realpolitik, pergeñada en vistas a las inmoderaciones del vulgo que conforma la República. En tal sentido, postulará también un desenlace puramente filosófico y especulativo para la cuestión. Una reflexión acerca la diversidad religiosa -y, en consecuencia, acerca de la tolerancia- tan sólo apta, quizás, para Esta posición intermedia será representada por el partidos de les politiques, partido del cual Jean Bodin es un destacado representante, tal cual lo señala Carl Schmitt: “Cuando la unidad eclesiástica europea se quebró en el Siglo XVI y la unidad política resultó destruida por guerras civiles cristiano-confesionales, en Francia se llamó politiques justamente a aquellos juristas que, en la guerra fratricida de los partidos religiosos, propugnaron al Estado como una unidad superior y neutral. Jean Bodin, el padre del derecho público e internacional europeo, fue uno de esos típicos políticos de aquellos tiempos”. Carl Schmitt, El concepto de lo político, Madrid, Alianza, 2009, p. 40. 136 La República. I, VIII, p.47. 135 36 ser practicada por los comprensivos ciudadanos de ese particular “continente perdido”137 denominado Respublica literaria. Este proyecto será expuesto en una obra titulada Colloquium heptaplomeres, compuesta -según se supone- entre 1587 y 1593. En ella, Bodin hará dialogar a siete sabios, de diferentes nacionalidades y creencias religiosas, acerca de “arcanos relativos a cuestiones últimas”. Luego de una larga discusión -llevada adelante en la emblemática ciudad de Venecia138- en donde se abordan los más intrincados tópicos de la teología y de la filosofía (los milagros, la divinidad de Cristo o los sacramentos son algunos de ellos) los savants arriban a una conclusión un tanto paradójica. En efecto, si bien al final del diálogo aceptarán proseguir sus vidas bajo el techo de una misma morada y en una plena armonía, respetando a cada cual en su particular confesión religiosa -mientras ella sea sincera-, señalarán que, de ahí en adelante, las discusiones públicas o privadas acerca de las mismas cuestiones que ellos han debatido serán vanas y estériles. Como señala Joseph Lecler, “la disputa que él mismo [Coroneo] ha organizado será la última, puesto que nuestros siete sabios, como se dice al final del coloquio, nullam postea de religionibus disputationem haberunt”139. En tal sentido el diálogo de Bodin bien podría recordar a la escalera de Wittgenstein; la cual, una vez utilizada para subir, debe ser arrojada140. Por esos mismos años, Michel de Montaigne presentará en sus Ensayos (1580-1595) sendas reflexiones acerca de la realidad político-religiosa de su época. Ahora bien, aun teniendo en claro que -por el propio carácter inacabado y provisional de su obra- muy difícilmente podría extraerse de sus textos una teoría de tolerancia sin incurrir en el “mito Véase Anthony Grafton, “A Sketch Map of a Lost Continent: The Republic of Letters”; Republics of Letters: A Journal for the Study of Knowledge, Politics, and the Arts, 1, Nº 1 (May 1, 2009), pp.1-18. Hacia el final de su artículo, en una apreciación que bien puede servirnos para echar luz sobre el objetivo perseguido en el Colloquium, Grafton señala que la República de las Letras se caracterizaba por ser una comunidad en la cual los ciudadanos no se reunían exclusivamente por compartir creencias; en ocasiones, por el contrario, diferían en muchas y en las más fundamentales de ellas. Lo que sí compartían, según señala Grafton, era el esfuerzo, aunque incipiente e incompleto, por desentrañar la verdad, el respeto por la civilidad y por la integridad del ser humano, y la lucha, desde los diversos campos intelectuales pero principalmente desde la filosofía, contra el fanatismo producido por la superstición. En tal sentido, la tolerancia es, a su modo de ver, una de las virtudes civiles mejor ponderadas por los republicanos: “They [los ciudadanos de la République des Lettres] developed new tolerances, for thinkers who disagreed with them on fundamental matters and for facts that challenged their most basic verities”. Ibíd., p.18. 138 Si la ciudad de Toulouse representa la intolerancia y la superstición, Venecia es, para los humanistas de la época, su antítesis. Como bien se ha señalado: “El diálogo transcurre en casa de Coroneo, en Venecia. No por azar se escoge esta ciudad, cosmopolita y defensora de la libertad de pensamiento en la turbulenta Europa de la época”. Jaime de Salas, “Introducción”, en Jean Bodin. Coloquio de los siete sabios sobre arcanos relativos a cuestiones últimas (Colloquium heptaplomeres). Traducción del latín de Primitivo Mariño, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1998, p.XVIII. 139 Joseph Lecler, Historia de la tolerancia en el siglo de la Reforma. España, Editorial Marfil, 1967, vol. II, p.186. 140 “6.54. Mis proposiciones esclarecen porque quien me entiende las reconoce al final como absurdas, cuando a través de ellas -sobre ellas- ha salido fuera de ellas. (Tiene, por así decirlo, que arrojar la escalera después de haber subido por ella.)” Luwig Wittgenstein, Tractatus lógico-philosophicus. Madrid, Alianza Editorial, 1992, p.183. 137 37 de la coherencia”141, hemos creído posible emprender la arriesgada tarea de ofrecer una interpretación de su posición en relación con la cuestión. Según nuestra lectura, Montaigne mismo nos brinda algunas pistas que pueden guiar la exégesis: en un pasaje del libro I de sus Ensayos señala que “a| el sabio debe por dentro separar su alma de la multitud, y mantenerla libre y capaz de juzgar libremente las cosas; pero, en cuanto al exterior, debe seguir por entero las maneras y formas admitidas”142. A partir de esta declaración de principios, y como corolario de la distinción entre el fuero interno y el fuero externo, hemos conjeturado que Montaigne asumió una posición doble frente a la cuestión de la tolerancia. Una posición acorde a la que en el siglo XVII mantendrán los libertins érudits, cuyo imperativo de acción se esbozará en la reconocida máxima Intus ut libet, foris ut moris est143. Nacido en un país católico, y siendo el primogénito en una familia que, más allá de las divergencias, parece haberse mantenido en los lindes de dicha confesión, Montaigne será -por fuera- un miembro respetable de la religión que reconoce como autoridad máxima al obispo de Roma. Desde allí lanzará una dura crítica a los partidarios de la Reforma, quienes, a su juicio, se han excedido en el legítimo uso de la raison privée, ocasionando, en ese mismo exceso, cientos de conflictos innecesarios y muy inconvenientes para la vida de la comunidad. En tal sentido, puede decirse que los argumentos que Montaigne esgrime contra los hugonotes no son de naturaleza teológica, sino de índole estrictamente política. Pues, como bien ha indicado Max Horkheimer, al ensayista no parece interesarle demasiado de qué lado está la verdad (si es que está de alguno), sino cuál de los dos partidos es más idóneo para garantizar el orden y la paz144. Ahora bien, del mismo modo en que parece haber acomodado sus acciones a las formas admitidas, resulta improbable -nos animamos a conjeturar- que Montaigne haya decidido someter también la libertad de su conciencia a “c| las santas resoluciones y prescripciones de la Iglesia católica, apostólica y romana”145. Por el contrario, es difícil pasar por alto que, “Este tipo de procedimiento [exegético] da a las reflexiones de diversos autores clásicos una coherencia y, en general, una apariencia de sistema cerrado que tal vez nunca hayan alcanzado y ni siquiera pretendido alcanzar”. Quentin Skinner, “Significado y comprensión en la historia de las ideas”, en Lenguaje, política e historia, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2007, p.129. 142 Los ensayos. I, 22, p.143. 143 René Pintard atribuye esta máxima práctica a Cesare Cremonini: “Il [Cremoni] fait de cette hypocrisie un système, élève la dissimulation à la hauteur d’une étique, et formule l’audacieuse divise du libertinage prudent: «Intus ut libet, foris ut moris est»”. Le libertinage érudit dans la première moitié du XVIIe siècle. Edition Slatkine, Gèneve, 2000, volumen I, p.109. 144 “Contempla los partidos en liza desde su perspectiva de diplomático ilustrado; la libertad de conciencia es para él condición de paz. A su modo de ver, nada tiene razón. No existe la Razón, sino el orden y el desorden”. Max Horkheimer, “Montaigne y la función de escepticismo”, en Historia, metafísica y escepticismo. Barcelona, Altaya, 1995, p.154. 145 Los ensayos. I, 56, p.457. 141 38 aun expresando el sometimiento de sus escritos a la autoridad de la censura, él mismo afirma que no encuentra ningún inconveniente en inmiscuirse en toda suerte de asuntos, “a2| no con objeto de establecer la verdad sino para buscarla”146. A nuestros ojos, es esta disposición escéptica147 la que estimula a Montaigne a emprender un viaje que lo llevará durante diecisiete meses y ocho días a recorrer gran parte de Europa occidental, o la que lo incita a interrogar a los caníbales brasileños acerca de sus extrañas costumbres, indagando incluso sus opiniones acerca del orden social del viejo continente. Es con este mismo afán desprejuiciado que escribe, aludiendo a la libertad de conciencia, un encomio de las virtudes morales del denostado emperador Juliano. Y es ese talante, también, el que lo conduce hacia el gozo de la diversidad; el que le permite, al igual que a Sócrates, superar el espíritu municipal y alcanzar un espíritu cosmopolita. Es esa forma de ser, finalmente, la que le posibilita conciliar una posición política reticente a aceptar las novedades ofrecidas por los hugonotes con la tarea de elaborar una ética cuyas máximas capitales radican en el ensayo de la alteridad y la alegría de vivir con otros. He allí, en breves palabras, una exposición preliminar de nuestro esbozo de interpretación acerca de las posiciones asumidas por Castellion, Bodin y Montaigne en la prehistoria de la tolerancia moderna. * * * Digamos sólo una palabra más acerca de la organización y contenido de nuestro trabajo, el que se hallará dividido en cuatro capítulos; los cuales, como ya indicamos en nuestra primera nota, se encuentran precedidos por un breve Excurso teórico-metodológico. En el capítulo I, Un siglo bañado en sangre, pretendemos reconstruir el contexto histórico, político e intelectual en cual se desarrollaron las diversas posiciones que analizaremos a lo largo de nuestro trabajo. Dicha reconstrucción, creemos, no sólo nos permitirá enriquecer nuestras propias reflexiones en torno a la cuestión, sino que también nos posibilitará introducir al lector en el trasfondo de un siglo particularmente agitado, tanto en materia política como en materia intelectual. El capítulo II, Castellion: entre la herejía y el derecho a creer lo equivocado, estará íntegramente dedicado a la reconstrucción y análisis de las posiciones asumidas por el humanista Sébastien Castellion. Tal análisis, centrado en su particular noción de herejía, y Los ensayos. I, 56, p.457. Tomamos el concepto en el sentido etimológico de skepsis, entendido, en palabras de Emmanuel Naya, como ese “proceso de despertar filosófico a la insuperable complejidad de lo real”. Le vocabulaire des Sceptiques. Paris, Ellipses, 2002, p.22. 146 147 39 en su defensa de la libertad de conciencia en el marco del inicio de los conflictos bélicos entre hugonotes y papistas, nos permitirá exponer los puntos centrales del ideario de un pensador particularmente desconocido en nuestras latitudes. En el capítulo III, Bodin: entre la République y la Respublica litteraria, nos abocaremos al estudio de los escritos de Jean Bodin. En particular, a dos sus obras más destacadas: Les six livres de la République y el Colloquium heptaplomeres. A través de ese análisis pretendemos poner en claro el doble posicionamiento -político y filosófico- que, a nuestros ojos, parece asumir el autor angevino frente a los conflictos ocasionados por las agitaciones religiosas. El capítulo IV, Montaigne: de la conservación política al ensayo de la alteridad, nos permitirá analizar con detenimiento las argumentaciones presentadas por Michel de Montaigne. A través de ese estudio buscaremos reconstruir tanto la posición política asumida por el ensayista frente a la reforma protestante, como su ética, cuya máxima principal parece radicar en el gozo de la vida en contacto con los otros. Esta organización nos posibilitará un estudio detallado de cada uno de los autores, permitiéndonos, además, clarificar posibles relaciones -tanto de continuidad como de ruptura- que pueden esbozarse entre las posiciones asumidas por cada uno de ellos y algunas teorías de la tolerancia desarrolladas durante los siglos XVII y XVIII. A un breve bosquejo de esos vínculos -es decir, de los múltiples caminos abiertos desde la prehistoria de la modernidad por Castellion, Bodin y Montaigne-, estará dedicada la conclusión de nuestra Tesis. 40 Excurso teórico-metodológico La philosophie mourrait d’inanition si elle ne vivifiait ses préceptes par l’histoire. Jean Bodin, La methode de l’histoire. Las razones de querer mirar al pasado en su especificidad distintiva son filosóficas los mismo que historiográficas. La gran filosofía moral no proviene inicialmente de intereses surgidos de la filosofía misma. Proviene del compromiso generado por serios problemas acerca de la vida personal, social, política y religiosa. Dado que estos problemas son cambiantes, necesitamos considerar los contextos de la filosofía moral del pasado tanto como sus argumentos para que se entienda cabalmente por qué evolucionó de esa manera. Solamente viendo cómo tales cambios han afectado a nuestros predecesores podríamos llegar a una visión clara sobre reflexiones similares que hacen mella en nosotros. Tener conciencia de la historicidad de lo que consideramos como el meollo de nuestras propias cuestiones nos brinda un soporte crítico que no podemos obtener de ninguna otra manera. Jerome Schneewind, La invención de la autonomía Es indudable que la mimesis es uno de los mecanismos más habituales a través de los que los seres humanos adquieren sus hábitos. Incluso podríamos conjeturar que esa tendencia imitativa bien puede servir de fundamento último para explicar muchas de las creencias, conocimientos y prácticas más arraigadas entre los hombres. En ese sentido, aplicando esta aseveración general a nuestro caso particular, podemos indicar que si bien nuestro estudio quizás no pueda ser inscrito en los cánones de ninguna escuela o tradición de investigación particular, es cierto que en el transcurso de su confección hemos recibido diversos influjos teórico-metodológicos. Serán esas herencias las que intentaremos poner en claro en el presente excurso, pues ello no sólo nos permitirá ubicar nuestra propia tarea en el océano de las investigaciones histórico-filosóficas, sino que también nos posibilitará, por un lado, echar más luz sobre nuestra propia hipótesis de trabajo, y por otro, fundamentar la inclusión del primero de los capítulos que forman parte de esta Tesis. Nuestra primera herencia la hemos recibido de Stephen Toulmin; más en particular, del estudio que este autor británico realizó en su Cosmopolis. The Hidden Agenda of Modernity (1990). Según la tesis que expone allí, la filosofía occidental 41 experimentó un importante desplazamiento a mediados del siglo XVII, el que podría ser caracterizado por el reemplazo de una concepción de la filosofía “parcialmente práctica” por otra “puramente teórica”. Para Toulmin, en efecto, fue René Descartes quien “convenció a sus compañeros de viaje filosófico de que renunciaran a áreas de estudio como la etnografía, la historia y la poesía, tan ricas en contenido y contexto, y que se concentraran exclusivamente en áreas abstractas y descontextualizadas”148. Este cambio supuso, entre otras cosas, un reemplazo de la retórica por la lógica y de la argumentación por la prueba. Como corolario de ello, preguntas tales como “¿Quién dirigió a quién qué argumento?” “¿En qué foro?” “¿Usando qué ejemplos?” dejarán de ser relevantes para la investigación filosófica. Del mismo modo, las argumentaciones desarrolladas entre personas particulares en situaciones específicas, tratando casos concretos, serán reemplazadas por el análisis teórico de “una concatenación de afirmaciones escritas cuya validez descansa en sus relaciones internas”149. En tal sentido, concluye Toulmin: “Después de la década de 1630, la tradición de la filosofía moderna en Europa occidental se concentró en análisis formales de cadenas de afirmaciones escritas antes que en los méritos y defectos concretos de una manifestación persuasiva”150. Florecerá de este modo un estilo de filosofar “centrado en la teoría”, es decir, un estilo que se caracteriza por plantear sus problemas y buscar sus soluciones “en términos atemporales y universales”; el que, al mismo tiempo, definirá “la agenda de la filosofía moderna a partir de 1650”151. Más allá de la exactitud de la interpretación desarrollada por Toulmin, o incluso de la posibilidad de aplicar su esquema general al tópico particular que aquí nos incumbe152, la deuda que tenemos con el autor refiere principalmente a nuestro primer contacto con esa otra concepción de la filosofía que se desarrolló en toda su plenitud con anterioridad a 1630, y que Toulmin no sólo caracteriza sino que también pone en práctica. En efecto, su reclamo respecto de nuestra urgencia por “reapropiarnos de la sabiduría de los humanistas del siglo XVI y desarrollar un punto de vista que combine el rigor más abstracto y la exactitud de la «nueva filosofía» con una preocupación práctica por la vida humana en sus aspectos más concretos”153, es acompañado por un riguroso estudio acerca de los orígenes Stephen Toulmin, Cosmópolis. El trasfondo de la modernidad, Barcelona, Ediciones Península, 2001, p.19. Ibíd, p.60. 150 Ibíd, p.61. 151 Ibíd, p.34 152 Aprovechando “a Toulmin en contra de Toulmin”, Fernando Bahr ha sugerido una serie de límites para el esquema propuesto por el autor. En particular, abocándose a un análisis de los argumentos desarrollados en favor de la tolerancia durante los siglos XVII y XVIII -es decir, luego de 1630-, Bahr ha pretendido mostrar que los aspectos retóricos y las preocupaciones prácticas continúan desempeñando, al menos en este tópico particular, un papel insoslayable. Al respecto, véase “A fundamentação da tolerância nos séculos XVII e XVIII: Locke, Bayle e Romilly”, Ágora Filosófica, Ano 11, n. 2, jul./dez. 2011, pp.37-65. 153 Stephen Toulmin, Op.cit., p.19. 148 149 42 de la modernidad. En este estudio, él mismo pondrá de manifiesto en qué medida las reflexiones y producciones filosóficas -aun aquellas que pretenden erigirse en modelos de racionalidad desencarnada- poseen vínculos muy concretos con los diversos contextos históricos, políticos e intelectuales en los que han sido desarrolladas, y en qué medida los aspectos retóricos y coyunturales son en ocasiones más importantes que el rigor de las pruebas argumentales a la hora de determinar el éxito o el fracaso de aquellas producciones. En tal sentido, podemos concluir, Toulmin nos ha brindado una importante lección respecto del carácter contingente de nuestra disciplina, proveyéndonos de nuevas herramientas para desarrollar la tarea historiográfica y filosófica. Nuestra segunda herencia proviene de Quentin Skinner. Las reflexiones metodológicas elaboradas en su ya clásico artículo “Significado y comprensión en la historia de las ideas” (1967)154, y la puesta en práctica de sus propias premisas en obras como Liberty before Liberalism (1998) o The birth of the State (2002)155, nos han brindado una serie de herramientas de suma utilidad a la hora de desarrollar nuestro propio modo de trabajo. Impactado por la lectura de la Autobiografía de Richard Collingwood y la edición que realizara Peter Laslett de Two Treatises of Government de Locke, Skinner comenzará a experimentar la necesidad de dejar de concebir a los textos de filosofía política aislados de las circunstancias en las que fueron escritos. Esto es, -dirá Eduardo Rinesi- dejar de concebirlos como textos arquitectónicos, “sostenidos sobre sólidas columnas filosóficas y destinados a establecer principios intemporales de la vida política”156, para comenzar a entenderlos como pièces d’occasion, es decir, “como piezas situadas en un contexto determinado, y que no era posible estudiar productivamente sin preguntarse por las intenciones que su autor tenía al escribirlas”157. En definitiva, como queda de manifiesto desde el mismo inicio de Meaning and understanding, el programa intelectual de Skinner se erigirá contra una presuposición muy arraigada en el campo de la historiografía filosófica: la idea según la cual los textos y los autores establecen sus relaciones en una especie de tiempo sin tiempo. Frente a ese modelo de la “historia de las ideas” -identificada “Meaning and understanding in the history of ideas”, redactado originalmente en 1967, apareció por primera vez en la revista History and Theory, 8, 1969, pp.35-53. El texto que aquí tomamos como base es una versión “extensivamente revisada” de aquella primera, la que se halla incluida como el capítulo 4 de Quentin Skinner, Lenguaje, política e historia, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2007, pp.109-164. También hemos tomado de allí los artículos incluidos como capítulos 5 y 6: “Motivos, intenciones e interpretación” (pp.165-184) e “Interpretación y comprensión de los actos de habla” (pp.185-222) 155 Las versiones con las que hemos trabajado son las siguientes: La libertad antes del Liberalismo (México, Taurus, 2004) y El nacimiento del Estado (Buenos Aires, Gorla, 2003). 156 Eduardo Rinesi, “Prólogo”, en Quentin Skinner, Lenguaje, política e historia, p.10. 157 Ibíd., pp.10-11. 154 43 en términos paradigmáticos con las figura de Arthur Lovejoy158- Skinner nos propone pensar “la historia de personas argumentando acerca de ideas”159 en un contexto intelectual específico, y con intenciones precisas. En tal sentido, su objetivo, según declara, no es otro que el ilustrar acerca de “los peligros que se originan si uno se aproxima a los textos clásicos de la historia de las ideas considerándolos como objetos de indagación autosuficientes”160. Así, las obras dejarán de ser interpretadas en su aparente intemporalidad para comenzar a ser comprendidas como un conjunto de posibles respuestas a los cuestionamientos realizados por diferentes interlocutores situados fuera del texto, es decir, en la historia. Ahora bien, dado que esas respuestas carecerán de sentido si ignoramos cuáles son los cuestionamientos que las han originados, o quiénes los actores a las que se dirigen, el método historiográfico propuesto por Skinner supone la concreción de dos procesos simultáneos: en primer lugar, la elucidación de las intenciones del autor; es decir, la comprensión de qué es lo que un autor determinado estaba haciendo cuando decía lo que decía (lo que supone, el abordaje de los textos bajo una doble dimensión -ya expuestas con toda claridad por John Austin- la locutiva y la ilocutiva161, la semántica y la pragmática). En segundo lugar, a fin de contribuir al esclarecimiento de esas intenciones, es necesario que el historiador sea capaz de reconstruir el contexto intelectual y político en el que dicho autor ha pretendido intervenir; es decir, comprender su propia producción en relación con otras producciones y debates contemporáneos. Este “trabajo arqueológico”162 sobre un contexto intelectual y la elucidación de las ideologías dominantes en él proveen, al mismo tiempo, las herramientas necesarias para juzgar las distintas producciones intelectuales con una mayor ecuanimidad. Realizada una mínima presentación de las ideas capitales de Skinner, podemos señalar que esta manera de comprender y practicar la historiografía de la filosofía nos resulta sumamente atractiva, pues creemos que ella permite ofrecer representaciones seriamente comprometidas con la verdad histórica (o, en su defecto, con la verosimilitud). Así, nuestra propia labor ha intentado retomar algunas de las lecciones skinnerianas, traducidas en dos aspectos fundamentales: en primer lugar, en el esbozo de nuestra propia tesis, según la cual los argumentos desarrollados por Castellion, Bodin y Montaigne ganan Autor de otro fundacional artículo titulado “Reflections on the history of ideas”, Journal of the History of Ideas, I, 1940, pp.3-23. 159 Eduardo Rinesi, Op.cit., p.11. 160 Quentin Skinner, “Significado y comprensión en la historia de las ideas”, Op. cit., p.148 161 John L. Austin, How to Do Things with Words, Oxford, ClarendonPress, 1962.Hay edición española: Cómo hacer cosas con palabras: Palabras y acciones, Barcelona, Paidós, 1982. 162 Skinner utiliza esta expresión en el capítulo 3 de La libertad antes del Liberalismo, en donde realiza una serie de reflexiones metodológicas en relación a las tareas historiográficas que desarrolla en ese breve ensayo. 158 44 en inteligibilidad si pueden ser comprendidos como diversos intentos de respuesta a las interpelaciones de su contexto político e intelectual; en segundo, en la necesidad de añadir un primer capítulo en el que dicho contexto pueda ser repuesto con la mayor exactitud posible. 45 CAPÍTULO I Un siglo bañado en sangre Después de la muerte de Francisco I, príncipe más conocido sin embargo por sus galanterías y por sus desgracias que por sus crueldades, el suplicio de mil heréticos, sobre todo el del consejero del Parlamento Du Bourg, y por último la matanza de Vassy, armaron a los perseguidos, cuya secta se había multiplicado al resplandor de las hogueras y bajo los grilletes de los verdugos; la rabia sucedió a la paciencia; imitaron las crueldades de sus enemigos; nueve guerras civiles llenaron Francia de carnicería; una paz más funesta que la guerra produjo la de San Bartolomé, de la que no había ejemplo alguno en los anales de los crímenes. La Liga asesinó a Enrique III y a Enrique IV, por manos de un dominico y de un monstruo que había sido fraile franciscano. Hay gentes que pretenden que la humanidad, la indulgencia y la libertad de conciencia son cosas horribles; pero, de buena fe, ¿habrían producido calamidades comparables? Voltaire, Tratado sobre la tolerancia. Tomando prestada una categoría con la que Eric Hobsbawm ha definido e interpretado a nuestro pasado siglo XX163, podríamos afirmar que, al menos en los aspectos filosóficos, políticos e intelectuales a los que se pretende circunscribir este trabajo, el siglo XVI francés fue un siglo corto. Así, del mismo modo en que aquel historiador ha afirmado que el inicio del siglo XX coincide con el de la primera Guerra Mundial (1914) y su fin con la debacle de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (1991), producida nueve años antes de que el calendario gregoriano nos condujera hacia el vaticinado apocalipsis informático del Y2K, podríamos sostener que el siglo XVI francés tuvo su origen fuera de la misma Francia, en la ciudad sajona de Wittemberg, el 31 de octubre de 1517. Aquel día, se sabe ya de sobra, el monje agustino Martín Lutero expondrá a la discusión pública sus noventa y cinco tesis pro declaratione virtutis indulgentiarum, iniciando un cisma irreversible en el seno de la Iglesia cristiana164. La conclusión de este siglo tan particular, por su parte, sí tendrá que ver Eric Hobsbawm, Age of Extremes. The short twentieth century (1914-1991), Great Britain, Abacus Book, 1995. 164 Más allá del evidente valor simbólico que se le ha brindado a este acontecimiento particular, podríamos afirmar -siguiendo, por caso, a Heinrich Lutz- que existe cierto consenso en las investigaciones historiográficas actuales en torno a la idea de que, aun antes de que Martín Lutero (1483-1546) o Ulrico Zwinglio (1484-1531) se embarcaran en sus propios proyectos reformistas, “muchas cosas iban de mal en peor, y exigían un cambio”. Asimismo, también podría decirse que ciertos aires de renovación ya habían comenzado a respirarse de la mano del Humanismo. Al respecto, véase Reforma y Contrarreforma, Madrid, Alianza Editorial, 1992, pp.35-40. 163 46 con un episodio eminentemente francés: adelantándose algunos años en el calendario solar, coincidirá con el ascenso al trono de Enrique de Navarra -ocurrido oficialmente sólo tras su abjuración de la fe reformada el 25 de julio de 1593, en la catedral de Saint Denis- y la posterior sanción del Edicto de Nantes, el 30 de abril de 1598165. Precisando todavía un poco más-y siguiendo aquí la interpretación desarrollada por Joseph Lecler en su Historia de la tolerancia166-, el siglo XVI podría ser subdivido en dos etapas. La primera de ellas abarcaría desde esos inicios, en las cercanías del año 1520, hasta el malogrado Concilio de Poissy, ocurrido entre los meses de septiembre y octubre de 1561. La segunda, por su parte, tendrá su comienzo en los meses posteriores a la clausura de aquel Concilio, en enero de 1562, y su acto inaugural no es otro que la sanción de la primera ley de tolerancia de la que se tenga memoria en suelo francés, l’édit de Saint Germain. Luego de infinitos vaivenes políticos e intelectuales, esta etapa encontrará su desenlace en otro decreto de tolerancia: el Edicto de Nantes (1598). Asimismo, cada una de estas dos etapas, afirma Lecler, se hallarán imbuidas por un espíritu político bien diferente: entre 1520 y 1560 se impondrá un intento conciliador, el cual se traducirá en la práctica a través de la búsqueda de la concordia, mientras que en la segunda mitad, es decir, en el período que transcurre entre 1560 y 1598, la búsqueda de la recomposición de la unidad Por otra parte, también es necesario mencionar que las aspiraciones de renovación -o, como se ha conocido, de contrarreforma- alcanzaron a las propias autoridades católicas: el Concilio de Trento, cuyo proceso completo se extendió por treinta años (entre la elección de Alejandro Farnesio como Pablo III, en 1534, y el decreto de la Profession Fidei Tridentina, de noviembre de 1564), no tuvo otro objeto que adaptar a la Iglesia católica a los nuevos tiempos, con sus desafíos históricos y doctrinales. Sobre esta cuestión puede consultarse la impresionante Istoria del Concilio Tridentino (Torino, Einaudi, 1974, 2 vols.), de Paolo Sarpi, y, más brevemente, Danièle Letocha, “La autoridad de la conciencia ante el concilio de Trento. Contribución a la prehistoria de la subjetividad moderna”, Ideas y Valores, N° 127, Abril 2005, Bogotá, Colombia, pp.3-34, y Manuel Martín Riego, “El emperador, el papado y Trento”, Escuela Abierta, 4, 2000, pp.217-258. 165 Otra segmentación temporal, también posible, es la que se ha propuesto en la recientemente editada Histoire de France, bajo la dirección de Joël Cornette (Paris, Belin, 2009). En ese marco, el volumen titulado Les guerres de Religion, a cargo de Nicolas Le Roux, se extiende entre los años 1559 y 1629, es decir, entre la trágica muerte de Enrique II y la paz de Alés, firmada en las vísperas de 1630. Este volumen se encuentra precedido por Les Renaissances (1453-1559), y sucedido por Les rois absolus (1629-1715). 166 “Desde el punto de punto de vista de la libertad religiosa, la historia de Francia, en el siglo de la Reforma, se divide en dos períodos bien distintos. De 1520 a 1560, prevalece la regla tradicional: una fe, una ley, un rey. Preocupa el mantenimiento de la unidad religiosa, recurriendo, si es necesario, a las penas y los suplicios. Al no estar organizados los protestantes en partidos políticos, las medidas tomadas contra ellos sólo afectarán a los individuos y a los grupos pequeños. Los rigores del poder son, por lo demás, intermitentes; siguen las oscilaciones en la política... A partir de 1560, la minoría protestante, ya numerosa y políticamente organizada, comienza a reivindicar para sí la libertad religiosa en el reino. Acaban exigiéndola incluso por la fuerza. Es el período de las guerras civiles. En medio de estas luchas dolorosas, la cuestión de la tolerancia civil empieza a imponerse a muchos espíritus. No siendo Francia, como Alemania o Suiza, un mosaico de principados o cantones soberanos, sino un estado unitario, la solución germánica de 1555 era inaplicable. Todos los preocupados por el mantenimiento de la unidad política del reino -sean católicos o protestantes- reclaman para los disidentes la tolerancia civil, ya provisional, ya definitiva. Es la solución que se impondrá tras muchas luchas con la promulgación del Edicto de Nantes”. Joseph Lecler, Historia de la tolerancia en el siglo de la Reforma, España, Editorial Marfil, 1967, Tomo II, p.5. La “solución germánica” a la que Lecler hace referencia es, claro, aquella adoptada tras la paz de Augsburgo, cuya máxima capital será Cuius regio, eius religio. 47 religiosa -conseguida, incluso, a través del fuego y el hierro- será paulatinamente atemperada y reemplazada por un nuevo ideal: el de la tolerancia167. Realizada esta breve presentación general, podemos afirmar que -retomando algunos de los elementos metodológicos recogidos en los textos de Stephen Toulmin y Quentin Skinner- este primer capítulo tendrá por objeto reconstruir el contexto histórico, político e intelectual en el que se desarrollaron aquellas discusiones que pretendemos analizar en el resto de la Tesis. El objetivo de esta reconstrucción es brindar un marco de mayor inteligibilidad a las posiciones asumidas por los diversos autores a los que haremos referencia. Es decir, de conocer y comprender, entre otras cosas, cuáles eran sus principales preocupaciones; quiénes los actores más destacados de su tiempo; cuáles sus idearios; cuáles los textos más representativos de esas posiciones; cuáles los conceptos disponibles para hacer frente a los problemas; cuáles las soluciones vislumbradas… Todas estas búsquedas, como ya hemos dado a entender en nuestro Excurso, serán llevadas a cabo desde otro presupuesto básico; uno que hemos tomado directamente de La Méthode de l’Histoire de Jean Bodin, para quien la filosofía moriría de inanición en medio de sus preceptos si ellos no fueran vivificados por la historia. Asimismo, a fin de ganar en claridad expositiva, hemos decidido dividir la reconstrucción del siglo XVI francés en cinco apartados. En el número uno, titulado De las primicias luteranas al ascenso de Carlos IX (1520-1560), pretendemos reconstruir los primeros tiempos del conflicto religioso: iniciando con la llegada de las primeras noticias reformadas a suelo francés, y su recepción en el seno de ese círculo de humanistas agrupados en el Cenáculo de Meaux, reconstruiremos más tarde las diversas estrategias políticas adoptadas -primero por Francisco I (1520-1547), y más tarde por su hijo Enrique II (1547-1559)- para contener el avance de la novedad. Esta zigzagueante primera etapa, en la que la explosiva intransigencia real será acompañada por la penetración del protestantismo en el seno mismo de la nobleza, estará guiada por un ideal de reunificación y de concordia que llegará a su cenit durante el desarrollo del Coloquio de Poissy. 167 El historiador Mario Turchetti ha dedicado muchos de sus trabajos a atemperar esta distinción dispuesta por Lecler, insistiendo en que los ideales de concordia y tolerancia no se mostraban de un modo antagónico ante los ojos de los hombres del siglo XVI. En tal sentido, afirma Turchetti, la tolerancia no será concebida durante este período más que como una solución provisional, como una medida de emergencia ante la imposibilidad inmediata de recomponer la unidad; la cual continuará mostrándose como el ideal regulativo, ideal que se mantendrá incluso más allá de la sanción del Edicto de Nantes, durante todo el siglo XVII, y que explicará su revocación en 1685. No obstante, cabe señalar con el mismo Turchetti el carácter paradójico de la propia historia francesa de este período: “tous les efforts en vue de la concorde (paix, unité des sujets), en vue d’une entente confessionnelle, d’un accord sur les points fondamentaux de la foi et sur les questions de cérémonies et de liturgie, tous ces efforts de concorde aboutissent paradoxalement à des résultats de tolérance. On cherche l’unité religieuse, mais on ne réalise que la division”. “Concorde ou Tolérance? Les Moyenneurs à la veille des guerres de religion en France”, Revue de Théologie et de Philosophie, 118, 1986, p.259. 48 Luego de la muerte de Enrique II, y de un muy breve reinado de Francisco II, la llegada al trono de Carlos IX marcará un punto de quiebre en la historia de este siglo. Con tal sólo nueve años, e incapaz de hacerse oficialmente del trono, la regencia del reino quedará en manos de Catalina de Médicis. Será ella, secundada por el canciller Michel de L’Hôpital, quien convocará a un concilio de reunificación doctrinal, el cual fallará rotundamente en sus objetivos. Es este fracaso, y el posterior intento por implementar el primer edicto de tolerancia, el que relataremos en el segundo apartado, El Concilio, el Edicto y la guerra: de la concordia a la tolerancia. En efecto, luego de su implementación, este edicto será rápidamente rechazado por los grupos católicos más intransigentes, lo que dará inicio a un período de treinta y seis años de conflicto casi ininterrumpido. En el tercer apartado, Un paso adelante, un paso atrás; el fracaso de la política de edictos, indicaremos los vaivenes políticos e ideológicos de la década comprendida entre el Edicto de Amboise (19 de marzo de 1563), que da por concluida la primera de las batallas entre las confesiones, y la fatídica noche de san Bartolomé (24 de agosto de 1572), en la que miles de protestantes serán asesinados en las calles de París. Este acontecimiento marcará otro punto de inflexión en los debates. En efecto, poco a poco, en medio de liguistas y hugonotes168, comenzará a consolidarse una tercera y más moderada posición, la de los llamados politiques. Reconociendo en la anónima Exhortation aux princes-en la cual muchos encontrarán la pluma de Étienne Pasquier, y a la que dedicaremos un estudio específico en nuestro capítulo II- uno de sus antecedentes más importantes, este grupo de pensadores comenzarán a concebir, más fuertemente a partir de 1574, una solución política para el conflicto religioso. A ellos dedicaremos nuestro cuarto apartado. Por último, indicaremos los acontecimientos comprendidos entre la muerte de Enrique III (1589) y la sanción del Edicto de Nantes (1598). Es decir, los acontecimientos que marcan el paulatino ascenso de la figura de Enrique de Navarra y su acceso al trono de Francia. Ascenso que tendrá su nota más distintiva en el establecimiento de la primera ley de tolerancia que un país occidental reconocerá como válida para el conjunto de su territorio. El término “hugenot” se convertirá en un vocablo corriente hacia 1560, y designará a los reformados en tanto fuerza política. Según relatan los historiadores, el término ya había sido empleado en Suiza por Jean Gacy, durante la década de 1530, quien en su Déploration de la cité de Genève denunciaba las obras sediciosas de los «Anguenotz», y su origen se hallaría en el concepto alemán Eidgenossen, que significa “confederados”. Algunos autores clásicos, sin embargo, lo explican de una manera un tanto más inquietante. Henri Estienne (Apologie d’Herodote, 1566), por ejemplo, indica a los hugonotes como súbditos del rey Hugo, antiguo fantasma que merodeaba las murallas de la ciudad de Tours. Y aunque esta historia pueda tener un sesgo fantástico, posee una dosis de verdad, pues los reformados sólo podía oficiar sus asambleas en forma oculta, y fuera de los límites de las ciudades. 168 49 1. De las primicias luteranas al ascenso de Carlos IX (1520-1560) La llegada de los primeros escritos de Lutero a suelo francés ha sido datada en el año 1519169. Serán esos opúsculos iniciales los que prepararán el terreno en el que germinarán los primeros retoños de la Reforma: el obispo de Meaux, Guillaume Briçonnet (14701534), y su vicario Jacques Lefèvre d’Étaples (1455-1537), junto a algunos otros destacados humanistas como Guillaume Farel (1489-1565), darán origen al Cénacle de Meaux, institución que tendrá por principal objetivo mejorar la formación de los sacerdotes en la predicación y difusión de las verdades del Evangelio. Ante la falta de formación evidenciada por el bajo clero de la época, el Cénacle pondrá sus energías en la trasformación de algunos aspectos centrales de la Iglesia. Sus miembros serán partidarios del evangelismo, es decir, de la doctrina que sostendrá la necesidad de realizar una reforma evangélica a través de la traducción vernácula del Nuevo Testamento. Su intención última no era otra que la de regresar a las raíces del cristianismo, a las enseñanzas originales de Cristo a través de la lectura directa de los textos sagrados, sin generar con ello un alineamiento inmediato con las posiciones defendidas por Lutero; aunque algunos de ellos, como Farel, comenzarán a adoptar algunas ideas que los alejarán paulatinamente del catolicismo170. La Biblia y las Epístolas de san Pablo serán los principales medios para alcanzar aquella primera verdad evangélica, y es por ello que ambos textos fueron objeto de una detenida labor filológica por parte de estos eruditos. Este círculo, a su vez, ejercerá una gran influencia sobre distintos humanistas y escritores como François Rabelais (14831553), y el propio Guillaume Briçonnet se convertirá en el director espiritual de la hermana Al respecto, véase Joseph Lecler, Op.cit, T. II, p.6 y ss. Sobre aquellos primeros tiempos, Lucien Febvre afirma lo siguiente: “Nadie puede negar que los oídos franceses percibieron el eco de aquella poderosa voz cuyo sonido superó tantas barreras en Alemania. Los escritos latinos del reformador circulaban por todas partes en el reino, antes de la que la aduana intelectual empezara a poner orden. Sabemos con bastante detalle cómo, por qué vía y con qué precauciones se importaba la literatura herética o malsana: en París, Jean Schabler a la cabeza, en Lyon, Jean Vaugris. Conocemos bien el papel del Écu de Bale, la actividad de Froben, la avidez con la que se disputaba el público los nuevos escritos, el gusto por ellos de Lefèvre d’Étaples, del grupo de Meaux y, por detrás, de una princesa como Margarita de Navarra. A pesar de que los teólogos enemigos de Lutero vulgarizaban, para refutarlas, las ideas subversivas del agustino rebelde. La quema de libros impresos en Alemania y en Renania, el encarnizamiento de sus perseguidores, el entusiasmo visible de quienes los adquieren; todo ello es testimonio de una considerable difusión de los escritos luteranos en la Francia de aquel tiempo”. El problema de la incredulidad en el siglo XVI. La religión de Rabelais, Madrid, Ediciones Akal, 1993, pp.206-207. 170 Retomando las afirmaciones del clásico estudio de Henri Hauser (Études sur la Réforme française, Paris, 1909), Lucien Febvre nos indica que debemos impedir la tentación de pensar que existía “en Francia entre 1520 y 1530, un sistema único, coherente y bien tramado de «ideas reformadas» que hubieran adaptado como credo todos los llamados «evangélicos». Un hecho capital: los evangélicos se adueñaron de ciertas tesis que otros rechazaron por demasiado avanzadas. Pero, precisamente, es evidente que, entre esas tesis, un pequeño número de ellas llevaría a sus partidarios a convertirse, tarde o temprano, en reformados. Éstos son las que cuentan realmente, más que esos artículos secundarios, aunque sean llamativos, que aparecen una y otra vez como figurantes en los textos de la Sorbona: las indulgencias, las peregrinaciones y los santos”. Lucien Febvre, Op.cit., p.196. 169 50 del rey Francisco I, Margarita de Navarra (1492-1549), con quien mantendrá una extensa correspondencia. Ahora bien, aun cuando la escuela de Meaux “representa un reformismo que no tiene nada de revolucionario”171, estas primeras manifestaciones humanistas, por su propio espíritu de renovación, parecen haber servido de mediación entre las tierras de Wittemberg y el suelo francés. De hecho, ante el peligroso avance de la novedad, la Facultad de Teología de la Sorbona, poco a poco convertida en un bastión inexpugnable de catolicismo172, no demorará demasiado en exponer su primera condena de las doctrinas reformadas. Por otra parte, el clásico axioma una fe, un rey, una ley será considerado como una máxima capital durante este primer período, por lo que, a ojos de los católicos, las nuevas doctrinas serán concebidas como herejías a las que debe combatirse a través de todos los medios disponibles: la unidad es un ideal insustituible, que debe mantenerse incluso a través del uso de la violencia. Noël Beda, síndico del Parlamento de París, será quien se erija en uno de los representantes más encumbrados de esta actitud intransigente. Esta perspectiva antirreformista, sin embargo, convivirá con otra diferente; aquella expresada por los humanistas cristianos. Estos, a diferencia de Beda y los teólogos de París, serán partidarios de alcanzar el ideal de la unidad a través del diálogo y la caridad; a través de la “reforma de la vida moral antes que por las discusiones dogmáticas, por el retorno a la Biblia y a los Padres, más que por las vanas sutilezas de una escolástica decadente”173. Guillaumé Budé será una de las caras más ilustres de esta otra actitud. Budé, al igual que muchos de los representantes de Meaux, se distanciará también de la posición rupturista asumida por Lutero, admitiendo siempre la autoridad de la Iglesia. En su De transitu Hellenismi ad Chistianismum (1534), manifestará su desacuerdo con aquellos “hombres ávidos de innovación” [homines novandarum rerum cupidi] que pretenden aniquilar a la “esposa del señor”, aboliendo “así la autoridad y los preceptos de la Iglesia”174. En resumen, en esta primera época parecen haberse expresado tres actitudes intelectuales y políticas diferentes en relación con la novedad: en primer lugar, la de los católicos intransigentes, cuyos principales centros de acción serán el Parlamento de París y la Facultad de Teología de la Sorbona; en segundo, la de los propagandistas reformados, quienes incitaban al desacato político y religioso desde más allá de los Alpes; en tercero, la Joseph Lecler, Op.cit, T. II, p.6. Cabe recordar, en tal sentido, que las Meditationes de prima philosophia, in qua Dei existentia et animæ immortalitas demonstrantur (1641) con las que -según la versión canónica de nuestra historiografía- René Descartes da inicio a la filosofía moderna, estarán dedicadas a los doctores de esta misma Facultad, quienes, sin lugar a dudas, todavía durante ese período eran reconocidos como los guardianes oficiales de la ortodoxia. 173 Joseph Lecler, Op.cit, T. II, p.11. 174 Guillaume Budé, Opera Omnia, T.I, Basilea, 1557, p.180. Citado por Joseph Lecler, Op.cit, T. II, p.14. 171 172 51 de los humanistas cristianos, quienes, siguiendo el ejemplo del propio Erasmo, bregaban por una reunificación pacífica de las diversas confesiones en base al reconocimiento de preceptos morales y doctrinales mínimos pero comunes175. En efecto, la coexistencia de estas tres actitudes, y las fluctuantes relaciones entre sus distintos representantes y el poder soberano, provocarán una serie de vaivenes políticos en los años sucesivos176. Repasemos rápidamente algunas de ellos. Entre 1521 y 1525, influenciado por el ánimo de la Sorbona, el rey simpatizará con una actitud más intransigente, dando paso a una primera ola de represión. Primero se condenarán los libros heréticos: el 13 de junio de 1521, el Parlamento de París dispondrá que la publicación de cualquier escrito sobre religión debía superar la censura de la Facultad de Teología antes de alcanzar la imprenta. Luego se condenarán las personas: el 8 de agosto de 1523 Jean Vallière, acusado de haber negado la divinidad de Cristo, será quemado frente a las escalinatas de Saint-Honoré. Por su parte, los propios representantes del cenáculo de Meaux –Lefèvre d’Etaples, entre ellosse verán en la necesidad de optar por el exilio en la ciudad de Estrasburgo, la que al mismo tiempo se convertirá en unos de los refugios dilectos de los luteranos franceses. Luego de ese primer período, y de regreso del cautiverio sufrido tras de la derrota militar en la batalla de Pavía (1525), Francisco I intentará atemperar los ánimos más ardientes. Aconsejado por su hermana Margarita de Navarra, el rey se opondrá a Noël Beda, estableciendo una diferencia entre los partidarios más radicales de la reforma y los humanistas. Y si bien la integridad de la fe continuará detentándose como un sostén político y religioso imprescindible, esta distinción abrirá un primer espacio para la disidencia. Los herejes reformistas seguirán siendo perseguidos con gran ímpetu, mientras que los humanistas erasmianos y fabristas encontrarán un espacio más amplio para dar a conocer su propia estrategia de conciliación. De hecho, hacia 1530, esta estrategia comenzará a experimentar una creciente aceptación, desarrollándose en dos frentes simultáneos: el primero se presentará como una disputa teórica contra la ideología de los En palabras de Febvre: “[Erasmo] preconizó, creyéndola posible hasta el momento del cisma, hasta el fracaso definitivo de sus tentativas de mediación, una reforma espiritual de la Iglesia que permitiera a los cristianos de todas las escuelas sentirse hermanos, sin antagonismo ni anatemas, y que, repudiando las sutilezas inútiles, curiosidades superfluas, deducciones, interpretaciones y construcciones tanto tiránicas como azarosas de una teología orgullosa de sí misma, realizara la unión de buenas voluntades y conciencias rectas sobre un pequeño número de fórmulas: tan sólo las del Sínodo de los Apóstoles, interpretadas, por así decirlo, con candor, a la luz de los textos evangélicos. Y se extenderá también sobre el papel y el exacto valor de tales fórmulas. No se trataba de explicitarlas detalladamente y reconstruir así, poco a poco, una teología igual a la que se pretendía destruir… Que el Espíritu proceda del Padre, o del Hijo, o del Padre y el Hijo, ¿qué importancia tiene? Lo esencial era hacer fructificar en sí los dones del espíritu -amor, alegría, bondad, paciencia, fe, modestia- y mantener en su corazón la llama viva de una vida moral espontánea”. Lucien Febvre, Op. cit, p.216. 176 Como señala Lecler, es necesario atender a estos diferentes posicionamientos “para comprender las fluctuaciones de la política real respecto de los protestantes hasta la muerte de Enrique II, [y] las alternativas de intolerancia y laisser-faire que caracterizan a este período”. Joseph Lecler, Op.cit, T. II, p.15. 175 52 miembros de la Sorbona; el segundo consistirá en el intento de trasladar a la praxis los principios políticos de la conciliación. En el ámbito de la primera disputa, la victoria más saliente se logrará el 8 de noviembre de 1533. Ese día, la Facultad de Teología se verá obligada a retractarse de su dictamen sobre el Miroir de l´ame pecheresse (1531), libro de Margarita de Navarra incluido en la nómina de obras prohibidas. En el marco de la segunda, el primer triunfo de los humanistas sobrevendrá de la mano de los hermanos Jean y Guillaume Du Bellay, quienes, a través de su consejo, lograrán de Francisco I el Edicto de Coucy (18 de julio de 1535). Se detendrá así la persecución de los novateurs, y se abrirá la vía política de la conciliación177. No obstante estos primeros avances, la conciliación no obtendrá los éxitos esperados. Y el propio Francisco I, que había propiciado la senda de los humanistas a partir de su disputa política con Carlos V -lo que había redundado en un acercamiento con los príncipes luteranos de Alemania-, cambiará de estrategia luego de pacificar sus ánimos con el emperador. En una entrevista realizada en Aigues-Mortes (1538), ambos soberanos acordarán combatir la amenaza reformada en el seno de sus respectivos estados, lo que redundará en Francia en un nuevo período de persecución178. Y aun cuando las hostilidades entre el rey y el emperador experimentarán un recrudecimiento hacia 1542, un nuevo factor interno impedirá volver a pensar como una opción viable el camino de la conciliación. La Institutio Christianae Religionis de Calvino, publicadas en latín en 1536, y editadas en francés en 1541179, brindará un marco doctrinal diferente a los reformados franceses180. En efecto, como señala Lecler, “mientras en Alemania, el luteranismo, por 177 Este Edicto vendrá a apagar el fuego iniciado por el afamado affaire des placards. L’affaire des placards se produjo la noche de 17 al 18 octubre de 1534, cuando diversos pasquines fueron pegados en las calles de París y otras ciudades importantes, como Tours, Orléans, Blois y Rouen (de hecho, según se relata, uno de ellos fue incluso fijado en la puerta del dormitorio que el rey poseía en el palacio de Amboise). Los afiches, titulados Articles véritables sur les horribles, grands et importables abus de la messe papale, inventée directement contre la Sainte Cène de notre Seigneur, seul médiateur et seul Sauveur Jésus-Christ, eran obra de Antoine Marchourt (1485-1561), un pastor oriundo de Neufchâtel, y defendían una posición cercana a la Ulrico Zwinglio, para quien la presencia de Cristo en la Eucaristía era sólo simbólica. En efecto, como su mismo título lo sugiere, el pasquín estaba directamente destinado a atacar la doctrina católica de la transustanciación. La respuesta real no se hizo esperar: la afrenta exacerbó el moderado celo religioso del rey, quien hizo profesión de fe católica e inició la represión de los hugonotes, provocando veintitrés ejecuciones e innumerables exilios. 178 “Desde entonces, el partido de la represión, dominado por el condestable de Montmorency, triunfa nuevamente sobre el de los humanistas”. Joseph Lecler, Op.cit, T. II, p.25. 179 El título completo de la versión francesa es el siguiente: Institution de la religion chrétienne en laquelle est comprise une Somme de piété et quasi tout ce qui est nécessaire à connaître en la doctrine du salut. La primera edición latina de la Institutio estaba dedicada a Francisco I, en un evidente intento político de Calvino por ganar al rey para la causa de la Reforma. La versión latina definitiva aparecerá en 1559, y su traducción francesa un año más tarde. No obstante, desde el 1° de julio de 1542, la posesión de esta obra será prohibida en Francia bajo la amenaza de pena de muerte. 180 Para considerar con mayor detalle este aspecto, véase Norman Amestoy, “El contexto histórico de la Reforma calvinista”, Teología y cultura, año 6, vol. 11, 2009, pp.9-31. Brevemente podemos señalar que, según Amestoy, el aporte más importante de Calvino reside en la constitución de una Iglesia calvinista; la que, con gran celeridad, se consagrará como la más sólida y fuerte entre todas las que surgieron de la reforma 53 influencia de Melanchton o Bucer, es todavía susceptible de flexibilidad, la ortodoxia calvinista no admite ningún compromiso. En consecuencia, cualquier posibilidad de conciliación se desvanece en Francia a partir de 1540”181. El edicto de Fontainebleau (1° de junio de 1540), por medio del cual el poder secular legitimaba su pretensión de convertirse en juez de los asuntos eclesiásticos, es una marca distintiva de este recrudecimiento en el conflicto. Los Parlamentos se convertirán en jueces de la herejía, y la Facultad de Teología de París se encargará de brindarles las herramientas necesarias para llevar a cabo su tarea: en enero de 1543 aparecerá una profesión de fe de 29 artículos, y una nómina 75 libros prohibidos a causa de su contenido heterodoxo. Marcados por estos episodios, el reinado de Francisco I acabará signado por una agudización de las persecuciones; las que, entre sus consecuencias más elocuentes, encenderán la hoguera del humanista Étienne Dolet (1546)182. No muy distinto será el inicio del reinado de Enrique II, quien, a diferencia de su padre, no parece haber mostrado nunca demasiada simpatía por las vías intermedias de resolución del conflicto. En efecto, bajo la influencia del cardenal de Lorena, Enrique creó en el Parlamento de París, el 8 de octubre de 1547, una segunda cámara criminal: la Chambre Ardente. Ésta, enteramente dedicada al enjuiciamiento de los herejes, pronunció alrededor de cinco centenares de arrestos entre fines de 1547 e inicios de 1550. La situación cambiará parcialmente durante ese último año, en el que Enrique II decidirá devolver a los tribunales eclesiásticos la potestad de resolver las controversias sobre religión, pero el edicto de Châteaubriant (27 de junio de 1551) reafirmará la senda de la coacción, instrumentando nuevas medidas en defensa de la unidad de la fe. Algunos años más tarde, pero en esa misma dirección, el edicto de Compiègne (24 de julio de 1557) establecerá la pena de muerte como sanción única para el delito de herejía. La persecución continuará, pero sus resultados estarán lejos de ser los esperados: la Reforma francesa no sólo mantendrá su número de adeptos, sino que incluso continuará incrementándolos. A tal punto que algunos miembros de la nobleza declararán abiertamente su devoción por la protestante, a partir de una rígida disciplina moral y teológica. En efecto, la afirmación de ciertos dogmas, como el de la doble predestinación, resultarán centrales en este nuevo escenario. 181 Joseph Lecler, Op.cit, T. II, p.25. 182 Étienne Dolet (1509-1546), impresor, poeta, orador, filólogo y humanista, fue perseguido por la ortodoxia católica y llevado a la hoguera en la plaza parisina de Maubert cuando sólo contaba con 37 años, a causa de haber extraído algunas conclusiones poco ortodoxas de sus lecturas de Cicerón. El clásico estudio que Lucien Febvre dedicó a Rabelais en la década de 1940 tuvo, entre otros sus fines, brindar una nueva imagen de Dolet, tradicionalmente acusado de “ateo”. En efecto, como veremos en el capítulo II, hasta el propio Sébastien Castellion incurrirá en dicha acusación -la que, como se sabe, es extremadamente amplia e imprecisa- para con Dolet y Rabelais, intentando diferenciar a Miguel Servet de estos “seguidores de Luciano”. 54 nueva fe. “La adhesión de Antonio de Borbón, rey de Navarra (marzo de 1558), y la de Francisco de Coligny, señor de Andelot, fueron en este período las más ruidosas”183. En el año 1559 se producirán cuatro episodios clave en esta historia: la paz de Cateau-Cambrésis, la ejecución de Anne du Bourg, el sínodo de París y la muerte de Enrique II. El primero de estos episodios, ocurrido el 3 de abril, marcará la paz entre los reyes de Francia, Inglaterra, España y Saboya, y volverá a dejarles plenamente libres las manos y los ejércitos para dedicarse a combatir la herejía hacia el interior de cada uno de sus reinos184. En efecto, la división de los ánimos se había extendido con tal magnitud en Francia que incluso los propios parlamentarios presentaban posiciones diversas frente a la resolución del conflicto. En ese ámbito particular, Anne du Bourg fue de los opositores más destacados a la política de persecución desarrollada durante el reinado de Enrique II. El 10 de junio de 1559, en presencia del propio rey, Du Bourg realizará una encendida intervención reclamando la suspensión de las penas contra los herejes hasta que tuviera lugar un verdadero concilio universal, expresando, además, una marcada simpatía por el calvinismo. Las consecuencias de su intervención no se harán esperar: apresado, interrogado y torturado, el maestro de Étienne de la Boétie morirá ejecutado en la plaza de Grève el 23 de diciembre de ese mismo año ante una enorme multitud185. Por otra parte, el sínodo de París -realizado el 25 de mayo de 1559- resultará un acontecimiento de capital importancia en el desarrollo de la Reforma francesa. Desde la publicación de las Institutio de Calvino, dijimos, el protestantismo francés había experimentado un crecimiento muy notable; el que, al mismo tiempo, había ido acompañado de una considerable dispersión geográfica. Asimismo, el aspecto teórico, mucho más rígido en la teología calvinista que en la luterana, había ido consolidándose poco a poco, prefigurando el terreno para este último gran paso. De ese modo, dieciocho años después de la primera edición francesa del tratado de Calvino, la Iglesia Reformada “se declara mayor de edad e independiente, se yergue frente a la Iglesia católica y, envalentonada por el ejemplo del Sacro Imperio y de la paz de Augsburgo de 1555, exige al poder político un reconocimiento oficial”186. Esta consolidación y este reclamo irán Joseph Lecler, Op.cit, T. II, p.30. “La paz de Cateau-Cambrésis firmada con España revela el deseo de ambas potencias de otorgar a la exterminación de la herejía la prioridad por encima de todo otro designio”. Georges Livet, Las guerras de religión, Barcelona, Oikos-Tau Ediciones, 1971, p.8. 185 Según los datos estadísticos, unos quinientos hugonotes fueron condenados y ejecutados en Francia (siendo 217 sólo en París) en el período 1520-1560, lo que constituye la sexta parte del número total de ejecuciones que tuvieron lugar en Europa. 186 Ibíd., p.8. “Les Églises réformées de France se dotèrent d’une confession de foi en mai 1559, qui fut officialisée par le synode de La Rochelle de 1571. Le texte a été presque entièrement composé par Calvin. Après avoir rappelé que la foi repose exclusivement sur la Parole divine, règle de toute vérité, la Confession souligne la nature corrompue de l’homme, incapable de faire son salut par ses propres forces. Nourri de 183 184 55 acompañados de otro acontecimiento tan contingente como decisivo: la muerte accidental de Enrique II, ocurrida el 10 de julio como consecuencia de una herida recibida durante un torneo187, hecho que implicó el ascenso al trono de su hijo Francisco II, quien en ese momento contaba con apenas dieciséis años de edad. “La súbita desaparición de Enrique II ocurría en uno de los momentos más dramáticos de la Reforma francesa”188, afirma Joseph Lecler. De un lado se posicionaban los defensores de la unidad de la fe y de la ley bajo el mando de un único rey; del otro, los propagadores de las novedades calvinistas, constituidos ya en una Iglesia y en un partido189. La fuerte centralización del sistema político francés y el inusitado crecimiento de la Reforma impedían una resolución similar a la que habían adoptado cuatro años antes, a partir de la paz de Augsburgo (1555), los príncipes alemanes. Sólo quedaban dos opciones: o aniquilar a los propagadores de la novedad por medio de la violencia, o tolerar la coexistencia de un modo provisional190. l’Écriture, celui-ci doit s’en remettre à la miséricorde gratuite de Dieu”. Nicolas Le Roux, Les guerres de religion (1559-1629), Paris, Belin, 2009, p.14. 187 En palabras de Le Roux, “la disparition dramatique d’Henri II, en 1559, a fait voler en éclats ce système fondé sur l’image solide et rassurante de père du royaume, nouvel Hercule gaulois, garant de l’harmonie politique”. Ibíd., p.9. Heinrich Lutz, por su parte, define del siguiente modo el escenario que se abre a partir de este acontecimiento: “Tras la muerte de Enrique II, Francia se convirtió en campo de experimentación de la lucha confesional europea. Una prolongada crisis del Estado, como consecuencia de la debilidad del poder central; la polarización confesional en conexión con los más diversos grupos e intereses políticos, sociales y regionales; graves enfrentamientos ideológico-teológicos y la poderosa intervención de fuerzas políticoreligiosas del exterior (España, Roma, Inglaterra, los Países Bajos sublevados) constituyen el marco de referencia de las guerras de religión en Francia”. Heinrich Lutz, Op.cit., p.137. 188 Joseph Lecler, Op.cit, T. II, p.30. 189 “En 1559, el lanzazo de Montgomery que provoca la muerte de Enrique II, cambia el rostro de Francia. El heredero del trono, Francisco II, ¿será capaz de dominar las fuerzas que sólo esperan la debilidad del poder real para desencadenarse? De un lado, ligada a la esposa real María Estuardo, una camarilla, la de los Guisa, Francisco de Lorena, héroe de Metz y de Calais, Carlos, cardenal de Lorena, inspiradores ambos de la política de represión religiosa y de la alianza católica, puesta en práctica por Enrique II; de otro lado, los protestantes”. Georges Livet, Op.cit., p.7. 190 No obstante estas dos posibilidades, algunos humanistas destacados, como Guillaume Postel (1510-1581), seguirán manteniendo durante este período su convicción acerca de una posible reconciliación (y no sólo francesa o europea, sino también ecuménica). Según señala Lecler, Postel pretende hacer resurgir el proyecto esbozado por Nicolás de Cusa en su De Pace fidei (1453), y, en su De Orbis terrae concordia (1544), afirma que la paz y la concordia son objetivos inalcanzables a partir de la simple tolerancia entre las diversas confesiones religiosas; antes bien, es necesario que el cristianismo en su conjunto sea capaz de alcanzar una cierta unidad doctrinal. Esta misma idea volverá a ser defendida por Postel tres años tarde, en su Panthenosia (1547). Allí “insiste nuevamente en su estimada idea: es suficiente que los hombres se entiendan en las verdades esenciales; no deben perseguirse a causa de ciertas divergencias que indudablemente no son necesarias para la salvación. En suma, tres motivos de tolerancia se indican en esta exhortación: a) no hay que anticiparse al juicio de Dios; b) sólo Dios conoce nuestras intenciones y por consiguiente el verdadero valor de nuestros actos y de nuestros propósitos; c) se puede conseguir la paz religiosa entre los hombres si logran ponerse de acuerdo en algunos puntos fundamentales”. Joseph Lecler, Op.cit, T. II, pp.38-39. Lucien Febvre, por su parte, resume del siguiente modo las bellas esperanzas de Postel: “Lograr la unidad moral del Universo. Llevar a los hombres de todas las sectas, de todas las patrias y continentes, a sentirse como hermanos en el seno de una Iglesia plenamente ecuménica; conseguir, con la sola fuerza de la persuasión, con la fuerza de la evidencia de la razón – ratione evidentiae en palabras de Lutero-, que protestantes y católicos, judíos y mahometanos, idólatras y paganos, de las tierras nuevas de América, de las tierras nuevas de África, de los misteriosos imperios de Oriente; que todos esos hombres provistos de las mismas facultades comulguen, sin reservas ni hostilidades, con un catolicismo tan amplio que pudiera confundirse con la religión natural e innata que un Dios justo ha colocado en el corazón de sus criaturas… Conciliar, en suma, todas las divergencias bajo el reinado de una Razón idéntica a la ley de Cristo y que ha inspirado a veces a los fundadores de las religiones, a los profetas, a 56 2. El Concilio, el Edicto y la guerra: de la concordia a la tolerancia El breve reinado de Francisco II, adolescente de frágil salud, consagrado en Reims el 21 de septiembre de 1559 y muerto el 5 de diciembre de 1560, marcará “una aceleración en la desacralización de la autoridad monárquica”191, y estará signado por el dominio de sus dos principales consejeros, Francisco de Guisa y Carlos de Lorena (tíos maternos de su mujer, María Estuardo). En tal sentido, puede ser considerado como una representación a pequeña escala de su propio padre, pues la política de intransigencia no mostrará demasiadas fisuras durante aquellos meses192. No obstante, como una muestra más de las indecisiones de esta época, a partir del 30 de junio de 1560 -día en el que Michel de L’Hôpital será nombrado canciller de Francia- la situación comenzará a modificarse lentamente, aunque la solución moderada sólo encontrará mejores condiciones de desarrollo hacia finales de ese mismo año, cuando ascienda al trono el pequeño Carlos IX, de nueve años de edad. Imposibilitado de reinar a causa de su minoría, la regencia del reino -oficializada en los Estados Generales de Orléans, el 21 de diciembre de 1560- quedará en manos de Catalina de Médicis, quien encomendará al nuevo canciller la búsqueda de soluciones diferentes para el conflicto. Amigo y discípulo de Pierre du Chastel193, Michel de L’Hôpital asumirá en ese marco -incluso contra las acusaciones de ateísmo que le proferirán los católicos más férreos- una posición conciliadora194. Se opondrá a la política de represión practicada durante los reinados de Francisco I y Enrique II, principalmente a causa de que la coacción había mostrado ser, al fin de cuentas, una alternativa poco efectiva para reestablecer la unidad de la fe; unidad, sin embargo, con la cual el Canciller parece haberse comprometido seriamente durante los dos primeros años de su mandato195 y para cuyo los magos, a los filósofos, etc. A los largo de todas las religiones del siglo. Tales fueron, desembarazadas de las quimeras de un iluminismo cándido, las bellas esperanzas de Guillaume Postel Cosmopolita”. Lucien Febvre, Op.cit., p.79. 191 Nicolas Le Roux, Op.cit., p.35. 192 Producto del descontento ante dicha situación, los reformados planearán la conjuración de Amboise (marzo de 1560), por medio de la cual intentarán hacerse de la persona del rey para liberarlo de la influencia de los Guisa. Si bien la conspiración no será exitosa, y muchos de sus participantes terminarán condenados a la horca, los meses siguientes señalarán un paulatino abandono de la intransigencia. 193 El obispo Du Chastel (1504-1552) ha sido reconocido como uno de los primeros “abogados de la libertad de conciencia”. En tal sentido, una de sus actuaciones más destacadas fue la defensa del humanista Étienne Dolet, a quien más arriba nos hemos referido. Al respecto, véase Malcolm Smith, “Early French Advocates of Religious Freedom”, The Sixteenth Century Journal, Vol. 25, Nº 1 (Spring, 1994), pp. 29-51 194 Para considerar con mayor detalle la posición asumida por L’Hôpital, véase Seong-Hak Kim, “‘Dieu nous garde de la messe du chancelier’: The Religious Belief and Political Opinion of Michel de L'Hopital”, The Sixteenth Century Journal, 24, 3, 1993, pp. 595-620. 195 El discurso proferido por L’Hôpital en la sesión inaugural de los Estados Generales de Orleáns, celebrados entre diciembre 1560 y enero de 1561, puede ofrecer una clara caracterización de la posición asumida en aquel primer período. En ese discurso no encontraremos todavía el ideario de un politique, convencido de que es 57 restablecimiento pacífico será convocado el Coloquio de Poissy. Asimismo, asumiendo otra de las ideas de su maestro, L’Hôpital bregará también por descriminalizar las opiniones. En este sentido, considerará como una necesidad el establecer una distinción entre la herejía y la sedición196, es decir, entre las opiniones erróneas y los atentados contra la paz pública, estableciendo sólo para estos últimos algún tipo de penalidad por parte de las autoridades seculares: sólo los ateos y los sediciosos -dirá L’Hôpital- merecen los castigos más severos. Es por ello, veremos, que la nueva legislación propiciada a través del Edicto de Enero permitirá el culto privado y prohibirá tanto la propaganda de las doctrinas reformadas como los panfletos difamatorios y los epítetos injuriosos197. De igual modo, es necesario recordar que Michel de L’Hôpital no pretendía favorecer la consolidación de la división confesional en el ámbito público, ni tampoco concebía la tolerancia como un valor moral, sino que lo único que ansiaba era encontrar los medios adecuados para combatir la violencia provocada por el cisma. Por ello, descartada la vía de la coacción, y malogradas las soluciones del irenismo erasmiano a causa del fracaso del Coloquio de Poissy, el Canciller no tendrá más alternativa que aspirar a alcanzar una solución “purement politique”. Pues, como el propio L’Hôpital señalará en una carta enviada al papa Pío IV, el escenario francés imposibilita la realización de los deseos del sumo pontífice, es decir, la resolución del conflicto confesional a partir de la coacción y la ejecución de los protestantes. En este marco, recurriendo a una metáfora recurrentemente utilizada en la época, el canciller afirmará que, cuando los médicos notan que una medicina no surte ningún efecto, prueban con otra diferente. Y dado que en Francia ya no es posible impedir la existencia del culto reformado sin poner en serio riesgo la paz interna del Estado, no queda más remedio que asumir la necesidad histórica de instaurar la tolerancia198. En definitiva, es cierta razón de Estado, y no una convicción de índole teológica o moral, la que conduce a establecer por primera vez la tolerancia civil199, posible la subsistencia de un Estado en cuyo seno convivan dos religiones, sino el de un humanista erasmiano. Es decir, el de quien confía todavía en que posible la reconciliación de todos los cristianos a partir del reconocimiento de un cúmulo de creencias mínimas, y en base al ejercicio de la caridad. Al respecto, véase Joseph Lecler, Op.cit, T.II, pp.47-51. 196 En el sermón proferido en el funeral de Francisco I, Pierre du Chastel había realizado una declaración muy elocuente al respecto, afirmando que difícilmente pueda condenarse a alguien por herejía, “ya que ningún hombre mortal, quienquiera que sea, puede a través de un argumento o razonamiento humano, juzgar con certeza lo que es la verdad”. Véase Malcolm Smith, Op.cit., p.34 197 Como analizaremos con mayor detalle a largo de nuestro capítulo II, tanto el anónimo autor de la Exhortation aux Princes, aparecido durante ese mismo año de 1561, como Sébastien Castellion, prestarán mucha atención a esta última prescripción. En ese sentido, en su Conséil à la France desolée (1562), este último instará a católicos y a protestantes a acabar de una vez por todas con las injurias y descalificaciones mutuas. 198 En efecto, el Dictionnaire de la Academia francesa, en su primera edición de 1694, es decir, más de un siglo después de estas consideraciones de L’Hôpital, todavíadefinirá a la tolerancia desde esa misma perspectiva negativa: “Tolerance: Condescendance, indulgence pour ce qu’on ne peut empêcher”. 199 Como bien ha señalado David El Kenz, la tolerancia civil se erige como una invención política que responde a una estricta necesidad de mantener la paz, distinguiéndose tanto de la tolerancia religiosa, condenada al 58 es decir, la coexistencia política de los cultos disidentes; coexistencia que, es necesario aclararlo, será considerada por muchos años sólo como una solución meramente transitoria200. La tolerancia, en tal sentido, no será postulada más que como una estrategia provisional capaz de aplacar los espíritus y patrocinar el diálogo, favoreciendo de ese modo una futura reconciliación. Pero volvamos brevemente sobre nuestros pasos. Como dijimos antes, Michel de L’Hôpital no fue el único partidario de la resolución pacífica del conflicto. Tres meses antes de su nombramiento, en marzo de 1560, Catalina de Médicis había logrado establecer el Edicto de Amboise, por medio del cual se concedía la amnistía para aquellos protestantes que, aun habiendo conjurado contra la corona, aceptaran vivir como católicos. Con esa misma intención, Catalina había solicitado la convocatoria de la asamblea de los Estados Generales en Orleáns hacia finales de 1560, y había suscrito, el 19 abril de 1561, otro Edicto de facto por medio del cual se prohibían todas las disputas religiosas de carácter público y la propaganda en favor de la Reforma, pero se permitían las reuniones y los oficios religiosos en las casas particulares. Se establecía, de un modo tácito, una política de tolerancia -rechazada más tarde, en otros, por el humanista Étienne de La Boétie201- a la espera de la resolución de las disputas teológicas, objetivo principal con el que se convocó, en septiembre de 1561, el ya mencionado Coloquio de Poissy. Esa reunión, de la que participarán los más destacados representantes de ambas confesiones -el cardenal Carlos de Lorena por parte de los católicos y Teodoro de Beza, mano derecha de Calvino, por parte de los hugonotes- tendrá por fin instituir una serie de acuerdos mínimos capaces de permitir el establecimiento de un credo común, y, por lo tanto, de una única religión. Pero la cumbre quedará muy lejos de alcanzar los resultados esperados por Catalina y unísono por todas las Iglesias, como del ideal irrealizable de la concordia. En su especificidad, la tolerancia civil se distingue por el reconocimiento jurídico y político de ideas minoritarias consideradas, desde el aspecto teórico o religioso, como equivocadas. Al respecto, véase“La naissance de la tolérance au 16e siècle: l’ « invention » du massacre”, Sens Public, Revue électronique internationale. URL: www.sens-public.org. En tal sentido, cuando los magistrados del Parlamento de París rehúsen registrar el Edicto de Saint-Germain, y envíen diversas remontrances al rey, afirmando que la coexistencia de dos religiones contradecía las leyes del catolicismo, recibirán como respuesta una Déclaration et interprétation sur les moyenes les plus propres d’apaiser les troubles et séditions survenus pour fait de la réligion. En este documento, fechado el 14 de febrero de 1562, el rey insistirá en que el Edicto no pretende aprobar la existencia de dos religiones, sosteniendo que las disposiciones poseían un carácter meramente provisional. Asimismo, se insistirá en que la tolerancia postulada es de naturaleza civil, y no religiosa. 200 Volvemos a recordar aquí a Mario Turchetti, quien, habiendo estudiado este tema con gran detenimiento, ha intentado mostrar de qué modo los siglos XVI y XVII estuvieron signados en Francia por este vaivén entre la concesión de una tolerancia política provisional y la búsqueda de una reconciliación religiosa definitiva. Al respecto, véase “Religious Concord and Political Tolerance in Sixteenth- and Seventeenth- Century France”, The Sixteenth Century Journal, Vol. 22, No. 1, 1991, pp. 15-25. 201 Véase Étienne de la Boétie, Mémoire sur la pacification des troubles, édité par Malcolm Smith, avec introduction, notes, trois appendices et bibliographie, Gèneve, Droz, 1983. 59 L’Hôpital, lo que los obligará a revisar rápidamente su estrategia202. En ese nuevo contexto se propicia la sanción del Edicto de Enero (17 de enero de 1562), por medio del cual la política de tolerancia abandonará el carácter tácito para convertirse en una prerrogativa abierta y legal, aunque siempre transitoria. En concreto, el Edicto permitía a los protestantes realizar sus diferentes oficios, en forma privada, en pequeños grupos; o en público, a condición de que lo hicieran durante el día y por fuera de las murallas de las ciudades. Ahora bien, las consecuencias que se derivarán de la sanción de este Edicto tampoco cumplirán en absoluto con las expectativas de aquellos que lo habían pergeñado, sino todo lo contrario. Instaurado con el fin de apaciguar los ánimos, moderar las pasiones y sentar las bases para alcanzar una futura reconciliación por medio de una cumbre nacional, la nueva disposición se convertirá en la chispa inicial de un conflicto de proporciones inusitadas, conflicto que únicamente encontrará su fin en 1598, de la mano de Enrique IV. En efecto, tan sólo dos meses después de haber sido firmado, el Edicto de pacificación provocará el inicio de las hostilidades, cuando se produzca la matanza de Vassy203: Francisco de Guisa, líder del ala más dura del catolicismo y padre de Enrique, quien será luego uno de los representantes más destacados de la Liga, se encontró junto a sus hombres con un grupo de hugonotes que, conforme a las nuevas disposiciones, celebraba sus ritos fuera de los muros de la villa. Ante lo que a sus ojos no era sino una perversión, no dudó en reprimir el oficio, dejando como saldo varias decenas de muertos y al menos cien heridos. Los líderes militares del partido hugonote, con el príncipe de Condé a la cabeza, tampoco tardarán en reaccionar ante semejante afrenta, dando lugar al comienzo de las hostilidades. “La política de conciliación había fracasado; quedaba la guerra civil”204. “El coloquio de Poissy, posterior en cuatro años al último coloquio de Worms, marca uno de los últimos fracasos de ese modo de conciliación. Sin duda, se hablará durante mucho tiempo todavía del Concilio Nacional, que debía devolver al reino su unidad religiosa… Entre los partidarios de la tolerancia, muchos continuarán mencionando la cláusula: “En espera del Concilio”, pero, de hecho, el sistema de los “Coloquios” ha sido ya superado por los acontecimientos. La reina misma, tras un última experiencia, verá desvanecerse sus ilusiones”. Joseph Lecler, Op.cit., T.II, p.67. 203 “El edicto de san Germán del 17 de enero de 1562, conocido bajo el nombre de «Edicto de Enero», reconocía la libertad de conciencia. Reconocía, a título temporal, la libertad total del culto público fuera de las murallas urbanas. En el interior de las ciudades, autorizaba el culto privado en las casas de los particulares… La guerra se desencadenó por la negativa de los católicos intransigentes, bajo el estandarte de los Guisa, y el de París, que había devenido por entonces la capital de la anti-reforma y del fanatismo. Para probar la caducidad del edicto, agresiones y masacres fueron suscitadas en Vassy, el 1° de marzo de 1562”. Géralde Nakam, Montaigne et son temps. Les événements et les Essais. L'histoire, la vie, le livre, París, Nizet, 1982, p.170. La traducción es nuestra. 204 André Maurois, Historia de Francia, Barcelona, Editorial Surco, 1958, p.170 202 60 Atentado contra el almirante Gaspard Coligny. Incidente inicial de la matanza de san Bartolomé (1572) 61 3. Un paso adelante, un paso atrás; el fracaso de la política de Edictos Como señala Georges Livet, las tres primeras guerras de religión ocurridas antes de la noche de san Bartolomé, es decir, entre 1562 y 1572, experimentarán una dinámica similar: “toma de armas, operaciones militares fragmentarias, y una paz incierta durante la cual cada uno de los bandos prepara el desquite”205. La primera de ellas, dijimos, tendrá su inicio en la matanza de Vassy y se extenderá por el transcurso de un año. Las diversas batallas marcarán el ocaso de los distintos líderes, abriendo un nuevo espacio para la negociación. Antonio de Borbón, combatiente del lado de los católicos, morirá en Rouen; el príncipe de Condé será capturado por las fuerzas reales luego de perder la batalla de Dreux, el 9 de noviembre de 1562, y el propio Francisco de Guisa recibirá una herida mortal durante el sitio de Orléans, en febrero del año siguiente. Las negociaciones de paz se iniciarán tras esa caída, y se establecerán formalmente a través del Edicto de Amboise (19 de marzo de 1563), el cual se convertirá en una suerte de modelo para la mayoría de los demás edictos sancionados por estos años. A diferencia del Edicto de Enero, esta nueva norma de pacificación será refrendada rápidamente por el Parlamento de París (27 de marzo), pues establecerá una serie de restricciones: no reconocerá de forma unánime la libertad de conciencia entre los reformados, sino que se la otorgará tan sólo a los nobles y altos magistrados, establecerá la libertad de culto en una sola ciudad por cada bailía, no permitirá la construcción de templos reformados más que en los suburbios, e instituirá a París como una ciudad exclusivamente católica. El Edicto de Amboise provocará distintos rechazos, tanto del lado de los católicos más intransigentes –cuyo principal portavoz será el consejero del Parlamento de Borgoña, Jean Bégat206-, como del lado de los calvinistas, quienes considerarán inamisible la aristocratización operada por la norma en relación con los derechos de la conciencia. El autor anónimo de la Épître au Roi sur le fait de la religion (1564) será quien exprese este descontento con mayor claridad, solicitando a las autoridades reales la extensión de los artificiales límites establecidos en la letra del Edicto207.No obstante estos reclamos, Francia Georges Livet, Op.cit., p.14 Las amonestaciones de Bégat serán rápidamente respondidas por un anónimo partidario del Edicto de Amboise a través de un panfleto titulado Apología del edicto del rey sobre la pacificación de su reino, contra la amonestación de los Estados de Borgoña (1563), en el que podrán hallarse ideas similares a aquellas expuestas dos años antes por el autor de la Exhortation aux Princes. Los consejeros del Parlamento de Borgoña acusarán recibo de la Apología, y redactarán una réplica bajo el título Respuesta de los diputados de los Tres Estados del país de Borgoña contra la calumniosa acusación publicada bajo el título de Apología (1563). 207 “Puesto que es cosa conocida y prejuzgada que el mal mora en las conciencias, es decir, en la servidumbre y represión de las mismas, y no en otra parte, es necesario, pues, que reconozcan que no hay otro medio de prevenirlo más que mediante la libertad de las mismas, no parcialmente y para algunos, sino totalmente y para todos”. Épître au Roi…Citado por Joseph Lecler, Op.cit., T.II, pp.84-85. 205 206 62 experimentará algunos años de paz relativa, al menos hasta 1567. La Michelade, ocurrida en Nîmes el 30 de septiembre de ese año208, y el intento del príncipe de Condé por hacerse nuevamente de la persona del rey -con el fin de obtener condiciones de negociación más ventajosas para los hugonotes- serán las dos chispas que reaviven la hoguera del conflicto. Esta nueva guerra, ocurrida sobre todo en las inmediaciones de París, verá su fin con la sanción la Paz de Longjemeau (23 de marzo de 1568), tregua con la cual se reestablecía la vigencia del Edicto de Amboise. Sin embargo, estos distintos episodios parecen haber comenzado a menguar la confianza de Catalina en alcanzar una solución de los conflictos en base a la estricta moderación; duda y desconfianza que sirven para explicar el alejamiento definitivo del canciller Michel de L’Hôpital. En efecto, Catalina no perdona al canciller el haber desestimado el peligro de personajes como el príncipe de Condé, a quien la reina madre comienza a considerar como un potencial criminal de lesa-majestad209. En el verano de 1568 se reiniciarán las hostilidades, las que marcarán la entrada en la escena política y militar del duque de Anjou, hermano de Carlos IX y futuro Enrique III, y las que provocarán el repliegue de los dos más importantes líderes protestantes, el príncipe de Condé y el almirante Gaspard de Coligny, en la ciudad de La Rochelle. La guerra se extenderá por un par de años, encontrando su fin a través de la sanción de un nuevo Edicto de Saint Germain (8 de agosto de 1570). Esta nueva norma de pacificación irá un paso más allá que las anteriores, habilitando el culto público de la confesión reformada en los suburbios de las ciudades y estableciendo, como novedad, cuatro plazas de seguridad para los protestantes -aunque sólo por el transcurso de dos años- en las ciudades de La Rochelle, Montauban, Cognac y La Charité-sur-Loire. Como corolario de este nuevo espacio de libertad, el almirante Coligny recuperará su puesto en el consejo del rey. Y con la intención de consolidar todavía más las posibilidades de la encontrar una solución definitiva para los conflictos, Catalina pergeñará una política matrimonial, a partir de la cual se programará la boda entre uno de los más importantes líderes militares del partido hugonote, Enrique de Navarra, y la hermana del rey Carlos IX, Margarita de Valois. Sabemos de sobra que estos planes tampoco acabarán del modo esperado, sino todo lo contrario. Diez años después del primer conflicto desatado por el Edicto de Enero, el 24 de agosto de 1572, Francia entera se verá signada por el terror. Aquella noche, conocida Se conoce bajo el nombre de Michelade a la matanza de ochenta laicos, sacerdotes y religiosos católicos realizada por un grupo de hugonotes el día posterior a día de san Miguel. 209 Ya retirado de la escena pública, pero todavía imbuido en su espíritu irenista, Michel de L’Hôpital compondrá dos breves opúsculos en los que insistirá con la conciliación como una solución real: el primero llevará por título Au roi Charles IX et à la reine mère; el segundo, Discours des raisons et persuasions de la paix. Sin embargo, ninguno de ellos tendrá una real incidencia sobre la escena pública, ya reticente a estas propuestas. 208 63 como la “Noche de san Bartolomé”, centenares de protestantes que habían concurrido a París para asistir a las nupcias serán masacrados por los partidarios más intransigentes del catolicismo. ¿Qué originará la matanza? Los historiadores admiten que la piedra del escándalo fue el intento de asesinato del propio Gaspard de Coligny, quien rápidamente se había ganado la enemistad de la reina madre210. En ese sentido, el motivo último de la masacre, desatada dos días después de aquel atentado fallido, parece haber radicado en el temor de los líderes liguistas, secundados esta vez por la propia Catalina, ante el creciente influjo de los reformados en el consejo real. En otras palabras, la noche de san Bartolomé no parece haberse producido más que por el miedo de los grupos más fieles a los preceptos de Roma ante la posibilidad de perder su influencia y dominio sobre París, el más importante bastión del catolicismo francés211. La sanción del Edicto de Boulogne (publicado en julio de 1573 y registrado por el Parlamento de París el 11 de agosto), a través de cual se otorgará una libertad limitada a los reformados212, pondrá fin a la nueva guerra desatada tras la matanza, pero ya nada será igual. Ya no habrá vuelta atrás. En efecto, la consecuencia más significativa de todos estos enfrentamientos -y de todos los que se sucederán hasta el Edicto de Nantes- será la paulatina y creciente toma de consciencia respecto del carácter inexorable de la Reforma. Es decir, de la imposibilidad de retrotraer la situación política y religiosa al momento anterior al cisma iniciado por Lutero en 1517. Atrás quedarán los tiempos del irenismo de Erasmo, y de sus ideales ecuménicos; el futuro será sólo de aquellos que, alejándose poco a poco de los ideales establecidos por la máxima de resguardar la unidad de la fe, comiencen a vislumbrar la posibilidad de cimentar los vínculos de los miembros de la comunidad no ya a partir de la religión, sino de la política. “Lo cierto es que, entre 1570 y 1572, el almirante y su partido le infringieron [a Catalina] un nuevo contratiempo, precisamente en el momento en que su política matrimonial favorecía a los reformados. No contento con ganarse los favores del rey, Coligny quiso inducirle a que se opusiera abiertamente contra Felipe II y la dominación española en la revuelta de los Países Bajos. Para la reina, esto era una locura peligrosísima que había que detener a toda costa. El almirante se obstinó. El 6 de agosto de 1572, en pleno Consejo, amenazó a la reina con la guerra civil si no daba su conformidad a la guerra extranjera. Para mantener la paz, Catalina decidió perderle. El atentado del 22 de agosto fracasó, como se sabe: Coligny recibió una herida grave, pero no mortal. Dos días más tarde comenzaba en París, para continuar después en las provincias, la matanza de san Bartolomé”. Joseph Lecler, Op.cit., T.II, pp.92-93. 211 Le Roux dedica un apartado particular de su estudio para ofrecernos una suerte de caracterización sociológica de “Paris, capitale catholique”, y de su población. Vease Nicolas Le Roux, Op.cit., pp.126-132. 212 En concreto, la nueva disposición brindaba a los protestantes franceses la libertad de conciencia, permitiéndoles la práctica de su culto en el ámbito privado. En las ciudades de La Rochelle, Nîmes y Montauban, por su parte, se brindaba una plena libertad de culto, y este privilegio alcanzará durante el mes siguiente a la ciudad de Sancerre. Como señala Joseph Lecler, recurriendo a una metáfora muy usual en los escritos de Jean Bodin: “Tras la horrible tempestad, se retornaba progresivamente a los editos anteriores”. Joseph Lecler, Op.cit., T.II, p.100. 210 64 Página inicial del Edicto de Nantes (1598) 65 4. Los Politiques: la tercera posición sale a escena Defensores de la unidad nacional, la independencia política y la libertad religiosa213, los politiques214 harán manifiestas algunas de sus intenciones durante el año 1574, a través de un opúsculo titulado Advis et très humble remotrance à tous princes, par un bon et très grand nombre de catholiques sur la mauvise et universelle disposition des affaires. Allí relatarán la calamitosa situación a la que han conducido a Francia los abusos en los que han incurrido ambos partidos, y se dirigirán a las distintas facciones para exhortarlas a hacer causa común con los intereses nacionales, reclamando, además, la convocatoria de los Estados Generales. El inicio de este nuevo escenario, sin embargo, estará signado por un nuevo enfrentamiento: el que sostendrán Enrique de Anjou (consagrado en el trono como Enrique III luego de la muerte de Carlos IX, ocurrida el 30 de mayo 1574) y su hermano Francisco, duque de Alençon, quien, como veremos con mayor detalle cuando nos refiramos a las reflexiones de Jean Bodin, será uno de los representantes más encumbrados de esta nueva tendencia política215. Luego de algunas nuevas trifulcas, y a instancias de los politiques, se suscribirá la “paz de Monsieur”, y el consecuente Edicto de Beaulieu (sancionado el 6 de mayo de 1576 y registrado por el Parlamento de París el 14 del mismo mes), norma que excederá a todas las anteriores en sus concesiones hacia los protestantes. Por primera vez en la historia, el ejercicio del culto reformado se autorizaba en todas las ciudades del reino “sin restricción de tiempo de personas”-con la única excepción de la católica ciudad de París y sus suburbios- y se establecían, además, ocho plazas de seguridad para los hugonotes en la región sur del reino. No obstante todas estas concesiones, la gran innovación de este Edicto estuvo representada por la institución de “chambres mi-parties” en los distintos Parlamentos; lo que implicaba que en cada uno de ellos quedara conformada una cámara 213 Para una vasta caracterización de la historia, el ideario y la composición de esta particular tendencia intelectual, véase el ya clásico estudio de Francis de Crue, Le parti des Politiques au lendemain de la SaintBarthelémy, Paris, Librairie Plon, 1892. 214 “Bajo este nombre -del cual los dos partidos se burlan o desconfían- se designa una tendencia al principio, a una agrupación de hombres más tarde, de número variable según las épocas, de espíritus realistas, por no decir oportunistas o sinceramente convencidos, católicos sinceros, a veces simpatizantes del protestantismo, que preconizan soluciones de paz, en la adhesión de todos a la monarquía”. Georges Livet, Op.cit., p.65. 