UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS
Tesis para optar por el título de
Doctor en Filosofía
Ante el desafío de vivir con otros.
Controversias en la prehistoria de la tolerancia moderna:
Castellion, Bodin, Montaigne.
Doctorando: Lic. Manuel Tizziani
Director: Dr. Fernando Bahr
Co-Director: Lic. Ricardo Cattaneo
Consejera: Dra. Graciela Vidiella
CIUDAD AUTÓNOMA DE BUENOS AIRES
NOVIEMBRE 2014
Abandonen a sus dioses y vengan a inclinarse ante los nuestros; ¡si
no, muerte a ustedes y a sus dioses!
Fiódor Dostoievski, Los hermanos Karamazov.
Me ha sorprendido muchas veces que hombres que se glorían de
profesar la religión cristiana, es decir, el amor, la alegría, la paz, la
continencia y la fidelidad a todos, se atacaran unos a otros con tal
malevolencia y se odiaran a diario con tal crueldad, que se conoce
mejor su fe por estos últimos sentimientos que por los primeros.
Baruch Spinoza, Tratado teológico político.
El escándalo debería ser mucho mayor cuando se ve a tantas
personas convencidas de las verdades de la religión pero inmersas
en el crimen.
Pierre Bayle, Comentario filosófico.
2
AGRADECIMIENTOS
Sin el apoyo incondicional de muchas personas y algunas instituciones este
trabajo no hubiera sido más que una solitaria ensoñación. A ellas van dirigidas
estas palabras, a modo de agradecimiento.
Entre las primeras, siento una especial gratitud con mis guías
intelectuales, Ricardo Cattaneo y Fernando Bahr. A Ricardo debo mis
orientaciones iniciales en esta divertida y estimulante tarea de la investigación
filosófica; a Fernando, el ejemplo indeclinable de lo que puede la pasión. Ese
ejemplo, y un vínculo reforzado por algunas obsesiones compartidas, han
logrado que el burocrático lugar del director sea ocupado por un maestro.
A Graciela Vidiella, por su parte, debo la enorme gentileza de haberme
acompañado y aconsejado a lo largo de todos estos años de doctorado. Sus
aportes bibliográficos, además, han resultado de crucial importancia para esta
Tesis. A mis compañeros y amigos del proyecto de investigación El
movimiento de la Ilustración: razones, conceptos y debates, Esteban Ponce,
Lisandro Aguirre, Enrique Mihura y Nidia Casís, agradezco los aportes
realizados en distintas reuniones, Jornadas y Congresos. A Silvana Carozzi, el
haberme mostrado por primera vez, hace ya más de una década, la enorme
riqueza de los debates filosófico-políticos; y el haber reforzado ese vínculo
académico y afectivo revelándome la importancia de situar esas discusiones en
la historia.
A mis padres, Juan Carlos y Nélida, debo, ni más ni menos, que la
educación en los valores de la democracia y la autonomía. Son ellos, en efecto,
quienes me han hecho beber con la leche materna el anhelo de la libertad de
pensamiento y de acción, y mis agradecimientos por un presente semejante
exceden infinitamente esta página de papel.
A Estefanía Szupiany, por último, debo un incondicional apoyo en
todos mis días. Sin su compañía, sin su aliento, y sin su ejemplar entusiasmo a
la hora de emprender a diario nuevos desafíos, es más que claro que mi labor
habría sido no sólo imposible, sino también inútil.
Por otra parte, debo agradecer a las instituciones que me han brindado
su apoyo y cobijo. En primer lugar, al Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas (CONICET) por la beca de posgrado con la que he
financiado la totalidad de mi investigación doctoral. En segundo, a las
Universidades Nacionales del Litoral y de Buenos Aires, por haberme
brindado sucesiva y gratuitamente la formación de grado y posgrado. Mi
gratitud y compromiso con la Universidad pública, gratuita y laica es, desde
ahora y desde siempre, un principio irrenunciable.
*
A Estefanía,
por la alegría de vivir en un mundo
en el que también vive ella.
3
PRÓLOGO
En 1969, lanzando una mirada retrospectiva de su propia obra, Jorge Luis
Borges indicaba que en aquel Fervor de Buenos de 1923 se encontraba ya
prefigurado “todo lo que haría después”. Incapaces de ostentar una distensión
temporal semejante, y sin el deseo de incurrir en comparaciones poco
afortunadas, o simplemente megalómanas, podríamos señalar que el trabajo
que aquí se presenta puede ser entendido como el corolario necesario de otro
que supimos realizar en el año 2010. Aquél, confeccionado en ocasión de
nuestra Tesina de Licenciatura, llevaba por título El yo hecho de retazos.
Identidad y alteridad en los escritos de Michel de Montaigne. Y todas esas
páginas no habían tenido su origen sino en una fugaz reflexión del ensayista
del Périgord: Nous sommes tous faits des lopins, et d’une contexture si informe
et diverse, que chaque pièce, chaque moment, fait son jeu. Et se trouve autant
différence de nous à nous-mêmes, que de nous à autrui. Sí estamos por entero
hechos de retazos -nos preguntábamos ante Montaigne-, sí nuestra contextura
es tan informe y diversa que somos capaces de hallar una diferencia semejante
entre nosotros y nosotros mismos como la que experimentamos entre
nosotros y los demás, ¿cuál es la verdadera condición de nuestra subjetividad?
¿Qué nos es verdaderamente propio; qué es nos es plenamente ajeno?
Así, “por lo que dejaban entrever, por lo que prometían de algún modo”
-para tomar prestadas nuevamente algunas palabras de Borges-, aquellas
páginas presagiaban todo lo que vendría después, en los años del doctorado.
Aquella primera inquietud por la conformación de la identidad en base a la
alteridad nos condujo un paso más allá, hacia la pregunta por las relaciones
éticas y políticas entre ambas. Fue así que descubrimos estos nuevos-viejos
caminos, y nos internamos de lleno en las trifulcas teológico-políticas de una
época tan particular como apasionante: el siglo XVI francés. Y si la pregunta
clave de aquel primer trabajo rondaba en torno a la conformación de la propia
subjetividad, la segunda, la inquietud fundamental que ha dado lugar a todo lo
que sigue, podría ser esbozada del siguiente modo: ¿es posible que un sujeto
que se reconoce a sí mismo conformado de retazos, y que encuentra tanta
diferencia entre su yo y su sí mismo -para tomar aquí la expresión de Paul
Ricoeur- como entre su yo y los otros, sea capaz de reivindicar una identidad
tan pura como para enfrentarse, incluso a muerte, con aquellos a quienes
presuntamente ha de reconocer como ajenos?
La respuesta a esta pregunta, claro está, excede por mucho los márgenes
y límites de este trabajo; ella -si es que la hay- se interna en los espacios más
recónditos de nuestra propia vida. Nos asedia, nos espera agazapada en los
rincones, y nos toma por asalto, ahí, donde menos la esperamos. Es una
inquietud -o una obsesión, no sé muy bien ya- que nos ocupará por largo
tiempo; pero una inquietud una tanto habladora, y que por fortuna se ha
transformado, entre otras cosas, en todo lo que queda por leer más abajo.
4
ÍNDICE
Agradecimientos / 3
Prólogo / 4
Introducción ……………………………………………………………………………
Hacia la prehistoria de la modernidad
7
1. Revisitando la historiografía / 8
2. El siglo de la tolerancia filosófica (1670-1763) / 14
3. En camino hacia la prehistoria / 35
Excurso teórico-metodológico / 41
Capítulo I ………………………………………………………………………………
Un siglo bañado en sangre
46
1. De las primicias luteranas al ascenso de Carlos IX (1520-1560) / 50
2. El Concilio, el Edicto y la guerra: de la concordia a la tolerancia / 57
3. Un paso adelante, un paso atrás; el fracaso de la política de Edictos / 62
4. Los Politiques: la tercera posición sale a escena / 66
5. Hacia el Edicto de Nantes: el ascenso de Enrique IV / 69
Capítulo II ……………………………………………………………………………… 73
Castellion: entre la herejía y el derecho a creer lo equivocado
1. Sébastien Castellion (1515-1563) / 76
2. Una hoguera, una apología, dos respuestas / 79
2.1. El Traité des Hérétiques / 83
2.1.1. Esa maldita palabra: Martin Bellie ante la herejía / 85
2.1.2. El mensaje de Cristo: un prólogo para el rey / 92
2.1.3. Kleinberg y Montfort, ¿o Joris y Castellion? / 96
2.2. El Contra libellum Calvini / 103
2.2.1. La herejía y la blasfemia / 106
2.2.2. Vaticanus y la doucer / 111
2.2.3. La letra y el espíritu / 117
3. Un país que se desangra / 120
3.1. Un reino, dos Iglesias: la Exhortation aux Princes / 122
3.2. La enfermedad de la coacción, el remedio de la libertad / 127
Capítulo III …………………………………………………………………………… 134
Bodin: entre la République y la Respublica literaria
1. Jean Bodin (1530-1596) / 137
2. Les six livres de la République, o la solución politique / 141
2.1. Entre monarcómanos y liguistas; un nuevo Manual de Navegación / 143
2.2. Hacia la institución de un poder secular, o el concepto de soberanía / 150
2.3. El poder de legislar: vrai remarque de la souveraineté / 155
2.4. Gobernar entre facciones / 159
2.5. Detractores y apologetas / 167
5
3. La tolerancia de los sabios / 171
3.1. En la prehistoria del Heptaplomeres: la carta a Bautru des Matras / 172
3.2. El Colloquium, ¿un texto destinado al fuego? / 177
3.3. Los savants en escena / 181
3.4. De lo que no se puede hablar, mejor callar / 188
3.5. Nathan y una carta de ciudadanía en la Republique des Lettres / 193
Capítulo IV …………………………………………………………………………… 198
Montaigne: de la conservación política al ensayo de la alteridad
1. Michel Eyquem, señor de Montaigne (1533-1592) / 201
2. Las insinuaciones de un escéptico, o las dos caras de Montaigne / 205
3. Ni güelfo ni gibelino / 215
3.1. Reforma religiosa y crisis política / 216
3.2. La tercera posición: un catolicismo sin dogma / 225
4. Un ciudadano del mundo, o la alegría de vivir con otros / 231
4.1. Huir hacia lo ajeno, o la experiencia del viaje / 233
4.2. En la carabela de piedra / 238
4.3. Con el culo en la montura / 242
4.4. Ciudadano de Roma, ciudadano del mundo / 247
4.5. El viaje como pedagogía de la diversidad / 250
Conclusión …………………………………………………………………………… 259
Una pregunta, tres respuestas, muchos caminos abiertos
Bibliografía / 272
Ilustraciones
1. Atentado contra el almirante Gaspard Coligny (1572) …………………………
2. Página inicial del Edicto de Nantes (1598) ………………………………………
3. Retrato del médico antitrinitario español Miguel Servet (1509-1553) ………...
4. Portada del Contra libellum Calvini (1612) …………………………………….
5. Portada de Los seis libros de la República, enmedados católicamente (1590) ...
6. Portada de un ejemplar del Colloquium Heptaplomeres ……………………….
7. Portada de los Essais de Michel de Montaigne (1659) …………………………..
8. Itinerario del viaje realizado por Michel de Montaigne (1580-1581)…………...
6
61
65
95
105
142
166
218
234
INTRODUCCIÓN
Hacia la prehistoria de la modernidad
El historiador del pensamiento puede ayudar a apreciar en qué
medida los valores implícitos en nuestra forma de vida, tanto
como nuestra manera de pensar sobre esos valores, manifiestan
elecciones hechas en momentos diferentes entre distintos mundos
posibles. Esta conciencia puede ser útil para liberarnos del
dominio de cualquier explicación hegemónica sobre tales valores,
y sobre la manera de interpretarlos y entenderlos. Con una
conciencia más amplia de las alternativas, será posible tomar
distancia de las convicciones intelectuales que hemos heredado y
preguntarnos, con un nuevo espíritu, lo que debemos pensar
acerca de ellas.
Quentin Skinner, La libertad antes del liberalismo.
Escribir la historia de la tolerancia es algo muy distinto a debatir
sobre nuestra concepción o, más bien, sobre las concepciones
actuales de la misma. La pura y simple trasposición al pasado de lo
que hoy pensamos acerca de ella sería -como ocurre, por lo demás,
con todos los casos de conceptos que componen la actual
constelación de nuestros valores- una deformación sistemática del
decurso histórico. Lo que el historiador puede hacer de manera
plausible es identificar y reconstruir coyunturas y momentos del
pasado en los que personas y movimientos han elaborado, en
coherencia con sus propios sistemas de valores, materiales
conceptuales
que
hoy
consideraríamos
intuitivamente
constitutivos de la concepción moderna de la tolerancia.
Antonio Rotondò, Diccionario histórico de la Ilustración.
¿Qué es la tolerancia? ¿Cuál es su origen? ¿Cuáles son sus ventajas; cuáles sus límites?
¿Quiénes han sido sus defensores más prestigiosos; quiénes sus detractores? ¿Qué rol ha
sido asignado al Estado en su defensa y cumplimiento? ¿Qué papel ha desempeñado la
religión, y las diversas iglesias, a la hora de atacarla o defenderla? ¿Cuáles han sido sus
derroteros a lo largo y a lo ancho de la modernidad? ¿Cómo ha llegado hasta nuestros
días? ¿Qué significaba para los hombres del siglo XVI; qué significa para nosotros? He allí
algunos de los muchos y variados interrogantes que ocupan el trasfondo de nuestra
investigación, investigación que, como pretendemos dejar en claro en las páginas que
siguen, tan sólo se ha ocupado de un momento preciso y de un marco geográfico
determinado en la historia de este particular y polifacético concepto. En efecto, situaremos
7
nuestra atención en la Francia del siglo XVI y, más particularmente, en las posiciones
desarrolladas por tres escritores: Sébastien Castellion (1515-1553), Jean Bodin (1530-1596)
y Michel de Montaigne (1533-1592).
Pero antes de adentrarnos más en los contenidos del presente trabajo, señalemos
algunos aspectos en relación con su forma inicial. A fin de clarificar cuál ha de ser nuestro
objeto y nuestra meta1, hemos decidido desarrollar esta introducción en tres apartados.
Para situar la búsqueda en el plano de las investigaciones actuales, y a fin de esbozar
nuestro objetivo general, en el primero de ellos realizaremos un repaso de ciertos
presupuestos forjados en el marco de la historiografía de la tolerancia. Ese panorama será
completado con la presentación de una serie de trabajos académicos que, durante las
últimas décadas, han pretendido poner en cuestión dichos presupuestos. Luego de ello, con
el fin de establecer un marco de trabajo todavía más específico, de presentar los objetivos
particulares de nuestra propia investigación y nuestra hipótesis de trabajo, indicaremos los
puntos centrales de algunas de las teorías más importantes desarrolladas entre el último
tercio del siglo XVII y los dos primeros del XVIII; es decir, durante el que hemos
denominado el siglo de la tolerancia filosófica (1670-1763). Ello no sólo nos posibilitará
hacer referencia a pensadores ineludibles para nuestro tema, como Baruch Spinoza (16321677), John Locke (1632-1704), Pierre Bayle (1647-1706) y François Marie Arouet -mejor
conocido por el pseudónimo de Voltaire- (1694-1778), sino que también nos permitirá
sentar las bases para indicar en qué medida pueden establecerse algunos puntos de contacto
entre los debates modernos en torno a la tolerancia y aquellos que les precedieron. En un
tercer momento nos abocaremos a realizar una presentación preliminar del contenido
específico de nuestro trabajo. Éste, como hemos anticipado, será referido íntegramente a
reconstruir, analizar y esbozar una interpretación de las posiciones asumidas por Sébastien
Castellion, Jean Bodin y Michel de Montaigne en la prehistoria de aquellas otras
discusiones.
1. Revisitando la historiografía
“Una historiografía francesa todavía vivaz querría que todo comience con Descartes”2,
afirma Jean-Robert Armogathe, haciendo una clara referencia a la génesis de la
En cuanto a nuestro método de trabajo, hemos añadido un breve Excurso teórico-metodológico entre la
introducción y el capítulo I. Allí referiremos a algunos escritos de Stephen Toulmin y Quentin Skinner que han
representado una guía muy fructífera para nuestra propia indagación. Estas referencias, y los ejemplos que de
ellas hemos tomado, nos permitirán también fundamentar la inclusión de nuestro primer capítulo.
2
Jean-Robert Armogathe, “Préface”; en Tullio Gregory, Genèse de la raison classique de Charron à Descartes,
Paris, PUF, 2000, p.1
1
8
modernidad. Una convicción -o, más bien, un anhelo- similar parece haber animado, al
menos durante algún tiempo, a la historiografía de la tolerancia. Según nos indica Cary
Nederman3, tres serían los presupuestos básicos sobre los que ella ha intentado sostenerse:
el primero, que el debate acerca de la cuestión tuvo su origen y su motivo en la respuesta a
un acontecimiento histórico determinado: la Reforma protestante que dividió a Europa a
partir de la segunda década del siglo XVI; el segundo, que la primera teorización filosófica
del concepto coincide con la Epistola de tolerantia (1686) de John Locke; el tercero,
finalmente, que el devenir histórico de dicho concepto se halla, en mayor o menor medida,
ligado al nacimiento y la evolución del liberalismo, su teoría y su Estado4.
John Rawls bien puede servirnos de ejemplo para ilustrar la primera y la tercera de
las tesis a las que antes hemos referido. Según la interpretación que nos ofrece en la
introducción de su Liberalismo Político, fue el acontecimiento de la Reforma el que
“fragmentó la unidad religiosa de la Edad Media y condujo al pluralismo religioso, con
todas sus consecuencias para los siglos posteriores”5, alentando por primera vez una serie
de pluralidades -no sólo en el orden confesional- que serán ya una de las características
distintivas “de la cultura a finales del siglo XVIII”6. Este acontecimiento marca un antes y
un después, un hiato entre una sociedad cimentada sobre una única “religión autoritaria,
salvacionista y expansionista”, en la cual las personas no presentan demasiadas divergencias
“acerca de la índole del más alto bien”, y otra caracterizada por la diversidad de
concepciones. Así pues, si establecemos al cisma protestante como punto de partida tanto
de la pluralidad de pareceres como de actitudes morales y religiosas, no hay mayores
motivos para no concluir con Rawls que “el origen histórico del liberalismo político (y,
más generalmente, del liberalismo) es la Reforma y sus secuelas, con las largas
3
Cary Nederman, Worlds of difference. European discourses of toleration c..1150-1550. Pennsylvania, The
Pennsylvania State University Press, 2000: “Introduction: Toward a More Tolerant Middle Ages”, pp.1-10.
4
Para más precisiones sobre esta particular concepción, véase Fernando Vallespín, “El Estado liberal”, en
Rafael del Águila Tejerina (Coord.), Manual de Ciencia Política, España, Editorial Trotta, 1997, pp.53-80.
5
John Rawls, Liberalismo Político, México, FCE, 2006, p.17. Pedro Bravo Gala comparte esta misma
interpretación: “La idea de tolerancia alcanza pleno sentido en Occidente como consecuencia de la división
religiosa operada por la Reforma. Al romperse el orden cristiano medieval e institucionalizarse la rebeldía
contra la autoridad espiritual de Roma en las diversas iglesias y sectas reformadas, se traspuso el problema
religioso desde el plano puramente especulativo de la teología al plano histórico-concreto de la realidad
política. Como resultado de este hecho, allí donde las luchas confesionales fueron particularmente intensas
(Francia, por ejemplo), se planteó como problema político de solución inaplazable el del pluralismo religioso
dentro del Estado”. “Presentación”, en John Locke, Carta sobre la Tolerancia, Madrid, Tecnos, 1991, pp.
XVIII-XIX. Es en base a esta edición que citaremos la Epistola de Locke. En adelante, ET.
6
Ibíd., p.17. Como bien señala Kymlicka, “According to Rawls, this development of religious tolerance was
one of the historical roots of liberalism. Liberals have simply extended the principle of tolerance to other
controversial questions about the «meaning, value and purpose of human life»”. Will Kymlicka, “Two Models
of Pluralism and Tolerance”, Analyse and Kritik, 13, 1992, p.34. Kymlicka dedica este artículo a criticar la
“obvious lesson” que Rawls pretende extraer de su interpretación de la Reforma. A diferencia de Rawls, quien
restringe a la esfera individual el ejercicio de las libertades conquistadas luego de aquel acontecimiento,
Kymlicka propone un modelo interpretativo diferente; un modelo no ya basado en los derechos de los
particulares, sino en el de los grupos y comunidades.
9
controversias acerca de la tolerancia religiosa en los siglos XVI y XVII”7. En efecto,
sostiene Rawls, la novedad radical aparejada con los posicionamientos teológico-políticos
de Lutero y Calvino se halla en el problema de “¿cómo es posible que exista una sociedad
entre quienes profesan distintos credos?”8. Este conflicto, vivenciado de un modo trágico
por quienes se enfrentaron a él en los albores de la modernidad9, será “tomado muy en
serio” -en su aspecto “latente e irreconciliable”- por el liberalismo político, el que no lo
considerará ya “como un desastre, sino como el resultado natural de las actividades de la
razón humana”10 en condiciones de libertad11. Las sociedades liberales de la
posmodernidad se presentan, en tal sentido, como el corolario ineludible de este devenir
histórico12.
Son algunas de estas ideas las que refuerza John Gray en su Two faces of
Liberalism. Según afirma Gray, el Estado liberal tuvo su origen en el siglo XVI, gracias al
derrumbe de los modos de vida estandarizados y a la eclosión de múltiples y diferentes
modus vivendi. Como consecuencia de ello, dice, “los regímenes liberales contemporáneos
son floraciones tardías de un proyecto de tolerancia que se inició en Europa en el siglo
XVI”13. En efecto, según su mirada, la principal tarea que hemos heredado de esta
concepción “consiste en reacondicionar la tolerancia liberal para que pueda guiarnos en la
búsqueda de un modus vivendi en un mundo más plural”14. Y si bien -concede Gray- “la
tolerancia no empezó con el liberalismo… Sin embargo, el ideal de una vida en común no
basada en creencias comunes es un legado liberal”. Nuestro desafío actual, entonces, no
consiste sino en dar un paso más en esta gran labor de diversificación moral iniciada con el
Ibíd., p.18.
Ibíd.
9
“Incluso aquellos que primeramente propusieron la tolerancia vieron la división de la cristiandad como un
desastre, aunque un desastre que había que aceptar, en vista de la otra opción, que era una guerra civil y
religiosa interminable”. Ibíd.
10
Ibíd.
11
“Considerar un desastre el pluralismo razonable es considerar también que es un desastre el ejercicio de la
razón en condiciones de libertad”. Ibíd.
12
Paul Ricoeur nos ofrece una interpretación semejante del vínculo entre las democracias liberales y los debates
por la tolerancia originados ante el cisma protestante, y las guerras de religión: “Para las democracias liberales
constitucionales, la práctica de la tolerancia es el reconocimiento del hecho más importante que domina la
cultura de tales sociedades, a saber, el hecho del pluralismo de las creencias y las convicciones, en una palabra,
de las concepciones del bien. La intolerancia sobre cuya base se llegó a esta situación de armisticio en la pugna
entre distintas concepciones del bien, se manifestó masivamente en las guerras de religión, durante las cuales la
Iglesia o las Iglesias ofrecían al Estado la proclamación de su legitimidad a cambio de la aprobación que el brazo
secular del Estado otorgaba a las autoridades eclesiásticas. Este antiguo paradigma de las guerras de religión en
Europa ha presidido la idea y la práctica de la tolerancia en esta región del mundo en todas aquellas que deben
lo esencial de su cultura al viejo modelo europeo”. Paul Ricoeur, “Estado actual de la reflexión sobre la
intolerancia”, en Françoise Barret-Ducrocq (Dir.), La intolerancia, Academia Universal de las Culturas,
Buenos Aires, Granica, 2006, p.20.
13
John Gray, Las dos caras del liberalismo. Una nueva interpretación de la tolerancia liberal, Barcelona, Paidós,
2001, p.11. Una versión sintética de las tesis defendidas en este libro puede hallarse en John Gray, “Pluralismo
de valores y tolerancia liberal”, Estudios Públicos, 80, 2000, pp.77-93.
14
Ibíd.
7
8
10
advenimiento de la modernidad filosófica: “Nuestra tarea es considerar en qué se convierte
este patrimonio en sociedades que son mucho más profundamente diversas que aquellas en
las que fue concebida la tolerancia liberal”15.
Victoria Camps -cuyo parecer bien puede servirnos para ilustrar el segundo de los
presupuestos al que nos hemos referido- afirma por su parte que “la lucha por la tolerancia
coincide cronológicamente con la lucha por el liberalismo. Lo que significa que los
problemas de la primera serán a su vez los problemas del segundo”16. Sostiene, además, que
estas contiendas análogas reconocen en su devenir histórico y teórico dos acontecimientos
ineludibles: “El primero lo representa Locke con su Epistola de Tolerantia, alegato a favor
de la libertad religiosa. El segundo lo representa el On Liberty de John Stuart Mill, defensa
a ultranza de la libertad como tal”17. Pero Camps no parece ser la única que atribuye a
Locke -“el más grande teórico de la tolerancia”, según palabras de Norberto Bobbio18- la
paternidad filosófica del concepto; por el contrario, como dijimos antes, y como afirma
explícitamente Cary Nederman, “pocos son los estudiosos que discuten la afirmación de
que la primera defensa teórica de la tolerancia fue propuesta por John Locke en su Epistola
de Tolerantia”19. A lo sumo, algunos otros -como es el caso de Yves Charles Zarka- han
señalado que la elaboración filosófica de este concepto, llevada adelante en el siglo XVII,
tuvo una doble paternidad: la Epistola de Locke y el Commentaire Philosophique (1687) de
Pierre Bayle. En sus palabras, mientras el primero buscó garantizar la coexistencia de las
confesiones estableciendo una clara distinción entre la esfera del poder político y el ámbito
Ibíd.
Victoria Camps, “La tolerancia”, en Virtudes Públicas, Madrid, Espasa-Calpe, 1990, p.82. Pedro Cerezo
Galán traza el mismo parentesco que Camps. Según su perspectiva, “la tolerancia ha crecido conjuntamente
con la historia de la libertad y de la racionalidad crítica. Hay así una íntima conexión entre el liberalismo y la
tolerancia. Históricamente, la conciencia liberal se gestó en la lucha por la tolerancia religiosa, como un
remedio contra las guerras de religión que asolaron Europa, y fue tallando sus conceptos a la par que libraba
aquellas batallas. Otras fuentes, sin duda, como el Humanismo y la Reforma influyeron en el origen del
liberalismo, pero fue la lucha por la tolerancia el impulso fundamental que llevó a la cristalización de su
doctrina”. Pedro Cerezo Galán, “La tolerancia, virtud liberal. Apuntes para historia de la tolerancia”, Anales de
la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Nº 82, 2005, p.471.
17
Ibíd. Salvador Giner expresa una idea muy similar: “La teorización explícita de la tolerancia se produce con
el alba del liberalismo. Ello ocurre con la Carta sobre la tolerancia de 1689, que compuso John Locke y
culmina en el ensayo de John Stuart Mill, Sobre la libertad. Es en éste donde primero hallamos una teoría
plenamente moderna de la tolerancia. Porque Mill liga la tolerancia al progreso de las ciencias y las artes así
como a la estructura política de cada país, al tiempo que vincula todo ello con la naturaleza misma de la
democracia, en términos esencialmente laicos. Hasta él, el planteamiento había sido religioso, o sobre religión”.
“Verdad, tolerancia y virtud republicana”, en Manuel Cruz, Tolerancia o barbarie, Barcelona, Gedisa, 1998,
p.125. John Henley, por su parte, resalta esta última observación realizada por Giner, afirmando que es en
realidad Mill, y no Locke, quien mejor representa el punto de vista liberal acerca de la tolerancia: “The classic
exposition of a liberal understanding of toleration was not to appear until 1859, more than 150 years after the
publication of Locke’s letter. By this time the term tolerance had entered the English language in the relevant
sense and pressures to extend the level of participation in democratic government had increased. John Stuart
Mill was as much an advocate of more representative government as he was of liberty and of the tolerance that
he considered requisite for the exercise of true liberty”. “The end of tolerance”, Pacifica, 13, 2000, p.28.
18
Norberto Bobbio, El tiempo de los derechos, Madrid, Editorial Sistema, 1991, p.248.
19
Cary Nederman, Op.cit., p.2. La traducción es nuestra.
15
16
11
del poder eclesiástico, el segundo intentó fundamentar la tolerancia a través de una defensa
radical de la libertad de conciencia20.
Ahora bien, más allá de estas afirmaciones, en el transcurso de las últimas décadas
el predominio de esta interpretación canónica parece haber comenzado a ser puesto en
duda por nuevas voces. István Bejczy fue quien abrió el juego en 1997, con un artículo
titulado “Tolerantia: a Medieval Concept”. Oponiéndose a aquel primer presupuesto
según el cual la tolerancia sólo entra en escena con posterioridad al cisma de la Reforma21,
Bejczy afirmará que esa representación de la historia del concepto es inexacta, pues
también “en la Edad Media tolerantia fue un concepto político muy desarrollado, y
ampliamente aplicado tanto en la esfera eclesiástica como en la secular”22. En efecto, Bejczy
intenta demostrar que, mientras que en la antigüedad y en los primeros tiempos del
cristianismo el concepto refería a la esfera de la vida individual, concibiéndose como un
sinónimo de patientia, la noción de tolerantia “como un concepto social y político, es un
invento de la Edad Media”23.
Por esa misma época, John Christian Laursen y Cary Nederman se abocaron a la
edición de una serie de estudios colectivos -en los que participaron, entre otros
intelectuales destacados, Richard Popkin y Marion Leathers Kuntz- que llevaron por título
Difference and Dissent: Theories of Toleration in Medieval and Early Modern Europe
(Maryland, 1996) y Beyond the Persecuting Society: Religious Toleration Before the
Enlightenment (Philadelphia, 1998). Tanto en dichas compilaciones como en algunas
“L’élaboration philosophique initiale du concept de tolérance s’est effectué, au XVIIe siècle, dans le cadre
d’une problématique théologico-politique qui définit non seulement la limitation initiale du concept à la
tolérance religieuse mais également son fondement. Deux auteurs ont joué ici un rôle capital, l’un en
distinguant clairement l’ordre de l’autorité politique et l’ordre de l’autorité ecclésiastique, l’autre en fondant la
tolérance sur la liberté de conscience. Il s’agit de Locke et de Bayle”. Yves Charles Zarka, “Présentation
générale”, en Yves Charles Zarka, Frank Lessay, John Rogers (Dir.), Les fondements philosophiques de la
tolérance, Paris, PUF, 2002, Tome I, p.IX.
21
En relación al tópico particular de la Reforma, puede considerarse la excelente compilación realizada por
Nicolás Piqué y Ghislain Waterlot bajo el título Tolérance et Réforme. Éléments pour une généalogie du
concept de tolérance (Paris, L´Harmattan, 1999). El objetivo particular de este texto es el de elaborar una
genealogía de la idea de tolerancia que permita dar cuenta de su sentido moderno, y explicar las razones de su
desarrollo a partir del siglo XVI, particularmente desde una perspectiva calvinista. Asimismo, más allá de la
diversidad de enfoques asumida por los distintos participantes, la obra parece apoyarse sobre una paradójica
tesis general, según la cual la contribución de la Reforma a la tolerancia se habría llevado a cabo a pesar de los
propios reformadores. Pues, según los compiladores, contribuir a hacer posibles nuevos conceptos no significa
necesariamente el haber participado en su elaboración o promoción.
22
István Bejczy. “Tolerantia: A Medieval Concept”, Journal of the History of Ideas, Vol. 58, Nº 3, July 1997,
pp. 365-366. La traducción es nuestra. Si bien Bejczy reconoce entre los antecedentes de su propia búsqueda las
investigaciones realizadas por Joseph Lecler (Histoire de la tolérance au siècle de la Reforme, Paris, 1955),
Mario Condorell (I fondamenti giuridici della tolleranza religiosa nell'elaborazione canonistica dei secoli XIIXIV, Milan, 1960) y Klaus Schreiner (“Toleranz”, Geschichtliche Grundbegriffe, Sttutgart, 1990), afirma que
“unfortunately none of these authors treat the subject of medieval tolerance in a satisfactory way” (Ibíd.,
p.366).
23
Ibíd., p.368.
20
12
producciones posteriores24, estos autores buscaron trazar una vía alternativa al camino
prescrito por el segundo de los presupuestos mencionados al inicio; al que denominaron
“the Locke obsession”. Es decir, en sus propias palabras, ese “tratamiento paradigmático
de la cuestión [de la tolerancia], en mundo anglófono al menos, que tiende a comenzar con
John Locke, dando luego un salto hasta Stuart Mill”25.
La compilación realizada por Alan Levine bajo el título Early Modern Skepticism
and the Origins of Toleration (Maryland, 1999), por su parte, resulta un buen ejemplo para
señalar una serie de voces disidentes respecto del tercer presupuesto implicado en aquella
tesis oficial. En la introducción a dicha obra, Levine indica que, en oposición a la doctrina
liberal -que tradicionalmente ha intentado justificar la tolerancia apelando a los derechos
individuales- los trabajos de los autores reunidos en esta compilación “examinan
argumentos a favor de la tolerancia basados en una tradición largamente olvidada; la
tolerancia derivada del escepticismo”26.
Dando cuenta de todos estos antecedentes, a los que sería posible sumar muchos
otros27, podemos afirmar que nuestra propia indagación pretende inscribirse en el mismo
camino desandado por los estudios en estas últimas décadas. En una palabra, el objetivo
general de nuestra Tesis no es otro que el continuar enriqueciendo la historiografía
filosófica de la tolerancia desde una perspectiva particular: la de la prehistoria de la
modernidad.
A esos dos trabajos pueden sumárseles el ya citado de Cary Nederman, World of Difference. European
Discourses of Toleration c.1100-1150 (Pennsylvania, 2000), J. Ch. Laursen (ed.), Histories of Heresy. For,
Against and Beyond Persecution and Toleration (Hampshire, 2002), y Nederman, Laursen e Ian Hunter (eds.),
Heresy in transition. Transforming ideas of Heresy in Medieval and Early Modern Europe (England/USA,
2005).
25
John Christian Laursen y Cary Nederman (Eds.), Beyond the Persecuting Society: Religious Toleration
Before the Enlightenment, Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 1998, p.2. La traducción es nuestra.
26
Alan Levine, “Introduction”, en Alan Levine (Ed.), Early Modern Skepticism and the Origins of Toleration,
Maryland, Lexington Books, 1999, p.1.
27
Entre las diversas obras con las que hemos tomado contacto, podemos señalar el trabajo realizado por Perez
Zagorin: How the Idea of Religious Toleration Came to the West (Princeton, Princeton University Press,
2003), las compilaciones dirigidas por Susan Mendus y David Edwards: On Toleration (Oxford, Clarendon
Press, 1987) y Justifying Toleration. Conceptual and Historical Perspectives (Cambridge, Cambridge University
Press, 1988), la editada por David Heyd: Toleration. An Elusive Virtue (Princeton, Princeton UniversityPress,
1996), y las recientes compilaciones de John Christian Laursen y María José Villaverde Rico: Forjadores de la
tolerancia (Madrid, Tecnos, 2011) y Paradoxes of Religious Toleration in Early Modern Political
Thought (Maryland, Lexington Books, 2012). Mirando hacia nuestras latitudes, también podemos señalar la
compilación dirigida por el brasileño Antônio Carlos Dos Santos, O outro como problema: O surgimento da
tolerância na modernidade (Sao Pablo, Alameda Editorial, 2010) y los artículos del chileno Enzo Solari: “De
pace fidei: de la libertad a la tolerancia” (Teología y Vida, vol. LIII, 2012, pp.439-473) y “Contornos de la
tolerancia medieval” (Ideas y valores, vol. LXII, Nº 153, diciembre 2013, pp.73-97). En este último, retomando
la tesis desarrollada por István Bejczy, Solari explora en las producciones de Pedro Abelardo, Tomás de
Aquino, Ramón Llull y Nicolás de Cusa, y concluye, dando un paso más que su antecesor, que “las apreciables
diferencias políticas y epistémicas que separan al medioevo de la modernidad no implican que la tolerancia sea
una noción propiamente moderna, ni que su versión medieval resulte ajena a cierta admisión de la libertad
religiosa y de la pluralidad en la verdad”.
24
13
Ahora bien, antes de centrar toda nuestra atención en ese escenario prehistórico, y
de dar la palabra a Castellion, Bodin y Montaigne, nos será necesario detenernos en el siglo
de la tolerancia filosófica. Allí encontraremos algunos elementos indispensables para
proseguir este estudio y desarrollar nuestra hipótesis de trabajo.
2. El siglo de la tolerancia filosófica (1670-1763)
Sea cual sea su origen; sea cual sea el motivo que mayor impulso dio a los debates, o el
filósofo que mejor expuso sus razones; sea cual sea la tradición que más partido ha sacado
de ella, o que mejores sustentos le ha brindado, lo que sí parece indudable es que la
tolerancia es una conquista propia de modernidad28. Uno de los legados políticos más
significativos que hemos recibido de la Filosofía Moderna. En ese sentido, si nos
disponemos a reconstruir aunque sea brevemente la historia de la tolerancia, deberemos
reconocer en el período clásico de la Edad Moderna una importante serie de escritos en
torno a ella. De hecho, sería difícil -por no decir absurdo- negar que entre los siglos XVII
y XVIII las producciones filosóficas a favor de la tolerancia religiosa y política, y las
discusiones acerca de los límites legítimos de la libertad individual y civil experimentaron
un notable auge. Bastaría tan sólo con recordar algunas de las obras más influyentes del
período para comprender la validez de esa afirmación. En efecto, desconocer los aportes
realizados por filósofos de la talla de Baruch Spinoza, John Locke, Pierre Bayle, Voltaire,
entre tantos otros29, sería un error inexcusable para quien quisiera reconstruir esta historia
con un mínimo de rigor.
Asimismo, dado que -como señalamos antes- el objetivo general de nuestro trabajo
consiste en brindar una interpretación de un debate ubicado en la antesala de todas esas
discusiones, estimamos conveniente proseguir esta introducción con la presentación de
Si bien, como intentaremos mostrar a lo largo de nuestro propio trabajo, las diversas posiciones en favor de la
tolerancia parecen tener su origen en los conflictos teológico-políticos del siglo XVI, la historia nos indica que
luego de ese primer período en el que la exigencia se reducía a una tolerancia de orden religioso, sobrevendrán
otros en los cuales la demanda adquirirá paulatinamente un carácter laico; llegando primero al terreno político
y más tarde a la esfera de los derechos civiles. Como señala John Christian Laursen, desde el tardío siglo XX:
“Throughout much of the history of the concept, toleration referred largely to a policy or attitude toward
different religions. Intolerance could mean burning at the stake of heretics or apostates and forced conversions
of adherents to different religions, and tolerance could mean anything short of that. By the late twentieth
century, demands for toleration could also refer to other disputed behaviors such as sexual orientations,
clothing and dress, drug use, vegetarianism versus meat-eating, and more (although religion was often not far
behind these disputes). Ethnic and cultural behaviors and language usage could be the subject of tolerance and
intolerance as well”. John Christian Laursen, “Toleration”, en Maryanne Cline Horowitz, New dictionary of
the history of ideas, New York, Thomson Gale, 2005, pp.2335-2336.
29
Por motivos metodológicos, es decir, porque nuestra intención es sólo ilustrar algunos de los argumentos
principales desarrollados en la modernidad, es que aquí nos hemos permitido la licencia de omitir a tantos otros
pensadores de inclusión obligatoria en una Historia general de la Tolerancia.
28
14
algunos de los argumentos más destacados del siglo que transcurre entre el Tractatus
theologico-politicus (1670) y el Traité sur la tolérance (1763). De ese modo, creemos, las
distintas posiciones asumidas por Castellion, Bodin y Montaigne podrán ser consideradas
con mayor detenimiento, comprendidas con mayor rigor y evaluadas con mayor equidad
en el marco de aquella otra historia inmediatamente posterior. En efecto, una de nuestras
suposiciones fundamentales es que los argumentos y tesis desarrolladas por quienes
protagonizaron los debates modernos sobre la tolerancia parecen presentar una
significativa serie de vínculos -tanto de aceptación como de reapropiación, reconfiguración
o rechazo- con las posiciones asumidas por los tres filósofos que intentamos rescatar de
aquella prehistoria. Indicado esto, podemos señalar también que la tesis que intentaremos
sostener a lo largo de nuestro trabajo es que las producciones filosóficas de Castellion,
Bodin y Montaigne, y las diversas posiciones asumidas por cada uno en particular,
adquieren un mayor grado de inteligibilidad si ellas son comprendidas como posibles
intentos de respuesta a los desafíos presentados por su particular contexto histórico,
político e intelectual.
En ese mismo sentido, en el marco de aquella meta general, podemos indicar que
nuestros dos objetivos particulares son los siguientes: el primero consiste en ofrecer una
interpretación de las diversas posiciones asumidas frente al conflicto por los tres autores
mencionados (en donde residirá, también, nuestra mayor originalidad30); el segundo, en
indicar una serie de posibles puntos de continuidad y de ruptura entre aquellas posiciones
prehistóricas y las desarrolladas por diversos filósofos en el transcurso de la modernidad.
Para alcanzar el primero nos será necesario desandar los cuatro capítulos que componen
esta Tesis; para sentar las bases del segundo, que sólo se completará en nuestra conclusión,
debemos realizar al menos el breve recorrido que sigue en este parágrafo.
En 1670, el Tratado teológico-político31 nos enfrentará de lleno con la cuestión de la
tolerancia32. En el último capítulo de su obra, luego de un extendido estudio filológico e
En efecto, más allá de los estudios particulares que se han dedicado a cada uno de ellos, a los que haremos
referencia en la medida en que desarrollemos los sucesivos capítulos de nuestro trabajo, sólo tenemos noticias
de un único -y muy breve- artículo en los que las posiciones Castellion, Bodin y Montaigne fueron presentadas
en conjunto; el de Franklin L. Ford, “Dimensions of Toleration: Castellio, Bodin, Montaigne”, Proceedings of
the American Philosophical Society, Vol. 116, No. 2, 1972, pp. 136-139.
31
Editado en forma anónima, y con un falso pie de imprenta (Hamburgui, apud Henricum Künraht, 1670), el
texto llevará el siguiente título: Tractatus theologico-politicus, continens dissertationes aliquot, quibus ostenditur
libertatem philosophandi non tamtum salva pietate et reipublicae pace posse concedi, sed eandem nisi cum pace
reipublicae ipsaque pietate tolli non posse. La edición se realizó en Holanda, y verdadero editor fue Jan
Rieuwertsz, amigo de Spinoza. Aquí citamos el Tratado teológico-político conforme a la traducción realizada
por Atilano Domínguez, Madrid, Alianza, 2003. En adelante, TTP.
32
En un artículo ya clásico, “Spinoza, oltre l’idea di tolleranza?” (1991), Filippo Mignini sostiene -aunque con
la prudencia del modo interrogativo- que las reflexiones de Spinoza sobre la cuestión lo ubican más allá del
horizonte intelectual de la tolerancia, entendida ésta como “una concesión” brindada a aquellos que difieren en
materia religiosa. En efecto, tanto la intencionada ausencia del concepto (utilizado sólo una vez en sus textos, y
30
15
historiográfico de las sagradas Escrituras, y a partir de un examen detallado de las
capacidades y potencias inherentes a la condición humana, Spinoza -primer defensor
moderno de la democracia- llegará a la conclusión de que el Estado más acorde con las
características del hombre es aquel en el que los ciudadanos puedan pensar y decir sin
restricciones. Realicemos un muy breve repaso de sus ideas centrales33.