215 Explicando las razones que lo condujeron a abandonar la corte real, en la que su hermano Enrique lo mantenía cautivo, Francisco de Alençon afirmará lo siguiente: “Para evitar todos los impedimentos y reunir los corazones de los hijos de Francia, hemos tomado y tomamos bajo nuestra protección y salvaguardia a todos, tanto de una como de otra religión, rogándoles y exhortándoles en nombre de Dios a que se comporten los unos con los otros como hermanos parientes, vecinos y conciudadanos, sin provocarse con injurias o de otra forma, y permitir y conceder a cada uno el libre ejercicio de la religión, hasta que los Estados Generales y las Asambleas convoquen a un santo Concilio para discutir los problemas religiosos”. Déclaration de Monseigneur François, fils et frère du Roy, duc d’Alençon, contenant les raisons de sa sortie de la Court, 1575, p.10. Citado por Joseph Lecler, Op.cit., T.II, p.105. 66 con dos presidentes (uno por cada confesión) y dieciséis magistrados, ocho católicos y ocho protestantes.Todas estas medidas quizás puedan ser interpretadas como consecuencias del accionar de este grupo de hombres políticos, quienes desde los inicios de la década de 1560 habían madurado una solución diferente para los conflictos confesionales, reconociendo en las postulaciones teóricas de la Exhortación a los Príncipes y en la medidas prácticas asumidas por el canciller Michel de L’Hôpital dos antecedentes destacados. Las Remontrances au Roy très chrétien Henry III (1574) y el Discours sur les moyens de bien gouverner (Anti-Machiavel) (1576)216, del consejero del Parlamento de Toulousse, Innocent Gentillet (1535-1588), serán nuevas expresiones de esta tendencia, caracterizada por la búsqueda de la paz política en base a la libertad religiosa. En efecto, un texto anónimo bajo el título Exhortation à la paix aux Catholiques Franc̜ois aparecerá en Poitiers en 1574, y será atribuido al célebre publicista hugonote Philippe DuplessisMornay (1549-1623)217. Los lineamientos generales de esta Exhortation podrán encontrarse en otro panfleto sin nombre de autor aparecido dos años más tarde: la Romostrance aux États pour la paix (1576). El tópico defendido por el autor de este último opúsculo coincide con el de los politiques: si bien es cierto que sería preferible que existiera solo una única religión en todo el reino, el avance de la novedad ha sido tan grande que ya no resulta posible extirpar ese miembro sin arruinar todo el cuerpo. Es el reino mismo el corre peligro de desaparecer si se toman medidas incorrectas y apresuradas en vistas a garantizar su salud, como ya lo había constatado en los inicios de la década anterior el autor de la Exhortation aux Princes. Y serán muchas de estas mismas ideas las que -como analizaremos con más detalle en nuestro capítulo III- el propio Jean Bodin intentará defender en sus Six livres de la République (1576). Los católicos más intransigentes -quienes veían en el nuevo rey a un personaje impotente para garantizar la unidad religiosa, pero también a un potencial aliadoreaccionarán con mucha energía ante estas nuevas ideas, y encontrarán en el duque Enrique de Guisa una expresión natural de liderazgo. Las dos tendencias se enfrentarán en la reunión de los Estados Generales, celebrada en Blois entre noviembre de 1576 y febrero de Los títulos completos de ambas obras son los siguientes: Remonstrance au Roy tres-chrestien Henry III. Sur le faict des deux Edicts de sa Maiesté donnez à Lyon, l'un du X. de Septembre, et l'autre du XIII. d'Octobre dernier passé, presente annee 1574, touchant la nécessité de paix, et moyens de la faire (1574) y Discours sur les moyens de bien gouverner (Anti-Machiavel) et maintenir en bonne paix un royaume ou autre principauté, divisé en trois parties, a savoir, du Conseil, de la Religion & de la Police que doit tenir un Prince. Contre Nicolas Machiavel (1576). 217 A Duplessis-Mornay se atribuye también, como veremos en nuestro capítulo III, el no menos célebre manifiesto contra el despotismo de los reyes titulado Vindiciae contra tyrannos, aparecido en 1579 bajo el seudónimo de Étienne JuniusBrutus. 216 67 1577: los partidarios de la Liga católica, representados por los diputados parisinos, postularán la necesidad de reestablecer la unidad religiosa derogando todos los Edictos de pacificación y prohibiendo el culto reformado; lo que, indudablemente, produciría una nueva guerra. Los politiques, representados por el propio Jean Bodin, diputado de Vermadois, también postularán la reunificación, pero sólo por las “vías más suaves y santas”; reclamando, además, la convocatoria de un Concilio General o Nacional que dirimiera la cuestión. A pesar de los notables apoyos recogidos por la Liga, la precaria situación financiera en la que se encontraba Francia, y la imposibilidad de imponer nuevos tributos que permitieran financiar una empresa bélica como la que soñaban los seguidores de Guisa, e incluso el propio Enrique III, terminará otorgando otra victoria parcial al partido moderado. El año de 1577 será testigo de nuevos pero breves enfrentamientos entre católicos y protestantes, los que encontrarán su fin a través de la Paz de Bergerac (17 de septiembre de 1577), a la que seguirá el Edicto de Poitiers (8 de octubre de 1577), que se mostrará más restrictivo respecto a las concesiones brindadas a los protestantes. El ejercicio público del culto ya no será autorizado a los hugonotes en todo el reino, sino sólo en los suburbios de una ciudad por región, continuando la prohibición de celebrar en Paris cualquier otra ceremonia que no fuera católica. Las plazas de seguridad, por su parte, eran reducidas de ocho a seis. De todas formas, y no obstante las restricciones que esta última norma establecía respecto de la anterior, la necesidad de resguardar cierto espacio de tolerancia parecía ya un hecho difícil de revocar. Y esto, en gran medida, gracias al especial empeño de los politiques. Sin embargo, luego de algunos años de relativa calma, en los que los distintos focos de conflicto fueron rápidamente controlados, un nuevo acontecimiento hará estallar los ánimos: Francisco de Anjou, hermano menor de Enrique III y sucesor del trono, morirá el 10 de junio de 1584. Esto provocará una inusitada crisis política, debido que el sucesor legítimo de Enrique III pasaba a ser automáticamente Enrique de Navarra, es decir, el líder más importante del partido hugonote218. Ante la amenaza de un rey hereje, la Liga católica -parcialmente desarticulada a partir de 1577- retomará rápidamente la acción política, firmando un pacto de cooperación con España y ejerciendo una enorme presión sobre el monarca francés, quien, cediendo a los ánimos más intransigentes, firmará con los liguistas el Tratado de Nemours (11 de julio de 1585). En concreto, este nuevo edicto echará por tierra todas las normas anteriores, declarando que la religión católica se convertía en la Como bien señala Lecler, “Enrique de Navarra no era solamente protestante, sino reincidente en la herejía. Después de haber abjurado de la religión reformada inmediatamente después de la noche de san Bartolomé, retornó oficialmente a la misma cuatro años más tarde”. Joseph Lecler, Op.cit., T.II, p.116. 218 68 única confesión legítima en el reino de Francia. Se privaba a los hugonotes de ocupar cargos públicos, y se los instaba a abjurar de sus creencias o a emprender el exilio; decisión que debían tomar en un plazo máximo de seis meses desde la sanción de la norma219. La guerra estallará nuevamente, y la norma sancionada en Nemours será refrendada a través del Edicto de Unión (1588). No obstante, viendo tambalear su propio dominio sobre los territorios franceses a causa del poderío acumulado por las líneas más duras del catolicismo, Enrique III dará un vuelco en su política y pergeñará el asesinato de los dos líderes de la Liga católica: Enrique de Guisa y su hermano, el Cardenal de Lorena. El hecho será perpetrado en la víspera de la navidad del año 1588, y la doble sentencia de muerte implicará, también, el fin del propio rey. Enrique III será declarado tirano por el liguista Jean Boucher en su De Justa Henrici Tertii abdicatione e Francorum regno, libriquator (1589), lo que lo ubicará en una situación de extrema precariedad política, precariedad a partir de la cual buscará reestablecer los vínculos con Enrique de Navarra, su antiguo adversario. El Enrique de Anjou reconocerá al de Navarra como su legítimo sucesor, instándolo a convertirse nuevamente a la fe católica. El acuerdo de paz entre ambos se firmará finalmente el 30 de abril de 1589, y cuatro meses más tarde, el 1° de agosto, el rey será atacado en su recámara por el dominico Jacques Clément. Sobrevivirá sólo esa noche, dejando el trono en manos de Enrique de Navarra. 5. Hacia el Edicto de Nantes: el ascenso de Enrique IV Con la desaparición de Enrique III se producía aquel escenario tan temido por todos los miembros de la Liga: el posible advenimiento de un rey protestante. Sin embargo, los años posteriores al asesinato, y las notables resistencias ofrecidas durante ese período por los diversos actores políticos, eclesiásticos y militares, señalarán límites muy claros a dicha posibilidad. Poco a poco, quizás a regañadientes, Enrique de Navarra llegará a la conclusión de que Francia no admitirá jamás la posibilidad de que un abierto miembro de la iglesia reformada acceda al trono. Así, luego de muchas indecisiones, y quizás a instancia de algunos destacados eruditos de la época220, abandonará su antigua fe para adoptar la de A esta intransigencia católica interna se le sumará un condimento externo de no poca importancia, cuando el 9 de septiembre de 1585 el papa Sixto V redacte una bula por medio de la cual despojaba a Enrique de Navarra de sus derechos sobre su propio reino, y por tanto, también de sus prerrogativas sobre la corona de Francia. 220 De acuerdo a los diversos relatos históricos, Michel de Montaigne parece haber sido uno de los principales consejeros de Enrique en esta materia. En efecto, más allá de la verosimilitud que pueda ofrecer este dato, el futuro monarca se hospedó en dos oportunidades en el castillo señorial de Montaigne. Y algunos de los textos del ensayista también ofrecen elementos -como intentaremos dejar en claro a lo largo de nuestro capítulo IVque pueden resultar convincentes a la hora de pensar en la posibilidad de que Montaigne brindara a Enrique consejos de esa índole. 219 69 Roma. La ceremonia de abjuración se producirá en catedral de Saint-Denis el 25 de julio de 1593, y el 27 de febrero del año siguiente Enrique IV será consagrado monarca de Francia en la catedral de Chartres. París reconocerá su autoridad el 22 de marzo, y un mes después la Facultad de Teología de la Sorbona lo recibirácomo el “Rey Muy Cristiano”. Finalmente, el papa Clemente VIII le otorgará una absolución por medio de la cual será acogido nuevamente en el regazo de la Iglesia romana, el 17 de septiembre de 1595221. Así, luego de cinco años de intensas disputas -intelectuales y políticas222-, el trono de Francia quedará por fin en manos del primer representante de la casa de Borbón. Con él también llegará la tan ansiada paz: ya bajo el nombre de Enrique IV, y luego de su triunfal ingreso en la capital, el nuevo monarca promulgará, el 30 de abril de 1598223, el Edicto de Nantes224, vuelta a la senda de la política de la tolerancia iniciada más de treinta años antes a través del Edicto de Enero. La libertad de conciencia de los reformados quedará asegurada en todo el territorio del reino; la libertad de culto será establecida con ciertas ampliaciones respecto del Edicto de Poitiers, aunque la ciudad de París, al igual que en el resto de las normas anteriores, permanecerá siendo estrictamente católica. También se habilitará a los hugonotes la posibilidad de construir templos, garantizándoles, además, una serie de derechos civiles: el de celebrar consistorios, coloquios y sínodos, y el de construir escuelas, colegios y universidades. Por último, a fin de garantizar una justicia imparcial, se volverán a crear las cámaras bipartitas en algunas ciudades importantes como Castres o París. Y se otorgarán unas doscientas plazas de seguridad por el límite de ocho años. Sin embargo, más allá de todas estas disposiciones, muchas de las cuales ya habían sido establecidas por edictos anteriores, podemos señalar dos características particulares que hacen al Edicto de Nantes. En primer lugar, esta nueva norma no referirá ya a un futuro Concilio general encargado de reunificar a los cristianos bajo una única religión. Luego de casi cuatro décadas de disputas y conflictos, y del avance de las propias iglesias protestantes, los actores parecen haber comenzado a tomar conciencia de que la Reforma El último en reconocer la legitimidad de Enrique será Carlos II de Lorena, duque de Mayenne, hermano menor de Enrique de Guisa y líder de la Liga católica luego del asesinato de éste. Dicho reconocimiento se hará oficial a través del Edicto de Folembray, sancionado en enero de 1596. 222 Lecler reconstruye con detalle muchas de las controversias intelectuales suscitadas por el posible advenimiento de “un rey hereje”. Al respecto, véase Joseph Lecler, Op.cit, T.II, pp.129-142. 223 No obstante está sanción, la aceptación del Edicto por parte de los distintos Parlamentos tendrá una considerable demora: el de París lo registrará el 25 de febrero de 1599; el de Grenoble, el 27 de septiembre de ese mismo año; el de Toulousse, el 19 de enero de 1600; el de Dijon, el 21 de enero; el de Bourdeux, el 7 de febrero; el de Aix, el 11 de agosto, y el de Rennes, el 23 de agosto de ese mismo año. El Parlamento de Rouen se resistirá a realizar este trámite hasta el 5 de agosto de 1609, y el de Toulouse, si bien había aceptado su vigencia en 1600, sólo ordenará su transcripción en los registros del Parlamento en octubre de 1622. 224 Cabe destacar que siete años antes, el 24 de julio de 1591, Enrique había sancionado ya el Edicto de Mantes, por medio del cual se anulaban los edictos de 1585 y 1588 -que habían establecido la unidad de culto en todo el reino- y se restablecían las disposiciones del Edicto de Poitiers, las que volverán a ser refrendadas mediante el Edicto de Saint-Germain (15 de noviembre de 1594). 221 70 no se había establecido en la realidad francesa de un modo provisional. En segundo lugar, tal como lo reclamará desde 1576 el autor de los Six livres de la République, la diferencia sustancial -entre este Edicto y los anteriores- la establecerá un poder político capaz de garantizar el cumplimiento de la norma. Un rey fuerte y decidido, cuya autoridad será aceptada de un modo indiscutible por los demás actores políticos. Ese, quizás, sea el más importante aporte de Enrique IV a la historia de la tolerancia francesa. * * * Esbocemos una breve conclusión para nuestro recorrido. Resulta muy atractiva la tesis de Stephen Toulmin, quien sostiene que el asesinato del propio Enrique IV -ocurrido el 14 de mayo de 1610, a manos del fanático católico François Ravaillac- produjo un quiebre en la realidad política francesa, iniciando un nuevo período de intolerancia religiosa que tendrá su punto cúlmine en la Guerra de los Treinta Años. De hecho, aceptamos con él que, al menos en parte, el éxito histórico del proyecto filosófico de René Descartes -empeñado en “empezar todo de nuevo desde los fundamentos”225, y en instituir un nuevo orden, una nueva Cosmópolis, y toda una nueva agenda de investigación a partir de la verdad intemporal e inconmovible del cogito- parece haber estado signado por la cruda experiencia de esos años. Es decir, por un contexto de crisis institucional que encontró en la búsqueda e instauración de una renovada certeza teórica una vía de escape a la desintegración226. No obstante, y alejándonos aquí de la interpretación de Toulmin, hemos tratado de indicar que sería un error histórico el suponer que el siglo XVI francés fue muy diferente del XVII. De hecho, el repaso de algunos de los acontecimientos medulares de la historia política e intelectual de esa centuria nos ha revelado un escenario en el cual las disputas religiosas estuvieron lejos de producirse en un clima de respeto mutuo y de aceptación de las diferencias. Luego de unos cuarenta años en los que el espíritu conciliador del irenismo erasmiano parece haber convivido con una marcada intransigencia política, luego del fallido Coloquio de Poissy (1561), y luego de los malogrados intentos pacificadores de Michel de L’Hôpital, la violencia política se verá generalizada. Así, ante el fracaso de esos René Descartes, Meditaciones Metafísicas con objeciones y respuestas. Introducción, traducción y notas de Vidal Peña, Madrid, Alfaguara, 1977, Primera Meditación, p.17. 226 “René Descartes sufrió en su persona las consecuencias del asesinato de Enrique IV y de las Guerra de los Treinta Años que le siguió, en cuyo transcurso los ejércitos protestantes y católicos trataron de probar la supremacía de sus posiciones teológicas mediante la fuerza de las armas… Desaparecida la figura equilibradora y tolerante de Enrique, el impulso hacia la guerra general alcanzó un punto que escapó al control de cualquier poder eclesiástico y político, y la filosofía del escepticismo se convirtió de repente en un lujo que pocas personas podían permitirse. Sólo si tenemos presentes estas circunstancias estaremos en condiciones de comprender por qué la búsqueda de la certeza alcanzó el atractivo que tuvo a partir de 1630”. Stephen Toulmin, Op.cit., p.110. 225 71 intentos de conciliación, y del mismo modo en que Europa debió soportar durante el siglo XVII la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), Francia padeció durante el transcurso de la segunda mitad del siglo XVI -entre la matanza de Vassy (1562) y el Edicto de Nantes (1598)- ocho guerras civiles en treinta y seis años. De este modo, como muestran estos “puros y duros” datos históricos, el siglo en el que vivieron Sébastien Castellion, Jean Bodin y Michel de Montaigne parece haber revelado serios desafíos para la convivencia entre los hombres. Son precisamente esos desafíos los que hemos intentado representar a través del presente capítulo, pues, creemos, su conocimiento quizás pueda echar un poco más de luz sobre las producciones filosóficas y los posicionamientos intelectuales asumidos por estos tres filósofos a los que ahora daremos la palabra. 72 CAPÍTULO II Castellion: entre la herejía y el derecho a creer lo equivocado Certainement, après avoir souvent cherché que c’est d’un hérétique, je n’en trouve autre chose, sinon que nous estimons hérétiques tous ceux qui ne s’accordent avec nous en notre opinion. Sébastien Castellion, Traité des hérétiques Oh France, je trouve que la principale et efficiente cause de ta maladie, c’est-à-dire de la sédition et guerre qui te tourmente, est forcément de consciences, et pense que si tu y penses bien, tu trouveras assurément qu’il est ainsi. Sébastien Castellion, Conseil à la France desolée “La elaboración de los principios y proyectos globales de tolerancia y la lucha por su aplicación fueron, por así decirlo, la gran tarea histórica de los oponentes, los marginados doctos, los exiliados y los intelectuales transgresores, ligados muy a menudo a minorías religiosas”227. Humanista de vastos conocimientos, traductor y editor de la Biblia en lengua latina y vernácula, librepensador, defensor de la libertad de conciencia, calvinista, pero férreo oponente de Calvino, amigo y confidente del anabaptista David Joris, exiliado, denostado, refugiado en Basilea y finalmente muerto en la más absoluta miseria, Sébastien Castellion parece cumplir con todos los requisitos a los que refiere Antonio Rotondò. Ahora bien, considerando que Sébastien Castellion no es un pensador habitualmente incluido entre quienes conforman el canon de nuestra disciplina –a pesar del consejo de Pierre Bayle, para quien nuestro humanista “doit avoir une bonne place parmi les Auteurs”228- hemos creído conveniente iniciar este segundo capítulo con un breve relato biográfico y bibliográfico. El segundo de nuestros apartados estará íntegramente dedicado al estudio de dos escritos clave para comprender la posición adoptada por Castellion en favor de la tolerancia, el Traité des héretiques (1554) y el Contre le libelle de Calvin (1554). No obstante, dado que ambos textos fueron redactados en respuesta a la ejecución del médico Antonio Rotondò, Art. “Tolerancia”, en VincenzoFerrone y Daniel Roche (Eds.), Diccionario histórico de la Ilustración, Madrid, Alianza, 1998, p.66. 228 Pierre Bayle, “Castalion (Sebastien)”, Dictionnaire historique et critique, Amsterdam, Chez P. Brunel Libraire, 1740, Tomo II: C-L, pp.82-87. 227 73 español Miguel Servet, y a la posterior apología realizada por Calvino en su Defensio ortodoxae fidei, también creímos conveniente comenzar el apartado titulado Una hoguera, una apología, dos respuestas, repasando brevemente esos acontecimientos históricos. Del mismo modo, dado que ni la ejecución ni la posterior contienda textual se suscitaron en suelo francés, su inclusión en el marco de nuestro trabajo, creemos, debe ir acompañada de una breve explicación. Las principales razones que podemos aducir son las siguientes: en primer lugar, que el estudio de dichos textos resultarán cruciales para comprender el conjunto del pensamiento de Castellion, y su devenir desde una particular definición del concepto de herejía hasta una abierta defensa de la licitud de aceptar dos religiones en un mismo reino; en segundo, que el impacto producido por la ejecución de Servet superará ampliamente los muros de la ciudad de Ginebra, incluso hasta convertirse en uno de los paradigmas de la intolerancia; en tercero, que desde la redacción de su Institutio Christianae Religionis (1536) y la muerte de Martín Lutero (1546), la figura de Calvino alcanzará una influencia muy notable entre los protestantes de toda Francia. La sección 2.1., en la que analizaremos los argumentos desarrollados por Castellion en su Traité des hérétiques, estará a la vez subdivida en tres parágrafos. En el primero, Esa maldita palabra: Martin Bellie ante la herejía, estudiaremos el prólogo de la edición latina de la obra, en el que Castellion -bajo el seudónimo de Martinus Bellius- realiza un pormenorizado análisis del concepto de herejía a fin de poner en crisis una noción clave en los argumentos de los perseguidores. En el parágrafo 2.1.2, El mensaje de la Escritura: un prólogo para el rey, nos detendremos en el prefacio que el propio Castellion había redactado para su traducción latina de la Biblia en 1551. En este texto, incluido entre los pasajes compilados en el Traité, y dedicado al rey Eduardo VI de Inglaterra, ha sido consignado por todos los estudiosos como el primero en el que el humanista se opuso abiertamente a la persecución religiosa. Por último, en 2.1.3, Kleinberg y Montfort, ¿o Joris y Castellion?, centraremos nuestra atención en dos de los últimos textos que dan cuerpo a esta compilación. En ambos, escritos bajo los seudónimos de Georges Kleinberg y Basil Montfort, y atribuidos por la crítica al anabaptista David Joris y al propio Castellion, encontraremos ideas recurrentes en los textos de este último. Las dos más importantes: a) que es la persecución, y no la libertad de conciencia, la que produce los mayores males al género humano; b) que debe existir una clara separación entre la espada secular y la autoridad espiritual. La sección 2.2 estará dedicada al estudio de la segunda respuesta brindada por Castellion a la apología del líder reformista, el Contra le libelle de Calvin. En cada uno de los parágrafos analizaremos tres de las principales ideas desarrolladas por Vaticanus, el 74 personaje que da vida a la palabra del humanista. En 2.2.1, retomaremos la discusión en torno a dos nociones clave para comprender la posición de Castellion: la herejía y la blasfemia. Del mismo modo en que Calvino parece haber establecido una sinonimia maliciosa entre ambas nociones, Vaticanus se esforzará por mostrar la diferencia que existe entre ambas: mientras que la primera se reduce a una mera cuestión de opinión (en el peor de los casos, equivocada), y no afecta en absoluto la integridad de Dios, la blasfemia implica una negación de la divinidad que se traduce en actos. En efecto, al igual que la mayoría de los filósofos que se han abocado a la cuestión, Castellion concluirá que los blasfemos -es decir, los sediciosos- son los únicos individuos que deben ser punidos por sus actos. La herejía, en tanto, al referirse tan sólo al ámbito de la opinión, no debe ser castigada bajo ningún punto de vista. En 2.2.2. Vaticanus y la «douceur», nos detendremos -a partir de la analogía entre las pasiones de Cristo y de Servet- en la actitud de caridad y dulzura que Castellion recomienda adoptar para con aquellos que parecen equivocarse en materia de religión, oponiéndose una vez más al discurso de la persecución. El mal jamás será vencido por el mal, afirmará nuestro humanista, y quienes asuman y defiendan una posición contraria incurrirán en lisa y llana inhumanidad. En el parágrafo 2.2.3., por último, nos referiremos a lo que Jean Lecler ha denominado “la necesidad de reinterpretar espiritualmente las prescripciones carnales de la legislación mosaica”229. Esta reinterpretación no sólo implica el abandono de la religión de la ley y la asunción de una religión del amor, sino que también señala una preeminencia de la ortopraxia por sobre la ortodoxia. Mientras la moral de Cristo puede ser comprendida fácilmente por cualquiera que así lo desee, sostiene Castellion, el dogma está plagado de oscuridades. Finalmente, el apartado 3 estará dedicado al análisis de las ideas desarrolladas por Castellion en el Conseil à la France desolée (1562), texto redactado en ocasión del inicio de las hostilidades entre católicos y protestantes en suelo francés. Ahora bien, dado que dicho texto presenta múltiples puntos de contacto con -y hasta una referencia explícita a- un escrito anónimo aparecido un año antes bajo el título Exhortation aux princes (1561), creímos conveniente realizar un análisis de las tesis allí defendidas. Esa tarea será llevada adelante en la sección 3.1., mientras que el estudio del Conseil será abordado en la sección 3.2. Luego de repasar todos esos textos, y de analizar las diferentes tesis que en ellos se desarrollan, estimamos poder esbozar una interpretación general de la posición asumida por Sébastien Castellion en favor de la tolerancia y la libertad de conciencia. 229 Joseph Lecler, Op.cit., T.I, p.400. 75 1. Sébastien Castellion (1515-1563) Sébastien Chatêillon -o Chatillon, latinizado bajo la forma de Castellion o Castalion- nació en el pequeño pueblo de Saint-Martin-du-Fresne, departamento de Ain, en 1515230. No se conoce demasiado de su infancia, aunque sí se sabe que provenía de una familia poco acaudalada. Y que su padre, Claude Chatillon, fue un hombre honesto y laborioso, pero no muy letrado. En efecto, Castellion mismo nos ha brindado un testimonio muy esclarecedor al respecto: Mi padre era bueno, aun en la ignorancia de la religión; temía con horror sobre todo dos cosas: el robo y la mentira, y nos inspiraba ese mismo temor. Así, en nuestra infancia teníamos en la boca constantemente este proverbio de nuestra lengua materna: Ou pendre / Ou rendre / Ou les peines d’enfer attendre. De allí que, desde mis primeros años, siempre he sentido horror por esos dos vicios, de lo que son testigos todos los que alguna vez me han conocido en Ginebra o en otro lugar231. En efecto, esta posible distinción entre el conocimiento teórico de los dogmas de la religión, difícilmente discernibles incluso para quienes poseen grandes conocimientos teológicos, y la acción íntegra basada en preceptos simples e incontrovertibles será, a nuestro modo de ver, una de las claves para comprender sus argumentos en relación a la tolerancia de los herejes y de las sectas reformadas. Hacia 1535, Castellion se trasladará a Lyon e ingresará en el recientemente creado Collège de la Trinité. Allí tomará contacto con algunas de las obras más importantes de los humanistas de la época -como François Rabelais o Étienne Dolet-, y adquirirá un pormenorizado conocimiento de las lenguas clásicas. Tendrá, también, un primer acercamiento con la Institutio Christianae Religionis (1536) de Jean Calvin, a partir de cuya influencia adherirá a las ideas de la Reforma. Algunos años más tarde, en 1540, viajará a la ciudad de Estrasburgo, en donde mantendrá un encuentro con el propio Calvino, en cuya compañía se trasladará finalmente a la ciudad de Ginebra. Una vez allí, será designado director del Collège de Rive, cargo en el que se destacará por sus innovaciones pedagógicas: compondrá y publicará sus Dialogui Sacri (1542), una serie de diálogos de carácter moral cuya base se encuentra en diversas parábolas de las Escrituras. Esta obra Para mayores detalles biográficos, puede consultarse el clásico y voluminoso estudio de Ferdinand Buisson, Sébastien Castellion. Sa vie et son oeuvre (1515-1563). Étude sur les origines du protestantisme libéral français, Paris, Librairie Hachette, 1892, 2 vols. Y, entre las fuentes actuales, la excelente biografía de Hans Guggisberg, Sebastian Castellio 1515-1563. Humanist und Verteidiger der religiösen Toleranz im konfessionellen Zeitalter, Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen, 1997. 231 Citado por Ferdinand Buisson, Op.cit., T.I, p.3. 230 76 tendrá un enorme impacto y será reeditada en muchas ocasiones a lo largo de Europa. Serán esos mismos años los que verán surgir las primeras divergencias teológicas entre Castellion y su maestro a propósito de la interpretación de algunos salmos; las mismas inducirán a Calvino a impedir que el humanista saboyano continuase ejerciendo sus labores docentes. Expulsado de su cargo, y ya en malos términos con su antiguo protector, Castellion se trasladará a la ciudad de Basilea -villa que se convertirá, poco a poco, en un refuge para aquellos individuos y grupos minoritarios de la Reforma, como los anabaptistas y los unitaristas italianos- en donde experimentará por primera vez una situación de extrema pobreza. En sus primeros tiempos en aquella ciudad, Castellion sobrevivirá recogiendo listones de madera sin dueño de las aguas del Rin, y, más adelante, transitará sus días en diversos empleos: primero se desempeñará como corrector de imprenta, más tarde como lector de griego, y, finalmente, en agosto de 1553, será nombrado maître des Arts en la Universidad de Basilea. Pero aun en la penuria económica, Castellion no abandonará nunca sus afanes humanistas. Es así que durante esos mismos años se las arreglará para confeccionar dos traducciones de las sagradas Escrituras: su Biblia sacra latina aparecerá en 1551232, mientas que la versión francesa, bajo el título Bible translatée avec annotations, lo hará en 1555233. Es decir, un año después del momento en el que la relación entre Castellion y Calvino terminará de romperse definitivamente. Como veremos en nuestro apartado siguiente, Castellion reaccionará con mucha energía frente al martirio del médico español Miguel Servet, ejecutado en Ginebra a finales de octubre de 1553. Será este acontecimiento el que lo incite a componer, primero, su Traité des heretiques, y más tarde, su Contra libellum Calvini. Teodoro de Beza y Calvino no sólo responderán en varias ocasiones a los textos de Castellion, sino que también se Dos traducciones parciales habían precedido a ésta: el Moses latinus, versión latina del Pentateuco, databa de 1546, y el Psalterium, es decir, el Libro de los Salmos, había sido publicado en 1547. 233 Los títulos completos de estas traducciones son los siguientes: Biblia, interprete Sebastione Castalione, una cum eiusdem annotationibus (Johannes Oporinus, Basel, 1551) y La bible nouvellement translatée avec des annotations sur les passages difficiles. Par Sebastian Chateillon (chez Jean Hervage, Basel, 1555). De esta última versión, que experimentó diversas reediciones entres los siglos XVI y XVIII, existe una edición moderna: La Bible: 1555, nouvellement translatée par Sébastien Castellion, préface de P. Gibert et J. Roubaud, notes et commentaires, M.-C. Gomez-Géraud, Paris, Bayard, 2005. Para mayores detalles sobre las intenciones que dieron origen a las traducciones de Castellion, las técnicas que este implementó en ellas, y la desfavorable recepción que suscitaron -sobre todo entre los teólogos ginebrinos y entre algunos otros editores, como Henri Estienne-, véase Marie-Christine Gomez-Géraud. “Traduire et translater. La Biblie de Sébastien Castellion”, Camenae, 1, n° 3, novembre 2007, pp.3-13. Brevemente, Gomez-Géraud sostiene que la paciente labor humanista de Castellion, y su cuidado por brindar una transmisión rigurosa de los textos, se enmarca en sus proyectos de pacificación de los ánimos religiosos. En efecto, como veremos en detalle a lo largo de este capítulo, el humanista saboyano parece convencido de que muchas de las más grandes controversias corresponden tanto a la oscuridad de los propios textos bíblicos como a tergiversaciones exegéticas de teólogos interesados. En tal sentido, también, lo veremos muy aplicado en brindarnos una versión fidedigna de los ataques que Calvino supo dirigir a Servet, a fin de no incurrir en el mismo vicio de falsificación exhibido -con claras intenciones de facilitar su empresa de desprestigio del hereje- por el pastor ginebrino. 232 77 encargarán de prohibir la publicación de las distintas réplicas confeccionadas por el humanista, e incluso realizarán diversas gestiones antes las autoridades de la Universidad de Basilea a fin de que Castellion sea separado de su puesto. Algunos años más tarde, en 1562, desatada la primera de las ocho guerras de religión en territorio francés, Castellion publicará su Conseil à la France désolée, reclamando la coexistencia pacífica de las confesiones y anticipándose en más de treinta años a la solución política que sólo se alcanzará con la sanción del Edicto de Nantes. Al año siguiente dará a conocer su último escrito, una suerte de testamento filosófico, teológico y moral bajo el título De arte dubitandi et cofidendi, ignorandi et sciendi (o, en su versión francesa, De l’art de douter et de croire, d’ignorer et de savoir). En dicha obra, Castellion profundizará su distinción entre la oscuridad que exhibe la Escritura en términos doctrinales, y su claridad en cuanto a los preceptos morales, exhortando, al mismo tiempo, a abandonar la letra para interpretar dichas máximas conforme al espíritu. Morirá ese mismo año, atravesando nuevamente una situación de penuria económica, y sólo eludiendo con la muerte un proceso judicial por herejía que sus adversarios habían logrado iniciarle algunos meses antes. Excepto algunas excepciones, su obra será motivo de una indiferencia general por parte de sus contemporáneos, y sólo Michel de Montaigne parece haberle rendido algún tipo de homenaje234. Sin embargo, más allá de ese restringido impacto inmediato, su denuncia del fanatismo y su defensa de la libertad de conciencia brindarán a Castellion un lugar indiscutible en la historia de la tolerancia religiosa. Esa misma defensa lo situará, también, en los orígenes del ala liberal del protestantismo, y su legado -como indicaremos a lo largo de algunas de las notas de este capítulo- será rápidamente recogido por Pierre Bayle. Sus ideas llegarán a los debates de la Asamblea Nacional de la mano del girondino Jean-Paul Rabaut Saint-Étienne (1743-1793), quien en su discurso del 23 de agosto de 1789 hará un encendido reclamo en favor de igualdad jurídica de los no-católicos, concentrando su En efecto, la angustiante y penosa situación provocada por sus sucesivos altercados con Calvino y Beza parecen haberlo llevado, finalmente, a una prematura muerte. En tal sentido, podríamos hacer referencia a la única mención que Michel de Montaigne hace de Castellion en sus Ensayos, lamentándose de no haber conocido antes la miserable condición que padecía, ni habiendo podido, quizás, prestarle su ayuda a tiempo: “a| Me entero, con vergüenza para nuestro siglo, de que, bajo nuestra vista, dos personajes destacadísimos en ciencia han muerto sin tener lo necesario para comer: Lilio Gregorio Giraldi en Italia y Sébastien Castellion en Alemania. Y creo que hay mil hombres que los habrían llamado con condiciones muy ventajosas, c| o socorrido en el lugar donde estaban, a| de haberlo sabido. La corrupción del mundo no es tan general que yo no sepa de algún hombre que desearía con grandísimo afán poder emplear los medios que los suyos le han entregado, mientras la fortuna que goce de ellos, en amparar la necesidad a los personajes singulares y notorios en cualquier suerte de excelencia, a los cuales la desgracia se enfrenta a veces hasta el último extremo, y que les procuraría por lo menos una situación tal que, de no estar satisfechos, se debería sólo a falta de buen juicio.” Los ensayos. I, 34, pp.304-305. 234 78 atención en la libertad de conciencia y de culto235. Y Ferdinand Buisson (1841-1932), uno de los padres fundadores del laicismo francés, no sólo le dedicará un enorme estudio con motivo de su Tesis de Doctorado (1892), sino que también echará mano de algunos de los argumentos de Castellion para dar sustento a sus propias propuestas acerca de la educación no confesional. Finalmente, en otro hito de las letras contemporáneas, Stefan Zweig publicará, en 1936, durante el transcurso de uno de los períodos más dolorosos de la historia europea, su afamado Castellio gegen Calvin. Será en esas páginas en donde este judío austríaco, obligado a emigrar a Latinoamérica a causa de la persecución nazi, nos legará las palabras que siguen: Desde el punto de vista del espíritu, las palabras “victoria” y “derrota” adquieren un significado distinto. Y por eso es necesario recordar una y otra vez al mundo, un mundo que sólo ve los monumentos de los vencedores, que quienes construyen sus dominios sobre las tumbas y las existencias destrozadas de millones de seres no son los verdaderos héroes, sino aquellos otros que sin recurrir a la fuerza sucumbieron frente al poder, como Castellion frente a Calvino en su lucha por la libertad de conciencia y por el definitivo advenimiento de la humanidad a la tierra236. 2. Una hoguera, una apología, dos respuestas Cuando, en contra de los sofismas de Calvino, en su manifiesto sobre la tolerancia (muy anterior a Locke, Hume, Voltaire, y otros) pronuncia las inmortales palabras: «Sacrificar a un hombre en la hoguera no significa defender una opinión sino matar a un hombre», Castellio proclama de una vez y para siempre el derecho a la libertad de conciencia. Stefan Zweig, Una conciencia contra la tiranía “Terrible es el precio que la ciudad paga por el orden y la disciplina, porque jamás conoció Ginebra tantas penas capitales, condenas, torturas y destierros, como desde la fecha en que He aquí un breve fragmento del momento cumbre de dicha exposición: “Mais, Messieurs, ce n’est pas même la tolérance que je réclame; c’est la liberté. La Tolérance! Le support! Le pardon! La clémence! Idées souverainement injustes envers les dissidents, tant qu’il sera vrai que la différence de religion, que la différence d’opinion n’est pas un crime. La Tolérance! Je demande qu’il soit proscrit à son tour, et il le sera, ce mot injuste qui ne nous présente que comme des Citoyens dignes de pitié, comme des coupables auxquels on pardonne, ceux que le hasard souvent et l’éducation ont amenés à penser d’une autre manière que nous. L’erreur, Messieurs n’est point un crime; celui qui la professe la prend pour la vérité; elle est la vérité pour lui; il est obligé de la professer, et nul homme, nulle société n’a le droit de le lui défendre”. Jean Paul Rabaut SaintÉtienne, «Discours à l’Assemblée nationale, 23 août 1789», Guide Republicaine, p.125. Disponible online en: http://www2.cndp.fr/laicite/pdf/Rabaut.pdf 236 Stefan, Zweig, Una conciencia contra la tiranía. Castellio contra Calvino, Santiago de Chile, Ediciones Ercilla, 1937, p.248. 235 79 ahí domina Calvino en el nombre de Dios”237. Con estas palabras Stefan Zweig nos retrata el clima de la época en la cual nos situamos. Siglo XVI, siglo de la Reforma, siglo de interminables batallas fratricidas iniciadas y sostenidas bajo el santo manto de la religión, consumadas en nombre del padre. Con ese marco como referencia general de nuestra reflexión, repasemos brevemente un episodio puntual que, tanto a causa de su particular crudeza como debido a sus repercusiones históricas y filosóficas238, se ha convertido en el paradigma de la intolerancia y de la persecución religiosa: la ejecución de Miguel Servet. El 27 de octubre de 1553, luego de un largo proceso judicial e innumerables martirios, el médico español, presunto negador del dogma de la santísima Trinidad y, en tanto, precursor del unitarismo que popularizarán más tarde los italianos Lelio y Fausto Sozzini239, es quemado en la hoguera, en ciudad de Ginebra, a causa de su condición de hereje. Permítasenos retomar aquí, con cierta amplitud, el feroz y conmovedor relato de la condena y de la ejecución realizado hacia 1880 por Marcelino Menéndez Pelayo: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, por esta nuestra definitiva sentencia que damos aquí por escrito, condenamos á ti, Miguel Servet, a ser atado y conducido al lugar de Champel y allí sujeto á una picota, y quemado vivo juntamente con tus libros, así de mano como impresos, hasta que tu cuerpo sea totalmente reducido a cenizas, y así acabarás tu vida, para dar ejemplo a todos los que tal crimen quisieren cometer.» […] Era medio día. Servet yacía con la cara en el polvo, lanzando espantosos aullidos. Después se arrodilló, pidió a los circunstantes que rogasen a Dios por él, y sordo a las últimas exhortaciones de Farel, se puso en manos del verdugo, que le amarró a la picota con cuatro o cinco vueltas de cuerda y una cadena de hierro, le puso en la cabeza una corona de paja untada de azufre, y al lado un ejemplar del Christianismi Restitutio. En seguida, con una tea prendió fuego en los haces de leña, y la llama comenzó a levantarse y envolver á Ibíd., p. 72. “Amid so many martyrs and victims of intolerance in the century of the Reformation, why should the tragic fate of Servetus stand out so prominently? The answer is threefold. First, since Calvin was his main adversary and the man most responsible for his death, Servetus's trial and sentence proclaimed to Christian Europe the readiness of a founder and one of the foremost leaders of Protestantism to inflict the death penalty on heretical opinions. Second, Servetus's heresies were abstruse religious conceptions without any seditious or political implications. His condemnation, as Lord Acton noted, was "the most perfect and characteristic example of the abstract intolerance of the reformers. [He] was guilty of no political crime… His doctrine was speculative, without power of attraction for the masses … and without consequences subversive of morality, or affecting in any direct way the existence of society." In other words, Servetus was judicially murdered by a Protestant government simply because of the fear and hatred aroused by his errant theological convictions and for no other reason. Third and most important, Servetus's trial and execution provoked the first major controversy in Western history over the question of religious toleration and the killing of heretics.” Pérez Zagorin. How the idea of toleration came to the west, Princeton and Oxford, Princeton University Press, 2003, p. 96. 239 Los escritos de Servet que parecen haber producido un mayor impacto entre los iniciadores del movimiento sociniano son sus dos primeros escritos teológicos: De Trinitatis Erroribus (1531) y Dialogorum de Trinitate (1532). El que suscitará el mayor conflicto con Calvino, en tanto, es aquel titulado Christianismi Restitutio (1546), cuyo título resulta una clara alusión a la obra que mismo pastor ginebrino había publicado por primera vez diez años antes. 237 238 80 Servet. Pero la leña, húmeda por el rocío de aquella mañana, ardía mal, y se había levantado además un impetuoso viento, que apartaba de aquella dirección las llamas. El suplicio fue horrible: duró dos horas, y por largo espacio oyeron los circunstantes estos desgarradores gritos de Servet: «¡Infeliz de mí! ¿Por qué no acabo de morir? Las doscientas coronas de oro y el collar que me robasteis, ¿no os bastaban para comprar la leña necesaria para consumirme? ¡Eterno Dios, recibe mi alma! ¡Jesucristo, hijo de Dios eterno, ten compasión de mi!» Algunos de los que le oían, movidos a la compasión, echaron a la hoguera leña seca, para abreviar su martirio. Al cabo no quedó de Miguel Servet y de su libro más que un montón de cenizas, que fueron esparcidas al viento. ¡Digna victoria de la libertad cristiana, de la tolerancia y del libre examen!240 Jean Calvin, guía espiritual de esta capital de la reforma, será -junto a su mano derecha, Théodore de Béze- no sólo el principal impulsor de la ejecución, sino un ulterior y acérrimo defensor de la violencia ejercida en el nombre de la verdad. Si bien es posible compartir la mirada de exégetas clásicos que intentan brindarnos una interpretación menos personalizada del affaire Servet241, también parece indudable que los acontecimientos y discusiones posteriores a la muerte de este paradigmático hereje, pondrán a Calvino en el centro de la escena. Como afirmará con razón Joseph Lecler: “De todas formas, el «papa de Ginebra», adquirirá entre todos los reformados una fama especial de intolerancia, incluso para con miembros de sus propias filas”242. Así, más allá del apoyo que recibiera de parte de los líderes de las Iglesias reformadas ubicadas en las regiones aledañas243, y ante algunas miradas críticas que empezaban a desarrollarse en la época244, Calvino parece haber experimentado cierta Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heredoxos españoles, Madrid, Librería Católica de San José, 1880, Tomo II, pp.303-305. Jorge Luis Borges retomará casi al pie de la letra las palabras de Menéndez Pelayo cuando construya una de las escenas centrales del cuento titulado “Los teólogos” (El Aleph, Buenos Aires, Emecé, 1957, pp.35-45). Al respecto, véase Rodolfo Borello, “Menéndez Pelayo, Borges y «Los teológos»”, Cuadernos Hispanoamericanos, 539-540, Mayo-Junio 1995, pp.177-183. 241 Ferdinand Buisson es quien sostiene que la responsabilidad de aquella ejecución no debe ser atribuida plenamente a la figura del líder reformado, sino que puede muy bien comprenderse en el marco de una ortodoxia naciente, compartida por muchas de las Iglesias suizas y alemanas que adherían a la nueva fe. 242 Joseph Lecler, Op.cit., I, p.378. 243 En concreto, como veremos más adelante, los últimos cuatro parágrafos del Contre le libelle de Calvin (151154), serán destinados por Vaticanus a analizar los pasajes centrales de una carta que Calvino había recibido desde la Iglesia de Zurich, y con la cual pretendía mostrar el consenso con el que la doctrina de Servet había sido condenada. 244 El epicentro de las criticas será la ciudad de Basilea, en la que -como ya dijimos- comenzaban a concentrarse todos aquellos refugiados protestantes cuyas ideas resultaban poco atractivas a los ojos de la naciente ortodoxia. Entre los primeros opositores de Calvino puede señalarse al jurista paduano Matteo Gribaldi (ca.1505-1564), autor de una Apologia pro Serveto. A él dedicará Castellion la siguiente referencia: “A l’époque où Servet était emprisonné ici, un certain Italien célèbre, jurisconsulte, est arrivé par hasard à Genève, et quand on lui parla de Servet, il dit qu’à son avis il était exclu qu’un homme meure pour ses opinions hérétiques”. Sébastien Castellion, Contra le libelle de Calvin, Genève, Editions Zoé, 1998, 8a, p.69. En adelante, CLC. Otro caso destacable es el Pierre Vandal, miembro de Consejo de Ginebra y líder del partido de los Libertinos, 240 81 necesidad de defenderse, de brindar una explicación que pudiera ponerlo a cubierto de los reproches de quienes comenzaban a emparentar su accionar con el de los “papistas”, aseverando que el motivo último de su posición teológica no se hallaba en el celo celestial, sino en una de las más bajas pasiones terrenales: la ambición245. De este modo, y como señala el propio Teodoro de Beza, “con la brasas de la hoguera de Servet todavía encendidas”246 comenzará una acalorada discusión acerca de la legitimidad o ilegitimidad de hacer morir a los herejes. Cuatro meses después de la ejecución de Servet, a finales de enero del año 1554, Calvino publicará la Declaratio orthodoxae fidei y la adaptación francesa de esta misma obra: Déclaration pour maintenir la vraye foy. En dicho texto, expondrá las razones por las cuales considerará lícito que quienes se apartan de la ortodoxia sean castigados, incluso con la pena capital, con el auxilio de los medios seculares. Asimismo, si bien es posible conjeturar -con la ayuda de Stefan Zweig y Marius Valkhoff- que todos “los contemporáneos de la ejecución de Servet comprendieron sin demora que ella había producido un cisma moral en la Reforma”247, este hecho, y su posterior apología dogmática, parecen haber producido en Sébastien Castellion un impacto particular. El antiguo discípulo de Calvino no hará oídos sordos a los últimos gritos de aquel que moría en la hoguera a causa de sus ideas heterodoxas, ni mucho menos se permitirá pasar por alto las justificaciones que el líder reformista pretendía dar a lo que -a sus ojos- será, con toda seguridad, una corrupción del mensaje de Cristo. Interpelado por la violencia con la cual había sido ejecutado Servet y por la actitud intolerante que mostraba Calvino tanto en sus decisiones político-religiosas como en las opiniones vertidas en su Declaratio, Castellion publicará, en marzo de 1554, una compilación de textos en favor de la tolerancia de los herejes: el Traité des hérétiques (1554)248. opositor de Calvino. Reconocido como uno de los posibles autores del Livre des blâmes, opúsculo que denuncia la ejecución de Servet, se vio obligado a huir de la ciudad en 1555. 245 En efecto, esa será una de las críticas que Castellion le realizará en las primeras páginas de su Contra libellum Calvini, en donde lo acusará de haberse convertido en un papa aún más cruel y codicioso que el de Roma: “Genève n’était pas un lieu de libérte chrétienne. Il y régnait un nouveau pape, mais qui brûlait les gens vivants, tandis que le pape de Rome, au moins, les étranglait d’abord”. CLC, 8a, p.71. 246 Teodoro de Beza, Vida de Calvino. Texto citadopor Ferdinand Buisson, Sébastien Castellion. Sa vie et son oeuvre (1515-1563), vol. I, pp.337-338. 247 Stefan Zweig, Op.cit., p.151. “Cuando el médico español y teólogo antitrinitario es quemado vivo, luego de un proceso teológico conducido por Juan Calvino, en Champel, en las cercanías de Ginebra, el mundo protestante se aterroriza. Pues esta vez, no se trataba de un protestante que era condenado por la inquisición católica o de un anabaptista revolucionario condenado a muerte por el tribunal de algún príncipe alemán; sino de una víctima de la Reforma, un hombre honesto cuyo único error era el de poseer una opinión diferente a la de la ortodoxia reformada. Las críticas fueron numerosas y Calvino se vio obligado a defender su posición”. Marius Valkhoff, “Préface”, Conseil à la France désolée, Genève, Librairie Droz, 1967, pp.11-12. En adelante, CFD. 248 Un par de semanas antes, en febrero de 1554, el libro había sido publicado en latín bajo el título De Haereticis ansint persequendi. Théodore de Bèze publicará una refutación a esta versión latina del Traité bajo el 82 Cabe aclarar aquí que ese Traité no será una respuesta directa a la Declaratio de Calvino, sino un manifiesto de tolerancia que buscará posicionarse en el terreno estrictamente filosófico (o, a mejor decir, filosófico-teológico); esto es, más allá de las discusiones en torno al caso particular de Miguel Servet249. Ello queda claro en el hecho de que el médico español no es nombrado siquiera una sola vez a lo largo de la obra. No obstante, esa refutación directa tampoco faltará: como veremos más abajo, en el apartado correspondiente, Castellion compondrá hacia finales de ese mismo año una obra titulada Contra libellum Calvini250, por medio del cual intentará rebatir una a una muchas de las proposiciones defendidas en su Declaratio por el líder reformista. 2.1. El Traité des hérétiques Como suele ocurrir con los escritos del período en el que nos situamos, el título mismo de la obra resume los objetivos más importantes perseguidos por el autor. Bajo ese criterio general, el título completo de la versión francesa del De haereticis es el siguiente: Traité des hérétiques. A savoir, si on les doit persécuter, et comment on se doit conduire avec eux, selon l’avis, opinion, et sentence de plusieurs auteurs, tant anciens, que modernes. Grandement nécessaire en ce temps plein de troubles, & très utile à tous, & principalement aux Princes & Magistrats, pour cognoistre que est leur office en une chose tant difficile &périlleuse. «Celuy qui estoit né selon la chair, persecutoit / Celuy qui estoit né estoit né selon l’Esprit» (Galatas 4[29])251. Traduciendo en nuestros propios términos esta extensa titulación, podemos inferir que el Traité fue concebido por Castellion con la intención de aconsejar a los príncipes y título De haereticis a civil magistratu puniendis libellus, adversus Martini Belli farraginem et novorum Academicorum sectam, el que comúnmente será conocido como el Anti Bellius. La polémica encontrará su conclusión en una nueva respuesta de Castellion, titulada De haereticis a civil magistratu non puniendis, pro Martini Bellii farragine, adversus Theodori Bezae libellus. Authore Basilio Montfortio. Para un análisis más detallado de ambas obras, pueden consultarse los artículos de Marius Valkhoff, “Sebastian Castellio and his ‘De haereticis a civili magistrate non puniendis… libellus (I)”, Acta Classica, 3, 1960, pp.110-119; y “Sebastian Castellio and his ‘De haereticis a civili magistrate non puniendis… libellus (II)”, Acta Classica, 4, 1961, pp.103112. 249 En tal sentido, es clara la analogía que podría trazarse entre el Traité des hérétiques y el Traité sur la tolérance. Como hemos visto en nuestra introducción, Voltaire -del mismo modo que Castellion- hará de su defensa de Jean Calas un manifiesto filosófico en favor de la tolerancia; mostrando, además, las nefastas consecuencias históricas que han producido habitualmente la superstición y el fanatismo. 250 Como veremos, más allá de haber circulado en forma manuscrita entre los diversos opositores de Calvino, el CLC sólo será editado en 1612, en las más libres tierras de los Países Bajos. 251 Sébastien Castellion, Traité des Hérétiques, Genève, Chez A. Julien, 1913. En adelante, TDH. 83 magistrados seculares en relación a una cuestión especialmente “difícil y peligrosa”252. La que, además, por el particular escenario desarrollado luego del cisma protestante, se había convertido en una de los problemas centrales a resolver. ¿Debe perseguirse a los herejes? Será ésta la pregunta crucial a la que el autor intentará dar respuesta, acompañando sus propias reflexiones con las “opiniones y sentencias de varios autores, tanto antiguos como modernos”. Así, Castellion realizará una atenta compilación de las reflexiones que algunos padres de la Iglesia (san Agustín, san Crisóstomo, san Jerónimo), algunos de sus contemporáneos (Erasmo, Coelius Secundus Curio, Jean Brenz, Sébastien Frank) e incluso algunos de los más importantes líderes reformados (como Lutero y el propio Calvino) han realizado acerca de la cuestión. A través de ellas buscará mostrar que los autores más influyentes de la tradición cristiana han coincidido siempre en su rechazo de la posición que pretende hacer morir a quienes incurren en la heterodoxia doctrinal253. En ese sentido, ayudado por estos argumento de autoridad, Castellion tendrá por objetivo final no sólo defender la inocencia del error, sino también poner en claro la inhumanidad que implican tanto la coacción como el asesinato por motivos religiosos. En una palabra, si quisiéramos brindar una interpretación general de los textos recogidos por el autor, deberíamos decir que la meta de todos ellos se circunscribe a señalar la incongruencia que existe en empuñar la espada secular por motivos espirituales254. Asimismo, aunque esta compilación represente la mayor parte del Traité, Castellion también incluirá allí una serie de textos de su propia mano: el prólogo de la Como bien lo ha señalado Pérez Zagorin: “While Castellio undoubtedly had in mind a variety of readers, he evidently intended Concerning Heretics especially for princes and magistrates in the hope of persuading them to cease the persecution of heresy”. Pérez Zagorin, Op.cit. p.112. En tal sentido, y aunque esto pueda resultar mucho más patente en relación al Conseil à la France desolée o a la Exhortation aux princes, quizás también pueda ubicarse al Traité en una larga tradición de escritos medievales y renacentistas conocidos bajo el género de Speculum Princeps. En efecto, los espejos de los príncipes, textos cardinales en la filosofía política de la Baja Edad Media y el Renacimiento, tenían por objeto instruir a los distintos soberanos en ciertos aspectos centrales de su conducta gubernativa, como la guerra, la diplomacia o la religión. Entre algunos de los más destacados, pueden señalarse los siguientes: John de Salisbury, Policraticus (1159); Tomás de Aquino, De Regno (ca.1260), Nicolás Maquiavelo, Il principe (1513); Erasmo de Rotterdam, Institutio principis Christiani (1516), Georges Buchanan, De jure regni apud Scotos (1579); Juan de Mariana, De rege et regis institutione (1598). 253 Edwin Curley, retomando algunas reflexiones de Roland Bainton, nos expresa del siguiente modo el motivo por el cual Castellion habría tomado la decisión de compilar estos textos: “Castellio acknowledges that some of his authors were not consistent advocates of toleration. But he argues that we should accord more authority to the passages he cites from them, because they were written in a time of tribulation, when men are more accustomed to write the truth, and because these passages are especially consonant with the meekness and mercy of Christ”. Edwin Curley. “Sebastian Castellio's Erasmian Liberalism”, Philosophical Topics, Arkansas, University of Arkansas Press, vol. 31, 2004, p.53. 254 Este sin sentido será señalado casi desde la primera página; en particular, en el prefacio de la edición francesa -atribuido falsamente a un traductor- que Castellion dirige al conde Guillermo de Hesse: “Quant aux péchés du coeur, comme infidelité, hérésie, envie, haine, etc, c’est à faire au glaive de l’Esprit, qui est la parole de Dieu. Que si quelqu’un trouble la République en battant, ou frappant aucun sous couleur de religion, le bon Magistrat le peut punir, comme celui qui fait mal au corps et biens, comme les autres malfaiteurs, mais non pour sa religion. Que s’il advient que quelqu’un se gouverne mal en l’Eglise, tant en la vie, qu’en la doctrine, l’Eglise doit user du glaive spirituel, qui est de l’excommunier, s’il veut recevoir l’admonition”. TDH, p.4. 252 84 edición del De haereticis dirigido al duque Christophe de Würtemberg, en donde desarrollará algunas de las ideas más impactantes y novedosas en relación con la herejía; el prefacio a su edición latina de la Biblia (1551), en donde expondrá su interpretación del verdadero mensaje de Cristo, conminando a los magistrados a piedad y la moderación; y una suerte de epílogo, bajo el seudónimo de Basile Montfort, en el que resaltará las claras distinciones que deben existir entre los asuntos seculares y los asuntos espirituales. Serán esos tres breves textos a los que referiremos a continuación, añadiendo a nuestro análisis otro pasaje atribuido a Georges Kleinberg; seudónimo detrás de cual la crítica ha solido reconocer al anabaptista David Joris255. 2.1.1. Esa maldita palabra: Martin Bellie ante la herejía Permítasenos iniciar este apartado dando la palabra a uno de los alter egos de Castellion, Martin Bellie, quien se propone hablar libremente “según su conciencia”, respetando al mismo tiempo el mensaje que Cristo ha legado a los cristianos a través de “sus costumbres y su doctrina”256: Esta licencia de juicio que reina hoy en día -afirma-, y que llena todo de sangre, me obliga, oh dulce Príncipe, a intentar con todas mis fuerzas detener este derramamiento de la sangre de quienes han pecado gravemente (la sangre de los llamados herejes) cuyo nombre hoy en día ha devenido en algo tan infame, tan detestable, tan horrible, que si uno desea que su enemigo sea prontamente condenado a muerte, no hay nada más simple que acusarlo de herejía257. Para considerar con mayor detalle quiénes fueron los presuntos autores y colaboradores del De haereticis, véase Ferninand Buisson, Op.cit., T.II, Ch. XIII: “Les auteurs de De haereticis. L’Anti-Bellius de Thédore de Béze”. De todas maneras, sea de Joris o del propio Castellion, creemos que el texto Kleinberg continúa siendo relevante por dos motivos que podemos expresar del siguiente modo: si fuera Castellion, porque tendríamos un documento más en el cual apoyar nuestra interpretación de su obra; si fuera de Joris, porque contaríamos con un testimonio de primera mano en relación a las ideas que los refugiados de Basilea exponían en contra de la persecución. Y eso contribuiría a una de nuestras metas: la de reconstruir con la mayor fidelidad posible el contexto histórico, político e intelectual que originan los desafíos a los que Castellion intenta dar respuesta. 256 Refiriéndose a la necesidad de rescatar ese mensaje del olvido, Castellion sostiene : “Je ne vois point comment no pourrons retenir le nom de Chrétien si nous n’ensuivons sa clémence et douceur”. TDH, p.18. 257 TDH, pp.18-19. A partir de estos dichos, quizás podríamos aplicar al concepto de herejía las mismas reflexiones que Lucien Febvre destinó a la acusación de ateísmo en el siglo XVI, mostrando que dicho epíteto carecía de un sentido definido, y que su única función consistía en desprestigiar al adversario ante el público de lectores u oyentes. En efecto, señala Febvre, cada época ha sabido construir su propio estereotipo de enemigo de la sociedad: “Hacia 1936, en París, el pequeño burgués que con gusto frecuenta las reuniones políticas será calificado de «hombre peligroso» por las comadres. Y bajando la voz, con el mismo tono con el que, en 1900, hubiera dicho: «un anarquista», ahora profieren: «¡un comunista, Señor!». Frases de nuestra época, en la que los problemas sociales interesan antes que todo. En el siglo XVI sólo la religión iluminaba el Universo. Y el hombre que pretendiera no pensar como los demás, el hombre de palabras atrevidas, de crítica fácil, recibía las exclamaciones: «¡impío, blasfemo!» y, para terminar «¡ateo!»”. Lucien Febvre, Op.cit., p.93. Al respecto, también puede verse el breve pero excelente ensayo de Reinhart Koselleck titulado “Conceptos de enemigo”, 255 85 En esta época tan particular, prosigue el autor, no sólo se persigue furiosamente a los herejes, sino también a “todos aquellos que siquiera osan abrir la boca para defenderlos”258. De tal modo, que la mayoría de ellos son llevados al cadalso antes de que las causas de su acusación sean verdaderamente conocidas y de que sus razones sean escuchadas y sopesadas con imparcialidad y justicia259. No menos elocuentes que aquellas palabras de Stefan Zweig a las que referíamos más arriba, estas aseveraciones de Castellion condensan en breves renglones el sentir de una época; el odio y el desprecio que muchos de sus contemporáneos parecen haber experimentado frente a aquellos que eran catalogados con esta maldita palabra: “herejes”. Es éste el motivo último que da origen al texto de Castellion. La oscuridad e imprecisión del concepto de herejía -como veremos más adelante, muchas veces reforzada con astucia por personajes como Calvino- brindaba la posibilidad de que quienes detentaban el poder eclesiástico y político fuesen capaces de rotular bajo esa categoría a sus potenciales enemigos, provocando funestas consecuencias260. Es por ello que Castellion propone como uno de los objetivos particulares de su texto el lograr una definición precisa de este malogrado concepto, y no ya “según la opinión común del pueblo, sino de acuerdo a la palabra de Dios”261. Es decir, recurriendo directamente al mensaje que es posible hallar en las Escrituras. Asimismo, luego de haber identificado con certeza qué es un hereje, y quiénes pueden ser ubicados bajo esa categoría, el segundo objetivo que se propone Castellion es el de clarificar qué actitud deben adoptar los magistrados seculares y los líderes religiosos respecto de ellos. Así, el prefacio del Traité busca dar respuesta a estos dos interrogantes principales: ¿qué es un hereje? y ¿cómo debe ser tratado?262 Ayudado por las reflexiones de los autores antiguos y modernos, cuya compilación -dijimos- es la base sustancial del Traité des hérétiques, Castellion intentará dar respuesta a en Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social, Madrid, Editorial Trotta, 2012, pp.189-197. Allí, el historiador alemán repone tres tipos de enfrentamiento: el de los helenos contra los bárbaros, en la antigüedad clásica; el de los cristianos contra los “infieles” o “herejes”, una vez que Dios hubo ocupado el centro de la escena; y el de los hombres detentores de humanidad contra los inhumanos, una vez consumadas las revoluciones modernas y establecidas las declaraciones de los derechos. 258 TDH, p.19. 259 Será ésta una de las más recurrentes acusaciones que Castellion lance contra Calvino: el líder de la reforma no sólo se ha empeñado en castigar con la mayor diligencia los supuestos crímenes de Servet, sino que también ha prohibido que nadie que no fuera su enemigo haga uso público de la palabra: “Quant à toi -afima Vaticanus dirigiéndose a Calvino-, ton «principe d’action» fut la prison, et tu n’as voulu autoriser la discussion à aucun des amis de Servet, que dis-je, aucun de ceux qui n’étaient pas ses ennemis”. CLC, 54b, p.135. 260 Castellion afirma encontrar dos peligros principales en este malentendido: el primero, que una persona considerada como hereje no lo sea; el segundo, que las consideraciones acerca de la necesidad de castigar a los herejes no se encuentren avaladas por la doctrina cristiana. 261 TDH, p.25. 262 “Con una lógica absolutamente desapasionada, con gran claridad y en forma irrefutable, desarrolla Castellio su tesis. Se trata de la siguiente cuestión: ¿Es permitido perseguir a los herejes y condenarlos a muerte por su delito espiritual? A esta pregunta Castellio antepone otra decisiva: ¿Qué es, en verdad, un hereje?” Stefan Zweig. Op.cit., p. 167. 86 la segunda cuestión. Pero antes de llevar a cabo esa tarea de elucidación teológica y jurídica, el autor se embarca de lleno en una búsqueda que podríamos catalogar como histórico-filológica. Debido a que en estas sentencias [que forman parte de la compilación]se muestra, no lo que es un hereje (aquello que sin embargo debe ser conocido antes que cualquier otra cosa) sino cómo debemos tratar a los que son catalogados como herejes, expondré brevemente, por la palabra de Dios, qué es un hereje, a fin de que podamos apreciar con qué clase de gente es con la que tratamos263. Es a partir de allí que el humanista realiza su búsqueda. Dirigiendo primero su mirada a las Escrituras, y repasando palabra por palabra264 las posibles ocurrencias del concepto, Castellion nos revela que el término “hereje puede encontrarse sólo una vez en las Santas Escrituras, en el capítulo tercero de la epístola que san Pablo envía a Tito: «Evita al hombre hereje luego de una o dos amonestaciones, sabiendo que tal hombre es un pervertido, y un pecador que está condenado por sí mismo»”265. Desde esa óptica, teniendo en cuenta esta única referencia, y de acuerdo a la definición que la Biblia nos provee a través de ella, es posible poner en claro dos importantes cuestiones: en primer lugar, que el hereje es un hombre obstinado que rehúsa la validez de las advertencias y de las amonestaciones266; en segundo, que aquellos que se mantienen dentro de la ortodoxia no deben hacer más, respecto de este testarudo, que evitar tener un contacto directo con él. Luego de realizadas las amonestaciones correspondientes, nadie debe seguir malgastando sus energías en condenarlo en forma activa, ni menos aún en perseguirlo, torturarlo o matarlo, pues por esta extraña afición a mantenerse en el pecado aun contra los consejos y las advertencias recibidas, el hereje se condena a sí mismo. Y lo que es peor, no sólo se condena a un castigo temporal, sino posiblemente a uno de carácter eterno. Así pues, TDH, p. 24. Hagamos aquí una aclaración: Castellion jamás afirmará estar defendiendo a los herejes; al contrario, será rotundo cuando señale “Y no digo aquí nada para favorecer a los herejes (pues odio a los herejes)”. TDH, p.19. Sin embargo, el talante de su texto, y su ardorosa labor por desentrañar la verdadera significación del concepto de herejía, podría permitirnos catalogar a su trabajo como una defensa de los herejes; es decir, en sentido estricto, de aquellos que piensan de modo diferente a quien detenta la voz y la palabra, sobre todo desde una posición de poder. Al respecto, Pérez Zagorinafirma: “The modern reader may be surprised and perhaps dismayed by this remark, which seems to contradict the entire tenor of the previous argument and its exhortation to Christian charity and love. It should probably be read, however, as a rhetorical concession Castellio felt obliged to make to his adversaries, and should not be taken very seriously when we observe how he modifies and reduces the meaning of heresy in the course of this work”. Pérez Zagorin, Op.cit., pp.106-107. 264 Cuando decimos palabra por palabra lo afirmamos en un sentido literal, pues, cabe recordar, Castellion había realizado dos traducciones de la Biblia: una al latín (1551) y otra al francés (1555). 265 TDH, p.26. 266 “Por esto parece que un hereje es un hombre obstinado, el cual habiendo sido debidamente amonestado, continúa sin obedecer. Eso es lo que san Pablo llama hereje”. TDH, p.26. 263 87 podría concluirse de esta primera observación realizada por Castellion, la medida más drástica que la Iglesia puede -y debe- tomar con esta oveja descarriada es apartarla del rebaño, es decir, excomulgarla. Por otra parte, en cuanto a la posible intervención de los magistrados seculares en la punición de los herejes, las Escrituras parecen limitarse a omitir la cuestión. Ahora bien -prosigue Castellion-, existen dos tipos de herejes u obstinados: los unos son obstinados respecto a las costumbres, como los avaros, los burlones, los lujuriosos, los borrachos, los perseguidores; y otros que habiendo sido amonestados no se corrigen… Los otros son obstinados respecto a las cosas espirituales y a la doctrina; a ellos es a quienes conviene propiamente el nombre de herejes, pues la palabra herejía es una palabra griega que significa secta u opinión. De allí que aquellos que se mantienen obstinadamente en una opinión o secta viciosa, sean llamados herejes267. De esta subdivisión surge otra cuestión de suma importancia, pues, como afirma el propio autor, “juzgar la doctrina no es cosa tan fácil como juzgar las costumbres”268. En tal sentido, mientras que los miembros de las diferentes religiones son capaces de ponerse de acuerdo respecto a los crímenes del derecho civil y a las buenas costumbres que mantienen en pie y en paz una sociedad, pues todos ellos son capaces de acordar en que los ladrones y los traidores son “personas malvadas”, no ocurre lo mismo cuando ingresamos en el terreno de las discusiones doctrinales269. En éstas, según lo que podemos observar habitualmente, no sólo los miembros de las diferentes religiones se condenan uno a otros entre sí -no sólo los judíos condenan a los musulmanes o a los cristianos por herejes, y viceversa- sino que incluso “los cristianos, en la doctrina de Cristo, están en desacuerdo con los cristianos en un gran cantidad de artículos; condenándose los unos a los otros y teniéndose mutuamente por herejes”270. En base a estas últimas afirmaciones, que podremos encontrar reafirmadas en varias ocasiones a lo largo de su Contra le libelle de Calvin, Castellion ha sido ubicado dentro de la tradición del liberalismo erasmiano; cuya característica principal residiría, según señala Edwin Curley, “en hacer hincapié enlos TDH, pp.26-27. Como veremos, esta definición filológica de la herejía será retomada en varias ocasiones por Castellion, tanto en el Contre le libelle de Calvin como en el Conseil à la France desolée. En el último de estos textos trazará una comparación tan clara como elocuente: “La palabra hereje es una palabra griega, que viene de la palabra herejía, la cual significa «secta». De tal modo que, propiamente, un hereje es alguien que pertenece a una secta, como en otro tiempo lo hacían los filósofos: académicos, peripatéticos, estoicos, epicúreos;… y como serían hoy en día todas las sectas de personas que se nominan cristianos, como son los romanos, griegos, gregorianos, luteranos, zwinglianos, anabaptistas y otros”. CFD, p.57. 268 TDH, p.27. 269 Como afirma el propio Castellion: “Vayamos ahora a la religión, y nos encontraremos que en ella no existe nada tan notorio o manifiesto”. TDH, p.28. 270 TDH, pp.28-29. 267 88 aspectos éticos del cristianismo, a expensas de la doctrina, suspendiendo el juicio acerca de muchas cuestiones teológicas, e insistiendo en que la fe realmente necesaria para la salvación era muy sencilla y poco controversial”271. Así, luego de haber mostrado el sentido de la única ocurrencia de la palabra hereje en toda la Escritura, de haber señalado que en su raíz griega la palabra no posee ninguna connotación negativa sino que sólo alude a la pertenencia de un individuo a una escuela o secta específica, y de haber distinguido entre los obstinados respecto a las costumbres y los obstinados respecto a la doctrina, Castellion arriba a una breve pero contundente conclusión: Cierto es que, después de haber buscado largamente qué es un hereje, no encuentro otra cosa sino que nosotros consideramos herejes a los que no concuerdan con nuestra opinión. Esto se pone de manifiesto en lo que vemos [a nuestro alrededor]: que no hay casi ninguna secta (las cuales son hoy tan numerosas) que no tenga a las demás por hereje, de manera que si en esta ciudad o región eres considerado fiel, en la ciudad vecina serás considerado hereje. De tal modo que si alguien quiere vivir [sin ser perseguido], le es necesario tener tantas fes y religiones como ciudades o sectas existen: de la misma manera que quien va de país en país tiene la necesidad de cambiar su moneda día a día, pues la que en un lugar es buena, en otra parte carece de valor.272 Resulta claro, a partir de esta definición tan particular y novedosa, que la noción de herejía deja de estar revestida por un carácter absoluto, claro y distinto, y cae -para escándalo de los acérrimos defensores de la ortodoxia- en el desdichado campo del relativismo273. Según la interpretación que ofrece Castellion -de la que tanto partido sacará Pierre Bayle en su Commentaire philosophique- la acusación de herejía puede convertirse en un argumento reversible: tomando un ejemplo, lo que es un hereje a los ojos de los Edwin Curley, Op.cit., p.49. La traducción es nuestra. Para examinar con mayor detalle la relación entre este “espíritu irénico” -que nuestro humanista compartía tanto con Erasmo como con Melanchton- y el “contenido doctrinal” de la obra de Castellion (en particular, en De arte dubitandi), véase Marcelle Derwa, “L'influence de l'esprit irénique sur le contenu doctrinal de la pensée de Castellion”, Revue belge de philologie et d'histoire, 58, 2, 1980, pp. 355-381. 272 TDH, pp.24-25. 273 “Una pregunta que inevitablemente surge en ésta discusión es ¿cómo vamos a definir la herejía? Castellion sugiere en primer lugar que, si seguimos el uso corriente del término, llegaremos a considerarla como [una noción] incurablemente subjetiva”. Edwin Curley, Op.cit., p.59. En un sentido similar, Beame afirma: “Lo que importa a nuestro propósito son los supuestos y las conclusiones que sirven para colocar a Castellion entre los exponentes más radicales de la libertad religiosa en el sigloXVI. [En este sentido], de fundamental importancia es su definición de la herejía; una definición fundada en el relativismo religioso y que excluye la noción de castigo. La herejía es, según Castellio, nada más que algo muy similar a un error. Un determinado error subjetivo, o simplemente, una opinión contraria a la propia”. E.M. Beame, “The Limits of Toleration in Sixteenth-century France”, Studies in Renaissance, Chicago, The Universtity of Chicago Press, Vol.13, 1966, p.252-253. 271 89 católicos, es un fiel ortodoxo para los calvinistas, y viceversa; o la doctrina que en una ciudad se considera verdadera y absolutamente apegada a la ortodoxia, en la ciudad vecina puede ser tenida por la peor de las herejías, por el peor de los insultos a la verdad y a la majestad divina. ¿Cómo actuar, entonces, ante las disputas? se pregunta Castellion desde este nuevo escenario relativista. “Ciertamente [debe hacerse] aquello que nos enseña san Pablo”, responde de inmediato “«Que aquel que no come, no desprecie al que come.»… Que los judíos o los turcos no condenen a los cristianos. Y que del mismo modo, los cristianos no condenen a los turcos o a los judíos; sino que les enseñen y atraigan por la verdadera piedad y justicia”274. Es necesario que los hombres actúen así, señala el autor, no sólo porque el concepto de herejía se ha convertido en una acusación incierta, sino también porque éste es el verdadero mensaje que Cristo nos ha legado, y, por consiguiente, el único remedio cierto con el que los hombres cuentan para dar fin a sus interminables contiendas. Asimismo, como dijimos antes, y como también podemos inferir a partir de estas últimas consideraciones, Castellion entiende que la doctrina que Cristo ha legado a los cristianos es susceptible de ser reducida a tres puntos incontrovertibles y fundamentales: evitar incurrir en la intolerancia de condenarse unos a otros, ejercitar la caridad mutua y esforzarse por enseñar a los demás -por medio de ejemplos de justicia y bondad- la verdadera religión275. Los problemas que acucian al mundo resultan de no prestar la suficiente atención a estas verdades básicas y comunes, y de la obstinación de poner en el centro de la escena los aspectos controversiales de la doctrina, como el dogma de la Trinidad, o el de la predestinación. Pues si bien es cierto que resulta muy difícil saber quién de todos cristianos, judíos o musulmanes- está en la plena verdad, o quién de todos posee la clarividencia necesaria para elucidar las cuestiones últimas en las que se cimenta la creencia, lo que sí queda claro es que muchos de los miembros de cada una de esas sectas creen estar en posesión de una verdad absoluta e indubitable. Y lo que es más peligroso, muchos de ellos también parecen sentirse habilitados, a causa de esta convicción, a extender su verdad utilizando todos los medios que sean necesarios: no sólo la palabra o el ejemplo, sino también el hierro y el fuego276. Es precisamente esa última actitud, propia de los verdaderos obstinados, la que Castellion observa a su alrededor, y la que lo horroriza277. TDH, p.29. Al respecto, véase Pérez Zagorin, Op.cit., p.108. 276 Como dirá algunos años más tarde Michel de Montaigne, en un irónico e incisivo pasaje de sus Ensayos: “b| A nada están los hombres por lo general más inclinados que a dar curso a sus opiniones. Cuando nos falla el medio ordinario, le añadimos el mandato, la fuerza, el hierro y el fuego”. Los ensayos, IIásciasI, 11, p.1533. 277 Aun en el horror, Castellion tampoco carece de ironía: “Aquel que condena con tanta facilidad a los otros, no está mostrando con ello que sepa algo, sino que es incapaz de soportar a los demás”. TDH, p.30. 274 275 90 En ese mismo sentido, afirma el humanista saboyano, el verdadero mal que aqueja a la sociedad humana no es la diversidad de opiniones, y la tolerancia que ella necesariamente debe implicar para permitir la convivencia pacífica, sino su contrario; la intolerancia, la incapacidad de soportar la opinión contraria, la insuperable necesidad -promovida por algunos, a veces poderosos e influyentes- de alcanzar una plena ortodoxia, la univocidad doctrinal. La chispa que enciende la llama de cada una de las hogueras es la incapacidad que muchos hombres muestran para compartir su existencia con aquellos que piensan de un modo diferente, aun cuando sus costumbres básicas sean comunes. “Si pudiéramos gobernarnos [a nosotros mismos] seríamos capaces de vivir juntos y en paz”278, afirma Castellion. Y si en medio de nuestras discordias -señala, como una posible solución pacífica- fuésemos capaces de consentir en el dogma del amor mutuo, estaríamos en condiciones de convivir en paz más allá de las disensiones acerca de oscuras cuestiones doctrinales. No es así, constata apesadumbrado; “nos empeñamos en combatirnos mutuamente los unos contra los otros por odios y persecuciones y así nos percatamos de que cada día que pasa vamos de mal en peor”279. Ahora bien, se pregunta Bellie en las postrimerías del prefacio, ¿quién, en su sano juicio, piensa estar actuando de acuerdo a las enseñanzas de Cristo cuando inmola y quema a un hombre vivo? ¿Quién puede estar convencido de que sirve a la causa de Jesucristo que no es otra, como vimos, sino la del amor y la caridad- con ese cruel modo de actuar? “Oh Cristo, creador y rey del mundo, ¿ves tú estas cosas? ¿Has devenido tú totalmente otro del que eras, tan cruel y tan contrario a ti mismo? Cuando estabas sobre la tierra, no había nadie más dulce, más clemente, ni quien sufriera más injurias… ¿Estás ahora así de cambiado? […] Oh Cristo, ¿ordenas y apruebas tú estas cosas?”280. Parece claro que no es el mensaje de Cristo el responsable de las ejecuciones, de las hogueras, de las masacres y de las casi interminables guerras fratricidas que la religión ha provocado a lo largo de la historia, y provocará todavía durante el siglo XVI francés. No es el mensaje de Cristo, sino la interpretación equivocada -y muchas veces intencionada- de los hombres281; es decir, la mirada extraviada de aquellos que tergiversan su mensaje y hacen en su nombre exactamente lo contrario de lo que él les ha indicado tanto con su vida TDH, p.30 TDH, p.30 280 TDH, pp.31-32 281 “It is an indignant peroration denying that Christ, so mild, merciful, and patient of injury, could command or approve of the cruel and terrible things, the killing and torture, done in his name, and denouncing the «blasphemies and shameful audacities of men»”. Perez Zagorin, Op.cit., p.109. 278 279 91 como con sus palabras: “Oh, ¡horrible blasfemia! ¡Oh malvada audacia de los hombres, que osan atribuir a Cristo aquellas cosas que son hechas por la orden e instigación de Satán!”282. Así termina el prefacio de esta obra, con una exhortación final al duque de Wirtemberg: “Me despido y pongo fin, estimando que por estas cosas entenderás con bastante claridad, oh príncipe, cuan contrarias son estas acciones a la doctrina de Cristo, y a sus costumbres”283. Así, como breve conclusión de nuestro análisis, podemos señalar que Castellion se opone a la persecución y ejecución de los herejes por tres razones fundamentales. En primer lugar, por el carácter relativo de la noción de herejía; en segundo, por la oscuridad e incerteza que presentan las cuestiones doctrinales a las que refieren las Escrituras, lo que entraña una enorme dificultad a la hora de saber quién está en la verdad y quién en el error284; en tercero, porque la mortificación de los cuerpos y la coacción de las conciencias es una práctica absolutamente contraria al mensaje de la caridad y del amor mutuo que Cristo ha pregonado a través de su propia vida. 2.1.2. El mensaje de Cristo: un prólogo para el rey Será precisamente este último punto sobre el que Castellion retornará una vez más en el inicio del prefacio a su edición latina de la Biblia (1551); es decir, en aquella primera ocasión285 en la que nuestro humanista hará pública su posición frente a los conflictos teológico-políticos que asolan a su época. “¿De dónde surgen tantas y tan grandes disensiones?”286, se pregunta Castellion en la apertura del texto que dedica a Eduardo VI, rey de Inglaterra. ¿Cuál es el origen de estos conflictos tan pertinaces que se han “desarrollado ya desde hace cientos de años, y a través de enormes disputas que no han TDH, p.32. TDH, p.32 284 Como vimos, este segundo motivo se encuentra estrechamente vinculado con la distinción que Castellion introduce respecto a los dos tipos de herejes, y con su propuesta de pacificación, no ya a través de la ortodoxia, sino a través de la ortopraxia. 285 Esta opinión es unánime entre los intérpretes, y puede encontrarse, por ejemplo, en Pérez Zagorin: “The dedicatory preface to the former [Eduardo VI] is noteworthy as the earliest expression of his belief in toleration. It was an indictment of religious persecution by Christians and a call for charity, patience, and mildness in dealing with religious divisions. Castellio attached far higher importance to morality and a Christian life of brotherhood and love than to doctrine or dogma. He painted a dark picture of the Christians of his time as guilty of a general ignorance of religion and lacking in true piety and love of neighbour. In their quarrels over religion, they pursued and killed one another in the name of Christ and suppressed those of a different view”. Op.cit., p.101. También acuerdan con él Marian Hillar, “Sebastian Castellio and the struggle for freedom of conscience”, FINCH, R.; HILLAR, M. (Eds.).Essays in the Philosophy of Humanism, Houston, American Humanistic Association, vol. 10, 2002, pp.31-52, y, como veremos con mayor detalle en la conclusion de este capítulo, Mario Turchetti, “Réforme & tolérance, un binôme polysémique”, en PIQUÉ, Nicolás; WATERLOT, Ghislain (Comps.). Tolérance et Réforme. Éléments pour une généalogie du concept de tolérance, Paris, L´Harmattan, 1999, pp.9-29. 286 TDH, p.135. 282 283 92 podido ser todavía aplacadas”287? ¿Cuál es el motivo por el cual estos conflictos “se resuelven casi todos los días a través del derramamiento de sangre, en los que nadie duda de su propio juicio, y en los que no hay ninguno que no condene a los otros”288? La razón principal no es otra que la intolerancia teológica, esto es, la extrema dificultad que revelan los hombres para soportar en forma sosegada las divergencias en las creencias religiosas. En efecto, afirma Castellion, “si alguien desacuerda con nosotros acerca de un solo artículo de religión, lo condenamos y perseguimos por todos los rincones de la tierra, lanzándole nuestros dardos con la lengua y con la pluma; y ejercemos nuestra crueldad por medio de la espada, del fuego, del agua”289, pues creemos que nos es lícito “hacerlo morir” por ello. Pero el aspecto más “indigno y perverso” de quienes defienden esa posición es que afirman realizar todas esas acciones “por el celo que tienen por Cristo, y por sus enseñanzas, cubriendo está crueldad digna de lobos con la piel de un cordero”290. Esto resulta doblemente paradójico a ojos de nuestro humanista, pues pretender empuñar la espada en nombre de Cristo no sólo implica una subversión completa de su doctrina del amor y la caridad291, sino también un equívoco muy importante respecto del ámbito propio en el que se desenvuelven las disensiones doctrinales, y sobre el modo en el que ellas deben ser resueltas propiamente. Es algo poco conveniente el utilizar armas terrenales en una batalla espiritual. Los enemigos de los cristianos son los vicios, contra los cuales debe combatirse con la virtud; y curar los males contrarios utilizando los remedios contrarios: la doctrina derrota a la ignorancia, la paciencia vence a la injuria, la modestia resiste al orgullo, la diligencia se opone a la pereza, la clemencia batalla contra la crueldad, y la pura y verdadera conciencia deviene loable frente a Dios… Éstas son las verdaderas armas con las que la religión cristiana alcanza una verdadera victoria292. A partir este pasaje, Castellion retoma dos importantes distinciones que ya hemos podido observar en el texto redactado bajo el seudónimo de Martin Bellie, y con las que nos volveremos a topar en los escritos atribuidos a Kleinberg y Montfort: por un lado, la distinción entre el ámbito de injerencia del magistrado secular y el ámbito espiritual de los teólogos; por otro, la diferencia entre las oscuras cuestiones doctrinales y las claras TDH, p.135. TDH, p.136. 289 TDH, p.136. 290 TDH, p.136. 291 “Par zèle de Christ, nous ferons mal aux autres, lui qui a commandé que nous rendions bien pour mal”. TDH, pp.136-137. 292 TDH, p.139. 287 288 93 acciones morales. En ese sentido, Castellion señala que los crímenes como el homicidio, el robo, el adulterio, “y otros similares”, han sido claramente censurados por la autoridad divina, quien no sólo “ha ordenado que sean castigados”, sino que también “ha dispuesto de qué manera deben serlo”293. “En estos casos no hay duda”, afirma el autor: “la orden de castigarlos dada por Dios no es oscura como para dudar de ella”294. Asimismo, tampoco parece resultar muy dudoso que en estos asuntos particulares sea el magistrado secular quien deba ocuparse de procurar la “defensa de los [hombres] buenos”. Es decir, de poner a resguardo de los crímenes seculares a aquellos que actúan de modo virtuoso, sean cuales sean las ideas que defiendan. Por otra parte, “en ciertos aspectos de la religión y en la comprensión de la sagrada Escritura, la cuestión es bien diferente, pues las cosas contenidas en ellas nos han sido dadas oscuramente, y en la mayoría de la veces a través de enigmas; los que son motivo de disputa hace ya miles de años, sin que se haya llegado a ningún acuerdo”295. Frente a esta delicada situación, que ya no es susceptible de ser resuelta a través del recurso a la espada secular, Castellion sugiere al rey, y por su intermedio a todos los lectores de su traducción de la Biblia, que el mejor modo de evitar que la tierra continúe siendo “regada con sangre inocente”, es abstenerse de tomar partido en asuntos tan delicados, los que claramente exceden las competencias y capacidades humanas. De lo que se trata, en definitiva, es de no tomar en nuestras propias manos la difícil tarea de separar el trigo de la cizaña antes del momento de la cosecha, es decir, antes de que Cristo decida, por medio de su infinita sabiduría y autoridad, quién está del lado correcto. Dicho esto, añade en forma conclusiva Castellion, la actitud más prudente que pueden adoptar los hombres frente a las disensiones doctrinales indecibles -y en particular, claro, quienes detentan el poder político- consiste en preferir siempre la patience y la douceur a la cruauté y el jugement téméraire, Pues “tengo por cierto que ninguna persona podrá jamás arrepentirse de haber utilizado la dulzura, la paciencia, la benignidad, la obediencia; pero de la crueldad y del juicio temerario, se arrepentirá siempre”296. Así, la moderación y la dulzura son, a ojos de Castellion, dos atributos necesarios en quienes detentan el poder en tiempos de conflicto. TDH, p.139. TDH, p.139. 295 TDH, p.140. 296 TDH, p.142. 293 294 94 Retrato del médico antitrinitario español Miguel Servet (1509-1553) 95 2.1.3. Kleinberg y Montfort, ¿o Joris y Castellion? Vayamos ahora a las fragmentos finales, y comencemos nuestro análisis de esta última parte del Traité des hérétiques por “La sentence de Georges Kleinberg, par la quelle il montre combien nuisent au monde les persécutions”; en ella veremos refrendadas, en forma extendida, muchas de las consideraciones que Castellion nos ha brindado de un modo sintético en su prólogo para el rey. Muchos sostienen -afirma Kleinberg- que son los pecados los que causan las calamidades, las discordias y las guerras que asolan “actualmente a todo el mundo”: “En cuanto a mí, pienso que [la causa] es la crueldad, y el extremo rigor”297. En efecto, según nos indica este autor, es necesario entender que, en el caso particular de la violencia y el derramamiento de sangre humana, existe una indefinida reproducción de la relación causal. En otros términos, que la violencia sólo es capaz de producir más violencia, y que de ese modo la causa y la consecuencia son siempre una y la misma. Para comprobar el carácter inobjetable de este argumento, sostiene Kleinberg -o Joris- los príncipes no deben hacer nada más que prestar mayor atención a las lecciones que les brinda la historia; en particular, al caso específico de la ciudad de Münster, la que “nos revela de forma evidente (si es que no estamos más ciegos que topos)” dos lecciones ejemplares: la primera, que las consecuencias derivadas de “purgar sangre con sangre” son siempre funestas; la segunda, que recurrir a la espada secular para dirimir cuestiones de religión no es menos pernicioso para la sociedad de los hombres, e incluso es un recurso que displace al propio Dios298. [Pues] no hablo aquí de los homicidas o los adúlteros, o de otros malhechores similares, pues bien sé que la espada ha sido divinamente provista a los magistrados contra tales; sino que me refiero a la inteligibilidad de ciertos pasajes de la Escritura, cuyo sentido no ha sido develado aún, siendo todavía motivos de disputas. Y no creo que haya ningún [hombre] tan TDH, p.142. “Que dirais-je de la ville nommée Münster, en laquelle il semble que Dieu, nous ait montré évidemment (si nous n’étions plus aveugles que taupes) combien ceux-là lui déplaisent, qui gouvernent la religion para glaive. Premièrement cruauté a été exercée en icelle contre les Anabaptistes dont est procédée une longe rage, et fuite à exercer fureur. Derechef iceux Anabaptistes se défendirent par armes, et tuèrent beaucoup de leurs adversaires: vêla sang purgé par sang. Depuis les dits Anabaptistes ont été occis misérablement. Et en y avait eu déjà auparavant, qui avaient exercé leur cruauté, même contre ceux, qui étaient sans armes…”. TDH, p.145. Es posiblemente este pasaje, que continúa todavía durante algunas líneas relatando las diversas persecuciones sufridas por los anabaptistas, el que ha inclinado a los críticos a postular a David Joris como su posible autor. Cabe recordar aquí que durante los años 1534 y 1535 la “nueva Jerusalén” fue dominada por un grupo anabaptista que, una vez caído en desgracia, fue perseguido furiosamente a lo largo de toda de Europa, tanto por católicos como por protestantes. En ese marco de persecución, la propia historia de David Joris puede ser comprendida como otro paradigmático ejemplo de las actitudes extremas a las que puede conducir el fanatismo religioso: muerto en Basilea el 25 de agosto de 1556, bajo el nombre de Jan von Brügge, la verdadera identidad de Joris será revelada por algunos de sus seguidores un par de años más tarde; revelación ante la cual los restos del líder anabaptista serán exhumados y quemados en la hoguera junto con sus obras. 