Por un lado, dijimos, Spinoza sienta las bases para el desarrollo de una exégesis
histórico-crítica de las Escrituras34, oponiéndose tanto a aquellos que pretendían
en el sentido negativo de “paciente soportación”), como la clara distinción entre el ámbito de la religión y el de
la filosofía, sitúan a Spinoza un paso más allá: “parece posible concluir -nos dice Mignini- que la filosofía de
Spinoza no puede ser incluida de derecho en la historia de la idea de tolerancia. Parece más bien señalar la
conclusión teórica de dicha historia y, quizás, el inicio de una nueva” (“Spinoza: ¿más allá de la idea de
tolerancia?”, NOMBRES. Revista de Filosofía, IV, IV, 1994, p.127). Un camino similar ha sido emprendido
por otros intérpretes, como Alain Billecoq, “Spinoza et l’idée de tolérance” (1998), Guillaume Simard Delisle,
“Spinoza et l’idée de tolérance” (2010) y Diego Tatián, Spinoza: una introducción (2009) y contradicho, al
menos en parte, por Jonathan Israel. En su voluminoso estudio titulado Radical Enlightement (2001),
aplicando al tópico de la tolerancia su clave exegética, Israel ubica a Spinoza entre defensores de una tolerancia
radical (mientras que Locke sería el representante de la vertiente moderada), es decir, una tolerancia
“esencialmente filosófica, republicana y explícitamente antiteológica”, cuyas demandas principales consistirían
en la liberta de pensamiento y expresión; a las cuales Spinoza denominará bajo el tópico de libertas
philosophandi. Al respecto, véase La ilustración radical. La filosofía y la construcción de la modernidad 16501750, México, Fondo de Cultura Económica, 2012, “Spinoza, Locke y la lucha ilustrada por la tolerancia”, pp.
334-341.
Aun establecidas estas salvedades, creímos pertinente incluir a Spinoza en nuestro estudio por dos motivos: el
primero reside en el innegable valor de sus reflexiones a la hora pensar la relación entre la religión y la política,
marco general de toda nuestra reflexión; el segundo, en la convicción -quizás contraria a la de Mignini- de que
los horizontes intelectuales no poseen los límites precisos de una frontera geográfica, y que la historia
intelectual tampoco se compone de una línea de dirección unívoca. Por el contrario, y como corolario de dichas
premisas, una de las intenciones propias de nuestro trabajo consiste en señalar que, al igual que Spinoza,
Montaigne quizás también pueda ser ubicado un paso más allá de la simple tolerancia. Siempre que entendamos
a ésta, claro, como la acción de soportar aquello que no se puede impedir.
33
En cuanto al contexto histórico, político e intelectual en el que el Tratado teológico-político fue redactado,
digamos lo siguiente: la Holanda de Spinoza fue escenario de intensos debates políticos y religiosos. En el
ámbito secular, era posible hallar dos grupos enfrentados. El primero estaba encabezado por la casa real de
Orange, e incluía a aquellos que sentían ciertas simpatías monárquicas; el otro, liderado por los hermanos de
Witt, se erigía como representante de la naciente burguesía mercantil y los sectores aristocráticos. Asimismo,
cada uno de los grupos manifestaba su afinidad por las dos orientaciones confesionales en que se dividía el país:
los remonstrantes -o arminianos, a los que adherían los hermanos De Witt- y los contrarremonstrantes -o
gomaristas, con quienes simpatizaba la familia Orange-. En los años en que los liberales se mantuvieron en el
poder (1653-1672), con Jan de Witt a la cabeza, los Países Bajos se convirtieron en un verdadero refugio para
los perseguidos por motivos religiosos, pero este auge de la libertad se verá eclipsado luego del asesinato y
linchamiento público de Jan y Cornelius de Witt, y la asunción del poder por parte de Guillermo III de
Orange. Es éste, muy brevemente, el espacio político en el que Spinoza -quien en forma explícita manifestaba
sus simpatías por la figura de Jan de Witt- redactará su TTP (redacción que se prolongará por cinco años, entre
1665 y 1670). El texto despertará una enorme controversia, y en 1674, luego del viraje ideológico
experimentado por los Países Bajos, su difusión será expresamente prohibida. El mismo destino experimentará
la Opera posthuma (1677) de Spinoza, editada por sus amigos más cercanos el mismo año de la muerte del
filósofo.
34
“La parte teológica, que es la más extensa (se compone de los primeros quince capítulos) tiene el propósito de
fundamentar la libertad política; establece una fase preparatoria donde la libertad de conciencia, la libertad de
interpretación, la libertad de culto y la aceptación del ‘credo mínimo’ (amar a Dios y al prójimo) como forma
de vida constituyen las bases para la libertad democrática. Lo que Spinoza está viendo (finalizada la Guerra de
los Treinta Años) es un conflicto de fanatismo religioso que se traslada a la política. La nueva manera de leer la
Biblia que propone el TTP tiene el sentido político de pacificación: que la Biblia deje de alentar conflictos por
las diferencias de interpretación. Interpretarla de manera que sea capaz de estimular la armonía y la amistad
entre los hombres, en vez de la enemistad y el odio que hasta el momento ha suscitado. Someterla a una lectura
histórico-crítica, como la que emprenderá -luego de leer a Spinoza, en 1678- el teólogo francés Richard Simón
16
desarrollar un método racionalista, subordinando el texto a la razón -tal como proponía
Maimónides-, como a quienes concebían la posibilidad de desandar la vía inversa -como
Yehudá Alfakar-, es decir, la de subordinar la razón al texto. Spinoza se muestra
convencido de que ambas opciones resultan del equívoco de quienes “no saben separar la
filosofía de la teología”35, dado que la razón y las Escrituras poseen fines diversos. En tal
sentido, la consecuencia más importante que puede extraerse de un análisis históricocrítico de la Biblia radica en señalar que la misma no tiene por objeto trasmitir ningún tipo
de teoría o verdad, en un sentido especulativo, sino que sus enseñanzas pueden ser
reducidas a una serie de preceptos morales muy simples, cuya máxima capital reside en
obedecer a Dios amando al prójimo. Y todo aquel contenido bíblico que pueda mostrarse
incompatible con estos preceptos básicos no es sino el resultado de diversas adiciones
históricas; las cuales, no obstante, no alcanzado a trastocar el sentido último e íntimo de la
Escritura36.
Todos estos elementos quedan claramente explicitados en los capítulos centrales
del TTP, donde Spinoza afirma que “Dios no pide a los hombres, por medio de los
profetas, ningún conocimiento suyo, aparte del conocimiento de la justicia y la caridad
divinas, es decir, de ciertos atributos de Dios que los hombres pueden imitar mediante
cierta forma de vida”37. Establecido lo cual, se concluye que “el conocimiento intelectual
de Dios, que contempla tal como es en sí misma, no pertenece en modo alguno a la fe y a la
religión revelada, y que, por consiguiente, los hombres pueden, sin incurrir en el crimen,
equivocarse completamente respecto a ella”38. Aclarada esta distinción entre la esfera del
conocimiento y el ámbito acción, y dado que “el único objeto de la Escritura es el de
enseñar la obediencia”39, nadie podrá ser considerado “fiel o infiel” sino es a causa de sus
obras, aunque muestre discrepancias en relación a las cuestiones dogmáticas. En tal
sentido, en efecto, el afirmar que las discrepancias teológicas pueden habilitar la
persecución es propio de hombres que todavía se hallan presos de la superstición, es decir,
de los “vestigios de la antigua esclavitud”40.
con su Historia crítica del Antiguo Testamento”. Diego Tatián, Spinoza: una introducción, Buenos Aires,
Quadrata, 2009, p.78.
35
TTP, XV, 180, 18.
36
Véase TTP, XII, 158 y ss.
37
TTP, XIII, 170, 32-35.
38
TTP, XIII, 171, 26-30.
39
TTP, XIV, 174, 8.
40
TTP, Prefacio, 7, 30. En un sentido general, podría afirmarse que Spinoza redacta su Tratado con el fin de
librar a los hombres de la superstición, es decir, de una concepción equivocada de la religión, equívoco que no
sólo se expresa en simples discusiones sino que tiene las peores consecuencias prácticas: el odio, la
malevolencia, la inquina constante, la guerra.
17
De donde se sigue, de nuevo, que son realmente Anticristos aquellos que persiguen a los
hombres de bien y amantes de la justicia, simplemente porque disienten con ellos y no
defienden los mismos dogmas de fe. Pues quienes aman la justicia y la caridad, por eso sólo
sabemos que son fieles, y quien persigue a los fieles es un Anticristo41.
Por consiguiente, afirma Spinoza, ni la teología debe oficiar de esclava de la
filosofía, es decir, de la razón, ni la filosofía debe ser considerada ancilla theologiae. “Cada
una posee su propio dominio: la razón, el reino de la verdad y la sabiduría; la teología, el
reino de la piedad y la obediencia”42. He allí la conclusión a la que se arriba hacia el fin de
la primera parte del TTP, y con la que se da inicio a las consideraciones específicamente
políticas. Pues, una vez que se han establecido cuáles son los márgenes que adquiere la
libertad de razonar a partir de esta consideración de la religión por las obras, se hace
necesario mostrar que “esa misma libertad puede y debe ser concedida sin menoscabo de la
paz del Estado y del derecho de los poderes supremos, y que no puede ser abolida sin gran
peligro para la paz y sin gran detrimento para todo el Estado”43.
Así, los argumentos desarrollados por Spinoza en los capítulos finales del TTP
pueden ser esquematizados, muy brevemente, del siguiente modo: en primer lugar,
Spinoza afirma que el derecho natural inherente a cada individuo posee la misma extensión
que su deseo y su poder, de modo que, en estado de naturaleza, cada cual tiene derecho a
todo aquello que puede44, mientras que una vez que se ha sido instituido el Estado -cuyo
fin no es otro que el de conservar a quienes le han dado origen a través de “un pacto
dirigido por el solo dictamen de la razón”45-, los hombres ceden sus respectivos derechos a
fin de “vivir seguros y lo mejor posible”46. No obstante, aun cuando por medio de este
acuerdo de cesión de derechos, los hombres se pongan a sí mismos en la posición de tener
que obedecer todas las prescripciones de la potestad suprema, nadie “podrá jamás
transferir a otro su poder ni, por tanto, su derecho, hasta el punto de dejar de ser hombre;
ni existirá jamás una potestad suprema que pueda hacerlo todo tal como quiera”47. Ningún
hombre es capaz de abandonar su derecho a la autopreservación sin perder con ello su
propia humanidad, ni puede de entregar a otro su propia conciencia, es decir, su facultad
de sentir y razonar libremente, sin ceder con ello su condición humana.
TTP, XIV, 176, 13-17.
TTP, XV, 184, 21-22.
43
TTP, Prefacio, 11, 10-13.
44
TTP, XVI, 189.
45
TTP, XVI, 191, 30.
46
TTP, XVI, 191, 22.
47
TTP, XVII, 201, 15-17.
41
42
18
Es imposible que la propia alma esté sometida a otro, ya que nadie puede trasferir a otro su
derecho natural o facultad de razonar libremente y de opinar sobre cualquier cosa, ni ser
forzado a hacerlo. De donde resulta que se tiene por violento aquel Estado que impera
sobre las almas, y que la suprema majestad parece injuriar a los súbditos y usurpar sus
derechos, cuando quiere prescribir a cada cual qué debe aceptar como verdadero y rechazar
como falso y qué opiniones deben despertar en cada uno la devoción a Dios. Estas cosas, en
efecto, son derecho de cada cual, al que nadie, aunque quiera, puede renunciar48.
Establecida la distinción entre el ámbito del pensamiento y el espacio del acción,
distinguida la filosofía de la teología y la razón de la religión, establecido “que el culto
religioso y el ejercicio de la piedad deben adaptarse a la paz y a la utilidad del Estado, y
que, por lo mismo, sólo deben ser determinados por las supremas potestades, las cuales,
por tanto, deben ser sus intérpretes”49, señalada la democracia como el sistema político que
más se aproxima al estado natural50, y reconocido el inalienable derecho de los hombres a
juzgar y razonar por sí mismos, se demuestra que en un Estado libre está permitido que
cada uno piense lo que quiera y diga lo que piense51. En consecuencia, una vez que se ha
comprendido que la potestad del Estado -tanto en las cosas sagradas como en las profanasrefiere tan sólo al ámbito de las acciones, y que ningún orden político puede intentar
adueñarse del pensamiento de los hombres “sin condenarse a un rotundo fracaso”52, “es
necesario conceder a los hombres la libertad de juicio y gobernarlos de tal suerte que,
aunque piensen abiertamente cosas distintas y opuestas, vivan en paz”53. Así lo hacen
aquellos que viven en Ámsterdam.
Sirva de ejemplo la ciudad de Ámsterdam, la cual experimenta los frutos de esta libertad en
su gran progreso y en la admiración de todas las naciones. Pues en este estado floreciente y
TTP, XX, 239, 8-19.
TTP, XIX, 229, 1-2. Spinoza aclara muy bien que, cuando aquellos que detentan el poder del Estado son los
únicos facultados para interpretar las prescripciones de la religión, ello sólo se refiere a la piedad y el culto
religioso externo, es decir, a las obras, “pues el culto interno de Dios y la misma piedad son del derecho
exclusivo de cada uno”. TTP, XIX, 229, 8.
50
“He tratado de él [el Estado democrático] con preferencia a todos los demás, porque me parecía el más
natural y el que más se aproxima a la libertad que la naturaleza concede a cada individuo. Pues, en este Estado,
nadie transfiere a otro su derecho natural, hasta el punto de que no se le consulte nada en lo sucesivo, sino que
lo entrega a la mayor parte de toda la sociedad, de la que él es una parte”. TTP, XVI, 195, 16-21. Una
consideración similar puede hallarse en TTP, XX, 245, 17-30.
51
Esta proposición conforma el título del capítulo final del TTP, el que, como bien se ha indicado, debe ser
comprendido como el corolario geométrico de todo lo desarrollado en los capítulos XVI-XIX: “Il faut
comprendre que cette phrase, titre de l’ultime chapitre, est une véritable proposition, au sens mathématique du
terme utilisé dans l’Ethique, et un manifeste dans son acception politique. Proposition qui synthétise les
enseignements antérieurs qui sont, en particulier, l’objet des quatre chapitres immédiatement en amont. A cet
effet, la démonstration consiste en la reprise et la mise en ordre logique de ces acquis”. Alain Billecoq, “Spinoza
et l’idée de tolérance”, Philosophique, 1, 1998, p.123.
52
TTP, XX, 240, 18.
53
TTP, XX, 245, 18-20.
48
49
19
en esta ciudad tan distinguida, viven en la máxima concordia todos los hombres de
cualquier nación o secta; y para que confíen a otro sus bienes, sólo procurar averiguar si es
rico o pobre y si acostumbra a actuar con buena fe o con engaños. Nada les importa, por lo
demás, su religión o secta.54
Será exiliado en esa misma ciudad en donde, un tiempo después, y ante la crisis
político-religiosa que asolaba a la Gran Bretaña en los años previos a la Revolución de
168855, que John Locke redactará su Epistola de tolerantia (1686). En ella, y en las tres que
le seguirán bajo el mismo título56, el pensador inglés señalará los límites legítimos que
caben tanto a la autoridad del Estado como a la autoridad de la Iglesia, así como también
las necesarias restricciones que debe asumir la tolerancia interconfesional a lo fines de
garantizar la paz civil; lo que lo llevará, finalmente, a afirmar la imposibilidad de admitir
dentro de los confines de la comunidad política a católicos y a ateos. Veamos todo esto con
más detalle.
En términos generales, podríamos afirmar que el argumento principal desarrollado
en la Epistola se reduce a la afirmación de que, no estando en nuestro poder el modificar
nuestros ideas a voluntad, la coacción no resulta un instrumento que pueda utilizarse con
eficacia a los fines de producir conversiones religiosas sinceras, rasgo crucial para alcanzar
la salvación57: “Ningún hombre puede, aunque quiera, conformar su fe a los dictados de
otro hombre. Toda la vida y el poder de la verdadera religión consiste en la persuasión
interior y completa de la mente, y la fe no es fe si no se cree”58. Es sobre la base de esta
concepción de la verdadera religión -la que, además de corresponder con un sentimiento
de completa persuasión interior, ha de manifestarse exteriormente mediante la caridad y la
tolerancia59-, que el filósofo inglés traza una distinción tajante entre los ámbitos de
54
TTP, XX, 246, 1-8. Siguiendo nuevamente a Alain Billecoq, podemos señalar que Ámsterdam cumple aquí
una cuádruple función: a) es un ejemplo ilustrativo de la tesis, b) resulta una validación histórica de la
demostración, c) se muestra como un símbolo universal y d) como un emblema particular de la tolerancia.
Véase Alain Billecoq, Op.cit., p.123.
55
Para una sintética pero ilustrativa representación de los vaivenes teológico-políticos acaecidos en Inglaterra
entre las décadas de 1660 y 1680, véase Pedro Bravo Gala, “Presentación”, Op.cit., pp.XXXII-XLIII.
56
La Epistola, publicada primero en latín, estaba dirigida a Philip van Limbroch, teólogo arminiano amigo de
Locke, quien la publicó en Gouda en 1689. Fue traducida al inglés durante ese mismo año por el disidente
William Popple, bajo el título A letter concerning toleration. Ante las críticas recibidas, Locke publicará una
segunda Carta en 1690, la cual estará dirigida contra el clérigo de Oxford, Jonas Proas; una tercera -la más
extensa de todas- en 1692 y, finalmente, en 1702, una cuarta; la que quedará inconclusa y también será dirigida
a Proas. Asimismo, ya antes de todas estas obras, en 1667, Locke había publicado un Essay concerning
toleration.
57
Al respecto, véase Jeremy Waldron, “Locke: Toleration and the Rationality of Persecution”, en John Horton
y Susan Mendus (Eds.), John Locke. A Letter Concerning Toleration in focus, London, Routledge, 1991, pp.7089.
58
ET, p.10.
59
“La tolerancia es la característica principal de la verdadera Iglesia”, afirma Locke en apertura de la Epistola, y
las páginas iniciales de la misma no son sino un desarrollo de esta máxima: la tolerancia se ajusta tanto al
20
injerencia propios del Estado y de la Iglesia, así como también entre los fines que ambas
instituciones persiguen.
“El Estado es, a mi parecer, una sociedad de hombres constituida solamente para
procurar, preservar y hacer avanzar sus propios intereses de índole civil”60. De esta
definición se sigue que al magistrado civil sólo le competen aquellas cuestiones exteriores
que se encuentran relacionadas con el derecho civil, como la garantía de la libertad política
de los súbditos o de los bienes que éstos poseen, pero dicha competencia “no puede, ni
debe, en manera alguna, extenderse hasta la salvación de las almas”61, la que depende, como
vimos, de una “persuasión interna de la mente”. El gobernante secular posee la potestad de
dar la ley y de obligar con la espada a todos aquellos que están sometidos a su jurisdicción;
no obstante, dado que esas mismas leyes carecen de toda su fuerza si no se cuenta con la
posibilidad de recurrir al castigo, y, dado que los castigos resultan “absolutamente
impertinentes” en materia de fe, el ámbito de la religión escapa por completo a sus
potestades.
La Iglesia, por su parte, es definida como “una sociedad voluntaria de hombres,
unidos por el acuerdo mutuo con el objeto de rendir culto públicamente a Dios de la
manera que ellos juzgan aceptable a Él y eficaz para la salvación de sus almas”62. Así, la
pertenencia a determinada Iglesia no puede provenir más que de la libre voluntad (ya que
“nadie nace miembro de una Iglesia”63), y nadie está obligado a permanecer en el seno de
ninguna religión sino es por la esperanza de alcanzar la vida eterna. Y dado que ésta es,
según Locke, “la obligación más alta que tiene la humanidad”64, resultaría completamente
irracional que alguien depositara “su felicidad o miseria eternas” en las manos de alguien
que le indicara qué debe creer. Asimismo, de igual modo en que el gobernante secular
cuenta con el recurso de la espada pública, los ministros de la diversas iglesias cuentan con
el recurso de “las exhortaciones, las admoniciones y los consejos”, a fin de mantener
unidos a los miembros de su sociedad, y con el de la excomunión, como “última y suprema
fuerza de la autoridad eclesiástica”65, para alejar de sus filas a aquellos obstinados para
quienes no se albergan esperanza de reforma.
Evangelio de Jesús como a la “genuina razón de la humanidad”, afirma el filósofo, mientras que la persecución
religiosa, además de inútil, resulta un comportamiento completamente monstruoso y anticristiano.
60
ET, p.8.
61
ET, p.9.
62
ET, p.13.
63
ET, p.13.
64
ET, p.50.
65
ET, p.17.
21
A continuación, Locke se introduce de lleno en el análisis de los límites que poseen
los deberes de la tolerancia. Éstos pueden subdividirse en tres aspectos66: en primer lugar,
los deberes de tolerancia que conciernen a las iglesias para con sus propios miembros; en
segundo, los que refieren a los deberes mutuos de las distintas iglesias; en tercero, a los
deberes a los que el Estado debe apegarse respecto de los asuntos de la fe. En relación con
el primer punto, es claro que una Iglesia no está obligada a mantener en su seno a quien,
habiendo sido amonestado, continúa transgrediendo las leyes de su sociedad, pudiendo
expulsarlo legítimamente; en relación con el segundo, Locke establece que, del mismo
modo en que ningún ciudadano tiene potestad sobre las creencias de otro ciudadano,
ninguna Iglesia “tiene forma alguna de jurisdicción sobre las demás, ni siquiera en el caso
de que el magistrado civil (como algunas veces ocurre) venga a ser de esta o de aquella
comunión”67. En tercer lugar, volviendo su mirada sobre los deberes de los magistrados,
Locke reitera su convicción de que “el cuidado de las almas” no es algo que competa a las
autoridades seculares, sino una responsabilidad propia de cada hombre para consigo
mismo. Además, como ya se ha dicho, dado que no hay posibilidades de alcanzar una
convicción sincera por medio de la coacción, toda amenaza no sólo resulta inconveniente,
sino también estéril.
Aunque la opinión religiosa del magistrado esté bien fundada y el camino que él indica sea
verdaderamente evangélico, si yo no estoy totalmente persuadido de ello en mi propia
mente, no habrá seguridad para mí en seguir dicho camino. Ningún camino por el que yo
avance en contra de los dictados de mi conciencia me llevará a la mansión de los
bienaventurados68.
Yendo un paso más allá en esta misma dirección, Locke analiza con cierto detalle
cuáles son deberes de tolerancia de los magistrados seculares en relación con la libertad de
culto y la libertad de creencia, mostrando asimismo cómo han de resolverse los posibles
conflictos que puedan surgir entre el Estado y la Iglesia. En relación con el culto, es decir,
con las ceremonias y los ritos, los magistrados no pueden hacer ninguna imposición (dado
Un cuarto aspecto, no abordado aquí, refiere al deber de tolerancia que deben exhibir quienes ocupan cierto
lugar jerárquico dentro de las diversas Iglesias. En relación con ellos, afirma Locke, quien intente desarrollar su
actividad de predicación en consonancia con las enseñanzas de los apóstoles, está “obligado a advertir a sus
oyentes acerca de los deberes de paz y buena voluntad hacia los hombres, tanto los equivocados como los
ortodoxos, tanto aquellos que difieren de ellos en la fe y el culto como aquellos con quienes están de acuerdo”
(ET, p.24). Éstos, además, evitarán invocar a “la autoridad del magistrado en ayuda de su elocuencia o de su
sabiduría, no sea que, en tanto que profesan solamente amor por la verdad, su celo inmoderado, que respira
sólo fuego y espada, traicione su ambición y muestre que lo que ellos desean es el dominio temporal”. ET, p.26.
67
ET, p.19.
68
ET, p.33.
66
22
que, como dijimos antes, la Iglesia es una institución libre y la creencia un acto voluntario),
ni tampoco poseen la facultad de realizar prohibiciones; siempre y cuando, claro, dichas
ceremonias no resulten contrarias a las leyes civiles69. “Lo que es legal en el Estado no
puede ser prohibido por el magistrado en la Iglesia”, afirma Locke; no obstante, “aquellas
cosas que son perjudiciales al bien público en su uso ordinario y que están, por lo tanto,
prohibidas por las leyes, no deben ser permitidas a las Iglesias en su ritos sagrados” 70.
En cuanto a la libertad de creencia, resulta necesario distinguir entre los artículos
de fe que refieren estrictamente al orden especulativo de los que pertenecen al orden
práctico. Pues, “aunque ambos consisten en el conocimiento de la verdad”71, los primeros
se limitan a la simple comprensión mientras que los segundos “influyen sobre la voluntad
y los modales”72. Así, mientras las opiniones especulativas -como Locke repite hasta el
cansancio a lo largo de la Epistola- quedan plenamente fuera de la injerencia de los
magistrados seculares, en tanto “sólo requieren ser creídas” y “no tienen relación alguna
con los derechos civiles de los súbditos”73, las creencias prácticas revelan una mayor
dificultad. En efecto, en tanto y en cuanto las acciones morales conciernen tanto al tribunal
exterior del magistrado como al tribunal interior de la conciencia de los individuos, pueden
presentarse allí diversos conflictos74; conflictos, que derivarán en algunas restricciones a los
deberes de tolerancia que debe acatar el magistrado.
En primer lugar, el gobernante secular no puede tolerar “ninguna opinión contraria
a la sociedad humana o a las reglas morales que son necesarias para la preservación civil”75,
por más que estos ejemplos puedan resultar extremadamente raros. En segundo lugar,
quedan excluidos de la tolerancia aquellos que se atribuyen a sí mismos, o a los miembros
de su propia religión, “alguna prerrogativa peculiar”, encubriendo bajo diversos artilugios
En efecto, hasta aquellos que presuntamente incurren en la idolatría (concepto al que Locke otorga un valor
relativo, convirtiéndolo en una acusación reversible) han de ser tolerados si sus acciones “no son perjudiciales
para los derechos de otros hombres, ni rompen la paz pública de las sociedades”. ET, p.42.
70
ET, p.41. El ejemplo más claro de esta violación está dado por aquellos ritos que pueden incluir “atroces
prácticas” como el sacrificio de niños.
71
ET, p.47.
72
ET, p.47.
73
ET, p.48. Como bien ha quedado establecido, “el papel de las leyes no es cuidar de la verdad de las opiniones,
sino de la seguridad del Estado y de los bienes y de la persona de cada hombre en particular”. ET, p.48.
74
El primer conflicto que analiza Locke, y sobre el que no ahondaremos aquí, refiere a aquel que puede darse
entre la conciencia y la ley. Esto es lo que afirma: establecido que los hombres, además de sus vidas
temporales, poseen almas inmortales -cuyo cuidado, como ya se ha dicho, es su obligación más alta- cuando
existan conflictos entre las prescripciones del magistrado y la conciencia de una persona privada, la salvación
eterna debe anteponerse a la obediencia temporal, “porque la obediencia es debida en primer término a Dios y
después a las leyes” (ET, p.52). Así, aun cuando estos conflictos “raramente ocurrirán” si se posee un gobierno
verdaderamente orientado al bien público, si llegaran a ocurrir, “tal persona privada debe abstenerse de las
acciones que juzga ilegales y cumplir el castigo, pues sufrirlo no es ilegal”. ET, p.52.
75
ET, p.54.
69
23
retóricos el carácter políticamente pernicioso de sus creencias76, y también aquellos “que
no quieren practicar y enseñar el deber de tolerar a todos los hombres en materia de
religión”77. En tercer lugar, no pueden ser tolerados quienes, al ingresar en una Iglesia, “se
someten ipso facto a la protección y servicio de otro príncipe”78; como ocurre
específicamente con los católicos, quienes anteponen su obediencia al príncipe de Roma,
subordinando el poder del magistrado secular a un gobierno extranjero. Finalmente,
plegándose a un argumento casi unánime por esta época, Locke afirma que “no deben ser
de ninguna forma tolerados quienes niegan la existencia de Dios”79, máxima garantía de
todas las promesas, convenios y juramentos sobre los que se sostiene -a juicio del inglés- la
sociedad humana. “Prescindir de Dios, aunque sólo sea en el pensamiento, disuelve
todo”80, dice Locke, excluyendo a los ateos de cualquier posibilidad de tolerancia.
Establecidas estas salvedades, que marcan límites muy precisos a su teoría, Locke
finaliza su Epistola intentando rebatir una falaz acusación contra la doctrina de la
tolerancia; la de ser la semilla de la cual germinan innumerables conflictos y sediciones. Es
precisamente al contrario, sostiene; no es la tolerancia la que provoca que los seres
humanos se maten entre sí, sino la intolerancia81. La que se origina, a su vez, en la ambición
de ministros y magistrados, y, por tanto, en una arraigada confusión entre el ámbito
secular y el espiritual.
No es la diversidad de opiniones (que no puede evitarse), sino la negativa a tolerar a
aquellos que son de opinión diferente (negativa innecesaria) la que ha producido todos los
conflictos y guerras que ha habido en el mundo cristiano a causa de religión. Las cabezas y
jefes de la Iglesia, movidos por la avaricia y por el deseo insaciable de dominio, utilizando la
ambición inmoderada de los magistrados y la crédula superstición de la inconstante
multitud, los han levantado en contra de aquellos que disienten, predicándoles, en contra de
las leyes del Evangelio y los preceptos de la caridad, que los cismáticos y los herejes deben
ser expoliados de sus posesiones y destruidos. De este modo, han mezclado y confundido
dos cosas que son en sí mismas completamente diferentes: la Iglesia y el Estado82.
El ejemplo que Locke nos ofrece -a nuestro juicio, en franca alusión al catolicismo romano- es el de una secta
que, no enseñando abiertamente que los hombres pueden incumplir sus promesas, pretenden que dichas
promesas pueden ser desestimadas cuando el destinatario de la misma es un hereje. Lo que implica, por
ejemplo, el defender la licitud de no acatar las órdenes de un rey heterodoxo.
77
ET, p.56.
78
ET, p.56.
79
ET, p.57.
80
ET, p.57.
81
“Estas acusaciones pronto cesarían si la ley de tolerancia se impusiera en tal forma que todas las Iglesias se
vieran obligadas a establecer la tolerancia como fundamento de su propia libertad, y enseñar qe la libertad de
conciencia es un derecho natural de cada hombre, que pertenece por igual a los que disienten y a ellos mismos
y que a nadie debiera obligársele en materia de religión, ni por la ley ni por la fuerza”. ET, p.58.
82
ET, p.65.
76
24
Será por esos mismos años, y recluido en el refuge hugonote de Rotterdam, que
Pierre Bayle redactará sus obras más importantes en relación con la cuestión de la
tolerancia. El motivo particular que dará origen a sus reflexiones será la sanción del edicto
de Fontainebleau -rubricado por Luis XIV el 17 de octubre de 1685-, por medio del cual se
dejaban sin efecto las disposiciones del Edicto de Nantes (1598), se decretaba al catolicismo
como única religión oficial del reino de Francia, y se instaba a los protestantes a convertirse
a dicha fe o a partir al exilio, convirtiendo a l’hexagone en un país toute catolique. En ese
escenario, Pierre Bayle redactará -aunque la edición se realizará en forma anónima83- el
Commentaire Philosophique84, sentando las bases de su particular doctrina: partiendo de
premisas escépticas, Bayle sostendrá que la conciencia errónea posee los mismos derechos,
y debe ser respetada de igual modo, que la conciencia que no se halla en el error, dando
lugar a una tolerancia universal -tal cual pretenden desprestigiarla sus críticos más
acérrimos, como Pierre Jurieu-, y señalando que los únicos individuos que no pueden ser
admitidos legítimamente dentro de una sociedad son aquellos que ponen en peligro el
orden civil y la seguridad de la República. Así, de la mano de Bayle, incluso los ateos
obtendrán carta de ciudadanía. Vayamos a los detalles.
En términos generales, el Commentaire philosophique se presenta como una crítica
de los fundamentos teológicos y morales de la persecución religiosa; de ese eufemismo que
los convertidores utilizan para legitimar su accionar, esa “violencia caritativa y salvífica que
ejercen sobre los herejes para retirarlos de sus extravíos”85. Así, comparándolos con los
tiranos y los sofistas, que mediante sus acciones han corrompido dos palabras (rey y
filósofo) que en sus orígenes no poseían ninguna connotación negativa, Bayle afirmará lo
siguiente en relación al concepto de convertidor:
Bayle parece haber sido muy consciente de la peligrosidad de su empresa; es por eso que el Commentaire
apareció como una supuesta traducción francesa, realizada por “M.J.F.”, de una obra publicada en inglés por
“Jean Fox de Brugges”, y con un falso pie de imprenta: “À Cantorbery, Chez Thomas Litwel” (la verdadera
impresión se hizo en Ámsterdam y estuvo a cargo de Wolfgang). En relación a dicho pseudónimo, se ha
señalado que el mismo puede haber implicado un homenaje para dos protestantes del siglo XVI que
defendieron la tolerancia: el cuáquero Georges Fox y el anabaptista David Joris, quien vivió los últimos años de
su vida en Basilea bajo el nombre falso de Jean de Bruggs, y mantuvo una cercana relación con Sébastien
Castellion.
84
El título completo es el siguiente: Commentaire philosophique sur ces paroles de Jésus-Christ ‘Contrain-les
d’entrer’, où l’on prouve par plusiers raisons démonstratives qu’il n’y a rien de plus abominable que de faire des
conversions par la contrainte, et l’on réfute tous les sophismes des convertisseurs à contrainte, et l’apologie que
saint Augustin a faite des persécutions. En 1686 aparecerán las dos primeras partes, mientras que en 1687 se
publicará una tercera, en la que Bayle aplica sus argumentos filosóficos en un análisis particular de las cartas de
san Agustín. Y, ante las críticas que Pierre Jurieu le realizará en su Des droits des deux souverains (1687), Bayle
responderá, en 1688, con un Supplément du Commentaire philosophique. Asimismo, además de estos intentos
por bosquejar una teoría filosófica en favor de la tolerancia, Bayle escribirá y publicará, también en 1686, otra
obra titulada Ce que c’est que la France toute catholique sous le règne de Louis le Grand. En ella, criticará
fuertemente, y con una ironía corrosiva, la política de persecución puesta en práctica por Luis XIV.
85
Pierre Bayle, Commentaire philosophique, Edité par Jean-Michel Gros, París, Honoré Champion, 2006,
Discous préliminaire, p.51. Las traducciones se las debemos a Fernando Bahr. En adelante CPH.
83
25
Significaba originalmente una alma verdaderamente celosa por la verdad, y por desengañar a
los errantes; no significa ya más que un charlatán, que un engañador, que un ladrón, que un
saqueador de casas, que un alma sin piedad, sin humanidad, sin equidad, que un hombre
que, haciendo sufrir a los demás, busca expiar sus impudicias pasadas y por venir, y todos
sus desenfrenos86.
Mencionada esta apreciación, incluida en la página inicial del Commentaire, puede
señalarse que Bayle dispone su crítica en dos partes: en la primera, caracterizada por una
cartesiana confianza en “la luz viva y distinta que ilumina a todos los hombres”87, reunirá
una serie de argumentos con el objetivo de echar por tierra la interpretación literal de un
máxima clásica entre quienes intentaban justificar la represión: la de Compelle intrare
(Lucas: 14, 23), pronunciada por Jesucristo en la parábola del banquete. En la segunda,
asumiendo una perspectiva diferente, y hasta irreconciliable con la anterior, Bayle buscará
dar respuesta a las objeciones que podrían realizarse a los argumentos presentados en la
primera parte. Repasemos los capítulos iniciales de cada una ellas, a fin de indicar los
puntos principales de la argumentación de Bayle.
En capítulo I de la Primera Parte, Bayle sienta las bases de su interpretación
racionalista, bajo el posible influjo del Traité de morale (1684) de Nicolás Malebranche.
Atribuyendo a san Agustín la paternidad del criterium para discernir entre el sentido literal
y figurado de la escritura, y con el propósito de “refutar invenciblemente” a quienes
intentan justificar su accionar represivo en la parábola del banquete, Bayle sostiene que,
“sobre el principio de la luz natural”, puede afirmarse que “todo sentido literal que
contenga la obligación de cometer crímenes es falso”88. De allí se sigue que “no podemos
estar seguros de que una cosa es verdadera, sino en tanto ella se halla de acuerdo con esta
luz primitiva y universal que Dios extiende en el alma de todos los hombres, y que
conlleva infalible e invenciblemente la persuasión de quienes están bien atentos”89. En tal
sentido, los desacuerdos interpretativos respecto de la Escritura, y los conflictos que de allí
devienen, parecen deberse a que esta “luz metafísica, que ilumina a todo hombre que viene
CPH, Discours préliminaire, p.52.
CPH, I, 1, p.88.
88
CPH, I, I, p.85. Más extensa y claramente: “Si tomándola [a la Escritura] literalmente, se compromete al
hombre a cometer crímenes, o (para evitar todo equívoco) a cometer acciones que la luz natural, los preceptos
del Decálogo y la Moral del Evangelio nos prohíben, se debe tener la plena seguridad de que le damos un
sentido falso, y que, en lugar de la revelación divina, proponemos al pueblo sus propias visiones, sus pasiones y
sus prejuicios”. Bayle, 2006, I, 1, p.86.
89
CPH, I, 1, p.89.
86
87
26
al mundo”90 es muchas veces supeditada a las pasiones y a los prejuicios, los que oscurecen
casi por completo su sentido manifiesto. Ahora bien, sugiere un Bayle de aire
familiarmente cartesiano, si cada uno “hace abstracción de sus intereses particulares, de sus
costumbres y de su patria”91, será capaz de reencontrarse con “esta regla que no puede ser
otra cosa que la luz natural, que los sentimientos de honestidad impresos en el alma de
todos los hombres; en una palabra, con esta razón universal que ilumina todos los
espíritus, y que no falta jamás a aquellos que la consultan atentamente”92. Y a los fines de
reforzar el argumento según el cual toda revelación debe estar sometida a los principios
que dicta, de antemano, esta razón natural, Bayle utiliza un recurso retórico admirable: nos
remite al punto cero de la historia cristiana, a un lugar en cual habitaba un hombre sin
prejuicios, sin costumbres y sin patria; al Paraíso mismo.
Estoy convencido de que antes de que Dios le haya hecho escuchar alguna voz a Adán para
enseñarle lo que debía hacer, ya le había hablado interiormente, haciéndole ver la idea vasta
e inmensa del ser soberanamente perfecto y las leyes eternas de lo honesto y lo equitativo,
de manera que Adán no se creyó obligado a obedecer a Dios tanto a causa de que una cierta
prohibición había alcanzado sus oídos como a causa de la luz interior que lo había
esclarecido, antes de que Dios hubiera hablado93.
En tal sentido, afirma Bayle, incluso con relación a Adán es posible señalar que “la
verdad revelada ha estado como sometida a la luz natural, para recibir de ella su atractivo,
su sello, su registro y su verificación, y el derecho a obligar a título de ley”94. Así, como
abogado en defensa de los derechos de primogenitura de la razón natural, Bayle indica que
todas las máximas morales95 que se disponen tanto en el Antiguo como en el Nuevo
Testamento, antes de adquirir validez, deben ser auscultadas con detenimiento por
hombres capaces de supeditar sus pasiones, y las circunstancias históricas y políticas, a los
principios de la luz universal que Dios ha impreso en cada uno. Serán ellos, pues, capaces
de comprender que quienes sostienen que el Creador nos ha prescrito, a través de la
CPH, I, 1, p.89. El subrayado es del original.
CPH, I, 1, p.89
92
CPH, I, 1, p.91.
93
CPH, I, 1, p.90.
94
CPH, I, 1, p.90.
95
Cabe destacar que Bayle tiene sumo cuidado en restringir la jurisdicción de la luz natural a los principios
morales, sin extenderla a las verdades metafísicas, pues conoce de cerca el peligro que implica sostener una
posición tan similar a la de los socinianos: “A Dios no le gusta que yo quiera extender la jurisdicción de la luz
natural y de los principios Metafísicos tanto como los Socinianos, que pretenden que todo sentido dado a la
Escritura que no se conforme a esta luz y a estos principios debe ser rechazado, y que en virtud de tal máxima
se niegan a creer en la Trinidad y en la Encarnación. No, no, yo no pretendo algo carente límites y topes”.
CPH, I, 1, p.86.
90
91
27
revelación, acciones morales que contradicen en modo manifiesto estos primeros
principios de la razón, están otorgando a esos pasajes un sentido falso. Es ése,
precisamente, el equívoco que se ha producido desde tiempo inmemorial respecto de la
palabras que Jesucristo profirió en la parábola del banquete.
Pasemos a la segunda parte. Allí, como dijimos, Bayle no sólo intentará responder a
las presuntas objeciones que pudieran hacerse a los argumentos presentados en la primera
mitad, sino que también realizará un desplazamiento muy importante en el abordaje de la
cuestión. Tanto, que del mismo modo en que la primera parte del Commentaire podría ser
inscripta dentro del marco del racionalismo, esta segunda bien podría situarse en los
dominios del pirronismo. Más allá de esa discusión, que excede en mucho nuestro fin,
podemos indicar que, en el primer capítulo de esta segunda mitad Bayle, se dispondrá a
analizar y criticar otro clásico argumento que los perseguidores han esgrimido a su favor:
“que la violencia no se utiliza con el fin de trastornar a las conciencias sino para despertar a
los que se rehúsan a examinar la verdad”96, es decir, que la coacción no tiene por fin torcer
la voluntad del hereje, sino sugerirle -con cierta vehemencia- que revise los fundamentos
sobre los que se sostiene su fe.
El análisis de esta proposición conducirá a Bayle a repensar otro concepto clave a la
hora de habilitar el uso de la violencia: el de “obstinación”. Y lo llevará a alcanzar una
primera conclusión de peso: es imposible que los hombres, debido a su incapacidad para
escrutar los corazones97, puedan distinguir la “obstinación” de la “constancia”, es decir, la
tozudez y el capricho de la verdadera convicción de la conciencia. Aún más, el hecho de
que un -supuesto- hereje rehúse modificar su convicción aun habiendo sido “reducido al
silencio por un convertidor”98, y no encuentre manera adecuada de responder a las hábiles
objeciones que éste pueda plantearle, no implica en absoluto obstinación. Eso no significa
nada, dirá Bayle, pues, según aclara, una convicción personal no siempre depende de la
capacidad para defenderla. De hecho, pensar de ese modo podría conducirnos a grandes
equívocos, pues, ¿no es claro que un hombre de buena memoria y con una profunda
formación teológica y retórica estaría en muy buenas condiciones de derrotar en el campo
de batalla de la argumentación a quienes carecen de ella? Es por eso, concluye, que “un
hombre no debe ser tan imprudente como para hacer depender su religión de la habilidad,
de la memoria y de la elocuencia de un ministro”99. A continuación, Bayle añade otro
CPH, II, 1, p.175
Según afirma Bayle, “parece que para juzgar si existe testarudez y obstinación en un hombre, es decir,
perseverancia en una profesión incluso luego de que ha conocido su falsedad… es necesario ser escrutador de
corazones, y Dios mismo”. CPH, II, 1, p.187.
98
CPH, II, 1, p.183.
99
CPH, II, 1, p.185.
96
97
28
elemento significativo en su argumentación, considerando “la cualidad relativa” de la
experiencia. En tal sentido, nos indica, si no existen nociones comunes a las cuales apelar,
ningún interlocutor estará en condiciones de aseverar que aquello que le parece evidente lo
es por sí, y en tal sentido, lo es -o al menos debería serlo- también para los demás. Y si la
verdad no tiene más que un carácter relativo, la acusación de “obstinación”, al igual que la
de ortodoxia y la de herejía, se convierte en una imputación reversible.
Es precisamente ese carácter relativo el que dominará toda la segunda mitad del
Commentaire, en la que la luz natural o razón universal “que esclarece las inteligencias” y
“que no yerra jamás si se la consulta con atención”, parece haber dado lugar a otro
concepto de razón; a una razón postadánica, sometida indefectiblemente al cuerpo y a la
relatividad cultural. Bayle recuerda de súbito el pecado original. Ya no le resulta posible,
como al inicio, remontarse hasta el punto cero de la historia de la cristiandad; la caída es un
hecho irrevocable, y las indudables limitaciones que ella ha impuesto a nuestras
capacidades también lo son. Bayle opera así un desplazamiento desde aquella razón natural
hacia una razón histórica y fortuita, y los elementos -intereses particulares, pasiones,
patria- que desde el cartesianismo eran caracterizados peyorativamente, y se mostraban
susceptibles de ser soslayados, devienen ahora, desde el pirronismo, inherentes a nuestra
condición. La conciencia, en este nuevo marco, deja de mostrarse bajo su aspecto objetivo,
como esa recta razón infundida por Dios, y comienza, poco a poco, a revelarse por su
contracara, como una convicción subjetiva e individual. Ahora bien, dado que el hombre se
presenta a partir de aquí como un ser intelectual y moralmente finito, dado que su alma se
encuentra permanentemente agitada por pasiones diversas, dado que la mayoría de sus
convicciones dependen más de su situación histórica y geográfica que de motivos
estrictamente racionales, y, en conclusión, dado que en ese marco se hace imposible
determinar cuál es la verdad en términos estrictamente objetivos, ese sentimiento interior
experimentado como convicción de la conciencia, lejos de carecer de valor, se ve enaltecido.
En efecto, comprendida la oscuridad en la que se encuentra sumida la verdad objetiva, al
hombre no le resta sino la posibilidad de apelar a la claridad de la conciencia; ella se
presenta como el nuevo criterio para discernir la conducta adecuada.
Siendo Dios mismo quien, por motivos inescrutables para la razón humana, ha
situado a los hombres en “circunstancias que le hacen muy penoso el discernimiento de lo
verdadero y de lo falso”100, lo único que los hombres pueden hacer, y lo único que -a ojos
100
CPH, II, 10, p.322.
29
de Bayle- Dios se limita a exigirles, es un actuar de buena fe; no ya en relación a la verdad
absoluta, sino tan sólo siguiendo su verdad respectiva, o putativa101:
Dios nos propone de tal manera la verdad que nos deja en el compromiso de examinar
aquello que nos propone y de buscar si es la verdad o no. Ahora bien, de allí que se puede
decir que no exige de nosotros sino que examinemos bien y que busquemos bien, y se
conforma con que, después de haber examinado lo mejor que hayamos podido,
consintamos a los objetos que nos parezcan verdaderos, y que los amemos como un
presente venido del cielo102.
En este marco, actuar conforme a la conciencia, es decir, conforme a lo que se cree
de buena fe, es equivalente a actuar en conformidad con lo que se cree que Dios ha
prescrito y prescribe. Asimismo, actuar en contra de esa convicción interior es, según
Bayle, el peor de los pecados imaginables. Y la conciencia errónea, o presuntamente falsa,
no ordena ni obliga menos que la conciencia esclarecida103, ni puede ser violentada con
menor perjuicio.
¿Qué logra -o al menos qué busca- Bayle con estas reflexiones? Recusar una idea
que, desde san Agustín en adelante había servido de piedra de toque para quienes avalaban
la persecución religiosa; aquella según la cual el error es equivalente a la corrupción del
corazón, la ignorancia a la malicia y la herejía al crimen. “No creo que se tenga razón en
decir que los que no encuentran en la Escritura tales o tales dogmas están afectados por un
enceguecimiento voluntario y corrompidos por el odio que tienen a esos dogmas”104. El
error es involuntario, inocente (a veces, incluso, invencible)105; luego, debe ser tolerado. He
ahí el axioma de su teoría106: si una persona actúa de buena fe, siguiendo los dictados de su
“Es suficiente con que la conciencia de cada uno le muestre, no lo que los objetos son en sí mismos, sino su
naturaleza respectiva, su verdad putativa”. CPH, II, 10, pp.335-336.
102
CPH, II, 10, p.320. Algunas páginas más adelante refuerza esta misma idea, no diferenciando, además, las
nociones de ortodoxia y herejía: “Digo solamente que como la fe no nos da otras señales de ortodoxia que el
sentimiento interior y la convicción de la conciencia, señales que se encuentran en los hombres más herejes, se
sigue que en un último análisis nuestra creencia, sea ortodoxa o heterodoxa, radica en que sentimos y que nos
parece que esto o aquello es verdadero. De donde concluyo que Dios no exige ni del ortodoxo ni del hereje una
certeza adquirida mediante un examen y discusión científica, y en consecuencia, se contenta, respecto de unos y
otros, con que amen lo que les parezca verdadero”. CPH, II, 10, p.328.
103
“Todo lo que la conciencia bien esclarecida nos permite hacer para el avance de la verdad, la conciencia
errónea nos lo permite para lo que creemos la verdad”. CPH, II, 8, p.273.
104
CPH, II, 10, p.330.
105
“[E]l estado en el que se está completamente privado de una idea, no puede depender de nuestra voluntad,
pues, para querer no tener presente una idea hay que pensar en esa idea; de allí se sigue que el estado no es
voluntario y que, por lo tanto, no hay pecado en él”. CPH, II, 10, p.340.
106
La cual, como Bayle mismo advierte, no carece en absoluto de inconvenientes, pues el mismo argumento
que había utilizado con el fin de intentar garantizar la tolerancia puede derivar en una paradoja: si aceptamos
como premisa que deben seguirse los mandatos de la conciencia, aun cuando ella sea errónea, y la conciencia
indica perseguir, el desobedecerla implicará también un pecado. Véase CPH, II, 9, pp.298-299.
101
30
conciencia y no alterando con ello el orden civil ni la seguridad de la República107, no
existen motivos que puedan habilitar la represión. Más aún, si existieran, dado el carácter
relativo de la verdad, ellos serían válidos para todas y cada una de las sectas; lo que
devendría, o en una guerra civil, o en la dictadura de la religión dominante.
Varias décadas más tarde, ya bien entrado el siglo XVIII, entre los años 1762 y
1763, Voltaire hará su propia defensa de la tolerancia cuando redacte, a modo de protesta
filosófica108, su Traité sur la tolérance à l’occasion de la mort de Jean Calas109. Haciendo pie
en este caso particular, el filósofo ilustrado se remontará hasta Grecia y Roma para realizar
una dura crítica del fanatismo originado en los desarreglos de las mentes supersticiosas.
Desde una posición deísta, por la que proclamará las capacidades de la luz natural,
intentará forjar una doctrina “de la tolerancia universal”, capaz de garantizar la convivencia
pacífica entre los ciudadanos de las diferentes confesiones religiosas. Asimismo, en
términos generales, puede decirse que la defensa de la tolerancia es desarrollada por
Voltaire en el marco de una fuerte crítica a la Iglesia católica110, a la que el filósofo ilustrado
considera como una de las principales responsables de los mayores males que afligen a la
Bayle recurre aquí al brazo secular, y señala, a partir de la distinción entre las nociones de intolerancia (con
un sentido religioso) y no-tolerancia (con un sentido político), que los únicos motivos que pueden inducir a
no-tolerar a un individuo o a una secta en particular son aquellos de carácter estrictamente político. Dado que
la conciencia es inescrutable para los hombres, el criterio de no-tolerancia que sigue el magistrado deberá
atender sólo a las acciones; en particular, a aquellas susceptibles de trastornar la tranquilidad pública o atentar
contra la seguridad del soberano. Así, por más que el Commentaire niegue expresamente la posibilidad de que
los ateos sean aceptados y tolerados dentro de la comunidad política (Véase CPH, II, 9, pp.299-300), queda
claro que, si ellos no alteran el normal desarrollo de la vida del Estado, el magistrado no tendrá mayores
motivos para reprimirlos.
108
O también de súplica al poder, como el mismo Voltaire afirma: “Este escrito sobre la tolerancia es una
súplica que la humanidad presenta con toda humildad al poder y a la prudencia. Siembro un grano que un día
podrá producir una cosecha. Esperemos todo del tiempo, de la bondad del rey, de la sabiduría de sus ministros,
y del espíritu de razón que empieza a difundir su luz por todas partes”. Voltaire, Tratado sobre la tolerancia,
Edición y traducción de Mauro Armiño, Madrid, Austral, 2007, XXV, p.158. Aunque citamos el texto por la
versión española, también hemos tenido a la vista la edición francesa del Traité sur la tolérance en su versión de
1763; en base a la cual hemos introducido algunas mínimas modificaciones. En adelante, TT.
109
Voltaire escribe con la certeza de que la condena y ejecución del comerciante Jean Calas, llevada adelante en
la emblemática ciudad de Toulouse (bastión histórico del catolicismo y la ortodoxia), presentaba vínculos muy
estrechos con la condición religiosa del reo: el 13 de octubre de 1761 Marc-Antoine Calas, hijo mayor de Jean,
será hallado muerto bajo condiciones confusas dentro de la propia morada. De las distintas conjeturas sobre lo
sucedido, tomará cada vez más fuerza la del filicidio, y el motivo será resumido en la intención de MarcAntoine por abjurar de la fe reformada, fe en la que vivían sus padres, pero de la que ya se había alejado con
anterioridad su hermano menor Louis. Con estas pruebas, Jean Calas será condenado a muerte el 9 de marzo de
1762, y ejecutado al día siguiente. Su caso, luego de la defensa de Voltaire, adquirirá un valor emblemático para
la historia de la tolerancia; al igual que el de Michel Servet.
110
Como bien se ha dicho: “La aportación de Voltaire a la lucha en defensa de la tolerancia tiene lugar, pues,
desde dos perspectivas complementarias. Por una parte, lleva a cabo una crítica histórica incesante de la actitud
intolerante, crítica que nos descubre sobre todo la cara negativa de la religión católica como una máquina de
producir herejes o disidentes, para perseguirlos luego de manera intolerante. Por otra, aduce como contrapunto
una serie de argumentos que conducen finalmente a la defensa de la tolerancia universal”. Eduardo Bello, “El
concepto de tolerancia, de Tomás Moro a Voltaire”, Res publica, 16, 2006, p.56.
107
31
sociedad de su tiempo: la ignorancia, la superstición, el fanatismo, la intolerancia111.
Vayamos al Tratado.
Luego de un breve relato sobre la circunstancias en las que se produjo la condena
de Jean Calas, Voltaire señala este episodio como uno de los últimos resabios del
fanatismo, fanatismo que, “indignado por los éxitos de la razón, se debate bajo ella con
más rabia”112, previendo -según la mirada optimista que nos trasmite Voltaire respecto de
su propio tiempo113- que su reinado se haya próximo a su fin. No obstante ello, dado que
“la debilidad de nuestra razón y la insuficiencia de nuestras leyes se dejan sentir todos los
días”114, resulta necesario emprender esta campaña de desagravio de la figura de Calas, la
que, por su valor universal, servirá de lección a toda la humanidad: “el abuso de la religión
más santa ha producido a un gran crimen”, afirma Voltaire, “por tanto, interesa al género
humano examinar si la religión debe ser caritativa o bárbara”115.
A partir de allí, se analizan las consecuencias prácticas del “suplicio de Jean Calas”,
echando una mirada retrospectiva, primero sobre el pasado inmediato de Francia116, y más
tarde sobre la historia de los pueblos más célebres, como China, Japón, Grecia y Roma.
Voltaire invita particularmente a quienes “están al frente del gobierno” o “destinados a
grandes puestos”, a dignarse a “examinar con madurez si, en efecto, debe temerse que la
dulzura produzca las mismas revueltas que ha hecho nacer la crueldad”117, afirmando, a su
vez, que no han sido otros que “el furor que inspiran el espíritu dogmático y el abuso de la
religión cristiana mal entendida [los que] han derramado tanta sangre”118 a lo largo y a lo
ancho de Europa. Por el contrario, “la Carolina, cuyo legislador fue el sabio Locke”119, nos
revela en los hechos que la tolerancia no provoca ninguna disensión, mientras que la
actitud opuesta “ha cubierto la tierra de carnicerías”120. Y lo mismo ocurre con el estado de
Al respecto, es necesario resaltar que los argumentos de Voltaire no sólo se desarrollan en el mencionado
Traité, sino que también ocupan gran parte de su Dictionnaire philosophique (texto reeditado, revisado y
aumentado en varias ocasiones entre 1764 y 1770); el que contiene, además, un artículo expresamente dedicado
a la tolerancia.
112
TT, I, p.75.
113
Al respecto, véase por ejemplo TT, V, pp.93-95, o XX, p.145.
114
TT, I, p.76.
115
TT, I, p.80.
116
El capítulo III del Traité, titulado “Idée de la Réforme du seiziéme siécle”, es especialmente ilustrativo para
nosotros, pues Voltaire sintetiza allí las atrocidades políticas a las que ha conducido en Europa, y particular en
Francia, la divergencia en las opiniones religiosas. En ese contexto que señala lo que sigue: “Hay gentes que
pretenden que la humanidad, la indulgencia y la libertad de conciencia son cosas horribles; pero, de buena fe,
¿habrían producido calamidades comparables?”. TT, III, p.85.
117
TT, IV, p.86.
118
TT, IV, p.86. Furor dogmático para el que existe una única cura; la de la razón filosófica: “La filosofía, la
sola filosofía, esa hermana de la religión, ha desarmado las manos que la superstición había ensangrentado tanto
tiempo; y la mente humana, al despertar de su ebriedad, se ha asombrado ante los excesos a que la había
arrastrado el fanatismo”. TT, IV, p.87.
119
TT, IV, p.90.
120
TT, IV, p.91.
111
32
Pensilvania, y con la ciudad de Filadelfia, que con su propio nombre les enseña a los
hombres que son hermanos, y avergüenza a todos “los pueblos que todavía no conocen la
tolerancia”121.
Inspirado por las legislaciones que William Penn y John Locke han brindado a los
pacíficos y florecientes pueblos de la nueva Inglaterra, Voltaire señala que el derecho
humano no puede estar fundado legítimamente más que sobre el derecho natural, y que “el
gran principio, el principio universal de uno y otro, es, en toda la tierra: «No hagas lo que
no querrías que te hiciesen»”122. Por tanto, la presunta prerrogativa que esgrimen los
intolerantes en favor de la coacción no es más que un absurdo; un sinsentido que surge de
ignorar aquél precepto básico al que se resume la ley. Así, invocando una vez más la
atención del lector, Voltaire señala “las horribles consecuencias del derecho de la
intolerancia”123, e insta a otorgar a los hombres la libertad de conciencia.
¡Pero cómo! ¿Se permitirá a cada ciudadano creer solamente en su razón, y pensar lo que
esa razón esclarecida o equivocada le dicte? Es preciso*, siempre que no se perturbe el
orden: porque no depende del hombre creer o no creer, pero sí depende de él respetar las
costumbres de su patria124.
En efecto, si se mira con detenimiento las sagradas Escrituras, se verá que son muy
pocos los pasajes “de los que el espíritu de persecución haya podido inferir que son
legítimas la intolerancia y la coacción”125. En tal sentido, afirma Voltaire, tanto la parábola
de las bodas (Mateo, 22:4) como la del banquete (Lucas, 14:23) han inducido a
innumerables abusos, propios del espíritu persecutor126: “Obligalos a entrar no quiere decir
otra cosa, según los comentaristas más acreditados, sino: suplicad, conjurad, presionad,
conseguid. Decidme, por favor: ¿qué relación hay entre esa súplica y esa cena y la
persecución?”127. Asimismo, los intolerantes parecen no haber tenido en cuenta que son
TT, IV, p.91. Para considerar las diferentes tradiciones de tolerancia y libertad de conciencia que se
enfrentaron en las colonias de Norteamérica -principalmente, la iniciada por Roger Williams (The Bloudy
Tenent of Persecution, 1644) y aquella que tiene sus orígenes en una tradición filosófica arraigada en Locke,
véase Martha Nussbaum, Libertad de conciencia: el ataque a la igualdad de respeto, Madrid, Katz Editores,
2011.
122
TT, VI, p.95.
123
TT, XI, p.114. El subrayado es nuestro, pues entendemos allí una clara ironía.
124
TT, XI, p.113. A partir del asterisco, Voltaire agrega en nota al pie: “Véase la excelente carta de Locke sobre
la tolerancia”.
125
TT, XIV, p.126.
126
Luego de analizar diversos ejemplos de persecuciones, Voltaire arriba a la conclusión de que celo mostrado
por ministros no tiene ninguna relación con el dogma, es decir, que no se origina un genuino interés por las
verdad, sino en motivos mucho más oscuros: “Es preciso que el espíritu de intolerancia se apoye en razones
muy malas, ya que en todas partes buscan los pretextos más vanos”. TT, XIV, p.129.
127
TT, XIV, p.127.
121
33
casi unánimes los pasajes en los que “Jesucristo predica la doucer, la paciencia, la
indulgencia”128, instando a los hombres a reconocerse en la fraternidad. Y es precisamente
en base a ese reconocimiento que puede alcanzarse la tolerancia universal, tal como lo
expresa Voltaire en uno de los capítulos finales de su Tratado.
No se necesita un gran arte, ni una elocuencia muy rebuscada, para demostrar que los
cristianos deben tolerarse los unos a los otros. Voy más lejos: os digo que hay que mirar a
todos los hombres como hermanos. ¡Cómo! ¿Mi hermano el turco? ¿Mi hermano el chino?
¿El judío? ¿El siamés? Sí, desde luego; ¿no somos todos hijos de un mismo padre, y
criaturas del mismo Dios?129
De todos modos, más allá de su presunta pretensión de universalidad, Voltaire
establece algunas exclusiones muy claras a las prerrogativas de tolerancia. Lo primeros que
quedan fuera son aquellos que no conceden la indulgencia a otros, es decir, los intolerantes
y los fanáticos; los que perturban el orden social con sus crímenes. Así, afirma el autor, “es
preciso que los hombres empiecen por no ser fanáticos para merecer la tolerancia”130. En
segundo lugar, quedan excluidos de la sociedad voltaireana quienes niegan a Dios.
Asumiendo a una posición similar a la de Locke, a quien profesa una explícita admiración,
Voltaire niega la posibilidad de que los ateos sean admitidos legítimamente en la
comunidad política, a causa de su presunta disolución moral. En efecto -recurriendo a
argumentos muy similares a los que Jean Bodin explicitará en las obras a las que
referiremos más abajo- si es necesario optar entre dos males, afirma Voltaire, la
superstición es preferible al ateísmo.
Tanta es la debilidad del género humano, y tanta su perversidad, que más le vale, sin duda,
ser subyugado por todas las supersticiones posibles, con tal de que no sean mortíferas, que
vivir sin religión. El hombre siempre ha tenido necesidad de un freno, y aunque fuese
ridículo hacer sacrificios a los faunos, a los silvanos, a las náyades, era mucho más razonable
y más útil adorar esas imágenes fantásticas de la Divinidad que entregarse al ateísmo. […]
En todas partes donde hay una sociedad establecida se necesita una religión; las leyes velan
sobre los crímenes conocidos, y la religión sobre los crímenes secretos131.
TT, XIV, p.129.
TT, XXII, p.147.
130
TT, XVIII, p.139.
131
TT, XX, p.143. La opción por la superstición, claro, es para Voltaire sólo una solución provisoria hasta que
los hombres sean capaces de “abrazar una religión pura y santa”.
128
129
34
Llegamos así al fin de este recorrido, cuyo objetivo no ha sido otro que el ilustrar
algunas de las ideas que se desarrollaron durante el siglo de la tolerancia filosófica.
3. En camino hacia la prehistoria
Antes de que toda esta historia sucediera, se produjeron en Europa, y en particular en
Francia, una serie de discusiones y debates acerca de la tolerancia. En efecto, fueron
muchos los pensadores y filósofos que en el transcurso del siglo de la Reforma dedicaron
grandes esfuerzos para alcanzar la pacificación de una sociedad asolada por guerras civiles,
matanzas132 y magnicidios133, cuyo motivo -o, por qué no, su excusa134- se encontraba en las
divergencias de carácter religioso. Ahora bien, siendo imposible dar la palabra a todos
ellos, hemos decidido seleccionar a tres que, por su variedad de enfoques y perspectivas,
nos permitirán ofrecer una representación verosímil de los diversos intentos de respuesta
forjados frente al conflicto durante aquel período.
El primero de ellos será el humanista, traductor y teólogo Sébastien Castellion,
quien en 1554, tan sólo un par de meses después de la ejecución del médico español Miguel
Servet, se verá implicado en una abrasadora discusión con los líderes de la reforma
ginebrina: Juan Calvino y Teodoro de Beza. Su Traité des heretiques, y más tarde, su
Contra libellum Calvini, serán concebidos con la intención de desarticular los argumentos
que el propio Calvino había esgrimido, en su Declaratio ortodoxae fidei, para convalidar
La más significativa fue, sin lugar a dudas, la que tuvo lugar el 24 de agosto de 1572. Originada en la ciudad
de París y luego extendida por todo el territorio francés, esta masacre de hugonotes conocida como la matanza
de la noche de san Bartolomé, se llevó, tan sólo en la capital, la vida de entre tres mil y cuatro mil personas.
Como ocurre en estos casos, las represalias protestantes no se hicieron esperar, y sus consecuencias políticas
perduraron más de veinticinco años, hasta la promulgación del Edicto de Nantes, en 1598.
133
Basta recordar el asesinato de Guillermo I de Orange (10 de julio de 1584) en los Países Bajos, y de Enrique
III (1° de agosto de 1589) y Enrique IV (14 de mayo de 1610) en Francia, para comprender las dimensiones y
alcance que había adquirido el conflicto confesional. En una palabra, nadie estaba exento de sentir en carne
propia las consecuencias, ni siquiera los reyes.
134
Como bien lo especificará por esa época el propio Montaigne, con su habitual ironía: “a| Confesemos la
verdad. Si alguien seleccionara en el ejército, aun en el legítimo [es decir, en el católico], a quienes están en él
tan sólo por el celo de un sentimiento religioso, e incluso a quienes no miran otra cosa que la salvaguarda de las
leyes de su país o el servicio al príncipe, no podría formar una compañía de soldados completa.” Michel de
Montaigne, Los ensayos. Traducción, introducción y notas de Jordi Bayod Brau. Barcelona, El Acantilado,
2007, II, 12, p.638. Las letras que preceden al texto (a, a2,b, c) corresponden a cada una de las ediciones
originales de la obra, a saber: a|1580, a2|1582, b|1588 y c|1595. El número de libro ha sido consignado en
numeración romana, mientras que cada uno de los capítulos lo ha sido en numeración arábiga, seguido del
número de página correspondiente a la edición castellana mencionada. Como consignamos en la bibliografía,
también hemos tenido ante la vista la edición francesa de los Essais realizada recientemente por Emmanuel
Naya (Paris, Gallimard, 2009). En base a ella hemos realizado una serie de mínimas modificaciones en algunas
de nuestras traducciones. En adelante, Ensayos.
Bodin también parece compartir la opinión de Montaigne: “Reconozco que los colegios y comunidades [i.e. la
reunión de varios cabeza de familia] mal organizados traen como consecuencia facciones, sediciones, divisiones,
monopolios y, a veces, la ruina de la república… Aún más, so pretexto de religión, muchos colegios han
incubado impiedades execrables y aborrecibles”. Jean Bodin, Los seis libros de la República. Madrid, Tecnos,
1997, III, VII, p.161. En adelante, República.
132
35
tanto la coacción de las conciencias como la licitud de la punición de los herejes por parte
de los magistrados seculares. Ocho años más tarde, en 1562, con motivo del inicio de la
primera guerra civil francesa entre católicos y hugonotes, el mismo Castellion redactará un
pequeño opúsculo titulado Conseil à la France désolée. El argumento principal que
presentará en dicha obra será el siguiente: la verdadera causa de la desolación de Francia no
es la tolerancia, sino la intolerancia; de hecho, si todos los hombres fueran capaces de
soportar en forma sosegada la diversidad de opiniones y creencias, difícilmente se
producirían en el mundo tan elevado número batallas ideológicas. La enfermedad que
afecta a Francia es, por tanto, la ocasionada por aquellos que pretenden obligar a los
demás, mediante el hierro y el fuego, a compartir sus convicciones, dando tan sólo lugar a
la hipocresía y al martirio. La solución de la enfermedad consiste, según Castellion, en
dejar que cada cual crea a su propia cuenta y riesgo, siempre y cuando se comprometa a
respetar un cúmulo mínimo de normas morales capaces de garantizar la paz. La ortopraxia
ocupará de este modo el lugar de la ortodoxia, liberando de la coacción exterior el espacio
de la creencia.
Tres lustros después, en 1576, desde una posición intermedia a la de católicos y
protestantes135, y más preocupado por el paz civil que por la pureza del dogma, Jean Bodin
presentará en sus Six livres de la République una solución novedosa: a partir de la
enunciación del principio de soberanía, entendido como un “poder absoluto y perpetuo”136
e indivisible, sentará las bases jurídicas de un nuevo orden político. El soberano de Bodin,
poseyendo la suma del poder público, se posicionará por encima de cada una de las
facciones religiosas, y los ciudadanos, aun perteneciendo a diversas confesiones, se hallarán
sujetos a ese poder superior común y de carácter laico. Bodin sorteará de este modo el
peligro de la sedición política por motivos religiosos, logrando, al mismo tiempo, postular
una teoría política de la coexistencia pacífica.
Ahora bien, siendo, además de jurista, un destacado humanista, Bodin no parece
haberse contentado con postular esta única solución de Realpolitik, pergeñada en vistas a
las inmoderaciones del vulgo que conforma la República. En tal sentido, postulará también
un desenlace puramente filosófico y especulativo para la cuestión. Una reflexión acerca la
diversidad religiosa -y, en consecuencia, acerca de la tolerancia- tan sólo apta, quizás, para
Esta posición intermedia será representada por el partidos de les politiques, partido del cual Jean Bodin es un
destacado representante, tal cual lo señala Carl Schmitt: “Cuando la unidad eclesiástica europea se quebró en el
Siglo XVI y la unidad política resultó destruida por guerras civiles cristiano-confesionales, en Francia se llamó
politiques justamente a aquellos juristas que, en la guerra fratricida de los partidos religiosos, propugnaron al
Estado como una unidad superior y neutral. Jean Bodin, el padre del derecho público e internacional europeo,
fue uno de esos típicos políticos de aquellos tiempos”. Carl Schmitt, El concepto de lo político, Madrid, Alianza,
2009, p. 40.
136
La República. I, VIII, p.47.
135
36
ser practicada por los comprensivos ciudadanos de ese particular “continente perdido”137
denominado Respublica literaria. Este proyecto será expuesto en una obra titulada
Colloquium heptaplomeres, compuesta -según se supone- entre 1587 y 1593. En ella, Bodin
hará dialogar a siete sabios, de diferentes nacionalidades y creencias religiosas, acerca de
“arcanos relativos a cuestiones últimas”. Luego de una larga discusión -llevada adelante en
la emblemática ciudad de Venecia138- en donde se abordan los más intrincados tópicos de la
teología y de la filosofía (los milagros, la divinidad de Cristo o los sacramentos son algunos
de ellos) los savants arriban a una conclusión un tanto paradójica. En efecto, si bien al final
del diálogo aceptarán proseguir sus vidas bajo el techo de una misma morada y en una
plena armonía, respetando a cada cual en su particular confesión religiosa -mientras ella sea
sincera-, señalarán que, de ahí en adelante, las discusiones públicas o privadas acerca de las
mismas cuestiones que ellos han debatido serán vanas y estériles. Como señala Joseph
Lecler, “la disputa que él mismo [Coroneo] ha organizado será la última, puesto que
nuestros siete sabios, como se dice al final del coloquio, nullam postea de religionibus
disputationem haberunt”139. En tal sentido el diálogo de Bodin bien podría recordar a la
escalera de Wittgenstein; la cual, una vez utilizada para subir, debe ser arrojada140.
Por esos mismos años, Michel de Montaigne presentará en sus Ensayos (1580-1595)
sendas reflexiones acerca de la realidad político-religiosa de su época. Ahora bien, aun
teniendo en claro que -por el propio carácter inacabado y provisional de su obra- muy
difícilmente podría extraerse de sus textos una teoría de tolerancia sin incurrir en el “mito
Véase Anthony Grafton, “A Sketch Map of a Lost Continent: The Republic of Letters”; Republics of
Letters: A Journal for the Study of Knowledge, Politics, and the Arts, 1, Nº 1 (May 1, 2009), pp.1-18. Hacia el
final de su artículo, en una apreciación que bien puede servirnos para echar luz sobre el objetivo perseguido en
el Colloquium, Grafton señala que la República de las Letras se caracterizaba por ser una comunidad en la cual
los ciudadanos no se reunían exclusivamente por compartir creencias; en ocasiones, por el contrario, diferían en
muchas y en las más fundamentales de ellas. Lo que sí compartían, según señala Grafton, era el esfuerzo,
aunque incipiente e incompleto, por desentrañar la verdad, el respeto por la civilidad y por la integridad del ser
humano, y la lucha, desde los diversos campos intelectuales pero principalmente desde la filosofía, contra el
fanatismo producido por la superstición. En tal sentido, la tolerancia es, a su modo de ver, una de las virtudes
civiles mejor ponderadas por los republicanos: “They [los ciudadanos de la République des Lettres] developed
new tolerances, for thinkers who disagreed with them on fundamental matters and for facts that challenged
their most basic verities”. Ibíd., p.18.
138
Si la ciudad de Toulouse representa la intolerancia y la superstición, Venecia es, para los humanistas de la
época, su antítesis. Como bien se ha señalado: “El diálogo transcurre en casa de Coroneo, en Venecia. No por
azar se escoge esta ciudad, cosmopolita y defensora de la libertad de pensamiento en la turbulenta Europa de la
época”. Jaime de Salas, “Introducción”, en Jean Bodin. Coloquio de los siete sabios sobre arcanos relativos a
cuestiones últimas (Colloquium heptaplomeres). Traducción del latín de Primitivo Mariño, Centro de Estudios
Políticos y Constitucionales, Madrid, 1998, p.XVIII.
139
Joseph Lecler, Historia de la tolerancia en el siglo de la Reforma. España, Editorial Marfil, 1967, vol. II,
p.186.
140
“6.54. Mis proposiciones esclarecen porque quien me entiende las reconoce al final como absurdas, cuando a
través de ellas -sobre ellas- ha salido fuera de ellas. (Tiene, por así decirlo, que arrojar la escalera después de
haber subido por ella.)” Luwig Wittgenstein, Tractatus lógico-philosophicus. Madrid, Alianza Editorial, 1992,
p.183.
137
37
de la coherencia”141, hemos creído posible emprender la arriesgada tarea de ofrecer una
interpretación de su posición en relación con la cuestión. Según nuestra lectura, Montaigne
mismo nos brinda algunas pistas que pueden guiar la exégesis: en un pasaje del libro I de
sus Ensayos señala que “a| el sabio debe por dentro separar su alma de la multitud, y
mantenerla libre y capaz de juzgar libremente las cosas; pero, en cuanto al exterior, debe
seguir por entero las maneras y formas admitidas”142. A partir de esta declaración de
principios, y como corolario de la distinción entre el fuero interno y el fuero externo,
hemos conjeturado que Montaigne asumió una posición doble frente a la cuestión de la
tolerancia. Una posición acorde a la que en el siglo XVII mantendrán los libertins érudits,
cuyo imperativo de acción se esbozará en la reconocida máxima Intus ut libet, foris ut
moris est143.
Nacido en un país católico, y siendo el primogénito en una familia que, más allá de
las divergencias, parece haberse mantenido en los lindes de dicha confesión, Montaigne
será -por fuera- un miembro respetable de la religión que reconoce como autoridad
máxima al obispo de Roma. Desde allí lanzará una dura crítica a los partidarios de la
Reforma, quienes, a su juicio, se han excedido en el legítimo uso de la raison privée,
ocasionando, en ese mismo exceso, cientos de conflictos innecesarios y muy
inconvenientes para la vida de la comunidad. En tal sentido, puede decirse que los
argumentos que Montaigne esgrime contra los hugonotes no son de naturaleza teológica,
sino de índole estrictamente política. Pues, como bien ha indicado Max Horkheimer, al
ensayista no parece interesarle demasiado de qué lado está la verdad (si es que está de
alguno), sino cuál de los dos partidos es más idóneo para garantizar el orden y la paz144.
Ahora bien, del mismo modo en que parece haber acomodado sus acciones a las formas
admitidas, resulta improbable -nos animamos a conjeturar- que Montaigne haya decidido
someter también la libertad de su conciencia a “c| las santas resoluciones y prescripciones
de la Iglesia católica, apostólica y romana”145. Por el contrario, es difícil pasar por alto que,
“Este tipo de procedimiento [exegético] da a las reflexiones de diversos autores clásicos una coherencia y, en
general, una apariencia de sistema cerrado que tal vez nunca hayan alcanzado y ni siquiera pretendido
alcanzar”. Quentin Skinner, “Significado y comprensión en la historia de las ideas”, en Lenguaje, política e
historia, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2007, p.129.
142
Los ensayos. I, 22, p.143.
143
René Pintard atribuye esta máxima práctica a Cesare Cremonini: “Il [Cremoni] fait de cette hypocrisie un
système, élève la dissimulation à la hauteur d’une étique, et formule l’audacieuse divise du libertinage prudent:
«Intus ut libet, foris ut moris est»”. Le libertinage érudit dans la première moitié du XVIIe siècle. Edition
Slatkine, Gèneve, 2000, volumen I, p.109.
144
“Contempla los partidos en liza desde su perspectiva de diplomático ilustrado; la libertad de conciencia es
para él condición de paz. A su modo de ver, nada tiene razón. No existe la Razón, sino el orden y el desorden”.
Max Horkheimer, “Montaigne y la función de escepticismo”, en Historia, metafísica y escepticismo. Barcelona,
Altaya, 1995, p.154.
145
Los ensayos. I, 56, p.457.
141
38
aun expresando el sometimiento de sus escritos a la autoridad de la censura, él mismo
afirma que no encuentra ningún inconveniente en inmiscuirse en toda suerte de asuntos,
“a2| no con objeto de establecer la verdad sino para buscarla”146.
A nuestros ojos, es esta disposición escéptica147 la que estimula a Montaigne a
emprender un viaje que lo llevará durante diecisiete meses y ocho días a recorrer gran parte
de Europa occidental, o la que lo incita a interrogar a los caníbales brasileños acerca de sus
extrañas costumbres, indagando incluso sus opiniones acerca del orden social del viejo
continente. Es con este mismo afán desprejuiciado que escribe, aludiendo a la libertad de
conciencia, un encomio de las virtudes morales del denostado emperador Juliano. Y es ese
talante, también, el que lo conduce hacia el gozo de la diversidad; el que le permite, al igual
que a Sócrates, superar el espíritu municipal y alcanzar un espíritu cosmopolita. Es esa
forma de ser, finalmente, la que le posibilita conciliar una posición política reticente a
aceptar las novedades ofrecidas por los hugonotes con la tarea de elaborar una ética cuyas
máximas capitales radican en el ensayo de la alteridad y la alegría de vivir con otros.
He allí, en breves palabras, una exposición preliminar de nuestro esbozo de
interpretación acerca de las posiciones asumidas por Castellion, Bodin y Montaigne en la
prehistoria de la tolerancia moderna.
*
*
*
Digamos sólo una palabra más acerca de la organización y contenido de nuestro trabajo, el
que se hallará dividido en cuatro capítulos; los cuales, como ya indicamos en nuestra
primera nota, se encuentran precedidos por un breve Excurso teórico-metodológico.
En el capítulo I, Un siglo bañado en sangre, pretendemos reconstruir el contexto
histórico, político e intelectual en cual se desarrollaron las diversas posiciones que
analizaremos a lo largo de nuestro trabajo. Dicha reconstrucción, creemos, no sólo nos
permitirá enriquecer nuestras propias reflexiones en torno a la cuestión, sino que también
nos posibilitará introducir al lector en el trasfondo de un siglo particularmente agitado,
tanto en materia política como en materia intelectual.
El capítulo II, Castellion: entre la herejía y el derecho a creer lo equivocado, estará
íntegramente dedicado a la reconstrucción y análisis de las posiciones asumidas por el
humanista Sébastien Castellion. Tal análisis, centrado en su particular noción de herejía, y
Los ensayos. I, 56, p.457.
Tomamos el concepto en el sentido etimológico de skepsis, entendido, en palabras de Emmanuel Naya,
como ese “proceso de despertar filosófico a la insuperable complejidad de lo real”. Le vocabulaire des
Sceptiques. Paris, Ellipses, 2002, p.22.
146
147
39
en su defensa de la libertad de conciencia en el marco del inicio de los conflictos bélicos
entre hugonotes y papistas, nos permitirá exponer los puntos centrales del ideario de un
pensador particularmente desconocido en nuestras latitudes.
En el capítulo III, Bodin: entre la République y la Respublica litteraria, nos
abocaremos al estudio de los escritos de Jean Bodin. En particular, a dos sus obras más
destacadas: Les six livres de la République y el Colloquium heptaplomeres. A través de ese
análisis pretendemos poner en claro el doble posicionamiento -político y filosófico- que, a
nuestros ojos, parece asumir el autor angevino frente a los conflictos ocasionados por las
agitaciones religiosas.
El capítulo IV, Montaigne: de la conservación política al ensayo de la alteridad, nos
permitirá analizar con detenimiento las argumentaciones presentadas por Michel de
Montaigne. A través de ese estudio buscaremos reconstruir tanto la posición política
asumida por el ensayista frente a la reforma protestante, como su ética, cuya máxima
principal parece radicar en el gozo de la vida en contacto con los otros.
Esta organización nos posibilitará un estudio detallado de cada uno de los autores,
permitiéndonos, además, clarificar posibles relaciones -tanto de continuidad como de
ruptura- que pueden esbozarse entre las posiciones asumidas por cada uno de ellos y
algunas teorías de la tolerancia desarrolladas durante los siglos XVII y XVIII. A un breve
bosquejo de esos vínculos -es decir, de los múltiples caminos abiertos desde la prehistoria
de la modernidad por Castellion, Bodin y Montaigne-, estará dedicada la conclusión de
nuestra Tesis.
40
Excurso teórico-metodológico
La philosophie mourrait d’inanition si elle ne vivifiait ses
préceptes par l’histoire.
Jean Bodin, La methode de l’histoire.
Las razones de querer mirar al pasado en su especificidad
distintiva son filosóficas los mismo que historiográficas. La gran
filosofía moral no proviene inicialmente de intereses surgidos de la
filosofía misma. Proviene del compromiso generado por serios
problemas acerca de la vida personal, social, política y religiosa.
Dado que estos problemas son cambiantes, necesitamos considerar
los contextos de la filosofía moral del pasado tanto como sus
argumentos para que se entienda cabalmente por qué evolucionó
de esa manera. Solamente viendo cómo tales cambios han afectado
a nuestros predecesores podríamos llegar a una visión clara sobre
reflexiones similares que hacen mella en nosotros. Tener
conciencia de la historicidad de lo que consideramos como el
meollo de nuestras propias cuestiones nos brinda un soporte
crítico que no podemos obtener de ninguna otra manera.
Jerome Schneewind, La invención de la autonomía
Es indudable que la mimesis es uno de los mecanismos más habituales a través de los que
los seres humanos adquieren sus hábitos. Incluso podríamos conjeturar que esa tendencia
imitativa bien puede servir de fundamento último para explicar muchas de las creencias,
conocimientos y prácticas más arraigadas entre los hombres. En ese sentido, aplicando esta
aseveración general a nuestro caso particular, podemos indicar que si bien nuestro estudio
quizás no pueda ser inscrito en los cánones de ninguna escuela o tradición de investigación
particular, es cierto que en el transcurso de su confección hemos recibido diversos influjos
teórico-metodológicos. Serán esas herencias las que intentaremos poner en claro en el
presente excurso, pues ello no sólo nos permitirá ubicar nuestra propia tarea en el océano
de las investigaciones histórico-filosóficas, sino que también nos posibilitará, por un lado,
echar más luz sobre nuestra propia hipótesis de trabajo, y por otro, fundamentar la
inclusión del primero de los capítulos que forman parte de esta Tesis.
Nuestra primera herencia la hemos recibido de Stephen Toulmin; más en
particular, del estudio que este autor británico realizó en su Cosmopolis. The Hidden
Agenda of Modernity (1990). Según la tesis que expone allí, la filosofía occidental
41
experimentó un importante desplazamiento a mediados del siglo XVII, el que podría ser
caracterizado por el reemplazo de una concepción de la filosofía “parcialmente práctica”
por otra “puramente teórica”. Para Toulmin, en efecto, fue René Descartes quien
“convenció a sus compañeros de viaje filosófico de que renunciaran a áreas de estudio
como la etnografía, la historia y la poesía, tan ricas en contenido y contexto, y que se
concentraran exclusivamente en áreas abstractas y descontextualizadas”148. Este cambio
supuso, entre otras cosas, un reemplazo de la retórica por la lógica y de la argumentación
por la prueba. Como corolario de ello, preguntas tales como “¿Quién dirigió a quién qué
argumento?” “¿En qué foro?” “¿Usando qué ejemplos?” dejarán de ser relevantes para la
investigación filosófica. Del mismo modo, las argumentaciones desarrolladas entre
personas particulares en situaciones específicas, tratando casos concretos, serán
reemplazadas por el análisis teórico de “una concatenación de afirmaciones escritas cuya
validez descansa en sus relaciones internas”149. En tal sentido, concluye Toulmin: “Después
de la década de 1630, la tradición de la filosofía moderna en Europa occidental se
concentró en análisis formales de cadenas de afirmaciones escritas antes que en los méritos
y defectos concretos de una manifestación persuasiva”150. Florecerá de este modo un estilo
de filosofar “centrado en la teoría”, es decir, un estilo que se caracteriza por plantear sus
problemas y buscar sus soluciones “en términos atemporales y universales”; el que, al
mismo tiempo, definirá “la agenda de la filosofía moderna a partir de 1650”151.
Más allá de la exactitud de la interpretación desarrollada por Toulmin, o incluso de
la posibilidad de aplicar su esquema general al tópico particular que aquí nos incumbe152, la
deuda que tenemos con el autor refiere principalmente a nuestro primer contacto con esa
otra concepción de la filosofía que se desarrolló en toda su plenitud con anterioridad a
1630, y que Toulmin no sólo caracteriza sino que también pone en práctica. En efecto, su
reclamo respecto de nuestra urgencia por “reapropiarnos de la sabiduría de los humanistas
del siglo XVI y desarrollar un punto de vista que combine el rigor más abstracto y la
exactitud de la «nueva filosofía» con una preocupación práctica por la vida humana en sus
aspectos más concretos”153, es acompañado por un riguroso estudio acerca de los orígenes
Stephen Toulmin, Cosmópolis. El trasfondo de la modernidad, Barcelona, Ediciones Península, 2001, p.19.