297 298 96 fuera de sí como para pretender sufrir la pena de muerte por negar una cosa cierta e indudable299. Resulta evidente que aquellos que han cometido un crimen como el homicidio, el robo o el adulterio, deben ser castigados con todo el peso de la ley por los magistrados seculares. Nadie duda de ello, pues las prescripciones que las Escrituras han brindado al respecto son “tan claras como el día”. Sin embargo, cuando nos acercamos a algunas discusiones doctrinales, es difícil poder encontrar en ellas la misma certeza. Y, como consecuencia de su oscuridad, más difícil aún resulta hallar entre los distintos interlocutores una opinión unánime. De allí que es posible rescatar de este último pasaje al que acabamos de referir un elemento novedoso: el de la buena fe a la hora de sostener los distintos puntos de vista.Pues ningún hombre en su sano juicio es tan irrazonable como para poner en duda una certeza incontrovertible, incluso a riesgo de sufrir la pena de muerte. En tal sentido, es posible afirmar que existe una distancia enorme entre la actitud de aquellos que incurren en el error, producto de la ignorancia o la oscuridad del asunto que se trata, y aquellos que cometen un crimen, infringiendo una norma a todas luces conocida. Es por ello que el error de buena fe y la impiedad son categorías tan antagónicas como la herejía y la blasfemia. En efecto, como veremos con mayor detalle en el Contra le libelle de Calvin, un impío es un hombre que niega deliberadamente a Dios, aún en contra de aquellas verdades más evidentes, mientas que un hereje es simplemente alguien que juzga de un modo diferente, pues no ve con claridad, ya sea por una deficiencia propia de su visión, ya sea por la oscuridad que envuelve al asunto. Asimismo, de esta incerteza que envuelve al asunto, se desprende el siguiente consejo para los Príncipes: ¡Oh Cristo, Oh fuerte Dios, Oh padre del siglo que ha de venir! ¡Oh Príncipe de la paz! ¡Oh luz del mundo, ilumina los ojos de los Príncipes a fin de que en lo sucesivo no sirvan ya más a la crueldad de Satán, sino a tu misericordia y clemencia! Oh Príncipes, y vosotros, gentes de justicia, abran los ojos, abran los oídos, teman a Dios, y piensen que finalmente deberán rendirle cuentas de vuestra administración. Muchos han sido castigados por la crueldad, mientras que ninguna persona ha sido castigada por la dulzura [douceur] y la clemencia. Muchos serán condenados al momento del juicio final por haber hecho morir a los inocentes, pero ninguna persona será condenada por no haber hecho morir. Inclínense pues del lado de la clemencia, y no presten oídos a aquellos que los incitan a matar300. 299 300 TDH, pp.145-146. TDH, pp.147-148. 97 La indulgencia y la piedad resultan en estos casos, afirma este consejero de príncipes, una actitud mucho más adecuada para resolver los conflictos confesionales que la inclemencia y el rigor. Pues, además, ésa es la actitud que debe asumir un verdadero cristiano. Ése ha sido el ejemplo que el propio Cristo ha brindado a los hombres a través de sus enseñanzas y de su propia vida, y resulta necesario que quienes dirigen los destinos de los mortales sepan interpretar con mucha atención el mensaje de la caridad y del amor mutuo. Los soberanos deben abrir sus oídos a dos enseñanzas de Cristo: en primer lugar como ya señalábamos al inicio de este apartado-, que jamás el mal será vencido por el mal301; en segundo, que las discusiones y disputas teológicas deben poder ser resueltas sin apelar jamás al recurso de la espada secular. Por la primera, Cristo ha instruido a los hombres en la patience y la douceur, indicándoles que se abstengan de arrancar la cizaña, i.e. la herejía, antes de que haya llegado el momento preciso de la cosecha. Pues, como hemos indicado pocas líneas más arriba, aquellos que confiesan equivocadamente el nombre de Dios no incurren en el error a consecuencia de su mala fe, sino de su ignorancia302. Por la segunda, se ha establecido una clara distinción entre el ámbito en el que el magistrado se encuentra habilitado para regir con plena competencia, y aquel otro en el que el hierro y el fuego deben ser reemplazados por la espada espiritual, que no es otra que la palabra. El César y Dios no comparten sus dominios, por más que muchos ambiciosos303 predicadores pretendan hacer creer a los hombres que sí lo hacen. “Oh Príncipes, no crean jamás a quienes les aconsejan derramar la sangre por la Religión”304 afirma el autor interpelando una vez más a los magistrados seculares. Conténtense con esta espada que el señor Dios les ha dado. Castiguen los pillajes, las estafas, los falsos testimonios y todos los delitos similares. Pero en cuanto a los que 301 “Sean sabios y sigan los consejos de Cristo, no los del Anticristo, como veo que han sabido hacerlo antes. De otra manera no se dará fin a la sedición y a la guerra sino cuando todos hayan perecido miserablemente, producto de un temerario derramamiento de sangre. No piensen que las sediciones pueden ser resueltas mediante la crueldad. Porque es por la crueldad y por la felonía que hemos llegado hasta aquí. […] Pues una cosa es cierta: jamás el mal será vencido por el mal. Y no hay ningún remedio contra los asesinatos, que no sea haciendo cesar las muertes”. TDH, p.150. 302 “Créanme que si Cristo estuviera aquí presente no les aconsejaría jamás matar a aquellos que confiesan su nombre, aunque se equivocaran en alguna cosa, pues que no se equivocan porque quieran. Sigan mejor los consejos de quienes, dulces y clementes, les sugieren dejar la cizaña hasta el momento de la cosecha; pues aquellos que quieren arrancarla antes desobedecen el mandamiento de Cristo, quien nos ha ordenado dejarla… Pues si los herejes son la cizaña, ellos no deben ser asesinados, sino que deben dejados hasta el momento de la cosecha”. TDH, p.148. 303 “Les autres [es decir, quienes niegan el mensaje de la caridad y el perdón] pèchent par malice, et qui pis est, ils couvrent leur envie, ambition, avarice et luxure sous ce nom de zèle, et éblouissent les yeux des peuples, et par aventure aussi les leurs par telles illusions et enchanteries. Et pourtant d’autant plus que ces vices règneront, tant plus grandes seront les persécutions”. TDH, pp.151-152. 304 TDH, p.149. 98 pertenece a la religión, defiendan a los buenos de las injurias de los otros. Éste es su oficio. La doctrina de la teología no debe ser defendida mediante la espada, pues si los teólogos consiguen eso de ustedes, que defiendan su doctrina por medio de las armas, los médicos podrían pretender con todo derecho la misma cosa; a saber, que ustedes los defendiesen contra las opiniones de los otros médicos, y así, de modo similar los dialecticos, los oradores, y todas las demás artes… ¿Y si un buen médico puede defender su doctrina sin la ayuda del magistrado, por qué no podría hacer lo mismo un teólogo?305. La espada con la que se defienden los cuerpos no es apta para poner a cubierto a las almas. Y si esa confusión se suscita, hemos dicho ya junto a Kleinberg, la única consecuencia que los hombres pueden esperar es una disputa sin fin, y un constante derramamiento de sangre. A esta última observación el autor añade, ya para concluir su texto, otros dos argumentos: uno extraído del mensaje bíblico; el otro, de la experiencia histórica. En primer lugar, afirma que si aquellos que sufren persecución en nombre de Cristo no son fieles, no existe sobre la tierra ningún fiel; pues, como dijo san Pablo, «Todos aquellos que deseen vivir fielmente en Cristo, sufrirán persecución». Así, “si aquellos que son asesinados como herejes no son mártires (o al menos algunos de ellos) la Iglesia no tiene ningún mártir; pues nadie jamás ha sido asesinado por Cristo, sino bajo el título de hereje”306. En segundo lugar, sostiene Kleinberg, es posible observar en el mundo algunas ciudades “en las cuales hay casi tantas opiniones como cabezas”, y en las que, sin embargo, “no se produce la persecución y no hay ninguna sedición”. Hay en Constantinopla turcos, cristianos y también judíos, tres naciones con grandes diferencias entre ellas, en lo tocante a la religión, las cuales viven todas juntas y en paz. Ello no podría ser así si se produjesen persecuciones. De ahí que, si lo consideramos apropiadamente, encontraremos que son los perseguidores los que siempre originan los grandes males.Por lo tanto, Oh Príncipes y magistrados, si ustedes quieren obtener la paz y la tranquilidad, no obedezcan ya más a quienes los incitan a la persecución307. Pasemos ahora a considerar brevemente el texto atribuido a Basile Montfort bajo el título “Réfutation des raisons qu’on a coutume d’amener, pour maintenir et défendre la TDH, pp.149-150. Comoveremos, Castellion reafirmaráestaidea de Kleinberg en su Contra le libelle de Calvin: “La défense de la doctrine n’est pas l’affaire du magistrat (qu’est-ce que le glaive peut avoir à faire avec la doctrine?), c’est l’affaire des docteurs. L’affaire du magistrat, c’est de défendre le docteur comme il défend le paysan, l’artisan, le médecin, n’importe qui d’autre, contre les injustices”. CLC, 77, p.161. 306 TDH, p.152 307 TDH, p.156. 305 99 persécution”. En esta suerte de epílogo308, y ya presentadas a lo largo del Traité las opiniones de las más eminentes autoridades en la materia, Castellion se propone indagar nuevamente si es lícito hacer morir a los herejes. Los que, como corolario de las indagaciones realizadas en el prólogo, son definidos ya simplemente como “aquellos con quienes ellos [es decir, los perseguidores] no están de acuerdo”309. En esa búsqueda, Montfort introduce un argumento del que el escepticismo también ha sacado mucho provecho: la variación de las opiniones de los hombres a lo largo de la historia; la que implica una nueva relativización en nuestro juicio en relación con las cuestiones doctrinales: los ortodoxos de hoy pueden ser los herejes del mañana, como ha ocurrido en tantas otras ocasiones. He ahí una razón más para oponerse a los argumentos de los (que ocasionalmente desempeñan el rol de) perseguidores310. Yo, que he visto cuanta sangre ha sido derramada desde la creación del mundo bajo la excusa de la religión, y como los justos han sido siempre asesinados antes incluso de ser conocidos, temo que esa misma situación se repita en nuestro tiempo; es decir, que aquellos que nosotros hacemos morir por injustos sean reivindicados como justos por quienes vengan después de nosotros. Por esta causa refuto en este escrito, del modo que puedo, sus argumentos311. En efecto, no es muy difícil concluir que el ejemplo más claro y elocuente de esta variación es el del propio Cristo, quien durante su vida no sufrió más que persecuciones y acusaciones de sedición, y sólo tras su martirio y su muerte fue reconocido como verdadero hijo de Dios, y reivindicado por su integridad moral y su mensaje caritativo, mensaje que, al mismo tiempo, ha dejado a los cristianos como su máximo legado. En tal sentido, señala Montfort, Cristo jamás utilizó en sus disputas más que la palabra y la elocuencia, y quienes pretendan reconocerse como sus legítimos herederos no pueden hacerlo subvirtiendo un mensaje tan claro y evidente. Aunque, técnicamente, el último pasaje reseñado es el que corresponde al que se compone de diversos fragmentos de Sosomenus, esto es, de Salaminius Hermeias Sosomenus (ca.400-ca.450), quien redactara una Historia Ecclesiastica en nueve tomos entre los años 440 y 443, la cual abarca los gobiernos de distintos emperadores romanos desde la conversión de Constantino I (312) hasta el ascenso al trono de Valentiniano III (425). 309 “Hay algunos que desean que hagamos morir a los herejes (es decir, a aquellos con quienes ellos no están de acuerdo) de cualquier condición o nación que sean. Veamos si ello puede ser realizado”.TDH, p.157. 310 Al respecto de este inicio, Perez Zagorin señala: “Diversity of opinions, Montfort observes, makes it difficult to decide who is a false prophet, and people are attacked for minor matters in religion even though they retain the fundamentals. If all errors and misinterpretations of Scripture were to be called heresy, it would be necessary to kill many people, and all the sects would have to kill one another because of their disagreements”. Op. cit, p.110. 311 TDH, p.158. 308 100 Es la batalla de Cristo, la debemos luchar con las armas de Cristo. Que Cristo sea juzgado y defendido por aquellos que sufren persecución, puesto que él ha sufrido persecución; que se abran los ojos de los perseguidores, a fin de que vean que esos sacrificios que ellos realizar no placen a Dios, y que así convertidos, sean curados y salvados312. Asimismo, a fin de desarticular los argumentos que los perseguidores esgrimen en favor de su posición, Montfort sostiene que es necesario remontarse hasta el axioma teológico sobre el cual pretenden sostener sus pretensiones: “Vayamos, pues, a la causa. Ellos alegan esta ley, que está en el Éxodo: «Aquél que ofrezca sacrificios a otros que no sea el único Dios, será exterminado» (Éxodo: 22,20)”313. A partir de aquí Castellion retoma dos distinciones que desarrollará más ampliamente en su Contre le libelle de Calvin. La primera de ellas refiere a la diferencia que existe entre quienes sostienen alguna opinión equivocada, y quienes actúan deliberadamente en contra de los preceptos de la religión y el Dios verdadero; es decir, refiere a la diferencia que existe entre los herejes y los blasfemos. [Algunos] quieren que los herejes (como los llaman) sean condenados a muerte, siendo que estos no están convencidos de blasfemar según su propia conciencia (que es un gran testimonio)… Y Cristo ha ordenado que ellos sean dejados hasta la cosecha, durante la cual la ambigüedad y la duda serán eliminadas por completo. Yo temo que los más grandes blasfemadores, quienes deberían ser condenados a muerte según esta ley, son aquellos que confiesan a Dios por medio de su boca, pero que lo niegan con sus acciones314. Reaparece aquí, con todas sus fuerzas, el ingrediente de la buena fe. Los herejes, aun cuando puedan incurrir en el error –juzgado éste desde un óptica relativa y ajena, claro- a partir de las opiniones religiosas a las que prestan su consentimiento, actúan siguiendo las prescripciones de su propia conciencia, la “que es un gran testimonio”. Es decir, los herejes jamás piensan estar rindiendo culto a un falso dios, o profesando una religión equivocada, sino que -como volverán a mostrarlo durante el siglo siguiente Locke y Bayle- siempre resultan ortodoxos para sí mismos. Los blasfemos, por el contrario, actúan de un modo hipócrita, desdiciendo con su modo de ser las afirmaciones que profieren sólo de palabra315. En ese sentido, Castellion afirma que mientras que las acciones TDH, pp.158-159. TDH, p.159. 314 TDH, p.162. 315 La persecución sólo produce hipócritas; los que, paradójicamente, parecen más estimables para los perseguidores que aquellos que actúan de buena fe: “Ellos, por el contrario, no hacen morir a aquellos que mienten: pues si alguien consiente una religión por medio de la palabra y de los hechos externos, no es asesinado, más allá de que su corazón le indique todo lo contrario; de donde se sigue que la mentira tiene 312 313 101 deben ser castigadas con todo el peso de la ley secular, los diferendos en las opiniones no implican, en última instancia, más que un crimen espiritual, “de lo cual se sigue que la pena deber ser espiritual, y no corporal”316. Por lo tanto, como ya lo hemos dicho en relación al prólogo de Bellie, el máximo castigo aplicable a los herejes es la excomunión. Ésta última consideración nos remite a la segunda diferencia: la que existe entre las prescripciones brindadas por Moisés en el Antiguo Testamento y las que Cristo nos ha legado a partir de sus nuevas enseñanzas. Si queremos imitar a los antiguos, hagamos la misma cosa; abandonemos el nuevo Testamento, retornemos el viejo, y hagamos morir a todos aquellos a aquellos a quienes Dios ordena hacer morir; a saber: los adúlteros, aquellos que son rebeldes a sus padres y madres, los incircuncisos, aquellos que no festejan las Pascuas, y otros similares317. A diferencia de la ley prescrita por Moisés, a partir de la cual los ámbitos de la religión y la política se encontraban mutuamente implicados, las enseñanzas de Cristo han revelado a los hombres una distinción tajante entre lo que compete al César y lo que es Dios, es decir, entre la “espada carnal” y la “espada espiritual”. Cada una de ellas, afirma Montfort, posee un ámbito de acción particular, y métodos muy distintos. Vemos aquí que es bien diferente el oficio del pastor y el oficio del magistrado… Pues si el magistrado puede matar por medio de la espada a aquellos que el pastor debe matar a través de la palabra, debemos aceptar, asimismo, que el pastor pueda matar por medio de la palabra a quienes el magistrado debe matar por medio de la espada. Y el magistrado no puede hacer mejor el oficio del pastor que el pastor el del magistrado.¿Por qué mezclamos todo? Si ustedes poseen la palabra, conténtese con ella y castiguen con ella a los herejes, a los hipócritas, a los avaros, etc. y dejen a los magistrados castigar a los criminales mediante la espada, y devolver ojo por ojo, diente por diente, vida por vida, y dinero por dinero”318. Afirmado todo esto, Montfort vuelve a interpelar a los perseguidores con los mismos interrogantes: ¿es lícito castigar a quién expresa una opinión diferente del mismo modo en que se castiga a un asesino? ¿Osaremos matar a quienes, confesando de buena fe a Cristo, “entiendan algunos pasajes de la Escritura de un modo diferente a nosotros, como mucho más lugar entre ellos que la verdad, pues véase que si alguien dice efectivamente lo que siente, será asesinado”. TDH, p.166. 316 TDH, p.162. 317 TDH, p.165. 318 TDH, p.170. 102 si entre nosotros mismos acordásemos acerca de todas las cosas”319? Y aun castigando “justamente a los adúlteros, a los homicidas, a los impostores y blasfemos, ¿haremos morir con justicia a los herejes?”320. De ningún modo, responde de inmediato: los herejes, en última instancia, sólo podrán ser castigados con la “espada espiritual, pues han cometido un pecado espiritual”321. Realizado todo este recorrido, y a modo de conclusión, podemos señalar que las dos razones prácticas que animan a Castellion a aconsejar la douceur tanto a los magistrados como a los doctores son las siguientes: en relación con los primeros, sostiene que si los hombres son oprimidos a causa de sus opiniones religiosas, lo más probable es que la opresión provoque que las “ciudades queden vacías de hombres”322; en relación con los segundos, que se guarden de aconsejar a los Príncipes la persecución de los herejes pues, dadas las variaciones de la historia y la reversibilidad de la acusación de herejía, pueden ser ellos quienes terminen por ocupar el lugar de perseguidos; es decir, que se abstengan de poner en manos de los magistrados una espada de la que incluso ellos mismos son víctimas potenciales. 2.2. El Contra libellum Calvini Pasemos ahora a considerar los argumentos desarrollados por Castellion en el Contra libellum Calvini323, esta segunda respuesta que nuestro humanista redactará con la intención de refutar los argumentos esgrimidos por líder ginebrino. Y en la que se explayará con una mayor abundancia y rigor324, aunque todavía bajo un seudónimo325, en las discusiones ya desarrolladas en el transcurso del Traité des hérétiques326. TDH, p.171. TDH, p.171. 321 TDH, p.171. 322 TDH, p.172. 323 El título completo de la versión latina de la obra es el siguiente: Contra libellum Calvini in quo ostenditur conatur haereticos jure gladii coercendos esse. El título que Étienne Barilier dio a su traducción: Contre le libelle de Calvin dans lequel il tente de montrer que les hérétiques doivent être contraints par le droit du glaive (Carouge-Geneva, Editions Zoé, 1998). El texto del CLC circuló sólo de un modo clandestino y anónimo, siendo atribuido por Calvino a Martín Cellarius, profesor de Antiguo Testamento en la Universidad de Basilea. No obstante, esa paternidad ha quedado fuera de discusión luego de que Buisson tuviera “la buena fortuna” según el mismo declara- de encontrar en Basilea distintos fragmentos del texto redactados de puño y letra por el propio Castellion (véase Ferdinand Buisson, Op.cit., II, p.32). La primera edición del texto se realizó en 1612, probablemente en Gouda y por parte de Jasper Tournay, aunque sin pie de imprenta; no obstante, la fecha aparece en la portada con un error (M.D.LC.XII) y ha dado lugar a algunas discusiones: Buisson ha sugerido que la misma podría ser una combinación entre el año de su publicación (1612) y el de su redacción (1562), aunque la mayoría de los estudiosos se inclinan a pensar que el año de composición del texto corresponde a 1554. 324 En cuanto a la forma del texto, algunos han señalado que el CLC se encuentra redactado en forma de diálogo, un género que ya había sido explorado por Castellion en sus Dialogi sacri,y que hunde sus raíces en personajes de la talla de Platón o Luciano de Samosata. Sin embargo, coincidimos con Joaquín Fernández 319 320 103 Como dijimos antes, a fin de abocarnos a analizar los -a nuestro juicio- tres aspectos principales que pueden encontrarse en las ideas desarrolladas por Vaticanus, el personaje que da vida a la palabra de Castellion, subdividiremos esta sección en tres apartados: en primer lugar, retomaremos la discusión en torno a dos nociones clave para comprender la posición que nuestro humanista sostiene en esta época: la herejía y la blasfemia; en segundo lugar, detendremos nuestra atención en la actitud de caridad, moderación y dulzura que Castellion recomienda adoptar -sobe todo a los magistrados y ministros, entre quienes traza una distinción tajante- para con aquellos que parecen equivocarse en materia de religión, oponiéndose una vez más al discurso de la persecución; por último, nos referiremos a la insistencia de Castellion por alejarse de las interpretaciones carnales de la Escritura, sólo válidas para los tiempos de Moisés, y de prestar mucha más atención a las prescripción morales que la venida de Cristo ha hecho entrar en vigencia. En tal sentido, veremos, esta reinterpretación no sólo implicará el abandono de una religión de la ley y la asunción de una religión del amor, sino que también señalará una preeminencia de la ortopraxia por sobre la ortodoxia. Pues, como ya hemos mencionado, mientras la moral de Cristo puede ser comprendida fácilmente por cualquiera que así lo desee, el dogma está plagado de oscuridades. Cacho en que dicha descripción no resulta la más adecuada: Castellio cita literalmente el texto de Calvino, que a continuación refuta, bajo el seudónimo de Vaticanus. Así, la obra se halla compuesta de ciento cincuenta parágrafos de citas textuales de Calvino, y finaliza con cuatro citas más extractadas de una carta que los miembros de la Iglesia de Zúrich habían enviado a al líder ginebrino en ocasión de la muerte de Servet; todas ellas con la correspondiente réplica por parte de Vaticanus. En tal sentido, Ferdinand Buisson ha señalado que la lucha “cuerpo a cuerpo” que mantienen los dos textos resulta una representación simbólica muy fiel del enfrentamiento mantenidos por estos “dos espíritus”. Véase Ferdinand Buisson, Op.cit., II, p.34. 325 El seudónimo de Vaticanus, elegido por Castellion para personificar su posición a lo largo del diálogo, también ha dado lugar a algunas polémicas. Étienne Barilier señala que este puede resultar un homenaje a Cassander, humanista cercano a Erasmo con el que Castellion mantenía una relación de amistad; o incluso para el cardenal Sadoleto, gran corresponsal de otro amigo de Castellion, el famoso “imprimeur hérétique bâlois” Amerbach. Sea como fuere, lo que sí parece quedar claro es, por un lado, que el seudónimo del presunto “papista” se constituye en un artificio retórico que busca darle una mayor potencia a la crítica que recibirá Calvino, y por otro, que Vaticanus se reconocerá como un verdadero cristiano en tanto y en cuando defienda la idea universal de que el hombre es un hermano para el hombre. 326 Si bien muchos de los argumentos que analizaremos en los distintos apartados de esta sección mostrarán aspectos recurrentes con los ya desarrollados en la anterior, creímos importante incluir en nuestro estudio al Contra le libelle de Calvin por dos motivos: el primero de ellos refiere al estilo, muy diversos respecto del desarrollado por Castellion en el Traité des hérétiques, lo que nos permitirá resaltar otros aspectos de su modo argumental; el segundo, a cierto carácter precursor que, sin ninguna ambición, podríamos atribuir a nuestra investigación. En efecto, si bien contamos desde hace algunos años con una traducción española del Contra el libelo de Calvino, (traducción y edición de Joaquín Fernández Cacho y Ana Gómez Rabal, Huesca, Instituto de Estudios Sijenenses ‘Miguel Servet’, 2009), no tenemos registros de que nos anteceda ningún estudio castellano del tenor que pretendemos darle a la presente Tesis. Más aun, muchos de los pasajes que hemos traducido en nuestras páginas, tanto del Traité des hérétiques como del Conseil à la France desolée, son, hasta donde nos consta, los primeros que se han vertido a la lengua castellana. Y algo similar ocurre, por ejemplo, con la Exhortation aux Princes, de la ni siquiera existe una edición moderna en lengua francesa. 104 Portada del Contra libellum Calvini (1612) 105 2.2.1. La herejía y la blasfemia Castellion comienza su Préface declarando que redacta su discurso atemorizado ante la très grande autorité alcanzada por la figura de Calvino; autoridad que, conjugada con las particulares opiniones reveladas por el pastor ginebrino en sus escritos posteriores a la ejecución de Servet, “representan un peligro para muchos creyentes”327. En resumen, afirma entonces Castellion, su escrito se reduce a un esfuerzo por “mostrar al mundo, públicamente, con la ayuda de Dios, que aquellos que no desean ser conducidos a la muerte no deben dejarse engañar por Calvino, sino alejarse de él”328. En efecto, luego de la ejecución, y ante las distintas críticas que se le dirigieron329, afirma Castellion, Calvino supo mostrar mucho esmero en defender públicamente su posición, redactando una obra “pintada y coloreada por una falsa apariencia de piedad”330. Dicho esto, Vaticanus asume la difícil pero necesaria tarea de “mostrar la falsedad” de las posiciones asumidas por el líder de la reforma ginebrina, pero modificando el eje sobre el que han girado las discusiones sostenidas durante el affaire Servet. Así, el humanista declara que evitará en forma explícita “disputar [acerca] de la Trinidad, el bautismo u otras cuestiones arduas”331, y sólo hará hincapié en aspectos “que son exteriores” a todas esas trifulcas teológicas; trifulcas que, como vimos, sólo conducen a un CLC, Préface, p.53. En efecto, según declara en su propia Defensio, Calvino encuentra en la defensa de la libertad de conciencia una estratagema urdida por Satanás para arrebatar a Cristo su rebaño. En tal sentido, como bien señala Stefania Salvadori, es comprensible que la herejía no sea comprendida por el teólogo ginebrino como un simple e inocente error, sino que, en tanto niega el valor de la Escritura y el fundamento de la verdadera religión, ella era considerada como la más peligrosa de las blasfemias. He ahí, claro, el peligro de la mirada que Castellion atribuye a Calvino. Al respecto, véase StefaniaSalvadori, “Il martire e l’eretico. La discussione fra Castellione e Calvino sulla possibilità di errare”, Dimensioni e problemi della ricerca storica, n. 2, 2010, p.55. 328 CLC, Préface, p.53. En tal sentido, señala nuevamente Salvadori: “Dopo aver sottolineato come la tirannia delle coscienze fosse un male antico che l’avvento della Riforma sembrava aver sconfitto col solo ricorso alle armi spirituali, l’umanista savoiardo denunciava nell’introduzione del Contra libellum Calvini come la dottrina evangelica fosse a sua volta divenuta lo strumento per instaurare un nuovo regime di terrore di cui Calvino era la guida e Servetol’ultima e più eclatante vittima”. StefaniaSalvadori, “Ilmartire e l’eretico”, Op.cit. p.57. 329 Según señala el propio Castellion, esas críticas se hallaban motivadas en seis razones: “primo, un homme avait été exécuté pour ses opinions sur la religion; secundo, il l’avait été avec une grande cruauté. Tertio, l’instigateur en était un pasteur. Quarto, pour fourbir ce meurtre, Calvin avait conspiré avec ses propres ennemis –c’est le bruit qui a couru. Quinto, les livres de Servet avaient été brûlés à Francfort. Sexto, après avoir été condamné à mort, cet homme a été voué à l’enfer en plein culte”. CLC, Préface, pp.54-55. 330 CLC, Préface, p.55. 331 CLC, Préface, pp.55-56. De las tres partes que componía la obra de Calvino (I.Demostración de los derechos que posee el magistrado de castigar a los herejes; II. Relato de los hechos de la tragaedia Servetana; III. Discusión teológica sobre la Trinidad y otras cuestiones de dogma), Castellion elude deliberadamente la tercera, señalando como uno de los motivos que lo inducen a evitar las discusiones teológicas el no poseer ninguna copia de las obras de Servet, y, por tanto, el no contar más que con la versión parcial que Calvino nos ha brindado de sus opiniones. No obstante, como intentaremos señalar a lo largo de nuestro análisis, dicha decisión no radica sólo en ese aspecto circunstancial, sino en una consideración teológico-filosófica: Castellion no desperdicia ocasión de mostrar cuán oscuras y difíciles de decidir son las cuestiones teológicas, ni cuán claros y evidentes son algunos de los preceptos morales que pueden extraerse de las enseñanzas de Cristo, y que la actitud de Calvino no ha hecho más que contradecir. 327 106 laberinto de argumentaciones contrapuestas. Así, sentado ese principio metodológico, Vaticanus se dispone a mostrar la inconsistencia de la posición que Calvino ha asumido desde el título mismo de su obra: Défense de la foi orthodoxe sur la sainte Trinité, contre les monstrueuses erreurs de l’Espagnol Michel Servet ; où il est montré que les hérétiques doivent être contraints par le droit du glaive, et que le supplice, à Genève, de cet homme si impie, que nous désignons par son nom, était mérité332. Calvino incurre en un equívoco -o, a mejor decir, en una delibera tergiversaciónmuy importante al asimilar el error y la impiedad, afirma Castellio, pues ninguna equivocación que tenga su origen en la sinceridad puede jamás ser calificada propiamente de tal. Más aun, “las sagradas Escrituras no llaman impíos sino a los que pecan a sabiendas y con un alma sacrílega”333. Asentando su postura sobre esta confusión, la que lo ha llevado tanto a instigar la ejecución Servet como a intentar legitimarla, Calvino ha trastocado por completo el cariz adquirido por la ciudad de Ginebra desde el inicio de la Reforma: antiguo refuge de quienes eran perseguidos en tierras francesas e italianas, ha devenido un espacio de coacción incluso más férreo que aquellos en donde se reconoce la autoridad del obispo de Roma. Calvino ha dejado de ser considerado un simple frère para adquirir allí el título de dominus, y “domina de tal modo Ginebra que resulta mucho más peligroso ofenderlo [a él] que al rey de Francia en su palacio. Eso lo saben bien la innumerable [cantidad] de personas que ha expulsado y atormentado espantosamente”334. De hecho, prosigue Vaticanus en estos pasajes iniciales, la persecución de quienes no acuerdan con su parecer ha llegado a tal punto que no caben dudas de que “si el mismo Cristo viniera a Ginebra, se lo crucificaría. Pues Ginebra no es ya un lugar de libertad cristiana. Allí reina un nuevo papa, pero que quema a la gente viva, mientras que el de Roma, al menos, la estrangula antes”335. Es por ese ambicioso afán de dominio que Calvino ha recurrido a una evidente estrategia retórica, difamando a todos sus enemigos bajo la denominación de “discípulos de Servet, a fin de volver odiosos” ante los ojos de las “personas sin experiencia”, y aplicándoles también “algunos nombres del infierno: ateo, libertino, anabaptista y otros CLC, Calvin, 1, p.58 CLC, Vaticanus, 2a, p.59.Asimismo, afirma Castellion, si aceptáramos que la posición de Calvino, y las consecuencias que de ellas se derivan, ello nos conduciría a la paradójica situación de que “todos aquellos a los que se llama cristianos serán quemados, excepto los calvinistas, a saber, quienes se atienen a los preceptos fijados por Calvino”. CLC, Vaticanus, 1, p.58. 334 CLC, Vaticanus, 7c, p. 68. 335 CLC, Vaticanus, 8a, p.71. 332 333 107 por el estilo”336. Del mismo modo, ha utilizado su ingenio para circunscribir los debates a asuntos muy elevados, con el objetivo de que “muchas personas no comprendan nada”, o de alterar los posicionamientos del propio Servet, siendo capaz de “obtener la victoria sin que su adversario pueda ser entendido”337. Sin embargo, el mayor de los artilugios utilizados por Calvino ha consistido en una encendida condena de los herejes sin precisar jamás la noción de herejía. Calvino había prometido que hablaría de las penas aplicables a los herejes. Luego, él habló mucho de aquellos que se equivocan, de los impíos y de los blasfemadores. Como si los que se equivocan, los impíos, los blasfemadores, los apóstatas, los herejes fueran una y la misma cosa. A fin de que ninguna persona pueda constatar la diferencia, y darse cuenta de las mentiras de Calvino, jamás ha definido lo que es un hereje. En un asunto tan grave, véase como nuestro hombre juega con nosotros338. Ante esta estrategia de tergiversación y engaño, una de las tareas principales que abordará Castellion a lo largo de su libro será la de brindar una clara definición del concepto de herejía, siendo uno de sus objetivos centrales -como en el Traité des hérétiques- el mostrar que la herejía y la blasfemia, es decir, que el error doctrinal involuntario y la acción moral realizada en forma deliberada, no tienen nada en común339. Vayamos directamente al parágrafo 129 del Contra le libelle de Calvin, donde esta cuestión se aborda en toda su complejidad. Como suele ocurrir a lo largo de todo el texto, Vaticanus comienza su respuesta fustigando la mala fe de Calvino, a quien acusa de haber recurrido a “toda suerte de razonamientos sofísticos” ante la imposibilidad de justificar el “baño de sangre de los herejes” a través de ningún texto bíblico340, y porque tampoco “ha podido hallar ni un solo autor sagrado que ordene hacerlos morir”341. Es por eso, reafirma Castellion, que para “engañar mejor a sus lectores”, Calvino nunca ha brindado una clara definición de aquello CLC, Vaticanus, 9, p.73. CLC, Vaticanus, 9, pp.73. En este sentido, Castellion acusa a Calvino de haber presentado los argumentos de Servet de un modo incompleto, o disimulado, a fin de poder brindar una mayor solidez a sus propias interpretaciones de los textos del español. Al respecto, véase CLC, Vaticanus, 59, 149. En contra de esta actitud, el propio Castellion se esforzará por reproducir fielmente los pasajes de la Defensio, lo que, según las un tanto excesivas palabas de Étienne Barilier, podrían posicionarlo en la prehistoria de la “ética de la razón comunicativa” postulada por Jürgen Habermas. 338 Vaticanus, 62a, p.143. Las cursivas son del original. 339 Para un tratamiento sintético de esta distinción, véase CLC, Vaticanus, 35, pp.113-114. 340 Castellion explicará de este modo las razones que han conducido a Calvino a recurrir a esta trampa retórica: “Porque en las Escrituras él [Calvino] no encontró ningún pasaje que ordene matar a los herejes, recurrió al engaño. Asimiló los herejes a los blasfemadores. Así, quienquiera que intente sustraer a los primeros de la muerte es objeto del odio, como si quisiera defender la blasfemia”. CLC, Vaticanus, 122, pp.236-237. 341 CLC, Vaticanus, 129, p.266. Como bien ha buscado mostrar Castellion a través de la compilación realizada en el TDH, texto al que “Calvino jamás ha refutado verdaderamente” (CLC, Vaticanus, 109, p.213). 336 337 108 que debemos comprender por herejía, sirviéndose del saber común342, y recurriendo a una estrategia argumental de consecuencias muy peligrosas: pretendiendo referirse a los herejes, es decir, a aquellos que incurren en una equivocación involuntaria, o de buena fe, ha “hablado en forma abundante de los falsos profetas, de aquellos que rinden cultos a otros dioses, de los impíos, de los blasfemos, concluyendo que si todos ellos merecen la muerte, también la merecen los herejes. ¡He allí su bella conclusión!”343. “Los jueces, para actuar, ¿no deben fundarse en una ley escrita?”, pregunta Vaticanus a continuación, y responde en forma inmediata: si aceptamos la validez de esta premisa básica, resulta necesario que quienes afirman que debe hacerse morir a los herejes están obligados a mostrar con toda claridad cuáles son las credenciales que los habilitan. O, en su defecto, a mostrar que los herejes caen bajo las mismas leyes que atañen, por ejemplo, a quienes incurren en la blasfemia: “Si es así, ¡que lo prueben! Que nos muestren que la herejía es idéntica a la blasfemia. Si Dios quería que los herejes fuesen condenados a muerte, ¿por qué no lo especificó expresamente? ¿Es que, por azar, será ese un olvido de su parte? Tantos siglos, tantos libros, ¿y nunca una palabra al respecto?”344. Calvino intenta, entonces imponer una nueva ley; una ley que no sólo tiene muy endebles fundamentos teológicos, sino que también puede ocasionar resultados políticos muy temibles. Pues esta máxima según la cual es lícito hacer morir a los herejes, hecha propia por las distintas confesiones, resulta de extrema peligrosidad, dado que jamás ha existido ninguna secta que no haya pensado que la verdad se encontraba de su lado, y, por tanto, que todos las demás incurrían en la herejía345. Así, si los hombres se obstinan en seguir el “consejo de Calvino, no habrá secta que no condene y que no persiga a todas las otras (¿qué secta no se considera a sí misma como la mejor?)”346. Por tal motivo, a fin de desacreditar las opiniones de Calvino -y también, en consecuencia, de todos los perseguidores- Castellion se propondrá mostrar (al igual que ya lo había hecho en su Cuando escribimos sobre “un asunto largamente conocido, no tenemos la costumbre de definirlo”, sostiene Castellion, pues “en principio, estimamos que hablamos de la misma cosa que las otras personas”. De modo tal, que si decimos que los ladrones deben ser condenados a muerte, todos nuestros interlocutores pensarán que es lícito aplicar la pena capital a aquellos a los que cada uno tiene por ladrón. “Ahora bien, de la misma manera, si Calvino dice que es necesario matar a los herejes, todos los que quieran obedecer a esta ley, matarán a quienes tienen por herejes”. CLC, Vaticanus, 129, pp.267-268. 343 CLC, Vaticanus, 129, p.266. 344 CLC, Vaticanus, 129, p.267. 345 “C’est ainsi que les papistes tueront les luthériens, les zwingliens et les anabaptistes, et que les luthériens tueront les papistes, les anabaptistes et les zwingliens. Et de même pour tous les autres. Car aucune secte ne doute jamais qu’elle-même pense juste et que les autres sont hérétiques. C’est ainsi que tous les hommes conspirent les uns contre les autres”. CLC, Vaticanus, 129, p.268. 346 CLC, Vaticanus, 129, p.269. 342 109 Traité des hérétiques, y como volverá a hacerlo en su Conseil à la France desolée) “qué son los verdaderos herejes, y cómo debemos actuar en relación con ellos”347. Ocurre a menudo que cometemos grandes y peligrosos errores por no haber comprendido palabras de origen extranjero. Esto lo constatamos con el término ecclesia, que significa una «asamblea», una «reunión», y que ha degenerado, en las lenguas vernáculas, para pasar a significar un «templo». Misma cosa para idolum, que es una «imagen», pero que ha inducido a pensar falsamente que poseer «imágenes» no es poseer «ídolos»348 En efecto, continúa Vaticanus en este inicio de su aclaración filológica, “si cada cosa tuviera su nombre en cada lengua, este tipo de errores no tendría lugar”; no obstante, dado que en muchas ocasiones los hombres de letras recurren a términos que tienen su origen en lenguas diversas, y los utilizan “frente a gentes ignorantes de estas lenguas”, se producen grandes equívocos y peligrosas malas interpretaciones. Y esto es, precisamente, lo que ha ocurrido con el concepto de herejía, identificado por muchos con el concepto de blasfemia. En efecto, si se recorren las opiniones comunes, podrá comprenderse que el hereje ha pasado a ser considerado “un mago, un ateo, el sectario de otro dios, o algún monstruo de este género. De tal modo que se perdona más fácilmente a los ladrones, a los traidores y los parricidas que a aquellos que se designa como «herejes»”349 En ese marco, Castellion señala que, según la etimología griega, la palabra herejía debe designar simplemente una elección. La que, en base a la mayor o menor coherencia que ella guarde con la palabra de Dios, debe ser juzgada como pieux -si quienes creen en ella actúan de acuerdo a las enseñanzas de Cristo-, como impies -si se desprecia a Dios después de haberlo conocido-, o como à mi-chemin –si se confiesa a Dios y cree en la Escritura, aunque no se la comprenda de un modo correcto. Así, en efecto, mientras 347 CLC, Vaticanus, 129, p.269. Las cursivas son del original. Como bien señala Étienne Barilier, las líneas que siguen a esta afirmación está redactadas por el “Castellion traducteur”, quien exige a Calvino una extrema precisión semántica, y advierte al lector de las enormes consecuencias que pueden derivarse de incurrir en pequeñas incomprensiones lingüísticas. En una tónica muy similar, aunque algunos años más tarde, Michel de Montaigne afirmará que la mayoría de los conflictos que aquejan a los hombres se producen por motivos gramaticales: “a| Nuestro lenguaje tiene sus flaquezas y sus defectos, como todo lo demás. Los tumultos del mundo obedecen en su mayor parte a motivos gramaticales. Nuestras querellas no surgen sino del debate sobre la interpretación de las leyes; y la mayoría de las guerras, de la impotencia de no haber sabido expresar claramente los convenios y tratados de acuerdo entre los príncipes. ¡Cuántas querellas, y qué importantes, ha producido en el mundo la duda sobre el sentido de la sílaba «Hoc»!. Los ensayos, II, 12, p.781. Esta última frase de Montaigne alude claramente a la interpretación de la sentencia de Cristo «Hoc est corpus meum» [Esto es mi cuerpo] (Mateo, 26:26; Lucas, 22:19), la que se encontraba a la base de la querella en torno al misterio de la eucaristía que mantenían católicos, luteranos, calvinistas y zwinglianos. En relación a estos tumultos, puede recordarse el mencionado affaire des placards, ocurrido la noche del 17 de octubre de 1534. 348 CLC, Vaticanus, 129, p.270. 349 CLC, Vaticanus, 129, p.270. Luego de señalar esto, continúa Castellion en la tónica que venimos señalando: “De modo que nuestro agitador [Calvino], habiendo comprendido este error popular, y pretendiendo oprimir a quien no fuera de su opinión, lo llamaba «hereje»”. CLC, Vaticanus, 129, p.271. 110 existen criterios (morales) muy evidentes que permiten excomulgar a aquellos obstinados que se empeñan en negar la verdad de las Escrituras, e incluso condenarlos a muerte por sus crímenes -como a cualquier otro que matara o robara-, la oscuridad de los dogmas teológicos impide bajo cualquier circunstancia que las Escrituras sean utilizadas, desde sus aspectos dogmáticos, como un criterio firme para juzgar las presuntas desviaciones doctrinales. En consecuencia, la única norma precisa se halla dada por la simple enseñanza de Cristo, y basta con seguir esos lineamientos para mantenerse dentro del terreno de la ortodoxia; o, a mejor decir, de la ortopraxia350: “Pues la verdad no está en las palabras; ella está en los actos”351. 2.2.2. Vaticanus y la doucer “La «regla» del Señor consiste en amonestar al pecador en forma separada; luego, ante distintos testigos; finalmente, en advertir a la comunidad. La primera admonición de Calvino [a Servet] consistió en insultos; la segunda fue la prisión; la tercera, la hoguera. Este modo de ser no pudo aprenderlo del Señor llamado Cristo”352. Así comienza Vaticanus su exhortación a la doucer. En efecto, continúa, la verdadera amonestación del hereje, para ser “buena y verdadera”, debe “estar inspirada por la caridad” y no por las cadenas, como lo ha estado la de Calvino. La reprimenda debe tener por fin el convencer amigablemente a quien se equivoca del error en el que se encuentra sumido, evitando coaccionarlo de cualquier modo, ya sea con grilletes, con torturas o amenazas de muerte. Pues, afirma Castellion, resulta una paradoja bastante cruel aquella que lleva a Calvino a estar tan “preocupado por la salud de las almas [como para llegar] al punto de quemar los cuerpos”353. Y esta situación se torna todavía más problemática cuando caemos en la cuenta de que, mediante sus reivindicaciones teóricas, el pastor ginebrino “no sólo pretende mostrar que ha actuado justamente, sino también [convencernos de] que todos los herejes En relación con esto, señala Salvadori, Castellion introduce una clara distinción entre la fe que se presenta “en un sentido general a la Palabra”, y las diversas interpretaciones que pueden brindarse en torno a aspectos particulares de la misma. 351 CLC, Vaticanus, 129, p.275. 352 CLC, Vaticanus, 14a, p.82. 353 CLC, Vaticanus, 17, p.86. La ejecución de Servet entraña, además, otra paradoja: la de que todos los hombres de su tiempo se encuentren presos del ardiente deseo de leer sus libros: “Maintenant que tu as brûle l’homme avec ses libres, tout le monde a l’ardent désir de les lire et pensé qu’il doit s’y trouver quelque chose de bon contre toi, puisque tu as voulu les détruire par le feu, et que tu cherches maintenant à les recouvrir sous les malédictions. C’est donc toi qui as excité tous ces troubles. Sans toi, rien de cela ne serait arrivé”. CLC, Vaticanus, 18, p.87. 350 111 deben ser tratado como él ha tratado a Servet”354. Siendo, además, que “pretende que sean tenidos por herejes todos aquellos que no piensan como él”355. Oponiéndose a esta doctrina de la coacción-como ya mencionamos al pasar en nuestro apartado anterior- Castellion intentará mostrar que “Calvino no puede invocar ninguna razón ni ninguna autoridad sólida” en favor de su propia pretensión, la que se asienta sólo sobre su “deseo de reinar”, es decir, sobre su ambición personal. Desarrollando esa estrategia argumental, Vaticanus traerá a colación algunos pasajes redactados por Calvino en la primera versión de su Institutio (1536), a fin de mostrar que las ideas allí desarrolladas se contradecían abiertamente con una doctrina de la persecución356, y dejando en evidencia, además, de qué modo había ido modificándose la posición del pastor ginebrino en la misma medida en que había ido adquiriendo un mayor poder político357. En efecto, señala Castellion en la conclusión del fragmento citado, “si alguien compara estos propósitos con el de este Calvino que escribe ahora, verá que estos dos textos se combaten como la luz y las tinieblas”358. A partir de estas observaciones, puede señalarse que el objetivo perseguido por el humanista saboyano durante estos pasajes centrales de su texto será doble: por un lado, intentará mostrar que los magistrados no se encuentran facultados para castigar por medio de la espada secular las faltas espirituales; por otro, que la doctrina que Cristo nos ha transmitido, fundamentalmente a partir de sus ejemplos, nos obligan a ser pacientes, moderados y caritativos con aquellos a quienes consideramos en el error. “Si Servet te hubiera combatido por las armas, habrías tenido razonar para apelar a los magistrados para defenderte. Pero él te combatía con escritos. ¿Por qué, contra escritos, has recurrido al hierro y a las llamas? ¿Por qué has llamado en tu rescate a los «piadosos magistrados»?”359, increpa Vaticanus a Calvino, introduciéndose de lleno en el primero de los aspectos mencionados. Es indudable que es preciso contar con cierta artillería para desempeñarse en cualquier batalla, pero también resulta muy evidente que la pluma no es un arma apta para combatir contra la espada y que la espada material no puede ser utilizada con honor y legitimidad para combatir a aquellos que nos atacan desde la esfera espiritual. “Sin duda”, afirma Castellion, “el servidor de Dios combate, pero con sus armas: la CLC, Vaticanus, 20, p.88. CLC, Vaticanus, 20, p.89. 356 Vale recordar aquí que algunos pasajes de esta primera edición de la Institutio habían sido incluidos como parte de la compilación que da cuerpo al Traité des hérétiques. Véase TDH, pp.123-124. 357 Como bien se ha señalado, nos encontramos aquí frente a una de las principales estrategias retóricas desarrolladas por Castellion: “Lo stesso Castellione, d’altronde, non perde occasione proprio nei suoi scritti più legati al caso Serveto di far notare il carattere -apparentemente- contraddittorio della posizione assunta dal teologo di Ginevra”. Stefania Salvadori, “Il martire e l’eretico ”, Op.cit., p.53. 358 CLC, Vaticanus, 31, p.109. 359 CLC, Vaticanus, 41, p.123. 354 355 112 justicia, la fe, la paciencia, y otras virtudes que Pablo atribuye al cristiano (Efesios, 6:1). El arma de Calvino, por el contrario, es el hierro”360. El papa de Ginebra ha aprendido del de Roma la peor de las lecciones: “a quemar a los hombres”, olvidando por completo el verdadero mensaje de Cristo; quien jamás prescribió la licitud de ejercer la violencia en nombre de la religión361, sino justo lo contrario362. En efecto, “si los robos, las rapiñas, los adulterios, los asesinatos, etc., son castigados, ellos no lo son para establecer el reino de Cristo, ni para justificar a los hombres, o volverlos piadosos. Ellos tampoco lo son para engendrar una creatura nueva, sino para proteger los cuerpos y los bienes de los buenos ciudadanos”363. El consenso sobre la necesidad de que los magistrados castiguen este tipo de delitos es universal entre judíos, turcos y cristianos; no obstante, esa unanimidad en el espacio secular no debe conducirnos al equívoco de confundir el reino celeste con los asuntos terrestres. Es necesario no confundir en absoluto [Itaque non debent hic omnia confundi]. Se trata, por el contrario, de poner cada cosa en su lugar, y de distinguir el reino celeste de los asuntos terrestres. El Cristo no se ocupa de aquello que no concierne a su reino. Pero sobre aquello que toca a su reino, su mensaje no deja lugar a dudas. Es por eso que, en estas cuestiones, siempre podemos retornar a él364. El dominus de Ginebra, por su parte, ha intentado confundir todo -con la clara intención de sostener la legitimidad de la punición de los herejes por parte de los magistrados seculares- con una “comparación absurda y falaz. Y sobre todo oscura. Es el hábito de Calvino: cuando desea engañar a su auditorio o a sus lectores, comienza a hablar de una manera embrollada, escapando como una anguila en aguas turbulentas”365. En una palabra, la analogía pergeñada por Calvino es la siguiente: del mismo modo en que, para CLC, Vaticanus, 44a, p.127. “Si son los hijos de Dios, harán las obras de Dios. Pero a aquellos no merecen la muerte, no los matarán. Pues eso, el hijo de Dios nunca lo hizo”. CLC, Vaticanus, 46a, p.128. 362 “Afirmar su fe [la de Cristo] no es hacer quemar a un hombre, es, antes bien, hacerse quemar. «Aquel que persevere hasta el final será salvado» (Mateo, 10:22) ¿Pero perseverando de qué modo? ¿Persiguiendo? No, soportando el sufrimiento. Tal es la verdadera manera de afirmar su fe; pero de esto Calvino no tiene conocimiento”. CLC, Vaticanus, 46b, p.129. A la ironía sobre este desconocimiento de los dogmas más simples y ciertos que nos ha transmitido la Escritura, Castellion añade también la inversa, al señalar que Calvino posee conocimientos muy claros sobre cuestiones sobre las que nadie entiende casi nada; conocimientos, además, que le han permitido condenar a Servet: “Ah oui, ce fut des causes dont les princes son bien informés que Servet dut périr: la Trinité, le Destin, le libre arbitre et quelques autres notions sur les quelles nul ne parvaient à s’entrendre, sur toute la face de la terre. Mais Calvin, lui, est bien informé de tout”. CLC, Vaticanus, 49a, p.131. 363 CLC, Vaticanus, 63, p.145. 364 CLC, Vaticanus, 63, p.146. Como dirá algunas páginas más adelante: “El magistrado castiga la acción, Dios castiga el pensamiento… Uno el cuerpo, el otro el alma. No hacer esta distinción, es confundirlo todo”. CLC, Vaticanus, 112a, p.219. 365 CLC, Vaticanus, 71, p.152. 360 361 113 enseñar el Evangelio es lícito recurrir a la elocuencia, aun cuando ella no sea indispensable, resulta legítimo, para proteger a la religión, recurrir a la espada, aun cuando ella no sea necesaria. El carácter absurdo de esta comparación, responde Castellion, es que la coacción no es a la religión lo que la elocuencia es a la doctrina, pues la religión existe sin el hierro, y necesita de la espada en la misma medida en que necesita “de la riqueza o el arado”. En cuanto a nosotros -continúa-, proponemos una comparación netamente más adecuada: del mismo modo en que la espada, sea pulida, rugosa o aguda, es necesaria en el combate, el Evangelio, para ser enseñado, tiene necesidad del discurso, sea este rudimentario u ornado. De igual modo en que los combates se hacen con hierro, y no con palabras, la religión trata con las palabras, y no los golpes de espada366. Es en este particular contexto de su refutación, y de distinción entre lo que compete al magistrado y lo que es propio del doctor, que Castellion introduce aquel pasaje que hará pasar a la historia al Contra libellum Calvini, pasaje en el cual, además, pueden verse refrendadas y condensadas muchas de las ideas que hasta aquí hemos venido desarrollado. Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre. Cuando los ginebrinos mataron a Servet, no defendieron una doctrina, mataron a un hombre. La defensa de la doctrina no es un asunto del magistrado (¿qué tiene que ver la espada con la doctrina?), es asunto de los doctores. El deber del magistrado es el de defender al doctor como el defiende al campesino, al artesano, al médico, y a cualquier otro, contra las injusticias. Es por eso que, si Servet hubiera querido matar a Calvino, el magistrado hubiera estado en todo su derecho de defender a Calvino. Pero Servet lo ha combatido con argumentos y con escritos; él debía combatirlo con argumentos y con escritos367. La defensa de la doctrina, es decir, de la religión, no compete en absoluto a los magistrados, sino tan sólo a los ministros; de igual modo, no es a los ministros a quienes CLC, Vaticanus, 71, p.153. CLC, Vaticanus, 77, p.161. En cuanto a la historia a la que hemos aludido, digamos muy brevemente lo siguiente: parece haber sido está frase la que más impacto produjo en Ferdinand Buisson y Stefan Zweig, y es la misma con la que Hans Guggisberg finaliza su biografía sobre Castellion. Asimismo, Étienne Barilier sostiene que en ella podemos encontrar uno de los más firmes pilares de la tolerancia sostenida por Castellion. Oponiéndose a las afirmaciones de Thierry Wanegfellen, para quien dicha tolerancia se asienta principalmente en la oscuridad de las Escrituras, y, por tanto, en la imposibilidad de decidir cuál es el sentido último de ellas, Barilier cree que el posicionamiento de Castellion se asienta “dans le sentiment d’humanité” que el humanista exhibe frente al sufrimiento ajeno. Por otra parte, Barillier encuentra aquí una suerte de bisagra textual a partir de la cual la comparación entre la figura de Servet y la figura de Cristo, con sus respectivas pasiones, comienza a ser cada vez más elocuente. 366 367 114 corresponde castigar delitos comunes como robos u homicidios, sino a los magistrados seculares. Éstos no cuentan más que con la fuerza de la espada; aquellos, con las armas de la elocuencia y la palabra, pues Cristo lo ha dicho con toda claridad: la única espada que compete a los asuntos de la religión es la espada espiritual, y sus armas poco tienen que ver con el hierro y el fuego. Así, señala Stefania Salvadori, “en contra de la afirmación, contenida en la Defensio, según la cual los magistrados tenían el mandato de defender la verdadera doctrina con la espada, Castellion nos recuerda que estos no habían sido establecidos para combatir las ideas, sino sólo para mantener el orden público en el que se basa toda sociedad”368. En tal sentido, el pastor y el doctor deben ser protegidos -del mismo modo en el que lo son todos los demás ciudadanos- de los posibles crímenes de los malvados, pero no de las argumentaciones que contradicen su parecer; las cuales deben ser refutadas por el solo uso de los razonamientos. En efecto, Castellion destinará la serie de apartados subsiguientes a desarticular uno de los principales argumentos esgrimidos en favor de la coacción secular por motivos espirituales: aquellos pergeñados por san Agustín a partir de la parábola del banquete369. La estrategia argumental que Castellion desarrollará para refutar esos argumentos tiene, en términos generales, dos movimientos. En primer lugar, retomando una vez más la primera edición de la Institutio, Castellion intentará defender su posición a partir de las propias palabras de su adversario, develando el “escandaloso desacuerdo” que existe entre el Calvino que se hallaba desposeído de todo poder, y que, por lo tanto, trazaba una clara separación entre el magistrado y la Iglesia, y aquel que, habiendo accedido al dominio político y sentido la necesidad de sostener la ortodoxia de sus propias filas, ha llegado a comenzado a defender “que es el oficio del magistrado el coaccionar a la fe”370. En segundo lugar, retrotrayéndose hacia los orígenes de la doctrina cristiana, Castellion buscará mostrar que -incluso más allá de lo que haya pensado y dicho Agustín, StefaniaSalvadori, “Il martire e l’eretico”, Op.cit, p.58. No sólo los textos refutados nos recuerdan a aquellos que Pierre Bayle abordará más de un siglo después en su Commentaire philosophique, sino también la estrategia argumental, centrada, por un lado, en un detenido análisis de las Escrituras, y, por otro, en un clara subjetivación de la verdad; cuyo carácter resulta ya inseparable de la sinceridad de la creencia: “Voyons, Calvin, mets-tu Servet à mort parce qu’il pense ainsi, ou parce qu’il parle ainsi ? Si tu le mets à mort parce qu’il parle comme il pense, tu le tues à cause de la vérité : car la vérité, c’est de dire ce qu’on pense, quand même on se trompe [nam veritas est dicere quae sentias, etiamsi erres]. Le Psaume 15 déclare hereux celui qui dit en vérité ce qu’il a dans son âme. Et toi, tu mets à mort un tel homme ? Plutôt que de le tuer parce qu’il pense ainsi, enseigne-lui à penser autrement. Ou alors, prouve-nous que les Saintes Ecritures réclament la mort de ceux qui se trompent ou qui pensent mal”. CLC, Vaticanus, 80, p.165. Una consideración similar será proferida algunas páginas más adelante: “Calvin a tué Servet pour la vérité, car Servet, lui, ne voulait pas mentir. Si Servet avait voulu se rétracter, et parler contre sa conscience, il en serait réchappé. Mais parce qu’il a dit ce qu’il pensait, il a péri”. CLC, Vaticanus, 91, p.190. 370 CLC, Vaticanus, 81a, p.167. 368 369 115 o cómo se lo haya interpretado a lo largo de la historia- el ejemplo que el propio Cristo nos ha legado es más que claro. Algunos pretenden que los discípulos de Cristo deben cultivar la mansedumbre de la que el Señor daba prueba. Pues, dicen ellos, no fue con las armas que empujó a los obstinados a obedecerle. Él siempre intentó a atraerlos a través de una doctrina de la doucer, a fin de realizar la profecía de Isaías (42:1-4)371. A partir de esta afirmación de Calvino, Vaticanus intentará mostrar, por un lado, que la espada de Cristo no fue otra que la palabra (y que, por lo tanto, él mismo nos alejó de toda posibilidad de recurrir a la espada secular), y por otro, que su ejemplo nos insta a abrazar una doctrina de la doucer, la paciencia y la caridad. En efecto, si “Calvino (que se pretende el vicario de Cristo)”, hubiera deseado imitar realmente a su propio maestro, “no debía enviar a Servet frente a los magistrados para que lo apresaran y mataran, ni ser su acusador (él, o su cocinero372). Él debía aprehender a Servet con sus propia manos, y con sus propias armas, es decir, [con] la palabra”373. Cristo jamás afirmó que había sido enviado a la tierra para castigar a los hombres, sino todo lo contrario: “Cristo dijo que no vino a condenar, sino a salvar. Es por eso que concedió el don de curar y de consolar, y otros por el estilo. Que él haya concedido el don de matar, no lo he leído en ninguna parte. Pero que él abolirá todo tipo de poder, sí lo he leído. Él nos ha dado una palabra fuerte e invencible, que nos permite obligar a los insumisos, pero no nos ha dado la espada”374. Asimismo, si miramos el ejemplo de sus seguidores más directos y cercanos, nos encontraremos con iguales enseñanzas. Los apóstoles sólo exhortaban a los hombres a través del verbo, y castigaban “a los culpables que tenían al alcance del poder de este verbo, por aquellos pecados que tocaban a las palabras y a la doctrina”375. Y, por el contrario, “los magistrados deben castigar con su arma, a saber, la espada, a los culpables que tienen al alcance del poder de esta espada, por las faltas que esta espada tiene el derecho de castigar”376. Si se obrara de otra manera, “se mezclarían las cosas sagradas con las cosas CLC, Calvin, 82a, p.169. Quien representó a Calvino al momento de la denuncia de Servet fue Nicolás de la Fontaine, presunto “cocinero” del pastor, aunque las evidencias históricas los señalaban más bien como su secretario. Asimismo, el hecho de que no fuera Calvino en persona quien dirigiera la acusación responde a dos motivos: el primero responde a una cuestión política, repetida varias veces por Castellion: Calvino pretendía evitar ser considerado culpable de asesinato; el segundo, a una cuestión operativa: las leyes de la época mandaban que el acusador fuera apresado junto con el acusado hasta el momento del juicio, a fin de prevenir la calumnia. 373 CLC, Vaticanus, 82a, p.171. 374 CLC, Vaticanus, 90, p.187. 375 CLC, Vaticanus, 91, p.189. 376 CLC, Vaticanus, 91, p.189. 371 372 116 profanas”377; tal como ha pretendido hacerlo Calvino a través del asesinato de Servet, asesinato con el cual no ha hecho sino “demostrar la debilidad de su palabra para la gloria de la espada, que es su Dios”378. 2.2.3. La letra y el espíritu “Las Escrituras incluyen algunos testimonios que no carecen, al parecer, de una cierta claridad: dejad que la cizaña crezca con el buen grano, dice Cristo, a fin de que luego sean recogidos por separado (Mateo, 13:30). Pero, si actuamos exactamente así, no solamente el magistrado no tiene el derecho de usar la espada, sino que toda la disciplina está caduca”379. A partir de esta afirmación de Calvino, Vaticanus sostiene que “es necesario explicar precisamente qué significa «arrancar la cizaña», dado que ello resulta de la más alta importancia para la cuestión presente”380. En tal sentido, continúa, dejar que la cizaña crezca junto al trigo implica no juzgar antes de tiempo, es decir, esperar a que sea Dios el que decida quién se encuentra en la verdad y quién en el error. Es Dios, en última instancia, el único capaz de arrojar un poco de luz sobre las tinieblas que cubren muchos pasajes bíblicos381, y de revelar, además, la verdaderas “intenciones de los corazones”. “Estas cosas ocultas no serán reveladas antes de que brille el día de la venida de Dios”, CLC, Vaticanus, 91, p.189. Como ya hemos mencionado en nuestro análisis del TDH, esta tajante distinción nos conduce hacia otra consecuencia importante: aquella según la cual la medida más extrema que puede tomar un ministro con quienes se apartan de las opiniones admitidas, se reduce a la excomunión. En ese sentido, sostiene Castellion, no debe caerse en el engaño de pensar que matar a un hombre significa lo mismo que “amputar un miembro”, pues apartar a un miembro de la comunidad, tal como lo enseña san Pablo (Romanos, 11:20) a propósito de los judíos, no implica infringirle un castigo corporal, sino sólo obligarlo a abandonar una comunidad espiritual. “Del mismo modo, cuando un hereje es muerto, no es amputado del cuerpo de Cristo, sino de la vida del cuerpo” (CLC, Vaticanus, 94, p.193); lo que pone de manifiesto, una vez más, la ilicitud de tal pena. 378 CLC, Vaticanus, 91, p.190. 379 CLC, Calvin, 96, p.194. El corolario de este pasaje de Calvino puede encontrarse algunos parágrafos más adelante, cuando el líder ginebrino afirme lo que sigue: “Es inútil continuar más tiempo sobre este asunto. El fin de un gobernante justo es el de preservar un orden legítimo entre los hombres. Descuidar la piedad disipa este orden, de tal modo que la vida de los hombres, sin ella, deviene un sin sentido. Brevemente, un gobierno que descuida la religión es un gobierno mutilado. Y los magistrados que no se ocupan más que de los asuntos públicos, y no piensan en hacer observar el culto divino, son mequetrefes pasivos”. Contundente afirmación ante la que Vaticanus responderá lo siguiente: “¿El orden legítimo? El pastor se ocupa de las almas y el magistrado de los cuerpos. Aquel que arrastra las almas frente al magistrado, priva al pastor de su oficio y pervierte por completo el orden. Moisés conducía la guerra con sus oraciones, y Josué con sus brazos. Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios (Mateo, 22:21). CLC, 115, pp.222-223. 380 CLC, Vaticanus, 96, p.194. 381 Como ya hemos señalado, no obstante esta insuperable oscuridad que envuelve a los dogmas doctrinales, la Escritura nos ha enseñado, con toda claridad, algunos preceptos morales; que son, a ojos de Castellion, los que realmente importan: “La doctrina de la piedad: amar a nuestros enemigos, hacer el bien a los que nos hacen mal, tener hambre y sed de justicia, bienaventurados aquellos que sufren la persecución por la causa de la justicia… Estas cosas, y otras del mismo género, son ciertas, aun cuando cuestiones oscuras sobre la Trinidad, la Predestinación, la Elección, etc., permanezcan ignoradas”. CLC, Vaticanus, 28d, p.100. En efecto, plegándonos al comentario de Étienne Barilier, podríamos resaltar el elocuente “tono erasmiano” de estas líneas, en donde ortopraxia alcanza una clara preeminencia por sobre la ortodoxia. 377 117 afirma Castellion, y, por tanto, antes de que ese día haya arribado, es imposible “saber quién será reprobado”382. Resaltando nuevamente la clara distinción que debe existir entre el ámbito secular y el ámbito espiritual, Castellion señala que cuando un magistrado hace ejecutar una sentencia capital en contra de un ladrón o un asesino, no está cometiendo falta alguna, pues no está apartando al reo de la comunidad espiritual fundada por Cristo, sino simplemente “arrancándolo de esta vida presente”. Al mismo tiempo, los tribunales de justicia no condenan a muerte a un ladrón por que éste “sea malvado, sino porque ha hecho un mal”383. Por el contrario, el castigo de los herejes no se limita a este mundo, dado que aquellos que pretenden hacerlos morir no reducen sus penas al ámbito temporal, sino que al considerarlos intrínsecamente pervertidos- los condenan por toda la eternidad; lo que claramente representa “una manera de anticipar el juicio de Dios”384. He aquí por qué, en tanto que la sanción de los delincuentes comunes -incluida la pena de muerte- no es considerada por Castellion como una medida que pueda reprobarse, la condena capital de los herejes implica una “falta” muy grave. Y la razón última del carácter ilegítimo de esa condena se encuentra en las propias prescripciones que nos ha brindado Cristo durante su venida: Cristo nos ha ordenado dejarlos [a los herejes] hasta el momento de la cosecha, para evitar el caso de que por azar un hombre de bien fuese asesinado junto con ellos: más vale dejar que todos los malvados vivan hasta el Juicio antes de que un solo bueno sea muerto con ellos385. En tal sentido, puede afirmarse que Castellion, a diferencia de Calvino, pretende que ya nadie sea castigado de acuerdo con los preceptos de la ley mosaica386, caducos desde la llegada de Cristo. Posicionándose nuevamente en las antípodas del pastor ginebrino, que pretende devolver a los hombres a los tiempos inmemoriales en los que los judíos leían a Moisés “avec un voile sur le visage” (II Corintios, 3:15), Castellion pretende que todas las CLC, Vaticanus, 96, p.195. CLC, Vaticanus, 96, p.196. Las cursivas son del original. 384 CLC, Vaticanus, 96, p.196. 385 CLC, Vaticanus, 96, p.197. Uno de los principales argumentos que Calvino había esgrimido en favor de su posición sostenía que no deben tolerarse los males que pueden ser corregidos sin que de ello se deriven “consecuencias perniciosas”. Ahora bien, responde Castellion a estaafirmación: “Exterminer ceux qu’on tient pour hérétiques, ce ne serait pas le comble du pernicieux ?”. CLC, Vaticanus, 100b, p.203. 386 Véase, en particular, CLC, Vaticanus, 122, pp.236-239. 382 383 118 penas sean adoucies, pues actuar de otro modo sería “no comprender que el Cristo es el fin de la ley”387. Es decir, la sustitución de la religión del castigo por la religión de la caridad. Pero de todas formas, prosigue Castellion algunas páginas más adelante - elevando una vez más su apuesta argumental-, aun cuando concediéramos a Calvino que “la venida de Cristo no ha modificado el orden político ni ha quitado ningún atributo al oficio del magistrado”388, e incluso si aceptáramos “toda la ley de Moisés, eso no cambiaría nada del asunto”389, dado que es imposible encontrar en toda la Escritura alguna ley que ordene castigar a los herejes con la muerte390. Y por eso, en efecto, como ya hemos señalado, que la estrategia retórica de Calvino ha consistido básicamente en utilizar distintos circunloquios a fin de evitar brindar una clara definición de la herejía, al mismo tiempo que recurría a distintos engaños para asimilar los herejes a los blasfemos. “Equivocarse no es blasfemar”, afirma Castellion, y dicha distinción resulta crucial, “sobre todo en las causas en las que la vida está juego, y si no queremos ejecutar hombres a la ligera, por un crimen desconocido, y que la ley no menciona jamás”391. Al respecto, puede decirse que Calvino ha incurrido en un doble “abuso” retórico: en primer lugar, ha pretendido que la ley tenga aplicación sobre quienes incurren en una equivocación, cuando ella “permanece muda” en relación con ellos; en segundo, ha insistido en que, luego de la venida de Cristo, “el reino de la ley permanece, y que permanecen las mismas razones para castigar”392. Castellion, en tanto, habiendo dedicado gran parte de su atención a desarticular los artilugios retóricos que Calvino había esgrimido en favor de aquel primer abuso, dedicará algunos pasajes centrales del Contra libellum Calvini para defender una posición antagónica de esta segunda tesis sostenida por su adversario, afirmando que la venida de Cristo ha dejado caduca la ley mosaica: “¿Pero qué hombre sano de espíritu acordaría que bajo el reino de Cristo la ley permanece?”393, se pregunta Castellion, respondiendo, algunas líneas más abajo, que no caben dudas de que el nacimiento de Jesús ha marcado un antes y un después en relación con la ley dada por Moisés: “La ley, pues, fue trasferida, ella pasó de Moisés al Cristo, de la oscuridad a la luz, CLC, Vaticanus, 122, p.239. CLC, Calvin, 125, p.243. 389 CLC, Vaticanus, 125, p.244. 390 CLC, Vaticanus, 125, p.244. 391 CLC, Vaticanus, 125, p.245. 392 CLC, Vaticanus, 125, p.245. 393 CLC, Vaticanus, 125, p.245. El pasaje continúa del siguiente modo: “Qui supporterait qu’on lui arranche le Christ por retourner à Moïse, en compagnie de Calvin ? Que Calvin, avec ses amis Juifs, soit le disciple de Moïse. Pour nous, le Messie est venue. C’est notre législateur, et c’est à sa loi que nous voulons obéir. Voilà ce que nous croyons : la loi fut notre maîtres jusqu’à Christ, jusqu’à ce que vienne la descendance promise. Là où le Christ est venu, la loi qui nous gardait doit céder le pas”. 387 388 119 de la imagen a la cosa misma, de la carne al espíritu. Pablo ha dicho en otra parte que esta ley es espiritual, y es exactamente esto lo que yo mismo digo”394. Cristo, a diferencia de Moisés, ha establecido que las penas de aquellos que incurren en alguna falta respecto de la religión no deben ser corporales, sino tan sólo espirituales. Esto implica que los magistrados seculares quedan excluidos de toda posibilidad de participar del castigo de los herejes, pues su ámbito de injerencia legítimo queda estrictamente reducido a los asuntos terrenales395. Con la llegada de Cristo, entonces -reafirma Castellion- “la pena ha pasado de la materia al espíritu”, y la espada de acero ya no guarda ninguna “relación con las cuestiones de las ceremonias o la religión; de carnal, ella ha devenido espiritual”396. 3. Un país que se desangra. Nous comprendrons alors ce qui se passerait si les princes suivaient le conseil de Calvin. […] Si donc on veut suivre le conseil de Calvin, il n’y aura pas de secte qui no condamnera et ne persécutera toutes les autres (quelle secte ne se considère pas ellemême comme la meilleure?). Sébastien Castellion, Contre le libelle de Calvin, §129 Como ya hemos señalado con cierto detalle en nuestro primer capítulo, el comienzo de la década de 1560 será decisivo para la evolución de la historia política y religiosa de una Francia desgarrada por las luchas entre protestantes y católicos. Luego de la muerte de Enrique II, ocurrida hacia fines de 1559, se producirá un giro en la política real: en lugar de perseguir a los herejes, el gobierno se inclinará, primero, hacia una política de conciliación, CLC, Vaticanus, 125, p.246. “Mais maintenant on en vient au Christ, qui est le prophète véritable, ainsi que le montre Etienne, et dont le Père a dit qu’il fallait l’écouter. Et le Christ veut que si quelqu’un ne l’écoute pas, son âme soit punie. Son âme et non son corps. […] On voit bien ici que la punition de l’incrédulité ou de l’abandon du Christ n’est pas confiée au magistrat, mais réservée au Dieu”. CLC, Vaticanus, 125, p.248. 396 CLC, Vaticanus, 125, pp.250-251. Cabe mencionar aquí que en las páginas siguientes Castellion mostrará una fuerte oposición respecto de otro de los principios sostenidos por Calvino: el de que los magistrados seculares son los que deben encargarse de mantener la piedad entre los hombres. En ese aspecto específico, afirma el humanista, el pastor ginebrino tiene mucha razón cuando “dice que la venida de Cristo no modificó el orden político”, pues al igual que en los tiempos de Moisés, los magistrados siguen siendo necesarios para sostener la sociedad humana, en tanto que “abandonar el orden político es como dejar de lado la agricultura, la medicina y otras cosas necesarias para la vida” (CLC, Vaticanus, 125, p.252). No obstante, es necesario señalar que cuando los magistrados castigan a los criminales -tanto en tiempos anteriores a Cristo, como en los posteriores a su venida- no lo hacen “porque Moisés lo ordena, sino porque la ley de la naturaleza y de la equidad lo manda. Esta ley ha existido antes de Moisés, y entre otras naciones. Pablo certifica por cierto que las leyes se hallan escritas en los corazones. Es por eso que quienes fueron magistrados antes de Moisés, o en otros Estados, han castigado a los homicidios, los adulterios y los otros crímenes, no según la ley de Moisés, sino según la ley natural”. CLC, Vaticanus, 125, p.252. Una afirmación similar puede hallarse en CFD, p.63 y ss. 394 395 120 y más tarde, hacia el reconocimiento de una tolerancia civil provisional; tolerancia que, como también hemos visto, terminará por producir una serie de consecuencias paradójicas. El Edicto de Saint-Germain, sancionado en enero de 1562, no logrará establecer la paz, sino que desencadenará una serie de conflictos políticos, religiosos y militares que sólo encontrarán cierta pacificación duradera en las postrimerías del siglo de la Reforma. Es en el inicio de este escenario de pasiones encendidas donde Castellion intentará interceder a través de su Conseil à la France desolée, es decir, en palabras de Marius Valkhoff, a través de este “manifiesto pacifista y ecuménico en el que se esfuerza por ser completamente objetivo, cosa excepcional en esta época”397. Castellion intentará posicionarse en un espacio equidistante entre católicos y evangélicos -términos oficiales establecidos por los distintos edictos con el fin de evitar injurias mutuas-, y mostrar a ambos partidos que los males que asolan a la realidad francesa no provienen de las prerrogativas de la libertad, sino de su ausencia. En efecto, esbozando una línea de continuidad entre el Traité des héretiques, el Contra le libelle de Calvin y el Conseil à la France desolée, podríamos señalar que la desolación de Francia se debe a que los hombres y principalmente quienes ocupan posiciones de poder y decisión- se han empeñado en adoptar la perniciosa doctrina impulsada por Calvino. Siguiendo el consejo de este ambicioso pastor, se ha confundido la impiedad con la herejía, la malicia con el error, el ámbito espiritual con el ámbito secular, la amonestación caritativa con la coacción de la espada. Todo ello no podrá tener más que trágicas consecuencias prácticas, y nada más que un remedio: dejar que cada uno crea a propia cuenta y riesgo, exigiendo sólo el respeto de un cúmulo mínimo de preceptos morales. Tales preceptos eran los que Castellion había aprendido de su propio padre, quien ignoraba las diversas elucubraciones teológicas acerca del dogma de la predestinación, pero conocía muy bien que robar, mentir y matar eran acciones contrarias a lo que Cristo nos había prescrito con su propia vida. Ahora bien, dado que el escenario histórico, político e intelectual en el que se inscribe el Conseil resultaría incompleto sin una referencia al anónimo Exhortation aux princes, del que el propio Castellion admite haber tomado algunas de sus ideas -e incluso, podríamos agregar nosotros, hasta el propio título de su trabajo398-, creemos necesario Marius Valkhoff, “Preface”, CFD, p.10. Es en su apartado “Consideration de l’avenir”, es decir, en el momento en el que sugiere diversas hipótesis acerca del futuro del conflicto confesional, donde Castellion retoma la tesis de la Exhortation. Más en particular, cuando presenta su séptimo punto, referido a la posibilidad de “appointer et laisser les deux religions libres”. Es allí, pues, donde afirma lo siguiente: “Mais devant que venir à ce poinct, je veux faire mencion d’un petit livre imprimé l’an passé [1561] en françois, dont le tiltre est Exhortation aux princes et seigneurs du conseil du Roy, auquel livre est donné le mesme conseil que je veux donner, c’est de permettre en France deux Eglises. Le dict livre (selon mon avis, et de tous ceux auxquels j’en ay parlé et qui l’ont leü) es escrit par ung homme 397 398 121 realizar un breve repaso de la tesis presentadas en este breve opúsculo antes de internarnos de lleno en el texto del humanista. 3.1. Un reino, dos Iglesias: la Exhortation aux Princes Retomando la interpretación realizada por Joseph Lecler, podríamos afirmar que “la Exhortación a los príncipes inaugura en Francia una serie de manifiestos en los que los defensores de la tolerancia expresan el punto de vista propiamente «político» y nacional”399. En tal sentido, el texto de la Exhortation aux Princes quizás pueda ser comprendido como uno de los máximos exponentes de este período de transición al que nos hemos referido más arriba. Anónimo atribuido a Étienne Pasquier (1529-1615)400, impreso por primera vez en el año 1561, la Exhortación parece representar en sus páginas la conciencia de una época. La conciencia de un momento histórico particular; un momento en el cual comenzará a vislumbrarse tanto el resquebrajamiento de una estrategia política como el preludio de otra diferente. La que muere no es otra que la política de los Concilios; la que se augura, la de los Edictos. Es decir, una política no ya basada en el anhelo de la reconciliación entre católicos y protestantes a partir de un credo communis, sino más bien en la posibilidad de la coexistencia. En efecto, vista la dificultad de llevar a la práctica los ideales del irenismo erasmiano que habían guiado los destinos franceses entre 1520 y 1560, el autor de la Exhortation no dudará en dirigir su discurso a los príncipes y consejeros privados del rey, a fin de proponerles un golpe de timón capaz de evitar el desarrollo de los peligrosos movimientos de sedición que amenazan a Francia, y, por lo prudent, quel qu’il soit, et qui donne un conseil très bon et profitable”. CFD, p.53. Mantenemos la grafía original. 399 Joseph Lecler, Op.cit, T.II, p.56. Beame parece acordar con esta posición, ubicando al autor de la Exhotation en ese espacio intermedio que existe entre los “ultra-conservadores”, que se oponen a la tolerancia bajo toda condición, y los abiertos defensores de la libertad. Veáse E.M. Beame, Op.cit., p.256. En tal sentido, los politiques podrían ser identificados como aquellos que bregan por la tolerancia civil entendiéndola como el mal menor. 400 Esta atribución se debe a que la Exhoration está firmada por “S.P.P.”, de lo podríamos inferir el nombre latino de Pasquier: Stephanus Paschasii Parisinus. La misma se ha vuelto corriente desde que León Feugère, autor del Essai sur la vie et les ouvrages d’EtiennePasquier (Paris, Librairie de Firmin Didot Frères, 1848, pp.209-210), incluyera a la Exhortation entre las producciones del humanista. Albert Chamberland (“EtiennePasquier et l'intolérance religieuse au XVIe siècle”, Revue d'histoire moderne et contemporaine, 1, 1899-1900, pp. 38-49) se opuso a esta atribución, y supo mostrar muy buenos argumentos biográficos e históricos que permiten concluir que Pasquier difícilmente pudo ser el autor de la Exhortation. Joseph Lecler tampoco comparte la opinión de Feugère, y retoma en su estudio algunas de las razones presentadas por Chamberland (Op.cit, T.II, pp.51-52). De todas formas, podemos señalar aquí, más allá de quién haya sido efectivamente su autor, de lo que no se puede dudar es de su auténtica existencia en aquella época; lo que lo convierte en un documento de inestimable valor para reconstruir el escenario político e intelectual en que tuvo nacimiento esa posición filosófico-política que más tarde se consolidará con los politiques. 122 tanto, el colapso del reino401. He ahí su motivo principal, su tesis: dado que ya no es posible alcanzar la reunificación religiosa, lo que queda por defender y resguardar es la unidad política. Pero también es cierto que el argumento político no es el único que se expresa en estas páginas; él se halla mixturado con otros dos: el primero refiere a la necesidad de respetar la libertad de la conciencia, evitando “forzarla con golpes de espada”; el segundo, a la urgencia por evitar que aquellos que adhieren a las naciente confesión reformada, al verla prohibida, terminen por adherir sus voluntades a posiciones irreligiosas o ateas. Estas posiciones, como ya pudimos ver en nuestra introducción, y como volveremos a constatar en ocasión de nuestro análisis de Bodin, resultan -para los autores de esta época- el mayor peligro imaginable. Examinemos todo esto con mayor detalle. El autor comienza la Exhortation apelando a benevolencia de los magistrados, y reclamando para sí la libertad de hablar,“no bajo la esperanza de insinuarles otros instintos de religión que aquellos que cada uno posee particularmente, sino para que presten la vista y el oído”402 a su discurso, concebido siguiendo los “deberes” que su propia conciencia “le ha ordenado”. Realizada esta presentación, en la que la voz interior de la conciencia aparece por primera vez en un lugar destacado, el autor entra de lleno en su tema, impugnando la manera en que ciertos hombres de su tiempo suelen relacionarse con su religión: el modo en “como he visto que algunos la practican”, afirma, provoca más contratiempos que beneficios, adquiriendo un papel contrario al que debería tener; en vez de producir sosiego, genera discordia. Las discusiones de religión entre romanos y protestantes (pues encuentro mejor de elegir estos términos para el presente [discurso] antes que utilizar otros nombres de perniciosas consecuencias) no aportan ninguna comodidad más que una división en la comunidad, de donde nacen todas las sediciones403. Del mismo modo en que los católicos consideran a los protestantes como “herejes y cismáticos”, los protestantes detestan a los romanos a causa de su presunta idolatría y por los abusos en los que éstos han solido incurrir en la defensa de la “fe de sus ancestros”. Estos abusos, podemos inferir de las páginas que siguen, no sólo son relativos al ámbito político, sino también al teológico. Por ese motivo, el autor de la Exhortation adoptará una El título completo del panfleto es el siguiente: Exhortation aux Princes et seigneurs du conseil privé du Roy pour obvier aux seditions qui ocultement semblent nous menacer pour le fait de la Religion. 402 Exhortation aux princes, documento catalogado bajo el N° 314263, Bibliothèque Nationale de France, 1561, pp.3-4. La traducción es nuestra. En adelante, EP. 403 EP, p.4. 401 123 posición de suma cautela, aseverando que resulta una “temeridad presuntuosa y obra de un hombre arrogante” el pretender brindar interpretaciones inequívocas de los caminos pergeñados por la voluntad divina. “Grandes y maravillosos son los misterios de este poderoso Dios”404, por lo que resulta una empresa imposible para los hombres el penetrar en los motivos del cielo. Ahora bien, “¿qué podemos concluir de aquí?”405, se pregunta el autor; responde lo siguiente: si la voluntad divina resulta inescrutable para nuestros ojos, no nos queda más remedio que conformamos con aquel único instrumento de guía del que todavía disponemos. En tal sentido, lo que debemos procurar es “vivir todos en reposo con nuestra conciencia, y en la ley bajo la cual estimamos ser llamados”406. En conclusión, dado que los misterios del cielo son una incógnita irresoluble para los seres humanos; que, como consecuencia de dicha incertidumbre, las discusiones entre las diversas confesiones son inevitables; y que, finalmente, esos altercados producen las más trágicas consecuencias políticas, no quedan más que dos soluciones posibles: o suprimir la religión protestante de los confines del reino, o establecer una nueva legislación que disponga la coexistencia pacífica (al menos de un modo provisional). Enemigo de los conflictos, y aun sugiriendo a los magistrados sus preferencias subjetivas por la religión de Roma407, el autor de la Exhortation será un efusivo partidario de la segunda solución408: Así, para resolver todos estos problemas, y por los ejemplos antes mencionados, tenemos alguna advertencia de la voluntad del Señor, que no quiere que se proceda por medio del pillaje, o del furor mortal contra unos u otros; no hay medio más rápido y conveniente que permitir en vuestra República dos Iglesias: una de Romanos y otra de Protestantes409. Es cierto que no serán pocos quienes objeten esta posible solución; será a ellos a quienes se destinarán las siguientes páginas. Y la estrategia utilizada por el autor para rebatir a quienes insisten en la necesidad de mantener una única religión en todo el reino consiste en mostrar las perniciosas consecuencias que se siguen de esa opción. ¿Qué podremos obtener del exilio forzado o la persecución de los opositores? Del primero no se EP, p.9. EP, p.9. 406 EP, p.10. 407 “Non pas (Messeigneurs) que j’aprouve toutes ces deux sects ensemble, n’advienne qu’une si damnée opinion trouve jamais lieu en ma teste, je say (selon ma conscience) celle qui doit estre preferé”. EP, p.10. Mantenemos la grafía original. 408 Como bien dirá Lecler: “El autor de la Exhortación a los príncipes es un laico que intuye la ruina completa del Estado y del reino, como consecuencia fatal de las luchas religiosas. Para evitar esta catástrofe, mientras haya tiempo, pide él la libertad del culto calvinista”. Joseph Lecler, Op.cit., T.II, pp.52-53. 409 EP, pp.10-11. 404 405 124 obtendrá más que una France toute desolée, “desierta en la mayoría de partes, incluso de aquella gente distinguida”410. De la segunda, una fe todavía más inquebrantable en las almas de los perseguidos, reforzada por las ejecuciones de quienes han optado por entregar su vida terrena antes que su salvación eterna. Y la guerra, en la cual los católicos, aun triunfantes, sólo serán capaces de alcanzar “una victoria ensangrentada”. Las cosas han llegado a tal punto, que, debido a su gran número y cantidad, no podríamos acabar con los protestantes sin producir nuestra ruina general. Cuando hay algún miembro podrido en el cuerpo humano, es necesario seccionarlo antes de que el mal crezca… Del mismo modo, los sabios de todo el mundo han advertido que, ante la primera manifestación de las nuevas opiniones, es necesario cortarlas de raíz, por medio del fuego, de la espada y de la muerte, cuando su número todavía es pequeño411. Pero esta regla, tan clara y precisa en la que todos los legisladores avezados del mundo parecen coincidir, ya no es aplicable al caso francés, donde el número de individuos que adhieren a las nuevas ideas ha aumentado de tal modo que todo el cuerpo del reino se encuentra contagiado. Es por eso que, no pudiendo erradicar la confesión protestante sin producir la ruina política del Estado, es necesario que la nueva Iglesia sea admitida junto a la católica412. En definitiva, es preferible que los hombres tengan una religión equivocada a que no tengan ninguna. Es necesario impedir que los súbditos que han optado por la nueva fe caigan en el “abismo del ateísmo”, el que no “aportará otra cosa que robos, pillajes, contiendas en el reino, y, en síntesis, confabulaciones peligrosas contra los magistrados”413. Son ésas, pues, las únicas acciones que pueden esperarse “de un hombre que no tiene una Religión a la cual encomendarse”414, de un hombre que no tiene temor a Dios. Es en este momento del texto que el autor añade otro ingrediente importante a su argumento, inclinándose a pensar que es posible trazar una distinción entre las creencias y las prácticas, y que, por lo tanto, no representará ningún inconveniente el admitir una diversidad de confesiones religiosas en el seno de la República, siempre y cuando se mantenga cierta EP, p.12. EP, p.14. Como veremos en nuestro próximo capítulo, este pasaje coincide plenamente con los consejos políticos que Jean Bodin brindará al soberano que enfrenta la difícil tarea de gobernar entre facciones. Y el impacto será tan grande, que incluso sería posible rastrear su camino hasta el Esprit des Lois (1748) del barón de Montesquieu (1689-1755): “Voici donc le principe fondamental des lois politiques en fait de religion. Quand on est maître de recevoir dans un État une nouvelle religion, ou de ne la pas recevoir, il ne faut pas l’y établir; quand elle y est établie, il faut la tolérer”. Esprit des Lois, XXV, X, Paris, Éditions Gallimard, 1995, p.307. 412 Cabe señalar, no obstante, que la admisión de esta Iglesia es propuesta por el autor de un modo provisional, a la espera de un “Concilio Nacional o General” que sea capaz de recomponer la unidad de la Iglesia Cristiana en base a los “primeros fundamentos de la fe” compartidos por Romanos y Protestantes. 413 EP, p.23. 414 EP, p.23. 410 411 125 uniformidad en las ceremonias. Son estas ceremonias, en definitiva, las que resultan de especial importancia para contener las acciones de los hombres comunes dentro de los márgenes de la ley: Pues cuando se dice que la Religión es el último freno para contener al pueblo en su deber, no se entiende por ello más que una Religión general fundada en las mismas ceremonias; pues es suficiente que el pueblo (aun en la diversidad de máximas) posea una aprehensión general y común del miedo a Dios, y el terror ante el juicio de la vida segunda415. Bajo este nuevo paradigma, y ya otorgada la posibilidad de cada cual siga libremente su propia conciencia, el autor de la Exhortation encomienda al Príncipe una función muy específica y particular: la de controlar -sosteniendo su espada en una posición neutral416- que ninguno de los predicadores de las distintas confesiones transgredan los límites legítimos de su tarea, incitando la sedición por motivos religiosos. Esta sedición, de ocurrir, debe ser rápidamente resuelta por el soberano a través de la adopción de “un castigo tan severo, que el pueblo, intimidado, aprenda de tal ejemplo a no incurrir en la inmoderación”417. Han sido los predicadores, en connivencia con los magistrados, los principales promotores de esa temeraria actitud que se sustenta en la imprudencia de “estimar que la fe cristiana debe conquistarse a golpes de puños y bastón”418, no propiciando otra cosa que la violencia, la sedición y el tumulto. El único “fruto de tales predicaciones es un espíritu de venganza”419, el que, a su vez, ha provocado esta peste de la que Francia resulta tan claro ejemplo. Son estas, pues, las principales consideraciones realizadas por el autor de la Exhortation, quien niega haber tomado la pluma con la intención de oficiar de abogado defensor de los reformados. Su humilde función se resume, según afirma, a la un “pequeño ciudadano, reverente y temeroso de Dios”, y su único fin ha consistido en intentar brindar algunos consejos -“un ruego más que una amonestación”420- que puedan ayudar a alcanzar, luego de tantos tumultos, cierta pacificación política. Démosle la palabra una vez más, antes de internarnos de lleno en el texto de Sébastien Castellion: EP, p.26. “Mais quand le Prince tient le glaive nud entre deux, sans incliner çà ny là, sinon pour punir criminellement tous ceux qui donnent les premiers mouvements aux tumultes, sans épargne de l'un ny de l'autre: il n'y a point de doute que voilà la voie close aux séditions”. EP, p.30. 