Ibíd, p.60.
150
Ibíd, p.61.
151
Ibíd, p.34
152
Aprovechando “a Toulmin en contra de Toulmin”, Fernando Bahr ha sugerido una serie de límites para el
esquema propuesto por el autor. En particular, abocándose a un análisis de los argumentos desarrollados en
favor de la tolerancia durante los siglos XVII y XVIII -es decir, luego de 1630-, Bahr ha pretendido mostrar
que los aspectos retóricos y las preocupaciones prácticas continúan desempeñando, al menos en este tópico
particular, un papel insoslayable. Al respecto, véase “A fundamentação da tolerância nos séculos XVII e XVIII:
Locke, Bayle e Romilly”, Ágora Filosófica, Ano 11, n. 2, jul./dez. 2011, pp.37-65.
153
Stephen Toulmin, Op.cit., p.19.
148
149
42
de la modernidad. En este estudio, él mismo pondrá de manifiesto en qué medida las
reflexiones y producciones filosóficas -aun aquellas que pretenden erigirse en modelos de
racionalidad desencarnada- poseen vínculos muy concretos con los diversos contextos
históricos, políticos e intelectuales en los que han sido desarrolladas, y en qué medida los
aspectos retóricos y coyunturales son en ocasiones más importantes que el rigor de las
pruebas argumentales a la hora de determinar el éxito o el fracaso de aquellas producciones.
En tal sentido, podemos concluir, Toulmin nos ha brindado una importante lección
respecto del carácter contingente de nuestra disciplina, proveyéndonos de nuevas
herramientas para desarrollar la tarea historiográfica y filosófica.
Nuestra segunda herencia proviene de Quentin Skinner. Las reflexiones
metodológicas elaboradas en su ya clásico artículo “Significado y comprensión en la
historia de las ideas” (1967)154, y la puesta en práctica de sus propias premisas en obras
como Liberty before Liberalism (1998) o The birth of the State (2002)155, nos han brindado
una serie de herramientas de suma utilidad a la hora de desarrollar nuestro propio modo de
trabajo. Impactado por la lectura de la Autobiografía de Richard Collingwood y la edición
que realizara Peter Laslett de Two Treatises of Government de Locke, Skinner comenzará
a experimentar la necesidad de dejar de concebir a los textos de filosofía política aislados de
las circunstancias en las que fueron escritos. Esto es, -dirá Eduardo Rinesi- dejar de
concebirlos como textos arquitectónicos, “sostenidos sobre sólidas columnas filosóficas y
destinados a establecer principios intemporales de la vida política”156, para comenzar a
entenderlos como pièces d’occasion, es decir, “como piezas situadas en un contexto
determinado, y que no era posible estudiar productivamente sin preguntarse por las
intenciones que su autor tenía al escribirlas”157. En definitiva, como queda de manifiesto
desde el mismo inicio de Meaning and understanding, el programa intelectual de Skinner
se erigirá contra una presuposición muy arraigada en el campo de la historiografía
filosófica: la idea según la cual los textos y los autores establecen sus relaciones en una
especie de tiempo sin tiempo. Frente a ese modelo de la “historia de las ideas” -identificada
“Meaning and understanding in the history of ideas”, redactado originalmente en 1967, apareció por primera
vez en la revista History and Theory, 8, 1969, pp.35-53. El texto que aquí tomamos como base es una versión
“extensivamente revisada” de aquella primera, la que se halla incluida como el capítulo 4 de Quentin Skinner,
Lenguaje, política e historia, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2007, pp.109-164. También
hemos tomado de allí los artículos incluidos como capítulos 5 y 6: “Motivos, intenciones e interpretación”
(pp.165-184) e “Interpretación y comprensión de los actos de habla” (pp.185-222)
155
Las versiones con las que hemos trabajado son las siguientes: La libertad antes del Liberalismo (México,
Taurus, 2004) y El nacimiento del Estado (Buenos Aires, Gorla, 2003).
156
Eduardo Rinesi, “Prólogo”, en Quentin Skinner, Lenguaje, política e historia, p.10.
157
Ibíd., pp.10-11.
154
43
en términos paradigmáticos con las figura de Arthur Lovejoy158- Skinner nos propone
pensar “la historia de personas argumentando acerca de ideas”159 en un contexto intelectual
específico, y con intenciones precisas. En tal sentido, su objetivo, según declara, no es otro
que el ilustrar acerca de “los peligros que se originan si uno se aproxima a los textos
clásicos de la historia de las ideas considerándolos como objetos de indagación
autosuficientes”160.
Así, las obras dejarán de ser interpretadas en su aparente intemporalidad para
comenzar a ser comprendidas como un conjunto de posibles respuestas a los
cuestionamientos realizados por diferentes interlocutores situados fuera del texto, es decir,
en la historia. Ahora bien, dado que esas respuestas carecerán de sentido si ignoramos
cuáles son los cuestionamientos que las han originados, o quiénes los actores a las que se
dirigen, el método historiográfico propuesto por Skinner supone la concreción de dos
procesos simultáneos: en primer lugar, la elucidación de las intenciones del autor; es decir,
la comprensión de qué es lo que un autor determinado estaba haciendo cuando decía lo que
decía (lo que supone, el abordaje de los textos bajo una doble dimensión -ya expuestas con
toda claridad por John Austin- la locutiva y la ilocutiva161, la semántica y la pragmática).
En segundo lugar, a fin de contribuir al esclarecimiento de esas intenciones, es necesario
que el historiador sea capaz de reconstruir el contexto intelectual y político en el que dicho
autor ha pretendido intervenir; es decir, comprender su propia producción en relación con
otras producciones y debates contemporáneos. Este “trabajo arqueológico”162 sobre un
contexto intelectual y la elucidación de las ideologías dominantes en él proveen, al mismo
tiempo, las herramientas necesarias para juzgar las distintas producciones intelectuales con
una mayor ecuanimidad.
Realizada una mínima presentación de las ideas capitales de Skinner, podemos
señalar que esta manera de comprender y practicar la historiografía de la filosofía nos
resulta sumamente atractiva, pues creemos que ella permite ofrecer representaciones
seriamente comprometidas con la verdad histórica (o, en su defecto, con la verosimilitud).
Así, nuestra propia labor ha intentado retomar algunas de las lecciones skinnerianas,
traducidas en dos aspectos fundamentales: en primer lugar, en el esbozo de nuestra propia
tesis, según la cual los argumentos desarrollados por Castellion, Bodin y Montaigne ganan
Autor de otro fundacional artículo titulado “Reflections on the history of ideas”, Journal of the History of
Ideas, I, 1940, pp.3-23.
159
Eduardo Rinesi, Op.cit., p.11.
160
Quentin Skinner, “Significado y comprensión en la historia de las ideas”, Op. cit., p.148
161
John L. Austin, How to Do Things with Words, Oxford, ClarendonPress, 1962.Hay edición española: Cómo
hacer cosas con palabras: Palabras y acciones, Barcelona, Paidós, 1982.
162
Skinner utiliza esta expresión en el capítulo 3 de La libertad antes del Liberalismo, en donde realiza una serie
de reflexiones metodológicas en relación a las tareas historiográficas que desarrolla en ese breve ensayo.
158
44
en inteligibilidad si pueden ser comprendidos como diversos intentos de respuesta a las
interpelaciones de su contexto político e intelectual; en segundo, en la necesidad de añadir
un primer capítulo en el que dicho contexto pueda ser repuesto con la mayor exactitud
posible.
45
CAPÍTULO I
Un siglo bañado en sangre
Después de la muerte de Francisco I, príncipe más conocido sin
embargo por sus galanterías y por sus desgracias que por sus
crueldades, el suplicio de mil heréticos, sobre todo el del consejero
del Parlamento Du Bourg, y por último la matanza de Vassy,
armaron a los perseguidos, cuya secta se había multiplicado al
resplandor de las hogueras y bajo los grilletes de los verdugos; la
rabia sucedió a la paciencia; imitaron las crueldades de sus
enemigos; nueve guerras civiles llenaron Francia de carnicería; una
paz más funesta que la guerra produjo la de San Bartolomé, de la
que no había ejemplo alguno en los anales de los crímenes. La Liga
asesinó a Enrique III y a Enrique IV, por manos de un dominico y
de un monstruo que había sido fraile franciscano. Hay gentes que
pretenden que la humanidad, la indulgencia y la libertad de
conciencia son cosas horribles; pero, de buena fe, ¿habrían
producido calamidades comparables?
Voltaire, Tratado sobre la tolerancia.
Tomando prestada una categoría con la que Eric Hobsbawm ha definido e interpretado a
nuestro pasado siglo XX163, podríamos afirmar que, al menos en los aspectos filosóficos,
políticos e intelectuales a los que se pretende circunscribir este trabajo, el siglo XVI francés
fue un siglo corto. Así, del mismo modo en que aquel historiador ha afirmado que el inicio
del siglo XX coincide con el de la primera Guerra Mundial (1914) y su fin con la debacle
de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (1991), producida nueve años antes de que
el calendario gregoriano nos condujera hacia el vaticinado apocalipsis informático del Y2K,
podríamos sostener que el siglo XVI francés tuvo su origen fuera de la misma Francia, en la
ciudad sajona de Wittemberg, el 31 de octubre de 1517. Aquel día, se sabe ya de sobra, el
monje agustino Martín Lutero expondrá a la discusión pública sus noventa y cinco tesis
pro declaratione virtutis indulgentiarum, iniciando un cisma irreversible en el seno de la
Iglesia cristiana164. La conclusión de este siglo tan particular, por su parte, sí tendrá que ver
Eric Hobsbawm, Age of Extremes. The short twentieth century (1914-1991), Great Britain, Abacus Book,
1995.
164
Más allá del evidente valor simbólico que se le ha brindado a este acontecimiento particular, podríamos
afirmar -siguiendo, por caso, a Heinrich Lutz- que existe cierto consenso en las investigaciones historiográficas
actuales en torno a la idea de que, aun antes de que Martín Lutero (1483-1546) o Ulrico Zwinglio (1484-1531)
se embarcaran en sus propios proyectos reformistas, “muchas cosas iban de mal en peor, y exigían un cambio”.
Asimismo, también podría decirse que ciertos aires de renovación ya habían comenzado a respirarse de la mano
del Humanismo. Al respecto, véase Reforma y Contrarreforma, Madrid, Alianza Editorial, 1992, pp.35-40.
163
46
con un episodio eminentemente francés: adelantándose algunos años en el calendario solar,
coincidirá con el ascenso al trono de Enrique de Navarra -ocurrido oficialmente sólo tras
su abjuración de la fe reformada el 25 de julio de 1593, en la catedral de Saint Denis- y la
posterior sanción del Edicto de Nantes, el 30 de abril de 1598165.
Precisando todavía un poco más-y siguiendo aquí la interpretación desarrollada por
Joseph Lecler en su Historia de la tolerancia166-, el siglo XVI podría ser subdivido en dos
etapas. La primera de ellas abarcaría desde esos inicios, en las cercanías del año 1520, hasta
el malogrado Concilio de Poissy, ocurrido entre los meses de septiembre y octubre de
1561. La segunda, por su parte, tendrá su comienzo en los meses posteriores a la clausura
de aquel Concilio, en enero de 1562, y su acto inaugural no es otro que la sanción de la
primera ley de tolerancia de la que se tenga memoria en suelo francés, l’édit de Saint
Germain. Luego de infinitos vaivenes políticos e intelectuales, esta etapa encontrará su
desenlace en otro decreto de tolerancia: el Edicto de Nantes (1598). Asimismo, cada una de
estas dos etapas, afirma Lecler, se hallarán imbuidas por un espíritu político bien diferente:
entre 1520 y 1560 se impondrá un intento conciliador, el cual se traducirá en la práctica a
través de la búsqueda de la concordia, mientras que en la segunda mitad, es decir, en el
período que transcurre entre 1560 y 1598, la búsqueda de la recomposición de la unidad
Por otra parte, también es necesario mencionar que las aspiraciones de renovación -o, como se ha conocido, de
contrarreforma- alcanzaron a las propias autoridades católicas: el Concilio de Trento, cuyo proceso completo
se extendió por treinta años (entre la elección de Alejandro Farnesio como Pablo III, en 1534, y el decreto de la
Profession Fidei Tridentina, de noviembre de 1564), no tuvo otro objeto que adaptar a la Iglesia católica a los
nuevos tiempos, con sus desafíos históricos y doctrinales. Sobre esta cuestión puede consultarse la
impresionante Istoria del Concilio Tridentino (Torino, Einaudi, 1974, 2 vols.), de Paolo Sarpi, y, más
brevemente, Danièle Letocha, “La autoridad de la conciencia ante el concilio de Trento. Contribución a la
prehistoria de la subjetividad moderna”, Ideas y Valores, N° 127, Abril 2005, Bogotá, Colombia, pp.3-34, y
Manuel Martín Riego, “El emperador, el papado y Trento”, Escuela Abierta, 4, 2000, pp.217-258.
165
Otra segmentación temporal, también posible, es la que se ha propuesto en la recientemente editada Histoire
de France, bajo la dirección de Joël Cornette (Paris, Belin, 2009). En ese marco, el volumen titulado Les guerres
de Religion, a cargo de Nicolas Le Roux, se extiende entre los años 1559 y 1629, es decir, entre la trágica
muerte de Enrique II y la paz de Alés, firmada en las vísperas de 1630. Este volumen se encuentra precedido
por Les Renaissances (1453-1559), y sucedido por Les rois absolus (1629-1715).
166
“Desde el punto de punto de vista de la libertad religiosa, la historia de Francia, en el siglo de la Reforma, se
divide en dos períodos bien distintos. De 1520 a 1560, prevalece la regla tradicional: una fe, una ley, un rey.
Preocupa el mantenimiento de la unidad religiosa, recurriendo, si es necesario, a las penas y los suplicios. Al no
estar organizados los protestantes en partidos políticos, las medidas tomadas contra ellos sólo afectarán a los
individuos y a los grupos pequeños. Los rigores del poder son, por lo demás, intermitentes; siguen las
oscilaciones en la política... A partir de 1560, la minoría protestante, ya numerosa y políticamente organizada,
comienza a reivindicar para sí la libertad religiosa en el reino. Acaban exigiéndola incluso por la fuerza. Es el
período de las guerras civiles. En medio de estas luchas dolorosas, la cuestión de la tolerancia civil empieza a
imponerse a muchos espíritus. No siendo Francia, como Alemania o Suiza, un mosaico de principados o
cantones soberanos, sino un estado unitario, la solución germánica de 1555 era inaplicable. Todos los
preocupados por el mantenimiento de la unidad política del reino -sean católicos o protestantes- reclaman para
los disidentes la tolerancia civil, ya provisional, ya definitiva. Es la solución que se impondrá tras muchas
luchas con la promulgación del Edicto de Nantes”. Joseph Lecler, Historia de la tolerancia en el siglo de la
Reforma, España, Editorial Marfil, 1967, Tomo II, p.5. La “solución germánica” a la que Lecler hace referencia
es, claro, aquella adoptada tras la paz de Augsburgo, cuya máxima capital será Cuius regio, eius religio.
47
religiosa -conseguida, incluso, a través del fuego y el hierro- será paulatinamente
atemperada y reemplazada por un nuevo ideal: el de la tolerancia167.
Realizada esta breve presentación general, podemos afirmar que -retomando
algunos de los elementos metodológicos recogidos en los textos de Stephen Toulmin y
Quentin Skinner- este primer capítulo tendrá por objeto reconstruir el contexto histórico,
político e intelectual en el que se desarrollaron aquellas discusiones que pretendemos
analizar en el resto de la Tesis. El objetivo de esta reconstrucción es brindar un marco de
mayor inteligibilidad a las posiciones asumidas por los diversos autores a los que haremos
referencia. Es decir, de conocer y comprender, entre otras cosas, cuáles eran sus principales
preocupaciones; quiénes los actores más destacados de su tiempo; cuáles sus idearios;
cuáles los textos más representativos de esas posiciones; cuáles los conceptos disponibles
para hacer frente a los problemas; cuáles las soluciones vislumbradas… Todas estas
búsquedas, como ya hemos dado a entender en nuestro Excurso, serán llevadas a cabo
desde otro presupuesto básico; uno que hemos tomado directamente de La Méthode de
l’Histoire de Jean Bodin, para quien la filosofía moriría de inanición en medio de sus
preceptos si ellos no fueran vivificados por la historia.
Asimismo, a fin de ganar en claridad expositiva, hemos decidido dividir la
reconstrucción del siglo XVI francés en cinco apartados. En el número uno, titulado De las
primicias luteranas al ascenso de Carlos IX (1520-1560), pretendemos reconstruir los
primeros tiempos del conflicto religioso: iniciando con la llegada de las primeras noticias
reformadas a suelo francés, y su recepción en el seno de ese círculo de humanistas
agrupados en el Cenáculo de Meaux, reconstruiremos más tarde las diversas estrategias
políticas adoptadas -primero por Francisco I (1520-1547), y más tarde por su hijo Enrique
II (1547-1559)- para contener el avance de la novedad. Esta zigzagueante primera etapa, en
la que la explosiva intransigencia real será acompañada por la penetración del
protestantismo en el seno mismo de la nobleza, estará guiada por un ideal de reunificación
y de concordia que llegará a su cenit durante el desarrollo del Coloquio de Poissy.
167
El historiador Mario Turchetti ha dedicado muchos de sus trabajos a atemperar esta distinción dispuesta por
Lecler, insistiendo en que los ideales de concordia y tolerancia no se mostraban de un modo antagónico ante los
ojos de los hombres del siglo XVI. En tal sentido, afirma Turchetti, la tolerancia no será concebida durante este
período más que como una solución provisional, como una medida de emergencia ante la imposibilidad
inmediata de recomponer la unidad; la cual continuará mostrándose como el ideal regulativo, ideal que se
mantendrá incluso más allá de la sanción del Edicto de Nantes, durante todo el siglo XVII, y que explicará su
revocación en 1685. No obstante, cabe señalar con el mismo Turchetti el carácter paradójico de la propia
historia francesa de este período: “tous les efforts en vue de la concorde (paix, unité des sujets), en vue d’une
entente confessionnelle, d’un accord sur les points fondamentaux de la foi et sur les questions de cérémonies et
de liturgie, tous ces efforts de concorde aboutissent paradoxalement à des résultats de tolérance. On cherche
l’unité religieuse, mais on ne réalise que la division”. “Concorde ou Tolérance? Les Moyenneurs à la veille des
guerres de religion en France”, Revue de Théologie et de Philosophie, 118, 1986, p.259.
48
Luego de la muerte de Enrique II, y de un muy breve reinado de Francisco II, la
llegada al trono de Carlos IX marcará un punto de quiebre en la historia de este siglo. Con
tal sólo nueve años, e incapaz de hacerse oficialmente del trono, la regencia del reino
quedará en manos de Catalina de Médicis. Será ella, secundada por el canciller Michel de
L’Hôpital, quien convocará a un concilio de reunificación doctrinal, el cual fallará
rotundamente en sus objetivos. Es este fracaso, y el posterior intento por implementar el
primer edicto de tolerancia, el que relataremos en el segundo apartado, El Concilio, el
Edicto y la guerra: de la concordia a la tolerancia. En efecto, luego de su implementación,
este edicto será rápidamente rechazado por los grupos católicos más intransigentes, lo que
dará inicio a un período de treinta y seis años de conflicto casi ininterrumpido.
En el tercer apartado, Un paso adelante, un paso atrás; el fracaso de la política de
edictos, indicaremos los vaivenes políticos e ideológicos de la década comprendida entre el
Edicto de Amboise (19 de marzo de 1563), que da por concluida la primera de las batallas
entre las confesiones, y la fatídica noche de san Bartolomé (24 de agosto de 1572), en la que
miles de protestantes serán asesinados en las calles de París. Este acontecimiento marcará
otro punto de inflexión en los debates. En efecto, poco a poco, en medio de liguistas y
hugonotes168, comenzará a consolidarse una tercera y más moderada posición, la de los
llamados politiques. Reconociendo en la anónima Exhortation aux princes-en la cual
muchos encontrarán la pluma de Étienne Pasquier, y a la que dedicaremos un estudio
específico en nuestro capítulo II- uno de sus antecedentes más importantes, este grupo de
pensadores comenzarán a concebir, más fuertemente a partir de 1574, una solución política
para el conflicto religioso. A ellos dedicaremos nuestro cuarto apartado.
Por último, indicaremos los acontecimientos comprendidos entre la muerte de
Enrique III (1589) y la sanción del Edicto de Nantes (1598). Es decir, los acontecimientos
que marcan el paulatino ascenso de la figura de Enrique de Navarra y su acceso al trono de
Francia. Ascenso que tendrá su nota más distintiva en el establecimiento de la primera ley
de tolerancia que un país occidental reconocerá como válida para el conjunto de su
territorio.
El término “hugenot” se convertirá en un vocablo corriente hacia 1560, y designará a los reformados en
tanto fuerza política. Según relatan los historiadores, el término ya había sido empleado en Suiza por Jean
Gacy, durante la década de 1530, quien en su Déploration de la cité de Genève denunciaba las obras sediciosas
de los «Anguenotz», y su origen se hallaría en el concepto alemán Eidgenossen, que significa “confederados”.
Algunos autores clásicos, sin embargo, lo explican de una manera un tanto más inquietante. Henri Estienne
(Apologie d’Herodote, 1566), por ejemplo, indica a los hugonotes como súbditos del rey Hugo, antiguo
fantasma que merodeaba las murallas de la ciudad de Tours. Y aunque esta historia pueda tener un sesgo
fantástico, posee una dosis de verdad, pues los reformados sólo podía oficiar sus asambleas en forma oculta, y
fuera de los límites de las ciudades.
168
49
1. De las primicias luteranas al ascenso de Carlos IX (1520-1560)
La llegada de los primeros escritos de Lutero a suelo francés ha sido datada en el año
1519169. Serán esos opúsculos iniciales los que prepararán el terreno en el que germinarán
los primeros retoños de la Reforma: el obispo de Meaux, Guillaume Briçonnet (14701534), y su vicario Jacques Lefèvre d’Étaples (1455-1537), junto a algunos otros destacados
humanistas como Guillaume Farel (1489-1565), darán origen al Cénacle de Meaux,
institución que tendrá por principal objetivo mejorar la formación de los sacerdotes en la
predicación y difusión de las verdades del Evangelio. Ante la falta de formación
evidenciada por el bajo clero de la época, el Cénacle pondrá sus energías en la
trasformación de algunos aspectos centrales de la Iglesia. Sus miembros serán partidarios
del evangelismo, es decir, de la doctrina que sostendrá la necesidad de realizar una reforma
evangélica a través de la traducción vernácula del Nuevo Testamento. Su intención última
no era otra que la de regresar a las raíces del cristianismo, a las enseñanzas originales de
Cristo a través de la lectura directa de los textos sagrados, sin generar con ello un
alineamiento inmediato con las posiciones defendidas por Lutero; aunque algunos de ellos,
como Farel, comenzarán a adoptar algunas ideas que los alejarán paulatinamente del
catolicismo170. La Biblia y las Epístolas de san Pablo serán los principales medios para
alcanzar aquella primera verdad evangélica, y es por ello que ambos textos fueron objeto
de una detenida labor filológica por parte de estos eruditos. Este círculo, a su vez, ejercerá
una gran influencia sobre distintos humanistas y escritores como François Rabelais (14831553), y el propio Guillaume Briçonnet se convertirá en el director espiritual de la hermana
Al respecto, véase Joseph Lecler, Op.cit, T. II, p.6 y ss. Sobre aquellos primeros tiempos, Lucien Febvre
afirma lo siguiente: “Nadie puede negar que los oídos franceses percibieron el eco de aquella poderosa voz
cuyo sonido superó tantas barreras en Alemania. Los escritos latinos del reformador circulaban por todas
partes en el reino, antes de la que la aduana intelectual empezara a poner orden. Sabemos con bastante detalle
cómo, por qué vía y con qué precauciones se importaba la literatura herética o malsana: en París, Jean Schabler
a la cabeza, en Lyon, Jean Vaugris. Conocemos bien el papel del Écu de Bale, la actividad de Froben, la avidez
con la que se disputaba el público los nuevos escritos, el gusto por ellos de Lefèvre d’Étaples, del grupo de
Meaux y, por detrás, de una princesa como Margarita de Navarra. A pesar de que los teólogos enemigos de
Lutero vulgarizaban, para refutarlas, las ideas subversivas del agustino rebelde. La quema de libros impresos en
Alemania y en Renania, el encarnizamiento de sus perseguidores, el entusiasmo visible de quienes los
adquieren; todo ello es testimonio de una considerable difusión de los escritos luteranos en la Francia de aquel
tiempo”. El problema de la incredulidad en el siglo XVI. La religión de Rabelais, Madrid, Ediciones Akal,
1993, pp.206-207.
170
Retomando las afirmaciones del clásico estudio de Henri Hauser (Études sur la Réforme française, Paris,
1909), Lucien Febvre nos indica que debemos impedir la tentación de pensar que existía “en Francia entre 1520
y 1530, un sistema único, coherente y bien tramado de «ideas reformadas» que hubieran adaptado como credo
todos los llamados «evangélicos». Un hecho capital: los evangélicos se adueñaron de ciertas tesis que otros
rechazaron por demasiado avanzadas. Pero, precisamente, es evidente que, entre esas tesis, un pequeño número
de ellas llevaría a sus partidarios a convertirse, tarde o temprano, en reformados. Éstos son las que cuentan
realmente, más que esos artículos secundarios, aunque sean llamativos, que aparecen una y otra vez como
figurantes en los textos de la Sorbona: las indulgencias, las peregrinaciones y los santos”. Lucien Febvre,
Op.cit., p.196.
169
50
del rey Francisco I, Margarita de Navarra (1492-1549), con quien mantendrá una extensa
correspondencia.
Ahora bien, aun cuando la escuela de Meaux “representa un reformismo que no
tiene nada de revolucionario”171, estas primeras manifestaciones humanistas, por su propio
espíritu de renovación, parecen haber servido de mediación entre las tierras de Wittemberg
y el suelo francés. De hecho, ante el peligroso avance de la novedad, la Facultad de
Teología de la Sorbona, poco a poco convertida en un bastión inexpugnable de
catolicismo172, no demorará demasiado en exponer su primera condena de las doctrinas
reformadas. Por otra parte, el clásico axioma una fe, un rey, una ley será considerado como
una máxima capital durante este primer período, por lo que, a ojos de los católicos, las
nuevas doctrinas serán concebidas como herejías a las que debe combatirse a través de
todos los medios disponibles: la unidad es un ideal insustituible, que debe mantenerse
incluso a través del uso de la violencia. Noël Beda, síndico del Parlamento de París, será
quien se erija en uno de los representantes más encumbrados de esta actitud intransigente.
Esta perspectiva antirreformista, sin embargo, convivirá con otra diferente; aquella
expresada por los humanistas cristianos. Estos, a diferencia de Beda y los teólogos de París,
serán partidarios de alcanzar el ideal de la unidad a través del diálogo y la caridad; a través
de la “reforma de la vida moral antes que por las discusiones dogmáticas, por el retorno a
la Biblia y a los Padres, más que por las vanas sutilezas de una escolástica decadente”173.
Guillaumé Budé será una de las caras más ilustres de esta otra actitud. Budé, al igual que
muchos de los representantes de Meaux, se distanciará también de la posición rupturista
asumida por Lutero, admitiendo siempre la autoridad de la Iglesia. En su De transitu
Hellenismi ad Chistianismum (1534), manifestará su desacuerdo con aquellos “hombres
ávidos de innovación” [homines novandarum rerum cupidi] que pretenden aniquilar a la
“esposa del señor”, aboliendo “así la autoridad y los preceptos de la Iglesia”174.
En resumen, en esta primera época parecen haberse expresado tres actitudes
intelectuales y políticas diferentes en relación con la novedad: en primer lugar, la de los
católicos intransigentes, cuyos principales centros de acción serán el Parlamento de París y
la Facultad de Teología de la Sorbona; en segundo, la de los propagandistas reformados,
quienes incitaban al desacato político y religioso desde más allá de los Alpes; en tercero, la
Joseph Lecler, Op.cit, T. II, p.6.
Cabe recordar, en tal sentido, que las Meditationes de prima philosophia, in qua Dei existentia et animæ
immortalitas demonstrantur (1641) con las que -según la versión canónica de nuestra historiografía- René
Descartes da inicio a la filosofía moderna, estarán dedicadas a los doctores de esta misma Facultad, quienes, sin
lugar a dudas, todavía durante ese período eran reconocidos como los guardianes oficiales de la ortodoxia.
173
Joseph Lecler, Op.cit, T. II, p.11.
174
Guillaume Budé, Opera Omnia, T.I, Basilea, 1557, p.180. Citado por Joseph Lecler, Op.cit, T. II, p.14.
171
172
51
de los humanistas cristianos, quienes, siguiendo el ejemplo del propio Erasmo, bregaban
por una reunificación pacífica de las diversas confesiones en base al reconocimiento de
preceptos morales y doctrinales mínimos pero comunes175. En efecto, la coexistencia de
estas tres actitudes, y las fluctuantes relaciones entre sus distintos representantes y el poder
soberano, provocarán una serie de vaivenes políticos en los años sucesivos176.
Repasemos rápidamente algunas de ellos. Entre 1521 y 1525, influenciado por el
ánimo de la Sorbona, el rey simpatizará con una actitud más intransigente, dando paso a
una primera ola de represión. Primero se condenarán los libros heréticos: el 13 de junio de
1521, el Parlamento de París dispondrá que la publicación de cualquier escrito sobre
religión debía superar la censura de la Facultad de Teología antes de alcanzar la imprenta.
Luego se condenarán las personas: el 8 de agosto de 1523 Jean Vallière, acusado de haber
negado la divinidad de Cristo, será quemado frente a las escalinatas de Saint-Honoré. Por
su parte, los propios representantes del cenáculo de Meaux –Lefèvre d’Etaples, entre ellosse verán en la necesidad de optar por el exilio en la ciudad de Estrasburgo, la que al mismo
tiempo se convertirá en unos de los refugios dilectos de los luteranos franceses.
Luego de ese primer período, y de regreso del cautiverio sufrido tras de la derrota
militar en la batalla de Pavía (1525), Francisco I intentará atemperar los ánimos más
ardientes. Aconsejado por su hermana Margarita de Navarra, el rey se opondrá a Noël
Beda, estableciendo una diferencia entre los partidarios más radicales de la reforma y los
humanistas. Y si bien la integridad de la fe continuará detentándose como un sostén
político y religioso imprescindible, esta distinción abrirá un primer espacio para la
disidencia. Los herejes reformistas seguirán siendo perseguidos con gran ímpetu, mientras
que los humanistas erasmianos y fabristas encontrarán un espacio más amplio para dar a
conocer su propia estrategia de conciliación. De hecho, hacia 1530, esta estrategia
comenzará a experimentar una creciente aceptación, desarrollándose en dos frentes
simultáneos: el primero se presentará como una disputa teórica contra la ideología de los
En palabras de Febvre: “[Erasmo] preconizó, creyéndola posible hasta el momento del cisma, hasta el
fracaso definitivo de sus tentativas de mediación, una reforma espiritual de la Iglesia que permitiera a los
cristianos de todas las escuelas sentirse hermanos, sin antagonismo ni anatemas, y que, repudiando las sutilezas
inútiles, curiosidades superfluas, deducciones, interpretaciones y construcciones tanto tiránicas como azarosas
de una teología orgullosa de sí misma, realizara la unión de buenas voluntades y conciencias rectas sobre un
pequeño número de fórmulas: tan sólo las del Sínodo de los Apóstoles, interpretadas, por así decirlo, con
candor, a la luz de los textos evangélicos. Y se extenderá también sobre el papel y el exacto valor de tales
fórmulas. No se trataba de explicitarlas detalladamente y reconstruir así, poco a poco, una teología igual a la
que se pretendía destruir… Que el Espíritu proceda del Padre, o del Hijo, o del Padre y el Hijo, ¿qué
importancia tiene? Lo esencial era hacer fructificar en sí los dones del espíritu -amor, alegría, bondad,
paciencia, fe, modestia- y mantener en su corazón la llama viva de una vida moral espontánea”. Lucien Febvre,
Op. cit, p.216.
176
Como señala Lecler, es necesario atender a estos diferentes posicionamientos “para comprender las
fluctuaciones de la política real respecto de los protestantes hasta la muerte de Enrique II, [y] las alternativas de
intolerancia y laisser-faire que caracterizan a este período”. Joseph Lecler, Op.cit, T. II, p.15.
175
52
miembros de la Sorbona; el segundo consistirá en el intento de trasladar a la praxis los
principios políticos de la conciliación. En el ámbito de la primera disputa, la victoria más
saliente se logrará el 8 de noviembre de 1533. Ese día, la Facultad de Teología se verá
obligada a retractarse de su dictamen sobre el Miroir de l´ame pecheresse (1531), libro de
Margarita de Navarra incluido en la nómina de obras prohibidas. En el marco de la
segunda, el primer triunfo de los humanistas sobrevendrá de la mano de los hermanos Jean
y Guillaume Du Bellay, quienes, a través de su consejo, lograrán de Francisco I el Edicto
de Coucy (18 de julio de 1535). Se detendrá así la persecución de los novateurs, y se abrirá
la vía política de la conciliación177.
No obstante estos primeros avances, la conciliación no obtendrá los éxitos
esperados. Y el propio Francisco I, que había propiciado la senda de los humanistas a partir
de su disputa política con Carlos V -lo que había redundado en un acercamiento con los
príncipes luteranos de Alemania-, cambiará de estrategia luego de pacificar sus ánimos con
el emperador. En una entrevista realizada en Aigues-Mortes (1538), ambos soberanos
acordarán combatir la amenaza reformada en el seno de sus respectivos estados, lo que
redundará en Francia en un nuevo período de persecución178. Y aun cuando las hostilidades
entre el rey y el emperador experimentarán un recrudecimiento hacia 1542, un nuevo
factor interno impedirá volver a pensar como una opción viable el camino de la
conciliación. La Institutio Christianae Religionis de Calvino, publicadas en latín en 1536, y
editadas en francés en 1541179, brindará un marco doctrinal diferente a los reformados
franceses180. En efecto, como señala Lecler, “mientras en Alemania, el luteranismo, por
177
Este Edicto vendrá a apagar el fuego iniciado por el afamado affaire des placards. L’affaire des placards se
produjo la noche de 17 al 18 octubre de 1534, cuando diversos pasquines fueron pegados en las calles de París y
otras ciudades importantes, como Tours, Orléans, Blois y Rouen (de hecho, según se relata, uno de ellos fue
incluso fijado en la puerta del dormitorio que el rey poseía en el palacio de Amboise). Los afiches, titulados
Articles véritables sur les horribles, grands et importables abus de la messe papale, inventée directement contre la
Sainte Cène de notre Seigneur, seul médiateur et seul Sauveur Jésus-Christ, eran obra de Antoine Marchourt
(1485-1561), un pastor oriundo de Neufchâtel, y defendían una posición cercana a la Ulrico Zwinglio, para
quien la presencia de Cristo en la Eucaristía era sólo simbólica. En efecto, como su mismo título lo sugiere, el
pasquín estaba directamente destinado a atacar la doctrina católica de la transustanciación. La respuesta real no
se hizo esperar: la afrenta exacerbó el moderado celo religioso del rey, quien hizo profesión de fe católica e
inició la represión de los hugonotes, provocando veintitrés ejecuciones e innumerables exilios.
178
“Desde entonces, el partido de la represión, dominado por el condestable de Montmorency, triunfa
nuevamente sobre el de los humanistas”. Joseph Lecler, Op.cit, T. II, p.25.
179
El título completo de la versión francesa es el siguiente: Institution de la religion chrétienne en laquelle est
comprise une Somme de piété et quasi tout ce qui est nécessaire à connaître en la doctrine du salut. La primera
edición latina de la Institutio estaba dedicada a Francisco I, en un evidente intento político de Calvino por
ganar al rey para la causa de la Reforma. La versión latina definitiva aparecerá en 1559, y su traducción francesa
un año más tarde. No obstante, desde el 1° de julio de 1542, la posesión de esta obra será prohibida en Francia
bajo la amenaza de pena de muerte.
180
Para considerar con mayor detalle este aspecto, véase Norman Amestoy, “El contexto histórico de la
Reforma calvinista”, Teología y cultura, año 6, vol. 11, 2009, pp.9-31. Brevemente podemos señalar que, según
Amestoy, el aporte más importante de Calvino reside en la constitución de una Iglesia calvinista; la que, con
gran celeridad, se consagrará como la más sólida y fuerte entre todas las que surgieron de la reforma
53
influencia de Melanchton o Bucer, es todavía susceptible de flexibilidad, la ortodoxia
calvinista no admite ningún compromiso. En consecuencia, cualquier posibilidad de
conciliación se desvanece en Francia a partir de 1540”181.
El edicto de Fontainebleau (1° de junio de 1540), por medio del cual el poder
secular legitimaba su pretensión de convertirse en juez de los asuntos eclesiásticos, es una
marca distintiva de este recrudecimiento en el conflicto. Los Parlamentos se convertirán en
jueces de la herejía, y la Facultad de Teología de París se encargará de brindarles las
herramientas necesarias para llevar a cabo su tarea: en enero de 1543 aparecerá una
profesión de fe de 29 artículos, y una nómina 75 libros prohibidos a causa de su contenido
heterodoxo. Marcados por estos episodios, el reinado de Francisco I acabará signado por
una agudización de las persecuciones; las que, entre sus consecuencias más elocuentes,
encenderán la hoguera del humanista Étienne Dolet (1546)182.
No muy distinto será el inicio del reinado de Enrique II, quien, a diferencia de su
padre, no parece haber mostrado nunca demasiada simpatía por las vías intermedias de
resolución del conflicto. En efecto, bajo la influencia del cardenal de Lorena, Enrique creó
en el Parlamento de París, el 8 de octubre de 1547, una segunda cámara criminal: la
Chambre Ardente. Ésta, enteramente dedicada al enjuiciamiento de los herejes, pronunció
alrededor de cinco centenares de arrestos entre fines de 1547 e inicios de 1550. La situación
cambiará parcialmente durante ese último año, en el que Enrique II decidirá devolver a los
tribunales eclesiásticos la potestad de resolver las controversias sobre religión, pero el
edicto de Châteaubriant (27 de junio de 1551) reafirmará la senda de la coacción,
instrumentando nuevas medidas en defensa de la unidad de la fe. Algunos años más tarde,
pero en esa misma dirección, el edicto de Compiègne (24 de julio de 1557) establecerá la
pena de muerte como sanción única para el delito de herejía. La persecución continuará,
pero sus resultados estarán lejos de ser los esperados: la Reforma francesa no sólo
mantendrá su número de adeptos, sino que incluso continuará incrementándolos. A tal
punto que algunos miembros de la nobleza declararán abiertamente su devoción por la
protestante, a partir de una rígida disciplina moral y teológica. En efecto, la afirmación de ciertos dogmas,
como el de la doble predestinación, resultarán centrales en este nuevo escenario.
181
Joseph Lecler, Op.cit, T. II, p.25.
182
Étienne Dolet (1509-1546), impresor, poeta, orador, filólogo y humanista, fue perseguido por la ortodoxia
católica y llevado a la hoguera en la plaza parisina de Maubert cuando sólo contaba con 37 años, a causa de
haber extraído algunas conclusiones poco ortodoxas de sus lecturas de Cicerón. El clásico estudio que Lucien
Febvre dedicó a Rabelais en la década de 1940 tuvo, entre otros sus fines, brindar una nueva imagen de Dolet,
tradicionalmente acusado de “ateo”. En efecto, como veremos en el capítulo II, hasta el propio Sébastien
Castellion incurrirá en dicha acusación -la que, como se sabe, es extremadamente amplia e imprecisa- para con
Dolet y Rabelais, intentando diferenciar a Miguel Servet de estos “seguidores de Luciano”.
54
nueva fe. “La adhesión de Antonio de Borbón, rey de Navarra (marzo de 1558), y la de
Francisco de Coligny, señor de Andelot, fueron en este período las más ruidosas”183.
En el año 1559 se producirán cuatro episodios clave en esta historia: la paz de
Cateau-Cambrésis, la ejecución de Anne du Bourg, el sínodo de París y la muerte de
Enrique II. El primero de estos episodios, ocurrido el 3 de abril, marcará la paz entre los
reyes de Francia, Inglaterra, España y Saboya, y volverá a dejarles plenamente libres las
manos y los ejércitos para dedicarse a combatir la herejía hacia el interior de cada uno de
sus reinos184. En efecto, la división de los ánimos se había extendido con tal magnitud en
Francia que incluso los propios parlamentarios presentaban posiciones diversas frente a la
resolución del conflicto. En ese ámbito particular, Anne du Bourg fue de los opositores
más destacados a la política de persecución desarrollada durante el reinado de Enrique II.
El 10 de junio de 1559, en presencia del propio rey, Du Bourg realizará una encendida
intervención reclamando la suspensión de las penas contra los herejes hasta que tuviera
lugar un verdadero concilio universal, expresando, además, una marcada simpatía por el
calvinismo. Las consecuencias de su intervención no se harán esperar: apresado,
interrogado y torturado, el maestro de Étienne de la Boétie morirá ejecutado en la plaza de
Grève el 23 de diciembre de ese mismo año ante una enorme multitud185.
Por otra parte, el sínodo de París -realizado el 25 de mayo de 1559- resultará un
acontecimiento de capital importancia en el desarrollo de la Reforma francesa. Desde la
publicación de las Institutio de Calvino, dijimos, el protestantismo francés había
experimentado un crecimiento muy notable; el que, al mismo tiempo, había ido
acompañado de una considerable dispersión geográfica. Asimismo, el aspecto teórico,
mucho más rígido en la teología calvinista que en la luterana, había ido consolidándose
poco a poco, prefigurando el terreno para este último gran paso. De ese modo, dieciocho
años después de la primera edición francesa del tratado de Calvino, la Iglesia Reformada
“se declara mayor de edad e independiente, se yergue frente a la Iglesia católica y,
envalentonada por el ejemplo del Sacro Imperio y de la paz de Augsburgo de 1555, exige al
poder político un reconocimiento oficial”186. Esta consolidación y este reclamo irán
Joseph Lecler, Op.cit, T. II, p.30.
“La paz de Cateau-Cambrésis firmada con España revela el deseo de ambas potencias de otorgar a la
exterminación de la herejía la prioridad por encima de todo otro designio”. Georges Livet, Las guerras de
religión, Barcelona, Oikos-Tau Ediciones, 1971, p.8.
185
Según los datos estadísticos, unos quinientos hugonotes fueron condenados y ejecutados en Francia (siendo
217 sólo en París) en el período 1520-1560, lo que constituye la sexta parte del número total de ejecuciones que
tuvieron lugar en Europa.
186
Ibíd., p.8. “Les Églises réformées de France se dotèrent d’une confession de foi en mai 1559, qui fut
officialisée par le synode de La Rochelle de 1571. Le texte a été presque entièrement composé par Calvin.