417 EP, p.30. La recomendación se repite algunas páginas más adelante: “Et si quelque séditieux Prêcheur se trouve transgresser les bornes, prenez en punition exemplaire…”. EP, p.35. 418 EP, p.32. 419 EP, p.33. 420 EP, p.47. 415 416 126 Toda mi ilusión ante Dios consiste en desear el reposo público, la permanencia de nuestro Rey en la grandeza y la conservación de todos vosotros en vuestro estado y vuestro honor. ¡Por Dios, mis señores, no fuercen a golpes de espada nuestras conciencias! Todos nosotros (Romanos y Protestantes) somos Cristianos, unidos por el por el santo Sacramento del Bautismo; todos adoramos el mismo Dios, si no de la misma forma, si por lo menos con el mismo celo; amamos y ayudamos a nuestro prójimo por un mismo mandamiento; y obedecemos voluntariamente todos los edictos humanos de nuestro Príncipe421. 3.2. La enfermedad de la coacción, el remedio de la libertad Pour le regard du premier article, il est malaisé que la craintre d'un bannissement bannisse d'eux leurs opinions. Et si vous me dites que vous permettrez à chacun de se deffaire de ses biés, & chercher demuere nouvelle autre part que dans le propris du Royaume, c'est en vain: le remors de leur patrie, la fuite de leur famille, la commodité de leurs biens, la melvente de leurs possesions, s'ilz vouloyent pour cette occasion s'en deffaire: sont obstacles assez suffisans pour les destourner de se pourchasser autre residence que celle qui leur est naturelle. Et au reste, si vostreedictfortissoiteffect, & que chacun obeit, vous rendriez votre France toute desolée &deserte de la plus grande partie, voire de gens de grande marque & qualité: & des plus autorisez. Exhortation aux Princes. En quant au fait de la religion, les exemples reçus de ce que nous avons vu devant nos yeux depuis quelques années nous montré et enseigné qu’à guérir ce mal venu de longue main un même remède n’était suffisant de le guérir, mais selon les nouveaux accidents, il fallait aussi changer de médicaments, jusqu’à ce qu’on ait trouvé celui qui est seul unique pour nous donner entière guérison. Lettre de Catherine de Médicis à Sébastien de l’Aubespine, ambassadeur en Espagne, 31 janvier 1561. Pasemos ahora a Conseil à la France desolée; texto que terminará por ayudarnos a precisar cuál fue el devenir del posicionamiento de Castellion en relación con la tolerancia de la iglesia reformada y la libertad de conciencia de los herejes. Como dijimos más arriba, casi una década después de la ejecución de Servet, y ante el inicio de las guerras de religión en su país natal, ocurrido oficialmente en marzo de 1562 con la matanza de Vassy, Sébastien Castellion hará oír su voz a través de esta nueva obra. En ella, como señala el expresivo subtítulo, el humanista -que se presenta una vez más en forma anónima- busca mostrar “la 421 EP, p.43. Las cursivas son nuestras. 127 causa de la presente guerra, y el remedio que se le puede encontrar, y principalmente, señalar si es posible forzar las conciencias”422 sin que ello implique consecuencias más nocivas de las que presuntamente buscan evitarse mediante su coacción. Sentada esta base, Castellion comienza señalando que la maladie de France no es otra que la guerra civil, es decir, la guerra más “horrible y detestable” que pueda imaginarse423. Afirma, además, “que la causa principal y eficiente” de esa terrible enfermedad, “es decir, de la sedición y de la guerra que te atormenta [oh, Francia], es la coacción de la conciencias; y pienso -continúa- que si lo analizas con detenimiento, tú encontraras seguramente que eso es así”424. El motivo principal y último de la desolación que aqueja al reino, entonces, no es otro que la violencia ejercida sobre las conciencias, y quienes pretenden afirmar que por ese medio pueden alcanzarse la paz y la concordia no están prescribiendo sino engañosas soluciones y faux remèdes. En efecto, hasta el momento en el que Castellion mismo redacta su pequeño opúsculo, fechado en octubre de 1562, los paradójicos tratamientos a los que -según nuestro humanista- se ha recurrido con mayor asiduidad para apaciguar el conflicto pueden reducirse a tres: el derramamiento de sangre, la coacción de las conciencias y la condena, como infieles, de todos a aquellos que no estén por completo de acuerdo en términos doctrinales con quien detenta la palabra425 (en general, como vimos, desde una posición de poder político, lo que convierte a la acusación en una condena a muerte para el acusado). Dicho esto, entonces, puede afirmarse que los principales adversarios de Castellion no serán otros que quienes profieren estos falsos discursos médicos, tanto desde el bando de los “papistas” como desde el bando de los “hugonotes”. Así, con el objetivo de iniciar su ofensiva argumental, el autor cambiará el destinatario de su discurso: no ya será ya a Francia a quien dirija sus palabras, sino los miembros de cada uno de los dos partidos, a los cuales (“a fin de evitar ofensas”, y en consonancia con la actitud adoptada por el autor de la Exhortation) se referirá, no por el nombre que sus adversarios les atribuyen injuriosamente, sino a partir de los que ellos mismos se otorgan: las palabras “papista” y “hugonote” serán reemplazadas, a partir de este principio, por “católico” y “evangélico”426. CFD, p.15. En palabras del propios Castellion: “una guerra tan horrible y detestable que yo no sé si desde que el mundo es mundo, que aunque nunca ha estado sin guerra, se ha visto jamás una peor. Pues [en ésta] no son los extranjeros los que hacen la guerra, como en otra época ha sucedido… Sino que son tus propios hijos [oh, Francia] los que te arruinan y afligen”. CFD, p.17 424 CFD, p.19 425 Véase CFD, p.28. 426 “Y a fin de hacerme entender mejor es que yo quiero hablar abiertamente a los dos partidos. Existen hoy en Francia dos clases de personas que, a causa de la religión, se enfrentan en guerra los unos a los otros; los primeros son los que sus adversarios denominan papistas, y los otros [los llamados] hugonotes. Aquí, a los 422 423 128 Así, dirigiéndose en primer lugar aux catholiques, Castellion les impugnará el hecho innegable de haber perseguido, encarcelado y asesinado de las formas más crueles que existen (“en la hoguera, a fuego lento”) a todos aquellos que han decidido alejarse de la religión de Roma. ¿Por qué crimen? “Porque ellos no han querido creer en el papa, o en la misa, o en el purgatorio, ni en tantas otras cosas de las cuales, quienes hasta ahora se han basado en la Escritura, ni siquiera los nombres han hallado en el mundo”427. Así, frente a estas controvertidas cuestiones dogmáticas, las que por regla general no conducen más que a una serie de discusiones sin fin, Castellion interpela a los católicos del siguiente modo: “¿He ahí una bella y justa causa para quemar gente viva?”428. Sin realizar mayores rodeos, afirma que: “aun en esta vida llena de ignorancia y de afecciones carnales que muy a menudo enceguecen el entendimiento de los hombres, sin embargo, esta verdad los obliga, lo quieran o no, a confesar que han hecho a otros una cosa que ustedes no quisieran que otros les hiciesen”429. En efecto, dado que ningún hombre podrá estar seguro de que su bando es el que detenta la verdad hasta el momento en el que todas las oscuridades que lo envuelven puedan aclararse, y no siendo ese momento de claridad otro que el del juicio final430, Castellion insta a los católicos a dejar de obstinarse -guiados por criterios doctrinales tan inciertos y relativos- en seguir separando la cizaña del trigo. En definitiva, la ignorancia de los hombres es tan grande que resulta imposible saber “a quienes acusarán y a quienes excusarán sus conciencias en el día del justo Juicio”431. En relación aux évangéliques, por su parte, Castellion destacará la virtud que supieron mostrar en los primeros tiempos de la Reforma, sufriendo pacientemente la persecución y la injuria constante a las que los sometían los católicos, no devolviendo mal por mal, sino enseñando la otra mejilla432. Ahora bien, les pregunta, teniendo en cuenta ese magnánimo pasado, el que se halla tan en consonancia con las propias prescripciones morales de Cristo, “¿de dónde viene, ahora, una mutación tan grande en algunos de ustedes?... ¿Ha cambiado el Señor los mandamientos, y poseen ustedes una nueva hugonotes los llamaremos evangélicos; y a los papistas, católicos. Yo los llamaré como ellos mismos se llaman, a fin de evitar ofensas”. CFD, p.23. 427 CFD, p.24. 428 CFD, p.24. Es elocuente la semejanza de esta pregunta con una afirmación que algunos años más tarde realizará Michel de Montaigne, al enfrentarse a aquellos defensores de la demonología ortodoxa que sostenían la culpabilidad de las brujas, y, en tanto, la indudable legitimidad su ejecución: “b| Después de todo, es poner a muy alto precio las propias conjeturas hacer quemar por ellas a un hombre vivo”. Los ensayos. III, 11, p.1541 429 CFD, p.25. El subrayado es nuestro. 430 “¿Y no será el día del Juicio en el que todas las cosas serán clara y vivamente descubiertas y puestas en su lugar?”. CFD, p.25. 431 CFD, p.25. 432 “Me dirijo ahora a ustedes, evangélicos. Ustedes han sabido en otro tiempo sufrir pacientemente persecución por el Evangelio; han amado a sus enemigos, han devuelto bien por mal, y bendecido a aquellos que los maldecían, sin prestar otra resistencia más que la de la huida, si era necesario. Y todo eso lo hicieron ustedes según los mandamientos del Señor”. CFD, p.27. 129 revelación según la cual deben hacer todo lo contrario que antes?”433. Considerando que el Evangelio no autoriza -sino, más bien, que censura- ese cambio de actitud, Castellion ruega a los miembros de su propia confesión que recuerden y retomen esa antigua vía, esa forma de actuar originaria; les exige que presten oídos a su propia conciencia, y que retomando el mismo consejo que supo dar a los católicos- se abstengan de hacer a los demás lo que no desearían que los demás les hiciesen434. Como resultar claro, en esta última apreciación respecto del accionar ideal de los protestantes puede encontrarse uno de los fundamentos clave de la argumentación que Castellion presenta en su Conseil, pues, tanto en lo ya dicho como en lo sucesivo, interpelando tanto a los calvinistas como a los católicos, y utilizando un recurso retórico similar al que Bayle hará explícito en el capítulo I de la primera mitad de su Commentaire philosophique, el autor establecerá un criterio práctico e incontrovertible según el cual la verdad y la justicia de toda acción deberá ser juzgada según la razón natural. «No hagas al otro lo que no quieres que el otro te haga», es una regla tan verdadera, tan justa, tan natural, de tal modo escrita por el derecho de Dios en el corazón de todos los hombres, que no hay hombre tan desnaturalizado, ni tan apartado de toda disciplina y enseñanza, ni tan incontinente respecto de lo que se le propone, que no confiese que ella es recta y razonable. De donde se sigue que cuando juzguemos la verdad, la deberemos juzgar según esta regla435. En tal sentido, una vez que se ha reconocido esta norma de acción, una vez que se ha establecido su carácter indudable a causa de que ella ha sido inscrita directamente por Dios en el corazón de todo hombre no desnaturalizado, y confirmada por “Cristo, que es la verdad”, nadie debería atreverse ya a someter a los demás a su violencia caritativa436. Pues, al mismo tiempo, tampoco nadie parece estar dispuesto a considerar como una acción justa o lícita el ser sometido través de la fuerza y la violencia por otras personas. CFD, p.27. “Tomen en testimonio vuestra propia conciencia, que ustedes están haciendo a otros una cosa que no quisieran que otros les hiciesen. Pues si ustedes fueran papistas, como ustedes los llaman, y como en otro tiempo la mayoría de ustedes lo fue, no desearían que nadie les hiciese lo que ustedes les hacen”. CFD, p. 28. El subrayado es nuestro. 435 CFD, p.34. Al respecto, Étienne Barilier señala lo siguiente: “Castellion invoque sans relâche cette règle de droit natural, que le Christ n’a fait que confirmer: «Ne fais pas à autrui ce que tu ne voudrais qu’on te fît». Son combat contre ce qu’il appelle le «forcement des consciences» en fait le plus digne précurseur de Pierre Bayle et de son traité De la tolérance”. Étienne Barilier, “Avant-propos”, en CLC, p.27. 436 Castellion, al igual que Pierre Bayle, desconfía de que la coacción esté cimentada en las buenas intenciones: “Yo les pregunto, entonces, ¿cuándo ustedes fuerzan las conciencias de las personas, lo hacen por el mandamiento de Dios, o por el ejemplo de algunos santos personajes, o por la buena intención y el cuidado del bien hacer? Pues fuera de estos tres puntos, yo no puedo ver por qué lo hacen, sino por pura malicia; que es lo que creo.” CFD, p.35. 433 434 130 Asimismo, cabe destacar también que las prescripciones de quienes habilitan la coacción de las conciencias ajenas no sólo entran en franca contradicción con este principio del derecho natural inscrito por Dios en el corazón de todo hombre, sino también con todos los auténticos exemples que se han transmitido a través de los Evangelios: “En cuanto a los ejemplos, yo no encuentro ni en el Viejo ni en el Nuevo Testamento ningún personaje santo que haya forzado ni querido forzar las conciencias, en el modo en el que ustedes lo hacen”437. Más aún, la validez de la posición defendida por los perseguidores tambalea tanto por su endeble apoyo histórico y jurídico-filosófico, como por su evidente inutilidad práctica, esto es, por las perniciosas y paradójicas consecuencias que ocasiona. En efecto, Castellion busca demostrar -en el parágrafo titulado Les fruicts de contrainte de consciences- que, lejos de alcanzar el objetivo deseado, es decir, la adscripción voluntaria de los herejes a la fe que se les propone como verdadera, la coacción sólo es causa de martirios o hipocresía. Lo que depende, en última instancia, tan sólo de la fortaleza anímica del imputado: quienes detenten un ánimo endeble y prefieran embargar la salud de su alma -y posiblemente su salvación eterna- con tal de no sufrir la tortura, la hoguera o el exilio, elegirán el camino de los judíos marranos438; quienes, por el contrario, sean lo suficientemente fuertes como para soportar esos flagelos corporales, elegirán el de Servet: Consideremos ahora los frutos que se obtienen de vuestra coacción. En primer lugar, si aquellos a quienes ustedes coaccionan son fuertes y constantes, ellos preferirán morir a lesionar su conciencia; ustedes los podrán asesinar, haciendo morir sus cuerpos, pero tendrán luego que rendir cuentas a Dios por ello. En segundo lugar, si son débiles y prefieren desmentir y lesionar su conciencia antes que soportar los tormentos y las torturas insoportables, ustedes harán morir sus almas, lo que es peor todavía, y de lo cual también tendrán que rendir cuentas a Dios439. CFD, p.39. “Los judíos de España, bautizados por la fuerza, no son más cristianos que antes; continúan viviendo bajo su vieja ley y enseñándoselas a sus hijos, cosas que por la coacción evitan mostrar hacia afuera. Causa por la cual los llamamos con el infame nombre de marranos, no ganando para nuestra causa sino hipócritas y falsos cristianos, para quienes el nombre de Cristo es blasfemo”. CFD, 42. Cabe destacar que Pierre Bayle arribará a conclusiones similares en el capítulo 2 de la segunda parte de su Commentaire. Luego de establecer tres premisas en contra de la validez de los motivos que conducen a violencia contra las conciencias (a. que ella es contraria a la equidad natural; b. que si ese medio hubiera sido elegido por Dios, nos lo habría revelado de una manera expresa y unívoca; y c. que si su validez hubiera sido establecida, todas las sectas se verían obligadas a utilizarla), Bayle concluirá que dicha violencia es también sumamente ineficaz por sus efectos. ¿Qué busca generar? La iluminación de la conciencia y adscripción honesta a una religión; ¿qué produce? Hipócritas (“La persecución a los Turcos, a los judíos, a los paganos, y la de ellos a los otros, no produce ninguna otra cosa: hipocresía e irreligión, y nada más”. CPh, II, 2, p.196) y mártires; los cuales, lejos de convertirse en malos ejemplos, devienen héroes sacrificados en nombre de la verdad: “Pero estos mártires son el medio más seguro que se pueda ver para mantener una religión, puesto que afirman a sus cófrades en la persuasión de que creen la verdad”. CPh, II, 2, p.202. 439 CFD, p.43. 437 438 131 Castellion retoma aquí una de las tesis principales de la Exhortation aux Princes. En efecto, luego de intentar mostrar, tanto a católicos como a hugonotes, que las actitudes que han asumido son al mismo tiempo contrarias a los principios y prescripciones morales de la Biblia y a los ejemplos históricos que a través de ellas se han transmitido440, habiendo señalado además la inutilidad de la coacción, en tanto que su puesta en práctica no produce los efectos que los perseguidores esperan alcanzar, sino más bien los contrarios441, Castellion intenta conducir a tous les enfants de France hacia la conclusión deseada. Ésta podría ser resumida de la siguiente manera: siendo la violencia la “persecución de aquellos a quienes se tiene por herejes”442 el origen de todos los males, el único y verdadero remedio proviene de permitir en Francia la instauración de dos Iglesias443, y de dejar que cada uno crea según sus convicciones, es decir, según los dictados de su propia conciencia: “Oh Francia”, concluye nuestro autor, “cesa ya de forzar las conciencias y de perseguir, deja de hacer morir a los hombres por su fe, permite que en tu país sea lícito que quien cree en Cristo reciba el Viejo y el Nuevo Testamento, y que pueda servir a Dios no según la fe de otro, sino según la suya propia”444. * * * Tomando prestadas las palabras de Mario Turchetti, podríamos concluir que las obras de Castellion condensan, en poco más de una década, tres de las acepciones más importantes que el concepto de tolerancia adquirirá durante el siglo XVI445. La primera de ellas se corresponde con la posición defendida por nuestro humanista en el prólogo a su traducción latina de la Biblia, dedicado a Eduardo VI de Inglaterra. En este breve prefacio, como vimos, Castellion exhortará al joven rey -y por extensión, a todos los hombres-, a 440 “Por tanto, para poner fin a mi propósito, he mostrado que la causa de tu mal, oh Francia, es la coacción de las conciencias; y que los remedios que se han buscado de un lado y del otro son falsos y no han logrado sino empeorar la enfermedad, puesto que son contrarios a Dios y a la razón; no estando apoyados en los mandamientos divinos, ni en ejemplos auténticos, procediendo solamente de una buena intención que, conjugada con la ignorancia, resulta desagradable a Dios”. CFD, p.75. 441 “He aquí, en lugar de los bienes, los males que se originan en vuestras buenas intenciones y en la coacción. Lo cual es asombroso que no vean; y que no se percaten que en lugar de hacer avanzar vuestra religión, la hacen retroceder.” CFD, p.47. 442 CFD, p.70. 443 Siguiendo a Quentin Skinner, podría afirmarse que “la fuerza persuasiva” de la posición de los politiques -es decir, la de aquellos que sostenían que mantener la uniformidad religiosa ya no poseía ningún valor si su costo ascendía a la destrucción misma de la comunidad- “llegó a parecer tan obvia después de estallar las guerras de religión en 1562, que buen número de humanistas, habiendo planteado originalmente el asunto en favor de la tolerancia como un valor moral positivo, empezar a añadir esta afirmación politique a sus propios argumentos. Por ejemplo, ello ocurrió en el caso de Castalión, quien publicó su libro Consejo a una Francia Desolada, inmediatamente después de estallar la primera guerra civil en 1562”. Quentin Skinner, Fundamentos del pensamiento político moderno. II. La Reforma, México, FCE, 1993, p.257. 444 CFD, p.76. 445 Véase Mario Turchetti, “Réforme & tolérance, un binôme polysémique”, Op.cit, p.22. 132 hacer uso de la moderación y la caridad, única virtud capaz de apaciguar todas las controversias, dejando el juicio definitivo en manos de Dios. En efecto, dado que nadie podrá arrepentirse de haberse abstenido de hacer morir a un hombre, esta vía de la doucer y la paciencia es la más segura.“Estamos en presencia de una forma de tolerancia en un sentido general, -señala Turchetti- que refiere a una actitud de indulgencia, de flexibilidad de espíritu. Podemos denominarla la primera fase de la tolerancia en Castellion”446. La segunda acepción del concepto es aquella que puede hallarse tanto en el Traité des hérétiques como en el Contra libellum Calvini. En ambos textos, y bajo diversos seudónimos, Castellion expondrá su teoría de la tolerancia de los herejes simples, es decir, de quienes pueden ser catalogados como culpables de profesar una falsa creencia, sin que ello los haya conducido a cometer ningún delito penado por el derecho común. Nos referimos a los herejes que no han incitado o producido ninguna sedición política, ni han incurrido en ninguna contravención moral de la ortopraxia, sino que tan sólo han postulado una posible desviación doctrinal a la ortodoxia. Estas dos acepciones (de tolerancia-moderación y tolerancia-indulgencia, según la caracterización de Turchetti), se verán complementadas por una tercera, ya más amplia; aquella desarrollada en el Conseil à la France desolée. En este breve opúsculo de intervención, y a diferencia de la gran mayoría de sus contemporáneos, Castellion no encontrará en la libertad religiosa una causa temible de levantamientos y trastornos civiles, sino la solución de los conflictos. En ese marco, instará a todos los cristianos (católicos y evangélicos) a recordar los fundamentos olvidados del cristianismo: la caridad, la fraternidad y la comprensión mutua. Y en base a ello, postulará que no es posible hallar más que un único remedio real para la desolación del reino; el que consiste en “permitir en Francia dos Iglesias”. No obstante, señala Turchetti en relación con esta última acepción: “Permitir expresa en esta página una noción que va más allá de la noción de tolerancia: permitir dos religiones significa legitimar de una vez por todas la religión reformada; aprobar por edicto real la legalidad del culto reformado. Si quisiéramos llevar al límite el consejo de Castellion, estaríamos en presencia de una forma clara de libertad religiosa”. Esta tercera acepción, entonces, no postula una medida provisional y circunscrita a ciertos individuos aislados que se han alejado del rebaño, sino que se postula de un modo definitivo e implica a la Iglesia evangélica en su conjunto, incluyendo también la posibilidad de postular una “apertura tolerante a otras religiones y otras sectas”447. 446 447 Ibíd., p.23. Ibíd., p.29. 133 CAPÍTULO III Bodin: entre la République y la Respublica litteraria Je ne parle point ici laquelle des Religions est la meilleure, (combien qu'il n'y a qu'une Religion, une vérité, une loi divine publiée par la bouche de Dieu), mais si le Prince qui aura certaine assurance de la vraie Religion veut y attirer ses sujets, divisés en sectes et factions, il ne faut pas à mon avis qu'il use de force, car plus la volonté des hommes est forcée, plus elle est revêche, mais bien en suivant et adhérant à la vraie Religion sans feinte ni dissimulation, il pourra tourner les cœurs et volontés des sujets à la sienne, sans violence, ni peine quelconque. En quoi faisant, non seulement il évitera les émotions, troubles, et guerres civiles ; aussi il acheminera les sujets dévoyés au port de salut. Jean Bodin, Les six livres de la République, IV, VII Entreprendre de parler des religions en public et d’en donner la preuve n’est pas moins dangereux que criminel, si c’est qu’on soit en estat de se faire escouter para la volonté de Dieu comme Moyse, ou par la force des armes comme Mahomet. Mais, entre des gens lettrez et en particulier, j’ay tousjours creu qu’il estoit tres utile de rechercher les misteres divins et de se le faire expliquer. Jean Bodin, Colloque entre sept scavans, IV “BODIN (Jean), natif d’Angers, l’un des plus habiles hommes qui fussent en France au XVIe siècle”448. Aunque breve, el elogio con el que Pierre Bayle da inicio al artículo que le dedica en su Dictionnaire historique et critique no deja lugar a dudas. Bodin fue uno de los hombres más excepcionales que habitaron la Francia del siglo XVI: abogado, historiador, economista, demonólogo, teórico político, filósofo de la religión, son algunos de los títulos con los que podemos referirnos a este excéntrico personaje sin faltar a la verdad449. Ahora bien, aunque un tanto más reconocido que el de Sébastien Castellion, su nombre no suele ser mencionado con frecuencia en el ámbito filosófico de nuestras latitudes. Es por ese Pierre Bayle, Art. «Bodin», Dictionnaire historique et critique, Paris, Desoer Libraire, 1820, T. III, p.506. “Peu d’écrivains, au XVIe siècle, sont plus dignes d’un commentaire que Bodin: aucun, si l’on excepte Rabelais, ne saurait plus difficilement s’en passer. L’oubli enveloppe une partie de ses écrits, même les plus dignes d’être connus. Sa vie est couverte d’ombres. Ses véritables opinions ont été un sujet de controverse pour les savants du XVIe et du XVIIe siècle qui sont occupés de lui. Son génie offre tous les contrastes de son temps. Il en a la vaste curiosité, la fécondité, la force, et aussi le manque d’harmonie. A moitié plongé dans le moyen âge par sa foi superstitieuse à la magie et s’avançait jusqu’au XVIIIe siècle par ses vues hardies et fermes en religion et en politique, il semble donner une main à Paracelse et l’autre à Montesquieu”. Henri Baudrillart, Bodin et son temps, Paris, Librairie de Guillaumin et Cia, 1853, p.111. 448 449 134 motivo que hemos decidido comenzar este Capítulo III haciendo un breve repaso de su vida y de su obra; repaso que puede brindarnos, también, algunas pistas significativas en relación con nuestra propia interpretación. Además de ese primer excurso, el capítulo contará con otros dos apartados, cada uno de los cuales estará dedicado al análisis de una obra particular del autor angevino: mientras en el segundo apartado nos posicionaremos en el terreno político de Les six livres de la République (1576), en el tercero centraremos toda nuestra atención en las discusiones teológico-filosóficas abordadas en el Colloquium Heptaplomeres (ca.1593). Esta división nos permitirá, al mismo tiempo, sentar las bases de nuestra interpretación de la perspectiva asumida frente al conflicto por Jean Bodin; como dijimos antes, creemos -e intentaremos defender- que sus reflexiones lo posicionan en dos ámbitos diferentes. Por un lado, en la République, intentará brindar una solución pragmática a la inestabilidad política que producen en el seno de su sociedad las disputas de poder entre las facciones confesionales. Por otro, siendo un reconocido humanista, y un hombre de vastos intereses y conocimientos, Bodin nunca renunciará a las reflexiones filosóficas en torno a la religión, ni a la búsqueda por determinar cuál de todas es la verdadera (y esa búsqueda, de un modo manifiesto, será realizada en el Colloquium Heptaplomeres). Ahora bien, dadas las particulares circunstancias políticas de su tiempo, y también algunos acontecimientos que lo tuvieron como protagonista (acusaciones de ateísmo incluidas), Bodin parece haber concluido que dicha indagación sólo puede ser realizada por un grupo muy restringido de personas -los savants-, y en un ámbito muy singular: la República de las Letras. Asimismo, el segundo apartado, Les six livres de la République, o la solución «politique» se dividirá en cinco secciones. En la primera nos referiremos directamente al contexto filosófico, político e intelectual en el que se gesta la République. Como veremos, Bodin intentará encontrar una posición intermedia entre los “monarcómanos” hugonotes y los fanáticos católicos de la Liga, ofreciendo al soberano un nuevo Manual de Navegación para atravesar la tempestad. En las secciones 2.2., Hacia la institución de un poder secular, o el concepto de soberanía, 2.3., El poder de legislar: verdadero atributo de la soberanía y 2.4., Gobernar entre facciones, analizaremos tres capítulos centrales de la obra de Bodin; a saber, el capítulo VIII del libro I, en donde el angevino explicita su novedoso concepto de soberanía; el capítulo X de ese mismo libro, en el cual podemos encontrar los atributos propios que se otorgan al soberano450; y el capítulo VII del libro IV, en el que Como veremos, el análisis de este capítulo será complementado por el del que le sigue inmediatamente bajo el título “De las diferentes clases de República en general, y si son más de tres” (II, I), donde Bodin hace explícita su crítica a la existencia real de un gobierno mixto. 450 135 detendremos nuestra atención sobre los consejos prácticos que Bodin brinda a aquel monarca que debe gobernar un estado que no goza de uniformidad religiosa. Por último, en la sección 2.5., repasaremos las diversas reacciones que la obra de Bodin suscitó en el ambiente intelectual de su época. En particular, dado que nos sería imposible hacer un estudio detallado de cada una de los opúsculos redactados para la ocasión, dedicaremos un poco más de atención a La Remontrance au Roy (1579), en donde Michel de la Serre afirma poner de manifiesto “los perniciosos discursos contenidos en el libro de la República de Bodin”, y a la Apologie de René Herpin pour la République de J. Bodin (1581), en donde el angevino, bajo este seudónimo, defenderá a su obra de todas las acusaciones recibidas por aquellos años; principalmente, la de haber propiciado la introducción de múltiples religiones en el seno de un mismo estado. El tercer apartado, por su parte, estará casi íntegramente dedicado al estudio del Colloquium Heptaplomeres. Sólo en la primera de las secciones nos referiremos a un texto diferente, la Lettre a Bautru des Matras, redactada por Bodin -según afirma Pierre Baylehacia el mes de marzo de 1563; más precisamente, luego de que finalizara en Francia la primera guerra de religión. En ella, más allá de las simpatías -pasajeras, dirán autores como Roger Chauviré o Pierre Mesnard- que nuestro autor parece haber mostrado por la Reforma, creemos encontrar un antecedente muy revelador del propio Colloquium. Pues las diferencias que Bodin experimenta por aquella época con el católico Bautru son planteadas en un marco de respeto y concordia, al mismo tiempo que se critica la posición de quienes sostienen que los conflictos políticos que atraviesa Francia son responsabilidad exclusiva de los hugonotes. En la sección 3.2 relataremos el derrotero atravesado por el manuscrito del Heptaplomeres hasta 1857, año en el Ludwig Noack decidirá editarlo en forma íntegra por primera vez en la historia. En la 3.3., Los savants en escena, haremos un breve repaso de las particularidades del escenario imaginario creado por Bodin, de los caracteres atribuidos a cada uno de los participantes e indicaremos algunas de las discusiones desarrolladas en los primeros tres libros. No obstante, lo más importante de ese apartado estará dado por el análisis de las diversas posiciones que los eruditos sostienen en relación a la posibilidad de mantener discusiones acerca de la religión verdadera. Esas discusiones, en la que se enmarcará el debate de algunos puntos de notable importancia como el de la divinidad de Cristo, la ocurrencia de los milagros, o la verdad o falsedad de las escrituras sagradas-, nos conducirán hacia un final tan paradójico como aleccionador: incapaces de encontrar una única verdad, los siete eruditos decidirán dar por concluidas las discusiones para continuar viviendo todos juntos en la morada del anfitrión católico, y admitiendo que cada cual lo haga respetando su más íntima convicción confesional. Será 136 ese final el que abordaremos en la sección 3.4, De lo que no se puede hablar, mejor callar; en la última de ellas, por su parte, volveremos a depositar nuestra atención sobre una cuestión que consideramos crucial: la de la recepción histórico-filosófica del Heptaplomeres. A nuestro modo de ver, la enorme circulación clandestina del manuscrito sólo superado, según los datos indicados por Jonathan Israel, por el Tratado de los tres impostores- bien puede resultar un argumento a favor de nuestra interpretación de la obra (y por tanto, también, de la posición política e intelectual asumida por el angevino). Sustraída al ámbito de las pasiones políticas -sólo capaces de ser apaciguadas, al menos en esa época, mediante un poder soberano de carácter absoluto-, y destinada al ámbito propio de los eruditos, el Heptaplomeres le reportará a Bodin una imperecedera carta de ciudadanía en la República de las Letras. 1. Jean Bodin (1530-1596) Jean Bodin nació, según las conjeturas más probables, durante el mes de junio de 1530 en la ciudad francesa de Angers451. Inició sus estudios en la casa de la orden de los Carmelitas, en donde el hermano de su madre oficiaba como prior, y luego se trasladó al convento de esa misma orden en París para continuar allí con su instrucción. Una vez en la capital, tomó contacto con las ideas humanistas, y entabló una relación cercana con Pierre de la Ramée (1515-1572), de quien también parece haber adquirido cierto afán de crítica hacia la figura y la doctrina de Aristóteles. Según señala Marion Leathers Kuntz452, Bodin conoció profundamente el método lógico de Ramus, utilizándolo con gran asiduidad en sus propias obras. En efecto, tanto el Universae naturae theatrum como el Colloquium heptaplomeres, últimos dos escritos del angevino, parecen haber sido concebidos en base a este procedimiento argumentativo que implica, en primer lugar, una presentación general del tópico a tratar, y en segundo, el desarrollo sucesivo de las distintas aristas y dificultades particulares. Las razones de su salida de París-y de la orden de los Carmelitas- son inciertas, aunque quizás podría encontrarse un motivo en su falta de apego por la ortodoxia católica. En relación con ello, Pierre Mesnard nos recuerda que, durante el año de 1548, el prior de Para sumar más intrigas a su vida espiritual, muchos de los biógrafos han señalado la posibilidad de que la familia materna de Bodin poseyera un pasado judío, habiendo llegado a Francia sólo luego de las sucesivas expulsiones recibidas por quienes profesaban esa religión en Portugal y España. Esta posibilidad ha sido reforzada por el enorme conocimiento que Bodin tenía del hebreo y de toda la tradición hebraica. En ese sentido, como veremos, tampoco han faltado voces que identificaran al angevino con Salomón, el personaje judío del Colloquium Heptaplomeres. 452 Marion Leathers Kuntz, “Introduction”, en Jean Bodin, Colloquium of the seven about secrets of the sublime, Cambridge, Cambridge University Press, 2008 [1975], p.xiii. 451 137 los Carmelitas de Tours, René Garnier, y otros dos miembros de la orden -uno de cuales poseía el nombre de Jean Bodin- fueron imputados de herejía por el Parlamento de París453. Es posible, entonces, que Bodin haya abandonado la orden de su tío materno debido a sus simpatías -o al menos a sus inquietudes- por la fe reformada. En efecto, los archivos de la ciudad de Ginebra454 revelan también un matrimonio entre un hombre llamado Jean Bodin y una mujer de nombre Thyphaine Reynaude, residente de Ginebra y viuda de Leonard Gallimard, protestante ejecutado en Paris junto al hermano Venot, compañero de Bodin en la orden de los Carmelitas. Presunto habitante de la ciudad, es posible que Bodin haya sido testigo presencial de la ejecución de Miguel Servet; de ser así, también es posible que una escena tan cruda haya representado un fuerte impacto para sus simpatías juveniles. Si es que el angevino esperaba hallar en Ginebra una espacio seguro en el cual desarrollar en libertad sus reflexiones acerca de la religión, podemos estar seguro que esta hoguera produjo un giro radical en esa perspectiva. Bodin abandonará rápidamente el bastión calvinista, pero no así sus aparentes simpatías por explorar los caminos abiertos por la Reforma, los que parece haber seguido desandando por más de una década. De hecho como veremos más adelante-, en la misiva dirigida a su amigo Jean Bautru des Matras, datada por los especialistas en los inicios de la década de 1560, Bodin recordará a su destinatario católico que las diferencias religiosas no son un impedimento para la amistad. A mediados de la década de 1550 Bodin se trasladará a la ciudad de Toulouse, en donde estudiará derecho, y en donde revelará su aspiración de acceder a un puesto docente. Es con ese fin que pronunciará su Oratio de instituenda in republica juventute (1559). No logrando su cometido, se trasladará nuevamente a París, en donde existen registros de su presencia desde el año 1561. Pero más afecto a las “meditaciones de la corte que a las improvisaciones del tribunal”455, Bodin se liberará paulatinamente de las obligaciones profesionales contraídas por su participación en el Parlamento de aquella ciudad para avocarse de lleno al estudio de la filosofía y de la historia del derecho. Producto de estas cavilaciones, el angevino compondrá su primera obra destacada, el Méthode de l’histoire; mejor conocido por su título latino: Methodus ad facilem historiarum cognitionem (1566). Dos años más tarde, revelando un espíritu infatigablemente curioso, Bodin dará origen a un nuevo escrito sobre economía política, la Reponse aux paradoxes de M. de Malestroit, touchant le fait des monnais et l’enchérissement de toutes choses (1568). Este será, según los estudiosos, el primer tratado metódico sobre la “inflación”. Pierre Mesnard, Ouevres philosophiques de Jean Bodin, Paris, PUF, 1951, p.xiii. Véase Marion Leathers Kuntz, Op.cit, p.xix. 455 Henri Baudrillart, Op. cit., p.115. 453 454 138 Habiendo adquirido cierta reputación gracias a estas dos primeras obras, Bodin comenzará a frecuentar con mayor asiduidad el escenario político. Así, el mismo año en que publicara aquella segunda obra participará también en la Asamblea de Estados de Narbonne y obtendrá allí un empleo como maître des requêtes. Tres años más tarde, en 1571, comenzará a desempeñarse como consejero de Francisco de Anjou (1555-1584), duque de Alençon, hermano menor de Carlos IX y Enrique III, y jefe del partido de los politiques, gracias a cuya influencia cortesana será nombrado procurador del rey. Siendo secretario de este abierto partidario de la solución tolerante, Bodin será acusado de calvinismo por los miembros más intransigentes del partido católico, y sólo salvará su vida en aquella fatídica noche de san Bartolomé gracias a la protección de Christophe de Thou (1508-1582), presidente del Parlamento de París456. Este episodio lo llevará a alejarse definitivamente de París, atravesando un breve período de anonimato y estableciendo su residencia en la pequeña Laon, ciudad en la vivirá hasta el final de su vida. El año 1576 será particularmente importante en la biografía de Bodin. En él no sólo editará una de sus obras cumbres, Les six livres de la République, sino que también participará activamente en la vida política de Francia, oficiando como diputado del tercer estado por Vermandois en los Estados Generales de Blois457. Dicha asamblea, tal cual hemos indicado en nuestro capítulo I, cumplió un papel decisivo, no sólo en la vida política de Bodin, sino también en la de toda Francia: enfrentado con los diputados parisinos, quienes oficiaban como portavoces de la posición del rey y de la Liga y postulaban la necesidad de que todos los súbditos se unieran bajo una única religión “católica y romana”, Bodin se mostrará partidario de una solución política. Defenderá la preeminencia de la paz, y postulará la convocatoria de un “concilio general o nacional” capaz de reglar la situación de la religión458. Ese posicionamiento político le costará no sólo un nuevo enfrentamiento con los partidarios de la Liga, sino también un creciente recelo por parte del rey. Mostrando una vez más su cariz polifacético, entre 1577 y 1578 Bodin participará de diversos procesos en los que se enjuiciarán a mujeres acusadas de brujería. Producto de estas actuaciones, y de su enfrentamiento teórico con el médico alemán Johannes Weier Una versión más cinematográfica de los hechos ocurridos esa noche -suscrita, por ejemplo, por Roger Chauviré-, relata que Bodin debió escapar de los puñales liguistas saltando a través de una ventana. 457 Bodin nos ha relatado su actuación en esta Asamblea en su Recueil de tout ce qui s’est négocié en la compagnie du tiers-état de France en l’assemblée générale des trois états, assigné par le roi en la ville de Blois au 15 novembre 1576, par J. Bodin. Para un análisis específico de su participación, véase Owen Ulph, “Jean Bodin and the Estates-General of 1576”, The Journal of Modern History, Vol. 19, No. 4 (Dec., 1947), pp.289-296. Sobre las discusiones generales que allí tuvieron lugar, y la actitud asumida por los miembros de la nobleza, véase Mack Holt. “Attitudes of the French Nobility at the Estates-General of 1576”, The Sixteenth Century Journal, Vol. 18, No. 4 (Winter, 1987), pp.489-504. 458 “Le cercle de la discussion est désormais tracé: d’un côté l’unité établie immédiatement et obtenue à tous prix, de l’autre une politique de conciliation et d’expectative qui couvre une arrière-pensée de la tolérance”. Henri Baudrillart, Op.cit., p.118. 456 139 (1516-1588), compondrá uno de sus escritos más extraños y asombrosos: la Démonomanie des sorciers (1580). Al año siguiente, acompañando a su único y último protector, realizará un viaje a Inglaterra, donde el duque de Alençon se trasladaba con la intención de formalizar su compromiso matrimonial -luego fallido- con la reina Isabel. Una vez allí, Bodin será testigo ocular de algunos rumores que habían llegado hasta sus oídos: su libro sobre la République había sido adoptado para la enseñanza en Londres y Cambridge desde el año anterior459. El angevino se interesará mucho por las instituciones inglesas, y añadirá múltiples comentarios acerca de ellas en la reedición de su texto realizada en 1583. Luego de la muerte de Francisco de Anjou, ocurrida en 1584, Bodin se verá obligado a retornar a Laon, donde ejercerá nuevamente la magistratura hasta el año 1587, año en el que, sucediendo a su suegro Nicolas Trouillard, será designado procurador general460. Pocas semanas después del asesinato de Enrique de Guisa y del Cardenal de Lorena, ocurridos hacia el final de 1588, la Liga católica ocupará completamente la ciudad de Laon y Bodin se verá obligado a alistarse en sus filas; lo cual, sin ninguna duda, representa una contradicción con muchos de los principios políticos e intelectuales a los que supo adherir durante toda su vida. Como lo ha señalado con justa razón Henri Baudrillart: La adhesión de Bodin a la Liga no puede ser considerada más que como un episodio lamentable de su vida política; sus escritos y sus actos, junto con una conducta y unas opiniones tan netas y firmes lo vinculan a la causa que, poco a poco, se identificará con la figura de Enrique IV. El funcionario puede haber participado por un instante del partido del duque de Mayenne; el filósofo y, salvo este corto eclipse, el hombre público, se ubicaron siempre allí donde se encontraran la nacionalidad y la tolerancia461. Finalmente, luego de la conversión al catolicismo de Enrique de Navarra (1593), Bodin se declarará abiertamente a su favor, e incluso incitará a sus conciudadanos -afectos todavía a las pasiones de la Liga- a reconocer la legitimidad de Enrique IV. No tendrá la fortuna de llegar a ver sancionado el Edicto de Nantes, pues morirá de peste en el año 1596. Sin embargo, en estos últimos y agitados años, Bodin tendrá las energías suficientes En efecto, el impacto de la République no sólo se sentirá en Inglaterra, en donde un tiempo después Thomas Hobbes adoptará muchos de sus principios. También en España se convertirá en un libro prontamente leído, aunque su acceso a aquellas tierras estará mediado por la “enmiendas católicas” del traductor. Al respecto, véase Los seis libros de la República de Juan Bodino. Traducidos de lengua francesa y enmendados católicamente por Gaspar de Añastro Ysunza, Turín, Los Herederos de Bevilacqua, 1590. 460 De su vida familiar durante este período contamos con el testimonio de la Epître de Jean Bodin touchant l’institution de ses enfants à son neveu, datada el 9 de noviembre de 1586 y hallada junto a la edición alemana del Heptaplomeres que Guhrauer editara en 1841. 461 Henri Baudrillart, Op.cit., p.134. 459 140 como para componer dos voluminosas obras: el Colloquium Heptaplomeres (ca.1593) y el Universae naturae theatrum (1596). 2. Les six livres de la République, o la solución politique Au milieu de cette guerre de virulents pamphlets et de savants traités que le XVIe siècle vit éclore au souffle de ces deux esprits, le livre de Bodin, considéré au point de vue pratique, représenta la conciliation des partis dans la justice et dans la loi. Il se plaça sur le terrain de l’autorité monarchique, montrée non plus comme la base et le principe, mais comme la garantie de tous les droits et la sauvegarde des propriétés et des personnes. Il défendit, d’autre part, outre le vote libre de l’impôt, la liberté religieuse, droit sacré, transaction nécessaire, vœu du philosophe et de l’homme d’État. C’était annoncer Henri IV et l’Édit de Nantes, la centralisation politique et la tolérance. Henri Baudrillart, Bodin et son temps “Quizás el modo más seguro de orientarse en el laberinto de casi un millar de folios que constituyen Los seis libros de la República, consista en no perder de vista las consideraciones que, en apretada síntesis, hace Bodin en el prefacio de la obra”462, afirma Pedro Bravo Gala. En efecto, como observaremos con mayor detenimiento en nuestro próximo apartado, Bodin nos brinda en esas páginas iniciales una serie de elementos indispensables para comprender cuáles fueron los motivos y las intenciones que dieron origen a su propia obra. Una elocuente crisis de autoridad política, mancillada por la radicalización de las rencillas confesionales, los consejeros impiadosos y el creciente peligro representado por aquellos teóricos hugonotes que comenzaban a postular la posibilidad de desobedecer -e incluso de asesinar- a los monarcas que faltaban a sus deberes, son, podemos decir, las causas principales de su preocupación. Frente a este estado de cosas, Bodin postulará una solución tan novedosa como radical, una solución cuyo impacto excederá largamente el propio contexto histórico, político e intelectual del angevino, y que sentará las bases del propio Estado moderno: la instauración de un poder soberano de carácter absoluto, cuya característica principal esté dada por su cariz político, y no por su vínculo religioso463. Pedro Bravo Gala, “Estudio preliminar”, Los seis libros de la República, Madrid, Tecnos, 1997 [1985], p.XXXII. 463 “Cela signifie assurément que, dans le cadre conceptuel des Six Livres de la République, il n'y a pas de place pour une religion d'État ou pour un État religieux”. Gérard Mairet, “Présentation”, en Les six livres de la République, Paris, Librairie générale française, 1993, p.15. 462 141 Portada de Los seis libros de la República, enmedados católicamente (1590) 142 2.1. Entre monarcómanos y liguistas: un nuevo Manual de Navegación. Luego del desengaño provocado por el proyecto de concordia -acallado, como vimos, tras el fracaso del coloquio de Poissy- y de las paradójicas consecuencias ocasionadas por el Edicto de enero de 1562; luego de diez años de conflicto y de la fatídica noche de san Bartolomé, aquellos que -como Bodin- sentían cierta simpatía por la alternativa política, comenzarán a concebir que los males que se ciñen sobre el Reino se deben tanto a los odios, las pasiones y las intransigencias de los partidos como a la propia fragilidad de las instituciones; a los precarios e insuficientes cimientos sobre los que se encuentra constituido el orden político464. Frente a ese escenario, se hacía preciso reorganizar el marco institucional apelando a nuevas bases, encontrar un camino que permitiera crear una alternativa novedosa capaz de resolver, desde una órbita externa, las diferencias que intrínsecamente se mostraban como insolubles. Jean Bodin hallará dicha solución en la instauración de un poder político que, antes que imponerse a las distintas facciones -a la manera de la Baja Edad Media- como un primus inter pares, pudiese sobreponerse a cada una de ellas. Y su intento de solución, expuesto con singular erudición en Les Six Livres de la Repúblique (1576), terminará por sentar no sólo las bases de la monarquía absoluta465, sino también las del propio Estado moderno466. El angevino, tal como analizaremos con más detalle en lo que sigue, considera al poder soberano -absoluto, perpetuo e indivisible- como verdadera causa formal de la existencia de la República. No es necesario, afirma Bodin, que quienes conforman un mismo estado compartan leyes, idioma, raza, ni religión; el único requisito indispensable es que todos y cada uno se encuentre sometido a un único poder soberano467. Así, del mismo Retomamos aquí las reflexiones desarrolladas por Sergio Cardoso: “«Uma Fé, um Rei, uma Lei». A crise da razão política na França das guerras de religião”, en Adauto Novaes. (Org.). A crise da razão política na França das guerras de religião, São Paulo, Companhia das Letras/Ministério da Cultura/Funarte, 1996, pp. 173-193. 465 Sara Miglietti nos invita a poner en entredicho la imágen “malheureusement encore très courant, d’un Bodin «théoricien de l’absolutisme» qui appuierait chaleureusement l’établissement d’une monarchie autocratique et dépourvue de tout contrôle”. (“Amitié, harmonie et paix politique chez Aristote et Jean Bodin”, Astérion (En ligne), 7, 2010, pp.4-5. URL: http://asterion.revues.org/1660). El principal ideólogo de esta particular representación de Bodin ha sido Julian Franklin, autor del célebre Jean Bodin and the Rise of Absolutist Theory, Cambridge, Cambridge UniversityPress, 1973. Las tesis allí presentadas han sido puestas en cuestión por distintos autores, entre los que podríamos contar a Yves-Charles Zarka, «Constitution et souveraineté selon Bodin» (Il pensieropolitico, 30, 2, 1997, pp. 276-286) y Mario Turchetti, “Jean Bodin théoricien de la souveraineté, non de l'absolutisme” (en Prosepri, Adriano et al. (Eds.). Chiesa cattolica e mondo moderno, Scritti in onore di Paolo Prodi, Bologna, Il Mulino, 2007, pp.437-455). 466 Al respecto, véase Quentin Skinner, El nacimiento del Estado, Buenos Aires, Gorla, 2003. Sobre este aspecto, también puede consultarse Noemí García Gestoso, “Sobre los orígenes históricos y teóricos del concepto de soberanía: especial referencia a los Seis libros de la República de J. Bodino”, Revista de Estudios Políticos (Nueva Época), 120, 2003, pp.301-327. 467 “De varios ciudadanos, sean naturales, naturalizados o libertos -que son los tres medios admitidos por la ley para ser ciudadano-, se forma una república, cuando son gobernados por el poder soberano de uno o varios señores, aunque difieran en leyes, en lengua, en costumbres, en religión y en raza. […] La república puede tener 464 143 modo en que una familia -unidad básica de la teoría política de Bodin468- se constituye por “el recto gobierno de varias personas y de lo que les es propio bajo la obediencia de una cabeza”469, una república puede ser definida como el recto gobierno de varias familias, y de lo que les es común470, bajo un único poder soberano. En base a esas consideraciones, Bodin explicita su novedosa teoría a través de una gráfica metáfora naval: [D]el mismo modo en que el navío sólo es madera sin forma de barco cuando se le quitan la quilla que sostiene los lados, la proa, la popa y el puente, así la república, sin el poder soberano que une todos los miembros y partes de ésta, y todas las familias y colegios en un solo cuerpo, deja de ser república. Siguiendo con la comparación, del mismo modo que el navío puede ser desmembrado en varias piezas o incluso quemado, así el pueblo puede disgregarse en varios lugares o extinguirse aunque la villa subsista por entero. No es la villa, ni las personas, las que hacen la ciudad, sino la unión de un pueblo bajo un poder soberano, aunque sólo haya tres familias471. El soberano no sólo es el ingeniero que da forma al navío, sino también el capitán que debe encargarse de conducirlo hacia el puerto de la salvación. En ese sentido, las diversas facciones y corporaciones que han conducido a la república al borde de la anarquía -en particular, como vimos, los “monarcómanos” hugonotes y los fanáticos católicos de la Liga- se muestran en este escenario como verdaderos incitadores del naufragio. Bodin, en tanto, integrándose en esa misma tradición de los Speculum Princeps a la que referimos en ocasión de nuestro análisis de los textos de Sébastien Castellion, buscará poner a disposición del monarca un nuevo Manual de Navegación. En efecto, en el inicio mismo del Prefacio, dedicado a Guy du Faur, señor de Pibrac (1529-1584)472, el varias ciudades y provincias con costumbres diversas, pero sometidas, sin embargo, al imperio de un señor soberano y a sus edictos y ordenanzas”. Jean Bodin, Los seis libros de la República, Madrid, Tecnos, 1997, I, VI, p.37. En adelante, República. 468 “La familia constituye la verdadera fuente y origen de toda república, así como su principal elemento”. República, I, II, p.16. 469 República, I, II, p.18. 470 Es evidente, como señala Bodin, que no hay república sin res publica: “Además de la soberanía, es preciso que haya alguna cosa en común y de carácter público, como el patrimonio público, el tesoro público, el recinto de la ciudad, las calles, las murallas, las plazas, los templos, los mercados, los usos, las leyes, las costumbres, la justicia, las recompensas, las penas y otras cosas semejantes, que son comunes o públicas, o ambas cosas a la vez. No existe república si no hay nada público”. República, I, II, p.17. 471 República, I, II, p.17. Según reafirma Quentin Skinner: “Es sólo como resultado del sometimiento al gobierno que un agregado de individuos ha podido alguna vez convertirse en un pueblo… Es sólo la aceptación de la souveraineté del poder, afirma [Bodin], la que une en un solo cuerpo a todos los miembros y partes, y todas las familias de una civitas o république. Es un error suponer que el pueblo debe su unidad al hecho de vivir juntos como miembros de una única sociedad o como habitantes de un mismo lugar. Pues no son ni los muros ni las personas las que hacen la ciudad, sino la unión de un pueblo bajo un poder soberano”. Quentin Skinner, El nacimiento del Estado, p.61. 472 Poeta, magistrado y diplomático francés, el señor de Pibrac será también admirado por Michel de Montaigne, quien, en el marco de su defensa política de aquel partido que es capaz de garantizar las bases de 144 angevino señalará explícitamente cuáles son sus intenciones. Permítasenos recurrir a sus palabras con cierta extensión, a fin de apreciar con toda claridad este cariz particular que Bodin pretende brindarle a su texto: Puesto que la conservación de los reinos e imperios, y de todos los pueblos, depende, después de Dios, de los buenos príncipes y sabios gobernantes, es justo, mi señor, que cada uno les ayude a conservar su poder, a ejecutar sus santas leyes o a llevar a sus súbditos a la obediencia, mediante máximas y escritos de los que resulte el bien común de todos en general, y de cada uno en particular. Esto, que siempre ha sido estimable y digno, nos es ahora más necesario que nunca. Cuando el navío de nuestra república tenía el viento de popa, sólo se pensaba en gozar de un reposo sólido y estable… Pero desde que una tormenta tan impetuosa ha agitado al navío de nuestra república con tal violencia que incluso el capitán y los pilotos están exhaustos por el trabajo continuo, se hace preciso que los pasajeros les presten una mano, ya sea en las velas, ya sea en la cuerdas, ya sea en el ancla, y que aquellos a los que la fuerza les falta, brinden algunas buenas advertencias, o presenten sus votos y plegarias a aquél que puede comandar los vientos y amainar la tempestad, pues todos juntos corren el mismo peligro473. He allí la razón por la cual, “no pudiendo hacer nada mejor”, Bodin se dispone a sentar las bases de un nuevo orden político -recurriendo para su disertación a la “lengua vulgar”474- que permita evitar la reproducción de episodios muy poco convenientes para el sostenimiento de la salud de la república, como el ocurrido cuatro años antes de la redacción de la République, durante la noche de san Bartolomé. En efecto, dado que es inevitable que los estados se encuentren sometidos a las mismas reglas que la naturaleza prescribe a todas las cosas475, y por tanto, que sufran diversas mutaciones y modificaciones a lo largo de su existencia, lo más sensato es procurar “que el cambio sea pacífico y natural, si ello es posible, y no violento y sangriento”476. En ese marco, no será ya la verdad (de la sustentación del Estado francés, citará algunos versos de este personaje que se condicen con su posición: Aimé l’estattel que tu le vois estre / S’il est royal, ayme la royauté / S’il est de peu, ou bien communauté, / Ayme l’aussi, car Dieu t’y a fait naistre. (Los ensayos, III, 9). 473 República, Prefacio, pp.3-4. 474 República, Prefacio, p.4. Dos son las razones que Bodin esgrime para redactar su tratado político en francés: la primera refiere al paulatino avance de las lenguas vulgares sobre el latín, cuyas fuentes –afirma el angevino“se secarán completamente si la barbarie producida por las guerras civiles continúa” (Ibíd.); la segunda, a la posibilidad de que no sólo el rey y los magistrados tengan contacto con su texto, sino todos aquellos ciudadanos de buenas intenciones. Bodin manifiesta la aspiración de “ser mejor entendido por todos los buenos franceses, quiero decir, por todos aquellos que, en toda ocasión, desean y quieren ver al estado de este reino en todo su esplendor, floreciente en armas y leyes” (Ibíd.). 475 “Nunca ha habido, ni habrá jamás república tan excelente en belleza que no envejezca, sujeta como está al torrente fluido de la naturaleza, que arrastra todas las cosas”. República, Prefacio, p.4. 476 República, Prefacio, p.4. Como veremos más adelante, cuando ingresemos de lleno en el libro IV de la République, Bodin presta una gran atención a estas mutaciones, estableciendo una distinción entre la 145 fe), sino la paz, el valor supremo que habrá que resguardar con todo el celo del que se disponga. Y la paz, según puede inferirse de las afirmaciones de Bodin, no germina sino del orden, orden que sólo podrá garantizar, a su vez, quien siendo ajeno a los distintos intereses que se hallan en disputa, se muestre como un agente político imparcial y capaz de sobreponerse a la agitación de los conflictos confesionales, instituyendo una ley común a todos, y reestableciendo de ese modo la tan ansiada unidad (o, en palabras más propias de Bodin, la armonía477). He allí la razón y la necesidad de instaurar un poder soberano, y de encarnar ese poder en la figura de un monarca que, al mismo tiempo, representará para la república y el mundo político lo que Dios representa para el orden de la naturaleza: Así como el gran Dios de la naturaleza, infinitamente sabio y justo, manda a los ángeles, así los ángeles mandan a los hombres, los hombres a las bestias, el alma al cuerpo, el cielo a la tierra, la razón a los apetitos, a fin de que quien esté menos dotado para el mando sea dirigido y guiado por aquel que, como recompensa a su obediencia, le puede preservar y dar seguridad. Pero cuando, por el contrario, sucede que los apetitos desobedecen a la razón, los particulares a los magistrados, los magistrados a los príncipes, los príncipes a Dios, se ve cómo Dios acude a vengar sus injurias y a ejecutar la ley eterna por Él establecida478. En ese marco, dijimos, Bodin entiende que la república479 de Francia tiene dos principales enemigos. Los primeros son los seguidores de Maquiavelo, muy “en boga entre los cortesanos de los tiranos”480; los segundos, quienes propician absurdas teorías acerca de “alteración” (alteratio) y el “cambio” (conversio). Esta diferenciación le permitirá, a su vez, señalar la disparidad que existe entre los cambios políticos, que afectan directamente a la soberanía, y por tanto a la forma del estado, y las alteraciones en las leyes, en las costumbres o en la religión, que no suponen una modificación sustancial en el carácter más propio de la república, sino sólo en un aspecto particular de su gobierno. Para considerar con mayor detalle la posibilidad humana de intervenir en los cambios políticos, véase MarieDominique Couzinet, “Hasard, providence et politique chez Jean Bodin”, Hasard et Providence XIVeXVIIesiècles. Actes du cinquantenaire de la fondation du CESR et XLIXe Colloque International d’études Humanistes, Tours, 3-9 juillet 2006, pp.1-18. 477 Como señalará Bodin en una de las páginas finales de su tratado: “La paz, que representa la armonía, es el fin y perfección de todas las leyes y sentencias, y, por supuesto, del verdadero gobierno real”. República, VI, VI, p.307. Como veremos más adelante, el concepto de armonía también posee un rol muy destacado en el Colloquium Heptaplomeres. 478 República, Prefacio, p.5. Cuando, en el capítulo IV del libro VI, Bodin trace una comparación entre las tres formas de república legítimas (el estado popular, la aristocracia y la monarquía) a fin de determinar cuál de ellas es la mejor, reafirmará esta idea de la organización piramidal de la naturaleza política: “No es necesario insistir mucho para mostrar que la monarquía es la forma república más segura, si se considera que la familia, que es la verdadera imagen de la república, sólo puede tener una cabeza, como ya he mostrado. Todas las leyes naturales nos conducen a la monarquía, tanto si contemplamos el microcosmos del cuerpo, cuyos miembros tienen una sola cabeza, de cual depende la voluntad, el movimiento y las sensaciones, como si contemplamos el universo, sometido a un Dios soberano”. República, VI, IV, p.291. 479 Vale aclarar aquí que, en el contexto histórico, intelectual y lingüístico de Bodin, el concepto de república no refiere a una forma de gobierno particular -como sí lo hace para nosotros, herederos del liberalismo-, sino al estado en general. En tal sentido, como veremos, la república puede ser administrada bajo un gobierno popular, pero también bajo la forma aristocrática o monárquica. 480 República, Prefacio, p.5. 146 las prerrogativas del pueblo sobre los monarcas. Los primeros no son otros que quienes han convencido a Catalina y al rey de llevar a cabo la matanza de san Bartolomé, subvirtiendo con ello los legítimos fundamentos del orden y de la justicia481. Siguiendo las recetas prescriptas por Maquiavelo, estos consejeros han puesto “como doble fundamento de la república a la impiedad y a la irreligión”482, creyendo que por ese camino alcanzarían el éxito. Sin embargo, señala Bodin -oponiéndose a dicha certidumbre-, si prestamos mayor atención a las lecciones de la historia, y sopesamos con más detenimiento cuál ha sido la fortuna de aquellos que han seguido las prescripciones del secretario florentino -y en particular la de César Borgia, personaje protagónico de su obra- seremos capaces de concluir que dichos principios han provocado el colapso de todos los que Príncipes que los han seguido. Las temibles lecciones de Maquiavelo han conducido a Francia al borde de la tiranía483, con todo lo pernicioso que eso resulta; no obstante, afirma Bodin, hay algunos otros principios que son incluso más dañinos y perjudiciales, y que entrañan un riesgo incluso mayor: el de la anarquía. Existen otros, contrarios y enemigos de aquellos [cortesanos], pero quizás todavía más peligrosos, quienes, con pretexto de exención de cargas y de la libertad popular, inducen a los súbditos a rebelarse contra sus príncipes naturales, abriendo las puertas a una licenciosa anarquía, peor que la tiranía más cruel del mundo484. Bodin se refiere aquí, como indicábamos antes, a los publicistas hugonotes. Éstos, luego de la noche de san Bartolomé, abandonarán sus esperanzas de alcanzar una medida de tolerancia por parte de la monarquía dirigida desde las sombras por Catalina de Médicis, y comenzarán a desarrollar una ofensiva teórica y política mucho más agresiva485. El “Cuando digo justicia quiero decir la prudencia de mandar con rectitud e integridad. Constituye, pues, una enorme incongruencia en materia de estado, preñada de consecuencias peligrosas, enseñar a los príncipes las reglas de la injusticia para asegurar su poder mediante procedimientos tiránicos, pues no existe fundamento más ruinoso que éste”. República, Prefacio, p.6. 482 República, Prefacio, p.5. Bravo Gala ha señalado con toda razón que este furioso “anti-maquiavelismo” expresado por Bodin en las páginas de su Prefacio “tendría un carácter polémico y circunstancial, sin ser necesariamente expresión de un desacuerdo teórico fundamental” (“Estudio preliminar”, Op.cit., p.XLII) entre el florentino y el angevino. En efecto, Roger Chauviré (Op.cit., p.192 y ss.) ha señalado algunas posibles conexiones entre la obra de Maquiavelo y la de Bodin. Tampoco puede olvidarse, por lo demás, que una de las críticas más fuertes que recibirán en la época los propios politiques es la de ser “discípulos de Maquiavelo”, al supeditar la religión a la política, dando prioridad al orden por sobre la verdad. 483 Como señalará Bodin en el siguiente libro, en una comparación que se extenderá por varios párrafos, y de la que aquí sólo indicamos el comienzo: “La diferencia más notable entre el rey y el tirano estriba en que el rey se conforma a las leyes de la naturaleza y el tirano las pisotea. Aquél cultiva la piedad, la justicia y la fe; éste no tiene ni Dios, ni fe, ni ley. Aquél hace todo lo posible en provecho del bien público y la seguridad de los súbditos; éste sólo tiene en cuenta su propio interés, venganza o placer…”. República, II, IV, p.100. 484 República, Prefacio, p.6. 485 La estrategia política adoptada por los hugonotes durante los primeros tiempos del conflicto había consistido, según señala Quentin Skinner, “en evitar hasta donde fuera posible toda confrontación directa con 481 147 primero de los textos que incitó a la revolución hugonota, editado por François Hotman reformado refugiado en Ginebra- apareció en 1573 bajo el título Francogallia486. Al año siguiente, en 1574, Teodoro de Beza redactará en un tono similar la versión francesa de un texto titulado Du droit des Magistrats sur leurs sujets, cuya versión latina aparecerá dos años más tarde. A esos dos primeros opúsculos, en los que se defendía el derecho de los hugonotes a revelarse contra el tirano católico, le seguirán tres textos de carácter anónimo: el primero, en forma de diálogo, llevará por título Le Politique (1574); el segundo, también bajo esa forma dialógica, Le Reveille Matin (1574); el tercero, por su parte, será conocido bajo el título de Discours Politiques (1574), siendo “el más revolucionario de todos y presentando una teoría más anárquica de la resistencia que ninguna otra obra del pensamiento político hugonote”487. Por su parte, los tres volúmenes de las Mémoires de l'estat de France sous Charles IX, de Simon Goulart (quien luego ocuparía el lugar de Teodoro de Beza en la administración ginebrina), apareció por primera vez hacia finales de 1576, siendo reimpresos en una versión “revisada, corregida y aumentada” en 1578. Finalmente, en 1579, verá la luz el más afamado de todos los textos producidos en esta época por los teóricos hugonotes: la Vindiciae contra tyrannos (1579), atribuido a Philippe Duplessis Mornay. En él, el autor ofrecerá al público letrado el resumen más completo de los principales argumentos desarrollados por los monarcómanos en el curso del período posterior a la agudización del conflicto confesional488. el gobierno de Catalina de Médicis” (Los fundamentos del pensamiento político moderno, II, Op.cit., p.248), argumentando que su enfrentamiento no era con la corona de Francia, sino con sus verdaderos enemigos: los fanáticos católicos. Esta primera estrategia habría sido impuesta por las circunstancias, dado que los reformados carecían del apoyo y de los recursos necesarios para llevar adelante una ofensiva contra la monarquía. Pero, también, porque los líderes reformados albergaban la esperanza de una medida duradera en favor de la tolerancia, ilusión que sucumbe con el acontecimiento de agosto de 1572: “La razón más obvia de este optimismo [respecto de la tolerancia] era que Catalina de Médicis, la reina madre y poder tras el trono de Carlos IX, puso en claro durante todas las primeras fases de las guerras civiles que ella se encontraba, categóricamente, en favor de una política de tolerancia religiosa. Desde luego, al atribuir estas ideas a Catalina y a su gobierno es necesario establecer una clara distinción entre los períodos anterior y posterior a 1572. Durante el verano de 1572 ocurrió el desplome final de las esperanzas hugonotas cuando Catalina súbitamente abandonó todo intento de conciliación y sancionó el asesinato en masa de los jefes hugonotes en la matanza de San Bartolomé”. Ibíd, p.249. 486 Según señala Skinner, existen “pruebas internas” que indican que la Francogallia habría sido comenzado a redactar en los años 1567-1568, pero que sólo las condiciones políticas posteriores a san Bartolomé propiciaron su publicación. 487 Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno, II, Op.cit., p.314. 488 Para considerar una sugerente interpretación de la doctrina de los monarcómacos protestantes, véase Isabelle Bouvignies “Monarchomachie: tyrannicide ou droit de résistence”, en Nicolás Piqué y Ghislain Waterlot (Comps.). Tolérance et Réforme. Éléments pour une généalogie du concept de tolérance, Paris, L´Harmattan, 1999, pp.71-99. Según esta autora, la defensa del tiranicidio pertenece a la tradición política católica, y sería ajena a la doctrina protestante, puesto que la interpretación de los políticos reformados sobre el papel de los magistrados inferiores, como vigilantes del poder del gobernante -desarrollada originalmente por Calvino-, les habría permitido evolucionar hacia un derecho constitucional a la resistencia como medio de oposición política ante un gobierno tiránico. 148 Según la concepción de Bodin, estos publicistas hugonotes -cuyas tesis principales radicaban en la defensa del derecho a la resistencia popular, y en la concepción del régimen de gobierno de Francia bajo un carácter mixto- resultan tan perniciosos para la salud de la república como los ateos, pues, al igual que ellos, incitan a los súbditos a dejar de lado “verdades evidentes” trasmitidas por las sagradas Escrituras489. Nada se repite tanto en la Sagrada Escritura como la prohibición, no sólo de matar o atentar contra la vida y el honor del príncipe, sino también de los magistrados, aunque sean perversos… Responder a las objeciones y argumentos vanos de quienes sostienen lo contrario, sería perder el tiempo. Al igual que quien pone en duda la existencia de Dios merece que sienta el peso de las leyes sin usar de argumentos, trato semejante debiera darse a quienes han puesto en duda verdad tan evidente, llegando incluso a publicar libros donde defienden que los súbditos pueden justamente tomar las armas contra su príncipe tirano y hacerlo matar por cualquier medio”490. En efecto, según afirma el angevino en directa oposición con la postura asumida por los monarcómanos, ningún súbdito tiene la potestad de desobedecer o de atentar contra la vida del príncipe soberano, ni siquiera cuando éste haya incurrido en las mayores “impiedades y crueldades imaginables”491. Así, dado que los súbditos no tienen ninguna “jurisdicción sobre su príncipe, del cual depende todo poder y autoridad”492, la única medida aceptable de reacción o de repudio contra la tiranía que Bodin parece admitir -es decir, siempre y cuando el monarca subvierta con su acción alguna ley natural o divina- es la de sustraerse a dicha autoridad por medio del exilio, interno o externo; es decir, o por medio de la huida hacia otro territorio, o por medio del retraimiento privado del escondite: “Afirmo, pues, que el súbdito jamás está autorizado a atentar contra su príncipe soberano, por perverso y cruel tirano que sea. Es lícito no obedecerle en nada contrario a la ley de Un peligro similar es el que Bodin atribuye a las brujas y hechiceras que denunciará en su Démonomanie des sorciers; esto, quizás, pueda brindarnos una clave de interpretación capaz de conciliar sus más que diversas obras. Al respecto, puede verse Matthieu Lavoyer, “Entre génie politique et démonologie drastique. Approche de l’oeuvre déconcertante de Jean Bodin (1529-1596)”, France, Université de Neuchâtel, 2010, pp.3-22, y Rita Ramberti, “Demoni, Streghe e Pace Civile. Discussione sulla Demonomania di Jean Bodin secondo una recente edizione”, Governare la paura, Universitá di Bologna, 2008, pp.1-14. 490 República, II, V, pp.105-106. 491 “Si el príncipe es absolutamente soberano, como son los verdaderos monarcas de Francia, España, Inglaterra, Escocia, Etiopía, Turquía, Persia o Moscovia, cuyo poder no se discute, ni cuya soberanía es compartida con los súbditos, en este caso, ni los súbditos en particular, ni todos, en general, pueden atentar contra el honor o la vida del monarca, sea por vías de hecho o de justicia, aunque haya cometido todas las maldades, impiedades y crueldades imaginables”. República, II, V, p.105. 492 República, II, V, p.105. 489 149 Dios o de la naturaleza y, en tal caso, huir, esconderse, evitar los castigos, sufrir la muerte, antes que atentar contra su vida o su honor”493. En efecto -podemos señalar a modo de conclusión de este apartado-, como el propio Bodin señalará hacia el final del Prefacio, su obra estará íntegramente dedicada a combatir a estas “dos clases de hombres que, mediante escritos y procedimientos en todo contrarios, conspiran a la ruina de las repúblicas”494 y que actúan de ese modo “no tanto por malicia como por ignorancia de los negocios del estado”495. En tal sentido, afirmando que la “ciencia política se encuentra oculta por tinieblas muy espesas”496, el autor de la République se propone redactar una obra capaz de esclarecer muchos de sus principios esenciales. Quizás con la esperanza de que, de ese modo, “monarcómanos” y liguistas pudiesen rendirse ante las inobjetables evidencias esgrimidas en favor de una solución real497 de los conflictos, es decir, de una solución política. 2.2. Hacia la institución de un poder secular, o el concepto de soberanía Pierre Manent lo ha dicho con claridad en los inicios de su Histoire intellectuelle du libéralisme: si consideramos de manera “retrospectiva, o negativamente” al modo de organización política establecido con anterioridad a los sistemas liberales, no tendremos más opción que referirnos al Ancien régime. Si, por el contario, describimos a ese régimen de un modo “positivo o prospectivo”, deberemos hablar de la “era de las monarquías «absolutas» o «nacionales»”498, monarquías a las que “dio su forma el concepto de soberanía; concepto radicalmente nuevo en la historia”499. Fueron la crisis y la caída del Imperio Romano de Oriente las que, afirma Manent, prepararon el terreno para el surgimiento de este nuevo orden político, ligado íntimamente República, II, V, p.106. República, Prefacio, p.6. 495 República, Prefacio, p.6. 496 República, Prefacio, p.4. 497 El sesgo “anti-utopista” de Bodin es elocuente desde las primeras páginas: “Sin embargo, no queremos tampoco diseñar una república ideal, irrealizable, del estilo de las imaginadas por Platón y Tomás Moro, Canciller de Inglaterra, sino que nos ceñiremos a las reglas políticas lo más posible. Al obrar así, no se nos podrá reprochar nada, aunque no alcancemos el objetivo propuesto, del mismo modo que el piloto arrastrado por la tormenta o el médico vencido por la enfermedad, no son menos estimados si éste ha tratado bien al enfermo y aquél ha gobernado bien su nave”. República, I, I, p.12. Un opinión semejante puede ser hallada en los Ensayos de Montaigne, quien también parece desconfiar de las soluciones utópicas a la hora de enfrentar los problemas reales. En el capítulo “La vanidad” (III, 9), luego de presentar el escenario político que lo rodea, Montaigne señala con un tono pesimista: “b| Y ciertamente todas esas descripciones de Estados inventadas por el arte resultan ridículas e ineptas para llevarlas a la práctica. Esas grandes y largas disputas sobre la mejor forma de sociedad, y sobre las reglas más convenientes para unirnos, son disputas sólo apropiadas para ejercitar el espíritu.” Los ensayos, III, 9, p.1426. 498 Pierre Manent, Historia del pensamiento liberal, Buenos Aires, Emecé Editores, 1990, p.17. 499 Ibíd. 493 494 150 a un concepto hasta entonces inaudito. Habiendo entrado en crisis el modo de organización imperial, y no siendo ya viable un retorno a aquel viejo modelo de la ciudadestado propio de la antigüedad clásica, los hombres europeos se vieron en la necesidad de inventar un nuevo sistema de organización para su vida en común500. Este nuevo sistema, al mismo tiempo, permitió resguardar -o mejor dicho, inaugurar de un modo sui generis- el orden secular ante el avance de la Iglesia católica. En efecto, aun cuando el “modelo” ofrecido por la Iglesia -en tanto su razón de ser no consiste en regir la vida política de los hombres, sino en conducirlos hacia la salvación- no parece ubicarse en el mismo plano que el de la ciudad o el Imperio, su injerencia en el plano temporal no resultará en absoluto desestimable. Por el contrario, sostiene Manent: “por su existencia misma y su propia vocación, la Iglesia planteará un inmenso problema político a los pueblos europeos”501. Tal es así, que “el desarrollo político de Europa sólo puede comprenderse como la historia de las respuestas dadas a problemas planteados por la Iglesia”502.Ahora bien, ¿cuál es la razón de ese inmenso problema planteado por la corporación eclesiástica? Brevemente, el modo contradictorio en el que la Iglesia auto-concibe su propia función institucional: establecida con el fin de garantizar la salvación de las almas de los hombres en un mundo que no es éste, sin embargo, autoproclama el derecho y el deber de establecer una atenta vigilancia sobre todas aquellas acciones que puedan poner en riesgo esa salvación. Así, aun cuando Dios y el César parezcan destinados a ejercer sus actividades en territorios radicalmente diferentes, esta “contradicción”503 auto-perceptiva ha conducido a la Iglesia “a reivindicar el poder supremo, la plenitudo potestatis”. Ante esta crítica situación política, es decir, ante la imposibilidad de retornar a los modelos de organización ensayados con anterioridad, y ante el peligro del avance del modelo teocrático, el problema de los hombres europeos -de ese “mundo no religioso, profano, laico”- consistió en concebir un modo de organización política cuya forma “no sea ni la ciudad ni el Imperio”504, una forma que, excediendo la particularidad de las antiguas polis, tampoco aspirara a la universalidad propia del Imperium. Se necesitaba, en “Ahora bien, el hecho original de la historia de Europa consiste en que ni la ciudad ni el imperio ni una combinación de los dos suministró la forma en la cual Europa reconstituyó su organización política: entonces se inventó la monarquía”. Ibíd, p.19. 501 Ibíd., pp.19-20. 502 Ibíd., p.20. He allí una de las tesis centrales de este primer capítulo del estudio de Manent, titulado “Europa y el problema teológico-político”. 503 “Se puede resumir del modo siguiente la singular «contradicción» que hay en la doctrina de la Iglesia Católica: simultáneamente la Iglesia deja a los hombres la libertad de organizarse en lo temporal según ellos lo entiendan y, por otro, aspira a imponerles una «teocracia»”. Ibíd., p.21. Las cursivas son del original. 504 Ibíd., p.25. 500 151 todo caso, “una forma cuya universalidad fuera diferente de la universalidad del Imperio. Y sabemos que esa forma política habrá de ser la monarquía «absoluta» o «nacional»”505. La figura política del rey adquirirá un rol central en esta nueva forma de organización, convirtiéndose en la piedra angular de todo el sistema. No obstante, aun cuando el monarca occidental reclame como fundamento de su legitimidad a la propia divinidad -pues, como ha quedado establecido desde san Pablo: “Todo poder viene de Dios” (Romanos, 13:1)- tanto los conflictos con la presunta autoridad universal de la Iglesia506, como la imposibilidad para erigirse en el vicarius Christi507, le indicarán un nuevo campo de acción: el secular. En tal sentido, su función principal radicará en sentar las bases de una nueva unidad política, diferente de la de la institución eclesiástica. “[El rey] se encargará de constituir la ciudad profana, la civitas hominum; y la hará una así como el mismo es uno”508. En esa nueva organización, como ya señalamos al inicio, el concepto de soberanía adquirirá un papel central. Realizada esta breve reflexión general, pasemos ahora a analizar específicamente el concepto de soberanía tal como lo presenta Jean Bodin en el capítulo VIII del libro I de su République, pues creemos que ese análisis nos permitirá comprender con mayor profundidad en qué medida este concepto desempeña un rol clave, no sólo en la teoría política heredada y construida por la tradición, sino también en la solución politique que Bodin postula para las conflictos confesionales de su tiempo. Habiendo dicho antes que la república es un “recto gobierno de varias familias, y de lo que les es común, con poder soberano”, resulta ahora necesario definir con mayor precisión qué es lo que se entiende por poder soberano, poder al que Bodin atribuirá tres características principales: la de ser perpetuo, la de ser absoluto y la de ser indivisible509. En primer lugar, que el poder soberano sea perpetuo significa, sin demasiados rodeos, que no Ibíd. “A diferencia del emperador, el rey en principio no pretende la monarquía universal, lo cual limita la amplitud del conflicto con la universalidad de la Iglesia”. Ibíd., p.26 507 “Lo que pudo «fijar» esta monarquía fue un compromiso estable entre lo sagrado religioso y lo sagrado cívico, siendo el rey la piedra angular del sistema sacro. Ahora bien, a pesar de todos sus atributos religiosos ostentados, a pesar de lo sagrado, a pesar de su derecho divino, el rey nunca pudo ser en Europa la piedra angular del sistema de lo sagrado, como lo era en Oriente”. Ibíd., p.29. Este título tan particular de vicario de Dios, nos recuerda Manent, será sólo reservado en Occidente para la figura del Papa de Roma, quien se encargará de desarrollar todas las consecuencias de la “contradictoria” definición de la Iglesia a la que referimos antes. Al respecto, véase el clásico estudio de Ernst Kantorowicz, The king’s two bodies, Princeton, Princeton UniversityPress, 1957, pp.87-93. 508 Ibíd, p.30. 509 “La soberanía es el poder absoluto y perpetuo de una república… Es necesario definir la soberanía, porque, pese a que constituye el tema principal y que requiere ser mejor comprendido al tratar de la república, ningún jurisconsulto ni filósofo político la ha definido todavía”. República, I, VIII, p.47. Aunque el carácter indivisible no sea resaltado en esta primera definición, los análisis posteriores que realizará Bodin, y a los que referiremos, dejarán en claro que esta tercera característica también resulta clave para comprender el carácter específico del poder soberano. 505 506 152 reviste límites temporales; que más allá de las diversas materializaciones y personificaciones que pueda tener, es decir, más allá del modo en cómo dicho poder sea administrado en la práctica, su naturaleza permanece inmutable y única a lo largo del tiempo: Digo que este poder es perpetuo, puesto que puede ocurrir que se conceda poder absoluto a uno o a varios por tiempo determinado, los cuales, una vez transcurrido éste, no son más que súbditos. Por tanto, no puede llamárseles príncipes soberanos cuando ostentan tal poder, ya que sólo son sus custodios o depositarios, hasta que place al pueblo o al príncipe revocarlos. Es éste quien permanece siempre en posesión del poder510. En segundo lugar, el poder soberano es absoluto en tanto y en cuanto no reconoce por sobre sí a ningún otro poder que no sea el de Dios y el de las leyes naturales511. Pues, si así no fuera, nos aclara Bodin, el príncipe no sería el verdadero titular de la soberanía, sino tan sólo su depositario, tal como ocurre, por ejemplo, con los distintos magistrados “intermedios” a los que el monarca recurre para administrar la república512. En tal sentido, afirma Bodin, “es absolutamente soberano quien, salvo a Dios, no reconoce a otro por superior. Digo, sin embargo, que no la tienen [a la soberanía] quienes son simples depositarios del poder, que se les ha dado por un tiempo limitado. […] La razón de ello es que uno es príncipe, el otro súbdito; el uno señor, el otro servidor; el uno propietario y poseedor de la soberanía, el otro no es ni propietario ni poseedor de ella, sino su depositario”513. República, I, VIII, pp.47-48. Para hacer más explícita esta característica, Bodin refiere al ejemplo histórico del rey de Tartaria: “Cuando muere el gran rey de Tartaria, el príncipe y el pueblo, a quienes corresponde el derecho de elección, designan, entre los parientes del difunto, al que mejor les parece, con tal que sea su hijo o sobrino. Lo hacen sentar entonces sobre un trono de oro y le dicen estas palabras: Te suplicamos, consentimos y sugerimos que reines sobre nosotros. El rey responde: Si queréis eso de mí, es preciso que estéis dispuestos a hacer lo que yo os mande, que el que yo ordene matar sea muerto incontinenti y sin dilación, y que todo el reino me sea remitido y consolidado en mis manos. El pueblo responde así sea, y, a continuación, el rey agrega: La palabra de mi boca será mi espada, y todo el pueblo le aplaude. Dicho esto lo toman y bajan de su trono y puesto en tierra, sobre una tabla, los príncipes le dirigen estas palabras: Mira hacia lo alto y reconoce a Dios, y después mira esta tabla sobre la que estás aquí abajo. Si gobiernas bien, tendrás todo lo que desees; si no, caerás tan bajo y serás despojado en tal forma que no te quedará ni esta tabla sobre la que te sientas. Dicho esto le elevan y lo vitorean como rey de los tártaros. Este poder es absoluto y soberano, porque no está sujeto a otra condición que obedecer lo que la ley de Dios y la natural mandan”. República, I, VIII, pp.51-52. 512 Para considerar un análisis de dicha organización, véase José Manuel Bernardo Ares, “Los poderes intermedios en la «República» de Jean Bodin”, Revista de Estudios Políticos (Nueva Época), 42, 1984, pp.227237. 513 República, I, VIII, p.49. Al respecto, como bien señala Norberto Bobbio en su análisis de la República de Bodin, podemos decir que “Soberanía significa pura y simplemente poder supremo, es decir, poder que no reconoce por encima de sí mismo ningún otro. En la escala de los poderes, de los que cualquier sociedad jerarquizada está constituida, si se parte de abajo hacia arriba, se observa que el poder inferior está subordinado al superior, el que a su vez lo está a un poder todavía más elevado; al final de la escala, forzosamente existe un poder que no tiene por encima de sí mismo ningún otro. Este poder supremo, o summa potestas, es el poder 510 511 153 El mundo político que nos representa Bodin, vertebrado a partir de estos caracteres distintivos del concepto de soberanía, reconoce una única división: la que existe entre aquel que posee el poder absoluto, perpetuo e indivisible, y aquellos que están desprovistos de él, aunque sean momentáneamente sus depositarios; es decir, entre el soberano y los súbditos. De este modo, no importa cuál sea el lugar que los distintos ciudadanos514 puedan ocupar en la esfera de la república, ni las creencias que profesen (no importa que sean nobles o artesanos, magistrados o comerciantes, católicos o protestantes), dado que, desde la óptica propia del monarca, todos ellos son iguales. En efecto, en tanto y en cuanto se encuentran sometidos a las leyes dictadas por el soberano, todos son súbditos. Así, resguardada la unidad política (a partir de que todos los súbditos son miembros de un cuerpo regido por una única cabeza) Bodin pergeña un argumento politique en favor de la posible coexistencia de las confesiones. Volviendo sobre lo anterior, cabe aclarar, sin embargo, que absoluto no significa ilimitado. Pues, aun cuando el príncipe soberano es tal en tanto posee un poder que lo distingue radicalmente del resto, existen algunas leyes que ningún gobernante legítimo puede violar sin incurrir en la tiranía. En tal sentido, afirma el autor: “Si decimos que tiene poder absoluto quien no está sujeto a las leyes, no se hallará en el mundo príncipe soberano, puesto que todos los príncipes de la tierra están sujetos a las leyes de Dios y de la naturaleza y a ciertas leyes humanas comunes a todos los pueblos”515. En consecuencia, aun cuando el soberano queda exento de cumplir con las leyes civiles que él mismo ha prescrito516, debe someterse a las leyes de Dios y a las de la naturaleza517. Pero también a las que hacen “al estado y la fundación del reino”, como la ley sálica518. soberano; donde hay un poder soberano, hay un Estado”. Norberto Bobbio. La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político. México, Fondo de Cultura Económica, 2008, p.80 514 Desde esta óptica, la ciudadanía no es más que una obligación mutua -de protección y obediencia- entre quien dicta la ley y quien la cumple: “No son los privilegios los que hacen al ciudadano, sino la obligación mutua que se establece entre el soberano y el súbdito, al cual, por la fe y obediencia que de él recibe, le debe justicia, consejo, consuelo, ayuda y protección. […] En resumen, la nota característica del ciudadano es la obediencia y el reconocimiento del súbdito libre hacia su príncipe soberano, y la tutela, justicia y defensa del príncipe hacia el súbdito”. República, I, VI, pp.39-41. 515 República, I, VIII, p.52. 516 “Es necesario que quienes son soberanos no estén de ningún modo sometidos al imperio de otro y puedan dar ley a los súbditos y anular o enmendar las leyes inútiles; esto no puede ser hecho por quien está sujeto a las leyes o a otra persona. Por esto, se dice que el príncipe está exento de la autoridad de las leyes. El propio término latino ley implica el mandato de quien tiene la soberanía”. República, I, VIII, pp.52-53. 517 “En cuanto a las leyes divinas y naturales, todos los príncipes de la tierra están sujetos a ellas y no tienen poder para contravenirlas, si no quieren ser culpables de lesa majestad divina, por mover guerra a Dios, bajo cuya grandeza todos los monarcas del mundo deben uncirse e inclinar la cabeza con todo temor y reverencia. Por esto, el poder absoluto de los príncipes y señores soberanos no se extiende, en modo alguno, a las leyes de Dios y de la naturaleza. República, I, VIII, pp.53-54. En tal sentido, la prohibición del homicidio cuenta como un ejemplo de ley natural o divina: “Si el príncipe prohíbe el homicidio bajo pena de muerte, ¿no queda, pues, obligado a su propia ley? En tal caso, dicha ley no es suya, sino que se trata de la ley de Dios y de la naturaleza, a la cual está más estrictamente obligado que cualquiera de sus súbditos. No puede ser dispensado de ella ni por el senado, ni por el pueblo, quedando siempre sujeto al juicio de Dios, que, como dice Salomón, instruye la 154 De todas formas, más allá de estas restricciones, y como veremos con mayor detenimiento en el próximo apartado, “el carácter principal de la majestad soberana” consiste en la facultad de “dar la ley a los súbditos en general sin su consentimiento”519. Así, es posible afirmar que “la ley no es otra cosa que el mandamiento del soberano que hace uso de su poder”520, pues, del mismo modo en que Dios rige al mundo, el monarca soberano -quien recibe de aquel poder supremo todas sus prerrogativas521- posee una absoluta jurisdicción sobre los destinos de la república. Analicemos esta característica con mayor atención. 2.3. El poder de legislar: vrai remarque de la souveraineté “Claramente se ve ya en Bodin que el concepto se orienta hacia el caso crítico, es decir, excepcional. Más que su definición de la soberanía, tan frecuentemente citada, cabe señalar a su doctrina sobre las «Vraies remarques de la souveraineté» como el comienzo de la moderna teoría del Estado”522. Avalados por esta afirmación de Carl Schmitt, analicemos ahora el capítulo X del libro I de la República a fin de terminar de develar los atributos que Jean Bodin otorga a la soberanía, prestando especial atención a la facultad de legislar, principal y distintiva característica de la potestad soberana. Bodin inicia este capítulo reiterando una vez más la idea de que los príncipes soberanos son “la imagen de Dios en la tierra”, y que han sido enviados por Él en la función de lugartenientes523. Establecido ese principio, el angevino se propone explicitar cuáles son los atributos exclusivos -es decir, únicos e incomunicables524- que el ser supremo causa con todo rigor. Por ello, decía Marco Aurelio que los magistrados son jueces de los particulares, los príncipes de los magistrados y Dios de los príncipes”. República, I, VIII, p.60. 518 “En cuanto a las leyes que atañen al estado y fundación del reino, el príncipe no las puede derogar por ser anejas e incorporadas a la corona, como es la ley sálica; si lo hace, el sucesor podrá siempre anular todo lo que hubiere sido hecho en perjuicio de las leyes reales, sobre las cuales se apoya y funda la majestad soberana”. República, I, VIII, p.56. 519 República, I, VIII, p.57. 520 República, I, VIII, p.63. 521 “En la monarquía, cada uno en particular, y todo el pueblo, como corporación, debe jurar observar las leyes y prestar juramento de fidelidad al monarca soberano, el cual sólo debe juramento a Dios, de quien recibe el cetro y el poder”. República, I, VIII, p.58. 522 Carl Schmitt, Teología política, Madrid, Editorial Trotta, 2009, p.14. 523 “Dado que, después de Dios, nada hay de mayor sobre la tierra que los príncipes soberanos, instituidos por Él como sus lugartenientes para mandar a los demás hombres, es preciso prestar atención a su condición para, así, respetar y reverenciar su majestad con la sumisión debida, y pensar y hablar de ellos dignamente, ya que quien menosprecia a su príncipe soberano, menosprecia a Dios, del cual es su imagen sobre la tierra”. República, I, X, p.72. 524 “Es preciso que los atributos de la soberanía sean tales que sólo convengan al príncipe soberano, puesto que si son comunicables a los súbditos, no puede decirse que sean atributos de la soberanía. Del mismo modo que una corona pierde su nombre si es abierta o se le arrancan sus florones, también la soberanía pierde su grandeza si en ella se practica una abertura para usurpar alguna de sus propiedades… Al igual que el gran Dios soberano no puede crear otro Dios semejante, ya que siendo infinito no puede, por demostración necesaria, hacer que 155 ha legado a los príncipes. Iniciada la búsqueda, sostiene que el primer y más importante remarque de la soberanía radica en el poder de legislar, es decir, en el poder de regir la vida de todos los súbditos de una república en general, y de cada uno en particular525, sin que esa legislación, además, emane de ninguna instancia superior a la de su propia voluntad. El primer atributo del príncipe soberano es el poder de dar leyes a todos en general y a cada uno en particular. Con esto no se dice bastante, sino que es preciso añadir: sin consentimiento de superior, igual o inferior. Si el rey no puede hacer leyes sin el consentimiento de un superior a él, es en realidad súbdito; si de un igual, tiene un asociado, y si de los súbditos, sea del senado o del pueblo, no es soberano526. Asimismo, señala Bodin, si se analizan con detenimiento los demás atributos que es posible otorgar al poder soberano, se podrá llegar a la conclusión de todos ellos se encuentran comprendidos en este primero527. Lo que lo convierte en el atributo principal; o, a mejor decir, en el único. Ahora bien, son estas reflexiones las que permiten a Bodin hacer plenamente explícita la tercera característica distintiva de la soberanía: la de ser indivisible. Las mismas, por otra parte, le posibilitan oponerse a otro de los principales argumentos esgrimidos por los teóricos hugonotes: el de la existencia, en el origen del sistema político francés, de un régimen mixto. En efecto, luego de indicar qué es lo qué entiende por soberanía, y cuáles son sus vraies remarques, Bodin se abocará al análisis de los diversos modos en la que el poder soberano puede ser ejercido. Desde su perspectiva, dejando de lado las diversas cualidades que los gobiernos pueden adquirir -es decir, dejando de lado la catalogación clásica que ponía el énfasis en distinguir regímenes virtuosos y corruptos-, y estableciendo sólo una diferenciación en base a sus aspectos “de naturaleza”, Bodin afirma que la soberanía puede ser ejercida o por una sola persona, o por la menor parte de los miembros de una república, o por la mayor parte. En tal sentido, decimos de nuevo, más allá de las distinciones y subdivisiones establecidas por muchos autores clásicos, que multiplican sin cesar el número de repúblicas posibles, existen sólo tres formas de estado: la monarquía, la aristocracia y la democracia. Así, oponiéndose a teóricos políticos de la talla de Aristóteles, Platón o Polibio, Bodin haya dos cosas infinitas, del mismo modo podemos afirmar que el príncipe que hemos puesto como imagen de Dios, no puede hacer de un súbdito su igual sin que su poder desaparezca”. República, I, X, p.73. 525 Bodin se opone aquí a quienes sostienen que no sólo los soberanos tienen el poder de regir la vida de los demás, sino que dicha facultad es compartida con todos aquellos que tienen la posibilidad de instituir alguna costumbre, detrás de la cual, en definitiva, se hallaría el verdadero fundamento de todas las leyes. Para considerar su argumento, véase República, I, X, pp.74-75. 526 República, I, X, p.74. 527 Véase República, I, X, pp.75-76. 156 afirmará que los regímenes mixtos simplemente no existen, pues el poder soberano no puede ser dividido, y, por tanto, tampoco compartido. Si se admite que de la combinación de las tres [formas de república] se puede hacer una, es evidente que ésta será por completo diferente… Mas la mezcla de las tres repúblicas en una no produce una especie diferente. El poder real, aristocrático y popular combinados, sólo dan lugar al estado popular, salvo que se diese la soberanía, en días sucesivos, al monarca, a la parte menor del pueblo y a todo el pueblo, ejerciendo por turno, cada uno de ellos, la soberanía… En tal caso, habría tres clases de república que, además, no durarían mucho, al igual que una familia mal gobernada528. En efecto, dado que la soberanía es indivisible, resulta imposible combinarla, pues eso no conduce sino a una paradoja: los soberanos se convertirán al mismo tiempo en súbditos; lo que, para Bodin, no provocará más que una situación política insostenible a partir de un peligroso descrédito de la ley. Si el poder de legislar es puesto en diversas manos, se llegará al sinsentido de sostener que quienes dictan las normas legales son, al mismo tiempo, quienes deben someterse a ellas. Situación que, según podemos concluir de los textos del angevino, resulta un absurdo político. En realidad, es imposible, incompatible e inimaginable combinar monarquía, estado popular y aristocracia. Si la soberanía es indivisible, como hemos demostrado, ¿cómo se podría dividir entre un príncipe, los señores y el pueblo a un mismo tiempo? Si el principal atributo de la soberanía consiste en dar ley a los súbditos, ¿qué súbditos obedecerán, si también ellos tienen poder de hacer la ley? ¿Quién podrá hacer la ley, si está constreñido a recibirla de aquellos mismos a quienes se da?529 Así, una vez realizado el recorrido, Bodin llegará a las siguientes conclusiones: en primer lugar, afirmará que los regímenes mixtos son imposibles, y por tanto, que“no hay ni jamás hubo república compuesta de aristocracia y de estado popular y, mucho menos, República, II, I, pp.88-89. República, II, I, p.89. A partir de estas consideraciones, y haciendo una referencia a aquellos que peligrosamente postulaban el carácter mixto de la república francesa, Bodin referirá abiertamente a ese caso particular: “Algunos han dicho, y aun escrito que el reino de Francia está también compuesto de tres repúblicas: el Parlamento de París representaría la forma aristocrática, los tres estados, la democracia, y el rey, el estado real. Esta opinión no sólo es absurda, mas digna de pena capital, porque es delito de lesa majestad hacer de los súbditos pares del príncipe soberano”. República, II, I, p.91. Es Pedro Bravo quien señala que esta afirmación alude, en términos generales, a aquellos teóricos “monarcómanos” que postulaban que la monarquía francesa se constituía como un régimen mixto. Y, en particular, a la obra de Bernard de Girard Du Haillan (1535-1610) titulada De l’estat et succez des affaires de France (1570). 528 529 157 de las tres repúblicas, sino que, por el contrario, sólo hay tres clases de república”530. En segundo lugar, que si esos regímenes fueran posibles, terminarían indefectiblemente en un enfrentamiento interno entre los diversos titulares de la soberanía. Es decir, en una guerra civil entre las facciones monárquicas, aristocráticas y democráticas531; guerra civil que, como también han postulado innumerables teóricos políticos a lo largo y a lo ancho de la modernidad, es concebida por Jean Bodin como la peor de las enfermedades que puede aquejar a una república. En tercer lugar,el angevino sostiene que, para evitar en el futuro todas esas confusiones en las que han incurrido anteriormente los filósofos, debe establecerse una clara distinción entre el estado y el gobierno. Es decir, entre la forma de la república -que sólo está dada por quien posee la titularidad de la soberanía, sea este uno, pocos o muchos-, y el modo en como ella se administra532. Así, en efecto, aunque el gobierno de una república pueda adquirir las más diversas formas de administración, Bodin considera como un hecho “indiscutible que el estado de una república es siempre simple”533. En definitiva, quien posee la titularidad de la soberanía, es decir, quien detenta el poder soberano, es quien dicta la ley. Los demás, ya sea que tengan un cargo administrativo dentro de la esfera de la república (como magistrados o jueces, por ejemplo), o que sean simples ciudadanos, son todos súbditos. Pero esta última distinción, podemos conjeturar, sirve también a Bodin para pergeñar un nuevo argumento político en favor de la posible coexistencia de católicos y protestantes. Pues la distinción entre el estado y el gobierno permite al angevino establecer, al mismo tiempo, una distinción entre el cambio y la alteración, es decir, entre una modificación esencial en el seno de la república, expresada por un cambio en la titularidad de la soberanía, y una simple mutación en aspectos secundarios, como las leyes civiles, las costumbres o la religión534. En tal sentido, podemos concluir de aquí, una alteración en las costumbres confesionales de los súbditos franceses, e incluso en su legislación al respecto (como un edicto de tolerancia, por ejemplo), no afectará más que un modo secundario y accidental a la república, siempre y cuando la titularidad de la soberanía persista inmutable República, II, I, pp.91-92. Véase República, II, I, p.92. 532 “Debe de diferenciarse claramente entre el estado y el gobierno, regla política que nadie ha observado. El estado puede constituirse en monarquía y, sin embargo, ser gobernado popularmente si el príncipe reparte las dignidades, magistraturas, oficios y recompensas igualmente entre todos, sin tomar en consideración la nobleza, las riquezas o la virtud. La monarquía estará gobernada aristocráticamente cuando el príncipe sólo dé las dignidades y beneficios a los nobles, a los más virtuosos o a los más ricos… Esta variedad de gobernar ha inducido a engaño a quienes confunden las repúblicas, sin advertir que el estado de una república es cosa diferente de su gobierno y administración”. República, II, II, p.94. 533 República, II, VII, p.113. 534 “Llamo cambio de la república al cambio de estado, es decir, el traspaso de la soberanía del pueblo al príncipe, o de los poderosos a la plebe, o a la inversa. El cambio de leyes, de costumbres, de religión, o de lugar sólo representa una simple alteración, si la soberanía no cambia de titular”. República, IV, I, p.165. 530 531 158 ,esto es, siempre y cuando esos súbditos -sean católicos o hugonotes- se reconozcan a sí mismos como tales, y acaten las leyes que el soberano les impone sin su consentimiento. Realizado este breve análisis de la teoría política de Bodin, y de sus posibles derivaciones en relación con el tópico de la tolerancia, pasemos ahora a los consejos prácticos que el angevino brinda a un monarca encargado de gobernar entre facciones. 2.4. Gobernar entre facciones “Los libros IV y V de la República constituyen un tratado de pedagogía política, dirigido a exponer las reglas a las que debe acomodarse el gobernante que quiera conservar su Estado”535. Tomando prestada esta afirmación, y con ese marco de referencia general, aboquémonos ahora al análisis del último capítulo del IV de la República, en el que Bodin brinda una serie de consejos didácticos a aquel soberano que deba enfrentarse a una situación particular: la de verse obligado a gobernar una república en la que los súbditos se hayan divididos en facciones, situación que se condice, claro está, con la que atravesaba Francia por esos años. En primera instancia, Bodin pretende determinar si, acuciado ante esta situación particular, el príncipe debe tomar algún partido (obligando a sus súbditos a secundarlo en su decisión); o si, por el contrario, debe mantenerse en una posición neutral y equidistante respecto de los bandos en pugna536. Iniciada dicha indagación, el angevino establece, en primer término, y como regla general, que la existencia de facciones537 resulta perniciosa y perjudicial en cualquier república, por lo que su surgimiento debe evitarse por todos los medios disponibles. Asimismo, si acaso dicho surgimiento no ha podido impedirse en una etapa germinal538, deben buscarse todos los remedios necesarios para aliviar -y, si es Pedro Bravo Gala, “Estudio preliminar”, Op.cit., p.LXV. “Examinemos ahora si cuando los súbditos están divididos en facciones y bandos, y los jueces y magistrados toman también partido, el príncipe soberano debe unirse a una de las partes y si debe obligar al súbdito a seguir una u otra”. República, IV, VII, p.202. 537 “No llamo facción a un puñado de súbditos, sino a una buena parte de ellos ligados contra los otros” República, IV, VII, p.203. 538 He aquí, probablemente, un ejemplo de las lecturas maquiavélicas de Bodin. En efecto, en el capítulo III de su tratado, Maquiavelo había considerado como una característica distintiva de los príncipes virtuosos esta capacidad de previsión: “Estos príncipes [sabios], no solamente han de cuidar los desórdenes presentes, sino también los futuros, tratando de impedirlos con toda su habilidad porque, previéndolos antes, es fácil remediarlos. En cambio, si se espera a tenerlos encima, la medicina no llegará a tiempo, porque la enfermedad se ha vuelto incurable. Ocurre aquí entonces lo que dicen los médicos de la tisis que, al principio del mal, es fácil de curar y difícil de reconocer pero que, con el avanzar del tiempo, de haber sido diagnosticada y medicada desde el principio, se vuelve fácil de reconocer y difícil de curar. Algo semejante sucede en los asuntos del estado; si se conocen con anticipación (y esto sólo es dado a una persona prudente), los males que nacen en él se curan rápido. Pero si no se los reconoce y se los deja crecer de tal modo que todos los conocen, ya no hay remedio posible”. Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, Buenos Aires, Losada, 2003, III, pp.69-70. 535 536 159 posible, curar- el mal539. En efecto, al igual que las pequeñas afecciones corporales -como la fiebre tísica, en el ejemplo de Maquiavelo- pueden convertirse en una infección generalizada, la existencia de facciones puede provocar rápidamente la ocurrencia de una guerra civil; el peor de males políticos imaginables540 En ese sentido, señala Bodin, es necesario tener en cuenta que las repúblicas monárquicas brindan un mayor margen de acción ante este tipo de conflictos que las aristocráticas o las democráticas, pues el soberano, al ser una única persona, puede mantenerse neutral con mayor facilidad que un pequeño grupo de hombres, o que un gran número de ellos. Si las facciones y sediciones son perniciosas para las monarquías, mucho más peligrosas son para los estados populares y aristocráticos.Los monarcas pueden conservar su majestad y decidir como neutrales las contiendas o, uniéndose a una de las partes, hacer entrar a la otra en razón o exterminarla totalmente. En cambio, en el estado popular, el pueblo dividido no tiene soberano, como tampoco lo tienen los señores divididos en facciones en la aristocracia, salvo que la mayor parte del pueblo o de los señores permanezcan neutrales y puedan mandar a los demás541. Por otra parte, Bodin establece dos clases diversas de sedición: en primer lugar, aquellas en las que las distintas facciones, o al menos una de ellas, “se dirigen directamente contra el estado, o contra la vida del soberano”542; en segundo, aquellas que no implican un peligro directo para quien detenta la soberanía. En el primer caso, que se condice claramente con lo postulado por los teóricos monarcómanos más radicales, el soberano “no puede tolerar que se atente contra su persona”543, y debe apaciguar los sublevamientos “a cualquier precio”; en el segundo, la decisión debe ser mucho más meditada y, en algún sentido, moderada. Así, retomando lo dicho en el inicio del capítulo, Bodin reafirma que el soberano debe intentar apagar el fuego de la sedición cuando todavía es una chispa, 539 “Partamos del principio que las facciones y partidos son peligrosos y perniciosos en toda clase de república. Es necesario, pues, cuando se puede, prevenirlos con sabios consejos y, en el caso de que no se haya previsto lo necesario antes de que surjan, buscar los medios para curarlos o, cuando menos, para aliviar la enfermedad”. República, IV, VII, pp.202-203. 540 “Por la misma razón que los vicios y enfermedades son perniciosos para el alma y el cuerpo, las sediciones y guerras civiles son peligrosas y perjudiciales para los estados y repúblicas. República, IV, VII, p.203. 541 República, IV, VII, p.203. 542 República, IV, VII, p.203. 543 República, IV, VII, p.203. 160 utilizando todas las herramientas que se hallen a la mano, e incluso ajusticiando con toda premura a los cabecillas de la posible insurrección544. Tales divisiones deben evitarse por todos los medios posibles, sin dejar de reparar en los detalles más insignificantes, ya que las sediciones y guerras civiles, frecuentemente tienen su origen en motivos triviales… Conviene, pues, antes que el fuego de la sedición se convierta en hoguera, echar sobre él agua fría o apagarlo del todo, es decir, apaciguarlo mediante dulces palabras y amonestaciones, o proceder mediante la fuerza545. Del mismo modo que resulta más sencillo rechazar la invasión de un enemigo extranjero antes de que éste haya atravesado las fronteras, es más simple evitar la extensión de las insurrecciones y los conflictos entre facciones que ponerles fin una vez que ellas ya se han desarrollado546. Asimismo, en una observación que resulta de suma importancia para nuestro tema, Bodin aconseja al soberano -y en particular a aquel que conduce una república monárquica- mantenerse neutral frente al conflicto. En una palabra, lo insta a no olvidar que el lugar que ocupa en el sistema político no se asemeja al de un abogado que defiende los reclamos de una de las partes, sino al del juez, que es quien debe dirimir las disputas desde un lugar equidistante y superior. Cuando el príncipe no los puede concertar [a los sediciosos] ni con palabras dulces ni con amenazas, les debe dar árbitros intachables y aceptables por ellos; si procede así, el príncipe se ve liberado del juicio y del odio o descontento de la parte condenada… Sobre todo, el príncipe nunca debe mostrar jamás afección por uno que por otro, pues ésta ha sido la causa de la ruina de muchos príncipes. […] Los reyes, que pretenden actuar como abogados, cuando son jueces y árbitros, y se olvidan del alto puesto que corresponde a su majestad al descender a los más ínfimos lugares para compartir la pasión de sus súbditos, haciéndose amigo de unos y enemigo de otros547. En efecto, reafirma al autor, el consejo de la neutralidad se vuelve todavía más importante cuando las causas de la sedición no son políticas, sino religiosas. En este caso, la posibilidad de granjearse enemigos particularmente acérrimos -y, por tanto, dispuestos a quitarle la vida- se convierte en un riesgo más que cierto, como lo enseña la historia de la “Si la sedición no se puede apaciguar por las vías de la justicia, el soberano debe emplear la fuerza para extinguirla, mediante el castigo de alguno de los más importantes, especialmente de los jefes de partido, sin aguardar a que ganen fuerza y no se les pueda hacer frente”. República, IV, VII, p.203. 545 República, IV, VII, p.204 546 Véase República, IV, VII, p.206. 547 República, IV, VII, p.205 544 161 Europa de las guerras de religión548. Ahora bien, más allá de que -como vimos antes- una alteración en las costumbres confesionales no impliquen un cambio en la estructura política profunda de la república, dada la importancia práctica que ostenta la religión549, y los indefinidos debates que pueden llegar a producirse si esos principios “intangibles” son sometidos a crítica, o expuestos a la discusión pública, el soberano de una república que goza de uniformidad confesional debe disponer la prohibición de debatir acerca de religión. Tal como lo hacen los reyes de Oriente o África550. Cuando la religión es aceptada por común consentimiento, no debe tolerarse que se discuta, porque de la disensión se pasa a la duda. Representa una gran impiedad poner en duda aquello que todos deben tener por intangible y cierto. Nada hay, por claro y evidente que sea, que no se oscurezca y conmueva por la discusión, especialmente aquello que no se funda en la demostración ni en la razón, sino en la creencia. Si filósofos y matemáticos no ponen en duda los principios de sus ciencias, ¿por qué se va a permitir disputar sobre la religión admitida y aceptada?551 Esa interdicción, agrega Bodin, se asienta en la opinión común de todos los teóricos políticos -e incluso también de aquellos catalogados como ateos-, quienes coinciden en que ningún estado puede encontrar un sostén más sólido que el que le brinda la religión. Los propios ateos convienen en que nada conserva más los estados y repúblicas que la religión, y que ésta es el principal fundamento del poder de los monarcas y señores, de la ejecución de las leyes, de la obediencia de los súbditos, del respeto por los magistrados, del temor de obrar mal y de la amistad recíproca de todos. Por ello, es de suma importancia que cosa tan sagrada comola religión, no sea menospreciada ni puesta en duda mediante disputas, pues de ello depende la ruina de las repúblicas. No se debe prestar oídos a quienes razonan sutilmente mediante argumentos contrarios, pues summa ratio est quae pro religione facit, como decía Papiniano”552. “Si el príncipe soberano toma partido, dejará de ser juez soberano, para convertirse en jefe de partido y correrá riesgo de perder su vida, en especial cuando la causa de la sedición no es política. Así está ocurriendo en Europa desde hace cincuenta años, con motivo de las guerras de religión”. República,IV, VII, p.207. 549 Nos encontramos aquí con otro elemento compartido con Maquiavelo, quien había señalado abiertamente el valor de la religión como instrumentum regni. Al respecto, véase Nicolás Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Buenos Aires, Losada, 2008, p.84 y ss. 550 “También es cierto que todos los príncipes y reyes de Oriente y de África, prohíben rigurosamente que se dispute sobre la religión y la misma prohibición existe en España. […] La discusión sólo tiene sentido respecto de lo verosímil, pero no respecto de lo necesario y lo divino”. República, IV, VII, pp.207-208 551 República, IV, VII, p.207. 552 República, IV, VII, p.208. Parece claro que, con el término “ateo”, Bodin hace referencia a Maquiavelo, autor casi universalmente denostado bajo ese epíteto desde la aparición de El Príncipe. En ese sentido, menos de veinte años más tarde, en 1595, el jesuita español Pedro de Ribadeneyra publicará una obra titulada Tratado 548 162 En tal sentido, Bodin elude explícitamente el tópico de la religión verdadera553 -sólo reservado, como veremos, para la discusión entre los eruditos-, dando a entender que, en el terreno estrictamente político, no importa tanto cuál de todas sea la verdadera, sino que el príncipe esté convencido de que ella lo es. No obstante, cuando un soberano cierto de su religión se encuentra ante la difícil tarea de regir los destinos de una república en los que la sedición confesional ya se ha instalado, de modo tal que no puede ser extirpada sin ocasionar en el mismo acto la ruina de la república, debe abstenerse de convertir a sus súbditos por medio de la fuerza. Por el contrario, afirma el angevino, el medio más efectivo y elevado que el soberano puede utilizar en dicho caso para atraer las voluntades de quienes no coinciden con su parecer, es la sinceridad de su propio ejemplo. Es ésa, en efecto, la manera más perfecta de conducir a una república divida en facciones hacia el port de la santé. El príncipe que está convencido de la verdadera religión y quiera convertir a sus súbditos, divididos en sectas y facciones, no debe, a mi juicio, emplear la fuerza. Cuanto más se violenta la voluntad de los hombres, tanto más se resiste. Si el príncipe abraza y obedece la verdadera religión de modo sincero y sin reservas, logrará que el corazón y la voluntad de los súbditos la acepten, sin violencia ni pena. Al obrar así, no sólo evitará la agitación, el desorden y la guerra civil, sino que conducirá a los súbditos descarriados al puerto de salvación554. Retomando aquí algunos de los argumentos ya expuestos en aquel manifiesto inicial del partido de los politiques conocido como Exhortation aux Princes, y del que nos hemos ocupado con cierta extensión en el capítulo II, Bodin sostiene que, si el soberano utiliza la coacción para intentar torcer las conciencias de sus súbditos, o prohíbe la práctica de aquella religión con la que no concuerda, no hará más que empujar a muchos hacia el de la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano para gobernar y conservar sus Estados, contra lo que Nicolás Machiavelo y los políticos de este tiempo enseñan, en la que tanto el secretario florentino como el propio Bodin serán identificados -junto a “Plesis Morneo” y algunos otros- como propagadores de las doctrinas de Tácito, y, al mismo tiempo, como fuente en la que abrevan sus doctrinas los “políticos” de la época. Explicitando esta interpretación, y retomando el mismo pasaje de la République que acabamos de traer a colación en el cuerpo de nuestro texto, Ribadeneyra afirmará lo siguiente: “Pero la diferencia que hay entre los Políticos y nosotros es, que ellos quieren que los Principes tengan cuenta con la Religion de sus subditos, qualquiera que sea, falsa ó verdadera: nosotros queremos que conozcan que la Religion Católica es sola la verdad, y que á ella sola favorezcan. Ellos quieren que los Principes se sirvan de la Religion en aparencia, para engañar y entretener el Pueblo, como lo hacen los Principes injustos, y lo dice San Agustin: nosotros queremos que los Principes sirvan de veras á la verdadera Religion…”. Tratado de la religión, Madrid, Oficina de Pantaleon Aznar, 1788, p.4. Mantenemos la grafía original. 553 “No trataré aquí de qué religión es la mejor, si bien es cierto que sólo hay una religión, una verdad, una ley divina publicada por la palabra de Dios”. República, IV, VII, p.208. 554 República, IV, VII, p.208. 163 abismo del ateísmo555; el cual representa, como también señala el autor anónimo de la Exhortation, la enfermedad más peligrosa que pueda aquejar al cuerpo de una república. En efecto, sostiene Bodin -en un argumento que tendrá un largo derrotero durante la modernidad, y que encontrará uno de sus más férreos oponentes en Pierre Bayle556-, si un príncipe se ve arrastrado hasta la posición de tener que decidir entre dos males, uno mayor y otro menor, resulta claro que el de la superstición es preferible al de ateísmo. Por el mismo motivo en que “la tiranía más cruel es preferible a la anarquía”557, es decir, por la misma razón por la que el peor de los órdenes es preferible al desorden generalizado, “la mayor superstición del mundo no es tan detestable como el ateísmo”558. Y esto por una simple razón: los supersticiosos, aun en su error y en sus excesos, siguen siendo temerosos de la justicia divina, último bastión del orden cuando se ha perdido el temor de los castigos prometidos por la humana. Por el contrario, poca injerencia podrán tener las leyes seculares en el ánimo de quienes ya no sienten ningún miedo ante las amenazas ultraterrenas, ni revelan ninguna esperanza al respecto559. Así, dado que la incredulidad es concebida como una de las principales razones de la corrupción de las costumbres, concluye Bodin, el soberano “debe evitar el mal mayor [del ateísmo] si es imposible establecer la verdadera religión560. Por último, en las páginas finales de este capítulo, haciendo alusión a un principio del que no sólo podremos hallar ecos en Bayle y en Voltaire561, sino con el cual también nos encontraremos en las páginas del Colloquium, el angevino señala que no existe mayor peligro para la salud de una república que la división de los súbditos en sólo dos opiniones. No debe asombrarnos si en tiempo de Teodosio, pese a las muchas sectas existentes, no hubo guerras civiles; cuando menos había cien sectas, según el cálculo de Tertuliano y 555 “Cuando no se obra así, quienes se ven impedidos de profesar su religión y son asqueados por las otras, terminarán por hacerse ateos, como se ha visto muchas veces”. República, IV, VII, p.209. 556 Véase Pierre Bayle, Pensées diverses sur la comète, Paris, Société Nouvelle de Librairie et d’Édition, 1911, § CXXXIII y ss. 557 República, IV, VII, p.209. 558 República, IV, VII, p.209. 559 “Una vez que el temor de Dios desaparece, pisotearán las leyes y los magistrados y no habrá impiedad ni perversidad en la que no incurran, sin que ninguna ley humana pueda remediarlo”. República, IV, VII, p.209. 560 República, IV, VII, p.209. En este aspecto particular, los príncipes deben ayudarse de la tarea de los censores e inquisidores: “No tengo por qué referirme aquí a la reverencia de Dios, asunto que requiere el mayor esmero en cualquier familia y república, y al cual, aunque ha estado siempre reservado a los pontífices, obispos e inquisidores, los magistrados deben prestar especial atención… Poco a poco, del menosprecio de la religión nace una secta aborrecible de ateos, de cuyos labios sólo salen blasfemias y el desprecio de todas las leyes divinas y humanas… No se debe esperar que príncipes y magistrados reduzcan a la obediencia de las leyes a los súbditos que han atropellado la religión. Tales asuntos están reservados a censores e inquisidores, quienes acuden a las leyes divinas cuando las ordenanzas humanas muestran su impotencia”. República, VI, I, pp.264265. 561 Al respecto, véase Henry Hornik, “Jean Bodin and the Beginnings of Voltaire’s Struggle for Religious Tolerance”, Modern Language Notes, Vol. 76, No. 7 (Nov., 1961), pp. 632-635. 164 Epifanio y las unas servían de contrapeso a lasotras. En materia de sediciones y tumultos, nada hay más peligroso que la división de los súbditos en dos opiniones, sea por razón de estado, sea por religión, sea por las leyes y costumbres. Por el contrario, si hay muchas opiniones, siempre habrá algunos que procuren la paz y concierten a los otros, quienes, de otro modo, no se avendrían jamás562. Finaliza de este modo el apartado en la que la posición politique del angevino se revela con toda claridad. Resumamos en una palabra sus puntos salientes: cuando una confesión cuenta con la adhesión unánime de los súbditos de una república, el soberano debe impedir por todos los medios -incluso coactivos- que se inicien debates que puedan mancillar dicha creencia, vigilando con mucho detenimiento el rol desempeñado por los distintos oradores y predicadores563. Por el contrario, si no ha contado con la previsión suficiente como para impedir la generalización de las divisiones, o si le ha tocado hacerse cargo del mando de una república ya dividida, debe desestimar el uso de la violencia, optando por convencer a los súbditos descarriados a partir de su propio ejemplo. En ambos consejos, más allá de las diversas consideraciones acerca del uso de la fuerza, Bodin nos revela una apreciación común: la verdad de la religión, al menos en el ámbito público, queda supeditada a la utilidad que de ella podamos extraer. Al ser un garante del orden, la religión asume un rol muy destacado en la administración de una república, por lo que, si resulta imposible mantener a los súbditos en la verdadera, al menos debe evitarse que caigan en el ateísmo, permitiendo que practiquen sin restricciones aquella confesión a la que libremente adhiera su conciencia. Dicho todo esto, y antes de abandonar la République para cruzar las fronteras de la Respublica litteraria, repasemos algunas de las reacciones más importantes provocadas por la obra de Bodin, a fin echar un poco más de luz sobre el horizonte histórico, político e intelectual en que se ubicaron las producciones del angevino. 562 563 República, IV, VII, p.209 Véase República, IV, VIII, p.210. 165 Portada de un ejemplar del Colloquium Heptaplomeres. Ejemplar conservado en la Biblioteca de Berlín 166 2.5. Detractores y apologetas ¿Qué de las Obras de Juan Bodíno, que andan en manos de los hombres de Estado, y son leídas con mucha curiosidad; y alabanzas, como escritas de un Varon docto, experimentado y prudente, y gran maestro de toda buena razón de Estado, no mirando que están sembrados de tantas opiniones falsas y errores, que por mucho que los que las han traducido de la lengua Francesa, en la Italiana y en la Castellana, las han procurado purgar y enmendar, no han podido hacer tan enteramente, que no queden muchas mas cosas que purgar y enmendar? Pedro de Ribadeneyra, Tratado de la religión Las palabras que hemos tomado para nuestro acápite del Prefacio del Tratado de la religión (1595), en el que el jesuita Ribadeneyra se dirige al “christiano y piadoso lector”, nos ofrecen una representación muy gráfica de la ambivalente recepción de la obra de Bodin564. Admirado, traducido y leído con enorme entusiasmo entre los “hombres de Estado”, es decir, entre quienes buscaban en sus textos sabios y útiles consejos a la hora de enfrentarse a las dificultades de la arena política, será denostado con la misma pasión por quienes principalmente desde el ámbito católico565- encuentren en sus textos un maquiavelismo à la francesa. En efecto, en relación con el primer aspecto, sabemos ya de sobra que la construcción filosófico-política de Bodin, sobre todo a través de su doctrina de la soberanía566, anunció un nuevo mundo; un mundo que será rápida y profundamente explorado por la modernidad567. En Inglaterra -donde, como vimos, sus libros adquirirán una pronta y amplia difusión568-, algunos de los argumentos esgrimidos en la République “Overall, the story of Bodin’s reputation is very mixed: on the one hand, his writings on politics made him a highly respected figure throughout Europe, while, on the other hand, he acquired critics and enemies in the Catholic Church, whose arguments led eventually to his major works being put on the Index”. Noel Malcolm, “Jean Bodin and the Authorship of the Colloquium Heptaplomeres”, Journal of the Warburg and Courtauld Institutes, Warburg Institute, vol. 69, 2006, p.148. 565 La République será incluida en el Index librorum prohibitorum el 15 de octubre de 1592, la Demonomanie des sorciers el 1° de septiembre de 1594, mientras que la Méthode de l’Historie será añadida en 1596; todas ellas a instancias de Clemente VIII. El Theatrum, por su parte, será incluido algunos años más tarde, en 1633. En tal sentido, el único texto de Bodin que parece haberse mantenido al margen de la condena papal es el Colloquium heptaplomeres, y por la simple razón de que estuvo inédito hasta 1841. 566 Según señala Elizabeth Zoller, Cardin Le Bret (1558-1655), acusando recibo de sus lecturas de Bodin, llegará a afirmar que, en el ámbito político, “la soberanía no es más divisible que el punto en la geometría”. Citado en Introduction to Public Law: a comparative study, Leiden, Martinus Nijhoff, 2008, p.47. 567 Para considerar la recepción de las diversas obras de Bodin desde una perspectiva general, véase la reciente compilación de Howell Lloyd (Ed.), TheReception of Bodin, Leiden/Boston, Brill, 2013. 568 El historiador Richard Knolles realizará una primera traducción al inglés, bajo el título The Six Bookes of a Common-weale, en 1606. La misma estará basada en la versión latina de la République editada en 1586. 564 167 colaborarán con la formulación de la teoría del derecho divino de los reyes569, y su impronta en el pensamiento político de Thomas Hobbes es imposible de soslayar570. En Francia, por su parte, su doctrina sentará las bases de la empresa absolutista del grand siècle571. Y no será otro que Jean-Jacques Rousseau572, con su reinterpretación del concepto en términos populares, quien la conducirá hasta el escenario de las discusiones contemporáneas573. Sin embargo, más allá de sus varias reediciones entre la segunda mitad del siglo XVI y la primera del XVII, la République de Bodin no experimentará la auspiciosa recepción que su autor le auguraba. De hecho, como hemos mencionado, no faltarán aquellos que endilgarán al autor, so capa de piedad, un velado ateísmo. Estas sospechas serán acompañadas por reproches en relación con las dudosas actitudes -confirmadas, como veremos, por su epístola a Bautru des Matras- que Bodin había asumido durante su juventud respecto del catolicismo, por su desafiante actitud durante de los Estados Generales de Blois, y por el apoyo brindado al duque de Alençon y -luego de su fugaz y obligado paso por la Liga- a los legítimos derechos de Enrique de Navarra. En suma, la République no será recibida muy gratamente por los representantes de la ortodoxia católica, y su edición suscitará prontas y diversas reticencias en quienes no compartían las convicciones políticas de Bodin574. En tal sentido, los más célebres lectores de Bodin serán Jacobo I y Robert Filmer. El primero de ellos sostendrá la teoría del derecho divino de los reyes en su The Trew Law of Free Monarchies (1597); el segundo hara lo propio en un breve texto titulado The Necessity of theAbsolute Power of all Kings and in particular of the King of England (1648), el cual se constituye a partir de muchas de las ideas expresadas por Bodin en su République. 570 Entre los diversos aspectos que Hobbes tomará de Bodin puede resaltarse, precisamente, la consideración de la soberanía a partir de su carácter “indivisible”. Dicha herencia será explicitada por el autor inglés en su Elements of Law, Natural and Politic (1640): “La tercera opinión [que predispone a la rebelión, esto es,] la de que el poder soberano puede dividirse, es tan errónea como la anterior [es decir, la de que el soberano queda obligado por las leyes que dicta], según se ha probado en la parte segunda, capítulo I, sección 15. Pues si existiera una república en la cual estuviesen divididos los derechos de soberanía, hemos de reconocer con Bodino que no podría llamarse propiamente república, sino una corrupción de una república… Lo cierto es que el derecho de soberanía es tal que aquel o aquellos que lo ostentan no pueden, aunque quieran, dar cierta parte de él y retener el resto”. Elementos de Derecho Natural y Político, Madrid, Centro de Estudios Políticos Constitucionales, 1979, II, VIII, 7, pp.345-346. 571 Gabriel Naudé será uno de los lectores más entusiastas de Bodin en el siglo XVII francés. La République será para él unaobra indispensable, “parce que l'autheur a esté des plus fameux et renommez de son siècle, et qui a le premier entre les modernes traité de ce sujet, que la matière en est grandement nécessaire, et recherchée au temps où nous sommes, que le livre est commun, traduit en plusieurs langues, et imprimé presque tous les cinq ou six ans”. Advis pour dresser une bibliothèque, Paris, Targa, 1627, p. 96. 572 Como bien señala Chauviré : “Un Rousseau, qui a lu Grotius, Pufendorf, Barbeyrac -ce dernier professeur, on le remarquera, à Lausanne près Genève- remonte par eux jusqu'à Bodin”. Roger Chauviré. Bodin, auteur de La République, La Fleche, Typographie & Lithographie Eug. Besnier, 1914, p.509. Una de las menciones más claras que denotan la lectura de la République por parte de Rousseau proviene del artículo ECONOMIE POLITIQUE, que el ginebrino redactó para el tomo V de la Encyclopédie dirigida por Diderot y D’Alembert. 573 Para un ágil repaso de la cuestión, véase Giacomo Marramao, “Soberanía: para una historia crítica del concepto”, Anales de la Cátedra Francisco Suárez, N°29, 1989, pp.35-44. 574 “Sa République, traduite dans presque toutes les langues de l’Europe, ainsi qu’il le dit dans son Apologie de René Herpin, attaquée par Auger Ferrier, de Toulouse, médecin et astronome, par Michel de la Serre, de 569 168 Entre las primeras críticas pueden mencionarse la larga diatriba que Jacques Cujas (1522-1590) le dedicará en sus Annotationes manuscritas575, o los Discours philosophiques (1580) en los que Pierre de l’Hostail hará foco en algunas cuestiones teológicas. Auger Ferrier, por su parte, resaltará algunos errores de Bodin en relación a las “monarchies hébraiques” e impugnará su teoría de los climas -profundamente influyente en autores ilustrados como el barón de Montesquieu- por carecer de “pruebas bíblicas”576. No obstante, el más violento entre estos primeros objetores será, sin lugar a dudas, Michel de La Serre, quien en 1579 redactará su Remonstrance au Roy sur les pernicieux discours contenus au libre de la République de Bodin. En este opúsculo, del cual Bodin logrará obtener una interdicción real, La Serre acusará a Bodin de haber obrado como un “enemigo cauteloso”, mixturando las “Sagradas Escrituras” y las “buenas materias” con “teorías muy perniciosas”; particular técnica que habría contado con gran éxito entre “muchos de los espíritus curiosos” que se encuentran imbuidos en los affaires d’Estat, y “que han comenzado a ser infectados” por esta perjudicial doctrina. En tal sentido, La Serre afirma que la razón de ser de su propio opúsculo no es otra que la de revelar con toda claridad “la atrocidad” de la doctrine pergeñada por Bodin, “a fin de que cada cual pueda guardarse de ella”. Así, entre las diversas acusaciones esgrimidas contra el angevino, La Serre afirmará que ciertos pasajes de la République son abiertamente favorables “a la diversidad de las Religiones”577, y que, en tal sentido, la enérgica condena del ateísmo como un mal incluso mayor que la idolatría- puede ser comprendida como una de esas artimañas retóricas trazadas por el autor. Bodin se defenderá de estas acusaciones a través una Apologie pour la République, redactada en 1581 bajo el seudónimo de René Herpin. En ella aludirá explícitamente a “un cierto personaje que se hace llamar de La Serre”578, quien se ha encargado de calumniar públicamente a la République, instando al rey a defenderse a sí mismo de las perjudiciales doctrinas allí sostenidas. No obstante esas acusaciones, afirma Herpin, es evidente que “todo el discurso de La Serre está fundado en la ignorancia y en la mendacidad”579, pues es claro que los objetivos de Bodin no han sido otros que “defender a la religión contra los Montpellier, par Pierre L’Hostail, par Franckberger, etc., critiquée par Cujas et Scaliger, recut d’un autre côte un accueil et des éloges à la hauter de son mérite, et qui parfois même vont au-delà”. Henri Baudrillart, Op. cit., p.142. 575 Jacques Cujas, Opera, Paris, 1658 : Observationum libri XVIII (1579). 576 Auger Ferrier, Advertissementa M. Jean Bodin sur le quatriesme livre de sa Republique, Paris, 1580. 577 Una acusación similar será lanzada algunos años más tarde por el liguista Guillaume Rose, quien acusará a Bodin de haber sido indiferente en materia religiosa: “Unius viri indifferentis et Protestantibus non iniqui”. De justa ReipublicaeChistianae in reges impios et haereticos authoritate, Anvers, 1592, IV, p.193. 578 Apologie de René Herpin pour la République de J. Bodin, Paris, Chez Jacques du Puys, 1581, p.4. En adelante, Apologie. 579 Apologie, p.5. 169 ateos y a la República contra sus opresores”580, mostrando, “por razones necesarias acompañadas de notables ejemplos”581, que la ruina de muchos príncipes se ha debido al error de tomar partido por uno de los bandos en pugna en el seno de una república divida “por el hecho de la religión”. No obstante, sostiene el autor de la Apologie, eso no significa en absoluto que Bodin haya pretendido “introducir [en la República] la diversidad de las religiones”, pues lo que ha afirmado ha sido lo siguiente: Cuando una opinión depravada, o una superstición, ha ganado el partido de los nobles y miembros principales de una república, ya no se debe recurrir a las amputaciones y los cauterios, sino que se debe tratar al paciente con las dietas convenientes; lo que no significa que haya pasado por la cabeza de Bodin el introducir la diversidad de las religiones, sino todo lo contrario: lo que él sostiene es que cuando una religión es aceptada por el común consentimiento, jamás debe ser sometida a disputa. Pues, como él dice, todo lo que es sometido a disputa termina por recaer en la duda, y es una impiedad poner en duda aquello sobre lo que cada cual debe tener certezas582. Este mínimo repaso por la defensa de Bodin, creemos, puede brindarnos una mayor precisión acerca de las dificultades que debió enfrentar el autor luego de la publicación de su République; en particular frente a aquellos miembros más intransigentes del partido católico. En efecto, en consonancia con las acusaciones que realizará en 1595 Pedro de Ribadeneyra, el jesuita Antoine Possevin criticará duramente la République, vinculándola con las “perniciosas” enseñanzas de Maquiavelo y Du Plessis Mornay583. Las mismas críticas pueden encontrarse en La Republica Regia de Fabio Albergati, en la que las “dottrina del Machiavelli e del Bodin” son atacadas a causa de haber puesto “la religione al servizio della Republica”584. Algunas de estas particulares reacciones fueron, quizás, las que terminaron por convencer a Bodin de que ciertos debates -como aquel que refiere nada más y nada menos que a la religión verdadera- no podían sostenerse en ámbito público sin ocasionar Apologie, p.3. Apologie, p.5. 582 Apologie, p.6. 583 Antoine Possevin, Judicium de Nuae militis Galli Joannis Bodini, Philippi Mornaei, & Nicolai Machiavelli, Lyon, 1593. 584 Fabio Albergati, La Republica Regia, Bologna, 1627 [1602], II, I, p.23. Según sugiere Jaska Kainulainen, he aquí una de las posibles razones por las cuales Paolo Sarpi, otro destacado humanista de la época, supo evitar nombrar a Bodin en toda su obra. Fue la prudencia la que, posiblemente, haya conducido al erudito italiano a la discreción de no verse vinculado intelectualmente con un autor cuyo nombre se encontraba relacionado con el de Maquiavelo, y cuyos libros habían sido incluidos rápidamente en el Index. Al respecto, véase “Paolo Sarpi and the Colloquium heptaplomeres of Jean Bodin”, SdV. Storia di Venezia, 2003, p.5. 580 581 170 múltiples inconvenientes, no sólo para la vida social, sino también para quienes personalmente pretendieran involucrarse en ellos.Y, por contrapartida, que esas discusiones sólo eran posibles dentro de las fronteras de esta otra comunidad habitada por hombres capaces de supeditar sus pasiones a la razón, de estos corresponsales ávidos de conocimientos y novedades que daban cuerpo a la República de las Letras, República en la que ahora nos internaremos. 3. La tolerancia de los sabios Bien sûr, Bayle croira toujours qu’une «saine émulation» es nécessaire dans la recherche de la vérité, mais non pas au niveau des luttes religieuses et seulement au sein de la République des Lettres. Là, la guerre est féconde parce qu’elle se déploie dans le domaine qui est le sien, l’érudition et la science, les «belligérants» peuvent s’en remettre à une instance supérieure de jugement, acceptée d’avance par chacun: l’expérience, le raisonnement rigoureux, le document irréfutable, etc. En revanche, dans le registre des croyances religieuses où, par définition, une part de non-rationnel est irréductible, le conflit est stérile et sans fin. J-M. Gros, Bayle: de la tolérance à la liberté de conscience585 Cierta o no, la conclusión a la que arriba Jean-Michel Gros a partir de su análisis del pensamiento de Pierre Bayle posee una claridad inobjetable: las discusiones acerca de la verdad son sólo fructíferas en el ámbito de la Republica de la Letras, es decir, en ese espacio filosófico en el que la erudición y la ciencia alcanzan su mayor desarrollo, relegando a un lugar muy secundario todos los aspectos no-racionales. La experiencia, el razonamiento riguroso, un documento irrefutable, son algunos de los múltiples jueces imparciales que estos eruditos son capaces de reconocer, sin pasión y sin rencor, al momento de acabar con sus disputas. Por el contrario, no hay nada más estéril que incitar estas mismas discusiones en el ámbito de las creencias religiosas, en las cuales, por su propio cariz, es decir, por el entrometimiento ineludible de aspectos que poco tienen que ver con la lógica de la razón, los debates han solido convertirse en la chispa inicial de las hogueras más enormes de las que Occidente haya sido testigo. Echando mano de esta reflexión, apliquemos nuestra mirada a Jean Bodin. Según la interpretación que intentamos sostener, Bodin parece haber desarrollado una convicción similar a la que Gros atribuye a Bayle: las disputas confesionales resultan del todo inútiles 585 Les fondements philosophiques de la tolérance. Tome I: Etudes, Paris, PUF, 2002, p.299 [295-311]. 171 en el ámbito público y vulgar, en donde las razones se hallan irremediablemente mixturadas con -e incluso supeditadas a- las pasiones, en donde el poder militar de las distintas facciones es la mayoría de las veces el juez máximo de las disputas, y en donde la única solución posible no parece provenir de un razonamiento riguroso, ni de la exhibición de un documento incontestable, sino de un poder político soberano capaz de sobreponerse a todos aquellos que pretenden imponer su perspectiva particular. Sabido esto, el único espacio lícito en que los debates acerca de la verdadera religión parecen poder desarrollarse sin mayores inconvenientes es el de la República de las Letras586; esto es, ese otro espacio habitado por los eruditos de múltiples nacionalidades y distintos credos, en el que las opiniones más disímiles, y las ideas menos corrientes, pueden ser proferidas en un marco de respeto y tolerancia. Pues, como nos los hará saber el propio Bodin a través de Federico, el personaje del Coloquio que expresará la perspectiva del luteranismo: Emprender discusiones sobre religión en público e intentar brindar pruebas no es menos peligroso que criminal, a menos que uno sea capaz de hacerse escuchar a través de la voluntad de Dios, como Moisés, o por la fuerza de las armas, como Mahoma. Pero, entre gente letrada [gens lettrez] y en particular, he creído siempre que resulta de suma utilidad investigar los misterios divinos e intentarlos explicar587. Será éste, pues, el particular camino de indagación que emprenderá Bodin a lo largo de su Lettre a Jean Bautru des Matras y en su Colloquium Heptaplomeres. A él nos dedicaremos a continuación. 3.1. En la prehistoria del Heptaplomeres: la carta a Bautru des Matras La epístola a Jean Bautru des Matras “sur le fait de la religion” apareció por primera vez en una compilación titulada des François qui ont entendu la langue Hebraïcque588, compuesta Para considerar este tópico en particular, véase el excelente y detallado estudio de Hans Bots y Francoise Waquet, La Repubblica delle lettere, Bologna, Società editrice il Mulino, 2005. En nuestro idioma, puede considerarse también el capítulo de Fernando Bahr, “El poder intelectual en la Europa moderna. Esbozo de una historia de la República de las Letras”, en Julio De Zan y Fernando Bahr (Ed.), Los sujetos de lo político en la Filosofía moderna y contemporánea, Buenos Aires, UNSAM, 2008, pp.57-79. 587 Jean Bodin, Colloque entre sept scavans qui sont de differentsentimens des secrets cachez des choses relevées, Traduction anonyme du Colloquium Heptaplomeres, texte présenté et établi par François Berriot avec la collaboration de Katharine Davies, Jean Larmat et Jacques Roger, Genève, Droz, 1984, IV, 238, 753-759. El número romano corresponde a cada uno de los libros del Coloquio; la numeración arábiga, al número de página y a los renglones del manuscrito francés 1923 de la Biblioteca Nacional de Francia, utilizado por Berriot para establecer su edición. En adelante, CHp. 588 Paul Colomiès, Gallia orientalis, sive Gallorum qui linguam hebraem alias orientalis excoluerunt vitae. Hagae, Comitis, 1665. 586 172 por el protestante Paul Colomiès. Según señala el propio Colomiès, la carta de Bodin habría llegado hasta sus manos gracias a “D. Picterio nobili Andegavo parenti meo” durante el año 1649, y Pierre Bayle retoma este testimonio en el comentario (L) de su artículo sobre Bodin: El Sr. Ménage dice que ha sabido del protestantismo de Bodin por una de sus cartas a Jean Bautru des Matras, célebre abogado del parlamento de Paris. El Sr. Colomiés ha publicado una parte de esta carta en su Gallia Orientalis. Es claro como el día que es la carta de un buen hugonote. No está fechada,y lo único que podemos saber es que fue escrita luego de la primera guerra civil; entiendo que fue terminada en el mes de marzo de 1563589. Estas dos referencias, sumadas a las posiciones favorables asumidas por críticos clásicos como Henri Baudrillart, Roger Chauviré y Pierre Mesnard590 han logrado que el carácter auténtico de la carta cuente hoy con un gran número de partidarios. La datación es un tópico un tanto más controvertido, pues -más allá de la afirmación de Bayle- no contamos con ningún elemento textual que nos permita especificar la fecha exacta en que fue redactada. No obstante ello, Mesnard acepta como verosímil la versión que nos brinda el autor de Dictionnaire: “Jean Bautru des Matras no pudo conocer a Bodin sino en Paris, es decir, luego de 1561, y, por otra parte, Bodin asume una libertad de palabra incompatible con los altos cargos oficiales que lo veremos desempeñar a partir de 1567”591. Sea como fuere, lo cierto es que Bodin refiere directamente a los conflictos religiosos de su tiempo, y, frente a ellos, pone de manifiesto una posición contraria a la de su corresponsal, quien parece haber hallado en el protestantismo la causa inicial de las guerras civiles que asolan a Francia. En las líneas iniciales de su epístola, Bodin emprende un encomio de las relaciones fraternas basadas en la bondad natural de los hombres, afirmando que, si bien la religión y el “temor de la divinidad” resultan indispensables para la existencia de la virtud y la justicia -y, por tanto, para mantener en pie a la sociedad humana-, no menos importancia poseen las relaciones fraternas entre los miembros592. Sentada esta base, Bodin se dirige a Bautru Pierre Bayle, «Bodin», L, Op.cit, pp.516-517. Las cursivas son del original. Henri Baudrillart no sólo parece convencido de la originalidad de la carta, sino que también nos ofrece una versión francesa de la misma en su Bodin et son temps (pp.136-140). Algo similar ocurre con Chauviré, quien redita la versión latina en el Apéndice de su Bodin, auteur de La République (pp.521-524). Pierre Mesnard, por su parte, afirma que “l'authenticité de cette lettre semble aujourd'hui universellement admise”. La pensée religieuse de Bodin, Paris, Honoré Champion, 1929, p.3. 591 Pierre Mesnard, Op.cit., p.3. 592 “Car bien que sans religion et sans la crainte d’une divinité, une de plus belles vertus, la justice, et la bonne foi dans les relations sociales qui en est l’effet, pourraient à peine exister, cependant telles sont parfois la force et la bonté du naturel, qu’elles ont la puissance d’entraîner les hommes à s’aimer mutuellement”. Epitre a Jean 589 590 173 con el fin hacerle saber su convicción respecto de la posibilidad de mantener la amistad incluso con quienes profesan opiniones divergentes en materia de religión. En efecto, afirma el angevino, se equivocan aquellos que creen que sólo es posible mantener una relación fraternal con aquellos con quienes convenimos en nuestros pareceres “sobre la cosas divinas”593. Y uno de los ejemplos más célebres que la historia nos brinda al respecto es el de Marco Tulio Cicerón, quien mantuvo “una increíble amistad” con Pomponio Ático, destacado representante del epicureísmo, al mismo tiempo que atacaba muchos de los principios filosóficos que sostenían los del Jardín. No obstante todas estas consideraciones, dado que la amistad sería todavía más profunda si los pareceres religiosos fueran unánimes, el angevino invita a Bautru a compartir sus diversas impresiones sobre la cuestión, a fin de alcanzar un acuerdo: “Yo tampoco dudo de que nuestro afecto, que ha crecido tan rápidamente, alcanzaría su más alto grado si uniéramos nuestra manera de ver las cosas divinas. Para producir tan feliz efecto, te ruego y te conjuro a que me envíes tus pareceres y te remito mis exhortaciones”594. Asimismo, poniendo de manifiesto que esta epístola forma parte de un conjunto de cartas intercambiadas entre ambos sobre el tema, el angevino afirma que “en mi última carta te había escrito de la siguiente manera: los diversas opiniones sobre la religión no deberían molestarte, siempre y cuando tengas en cuenta que la verdadera religión no es más que la mirada de un espíritu puro sobre el Dios verdadero”595. Sin embargo, la respuesta recibida a aquella primera misiva no parece haber sido la que esperaba Bodin, pues, lejos de aceptar la posibilidad de alcanzar un acuerdo teológico, Bautru parece haberse posicionado en el espacio propiamente político, acusando al protestantismo de ser la principal causa de las guerras de religión “que incendian a toda Francia”596. Ante esa respuesta, Bodin insiste en que las verdaderas causas de la guerra poco tienen que ver con la religión. Y mucho menos aún con el mensaje que Cristo ha legado a los hombres: “En cuanto a la opinión popular que atribuye el origen de estas guerras a la Bautru des Matras, en Henri Baudrillart, Op.cit., p.136. En adelante, Epitre. Para una consideración más amplia de la importancia brindada por Bodin a la amistad, véase Sara Miglietti, “Amitié, harmonie et paix politique chez Aristote et Jean Bodin”, Op.cit. 593 “Si ton bon naturel et l’excellence de ton caractère te rendent aimable à tous, mes sentiments sont en outre si bien d’accord avec les tiens que notre amitié ne me paraît pas l’œuvre du hasard, mais celle même de la nature, surtout quand je songe que nous différons dans nos opinions religieuses. On pourrait comprendre par là que ceux-là se trompent qui pensent que dans l’amitié il faut qu’il y ait nécessairement conformité d’opinions sur les choses divines”. Epitre, p.136. 594 Epitre, pp.136-137. 595 Epitre, pp.136-137. 596 “Ta réponse semble accuser sourdement ma religion ou plutôt celle du Christ, et en faire découler, comme de leur premier principe, les causes de la guerre civil que a mis en feu toute la France”. Epitre, p.137. 174 religión, es una injuria que afecta no sólo a los cristianos, sino también a Cristo”597. Estas injuriosas opiniones pretenden sostenerse en las propias palabras de Jesús -“No he venido a traerles la paz, sino la guerra” (Mateo, 10:34)-, desconociendo que ellas hacen referencia a las disensiones que tienen lugar dentro de nosotros, y a “la guerra contra el demonio”, pero que están muy lejos de presentarse como una justificación de la violencia que presumiblemente podría provocar la divergencia de pareceres. Estas falsas opiniones, continúa Bodin, habían sido ya desestimadas hace mucho tiempo por algunos padres de la Iglesia como Tertuliano, Justino y Lactancio, y sobre todo por san Agustín, quien en su Ciudad de Dios mostró con claridad que “las guerras civiles eran rechazadas por Cristo, y que ellas tenían por origen la impiedad de los hombres”598. Aún más, reafirma el angevino, si la religión puede ser señalada como causa de las guerras, ese apelativo sólo puede ser utilizado en el sentido de una medicina que no ha podido servir de cura a una enfermedad ya demasiado avanzada599. En tal sentido, como bien señala Pierre Mesnard, la opinión de Bodin es que “las guerras de religión manifiestan el mal [que aqueja a Francia] antes que producirlo”600; son el síntoma del mal, pero no el virus que lo ha generado. En efecto, sostiene el autor de la epístola, es un dogma muy extendido que el hombre, ubicado por la mano de Dios en un lugar superior, ha extraviado su camino. Y que esa “corrupción eterna ha penetrado tanto en el corazón humano que ni la esperanza de las recompensas han podido conducirlo al bien, ni el terror de los suplicios ha podido apartarlo del vicio”601. No es la religión, entonces, la que produce los conflictos, sino los vicios intrínsecos a la condición de los hombres; la que, al mismo tiempo, parece corromper todo aquello que toca. En efecto, la corrupción y el desenfreno han consumido de tal modo a la mayor parte de los seres humanos que, si no existieran algunos más iluminados, “algunos hombres de élite de una virtud brillante” capaces de oficiar de guías, todos se habrían visto obligados a vagar eternamente en las tinieblas602. Tales fueron, hace unos dos mil años, los santos personajes de los que la historia santa nos relata la vida, y los profetas de las dos épocas. Digo: ¡Pitágoras, Heráclito, Thales, Solón, Epitre, p.137. Epitre, p.137. 599 “Au surplus, si la religion peut être appelée cause et principe de guerre civile, ce serait à la façon d’une médecine salutaire qui ne peut guérir une maladie invétérée sans un grand sentiment de douleur et sans arracher des gémissements au malade”. Epitre, p.137. 600 Pierre Mesnard, Op.cit., p.4. 601 Epitre, p.138. 602 “Aussi serions-nous plongés dans la nuit et dans de perpétuelles ténèbres, si Dieu dans sa toute-puissance ne faisait paraître, à des temps marqués, en quelques hommes d’élite une vertu éclatante, afin qu’ils servent de guides au reste des mortels qui s’éloignent de la voie droite de la vertu”. Epitre, p.138. 597 598 175 Arístides, Anaxágoras, Sócrates, Platón, Jenofonte, Hermodoro, Licurgo, Numa, y los Escipiones, y los Catones! ¡Qué hombres! ¡De qué integridad, de qué sabiduría gozaron! Ninguno de ellos escapó a las calumnias de la impiedad, muchos fueron condenados al exilio, muchos inmolados frente a los altares, otros condenados a diferentes suplicios como ciudadanos sediciosos. Sin embargo, todos se asemejaron por las más acabadas cualidades morales y por una alta piedad, y, si debemos creer en Agustín, los platónicos estuvieron bien cerca de convertirse en cristianos603. En efecto, continúa Bodin, el propio mensaje que Cristo ha hecho bajar desde los cielos no es muy diferente del que aquellos otros hombres excelentes, todos paganos -o casi, dada la afirmación de Agustín sobre los discípulos de Platón-, enseñaron a sus congéneres: “Fue Cristo quien vino del cielo a la tierra, animado de la chispa divina de los hombres elegidos y de una vida irreprochable, a fin purificar el universo manchado por la infamia de los vicios y los crímenes, y de conducir hacia el verdadero culto del Dios todopoderoso a los mortales encadenados por las odiosas supersticiones”604. Cristo, al igual que Sócrates, Numa o Catón, no fue más que un hombre excelente; un hombre que, en base al ejemplo de su virtud y una vida intachable, pretendió liberar al resto de los seres humanos de las idolatrías a las que los sometían los tiranos. Y si bien su destino no fue muy diferente del que tocó en suerte al maestro de Platón, “fue tal la potencia de su enseñanza”, que ella pudo sobreponerse a todas las persecuciones, revelando que sólo la superstición es la verdadera causa de los conflictos. Ese dato histórico, podemos concluir con Bodin, no sólo resulta válido cuando consideramos la vida de Jesús, sino también cuando se toma en cuenta la realidad particular que aqueja a Francia: “Yo pienso, pues, mi querido Bautru, que tal es la causa de la guerra religiosa”605. No obstante, cabe señalar en último lugar, que más allá de las afirmaciones del angevino en relación con las posibles causas últimas del conflicto confesional, e incluso más allá de los divergentes pareceres que se ponen de manifiesto entre él y su interlocutor, Bodin no pretende obligar al católico Bautru a que se aparte de “la superstition et l'erreur”. Por el contrario, como bien señala Mesnard, la controversia se lleva a cabo en un tono “académico, y en un latín expresamente ciceroniano”606, y el angevino sólo busca convencer a su interlocutor a través de diversos argumentos. En tal sentido, tanto por el 603 Epitre, p.138. Ante estaenumeración tan particular, afirmaasombrado Pierre Mesnard: “Le Paradis de Bodin tourne au Panthéon philosophico-politique!”.Op.cit., p.7. 604 Epitre, p.138. 605 Epitre, p.139. 606 Pierre Mesnard, Op.cit., p.5. 176 contenido temático que se desarrolla en estas breves páginas607, como por el amable tono que asume la disputa, creemos posible considerar a la carta a Jean Bautru des Matras como un revelador antecedente de la posición que asumirá Bodin a lo largo del Colloquium heptaplomeres, texto al que ahora dirigiremos nuestra atención. 3.2. El Colloquim, ¿un texto destinado al fuego? Le Colloquium heptaplomeres, par son histoire et son contenu, est un livre à part. On ne sait, à quelques décennies près, quand il a été rédigé. On ne sait qui l’a écrit. On ne sait si l’auteur avait l’intention de le publier. Mais on sait en revanche qu’il témoigne d’une ouverture d’esprit extraordinaire pour l’époque, qu’il a été vit e traduit en français, qu’il a circulé entre les mains d’une élite humaniste pendant plusieurs siècles, avant d’être en fin mis sous presse à Berlin, en 1841. Si le destin de l’ouvrage fut original, c’est sans doute parce que son contenu est lui-même tellement surprenant qu’il ne pouvait être livré aux lecteurs selon une publication commune. Mathilde Bernard, Le Colloquium heptaplomeres Ou l’exil de la tolérance “El Colloquium heptaplomeres, atribuido a Jean Bodin, es uno de los más extraños y fascinantes textos escritos en la historia de la Europa moderna”, afirma Noel Malcolm608. El derrotero que el texto ha recorrido hasta llegar hasta nuestras manos no es menos extraordinario. Redactado, según las suposiciones más corrientes, hacia 1593609, el Heptaplomeres no dejará la forma manuscrita hasta bien entrado el siglo XIX. Georg Guhrauer publicará una versión parcial en 1841, mientras que la versión completa será editada por primera vez por Ludwig Noack recién en 1857610. Una traducción inglesa, a Aunque la cuestión merezca un estudio particular (el cual excede los límites e intenciones de este capítulo de nuestra Tesis), cabe mencionar que el debate acerca de la divinidad de Cristo, y de su legado moral y político, volverá a asumir un rol central a lo largo del Colloquium. 608 Noel Malcolm, Op.cit., p.95. 609 La suposición de esa fecha de redacción está dada por una inscripción que puede hallarse en el final de muchos ejemplares manuscritos, y que reza lo siguiente: “H.E.J.B.A.S.A.AE.LXIII, Haec ego Joannes Bodinus Andegavensis scripsi anno aetatis LXIII”. Teniendo en cuenta la fecha de nacimiento de Bodin, sus 63 años corresponderían con el 1593. No obstante, diferenciándose de esta datación corriente, Marion Leathers Kuntz afirma haber encontrado un ejemplar, en los fondos de la Bibliothèque Mazarine, en el que figura la fecha de 1588. 610 Jean Bodin, Das Heptaplomeres. Zur Geschichte der Culturund Literaturim Jahrhundert der Reformation, Ed. G. E. Guhrauer, Berlin, 1841. Jean Bodin, Colloquium heptaplomeres de rerum sublimium arcanis abditis, Ed. L. Noack, Schwerin, 1857. La versión de Noack, a su vez, está basada en los trabajos de Heinrich Christian von Senckenberg, quien se había encargado de reunir y comparar seis copias manuscritas del texto, produciendo una suerte de primera edición crítica. 607 177 cargo de Marion Leathers Kuntz611, será presentada a mediados de las década de 1970, y la versión francesa editada por François Berriot -la cual se basa en unmanuscrito anónimo del temprano siglo XVII hallado en la Biblioteca Nacional de Paris- se editó recién en 1984. La primera traducción castellana, por su parte, fue editada en las postrimerías del siglo XX bajo el sello editorial del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de Madrid612. Asimismo, si bien de la autoría del Colloquim fue atribuida a Bodin desde su primera recepción en los inicios del siglo XVII, época en la que se lo comprendía como una suerte de testamento religioso al mismo tiempo que como una “summa” de todos sus trabajos anteriores, esta hegemonía interpretativa comenzó a ser puesta en entredicho hacia finales del siglo pasado. Karl Faltenbacher publicó en 1988 una pequeña monografía en la que argumentaba que Bodin no podía ser el autor del Heptaplomeres, reelaborando sus argumentos en otro artículo de 1993, y ampliándolos más tarde, para una compilación aparecida en el año 2002613. Ese volumen, asimismo, incluye otros tres ensayos más -a cargo de Jean Ceard, Isabelle Patin y David Wooton614- que plantean diversas objeciones a la posibilidad de que haya sido el angevino quien compusiera el coloquio de los eruditos. No obstante, intentado desarrollar una posición objetiva y conciliadora, Noel Malcolm analizó largamente cada una de las observaciones realizadaspor estos cuatro estudiosos, afirmando, finalmente, que si bien es posible sostener que Jean Bodin no era el único autor capaz de redactar un texto como el Colloquium hacia finales del siglo XVI, “no existen razones convincentes para pensar que no lo hizo”615. Todas estas discusiones provienen, en efecto, del hecho de que nunca se ha podido encontrar al menos una copia manuscrita de la propia mano de Bodin, y de que los primeros testimonios sobre la existencia del Heptaplomeres nos han llegado de actores que vivieron varias décadas después que el angevino616. Gui Patin se halla, según sabemos, entre estos testigos iniciales, pues su firma aparece estampada en uno de los manuscritos junto a Jean Bodin, Colloquium of the Seven about the Secrets of the Sublime, Edición y tradución de Marion Leathers Kuntz, Princeton, Princeton University Press, 1975. 612 Jean Bodin, Coloquio de los siete sabios sobre los arcanos relativos a cuestiones últimas, introducción de Jaime de Salas, traducción del latín de Primitivo Mariño, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998. 613 Karl Faltenbacher, “Das Colloquium Heptaplomeres, ein Religionsgespräch zwischen Scholastik und Aufklärung: Untersuchungen zur Thematik und zur Frage der Autorschaft”, Frankfurt, 1988; “Das Colloquium Heptaplomeres und das neue Welt bild Galileis: zur Datierung, Autorschaft und Thematik des Siebenergesprächs”, Mainz, 1993; “Uberlegung zur Rezeptions geschichte des Colloquium heptaplomeres”, en Karl Faltebacher (Ed.), Magie, Religion und Wissenschaften im 'Colloquium heptaplomeres': Ergebnisse der Tagungen in Paris 1994 und in der Villa Vigoni 1999, pp.1-52. Darmstadt, 2002, 614 Jean Ceard, “Du Theatre de la nature universelle à l'Heptaplomeres”, pp. 53-68; Isabelle Pantin, “L'Ordre du monde naturel dans le Colloquium Heptaplomeres”, pp.163-74 y David Wootton, “Pseudo-Bodin's Colloquium heptaplomeres and Bodin's Demonomanie”, pp.175-225. 615 Noel Malcolm, Op.cit., p.150. 616 En lo que sigue, hemos retomado algunos de los elementos que brinda al respecto François Berriot, “La fortune du Colloquium heptaplomeres”, CHp, pp.XXIV-XLI. 611 178 la fecha de 1627617. Por estos mismos años, otros dos importantes filósofos darán cuenta de su existencia: el libertino erudito Gabriel Naudé y el holandés Hugo Grocio618. En una carta enviada a Claude Peiresc, y fechada en 1630, Naudé afirmará haber leído este “De rerum sublimium arcanis que no puede imprimirse”619, y tres años más tarde, en su Bibliographia politica, declarará nuevamente que reprueba el intento de aquellos que han osado “comparar las diversas religiones las unas con las otras, como con un gran perjuicio para la verdadera piedad ha hecho en el pasado Pierre d’Ailly en un pequeño tratado de astrología De tribus sectis, Gerónimo Cardano en sus libros De la Subtilité, y Jean Bodin en un gran volumen que no ha sido impreso todavía, y que quiera Dios que no lo sea jamás, De rerum sublimium arcanis, Des secrets des choses d’enhault”620. Grocio, por su parte, preparando su edición de De veritate religionis christianae, escribirá el 12 de febrero de 1632 a Jean Des Cordes, traductor de Paolo Sarpi, solicitándole información sobre la “Bodini opus supremum”621, y, en respuesta, Des Cordes le hará llegar el ejemplar que tenía en su poder el 19 de septiembre de 1634. El presidente del parlamento de París, Henri de Mesme, también parece haber tomado contacto con un manuscrito del Heptaplomeres que se “encontraba entre las manos de los herederos de Bodin”622, y cuyo ejemplar se conserva todavía en la Biblioteca Nacional de Francia. Y algunos años más tarde, 1651, la reina Cristina de Suecia encomendará a Claude Sarrau la adquisición de tan renombrado libro, libro al que, por diversos motivos, sólo accederá tres décadas más tarde. Será Jean Baptiste Hantin quien, finalmente, en 1684, confíe su propio ejemplar a los colaboradores de la reina, la que no sólo parece haberlo leído con atención -aunque con poco asombro- sino que también ordenó que se realizaran algunas copias, una de las cuales es posible hallar actualmente en la biblioteca del Vaticano. El Colloquium se convertirá por esta época, afirma Berriot, en “uno de los libros por los cuales las letras de Europa se apasionan”623, dando lugar a distintos comentarios y BnF MS lat. 6566: “Guido Patinus, Bellovacus, Doctor Medicus Paris-iensis. 1627. Ex dono Dom. Caroli Guillemeau, Regis Christianissimi medici ordinarij”. 618 Malcolm afirma que Marin Mersenne también formó parte de este grupo de testigos iniciales, y aunque no pueda precisarse la fecha exacta en la que tuvo contacto con el texto, ese episodio se produjo “certainly before 1641, when he made arrangementst to have a copy of one of the manuscripts made for his friends in England”. Noel Malcolm, Op.cit., p.102. 619 Gabriel Naudé, Lettre à Claude Peiresc relative aux «speculations épicuriennes» de Gassendi, en Les Correspondants de Peiresc, Paris, Tamizey de Larroque, 1887, XIII, p.48. 620 Gabriel Naudé, Bibliographia politica, Venice, 1633, p. 48. 621 Hugo Grotius, Epistolae quot quot reperiri potuerunt, Amsterdam, 1687, p.106b: “Bodini opus supremum est ne ut lucem speret?”. 622 Véase François Berriot, Op.cit., p.XXVI. 623 Ibíd, p.XXIX. En tal sentido, en la catalogación construida por Jonathan Israel en relación con los manuscritos clandestinos más difundidos en Europa durante el período de la Ilustración temprana (1680-1750), el Colloquium heptaplomeres ocupa el segundo lugar, con un total de 105 copias. El podio es completado por el 617 179 reacciones. Jean Chistian de Boinenburg, luego de haber leído la Bibliographie Politique de Naudé, ensayará una comparación entre Bodin, Servet, Socino y el autor anónimo de De Tribus Impostoribus, mientras que Hermann Conring, quien había analizado la République de Bodin en su De civil prudentia (1662), y había citado allí la “opus impium arcanorum”, afirmará en 1673 que el angevino se había convertido en un hombre de “nulla religione”624. La primera refutación teológica del Heptaplomeres también se compondrá por estos años, y su autor será Pierre Daniel Huet. En efecto, en su Demostratio evangelica (1679), luego de atacar a Hobbes y a Spinoza, dos paradigmáticos ateos, Huet refutará “el peligroso diálogo De secret des choses sublimes en el que Bodin inserta todo el veneno de su judaísmo”625.Y el propio Pierre Bayle dedicará al Heptaplomeres una extensa noticia en su Nouvelles de la Republique des lettres durante el mes de junio de 1684626. Sin embargo, quien mayor impacto parece haber acusado de la lectura del Colloquium fue uno de los más reconocidos adversarios teóricos de Bayle, Gottfried Leibniz. En efecto, las inquietudes juveniles de Leibniz por el Heptaplomeres han quedado registradas en una decena de páginas manuscritas compuestas por el filósofo entre 1668 y 1669 -editadas hace algunas décadas en su Philosophische Schriften627-, y en una carta que envió a Jacob Thomasius haciéndole saber que no era favorable a una edición, pues el tratado parecía contener más ciencia que piedad (plus habens doctrinae quam pietatis), y porque los argumentos judíos y naturalistas parecían sobreponerse a los del cristianismo. No obstante, ya en los años finales de su vida, Leibniz parece haber cambiado de opinión respecto de la inconveniencia de dar a conocer las ideas transmitidas por Bodin en el Heptaplomeres, indicándole a Sébastien Kortholt que una edición de la obra sería muy útil para instruir a los eruditos “en todas las materias de la filosofía y la teología”628. En efecto, enormemente difundido Traité des Trois Imposteurs (L’Esprit de Spinoza), con cerca de 200, y por el Examen de la Religion de Cesar Chesneau Du Marsais, con un suma que ascendía a los 53 ejemplares. Al respecto, véase Jonathan Israel Radical Enlightement. Philosophy and de Making of Modernity 1650-1750, Oxford, Oxford University Press, 2001, p.690. 624 Hermann Conring, Lettres, 24 avril, 10 août, 14 novembre y 14 décembre 1673, en Manuscrit de Gottingen, Theol. 274 B, pp.73, 77, 79, 119. 625 Pierre Daniel Huet, Démonstration Evangelique, traduite du latin, Paris, 1843, p.60. 626 Pierre Bayle, Nouvelles de la République des Lettres, Amsterdam, juin 1684, pp.340-350. En estas páginas, siguiendo los pasos del téologo reformado Johann Diecmann (autor del De Naturalismo cum aliorum, tum maxime Jo. Bodin ex opere ejus MSCTO anecdotum, de abditis rerum sublimium arcanis, Lipsiae, 1684), Bayle referirá al “naturalisme grossier” de Bodin, afirmando, además, que “Ce qu’il étoit intérierument, c’est à dire…, un homme qui penchoit plus vers le Judaïsme que vers la Religion Chretienne, il l’a temoingné clairement dans son Colloquium”. 627 Gottfried Wilhelm Leibniz, “Johannis Bodini Colloquium Heptaplomeres” Philosophische Schriften, 16631671, Berlin, Akademie-Verlag, 1990, 125-143. Hemos podido acceder a la edición canónica de estas obras gracias al aporte de Federico Raffo Quintana. 628 Gottfried Wilhelm Leibniz, Epistolae ad diversos, Lipsiae, 1734, Tomo I, pp.348-351, carta del 21 de enero de 1716. Recientemente, Claudia Lavié ha intentado brindar algunas razones para explicar “¿Por qué quiso Leibniz la publicación del Colloquium heptaplomeres?”, V Jornadas Nacionales de Filosofía Moderna, Universidad Nacional de Mar del Plata, 18y 19 de septiembre de 2014. 180 retomando el encargo de Leibniz, es Christian Thomasius quien, al parecer, se encontrará detrás del “prospecto” publicado en Helmstedt por Polycarpe Leyser el 5 de enero de 1720, en el que se lanzaba una suscripción para la edición del Colloquium, edición que, finalmente, e incluso luego de que el Leipziger Gelehrten Zeitung anunciará que la impresión ya había comenzado, fue prohibida por los Electores de Saxo y de Hanover. Ciento veinte años más deberán pasar para que el Colloquium heptaplomeres de abditis rerum sublimium arcanis, quizás destinado al fuego por el propio Bodin629, dejara de ser el más antiguo de los manuscritos clandestinos para ver la luz pública. En suma, dos siglos y medio fueron necesarios para que sus ideas, tan sólo posibles de ser proferidas en la República de las Letras, sean finalmente admitidas fuera de sus fronteras. 3.3. Los savants salen a escena Siete savants de religiones y nacionalidades diferentes reunidos en la ciudad de Venecia, en la casa de un humanista católico con ardientes deseos por conocer “los hábitos y las costumbres de los pueblos, incluso los más lejanos, y de llevar ordinariamente a su mesa a todos los extranjeros”630. Probablemente nos resulte muy difícil imaginar una escena en la que la diversidad sea tan explícita y elocuente como ésta con la que Bodin da inicio a su Colloquium631, a la que tampoco le faltan los ingredientes metafóricos. El católico Paul Coroni, acoge en su propia morada -ubicada, quizás, en la única ciudad de Europa en la que una asamblea de este talante puede ser llevada a cabo sin peligro- a distintos savants con los que, más allá de las diferencias religiosas, lo une profundo respeto por la palabra Véase Francois Berriot, Op.cit., p.XV. CHp, I, 1, 31-34. En su artículo “Le Colloquium Heptaplomeres oul’exil de la tolerance” (Papers on the French Seventeenth Century Literature, vol. XXXVII, n° 73, Tübingen, 2010, p. 395-406), Mathilde Bernard ha señalado que los eruditos reunidos para debatir se hallan resguardados por una doble barrera de protección respecto de los conflictos que se suceden en Europa: la primera es la ciudad de Venecia, que a pesar de su decadencia política todavía conservaba, al menos en el imaginario de los humanistas, sus antiguos atributos de ciudad tolerante; la segunda es la casa de Coroneo, este “coleccionista filántropo” que posee un genuino interés por los temas más diversos. 631 Retomando una historia que nos ha llegado del siglo XVII, Roger Chauviré ha afirmado que, según todo parece indicar, la escena del Colloquium no fue producto de la pura imaginación de Bodin. GuyPatin sería quien habría oído relatar a su íntimo amigo Gabriel Naudé la historia de una serie de coloquios realizados en Venecia entre cuatro personajes que, dos veces a la semana, se reunían a discutir sobre religión, y entre los cuales se encontraba un tal Coroni, proveniente de Rouen. El humanista Guillaume Postel, por su parte, habría servido de secretario a aquellos eruditos, y, tras su muerte -ocurrida en París en 1581- habría dejado aquellos papeles a Jean Bodin, quien se habría servido de esos apuntes para componer su propia obra. A favor de esta tesis, Chauviré señala el realismo de la escena creada por Bodin: no se trata una discusión artificial, en la que aquellos que intervienen podrían ser cómodamente reemplazados por los términos pregunta y respuesta; por el contrario, “la conversación, es animada, real, los personajes tienen cada uno su carácter”. Al respecto, véase Colloque de Jean Bodin, Edition de Roger Chauviré, Paris, Honoré Champion, 1914, pp.2-3. 629 630 181 amistosa632. Friedrich Podamic, Hyerome Senamy, Diegue Toralbe, Anthoine Curce, Salomon Barcasse y Octave Fagnola, arribados cada uno desde Roma, Constantinopla, Augsburgo, Madrid, Amberes y Paris; he allí sus nombres y sus procedencias. Federico y Curcio serán, respectivamente, los representantes de dos de las confesiones cristianas llegadas al mundo con la Reforma: el luteranismo y el calvinismo; Salomón actuará como el portavoz del judaísmo, mientras que Senamo representará a lo largo del diálogo una posición escéptica y pagana. Diego Toralba, por su parte, dará cuerpo a una posición tan novedosa como influyente durante los siglos que seguirán al Coloquio: la de la religión natural. Octavio Fagnola, finalmente, se mostrará como un antiguo católico al que diversos motivos han llevado a abandonar esas creencias para convertirse en un seguidor de Mahoma633. Será precisamente Octavio quien obtendrá un mayor protagonismo en el transcurso del muy breve primer libro del Heptaplomeres, en el que -más allá de algunas discusiones acerca la posibilidad de alcanzar la probidad sin poseer creencias religiosas634-se relata el modo cómo este musulmán fue capaz de atravesar una peligrosa tempestad marítima. A esta metáfora también se recurre en el párrafo inicial del diálogo, cuando es el propio relator del Coloquio -es decir, el secretario de Coroneo que comunica a un amigo a través de epístolas, modo de comunicación predilecto de la République des lettres635, los detalles de las discusiones mantenidas por los savants- quien señala cómo fue capaz de llegar a Venecia escapando de las agitadas aguas de Europa: Habiendo recorrido las costas del mar Adriático, luego de una larga y difícil navegación, llegamos finalmente a Venecia, refugio común de casi todas las naciones, o de casi todo el En efecto, teniendo en cuenta esta característica, la posibilidad de controversiaquedadescartada desde el mismo inicio del diálogoa partir de la siguiente declaración: “Ils [los savants] no faisoient pas seulement de la purété du langage et d’une bonté de moeurs apparente mais ils vivoient dans une integrité, une innocence et une union telles qu’un homme n’est pas plus semblable a soy mesme qu’ils l’estoient tous les uns aux autres, n’ayant jamais nulle contestation pour avoir le dessus sur son amy; mais, tous ne respirans que du desir d’apprendre, touttes leurs pensées et tous leurs soins ne tendoient qu’aux veritables ornemens de l’ame” , CHp, I, 2,42-50. 633 Para considerar el relato de la conversión de Octavio al Islam, véase CHp, IV, 332 y ss. 634 Serán Toralba, Senamo y Coroneo quienes participen de esta breve discusión, en la que la figura de Epicuro -el más célebre de los ateos antiguos- estará en el centro de la escena. El católico y el defensor de la religión natural se opondrán duramente al escéptico pagano, afirmando que imposible que un hombre abrace la piedad al mismo tiempo “que se burla de las cosas divinas” (CHp, I, 5, 150). La disputa es muy breve, y queda rápidamente trunca a causa de la intervención de Octavio, pero nos indica desde el inicio el talante que adquirirá el Coloquio de Bodin. 635 Como señalará Peter Burke, “Esta Unión [de la República Literaria] podía considerarse no sólo como una comunidad imaginaria, sino también como un sistema de comunicación, una red intelectual o una red de redes, ya que existían costumbres y usos parafacilitar la colaboración o al menos la cooperación a distancia. Entre estos usos y costumbres destacaba la correspondencia por carta escrita en latín,que rompía las barreras de las lenguas europeas vernáculas, el intercambiode publicaciones e información y la visita a colegas de estudio durante los periplos y viajes académicos”. “La república de las letras como sistema de comunicación (15002000)”, IC - Revista Científica de Información y Comunicación, 8, 2011, p.36. El subrayado es nuestro. 632 182 universo, porque a los venecianos no sólo les agrada ver y alojar a los extranjeros, sino también porque allí se puede vivir con mucha libertad. Más aun, en otras ciudades y otros países se padecen restricciones, sea a causa de las guerras civiles, sea por el miedo a los tiranos, sea por las duras exacciones de los impuestos, o bien por causa de las incómodas búsquedas de aplicaciones de cada uno; esta única ciudad, estando exenta de toda servidumbre, me parece más agradable y más segura que cualquier otra636. En tal sentido, quizás podríamos conjeturar que, del mismo modo en que la République fue concebida por Bodin como un nuevo manual de navegación para los príncipes y soberanos que quisieran atravesar la tormenta de la sedición facciosa, la aparición de esta misma metáfora naval en los inicios del Coloquio podría indicar que el texto también fue concebido como una suerte de brújula. Pero no ya como una brújula con la cual guiar a los gobernantes en los asuntos del estado, sino como una que -quizás como lo comprendió el propio Leibniz hacia el final de su vida- fuera capaz de brindar orientación a los eruditos que osasen inmiscuirse en discusiones acerca de los arcanos últimos, y, principalmente, para quienes quisieran abordar la difícil cuestión de la religión verdadera. En efecto, antes de internarse de lleno en los debates teológicos, los eruditos debatirán con un marcado interés, durante los libros II y III, una serie de cuestiones muy diversas, sobre todo relativas a los misterios más ocultos del mundo natural637. Este debate finalizará en las postrimerías del tercer diálogo, cuando Pablo Coroneo señale con cierta inquietud a sus interlocutores que, antes de entrometerse en cuestiones más elevadas, es necesario “resolver si resulta lícito al hombre de bien el discurrir sobre la religión”638. El cuarto diálogo, por su parte,se iniciará con una serie de consideraciones acerca de la armonía, tópico en el que Marion Leathers Kuntz encuentra un elemento clave para el análisis del pensamiento religioso que Bodin expresa en los últimos tres libros del Colloquium639. En tal sentido, señala también Quentin Skinner, “la idea de que todos los hombres de creencias religiosas auténticas sin duda convendrán en las bases fundamentales de su fe”640, logrando de este modo la tan ansiada armonía, es el supuesto básico del cual parecen partir los eruditos en el inicio de sus discusiones teológicas. Una suposición de acuerdo análoga, aunque inversa, reaparecerá al final del último de los diálogos, en CHp, I, 1, 5-16. Para una rápida orientación en la multiplicidad de tópicos abordados por los eruditos en esos dos primeros diálogos, puede verse el repaso realizado por Roger Chauviré en su edición del Colloque, Op.cit., pp.29-31. Según señala Mesnard, dada las características de los temas abordados en el segundo y el tercer diálogo, es el naturalista Toralba quien “aparece como el jefe del coro”. Al respecto, véase Pierre Mesnard, Op.cit., pp.17-19. 638 CHp, III, 207, 1958. 639 Véase Colloquium of the Seven About Secrets of the Sublime, translated by Marion Leathers Kuntz, Princeton, Princeton University Press, 1975, p.xliii. 640 Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno, II, Op.cit., pp.253-254. 636 637 183 particular en la boca de Senamo, cuando, en contraposición con aquel punto de partida puesto en boca del naturalista Toralba-, e incluso alejándose de la idea que Guillaume Postel había desarrollado en el ya mencionado De Orbis terrae concordia (1544), la característica básica y común reconocida por todos los participantes de la discusión no será positiva, sino negativa. Luego de largas intervenciones y debates que los llevarán a constatar su desacuerdo, los savants parecen concluir que la suposición básica capaz de implicarlos a todos ya no refiere a una verdad subyacente a las distintas manifestaciones históricas de la religión, sino, por el contrario, a la inevitable incertidumbre que encierra el núcleo mismo de las creencias religiosas. No obstante, del mismo modo en que la primera suposición brindaba un argumento muy claro en favor de la tolerancia, esta segunda no brindará menos elementos que la anterior. En la posición del defensor de la religión natural, la coacción no se muestra como una opción válida en tanto y en cuanto todas las creencias poseen una fuente común; en las del defensor del escepticismo pagano, la intolerancia es sólo un signo de presunción y dogmatismo, pues sólo quien ignora que la cuestión de la religión verdadera es indecidible es capaz de coaccionar a los demás para que compartan sus convicciones. En efecto, arriesgando una interpretación general, podríamos afirmar que, aunque este argumento escéptico haya sido puesto por Bodin en la boca de Senamo, todos los participantes del Coloquio parecen cada vez más dispuestos a aceptar tal punto de vista. Al fin al cabo, como veremos, todos reconocerán su incapacidad para persuadir a sus interlocutores por medio de argumentos racionales; lo que los llevará a aceptar, también, que la verdad de la religión no parece un tópico posible de ser resuelto en el ámbito de la razón, ni siquiera entre los eruditos, es decir, ni siquiera entre aquellos que son capaces de supeditar las pasiones al entendimiento. En tal sentido, la enseñanza moral que los eruditos extraerán de las consideraciones de Senamo, y de la propia experiencia que les ha provisto el Coloquio es, en resumidas cuentas, la siguiente: dado que incluso los dogmas fundamentales de la vera religio resultan indecidibles para la inteligencia humana, es posible que los hombres sostengan de modo sincero opiniones religiosas conflictivas, y hasta incompatibles. Asimismo, por la misma condición del entendimiento, y la oscuridad propia de los dogmas, también es necesario tener en cuenta que dichos desacuerdos probablemente nunca puedan ser subsanados. Así, finalmente, si el desacuerdo no sólo es inevitable, sino que también se presenta como un fenómeno con el que habremos de lidiar mientras sigamos siendo humanos, lo más adecuado es tolerar que cada cual sea capaz de expresar sus creencias como las siente, siempre y cuando lo haga de un modo sincero. He allí el final del Coloquio, al que 184 apresuradamente nos hemos conducido. Veamos ahora, entonces, con un poco más de detalle, el camino que nos conduce hasta allí. Aquella discusión acerca de la ideal armonía que da inicio al libro IV del Coloquio conducirá a los eruditos a constatar por primera vez el real desacuerdo que existe entre la mayoría de los hombres, e incluso entre aquellos que se profesan la amistad. Y el ejemplo que Bodin pone en boca del calvinista Curcio para hacer manifiesto ese hecho incontestable es exactamente el mismo que había utilizado unos treinta años antes, desde esa misma posición confesional, en su carta al católico Bautru: el mejor amigo de Cicerón no fue otro que el epicúreo Ático; sin embargo, el orador nunca dejó de pertenecer “a la secta de los Académicos, declamando en todos sus escritos contra los Epicúreos”641. A lo que añade Toralba que “es cierto que las Sectas de Académicos, Estoicos, Peripatéticos, Epicúreos y Cínicos disputaban las unas contra las otras; sin embargo, ellas no afectaban la unión y la paz de la ciudad”642. En efecto, afirma por su parte el luterano Federico: “Cultivar una amistad y guardar la concordia en medio de tan gran diversidad de sentimientos acerca de las cosas divinas y humanas me ha parecido siempre, entre las cosas del mundo, la más difícil de todas”643. Se mixturan en estas consideraciones dos cuestiones diferentes, como rápidamente lo entiende Curcio: “Cultivar una amistad es una cosa, y guardar la unión y la concordia es otra”644. El cultivo de la amistad pertenece al ámbito personal, particular, incluso privado; el bregar por la concordia y la unión de los ciudadanos refiere a la res publica, a un ámbito que excede las relaciones particulares entre dos individuos. Dirigiendo su atención a este terreno político, y como ya lo había dejado en claro en su République, Bodin vuelve a señalar aquí que las divisiones -sobre todo religiosasentre los ciudadanos pueden ser una causa de ruina para el Estado, principalmente, dirá por boca de Curcio, cuando “en una república el pueblo se divide sólo en dos facciones”645. La historia nos enseña que la existencia de opiniones diversas en el seno de un mismo estado no resulta perniciosa para la paz pública, pues los distintos puntos de vista pueden ejercer balances y contrapesos entre sí, evitando el enfrentamiento generalizado646; por el contrario, sí existen sólo dos grupos, la guerra civil es casi una consecuencia necesaria. A esta opinión se añade la de Federico, quien expresa que “no hay nada más deseable, en un CHp, IV, 215, 215. CHp, IV, 216, 219-222. 