Après avoir rappelé que la foi repose exclusivement sur la Parole divine, règle de toute vérité, la Confession
souligne la nature corrompue de l’homme, incapable de faire son salut par ses propres forces. Nourri de
183
184
55
acompañados de otro acontecimiento tan contingente como decisivo: la muerte accidental
de Enrique II, ocurrida el 10 de julio como consecuencia de una herida recibida durante un
torneo187, hecho que implicó el ascenso al trono de su hijo Francisco II, quien en ese
momento contaba con apenas dieciséis años de edad. “La súbita desaparición de Enrique II
ocurría en uno de los momentos más dramáticos de la Reforma francesa”188, afirma Joseph
Lecler. De un lado se posicionaban los defensores de la unidad de la fe y de la ley bajo el
mando de un único rey; del otro, los propagadores de las novedades calvinistas,
constituidos ya en una Iglesia y en un partido189. La fuerte centralización del sistema
político francés y el inusitado crecimiento de la Reforma impedían una resolución similar a
la que habían adoptado cuatro años antes, a partir de la paz de Augsburgo (1555), los
príncipes alemanes. Sólo quedaban dos opciones: o aniquilar a los propagadores de la
novedad por medio de la violencia, o tolerar la coexistencia de un modo provisional190.
l’Écriture, celui-ci doit s’en remettre à la miséricorde gratuite de Dieu”. Nicolas Le Roux, Les guerres de
religion (1559-1629), Paris, Belin, 2009, p.14.
187
En palabras de Le Roux, “la disparition dramatique d’Henri II, en 1559, a fait voler en éclats ce système
fondé sur l’image solide et rassurante de père du royaume, nouvel Hercule gaulois, garant de l’harmonie
politique”. Ibíd., p.9. Heinrich Lutz, por su parte, define del siguiente modo el escenario que se abre a partir de
este acontecimiento: “Tras la muerte de Enrique II, Francia se convirtió en campo de experimentación de la
lucha confesional europea. Una prolongada crisis del Estado, como consecuencia de la debilidad del poder
central; la polarización confesional en conexión con los más diversos grupos e intereses políticos, sociales y
regionales; graves enfrentamientos ideológico-teológicos y la poderosa intervención de fuerzas políticoreligiosas del exterior (España, Roma, Inglaterra, los Países Bajos sublevados) constituyen el marco de
referencia de las guerras de religión en Francia”. Heinrich Lutz, Op.cit., p.137.
188
Joseph Lecler, Op.cit, T. II, p.30.
189
“En 1559, el lanzazo de Montgomery que provoca la muerte de Enrique II, cambia el rostro de Francia. El
heredero del trono, Francisco II, ¿será capaz de dominar las fuerzas que sólo esperan la debilidad del poder real
para desencadenarse? De un lado, ligada a la esposa real María Estuardo, una camarilla, la de los Guisa,
Francisco de Lorena, héroe de Metz y de Calais, Carlos, cardenal de Lorena, inspiradores ambos de la política
de represión religiosa y de la alianza católica, puesta en práctica por Enrique II; de otro lado, los protestantes”.
Georges Livet, Op.cit., p.7.
190
No obstante estas dos posibilidades, algunos humanistas destacados, como Guillaume Postel (1510-1581),
seguirán manteniendo durante este período su convicción acerca de una posible reconciliación (y no sólo
francesa o europea, sino también ecuménica). Según señala Lecler, Postel pretende hacer resurgir el proyecto
esbozado por Nicolás de Cusa en su De Pace fidei (1453), y, en su De Orbis terrae concordia (1544), afirma que
la paz y la concordia son objetivos inalcanzables a partir de la simple tolerancia entre las diversas confesiones
religiosas; antes bien, es necesario que el cristianismo en su conjunto sea capaz de alcanzar una cierta unidad
doctrinal. Esta misma idea volverá a ser defendida por Postel tres años tarde, en su Panthenosia (1547). Allí
“insiste nuevamente en su estimada idea: es suficiente que los hombres se entiendan en las verdades esenciales;
no deben perseguirse a causa de ciertas divergencias que indudablemente no son necesarias para la salvación. En
suma, tres motivos de tolerancia se indican en esta exhortación: a) no hay que anticiparse al juicio de Dios; b)
sólo Dios conoce nuestras intenciones y por consiguiente el verdadero valor de nuestros actos y de nuestros
propósitos; c) se puede conseguir la paz religiosa entre los hombres si logran ponerse de acuerdo en algunos
puntos fundamentales”. Joseph Lecler, Op.cit, T. II, pp.38-39. Lucien Febvre, por su parte, resume del
siguiente modo las bellas esperanzas de Postel: “Lograr la unidad moral del Universo. Llevar a los hombres de
todas las sectas, de todas las patrias y continentes, a sentirse como hermanos en el seno de una Iglesia
plenamente ecuménica; conseguir, con la sola fuerza de la persuasión, con la fuerza de la evidencia de la razón –
ratione evidentiae en palabras de Lutero-, que protestantes y católicos, judíos y mahometanos, idólatras y
paganos, de las tierras nuevas de América, de las tierras nuevas de África, de los misteriosos imperios de
Oriente; que todos esos hombres provistos de las mismas facultades comulguen, sin reservas ni hostilidades,
con un catolicismo tan amplio que pudiera confundirse con la religión natural e innata que un Dios justo ha
colocado en el corazón de sus criaturas… Conciliar, en suma, todas las divergencias bajo el reinado de una
Razón idéntica a la ley de Cristo y que ha inspirado a veces a los fundadores de las religiones, a los profetas, a
56
2. El Concilio, el Edicto y la guerra: de la concordia a la tolerancia
El breve reinado de Francisco II, adolescente de frágil salud, consagrado en Reims el 21 de
septiembre de 1559 y muerto el 5 de diciembre de 1560, marcará “una aceleración en la
desacralización de la autoridad monárquica”191, y estará signado por el dominio de sus dos
principales consejeros, Francisco de Guisa y Carlos de Lorena (tíos maternos de su mujer,
María Estuardo). En tal sentido, puede ser considerado como una representación a
pequeña escala de su propio padre, pues la política de intransigencia no mostrará
demasiadas fisuras durante aquellos meses192. No obstante, como una muestra más de las
indecisiones de esta época, a partir del 30 de junio de 1560 -día en el que Michel de
L’Hôpital será nombrado canciller de Francia- la situación comenzará a modificarse
lentamente, aunque la solución moderada sólo encontrará mejores condiciones de
desarrollo hacia finales de ese mismo año, cuando ascienda al trono el pequeño Carlos IX,
de nueve años de edad.
Imposibilitado de reinar a causa de su minoría, la regencia del reino -oficializada en
los Estados Generales de Orléans, el 21 de diciembre de 1560- quedará en manos de
Catalina de Médicis, quien encomendará al nuevo canciller la búsqueda de soluciones
diferentes para el conflicto. Amigo y discípulo de Pierre du Chastel193, Michel de L’Hôpital
asumirá en ese marco -incluso contra las acusaciones de ateísmo que le proferirán los
católicos más férreos- una posición conciliadora194. Se opondrá a la política de represión
practicada durante los reinados de Francisco I y Enrique II, principalmente a causa de que
la coacción había mostrado ser, al fin de cuentas, una alternativa poco efectiva para
reestablecer la unidad de la fe; unidad, sin embargo, con la cual el Canciller parece haberse
comprometido seriamente durante los dos primeros años de su mandato195 y para cuyo
los magos, a los filósofos, etc. A los largo de todas las religiones del siglo. Tales fueron, desembarazadas de las
quimeras de un iluminismo cándido, las bellas esperanzas de Guillaume Postel Cosmopolita”. Lucien Febvre,
Op.cit., p.79.
191
Nicolas Le Roux, Op.cit., p.35.
192
Producto del descontento ante dicha situación, los reformados planearán la conjuración de Amboise (marzo
de 1560), por medio de la cual intentarán hacerse de la persona del rey para liberarlo de la influencia de los
Guisa. Si bien la conspiración no será exitosa, y muchos de sus participantes terminarán condenados a la horca,
los meses siguientes señalarán un paulatino abandono de la intransigencia.
193
El obispo Du Chastel (1504-1552) ha sido reconocido como uno de los primeros “abogados de la libertad de
conciencia”. En tal sentido, una de sus actuaciones más destacadas fue la defensa del humanista Étienne Dolet,
a quien más arriba nos hemos referido. Al respecto, véase Malcolm Smith, “Early French Advocates of
Religious Freedom”, The Sixteenth Century Journal, Vol. 25, Nº 1 (Spring, 1994), pp. 29-51
194
Para considerar con mayor detalle la posición asumida por L’Hôpital, véase Seong-Hak Kim, “‘Dieu nous
garde de la messe du chancelier’: The Religious Belief and Political Opinion of Michel de L'Hopital”, The
Sixteenth Century Journal, 24, 3, 1993, pp. 595-620.
195
El discurso proferido por L’Hôpital en la sesión inaugural de los Estados Generales de Orleáns, celebrados
entre diciembre 1560 y enero de 1561, puede ofrecer una clara caracterización de la posición asumida en aquel
primer período. En ese discurso no encontraremos todavía el ideario de un politique, convencido de que es
57
restablecimiento pacífico será convocado el Coloquio de Poissy. Asimismo, asumiendo
otra de las ideas de su maestro, L’Hôpital bregará también por descriminalizar las
opiniones. En este sentido, considerará como una necesidad el establecer una distinción
entre la herejía y la sedición196, es decir, entre las opiniones erróneas y los atentados contra
la paz pública, estableciendo sólo para estos últimos algún tipo de penalidad por parte de
las autoridades seculares: sólo los ateos y los sediciosos -dirá L’Hôpital- merecen los
castigos más severos. Es por ello, veremos, que la nueva legislación propiciada a través del
Edicto de Enero permitirá el culto privado y prohibirá tanto la propaganda de las doctrinas
reformadas como los panfletos difamatorios y los epítetos injuriosos197.
De igual modo, es necesario recordar que Michel de L’Hôpital no pretendía
favorecer la consolidación de la división confesional en el ámbito público, ni tampoco
concebía la tolerancia como un valor moral, sino que lo único que ansiaba era encontrar los
medios adecuados para combatir la violencia provocada por el cisma. Por ello, descartada
la vía de la coacción, y malogradas las soluciones del irenismo erasmiano a causa del
fracaso del Coloquio de Poissy, el Canciller no tendrá más alternativa que aspirar a
alcanzar una solución “purement politique”. Pues, como el propio L’Hôpital señalará en
una carta enviada al papa Pío IV, el escenario francés imposibilita la realización de los
deseos del sumo pontífice, es decir, la resolución del conflicto confesional a partir de la
coacción y la ejecución de los protestantes. En este marco, recurriendo a una metáfora
recurrentemente utilizada en la época, el canciller afirmará que, cuando los médicos notan
que una medicina no surte ningún efecto, prueban con otra diferente. Y dado que en
Francia ya no es posible impedir la existencia del culto reformado sin poner en serio riesgo
la paz interna del Estado, no queda más remedio que asumir la necesidad histórica de
instaurar la tolerancia198. En definitiva, es cierta razón de Estado, y no una convicción de
índole teológica o moral, la que conduce a establecer por primera vez la tolerancia civil199,
posible la subsistencia de un Estado en cuyo seno convivan dos religiones, sino el de un humanista erasmiano.
Es decir, el de quien confía todavía en que posible la reconciliación de todos los cristianos a partir del
reconocimiento de un cúmulo de creencias mínimas, y en base al ejercicio de la caridad. Al respecto, véase
Joseph Lecler, Op.cit, T.II, pp.47-51.
196
En el sermón proferido en el funeral de Francisco I, Pierre du Chastel había realizado una declaración muy
elocuente al respecto, afirmando que difícilmente pueda condenarse a alguien por herejía, “ya que ningún
hombre mortal, quienquiera que sea, puede a través de un argumento o razonamiento humano, juzgar con
certeza lo que es la verdad”. Véase Malcolm Smith, Op.cit., p.34
197
Como analizaremos con mayor detalle a largo de nuestro capítulo II, tanto el anónimo autor de la
Exhortation aux Princes, aparecido durante ese mismo año de 1561, como Sébastien Castellion, prestarán
mucha atención a esta última prescripción. En ese sentido, en su Conséil à la France desolée (1562), este último
instará a católicos y a protestantes a acabar de una vez por todas con las injurias y descalificaciones mutuas.
198
En efecto, el Dictionnaire de la Academia francesa, en su primera edición de 1694, es decir, más de un siglo
después de estas consideraciones de L’Hôpital, todavíadefinirá a la tolerancia desde esa misma perspectiva
negativa: “Tolerance: Condescendance, indulgence pour ce qu’on ne peut empêcher”.
199
Como bien ha señalado David El Kenz, la tolerancia civil se erige como una invención política que responde
a una estricta necesidad de mantener la paz, distinguiéndose tanto de la tolerancia religiosa, condenada al
58
es decir, la coexistencia política de los cultos disidentes; coexistencia que, es necesario
aclararlo, será considerada por muchos años sólo como una solución meramente
transitoria200. La tolerancia, en tal sentido, no será postulada más que como una estrategia
provisional capaz de aplacar los espíritus y patrocinar el diálogo, favoreciendo de ese modo
una futura reconciliación.
Pero volvamos brevemente sobre nuestros pasos. Como dijimos antes, Michel de
L’Hôpital no fue el único partidario de la resolución pacífica del conflicto. Tres meses
antes de su nombramiento, en marzo de 1560, Catalina de Médicis había logrado establecer
el Edicto de Amboise, por medio del cual se concedía la amnistía para aquellos protestantes
que, aun habiendo conjurado contra la corona, aceptaran vivir como católicos. Con esa
misma intención, Catalina había solicitado la convocatoria de la asamblea de los Estados
Generales en Orleáns hacia finales de 1560, y había suscrito, el 19 abril de 1561, otro
Edicto de facto por medio del cual se prohibían todas las disputas religiosas de carácter
público y la propaganda en favor de la Reforma, pero se permitían las reuniones y los
oficios religiosos en las casas particulares. Se establecía, de un modo tácito, una política de
tolerancia -rechazada más tarde, en otros, por el humanista Étienne de La Boétie201- a la
espera de la resolución de las disputas teológicas, objetivo principal con el que se convocó,
en septiembre de 1561, el ya mencionado Coloquio de Poissy. Esa reunión, de la que
participarán los más destacados representantes de ambas confesiones -el cardenal Carlos de
Lorena por parte de los católicos y Teodoro de Beza, mano derecha de Calvino, por parte
de los hugonotes- tendrá por fin instituir una serie de acuerdos mínimos capaces de
permitir el establecimiento de un credo común, y, por lo tanto, de una única religión. Pero
la cumbre quedará muy lejos de alcanzar los resultados esperados por Catalina y
unísono por todas las Iglesias, como del ideal irrealizable de la concordia. En su especificidad, la tolerancia civil
se distingue por el reconocimiento jurídico y político de ideas minoritarias consideradas, desde el aspecto
teórico o religioso, como equivocadas. Al respecto, véase“La naissance de la tolérance au 16e siècle: l’ «
invention » du massacre”, Sens Public, Revue électronique internationale. URL: www.sens-public.org.
En tal sentido, cuando los magistrados del Parlamento de París rehúsen registrar el Edicto de Saint-Germain, y
envíen diversas remontrances al rey, afirmando que la coexistencia de dos religiones contradecía las leyes del
catolicismo, recibirán como respuesta una Déclaration et interprétation sur les moyenes les plus propres
d’apaiser les troubles et séditions survenus pour fait de la réligion. En este documento, fechado el 14 de febrero
de 1562, el rey insistirá en que el Edicto no pretende aprobar la existencia de dos religiones, sosteniendo que las
disposiciones poseían un carácter meramente provisional. Asimismo, se insistirá en que la tolerancia postulada
es de naturaleza civil, y no religiosa.
200
Volvemos a recordar aquí a Mario Turchetti, quien, habiendo estudiado este tema con gran detenimiento, ha
intentado mostrar de qué modo los siglos XVI y XVII estuvieron signados en Francia por este vaivén entre la
concesión de una tolerancia política provisional y la búsqueda de una reconciliación religiosa definitiva. Al
respecto, véase “Religious Concord and Political Tolerance in Sixteenth- and Seventeenth- Century France”,
The Sixteenth Century Journal, Vol. 22, No. 1, 1991, pp. 15-25.
201
Véase Étienne de la Boétie, Mémoire sur la pacification des troubles, édité par Malcolm Smith, avec
introduction, notes, trois appendices et bibliographie, Gèneve, Droz, 1983.
59
L’Hôpital, lo que los obligará a revisar rápidamente su estrategia202. En ese nuevo contexto
se propicia la sanción del Edicto de Enero (17 de enero de 1562), por medio del cual la
política de tolerancia abandonará el carácter tácito para convertirse en una prerrogativa
abierta y legal, aunque siempre transitoria. En concreto, el Edicto permitía a los
protestantes realizar sus diferentes oficios, en forma privada, en pequeños grupos; o en
público, a condición de que lo hicieran durante el día y por fuera de las murallas de las
ciudades.
Ahora bien, las consecuencias que se derivarán de la sanción de este Edicto
tampoco cumplirán en absoluto con las expectativas de aquellos que lo habían pergeñado,
sino todo lo contrario. Instaurado con el fin de apaciguar los ánimos, moderar las pasiones
y sentar las bases para alcanzar una futura reconciliación por medio de una cumbre
nacional, la nueva disposición se convertirá en la chispa inicial de un conflicto de
proporciones inusitadas, conflicto que únicamente encontrará su fin en 1598, de la mano de
Enrique IV. En efecto, tan sólo dos meses después de haber sido firmado, el Edicto de
pacificación provocará el inicio de las hostilidades, cuando se produzca la matanza de
Vassy203: Francisco de Guisa, líder del ala más dura del catolicismo y padre de Enrique,
quien será luego uno de los representantes más destacados de la Liga, se encontró junto a
sus hombres con un grupo de hugonotes que, conforme a las nuevas disposiciones,
celebraba sus ritos fuera de los muros de la villa. Ante lo que a sus ojos no era sino una
perversión, no dudó en reprimir el oficio, dejando como saldo varias decenas de muertos y
al menos cien heridos. Los líderes militares del partido hugonote, con el príncipe de Condé
a la cabeza, tampoco tardarán en reaccionar ante semejante afrenta, dando lugar al
comienzo de las hostilidades. “La política de conciliación había fracasado; quedaba la
guerra civil”204.
“El coloquio de Poissy, posterior en cuatro años al último coloquio de Worms, marca uno de los últimos
fracasos de ese modo de conciliación. Sin duda, se hablará durante mucho tiempo todavía del Concilio
Nacional, que debía devolver al reino su unidad religiosa… Entre los partidarios de la tolerancia, muchos
continuarán mencionando la cláusula: “En espera del Concilio”, pero, de hecho, el sistema de los “Coloquios”
ha sido ya superado por los acontecimientos. La reina misma, tras un última experiencia, verá desvanecerse sus
ilusiones”. Joseph Lecler, Op.cit., T.II, p.67.
203
“El edicto de san Germán del 17 de enero de 1562, conocido bajo el nombre de «Edicto de Enero»,
reconocía la libertad de conciencia. Reconocía, a título temporal, la libertad total del culto público fuera de las
murallas urbanas. En el interior de las ciudades, autorizaba el culto privado en las casas de los particulares… La
guerra se desencadenó por la negativa de los católicos intransigentes, bajo el estandarte de los Guisa, y el de
París, que había devenido por entonces la capital de la anti-reforma y del fanatismo. Para probar la caducidad
del edicto, agresiones y masacres fueron suscitadas en Vassy, el 1° de marzo de 1562”. Géralde Nakam,
Montaigne et son temps. Les événements et les Essais. L'histoire, la vie, le livre, París, Nizet, 1982, p.170. La
traducción es nuestra.
204
André Maurois, Historia de Francia, Barcelona, Editorial Surco, 1958, p.170
202
60
Atentado contra el almirante Gaspard Coligny.
Incidente inicial de la matanza de san Bartolomé (1572)
61
3. Un paso adelante, un paso atrás; el fracaso de la política de Edictos
Como señala Georges Livet, las tres primeras guerras de religión ocurridas antes de la
noche de san Bartolomé, es decir, entre 1562 y 1572, experimentarán una dinámica similar:
“toma de armas, operaciones militares fragmentarias, y una paz incierta durante la cual
cada uno de los bandos prepara el desquite”205. La primera de ellas, dijimos, tendrá su
inicio en la matanza de Vassy y se extenderá por el transcurso de un año. Las diversas
batallas marcarán el ocaso de los distintos líderes, abriendo un nuevo espacio para la
negociación. Antonio de Borbón, combatiente del lado de los católicos, morirá en Rouen;
el príncipe de Condé será capturado por las fuerzas reales luego de perder la batalla de
Dreux, el 9 de noviembre de 1562, y el propio Francisco de Guisa recibirá una herida
mortal durante el sitio de Orléans, en febrero del año siguiente. Las negociaciones de paz
se iniciarán tras esa caída, y se establecerán formalmente a través del Edicto de Amboise
(19 de marzo de 1563), el cual se convertirá en una suerte de modelo para la mayoría de los
demás edictos sancionados por estos años. A diferencia del Edicto de Enero, esta nueva
norma de pacificación será refrendada rápidamente por el Parlamento de París (27 de
marzo), pues establecerá una serie de restricciones: no reconocerá de forma unánime la
libertad de conciencia entre los reformados, sino que se la otorgará tan sólo a los nobles y
altos magistrados, establecerá la libertad de culto en una sola ciudad por cada bailía, no
permitirá la construcción de templos reformados más que en los suburbios, e instituirá a
París como una ciudad exclusivamente católica.
El Edicto de Amboise provocará distintos rechazos, tanto del lado de los católicos
más intransigentes –cuyo principal portavoz será el consejero del Parlamento de Borgoña,
Jean Bégat206-, como del lado de los calvinistas, quienes considerarán inamisible la
aristocratización operada por la norma en relación con los derechos de la conciencia. El
autor anónimo de la Épître au Roi sur le fait de la religion (1564) será quien exprese este
descontento con mayor claridad, solicitando a las autoridades reales la extensión de los
artificiales límites establecidos en la letra del Edicto207.No obstante estos reclamos, Francia
Georges Livet, Op.cit., p.14
Las amonestaciones de Bégat serán rápidamente respondidas por un anónimo partidario del Edicto de
Amboise a través de un panfleto titulado Apología del edicto del rey sobre la pacificación de su reino, contra la
amonestación de los Estados de Borgoña (1563), en el que podrán hallarse ideas similares a aquellas expuestas
dos años antes por el autor de la Exhortation aux Princes. Los consejeros del Parlamento de Borgoña acusarán
recibo de la Apología, y redactarán una réplica bajo el título Respuesta de los diputados de los Tres Estados del
país de Borgoña contra la calumniosa acusación publicada bajo el título de Apología (1563).
207
“Puesto que es cosa conocida y prejuzgada que el mal mora en las conciencias, es decir, en la servidumbre y
represión de las mismas, y no en otra parte, es necesario, pues, que reconozcan que no hay otro medio de
prevenirlo más que mediante la libertad de las mismas, no parcialmente y para algunos, sino totalmente y para
todos”. Épître au Roi…Citado por Joseph Lecler, Op.cit., T.II, pp.84-85.
205
206
62
experimentará algunos años de paz relativa, al menos hasta 1567. La Michelade, ocurrida
en Nîmes el 30 de septiembre de ese año208, y el intento del príncipe de Condé por hacerse
nuevamente de la persona del rey -con el fin de obtener condiciones de negociación más
ventajosas para los hugonotes- serán las dos chispas que reaviven la hoguera del conflicto.
Esta nueva guerra, ocurrida sobre todo en las inmediaciones de París, verá su fin con la
sanción la Paz de Longjemeau (23 de marzo de 1568), tregua con la cual se reestablecía la
vigencia del Edicto de Amboise. Sin embargo, estos distintos episodios parecen haber
comenzado a menguar la confianza de Catalina en alcanzar una solución de los conflictos
en base a la estricta moderación; duda y desconfianza que sirven para explicar el
alejamiento definitivo del canciller Michel de L’Hôpital. En efecto, Catalina no perdona al
canciller el haber desestimado el peligro de personajes como el príncipe de Condé, a quien
la reina madre comienza a considerar como un potencial criminal de lesa-majestad209.
En el verano de 1568 se reiniciarán las hostilidades, las que marcarán la entrada en
la escena política y militar del duque de Anjou, hermano de Carlos IX y futuro Enrique
III, y las que provocarán el repliegue de los dos más importantes líderes protestantes, el
príncipe de Condé y el almirante Gaspard de Coligny, en la ciudad de La Rochelle. La
guerra se extenderá por un par de años, encontrando su fin a través de la sanción de un
nuevo Edicto de Saint Germain (8 de agosto de 1570). Esta nueva norma de pacificación irá
un paso más allá que las anteriores, habilitando el culto público de la confesión reformada
en los suburbios de las ciudades y estableciendo, como novedad, cuatro plazas de
seguridad para los protestantes -aunque sólo por el transcurso de dos años- en las ciudades
de La Rochelle, Montauban, Cognac y La Charité-sur-Loire. Como corolario de este
nuevo espacio de libertad, el almirante Coligny recuperará su puesto en el consejo del rey.
Y con la intención de consolidar todavía más las posibilidades de la encontrar una solución
definitiva para los conflictos, Catalina pergeñará una política matrimonial, a partir de la
cual se programará la boda entre uno de los más importantes líderes militares del partido
hugonote, Enrique de Navarra, y la hermana del rey Carlos IX, Margarita de Valois.
Sabemos de sobra que estos planes tampoco acabarán del modo esperado, sino todo
lo contrario. Diez años después del primer conflicto desatado por el Edicto de Enero, el 24
de agosto de 1572, Francia entera se verá signada por el terror. Aquella noche, conocida
Se conoce bajo el nombre de Michelade a la matanza de ochenta laicos, sacerdotes y religiosos católicos
realizada por un grupo de hugonotes el día posterior a día de san Miguel.
209
Ya retirado de la escena pública, pero todavía imbuido en su espíritu irenista, Michel de L’Hôpital
compondrá dos breves opúsculos en los que insistirá con la conciliación como una solución real: el primero
llevará por título Au roi Charles IX et à la reine mère; el segundo, Discours des raisons et persuasions de la paix.
Sin embargo, ninguno de ellos tendrá una real incidencia sobre la escena pública, ya reticente a estas
propuestas.
208
63
como la “Noche de san Bartolomé”, centenares de protestantes que habían concurrido a
París para asistir a las nupcias serán masacrados por los partidarios más intransigentes del
catolicismo. ¿Qué originará la matanza? Los historiadores admiten que la piedra del
escándalo fue el intento de asesinato del propio Gaspard de Coligny, quien rápidamente se
había ganado la enemistad de la reina madre210. En ese sentido, el motivo último de la
masacre, desatada dos días después de aquel atentado fallido, parece haber radicado en el
temor de los líderes liguistas, secundados esta vez por la propia Catalina, ante el creciente
influjo de los reformados en el consejo real. En otras palabras, la noche de san Bartolomé
no parece haberse producido más que por el miedo de los grupos más fieles a los preceptos
de Roma ante la posibilidad de perder su influencia y dominio sobre París, el más
importante bastión del catolicismo francés211. La sanción del Edicto de Boulogne
(publicado en julio de 1573 y registrado por el Parlamento de París el 11 de agosto), a
través de cual se otorgará una libertad limitada a los reformados212, pondrá fin a la nueva
guerra desatada tras la matanza, pero ya nada será igual. Ya no habrá vuelta atrás.
En efecto, la consecuencia más significativa de todos estos enfrentamientos -y de
todos los que se sucederán hasta el Edicto de Nantes- será la paulatina y creciente toma de
consciencia respecto del carácter inexorable de la Reforma. Es decir, de la imposibilidad de
retrotraer la situación política y religiosa al momento anterior al cisma iniciado por Lutero
en 1517. Atrás quedarán los tiempos del irenismo de Erasmo, y de sus ideales ecuménicos;
el futuro será sólo de aquellos que, alejándose poco a poco de los ideales establecidos por la
máxima de resguardar la unidad de la fe, comiencen a vislumbrar la posibilidad de cimentar
los vínculos de los miembros de la comunidad no ya a partir de la religión, sino de la
política.
“Lo cierto es que, entre 1570 y 1572, el almirante y su partido le infringieron [a Catalina] un nuevo
contratiempo, precisamente en el momento en que su política matrimonial favorecía a los reformados. No
contento con ganarse los favores del rey, Coligny quiso inducirle a que se opusiera abiertamente contra Felipe
II y la dominación española en la revuelta de los Países Bajos. Para la reina, esto era una locura peligrosísima
que había que detener a toda costa. El almirante se obstinó. El 6 de agosto de 1572, en pleno Consejo, amenazó
a la reina con la guerra civil si no daba su conformidad a la guerra extranjera. Para mantener la paz, Catalina
decidió perderle. El atentado del 22 de agosto fracasó, como se sabe: Coligny recibió una herida grave, pero no
mortal. Dos días más tarde comenzaba en París, para continuar después en las provincias, la matanza de san
Bartolomé”. Joseph Lecler, Op.cit., T.II, pp.92-93.
211
Le Roux dedica un apartado particular de su estudio para ofrecernos una suerte de caracterización
sociológica de “Paris, capitale catholique”, y de su población. Vease Nicolas Le Roux, Op.cit., pp.126-132.
212
En concreto, la nueva disposición brindaba a los protestantes franceses la libertad de conciencia,
permitiéndoles la práctica de su culto en el ámbito privado. En las ciudades de La Rochelle, Nîmes y
Montauban, por su parte, se brindaba una plena libertad de culto, y este privilegio alcanzará durante el mes
siguiente a la ciudad de Sancerre. Como señala Joseph Lecler, recurriendo a una metáfora muy usual en los
escritos de Jean Bodin: “Tras la horrible tempestad, se retornaba progresivamente a los editos anteriores”.
Joseph Lecler, Op.cit., T.II, p.100.
210
64
Página inicial del Edicto de Nantes (1598)
65
4. Los Politiques: la tercera posición sale a escena
Defensores de la unidad nacional, la independencia política y la libertad religiosa213, los
politiques214 harán manifiestas algunas de sus intenciones durante el año 1574, a través de
un opúsculo titulado Advis et très humble remotrance à tous princes, par un bon et très
grand nombre de catholiques sur la mauvise et universelle disposition des affaires. Allí
relatarán la calamitosa situación a la que han conducido a Francia los abusos en los que han
incurrido ambos partidos, y se dirigirán a las distintas facciones para exhortarlas a hacer
causa común con los intereses nacionales, reclamando, además, la convocatoria de los
Estados Generales. El inicio de este nuevo escenario, sin embargo, estará signado por un
nuevo enfrentamiento: el que sostendrán Enrique de Anjou (consagrado en el trono como
Enrique III luego de la muerte de Carlos IX, ocurrida el 30 de mayo 1574) y su hermano
Francisco, duque de Alençon, quien, como veremos con mayor detalle cuando nos
refiramos a las reflexiones de Jean Bodin, será uno de los representantes más encumbrados
de esta nueva tendencia política215.
Luego de algunas nuevas trifulcas, y a instancias de los politiques, se suscribirá la
“paz de Monsieur”, y el consecuente Edicto de Beaulieu (sancionado el 6 de mayo de 1576
y registrado por el Parlamento de París el 14 del mismo mes), norma que excederá a todas
las anteriores en sus concesiones hacia los protestantes. Por primera vez en la historia, el
ejercicio del culto reformado se autorizaba en todas las ciudades del reino “sin restricción
de tiempo de personas”-con la única excepción de la católica ciudad de París y sus
suburbios- y se establecían, además, ocho plazas de seguridad para los hugonotes en la
región sur del reino. No obstante todas estas concesiones, la gran innovación de este
Edicto estuvo representada por la institución de “chambres mi-parties” en los distintos
Parlamentos; lo que implicaba que en cada uno de ellos quedara conformada una cámara
213
Para una vasta caracterización de la historia, el ideario y la composición de esta particular tendencia
intelectual, véase el ya clásico estudio de Francis de Crue, Le parti des Politiques au lendemain de la SaintBarthelémy, Paris, Librairie Plon, 1892.
214
“Bajo este nombre -del cual los dos partidos se burlan o desconfían- se designa una tendencia al principio, a
una agrupación de hombres más tarde, de número variable según las épocas, de espíritus realistas, por no decir
oportunistas o sinceramente convencidos, católicos sinceros, a veces simpatizantes del protestantismo, que
preconizan soluciones de paz, en la adhesión de todos a la monarquía”. Georges Livet, Op.cit., p.65.
215
Explicando las razones que lo condujeron a abandonar la corte real, en la que su hermano Enrique lo
mantenía cautivo, Francisco de Alençon afirmará lo siguiente: “Para evitar todos los impedimentos y reunir los
corazones de los hijos de Francia, hemos tomado y tomamos bajo nuestra protección y salvaguardia a todos,
tanto de una como de otra religión, rogándoles y exhortándoles en nombre de Dios a que se comporten los
unos con los otros como hermanos parientes, vecinos y conciudadanos, sin provocarse con injurias o de otra
forma, y permitir y conceder a cada uno el libre ejercicio de la religión, hasta que los Estados Generales y las
Asambleas convoquen a un santo Concilio para discutir los problemas religiosos”. Déclaration de Monseigneur
François, fils et frère du Roy, duc d’Alençon, contenant les raisons de sa sortie de la Court, 1575, p.10. Citado
por Joseph Lecler, Op.cit., T.II, p.105.
66
con dos presidentes (uno por cada confesión) y dieciséis magistrados, ocho católicos y
ocho protestantes.Todas
estas medidas quizás puedan ser interpretadas como
consecuencias del accionar de este grupo de hombres políticos, quienes desde los inicios de
la década de 1560 habían madurado una solución diferente para los conflictos
confesionales, reconociendo en las postulaciones teóricas de la Exhortación a los Príncipes
y en la medidas prácticas asumidas por el canciller Michel de L’Hôpital dos antecedentes
destacados.
Las Remontrances au Roy très chrétien Henry III (1574) y el Discours sur les
moyens de bien gouverner (Anti-Machiavel) (1576)216, del consejero del Parlamento de
Toulousse, Innocent Gentillet (1535-1588), serán nuevas expresiones de esta tendencia,
caracterizada por la búsqueda de la paz política en base a la libertad religiosa. En efecto, un
texto anónimo bajo el título Exhortation à la paix aux Catholiques Franc̜ois aparecerá en
Poitiers en 1574, y será atribuido al célebre publicista hugonote Philippe DuplessisMornay (1549-1623)217. Los lineamientos generales de esta Exhortation podrán encontrarse
en otro panfleto sin nombre de autor aparecido dos años más tarde: la Romostrance aux
États pour la paix (1576). El tópico defendido por el autor de este último opúsculo
coincide con el de los politiques: si bien es cierto que sería preferible que existiera solo una
única religión en todo el reino, el avance de la novedad ha sido tan grande que ya no resulta
posible extirpar ese miembro sin arruinar todo el cuerpo. Es el reino mismo el corre peligro
de desaparecer si se toman medidas incorrectas y apresuradas en vistas a garantizar su
salud, como ya lo había constatado en los inicios de la década anterior el autor de la
Exhortation aux Princes. Y serán muchas de estas mismas ideas las que -como analizaremos
con más detalle en nuestro capítulo III- el propio Jean Bodin intentará defender en sus Six
livres de la République (1576).
Los católicos más intransigentes -quienes veían en el nuevo rey a un personaje
impotente para garantizar la unidad religiosa, pero también a un potencial aliadoreaccionarán con mucha energía ante estas nuevas ideas, y encontrarán en el duque Enrique
de Guisa una expresión natural de liderazgo. Las dos tendencias se enfrentarán en la
reunión de los Estados Generales, celebrada en Blois entre noviembre de 1576 y febrero de
Los títulos completos de ambas obras son los siguientes: Remonstrance au Roy tres-chrestien Henry III. Sur
le faict des deux Edicts de sa Maiesté donnez à Lyon, l'un du X. de Septembre, et l'autre du XIII. d'Octobre
dernier passé, presente annee 1574, touchant la nécessité de paix, et moyens de la faire (1574) y Discours sur les
moyens de bien gouverner (Anti-Machiavel) et maintenir en bonne paix un royaume ou autre principauté,
divisé en trois parties, a savoir, du Conseil, de la Religion & de la Police que doit tenir un Prince. Contre Nicolas
Machiavel (1576).
217
A Duplessis-Mornay se atribuye también, como veremos en nuestro capítulo III, el no menos célebre
manifiesto contra el despotismo de los reyes titulado Vindiciae contra tyrannos, aparecido en 1579 bajo el
seudónimo de Étienne JuniusBrutus.
216
67
1577: los partidarios de la Liga católica, representados por los diputados parisinos,
postularán la necesidad de reestablecer la unidad religiosa derogando todos los Edictos de
pacificación y prohibiendo el culto reformado; lo que, indudablemente, produciría una
nueva guerra. Los politiques, representados por el propio Jean Bodin, diputado de
Vermadois, también postularán la reunificación, pero sólo por las “vías más suaves y
santas”; reclamando, además, la convocatoria de un Concilio General o Nacional que
dirimiera la cuestión. A pesar de los notables apoyos recogidos por la Liga, la precaria
situación financiera en la que se encontraba Francia, y la imposibilidad de imponer nuevos
tributos que permitieran financiar una empresa bélica como la que soñaban los seguidores
de Guisa, e incluso el propio Enrique III, terminará otorgando otra victoria parcial al
partido moderado.
El año de 1577 será testigo de nuevos pero breves enfrentamientos entre católicos y
protestantes, los que encontrarán su fin a través de la Paz de Bergerac (17 de septiembre de
1577), a la que seguirá el Edicto de Poitiers (8 de octubre de 1577), que se mostrará más
restrictivo respecto a las concesiones brindadas a los protestantes. El ejercicio público del
culto ya no será autorizado a los hugonotes en todo el reino, sino sólo en los suburbios de
una ciudad por región, continuando la prohibición de celebrar en Paris cualquier otra
ceremonia que no fuera católica. Las plazas de seguridad, por su parte, eran reducidas de
ocho a seis. De todas formas, y no obstante las restricciones que esta última norma
establecía respecto de la anterior, la necesidad de resguardar cierto espacio de tolerancia
parecía ya un hecho difícil de revocar. Y esto, en gran medida, gracias al especial empeño
de los politiques.
Sin embargo, luego de algunos años de relativa calma, en los que los distintos focos
de conflicto fueron rápidamente controlados, un nuevo acontecimiento hará estallar los
ánimos: Francisco de Anjou, hermano menor de Enrique III y sucesor del trono, morirá el
10 de junio de 1584. Esto provocará una inusitada crisis política, debido que el sucesor
legítimo de Enrique III pasaba a ser automáticamente Enrique de Navarra, es decir, el líder
más importante del partido hugonote218. Ante la amenaza de un rey hereje, la Liga católica
-parcialmente desarticulada a partir de 1577- retomará rápidamente la acción política,
firmando un pacto de cooperación con España y ejerciendo una enorme presión sobre el
monarca francés, quien, cediendo a los ánimos más intransigentes, firmará con los liguistas
el Tratado de Nemours (11 de julio de 1585). En concreto, este nuevo edicto echará por
tierra todas las normas anteriores, declarando que la religión católica se convertía en la
Como bien señala Lecler, “Enrique de Navarra no era solamente protestante, sino reincidente en la herejía.
Después de haber abjurado de la religión reformada inmediatamente después de la noche de san Bartolomé,
retornó oficialmente a la misma cuatro años más tarde”. Joseph Lecler, Op.cit., T.II, p.116.
218
68
única confesión legítima en el reino de Francia. Se privaba a los hugonotes de ocupar
cargos públicos, y se los instaba a abjurar de sus creencias o a emprender el exilio; decisión
que debían tomar en un plazo máximo de seis meses desde la sanción de la norma219.
La guerra estallará nuevamente, y la norma sancionada en Nemours será refrendada
a través del Edicto de Unión (1588). No obstante, viendo tambalear su propio dominio
sobre los territorios franceses a causa del poderío acumulado por las líneas más duras del
catolicismo, Enrique III dará un vuelco en su política y pergeñará el asesinato de los dos
líderes de la Liga católica: Enrique de Guisa y su hermano, el Cardenal de Lorena. El
hecho será perpetrado en la víspera de la navidad del año 1588, y la doble sentencia de
muerte implicará, también, el fin del propio rey. Enrique III será declarado tirano por el
liguista Jean Boucher en su De Justa Henrici Tertii abdicatione e Francorum regno,
libriquator (1589), lo que lo ubicará en una situación de extrema precariedad política,
precariedad a partir de la cual buscará reestablecer los vínculos con Enrique de Navarra, su
antiguo adversario. El Enrique de Anjou reconocerá al de Navarra como su legítimo
sucesor, instándolo a convertirse nuevamente a la fe católica. El acuerdo de paz entre
ambos se firmará finalmente el 30 de abril de 1589, y cuatro meses más tarde, el 1° de
agosto, el rey será atacado en su recámara por el dominico Jacques Clément. Sobrevivirá
sólo esa noche, dejando el trono en manos de Enrique de Navarra.
5. Hacia el Edicto de Nantes: el ascenso de Enrique IV
Con la desaparición de Enrique III se producía aquel escenario tan temido por todos los
miembros de la Liga: el posible advenimiento de un rey protestante. Sin embargo, los años
posteriores al asesinato, y las notables resistencias ofrecidas durante ese período por los
diversos actores políticos, eclesiásticos y militares, señalarán límites muy claros a dicha
posibilidad. Poco a poco, quizás a regañadientes, Enrique de Navarra llegará a la
conclusión de que Francia no admitirá jamás la posibilidad de que un abierto miembro de
la iglesia reformada acceda al trono. Así, luego de muchas indecisiones, y quizás a instancia
de algunos destacados eruditos de la época220, abandonará su antigua fe para adoptar la de
A esta intransigencia católica interna se le sumará un condimento externo de no poca importancia, cuando el
9 de septiembre de 1585 el papa Sixto V redacte una bula por medio de la cual despojaba a Enrique de Navarra
de sus derechos sobre su propio reino, y por tanto, también de sus prerrogativas sobre la corona de Francia.
220
De acuerdo a los diversos relatos históricos, Michel de Montaigne parece haber sido uno de los principales
consejeros de Enrique en esta materia. En efecto, más allá de la verosimilitud que pueda ofrecer este dato, el
futuro monarca se hospedó en dos oportunidades en el castillo señorial de Montaigne. Y algunos de los textos
del ensayista también ofrecen elementos -como intentaremos dejar en claro a lo largo de nuestro capítulo IVque pueden resultar convincentes a la hora de pensar en la posibilidad de que Montaigne brindara a Enrique
consejos de esa índole.
219
69
Roma. La ceremonia de abjuración se producirá en catedral de Saint-Denis el 25 de julio de
1593, y el 27 de febrero del año siguiente Enrique IV será consagrado monarca de Francia
en la catedral de Chartres. París reconocerá su autoridad el 22 de marzo, y un mes después
la Facultad de Teología de la Sorbona lo recibirácomo el “Rey Muy Cristiano”.
Finalmente, el papa Clemente VIII le otorgará una absolución por medio de la cual será
acogido nuevamente en el regazo de la Iglesia romana, el 17 de septiembre de 1595221.