643 CHp, IV, 216, 227-229. 644 CHp, IV, 216, 230-231. 645 CHp, IV, 219, 296-298. 646 Como señala Octavio: “J’estime que c’est par cette raison que les Turcs et les Persans recoivent parmy eux toutte sorte de religions, et vous voyez cependant une merveilleuse concorde, tant parmy les peuples que parmy les passagers, bien que differans de religion”. CHp, IV, 219, 308-311. 641 642 185 gran Reino o en una gran ciudad, que todos tengan una misma religión”, pues “desde mi punto de vista, he allí el fundamento más sólido de la amistad”647. Y también la del católico Coroneo, quien afirma: “Ciertamente, debemos desear y pedir a Dios a la espera de que no haya en el mundo más que una religión, y que esa creencia sea la verdadera”648. Ahora bien, cuestiona Senamo, abriendo toda una nueva perspectiva de discusión, cómo decidir cuál de todas es la verdadera, siendo que los distintos jefes y pontífices de las distintas religiones afirman profesar la verdadera, y siendo, además, que todas ellas producen “un mismo sentimiento”. En efecto, prosigue algunas páginas más adelante, ante la inmensa diversidad de opiniones que es posible observar en el mundo, resulta muy difícil decidir cuál de todas tiene la verdad. Por tal motivo, estableciendo una de las premisas básicas que recorrerá todo el Colloquium, dirige a sus interlocutores la siguiente pregunta: “¿Debido a que los Pontífices de todas las religiones poseen un odio mortal los unos contra los otros, no es más seguro el recibir todas antes que escoger una (la cual puede ser falsa) y excluir y condenar a otra que puede ser la más verdadera de todas?”649. Eludiendo momentáneamente la pregunta, Octavio volverá a internarse en el terreno de la res publica, indicando que “resulta muy peligroso para los Príncipes y magistrados el intentar abolir una religión recibida por mucho tiempo, y que ostenta un origen muy antiguo”650. Y no menos peligro existe, afirma Federico, en que una religión extranjera sea aceptada en el seno de un país con príncipes cristianos. No obstante, todos parecen coincidir en que la mayor de las amenazas no está dada por la religión, sino por la impiedad; la que se asume como corolario necesario del ateísmo. “Creo que todo el mundo está persuadido de que es mejor practicar una falsa religión ante que no tener ninguna”651, afirma Coroneo, del mismo modo en que no existe ningún gobierno tan nocivo como la anarquía. En tal sentido, retomando otro tópico ya presente en la République, el católico expresa la opinión común de quienes prefieren la superstición a la doctrina del “detestable Epicuro”652. En ese marco el anfitrión vuelve sobre aquella cuestión que había quedado deliberadamente inconclusa desde fin del tercer diálogo, esto es, la de la licitud o no de discutir acerca de la religión: “Dado que insensiblemente hemos caído en los debates sobre la religión, antes de que vayamos más lejos, es necesario salir de la cuestión que fue propuesta ayer; a saber, si está permitido a un hombre de bien involucrarse en esta CHp, IV, 219-220, 314-323. CHp, IV, 220, 328-330. 649 CHp, IV, 223, 388-394. 650 CHp, IV, 223, 395-398. 651 CHp, IV, 233, 639-641. 652 Este tema será retomado con mayor extensión en el inicio del libro V, 345 y ss. 647 648 186 materia”653. Apoyándose en las opiniones de Platón, Cicerón y Horacio, será Toralba quien brinde la primera respuesta, afirmando que “el vulgo no sería capaz de contemplar el esplendor de las cosas elevadas con sus turbados ojos”, por lo que “resulta más conveniente callar (así como él [Platón] lo aconseja) que hablar a la ligera o poco dignamente de la cosa más santa del mundo”654. Salomón se suma a esta consideración, afirmando que encuentra “muy peligroso discutir sobre la religión”, no sólo porque resulta un crimen hablar con irreverencia de Dios, sino porque los “acontecimientos que les siguen [a esas discusiones] son siempre funestos cuando se ha pretendido hacer cambiar de religión a alguien sin haber tenido éxito”655. Senamo, por su parte, señala que aunque una nueva religión pueda ser mejor y más verdadera que una antigua, la introducción de ella en una determinada sociedad difícilmente provoque más beneficios que males, pues los cambios en dichas creencias no han provocado más que guerras y pestes. En efecto, Octavio también acompaña este sentir, afirmando que lo único que han producido esas novedades son incertidumbres capaces de mancillar la piedad. Sin embargo, más allá de todas estas opiniones -y como ya hemos mencionado en el inicio de esta sección-, Federico es quien trazará una distinción fundamental, la que posibilitará que el propio colloque entre savants tenga lugar. Emprender discusiones sobre religión en público e intentar brindar pruebas no es menos peligroso que criminal, a menos que uno sea capaz de hacerse escuchar a través de la voluntad de Dios, como Moisés, o por la fuerza de las armas, como Mahoma. Pero, entre gente letrada [gens lettrez] y en particular, he creído siempre que resulta de suma utilidad investigar los misterios divinos e intentarlos explicar656. En efecto, continúa Coroneo, “siendo amigos como somos, y [estando] unidas nuestras voluntades, ¿podremos ofender o ser ofendidos por la discusión?”657. Y dirigiéndose directamente a Salomón, uno de los interlocutores más temerosos a la hora de aceptar la posibilidad de discutir sobre el tema, el anfitrión reiterará su compromiso con la amistad más allá de las divergencias que pudieran surgir: “Conjuro este miedo, mi querido Salomón; te prometo y doy fe por todos los demás que, seas tú vencedor o vencido, no seremos menos amigos por eso”658. CHp, IV, 235, 689-693. CHp, IV, 235, 703-705/709-711. 655 CHp, IV, 235, 718-720. 656 CHp, IV, 238, 753-759. 657 CHp, IV, 238, 772-774. 658 CHp, IV, 241, 826-829. 653 654 187 He allí, entonces, la base sobre la que asienta el corazón teológico del Colloquium: los debates sobre la religión sólo serán posibles en privado -dado que incluso la confesión de Augsburgo había prohibido expresamente los debates públicos659-, y entre aquellos hombres capaces de prometerse la concordia y la amistad aun en la divergencia teológica. En efecto, los abundantes diálogos que siguen a estas intervenciones -y que por motivos prácticos y temáticos, sería imposible reconstruir aquí- no harán más que poner de manifiesto el desacuerdo de pareceres que existe entre los eruditos. Este desacuerdo, finalmente, y más allá de los temores de Salomón, no implicará que uno de los siete pueda cantar victoria frente a todos los demás, sino todo lo contrario. 3.4. De lo que no se puede hablar, mejor callar “He aprendido de los Pontífices de Roma que entre dos o más opiniones de los Doctores que discuten acerca de la religión, se puede tomar y seguir aquella que se considere la más probable sin ser hereje”660. Con esta intervención de Senamo da inicio la que podríamos considerar como la sección final del Colloquium de Bodin. En efecto, responde Coroneo, esa libertad es posible siempre y cuando las “discusiones remitan a cosas indiferentes, pero no si ellas incumben puntos principales de la religión o artículos de nuestra fe”661. No obstante, responde Senamo -y tal cual lo han puesto claramente de manifiesto las diversas discusiones mantenidas por los savants, podríamos agregar nosotros- resulta muy difícil determinar “cuáles son esos artículos de fe”; como bien lo reafirma Toralba: Veo que los judíos no acuerdan con los cristianos en materia de religión,y los mahometanos ni con los unos ni con los otros, e incluso entre los mismos mahometanos existen muchas opiniones diversas. Epifanio y Tertuliano contaron, en su tiempo, ciento veinte herejías entre los cristianos […] Los Cristianos Griegos son diferentes de los Latinos, los Romanos de los Alemanes, los Suizos y los Franceses de los unos y de los otros, Lutero de Zwinglio, Calvino de Stancaro, Beza de Castellion; brevemente, cada uno mantiene una opinión contraria a la de los demás, y todos se lanzan mutuamente injurias e imprecaciones662. A diferencia de Senamo, quien encuentra en estas interminables discusiones un fuerte argumento en favor del carácter indecidible de la cuestión, Toralba insiste en que el único modo de evitar los altercados es volver a “abrazar esta pura y simple religión de la CHp, IV, 242, 840. CHp, VI, 667, 5927-5930. 661 CHp, VI, 667, 5931-5933. 662 CHp, VI, 667-668, 5940-5958. 659 660 188 Naturaleza”, la cual se revela “como la más antigua y la más verdadera, y la cual nunca debería haber sido abandonada”663. Salomón se opondrá a esta posición, principalmente porque una creencia de este tipo se vería desprovista de ceremonias, “sin cuales no es posible guiar hacia su fin al pueblo y al vulgo ignorante”. En efecto, continúa, “si no se les propone [a los hombres simples] más que una religión desnuda, ellos nunca creerán que se trata de la verdadera”664. El calvinista Curcio reprocha esta consideración de Salomón, señalando su reprobación de las ceremonias, en tanto y en cuanto ellas se presentan como un resabio del paganismo; mientras que Octavio señala que no conoce otra confesión “con menos ceremonias, ni que se aplique con mayor pureza al culto de Dios que la Mahometana”665. Coroneo, por su parte, reafirmando la posición usual que ha asumido a lo largo de todo el diálogo, afirma atenerse a las prescripciones de la autoridad católica: “Creo que los Papas de Roma, desde Jesucristo, verdadero Dios y hombre, sus Apóstoles y sus discípulos, hasta hoy en día, por una feliz vía, han enseñado cuál es la verdadera Iglesia”666. Y aun cuando no sea capaz de convencer a los hombres de esa verdad a la que presta su consentimiento, Coroneo afirma que “no desespera”, ni que tampoco deja de elevar sus plegarias a Jesús “verdadero Dios y hombre”, ni a su santa Madre, para que Dios tenga en la misericordia a todos aquellos que no comparten la perspectiva católica. Salomón retoma estas palabras, e insta a sus interlocutores a reconocer la obligación moral de imitar tal ejemplo de “piedad y de caridad”, aunque se pregunta si sería realmente lícito que todos los allí presentes pudieran unirse “todos juntos en una plegaria a pesar de las diferentes opiniones sobre el hecho de la verdadera religión”667. Senamo no duda demasiado, y sostiene, aunque de modo interrogativo, que no existe ningún inconveniente en que todos los que están allí, “de buena fe”, se reúnan para “pedir ardientemente a Dios el continuar por nuestro camino si estamos en la buena vía, y, si no lo estamos, que pueda conducirnos hacia ella por su bondad y su gracia”668. En efecto, prosigue más adelante el propio Senamo, incluso más allá de todas las diferencias que se han puesto de manifiesto a lo largo del coloquio, quizás sea posible encontrar un mínimo punto de contacto entre todos: Todos los hombres, generalmente, desde mi punto de vista, reconocen a Dios por Padre de todos los otros Dioses… Salomón, Toralba y Octavio lo adoran únicamente, en detrimento CHp, VI, 668, 5962-5964. CHp, VI, 668, 5969-5974. 665 CHp, VI, 669, 5980. 666 CHp, VI, 669, 5989-5992. 667 CHp, VI, 671, 6030-6032. 668 CHp, VI, 671, 6034-6037. 663 664 189 de todos los otros. Federico y Curcio son de la misma creencia, excepto que sostienen que este mismo Dios, Padre de la Naturaleza, o, lo que es la misma cosa, su hijo coesencial y coeterno, fue revestido con nuestra carne en el vientre de una virgen y fue muerto por la salud del género humano, y son también de un mismo sentimiento en el resto de las cosas, menos en la Comunión, la confesión y las Imágenes. Coroneo, como es muy religioso, cree que es muy criminal el no adherir en todo momento y lugar a las ceremonias de la Iglesia romana. En cuanto a mí, a fin de no herir a ninguna persona, estimo mejor el aprobar todas las religiones antes que condenar una, la cual podría llegar a ser la verdadera669. “Yo preferiría verte caliente o frío, antes que tibio, en materia de religión”670, reprende Salomón a Senamo, quien responde que han sido las controversias de los teólogos las que le han revelado lo difícil que resulta tomar partido. Es a causa de ellas, y a su natural propensión a rechazar tanto una “creencia ligera” como una “negación temeraria”, que ha optado por seguir el ejemplo de Pablo: Entre los Judíos, soy Judío; entre los Gentiles, Pagano, y entre aquellos que no tienen ley, como si yo no reconociera ninguna. Me he hecho complaciente con el todo el mundo, a fin de ganar a todo el mundo (Corintios I, 9:20). “Es por esa razón -continúa Senamo, revelando el verdadero potencial político de la posición que sostiene- que la unión y la concordia de los habitantes de Jerusalén siempre me ha resultado muy agradable”671. Allí todos tienen sus templos, todos se sienten libres de expresar sus diversas creencias en un marco de tolerancia mutua, lo que no sólo redunda en un beneficio para aquellos que creen sinceramente, sino también en otro mucho más importante: el de evitar el ateísmo. Así, retomando un argumento que ya hemos tenido oportunidad de observar en la República, y que incluso sería posible retrotraer hasta nuestro análisis de la Exhortation aux Princes, Bodin pone en boca de Senamo aquella hipótesis que sostiene que la libertad para expresar las creencias religiosas es el mejor modo de evitar la hipocresía, y, por tanto, también la incredulidad, la que, al ser concebida por el angevino como un sinónimo de impiedad, resulta el principal peligro para la salud de la república. Teniendo en cuenta esto, vuelve a inquirir Senamo ante la duda postulada por Salomón: “¿Qué nos impedirá, entonces, mezclar nuestras plegarias en una, a fin de tocar a CHp, VI, 673, 6067-6083. CHp, VI, 674, 6084-6085. 671 CHp, VI, 674, 6095-6096. Desde otra perspectiva, el calvinista Curcio señalará lo siguiente: “C’est la chose du monde qui m’a tousjours semblé la plus difficile que vouloir maintenir publiquement, dans une mesme ville, plusieurs religions diferentes, car, dans ces sortes de demeslez, le peuple pretend presque tousjours s’atribuer l’auctorité et les Princes n’ont jamais sceu s’y opposer avec seureté”. A lo que añadirá, algunos renglones más abajo:“Aussy les Assemblées particulieres sont elles plus dangereuses que les publiques pour le faict de la devotion, a cause des secretes conjurations qui vont tousjours a la ruyne des republiques”. CHp, VI, 676, 61386148. 669 670 190 este Padre común de la Naturaleza y autor de todas las cosas, para que nos conduzca en el conocimiento de la verdadera religión?”672. En efecto, refiriéndose ya estrictamente a las consecuencias políticas de hacer lugar a la multiplicidad, Senamo sostiene que si resultara posible persuadir a “todo el mundo” de que “los votos de todos los que, con un alma sincera, se dirigen a Dios, les son agradables, o por lo menos no le displacen, viviríamos en todas partes con misma tranquilidad con la que han vivido los Turcos y los Persas”673. Octavio expresa su total acuerdo con la posición política asumida por Senamo, pues entiende que no “hay peste más peligrosa para la grandes ciudades que las disensiones entre los ciudadanos”674. Coroneo también acuerda con ello, afirmando que es posible dejar que cada cual pueda vivir libremente en su religión siempre y cuando esa libertad no implique ningún peligro “contra la tranquilidad pública del Estado”. Sin embargo, expresando una duda respecto de los límites de esa misma tolerancia, y trayendo a colación un clásico argumento del que se han valido los perseguidores -y que servirá a Bayle, como vimos en nuestra Introducción, para desarrollar todo su Commentaire philosophique- el católico señala que “siempre debemos preferir la piedad a la utilidad pública, informándonos sobre la religión de cada uno, e incluso obligando a los rebeldes a asistir al servicio divino a pesar de sí mismos, tal como lo ordena la Santa Iglesia romana por sus Decretos y siguiendo aquello que dice San Lucas, a saber: Oblígalos a entrar”675. Ingresamos de este modo en los parágrafos finales del Colloquium, en donde los savants que representan a las otras cuatro confesiones históricas que se hallan presentes en el diálogo expresarán su profundo desacuerdo con esa máxima de la Iglesia de Roma. El primero de ellos es el mahometano Octavio, quien se opone a una interpretación alegórica que permita brindar a la máxima un valor general, y señala la paradoja y la incivilidad que implica “el forzar a golpes de bastón, o amenazar de muerte” a los invitados que no quieren asistir al banquete de la boda. El siguiente es el calvinista Curcio, quien, retomando un argumento muy extendido entre los adherentes del protestantismo -y que volveremos a encontrar, por ejemplo, en Locke-, pondrá de manifiesto la imposibilidad de que un hombre adhiera sinceramente a la religión si es obligado a ello: “Tertuliano, siguiendo la misma opinión [expresada por Octavio], habló así: No se puede coaccionar en materia de religión: ella debe abrazarse voluntariamente y no por la fuerza”676. En efecto, CHp, VI, 675, 6107-6111. CHp, VI, 677-678, 6163-6168. 674 CHp, VI, 678, 6178-6179. 675 CHp, VI, 678, 6180-6184. 676 CHp, VI, 679, 6190-6192. 672 673 191 continúa, “tal como lo han resuelto los Concilios de Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia, no debe combatirse a los herejes con las armas, sino con la doctrina, y no se debe pretender arrancar la cizaña antes de la cosecha”677. El judío Salomón es quien sigue en la lista de los opositores, señalando que “La ley de Dios manda a los hombres varones el presentarse ante él al menos tres veces al año con obsequios, pero no quiere que ninguna persona sea obligada a ello”678. En efecto, añade, el “verdadero crimen” no radica en dejar libres a quienes no deseen adherirse a una creencia sino, por el contrario, en obligar a alguien a adorar a Dios en contra de su propia voluntad. Es el luterano Federico quien finalizará la saga de opositores, luego de que Salomón, Curcio y Octavio realicen un repaso por varios ejemplos históricos en relación a la cuestión679. La respuesta de Teodorico, Emperador de los Romanos y de los Godos, merece ser inscripta en letras de oro sobre los frontispicios de los Palacios de todos los Príncipes de la tierra. Cuando fue invitado por el Senado a obligar a los Arrianos a seguir la religión Católica por medio de suplicios, él respondió lo siguiente: No puede obligarse en materia de religión, porque no es posible forzar a ninguna persona a creer en contra de sí misma680. Finalmente, luego de estas cuatro elocuentes intervenciones, de que tanto Toralba como Senamo hubieron propuesto sus diferentes soluciones para la cuestión, todos acordaron en la proposición sostenida por Federico, y Coroneo, ya desligado de Lucas, convocó un coro de niños para que realizara un cántico titulado Ecce quam bonum et quam jucudum cohabitare frates in unum [Es dulce y agradable el vivir todos juntos como hermanos]; luego de ello, los distintos savants “se abrazaron mutuamente en caridad” y decidieron continuar viviendo todos juntos en aquella afable y segura morada que les proveía Coroneo. Lo hicieron “en una unión admirable, y exhibiendo una piedad y una forma de vida ejemplar, tomando sus comidas y estudiando siempre en común. Pero no discutieron nunca más de religión, aun cuando cada uno permaneció firme y constante en la suya, perseverando hasta el fin y en una santidad del todo manifiesta”681. CHp, VI, 679, 6192-6196. CHp, VI, 679, 6209-6112. 679 Los ejemplos referidos por los savants son clásicos, pero no por ello menos ilustrativos. Salomón referirá a las disposiciones de tolerancia adoptadas por el emperador Juliano; Curcio hará referencia a las persecuciones sufridas por los judíos por parte del rey Manuel de Portugal; Octavio, por su parte, señalará la acechanza de la que fueron objeto, en la España de Fernando de Aragón, tanto los judíos como los árabes. 680 CHp, VI, p.684, 6306-6312. 681 CHp, VI, pp.684-685, 6330-6335. 677 678 192 3.5. Nathan y una carta de ciudadanía en la Republique des Lettres Entre quienes piensan que la tolerancia debe ser defendida en nombre del reconocimiento de la particularidad de las religiones, tenemos el Bodin del Colloquium heptaplomeres, manuscrito que se cierra con la idea de que todas las religiones son buenas, que todas manifiestan la gloria de Dios y que, por lo tanto, hay que tolerarlas a todas. Esta posición será retomada por Lessing en la famosa alegoría de los tres anillos de Nathan el sabio, en la que encontramos un mensaje idéntico: todo individuo puede vivir libremente su religión, siempre que todas las religiones particulares reconozcan el carácter parcial de la verdad que ilustran y que cada cual acepte que sólo está en posesión de una parte de la verdad. Sébastien Charles, Tolerancia activa y pasiva según Voltaire Como bien señala Noel Malcolm, el hecho de que a lo largo del Heptaplomeres muchos de los dogmas fundamentales del cristianismo sean directamente criticados a través de las intervenciones de los personajes no-cristianos, no sólo indica la “moderación y razonabilidad del texto”. Brinda, también, la posibilidad de ensayar una lectura poderosamente subversiva de esas mismas consideraciones. He allí la razón principal de su elocuente circulación entre los miembros de la “Ilustración radical” durante los siglos XVII y XVIII682. Más allá de dicho impacto, muy difícil de poner en duda luego del recuento de los manuscritos y de la reconstrucción de la recepción del Colloquium en la modernidad clásica, nos gustaría finalizar esta sección y este capítulo refiriéndonos a un posible caso particular en dicha recepción: el de Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781). En efecto, aun cuando no existan pruebas concluyentes a partir de las que se pueda afirmar el contacto directo de Lessing con el Colloquium683, en la escena central de su Nathan el sabio -como afirma Sébastien Charles, en el pasaje que hemos seleccionado como acápite- Lessing manifiesta una concepción que presenta cierto parecido de familia con la asumida por Bodin a lo largo del Heptaplomeres. Veamos qué es lo que allí pretende ejemplificarse, y reservemos algunas breves reflexiones acerca de la cuestión para el final del apartado. Véase Noel Malcolm, Op.cit., p.95. De hecho, según señala Marion Leathers Kuntz, Lessing vivió durante una época particular en la que, luego de la interdicción de la edición propiciada por Leyseren 1720, el Colloquium “fell more and more into oblivion”. Op.cit, p.lxx. No obstante, dado que lo que nos interesa rescatar del texto de Lessing reside en cierto parecido de familia que éste presenta con el de Bodin, es decir, en el hecho mismo de que la verdadera religión resulta indistinguible incluso para los sabios, y que esa indecisión es capaz de contribuir a la coexistencia pacífica, creemos que la referencia continúa siendo válida. 682 683 193 “¿Cuál es la creencia, cuál es la ley que te parece mejor?”, pregunta el sultán de Jerusalén al sabio Nathan. Se inicia de este modo la escena cúlmine de la obra teatral con la que Lessing -según lo han señalado quienes se han dedicado a un estudio más detallado de la cuestión- intenta, a la vez, homenajear la agudeza intelectual de su amigo Moses Mendelssohn (1729-1786) y defenderse de los feroces ataques del pastor hamburgués Johann Melchior Götze (1717-1786)684. “Sultán, yo soy judío”, responde el comerciante a aquella crucial pregunta, intentando una evasiva que no alcanza su blanco. “Y yo musulmán. El cristiano está entre nosotros”, replica el sultán, que prosigue de este modo: Un hombre como tú no permanece allí donde la casualidad del nacimiento lo ha arrojado: o si permanece, lo hace por convencimiento, por motivos, por haber elegido lo mejor. ¡Adelante! Comparte conmigo tus razonamientos. Déjame oír tus razones sobre el tema para el que apenas he tenido tiempo de reflexionar. Déjame conocer los motivos de esta elección -por supuesto, en confianza- para que pueda hacerlos míos685. Nathan adivina detrás de estas palabras las verdaderas intenciones de Saladino: acosado por las deudas, el líder musulmán intenta tenderle una trampa a fin de que se declare abiertamente en favor de la verdad del judaísmo, y de este modo, tener la excusa necesaria para obtener por medios menos pacíficos que una simple solicitud el préstamo que el comerciante se había negado a proporcionarle. Avezado erudito, y dando muestras de que su apodo no es un título vano otorgado por el vulgo, el sabio judío relata una historia que desbarata por completo las ocultas intenciones del musulmán. Hace muchos años vivía un hombre en que poseía un anillo de incalculable valor, inicia Nathan, de un poder nunca antes visto; el de hacer agradable a los ojos de Dios y de los hombres a quien hiciera uso de él. Esa extraordinaria joya fue atesorada con gran celo por aquel hombre, y luego transmitida de generación en generación en el seno de su familia, siendo heredada en cada ocasión por el hijo más amado. Todo sucedió así por largo tiempo, hasta que el anillo Como señala Emilio González García, traductor castellano de la obra, la disputa entre Lessing y Götze se origina algún tiempo antes de la publicación de Nathan der Weise (1779), cuando el primero, aprovechando su puesto como director de la biblioteca ducal de Wolfenbüttel, hace publicar póstumamente una inédita obra del deísta Hermann Samuel Reimarus (1694-1768) titulada Apología o escrito en defensa de quienes adoran racionalmente a Dios. Este texto, que entre sus tesis principales defendía la de una religión natural basada en la concepción de una idea racional de Dios, y que se negaba a admitir la existencia de los milagros -relegando a la condición de impostores a quienes se ufanaban de haberlos realizado, como el propio Jesucristo- despertó una reacción considerable entre los teólogos alemanes. Entre todos ellos, fue precisamente Götze quien más fuertemente se opuso a aquella vía racional, defendiendo la veracidad e inspiración divina de la palabra bíblica. La polémica entre ambos fue paulatinamente subiendo de tono, y el intercambio de acusaciones públicas -que terminaron por convertirse en insultos personales- desembocaron en una condena del gobierno ducal de Hamburgo que prohibió a Lessing la intromisión en discusiones sobre religión. La respuesta del poeta y dramaturgo sajón a dicha prohibición es esta obra de teatro que lleva por título Nathan el sabio. 685 G. E. Lessing, Nathan el sabio, Trad. Emilio González García, Madrid, Ediciones Akal, 2009, p.75. 684 194 fue recibido por un noble hombre que tuvo tres vástagos; los que por sus diversas virtudes presentaban iguales condiciones de hacerse merecedores de tan preciado tesoro. Este hombre no sólo carecía de la capacidad para decidirse, sino que “también había mostrado la tierna debilidad de prometerles el anillo a los tres”. Así, acuciado por las dudas, y temiendo cometer una cruel injusticia al hacer la ofrenda del anillo a uno sólo de sus hijos, encomendó a un distinguido artesano la confección de dos copias completamente idénticas al modelo original. El resultado fue tan extraordinario que ni siquiera el padre pudo distinguir ya cuál era el auténtico. Algún tiempo después, avizorando el momento de su muerte, el hombre convocó en privado a cada uno de sus vástagos y les hizo entrega de un anillo. Muerto el padre, cada uno de los hijos se presentó ante los demás con la intención de dar cuenta de su preciado tesoro, y ante la sorpresa de que cada uno de ellos poseía un idéntico ejemplar de la reliquia, comenzaron las trifulcas. “Se investiga, se discute, se denuncia. Todo en vano; no se puede demostrar cuál es el anillo auténtico. Algo casi tan imposible de mostrar como el determinar ahora cuál es la fe verdadera”686, concluye Nathan. “¿Cómo? ¿Se supone que ésta es la respuesta a mi pregunta?”, replica Saladino. El sabio, excusándose ante el sultán por no atreverse a distinguir los anillos que el padre mandó a confeccionar con la manifiesta intención de que fueran indistinguibles, prosigue su relato. Los hijos se denunciaron mutuamente, asegurando ante el juez que cada uno había recibido el tesoro directamente de las manos su progenitor, quien por largo tiempo había realizado aquella promesa. Los tres se negaban a dudar de la palabra de un padre tan benévolo y probo, por lo que cada cual se veía obligado a concluir que el engaño provenía de sus hermanos. El humilde magistrado, acuciado ante el enigma, e incapaz de dar una resolución última a la cuestión de la veracidad, aconsejó a los hijos lo siguiente: Aceptad la situación tal como es. Cada uno de vosotros ha recibido su anillo de su padre, así que cada uno está seguro de que su anillo es auténtico. Es posible que vuestro padre no quisiera tolerar por más tiempo la tiranía de un único anillo en su casa. Y lo que es seguro es que os amó a los tres del mismo modo, negándose a someter a dos para favorecer a uno. ¡Pues adelante! Que cada uno imite su amor íntegro y libre de prejuicios. Que cada uno de vosotros se esfuerce compitiendo por mostrar cada día la fuerza de la piedra que hay en su anillo. Que esta fuerza se vea apoyada por afabilidad, tolerancia, buenas acciones y una 686 Ibíd., p.79. 195 intensa devoción a Dios. Y entonces el poder de la piedra se manifestará en los hijos de los hijos de vuestros hijos687. Azorado ante una respuesta tan ecuánime y desapasionada, tan poco afecta a sus propias creencias, el sultán musulmán rinde sus armas ante el sabio judío, e incluso, avergonzado por sus planes anteriores, ruega a Nathan el presente de su amistad. Así concluye la catástasis teatral de esta obra ambientada en la Jerusalén del siglo XIII, durante la ocurrencia de la tercera cruzada. La obra de Lessing nos transmite -principalmente a través de esta metáfora tan paradigmática puesta en la boca del sabio Nathan688- un claro mensaje en favor de la tolerancia religiosa, intentando dar cuenta de las insuperables dificultades a las que se encuentran los hombres cuando pretenden dirimir cuestiones teológicas de modo racional, y buscando poner el énfasis del mensaje de la religión, no ya en los dogmas específicos y particulares trasmitidos por cada una de ellas, sino en las máximas morales compartidas. Más allá de los diferentes rituales y costumbres, más allá de las diversas liturgias, más allá de sus textos sagrados, el mensaje que el Padre ha transmitido a cada una de los líderes de las religiones monoteístas -simbolizadas aquí, claro está, a través de los tres anillos- es esencialmente el mismo. En efecto, podríamos concluir a partir del relato del dramaturgo sajón, el único modo que posee cada judío, cada musulmán o cada católico para poner de manifiesto la veracidad de su creencia es comportarse de modo tal que su accionar lo haga agradable a la vista de Dios y de los hombres. Y más allá de la posición que han pretendido asumir los diversos defensores de la legalidad del castigo y la ejecución de los herejes, la intolerancia y el desprecio de sus hermanos no parece resultar un modo de proceder muy conducente hacia la aclamación popular. Y, menos aún, capaz de garantizar la simpatía divina689. Ibíd., p.81.Para considerar con mayor detenimiento las diversas posibilidades exegéticas que se derivan de esta parábola, véase María Jimena Solé, “Filosofía, literatura y verdad: G. E. Lessing frente al conflicto entre razón y revelación”, V Jornadas Nacionales de Filosofía Moderna, Universidad Nacional de Mar del Plata, 18 y 19 de septiembre de 2014. Agradecemos a la autora el habernos facilitado con toda amabilidad su texto inédito. 688 Como bien se sabe, la parábola de los tres anillos fue tomada por Lessing del Decamerón de Giovanni Boccaccio (1313-1375); más en particular, de la tercera novela de la primera jornada. Asimismo, según señala José Luis Sánchez Nogales, el relato -no ya con anillos, sino con piedras preciosas- fue pergeñado por un judío español en torno al año 1100, en la región de Castilla, y luego transmitida de forma oral hasta el siglo XIV. Véase Filosofía y fenomenología de la religión, Salamanca, Ediciones Secretariado Trinitario, 2003, p.122. 689 Pues, como supo decirlo Locke en su Epistola: “Será muy difícil persuadir a los hombres razonables de que quien puede, con los ojos secos y la mente satisfecha, entregar a su hermano al verdugo para ser quemado vivo, se preocupa sinceramente y de todo corazón en salvar a éste de las llamas del infierno en el mundo venidero”. John Locke, Op.cit., p.26. 687 196 * * * La religión de Bodin es, sin lugar a dudas, uno de los aspectos más controvertidos de su vida y de su obra. Entre sus contemporáneos, por ejemplo, Jacques Gillot supo decir que Bodin había muerto sine ullo sensu pietatis, no siendo ni judío, ni turco, ni cristiano, mientras que el jesuita Martín del Río se limitó a afirmar que sus opiniones resultaban ambiguas. Entre los exégetas más actuales, por su parte, muchos intentaron vincular al autor con alguna de las figuras de su obra: Pierre Mesnard sostuvo que Bodin se había mantenido siempre en los márgenes del catolicismo, lo que se evidenciaba en cierta simpatía por las posiciones asumidas por Coroneo; Rose afirmó que era Salomón, ese personaje judío del Colloquium, quien representaba su verdadero sentir; a diferencia de él, Guhrauer, Baudrillart y Noack se inclinaron a pensar que era Toralba quien mejor coincidía con el parecer del angevino, mientras que Marion Leathers Kuntz, un tanto más indecisa -y, por tanto, un tanto más cercana a nuestra propia opinión-, creyó ver representados en cada uno de los distintos personajes del Heptaplomeres los diversos pareceres que el propio Bodin experimentó a lo largo de su vida. Eludiendo explícitamente esta discusión -cuyo fin más razonable sería, quizás, aquel que propone la agogé iniciada por Pirrón de Elis-, nuestra intención a lo largo de este capítulo ha sido mostrar que, más allá de cuál fuera su convicción más profunda, resulta indudable que Bodin intentó dar respuestas a los desafíos políticos y teológicos que le presentaba su época; siempre inclinando la balanza, claro, en favor de una actitud abierta y tolerante. En tal sentido, mientras que la République puede ser concebida como un modo de afrontar el posible naufragio político de Francia, sólo capaz de ser evitado por un capitán de autoridad soberana indiscutible, el Colloquium puede también ser comprendido como una suerte de Manual de navegación apto únicamente para el uso de los savants. En efecto, mientras que aquella primera obra parece haber buscado ilustrar a los príncipes y magistrados que debieran gobernar entre facciones, está segunda quizás fue concebida como un modo de instruir a los hombres de letras sobre la enorme dificultad a la que se enfrenta todo ser humano que pretenda elucidar la difícil cuestión de la religión verdadera. 197 CAPÍTULO IV Montaigne: de la conservación política al ensayo de la alteridad Tout cela c’est un signe très évidente que nous ne recevons notre religion qu’à notre façon et par nos mains, et non autrement que comme les autres religions se reçoivent. Nous nous sommes rencontres au pays où elle était en usage : ou nous regardons son ancienneté, ou l’autorité des hommes qui l’ont maintenue, où craignons les menaces qu’elle attache aux mécréants, où suivons ses promesses… Ce sont liaisons humaines. Une autre région, d’autre témoins, pareilles promesses et menaces, nous pourraient imprimer par même voie une croyance contraire. Nous sommes Chrétiens à même titre que nous sommes ou Périgourdins ou Allemands. Montaigne, Essais, II, 12. Non parce que Socrates l’a dit, mais parce qu’en vérité c’est mon humeur, et à l’aventure non sans quelque excès, j’estime tous les hommes mes compatriotes : et embrasse un Polonais, comme un Français : postposant cette liaison nationale, à l’universelle et commune. Montaigne, Essais, III, 9. “Nunca causó extrañeza o sorpresa a nadie, porque no se daba importancia en la vida ni solicitaba auditorio ni aplauso para sus ideas. Por fuera parecía un burgués, un funcionario, un noble, un católico, un hombre que cumplía con sus obligaciones sin llamar la atención; para el mundo exterior adoptaba el mimetismo de la discreción, para así poder desplegar y observar en su interior el juego de los colores de su alma con todos sus matices”690. Estas palabras que Stefan Zweig dedica a Montaigne brindan, según creemos, una caracterización muy apropiada del modo de ser adoptado por el ensayista del Périgord. Intus ut libet, foris ut moris est. He allí una de sus dilectas máximas de conducta; una guía para su filosofía y, por tanto, para su propia vida. El sosiego de la exterioridad le demanda adoptar con discreción las costumbres y hábitos que encuentra establecidos allí donde ha nacido; la autonomía de su alma lo incita a mantener el espacio interior libre de toda atadura y de todo compromiso. “Distinguir la piel de la camisa”691, he allí su precepto. Stefan Zweig, Montaigne, Barcelona, Editorial El Acantilado, 2008, p.22. “b| La mayoría de nuestras ocupaciones son teatrales. Mundus universus exercet histrioniam. Hemos de representar debidamente nuestro papel, pero como el papel de un personaje prestado. La máscara y la 690 691 198 Ahora bien, a fin de mantener la organicidad y armonía de nuestro trabajo, y aun cuando Michel de Montaigne resulte un personaje considerablemente más popular en nuestro ámbito que Castellion o Bodin, hemos decidido iniciar este último capítulo con una presentación del ensayista y de sus obras: los Essais y el Journal de voyage. Esta presentación nos permitirá, además, indicar algunos detalles muy singulares de la vida de Montaigne; detalles a partir de los cuales, creemos, podrán comprenderse más claramente algunas de sus posiciones filosóficas frente a la difícil cuestión de la convivencia pacífica. En el segundo apartado, Las insinuaciones de un escéptico, o las dos caras de Montaigne, nos detendremos sobre un aspecto -a nuestros ojos, crucial- en la producción filosófica del ensayista: su propia práctica de escritura. Pues, si bien puede concluirse, a partir de una lectura de su obra, que Montaigne pareció haber adoptado una posición política moderada, o hasta conservadora, también parece posible afirmar-como lo ha hecho, en varias ocasiones, Jordi Bayod Brau- que el ensayista siempre es capaz de sugerirnos, a partir de guiños e insinuaciones, “un horizonte distinto”692. Del mismo modo, anticipando una actitud muy habitual en los libertinos eruditos del siglo XVII, el ensayista parece haber adoptado como máxima práctica aquella sentencia que indica actuar por fuera según los mandatos de la sociedad en la que se vive, manteniendo por dentro la más absoluta libertad de juicio. Este análisis, creemos, nos permitirá sostener con mejores fundamentos nuestra propia interpretación acerca de la actitud que el ensayista parece haber adoptado en torno a la cuestión específica que aquí nos ocupa. apariencia no deben convertirse en esencia real, ni lo ajeno en propio. No sabemos distinguir la piel de la camisa. c| Basta con enharinarse la cara sin haberse de enharinar el pecho”. Los ensayos, III, 10, p.1509. La cita latina, tomada de Justo Lipsio (La constancia, I, 8), se atribuye a Petronio: “El mundo entero representa una gran comedia”. Satiricón, III, 80, 9. Según la interpretación que buscamos desarrollar, no parece casualidad que Montaigne haya escrito estas líneas -en un capítulo titulado “De ménager sa volonté” (III, 10)- en los años siguientes a haber abandonado el cargo de alcalde de Burdeos. En efecto, según él mismo relata, parece haber dedicado grandes esfuerzos para mantener su interior a salvo de los tumultos que caracterizaban a su realidad exterior, incluso ocupando una función pública de tal jerarquía: “b| El alcalde y Montaigne han sido siempre dos, con una separación muy clara”. Los ensayos, III, 10, p.1510. 692 “La perspectiva utópica, libertaria, naturalista, pagana, crítica, alienta siempre bajo el velo de su conservadurismo político y de su sumisión religiosa. No deberíamos reducir los Ensayos a la condición de ejercicios intelectuales, más o menos paradójicos, más o menos provocativos y licenciosos, pero a los fines de cuentas sumisos e inofensivos ante el poder y ante la opinión dominante. Su grandeza radica también en este aspecto: en el hecho de sugerir, al menos al lector diligente y sagaz, un horizonte distinto”. Jordi Bayod Brau, “Estudio Introductorio”, en Los ensayos, p. XLVII. Para considerar con mayor detalle el modo en cómo Bayod aplica esta tesis al análisis particular de algunos capítulos de los Essais, véase: “«Que la vie du monde est infinie»: Montaigne y la tesis de la eternidad del mundo”. Les Dossiers du Grihl. Groupe de Recherches Inderdisciplinaires sur l’Histoire de la Littérature, 2010, Disponible online en: http://dossiersgrihl.revues.org/3502; “Montaigne i la «filosofia cristiana». Anàlisi d’una pàgina del capítol «Des prières» dels Assaigs”, Anuari de la Societat Catalana de Filosofia, XXI, 2010, pp.47-74; “Montaigne y la inmensidad del mundo: «Una perpetua multiplicación y vicisitud de formas»”, ÉNDOXA. Series Filosóficas, 31, 2013, pp. 321-348, y “Montaigne «chef de part»: sobre el capítulo «De la modération» de los Ensayos”, Pensamiento, 69, 258, 2013, pp. 131-148. 199 Así, en el tercer apartado, Ni güelfo ni gibelino, nos detendremos a analizar una serie de textos en la creemos posible reconocer la actitud pública asumida por Montaigne frente a la religión en general, y frente al conflicto provocado por la Reforma protestante en particular. En 3.1., Reforma religiosa y crisis política, estudiaremos el capítulo 22 del libro I de los Ensayos, “La costumbre y el no cambiar fácilmente una ley aceptada”, en donde el ensayista manifiesta una clara oposición a la actitud asumida por los hugonotes. A partir de dicho análisis, intentaremos mostrar que Montaigne no interpreta a la Reforma francesa en términos teológicos, sino en términos estrictamente políticos: no teme por el quiebre del dogma cristiano, sino por los desórdenes públicos que generan los conflictos confesionales. Así, poco a poco, y como pondrá de manifiesto en su “Apología de Ramón Sibiuda” (II, 12) -texto en el que expone su recepción del escepticismo pirrónico-, Montaigne asumirá una posición equidistaste respecto de ambas facciones. Y si bien -ante la imposibilidad de elegir en base a un criterio firme- optará por mantenerse firme en las creencias que ha heredado de su padre, lo hará por motivos estrictamente pragmáticos. Será católico, pero un católico muy particular; ni güelfo ni gibelino, un católico sin dogma. Finalmente, en el cuarto apartado, buscaremos poner de manifiesto no ya la actitud política que pareció asumir el ensayista frente al conflicto interconfesional, sino su propia ética en relación con el ensayo de la alteridad; ejercicio estrechamente vinculado con el reconocimiento filosófico de la diversidad como carácter propio de la naturaleza. Para lograr ese objetivo nos resultará indispensable desandar aquellos textos (tanto las reflexiones que nos entrega en sus Essais como las particulares experiencias que nos relata en su Journal de voyage) en los que Montaigne refiere a la experiencia del viaje. Es allí, según creemos, donde pueden encontrarse algunas claves para comprender el verdadero valor que otorga el ensayista a esta apasionante aventura de “frotar nuestro cerebro con el cerebro de otros hombres”. En la sección 4.1 trataremos de mostrar que los tres motivos que más incitan su huida hacia lo ajeno son la incomodidad ante la guerra confesional, el hastío de lo ya conocido y el deseo de la novedad. En 4.2 repasaremos aquellos primeros viajes de biblioteca realizados por el ensayista: sentado en el escritorio de su estudio, Montaigne convertirá a su torre en una verdadera carabela de piedra, y se embarcará en una travesía que lo conducirá desde la antigüedad clásica hasta las inhóspitas tierras de la France antarctique. En 4.3, Con el culo en la montura, acompañaremos al ensayista en su travesía por Europa: emprendida en junio de 1580, y extendida por más de diecisiete meses, Montaigne realizará un viaje que lo conducirá desde su castillo natal, atravesando las tierras de Francia, Suiza y Alemania, hasta la cosmopolita Roma. Esas experiencias, que involucran una multitud de búsquedas particulares -entre las que se incluyen, claro, 200 aquellas relacionadas con la religión-, acabarán con la adquisición de la ciudadanía romana. Tal acontecimiento, que analizaremos en 4.4, poseerá para Montaigne un valor inmenso. Él, que no detenta ninguna otra credencial semejante; que, tomando el ejemplo de Sócrates, se ha sentido toda su vida como un ser cosmopolita; que siempre ha “abrazado a un polaco como a un francés” con la misma naturalidad, finalmente alcanzará este título único: el de ciudadano de Roma, es decir, el de ciudadano del mundo, el de compatriota de todos los hombres. Finalmente, en el apartado 4.5, volveremos nuestra mirada sobre las reflexiones de Montaigne en torno a la pedagogía de la diversidad, pedagogía que incluirá a la “escuela de las relaciones” entre sus primeras lecciones. Estas reflexiones, además, no sólo no permitirán reafirmar nuestra interpretación en relación con la ética que todo hombre de entendimiento debe asumir, sino también referir a la necesidad de mantener sólo un compromiso exterior con los asuntos políticos. 1. Michel Eyquem, señor de Montaigne (1533-1592) Nieto de Grimon e hijo de Pierre, Michel Eyquem, futuro señor de Montaigne, nació el último día de febrero de 1533 en el castillo señorial que su bisabuelo Ramón, un antiguo comerciante de vinos y pescado, había adquirido de la ilustre familia Foix-Candale en el año 1477. Así, perteneciente a una familia de pequeña burguesía en ascenso, Montaigne será el primero en abandonar su apellido natal para adoptar públicamente el de su dominio. En efecto, el experimento pedagógico693que Pierre Eyquem realizó con el pequeño Michel parece haber tenido la intención de brindarle, entre otras cosas, las mejores herramientas para consolidar esa posición de reciente nobleza. A los pocos meses de nacido, fue enviado a vivir a los campos aledaños de su château, para que con la leche de su nodriza mamara también la austeridad de las costumbres. Y un tiempo más tarde, ya de vuelta en las acogedoras habitaciones del castillo, fue puesto bajo la tutela de un preceptor alemán encargado de enseñarle latín antes de que fuera capaz de articular cualquier palabra francesa694. De este modo, Montaigne compartirá con los antiguos romanos su propia lengua materna, y no tendrá contacto con el francés de su país hasta después de los seis En términos generales, la educación de Montaigne estará basada en los principios humanistas que su padre había adquirido a partir de su contacto con una obra de Erasmo titulada De pueris statim ac liberaliter instituendis [Sobre la enseñanza firme pero amable de los niños] (1528), en la cual el autor instaba a los preceptores a abandonar los principios pedagógicos coactivos a fin de dar lugar a una educación basada en el deseo y la propia voluntad del educando. 694 Se cree que este preceptor era el médico Gisbert Horst (latinizado Horstanus), quien, a partir del año 1548, se desempeñará como docente en el Collège de Guyene, al que el mismo Montaigne concurrirá a partir de los seis años de edad. 693 201 años695, momento en que será enviado al Collège de Guyenne, situado en la ciudad de Burdeos. Será allí donde se sentirá por primera vez como un extranjero en su propia tierra, dadas las grandes dificultades que experimentará para establecer relaciones lingüísticas.Y más tarde, en 1546, ingresará en la Facultad de Artes de Burdeos (con sede en el mismo Colegio), donde asistirá a los cursos del célebre traductor de Aristóteles, Nicolas de Grouchy, del humanista y teórico político escocés George Buchanan696, y del gran orador Marc-Antoine Muret. Luego de aquella enseñanza inicial, Montaigne estudiará derecho -según se supone, pues no hay datos concluyentes- en la ciudad de Toulouse, y una vez habilitado para oficiar como abogado, en 1555, comenzará a desempeñarse como consejero en la Cour des Aides del Périgord; cargo al que accederá en reemplazo de su tío paterno, el señor de Gaujac, y a instancias de su propio padre, quien el 1° de agosto de 1554 había sido elegido alcalde de la ciudad de Burdeos. Se desempeñará en ese ámbito los próximos quince años de su vida, extrayendo de allí valiosas experiencias humanas y filosóficas. En cuanto a las primeras, la más importante de todas tendrá que ver con Étienne de la Boétie (1530-1563), con quien Michel Eyquem mantendrá una célebre relación de amistad697; en cuanto a las segundas, la mayor lección que le proveerá su paso por los tribunales será el conocimiento del carácter contingente y arbitrario de las normas legales, lección a la que añadirá, años más tarde, algunas extraídas de su lectura de las Hipotiposis Pirrónicas de Sexto Empírico. Un tiempo después de su ingreso en el ámbito judicial, al disolverse aquella primera cámara especializada en asuntos fiscales, pasará a formar parte del Parlament de Bordeaux, en la recientemente constituida Chambre des Requêtes. Y tras la abolición de esta segunda, será trasladado a la Chambre des Enquêtes, de jurisdicción un poco más restringida, en donde se desempeñará durante los siguientes nueve años. Su experiencia parlamentaria culminará luego de los siguientes dos episodios: el 18 de junio de 1568 morirá su padre, Pierre Eyquem, dejándolo a cargo de la exclusiva administración de sus dominios señoriales698; a 695 “a| En cuanto a mí, tenía más de seis años y no entendía más el francés o el perigordino que el árabe. Y sin arte, sin libro, sin gramática ni precepto, sin látigo y sin lágrimas, había aprendido un latín tan puro como el que sabía mi maestro”. Los ensayos, I, 25, p.227. 696 Luego de haberse haber vivido durante largo tiempo en Francia, Buchanan (1506-1582) regresará a Escocia hacia 1561 y abrazará la fe calvinista. Algunos años antes de morir, será el autor de una afamada obra de carácter monarcómaco titulada De iure regni apud Scotos (1579), obra que Montaigne poseía en los anaqueles y de las que nos brinda una referencia en “Las desventajas de la grandeza”: “b| Hojeaba, apenas un mes atrás, dos libros escoceses que se enfrentan sobre el asunto [del dominio real]: el popular [Buchanan] hace al rey de peor condición que un carretero; el monárquico [Adam Blackwood, Apologia pro regibus (1581)] le coloca algunas brazas por encima de Dios en poder y soberanía”. Los ensayos, III, 7, p.1372. 697 Los trazos de está amistad tan particular, a la que había servido de preámbulo la lectura del Dicours de la servitude volontaire por parte de Montaigne, han sido presentados por el ensayista en su capítulo “De la Amitié” (I, 28). 698 En un intento por inmortalizar el propio legado paterno, Montaigne hará publicar, en enero de 1569, su traducción del Liber creaturarum de Ramón Sibiuda bajo el título La théologie naturelle. La dedicatoria de la 202 mediados del año siguiente, en julio de 1569, los miembros de la Grand Chambre rechazarán su solicitud de promoción, impidiéndole el ascenso dentro del sistema. Receloso ante esta decisión y fatigado por un trabajo que implicaba el entregar sus días al servicio de los demás, le venderá su lugar en el Parlamento a Florimond de Raemond y se retirará al seno de las doctas vírgenes, tal como lo ha dejado estampado en una de las paredes de su biblioteca. En el año de Cristo de 1571, a la edad de 38 años, en la vigilia de la calendas de marzo, el día de su cumpleaños, Michel de Montaigne, hastiado ya hace tiempo de la esclavitud del Palacio y de las tareas públicas, mientras, todavía incólume, anhela refugiarse en el seno de las doctas vírgenes, donde, tranquilo y libre de preocupaciones, atravesará finalmente la pequeña parte del trayecto que le queda por recorrer, sí los hados así se lo conceden, ha consagrado esta sede y este dulce escondrijo de sus antepasados a su libertad, tranquilidad y ocio699. Este acontecimiento marcará el nacimiento del Montaigne filósofo. Pero también como lo han puesto de manifiesto sus biógrafos durante las últimas tres décadas700- el del Montaigne diplomático. Los siguientes años lo encontrarán abocado a la redacción de sus Ensayos, cuya escritura y reescritura le insumirán muchos de sus esfuerzos hasta el mismo día de su muerte. La primera edición de la obra, que constará tan sólo de los dos primeros libros, será realizada en Burdeos, en la imprenta de Simon Millages, en 1580701, es decir, en el mismo año en que el ensayista emprenderá, como dijimos, un viaje de diecisiete meses a través de Europa occidental. Retornará a su tierra hacia finales del año 1581 para hacerse cargo de un antiguo puesto político que había sido ocupado por su propio padre, la obra está fechada el mismo día de la muerte de Pierre Eyquem, quien, habiendo recibido del humanista Pierre Bunel un ejemplar latino de la teología del catalán, había pedido a su hijo que realizara la adaptación francesa de la obra, pues encontraba en ella “un libro muy útil y apropiado” contra la novedades de Lutero. El éxito de la primera edición llevará a Montaigne a publicar una segunda, revisada y corregida, en septiembre de 1581. Y a redactar su famosa Apologie, también a pedido -aunque, en este caso, de Margarita de Valois- en la segunda mitad de la década de 1570. 699 Michel de Montaigne, “Sentencias e Inscripciones”, en Los ensayos, pp.1671-1672. Una segunda inscripción, dedicada a la memoria de La Boétie (muerto prematuramente en agosto de 1563), acompaña a la anterior: “Miserablemente privado del apoyo, tan precioso para su vida, de Étienne de La Boétie, el más dulce, agradable e íntimo de los amigos, el hombre mejor, más docto y más encantador, y ciertamente el más perfecto, que se ha visto en nuestro tiempo, Michel de Montaigne, que ansiaba que subsistiera algún recuerdo singular de su amor mutuo y de su alma agradecidísima hacia él, y no desmemoriada, en cuanto ha podido hacerlo de manera significativa, le ha consagrado este mueble erudito y extraordinario, que constituye su placer”. Ibíd., pp.16721673. 700 Ha sido PhilippeDesan, actual director de la Montaigne Studies, uno de los últimos en poner el énfasis sobre este aspecto, en su recientemente aparecida Montaigne. Une biographie politique, Paris, Odile Jacob, 2014. 701 Una segunda edición, ligeramente aumentada y modificada, será editada por Millages en 1582. En ella se destacan algunas citas de autores italianos conocidos por Montaigne durante su viaje, y una declaración de sumisión a la autoridad de la Iglesia a la que luego referiremos más ampliamente. 203 alcaldía de Burdeos, en que el rey Enrique III lo había designado en ausencia el 1° de agosto. Ocupará dicha función por dos períodos consecutivos, hasta noviembre de 1585, y será reconocido por la pericia política con la que supo mantener cierta armonía entre las diversas facciones en una región particularmente agitada por el cisma protestante. Se retirará nuevamente de la vida pública tras esos cuatro años, y en los siguientes tres redactará un nuevo libro de los Ensayos, en donde incluirá muchas reflexiones sobre su peregrinaje europeo y su experiencia política. Su obra se reeditará en París, chez Abel L’Anglier, en 1588, incluyendo no sólo este tercer libro, sino también unas seiscientas adiciones en los dos anteriores. Ese viaje a París, sin embargo, no será realizado por Montaigne con la única intención de dar a la imprenta una nueva versión de su obra, sino también para interceder en el afianzamiento de las relaciones diplomáticas entre Enrique III, ya en malos términos con los miembros de la Liga católica, y Enrique de Navarra, gobernante de aquella región en la que el ensayista nació y vivió, y huésped de su château en dos oportunidades702. Dicha estancia, además, le deparará una gran sorpresa: las noticias acerca de la admiración que le profesaba una joven llamada Marie Le Jars (1565-1645). Pasmado ante aquella devoción, Montaigne visitará a Marie en su castillo de Gournay-sur-Aronde, designándola desde ese momento bajo el rotulo de fille d’alliance. El ensayista morirá algunos años más tarde, el 13 de septiembre de 1592, dejando inconclusa una última reedición de su obra. De ella se hará cargo la propia Marie de Gournay, quien -con la ayuda del poeta Pierre de Brach (1547-1605)-, entregará a la imprenta parisina un nuevo manuscrito en 1595. He allí los trazos principales de la vida de Michel de Montaigne; quien, habiendo nacido en 1533, forma part ede lo que Peter Burke ha denominado la generación de 1530. Según indica Burke, la característica distintiva de este conjunto de intelectuales, historiadores y políticos -entre los que podríamos incluir también a Jean Bodin- consistió en ser “el primer grupo sin recuerdo del mundo anterior a la Reforma”703, es decir, en ser un grupo de pensadores cuyo principal desafío radicó en enfrentar e intentar recomponer un mundo signado por la escisión religiosa, política y militar. Michel Eyquem no sólo integró este agregado tan particular de pensadores, sino que además nació en una familia marcada en su mismo seno por la división religiosa: su padre, Pierre Eyquem, pertenecía a una estirpe de tradición católica bastante apegada al dogma; su madre Antoinette de Loupes (o Antonieta de López), por el contrario, pertenecía a una familia de judíos La primera, el 19 y 20 de diciembre de 1584; la segunda, el 22 y 23 de octubre de 1587, luego de haber derrotado al ejército real en la batalla de Coutras. 703 Peter Burke, Montaigne, Madrid, Alianza, 1985, p.9. 702 204 portugueses, o españoles, convertidos al catolicismo no más de dos generaciones atrás, pero siempre sospechados de judaizar en secreto. A esta dicotomía heredada debemos sumar también el hecho de que dos de sus hermanos -Jeanne y Thomas- adhirieron luego a la fe reformada704. En tal sentido, teniendo en cuenta aquella herencia intelectual y este particular panorama social y familiar, quizás podríamos afirmar que el ensayista supo criarse -literalmente desde la cuna- en medio de un clima ambivalente, de desmembración y tolerancia. Pues, según él mismo afirma, su familia supo caracterizarse siempre por la fraternidad y las buenas relaciones705, manteniéndose unida aún a pesar de las divergencias confesionales706. 2. Las insinuaciones de un escéptico, o las dos caras de Montaigne Il faut laisser deviner au lecteur la moitié de ce qu’on veut pour les moins, et il ne faut craindre qu’on ne nous comprenne pas; la malignité du lecteur va souvent plus loin que nous, il faut s’en remettre à elle, c’est le plus sûr. Pierre Bayle, Harangue au duc de Luxemburg. Montaigne voudrait se débarrasser de la loi religieuse et monarchique, mais il ne voit pas les possibilités de le faire. Contrairement à ce que peut-être a cru La Boétie, il ne croit pas à la possibilité d’instaurer une république à l’ancienne dans les conditions du XVIe siècle européen. Donc, s’il est républicain, c’est en un sens spirituel. Chez lui, l’exigence de liberté aristocratique et virile passe par une autre voie. Et cette voie, c’est celle qu’il ouvre en cherchant une parole qui ne soit plus la parole cicéronienne du discours assujetti aux conditions de l’intervention publique, avec toutes les contraintes de la rhétorique, mais une parole capable de produire son propre public. C’est la révolution opérée par Montaigne : alors que, dans l’éloquence antérieure, qu'elle soit religieuse, politique ou judiciaire, le public était préexistant, les Essais produisent leur propre public. Pierre Manent, Montaigne. La vie sans loi. Para obtener aun una mayor diversidad, a estos datos podríamos sumar que una de las sobrinas de Montaigne, Jeanne de Lestonnac, fundadora de la Compañía de María Nuestra Señora, será canonizada por el papa Pío XII en 1949. 705 “a| Pertenezco a una familia famosa y ejemplar de padres a hijos en lo que se refiere a concordia fraternal.”Los ensayos, I, 27, p.245 706 “Es necesario subrayar, como hacen los textos biográficos, la excepción dentro de la regla anómala impuesta por el clima bélico, la escuela de la tolerancia dentro del ámbito familiar. Para los casi hagiógrafos, la principal característica de los Eyquem-López, en una época civil religiosa que comenzó cuando el hermano mayor tenía veintidós años y el pequeño aún no tenía dos, es la profunda unidad familiar que atempera la discrepancia. Montaigne, pese a las tensiones, incluso las que sostuvo con una madre celosa de su patrimonio, se crió en una atmósfera de tolerancia religiosa”. José Miguel Marinas y Carlos Thiebaut, “Estudio Preliminar” en Diario de Viaje a Italia, Madrid, Debate, 1994, pp.xxxvi-xxxvii. 704 205 ¿Son los Essais un libro de bonne foi? Esta pregunta, crucial para ensayar una interpretación sobre las prácticas escriturales y políticas de Montaigne, es la que intentaremos responder -con extrema cautela, claro- a lo largo de este segundo apartado. Una de las sospechas fundamentales sobre la que se sostiene nuestra indagación es la siguiente: más allá de aquellas innegables afirmaciones que han contribuido a convertir al perigordino en un representante del conformismo político, o incluso del conservadurismo707, quizás sea posible hallar en sus textos algunas sugerencias e insinuaciones que, leídas con atención, podrían posicionar a este escéptico en los albores de una práctica de escritura en la que la figura de un lecteur suffisante asumirá un rol protagónico. Esta práctica, indicamos de manera preliminar, podría caracterizarse por un decir a medias, por un decir inconcluso, vacilante, discordante708; un decir en el que las opiniones menos tradicionales serán mixturadas con aquellas más usuales y corrientes; en el que las mercancías prohibidas serán ingresadas de contrabando709 en el puerto de la 707 Trazando una genealogía de esta interpretación conservadora, quizás podríamos retrotraerla hasta la clásica obra de Fortunat Strowski, Montaigne, Paris, Felix Alcan Éditeur, 1906, pp.301-312. Sin embargo, también resulta necesario señalar que esta interpretación es tan sólo una de las muchas posibles: en cierta consonancia con Strowski, Max Horkheimer (“Montaigne y la función del escepticismo”, 1938) declaró a Montaigne un tenaz conservador del orden establecido, enemigo acérrimo de cualquier revolución. Otros estudiosos, en cambio, consideraron que si bien Montaigne fue un filósofo políticamente moderado, también fue un férreo defensor de la libertad negativa.En tal sentido, podríamos señalar a David Lewis Schaefer, quien en su The Political Philosophy of Montaigne (1990) vio en nuestro ensayista a un precursor de la ideología liberal que encontraría una de sus más claras manifestaciones en el siglo XIX, con pensadores como John Stuart Mill. Más acá, es decir, más cerca de una consideración progresista del perigordino, podríamos referir las consideraciones del propio Jordi Bayod, quien, como vimos, nos invita a pensar en un Montaigne incitador de rebeliones intelectuales. Y, en consonancia con ellas, aunque con un tono más arriesgado, podríamos señalar la tesis que sostuvo Arthur-Antoine Armingaud en su texto “Le Discours de la servitude volontaire. La Boétie et Montaigne” (1904), y que actualmente ha sido retomada por Daniel Martin en su “Montaigne et son cheval ou Les sept couleurs «De la servitude volontaire»” (1998), tesis según la cual sería Montaigne, y no Étienne de la Boétie, el autor de los pasajes más importantes y provocadores del Discurso sobre la servidumbre voluntaria (ca.1548). 708 Si bien nuestra hipótesis de lectura mantiene un vínculo innegable con la concepción del “arte de escribir” forjada por Leo Strauss (La persecución y el arte de escribir, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 2009), también es cierto que nuestra perspectiva no es del todo compatible con la suya. De hecho, siguiendo una consideración realizada por Jean-Pierre Cavaillé (“Pierre Charron, ‘disciple’ de Montaigne et ‘patriarche des prétendus esprits forts’”, Montaigne Studies, XIX, 1-2, University of Chicago, 2007, p.32, n.10), creemos que tanto aquellos que niegan las ideas esotéricas como aquellos que pretenden develarlas incurren en una misma falta: la de suponer una doctrina homogénea y coherente -incurriendo en el mito de la coherencia, diríamos en términos de Quentin Skinner-, dejando de lado las tensiones, dificultades, contradicciones e irresoluciones propias de los textos. Teniendo eso en cuenta, lo que aquí nos interesa remarcar en los escritos de Montaigne es precisamente este carácter fragmentario, indeciso y discordante, pues quizás sean esas grietas textuales, esas ideas dichas a medias, las que habiliten una lectura cuyas conclusiones trasciendan los límites atravesados por el propio escritor. Asimismo, en relación con las posibilidades de realizar una lectura “straussiana” de los Essais, las posiciones son diversas, e incluso antagónicas: por ejemplo, mientras que Philippe Desan considera que tal práctica sería “abusiva y errónea” (“Le libertinage des Essais”, Montaigne Studies, XIX, 1-2, University of Chicago, 2007, p.28), Edwin Curley -aun reconociendo que “muchos estudiosos de Montaigne encontrarán esta lectura repugnante”- la realiza con interesantes resultados en su artículo “Skepticism and Toleration: the case of Montaigne”, Oxford Studies in Early Modern Philosophy, Oxford, 2005, v.2, pp.1-33. 709 Es François de La Mothe Le Vayer, escéptico libertino de siglo XVII, quien sugiere explícitamente esta idea: “La liberté de mon stile mesprisant toute contrainte, et la licence de mes pensées purement naturelles, sont 206 ortodoxia, ocultas en medio de un mar de palabras de apariencia piadosa e inocua; un decir construido en base a ironías, evasivas y subterfugios; un arte de escritura, finalmente, en la que cercanía y la amistad -e incluso la complicidad- entre quien anota y quien lee alcanzarán un valor sin precedentes, y en el que el escepticismo, despreocupado ya por mantener fidelidades con las diversas escuelas u orientaciones clásicas710, se convertirá poco a poco en una herramienta de combate contra los prejuicios de la opinión común. Creemos, además, que este análisis en torno a la escritura y el escepticismo nos brindará bases más sólidas a la hora de intentar fundamentar nuestra propia interpretación de la actitud intelectual -ética y política- asumida por Montaigne frente a los conflictos interconfesionales. Dicho esto, vayamos a nuestro tema e intentemos responder a la pregunta inicial. En el prefacio de sus Ensayos, en donde interpela directamente a sus potenciales lectores, Michel de Montaigne realiza -según la interpretación que intentaremos esbozar- dos afirmaciones clave acerca del sentido que atribuye a la publicación de sus pensamientos. Dichas aserciones abren y cierran, respectivamente, el prólogo del autor. En la primera afirma: “a| Lector, éste es un libro de buena fe”; en la segunda: “a| Así, lector, soy yo mismo la materia de mi libro”711. Ahora bien, ¿cuál es el significado que puede asignarse a estas dos breves frases inaugurales? La respuesta es simple, pues, según puede inferirse de su conjunción, los Ensayos pretenden erigirse en un libro que diga la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad acerca de quién lo escribe; es decir, en un libro que represente -o más bien, que presente712- de cuerpo entero, o, mejor dicho, en cuerpo y alma, el retrato de su autor. Un retrato que no oculte nada de sí, ni las virtudes más encomiables ni los vicios más vergonzosos. En efecto, si tomamos en cuenta el concepto de jurídico de “buena fe” aujourd’huy des marchandises de contre-bande, et qui ne doivent estre exposes au public”. Dialogues faites à l’imitation des anciens, Paris, Fayard, 1988, p.11 710 Nos referimos en particular al escepticismo pirronismo y al escepticismo académico. Si bien este último, por sus propios orígenes socrático-platónicos, quizás podría ser caracterizado bajo el concepto de escuela (hairesis), existen serias dificultades para referir al pirronismo bajo esa modalidad; es por ese motivo que preferimos el concepto de orientación (agogé). Al respecto, pueden consultarse las observaciones realizadas recientemente por Ramón Román Alcalá (“La invención de una escuela escéptica pirrónica y radical”, Revista de Filosofía, Vol. 37, núm.2 (2012), pp.111-130), y también el prólogo de Pierre Pellegrin a su traducción francesa de las Esquisses pyrrhoniennes (Paris, Éditions du Seuil, 1997, pp.9-45). 711 Los ensayos, “Al lector”, p.5. 712 Jesús Navarro Reyes ha analizado con cierto detalle la evolución del concepto de lector a lo largo de sucesivas ediciones de los Ensayos. Según su mirada, el texto de Montaigne, originalmente destinado sólo a la consulta de parientes y amigos, irá ampliando paulatinamente sus destinatarios. Así, poco a poco, irá perdiendo su carácter “doméstico y privado” para convertirse en un texto cuyo lector potencial no es otro que todo aquel que pueda caer bajo l’humaine condition. En el mismo sentido, los Ensayos dejarán de ser un mero recordatorio de su autor, una representación textual de una corporalidad, para convertirse en un texto de presentación; el lector lejano, que no ha tenido ya la posibilidad de conocer a Montaigne en persona, sólo dará con él a través de sus Essais. Por otra parte, si bien coincidimos en la creciente universalización del discurso de Montaigne -la que lo ha convertido en un clásico de la literatura-, nuestra interpretación difiere en parte con la de Navarro. Pues, al mismo tiempo en que muchas de las ideas de los Ensayos son recibidas por un público muy amplio, algunas de ellas, las más radicales y heterodoxas, serán sólo reapropiadas por un reducido grupo de lectores. 207 que Cicerón expone en su De Officiis, y que Montaigne conocía tanto mejor que nosotros, nos encontramos con una disposición del derecho romano que ordena “que el vendedor advierta [al comprador] todas las faltas que conoce en aquello que vende”713. Es el propio Montaigne quien, a mitad de camino entre aquellas dos declaraciones iniciales, reafirma esta misma idea, asegurando que mediante la edición de sus escritos no ha buscado alcanzar ni la fama ni la fortuna, ni ha intentado dotarse a sí mismo de un falso prestigio o de una apócrifa reputación: a| No he tenido consideración alguna ni por tu servicio ni por mi gloria. Mis fuerzas no alcanzan para semejante propósito… Si [este libro] hubiese sido [escrito] para buscar el favor del mundo, me habría adornado mucho mejor, con bellezas postizas. Quiero que me vean en mi manera de ser simple, natural y común, sin estudio ni artificio. Porque me pinto a mí mismo… [Y] de haber estado entre aquellas naciones que, según dicen, todavía viven bajo la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, te aseguro que me hubiera gustado muchísimo pintarme del todo entero y del todo desnudo714. Mal que le pese, Montaigne no ha tenido la fortuna de nacer y vivir entre los tupinambás del litoral brasileño; por el contrario, le ha tocado -según la mirada que el ensayista nos brinda de su propia realidad- la desgracia de habitar en medio de una civilización en la que las reglas de la civilidad pedantesca han llegado a ser virtudes cardinales. La Francia de Montaigne es la de esos maestros de escuela que carecen de toda otra cualidad que no sea libresca, y que ocultan sus inepcias detrás de una elegante toga y resonantes máximas latinas715. El ensayista vive en una época en la que lo útil y lo honesto han bifurcado sus caminos irremisiblemente, en la cual el arte del disimulo y la razón de Estado han pasado a desempeñar un rol insustituible en el sostenimiento de la sociedad política716. Una época, finalmente, en la que la mentira parece haber dejado de ser concebida como ese pernicioso vicio que socava los vínculos humanos para convertirse en Cicerón, Los oficios, Madrid, Espasa Calpe, 2003, III, XVI, p.141. Los ensayos, “Al lector”, p.5. 715 Montaigne se encargará de denunciar ampliamente a lo largo de toda su obra este vicio manierista que corroe a su cultura. En particular, el capítulo 24 del libro I, titulado “La pedantería”, es un ejemplo muy elocuente de las consideraciones del ensayista respecto de esta cuestión. 716 Una breve sentencia del capítulo “Lo útil y lo honesto” ha de servir para ilustrar esta afirmación: “b| En estos tiempos ni siquiera la inocencia podría negociar sin disimulo, ni discutir sin mentira”. Los ensayos, III, 1, p.1187. En tal sentido, puede decirse que el presunto tacitismo de Montaigne, tópico también central en las reflexiones de Nicolás Maquiavelo, ha dado lugar a interminables discusiones. Para considerar algunas de las posiciones mantenidas por los estudiosos, pueden verse, por ejemplo, Robert Collins, “Montaigne’s Rejection of Reason of State in «De l’utile et de l’honneste»”, Sixteenth Century Journal, vol. 23, n. 1, 1992, pp. 71-94; Sergio Cardoso, “Trois points de repère et trois ‘avis au lecteur’ du III, 1”, Coloque du Centenaire de la Societe des amis de Montaigne (SIAM), Université de Toulouse-Le Mirail, 6-8 juin 2012, pp.1-9, y Doug Thompson, “Montaigne’s political education: raison d’État in the Essais”, History of political thought, XXXIV, 2, Summer 2013, pp.195-224. 713 714 208 un hábil instrumento de poder. Sabemos también, como ya lo hemos indicado en varias ocasiones a lo largo de estas páginas, que el preciso momento en el que vivió Montaigne fue quizás el más agitado de toda la historia europea en términos teológico-políticos. El siglo XVI fue, a la vez que el siglo del “otoño del Renacimiento”717, el siglo de la Reforma; esto es, el siglo en el que guerras fratricidas conducidas y ejecutadas en nombre de Dios, y so pretexto de piedad y religión, desangraron desde el interior a la Francia natal de nuestro ensayista. Ahora bien, en ese contexto político e intelectual, agravado incluso por el accionar de una incipiente Inquisición -que tras el concilio de Trento (1545-1563) comenzará a ejercer cada vez mayor presión sobre las opiniones y actos individuales-, ¿cuáles son los límites del decir honesto? ¿Qué puede decirse sin peligro? ¿Qué debe callarse? ¿Cuáles son las mercancías prohibidas en el puerto de la ortodoxia? Y teniendo todo esto en cuenta, ¿puede acaso ignorarse la regla de comportamiento a la que referirá algunas décadas más tarde el Descartes de las Cogitationes Privatae718? ¿Es acaso posible pasar por alto aquella otra afamada máxima de Tácito respecto de la rareza de los tiempos en la que todo puede ser pensado, e incluso dicho719? Parece cierto, o al menos probable, que no todos los pensamientos habrán de ser igualmente bienvenidos en las tierras de la opinión común. Y Montaigne bien sabe, luego de la emblemática persecución de la que fue objeto Miguel Servet, y de la miseria que le sobrevino a quien oficiara de su defensor, que las opiniones poco ortodoxas -en particular en materia teológica y política- pueden llevar a quienes las sostengan a sufrir una muerte trágica y dolorosa, o una vida plagada de penurias. Sabe además, que “a| la valentía tiene sus límites, como todas las demás virtudes”720, y que la “a| ley de la resolución y de la firmeza no implica que no debamos protegernos, en la medida de nuestras fuerzas, de los males e infortunios que nos amenazan, ni, por consiguiente, que no debamos tener miedo de que nos sorprendan. Al La expresión pertenece a William Bouwsma (El otoño del Renacimiento, Barcelona, Crítica, 2001 [2000]), quien, a su vez, la ha tomado del excelente estudio realizado por Johan Huizinga: El otoño de la Edad Media, Madrid, Alianza, 1982 [1919]. 718 “Ut comœ di, moniti ne in fronte apparent pudor, personam induunt; sic ego, hoc mundi theatrum conscensurus, in quo hactenus spectator existi, larvatus prodeo”. [Como los actores que, para representar su papel, utilizan máscaras que ocultan su rostro ruborizado; así yo, al subir a escena en el teatro del mundo, en el que hasta este punto he sido espectador, me presento enmascarado]. René Descartes, Cogitationes Privatæ, AT X 213,4-6. 719 “Rara temporum felicitate, ubi sentire quae velis, et quae sentias dicere licet”. [La rara felicidad de los tiempos en los que está permitido pensar lo que se quiera y decir lo que se piensa]. Tácito, Histoire, I, 1. Como hemos indicado, la influencia de Cornelio Tácito en Montaigne ha sido sumamente debatida, y las consideraciones que el propio ensayista nos ha legado respecto de las lecciones de este historiador romano son muy sugerentes. Y muy adecuadas -según sostiene- para su propio momento histórico: “[La Historia de Tácito] no es un libro para leer, es un libro para estudiar y aprender; está lleno de sentencias razonables y no tanto. Es un semillero de razonamientos éticos y políticos para provisión y edificación de quienes ocupan algún rango en el gobierno del mundo… Su servicio es más apropiado para un Estado turbado y enfermo, como es el nuestro actual. Diríamos a menudo que nos describe y que nos reprende”. Los ensayos, III, 8, p.1405. 720 Los ensayos, I, 14, p. 67. 717 209 contrario, cualquier medio honesto para defenderse de las desgracias es no sólo lícito, sino loable”721. Teniendo en consideración todas estas cuestiones, cabría preguntarse una vez más cuál es el significado que podemos atribuir a otra afirmación -también crucial, a nuestros ojos- que Montaigne desliza en aquel mismo aviso «Al lector». En ella, el perigordino insiste en que a lo largo de los Ensayos “[sus] defectos se leerán al natural, [sus] imperfecciones y [su] forma genuina en la medida en que la reverencia pública [se] lo ha permitido”722. ¿Cuáles son los límites de esa reverencia? ¿Cuáles son las fronteras que el decoro público han impuesto a este afán del ensayista por presentarse ante los demás sin estudio ni artificio? ¿Cuán cerca -o cuán lejos- está del mundo francés tardo renacentista la posibilidad de mostrarse ante los lectores por entero y al desnudo, como si fuera un habitante originario de los pueblos France Antarticque723? ¿Cuántas máscaras ha debido portar Montaigne para cumplir con respetabilidad las reglas del civismo y de las buenas maneras aceptadas a su alrededor? En ese contexto, ¿puede seguir concibiéndose a los Ensayos como un libro escrito bajo una estricta bonne foi, en el cual es posible encontrar claramente explicitas todas las ideas y opiniones de Montaigne? ¿No nos es legítimo, acaso, dudar al menos un ápice de esta honestidad brutal? Y si el planteo de esa duda nos es permitido, ¿podríamos considerar a Montaigne como a un pensador con -al menos- dos caras?, ¿podríamos entenderlo como a un pensador de la trastienda, que se ha servido de ironías, sugerencias e insinuaciones para dar cuerpo a algunas ideas de escaso vínculo con las opiniones oficiales de los censores del Sacro Palazzo724? Según la lectura que intentamos ensayar, no resulta descabellado pensar que Montaigne haya al menos entrevisto esta posibilidad: “a| Debemos reservarnos una trastienda del todo nuestra, del todo libre, donde fijar nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad”725, nos dice algunos años antes de redactar aquel prefacio dirigido al lector. De eso se trata, parece insinuar; de apropiarse de una arrière-boutique que sea total y completamente privada, en la cual poder expresar, sin peligros y sin miramientos, los pensamientos menos corrientes, las ideas más audaces, las conclusiones Los ensayos, I, 12, p.62. Los ensayos, “Al lector”, p.5. Hemos modificado los pronombres (“mis” por “sus”; “mi” por “su”; “me” por “se”) con el único fin de mantener la coherencia de nuestro propio texto. 723 En noviembre de 1555, una expedición francesa al mando de Nicolas Duran de Villegagnon se había establecido en la bahía de Guanabara (actualmente Río de Janeiro) con el objetivo de fundar una colonia denominada “France Antarctique”. Alrededor de esa bahía habita la tribu de los tupinambás, es decir, “los caníbales” de Montaigne. 724 La particular relación de Montaigne con los censores de Roma ha sido largamente estudiada, y a ella referiremos con mayor detalle en nuestros apartados finales. Al respecto, véase, entre otros, Malcolm Smith, Montaigne and the Roman Censors, Géneve, Droz, 1981. 725 Los ensayos, I, 38, p.327. 721 722 210 más intrépidas. Aquellas sólo trasmisibles a un pequeño número de personas, de hombres de entendimiento, capaces de entenderlas, e incluso de tolerarlas. El sabio, según lo describe el propio Montaigne, es aquel hombre de entendimiento que además de poseer buenas disposiciones naturales ha logrado pulir sus ideas a través del estudio y de la reflexión726. Es, además, quien conoce en detalle cuán peligrosa e intolerante puede llegar a ser la turba de hombres que deja arrastrarse a diestra y siniestra por todas las pasiones existentes727, y quien sabe de los peligros que corre quien enfrente esa turba. En una palabra, el sabio sabe disimular. Conoce la importancia de actuar exteriormente como la mayoría, conformando sus hábitos a las disposiciones del país en el que le ha tocado nacer, y de reflexionar interiormente como una pequeña fracción de individuos, gozando de esta “libertad aristocrática y viril” de las nos habla Pierre Manent: a| el sabio debe por dentro [au dedans] separar el alma de la multitud, y mantenerla libre y capaz de juzgar libremente las cosas; pero, en cuanto al exterior [au dehors], debe seguir por entero las maneras y formas admitidas. A la sociedad pública no le incumben nuestros pensamientos; pero lo restante, como acciones, trabajo, fortuna y vida, debemos cederlo y entregarlo a su servicio y a las opiniones comunes728. 726 Esta imagen del sabio -u homme clairvoyant- es, en realidad, la descripción que Montaigne hace de su difunto amigo Étienne de La Boétie: “a| Y el más grande hombre que he conocido en persona, quiero decir en cuanto a cualidades del alma, y el mejor nacido, era Étienne de la Boétie. Era un alma plena y mostraba un buen semblante en todos los aspectos; un alma al viejo estilo, y habría producido grandes acciones de haberlo querido su fortuna, pues había añadido mucho a su rico [modo de ser] natural mediante la ciencia y el estudio”. Los ensayos, II, 17, p.995. Y es el propio La Boétie -vindicado en otro pasaje de los Ensayos como un lecteur suffisante de Plutarco (II, 25, p.200)- quien define a los hombres de entendimiento con palabras muy semejantes a las que el ensayista le dedica a modo de homenaje: “[S]iempre habrá algunos que, más audaces e inspirados que los demás, sienten el peso del yugo y no pueden dejar de sacudírselo; algunos que no se habitúan nunca al sometimiento y siempre y sin cesar (al igual que Ulises buscando por tierra y por mar volver a ver el humo de su hogar) recuerdan sus derechos naturales y están prestos a reivindicarlos en todas las ocasiones. Ellos tienen puro el entendimiento y clarividente el espíritu; no se conforman, como los ignorantes embrutecidos, con ver lo que se halla bajo sus pies, sin mirar atrás ni adelante; al contrario, recuerdan cosas pasadas para mejor juzgar el presente y prever el porvenir. Son ellos los que, teniendo ya el espíritu bien formado, lo cultivaron también con el estudio y el saber”. Discurso de la servidumbre voluntaria, Buenos Aires, Las Cuarenta, 2010, p.41. 727 “a| Compara con el [sabio] la turba de los hombres de nuestro tiempo, estúpida, baja, servil, inestable, fluctuando continuamente en la tempestad de las diversas pasiones, que la trasiegan hacia aquí y hacia allá; dependiente por completo de lo ajeno. Hay más distancia que del cielo a la tierra”. Los ensayos, I, 42, p.381. 728 Los ensayos, I, 22, pp.143-144. En efecto, según la hipótesis que estamos intentando ensayar, quizás podríamos entender a Michel de Montaigne como a un defensor sigiloso de la posición que asumirán ya explícitamente los libertinos eruditos durante el siglo XVII, y cuya síntesis se encuentra en la célebre frase que Gabriel Naudé tomará de Cesare Cremonini: Intus ut libet, foris ut moris est [Adentro como te plazca, afuera como sea la costumbre]. Del mismo modo, tal vez podríamos catalogar al ensayista como a un perspicaz lector de los Adagia de Erasmo, en donde el de Rotterdam sostiene Loquendum esse ut multi, sed sentiendum vero ut pauci [Hay que hablar como los muchos, pero opinar verdaderamente como los pocos]. Sobre la relación entre Montaigne y los libertinos, véase Les libertines et Montaigne (Montaigne Studies, XIX, 1-2, University of Chicago, 2007); respecto de la actitud filosófica y política asumida por los libertinos eruditos, véase René Pintard, Le libertinage érudit dans la primère moitié du XVII e siècle, Paris, Boivin Editeurs, 1943, 2 vols. 211 Para lograr ese objetivo, para alcanzar esa libertad de pensamiento y de juicio, la trastienda se convierte en un lugar estratégico. Y Montaigne la posee. Su biblioteca, ubicada en el tercer piso de la torre de su castillo señorial, asume un rol fundamental en esta historia. Ella otorga un sustento físico, una materialidad ineludible, a la interpretación que aquí estamos ensayando. Y acerca de ese íntimo espacio, Montaigne afirma: c| Paso ahí la mayor parte de los días de mi vida, y la mayor parte de las horas del día… Mi casa, en efecto, está encaramada en una colina, como dice su nombre, y no tiene pieza más aireada que ésta, que me agrada porque su acceso es un poco difícil, y porque está algo apartada, tanto por el provecho del ejercicio como por alejar de mí a la multitud. Aquí tengo mi morada. Intento adueñarme de ella por completo, y sustraer este único rincón a la comunidad conyugal, filial y civil… ¡Qué miserable es, a mi juicio, quien no tiene en su casa un lugar donde estar a solas, donde hacerse privadamente la corte, donde esconderse!729 Montaigne gusta de la soledad, gusta de la vida retirada y de las reflexiones incisivas acerca de sí mismo y de la condición humana. Pero también es cierto que la imagen del ensayista ermitaño hace tiempo que ha sido dejada de lado. Géralde Nakam ha mostrado suficientemente cuán equivocada era esa mítica representación730. En efecto, podemos afirmar que Montaigne fue, a la vez que un excelso conocedor de Séneca y Plutarco, un destacado actor en los asuntos de su tiempo, siendo, como vimos, alcalde por dos períodos consecutivos de la ciudad de Burdeos. Lo que nos conduce hacia otra consideración de relevancia: aun cuando Montaigne señale que -debido al riesgo que se corre- prefiere eludir las reflexiones acerca de los asuntos presentes731, y aun cuando afirme ser para sí mismo “su física y su metafísica”, está claro que sus escritos no sólo refieren unívocamente a su persona, a la manera de una autobiografía, sino que representan también una lúcida Los ensayos, III, 3, p. 1237. Las cursivas son nuestras. Dos son las obras más importantes que Géralde Nakam ha escrito al respecto: Montaigne et son temps, les evenements et les Essais (Paris, Nizet, 1982) y Les Essais de Montaigne, miroir et proces de leur temps: Temoignage historique et creation litteraire (Paris, Honore Champion, 2001). Algunas de estas mismas ideas, dijimos antes, serán reactualizadas en la reciente biografía de Philippe Desan. 731 “b| Me parece menos arriesgado escribir sobre cosas pasadas que sobre las presentes, pues el escritor sólo ha de rendir cuentas a una verdad tomada a préstamo. Algunos me incitan a escribir sobre los asuntos de mi tiempo, juzgando que los veo con una mirada menos afectada por la pasión que los demás, y desde más cerca, por el acceso que la fortuna me ha brindado a los jefes de diferentes facciones. Pero no dicen que, por gloria de Salustio, yo no haría este esfuerzo -enemigo jurado como soy de toda obligación, asiduidad y constancia-; que nada hay tan contrario a mi estilo como una narración extensa… [y] que al ser mi libertad tan libre, habría publicado juicios, incluso para mi gusto y desde el punto de vista de la razón, ilegítimos y punibles”. Los ensayos, I, 20, pp.124-125. 729 730 212 reflexión acerca de muchos tópicos centrales para la filosofía, e incluso se entrometen en álgidos debates políticos y teológicos732. Es por todo ello, y por algunas otras consideraciones del propio Montaigne que todavía podríamos sumar, que aquí nos hemos permitido forjar la hipótesis según la cual cabría pensar que, a sabiendas de las amargas experiencias individuales que puede ocasionar una expresión excesivamente intrépida, e, incluso, de los profundos inconveniente políticos que podrían producir dichas ideas en manos de quienes son incapaces de moderar sus afectos, el perigordino se ha contentado con sembrar en sus Ensayos ciertas semillas “de una materia más rica y más audaz”733. Montaigne parece haber inscrito en sus libres ejercicios de reflexión ciertos guiños, ciertas señas, ciertas marcas de sentido capaces de habilitar una lectura menos apegada a la letra. Sus Ensayos, creemos entender, quizás posean un sentido íntimo, velado, sólo abierto a los lectores sagaces, a un pequeño y selecto grupo de los hombres de entendimiento. Esel mismo Montaigne, en efecto, quien parece reafirmar nuestra tesis: b| Ahora bien, en la medida que el decoro me lo permite, hago notar aquí mis inclinaciones y afectos; pero con más libertad y de más buena gana por mi boca a cualquiera que desee informarse sobre ello. En cualquier caso, en estas memorias, si se mira bien, se encontrará que lo he dicho todo, o indicado todo. Lo que no puedo expresar, lo señalo con el dedo: Verum animo satis haec uestigia parua sagaci / sunt, per quae possis cognoscere caetera tute.734 Él, que ha realizado esa misma experiencia en incontables ocasiones735, que ha forjado su propio texto a partir de la relectura y reapropiación de los autores clásicos736, 732 Como señala Jordi Bayod: “El escritor que afirma no tratar sino de sí mismo…, habla en verdad de todo lo divino y de todo lo humano, si bien lo hace casi siempre como quien se limita a registrar sus pensamientos y opiniones”. Jordi Bayod Brau, Op. cit., pp. XXXII-XXXIII. 733 “c| Sé muy bien, cuando oigo a alguien que se detiene en la lengua de los Ensayos, que preferiría su silencio. Con eso, más que realzar las palabras, se rebaja el sentido, de manera tanto más irritante cuanto más oblicua. Sin embargo, me equivoco si son muchos los que ofrecen más cosas que aprovechar en cuanto a materia, y, sea como fuere, mal o bien, si algún escritor la ha sembrado mucho más sustancial, o al menos más tupida, en su papel. Para introducir más, amontono solamente los inicios. Si añadiera su desarrollo, multiplicaría muchas veces este volumen. ¡Y cuántas historias he esparcido que dicen palabra, con la cuales, si alguien quiere escrutarlas con un poco de esmero, producirá infinitos ensayos! Ni ellas ni mis citas se limitan siempre a servir de ejemplo, autoridad o adorno. No las miro sólo por el provecho que saco de ellas. Llevan con frecuencia, al margen de mi asunto, la semilla de una materia más rica y más audaz, y con frecuencia, al sesgo, un tono más delicado tanto para mí, que no quiero en ese lugar expresar más, como para quienes coincidan con mi materia.” Los ensayos, I, 39, pp.341-342. 734 Los ensayos, III, 9, p.1465. Las cursivas son nuestras. La cita latina pertenece a Lucrecio: “Pero a un espíritu sagaz le bastan estos pequeños vestigios, mediante los cuales podrá conocer todo el resto.” Lucrecio, De rerum natura, I, 402-403. 735 “Yo he leído en Tito Livio cien cosas que otro no ha leído. Plutarco ha leído cien aparte de las que yo he sabido leer y aparte, acaso, de lo que el autor había registrado”. Los ensayos, I, 25, p.200. 213 que ha propuesto en base a la práctica de la libertad del juicio toda una novedosa pedagogía737, sabe que “el lector capaz [lecteur suffisante] descubre a menudo en los escritos ajenos otras perfecciones que las que el autor ha puesto y ha advertido en ellos y les presta sentido y aspectos más ricos”738. Se genera de este modo una suerte de complicidad entre quien escribe sirviéndose de ironías, insinuaciones y conclusiones discordantes, y quien ejercita una lectura sagaz y atenta. “b| La mitad de la palabra pertenece a quien habla, la otra mitad a quien escucha”739, afirma el ensayista, y esta breve proposición revela en este contexto un novedoso sentido. El texto queda incompleto, trunco, sin aquel destinatario capaz de actualizar y completar su significado, sin aquel que aporta la otra mitad, sin aquel que puede develar el reverso de la ironía, de convertir las insinuaciones en ideas, de gestar conclusiones en base a las sugerencias. Es éste, y sólo éste, el que ha alcanzado a comprender la verdadera potencia de la palabra escrita. Los Ensayos tienen la particularidad de “crear su propio público”, nos ha dicho Pierre Manent. Se trata de un público selecto, acotado, con el que Montaigne sólo se comunica a través de insinuaciones y sigilosos susurros. Al resto, a todos los demás, a aquellos que sólo frecuentan sus escritos sin la perspicacia del lector atento, el autor les dice tan sólo aquello que desean escuchar, o, a mejor decir, aquello que son capaces de tolerar. Montaigne enarbola un discurso público del mismo modo en que asume una actitud pública. La política, al igual que la palabra explícita, implica para el ensayista un compromiso inapelable con las leyes y las costumbres instituidas. El trascender ese límite, al menos de forma abierta y desembozada, no sólo constituye un riesgo para quien hace explicitas las ideas, sino también para la sociedad política en su conjunto. Pero, por otra parte, del mismo modo en que sugiere privadamente -y si es posible por medio de su boca740- algunas ideas poco usuales al lecteur suffisante, Montaigne asume también una actitud privada: si el del afuera [dehors], el de la política, es el ámbito de la obediencia, el del adentro [dedans], el de la ética y el pensamiento, es el ámbito propio de la libertad. Allí ya no hay peligro; allí todo puede ser compartido, dicho o debatido; allí ya no subsisten ni 736 En relación a este ejemplo de reapropiación, y al ejercicio que a través de él Montaigne incita a realizar al lector, Michel Butor señala lo siguiente: “al igual que él [Montaigne] sabe hacer suyas las citas que tomaba prestadas a los autores de la antigüedad, nos invita a hacer nuestras sus propias sentencias”. Essais sur les Essais, Paris, Gallimard, 1968, p.216. La traducción es nuestra. 737 A este novedoso método pedagógico referiremos con mayor detalle en el último de nuestros apartados, cuando analicemos el capítulo titulado “La formación de los hijos” (I, 25). 738 Los ensayos, I, 23, p.157. 739 Los ensayos, III, 13, p.1626. 740 No podemos olvidar aquí que Montaigne ha dedicado un capítulo completo a reflexionar sobre “El arte de conversar” (III, 8), ni que supo encontrar en dicho arte una de las actividades más provechosas para la condición humana. 214 los compromisos políticos, ni los civiles, ni los religiosos. Allí cada cual puede actuar como le plazca, siempre y cuando ajuste sus formas exteriores a las leyes establecidas. Dicho todo esto, podemos finalizar este apartado reafirmando nuestra tesis: sería posible establecer un vínculo entre este modo tan particular de escritura cifrada que - según nuestra mirada- Montaigne adopta en los Ensayos, y la actitud que el propio perigordino parece haber asumido frente a los conflictos interconfesionales. Así, del mismo modo en que adoptará una actitud pública de suma cautela, oponiéndose -por estrictos motivos políticos- a las innovaciones propiciadas por la Reforma, Montaigne también será capaz de abrirse a una infinidad de experiencias privadas, experiencias en las cuales el contacto con la alteridad -étnica, política, religiosa- será una de las premisas cardinales. A partir de ellas, el reconocimiento de la diversidad, como condición inherente de la naturaleza, se convertirá en una conclusión necesaria. 3. Ni güelfo ni gibelino Je ne sais pas m’engager si profondément et si entier. Quand ma volonté me donne à un parti, ce n’est pas d’une si violente obligation, que mon entendement s’en infecte. Aux présents brouillis de cet état, mon intérêt ne m’a fait méconnaître ni les qualités louables en nos adversaires, ni celles qui sont reprochables en ceux que j’ai suivi. Ils adorent tout ce qui est de leur côté : moi je n’excuse pas seulement la plupart des choses que je vois du mie. Un bon ouvrage ne perd pas ses grâces pour plaider contre ma cause. Hors de les noed du débat, je me suis maintenu en équanimité, et pure indifférence… J’accuse merveilleusement cette vicieuse forme d’opiner : «Il est de la Ligue, car il admire la grâce de monsieur de Guise», «L’activité du Roi de Navarre l’étonne, il est Huguenot», «Il trouve ceci à dire aux mœurs du Roi, il est séditieux en son cœur». Montaigne, Essais, III, 10. Hacia el final de su vida, aludiendo metafóricamente a la disputa mantenida por papistas y antipapistas en la Italia del siglo XII y en referencia a las guerras de religión que asolaban desde varias décadas atrás a su Francia natal, Montaigne describirá su propia situación personal del siguiente modo: b| Caí en las desgracias que la moderación acarrea en tales enfermedades. Me zurraron por todas partes. Para el gibelino, yo era güelfo; para el güelfo, era gibelino. La situación de mi casa, y el trato con los hombres de mi vecindad, me presentaban con una apariencia; mi vida y mis acciones, con otra. No me lanzaban acusaciones, pues no había por donde atacarme - 215 jamás me aparto de las leyes-; y si alguien me hubiera investigado, me habría tenido que dar explicaciones él. Eran sospechas mudas que circulaban bajo mano, en las cuales nunca falta verosimilitud en una mezcolanza tan confusa -como tampoco faltan espíritus envidiosos o ineptos741. A partir de esta referencia, la posición que intentaremos defender a lo largo de este tercer apartado es la siguiente: más allá de su explícita y pública adscripción al catolicismo, el ensayista perigordino parece haber pretendido erigir y sostener un posicionamiento equidistante respecto de las dos facciones en pugna. Con el objetivo de defender este postulado, el camino que habremos de recorrer será el siguiente: en primer lugar repasaremos las críticas que Montaigne realiza a aquellos que, so pretexto de celo religioso, intentan introducir un sinnúmero de reformas políticas (reformas que implican, además, un incierto éxito futuro y un indudable perjuicio presente); en segundo, intentaremos develar algunos de los fundamentos filosóficos sobre los que se sostiene la posición políticoreligiosa de Montaigne. Allí repasaremos el modo en que interpreta, reactualiza y utiliza el escepticismo que Sexto Empírico presenta en sus Hipotiposis Pirrónicas; en particular, el modo cómo interpreta y pone en práctica el criterio de observación vital que, según Sexto, regía el comportamiento de los pirrónicos. Luego de dicho análisis, finalmente, esperamos estar en condiciones de fundamentar por qué creemos que la posición pública que Montaigne asume frente a los conflictos religiosos de su época podría ser catalogada como escéptica. O, a mejor decir, como un catolicismo sin dogma. 3.1. Reforma religiosa y crisis política “Sobre la religión de Montaigne se ha dicho todo y lo contrario de todo”742, ha afirmado con cierta ironía -pero no por ello, con poca razón- un autor francés. Veamos algunos pocos ejemplos: en su ya clásico La pensée religieuse de Montaigne (1936), tomando en cuenta algunas actitudes que el ensayista parece haber asumido a lo largo de su peregrinaje europeo -como el exvoto dirigido a la virgen en su peregrinación al santuario de Loreto-, Maturin Deano postuló y defendió la sincera adscripción de Montaigne al catolicismo. Donald Frame, por su parte743, fue uno de los primeros en afirmar que la ascendencia judía que Montaigne había recibido por su línea materna podía ser interpretada como una de las Los ensayos, II, 12, p. 1558. El subrayado es nuestro. Michel Onfray, El cristianismo hedonista. Contrahistoria de la filosofía, II. Barcelona, Anagrama, 2007, p.220. 743 Véase Donald Frame, Montaigne, une vie, une oeuvre: 1533-1592, Paris, Honoré Champion, 1994 741 742 216 principales causas de su actitud tolerante, y, en tal sentido, no han faltado quienes incluso han pretendido ver en nuestro ensayista a un presunto judío marrano744. Asimismo, en su influyente Historia del escepticismo745, Richard Popkin concluyó -principalmente a partir de los argumentos esgrimidos en la “Apología de Ramón Sibiuda”- que la posición de Montaigne podría ser definida como fideísta, en tanto que el ensayista, en sintonía con las opiniones desarrolladas por el polemista católico Gentien Hervet746, consideraba al escepticismo pirrónico como un buen aliado de la fe católica. Jordi Bayod Brau, por último, ha sostenido que la educación exclusivamente laica que sugiere en el capítulo sobre “La formación de los hijos” podría darnos una pista acerca de la verdadera importancia que Montaigne otorgaba a la religión en la vida de los hombres en general e indicarnos su posición respecto al catolicismo en particular. Ante este escenario, al que sería posible sumar muchas otras voces disidentes, parece estar en lo cierto Biancamaria Fontana: Podemos encontrar, en la ambivalencia de los comentarios, el reflejo de la cuestión, siempre irresuelta, de la «verdadera» posición religiosa expresada -o más bien disimulada- en los Ensayos. Una tradición interpretativa tormentosa, presa de las vicisitudes políticas, ha atribuido a la obra de Montaigne dos identidades difícilmente conciliables: por un lado está el libro del autor cristiano, preocupado por evitar las trampas dogmáticas y las disputas doctrinales, que obtiene el imprimatur de las autoridades eclesiásticas en 1580; por el otro, la obra del autor escéptico y secretamente ateo, del que Pascal y los devotos reclaman la inclusión en el Índex, obtenida en 1676, y del que se apropiará más tarde la corriente materialista y libertina de la Ilustración747. En tal sentido, tanto Pierre Villey, en su clásico estudio Sources et evolution des Essais de Montaigne (París, 1908), como Fortunat Strowski, en su Montaigne. Sa vie publique et privée (París, 1938) han examinado las posibles conexiones existentes entre la familia de Montaigne y la familia del pensador escéptico Francisco Sánchez, autor del afamado Quod nihil scitur (1581), ambos de supuesta ascendencia semita, llegando a la conclusión de que podría haber existido cierta conexión a partir de la línea materna del ensayista, y de que ambas familias habrían emigrado desde España hacía el noroeste de Francia luego de que allí se instaurara la Inquisición y se expulsara a los judíos. 745 El estudio de Popkin fue publicado originalmente en 1960 (Assen, Van Gorcum) bajo el título de The History of Scepticism from Erasmus to Descartes y tuvo dos ediciones posteriores, cada una de las cuales introdujo ampliaciones considerables respecto de la anterior: The History of Scepticism from Erasmus to Spinoza, Berkeley/Los Angeles/London, University of California Press, 1979, y The History of Scepticism from Savonarola to Bayle, New York, Oxford UniversityPress, 2003. 746 Siete años después de la edición de la edición de los Esbozos pirrónicos realizada por Henri Estienne, Gentian Hervetus realizará, en 1569, una traducción latina del Adversus mathematicos de Sexto Empírico. En el prefacio de dicha obra, presentará al escepticismo pirrónico como un arma crítica muy efectiva contra la herejía protestante. Al respecto, puede verse Alain Legros, “La Dédicace de l’Adversus Mathematicos au Cardinal de Lorraine ou du bon usage de Sextus Empiricus selon Gentian Hervet et Montaigne”, Bulletin de la Societé des Amis de Montaigne 15-16, 1999, pp.51-72. 747 Biancamaria Fontana, «Lâcher la bride»: tolérance religieuse et liberté de conscience dans les Essais de Michel de Montaigne”, en Cahiers Pilosophiques, N°114, Juin 2008, p.28. La traducción es nuestra. 744 217 Portada de los Essais de Michel de Montaigne (1659) 218 Ahora bien, sin mayores pretensiones de acabar con esta polémica -tan difícil de dirimir como la que rodea a la vida y a la obra de Jean Bodin-, nuestra intención es sumar una nueva mirada, mirada según la cual las críticas que Montaigne lanza a quienes propician la Reforma religiosa poco tienen que ver con el deseo de resguardar intacta la ortodoxia del dogma católico. De hecho, si bien creemos posible afirmar que, al menos de las puertas de su château para afuera, nuestro ensayista fue tan católico como su propio padre, también creemos plausible postular la tesis de que esta adhesión social al catolicismo no implicó para Montaigne una devoción sin atenuantes por la religión que había heredado; por el contrario, significó sólo una toma de posición política en favor del partido que se mostraba capaz de garantizar el orden y la estabilidad del Estado748. Con esto no sólo pretendemos señalar la perspicacia de Montaigne para detectar los intereses políticos y las vanidades personales implícitas en las guerras de religión, lo que con toda claridad puede leerse en los Ensayos749, sino también, y principalmente, su inquietud ante el carácter disgregador de la Reforma, y ante la posibilidad inminente de la ruina del orden social establecido750. Ya en tema, entonces, podemos señalar que uno de los más claras críticas realizadas por el ensayista al partido hugonote, y, por extensión, al acontecimiento mismo de la Reforma751, puede encontrarse en los pasajes medulares del ensayo que lleva por título “La costumbre y el no cambiar fácilmente una ley aceptada” (I, 22). Allí, luego de enumerar algunas de las determinantes consecuencias que la costumbre posee sobre la vida y las En palabras de Max Horkheimer: “A su modo de ver [en la disputa religiosa] nadie tiene razón, no existe la Razón, sino el orden y el desorden […] Montaigne considera que el protestantismo es peligroso en Francia, pero no desde el punto de vista religioso, sino desde el político; lo que él teme es la agitación”. “Montaigne y la función del escepticismo”, en Historia, metafísica y escepticismo, Barcelona, Altaya, 1995, p.154. Reforzando esta tesis, uno de sus más recientes biógrafos afirma: “Por lo demás, cuando Montaigne denuncia las «novelerías», es decir la Reforma, no está apuntando a la «herejía», a la predestinación o al rechazo del aparato sacramental, sino a lo que apareja de desequilibrio y de perturbación en la sociedad política francesa”. Jean Lacouture, Montaigne a caballo, México, Fondo de Cultura Económica, 1999, p. 219. Para profundizar en esta distinción entre quienes anteponen la búsqueda de la paz y la seguridad a la búsqueda verdad y crítica del error, véase Leiser Madanes, “Tolerancia, prudencia, y búsqueda de la verdad”, en Manuel Cruz, Op. cit., pp.13-50. 749 En torno a esta cuestión, y en un tono irónico, Montaigne señala: “a| Confesemos la verdad. Si alguien seleccionara en el ejército, aun en el legítimo, a quienes están en él tan sólo por el celo de un sentimiento religioso, e incluso a quienes no miran otra cosa que la salvaguarda de las leyes de su país o el servicio al príncipe, no podría formar una sola compañía de soldados completa. ¿Cómo se explica que sean tan pocos los que han mantenido la misma voluntad y el mismo camino en nuestros movimientos públicos, y que tan pronto los veamos marchando sólo al paso como corriendo sin freno, y a los mismos hombres ahora perjudicar nuestros intereses con su violencia y rudeza, y luego con frialdad, blandura y torpeza?, ¿cómo se explica sino porque les empujan consideraciones particulares c| y accidentales a| con arreglo a cuya variedad se mueven?”. Los ensayos, II, 12, p.638 750 “b| A nuestro alrededor todo se viene abajo. Miremos en todos los grandes Estados de la Cristiandad que conocemos. Encontraremos una evidente amenaza de cambio y ruina”. Los ensayos, III, 9, p.1432 751 No obstante, aunque Montaigne parezca mostrar una reticencia general a aceptar las implicancias políticas de la Reforma, también es cierto que su actitud ante los reformados nos es unívoca. En tal sentido, las páginas del Journal de voyage nos muestran con mucha claridad la alta estima de nuestro autor por los reformados suizos, quienes, a diferencia de los hugonotes franceses, jamás habían incurrido en prácticas violentas como la devastación de iglesias o la destrucción de las imágenes. 748 219 opiniones de los seres humanos, Montaigne destaca la importancia que dicha fuerza inercial752 adquiere a la hora de instituir y mantener en pie a la sociedad, estableciendo mandatos de juicio y acción, y dejando a los hombres satisfechos con las reglas que les instituye: a| El principal efecto de su poder es sujetarnos y aferrarnos hasta el extremo de que apenas seamos capaces de librarnos de su aprisionamiento, y de entrar en nosotros mismos para discurrir y razonar acerca de sus mandatos. En verdad, puesto que los sorbemos con la leche de nuestro nacimiento, y puesto que la faz del mundo se presenta en tal estado a nuestra primera visión, parece que hubiésemos nacido con la condición de seguir este camino. Y las comunes figuraciones que encontramos revestidas de autoridad a nuestro alrededor, e infundidas en nuestra alma por la semilla de nuestros padres, parece que fuesen las naturales y generales… c| Los pueblos criados en la libertad y en el autogobierno consideran monstruosa y contranatural cualquier otra forma de gobernarse. Los que están habituados a la monarquía piensan igual. Gracias a la costumbre todo el mundo está satisfecho del lugar donde la naturaleza lo ha fijado753. Atento lector de Étienne de la Boétie y Jean Bodin, Montaigne no sólo reconoce que la costumbre es uno de los pilares fundamentales de la sociedad humana754, sino también que la historia enseña que los cambios políticos repentinos pocas veces han resultado favorables para la convivencia civil y la paz social755. “a| Es muy dudoso -diceque pueda encontrarse un beneficio tan evidente al cambiar una ley aceptada, sea la que fuere, como daño hay en modificarla. Un Estado es, en efecto, como un edificio hecho de diferentes piezas ajustadas entre sí con una unión tal que es imposible mover una sin que el cuerpo entero se resienta”756. Son ésas las dos premisas básicas de su argumentación: la costumbre es necesaria para mantener el pie a la sociedad; los cambios en la legislación Hemos tomado este concepto de Jesús Navarro Reyes, quien realiza interesantes reflexiones acerca de esta noción central en el pensamiento de Montaigne. Al respecto, véase La extrañeza de sí mismo. Identidad y alteridad en los escritos de Michel de Montaigne, Sevilla, Fénix Editora, 2005. 753 Los ensayos. I, 22, pp.138-139. 754 “Pero, en general, la costumbre, que ejerce tanto poder sobre nuestros actos, lo ejerce sobre todo para enseñarnos a servir: tal como cuentan de Mitrídates, quien se habituó a ingerir veneno, es la costumbre la que consigue hacernos tragar sin repugnancia el amargo veneno de la servidumbre. No puede negarse que la naturaleza es la que nos orienta ante todo según las buenas o malas inclinaciones que nos ha otorgado; pero hay que confesar que ejerce sobre nosotros menos poder que la costumbre, ya que por bueno que sea lo natural, si no se lo fomenta, se pierde, mientras que la costumbre nos conforma siempre a su manera, pese a nuestras inclinaciones naturales.” Étienne de La Boétie, Discurso de la servidumbre voluntaria, Buenos Aires, Terramar, 2008, p.55 755 “Finalmente, todo cambio en las leyes que atañen al estado es peligroso, ya que, si el cambio de las costumbres y las ordenanzas que regulan las sucesiones, los contratos o las servidumbres es, hasta cierto punto, tolerable, el cambio de las leyes que atañen al estado supone tanto peligro como remover los cimientos o las claves de bóveda que sustentan el peso de la construcción”. República, IV, 3, p.185. 756 Los ensayos., I, 22, p.144. 752 220 resultan peligrosos. Desde allí abrirá fuego contra el bando enemigo, contra esos protestantes que, disconformes con las leyes y mandatos que la sociedad les ha legado, pretenden subvertir el orden de las cosas merced a las fantasías de su raison privée757, sin tener una mínima certeza acerca de los resultados que puedan derivarse de esa revolutio. De acuerdo a lo expresado por Montaigne, es connatural al hombre el acatar como válidas -y hasta postular el alcance universal de- las normas y los mandatos ingeridos con la leche materna, y satisfacerse con ello. Ahora bien, yendo un paso más allá, el ensayista no sólo indica el aparente valor genérico de esa regla, sino que también parece mostrar cierto entusiasmo al respecto. Dos son los motivos que, sumados a las premisas ya mencionadas es decir, al valor civilizador de la costumbre758 y a la incertidumbre que provoca la transformación- lo inducen a ello. En primer lugar, la conciencia respecto de la arbitrariedad y contingencia que poseen en última instancia todas las instituciones humanas759. De allí que, aun cuando muchas veces él mismo osará contradecir esta prescripción en el ámbito privado760, Montaigne sostiene que la aceptación pasiva de las normas consuetudinarias es indispensable761 para evitar el derrumbe del orden social762. Toda institución, toda ley, no tiene otro sostén que el que brinda su pervivencia ininterrumpida en el tiempo; dicho más elegantemente: “a| muchas cosas admitidas con una resolución indudable no tienen otro apoyo que la barba cana y las arrugas del uso que las acompaña”763. Es por ese motivo que los hombres deben aceptar incondicionalmente las leyes de su país natal, pues, si se remontaran hasta los principios que les han dado origen, Al respecto de la fuerza destructiva de la raison privée y de la oposición entre dichas “tendenze disgregatrici” y los endebles pilares de la autoridad soberana, véase Domenico Taranto, Pirronismo ed assolutismo nella Francia del ‘600, Milán, Franco Angeli, 1994, p.32 y ss. 758 Al respecto, Brahami sugiere la tesis según la cual es sólo gracias a “la potencia constitutiva de las costumbre, por la cual el animal humano accede a la forma de la humanidad”. Frédéric Brahami, “Des Esquisses aux Essais, l’enjeu d’une rupture”, en Pierre-François Moreau, Le scepticisme au XVIe et au XVIIe siècle, Paris, Albin Michel, 2001, p.129. 759 Para profundizar en esta cuestión, puede verse nuestro artículo “En el camino de la contingencia. Montaigne y el fundamento místico de la ley”, Revista Tópicos, número 27, julio 2014, pp.62-84. 760 Como bien se ha señalado: “La convivencia en Montaigne de un conservadurismo político y jurídico, y de una feroz crítica de las leyes, de las costumbres, y del poder tiránico no deja de fascinar.” Ulrich Langer, “Justice légale, diversité et changement des lois: de la tradition aristotélicienne à Montaigne”, en Bulletin de la Société des Amis de Montaigne, Janvier-Juin 2001, n° 21-22, p. 223. 761 “c| Es mucho mejor para nosotros dejarnos llevar sin inquisición por el orden del mundo. El alma libre de prejuicios se ha acercado extraordinariamente a la tranquilidad. Quienes juzgan y examinan a sus jueces nunca se someten a ellos como es debido. ¡Hasta qué punto, tanto en las leyes religiosas como en las políticas, los espíritus simples y desprovistos de curiosidad resultan más dóciles y fáciles de manejar que esos espíritus vigilantes y pedagogos de las causas divinas y humanas!” Los ensayos. II, 12, p.743. 762 Bien lo ha entendido Michael Oakeshott: “La costumbre es soberana en la vida; es una segunda naturaleza, no menos poderosa. Y esto, lejos de ser deplorable, es indispensable, porque el hombre está compuesto de contrarios de tal modo que, para realizar de continuo sus actividades o para gozar de alguna tranquilidad entre sus semejantes, requiere el apoyo de una regla a obedecer. Pero la virtud de las reglas no es sólo que sean ‘justas’, sino que estén establecidas”. La política de la fe y la política del escepticismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1998, p.110. 763 Los ensayos. I, 22, p.141. 757 221 terminarán por encontrarse con un acto de decisión -tan accidental como injustificado- que poco o nada tiene que ver con la justicia764. Y ello, al menos para el común de los seres humanos, lejos de presentarse como un acto liberador, no provocará otra sensación que el desasosiego765. Pero existe otro motivo, sin el cual el anterior resultaría quizás paradójico: los humanos son seres inconstantes; su condición ontológica -al igual que la del cosmos- es demasiado frágil y variable como para sostenerse por sí misma766. “b| El mundo no es más que un perpetuo vaivén”767 en el que todo se tambalea sin descanso, y la costumbre, aunque en muchas ocasiones pueda presentarse como una “maestra violenta y traidora”768, es, quizás, la única herramienta real de la que ser humano dispone para ponerse a resguardo de un rodar incesante. Rehusar las invenciones y sostenerse en las costumbres, siendo a la vez prudentes y moderados en la obediencia que se les guarda, parece ser el único antídoto eficaz contra la fortuna, la que ahora se presenta como la verdadera “reina y emperatriz del mundo”769. Como señala el historiador Nicolás Le Roux: Inmersos en un mundo en constante movimiento, víctimas indefensas de peligros insuperables, los seres humanos deben esforzarse por mantener la resolución y la prudencia. Debido a que el verdadero motor del mundo sublunar es la fortuna, el deber ordena mantenerse firmes ante la adversidad y actuar en conformidad. Debemos escapar de la novedad en muchas áreas, afirma Montaigne… Esto es particularmente cierto en el campo religioso, donde la unidad confesional y la defensa de prescripciones de la Iglesia garantizan de hecho el orden civil770. Haciendo alusión al riesgo que implica el remontarse hasta el origen de las normas, Montaigne afirma: “a| Las leyes adquieren su autoridad del dominio y el uso; es peligroso hacerlas remontar a su nacimiento: se engrosan y ennoblecen a medida que avanzan, como nuestros ríos. Si las sigues hacia arriba hasta la fuente, no hay más que un pequeño manantial de agua apenas reconocible, se enorgullece y fortifica al envejecer”. Los ensayos. II, 12, p.879 765 En efecto, de acuerdo de nuestra lectura de Montaigne, el único capaz de afrontar con mesura y tranquilidad ese desafío es el hombre de entendimiento. Véase Ensayos, I, 22, pp.141-144 766 Como lo sugiere Montaigne hacia el final de la Apologie: “a| Al cabo, ni nuestro ser ni el de los objetos posee ninguna existencia constante. Nosotros y nuestro juicio, y todas las cosas mortales, fluimos y rodamos incesantemente. Por lo tanto, nada cierto puede establecerse del uno al otro, siendo así que tanto el que juzga como lo juzgado están en continua mutación y movimiento”. Los ensayos. II, 12, p.909 767 Los ensayos. III, 2, p.1201. 768 Los ensayos. I, 22, p.127. 769 “[Montaigne] no es un utopista. En política, lo mismo que en religión, tenía un sentido muy agudo de los límites de la razón humana. Como Maquiavelo, era consciente de la importancia de lo incalculable en los negocios humanos: fuerza que ambos describían como fortuna”. Peter Burke, Op.cit, p. 46. El subrayado es del original. Al respecto, tan sólo bastaría con recordar, entre otros, el capítulo I del libro I: “Puede lograrse el mismo fin con distintos medios”, el 23 del libro I: “Resultados distintos de una misma decisión”, o el 33 del mismo libro: “La fortuna se encuentra a menudo con el curso de la razón”. 770 Nicolas Le Roux, Op.cit., p.230. 764 222 Es desde allí que Montaigne realiza la crítica a la novedad de la Reforma; no en virtud del celo religioso, ni a partir de las imprevisibles consecuencias teológicas que esa renovación podía implicar, sino, según entendemos, principalmente perturbado por los trágicos efectos políticos y sociales que ha engendrado y conlleva. Tal como ha señalado Quentin Skinner, Montaigne no denuncia a los hugonotes por los vicios que pueden fecundar con sus novedosas creencias, ni se opone a ellos por considerarlos corruptos en términos morales o religiosos, sino porque entiende que las primicias que tienen para ofrecer al mundo no serán bien recibidas, ni traerán como consecuencia la paz y la concordia entre los ciudadanos franceses771. En efecto, según lo que indican -a nuestros ojos- los pasajes aquí citados, Montaigne considera a la Reforma como una fuerza política potencialmente destructiva, e igualmente peligrosa: la guerra despezada Francia ante sus ojos; es una “b| verdadera escuela de traición, de inhumanidad y de bandidaje”772, el “a| arte de destruirnos y matarnos mutuamente, de arruinar y echar a perder nuestra propia especie”773, una fatal calamidad que corroe internamente a su país natal. Es por tal motivo que le opone toda la elocuencia de su pluma, y es ése el contexto en el que nos dice lo que sigue: b| La novedad me hastía, sea cual sea su rostro, y tengo razón, pues he visto algunas de efectos muy perniciosos. La que nos acosa desde hace tantos años no lo ha desencadenado todo, pero puede decirse con verosimilitud que lo ha producido y engendrado todo por accidente: incluso los males y estragos que se infringen después sin ella y en contra de ella… Una vez dislocada y disuelta por ella la ligazón y contextura de esta monarquía, y de este gran edificio, en especial en su vejez, deja paso y vía libre a tales daños774. Los hugonotes resultan, según esta mirada de Montaigne, los culpables iniciales de dislocar y disolver la ligazón, provocando de las guerras civiles de religión que acosan a su país. Ellos, en muy alta estima de sí mismos, e incurriendo en el vicio de la presunción, han intentado trastocar el orden que se asentabaen cientos de años de tradición, y lo único que “Además de todo, no puede dudarse de que Montaigne creyera muy firmemente en la necesidad de mantener la uniformidad religiosa y tradicionales observancias religiosas, y ello pese a que permaneció opuesto a toda clase de persecución, sin denunciar nunca a los hugonotes por sus creencias, sino tan sólo por las consecuencias sociales de sus intentos de imponerlas a los demás.” Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno. II. La Reforma, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p.288. 772 Los ensayos. II, 17, p.999. 773 Los ensayos. II, 12, p.689. 774 Los ensayos. I, 22, p.145. Más allá de esta clara crítica a los iniciadores de la Reforma, resulta muy importante resaltar que Montaigne no presenta menos reparos para criticar agudamente a quienes, como los integrantes de la Liga Católica, han devuelto mal por mal, agudizando la crisis política: “c| Pero si los que inventan son más dañinos, los imitadores son más viciosos cuando se entregan a ejemplos cuyo horror y maldad han conocido y castigado… b| De esta fuente primera y fecunda, toda clase de nuevo desenfreno saca felizmente imágenes y patrones con que turbar nuestro Estado”. Los ensayos. I, 22, p.146. 771 223 han conseguido ha sido perturbar por completo la paz civil, introduciendo en el seno mismo de la comunidad un sinfín de controversias775. Prescribiendo un purgante equivocado, o de poca eficacia, no han logrado sino que el cuerpo del Estado se resienta por completo, no pudiendo evacuar los humores perniciosos que lo enferman776. En dicho contexto, concluye un Montaigne más bien cercano a personajes como Michel de L´Hôpital o Jean Bodin777, si la religión cristiana posee una gran utilidad, la posee en términos políticos, pues no ofrece otro beneficio comparable al de recomendar a sus adeptos la obediencia al soberano y el acatamiento de lo que dictan las leyes del país en el que se habita: “b| La religión cristiana posee todos los signos de una suma justicia y utilidad; pero ninguno más manifiesto que la estricta recomendación de obedecer al magistrado y conservar los Estados”778. Los protestantes, como ya hemos dicho, han transgredido las barreras del legítimo uso de la razón, intentando someter a sus fantasías privadas las leyes del Estado y las leyes de Dios779. Calvino y los suyos no han hecho otra cosa que sacrificar el modesto pero sumamente necesario orden civil en aras de una verdad superior, la cual difícilmente pueda encontrar en los hechos la misma legitimidad o el mismo provecho general780. En este sentido, según concluye Montaigne, existe una gran diferencia entre la actitud de quienes siguen de manera sosegada las leyes y las costumbres del país en el que habitan, y la de aquellos que, no contentos con el orden recibido, han pretendido someter a su propio juicio particular y privado las proposiciones de la ley, que atañen al bien público. Mientras “b| Además, para decirlo francamente, me parece que tiene mucho de amor propio y de presunción estimar las opiniones de uno hasta el extremo de que, para establecerlas, haya que trastornar la paz pública e introducir tanto males inevitables y una corrupción tan horrible de las costumbres como la que acarrean las guerras civiles y los cambios de Estado en asuntos de tal importancia.” Los ensayos, I, 22, pp.146-147. 776 “b| Ocurre con la suya como con otras medicinas débiles y mal aplicadas: los humores que pretendían purgarnos, los han irritado, exasperando y agriando el conflicto, y además se nos ha quedado dentro del cuerpo. No ha sido capaz de purgarnos, a causa de su debilidad, y, entretanto, nos ha debilitado, de suerte que tampoco podemos evacuarla, y su acción no nos procura sino dolores prolongados e internos”. Los ensayos. I, 22, pp.149-150. 777 Como ya hemos indicado, Bodin y L’Hôpital han sido reconocidos como dos de los máximos representantes de la solución politique. Al respecto, coincidimos con la siguiente afirmación de Horkheimer: “Su postura [es decir, la de Montaigne] en lo tocante a las cuestiones generales coincide con la del partido de los políticos, que consideraban peligroso cambiar la religión católica del Estado por el protestantismo del fanático Calvino, pero que tampoco querían aliarse con la retrógrada España”. Max Horkheimer, Op.cit., p.145. 778 Los ensayos, I, 22, p.147. Es Jordi Bayod quien sugiere la tesis que aquí sostenemos, al señalar que este pasaje bien podría ser entendido como una supeditación de las creencias religiosas a las necesidades políticas de la época. Más aún, Bayod apunta que el propio Montaigne parece hacer alusión al capítulo 4 de la carta a los Gálatas, donde es el mismo Cristo quien habría aceptado y respetado dicha subordinación de la religión a la política. 779 “b| Me parece muy injusto querer someter las constituciones y costumbres públicas e inmóviles a la inestabilidad de una fantasía privada -la razón privada posee tan sólo jurisdicción privada-, e intentar con la leyes divinas lo que ningún Estado soportaría que se hiciera con las civiles.” Los ensayos. I, 22, pp.148-149. 780 “Sacrificar el modesto orden de una sociedad es aras de la unidad moral o la “verdad” (religiosa o secular) equivale a sacrificar por una quimera lo que todos necesitan.” Michael Oakeshott, Op.cit., pp.110-111. 775 224 unos muestran simplicidad y modestia, los otros no hacen sino encarnar los vicios más detestables del ser humano: la presunción, la vanidad, la pretensión de saber781. 3.2. La tercera posición: un catolicismo sin dogma Como hemos visto, “Montaigne no era un católico corriente”782. Más allá de la profesión de fe católica que añadirá a sus escritos luego de la censura que realizaran los ministros del Sacro Palazzo a la primera edición de los Ensayos783, las críticas que esgrimirá contra las prácticas intolerantes asumidas por muchos de los dignatarios más encumbrados de la fe de Roma pueden darnos una pista para entender esa extrañeza784. Y todo lo dicho aquí en relación con la posición politique que asumirá frente a la Reforma, no persigue otro objetivo que el de contribuir a develar ese misterio. Según nuestra tesis, la actitud que Montaigne asume ante la crisis política provocada por los hugonotes -y,como corolario general, su propia posición frentea las creencias religiosas- no puede ser comprendida en toda su dimensión sin tener presente sus simpatías por el escepticismo antiguo785. De hecho, postulamos que la recepción de las 781 “b| Hay una gran diferencia entre la causa de quien sigue las formas y las leyes de su país, y la de quien intenta dominarlas y cambiarlas. Aquél alega como excusa la simplicidad, la obediencia y el ejemplo; haga lo que haga, no puede ser malicia; es, a lo sumo, infortunio… El otro toma una opción mucho más ruda, pues quien se dedica a elegir y a cambiar, usurpa la autoridad de juzgar, y ha de jactarse de ver la falta de aquello que desecha y el bien de aquello que introduce.” Los ensayos. I, 22, p.148. 782 Peter Burke, Op.cit., p.33. 783 Hela aquí: “a2| Yo propongo fantasías informes e indecisas, como hacen quienes publican cuestiones dudosas para debatirlas en las escuelas: no con objeto de establecer la verdad, sino para buscarla. Y las someto al juicio de aquellos a quienes atañe regir no sólo mis acciones y mis escritos sino también mis pensamientos. Tan aceptable y útil me resultará la condena como la aprobación. c| Y considero absurda e impía cualquier cosa que se encuentre ignorante e inadvertidamente contenida en esta rapsodia que sea contraria a las santas resoluciones y prescripciones de la Iglesia católica, apostólica y romana, en la cual muero y en la cual nací. a2| Y, sin embargo, remitiéndome siempre a la autoridad de su censura, que lo puede todo sobre mí, me inmiscuyo a la ligera en toda suerte de asunto, como lo hago aquí”. Los ensayos, I, 56, pp.457-458. 784 En efecto, Edwin Curley ha indicado al menos seis razones que nos podrían ayudar a comprender de qué modo el perigordino rehusaba una sumisión total a los dogmas de la Iglesia Católica: en primer lugar, su desaprobación del castigo de las brujas, al no poder convencerse de la existencia de un ser humano que poseyera dotes sobrenaturales; en segundo lugar, su crítica -retomada más tarde por David Hume- a la existencia de los milagros; tercero, su dura reprensión a la conquista del nuevo continente y la evangelización forzada de sus habitantes nativos; cuarto, el espanto que le ocasiona la persecución, por parte del rey Manuel I, de los judíos portugueses (entre los que, posiblemente, se hallaban algunos de sus antepasados maternos); quinto, sus argumentos en contra de la tortura, ya sea utilizada como método de investigación judicial o como método de castigo; por último, su elogio a Juliano, emperador romano denostado como apóstata por la Iglesia de Roma. Edwin Curley, Op.cit, p.25. Podría agregarse uno más, y de no poca consideración: la utilización del sustantivo fortune, en lugar de “Divina Providencia”, para referirse al devenir del Cosmos. Éste último, señalado por los censores como un elemento a enmendar, jamás fue corregido por Montaigne. Serán todas esas divergencias las que provocarán que los Essais sean introducidos en el Index Librorum Prohibitorum el 28 de enero de 1676. 785 Coincidimos en este punto con Peter Burke: “El problema de las dudas de Montaigne y del alcance de las mismas es, por supuesto, crucial para la interpretación de su pensamiento. Nuestra interpretación de sus actitudes religiosas y políticas depende necesariamente de nuestra respuesta a dicha cuestión”. Op.cit., p.29. 225 Hipotiposis Pirrónicas de Sexto Empírico786 es un ingrediente insoslayable a la hora de intentar brindar una interpretación de la posición asumida por el ensayista ante al cisma, posición que, como vimos, puede ser comprendida como una posición política -o teológico-política787- en tanto y en cuanto las convicciones religiosas puestas en jaque por los protestantes forman parte, según la mirada de Montaigne, de un cúmulo de creencias y leyes heredadas. Estas leyes y creencias no poseen otro objetivo que sostener el orden y la cohesión de un sistema de organización social determinado, el cual, a su vez, no pertenece más que a un momento histórico particular y a un sitio específico. Según nuestra clave de abordaje, entonces, sugerimos un Montaigne que podría ser situado en las cercanías del Maquiavelo de los Discursos788, o del politique Jean Bodin789; un Montaigne que habría sentido simpatías por el pirronismo, no ya -o no tan sólo- como un posible camino hacia la fe790, sino principalmente por sus bondades civiles, políticas y sociales. En tal sentido, apoyándonos en la interpretación esbozada hace ya algún tiempo por Craig Brush, podemos afirmar que los argumentos presentados en el capítulo al que 786 Redactado -según las conjeturas más probables- en la segunda mitad del II d.C., este compendio de escepticismo titulado Hipotiposis Pirrónicas, será reeditado en el año 1562 por Henri Estienne, provocando un enorme impacto en la cultura y en la filosofía del Renacimiento. Para considerar la historia de dicha edición, véase el excelente y detallado trabajo de Luciano Floridi: Sextus Empiricus. The Transmission and Recovery of Pyrrhonism, Oxford, Oxford University Press, 2002. Para tener un panorama general del influjo del escepticismo en la historia de la filosofía renacentista y moderna, véase el estudio de Richard Popkin al que ya hemos referido. 787 Hacemos aquí una clara alusión a Spinoza, y en particular a su Tratado teológico-político, donde como hemos visto en nuestra Introducción- el autor sostiene como una de sus tesis principales el origen histórico de las normas legales que sostienen en pie a la religión, y en donde entiende que Moisés, antes que un ser divinamente inspirado, fue un rey y un legislador. En tal sentido, al igual que los demás líderes religiosos, Moisés no es más que un líder político. 788 Al respecto, véase Nicolás Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, I, 12-13. 789 Definido del siguiente modo por Carl Schmitt: “Cuando en el Siglo XVI se rompe la unidad eclesiástica de Europa occidental, y la unidad política queda destruida por guerras civiles entre las diversas confesiones cristianas, en Francia se da el nombre de politiques justamente a aquellos juristas que en la guerra fratricida entre los partidos religiosos se había puesto de parte del Estado como unidad neutral y superior. Jean Bodin, el padre del derecho europeo internacional y del Estado, fue uno de estos típicos políticos del momento”. El concepto de lo político, Madrid, Alianza, p.40. 790 La tesis que propone Richard Popkin en su Historia del escepticismo, hemos dicho, es que la respuesta de Montaigne a las objeciones realizadas a la Theologia naturalis de Ramón Sibiuda sirven al perigordino para realizar una “defensa de una nueva forma de fideísmo: el pirronismo católico” (p.84). Cabe destacar que, con nuestra interpretación, no buscarnos confrontar directamente con la posición de Popkin, sino sugerir otra lectura posible de algunos pasajes de la obra del ensayista. Sabemos muy bien que Popkin cuenta con una innumerable cantidad de pruebas textuales que avalan su interpretación, pero creemos entender que otras tantas, o al menos las suficientes, pueden ser alegadas a nuestro favor. Claro está, por otra parte, que diferimos en las supuestas motivaciones que Montaigne habría tenido -o en los resultados que habría buscado alcanzarechando mano del pirronismo, pues mientras que aquel autor sugiere motivos relacionados con el aspecto religioso, nosotros proponemos motivos más estrechamente ligados con una posición política, o teológicopolítica, según los términos arriba explicitados. En este sentido, quizás, en favor de nuestra interpretación, o por su cercanía con ella, deberíamos tener en cuenta la distinción que realiza TerencePenelhum en su God and Skepticism, entre dos tipos diferentes de fideísmo (el conformista, por un lado; el evangélico, por otro), situando a Montaigne dentro del primer grupo, es decir, entre aquellos autores que optan por mantenerse en el cristianismo simplemente por motivos sociales, haciendo de la fe católica una simple profesión civil, y sin intentar, como Pascal o Kierkegaard, claros representantes del segundo grupo, superar las dudas pirrónicas en una apasionada rendición de toda su individualidad a las verdades sobrenaturales. 226 hemos dedicado casi todo nuestro análisis resultan compatibles con este recurso de Montaigne a los elementos que el pirronismo le provee. Es bajo estas circunstancias, y frente a la presunción de los protestantes, que el ensayista no sólo reconoce la falibilidad de la razón humana para alcanzar la verdad, o para establecer normas de conductas fiables o duraderas -y menos aún de carácter universal-, sino que también acata los sabios consejos prácticos que esta particular escuela antigua nos ha legado791. Así, conociendo muy bien las prescripciones de orientación vital que Sexto Empírico señaló en sus Hipotiposis pirrónicas792, y, en particular, aquel tercer precepto que indica a los pirrónicos guiar sus acciones de acuerdo con las leyes y costumbres de la sociedad en la que les ha tocado vivir, absteniéndose de emitir juicios afirmativos o negativos acerca de su validez793, Montaigne parece optar, sin dogmatismo, por esta posición filosófico-política o político-religiosa794. Habiendo llegado a la conclusión -al igual que los escépticos antiguos, y más aún luego del descubrimiento del Nuevo Mundo- de que el orbe terrestre es infinitamente diverso en materia de usos y costumbres, y que la religión forma parte de ese conjunto de principios que hacen a nuestra propia y particular herencia, Montaigne se dispone a seguir el consejo de Sexto: suspende el juicio y se atiene a lo dado795. Sabe, pues él mismo lo afirma en las páginas iniciales de su “Apología de Ramón Sibiuda”, que “b| somos cristianos por la “El análisis de este breve ensayo [es decir, de I.22] muestra que incluso en sus primeros períodos Montaigne ya había abandonado el dogmatismo racionalista en materia de fe o acerca del orden sobrenatural, y había desarrollado una actitud pirrónica plenamente consciente y madura, asumiendo tanto sus consecuencias intelectuales como prácticas”. Craig Brush, Montaigne and Bayle.Variations on the theme of skepticism, The Hague, Martinus Nijhoff, 1965, p.47. La traducción es nuestra. 792 “De este modo, dando crédito a las apariencias según la observación vital, vivimos sin dogmatizar, ya que no podemos quedar completamente inactivos. Parece, sin embargo, que esta observación vital es cuádruple y que una parte descansa en la guía de la naturaleza, otra en la compulsión de las sensaciones, otra en la tradición de las leyes y las costumbres y otra en la instrucción de las artes. En virtud de la guía de la naturaleza somos naturalmente capaces de sensación y conocimiento; por la compulsión de las sensaciones, el hambre nos dirige a la comida y la sed a la bebida; por la tradición de las leyes y las costumbres, consideramos la piedad en la vida como buena y la impiedad como mala; finalmente, gracias a la instrucción de las artes no somos incompetentes en aquellas artes que cultivamos. Todo lo cual decimos sin dogmatizar.” Sexto Empírico, Hipotiposis Pirrónicas, Madrid, Akal/Clásica, 1996, I, 11, 23-24. 793 Es el propio Montaigne quien en su Apología nos indica que conoce muy bien las prescripciones prácticas de los pirrónicos: “a| En cuanto a las acciones de la vida, [los pirrónicos] se atienen a la forma común. Ceden y se acomodan a las inclinaciones naturales, al impulso y a la coacción de las pasiones, a las constituciones de las leyes y las costumbres y a la tradición de las artes… Dejan que tales cosas guíen sus acciones comunes, sin opinar ni juzgar”. Los ensayos. II, 12, p.742. 794 Así lo señala Brush: “Montaigne, casi instintivamente, postula que lo mejor que puede hacer es seguir la tradición, ya sea en las costumbres, en la ley, o en la religión; y, como afirma más tarde, tanto las doctrinas filosóficas como las cristianas acuerdan en el apoyo a la obediencia de la tradición, no necesariamente porque la tradición sea mejor, sino simplemente porque no es peor que cualquier otra posibilidad, y porque el cambio, de cualquier forma, es probable que conlleve consecuencias imprevistas”. Craig Brush, Op.cit., p.47. 795 En la conclusión de un largo pasaje en el que recorre las más variadas costumbres en relación con la religión, Sexto Empírico señala: “De este modo, el escéptico, viendo tanta divergencia en los usos, suspende el juicio acerca de haya algo bueno o malo por naturaleza, o de que algo se deba o no practicar absolutamente, con lo que se aleja de la irreflexión dogmática; por el contrario, sigue de modo no dogmático la observación de la vida cotidiana, y, por tanto, queda impasible en lo opinable y modera sus afectos en lo necesario”. HP, III, 24, 235. 791 227 misma razón que somos perigordinos o alemanes”796, y que la religión no nos ata sino con lazos humanos, pues no la acogemos sino a nuestro modo, y no por más razones que por haber nacido en el país en el que tradicionalmente se le rendía culto. a| Todo esto es signo muy evidente de que no acogemos nuestra religión sino a nuestra manera y con nuestras manos, y no de otro modo que como se acogen las demás religiones. Nos hemos encontrado en el país donde se practicaba, o nos fijamos en su antigüedad o en la autoridad de los hombres que la han defendido, o tememos la amenaza que dedica a los incrédulos, o seguimos sus promesas… Son lazos humanos. Otra región, otros testigos, similares promesas y amenazas podrían imprimirnos por la misma vía una creencia contraria797. “Todas las religiones -afirma Philippe Desan a propósito de este pasaje- funcionan de la misma manera. Ellas se imponen a partir de prácticas culturales específicas. Ellas nos son dadas”798. La religión, al igual que las demás normas y disposiciones legales, y del mismo modo que nuestros hábitos y costumbres, forma parte de nuestra herencia. Y renunciar a ella, a ese único y tan endeble punto de sostén, implica, sin más, el riesgo de caer nuevamente en las garras de la fortuna, o en el delirio de las elucubraciones que el entendimiento humano es capaz de elaborar cuando queda librado a sí mismo. Desde esa perspectiva, incapaz de encontrar un criterio racional para elegir entre los distintos argumentos religiosos, y desconfiando de las fuerzas humanas para alcanzar alguna certeza en este terreno, Montaigne sigue el consejo de los pirrónicos: decide mantenerse firme -al menos en cuanto a la forma exterior- en el seno del catolicismo, es decir, en aquella religión que la fortuna ha tenido a bien otorgarle. a| Porque sea cual fuere la verosimilitud de la novedad, no soy dado a cambiar, por mi temor a perder con el cambio. Y puesto que no soy capaz de elegir, asumo la elección ajena y me mantengo en la posición que Dios me ha asignado. Si no lo hiciera así, no podría abstenerme de rodar incesantemente. a2| De esta manera, me he mantenido, por la gracia de Dios, íntegro, sin agitación ni turbación de conciencia, en las antiguas creencias de nuestra religión a través de todas las sectas y divisiones que nuestro siglo ha producido799. Los ensayos. II, 12, p.640. Los ensayos. II, 12, p.640. 798 Philippe Desan, “Le libertinage des Essais”, Montaigne Studies, Volume XIX, Number 1-2: “Les libertins et Montaigne”, Chicago, The University of Chicago, 2007, p.25. La traducción es nuestra. 799 Los ensayos. II, 12, p.854. Si bien es cierto que Montaigne refiere aquí a Dios, y no a la fortuna, como aquel que ha optado por él, situándolo en un lugar y en un tiempo determinado, no podemos olvidar tampoco la famosa objeción de los censores romanos nunca enmendada. 796 797 228 Las leyes, nos sugiere Montaigne, no adquieren su legitimidad por su similitud con el ideal de la justicia: no deben su crédito al hecho de ser justas, sino simplemente al hecho de haber sido establecidas800. Todo orden público, sea el que fuere, se sostiene sobre estas “ficciones legítimas”801, pues son esas leyes y esas costumbres (entre ellas, las leyes y costumbres religiosas) las únicas herramientas de las que disponen los seres humanos para atenazar los desvaríos de su errante espíritu. En efecto, es en el marco de todas estas consideraciones, y dirigiéndose directamente a Margarita de Valois, aquella misma que probablemente había encargado a Montaigne la redacción de una apología de Sibiuda802, que el ensayista realiza esta extensa afirmación: a| Os aconsejo, en vuestras opiniones y razonamientos, así como en vuestra conducta, y en todo lo demás, moderación y templanza, y que rehuyáis la novedad y la extrañeza. […] Decía Epicuro de las leyes que las peores nos eran tan necesarias que, sin ellas, los hombres se devorarían entre sí. c| Y Platón prueba que sin leyes viviríamos como animales. a| Nuestro espíritu es un instrumento errabundo, peligroso y temerario; es difícil añadirle orden y mesura. Y en estos tiempos vemos a los que poseen alguna singular excelencia por encima de los demás y alguna vivacidad extraordinaria, desbordados, casi todos, en la “b| Ahora bien, las leyes mantienen su crédito no porque sean justas, sino porque son leyes. Éste es el fundamento místico de su autoridad; no tienen otro… Quien las obedezca porque son justas, no las obedece justamente por el motivo correcto.” Los ensayos. III, 13, pp.1601-1602 801 “b| Y aun nuestro derecho tiene, según dicen, ficciones legítimas sobre las que funda la verdad de su justicia”. Los ensayos. II, 12, p.799. 802 Luego de haberse casado con Enrique de Navarra, y luego de que éste lograra escapar, en 1576, de la corte parisina -donde se hallaba cautivo luego de la noche de san Bartolomé- para abrazar nuevamente la fe calvinista, Margarita logrará reunirse con su marido en septiembre de 1578, en la ciudad de Burdeos. Instalada ya en la zona de la Aquitania, la reina convertirá a su corte de Nérac (en donde permanecerá hasta 1582) en un notable centro cultural, y, en febrero de 1579, participará activamente de una conferencia política en la que enfrentarán católicos y protestantes. Ante esta particular situación, y habiendo leído la traducción de La Théologie naturelle de Sibiuda realizada por Montaigne en 1569, la princesa parece haber solicitado a nuestro ensayista -asiduo concurrente de la corte de Nérac, y gentilhombre de la cámara del rey de Navarra desde 1577-, que le proveyera de su socorro para enfrentar a los teólogos calvinistas; a lo que Montaigne responderá con su “Apología”. En efecto, los estudiosos contemporáneos han solido identificar al siguiente pasaje como una evidencia más en favor de esta historia: “a| Vos, por quien me he esforzado en extender un cuerpo tan largo en contra de mi costumbre, no rehusaréis defender a vuestro Sibiuda mediante la forma ordinaria de argumentar según la cual os instruyen todos los días, y ejercitaréis con ello vuestro ingenio y vuestro estudio. Este último recurso de esgrima [es decir, el del pirronismo] no debe ser empleado, en efecto, sino como un remedio extremo. Es un golpe desesperado, en el cual debéis abandonar vuestras armas para hacer que vuestro adversario pierda las suyas, y un recurso secreto, del que uno debe valerse rara y reservadamente”. Los ensayos, II, 12, pp.834-835. En tal sentido, cabe señalar que la tradición que sostiene que la “Apología” está dirigida a Margarita es relativamente reciente en el campo de los estudios montaigneanos. Es Amaury Duval, encargado de una edición de los Ensayos realizada en 1827, quien afirma que el “Vos” del pasaje que hemos citado refiere a la princesa, y se basa para en un ejemplar de los Essaisque contenía una anotación de Pierre-Charles Jamet, bibliófilo del siglo XVIII, quien dice haber conocido la identidad de la destinaria a través de Hilarion de Coste en persona, primer biógrafo y contemporáneo de los últimos años de Margarita, fallecida en 1615. Este hecho es relatado en por Joseph Coppin (Montaigne traducteur de Raymond Sébond, Lille, Morel, 1925), estudioso de Montaigne que identifica en las Mémoires de la princesa un pasaje en el que Margarita probablemente refiere, y con gran entusiasmo, al Libro de las criaturas de Sibiuda. Para profundizar en las razones políticas, religiosas y filosóficas de este posible encargo, puede consultarse el excelente artículo de José Raimundo Maia Neto: “O contexto religioso-político da contraposição entre pirronismo e academia na «Apologia de Raymond Sebond»”, Kriterion, Belo Horizonte, 126, 2012, pp.351-374. 800 229 licencia de opiniones y comportamientos. Es un milagro encontrar a alguno sereno y sociable. Con razón se le ponen al espíritu humano las barreras más estrictas que se puede. En el estudio, como en lo demás, hay que contarle y ordenarle los pasos, hay que adjudicarle por medio del arte los límites de su caza. a2| Se le refrena y atenaza mediante religiones, leyes, costumbres, ciencia, preceptos, penas y recompensas mortales e inmortales; aun así, vemos que, por su volubilidad y disolución, escapa a todos esos lazos. Es un cuerpo vano, que no tiene por donde ser aferrado ni dirigido; un cuerpo vario y disforme, en el que no puede establecerse nudo ni asidero… b| El espíritu es una espada temible para su mismo poseedor si uno no sabe armarse con ella de manera recta y juiciosa. c| Y no hay animal al que con mayor justicia haya que poner anteojeras para mantenerle la vista sujeta y fija hacia adelante, y para evitar que se extravíe a un lado u otro fuera de los carriles que el uso y las leyes le trazan. a| Por tanto, será mejor que os ciñáis al camino acostumbrado, sea el que fuere, que emprender el vuelo a esta licencia desenfrenada.803 Es por ese motivo, y no por otro, que Montaigne se aleja de la Reforma. Es por esto mismo que siente hastío por las novedades, sugiriendo a Margarita actuar con mesura y moderación. Es por eso que afirma, no sin cierto alivio, que las leyes le han hecho un gran favor al elegirle amo y partido804. Es por eso que sostiene que la mejor condición política -o teológico-política- para cada estado es aquella en la cual dicha nación se ha sostenido sin turbaciones a lo largo del tiempo805. Es por eso mismo que, de acuerdo con la interpretación que aquí hemos intentado defender, Montaigne parece recurrir al pirronismo a fin de utilizarlo como una herramienta política. El pirronismo, en efecto, había mostrado que las leyes y costumbres no tenían sino un valor convencional y, al mismo tiempo, que toda búsqueda en relación con el valor de verdad de esas convenciones debe conducir a los individuos a una disputa sin otro final razonable que la suspensión de juicio. Por todo ello, pese al horror que le provocan las feroces conductas de algunos de los miembros de su propio partido, y a partir de las consecuencias inconvenientes que ha visto en las innovaciones reformistas, Montaigne intentará sostener públicamente una tercera posición. Siguiendo el criterio de observación vital de los pirrónicos, vivirá sin Los ensayos. II, 12, pp.836-837. “b| Las leyes me han ahorrado un gran trabajo; me han elegido partido y me han otorgado un amo. Cualquier otra superioridad y obligación debe ser relativa a ésta, y someterse a sus límites… La voluntad y los deseos tienen su ley en sí mismos; las acciones han de recibirla del ordenamiento público”. Los ensayos. III, 1, p.1187. 805 “b| No por opinión sino en verdad el Estado excelente y mejor es para cada nación aquel bajo el cual se ha mantenido. Su forma y su ventaja esencial dependen del uso. Nos disgustamos fácilmente de la situación presente. Pero considero, sin embargo, que desear el gobierno de unos pocos en un Estado popular, o en la monarquía otra especie de gobierno, es vicio y locura”. Los ensayos. III, 9, p.1426. 803 804 230 dogmatizar, guiando su conducta por la tradición de leyes y costumbres heredadas. No será güelfo ni gibelino; ni hugonote ni papista. Será un católico escéptico; o, a mejor decir, un católico sin dogma806. 4. Un ciudadano del mundo, o la alegría de vivir con otros L’Univers est une espece de Livre dont on n’a lû que la prémiére page, quand on n’a vû que son Païs. Fougeret de Monbron, Le Cosmopolite En los capítulos 8 y 9 del libro I de su diálogo De Constantia, editado por primera vez en medio de los conflictos confesionales europeos807, el estoico Justo Lipsio (1547-1606) retrata dos actitudes propias de los hombres vulgares: en primer lugar, la de llorar sus males privados como si fueran públicos; en segundo, la de despreocuparse de los males ajenos cuando se encuentran exentos de ellos. El primero de estos comportamientos es caracterizado por el autor como un “ambicioso fingimiento”, un fraude por medio del cual los hombres semejan sentir un mal público con el mismo sentimiento con el que lamentan un mal particular siendo que, en realidad, hacen exactamente lo contrario. “Lo que realmente te atormenta es lo que traes dentro del pecho”808, señala Langio a Lipsio. Los males públicos movilizan el ánimo de estos hombres vulgares sólo en la medida en que pueden afectarlos en forma privada; de modo inverso, en tanto las preocupaciones y dificultades afectan a quienes presuntamente les son ajenos, ellas los traen sin cuidado, e incluso hasta parecen regocijarlos. Por tal motivo -indica el preceptor a su discípulo- si la guerra civil que por ese entonces afectaba a Flandes809 hubiera tenido lugar en Etiopía o India, dicho suceso hubiera pasado inadvertido para la inmensa mayoría de estos hombres. ¿Por qué razón? Simplemente, “porque aquella no es nuestra patria”810, responderían ellos. Ahora bien, cuestiona nuevamente Langio, el director de conciencia de Lipsio: Sylvia Giocanti realiza una lectura de Montaigne en la cual muestra de qué modo esta irresolución del ensayista conduce inevitablemente hacia la increencia. He ahí el efecto intrínseco del libertinismo de los Ensayos. Al respecto, véase Penser l’irrésolution: Montaigne, Pascal, La Mothe Le Vayer. Trois itinéraires sceptiques. Paris, Honoré Champion, 2001. 807 El título completo de la obra es el siguiente: De Constantia Libri Duo, Qui alloquium praecipue continent in Publicis malis (Antwerp, Plantijn, 1584). 808 Justo Lipsio, De la constancia, Sevilla, Matías Clavijo, 1616, I, VIII, p.24. 809 El conflicto al que refiere Lipsio es la famosa Guerra de los Ochenta Años, que enfrentó a las Diecisiete Provincias de Flandes contra su hasta entonces soberano, el rey de España. La rebelión contra el monarca hispánico comenzó en 1568 y finalizó en 1648, con la Paz de Westfalia. Su consecuencia más importante fue el reconocimiento de la independencia de las siete Provincias Unidas, hoy conocidas como Países Bajos. 810 De la constancia, I, IX, p.27. 806 231 ¿Aquellos hombres y tú no tenéis un mismo origen y una misma naturaleza? ¿No estáis debajo de un mismo cielo, y en una misma redondez de la tierra? ¿Juzgáis por patria estos pocos montes que ciñen estos ríos? Yerras; todo el mundo es patria, donde quiera que los hombres nazcan de aquella celestial semilla. Pregunto uno a Sócrates de dónde era. Le respondió directamente: de todo el mundo. Porque el ánimo grande y elevado no se encierra en los límites puestos por la opinión, sino que todo el universo es suyo, por medio de la imaginación y el entendimiento811. A diferencia de los hombres vulgares, los hombres de entendimiento -siguiendo el ejemplo de Sócrates- son capaces de librarse de los grilletes que las opiniones comunes imponen a la libertad del juicio. Son estas almas fuertes quienes, además, supeditando el lazo nacional al universal, contraponen su modo de ser a esta actitud municipal, siendo capaces de sentir que el mundo entero es su patria, y todos los hombres sus compatriotas. Es ésa la lección principal que Lipsio toma del maestro de Platón: el chauvinismo no conduce sino a la ceguera del entendimiento, y esta ceguera, a su vez, no provoca sino el fanatismo y la exaltación de lo propio, dando lugar a una despreocupación por -y un menosprecio de- lo ajeno. Es esa misma lección la que Michel de Montaigne aprenderá de Sócrates, y de su propio amigo Lipsio. En tal sentido, los Essais no sólo condensan en sus páginas una posición política y teológica de suma cautela, sino que también pueden ser comprendidos como un ejercicio filosófico de reconocimiento de la diversidad; como un relato fascinante de la inmensa variedad y pluralidad de la que los hombres son capaces. Y el Journal de voyage, a su vez, bien podría ser entendido como la puesta en práctica (a la vez que como una confirmación) de algunas de las lecciones éticas aprendidas por nuestro ensayista durante sus primeros diez años de reflexión y escritura. En efecto, como pretendemos poner en claro a lo largo de este último apartado, íntegramente abocado a analizar la experiencia del viaje, tanto en los ensayos de su juicio como en los ensayos de su acción privada, Montaigne nunca dejará de retomar aquella primordial lección aprendida de Sócrates: el sabio, ante todo, deberá poseer un espíritu cosmopolita, ser un ciudadano del mundo. Dicho esto, podemos afirmar que el camino que nos resta por recorrer es el siguiente: en primer lugar realizaremos un repaso por los motivos que conducen a Montaigne a emprender su huida, señalando al hastío de la situación política y al anhelo de la alteridad como dos de sus razones principales. Luego analizaremos la importancia 811 De la constancia, I, IX, p.27 232 brindada por el ensayista a los viajes de biblioteca, para, más tarde, acompañarlo por sus travesías por Europa. A partir de este tercer paso creemos poder mostrar con cierta claridad en qué medida aquellas lecciones teóricas aprendidas por medio del estudio y la reflexión pudieron ser puestas en práctica, incitando a Montaigne, además, a instrumentar todos los medios necesarios para ser oficialmente reconocido como ciudadano de Roma. El valor simbólico de este título honorífico será analizado en nuestra cuarta sección; luego de la cual volveremos nuestra mirada sobre las propias lecciones pedagógicas que Montaigne brinda a su discípulo ideal. El objetivo final de todo el recorrido es comprender de qué modo el cosmopolitismo defendido y practicado por el ensayista adquiere, en su particular contexto histórico e intelectual, un carácter y un valor muy notable. En efecto, el talante universal del sabio, y el gozo desprejuiciado de la diversidad, se encuentran en las antípodas de los principios chauvinistas y facciosos que parecen haber guiado por ese entonces las opiniones y acciones de la inmensa mayoría de los hombres. Ese talante, también, parece poco coincidente con el asiduo carácter conformista, o hasta conservador, que se ha atribuido a las posiciones filosóficas de Michel de Montaigne. 4.1. Huir hacia lo ajeno, o la experiencia del viaje Aun habiendo sido un período particularmente agitado en términos políticos y teológicos, el siglo XVI fue también un siglo de grandiosos descubrimientos geográficos y astronómicos. Un siglo en el cual tanto el carácter ilimitado del firmamento como la inmensidad de nuestro propio planeta comenzarán a develarse en toda su plenitud. Un siglo en el que, según palabras de Alexandre Koyré, el mundo dejará de ser un espacio cerrado y definido para devenir un universo infinito812. La creciente influencia de la teoría copernicana y los viajes transatlánticos de Colón marcarán una época, dando paso a una verdadera revolución cultural, política y económica. Pero como toda revolución ocurrida en la historia de la humanidad, dicho proceso provocará dos actitudes contrapuestas: por un lado, la de los reaccionarios, es decir, la de quienes se mostrarán incapaces de superar los prejuicios de su civilización natal y señalarán la barbarie de las costumbres diferentes a las propias; por el otro, la de los entusiastas, esto es, la quienes contemplarán el estallido de los límites de mundo como una posibilidad inédita de abocarse de lleno a la experiencia del otro. El título original de la obra de Alexandre Koyré es From the closed world to the infinite universe, y ha sido traducido al español como Del mundo cerrado al universo infinito, Madrid, Siglo XXI, 1998. 812 233 Itinerario del viaje realizado por Michel de Montaigne (1580-1581) 234 Retomando la metáfora de Koyré, lo que intentaremos indicar en esta primera sección es el modo particular en el que Michel de Montaigne da cuenta, a través de sus escritos y reflexiones, de esa sensación de creciente diversidad. El espacio del mundo se abre ante sus ojos y hace manifiesta la existencia de una inmensa cantidad de seres y culturas, las que, a su vez, comportan distintas opiniones, hábitos ycostumbres. En tal sentido, acordamos plenamente con Ezequiel de Olaso en cuanto afirma, a propósito del descubrimiento de América, que Montaigne fue uno de los humanistas que experimentó con mayor profundidad aquel acontecimiento, y, también, uno de los intelectuales que mejor representó en sus textos este estallido de los límites del mundo y su consecuente diversificación813. Siendo también, como hemos intentado mostrar en nuestras consideraciones precedentes, un filósofo que supo develar con gran precisión el carácter contingente, arbitrario y enceguecedor del hábito y la costumbre814. Hecha esta observación general, y siguiendo las propias afirmaciones de Montaigne, podemos identificar tres motivos que incitan la huida del ensayista hacia lo ajeno: el primero de ellos refiere al deseo de cosas nuevas y desconocidas, al deseo de experimentar el plaisir de la varieté815; el segundo, contracara del anterior, radica en el hartazgo producido por aquellos hábitos y costumbres excesivamente frecuentados, es decir, aquellas formas de ser que embotan el entendimiento y apagan el ingenio; el tercero, por último, en el descontento que le producen los conflictos permanentes en los que se ha visto sumida Francia luego de la Reforma iniciada por los hugonotes. Son esos motivos, sin más, los que llevarán a intentar limar su cerebro con el del otro; los que conducirán primero a través de los librosy más tarde sobre su montura- a ensayar la alteridad. Como ya hemos señalado varias veces, la Francia del siglo XVI -y, más en particular, la región de la Aquitania en la que vivió durante toda su vida Montaigne- fue un testigo dilecto de los conflictos civiles y militares ocasionados por los desacuerdos entre católicos y protestantes816. Destacamos nuevamente este hecho, pues entendemos que el “El descubrimiento de América produce una relativización general de las creencias de los europeos y Montaigne es el intelectual que refleja con fuerza esa profunda experiencia histórica. Se ha debatido mucho si Montaigne es uno de los fundadores del relativismo cultural moderno. En muchos pasajes hay buenas razones para sostener esa hipótesis”. Ezequiel De Olaso, “El Escepticismo antiguo en la génesis y desarrollo de la filosofía moderna”, en Ezequiel De Olaso (Comp.), Del Renacimiento a la Ilustración. Volumen I, Madrid, Trotta, 1994, p.143. 814 Al respecto, Craig Brush señala: “Montaigne fue uno de los pensadores más importantes del Renacimiento en reconocer la relatividad de la moralidad social en la ley, en la costumbre y en la política”. Craig Brush, Op.cit., p.151. 815 “b| No ignoro que, si lo tomamos al pie de la letra, el placer de viajar es prueba de inquietud e irresolución. Por otra parte, éstas son nuestras características principales y predominantes. Sí, lo confieso, no veo nada, ni siquiera en sueños, ni con el deseo, donde pueda detenerme; sólo me satisface la variedad, y la posesión de la diversidad, si es que me satisface alguna cosa”. Los ensayos. III, 9, p.1473. 816 “b|Las guerras civiles tienen algo peor que las demás guerras: nos ponen a todos al acecho en nuestra propia casa. Es una situación extrema ser hostigado incluso en el propio hogar y retiro doméstico. El lugar donde 813 235 contexto histórico, político e intelectual frente al cual reaccionó nuestro ensayista tiene en dichos acontecimientos un condimento insoslayable. En efecto, más allá de haber invertido grandes esfuerzos para poner de manifiesto la arbitrariedad con la que sus contemporáneos condenaban, por ejemplo, la presunta barbarie que entrañaba el canibalismo practicado por los indígenas de la France Antarctique, y de haber reaccionado frente a este prejuicio cultural que llevaba a sus congéneres a condenar todo aquello que les resultaba ajeno permaneciendo ciegos, además, para con sus propios vicios y crueldades817-, Montaigne parece haber sufrido particularmente este clima de inestabilidad e intolerancia que asoló por más de treinta años las zonas aledañas a su señorío818. En tal sentido, podríamos afirmar que la huida del ensayista -primero de las funciones públicas hacia el interior de su biblioteca, y luego desde su propio castillo hacia tierras lejanas y desconocidas-, y el deseo de lo diverso, guardan una íntima relación con su incomodidad ante este acontecimiento particular. En efecto, podríamos suponer, incluso, que lo que Montaigne observa en las disputas teológicas y confesionales, y en las guerras civiles que ellas provocan, es la materialización misma de la presunción humana, y de la intolerancia; el más claro signo de barbarie, la imposibilidad de comprender y de convivir con aquel que concibe el mundo desde una perspectiva diferente, por el simple hecho de que su parecer es producto de resido es siempre el primero y el último en sufrir los embates de nuestros disturbios, y en él la paz nunca presenta un semblante completo”. Los ensayos, III, 9, p.1447. 817 Una sola referencia extraída de “Los caníbales” bastará para ejemplificar esta actitud y esta crítica del ensayista: “a| Ahora bien, me parece, para volver a mi asunto, que nada hay en esta nación [de los tupinambos] que sea bárbaro y salvaje, por lo que me han contado, sino que cada cual llama «barbarie» a aquello a lo que no está acostumbrado. Lo cierto es que no tenemos otro punto de mira para la verdad y para la razón que el ejemplo y la idea de las opiniones y los usos del país donde nos encontramos. Ahí está siempre la perfecta religión, el perfecto gobierno, el perfecto y cumplido uso de todas las cosas”. Los ensayos, I, 30, p.279. Al respecto, puede verse -entre muchos otros textos el de- Alejandro Fielbaum, “El entre-lugar del caníbal: crueldad, costumbre y escritura en Montaigne”, Revista de Humanidades, Universidad Nacional Andrés Bello, 23, junio 2011, pp.43-64. 818 Stephen Toulmin ha señalado lo siguiente en referencia a la vida de René Descartes: “Cuando estalló la Guerra de los Treinta Años en 1618, Descartes tenía veinte y tantos años solamente; y cuando concluyó, en 1648, a Descartes sólo le quedaban dos años de vida. Es decir, que toda su vida la pasó a la sombra de dicha guerra”. Stephen Toulmin, Op.cit., p.99. Trazando un paralelo con esta caracterización del momento histórico que tocó transitar a Descartes, podemos decir que Michel de Montaigne vivió toda su vida adulta -desde sus 29 años hasta sus 59- bajo la sombra de las guerras civiles de religión, habiendo incluso muerto sin conocer la resolución definitiva del conflicto. Peter Burke sostiene, en cierta consonancia con nosotros, que su retiro fue algo así como un exilio político: “¿Por qué se retiró? La explicación más obvia es la política. Más tarde, Montaigne describió sus propiedad como «mi refugio para librarme de las guerras» (II, 15). En 1570, el furor de las guerras civiles duraba desde hacía ocho años”. (Peter Burke, Op.cit., p.11). Stefan Zweig también coincide en esta interpretación: “La auténtica tragedia de la vida de Montaigne consistió en tener que ser testigo impotente de esta horrible recaída del humanismo en la bestialidad. […] Ya no existe seguridad en la tierra: este sentimiento básico refleja necesariamente, desde el punto de vista de Montaigne, en lo espiritual, y por eso hay que tratar de encontrarla fuera del mundo, fuera de la patria y fuera de la época, negarse a formar parte del coro vocinglero de los posesos y los asesinos, crear la propia patria, el propio mundo”. Stefan Zweig, Montaigne, pp.16-18. Ralph Waldo Emerson, por su parte, sostiene una hipótesis un tanto diferente, pero igualmente validada por muchas aseveraciones del propio Montaigne: “Había vivido en los tribunales el tiempo suficiente para sentir un disgusto furioso por las apariencias. […] Había visto a tantos caballeros de larga toga que ahora deseaba vivir entre caníbales y se ponía tan nervioso ante la vida ficticia que opinaba que el hombre es tanto mejor cuanto más bárbaro”. Ralph W. Emerson, “Montaigne, o el escéptico”, en Hombres representativos, Buenos Aires, Losada, 1991, p.113. 236 particularidades históricas diversas. Montaigne constata, en efecto, por medio de las masacres que se cometen casi a diario a su alrededor, que la crueldad, el fanatismo y la intolerancia se han convertido en moneda corriente, e incluso en hábitos propios de los hombres con quienes le ha tocado convivir. b| Veo no una acción, ni tres, ni cien, sino costumbres cuya práctica es común y admitida, que son tan feroces por su inhumanidad sobre todo, y por su deslealtad, para mí la peor clase de vicio, que no tengo ánimos para concebirlas sin horror. Y me asombran casi tanto como las detesto. El ejercicio de estas maldades insignes es prueba de vigor y de fuerza del alma tanto como de error y de desorden819. Este pasaje nos ilustra con claridad el desagrado de Montaigne frente al feroz espectáculo que observa a su alrededor, y del que nadie se encuentra exento. Pues, como él mismo afirma, incluso la facción más justa no deja de formar parte de un cuerpo corrupto y podrido820. En efecto, si a dicha turbación de ánimo somos capaces de añadir aquellas otras reflexiones del ensayista en relación con la fuerza inercial de la costumbre, y, en consecuencia, en relación con la arbitrariedad y contingencia de todo modo de ser, de toda opinión y de toda creencia, quizás seamos capaces de comprender con mayor claridad sus deseos de libertad. Montaigne anhela alejarse del espectáculo de desenfreno que acontece a su alrededor821, y aspira, también, a sobreponerse a aquellos prejuicios que, como el resto de los hombres, ha mamado con la leche materna. Pues, son esas mismas prevenciones expresándonos en términos cartesianos- las que hablan a través de los labios de quienes juzgan sin demora la heterodoxia de aquellos que sostienen opiniones diversas, incluso siendo capaces de recurrir al hierro y al fuego con tal de extender entre esos otros su propio parecer. Es cierto que el exilio interior resulta para el hombre de entendimiento un recurso muy valioso a fin de establecer cierta distancia respecto de las opiniones comunes, pero no Los ensayos. III, 9, p.1425. “b| En estos desgarros y divisiones de Francia en que hemos caído, observo que cada cual se esfuerza por defender su causa, pero, aun los mejores, mediante la simulación y la mentira… La facción más justa no deja de formar parte de un cuerpo podrido y corrupto”. Los ensayos. III, 9, p.1482. 821 “b| La otra causa que me incita a estos paseos es el desacuerdo con las costumbres actuales de nuestro Estado. Me consolaría fácilmente de esta corrupción en lo que concierne al interés público, pero, en cuanto al mío, no. Me oprime de manera demasiado particular. Porque en mí vecindad, últimamente, a causa de la larga licencia de las guerras civiles, hemos envejecido en una forma de Estado tan desenfrenada, que en verdad es asombroso que pueda mantenerse”. Los ensayos. III, 9, p.1424. Unas páginas más adelante, Montaigne refuerza esta misma idea: “b| A quienes me piden cuentas de mis viajes suelo responderles que sé muy bien de qué huyo, pero no qué busco. Si me dicen que entre los extranjeros acaso no haya más salud, y que sus costumbres no son mejores que las nuestras, respondo en primer lugar que es difícil…; en segundo lugar, que no deja de ser una ganancia cambiar una situación mala por una incierta, y que los males ajenos no deben dolernos como los nuestros”. Los ensayos. III, 9, p.1449. 819 820 237 es menos cierto que el viaje, es decir, la huida de lo presuntamente propio, tampoco deja de ser concebida como una opción viable. En el caso particular del ensayista, esta opción parece resultar doblemente benéfica, pues al mismo tiempo que el éxodo parece servirle para resguardarse de ese atroz escenario francés822, también puede satisfacer aquel otro deseo: el de experimentar la diversidad, el de vivir en carne propia la diferencia. Así pues, guiado por este doble factor823, Montaigne comienza un proceso de desarraigo que lo llevará primero en una travesía imaginaria a través de las páginas de los diarios de viajeros y las historias antiguas, y, más tarde, a una extendida cabalgata por diversos países de la Europa de su tiempo. 4.2. En la carabela de piedra El 28 de febrero de 1571, es decir, el mismo día en el que cumplía treinta y ocho años, y luego de quince años ininterrumpidos en la función pública, Michel de Montaigne tomó como ya señalamos más arriba- una de las decisiones más importantes de toda su existencia: cansado de la esclavitud que significaba para sí la labor política y jurídica que había desempeñado hasta ese momento para cumplir con las expectativas paternas; hastiado del carácter arbitrario y artificioso de las leyes francesas824; horrorizado ante el desolador panorama de las guerras civiles de religión, decidirá retirarse y refugiarse en su castillo, en su arrière-boutique, con el fin de pasar libre y plácidamente lo que le quedaba por vivir; tal como ha quedado grabado en aquella inscripción que adornaba una de las paredes de su biblioteca. Inicia de este modo su particular búsqueda de lo diverso. Libre de las ataduras temporales, de las obligaciones mundanas exteriores, en un escondrijo en el que cuenta con más de mil volúmenes, Montaigne se dispone a realizar sus viajes de biblioteca, sus periplos imaginarios825. Pues, como bien se ha dicho, la mayor parte de las travesías del ensayista no 822 “Ante tal espectáculo, Montaigne quiere liberarse de ese ambiente oscuro y decadente. La huida aparece como la única salida posible: se declara cosmopolita, e intenta desesperadamente instalarse, siquiera a través de la ficción, en el desarraigo”. Jesús Navarro Reyes, La extrañeza de sí mismo, p.190. 823 Jesús Navarro Reyes ha especificado con claridad estos dos aspectos que favorecen el periplo montaigneano: “La huida de lo propio y el deseo de lo diverso son los dos motores del descubrimiento cultural mediante el cual Montaigne pretende mostrar a su propio juicio que el mundo puede ser distinto de cómo está acostumbrado a verlo. Esta actitud se refleja en su gusto por los viajes, que justifica en parte como huida y en parte como búsqueda”. Ibíd., p.192. 824 Para considerar la elocuente crítica que Montaigne realiza al sistema judicial francés, y a la arbitrariedad y artificialidad del lenguaje jurídico, véase el capítulo “La experiencia” (III, 13). 825 “La amplia biblioteca de cerca de mil ejemplares que enmarcaban su estudio en la tercera planta de la torre que le sirve de refugio le suministraban la ocasión de frecuentar los vericuetos de la cultura clásica y los primeros atisbos de la historia moderna y la de los primeros descubrimientos de los nuevos mundos”. José Miguel Marinas y Carlos Thiebaut, Op.cit., p.ix. 238 han sido realizadas con los pies, sino tan sólo con la mente826. Así, alista su trastienda y hace de ella una carabela de piedra827 que lo conducirá al encuentro de los más exóticos personajes, de las más extravagantes costumbres, de las más excéntricas creencias. Sus pies echan a andar por el recinto, y con la oscilación de la caminata su propia mente se transporta828 hasta la Roma antigua, hasta la Francia Antártica, hasta el Imperio de los Aztecas, hasta Esparta y Atenas. Una vez allí, en esta particular trastienda, Montaigne se relacionará con los más diversos autores, conocerá las más variadas ideas filosóficas a través de la lectura de Diógenes Laercio, se enterará de los asuntos privados de los héroes antiguos a través de las Vidas de Plutarco829 -en la versión de Jacques Amyot- y conocerá las más excéntricas formas de vida a partir de los relatos de viajeros. En particular, entablará una relación directa con los clásicos latinos, como nos lo señala en el capítulo que dedica a los libros830. Y nunca parece haber podido desprenderse de todo de la impronta que le produjo aquella primera lectura de la niñez: la Metamorfosis de Ovidio831. Montaigne comprende claramente cuánto provecho puede sacar un lector diligente de esta actividad, y sabe, del mismo modo que René Descartes, cuánto se asemeja la lectura “Pese a su gusto por los viajes, no puede decirse que Montaigne fuera un gran viajero, al menos en comparación con los grandes viajeros del Renacimiento. En III, 9 nos confiesa con cierta tristeza que apenas ha perdido de vista sus veletas. […] Lo cierto es que, por diversos motivos, se vio obligado a viajar más con la imaginación que con las piernas, tarea para la cual fueron de gran ayuda los incontables volúmenes de su biblioteca”. Jesús Navarro Reyes, La extrañeza de sí mismo, pp.196-197. 827 Hemos tomado la expresión de Ezequiel Martínez Estrada: “Vocación asfixiada en Montaigne es la del viajero, del peregrino; del vagabundo, mejor dicho. Tiene la pasión de andar, una inquietud de su cuerpo que se propaga al espíritu, o viceversa. Ha hecho de su biblioteca una carabela de piedra… Constantemente está en marcha pensando y paseando”. Ezequiel Martínez Estrada, “Estudio Preliminar”, en Ensayos, Buenos Aires, Clásicos Jackson, 1956, pp. xvii-xviii. 828 “b| Mis pensamientos duermen si los mantengo en reposo. Mi espíritu no avanza tanto solo como si las piernas lo mueven”. Los ensayos. III, 3, pp.1236-1237. 829 Es Montaigne mismo quien nos hace conocer su fascinación por estos dos autores clásicos: “a| Ahora bien, los que escriben vidas, dado que se ocupan más de las decisiones que de los resultados, más de lo que surge de dentro que de lo que ocurre fuera, me convienen más. Por eso, mire como se mire, Plutarco es mi hombre. Me produce gran pesar que no tengamos una docena de Laercios, o que no sea más extenso, c| o más entendido. a| Porque no tengo menos curiosidad por conocer las fortunas y la vida de esos grandes preceptores del mundo que por conocer la variedad de sus opiniones y fantasías.” Los ensayos, II, 10, p.598. Stephen Toulmin remarca la importancia que poseyó la recuperación de la historia y la literatura antigua a la hora de brindar a los humanistas del Renacimiento un panorama más amplio de la diversidad del cosmos, y de la variabilidad de la condición humana: “Asimismo, la recuperación de la historia y la literatura antiguas contribuyó poderosamente a intensificar su sensibilidad hacia la diversidad caleidoscópica y la dependencia contextual de los asuntos humanos. Las distintas variedades de la falibilidad humana, antes no tenidas en cuenta, empezaron a ser ensalzadas como consecuencias maravillosamente ilimitadas del carácter y la personalidad del ser humano”. Stephen Toulmin, Op.cit., p.55. 830 “a| Apenas me intereso por los [libros] nuevos, pues los viejos me parecen más ricos y más vigorosos; ni por los griegos, pues mi juicio no es capaz de sacar provecho de una comprensión pueril y primeriza”. Los ensayos. II, 10, p.588. 831 “a| Mi primer gusto por los libros me vino del placer de las fábulas de la Metamorfosis de Ovidio. En efecto, cuando tenía siete u ocho años rehuía cualquier otro placer para leerlas”. Los ensayos. I, 25, p.230. Peter Burke desliza la importancia de esta lectura infantil en la posterior concepción que el ensayista posee del mundo natural: “Montaigne era consciente del cambio, casi hasta extremos de obsesión. Resulta coherente que su lectura favorita de infancia hubiera sido las Metamorfosis de Ovidio, puesto que el cambio es, junto con otras formas de diversidad, un tema central de sus ensayos”. Peter Burke, Op.cit., p.72. 826 239 de los clásicos a las travesías realizadas por tierra y por mar832. Los libros le permiten conversar con las personas más distinguidas de los siglos pasados; quienes se convierten, al mismo tiempo, en la mejor y más importante compañía que todo hombre de entendimiento debe poseer. En efecto, en el capítulo titulado “Tres relaciones” (III, 3), Montaigne establece con claridad cuál es la importancia que debe otorgarse a esta interacción con los libros. Allí, luego de analizar la relación que vincula a los hombres con otros hombres, y las relaciones que pueden establecerse entre los hombres y las mujeres, Montaigne reflexiona acerca de este tercer modo de vínculo que el ser humano tiene la posibilidad de establecer: b| Estas dos relaciones [con los hombres y con las mujeres] son fortuitas y dependientes de los demás. Una es enojosa por su rareza; la otra se marchita con la edad… La de los libros, que es la tercera, es mucho más segura y más nuestra. Cede a las primeras las otras ventajas, pero tiene a su favor la constancia y la facilidad de su servicio. Ésta acompaña toda mi vida, y me asiste por todas partes.833 Amante de los libros, Montaigne considera que no existe mejor ni más fiel compañía para la vida humana que la que ellos prestan834. Y son estos mismos, en efecto, los que le permiten viajar sin moverse de su torre; los que le permiten realizar esta primera etapa de desarraigo, este primer movimiento de descentramiento del juicio. Como bien lo ha señalado Jesús Navarro: Los libros de historia y los de viajes le mostraban aquellas tierras y aquella diversidad de costumbres que tanto anhelaba conocer. Gracias a ellos puede culminar el proceso de descentramiento en dos sentidos distintos. En primer lugar, sus lecturas le ayudan a realizar un descentramiento temporal: Montaigne busca un lugar para su yo en otra época, huyendo del momento histórico que le tocó vivir. En segundo lugar imagina, gracias a sus lecturas, “Es casi lo mismo conversar con gentes de otros siglos que viajar”, afirma Descartes, que continúa del siguiente modo: “Es bueno saber algo de las de las costumbres de los diversos pueblos, para juzgar más acertadamente las nuestras, de modo que no pensemos que todo lo que no concuerda con nuestras modas es ridículo y contrario a la razón, como suele hacer aquellos que no han visto nada. Pero cuando se emplea demasiado tiempo en viajar, uno acaba por volverse extranjero en su propio país; y cuando se tiene demasiada curiosidad por las cosas que se hacían en los tiempos pasados, uno queda ignorante, por lo común, de las cosas que se practican en el presente”. René Descartes, Discurso del método, Buenos Aires, Colihue, 2004, Primera Parte, p.11. A propósito de esta referencia, cabe señalar que si bien Montaigne acordaría con las consideraciones que refieren a la posibilidad de ampliar nuestra mirada librándonos de la fuerza de la costumbre, difícilmente aceptaría como un factor negativo el volverse extranjero en su propio país; todo lo contrario. En efecto, el mayor provecho del viaje, como estamos intentando mostrar, reside en esta capacidad de borrar las barreras de la nacionalidad, y de posibilitar “abrazar a un polaco como a un francés”. 833 Los ensayos.III, 3, pp.1234-1235. 834 “b| No he encontrado mejor provisión para el viaje humano, y compadezco en extremo a los hombres de entendimiento que carecen de ella”. Los ensayos. III, 3, p.1236. 832 240 un descentramiento espacial que fundamentalmente se dirige hacia el Nuevo Mundo recién descubierto. En su afán por escapar de un nosotros temporal y espacial que lo asfixia, Montaigne idealiza la lejanía: frente a un presente caduco, busca la grandeza de los clásicos; frente a la Europa corrupta, la pureza del salvaje835. Montaigne se aleja primero con la imaginación; los libros le hacen sentir que habita entre los clásicos de Roma. Con ellos conversa, con ellos pasa largos períodos en su biblioteca, donde transcurren -según declara- “la mayor parte de los días de mi vida, y la mayor parte de las horas del día”836. Ellos están allí, tan cercanos como cualquier otra persona viva, o quizá más aún. Pues, como lo ha experimentado con su propio padre, la muerte no lo aleja de aquellos a quienes aprecia, o de sus seres amados: “b| [Los antiguos romanos] están muertos. También lo está mi padre, tan enteramente como ellos, y se ha alejado de mí y de la vida en dieciocho años tanto como éstos lo han hecho en mil seiscientos; no dejo, sin embargo, de abrazar y de cultivar su memoria, amistad y sociedad con una plena y vivísima unión”837. Mantiene con estos muertos una relación de extrema vivacidad. Los considera presentes a través de sus escritos, y aprovecha su compañía para instruirse en la diversidad de usos, costumbres y maneras. Es mediante esa íntima relación, que su biblioteca emplazada, como vimos en nuestro primer apartado, en el tercer piso de la torre de su château- parece haberse convertido en una suerte de espacio paralelo a aquel en el que transcurre el conflictivo siglo XVI francés. Al subir a ese recinto, Montaigne logra privacidad, intimidad, libertad de juicio. Se aleja de la multitud para acercarse a los hombres de entendimiento, a esas almas fuertes y ordenadas que son capaces de conducirse rectamente por un camino propio838; se aleja de las guerras y de las opiniones comunes, de los fanatismos, y experimenta el dulce sabor de la autonomía; se aleja de ese mundo en el que constantementese encuentra obligado a decidir, a tomar partido, y se introduce en aquel otro en el que puede en ampararse en la epoché, suspender su juicio y escuchar con atención las opiniones más diversas; se sustrae allí de toda relación “conyugal, filial y civil”, y se dispone a andar errante en medio de clásicos y caníbales. Navarro Reyes, Jesús. La extrañeza de sí mismo, p.197. Los ensayos. III, 3, p.1236. 837 Los ensayos. III, 9, p.1487. Como bien afirman los traductores del Diario de Viaje: “[Montaigne] se siente tan cercano o tan lejano de los habitantes de la Roma clásica como de su propio padre: los dieciocho años que le separan de su muerte son como los mil seiscientos que le separan de las de aquellos otros muertos clásicos.” Marinas, Miguel y Thiebaut, Carlos. Op.cit., p.xxv. La cursiva en nuestra. 838 “b| Lo cierto es que son pocas las almas tan ordenadas, tan fuertes y tan bien nacidas que pueda confiarse en su propia dirección, y que puedan, con moderación y sin temeridad, bogar con libertad de juicios más allá de las opiniones comunes”. Los ensayos, II, 12, p.837. 