Así, luego de cinco años de intensas disputas -intelectuales y políticas222-, el trono
de Francia quedará por fin en manos del primer representante de la casa de Borbón. Con él
también llegará la tan ansiada paz: ya bajo el nombre de Enrique IV, y luego de su triunfal
ingreso en la capital, el nuevo monarca promulgará, el 30 de abril de 1598223, el Edicto de
Nantes224, vuelta a la senda de la política de la tolerancia iniciada más de treinta años antes a
través del Edicto de Enero. La libertad de conciencia de los reformados quedará asegurada
en todo el territorio del reino; la libertad de culto será establecida con ciertas ampliaciones
respecto del Edicto de Poitiers, aunque la ciudad de París, al igual que en el resto de las
normas anteriores, permanecerá siendo estrictamente católica. También se habilitará a los
hugonotes la posibilidad de construir templos, garantizándoles, además, una serie de
derechos civiles: el de celebrar consistorios, coloquios y sínodos, y el de construir escuelas,
colegios y universidades. Por último, a fin de garantizar una justicia imparcial, se volverán
a crear las cámaras bipartitas en algunas ciudades importantes como Castres o París. Y se
otorgarán unas doscientas plazas de seguridad por el límite de ocho años.
Sin embargo, más allá de todas estas disposiciones, muchas de las cuales ya habían
sido establecidas por edictos anteriores, podemos señalar dos características particulares
que hacen al Edicto de Nantes. En primer lugar, esta nueva norma no referirá ya a un
futuro Concilio general encargado de reunificar a los cristianos bajo una única religión.
Luego de casi cuatro décadas de disputas y conflictos, y del avance de las propias iglesias
protestantes, los actores parecen haber comenzado a tomar conciencia de que la Reforma
El último en reconocer la legitimidad de Enrique será Carlos II de Lorena, duque de Mayenne, hermano
menor de Enrique de Guisa y líder de la Liga católica luego del asesinato de éste. Dicho reconocimiento se hará
oficial a través del Edicto de Folembray, sancionado en enero de 1596.
222
Lecler reconstruye con detalle muchas de las controversias intelectuales suscitadas por el posible
advenimiento de “un rey hereje”. Al respecto, véase Joseph Lecler, Op.cit, T.II, pp.129-142.
223
No obstante está sanción, la aceptación del Edicto por parte de los distintos Parlamentos tendrá una
considerable demora: el de París lo registrará el 25 de febrero de 1599; el de Grenoble, el 27 de septiembre de
ese mismo año; el de Toulousse, el 19 de enero de 1600; el de Dijon, el 21 de enero; el de Bourdeux, el 7 de
febrero; el de Aix, el 11 de agosto, y el de Rennes, el 23 de agosto de ese mismo año. El Parlamento de Rouen
se resistirá a realizar este trámite hasta el 5 de agosto de 1609, y el de Toulouse, si bien había aceptado su
vigencia en 1600, sólo ordenará su transcripción en los registros del Parlamento en octubre de 1622.
224
Cabe destacar que siete años antes, el 24 de julio de 1591, Enrique había sancionado ya el Edicto de Mantes,
por medio del cual se anulaban los edictos de 1585 y 1588 -que habían establecido la unidad de culto en todo el
reino- y se restablecían las disposiciones del Edicto de Poitiers, las que volverán a ser refrendadas mediante el
Edicto de Saint-Germain (15 de noviembre de 1594).
221
70
no se había establecido en la realidad francesa de un modo provisional. En segundo lugar,
tal como lo reclamará desde 1576 el autor de los Six livres de la République, la diferencia
sustancial -entre este Edicto y los anteriores- la establecerá un poder político capaz de
garantizar el cumplimiento de la norma. Un rey fuerte y decidido, cuya autoridad será
aceptada de un modo indiscutible por los demás actores políticos. Ese, quizás, sea el más
importante aporte de Enrique IV a la historia de la tolerancia francesa.
*
*
*
Esbocemos una breve conclusión para nuestro recorrido. Resulta muy atractiva la tesis de
Stephen Toulmin, quien sostiene que el asesinato del propio Enrique IV -ocurrido el 14 de
mayo de 1610, a manos del fanático católico François Ravaillac- produjo un quiebre en la
realidad política francesa, iniciando un nuevo período de intolerancia religiosa que tendrá
su punto cúlmine en la Guerra de los Treinta Años. De hecho, aceptamos con él que, al
menos en parte, el éxito histórico del proyecto filosófico de René Descartes -empeñado en
“empezar todo de nuevo desde los fundamentos”225, y en instituir un nuevo orden, una
nueva Cosmópolis, y toda una nueva agenda de investigación a partir de la verdad
intemporal e inconmovible del cogito- parece haber estado signado por la cruda experiencia
de esos años. Es decir, por un contexto de crisis institucional que encontró en la búsqueda
e instauración de una renovada certeza teórica una vía de escape a la desintegración226.
No obstante, y alejándonos aquí de la interpretación de Toulmin, hemos tratado de
indicar que sería un error histórico el suponer que el siglo XVI francés fue muy diferente
del XVII. De hecho, el repaso de algunos de los acontecimientos medulares de la historia
política e intelectual de esa centuria nos ha revelado un escenario en el cual las disputas
religiosas estuvieron lejos de producirse en un clima de respeto mutuo y de aceptación de
las diferencias. Luego de unos cuarenta años en los que el espíritu conciliador del irenismo
erasmiano parece haber convivido con una marcada intransigencia política, luego del
fallido Coloquio de Poissy (1561), y luego de los malogrados intentos pacificadores de
Michel de L’Hôpital, la violencia política se verá generalizada. Así, ante el fracaso de esos
René Descartes, Meditaciones Metafísicas con objeciones y respuestas. Introducción, traducción y notas de
Vidal Peña, Madrid, Alfaguara, 1977, Primera Meditación, p.17.
226
“René Descartes sufrió en su persona las consecuencias del asesinato de Enrique IV y de las Guerra de los
Treinta Años que le siguió, en cuyo transcurso los ejércitos protestantes y católicos trataron de probar la
supremacía de sus posiciones teológicas mediante la fuerza de las armas… Desaparecida la figura equilibradora
y tolerante de Enrique, el impulso hacia la guerra general alcanzó un punto que escapó al control de cualquier
poder eclesiástico y político, y la filosofía del escepticismo se convirtió de repente en un lujo que pocas
personas podían permitirse. Sólo si tenemos presentes estas circunstancias estaremos en condiciones de
comprender por qué la búsqueda de la certeza alcanzó el atractivo que tuvo a partir de 1630”. Stephen
Toulmin, Op.cit., p.110.
225
71
intentos de conciliación, y del mismo modo en que Europa debió soportar durante el siglo
XVII la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), Francia padeció durante el transcurso de
la segunda mitad del siglo XVI -entre la matanza de Vassy (1562) y el Edicto de Nantes
(1598)- ocho guerras civiles en treinta y seis años. De este modo, como muestran estos
“puros y duros” datos históricos, el siglo en el que vivieron Sébastien Castellion, Jean
Bodin y Michel de Montaigne parece haber revelado serios desafíos para la convivencia
entre los hombres.
Son precisamente esos desafíos los que hemos intentado representar a través del
presente capítulo, pues, creemos, su conocimiento quizás pueda echar un poco más de luz
sobre las producciones filosóficas y los posicionamientos intelectuales asumidos por estos
tres filósofos a los que ahora daremos la palabra.
72
CAPÍTULO II
Castellion: entre la herejía y el derecho a creer lo equivocado
Certainement, après avoir souvent cherché que c’est d’un
hérétique, je n’en trouve autre chose, sinon que nous estimons
hérétiques tous ceux qui ne s’accordent avec nous en notre
opinion.
Sébastien Castellion, Traité des hérétiques
Oh France, je trouve que la principale et efficiente cause de ta
maladie, c’est-à-dire de la sédition et guerre qui te tourmente, est
forcément de consciences, et pense que si tu y penses bien, tu
trouveras assurément qu’il est ainsi.
Sébastien Castellion, Conseil à la France desolée
“La elaboración de los principios y proyectos globales de tolerancia y la lucha por su
aplicación fueron, por así decirlo, la gran tarea histórica de los oponentes, los marginados
doctos, los exiliados y los intelectuales transgresores, ligados muy a menudo a minorías
religiosas”227. Humanista de vastos conocimientos, traductor y editor de la Biblia en lengua
latina y vernácula, librepensador, defensor de la libertad de conciencia, calvinista, pero
férreo oponente de Calvino, amigo y confidente del anabaptista David Joris, exiliado,
denostado, refugiado en Basilea y finalmente muerto en la más absoluta miseria, Sébastien
Castellion parece cumplir con todos los requisitos a los que refiere Antonio Rotondò.
Ahora bien, considerando que Sébastien Castellion no es un pensador habitualmente
incluido entre quienes conforman el canon de nuestra disciplina –a pesar del consejo de
Pierre Bayle, para quien nuestro humanista “doit avoir une bonne place parmi les
Auteurs”228- hemos creído conveniente iniciar este segundo capítulo con un breve relato
biográfico y bibliográfico.
El segundo de nuestros apartados estará íntegramente dedicado al estudio de dos
escritos clave para comprender la posición adoptada por Castellion en favor de la
tolerancia, el Traité des héretiques (1554) y el Contre le libelle de Calvin (1554). No
obstante, dado que ambos textos fueron redactados en respuesta a la ejecución del médico
Antonio Rotondò, Art. “Tolerancia”, en VincenzoFerrone y Daniel Roche (Eds.), Diccionario histórico de la
Ilustración, Madrid, Alianza, 1998, p.66.
228
Pierre Bayle, “Castalion (Sebastien)”, Dictionnaire historique et critique, Amsterdam, Chez P. Brunel
Libraire, 1740, Tomo II: C-L, pp.82-87.
227
73
español Miguel Servet, y a la posterior apología realizada por Calvino en su Defensio
ortodoxae fidei, también creímos conveniente comenzar el apartado titulado Una hoguera,
una apología, dos respuestas, repasando brevemente esos acontecimientos históricos. Del
mismo modo, dado que ni la ejecución ni la posterior contienda textual se suscitaron en
suelo francés, su inclusión en el marco de nuestro trabajo, creemos, debe ir acompañada de
una breve explicación. Las principales razones que podemos aducir son las siguientes: en
primer lugar, que el estudio de dichos textos resultarán cruciales para comprender el
conjunto del pensamiento de Castellion, y su devenir desde una particular definición del
concepto de herejía hasta una abierta defensa de la licitud de aceptar dos religiones en un
mismo reino; en segundo, que el impacto producido por la ejecución de Servet superará
ampliamente los muros de la ciudad de Ginebra, incluso hasta convertirse en uno de los
paradigmas de la intolerancia; en tercero, que desde la redacción de su Institutio
Christianae Religionis (1536) y la muerte de Martín Lutero (1546), la figura de Calvino
alcanzará una influencia muy notable entre los protestantes de toda Francia.
La sección 2.1., en la que analizaremos los argumentos desarrollados por Castellion
en su Traité des hérétiques, estará a la vez subdivida en tres parágrafos. En el primero, Esa
maldita palabra: Martin Bellie ante la herejía, estudiaremos el prólogo de la edición latina
de la obra, en el que Castellion -bajo el seudónimo de Martinus Bellius- realiza un
pormenorizado análisis del concepto de herejía a fin de poner en crisis una noción clave en
los argumentos de los perseguidores. En el parágrafo 2.1.2, El mensaje de la Escritura: un
prólogo para el rey, nos detendremos en el prefacio que el propio Castellion había
redactado para su traducción latina de la Biblia en 1551. En este texto, incluido entre los
pasajes compilados en el Traité, y dedicado al rey Eduardo VI de Inglaterra, ha sido
consignado por todos los estudiosos como el primero en el que el humanista se opuso
abiertamente a la persecución religiosa. Por último, en 2.1.3, Kleinberg y Montfort, ¿o Joris
y Castellion?, centraremos nuestra atención en dos de los últimos textos que dan cuerpo a
esta compilación. En ambos, escritos bajo los seudónimos de Georges Kleinberg y Basil
Montfort, y atribuidos por la crítica al anabaptista David Joris y al propio Castellion,
encontraremos ideas recurrentes en los textos de este último. Las dos más importantes: a)
que es la persecución, y no la libertad de conciencia, la que produce los mayores males al
género humano; b) que debe existir una clara separación entre la espada secular y la
autoridad espiritual.
La sección 2.2 estará dedicada al estudio de la segunda respuesta brindada por
Castellion a la apología del líder reformista, el Contra le libelle de Calvin. En cada uno de
los parágrafos analizaremos tres de las principales ideas desarrolladas por Vaticanus, el
74
personaje que da vida a la palabra del humanista. En 2.2.1, retomaremos la discusión en
torno a dos nociones clave para comprender la posición de Castellion: la herejía y la
blasfemia. Del mismo modo en que Calvino parece haber establecido una sinonimia
maliciosa entre ambas nociones, Vaticanus se esforzará por mostrar la diferencia que existe
entre ambas: mientras que la primera se reduce a una mera cuestión de opinión (en el peor
de los casos, equivocada), y no afecta en absoluto la integridad de Dios, la blasfemia
implica una negación de la divinidad que se traduce en actos. En efecto, al igual que la
mayoría de los filósofos que se han abocado a la cuestión, Castellion concluirá que los
blasfemos -es decir, los sediciosos- son los únicos individuos que deben ser punidos por
sus actos. La herejía, en tanto, al referirse tan sólo al ámbito de la opinión, no debe ser
castigada bajo ningún punto de vista. En 2.2.2. Vaticanus y la «douceur», nos detendremos
-a partir de la analogía entre las pasiones de Cristo y de Servet- en la actitud de caridad y
dulzura que Castellion recomienda adoptar para con aquellos que parecen equivocarse en
materia de religión, oponiéndose una vez más al discurso de la persecución. El mal jamás
será vencido por el mal, afirmará nuestro humanista, y quienes asuman y defiendan una
posición contraria incurrirán en lisa y llana inhumanidad. En el parágrafo 2.2.3., por
último, nos referiremos a lo que Jean Lecler ha denominado “la necesidad de reinterpretar
espiritualmente
las
prescripciones
carnales
de
la
legislación
mosaica”229.
Esta
reinterpretación no sólo implica el abandono de la religión de la ley y la asunción de una
religión del amor, sino que también señala una preeminencia de la ortopraxia por sobre la
ortodoxia. Mientras la moral de Cristo puede ser comprendida fácilmente por cualquiera
que así lo desee, sostiene Castellion, el dogma está plagado de oscuridades.
Finalmente, el apartado 3 estará dedicado al análisis de las ideas desarrolladas por
Castellion en el Conseil à la France desolée (1562), texto redactado en ocasión del inicio de
las hostilidades entre católicos y protestantes en suelo francés. Ahora bien, dado que dicho
texto presenta múltiples puntos de contacto con -y hasta una referencia explícita a- un
escrito anónimo aparecido un año antes bajo el título Exhortation aux princes (1561),
creímos conveniente realizar un análisis de las tesis allí defendidas. Esa tarea será llevada
adelante en la sección 3.1., mientras que el estudio del Conseil será abordado en la sección
3.2.
Luego de repasar todos esos textos, y de analizar las diferentes tesis que en ellos se
desarrollan, estimamos poder esbozar una interpretación general de la posición asumida
por Sébastien Castellion en favor de la tolerancia y la libertad de conciencia.
229
Joseph Lecler, Op.cit., T.I, p.400.
75
1. Sébastien Castellion (1515-1563)
Sébastien Chatêillon -o Chatillon, latinizado bajo la forma de Castellion o Castalion- nació
en el pequeño pueblo de Saint-Martin-du-Fresne, departamento de Ain, en 1515230. No se
conoce demasiado de su infancia, aunque sí se sabe que provenía de una familia poco
acaudalada. Y que su padre, Claude Chatillon, fue un hombre honesto y laborioso, pero no
muy letrado.
En efecto, Castellion mismo nos ha brindado un testimonio muy
esclarecedor al respecto:
Mi padre era bueno, aun en la ignorancia de la religión; temía con horror sobre todo dos
cosas: el robo y la mentira, y nos inspiraba ese mismo temor. Así, en nuestra infancia
teníamos en la boca constantemente este proverbio de nuestra lengua materna: Ou pendre /
Ou rendre / Ou les peines d’enfer attendre. De allí que, desde mis primeros años, siempre
he sentido horror por esos dos vicios, de lo que son testigos todos los que alguna vez me
han conocido en Ginebra o en otro lugar231.
En efecto, esta posible distinción entre el conocimiento teórico de los dogmas de la
religión, difícilmente discernibles incluso para quienes poseen grandes conocimientos
teológicos, y la acción íntegra basada en preceptos simples e incontrovertibles será, a
nuestro modo de ver, una de las claves para comprender sus argumentos en relación a la
tolerancia de los herejes y de las sectas reformadas.
Hacia 1535, Castellion se trasladará a Lyon e ingresará en el recientemente creado
Collège de la Trinité. Allí tomará contacto con algunas de las obras más importantes de los
humanistas de la época -como François Rabelais o Étienne Dolet-, y adquirirá un
pormenorizado conocimiento de las lenguas clásicas. Tendrá, también, un primer
acercamiento con la Institutio Christianae Religionis (1536) de Jean Calvin, a partir de cuya
influencia adherirá a las ideas de la Reforma. Algunos años más tarde, en 1540, viajará a la
ciudad de Estrasburgo, en donde mantendrá un encuentro con el propio Calvino, en cuya
compañía se trasladará finalmente a la ciudad de Ginebra. Una vez allí, será designado
director del Collège de Rive, cargo en el que se destacará por sus innovaciones
pedagógicas: compondrá y publicará sus Dialogui Sacri (1542), una serie de diálogos de
carácter moral cuya base se encuentra en diversas parábolas de las Escrituras. Esta obra
Para mayores detalles biográficos, puede consultarse el clásico y voluminoso estudio de Ferdinand Buisson,
Sébastien Castellion. Sa vie et son oeuvre (1515-1563). Étude sur les origines du protestantisme libéral français,
Paris, Librairie Hachette, 1892, 2 vols. Y, entre las fuentes actuales, la excelente biografía de Hans Guggisberg,
Sebastian Castellio 1515-1563. Humanist und Verteidiger der religiösen Toleranz im konfessionellen Zeitalter,
Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen, 1997.
231
Citado por Ferdinand Buisson, Op.cit., T.I, p.3.
230
76
tendrá un enorme impacto y será reeditada en muchas ocasiones a lo largo de Europa.
Serán esos mismos años los que verán surgir las primeras divergencias teológicas entre
Castellion y su maestro a propósito de la interpretación de algunos salmos; las mismas
inducirán a Calvino a impedir que el humanista saboyano continuase ejerciendo sus
labores docentes.
Expulsado de su cargo, y ya en malos términos con su antiguo protector, Castellion
se trasladará a la ciudad de Basilea -villa que se convertirá, poco a poco, en un refuge para
aquellos individuos y grupos minoritarios de la Reforma, como los anabaptistas y los
unitaristas italianos- en donde experimentará por primera vez una situación de extrema
pobreza. En sus primeros tiempos en aquella ciudad, Castellion sobrevivirá recogiendo
listones de madera sin dueño de las aguas del Rin, y, más adelante, transitará sus días en
diversos empleos: primero se desempeñará como corrector de imprenta, más tarde como
lector de griego, y, finalmente, en agosto de 1553, será nombrado maître des Arts en la
Universidad de Basilea. Pero aun en la penuria económica, Castellion no abandonará
nunca sus afanes humanistas. Es así que durante esos mismos años se las arreglará para
confeccionar dos traducciones de las sagradas Escrituras: su Biblia sacra latina aparecerá en
1551232, mientas que la versión francesa, bajo el título Bible translatée avec annotations, lo
hará en 1555233. Es decir, un año después del momento en el que la relación entre
Castellion y Calvino terminará de romperse definitivamente.
Como veremos en nuestro apartado siguiente, Castellion reaccionará con mucha
energía frente al martirio del médico español Miguel Servet, ejecutado en Ginebra a finales
de octubre de 1553. Será este acontecimiento el que lo incite a componer, primero, su
Traité des heretiques, y más tarde, su Contra libellum Calvini. Teodoro de Beza y Calvino
no sólo responderán en varias ocasiones a los textos de Castellion, sino que también se
Dos traducciones parciales habían precedido a ésta: el Moses latinus, versión latina del Pentateuco, databa de
1546, y el Psalterium, es decir, el Libro de los Salmos, había sido publicado en 1547.
233
Los títulos completos de estas traducciones son los siguientes: Biblia, interprete Sebastione Castalione, una
cum eiusdem annotationibus (Johannes Oporinus, Basel, 1551) y La bible nouvellement translatée avec des
annotations sur les passages difficiles. Par Sebastian Chateillon (chez Jean Hervage, Basel, 1555). De esta última
versión, que experimentó diversas reediciones entres los siglos XVI y XVIII, existe una edición moderna: La
Bible: 1555, nouvellement translatée par Sébastien Castellion, préface de P. Gibert et J. Roubaud, notes et
commentaires, M.-C. Gomez-Géraud, Paris, Bayard, 2005. Para mayores detalles sobre las intenciones que
dieron origen a las traducciones de Castellion, las técnicas que este implementó en ellas, y la desfavorable
recepción que suscitaron -sobre todo entre los teólogos ginebrinos y entre algunos otros editores, como Henri
Estienne-, véase Marie-Christine Gomez-Géraud. “Traduire et translater. La Biblie de Sébastien Castellion”,
Camenae, 1, n° 3, novembre 2007, pp.3-13. Brevemente, Gomez-Géraud sostiene que la paciente labor
humanista de Castellion, y su cuidado por brindar una transmisión rigurosa de los textos, se enmarca en sus
proyectos de pacificación de los ánimos religiosos. En efecto, como veremos en detalle a lo largo de este
capítulo, el humanista saboyano parece convencido de que muchas de las más grandes controversias
corresponden tanto a la oscuridad de los propios textos bíblicos como a tergiversaciones exegéticas de teólogos
interesados. En tal sentido, también, lo veremos muy aplicado en brindarnos una versión fidedigna de los
ataques que Calvino supo dirigir a Servet, a fin de no incurrir en el mismo vicio de falsificación exhibido -con
claras intenciones de facilitar su empresa de desprestigio del hereje- por el pastor ginebrino.
232
77
encargarán de prohibir la publicación de las distintas réplicas confeccionadas por el
humanista, e incluso realizarán diversas gestiones antes las autoridades de la Universidad
de Basilea a fin de que Castellion sea separado de su puesto. Algunos años más tarde, en
1562, desatada la primera de las ocho guerras de religión en territorio francés, Castellion
publicará su Conseil à la France désolée, reclamando la coexistencia pacífica de las
confesiones y anticipándose en más de treinta años a la solución política que sólo se
alcanzará con la sanción del Edicto de Nantes. Al año siguiente dará a conocer su último
escrito, una suerte de testamento filosófico, teológico y moral bajo el título De arte
dubitandi et cofidendi, ignorandi et sciendi (o, en su versión francesa, De l’art de douter et
de croire, d’ignorer et de savoir). En dicha obra, Castellion profundizará su distinción entre
la oscuridad que exhibe la Escritura en términos doctrinales, y su claridad en cuanto a los
preceptos morales, exhortando, al mismo tiempo, a abandonar la letra para interpretar
dichas máximas conforme al espíritu. Morirá ese mismo año, atravesando nuevamente una
situación de penuria económica, y sólo eludiendo con la muerte un proceso judicial por
herejía que sus adversarios habían logrado iniciarle algunos meses antes. Excepto algunas
excepciones, su obra será motivo de una indiferencia general por parte de sus
contemporáneos, y sólo Michel de Montaigne parece haberle rendido algún tipo de
homenaje234.
Sin embargo, más allá de ese restringido impacto inmediato, su denuncia del
fanatismo y su defensa de la libertad de conciencia brindarán a Castellion un lugar
indiscutible en la historia de la tolerancia religiosa. Esa misma defensa lo situará, también,
en los orígenes del ala liberal del protestantismo, y su legado -como indicaremos a lo largo
de algunas de las notas de este capítulo- será rápidamente recogido por Pierre Bayle. Sus
ideas llegarán a los debates de la Asamblea Nacional de la mano del girondino Jean-Paul
Rabaut Saint-Étienne (1743-1793), quien en su discurso del 23 de agosto de 1789 hará un
encendido reclamo en favor de igualdad jurídica de los no-católicos, concentrando su
En efecto, la angustiante y penosa situación provocada por sus sucesivos altercados con Calvino y Beza
parecen haberlo llevado, finalmente, a una prematura muerte. En tal sentido, podríamos hacer referencia a la
única mención que Michel de Montaigne hace de Castellion en sus Ensayos, lamentándose de no haber
conocido antes la miserable condición que padecía, ni habiendo podido, quizás, prestarle su ayuda a tiempo: “a|
Me entero, con vergüenza para nuestro siglo, de que, bajo nuestra vista, dos personajes destacadísimos en
ciencia han muerto sin tener lo necesario para comer: Lilio Gregorio Giraldi en Italia y Sébastien Castellion en
Alemania. Y creo que hay mil hombres que los habrían llamado con condiciones muy ventajosas, c| o socorrido
en el lugar donde estaban, a| de haberlo sabido. La corrupción del mundo no es tan general que yo no sepa de
algún hombre que desearía con grandísimo afán poder emplear los medios que los suyos le han entregado,
mientras la fortuna que goce de ellos, en amparar la necesidad a los personajes singulares y notorios en
cualquier suerte de excelencia, a los cuales la desgracia se enfrenta a veces hasta el último extremo, y que les
procuraría por lo menos una situación tal que, de no estar satisfechos, se debería sólo a falta de buen juicio.”
Los ensayos. I, 34, pp.304-305.
234
78
atención en la libertad de conciencia y de culto235. Y Ferdinand Buisson (1841-1932), uno
de los padres fundadores del laicismo francés, no sólo le dedicará un enorme estudio con
motivo de su Tesis de Doctorado (1892), sino que también echará mano de algunos de los
argumentos de Castellion para dar sustento a sus propias propuestas acerca de la educación
no confesional. Finalmente, en otro hito de las letras contemporáneas, Stefan Zweig
publicará, en 1936, durante el transcurso de uno de los períodos más dolorosos de la
historia europea, su afamado Castellio gegen Calvin. Será en esas páginas en donde este
judío austríaco, obligado a emigrar a Latinoamérica a causa de la persecución nazi, nos
legará las palabras que siguen:
Desde el punto de vista del espíritu, las palabras “victoria” y “derrota” adquieren un
significado distinto. Y por eso es necesario recordar una y otra vez al mundo, un mundo
que sólo ve los monumentos de los vencedores, que quienes construyen sus dominios sobre
las tumbas y las existencias destrozadas de millones de seres no son los verdaderos héroes,
sino aquellos otros que sin recurrir a la fuerza sucumbieron frente al poder, como
Castellion frente a Calvino en su lucha por la libertad de conciencia y por el definitivo
advenimiento de la humanidad a la tierra236.
2. Una hoguera, una apología, dos respuestas
Cuando, en contra de los sofismas de Calvino, en su manifiesto
sobre la tolerancia (muy anterior a Locke, Hume, Voltaire, y
otros) pronuncia las inmortales palabras: «Sacrificar a un hombre
en la hoguera no significa defender una opinión sino matar a un
hombre», Castellio proclama de una vez y para siempre el derecho
a la libertad de conciencia.
Stefan Zweig, Una conciencia contra la tiranía
“Terrible es el precio que la ciudad paga por el orden y la disciplina, porque jamás conoció
Ginebra tantas penas capitales, condenas, torturas y destierros, como desde la fecha en que
He aquí un breve fragmento del momento cumbre de dicha exposición: “Mais, Messieurs, ce n’est pas même
la tolérance que je réclame; c’est la liberté. La Tolérance! Le support! Le pardon! La clémence! Idées
souverainement injustes envers les dissidents, tant qu’il sera vrai que la différence de religion, que la différence
d’opinion n’est pas un crime. La Tolérance! Je demande qu’il soit proscrit à son tour, et il le sera, ce mot injuste
qui ne nous présente que comme des Citoyens dignes de pitié, comme des coupables auxquels on pardonne,
ceux que le hasard souvent et l’éducation ont amenés à penser d’une autre manière que nous. L’erreur,
Messieurs n’est point un crime; celui qui la professe la prend pour la vérité; elle est la vérité pour lui; il est
obligé de la professer, et nul homme, nulle société n’a le droit de le lui défendre”. Jean Paul Rabaut SaintÉtienne, «Discours à l’Assemblée nationale, 23 août 1789», Guide Republicaine, p.125. Disponible online en:
http://www2.cndp.fr/laicite/pdf/Rabaut.pdf
236
Stefan, Zweig, Una conciencia contra la tiranía. Castellio contra Calvino, Santiago de Chile, Ediciones
Ercilla, 1937, p.248.
235
79
ahí domina Calvino en el nombre de Dios”237. Con estas palabras Stefan Zweig nos retrata
el clima de la época en la cual nos situamos. Siglo XVI, siglo de la Reforma, siglo de
interminables batallas fratricidas iniciadas y sostenidas bajo el santo manto de la religión,
consumadas en nombre del padre. Con ese marco como referencia general de nuestra
reflexión, repasemos brevemente un episodio puntual que, tanto a causa de su particular
crudeza como debido a sus repercusiones históricas y filosóficas238, se ha convertido en el
paradigma de la intolerancia y de la persecución religiosa: la ejecución de Miguel Servet.
El 27 de octubre de 1553, luego de un largo proceso judicial e innumerables
martirios, el médico español, presunto negador del dogma de la santísima Trinidad y, en
tanto, precursor del unitarismo que popularizarán más tarde los italianos Lelio y Fausto
Sozzini239, es quemado en la hoguera, en ciudad de Ginebra, a causa de su condición de
hereje. Permítasenos retomar aquí, con cierta amplitud, el feroz y conmovedor relato de la
condena y de la ejecución realizado hacia 1880 por Marcelino Menéndez Pelayo:
«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, por esta nuestra definitiva sentencia
que damos aquí por escrito, condenamos á ti, Miguel Servet, a ser atado y conducido al
lugar de Champel y allí sujeto á una picota, y quemado vivo juntamente con tus libros, así
de mano como impresos, hasta que tu cuerpo sea totalmente reducido a cenizas, y así
acabarás tu vida, para dar ejemplo a todos los que tal crimen quisieren cometer.»
[…] Era medio día. Servet yacía con la cara en el polvo, lanzando espantosos aullidos.
Después se arrodilló, pidió a los circunstantes que rogasen a Dios por él, y sordo a las
últimas exhortaciones de Farel, se puso en manos del verdugo, que le amarró a la picota con
cuatro o cinco vueltas de cuerda y una cadena de hierro, le puso en la cabeza una corona de
paja untada de azufre, y al lado un ejemplar del Christianismi Restitutio. En seguida, con
una tea prendió fuego en los haces de leña, y la llama comenzó a levantarse y envolver á
Ibíd., p. 72.
“Amid so many martyrs and victims of intolerance in the century of the Reformation, why should the tragic
fate of Servetus stand out so prominently? The answer is threefold. First, since Calvin was his main adversary
and the man most responsible for his death, Servetus's trial and sentence proclaimed to Christian Europe the
readiness of a founder and one of the foremost leaders of Protestantism to inflict the death penalty on heretical
opinions. Second, Servetus's heresies were abstruse religious conceptions without any seditious or political
implications. His condemnation, as Lord Acton noted, was "the most perfect and characteristic example of the
abstract intolerance of the reformers. [He] was guilty of no political crime… His doctrine was speculative,
without power of attraction for the masses … and without consequences subversive of morality, or affecting in
any direct way the existence of society." In other words, Servetus was judicially murdered by a Protestant
government simply because of the fear and hatred aroused by his errant theological convictions and for no
other reason. Third and most important, Servetus's trial and execution provoked the first major controversy in
Western history over the question of religious toleration and the killing of heretics.” Pérez Zagorin. How the
idea of toleration came to the west, Princeton and Oxford, Princeton University Press, 2003, p. 96.
239
Los escritos de Servet que parecen haber producido un mayor impacto entre los iniciadores del movimiento
sociniano son sus dos primeros escritos teológicos: De Trinitatis Erroribus (1531) y Dialogorum de Trinitate
(1532). El que suscitará el mayor conflicto con Calvino, en tanto, es aquel titulado Christianismi Restitutio
(1546), cuyo título resulta una clara alusión a la obra que mismo pastor ginebrino había publicado por primera
vez diez años antes.
237
238
80
Servet. Pero la leña, húmeda por el rocío de aquella mañana, ardía mal, y se había levantado
además un impetuoso viento, que apartaba de aquella dirección las llamas. El suplicio fue
horrible: duró dos horas, y por largo espacio oyeron los circunstantes estos desgarradores
gritos de Servet: «¡Infeliz de mí! ¿Por qué no acabo de morir? Las doscientas coronas de
oro y el collar que me robasteis, ¿no os bastaban para comprar la leña necesaria para
consumirme? ¡Eterno Dios, recibe mi alma! ¡Jesucristo, hijo de Dios eterno, ten compasión
de mi!» Algunos de los que le oían, movidos a la compasión, echaron a la hoguera leña seca,
para abreviar su martirio. Al cabo no quedó de Miguel Servet y de su libro más que un
montón de cenizas, que fueron esparcidas al viento. ¡Digna victoria de la libertad cristiana,
de la tolerancia y del libre examen!240
Jean Calvin, guía espiritual de esta capital de la reforma, será -junto a su mano
derecha, Théodore de Béze- no sólo el principal impulsor de la ejecución, sino un ulterior
y acérrimo defensor de la violencia ejercida en el nombre de la verdad. Si bien es posible
compartir la mirada de exégetas clásicos que intentan brindarnos una interpretación menos
personalizada del affaire Servet241, también parece indudable que los acontecimientos y
discusiones posteriores a la muerte de este paradigmático hereje, pondrán a Calvino en el
centro de la escena. Como afirmará con razón Joseph Lecler: “De todas formas, el «papa
de Ginebra», adquirirá entre todos los reformados una fama especial de intolerancia,
incluso para con miembros de sus propias filas”242.
Así, más allá del apoyo que recibiera de parte de los líderes de las Iglesias
reformadas ubicadas en las regiones aledañas243, y ante algunas miradas críticas que
empezaban a desarrollarse en la época244, Calvino parece haber experimentado cierta
Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heredoxos españoles, Madrid, Librería Católica de San José,
1880, Tomo II, pp.303-305. Jorge Luis Borges retomará casi al pie de la letra las palabras de Menéndez Pelayo
cuando construya una de las escenas centrales del cuento titulado “Los teólogos” (El Aleph, Buenos Aires,
Emecé, 1957, pp.35-45). Al respecto, véase Rodolfo Borello, “Menéndez Pelayo, Borges y «Los teológos»”,
Cuadernos Hispanoamericanos, 539-540, Mayo-Junio 1995, pp.177-183.
241
Ferdinand Buisson es quien sostiene que la responsabilidad de aquella ejecución no debe ser atribuida
plenamente a la figura del líder reformado, sino que puede muy bien comprenderse en el marco de una
ortodoxia naciente, compartida por muchas de las Iglesias suizas y alemanas que adherían a la nueva fe.
242
Joseph Lecler, Op.cit., I, p.378.
243
En concreto, como veremos más adelante, los últimos cuatro parágrafos del Contre le libelle de Calvin (151154), serán destinados por Vaticanus a analizar los pasajes centrales de una carta que Calvino había recibido
desde la Iglesia de Zurich, y con la cual pretendía mostrar el consenso con el que la doctrina de Servet había
sido condenada.
244
El epicentro de las criticas será la ciudad de Basilea, en la que -como ya dijimos- comenzaban a concentrarse
todos aquellos refugiados protestantes cuyas ideas resultaban poco atractivas a los ojos de la naciente
ortodoxia. Entre los primeros opositores de Calvino puede señalarse al jurista paduano Matteo Gribaldi
(ca.1505-1564), autor de una Apologia pro Serveto. A él dedicará Castellion la siguiente referencia: “A l’époque
où Servet était emprisonné ici, un certain Italien célèbre, jurisconsulte, est arrivé par hasard à Genève, et quand
on lui parla de Servet, il dit qu’à son avis il était exclu qu’un homme meure pour ses opinions hérétiques”.
Sébastien Castellion, Contra le libelle de Calvin, Genève, Editions Zoé, 1998, 8a, p.69. En adelante, CLC. Otro
caso destacable es el Pierre Vandal, miembro de Consejo de Ginebra y líder del partido de los Libertinos,
240
81
necesidad de defenderse, de brindar una explicación que pudiera ponerlo a cubierto de los
reproches de quienes comenzaban a emparentar su accionar con el de los “papistas”,
aseverando que el motivo último de su posición teológica no se hallaba en el celo celestial,
sino en una de las más bajas pasiones terrenales: la ambición245. De este modo, y como
señala el propio Teodoro de Beza, “con la brasas de la hoguera de Servet todavía
encendidas”246 comenzará una acalorada discusión acerca de la legitimidad o ilegitimidad
de hacer morir a los herejes. Cuatro meses después de la ejecución de Servet, a finales de
enero del año 1554, Calvino publicará la Declaratio orthodoxae fidei y la adaptación
francesa de esta misma obra: Déclaration pour maintenir la vraye foy. En dicho texto,
expondrá las razones por las cuales considerará lícito que quienes se apartan de la
ortodoxia sean castigados, incluso con la pena capital, con el auxilio de los medios
seculares.
Asimismo, si bien es posible conjeturar -con la ayuda de Stefan Zweig y Marius
Valkhoff- que todos “los contemporáneos de la ejecución de Servet comprendieron sin
demora que ella había producido un cisma moral en la Reforma”247, este hecho, y su
posterior apología dogmática, parecen haber producido en Sébastien Castellion un impacto
particular. El antiguo discípulo de Calvino no hará oídos sordos a los últimos gritos de
aquel que moría en la hoguera a causa de sus ideas heterodoxas, ni mucho menos se
permitirá pasar por alto las justificaciones que el líder reformista pretendía dar a lo que -a
sus ojos- será, con toda seguridad, una corrupción del mensaje de Cristo. Interpelado por
la violencia con la cual había sido ejecutado Servet y por la actitud intolerante que
mostraba Calvino tanto en sus decisiones político-religiosas como en las opiniones vertidas
en su Declaratio, Castellion publicará, en marzo de 1554, una compilación de textos en
favor de la tolerancia de los herejes: el Traité des hérétiques (1554)248.
opositor de Calvino. Reconocido como uno de los posibles autores del Livre des blâmes, opúsculo que
denuncia la ejecución de Servet, se vio obligado a huir de la ciudad en 1555.
245
En efecto, esa será una de las críticas que Castellion le realizará en las primeras páginas de su Contra
libellum Calvini, en donde lo acusará de haberse convertido en un papa aún más cruel y codicioso que el de
Roma: “Genève n’était pas un lieu de libérte chrétienne. Il y régnait un nouveau pape, mais qui brûlait les gens
vivants, tandis que le pape de Rome, au moins, les étranglait d’abord”. CLC, 8a, p.71.
246
Teodoro de Beza, Vida de Calvino. Texto citadopor Ferdinand Buisson, Sébastien Castellion. Sa vie et son
oeuvre (1515-1563), vol. I, pp.337-338.
247
Stefan Zweig, Op.cit., p.151. “Cuando el médico español y teólogo antitrinitario es quemado vivo, luego de
un proceso teológico conducido por Juan Calvino, en Champel, en las cercanías de Ginebra, el mundo
protestante se aterroriza. Pues esta vez, no se trataba de un protestante que era condenado por la inquisición
católica o de un anabaptista revolucionario condenado a muerte por el tribunal de algún príncipe alemán; sino
de una víctima de la Reforma, un hombre honesto cuyo único error era el de poseer una opinión diferente a la
de la ortodoxia reformada. Las críticas fueron numerosas y Calvino se vio obligado a defender su posición”.
Marius Valkhoff, “Préface”, Conseil à la France désolée, Genève, Librairie Droz, 1967, pp.11-12. En adelante,
CFD.
248
Un par de semanas antes, en febrero de 1554, el libro había sido publicado en latín bajo el título De
Haereticis ansint persequendi. Théodore de Bèze publicará una refutación a esta versión latina del Traité bajo el
82
Cabe aclarar aquí que ese Traité no será una respuesta directa a la Declaratio de
Calvino, sino un manifiesto de tolerancia que buscará posicionarse en el terreno
estrictamente filosófico (o, a mejor decir, filosófico-teológico); esto es, más allá de las
discusiones en torno al caso particular de Miguel Servet249. Ello queda claro en el hecho de
que el médico español no es nombrado siquiera una sola vez a lo largo de la obra. No
obstante, esa refutación directa tampoco faltará: como veremos más abajo, en el apartado
correspondiente, Castellion compondrá hacia finales de ese mismo año una obra titulada
Contra libellum Calvini250, por medio del cual intentará rebatir una a una muchas de las
proposiciones defendidas en su Declaratio por el líder reformista.
2.1. El Traité des hérétiques
Como suele ocurrir con los escritos del período en el que nos situamos, el título mismo de
la obra resume los objetivos más importantes perseguidos por el autor. Bajo ese criterio
general, el título completo de la versión francesa del De haereticis es el siguiente:
Traité des hérétiques. A savoir, si on les doit persécuter, et comment on se doit conduire avec
eux, selon l’avis, opinion, et sentence de plusieurs auteurs, tant anciens, que modernes.
Grandement nécessaire en ce temps plein de troubles, & très utile à tous, & principalement
aux Princes & Magistrats, pour cognoistre que est leur office en une chose tant difficile
&périlleuse. «Celuy qui estoit né selon la chair, persecutoit / Celuy qui estoit né estoit né
selon l’Esprit» (Galatas 4[29])251.
Traduciendo en nuestros propios términos esta extensa titulación, podemos inferir
que el Traité fue concebido por Castellion con la intención de aconsejar a los príncipes y
título De haereticis a civil magistratu puniendis libellus, adversus Martini Belli farraginem et novorum
Academicorum sectam, el que comúnmente será conocido como el Anti Bellius. La polémica encontrará su
conclusión en una nueva respuesta de Castellion, titulada De haereticis a civil magistratu non puniendis, pro
Martini Bellii farragine, adversus Theodori Bezae libellus. Authore Basilio Montfortio. Para un análisis más
detallado de ambas obras, pueden consultarse los artículos de Marius Valkhoff, “Sebastian Castellio and his
‘De haereticis a civili magistrate non puniendis… libellus (I)”, Acta Classica, 3, 1960, pp.110-119; y “Sebastian
Castellio and his ‘De haereticis a civili magistrate non puniendis… libellus (II)”, Acta Classica, 4, 1961, pp.103112.
249
En tal sentido, es clara la analogía que podría trazarse entre el Traité des hérétiques y el Traité sur la
tolérance. Como hemos visto en nuestra introducción, Voltaire -del mismo modo que Castellion- hará de su
defensa de Jean Calas un manifiesto filosófico en favor de la tolerancia; mostrando, además, las nefastas
consecuencias históricas que han producido habitualmente la superstición y el fanatismo.
250
Como veremos, más allá de haber circulado en forma manuscrita entre los diversos opositores de Calvino, el
CLC sólo será editado en 1612, en las más libres tierras de los Países Bajos.
251
Sébastien Castellion, Traité des Hérétiques, Genève, Chez A. Julien, 1913. En adelante, TDH.
83
magistrados seculares en relación a una cuestión especialmente “difícil y peligrosa”252. La
que, además, por el particular escenario desarrollado luego del cisma protestante, se había
convertido en una de los problemas centrales a resolver. ¿Debe perseguirse a los herejes?
Será ésta la pregunta crucial a la que el autor intentará dar respuesta, acompañando sus
propias reflexiones con las “opiniones y sentencias de varios autores, tanto antiguos como
modernos”. Así, Castellion realizará una atenta compilación de las reflexiones que algunos
padres de la Iglesia (san Agustín, san Crisóstomo, san Jerónimo), algunos de sus
contemporáneos (Erasmo, Coelius Secundus Curio, Jean Brenz, Sébastien Frank) e incluso
algunos de los más importantes líderes reformados (como Lutero y el propio Calvino) han
realizado acerca de la cuestión. A través de ellas buscará mostrar que los autores más
influyentes de la tradición cristiana han coincidido siempre en su rechazo de la posición
que pretende hacer morir a quienes incurren en la heterodoxia doctrinal253. En ese sentido,
ayudado por estos argumento de autoridad, Castellion tendrá por objetivo final no sólo
defender la inocencia del error, sino también poner en claro la inhumanidad que implican
tanto la coacción como el asesinato por motivos religiosos. En una palabra, si quisiéramos
brindar una interpretación general de los textos recogidos por el autor, deberíamos decir
que la meta de todos ellos se circunscribe a señalar la incongruencia que existe en empuñar
la espada secular por motivos espirituales254.
Asimismo, aunque esta compilación represente la mayor parte del Traité,
Castellion también incluirá allí una serie de textos de su propia mano: el prólogo de la
Como bien lo ha señalado Pérez Zagorin: “While Castellio undoubtedly had in mind a variety of readers, he
evidently intended Concerning Heretics especially for princes and magistrates in the hope of persuading them
to cease the persecution of heresy”. Pérez Zagorin, Op.cit. p.112. En tal sentido, y aunque esto pueda resultar
mucho más patente en relación al Conseil à la France desolée o a la Exhortation aux princes, quizás también
pueda ubicarse al Traité en una larga tradición de escritos medievales y renacentistas conocidos bajo el género
de Speculum Princeps. En efecto, los espejos de los príncipes, textos cardinales en la filosofía política de la Baja
Edad Media y el Renacimiento, tenían por objeto instruir a los distintos soberanos en ciertos aspectos
centrales de su conducta gubernativa, como la guerra, la diplomacia o la religión. Entre algunos de los más
destacados, pueden señalarse los siguientes: John de Salisbury, Policraticus (1159); Tomás de Aquino, De Regno
(ca.1260), Nicolás Maquiavelo, Il principe (1513); Erasmo de Rotterdam, Institutio principis Christiani (1516),
Georges Buchanan, De jure regni apud Scotos (1579); Juan de Mariana, De rege et regis institutione (1598).
253
Edwin Curley, retomando algunas reflexiones de Roland Bainton, nos expresa del siguiente modo el motivo
por el cual Castellion habría tomado la decisión de compilar estos textos: “Castellio acknowledges that some of
his authors were not consistent advocates of toleration. But he argues that we should accord more authority to
the passages he cites from them, because they were written in a time of tribulation, when men are more
accustomed to write the truth, and because these passages are especially consonant with the meekness and
mercy of Christ”. Edwin Curley. “Sebastian Castellio's Erasmian Liberalism”, Philosophical Topics, Arkansas,
University of Arkansas Press, vol. 31, 2004, p.53.
254
Este sin sentido será señalado casi desde la primera página; en particular, en el prefacio de la edición francesa
-atribuido falsamente a un traductor- que Castellion dirige al conde Guillermo de Hesse: “Quant aux péchés
du coeur, comme infidelité, hérésie, envie, haine, etc, c’est à faire au glaive de l’Esprit, qui est la parole de Dieu.
Que si quelqu’un trouble la République en battant, ou frappant aucun sous couleur de religion, le bon
Magistrat le peut punir, comme celui qui fait mal au corps et biens, comme les autres malfaiteurs, mais non
pour sa religion. Que s’il advient que quelqu’un se gouverne mal en l’Eglise, tant en la vie, qu’en la doctrine,
l’Eglise doit user du glaive spirituel, qui est de l’excommunier, s’il veut recevoir l’admonition”. TDH, p.4.
252
84
edición del De haereticis dirigido al duque Christophe de Würtemberg, en donde
desarrollará algunas de las ideas más impactantes y novedosas en relación con la herejía; el
prefacio a su edición latina de la Biblia (1551), en donde expondrá su interpretación del
verdadero mensaje de Cristo, conminando a los magistrados a piedad y la moderación; y
una suerte de epílogo, bajo el seudónimo de Basile Montfort, en el que resaltará las claras
distinciones que deben existir entre los asuntos seculares y los asuntos espirituales. Serán
esos tres breves textos a los que referiremos a continuación, añadiendo a nuestro análisis
otro pasaje atribuido a Georges Kleinberg; seudónimo detrás de cual la crítica ha solido
reconocer al anabaptista David Joris255.
2.1.1. Esa maldita palabra: Martin Bellie ante la herejía
Permítasenos iniciar este apartado dando la palabra a uno de los alter egos de Castellion,
Martin Bellie, quien se propone hablar libremente “según su conciencia”, respetando al
mismo tiempo el mensaje que Cristo ha legado a los cristianos a través de “sus costumbres
y su doctrina”256:
Esta licencia de juicio que reina hoy en día -afirma-, y que llena todo de sangre, me obliga,
oh dulce Príncipe, a intentar con todas mis fuerzas detener este derramamiento de la sangre
de quienes han pecado gravemente (la sangre de los llamados herejes) cuyo nombre hoy en
día ha devenido en algo tan infame, tan detestable, tan horrible, que si uno desea que su
enemigo sea prontamente condenado a muerte, no hay nada más simple que acusarlo de
herejía257.
Para considerar con mayor detalle quiénes fueron los presuntos autores y colaboradores del De haereticis,
véase Ferninand Buisson, Op.cit., T.II, Ch. XIII: “Les auteurs de De haereticis. L’Anti-Bellius de Thédore de
Béze”. De todas maneras, sea de Joris o del propio Castellion, creemos que el texto Kleinberg continúa siendo
relevante por dos motivos que podemos expresar del siguiente modo: si fuera Castellion, porque tendríamos un
documento más en el cual apoyar nuestra interpretación de su obra; si fuera de Joris, porque contaríamos con
un testimonio de primera mano en relación a las ideas que los refugiados de Basilea exponían en contra de la
persecución. Y eso contribuiría a una de nuestras metas: la de reconstruir con la mayor fidelidad posible el
contexto histórico, político e intelectual que originan los desafíos a los que Castellion intenta dar respuesta.
256
Refiriéndose a la necesidad de rescatar ese mensaje del olvido, Castellion sostiene : “Je ne vois point
comment no pourrons retenir le nom de Chrétien si nous n’ensuivons sa clémence et douceur”. TDH, p.18.
257
TDH, pp.18-19. A partir de estos dichos, quizás podríamos aplicar al concepto de herejía las mismas
reflexiones que Lucien Febvre destinó a la acusación de ateísmo en el siglo XVI, mostrando que dicho epíteto
carecía de un sentido definido, y que su única función consistía en desprestigiar al adversario ante el público de
lectores u oyentes. En efecto, señala Febvre, cada época ha sabido construir su propio estereotipo de enemigo
de la sociedad: “Hacia 1936, en París, el pequeño burgués que con gusto frecuenta las reuniones políticas será
calificado de «hombre peligroso» por las comadres. Y bajando la voz, con el mismo tono con el que, en 1900,
hubiera dicho: «un anarquista», ahora profieren: «¡un comunista, Señor!». Frases de nuestra época, en la que
los problemas sociales interesan antes que todo. En el siglo XVI sólo la religión iluminaba el Universo. Y el
hombre que pretendiera no pensar como los demás, el hombre de palabras atrevidas, de crítica fácil, recibía las
exclamaciones: «¡impío, blasfemo!» y, para terminar «¡ateo!»”. Lucien Febvre, Op.cit., p.93. Al respecto,
también puede verse el breve pero excelente ensayo de Reinhart Koselleck titulado “Conceptos de enemigo”,
255
85
En esta época tan particular, prosigue el autor, no sólo se persigue furiosamente a
los herejes, sino también a “todos aquellos que siquiera osan abrir la boca para
defenderlos”258. De tal modo, que la mayoría de ellos son llevados al cadalso antes de que
las causas de su acusación sean verdaderamente conocidas y de que sus razones sean
escuchadas y sopesadas con imparcialidad y justicia259. No menos elocuentes que aquellas
palabras de Stefan Zweig a las que referíamos más arriba, estas aseveraciones de Castellion
condensan en breves renglones el sentir de una época; el odio y el desprecio que muchos de
sus contemporáneos parecen haber experimentado frente a aquellos que eran catalogados
con esta maldita palabra: “herejes”.
Es éste el motivo último que da origen al texto de Castellion. La oscuridad e
imprecisión del concepto de herejía -como veremos más adelante, muchas veces reforzada
con astucia por personajes como Calvino- brindaba la posibilidad de que quienes
detentaban el poder eclesiástico y político fuesen capaces de rotular bajo esa categoría a sus
potenciales enemigos, provocando funestas consecuencias260. Es por ello que Castellion
propone como uno de los objetivos particulares de su texto el lograr una definición precisa
de este malogrado concepto, y no ya “según la opinión común del pueblo, sino de acuerdo
a la palabra de Dios”261. Es decir, recurriendo directamente al mensaje que es posible hallar
en las Escrituras. Asimismo, luego de haber identificado con certeza qué es un hereje, y
quiénes pueden ser ubicados bajo esa categoría, el segundo objetivo que se propone
Castellion es el de clarificar qué actitud deben adoptar los magistrados seculares y los
líderes religiosos respecto de ellos. Así, el prefacio del Traité busca dar respuesta a estos
dos interrogantes principales: ¿qué es un hereje? y ¿cómo debe ser tratado?262
Ayudado por las reflexiones de los autores antiguos y modernos, cuya compilación
-dijimos- es la base sustancial del Traité des hérétiques, Castellion intentará dar respuesta a
en Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social, Madrid, Editorial
Trotta, 2012, pp.189-197. Allí, el historiador alemán repone tres tipos de enfrentamiento: el de los helenos
contra los bárbaros, en la antigüedad clásica; el de los cristianos contra los “infieles” o “herejes”, una vez que
Dios hubo ocupado el centro de la escena; y el de los hombres detentores de humanidad contra los inhumanos, una vez consumadas las revoluciones modernas y establecidas las declaraciones de los derechos.
258
TDH, p.19.
259
Será ésta una de las más recurrentes acusaciones que Castellion lance contra Calvino: el líder de la reforma
no sólo se ha empeñado en castigar con la mayor diligencia los supuestos crímenes de Servet, sino que también
ha prohibido que nadie que no fuera su enemigo haga uso público de la palabra: “Quant à toi -afima Vaticanus
dirigiéndose a Calvino-, ton «principe d’action» fut la prison, et tu n’as voulu autoriser la discussion à aucun
des amis de Servet, que dis-je, aucun de ceux qui n’étaient pas ses ennemis”. CLC, 54b, p.135.
260
Castellion afirma encontrar dos peligros principales en este malentendido: el primero, que una persona
considerada como hereje no lo sea; el segundo, que las consideraciones acerca de la necesidad de castigar a los
herejes no se encuentren avaladas por la doctrina cristiana.
261
TDH, p.25.
262
“Con una lógica absolutamente desapasionada, con gran claridad y en forma irrefutable, desarrolla Castellio
su tesis. Se trata de la siguiente cuestión: ¿Es permitido perseguir a los herejes y condenarlos a muerte por su
delito espiritual? A esta pregunta Castellio antepone otra decisiva: ¿Qué es, en verdad, un hereje?” Stefan
Zweig. Op.cit., p. 167.
86
la segunda cuestión. Pero antes de llevar a cabo esa tarea de elucidación teológica y
jurídica, el autor se embarca de lleno en una búsqueda que podríamos catalogar como
histórico-filológica.
Debido a que en estas sentencias [que forman parte de la compilación]se muestra, no lo que
es un hereje (aquello que sin embargo debe ser conocido antes que cualquier otra cosa) sino
cómo debemos tratar a los que son catalogados como herejes, expondré brevemente, por la
palabra de Dios, qué es un hereje, a fin de que podamos apreciar con qué clase de gente es
con la que tratamos263.
Es a partir de allí que el humanista realiza su búsqueda. Dirigiendo primero su
mirada a las Escrituras, y repasando palabra por palabra264 las posibles ocurrencias del
concepto, Castellion nos revela que el término “hereje puede encontrarse sólo una vez en
las Santas Escrituras, en el capítulo tercero de la epístola que san Pablo envía a Tito: «Evita
al hombre hereje luego de una o dos amonestaciones, sabiendo que tal hombre es un
pervertido, y un pecador que está condenado por sí mismo»”265. Desde esa óptica, teniendo
en cuenta esta única referencia, y de acuerdo a la definición que la Biblia nos provee a
través de ella, es posible poner en claro dos importantes cuestiones: en primer lugar, que el
hereje es un hombre obstinado que rehúsa la validez de las advertencias y de las
amonestaciones266; en segundo, que aquellos que se mantienen dentro de la ortodoxia no
deben hacer más, respecto de este testarudo, que evitar tener un contacto directo con él.
Luego de realizadas las amonestaciones correspondientes, nadie debe seguir malgastando
sus energías en condenarlo en forma activa, ni menos aún en perseguirlo, torturarlo o
matarlo, pues por esta extraña afición a mantenerse en el pecado aun contra los consejos y
las advertencias recibidas, el hereje se condena a sí mismo. Y lo que es peor, no sólo se
condena a un castigo temporal, sino posiblemente a uno de carácter eterno. Así pues,
TDH, p. 24. Hagamos aquí una aclaración: Castellion jamás afirmará estar defendiendo a los herejes; al
contrario, será rotundo cuando señale “Y no digo aquí nada para favorecer a los herejes (pues odio a los
herejes)”. TDH, p.19. Sin embargo, el talante de su texto, y su ardorosa labor por desentrañar la verdadera
significación del concepto de herejía, podría permitirnos catalogar a su trabajo como una defensa de los herejes;
es decir, en sentido estricto, de aquellos que piensan de modo diferente a quien detenta la voz y la palabra,
sobre todo desde una posición de poder. Al respecto, Pérez Zagorinafirma: “The modern reader may be
surprised and perhaps dismayed by this remark, which seems to contradict the entire tenor of the previous
argument and its exhortation to Christian charity and love. It should probably be read, however, as a rhetorical
concession Castellio felt obliged to make to his adversaries, and should not be taken very seriously when we
observe how he modifies and reduces the meaning of heresy in the course of this work”. Pérez Zagorin,
Op.cit., pp.106-107.
264
Cuando decimos palabra por palabra lo afirmamos en un sentido literal, pues, cabe recordar, Castellion
había realizado dos traducciones de la Biblia: una al latín (1551) y otra al francés (1555).
265
TDH, p.26.
266
“Por esto parece que un hereje es un hombre obstinado, el cual habiendo sido debidamente amonestado,
continúa sin obedecer. Eso es lo que san Pablo llama hereje”. TDH, p.26.
263
87
podría concluirse de esta primera observación realizada por Castellion, la medida más
drástica que la Iglesia puede -y debe- tomar con esta oveja descarriada es apartarla del
rebaño, es decir, excomulgarla. Por otra parte, en cuanto a la posible intervención de los
magistrados seculares en la punición de los herejes, las Escrituras parecen limitarse a omitir
la cuestión.
Ahora bien -prosigue Castellion-, existen dos tipos de herejes u obstinados: los unos son
obstinados respecto a las costumbres, como los avaros, los burlones, los lujuriosos, los
borrachos, los perseguidores; y otros que habiendo sido amonestados no se corrigen… Los
otros son obstinados respecto a las cosas espirituales y a la doctrina; a ellos es a quienes
conviene propiamente el nombre de herejes, pues la palabra herejía es una palabra griega
que significa secta u opinión. De allí que aquellos que se mantienen obstinadamente en una
opinión o secta viciosa, sean llamados herejes267.
De esta subdivisión surge otra cuestión de suma importancia, pues, como afirma el
propio autor, “juzgar la doctrina no es cosa tan fácil como juzgar las costumbres”268. En tal
sentido, mientras que los miembros de las diferentes religiones son capaces de ponerse de
acuerdo respecto a los crímenes del derecho civil y a las buenas costumbres que mantienen
en pie y en paz una sociedad, pues todos ellos son capaces de acordar en que los ladrones y
los traidores son “personas malvadas”, no ocurre lo mismo cuando ingresamos en el
terreno de las discusiones doctrinales269. En éstas, según lo que podemos observar
habitualmente, no sólo los miembros de las diferentes religiones se condenan uno a otros
entre sí -no sólo los judíos condenan a los musulmanes o a los cristianos por herejes, y
viceversa- sino que incluso “los cristianos, en la doctrina de Cristo, están en desacuerdo
con los cristianos en un gran cantidad de artículos; condenándose los unos a los otros y
teniéndose mutuamente por herejes”270. En base a estas últimas afirmaciones, que
podremos encontrar reafirmadas en varias ocasiones a lo largo de su Contra le libelle de
Calvin, Castellion ha sido ubicado dentro de la tradición del liberalismo erasmiano; cuya
característica principal residiría, según señala Edwin Curley, “en hacer hincapié enlos
TDH, pp.26-27. Como veremos, esta definición filológica de la herejía será retomada en varias ocasiones por
Castellion, tanto en el Contre le libelle de Calvin como en el Conseil à la France desolée. En el último de estos
textos trazará una comparación tan clara como elocuente: “La palabra hereje es una palabra griega, que viene de
la palabra herejía, la cual significa «secta». De tal modo que, propiamente, un hereje es alguien que pertenece a
una secta, como en otro tiempo lo hacían los filósofos: académicos, peripatéticos, estoicos, epicúreos;… y como
serían hoy en día todas las sectas de personas que se nominan cristianos, como son los romanos, griegos,
gregorianos, luteranos, zwinglianos, anabaptistas y otros”. CFD, p.57.
268
TDH, p.27.
269
Como afirma el propio Castellion: “Vayamos ahora a la religión, y nos encontraremos que en ella no existe
nada tan notorio o manifiesto”. TDH, p.28.
270
TDH, pp.28-29.
267
88
aspectos éticos del cristianismo, a expensas de la doctrina, suspendiendo el juicio acerca de
muchas cuestiones teológicas, e insistiendo en que la fe realmente necesaria para la
salvación era muy sencilla y poco controversial”271.
Así, luego de haber mostrado el sentido de la única ocurrencia de la palabra hereje
en toda la Escritura, de haber señalado que en su raíz griega la palabra no posee ninguna
connotación negativa sino que sólo alude a la pertenencia de un individuo a una escuela o
secta específica, y de haber distinguido entre los obstinados respecto a las costumbres y los
obstinados respecto a la doctrina, Castellion arriba a una breve pero contundente
conclusión:
Cierto es que, después de haber buscado largamente qué es un hereje, no encuentro otra
cosa sino que nosotros consideramos herejes a los que no concuerdan con nuestra opinión.
Esto se pone de manifiesto en lo que vemos [a nuestro alrededor]: que no hay casi ninguna
secta (las cuales son hoy tan numerosas) que no tenga a las demás por hereje, de manera que
si en esta ciudad o región eres considerado fiel, en la ciudad vecina serás considerado hereje.
De tal modo que si alguien quiere vivir [sin ser perseguido], le es necesario tener tantas fes y
religiones como ciudades o sectas existen: de la misma manera que quien va de país en país
tiene la necesidad de cambiar su moneda día a día, pues la que en un lugar es buena, en otra
parte carece de valor.272
Resulta claro, a partir de esta definición tan particular y novedosa, que la noción de
herejía deja de estar revestida por un carácter absoluto, claro y distinto, y cae -para
escándalo de los acérrimos defensores de la ortodoxia- en el desdichado campo del
relativismo273. Según la interpretación que ofrece Castellion -de la que tanto partido sacará
Pierre Bayle en su Commentaire philosophique- la acusación de herejía puede convertirse
en un argumento reversible: tomando un ejemplo, lo que es un hereje a los ojos de los
Edwin Curley, Op.cit., p.49. La traducción es nuestra. Para examinar con mayor detalle la relación entre este
“espíritu irénico” -que nuestro humanista compartía tanto con Erasmo como con Melanchton- y el
“contenido doctrinal” de la obra de Castellion (en particular, en De arte dubitandi), véase Marcelle Derwa,
“L'influence de l'esprit irénique sur le contenu doctrinal de la pensée de Castellion”, Revue belge de philologie
et d'histoire, 58, 2, 1980, pp. 355-381.
272
TDH, pp.24-25.
273
“Una pregunta que inevitablemente surge en ésta discusión es ¿cómo vamos a definir la herejía? Castellion
sugiere en primer lugar que, si seguimos el uso corriente del término, llegaremos a considerarla como [una
noción] incurablemente subjetiva”. Edwin Curley, Op.cit., p.59. En un sentido similar, Beame afirma: “Lo que
importa a nuestro propósito son los supuestos y las conclusiones que sirven para colocar a Castellion entre los
exponentes más radicales de la libertad religiosa en el sigloXVI. [En este sentido], de fundamental importancia
es su definición de la herejía; una definición fundada en el relativismo religioso y que excluye la noción de
castigo. La herejía es, según Castellio, nada más que algo muy similar a un error. Un determinado error
subjetivo, o simplemente, una opinión contraria a la propia”. E.M. Beame, “The Limits of Toleration in
Sixteenth-century France”, Studies in Renaissance, Chicago, The Universtity of Chicago Press, Vol.13, 1966,
p.252-253.
271
89
católicos, es un fiel ortodoxo para los calvinistas, y viceversa; o la doctrina que en una
ciudad se considera verdadera y absolutamente apegada a la ortodoxia, en la ciudad vecina
puede ser tenida por la peor de las herejías, por el peor de los insultos a la verdad y a la
majestad divina.
¿Cómo actuar, entonces, ante las disputas? se pregunta Castellion desde este nuevo
escenario relativista. “Ciertamente [debe hacerse] aquello que nos enseña san Pablo”,
responde de inmediato “«Que aquel que no come, no desprecie al que come.»… Que los
judíos o los turcos no condenen a los cristianos. Y que del mismo modo, los cristianos no
condenen a los turcos o a los judíos; sino que les enseñen y atraigan por la verdadera
piedad y justicia”274. Es necesario que los hombres actúen así, señala el autor, no sólo
porque el concepto de herejía se ha convertido en una acusación incierta, sino también
porque éste es el verdadero mensaje que Cristo nos ha legado, y, por consiguiente, el único
remedio cierto con el que los hombres cuentan para dar fin a sus interminables contiendas.
Asimismo, como dijimos antes, y como también podemos inferir a partir de estas últimas
consideraciones, Castellion entiende que la doctrina que Cristo ha legado a los cristianos es
susceptible de ser reducida a tres puntos incontrovertibles y fundamentales: evitar incurrir
en la intolerancia de condenarse unos a otros, ejercitar la caridad mutua y esforzarse por
enseñar a los demás -por medio de ejemplos de justicia y bondad- la verdadera religión275.
Los problemas que acucian al mundo resultan de no prestar la suficiente atención a
estas verdades básicas y comunes, y de la obstinación de poner en el centro de la escena los
aspectos controversiales de la doctrina, como el dogma de la Trinidad, o el de la
predestinación. Pues si bien es cierto que resulta muy difícil saber quién de todos cristianos, judíos o musulmanes- está en la plena verdad, o quién de todos posee la
clarividencia necesaria para elucidar las cuestiones últimas en las que se cimenta la creencia,
lo que sí queda claro es que muchos de los miembros de cada una de esas sectas creen estar
en posesión de una verdad absoluta e indubitable. Y lo que es más peligroso, muchos de
ellos también parecen sentirse habilitados, a causa de esta convicción, a extender su verdad
utilizando todos los medios que sean necesarios: no sólo la palabra o el ejemplo, sino
también el hierro y el fuego276. Es precisamente esa última actitud, propia de los verdaderos
obstinados, la que Castellion observa a su alrededor, y la que lo horroriza277.
TDH, p.29.
Al respecto, véase Pérez Zagorin, Op.cit., p.108.
276
Como dirá algunos años más tarde Michel de Montaigne, en un irónico e incisivo pasaje de sus Ensayos: “b|
A nada están los hombres por lo general más inclinados que a dar curso a sus opiniones. Cuando nos falla el
medio ordinario, le añadimos el mandato, la fuerza, el hierro y el fuego”. Los ensayos, IIásciasI, 11, p.1533.
277
Aun en el horror, Castellion tampoco carece de ironía: “Aquel que condena con tanta facilidad a los otros,
no está mostrando con ello que sepa algo, sino que es incapaz de soportar a los demás”. TDH, p.30.
274
275
90
En ese mismo sentido, afirma el humanista saboyano, el verdadero mal que aqueja a
la sociedad humana no es la diversidad de opiniones, y la tolerancia que ella necesariamente
debe implicar para permitir la convivencia pacífica, sino su contrario; la intolerancia, la
incapacidad de soportar la opinión contraria, la insuperable necesidad -promovida por
algunos, a veces poderosos e influyentes- de alcanzar una plena ortodoxia, la univocidad
doctrinal. La chispa que enciende la llama de cada una de las hogueras es la incapacidad que
muchos hombres muestran para compartir su existencia con aquellos que piensan de un
modo diferente, aun cuando sus costumbres básicas sean comunes. “Si pudiéramos
gobernarnos [a nosotros mismos] seríamos capaces de vivir juntos y en paz”278, afirma
Castellion. Y si en medio de nuestras discordias -señala, como una posible solución
pacífica- fuésemos capaces de consentir en el dogma del amor mutuo, estaríamos en
condiciones de convivir en paz más allá de las disensiones acerca de oscuras cuestiones
doctrinales. No es así, constata apesadumbrado; “nos empeñamos en combatirnos
mutuamente los unos contra los otros por odios y persecuciones y así nos percatamos de
que cada día que pasa vamos de mal en peor”279.
Ahora bien, se pregunta Bellie en las postrimerías del prefacio, ¿quién, en su sano
juicio, piensa estar actuando de acuerdo a las enseñanzas de Cristo cuando inmola y quema
a un hombre vivo? ¿Quién puede estar convencido de que sirve a la causa de Jesucristo que no es otra, como vimos, sino la del amor y la caridad- con ese cruel modo de actuar?
“Oh Cristo, creador y rey del mundo, ¿ves tú estas cosas? ¿Has devenido tú totalmente
otro del que eras, tan cruel y tan contrario a ti mismo? Cuando estabas sobre la tierra, no
había nadie más dulce, más clemente, ni quien sufriera más injurias… ¿Estás ahora así de
cambiado? […] Oh Cristo, ¿ordenas y apruebas tú estas cosas?”280.
Parece claro que no es el mensaje de Cristo el responsable de las ejecuciones, de las
hogueras, de las masacres y de las casi interminables guerras fratricidas que la religión ha
provocado a lo largo de la historia, y provocará todavía durante el siglo XVI francés. No es
el mensaje de Cristo, sino la interpretación equivocada -y muchas veces intencionada- de
los hombres281; es decir, la mirada extraviada de aquellos que tergiversan su mensaje y
hacen en su nombre exactamente lo contrario de lo que él les ha indicado tanto con su vida
TDH, p.30
TDH, p.30
280
TDH, pp.31-32
281
“It is an indignant peroration denying that Christ, so mild, merciful, and patient of injury, could command
or approve of the cruel and terrible things, the killing and torture, done in his name, and denouncing the
«blasphemies and shameful audacities of men»”. Perez Zagorin, Op.cit., p.109.
278
279
91
como con sus palabras: “Oh, ¡horrible blasfemia! ¡Oh malvada audacia de los hombres,
que osan atribuir a Cristo aquellas cosas que son hechas por la orden e instigación de
Satán!”282. Así termina el prefacio de esta obra, con una exhortación final al duque de
Wirtemberg: “Me despido y pongo fin, estimando que por estas cosas entenderás con
bastante claridad, oh príncipe, cuan contrarias son estas acciones a la doctrina de Cristo, y
a sus costumbres”283.
Así, como breve conclusión de nuestro análisis, podemos señalar que Castellion se
opone a la persecución y ejecución de los herejes por tres razones fundamentales. En
primer lugar, por el carácter relativo de la noción de herejía; en segundo, por la oscuridad e
incerteza que presentan las cuestiones doctrinales a las que refieren las Escrituras, lo que
entraña una enorme dificultad a la hora de saber quién está en la verdad y quién en el
error284; en tercero, porque la mortificación de los cuerpos y la coacción de las conciencias
es una práctica absolutamente contraria al mensaje de la caridad y del amor mutuo que
Cristo ha pregonado a través de su propia vida.
2.1.2. El mensaje de Cristo: un prólogo para el rey
Será precisamente este último punto sobre el que Castellion retornará una vez más en el
inicio del prefacio a su edición latina de la Biblia (1551); es decir, en aquella primera
ocasión285 en la que nuestro humanista hará pública su posición frente a los conflictos
teológico-políticos que asolan a su época. “¿De dónde surgen tantas y tan grandes
disensiones?”286, se pregunta Castellion en la apertura del texto que dedica a Eduardo VI,
rey de Inglaterra. ¿Cuál es el origen de estos conflictos tan pertinaces que se han
“desarrollado ya desde hace cientos de años, y a través de enormes disputas que no han
TDH, p.32.
TDH, p.32
284
Como vimos, este segundo motivo se encuentra estrechamente vinculado con la distinción que Castellion
introduce respecto a los dos tipos de herejes, y con su propuesta de pacificación, no ya a través de la ortodoxia,
sino a través de la ortopraxia.
285
Esta opinión es unánime entre los intérpretes, y puede encontrarse, por ejemplo, en Pérez Zagorin: “The
dedicatory preface to the former [Eduardo VI] is noteworthy as the earliest expression of his belief in
toleration. It was an indictment of religious persecution by Christians and a call for charity, patience, and
mildness in dealing with religious divisions. Castellio attached far higher importance to morality and a
Christian life of brotherhood and love than to doctrine or dogma. He painted a dark picture of the Christians
of his time as guilty of a general ignorance of religion and lacking in true piety and love of neighbour. In their
quarrels over religion, they pursued and killed one another in the name of Christ and suppressed those of a
different view”. Op.cit., p.101. También acuerdan con él Marian Hillar, “Sebastian Castellio and the struggle
for freedom of conscience”, FINCH, R.; HILLAR, M. (Eds.).Essays in the Philosophy of Humanism,
Houston, American Humanistic Association, vol. 10, 2002, pp.31-52, y, como veremos con mayor detalle en la
conclusion de este capítulo, Mario Turchetti, “Réforme & tolérance, un binôme polysémique”, en PIQUÉ,
Nicolás; WATERLOT, Ghislain (Comps.). Tolérance et Réforme. Éléments pour une généalogie du concept de
tolérance, Paris, L´Harmattan, 1999, pp.9-29.
286
TDH, p.135.
282
283
92
podido ser todavía aplacadas”287? ¿Cuál es el motivo por el cual estos conflictos “se
resuelven casi todos los días a través del derramamiento de sangre, en los que nadie duda
de su propio juicio, y en los que no hay ninguno que no condene a los otros”288? La razón
principal no es otra que la intolerancia teológica, esto es, la extrema dificultad que revelan
los hombres para soportar en forma sosegada las divergencias en las creencias religiosas. En
efecto, afirma Castellion, “si alguien desacuerda con nosotros acerca de un solo artículo de
religión, lo condenamos y perseguimos por todos los rincones de la tierra, lanzándole
nuestros dardos con la lengua y con la pluma; y ejercemos nuestra crueldad por medio de
la espada, del fuego, del agua”289, pues creemos que nos es lícito “hacerlo morir” por ello.
Pero el aspecto más “indigno y perverso” de quienes defienden esa posición es que afirman
realizar todas esas acciones “por el celo que tienen por Cristo, y por sus enseñanzas,
cubriendo está crueldad digna de lobos con la piel de un cordero”290.
Esto resulta doblemente paradójico a ojos de nuestro humanista, pues pretender
empuñar la espada en nombre de Cristo no sólo implica una subversión completa de su
doctrina del amor y la caridad291, sino también un equívoco muy importante respecto del
ámbito propio en el que se desenvuelven las disensiones doctrinales, y sobre el modo en el
que ellas deben ser resueltas propiamente.
Es algo poco conveniente el utilizar armas terrenales en una batalla espiritual. Los enemigos
de los cristianos son los vicios, contra los cuales debe combatirse con la virtud; y curar los
males contrarios utilizando los remedios contrarios: la doctrina derrota a la ignorancia, la
paciencia vence a la injuria, la modestia resiste al orgullo, la diligencia se opone a la pereza,
la clemencia batalla contra la crueldad, y la pura y verdadera conciencia deviene loable
frente a Dios… Éstas son las verdaderas armas con las que la religión cristiana alcanza una
verdadera victoria292.
A partir este pasaje, Castellion retoma dos importantes distinciones que ya hemos
podido observar en el texto redactado bajo el seudónimo de Martin Bellie, y con las que
nos volveremos a topar en los escritos atribuidos a Kleinberg y Montfort: por un lado, la
distinción entre el ámbito de injerencia del magistrado secular y el ámbito espiritual de los
teólogos; por otro, la diferencia entre las oscuras cuestiones doctrinales y las claras
TDH, p.135.
TDH, p.136.
289
TDH, p.136.
290
TDH, p.136.
291
“Par zèle de Christ, nous ferons mal aux autres, lui qui a commandé que nous rendions bien pour mal”.
TDH, pp.136-137.
292
TDH, p.139.
287
288
93
acciones morales. En ese sentido, Castellion señala que los crímenes como el homicidio, el
robo, el adulterio, “y otros similares”, han sido claramente censurados por la autoridad
divina, quien no sólo “ha ordenado que sean castigados”, sino que también “ha dispuesto
de qué manera deben serlo”293. “En estos casos no hay duda”, afirma el autor: “la orden de
castigarlos dada por Dios no es oscura como para dudar de ella”294. Asimismo, tampoco
parece resultar muy dudoso que en estos asuntos particulares sea el magistrado secular
quien deba ocuparse de procurar la “defensa de los [hombres] buenos”. Es decir, de poner
a resguardo de los crímenes seculares a aquellos que actúan de modo virtuoso, sean cuales
sean las ideas que defiendan.
Por otra parte, “en ciertos aspectos de la religión y en la comprensión de la sagrada
Escritura, la cuestión es bien diferente, pues las cosas contenidas en ellas nos han sido
dadas oscuramente, y en la mayoría de la veces a través de enigmas; los que son motivo de
disputa hace ya miles de años, sin que se haya llegado a ningún acuerdo”295. Frente a esta
delicada situación, que ya no es susceptible de ser resuelta a través del recurso a la espada
secular, Castellion sugiere al rey, y por su intermedio a todos los lectores de su traducción
de la Biblia, que el mejor modo de evitar que la tierra continúe siendo “regada con sangre
inocente”, es abstenerse de tomar partido en asuntos tan delicados, los que claramente
exceden las competencias y capacidades humanas. De lo que se trata, en definitiva, es de no
tomar en nuestras propias manos la difícil tarea de separar el trigo de la cizaña antes del
momento de la cosecha, es decir, antes de que Cristo decida, por medio de su infinita
sabiduría y autoridad, quién está del lado correcto. Dicho esto, añade en forma conclusiva
Castellion, la actitud más prudente que pueden adoptar los hombres frente a las
disensiones doctrinales indecibles -y en particular, claro, quienes detentan el poder
político- consiste en preferir siempre la patience y la douceur a la cruauté y el jugement
téméraire, Pues “tengo por cierto que ninguna persona podrá jamás arrepentirse de haber
utilizado la dulzura, la paciencia, la benignidad, la obediencia; pero de la crueldad y del
juicio temerario, se arrepentirá siempre”296. Así, la moderación y la dulzura son, a ojos de
Castellion, dos atributos necesarios en quienes detentan el poder en tiempos de conflicto.
TDH, p.139.
TDH, p.139.
295
TDH, p.140.
296
TDH, p.142.
293
294
94
Retrato del médico antitrinitario español Miguel Servet (1509-1553)
95
2.1.3. Kleinberg y Montfort, ¿o Joris y Castellion?
Vayamos ahora a las fragmentos finales, y comencemos nuestro análisis de esta última
parte del Traité des hérétiques por “La sentence de Georges Kleinberg, par la quelle il
montre combien nuisent au monde les persécutions”; en ella veremos refrendadas, en forma
extendida, muchas de las consideraciones que Castellion nos ha brindado de un modo
sintético en su prólogo para el rey.
Muchos sostienen -afirma Kleinberg- que son los pecados los que causan las
calamidades, las discordias y las guerras que asolan “actualmente a todo el mundo”: “En
cuanto a mí, pienso que [la causa] es la crueldad, y el extremo rigor”297. En efecto, según
nos indica este autor, es necesario entender que, en el caso particular de la violencia y el
derramamiento de sangre humana, existe una indefinida reproducción de la relación causal.
En otros términos, que la violencia sólo es capaz de producir más violencia, y que de ese
modo la causa y la consecuencia son siempre una y la misma. Para comprobar el carácter
inobjetable de este argumento, sostiene Kleinberg -o Joris- los príncipes no deben hacer
nada más que prestar mayor atención a las lecciones que les brinda la historia; en
particular, al caso específico de la ciudad de Münster, la que “nos revela de forma evidente
(si es que no estamos más ciegos que topos)” dos lecciones ejemplares: la primera, que las
consecuencias derivadas de “purgar sangre con sangre” son siempre funestas; la segunda,
que recurrir a la espada secular para dirimir cuestiones de religión no es menos pernicioso
para la sociedad de los hombres, e incluso es un recurso que displace al propio Dios298.
[Pues] no hablo aquí de los homicidas o los adúlteros, o de otros malhechores similares,
pues bien sé que la espada ha sido divinamente provista a los magistrados contra tales; sino
que me refiero a la inteligibilidad de ciertos pasajes de la Escritura, cuyo sentido no ha sido
develado aún, siendo todavía motivos de disputas. Y no creo que haya ningún [hombre] tan
TDH, p.142.
“Que dirais-je de la ville nommée Münster, en laquelle il semble que Dieu, nous ait montré évidemment (si
nous n’étions plus aveugles que taupes) combien ceux-là lui déplaisent, qui gouvernent la religion para glaive.
Premièrement cruauté a été exercée en icelle contre les Anabaptistes dont est procédée une longe rage, et fuite
à exercer fureur. Derechef iceux Anabaptistes se défendirent par armes, et tuèrent beaucoup de leurs
adversaires: vêla sang purgé par sang. Depuis les dits Anabaptistes ont été occis misérablement. Et en y avait eu
déjà auparavant, qui avaient exercé leur cruauté, même contre ceux, qui étaient sans armes…”. TDH, p.145. Es
posiblemente este pasaje, que continúa todavía durante algunas líneas relatando las diversas persecuciones
sufridas por los anabaptistas, el que ha inclinado a los críticos a postular a David Joris como su posible autor.
Cabe recordar aquí que durante los años 1534 y 1535 la “nueva Jerusalén” fue dominada por un grupo
anabaptista que, una vez caído en desgracia, fue perseguido furiosamente a lo largo de toda de Europa, tanto
por católicos como por protestantes. En ese marco de persecución, la propia historia de David Joris puede ser
comprendida como otro paradigmático ejemplo de las actitudes extremas a las que puede conducir el fanatismo
religioso: muerto en Basilea el 25 de agosto de 1556, bajo el nombre de Jan von Brügge, la verdadera identidad
de Joris será revelada por algunos de sus seguidores un par de años más tarde; revelación ante la cual los restos
del líder anabaptista serán exhumados y quemados en la hoguera junto con sus obras.
297
298
96
fuera de sí como para pretender sufrir la pena de muerte por negar una cosa cierta e
indudable299.
Resulta evidente que aquellos que han cometido un crimen como el homicidio, el
robo o el adulterio, deben ser castigados con todo el peso de la ley por los magistrados
seculares. Nadie duda de ello, pues las prescripciones que las Escrituras han brindado al
respecto son “tan claras como el día”. Sin embargo, cuando nos acercamos a algunas
discusiones doctrinales, es difícil poder encontrar en ellas la misma certeza. Y, como
consecuencia de su oscuridad, más difícil aún resulta hallar entre los distintos
interlocutores una opinión unánime. De allí que es posible rescatar de este último pasaje al
que acabamos de referir un elemento novedoso: el de la buena fe a la hora de sostener los
distintos puntos de vista.Pues ningún hombre en su sano juicio es tan irrazonable como
para poner en duda una certeza incontrovertible, incluso a riesgo de sufrir la pena de
muerte. En tal sentido, es posible afirmar que existe una distancia enorme entre la actitud
de aquellos que incurren en el error, producto de la ignorancia o la oscuridad del asunto
que se trata, y aquellos que cometen un crimen, infringiendo una norma a todas luces
conocida. Es por ello que el error de buena fe y la impiedad son categorías tan antagónicas
como la herejía y la blasfemia. En efecto, como veremos con mayor detalle en el Contra le
libelle de Calvin, un impío es un hombre que niega deliberadamente a Dios, aún en contra
de aquellas verdades más evidentes, mientas que un hereje es simplemente alguien que
juzga de un modo diferente, pues no ve con claridad, ya sea por una deficiencia propia de
su visión, ya sea por la oscuridad que envuelve al asunto.
Asimismo, de esta incerteza que envuelve al asunto, se desprende el siguiente
consejo para los Príncipes:
¡Oh Cristo, Oh fuerte Dios, Oh padre del siglo que ha de venir! ¡Oh Príncipe de la paz!
¡Oh luz del mundo, ilumina los ojos de los Príncipes a fin de que en lo sucesivo no sirvan
ya más a la crueldad de Satán, sino a tu misericordia y clemencia! Oh Príncipes, y vosotros,
gentes de justicia, abran los ojos, abran los oídos, teman a Dios, y piensen que finalmente
deberán rendirle cuentas de vuestra administración. Muchos han sido castigados por la
crueldad, mientras que ninguna persona ha sido castigada por la dulzura [douceur] y la
clemencia. Muchos serán condenados al momento del juicio final por haber hecho morir a
los inocentes, pero ninguna persona será condenada por no haber hecho morir. Inclínense
pues del lado de la clemencia, y no presten oídos a aquellos que los incitan a matar300.
299
300
TDH, pp.145-146.
TDH, pp.147-148.
97
La indulgencia y la piedad resultan en estos casos, afirma este consejero de
príncipes, una actitud mucho más adecuada para resolver los conflictos confesionales que
la inclemencia y el rigor. Pues, además, ésa es la actitud que debe asumir un verdadero
cristiano. Ése ha sido el ejemplo que el propio Cristo ha brindado a los hombres a través
de sus enseñanzas y de su propia vida, y resulta necesario que quienes dirigen los destinos
de los mortales sepan interpretar con mucha atención el mensaje de la caridad y del amor
mutuo. Los soberanos deben abrir sus oídos a dos enseñanzas de Cristo: en primer lugar como ya señalábamos al inicio de este apartado-, que jamás el mal será vencido por el
mal301; en segundo, que las discusiones y disputas teológicas deben poder ser resueltas sin
apelar jamás al recurso de la espada secular. Por la primera, Cristo ha instruido a los
hombres en la patience y la douceur, indicándoles que se abstengan de arrancar la cizaña,
i.e. la herejía, antes de que haya llegado el momento preciso de la cosecha. Pues, como
hemos indicado pocas líneas más arriba, aquellos que confiesan equivocadamente el
nombre de Dios no incurren en el error a consecuencia de su mala fe, sino de su
ignorancia302. Por la segunda, se ha establecido una clara distinción entre el ámbito en el
que el magistrado se encuentra habilitado para regir con plena competencia, y aquel otro
en el que el hierro y el fuego deben ser reemplazados por la espada espiritual, que no es
otra que la palabra. El César y Dios no comparten sus dominios, por más que muchos
ambiciosos303 predicadores pretendan hacer creer a los hombres que sí lo hacen. “Oh
Príncipes, no crean jamás a quienes les aconsejan derramar la sangre por la Religión”304
afirma el autor interpelando una vez más a los magistrados seculares.