835 836 241 4.3. Con el culo en la montura Casi diez años duró esa primera etapa de viajes de biblioteca: desde el 28 de febrero de 1571 hasta el 22 de junio de 1580. Esta última es, sin duda, otra de las fechas simbólicas que determinaron la experiencia vital de Montaigne, y que contribuyeron, además -y he aquí lo que resulta más relevante para nuestra indagación-, al desarrollo de las múltiples y variadas reflexiones filosóficas que componen los Ensayos. Ese día, dijimos antes, hastiado de las guerras que acontecían a su alrededor839 y con anhelos de conocer con sus propios ojos aquella diversidad que hasta ese momento había experimentado sólo a través de la imaginación, Montaigne decide emprender un viaje. Una larga travesía a caballo que lo llevará por Francia, Suiza, Austria, Alemania e Italia, y que quedará minuciosamente documentado, casi día por día, en su Journal de voyage840. Montaigne huye y desea. Huye de la rutina, de la intolerancia de liguistas y hugonotes, de la ruina del Estado; desea experimentar la diversidad, conocer una realidad diferente de aquella en la que se encuentra sumido desde hace tantos años, frecuentar otras opiniones, observar y ensayar diversos modos de vida841. b| Viajar me parece un ejercicio provechoso. El alma se ejercita continuamente observando cosas desconocidas y nuevas. Y no conozco mejor escuela para formar la vida, como he dicho a menudo, que presentarle sin cesar la variedad de tantas vidas, c| fantasías y costumbres b| diferentes, y darle a probar la tan perpetua variedad de formas de nuestra naturaleza842. Es claro de qué huye; no lo es menos qué busca. Montaigne, como volverá a hacerlo explícito en su particular pedagogía, desea frotar su cerebro con el de otro; ensayar Stefan Zweig, quien debió sufrir el exilio en carne propia, es uno de los exégetas que más ha insistido en el hecho de que incluso en este refugio de su castillo, Montaigne no parece haber encontrado la distancia anhelada, pues, aun estando recluido en su torre, continuaban afectándolo las agitaciones de su época. Y es por ese mismo motivo, sostiene Zweig, que decide ir más lejos, que emprende un viaje con la intención de alejarse lo más posible del conflicto francés. Al respecto, véase Stefan Zweig, Op.cit., p.84 ss. 840 El manuscrito del Journal, olvidado durante mucho tiempo en un viejo arcón del castillo de Montaigne, fue descubierto de un modo fortuito por el abad Prunis en 1770, mientras realizaba diversas pesquisas para redactar una historia del Périgord. La primera edición fue puesta en la imprenta algunos años más tarde, en 1774, y estuvo a cargo de Meunierde Querlon, quien nos relata de qué modo está compuesto el texto: al manuscrito le faltaban algunas páginas iniciales, y un poco más de un tercio se encontraba redactado por un secretario, quien, presuntamente, escribía al dictado de su señor. El resto del texto pertenecía a la pluma de Montaigne, aunque gran parte de él estaba escrito en italiano. 841 b| El carácter ávido de cosas nuevas y desconocidas ayuda mucho a alimentar en mí el deseo de viajar, pero bastantes circunstancias contribuyen a ello. Me gusta alejarme del gobierno de mi casa. Hay cierto placer en mandar, aunque sea en una granja y en ser obedecido por los suyos. Pero es un placer demasiado uniforme y lánguido”. Los ensayos. III, 9, pp.1412-1413. 842 Los ensayos. III, 9, p.1451. 839 242 la diversidad de “mœurs et façons”, experimentar la alegría de vivir con otros. Así, con el pretexto de pasearse por los distintos baños de Europa en busca de una cura para su enfermedad, el cólico nefrítico que sufría desde algunos años atrás, el ensayista se lanza, al azar, en la búsqueda de lo diverso843. “Montaigne tiene siempre por principio: cuanta más variedad, mejor”844. Es por ello que se arroja al encuentro de lo desconocido, del otro, de lo Otro con mayúscula: “He ahí la grandeza realmente innovadora del autor de los Ensayos, la ilimitada apertura al Otro: persona, cultura, etnia, creencia”845. Montaigne busca liberar su juicio privado de aquellas ataduras a las que lo somete la costumbre y la necesidad política; intenta alejarse lo más posible de las creencias heredadas, de las constricciones de las leyes y la religión que le ha legado Pierre Eyquem, y no encuentra mejor manera de hacerlo que frecuentar todo aquello que es diferente de sí; anhela desligarse de su nosotros a través de un “juego de máscaras” en el que el fin último reside en la posibilidad de transfigurarse en otro846. Es bajo esos preceptos que realiza su travesía: acude al sitio de la ciudad de La Fère con el fin de presentarle al católico rey de Francia la primera edición de sus Essais. En Epernay, visita la Iglesia de Notre Dame, en cuyo cementerio se hallaba la tumba el mariscal Strozzi, primo de Catalina de Médicis y célebre por haber sido acusado de ateísmo; también mantiene un encuentro con el afamado teólogo Juan Maldonado, con 843 Transcribimos tan sólo un pasaje que puede representarnos el azaroso método de viaje de Montaigne: “c| Y me paseo por pasearme. Quienes corren en pos de un premio, o de una liebre, no corren. Corren quienes corren por juego, y para ejercitarse en la carrera. b| Mi plan [de viaje] puede dividirse en cualquier lugar. No se funda en grandes esperanzas; cada jornada es su propio objetivo. Y el viaje de mi vida se lleva a cabo de la misma manera”.Los ensayos, III, 9, p.1457. Una consideración similar registra su secretario en las páginas del Journal: “Quand on se plaignait à lui [a Montaigne] de ce qu’il conduisait la troupe par chemins divers et contrées, revenant souvent bien près d’où il était parti (ce qu’il faisait ou recevant l’avertissement de quelque chose digne de voir, ou changeant d’avis selon les occasions), il répondait qu’il n’allait, quant à lui, en nul lieu que là où il se trouvait, et qu’il pouvait faillir ni tordre sa voie, n’ayant nul projet que de se promener par des lieux inconnus ; et pourvu qu’on ne le vît pas retomber sur même voie et revoir deux fois même lieu, qu’il ne faisait nulle faute à son dessein”. Michel de Montaigne, Journal de voyage, Édition présentée, établie et annotée par Fausta Garavini, Paris, Éditions Gallimard, 1983, pp.153-154. En adelante, Journal. Como bien se ha señalado: “Es un viaje al azar, un viaje por amor al viaje o, mejor dicho, por amor al placer de viajar. Hasta este momento sus viajes han sido siempre, en cierta medida, prescritos por el deber, por encargo del Parlamento, relacionados con la corte o sus negocios, y más bien desplazamientos cortos. Esta vez se trata de un viaje en toda regla, sin otro objetivo que la eterna búsqueda. No tiene proyectos, no sabe que verá; al contrario, no quiere saberlo de antemano”. Stefan Zweig, Op.cit., p.90. 844 Ibíd., p.92. 845 Jean Lacouture, Op.cit., p.41. Para un análisis más amplio de esta cuestión, puede verse Tzvetan Todorov, “L'Etre et l'Autre: Montaigne”, Yale French Studies, 64, 1983, pp.113-144. 846 “En definitiva, vemos cómo Montaigne busca la identificación absoluta, la ruptura de las barreras sociales y culturales y la adopción de la diversidad como vía para la liberación del juicio. Aun siendo consciente de la imposibilidad de hacerse otro, Montaigne no cede en su intento. En sus viajes hace lo imposible por desligar su yo del nosotros del que procede, a través de la integración lúdica en un nosotros distinto, esperando que, a través de este juego de máscaras, el juicio se emancipe y se haga un poco más libre.” Jesús Navarro Reyes, Pensar sin certeza. Montaigne y el arte de conversar. Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2007, p.196. 243 quien discute sobre los baños y los conflictos religiosos847. En Vitry-le-François registra “tres historias memorables”, entre las que se cuenta la de “ocho mujeres de los alrededores de Chaumont en Bassigny complotadas, hace algunos años, para vestirse como hombres y continuar así su vida por el mundo”848. Ya en Suiza, se pasea sin mayores preocupaciones por tierras protestantes; recorre e inspecciona con todo cuidado sus iglesias,y experimenta “un placer infinito” al observar la libertad en la que viven los habitantes de algunos pequeños pueblos como el de Mulhouse849. En la Basilea de Erasmo y Castellion, mantiene distintos encuentros con eruditos y hombres de letras: el médico Félix Plater, el profesor de jurisprudencia Samuel Grynaeus, el autor del Theatrum vitae humanae, Théodore Zwinger, y el afamado jurisconsulto protestante François Hotman, quien había incluido en uno de sus manifiestos monarcómanos el Discours de la servitude volontaire de Étienne de La Boétie, y con quien más tarde Montaigne mantendrá correspondencia850. En Baden, como tantos otros lugares, “ensayará la diversidad de costumbres”851, comiendo y durmiendo según los hábitos del lugar específico en el que se encuentra. En Zúrich no mostrará reparos en mantener una larga conversación con un ministro zwingliano, ni en señalar que las enseñanzas de teólogo suizo se acercaban llamativamente a la de los primeros cristianos852. Constata, en Lindau, que “todas las ciudades imperiales tienen libertad de dos religiones, católica y luterana, según la voluntad de sus habitantes”853, y se lamenta de no haber llevado consigo un cocinero que pudiera aprender todos esos platos exóticos que allí probaba854. En Isny, “como era su costumbre, fue a encontrarse con un doctor en teología de la ciudad”, y mantiene con él una extensa discusión sobre el sacramento de la eucaristía855. En Augsburgo, vuelve a constatar que “los matrimonios ente católicos y luteranos se realizan ordinariamente, y quien más lo desea se 847 Journal, p.75. Montaigne se volverá a encontrar con Jean Maldonat en Roma, adonde el célebre jesuita español acudirá convocado por el papa Gregorio XIII a fin de realizar una edición griega de la Biblia. Journal, p.229. 848 Journal, p.77. 849 “MULHOUSE, deux lieues. Une belle petite ville de Suisse, du canton de Bâle. M. de Montaigne y alla voir l’église ; car ils n’y sont pas catholiques. Il la trouva, comme en tout le pays, en bonne forme ; car il n’y a quasi rien changé, sauf les autels et images qui en sont à dire sans difformité. Il prit plaisir infini à voir la liberté et bonne police de cette nation”. Journal, p.89. En efecto, como señalará en esta misma página, uno de los aspectos que más sorprende a Montaigne de esta pequeña villa es la posibilidad de realizar matrimonios interconfesionales. 850 “De ce lieu [Bolzano] M. de Montaigne écrivit à François Hotman, qu’il avait vu à Bâle, qu’il avait pris si grand plaisir à la visitation d’Allemagne, qu’il l’abandonnait à grand regret…”. Journal, p.148. 851 Como lo hará explícito el secretario que se encarga de redactar la primera parte delJournal: “M. de Montaigne, pour essayer tout à fait la diversité de mœurs et de façons, se laissait partout servir à la mode de chaque pays, quelque difficulté qu’il trouvât”. Journal, p.101. 852 Journal, p.103. 853 Journal, p.112. 854 Journal, p.114. 855 Journal, pp.115-116. 244 somete a las leyes del otro”856, y, en su paso por la tierra germana, no deja de sorprenderse de la capacidad que poseen sus habitantes para ingerir incontables jarras de cerveza, ni de celebrar, donde quiera que vaya, el encuentro de una mujer bella. Finalmente llega a Italia, suelo en el que también ensaya lo diverso: mientras está allí, y una vez que se ha hecho cargo de la propia redacción de su Journal, Montaigne escribe su propio texto en italiano857. En Venecia, se entrevista con el diplomático francés Arnaud du Ferrier, acusado de velado calvinismo y diputado de Carlos IX en el concilio de Trento, y se lamenta por encontrar a la ciudad un “poco menos admirable” de lo que la había imaginado858. También visita Ferrara, Bolonia, Florencia y Siena, y, el 30 de noviembre de 1580, llega a Roma, la ciudad más universal de toda la cristiandad. Una vez allí, se entrevista con el papa Gregorio XIII hacia finales de ese año859 y recorre con gran interés la biblioteca del Vaticano860; somete sus ensayos a la autoridad de los maestros del Sacro Palazzo y se toma la libertad de desestimar sus objeciones861; peregrina a Loreto, como el más ferviente de los católicos ortodoxos, pero también se hace invitar a una circuncisión862, y visita las sinagogas judías863; participa de las fiestas paganas de los carnavales y observa azorado la tortura de Catena, un célebre delincuente martirizado en la plaza pública por el devoto pueblo romano. Todas estas, y muchas más que podrían agregarse, son las observaciones consignadas por Montaigne en el Journal de voyage, el cual podría ser concebido, al igual que los Essais, como un registro inacabado e inacabable de la ilimitada diversidad que caracteriza al orden natural. b| Si viéramos el mundo en misma medida que no lo vemos -afirma Montaigne en uno de los capítulos destinados a reflexionar sobre el hallazgo del nouveau monde-, percibiríamos, probablemente, una perpetuac| multiplicación y b| vicisitud de formas. Nada es único y raro con respecto a la naturaleza, aunque sí con respecto a nuestro conocimiento, que un miserable fundamento de nuestras reglas, y que nos suele representar una imagen muy falsa de las cosas. […] Nuestro mundo acaba de encontrar otro, ¿y quién nos garantiza que será Journal, p.126. “Assagiamo di parlare un poco questa altra lingua massime essendo in queste contrade dove mi pare sentiré il più perfetto favellare della Toscana, particularmente tra li paesani che non l’hanno mescolato et alterato con li vicini…”.Journal, Texte rédige en Italien par Montaigne, p.460. 858 Journal, p.162. Cabe recordar aquí, no sólo el enorme valor simbólico brindado por Jean Bodin a esta ciudad, sino también, la idealización que es posible encontrar de ella en el Discours de La Boétie. 859 Journal, pp.192-195. 860 Journal, pp.212-214. 861 Journal, pp.221-222. 862 Journal, p.203. 863 Journal, p.159. 856 857 245 el último de sus hermanos, habida cuenta de que a éste los demonios, las sibilas y nosotros lo hemos ignorado hasta ahora?864 La experiencia del viaje, ya sea imaginaria, intelectual o física, se revela como una experiencia única a la hora de ayudar al hombre a comprender que su modo de ser es uno entre muchos. Es decir, que sus creencias, opiniones y prácticas -incluidas las políticas y las religiosas- poseen orígenes tan arbitrarios y contingentes como todas aquellas que adoptan los demás, no pudiendo detentar otro fundamento que la “barba cana y las arrugas” que las acompañan. He ahí la principal lección que Montaigne extrae de su huida hacia lo ajeno: el ensayista, ya por temperamento poco apasionado por la dulzura de su aire nativo, refuerza en sí aquella virtud que caracteriza a las almas fuertes, a los hombres de entendimiento; ésa que permite seguir las prescripciones del maestro de Platón, deponiendo los lazos fortuitos del nacimiento y la herencia en favor aquellos otros, más propios, que tienen su única razón en la libre elección y en los vínculos que unen a todos los hombres. b| No porque lo dijera Sócrates, sino porque en verdad es mi inclinación, y acaso no sin algún exceso considero a todos los hombres compatriotas míos, y abrazo a un polaco como a un francés, posponiendo el lazo nacional al universal y común. No me apasiona mucho la dulzura del aire nativo. Los conocidos completamente nuevos y míos me parecen tan valiosos como los conocidos comunes y fortuitos de la vecindad. Las amistades que son nuestras en plena adquisición suelen prevalecer sobre aquellas a las que nos ligan el hecho de compartir la región o la sangre. La naturaleza nos ha puestos libres y sin lazos en el mundo; nosotros nos aprisionamos en ciertos rincones. Como los reyes de Persia, que se obligaban a no beber jamás otra agua que la del río Coaspes, renunciando por necedad a su derecho a consumir las demás aguas, y secando, en lo que ellos concernía, el resto del mundo865. En efecto, apartir de la experiencia del viaje, alejándose poco a poco de la multitud y de las creencias heredadas, y abriéndose camino hacia la diversidad, Montaigne llegará a ser un cosmopolita, un verdadero ciudadano del mundo. Los ensayos, III, 6, pp.1357-1358. Los ensayos. III, 9, p.1450. A renglón seguido de esta afirmación, Montaigne irá incluso más allá de Sócrates en su experimentación de la diversidad, y en su consecuente sentir cosmopolita: “c| En cuanto a lo que hizo Sócrates en su últimas horas, estimar una sentencia de exilio peor que una sentencia de muerte en su contra, yo nunca estaría, a mi juicio, ni tan achacoso ni tan estrechamente acostumbrado a mi país como para hacerlo”.Los ensayos, III, 9, p.1450. 864 865 246 4.4. Ciudadano de Roma, ciudadano del mundo En todo el orbe hay dos ciudades que seducen particularmente a Montaigne: la primera es París, “gloria de Francia” y último bastión en el que el ensayista deposita sus esperanzas respecto del sostenimiento de la unidad política del reino866; la segunda es Roma, es decir, aquella en la cual los sentimientos de extranjería se tienen poco o nada en cuenta. En ese sentido, como ya hemos señalado en nuestros comentarios biográficos, gracias al experimento pedagógico que su propio padre puso en marcha de la mano del médico Horstanus y sus dos asistentes, Montaigne posee con Roma un vínculo privilegiado. Casi desde su nacimiento, y gracias a esa primera crianza latina, Montaigne parece haber experimentado en carne propia una cierta sensación de desarraigo, siendo una suerte de romano republicano exiliado867 en la Francia del Renacimiento tardío868: b| Ahora bien, me han criado desde mi infancia con éstos [los clásicos]; he sabido de los asuntos de Roma mucho tiempo antes que los de mi casa. Conocía el capitolio y su situación antes de conocer el Louvre, y el Tíber antes que el Sena. He tenido más en la cabeza las costumbres y las fortunas de Lúculo, Metelo y Escipión que las de cualquier otro hombre de nuestro tiempo869. Roma, destino último de este azaroso viaje de diecisiete meses y ocho días870, se presenta ante sus ojos como su propia morada. Heredero de su cultura, conocedor de sus “b| No quiero olvidar que nunca me rebelo tanto contra Francia que deje de mirar a París con buenos ojos. Posee mi corazón desde la infancia. Y me ha sucedido con ella como con las cosas excelentes. Cuantas más ciudades hermosas he visto después, más puede y gana ésta en mi afecto. La amo por sí misma, y más por su ser simple que recargada con pompa ajena. La amo tiernamente, hasta sus verrugas y sus manchas. No soy francés sino por esta gran ciudad, grande por sus pueblos, grande por su afortunada situación, pero sobre todo grande e incomparable por la variedad y diversidad de bienes. La gloria de Francia, y uno de los ornatos más nobles del mundo. ¡Ojalá Dios rechace lejos de ella nuestras divisiones! Entera y unida, la creo al amparo de cualquier otra violencia. Le advierto que, entre todos los partidos, el peor será aquél que la lleve a la discordia. Y sólo ella misma me hace temer por ella. Y temo por ella mucho más, ciertamente, que por ninguna otra parte del Estado. Mientras perviva, no me faltará un retiro donde rendir mi último aliento, suficiente para perder la añoranza de cualquier otro retiro”. Los ensayos, III, 9, pp.1449-1450. 867 “Roma es en cierto sentido la verdadera patria del autor de Los ensayos…Y podría hablarse, como se ha hecho a veces, del sentimiento de exilio experimentado por este hombre en su propia época”. Jordi Bayod Brau, Op.cit., p.xlv. 868 En un pasaje que muestra claramente la incomodidad respecto de su situación en el siglo XVI, y sus deseos de ser parte de la Roma republicana, el ensayista afirma: “b| Dado que me encuentro inútil para este siglo, me entrego a aquel otro; y me embelesa tanto, que el estado de la vieja Roma, libre, justa y floreciente -porque no amo ni su nacimiento ni su vejez- me importa y apasiona”.Los ensayos. III, 9, p.1488. 869 Los ensayos, III, 9, p.1487. 870 Más allá de la que presencia de Montaigne en Roma alcance, según nuestra mirada, un valor simbólico muy notable, es necesario señalar, no obstante, que sólo las circunstancias parecen haberlo hecho dirigirse finalmente hacía allí. Pues, si damos fe a las creencias de su secretario, en su afán de búsqueda de la diversidad, el ensayista hubiera preferido ir hasta Cracovia o a Grecia antes que internarse en Italia: “Je crois à la verite que, s’il [Montaigne] eût été avec les siens, il fût allé plutôt à Cracovie ou vers la Grèce par terre, que de prendre le tour vers l’Italie ; mais le plaisir qu’il prenait à visiter les pays inconnus, lequel il trouvait si doux que 866 247 costumbres, versado en su fortuna y en su historia, Montaigne no se conforma con ser simplemente un romano en el alma, sino que se empeña, “con sus cinco sentidos”, en ser reconocido oficialmente como tal a través de una bula del Senado. C’est un tritre vain, nos dice tras haber conseguido la anhelada distinción, tant y a que j’ai recu beaucoup de plaisir de l’avoir obtenu871. Asimismo, al igual que un detallado pasaje de su Journal de Voyage, en el capítulo en el que nuestro ensayista desarrolla sus reflexiones sobre “La vanidad”, esa característica tan propia y vacua de los seres humanos, Montaigne destaca este placentero suceso de su vida, y transcribe por completo el texto de “la bula auténtica de la ciudadanía romana” que le fuera otorgada “el año 2331 de la fundación de Roma, y el 1581 después del nacimiento de Cristo, el tercer día de los idus de marzo”872. Este “vano favor” de la fortuna, como él mismo lo define, aun tratándose de una simple “recompensa honorífica”873, regocija muy claramente el ánimo de Montaigne, quien también afirma: “b| Dado que no soy ciudadano de ninguna ciudad, estoy muy satisfecho [bien aise] de serlo de la más noble que ha habido y habrá nunca”874. Ahora bien, ¿cuál es la importancia simbólica que, según la interpretación que estamos ensayando, puede brindársele a este acontecimiento? ¿Qué significa para Montaigne el haber logrado este simple -y presuntamente vano- título honorífico? ¿Por qué le provoca tanta satisfacción, contento o alegría (traducciones posibles del concepto francés aise)875? En el marco de nuestro análisis, podemos afirmar que esta investidura alcanza una importancia muy notable, pues es la materialización concreta, y la expresión más acabada, de muchas de las reflexiones filosóficas (éticas, políticas, pedagógicas) que subyacen tanto a los Essais como al Journal de voyage. En efecto, de acuerdo con nuestra lectura, ser ciudadano de Roma, la ciudad más universal de la que hasta ahora se haya d’en oublier la faiblesse de son âge et de sa santé, il ne le pouvait imprimer à nul de la troupe, chacun ne demandant que la retraite”. Journal, p.153. 871 Transcribimos a continuación el pasaje completo en el que se relata dicha obtención, pues denota el esfuerzo que implicó para Montaigne haber conseguido esta simbólica y tan significativa distinción: “Je recherchai pourtant et employai tous mes cinq sens de nature pour obtener le titre de citoyen romain, ne fût-ce que pour l’ancien honneur et religieuse mémoire de son autorité. J’y trouvai de la difficulté ; toutefois je la surmontai, n’y ayant employé nulle faveur, voire ni la science seulement d’aucun Français. L’autorité du pape fut employée par le moyen de Filippo Musotti, son maggiordomo, qui m’avait pris en singulière amitié et s’y peina fort. Et m’en fut dépêché lettres 3° Id. Martii 1581, qui me furent rendues le 5 avril très authentiques, en la même forme et faveur de paroles que les avait eues le seigneur Jacopo Buoncompagno, duc de Sora, fils du pape. C’est un titre vain ; tant y a que j’ai reçu beaucoup de plaisir de l’avoir obtenu”. Journal, p.232. 872 Los ensayos, III, 9, p.1494. 873 En el capítulo 7 del libro II de los Ensayos, “Las recompensas honoríficas”, Montaigne destaca la importancia de aquellos títulos -como la orden de Saint Michel, que él mismo había recibido algún tiempo antes- que no implican una recompensa económica, es decir, que simplemente premian a la virtud en un reconocimiento “más glorioso que útil”. 874 Los ensayos, III, 9, p.1494. 875 Marinas y Thiebaut han otorgado una especial importancia a este acontecimiento, conjeturando que “los tres libros de los Ensayos, desde la concesión de la ciudadanía romana, pueden generalizarse en toda la condición humana”. José Miguel Marinas y Carlos Thiebaut, Op.cit., p.xxv. 248 tenido noticias, representa para Montaigne -que, como vimos, no tiene ninguna reticencia en abrazar a un polaco como a un francés- un reconocimiento oficial como ciudadano del mundo. Roma es la “única ciudad común y universal”, y, ser parte de ella lo habilita expresamente a supeditar cualquier lazo municipal y geográfico-entre los que se cuentan, claro, los contingentes y arbitrarios vínculos políticos y religiosos- a esta vinculación común. b| Roma… confederada desde hace tiempo, y por tantos motivos con nuestra corona, única ciudad común y universal. El magistrado supremo que manda en ella es reconocido igualmente en otros lugares; es la ciudad metropolitana de todas las ciudades cristianas. En ella el español y el francés, cada cual, está en su casa. Para ser uno de los príncipes de tal Estado, sólo se precisa formar parte de la Cristiandad, dondequiera que sea. No hay lugar aquí abajo al que el cielo haya abrazado con tal influencia favorable y tal constancia876. En una palabra, el reconocimiento de la ciudadanía romana representa para Montaigne la realización material de aquella máxima de Terencio que adornaba una de las vigas centrales de su biblioteca: Homo sum humani a me nihil alienum puto877. Hombre 876 Los ensayos, III, 9, p.1489. Montaigne registra un comentario muy similar en su Journal, lo que ha dado elementos a los estudiosos para pensar en el Diario como un simple ayuda memoria que luego sería utilizado en la composición de los Essais: “Je disais des commodités de Rome, entre autres, que c’est la plus commune ville du monde, et où l’étrangeté et différence de nation se considère le moins; car de sa nature c’est une ville rapiécée d’étrangers; chacun y est comme chez soi. Son prince embrasse toute la chrétienté de son autorité ; sa principale juridiction oblige les étrangers en leurs maisons, comme ici ; à son élection propre, et de tous les princes et grands de sa cour, la considération de l’origine n’a nul poids”. Journal, p.231. En relación con estas afirmaciones del ensayista, cabe mencionar el comentario de Willem Frijhoff: según su mirada, y a diferencia del cosmopolitismo secular que proclamarán los filósofos de la Ilustración, el ideal de sabio cosmopolita que detentan Erasmo y Montaigne se mantiene todavía dentro de cierta tradición cristiana, cristianismo que, sin embargo, se halla mixturado de un modo muy original con aquella otra tradición iniciada por Sócrates y Diógenes, y continuada por Epícteto y Cicerón. Al respecto, véase el artículo “Cosmopolitismo”, en VincenzoFerrone y Daniel Roche (Eds.), Diccionario histórico de la Ilustración, Madrid, Alianza Editorial, 1998, pp.33-41. 877 Ricardo Sáenz Hayes ha esbozado, a propósito del viaje, una idea similar a la que aquí sostenemos: “Si [Montaigne] hoy participa de la vana alegría de los carnavales, mañana escucha un sermón o asiste a la ceremonia de un circunciso o se pierde entre la multitud para seguir de cerca los últimos momentos de un condenado a muerte. Todo lo quiere ver con los ojos, oír con los oídos, tocar con los dedos, para acrecentar el aprendizaje, no ya de la ciudad, sino de lo que en ella anida: el hombre y su comedia, el hombre y su tragedia. Desea realizar en sí la sentencia de Terencio: Homo sum humani a me nihil alienum puto”. Ricardo Sáenz Hayes, Miguel de Montaigne (1533-1592), Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1939, p.220. Jean Lacouture también destaca la importancia de esta máxima, y considera que condensa perfectamente el pensamiento y modo de actuar de nuestro ensayista: “Pero si hay que elegir entre todos esos proverbios el que más que ningún otro habría inspirado al autor de los Ensayos, inscrito en la viga más cercana a su escritorio, es el Homo sum humani a me nihil alienum puto de Terencio, las ocho magníficas palabras en que se concentraran para nosotros el pensamiento y la conducta del hombre que defendió la tolerancia, denunció la tortura, ridiculizó el concepto de salvaje, se abrió a todas las culturas, eligió, estando en Italia, escribir en italiano, gustó del vino y de la acogida de los alemanes, respetó las conversión al protestantismo de uno de sus hermanos y de una de sus hermanas, y se batió para que sus correligionarios católicos reconociesen la legitimidad del príncipe hugonote” Jean Lacouture, Op.cit., p. 214. Craig Brush, por su parte, nos recuerda la importancia estratégica de la ubicación de la sentencia entre las vigas de la biblioteca de Montaigne, quien la tenía constantemente a la vista: “Una de las 249 soy y nada de lo humano puede serme ajeno; es esta sentencia, en definitiva, la que orienta y conduce las búsquedas de Montaigne; la que le permite alejarse de la multitud para poner en suspenso todas aquellas prescripciones que la política y la religión lo obligan a adoptar públicamente; la que le posibilita encontrar una gran satisfacción en sentirse reconocido como un compatriota de todos los hombres. De este modo, podemos concluir esta sección, el ensayista es capaz de conciliar una posición política y pública en la que la conservación del orden se ha convertido en una máxima inapelable, con una ética privada en la que el ensayo de la alteridad se muestra como la guía más adecuada, como el ideal más elevado. Es tal ensayo el que le permite experimentar con alegría -y no ya con incomodidad o pena, como le sucede a la multitud de hombres que lo rodean- aquella característica más propia de nuestro mundo: la variedad, la diversidad. No accidentalmente, esa diversidad se revela como la conclusión más natural desde la primera edición de los Ensayos, cuyas líneas finales transcribimos a continuación: a| Yo no odio las fantasías contrarias a las mías. Tanto disto de asustarme al ver la discordancia de mis juicios con los ajenos, y de volverme incompatible con la sociedad de hombres porque tengan otro parecer y tomen otro partido que yo, que, al contrario -dado que la variedad es el uso más general que ha seguido la naturaleza, c| y más en los espíritus que en los cuerpos, pues tienen una sustancia más dúctil y susceptible de formas-, a| me parece mucho más raro ver convenir nuestras inclinaciones y nuestros propósitos. Y jamás hubo en el mundo dos opiniones iguales c| como tampoco dos cabellos o dos granos. Su característica más universal es la diversidad878. 4.5. El viaje como pedagogía de la diversidad Hemos buscado señalar hasta aquí de qué modo, a través de la experiencia del viaje, Montaigne intenta liberar su entendimiento y su acción -al menos en lo que refiere al ámbito privado- de las ataduras y constricciones de la política y la religión. Repasando brevemente sus viajes de biblioteca y la extensa cabalgata que lo condujo por múltiples y diversos caminos de Europa, nos hemos propuesto reconstruir ese proceso de descentramiento del juicio; el que, al mismo tiempo, es capaz de conducirlo, no sólo a una mejor comprensión de los pareceres ajenos, sino también a un reconocimiento de la inscripciones más famosas es la Terencio: Homo sum humani un me nihil alienum puto, situada sobre la pared directamente en la línea de vista del escritorio de Montaigne”. Craig Brush, Op.cit., p.119. 878 Los ensayos, II, 37, p.1176. 250 diversidad como característica universal de la naturaleza. Ahora bien, esos dos primeros pasos -coronados con el reconocimiento oficial del cosmopolitismo romano- nos han permitido abrir la vía hacia el último de los escalones: el de la reflexión. Como decíamos al inicio de este cuarto apartado, uno de los motivos y fines principales del viaje radica en la posibilidad de que el sujeto logre romper las barricadas que insensiblemente le impone a diario la fuerza inercial de la costumbre879, despojarse del etnocentrismo político, religioso y cultural, y alcanzar así una comprensión mucho más acabada y cabal de todo aquello que le es -presuntamente- ajeno880: “a| En mis viajes”, afirma en tal sentido Montaigne, “para aprender siempre alguna cosa de la comunicación con otros -que es la más bella escuela que existe-, observo la práctica de llevar siempre a mis interlocutores a hablar de aquello que mejor saben”881. Y sus observaciones filosóficas sobre la cuestión se hacen todavía más claras en aquel capítulo que lleva por título De l’institution des enfants. Dedicado a Diana de Foix, condesa de Gurson, el ensayo sirve a Montaigne para reflexionar detenidamente sobre la formación de los hijos; posibilitándole, además, hacer explícitos muchos de los principios éticos y políticos a los que hemos referido a lo largo de este capítulo. En tal sentido, veremos, el ensayista no sólo recomendará que su discípulo ideal sea objeto de una pedagogía escéptica y peregrina, sino que también pondrá un marcado énfasis en que los compromisos políticos del escolar sean reducidos a un mero vínculo exterior, absteniéndose de afectar la libertad de su entendimiento882. Como afirmará el propio Montaigne en las líneas iniciales de su ensayo titulado “La costumbre de vestirse”: “a| Dondequiera que me vuelvo, he de forzar alguna barrera de la costumbre. Hasta tal extremo ha trabado escrupulosamente todos nuestros caminos”. Los ensayos. I, 35, p.306. 880 Joan Lluís Llinàs destaca la posibilidad de hacer a un lado el etnocentrismo a partir de la experiencia del viaje, y asocia esta idea a dos postulados de Montaigne: la máxima de Terencio antes mencionada y la idea del ensayista de que “b| Cada hombre comporta la forma entera de la condición humana” (Los ensayos, III, 2, p.1202). Esto significa, en una palabra, que la apropiación del otro es posible gracias a que todos los seres humanos comparten, más allá de las diferencias culturales, una misma condición, y, merced a ella, nada de lo humano puede resultarles radicalmente extraño ni ajeno. Así nos lo dice Llinás: “La propuesta de Montaigne para evitar el etnocentrismo consiste en viajar -real o virtualmente-. El contacto con los demás nos muestra la diversidad de la condición humana, a la vez que constatamos que la comunicación es posible. Montaigne afirma que cada hombre lleva en él la forma entera de la condición humana (III, 2), lo que significa que, pese a las diferencias, todos somos hombres. Nada humano puede sernos ajeno, todo aquello extraño de otra cultura es potencialmente nuestra forma concreta. Por eso Montaigne propone educar en la flexibilidad, en poder hacer de todo, puesto que así no quedaremos encorsetados en una sola forma de vida, en un único punto de vista”. “Modernidad y actualidad de Montaigne”, Revista Tópicos, 13, 2005, p.138. 881 Los ensayos. I, 16, p.71. Como se ha señalado: “El viaje será, incluso, la mejor educación”. Tzvetan Todorov, Nosotros y los otros. Reflexión sobre la diversidad humana. México, Siglo XXI, 1991, p.59. 882 “a| Si su tutor comparte mi inclinación, formará su voluntad [la del discípulo] para ser muy leal servidor de su príncipe, y muy afecto y muy valeroso; pero enfriará su deseo de adquirir con él otro compromiso que el del deber público. Aparte de muchos otros inconvenientes que vulneran nuestra libertad con tales obligaciones particulares, el juicio de un hombre a sueldo y comprado, o es menos íntegro y menos libre, o es tachado de imprudencia e ingratitud”. Los ensayos, I, 25, pp.197-198. Es elocuente la similitud entre esta recomendación y la actitud que el mismo Montaigne dice haber asumido: “b| Por lo demás, no me apremia pasión alguna, ni de odio ni de amor, hacia los grandes; a mi voluntad no la atenaza ninguna ofensa ni obligación particular. c| Miro a nuestros reyes con un afecto simplemente legítimo y civil; ni movido ni alterado por interés privado alguno. 879 251 En ese marco, y luego de haber realizado una fuerte crítica a esos pedantes que no poseen otra capacidad que la libresca, Montaigne insistirá constantemente en que la educación debe tener como fin principal la formación del juicio. Todas las tareas del tutor que se brinde a su discípulo deben estar abocadas a dicha constitución. En tal sentido, retomando un par de metáforas extraídas de las Epístolas morales a Lucilio883, el ensayista afirma que es necesario que el aprendiz sea capaz de digerir todos aquellos alimentos que ha ingerido su alma, pues “a| regurgitar la comida tal como se la ha tragado es prueba de mala asimilación e indigestión. El estómago no ha realizado su operación si no ha hecho cambiar la manera y la forma de aquello que se le había dado a digerir”884. Al igual que las abejas liban el polen de distintas flores a fin de engendrar un producto propio y completamente diferente, el discípulo de Montaigne deberá ser capaz de transformar y fundir “a| los elementos tomados de otros para hacer una obra enteramente suya, a saber, su juicio”885. En efecto, dado que “c| la verdad y la razón son elementos comunes a todos”886, cada cual debe esforzarse en lograr hacer propios los razonamientos ajenos, y abstenerse de aceptar ningún dogma por el simple hecho de que haya sido Aristóteles quien supo darle origen. a| Que se lo haga pasar todo por el cedazo, y que no aloje nada en su cabeza por simple autoridad y obediencia; que los principios de Aristóteles no sean para él principios, como tampoco los de estoicos o epicúreos. Debe proponérsele esta variedad de juicios; que elija, si puede; si no, que permanezca en la duda. a2| Che non men che saper dubbiar m’aggrada887. Asimismo, dado que la meta principal de la educación radica en el ejercicio del entendimiento, en aprender a juzgar libremente más allá de las ataduras que imponen la escuela y la sociedad, el texto del que habrá de estudiar el discípulo de Montaigne no es otro que el del gran libro del mundo. En efecto, la sección central de este capítulo que estamos transitando está especialmente dedicada a la escuela de las relaciones humanas. De lo cual me alegro. b| La causa general y justa me obliga sólo con moderación y sin fervor. No estoy sometido a hipotecas ni compromisos penetrantes e íntimos. La cólera y el odio van más allá del deber de justicia, y son pasiones que sólo sirven a quienes no se atienen lo bastante a su deber por la mera razón”. Los ensayos, III, 1, pp.1182-1183. 883 Séneca. Epístolas morales a Lucilio. Madrid, Gredos, 1994, Tomo II, 84, 5-6. 884 Los ensayos, I, 25, pp.190-191. 885 Los ensayos, I, 25, pp.192-193. 886 Los ensayos, I, 25, p.192. 887 Los ensayos, I, 25, p.192. La cita italiana petenece a La Divina Comedia de Dante: “Dudar me gusta tanto como saber”. Infierno, XI, 93. 252 a| Las relaciones humanas le convienen extraordinariamente, y la visita de países extranjeros, no sólo para aprender, a la manera de los nobles franceses, cuántos pasos tiene la Santa Rotonda o la riqueza de las enaguas de la Signora Livia o, como otros, hasta qué punto el semblante de Nerón en alguna vieja ruina de allí es más largo o más ancho que el de cierta medalla similar, sino para aprender sobre todo las tendencias y costumbres de esas naciones y para rozar y limar nuestro cerebro con el de otro888. Y “a| yo quisiera que empezaran a pasearlo desde la primera infancia”889, afirma a renglón seguido nuestro ensayista, quien sabe que el entendimiento resulta más blando y menos resistente durante la infancia890, y que, por el contrario, la costumbre no hace sino naturalizar los puntos de vista admitidos en la sociedad en la que se ha nacido, bloqueando con barricadas todos los caminos que se alejen del usual. El objetivo de estos consejos pedagógicos es evidente: resulta sumamente provechoso abrirse al encuentro con el otro, aprender y aprehender sus costumbres, sus hábitos, sus tendencias, sus modos de ser, evitando, al mismo tiempo, ese vicio en el que incurre la mayoría de los hombres: la vanidosa tendencia de viajar tan sólo con la intención de esparcir por el mundo la propia visión de las cosas891, o protegidos -mediante las armaduras de la costumbre- contra contagio de todo lo foráneo892. Según afirma el propio Montaigne, resulta “a| una impertinencia y una incivilidad oponerse a todo aquello que no se acomoda a nuestro gusto”893, a todo aquello que nos resulta extraño. Por eso, la experiencia del viaje debe implicar todo lo contrario: transitar por los más diversos senderos se convertirá en un ejercicio de notable beneficio para este discípulo ideal, en tanto le permitirá entrar en contacto con todo lo que es diferente de sí: observar costumbres desconocidas, oír ideas inauditas, interiorizarse de prácticas políticas y religiosas diferentes, experimentar en carne propia hábitos y formas de vida disímiles. En una palabra, podemos decir que Montaigne propone para su escolar un ensayo de la alteridad, una experimentación y un reconocimiento de la diversidad894, una práctica Los ensayos, I, 25, p.194. El subrayado es nuestro Los ensayos, I, 25, p.194. 890 Véase Los ensayos, I, 26, pp.233-234. 891 “a| En la escuela de las relaciones humanas, he observado con frecuencia el vicio de que, en lugar de dedicarnos a conocer a los demás, sólo nos esforzamos en darnos a conocer, y nos preocupamos más por despachar nuestra mercancía que por adquirir una nueva. El silencio y la modestia son cualidades muy convenientes en el trato con los demás”.Los ensayos, I, 25, p.196. 892 Jesús Navarro señala -a nuestro juicio, con tino- que “Montaigne detesta al viajero que lleva como equipaje sus propios hábitos y costumbres; las que, como una inflexible coraza, lo mantienen a salvo de cualquier influencia externa”.Pensar sin certezas, p.193. 893 Los ensayos, I, 25, p.196. 894 Peter Burke ha destacado este aspecto, como una propuesta novedosa por parte del ensayista: “Montaigne no observaba meramente, sino que participaba, alimentándose a la manera de los lugares donde iba, «para 888 889 253 de ese mismo ejercicio que él ha intentado realizar durante gran parte de su vida tanto con el entendimiento como con las piernas895. He ahí el verdadero valor pedagógico del viaje; la razón por la cual el ensayista encuentra en estos paseos la mejor escuela para formar la vida. Como él mismo afirma, en un pasaje en donde la crítica y la indagación se muestran tan vinculadas como contrapuestas: b| La diversidad de formas entre una nación y otra sólo me afecta por el placer de la variedad. Cada costumbre tiene su razón… c| Cuando he salido de Francia y, para ser corteses conmigo, me han preguntado si quería que me sirvieran a la francesa, me he reído y me he precipitado siempre a las mesas más llenas de extranjeros. b| Me avergüenza ver a nuestros hombres embriagados con ese necio humor de alejarse de las formas contrarias a las suyas. Les parece encontrarse fuera de su elemento cuando se encuentran fuera de su pueblo. Allí donde van, se atienen a sus costumbres y abominan las extranjeras. Si hallan a un compatriota en Hungría, celebran el azar. Ahí los tenemos: se reúnen y congregan, condenan todas las costumbres bárbaras que ven. ¿Por qué no bárbaras, puesto que no son francesas? Y todavía éstos son los más hábiles, que las han examinado, para denigrarlas. La mayoría no emprenden la ida sino la vuelta. Viajan protegidos y encerrados tras una prudencia taciturna e incomunicable, defendiéndose del contagio del aire desconocido… Por el contrario, yo viajo muy harto de nuestros usos, no para buscar gascones en Sicilia -he dejado bastantes en casa-; prefiero buscar griegos y persas. Los abordo, los examino; a eso me entrego y aplico. Y, lo que es más, me parece que apenas he encontrado costumbres que no sean tan buenas como las nuestras896. Montaigne, que no se apasiona demasiado por la dulzura del aire nativo897, no teme en absoluto el contagio del aire desconocido898, pues, a diferencia de muchos de sus experimentar [essayer] por completo la diversidad de usos y costumbres». Emplea el término essayer en el mismo sentido que en sus Ensayos. Otros viajeros de la época prestaron atención a las costumbres locales, debido al creciente interés por lo exótico. Pero lo que distinguía a Montaigne era el carácter reflexivo de su etnografía. Ridiculizó la estrechez de miras de la gente que tomaba como universales leyes que eran sino «municipales» (II.12)”. Montaigne, pp.65-66. 895 En consonancia con su propia práctica, Montaigne aconseja a su discípulo que, al trato con los hombres mediante el viaje, añada la lectura de los clásicos: “a| En este trato con los hombres, entiendo que ha de incluirse, y de manera principal, a quienes no viven sino en la memoria de los libros. Frecuentará, por medio de los libros de historia, las grandes almas de los siglos mejores. Es estudio vano, si se quiere, pero también, si se quiere, es un estudio de considerable provecho”. Los ensayos, I, 25, p.199. 896 Los ensayos, III, 9, pp.1469-1470. 897 “Podemos decir que estaba menos estrechamente atado a su propia cultura que la mayoría de sus contemporáneos… y de sus reflexiones sobre la variedad humana sacaba consecuencias de más amplio alcance que la mayoría con sus notables dotes para apreciar el punto de vista de los demás”. Peter Burke, Montaigne, p.69. 898 “El verdadero objetivo del viaje va más allá de la mera observación de lo diferente: el viajero ha de integrarse en la extrañeza del país vivido. Montaigne quiere confundirse con el otro, aceptar a modo de juego las costumbres del país como si fueran propias, vestirse con la máscara de una costumbre distinta”. Jesús Navarro Reyes, La extrañeza de sí mismo, pp.192-193. 254 contemporáneos, no encuentra en ese contagio ningún perjuicio, sino todo lo contrario: la apertura es la expresión más acabada de una sana actitud mental, dado que, como “b| se dice con toda razón, un hombre honesto es un hombre mezclado”899. El ensayista expresa por todas partes una curiosidad casi sin límites; tanto sus Essais como su Journal nos revelan su deseo por abarcarlo todo, por ensayarlo todo, por experimentarlo todo. Y ese mismo afán escéptico -en el sentido etimológico del concepto de skepsis900- es el que desea promover en este potencial discípulo al que destina su ensayo: a| Es preciso infundir en su fantasía una honesta curiosidad para indagarlo todo; verá cuanto haya de singular a su alrededor: un edificio, una fuente, un hombre, el sitio donde se libró una antigua batalla, el lugar por donde pasaron César o Carlomagno… Preguntará por las costumbres, los recursos y las alianzas de uno y otro príncipe. Son cosas cuyo aprendizaje es muy grato y cuyo conocimiento es muy útil”901. El aprendiz habrá de viajar poniendo en suspenso la validez universal de sus creencias heredadas, y siendo igualmente atraído por todo: “un boyero, un albañil, un transeúnte”902. El viaje se convertirá de este modo en un nuevo ensayo, en un ejercicio de duda, de aprendizaje, de indagación; en un ejercicio de mestizaje903, en el cual hasta los presupuestos más arraigados habrán de ser puestos en juego y cuya recompensa más preciada no será otra que la clarificación del juicio. En efecto, luego de haber desandado múltiples y diversos caminos, luego de haber visto y frecuentado aquello que le es ajeno, el sujeto logrará una notable claridad para su entendimiento. Sólo quien ha realizado la experiencia del periplo por la alteridad y, por tanto, alcanzado una verdadera comprensión de la diversidad que caracteriza a la naturaleza, es quien puede juzgar en perspectiva, con Los ensayos. III, 9, p.1470. Como bien ha señalado Craig Brush, no sólo el objetivo del viaje, sino el de toda la propuesta pedagógica de Montaigne consiste en producir una mente abierta. Montaigne and Bayle, p.134. Jesús Navarro ha distinguido también esta característica de la educación propuesta por el ensayista: “Señala Montaigne, en su pedagogía, a la testarudez y a la rigidez mental como el peor de los defectos en un alumno. El carácter del niño ha de ser flexible, adaptado a los diversos momentos y situaciones, abierto a las distintas personalidades y culturas que pueda encontrar en el futuro”.La extrañeza de sí mismo, p.173. 900 Según la tripartición realizada por Sexto Empírico al inicio de sus Hipotiposis pirrónicas (I, I, 1-3), la cual es repetida por Montaigne casi al pie de la letra (Los ensayos. II, 12, p.737), las escuelas de filosofía pueden dividirse entre: a) aquellas que afirman haber encontrado la verdad, es decir, las dogmáticas; b) aquellas que declaran que la verdad es inhallable, esto es, las académicas o dogmáticas negativas; y c) aquellas que continúan investigando, a saber, las escépticas. Así, aquí podemos afirmar que, desde un punto de vista etimológico, el término griego skepsis representa este perdurar en el camino de la indagación. En tal sentido, cabe señalar que lo que Montaigne suele resaltar -en general en muchos de sus textos y en particular en relación con la educación de los niños- es precisamente este aspecto: al discípulo debe enseñársele a ir siempre más allá; a continuar investigando; a tomar en cuenta todos los costados de un asunto antes de juzgar; a recorrer las diversas caras de la figura antes de someter su entendimiento a las prescripciones del geómetra. 901 Los ensayos, I, 25, pp.198-199. 902 Los ensayos, I, 25, p.198. 903 “En sus viajes, Montaigne quiere integrarse en el paisaje, hacerse pasar por otro entre los otros, en busca de una especie de mestizaje adoptivo” Jesús Navarro Reyes, La extrañeza de sí mismo, pp.193-194. 899 255 una mirada más amplia. Tal ser humano, más cerca de Sócrates que de un párroco de aldea, puede representarse “las cosas según su justa medida”. a| El juicio humano extrae una maravillosa claridad de la frecuentación del mundo. Estamos contraídos y apiñados en nosotros mismos, y nuestra vista no alcanza más allá de la nariz. Preguntaron a Sócrates de dónde era. No respondió «de Atenas», sino «del mundo». Él, que tenía la imaginación más llena y más extensa, abrazaba el universo como su ciudad, proyectaba sus conocimientos, su sociedad y sus afectos a todo el género humano, no como nosotros, que sólo miramos lo que tenemos debajo. Cuando las viñas se hielan en mi pueblo, mi párroco deduce la ira de Dios sobre la raza humana, y piensa que la sed debe adueñarse ya de los caníbales. Al ver nuestras guerras civiles, ¿quién no exclama que esta máquina se trastorna y que el día del juicio nos agarra por el pescuezo, sin reparar en que se han visto muchas cosas peores, y en que, mientras tanto, las diez mil partes del mundo no dejan de darse la buena vida?... c| Todos padecemos insensiblemente de este error -error de gran consecuencia y perjuicio-. a| Pero si alguien se representa, como en un cuadro, esta gran imagen de nuestra madre naturaleza en su entera majestad, si alguien lee en su rostro una variedad tan general y constante, si alguien se observa ahí dentro, y no a sí mismo, sino a todo un reino, como el trazo de una punta delgadísima, ése es el único que considera las cosas según su justa medida904. El ensayista, ciudadano del mundo desde su adquisición de la ciudadanía de Roma, rescata una vez más esta vieja imagen del Sócrates cosmopolita; de este particular hombre de entendimiento que supo ser capaz de posponer y subordinar cualquier vínculo nacional, político o religioso al vínculo común y universal. Despojado de las ataduras de la costumbre, desprovisto de las obligaciones civiles que lo obligan a sostenerse públicamente dentro de los márgenes de la religión de Pierre Eyquem, Montaigne logra abrazar a un polaco como a un francés, pues entiende que, más allá de las máscaras culturales, existe entre los seres humanos un vínculo anterior: “b| Cada hombre comporta la forma entera de la condición humana”905. A diferencia de René Descartes, quien cincuenta años más tarde considerará de un modo negativo el hecho de que el viaje pueda hacernos“extranjeros en nuestro propio país”, Montaigne entenderá que el periplo por la alteridad, lejos de alejar al aprendiz de un espacio geográfico, histórico y político específico, lo convertirá en un ciudadano del mundo, en un cosmopolita. El mundo, y su natural diversidad, es el espejo en el que cada ser humano puede -y debe- mirarse para juzgarse en la perspectiva correcta. Y es gracias al 904 905 Los ensayos, I, 25, pp.201-202. Los ensayos, III, 2, p.1202. 256 viaje, en definitiva, que el discípulo será capaz de realizar ese extraordinario movimiento, arrancándose las anteojeras que la costumbre impone con sigilosa tiranía, y comprendiendo, finalmente, el mensaje de ese gran libro del mundo. a| Este gran mundo, que algunos incluso multiplican como especies bajo un género, es el espejo en el que debemos mirarnos para conocernos como conviene. En suma, quiero que éste sea el libro de mi escolar. Tantos humores, sectas, juicios, opiniones, leyes y costumbres nos enseñan a juzgar sanamente los nuestros, y le enseñan a nuestro juicio a reconocer su imperfección y su flaqueza natural; cosa que no es pequeño aprendizaje906. * * * Exeat aula qui vult esse pius907. “Abandone el palacio quien pretenda ser piadoso”; he allí la sentencia de Lucano, adoptada por Cicerón y reapropiada por Maquiavelo, a la que Montaigne también hace suya en el capítulo sobre “La vanidad”. A ella podríamos añadir otra de Tácito a la que hemos referido más arriba: Rara temporum felicitate, ubi sentire qua evelis, et quae sentias dicere licet. Y también esta otra del orador romano: “Quizás tendrás que decir algo que no sientas, o hacer algo que no apruebes. Pero ante todo, acomodarse al tiempo, esto es, plegarse a las necesidades, ha sido siempre propio de los sabios”908. No todos los tiempos resultan igualmente propicios para expresar, de modo franco y abierto, ideas pocos corrientes, o para sostener argumentos alejados del sentir común, o para intentar posicionarse, sin tapujos, en un espacio equidistante entre güelfos y gibelinos. Montaigne lo ha estudiado en la historia, y también lo ha comprendido por su propia experiencia: b| En otros tiempos intenté aplicar, al servicio de las acciones públicas, las opiniones y reglas de vida tan rudas, nuevas, sin pulir o impolutas, como las tengo, nacidas en mí o proporcionadas por mi formación, y de las cuales me sirvo, c| si no b| tan cómodamente, c| al menos con seguridad b| en privado -una virtud escolar y novicia-. Las encontré ineptas y peligrosas. Quien anda entre la multitud, tiene que desviarse, apretar los codos, retroceder o avanzar, incluso tiene que abandonar el camino recto, según lo que encuentre; tiene que vivir no tanto con arreglo a sí mismo como con arreglo a los demás, no según lo que se Los ensayos, I, 25, p.202. Lucano, Farsalia, VIII, 493-494. 908 Cicerón, Cartas a los familiares, Madrid, Gredos, 2008, IV, 9. 906 907 257 propone, sino según lo que le proponen, según el tiempo, según los hombres, según los asuntos909. Son estas pruebas textuales, y todas las demás que hemos intentado aducir a lo largo de este capítulo, las que, según creemos, pueden brindar un rasgo de verosimilitud a la interpretación que hemos intentado sostener. Tal interpretación puede ser resumida del siguiente modo: Montaigne parece haber adoptado una posición ambigua frente al conflicto confesional que afecta a su Francia natal. Por un lado, en términos públicos y político, plegando su acción a las leyes y costumbres del país en el que la fortuna lo había depositado, supo aceptar con moderación las prescripciones de su religión heredada, oponiéndose a las sediciones políticas propiciadas por los hugonotes. Por el otro, en privado, manteniendo a su entendimiento y a su voluntad libre de aquellos grilletes a los que se sometía puertas afuera de su biblioteca, supo desarrollar una ética en la cual el ensayo de la alteridad y el reconocimiento de la diversidad, como rasgo propio de la naturaleza, se convirtieron en los principios cardinales de su conducta. 909 Los ensayos, III, 9, p.1479. 258 CONCLUSIÓN Una pregunta, tres respuestas, muchos caminos abiertos. Au moment de sa formation (XVIe-XVIIe siècle), le concept moderne de tolérance avait pour objet de résoudre une question religieuse : comment rendre possible la coexistence de plusieurs religions dans un même État ? Or ce concept a permis de penser la coexistence religieuse, en déplaçant le centre de gravité de la question du religieux au politique. Yves Charles Zarka, La tolérance ou comment coexister. L’histoire de l’époque moderne n’est pas seulement l’histoire de formes de gouvernement qui visent à assurer la reproduction du couple domination/assujettissement, elle est aussi l’époque de l’invention de l’autonomie individuelle et de la liberté politique auxquelles le concept de tolérance est lié. L’idée de tolérance est en effet le produit d’un lent processus par lequel la pensée moderne mis en place les éléments constitutif d’une définition du pouvoir politique dans laquelle l’acceptation de l’altérité et la diversité ont été reconnues comme des conditions de la paix civile. Frank Lessay, La tolérance de l’histoire à la valeur. Según señala Martin Fitzpatrick, producto de la urgencia producida por el conflicto confesional desatado luego de la Reforma, durante el período de la modernidad temprana surgirán “al menos seis aproximaciones, tanto intelectuales como prácticas, a la cuestión de la tolerancia”910, las que, además, nutrirán por diversas vías los modos y las ideas del siglo de la Ilustración. Los presupuestos que dieron cuerpo a esas diversas posiciones no fueron plenamente independientes, mostrándose muchas veces de un modo superpuesto, y en vinculación con los contextos y circunstancias históricas; no obstante lo cual, “en cierto sentido, [dichas posiciones] se transformaron en tradiciones identificables a los largo del temprano período moderno”911. Realicemos un breve repaso de las mismas. La primera de estas tradiciones se cimentó en el imperativo de obedecer la propia conciencia, y, desde esa base, defendió el legítimo derecho de obedecer tal mandato. Fuertemente reforzada por la intervención de Lutero en el estrado de Worms, esta tradición argumentó que la fe no puede ser establecida en ninguna conciencia a través de la coacción, y por tanto, que las persecuciones jamás serán capaces de producir una creencia religiosa sincera. La segunda posición tiene sus Martin Fitzpatrick, “Toleration and Enlightenment Movement”, en O.P. Grell y R. Porter (Eds.), Toleration in Enlightenment Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 2000, p.27. 911 Ibíd. 910 259 orígenes en la teología irénica del humanismo renacentista, “una tradición consensual y amante de la paz nacida en reacción al feroz conflicto provocado por la Reforma”912. Conocidos bajo el rótulo de latitudinarios en la Gran Bretaña, y de arminianos en los Países Bajos, los partidarios de esta tradición se caracterizaron por dejar en un segundo plano las instituciones religiosas para concebir al cristianismo a partir de un núcleo de verdades morales esenciales, las que, al poder ser aceptadas de un modo unánime por todos los creyentes, estarían en condiciones de eliminar de una vez por todas las sangrientas contiendas interconfesionales. En ese sentido, esta tradición puede ser considerada como un desarrollo tardío de las posiciones tardo-medievales que pretendían garantizar la pax y la concordia. Vinculada con ésta, la tercera tradición es la del humanismo escéptico, la cual, retomando los argumentos del escepticismo antiguo, “desafió la opinión de que una única comprensión racional de la religión cristiana era posible”913. Los escépticos reconocieron que todos los creyentes resultaban ortodoxos para sí mismos, y que la razón humana no era un instrumento confiable para guiarse en las discusiones religiosas. Por tal motivo, concluían, debe permitirse que cada cristiano elija libremente su propio camino hacia Dios. La cuarta tradición, que podríamos denominar escéptica libertina, se presenta como la radicalización de la posición anterior, extendiendo a deístas y a ateos la posibilidad de acceder al derecho a la tolerancia. Asumiendo como estandarte la máxima Intus ut libet, foris ut moris est, estos librepensadores establecieron una distinción entre los muchos y los pocos, aceptando la necesidad de sostener una religión civil, pero resguardando un ámbito íntimo en el cual la libre indagación fuera posible914. De ese modo, postularon la posibilidad de que la élite ilustrada pudiera pensar y comportarse en privado de un modo diferente a como lo prescribían la teología ortodoxa y la religión, siempre que fueran obedientes a la autoridad pública915. La tradición republicana, quinta en esta clasificación que nos propone Fitzpatrick, hará hincapié en el valor de la religión como vínculo común y cemento moral de la sociedad civil916, estableciendo unos pocos dogmas básicos y Ibíd. Ibíd., p.28. 914 En este sentido, como bien señala Fitzpatrick, el potencial anticlerical e irreligioso de esta tradición es muy importante; sin embargo, esas “libres indagaciones” también condujeron a muchos de sus representantes a adherir a una forma de religiosidad particular: el fideísmo. 915 En un dato significativo para nosotros, el autor remonta el origen de esta tradición hasta los Ensayos de Montaigne, y la extiende hasta la Ilustración: “It developed in the late sixteenth century in France and was expounded by Michel de Montaigne in his Essais (1580 and 1588) and by his disciple, Pierre Charron, in his De la sagesse (1601), both profoundly influential works. Later the notion of the privately emancipated intellectual formed a key aspect of the meaning of a philosophe as defined by the AcadémieFrancaise in its first dictionary published in the late seventeenth century (1694)”. Ibíd., p.28. 916 La inspiración de esta tradición se halla, claro, en los tiempos de la Roma republicana: “This tradition looked back to classical times for inspiration, and would in some eighteenth-century formulations seem quite cynical, the most famous of which being Edward Gibbon’s, in volume I of his Decline and Fall of the Roman Empire (1776), ‘The various modes of worship, which prevailed in the Roman World, were all considered by 912 913 260 centrales (la creencia en un solo Dios, en la Providencia, en el castigo de los malos y la recompensa de los buenos) cuya aceptación común permite la existencia de diversas prácticas y creencias. Del mismo modo, esta tradición postulará una fe religiosa mínima como requisito necesario para la ciudadanía, y, por tanto, como condición para acceder al beneficio de la tolerancia, dejando de lado la posibilidad de que los ateos pudieran formar parte de la sociedad política. La tradición politique, por último, se mostrará como una respuesta a los conflictos religiosos del siglo XVI. Tomando conciencia de las divisiones irreductibles producidas por la contienda confesional, los politiques postularán la necesidad de establecer acuerdos -en base a diversas concesiones- con las minorías religiosas, pues comprenderán, también, que el intentar imponer la uniformidad religiosa mediante la coacción provoca consecuencias políticas, sociales y hasta económicas seriamente perjudiciales. Por razones pragmáticas, por tanto, esta tradición se manifiesta a favor de una tolerancia limitada para las minorías religiosas -en particular para los hugonotes en Francia- mientras que, a menudo, también persiste en la aspiración de reestablecer la unidad confesional -que continúa siendo un ideal- mediante medios persuasivos. Por otra parte, como suele ocurrir con los conceptos filosófico-políticos que han llegado a formar parte de nuestro acervo contemporáneo, el de tolerancia parece haber experimentado, a lo largo sus varios siglos de existencia moderna, una serie de transformaciones semánticas de consideración917. En efecto, si tomamos prestadas algunas de las indicaciones generales realizadas por Paul Ricoeur, podemos señalar al menos tres episodios bien diferenciados en el derrotero semántico de este concepto. El primer significado habría adquirido todo su espesor en el período abordado a lo largo de nuestro trabajo. Según “este umbral mínimo de la tolerancia”918, asumir una actitud tolerante en el siglo XVI implicaba aceptar (algo muy diferente de aprobar) con cierta resignación un factum que no era posible impedir.Y era ésa, en efecto, la actitud política que el propio Michel de Montaigne parece haber atribuido a Enrique III en ocasión del edicto de Beaulieu, donde se concedía una amplia libertad de conciencia y de culto a los hugonotes franceses: “a| más bien creo, por el honor de la devoción de nuestros reyes, que, no habiendo podido lo que querían [es decir, alcanzar la reunificación de los súbditos bajo una única creencia] han aparentado querer lo que podían”919. En este sentido, también es necesario señalar -como lo han hecho de modo unánime todos los autores que hemos the people, as equally true; by the philosopher, as equally false; and by the magistrate, as equally useful.’”. Ibíd, p.28. 917 Para considerar un sintético repaso de esta historia, véase la entrada “Toleration”, redactada por John Christian Laursen, en Maryanne Cline Horowitz, New dictionary of the history of ideas, Op.cit., pp.2335-2341. 918 Paul Ricoeur, Op.cit., p.20. 919 Los ensayos, II, 19, p.1014. 261 consultado- que la tolerancia, como concepto y como práctica, luego extendida al ámbito político, étnico, cultural, etc., tuvo su origen en la necesidad de apaciguar los conflictos religiosos y confesionales. Un segundo período, que podríamos circunscribir temporalmente entre la segunda mitad del siglo XVII y la primera del XVIII, estará signado por una paulatina actitud de apertura hacia las opiniones y convicciones ajenas; no para adoptarlas, pero sí al menos para comprenderlas. Esta etapa traerá aparejada, según Ricoeur, “una cierta suspensión de la violencia”920, y en ella se producirá un acontecimiento clave: el reconocimiento del derecho al error, “unido a la idea de que cada cual tiene el derecho a vivir según sus propias convicciones”921 y a la presunción de la libertad como una de las características distintivas de la conciencia humana. La idea de la verdad experimentará una aguda crisis, y el concepto de tolerancia franqueará con ella un umbral decisivo, pues “la benevolencia ante ideas que no se comparten cederá el paso a la sospecha de que una parte de la verdad puede encontrarse fuera de las convicciones que forman la base de las tradiciones en las que hemos sido educados”922. Todos estos acontecimientos prepararán el terreno para el advenimiento de una tercera y definitiva etapa, la “que se alcanzará con el movimiento de la Ilustración francesa en la época de los Enciclopedistas”923, esto es, en la segunda mitad del siglo XVIII. Este último período arribará a su más elaborada materialización práctica a través de las declaración de derechos, estableciendo “un poder político neutro, que no se incline por ninguna confesión ni privilegie a ninguna comunidad religiosa, sino que proteja a todos los cultos por igual”924, y, al mismo tiempo, instituyendo a la libertad de conciencia y expresión como prerrogativas propias de los seres humanos en tanto tales. Así, la tolerancia dejará de ser interpretada como una concesión brindada por quien detenta una posición de poder, o como un mal menor al que debemos acceder a regañadientes, para comenzar a ser concebida como un derecho925. Es en el marco de las continuidades indicadas por Fitzpatrick y las discontinuidades señaladas por Ricoeur en donde, de acuerdo a nuestra mirada, quizás puedan advertirse Paul Ricoeur, Op.cit., p.20. Ibíd., p.21. El subrayado es del original. 922 Ibíd. 923 Ibíd. 924 Ibíd. 925 Como lo dirá con otros términos Pedro Bravo Gala, en estricta referencia a la esfera religiosa: “Tolerar al disidente religioso significa que el grupo dominante renuncia a elevar los criterios religiosos a criterios políticos y que, en consecuencia, acepta, en alguna medida, la neutralización de la vida religiosa… En cambio, la libertad religiosa presupone el reconocimiento en el individuo de un derecho natural para la libre profesión y expresión de sus creencias. La esencia de la libertad religiosa radica en la elevación del individuo a autoridad suprema en la esfera religiosa”. “Presentación”, Op.cit., pp.XVI-XVII. 920 921 262 con mayor precisión los diversos itinerarios intelectuales y políticos desandados por la tolerancia durante la modernidad filosófica. Estos itinerarios, según hemos intentado indicar a lo largo de estas páginas, tal vez podrían remontar su origen hasta los distintos intentos de respuesta brindados ante el desafío de vivir con otros por Sébastien Castellion, Jean Bodin y Michel de Montaigne en la prehistoria de aquella modernidad926. Hagamos algunas indicaciones al respecto, a fin de dar un cierre a nuestro trabajo. I Según hemos señalado en nuestro capítulo II, en el prefacio de la traducción latina de la Biblia que Sébastien Castellion dedica a Eduardo VI de Inglaterra es posible hallar una primera defensa de la tolerancia. En este breve prólogo para el rey, el humanista recordará al joven monarca cuál es el verdadero mensaje de Cristo, exhortándolo a hacer uso de la moderación y la caridad, únicas virtudes capaces de apaciguar todas las controversias y conflictos religiosos, dejando en las exclusivas manos de Dios el enjuiciamiento de las conciencias y los corazones. En efecto, afirma allí Castellion, dado que nadie podrá arrepentirse de haberse abstenido de hacer morir a un hombre, y dada la incerteza que envuelve a todas las discusiones de la teología dogmática, la vía de la doucer, la moderación y la paciencia es la más segura que un magistrado prudente puede y debe adoptar. Estos primeros argumentos serán retomados y enriquecidos en dos obras capitales de nuestro humanista, el Traité des hérétiques y el Contra libellum Calvini, obras que hallarán su motivo principal en el enjuiciamiento y la ejecución del médico español Miguel Servet. En el primero de estos tratados, y más allá de la compilación de los diversos argumentos de autoridad que conforman el cuerpo del texto, Castellion adoptará distintos seudónimos con el fin de brindar una serie de consideraciones en relación con la cuestión de la tolerancia. En el prefacio, Martin Bellie nos invitará a reflexionar sobre un concepto clave para los promotores de la persecución, el de herejía, revelando el carácter relativo y circunstancial de dicha noción (y, como corolario, la posibilidad de que la acusación se torne reversible). Bellie muestra, además, que no es posible hallar ninguna prueba bíblica que ordene hacer morir a aquellos que parecen incurrir en una equivocación doctrinal, sin ocasionar con dicho equívoco ninguna perturbación moral o política. Georges Kleinberg y Basile Montfort, por su parte, tomarán la pluma con el fin de añadir algunos fundamentos Nos apoyamos para esta consideración en otra afirmación de Martin Fitzpatrick: “Even when some in the late eighteenth century wanted to go beyond tolerationist arguments to argue instead in favour of a complete equality of religious and civil rights, they would mix the new Enlightened language of rights and the older languages in which toleration was implicitly or explicitly a dispensation or favor”. Op.cit., p.29. 926 263 más a los argumentos de Bellie: el primero buscará defender que, dada la disparidad de los asuntos, debe existir una clara diferenciación entre el ámbito de injerencia propio del magistrado secular y aquel que concierne al ministro de la religión. En efecto, Cristo nos ha enseñado por su propio ejemplo que la espada con la que se defiende la doctrina verdadera no es más que espiritual, y que recurrir al hierro y al fuego para mancillar las almas no sólo es ilícito, sino también inútil. Montfort, a su vez, insistirá en la clara distinción que es posible trazar entre la herejía y la blasfemia, y, del mismo modo, en aquella que puede establecerse entre los oscuros dogmas de la teología y las claras prescripciones de la moral. En tal sentido, puede decirse con el Castellion del Traité que la exigencia de ortodoxia será reemplazada por la de ortopraxia. Todos estos argumentos serán retomados y profundizados por Vaticanus, el personaje que da voz a nuestro humanista en el Contra libellum Calvini: la necesidad de distinguir con claridad el error de la impiedad, la de establecer una diferenciación entre la espada secular y la espiritual, enfatizando la doucer como virtud verdaderamente cristiana, y la de mostrar que el mensaje del amor de Cristo nos ha relevado de cumplir la ley de Moisés, son los ejes cardinales de este texto. Al mismo, algunos años más tarde, Castellion añadirá el Conseil à la France desolée. En este breve opúsculo de intervención, publicado en ocasión del inicio de las guerras civiles en suelo francés, el autor no sólo concebirá a la persecución como un mal moral que afecta la libertad de las conciencias individuales, sino también como una enfermedad política que es incluso capaz de acabar con la vida de toda una comunidad. En tal sentido, siguiendo el ejemplo del anónimo autor de la Exhortation aux Princes, Castellion postulará que la libertad religiosa, lejos que convertirse en una causa temible de levantamientos y trastornos civiles, representa la verdadera solución de los conflictos. En ese marco, instará a todos los cristianos (católicos y evangélicos) a recordar los fundamentos olvidados del cristianismo: la caridad, la fraternidad y la comprensión mutua. En base a ello, afirmará también que no es posible hallar más que un único remedio real para la desolación del reino; el que consiste en “permitir en Francia dos Iglesias”. De este modo, Castellion no sólo reclamará el respeto de la libertad de conciencia de ciertos individuos aislados que se han alejado del rebaño, sino que insistirá en la necesidad de que las autoridades políticas reconozcan a la Iglesia reformada en su conjunto. Lo más sano, dirá, es que cada cual pueda servir a Dios según su propia fe, sin recibir imposiciones externas. Muchas de estas ideas serán retomadas y reconfiguradas hacia fines del siglo XVII de la mano de Locke y Bayle. El primero, en efecto, no sólo encontrará en la caridad el rasgo distintivo de la verdadera religión y el verdadero mensaje que nos ha legado Cristo, o 264 sostendrá que es imposible que la fe pueda ser impuesta mediante la coacción, sino que también insistirá en la divergencia de fines que persiguen la Iglesia y el Estado, y, por tanto, en la necesidad de una estricta separación entre ambas esferas. La salvación de las almas y el sostenimiento del orden político transitan su camino por carriles del todo diferentes, y quien pretenda mezclar la espada secular con la espiritual incurrirá en una confusión de funestas consecuencias. Bayle, por su parte, afirmando explícitamente haber tenido contacto con los textos de Castellion, y aun asumiendo un tono crítico con su predecesor927, intentará brindar fundamentos más sólidos y filosóficos a proposiciones muy similares: la distinción entre el error y la mala voluntad; la reducción de las funciones del magistrado secular al mero sostenimiento del orden político; la concepción de la persecución como un acto ilegítimo contra los derechos de la conciencia -incluso de aquella que presuntamente puede hallarse en el error-; la desarticulación y relativización de conceptos clave para sostener la intolerancia, como los de ortodoxia y herejía; las dificultades para discernir lo verdadero de lo falso, sobre todo en materia teológica, y, como corolario, la preeminencia de la ortopraxia por sobre la ortodoxia. Todos estos elementos darán forma a su posicionamiento a favor de la tolerancia, posicionamiento que, al igual que aquel sostenido por el humanista saboyano, no carecerá de enemigos en el seno de sus propias filas. En efecto, si damos crédito a las palabras de Mario Turchetti, quizás podría decirse que las discusiones sostenidas por Pierre Bayle y Pierre Jurieu no son más que la continuación de aquellas iniciadas, más de un siglo antes, por Sébastien Castellion y Jean Calvin928. II En nuestro capítulo III hemos intentado mostrar que, más allá de cuál haya sido la convicción religiosa más profunda de Jean Bodin, resulta difícil negar que el angevino ensayó múltiples respuestas para los desafíos políticos y teológicos que le presentaba su época; siempre inclinando la balanza, además, en favor de una actitud abierta y tolerante. Bayle menciona el Traité des hérétiques en su Supplément du Commentaire Philosophique (1688), redactado luego de las críticas que le realizara Pierre Jurieu Des droits des deux souverains (1687): “Dos cosas podrían hacerme creer que han refutado mi Commentaire philosopique: la primera, si yo estuviera de acuerdo con esta tesis general: que los gobernantes deben actuar por vía de su autoridad, y mediante sanciones, en contra de sus súbditos cismáticos o herejes; la segunda, si yo hubiera tratado este asunto tan pobremente como lo hizo Castalion en el siglo XVI, bajo el nombre de Martinus Bellius. Hay que reconocer que en esos tiempos no se conocían bien los Tópicos, es decir, los principios y las fuentes de las pruebas por medio de las cuales se puede aplastar el dogma de la intolerancia total o parcial. También el pobre Castalion se vio muy pronto tratado con desdén y zurrado por Théodore de Bèze, quien, si volviera al mundo, no se atrevería a emprender la refutación de los Escritos actuales a favor de la tolerancia; tanto más fuertes que antes son”. Pierre Bayle, Supplément du Commentaire Philosophique, Rotterdam, Fritsch et Böhm. 1713, pp.157-158. La traducción es nuestra. 928 Véase Mario Turchetti, “Réforme & tolérance, un binôme polysémique”, Op.cit, p.29. 927 265 En primer lugar, centrando nuestra atención en la esfera política, nuestra intención ha consistido en mostrar de qué modo los Six livres de la République pueden ser concebidos como una suerte de nuevo Manual de navegación, un manual capaz de brindar al soberano francés las herramientas necesarias para afrontar con éxito la tempestad en la que se encontraba sumida la república. Enfrentando a aquellos liguistas católicos que habían pergeñado tras bambalinas la matanza de san Bartolomé, y a aquellos monarcómanos hugonotes que postulaban abiertamente el origen popular del poder y el carácter mixto del régimen de gobierno, Bodin intentará brindar nuevos fundamentos al poder político. Su concepto de soberanía, definido por el carácter perpetuo, absoluto e indivisible, se convertirá en el eje vertebral de todo su sistema, permitiéndole resguardar la unidad política del reino ante la posible y tan temida disgregación confesional. En efecto, hemos dicho, más allá de ser católicos o protestantes, comerciantes, artesanos o magistrados, todos los súbditos de los que nos hablará el angevino se encontrarán indefectiblemente unidos y en un plano de igualdad, al encontrarse sujetos a una misma ley, ley que no emana sino de la libre voluntad de quien detenta la summa potestas. La república será una en tanto quien sanciona la ley también es uno. Asimismo, dado el carácter pedagógico-político que reviste la République, hemos intentado señalar también algunos de los consejos prácticos que Bodin ofrece al soberano, poniendo el énfasis en aquellas advertencias brindadas al príncipe que debe enfrentar la difícil situación de gobernar entre facciones. Esta difícil tarea, afirma el angevino, debe seguir reglas muy precisas a fin de evitar el naufragio de la república y lograr conducir el navío hacia el port de la santé: mantenerse en una posición de neutralidad frente a los conflictos que no afectan directamente a su persona -sobre todo si éstos tienen un origen religioso-, conservando su estatus de juez soberano y no involucrándose como abogado de parte; impedir la introducción de una nueva religión en una república con unidad confesional; prohibir los debates públicos acerca de la religión; evitar la coacción de las sectas una vez que se han arraigado y diseminado; preferir la superstición al ateísmo. He allí algunos de los consejos del politique Jean Bodin. En segundo lugar, luego de haber analizado las soluciones propuestas por Bodin para el ámbito de la République, nos hemos internado en el territorio de la République des Lettres a fin de mostrar cómo aquellos debates acerca de la religión verdadera expresamente prohibidos en el ámbito público- eran abordados con entera libertad por los eruditos del Colloquium heptaplomeres. Asimismo, intentando trazar una cierta prehistoria del coloquio, hemos analizado algunos de los elementos que Bodin nos presenta en su epístola a Bautru des Matras, redactada tras los inicios de las guerras civiles francesas. La 266 posibilidad de sostener una relación amistosa más allá de las diferencias confesionales, la elevada consideración de una palabra franca y cordial, aun en las discrepancias, y la disolución moral como verdadera causa de los conflictos que afectan a Francia, son algunos de los aspectos más destacados. Varios de ellos volverán a aparecer en las páginas del Colloquium, ese paradójico y ecuménico diálogo entre siete eruditos de diferentes nacionalidades y convicciones religiosas. Ubicados en la apacible ciudad de Venecia, y resguardados por las murallas del palacio de aquel anfitrión católico y humanista, los savants emprenderán una apasionante discusión que, lejos de conducirlos a un desenlace de respuestas positivas, les revelará la imposibilidad de decidir, y, como corolario de dicha imposibilidad, los incitará a asumir a la tolerancia interconfesional como única solución posible. Ya no habrá más debates sobre religión -ni públicos ni privados-, y cada cual será acogido cordialmente en su creencia, siempre y cuando ella se encuentre en consonancia con los dictados de su conciencia. La posición politique asumida por Bodin, y algunas de la tesis de su République -tal cual hemos intentado indicar en diversos apartados de nuestro capítulo III- alcanzarán una notable difusión en los siglos siguientes, provocando las más disímiles reacciones: denostado por los teólogos católicos que no ven en él más que a un Maquiavelo francés, será leído con mucha atención por quienes deben dirigir los asuntos del Estado. En tal sentido, más allá de haber sido acusado de incrédulo, Bodin parece haber otorgado un gran valor político y moral a la religión, insistiendo en la necesidad de preferir la superstición al ateísmo. Esta tesis, presente a su vez en la Exhortation aux Princes de 1561, será retomada tanto por Locke como por Voltaire, quienes se opondrán de un modo tajante a la posibilidad de extender la tolerancia a los ateos, y rechazada por Pierre Bayle, rechazo que se hará explícito en los Pensées diverses sur la comète, y que puede encontrarse de un modo implícito en el Commentaire philosophique. Las ideas clandestinas proferidas por Bodin, tal como hemos pretendido dejarlo en claro, circularon con gran afición entre los ciudadanos de la República de las Letras durante los siglos XVII y XVIII. Un repaso por las diversas reacciones manifestadas por algunos de ellos frente al Colloquium bastaría para indicar a este texto como un eslabón insoslayable en la cadena de las reflexiones en relación con la verdad de la religión y la tolerancia interconfesional. Leído y discutido de un modo apasionado por personajes de la talla de Grocio, Patin, Naudé o Leibniz, e incluso quizás también conocido por Spinoza929, Richard Popkin ha indicado esta posibilidad, afirmando que Spinoza podría haber conocido las tesis del Colloquium de la mano de Henry Oldenburg, quien había adquirido una copia del libro en su viaje a París de 1659. Al respecto, véanse: Richard Popkin, “Could Spinoza have known Bodin’s Colloquium 929 267 las discusiones centrales desarrolladas en el texto de Bodin llegarán con fuerza al siglo de la Ilustración, siglo en el que Lessing las reconfigurará de un modo magistral en su Nathan der Weise. III En nuestro capítulo IV, por último, hemos intentado desentrañar la particular actitud asumida frente al conflicto por Michel de Montaigne, resaltado su cariz ambivalente. Intus ut libet, foris ut moris est; he allí, según la interpretación que hemos intentado sostener, el principio -de acción y reflexión- adoptado por el ensayista. Y ha sido ese mismo principio el que hemos buscado poner de manifiesto a través de algunas consideraciones sobre el propio modo de escritura asumido por Montaigne. En efecto, más allá de la declaración de bonne foi que es posible hallar en el aviso “Al lector”, y de las usuales interpretaciones conformistas que se han brindado del pensamiento del perigordino, nuestra intención ha sido mostrar que cabría la posibilidad de pensar que existen en los Essais ciertos indicios, ciertas marcas de sentido, ciertas insinuaciones, capaces de sugerir -al menos al lector diligente y sagaz, al hombre de entendimiento- una perspectiva diferente. Y, de igual modo, que aun cuando Montaigne haya adoptado una actitud pública de suma cautela frente al conflicto confesional, oponiéndose a las innovaciones propiciadas por la Reforma, también será capaz de abrirse a una infinidad de experiencias privadas; experiencias en las cuales el ensayo de la alteridad -étnica, política, religiosa- será una de las premisas cardinales a partir de las que las que el reconocimiento de la diversidad, como condición inherente de la naturaleza, se convertirá en una conclusión casi inevitable. En cuanto al primer aspecto, es decir, en cuanto a la faz pública asumida por Montaigne, hemos intentado hacer ver que la reticencia del ensayista a aceptar las novedades ofrecidas por la Reforma, lejos de hallarse cimentadas en consideraciones teológicas, o de asentarse en un juicio respecto del valor de verdad implicado en dichas novedades, se reduce, en última instancia, a estrictos motivos filosóficos y políticos. Montaigne se muestra muy consciente de las perniciosas consecuencias prácticas que puede ocasionar una mutación en las leyes y creencias heredadas, sobre todo a causa de la particular volubilidad del entendimiento humano, herramienta doble y maleable que es capaz de adoptar las formas más diversas, siendo incapaz de dejar de “rodar incesantemente” una vez que ha abandonado su primera posición. Por tales motivos, el Heptaplomeres?”, Philosophia, 16, 1986, pp.307-314, y“The Dispersion of Bodin's Dialogues in England, Holland, and Germany”, Journal of the History of Ideas, 49, 1, Jan-Mar, 1988, pp.157-160 . 268 ensayista rehúye de las primicias que ofrecen al mundo los hugonotes -aunque sea muy consciente del fanatismo y dogmatismo de los miembros de la Liga, a quienes también critica-, echando mano de las herramientas que le brinda el escepticismo pirrónico, y decide mantenerse firme, sin dogmatizar, allí mismo donde lo han depositado la herencia y la fortuna. Será católico, es cierto, pero los mismos motivos que es perigordino. Por el otro, en privado, manteniendo a su entendimiento y a su voluntad libre de aquellos grilletes a los que se sometía puertas afuera de su biblioteca y de su castillo, Montaigne supo desarrollar una ética en la cual el ensayo de la alteridad se convertirá en un principio cardinal, y a partir de la que el reconocimiento de la diversidad, como rasgo propio y esencial que caracteriza al mundo natural -en el que se incluyen, claro, los hombres y su condición- devendrá su corolario. En este sentido, hemos intentado mostrar de qué modo la experiencia del viaje -tanto intelectual como físico- adquiere una importancia notable a la hora de realizar ese ejercicio de desarraigo, ejercicio que no tiene otro fin que el de convertir a cada hombre en un ser cosmopolita. Asimismo, a fin de dar un fundamento más sólido a nuestra interpretación, no sólo hemos realizado un análisis de la propia experiencia que Montaigne nos relata en sus Essais y su Journal de voyage, sino que también hemos detenido nuestra mirada sobre el particular modo de enseñanza sugerido por el ensayista para su discípulo ideal. En efecto, si -como sugiere Jordi Bayodla pedagogía propuesta por Montaigne puede brindarnos algunos indicios acerca de sus convicciones más profundas, es más que claro que el hombre que pretende formar nuestro ensayista, antes que un polaco o francés, será un ciudadano del mundo. Como bien ha señalado -entre muchos otros- Martin Fitzpatrick en las reflexiones a las que hemos referido más arriba, la duplicidad de la escritura y de la acción adoptada por Montaigne, y difundida entre la sociedad de gens de lettres del siglo XVII por Pierre Charron, tendrá una muy buena recepción entre los libertins érudits. Será este grupo de hombres -conformado, entre otros, por Gabriel Naudé, Pierre Gassendi y François de La Mothe Le Vayer- quien hará propio el motto de actuar hacia el exterior en conformidad con las leyes y costumbres del país en el que se ha nacido manteniendo, en la interioridad, la libertad del juicio y el entendimiento. Esta particular actitud, combinada con un espíritu de indagación escéptica, les permitirá alcanzar una clara comprensión del carácter arbitrario y contingente que poseen todas las creencias de los hombres (entre las que se cuentan, claro, las creencias religiosas), posibilitándoles, además, evitar incurrir en la presuntuosa actitud de censurar aquellas convicciones que difieren de las propias. Y es un espíritu muy similar el que puede hallarse, ya bien entrado el siglo XVIII, en la declaración que Voltaire realiza en el inicio de su artículo Tolérance: “¿Qué es la tolerancia? Es el 269 patrimonio de la humanidad. Todos estamos moldeados de debilidades y de errores. Perdonémonos las necedades recíprocamente, es la ley primera de la naturaleza”930. En efecto, son algunos de estos elementos escépticos, mixturados con una profesión de fe deísta, los que permiten a Voltaire autoproclamarse defensor de la tolerancia universal931, es decir, de carácter cosmopolita. Indicado este posible vínculo, nos gustaría ensayar una última reflexión en relación con Montaigne. Parece posible afirmar que la posición política y pública asumida por el perigordino frente al conflicto confesional puede ubicarse un paso más acá de la abierta tolerancia, en tanto que el autor se muestra reticente a aceptar en el seno de una sociedad habituada al catolicismo las novedades de la Reforma. No obstante, y he ahí, quizás, el principal aporte del ensayista para pensar la cuestión, la actitud privada que éste parece haber asumido, y la ética del ensayo de la alteridad que la caracteriza, tal vez puedan permitirnos ubicar a nuestro autor un paso más allá932. En efecto, si hemos de definir a la tolerancia como aquella actitud que nos permite soportar, incluso a regañadientes, aquellas opiniones y formas de ser que no podemos impedir, es claro que Montaigne no puede ser incluido entre sus partidarios. Por el contrario, lejos de experimentar la diferencia y la diversidad con un gesto adusto y turbado, a la manera en que parecen hacerlo muchos de sus contemporáneos, las experiencias y reflexiones que él mismo nos ofrece, tanto en sus Essais como en sus Journal de voyage, se encuentran animadas por un espíritu de jovialidad y alegría; son el reflejo de una escéptica y “honesta curiosidad por indagarlo todo”, honesta y escéptica curiosidad que busca comprender la propia condición del mundo y del Voltaire, “Tolerancia”, Diccionario filosófico, Madrid, Ediciones Akal, 2009, p.494. En efecto, no muy diferente parece ser el talante que podemos encontrar en el párrafo inicial del artículo que Jean-Edmé Romilly redacta, en 1765, para la Encyclopédie: “TOLÉRANCE, (Ordre encyclop. Théolog. Morale, Politiq.) la tolérance est en général la vertu de tout être foible, destiné à vivre avec des êtres qui lui ressemblent. L'homme si grand par son intelligence, est en même temps si borné par ses erreurs & par ses passions, qu'on ne sauroit trop lui inspirer pour les autres, cette tolérance & ce support dont il a tant besoin pour lui-même, & sans lesquelles on ne verroit sur la terre que troubles & dissentions. C'est en effet, pour les avoir proscrites, ces douces & conciliantes vertus, que tant de siecles ont fait plus ou moins l'opprobre & le malheur des hommes; & n'esperons pas que sans elles, nous rétablissions jamais parmi nous le repos & la prospérité”. Denis Diderot, Jean D’Alembert, Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, vol. XVI, 1765, p.390. Mantenemos la grafía original. 931 “El único medio de procurar la paz entre los hombres es destruir los dogmas que los dividen y restablecer la verdad que los une [basada en esta profesión de fe: Adoro a Dios, y debo ser benéfico]: en esto consiste la paz perpetua. Esta paz no es una quimera, existe en la gente honrada desde la China hasta Quebec: veinte príncipes de Europa la han abrazado públicamente, y sólo los imbéciles imaginarán creer en los dogmas [de las religiones históricas]. Es cierto que estos imbéciles son muchos; pero el corto número que piensa conduce con el tiempo al gran número; el ídolo cae, y la tolerancia universal se eleva cada día sobre sus escombros; los perseguidores son aborrecidos por todo el género humano”. Voltaire, “Horrores de la intolerancia”, en La usurpación de los papas y otros escritos, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2009, XXXII, p.64. 932 En tal sentido, quizás podríamos referir a Montaigne un juicio similar al que Filippo Mignini dedica a Spinoza: el horizonte de la tolerancia práctica parece para él un ideal superado, en tanto y en cuanto “el amor al prójimo, realmente vivido, está más orientado a la gozosa edificación que a la melancólica soportación”. Filippo Mignini, “Spinoza, ¿más allá de la idea de tolerancia?”, p.126. 930 270 hombre, y se aleja, lo más que es posible, de aquel huraño semblante revelado por uno de los más ilustres filósofos presocráticos. a| Demócrito y Heráclito fueron dos filósofos. El primero, encontrando vana y ridícula la condición humana, no aparecía en público sino con un semblante irónico y risueño; Heráclito, apiadado y compadecido de esa misma condición nuestra, tenía el semblante siempre triste, y los ojos llenos de lágrimas. Prefiero el primer humor933. Alejado de la actitud encarnada por Heráclito, Montaigne parece haberse lanzado a los caminos revelando un talante expresivamente democríteo. * * * Realizadas todas estas consideraciones, digamos sólo una palabra más, a modo de conclusión final. Del mismo modo en que Castellion, Bodin y Montaigne han iniciado, cada uno a su modo, diversos caminos de indagación, también nosotros hemos intentado dar un paso más por este floreciente sendero de búsqueda que ha comenzado a desandar la historiografía de la tolerancia en las últimas décadas. No obstante lo cual es necesario remarcar que, en el intento por dar una respuesta al desafío que nos plantea el vivir con otros, seguramente restan todavía muchas sendas por explorar, y muchos caminos abiertos. Los ensayos, I, 50, p.439. 933 271 BIBLIOGRAFÍA I. BIBLIOGRAFÍA FUENTE I.1. Jean Bodin BODIN, Jean. Les six libres de la République, Paris, Chez Jacques du Pois, 1583. –––––––– . 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