Conténtense con esta espada que el señor Dios les ha dado. Castiguen los pillajes, las
estafas, los falsos testimonios y todos los delitos similares. Pero en cuanto a los que
301
“Sean sabios y sigan los consejos de Cristo, no los del Anticristo, como veo que han sabido hacerlo antes.
De otra manera no se dará fin a la sedición y a la guerra sino cuando todos hayan perecido miserablemente,
producto de un temerario derramamiento de sangre. No piensen que las sediciones pueden ser resueltas
mediante la crueldad. Porque es por la crueldad y por la felonía que hemos llegado hasta aquí. […] Pues una
cosa es cierta: jamás el mal será vencido por el mal. Y no hay ningún remedio contra los asesinatos, que no sea
haciendo cesar las muertes”. TDH, p.150.
302
“Créanme que si Cristo estuviera aquí presente no les aconsejaría jamás matar a aquellos que confiesan su
nombre, aunque se equivocaran en alguna cosa, pues que no se equivocan porque quieran. Sigan mejor los
consejos de quienes, dulces y clementes, les sugieren dejar la cizaña hasta el momento de la cosecha; pues
aquellos que quieren arrancarla antes desobedecen el mandamiento de Cristo, quien nos ha ordenado dejarla…
Pues si los herejes son la cizaña, ellos no deben ser asesinados, sino que deben dejados hasta el momento de la
cosecha”. TDH, p.148.
303
“Les autres [es decir, quienes niegan el mensaje de la caridad y el perdón] pèchent par malice, et qui pis est,
ils couvrent leur envie, ambition, avarice et luxure sous ce nom de zèle, et éblouissent les yeux des peuples, et
par aventure aussi les leurs par telles illusions et enchanteries. Et pourtant d’autant plus que ces vices
règneront, tant plus grandes seront les persécutions”. TDH, pp.151-152.
304
TDH, p.149.
98
pertenece a la religión, defiendan a los buenos de las injurias de los otros. Éste es su oficio.
La doctrina de la teología no debe ser defendida mediante la espada, pues si los teólogos
consiguen eso de ustedes, que defiendan su doctrina por medio de las armas, los médicos
podrían pretender con todo derecho la misma cosa; a saber, que ustedes los defendiesen
contra las opiniones de los otros médicos, y así, de modo similar los dialecticos, los
oradores, y todas las demás artes… ¿Y si un buen médico puede defender su doctrina sin la
ayuda del magistrado, por qué no podría hacer lo mismo un teólogo?305.
La espada con la que se defienden los cuerpos no es apta para poner a cubierto a las
almas. Y si esa confusión se suscita, hemos dicho ya junto a Kleinberg, la única
consecuencia que los hombres pueden esperar es una disputa sin fin, y un constante
derramamiento de sangre. A esta última observación el autor añade, ya para concluir su
texto, otros dos argumentos: uno extraído del mensaje bíblico; el otro, de la experiencia
histórica. En primer lugar, afirma que si aquellos que sufren persecución en nombre de
Cristo no son fieles, no existe sobre la tierra ningún fiel; pues, como dijo san Pablo,
«Todos aquellos que deseen vivir fielmente en Cristo, sufrirán persecución». Así, “si
aquellos que son asesinados como herejes no son mártires (o al menos algunos de ellos) la
Iglesia no tiene ningún mártir; pues nadie jamás ha sido asesinado por Cristo, sino bajo el
título de hereje”306. En segundo lugar, sostiene Kleinberg, es posible observar en el mundo
algunas ciudades “en las cuales hay casi tantas opiniones como cabezas”, y en las que, sin
embargo, “no se produce la persecución y no hay ninguna sedición”.
Hay en Constantinopla turcos, cristianos y también judíos, tres naciones con grandes
diferencias entre ellas, en lo tocante a la religión, las cuales viven todas juntas y en paz. Ello
no podría ser así si se produjesen persecuciones. De ahí que, si lo consideramos
apropiadamente, encontraremos que son los perseguidores los que siempre originan los
grandes males.Por lo tanto, Oh Príncipes y magistrados, si ustedes quieren obtener la paz y
la tranquilidad, no obedezcan ya más a quienes los incitan a la persecución307.
Pasemos ahora a considerar brevemente el texto atribuido a Basile Montfort bajo el
título “Réfutation des raisons qu’on a coutume d’amener, pour maintenir et défendre la
TDH, pp.149-150. Comoveremos, Castellion reafirmaráestaidea de Kleinberg en su Contra le libelle de
Calvin: “La défense de la doctrine n’est pas l’affaire du magistrat (qu’est-ce que le glaive peut avoir à faire avec
la doctrine?), c’est l’affaire des docteurs. L’affaire du magistrat, c’est de défendre le docteur comme il défend le
paysan, l’artisan, le médecin, n’importe qui d’autre, contre les injustices”. CLC, 77, p.161.
306
TDH, p.152
307
TDH, p.156.
305
99
persécution”. En esta suerte de epílogo308, y ya presentadas a lo largo del Traité las
opiniones de las más eminentes autoridades en la materia, Castellion se propone indagar
nuevamente si es lícito hacer morir a los herejes. Los que, como corolario de las
indagaciones realizadas en el prólogo, son definidos ya simplemente como “aquellos con
quienes ellos [es decir, los perseguidores] no están de acuerdo”309. En esa búsqueda,
Montfort introduce un argumento del que el escepticismo también ha sacado mucho
provecho: la variación de las opiniones de los hombres a lo largo de la historia; la que
implica una nueva relativización en nuestro juicio en relación con las cuestiones
doctrinales: los ortodoxos de hoy pueden ser los herejes del mañana, como ha ocurrido en
tantas otras ocasiones. He ahí una razón más para oponerse a los argumentos de los (que
ocasionalmente desempeñan el rol de) perseguidores310.
Yo, que he visto cuanta sangre ha sido derramada desde la creación del mundo bajo la
excusa de la religión, y como los justos han sido siempre asesinados antes incluso de ser
conocidos, temo que esa misma situación se repita en nuestro tiempo; es decir, que aquellos
que nosotros hacemos morir por injustos sean reivindicados como justos por quienes
vengan después de nosotros. Por esta causa refuto en este escrito, del modo que puedo, sus
argumentos311.
En efecto, no es muy difícil concluir que el ejemplo más claro y elocuente de esta
variación es el del propio Cristo, quien durante su vida no sufrió más que persecuciones y
acusaciones de sedición, y sólo tras su martirio y su muerte fue reconocido como
verdadero hijo de Dios, y reivindicado por su integridad moral y su mensaje caritativo,
mensaje que, al mismo tiempo, ha dejado a los cristianos como su máximo legado. En tal
sentido, señala Montfort, Cristo jamás utilizó en sus disputas más que la palabra y la
elocuencia, y quienes pretendan reconocerse como sus legítimos herederos no pueden
hacerlo subvirtiendo un mensaje tan claro y evidente.
Aunque, técnicamente, el último pasaje reseñado es el que corresponde al que se compone de diversos
fragmentos de Sosomenus, esto es, de Salaminius Hermeias Sosomenus (ca.400-ca.450), quien redactara una
Historia Ecclesiastica en nueve tomos entre los años 440 y 443, la cual abarca los gobiernos de distintos
emperadores romanos desde la conversión de Constantino I (312) hasta el ascenso al trono de Valentiniano III
(425).
309
“Hay algunos que desean que hagamos morir a los herejes (es decir, a aquellos con quienes ellos no están de
acuerdo) de cualquier condición o nación que sean. Veamos si ello puede ser realizado”.TDH, p.157.
310
Al respecto de este inicio, Perez Zagorin señala: “Diversity of opinions, Montfort observes, makes it
difficult to decide who is a false prophet, and people are attacked for minor matters in religion even though
they retain the fundamentals. If all errors and misinterpretations of Scripture were to be called heresy, it would
be necessary to kill many people, and all the sects would have to kill one another because of their
disagreements”. Op. cit, p.110.
311
TDH, p.158.
308
100
Es la batalla de Cristo, la debemos luchar con las armas de Cristo. Que Cristo sea juzgado y
defendido por aquellos que sufren persecución, puesto que él ha sufrido persecución; que se
abran los ojos de los perseguidores, a fin de que vean que esos sacrificios que ellos realizar
no placen a Dios, y que así convertidos, sean curados y salvados312.
Asimismo, a fin de desarticular los argumentos que los perseguidores esgrimen en
favor de su posición, Montfort sostiene que es necesario remontarse hasta el axioma
teológico sobre el cual pretenden sostener sus pretensiones: “Vayamos, pues, a la causa.
Ellos alegan esta ley, que está en el Éxodo: «Aquél que ofrezca sacrificios a otros que no
sea el único Dios, será exterminado» (Éxodo: 22,20)”313. A partir de aquí Castellion retoma
dos distinciones que desarrollará más ampliamente en su Contre le libelle de Calvin. La
primera de ellas refiere a la diferencia que existe entre quienes sostienen alguna opinión
equivocada, y quienes actúan deliberadamente en contra de los preceptos de la religión y el
Dios verdadero; es decir, refiere a la diferencia que existe entre los herejes y los blasfemos.
[Algunos] quieren que los herejes (como los llaman) sean condenados a muerte, siendo que
estos no están convencidos de blasfemar según su propia conciencia (que es un gran
testimonio)… Y Cristo ha ordenado que ellos sean dejados hasta la cosecha, durante la cual
la ambigüedad y la duda serán eliminadas por completo. Yo temo que los más grandes
blasfemadores, quienes deberían ser condenados a muerte según esta ley, son aquellos que
confiesan a Dios por medio de su boca, pero que lo niegan con sus acciones314.
Reaparece aquí, con todas sus fuerzas, el ingrediente de la buena fe. Los herejes,
aun cuando puedan incurrir en el error –juzgado éste desde un óptica relativa y ajena,
claro- a partir de las opiniones religiosas a las que prestan su consentimiento, actúan
siguiendo las prescripciones de su propia conciencia, la “que es un gran testimonio”. Es
decir, los herejes jamás piensan estar rindiendo culto a un falso dios, o profesando una
religión equivocada, sino que -como volverán a mostrarlo durante el siglo siguiente Locke
y Bayle- siempre resultan ortodoxos para sí mismos. Los blasfemos, por el contrario,
actúan de un modo hipócrita, desdiciendo con su modo de ser las afirmaciones que
profieren sólo de palabra315. En ese sentido, Castellion afirma que mientras que las acciones
TDH, pp.158-159.
TDH, p.159.
314
TDH, p.162.
315
La persecución sólo produce hipócritas; los que, paradójicamente, parecen más estimables para los
perseguidores que aquellos que actúan de buena fe: “Ellos, por el contrario, no hacen morir a aquellos que
mienten: pues si alguien consiente una religión por medio de la palabra y de los hechos externos, no es
asesinado, más allá de que su corazón le indique todo lo contrario; de donde se sigue que la mentira tiene
312
313
101
deben ser castigadas con todo el peso de la ley secular, los diferendos en las opiniones no
implican, en última instancia, más que un crimen espiritual, “de lo cual se sigue que la pena
deber ser espiritual, y no corporal”316. Por lo tanto, como ya lo hemos dicho en relación al
prólogo de Bellie, el máximo castigo aplicable a los herejes es la excomunión.
Ésta última consideración nos remite a la segunda diferencia: la que existe entre las
prescripciones brindadas por Moisés en el Antiguo Testamento y las que Cristo nos ha
legado a partir de sus nuevas enseñanzas.
Si queremos imitar a los antiguos, hagamos la misma cosa; abandonemos el nuevo
Testamento, retornemos el viejo, y hagamos morir a todos aquellos a aquellos a quienes
Dios ordena hacer morir; a saber: los adúlteros, aquellos que son rebeldes a sus padres y
madres, los incircuncisos, aquellos que no festejan las Pascuas, y otros similares317.
A diferencia de la ley prescrita por Moisés, a partir de la cual los ámbitos de la
religión y la política se encontraban mutuamente implicados, las enseñanzas de Cristo han
revelado a los hombres una distinción tajante entre lo que compete al César y lo que es
Dios, es decir, entre la “espada carnal” y la “espada espiritual”. Cada una de ellas, afirma
Montfort, posee un ámbito de acción particular, y métodos muy distintos.
Vemos aquí que es bien diferente el oficio del pastor y el oficio del magistrado… Pues si el
magistrado puede matar por medio de la espada a aquellos que el pastor debe matar a través
de la palabra, debemos aceptar, asimismo, que el pastor pueda matar por medio de la
palabra a quienes el magistrado debe matar por medio de la espada. Y el magistrado no
puede hacer mejor el oficio del pastor que el pastor el del magistrado.¿Por qué mezclamos
todo? Si ustedes poseen la palabra, conténtese con ella y castiguen con ella a los herejes, a
los hipócritas, a los avaros, etc. y dejen a los magistrados castigar a los criminales mediante
la espada, y devolver ojo por ojo, diente por diente, vida por vida, y dinero por dinero”318.
Afirmado todo esto, Montfort vuelve a interpelar a los perseguidores con los
mismos interrogantes: ¿es lícito castigar a quién expresa una opinión diferente del mismo
modo en que se castiga a un asesino? ¿Osaremos matar a quienes, confesando de buena fe a
Cristo, “entiendan algunos pasajes de la Escritura de un modo diferente a nosotros, como
mucho más lugar entre ellos que la verdad, pues véase que si alguien dice efectivamente lo que siente, será
asesinado”. TDH, p.166.
316
TDH, p.162.
317
TDH, p.165.
318
TDH, p.170.
102
si entre nosotros mismos acordásemos acerca de todas las cosas”319? Y aun castigando
“justamente a los adúlteros, a los homicidas, a los impostores y blasfemos, ¿haremos morir
con justicia a los herejes?”320. De ningún modo, responde de inmediato: los herejes, en
última instancia, sólo podrán ser castigados con la “espada espiritual, pues han cometido
un pecado espiritual”321.
Realizado todo este recorrido, y a modo de conclusión, podemos señalar que las
dos razones prácticas que animan a Castellion a aconsejar la douceur tanto a los
magistrados como a los doctores son las siguientes: en relación con los primeros, sostiene
que si los hombres son oprimidos a causa de sus opiniones religiosas, lo más probable es
que la opresión provoque que las “ciudades queden vacías de hombres”322; en relación con
los segundos, que se guarden de aconsejar a los Príncipes la persecución de los herejes
pues, dadas las variaciones de la historia y la reversibilidad de la acusación de herejía,
pueden ser ellos quienes terminen por ocupar el lugar de perseguidos; es decir, que se
abstengan de poner en manos de los magistrados una espada de la que incluso ellos mismos
son víctimas potenciales.
2.2. El Contra libellum Calvini
Pasemos ahora a considerar los argumentos desarrollados por Castellion en el Contra
libellum Calvini323, esta segunda respuesta que nuestro humanista redactará con la
intención de refutar los argumentos esgrimidos por líder ginebrino. Y en la que se
explayará con una mayor abundancia y rigor324, aunque todavía bajo un seudónimo325, en
las discusiones ya desarrolladas en el transcurso del Traité des hérétiques326.
TDH, p.171.
TDH, p.171.
321
TDH, p.171.
322
TDH, p.172.
323
El título completo de la versión latina de la obra es el siguiente: Contra libellum Calvini in quo ostenditur
conatur haereticos jure gladii coercendos esse. El título que Étienne Barilier dio a su traducción: Contre le
libelle de Calvin dans lequel il tente de montrer que les hérétiques doivent être contraints par le droit du glaive
(Carouge-Geneva, Editions Zoé, 1998). El texto del CLC circuló sólo de un modo clandestino y anónimo,
siendo atribuido por Calvino a Martín Cellarius, profesor de Antiguo Testamento en la Universidad de Basilea.
No obstante, esa paternidad ha quedado fuera de discusión luego de que Buisson tuviera “la buena fortuna” según el mismo declara- de encontrar en Basilea distintos fragmentos del texto redactados de puño y letra por
el propio Castellion (véase Ferdinand Buisson, Op.cit., II, p.32). La primera edición del texto se realizó en
1612, probablemente en Gouda y por parte de Jasper Tournay, aunque sin pie de imprenta; no obstante, la
fecha aparece en la portada con un error (M.D.LC.XII) y ha dado lugar a algunas discusiones: Buisson ha
sugerido que la misma podría ser una combinación entre el año de su publicación (1612) y el de su redacción
(1562), aunque la mayoría de los estudiosos se inclinan a pensar que el año de composición del texto
corresponde a 1554.
324
En cuanto a la forma del texto, algunos han señalado que el CLC se encuentra redactado en forma de
diálogo, un género que ya había sido explorado por Castellion en sus Dialogi sacri,y que hunde sus raíces en
personajes de la talla de Platón o Luciano de Samosata. Sin embargo, coincidimos con Joaquín Fernández
319
320
103
Como dijimos antes, a fin de abocarnos a analizar los -a nuestro juicio- tres
aspectos principales que pueden encontrarse en las ideas desarrolladas por Vaticanus, el
personaje que da vida a la palabra de Castellion, subdividiremos esta sección en tres
apartados: en primer lugar, retomaremos la discusión en torno a dos nociones clave para
comprender la posición que nuestro humanista sostiene en esta época: la herejía y la
blasfemia; en segundo lugar, detendremos nuestra atención en la actitud de caridad,
moderación y dulzura que Castellion recomienda adoptar -sobe todo a los magistrados y
ministros, entre quienes traza una distinción tajante- para con aquellos que parecen
equivocarse en materia de religión, oponiéndose una vez más al discurso de la persecución;
por último, nos referiremos a la insistencia de Castellion por alejarse de las
interpretaciones carnales de la Escritura, sólo válidas para los tiempos de Moisés, y de
prestar mucha más atención a las prescripción morales que la venida de Cristo ha hecho
entrar en vigencia. En tal sentido, veremos, esta reinterpretación no sólo implicará el
abandono de una religión de la ley y la asunción de una religión del amor, sino que
también señalará una preeminencia de la ortopraxia por sobre la ortodoxia. Pues, como ya
hemos mencionado, mientras la moral de Cristo puede ser comprendida fácilmente por
cualquiera que así lo desee, el dogma está plagado de oscuridades.
Cacho en que dicha descripción no resulta la más adecuada: Castellio cita literalmente el texto de Calvino, que
a continuación refuta, bajo el seudónimo de Vaticanus. Así, la obra se halla compuesta de ciento cincuenta
parágrafos de citas textuales de Calvino, y finaliza con cuatro citas más extractadas de una carta que los
miembros de la Iglesia de Zúrich habían enviado a al líder ginebrino en ocasión de la muerte de Servet; todas
ellas con la correspondiente réplica por parte de Vaticanus. En tal sentido, Ferdinand Buisson ha señalado que
la lucha “cuerpo a cuerpo” que mantienen los dos textos resulta una representación simbólica muy fiel del
enfrentamiento mantenidos por estos “dos espíritus”. Véase Ferdinand Buisson, Op.cit., II, p.34.
325
El seudónimo de Vaticanus, elegido por Castellion para personificar su posición a lo largo del diálogo,
también ha dado lugar a algunas polémicas. Étienne Barilier señala que este puede resultar un homenaje a
Cassander, humanista cercano a Erasmo con el que Castellion mantenía una relación de amistad; o incluso para
el cardenal Sadoleto, gran corresponsal de otro amigo de Castellion, el famoso “imprimeur hérétique bâlois”
Amerbach. Sea como fuere, lo que sí parece quedar claro es, por un lado, que el seudónimo del presunto
“papista” se constituye en un artificio retórico que busca darle una mayor potencia a la crítica que recibirá
Calvino, y por otro, que Vaticanus se reconocerá como un verdadero cristiano en tanto y en cuando defienda la
idea universal de que el hombre es un hermano para el hombre.
326
Si bien muchos de los argumentos que analizaremos en los distintos apartados de esta sección mostrarán
aspectos recurrentes con los ya desarrollados en la anterior, creímos importante incluir en nuestro estudio al
Contra le libelle de Calvin por dos motivos: el primero de ellos refiere al estilo, muy diversos respecto del
desarrollado por Castellion en el Traité des hérétiques, lo que nos permitirá resaltar otros aspectos de su modo
argumental; el segundo, a cierto carácter precursor que, sin ninguna ambición, podríamos atribuir a nuestra
investigación. En efecto, si bien contamos desde hace algunos años con una traducción española del Contra el
libelo de Calvino, (traducción y edición de Joaquín Fernández Cacho y Ana Gómez Rabal, Huesca, Instituto
de Estudios Sijenenses ‘Miguel Servet’, 2009), no tenemos registros de que nos anteceda ningún estudio
castellano del tenor que pretendemos darle a la presente Tesis. Más aun, muchos de los pasajes que hemos
traducido en nuestras páginas, tanto del Traité des hérétiques como del Conseil à la France desolée, son, hasta
donde nos consta, los primeros que se han vertido a la lengua castellana. Y algo similar ocurre, por ejemplo,
con la Exhortation aux Princes, de la ni siquiera existe una edición moderna en lengua francesa.
104
Portada del Contra libellum Calvini (1612)
105
2.2.1. La herejía y la blasfemia
Castellion comienza su Préface declarando que redacta su discurso atemorizado ante la très
grande autorité alcanzada por la figura de Calvino; autoridad que, conjugada con las
particulares opiniones reveladas por el pastor ginebrino en sus escritos posteriores a la
ejecución de Servet, “representan un peligro para muchos creyentes”327. En resumen,
afirma entonces Castellion, su escrito se reduce a un esfuerzo por “mostrar al mundo,
públicamente, con la ayuda de Dios, que aquellos que no desean ser conducidos a la
muerte no deben dejarse engañar por Calvino, sino alejarse de él”328. En efecto, luego de la
ejecución, y ante las distintas críticas que se le dirigieron329, afirma Castellion, Calvino
supo mostrar mucho esmero en defender públicamente su posición, redactando una obra
“pintada y coloreada por una falsa apariencia de piedad”330.
Dicho esto, Vaticanus asume la difícil pero necesaria tarea de “mostrar la falsedad”
de las posiciones asumidas por el líder de la reforma ginebrina, pero modificando el eje
sobre el que han girado las discusiones sostenidas durante el affaire Servet. Así, el
humanista declara que evitará en forma explícita “disputar [acerca] de la Trinidad, el
bautismo u otras cuestiones arduas”331, y sólo hará hincapié en aspectos “que son
exteriores” a todas esas trifulcas teológicas; trifulcas que, como vimos, sólo conducen a un
CLC, Préface, p.53. En efecto, según declara en su propia Defensio, Calvino encuentra en la defensa de la
libertad de conciencia una estratagema urdida por Satanás para arrebatar a Cristo su rebaño. En tal sentido,
como bien señala Stefania Salvadori, es comprensible que la herejía no sea comprendida por el teólogo
ginebrino como un simple e inocente error, sino que, en tanto niega el valor de la Escritura y el fundamento de
la verdadera religión, ella era considerada como la más peligrosa de las blasfemias. He ahí, claro, el peligro de la
mirada que Castellion atribuye a Calvino. Al respecto, véase StefaniaSalvadori, “Il martire e l’eretico. La
discussione fra Castellione e Calvino sulla possibilità di errare”, Dimensioni e problemi della ricerca storica, n.
2, 2010, p.55.
328
CLC, Préface, p.53. En tal sentido, señala nuevamente Salvadori: “Dopo aver sottolineato come la tirannia
delle coscienze fosse un male antico che l’avvento della Riforma sembrava aver sconfitto col solo ricorso alle
armi spirituali, l’umanista savoiardo denunciava nell’introduzione del Contra libellum Calvini come la dottrina
evangelica fosse a sua volta divenuta lo strumento per instaurare un nuovo regime di terrore di cui Calvino era
la guida e Servetol’ultima e più eclatante vittima”. StefaniaSalvadori, “Ilmartire e l’eretico”, Op.cit. p.57.
329
Según señala el propio Castellion, esas críticas se hallaban motivadas en seis razones: “primo, un homme
avait été exécuté pour ses opinions sur la religion; secundo, il l’avait été avec une grande cruauté. Tertio,
l’instigateur en était un pasteur. Quarto, pour fourbir ce meurtre, Calvin avait conspiré avec ses propres
ennemis –c’est le bruit qui a couru. Quinto, les livres de Servet avaient été brûlés à Francfort. Sexto, après avoir
été condamné à mort, cet homme a été voué à l’enfer en plein culte”. CLC, Préface, pp.54-55.
330
CLC, Préface, p.55.
331
CLC, Préface, pp.55-56. De las tres partes que componía la obra de Calvino (I.Demostración de los
derechos que posee el magistrado de castigar a los herejes; II. Relato de los hechos de la tragaedia Servetana;
III. Discusión teológica sobre la Trinidad y otras cuestiones de dogma), Castellion elude deliberadamente la
tercera, señalando como uno de los motivos que lo inducen a evitar las discusiones teológicas el no poseer
ninguna copia de las obras de Servet, y, por tanto, el no contar más que con la versión parcial que Calvino nos
ha brindado de sus opiniones. No obstante, como intentaremos señalar a lo largo de nuestro análisis, dicha
decisión no radica sólo en ese aspecto circunstancial, sino en una consideración teológico-filosófica: Castellion
no desperdicia ocasión de mostrar cuán oscuras y difíciles de decidir son las cuestiones teológicas, ni cuán
claros y evidentes son algunos de los preceptos morales que pueden extraerse de las enseñanzas de Cristo, y
que la actitud de Calvino no ha hecho más que contradecir.
327
106
laberinto de argumentaciones contrapuestas. Así, sentado ese principio metodológico,
Vaticanus se dispone a mostrar la inconsistencia de la posición que Calvino ha asumido
desde el título mismo de su obra:
Défense de la foi orthodoxe sur la sainte Trinité, contre les monstrueuses erreurs de
l’Espagnol Michel Servet ; où il est montré que les hérétiques doivent être contraints par le
droit du glaive, et que le supplice, à Genève, de cet homme si impie, que nous désignons par
son nom, était mérité332.
Calvino incurre en un equívoco -o, a mejor decir, en una delibera tergiversaciónmuy importante al asimilar el error y la impiedad, afirma Castellio, pues ninguna
equivocación que tenga su origen en la sinceridad puede jamás ser calificada propiamente
de tal. Más aun, “las sagradas Escrituras no llaman impíos sino a los que pecan a sabiendas
y con un alma sacrílega”333. Asentando su postura sobre esta confusión, la que lo ha llevado
tanto a instigar la ejecución Servet como a intentar legitimarla, Calvino ha trastocado por
completo el cariz adquirido por la ciudad de Ginebra desde el inicio de la Reforma:
antiguo refuge de quienes eran perseguidos en tierras francesas e italianas, ha devenido un
espacio de coacción incluso más férreo que aquellos en donde se reconoce la autoridad del
obispo de Roma. Calvino ha dejado de ser considerado un simple frère para adquirir allí el
título de dominus, y “domina de tal modo Ginebra que resulta mucho más peligroso
ofenderlo [a él] que al rey de Francia en su palacio. Eso lo saben bien la innumerable
[cantidad] de personas que ha expulsado y atormentado espantosamente”334. De hecho,
prosigue Vaticanus en estos pasajes iniciales, la persecución de quienes no acuerdan con su
parecer ha llegado a tal punto que no caben dudas de que “si el mismo Cristo viniera a
Ginebra, se lo crucificaría. Pues Ginebra no es ya un lugar de libertad cristiana. Allí reina
un nuevo papa, pero que quema a la gente viva, mientras que el de Roma, al menos, la
estrangula antes”335.
Es por ese ambicioso afán de dominio que Calvino ha recurrido a una evidente
estrategia retórica, difamando a todos sus enemigos bajo la denominación de “discípulos de
Servet, a fin de volver odiosos” ante los ojos de las “personas sin experiencia”, y
aplicándoles también “algunos nombres del infierno: ateo, libertino, anabaptista y otros
CLC, Calvin, 1, p.58
CLC, Vaticanus, 2a, p.59.Asimismo, afirma Castellion, si aceptáramos que la posición de Calvino, y las
consecuencias que de ellas se derivan, ello nos conduciría a la paradójica situación de que “todos aquellos a los
que se llama cristianos serán quemados, excepto los calvinistas, a saber, quienes se atienen a los preceptos
fijados por Calvino”. CLC, Vaticanus, 1, p.58.
334
CLC, Vaticanus, 7c, p. 68.
335
CLC, Vaticanus, 8a, p.71.
332
333
107
por el estilo”336. Del mismo modo, ha utilizado su ingenio para circunscribir los debates a
asuntos muy elevados, con el objetivo de que “muchas personas no comprendan nada”, o
de alterar los posicionamientos del propio Servet, siendo capaz de “obtener la victoria sin
que su adversario pueda ser entendido”337. Sin embargo, el mayor de los artilugios
utilizados por Calvino ha consistido en una encendida condena de los herejes sin precisar
jamás la noción de herejía.
Calvino había prometido que hablaría de las penas aplicables a los herejes. Luego, él habló
mucho de aquellos que se equivocan, de los impíos y de los blasfemadores. Como si los que
se equivocan, los impíos, los blasfemadores, los apóstatas, los herejes fueran una y la misma
cosa. A fin de que ninguna persona pueda constatar la diferencia, y darse cuenta de las
mentiras de Calvino, jamás ha definido lo que es un hereje. En un asunto tan grave, véase
como nuestro hombre juega con nosotros338.
Ante esta estrategia de tergiversación y engaño, una de las tareas principales que
abordará Castellion a lo largo de su libro será la de brindar una clara definición del
concepto de herejía, siendo uno de sus objetivos centrales -como en el Traité des
hérétiques- el mostrar que la herejía y la blasfemia, es decir, que el error doctrinal
involuntario y la acción moral realizada en forma deliberada, no tienen nada en común339.
Vayamos directamente al parágrafo 129 del Contra le libelle de Calvin, donde esta cuestión
se aborda en toda su complejidad.
Como suele ocurrir a lo largo de todo el texto, Vaticanus comienza su respuesta
fustigando la mala fe de Calvino, a quien acusa de haber recurrido a “toda suerte de
razonamientos sofísticos” ante la imposibilidad de justificar el “baño de sangre de los
herejes” a través de ningún texto bíblico340, y porque tampoco “ha podido hallar ni un solo
autor sagrado que ordene hacerlos morir”341. Es por eso, reafirma Castellion, que para
“engañar mejor a sus lectores”, Calvino nunca ha brindado una clara definición de aquello
CLC, Vaticanus, 9, p.73.
CLC, Vaticanus, 9, pp.73. En este sentido, Castellion acusa a Calvino de haber presentado los argumentos
de Servet de un modo incompleto, o disimulado, a fin de poder brindar una mayor solidez a sus propias
interpretaciones de los textos del español. Al respecto, véase CLC, Vaticanus, 59, 149. En contra de esta
actitud, el propio Castellion se esforzará por reproducir fielmente los pasajes de la Defensio, lo que, según las
un tanto excesivas palabas de Étienne Barilier, podrían posicionarlo en la prehistoria de la “ética de la razón
comunicativa” postulada por Jürgen Habermas.
338
Vaticanus, 62a, p.143. Las cursivas son del original.
339
Para un tratamiento sintético de esta distinción, véase CLC, Vaticanus, 35, pp.113-114.
340
Castellion explicará de este modo las razones que han conducido a Calvino a recurrir a esta trampa retórica:
“Porque en las Escrituras él [Calvino] no encontró ningún pasaje que ordene matar a los herejes, recurrió al
engaño. Asimiló los herejes a los blasfemadores. Así, quienquiera que intente sustraer a los primeros de la
muerte es objeto del odio, como si quisiera defender la blasfemia”. CLC, Vaticanus, 122, pp.236-237.
341
CLC, Vaticanus, 129, p.266. Como bien ha buscado mostrar Castellion a través de la compilación realizada
en el TDH, texto al que “Calvino jamás ha refutado verdaderamente” (CLC, Vaticanus, 109, p.213).
336
337
108
que debemos comprender por herejía, sirviéndose del saber común342, y recurriendo a una
estrategia argumental de consecuencias muy peligrosas: pretendiendo referirse a los
herejes, es decir, a aquellos que incurren en una equivocación involuntaria, o de buena fe,
ha “hablado en forma abundante de los falsos profetas, de aquellos que rinden cultos a
otros dioses, de los impíos, de los blasfemos, concluyendo que si todos ellos merecen la
muerte, también la merecen los herejes. ¡He allí su bella conclusión!”343.
“Los jueces, para actuar, ¿no deben fundarse en una ley escrita?”, pregunta
Vaticanus a continuación, y responde en forma inmediata: si aceptamos la validez de esta
premisa básica, resulta necesario que quienes afirman que debe hacerse morir a los herejes
están obligados a mostrar con toda claridad cuáles son las credenciales que los habilitan. O,
en su defecto, a mostrar que los herejes caen bajo las mismas leyes que atañen, por ejemplo,
a quienes incurren en la blasfemia: “Si es así, ¡que lo prueben! Que nos muestren que la
herejía es idéntica a la blasfemia. Si Dios quería que los herejes fuesen condenados a
muerte, ¿por qué no lo especificó expresamente? ¿Es que, por azar, será ese un olvido de su
parte? Tantos siglos, tantos libros, ¿y nunca una palabra al respecto?”344.
Calvino intenta, entonces imponer una nueva ley; una ley que no sólo tiene muy
endebles fundamentos teológicos, sino que también puede ocasionar resultados políticos
muy temibles. Pues esta máxima según la cual es lícito hacer morir a los herejes, hecha
propia por las distintas confesiones, resulta de extrema peligrosidad, dado que jamás ha
existido ninguna secta que no haya pensado que la verdad se encontraba de su lado, y, por
tanto, que todos las demás incurrían en la herejía345. Así, si los hombres se obstinan en
seguir el “consejo de Calvino, no habrá secta que no condene y que no persiga a todas las
otras (¿qué secta no se considera a sí misma como la mejor?)”346. Por tal motivo, a fin de
desacreditar las opiniones de Calvino -y también, en consecuencia, de todos los
perseguidores- Castellion se propondrá mostrar (al igual que ya lo había hecho en su
Cuando escribimos sobre “un asunto largamente conocido, no tenemos la costumbre de definirlo”, sostiene
Castellion, pues “en principio, estimamos que hablamos de la misma cosa que las otras personas”. De modo tal,
que si decimos que los ladrones deben ser condenados a muerte, todos nuestros interlocutores pensarán que es
lícito aplicar la pena capital a aquellos a los que cada uno tiene por ladrón. “Ahora bien, de la misma manera, si
Calvino dice que es necesario matar a los herejes, todos los que quieran obedecer a esta ley, matarán a quienes
tienen por herejes”. CLC, Vaticanus, 129, pp.267-268.
343
CLC, Vaticanus, 129, p.266.
344
CLC, Vaticanus, 129, p.267.
345
“C’est ainsi que les papistes tueront les luthériens, les zwingliens et les anabaptistes, et que les luthériens
tueront les papistes, les anabaptistes et les zwingliens. Et de même pour tous les autres. Car aucune secte ne
doute jamais qu’elle-même pense juste et que les autres sont hérétiques. C’est ainsi que tous les hommes
conspirent les uns contre les autres”. CLC, Vaticanus, 129, p.268.
346
CLC, Vaticanus, 129, p.269.
342
109
Traité des hérétiques, y como volverá a hacerlo en su Conseil à la France desolée) “qué son
los verdaderos herejes, y cómo debemos actuar en relación con ellos”347.
Ocurre a menudo que cometemos grandes y peligrosos errores por no haber comprendido
palabras de origen extranjero. Esto lo constatamos con el término ecclesia, que significa una
«asamblea», una «reunión», y que ha degenerado, en las lenguas vernáculas, para pasar a
significar un «templo». Misma cosa para idolum, que es una «imagen», pero que ha
inducido a pensar falsamente que poseer «imágenes» no es poseer «ídolos»348
En efecto, continúa Vaticanus en este inicio de su aclaración filológica, “si cada
cosa tuviera su nombre en cada lengua, este tipo de errores no tendría lugar”; no obstante,
dado que en muchas ocasiones los hombres de letras recurren a términos que tienen su
origen en lenguas diversas, y los utilizan “frente a gentes ignorantes de estas lenguas”, se
producen grandes equívocos y peligrosas malas interpretaciones. Y esto es, precisamente,
lo que ha ocurrido con el concepto de herejía, identificado por muchos con el concepto de
blasfemia. En efecto, si se recorren las opiniones comunes, podrá comprenderse que el
hereje ha pasado a ser considerado “un mago, un ateo, el sectario de otro dios, o algún
monstruo de este género. De tal modo que se perdona más fácilmente a los ladrones, a los
traidores y los parricidas que a aquellos que se designa como «herejes»”349
En ese marco, Castellion señala que, según la etimología griega, la palabra herejía
debe designar simplemente una elección. La que, en base a la mayor o menor coherencia
que ella guarde con la palabra de Dios, debe ser juzgada como pieux -si quienes creen en
ella actúan de acuerdo a las enseñanzas de Cristo-, como impies -si se desprecia a Dios
después de haberlo conocido-, o como à mi-chemin –si se confiesa a Dios y cree en la
Escritura, aunque no se la comprenda de un modo correcto. Así, en efecto, mientras
347
CLC, Vaticanus, 129, p.269. Las cursivas son del original. Como bien señala Étienne Barilier, las líneas que
siguen a esta afirmación está redactadas por el “Castellion traducteur”, quien exige a Calvino una extrema
precisión semántica, y advierte al lector de las enormes consecuencias que pueden derivarse de incurrir en
pequeñas incomprensiones lingüísticas. En una tónica muy similar, aunque algunos años más tarde, Michel de
Montaigne afirmará que la mayoría de los conflictos que aquejan a los hombres se producen por motivos
gramaticales: “a| Nuestro lenguaje tiene sus flaquezas y sus defectos, como todo lo demás. Los tumultos del
mundo obedecen en su mayor parte a motivos gramaticales. Nuestras querellas no surgen sino del debate sobre
la interpretación de las leyes; y la mayoría de las guerras, de la impotencia de no haber sabido expresar
claramente los convenios y tratados de acuerdo entre los príncipes. ¡Cuántas querellas, y qué importantes, ha
producido en el mundo la duda sobre el sentido de la sílaba «Hoc»!. Los ensayos, II, 12, p.781. Esta última frase
de Montaigne alude claramente a la interpretación de la sentencia de Cristo «Hoc est corpus meum» [Esto es mi
cuerpo] (Mateo, 26:26; Lucas, 22:19), la que se encontraba a la base de la querella en torno al misterio de la
eucaristía que mantenían católicos, luteranos, calvinistas y zwinglianos. En relación a estos tumultos, puede
recordarse el mencionado affaire des placards, ocurrido la noche del 17 de octubre de 1534.
348
CLC, Vaticanus, 129, p.270.
349
CLC, Vaticanus, 129, p.270. Luego de señalar esto, continúa Castellion en la tónica que venimos señalando:
“De modo que nuestro agitador [Calvino], habiendo comprendido este error popular, y pretendiendo oprimir
a quien no fuera de su opinión, lo llamaba «hereje»”. CLC, Vaticanus, 129, p.271.
110
existen criterios (morales) muy evidentes que permiten excomulgar a aquellos obstinados
que se empeñan en negar la verdad de las Escrituras, e incluso condenarlos a muerte por
sus crímenes -como a cualquier otro que matara o robara-, la oscuridad de los dogmas
teológicos impide bajo cualquier circunstancia que las Escrituras sean utilizadas, desde sus
aspectos dogmáticos, como un criterio firme para juzgar las presuntas desviaciones
doctrinales. En consecuencia, la única norma precisa se halla dada por la simple enseñanza
de Cristo, y basta con seguir esos lineamientos para mantenerse dentro del terreno de la
ortodoxia; o, a mejor decir, de la ortopraxia350: “Pues la verdad no está en las palabras; ella
está en los actos”351.
2.2.2. Vaticanus y la doucer
“La «regla» del Señor consiste en amonestar al pecador en forma separada; luego, ante
distintos testigos; finalmente, en advertir a la comunidad. La primera admonición de
Calvino [a Servet] consistió en insultos; la segunda fue la prisión; la tercera, la hoguera.
Este modo de ser no pudo aprenderlo del Señor llamado Cristo”352. Así comienza
Vaticanus su exhortación a la doucer. En efecto, continúa, la verdadera amonestación del
hereje, para ser “buena y verdadera”, debe “estar inspirada por la caridad” y no por las
cadenas, como lo ha estado la de Calvino. La reprimenda debe tener por fin el convencer
amigablemente a quien se equivoca del error en el que se encuentra sumido, evitando
coaccionarlo de cualquier modo, ya sea con grilletes, con torturas o amenazas de muerte.
Pues, afirma Castellion, resulta una paradoja bastante cruel aquella que lleva a Calvino a
estar tan “preocupado por la salud de las almas [como para llegar] al punto de quemar los
cuerpos”353. Y esta situación se torna todavía más problemática cuando caemos en la cuenta
de que, mediante sus reivindicaciones teóricas, el pastor ginebrino “no sólo pretende
mostrar que ha actuado justamente, sino también [convencernos de] que todos los herejes
En relación con esto, señala Salvadori, Castellion introduce una clara distinción entre la fe que se presenta
“en un sentido general a la Palabra”, y las diversas interpretaciones que pueden brindarse en torno a aspectos
particulares de la misma.
351
CLC, Vaticanus, 129, p.275.
352
CLC, Vaticanus, 14a, p.82.
353
CLC, Vaticanus, 17, p.86. La ejecución de Servet entraña, además, otra paradoja: la de que todos los
hombres de su tiempo se encuentren presos del ardiente deseo de leer sus libros: “Maintenant que tu as brûle
l’homme avec ses libres, tout le monde a l’ardent désir de les lire et pensé qu’il doit s’y trouver quelque chose
de bon contre toi, puisque tu as voulu les détruire par le feu, et que tu cherches maintenant à les recouvrir sous
les malédictions. C’est donc toi qui as excité tous ces troubles. Sans toi, rien de cela ne serait arrivé”. CLC,
Vaticanus, 18, p.87.
350
111
deben ser tratado como él ha tratado a Servet”354. Siendo, además, que “pretende que sean
tenidos por herejes todos aquellos que no piensan como él”355.
Oponiéndose a esta doctrina de la coacción-como ya mencionamos al pasar en
nuestro apartado anterior- Castellion intentará mostrar que “Calvino no puede invocar
ninguna razón ni ninguna autoridad sólida” en favor de su propia pretensión, la que se
asienta sólo sobre su “deseo de reinar”, es decir, sobre su ambición personal.
Desarrollando esa estrategia argumental, Vaticanus traerá a colación algunos pasajes
redactados por Calvino en la primera versión de su Institutio (1536), a fin de mostrar que
las ideas allí desarrolladas se contradecían abiertamente con una doctrina de la
persecución356, y dejando en evidencia, además, de qué modo había ido modificándose la
posición del pastor ginebrino en la misma medida en que había ido adquiriendo un mayor
poder político357. En efecto, señala Castellion en la conclusión del fragmento citado, “si
alguien compara estos propósitos con el de este Calvino que escribe ahora, verá que estos
dos textos se combaten como la luz y las tinieblas”358.
A partir de estas observaciones, puede señalarse que el objetivo perseguido por el
humanista saboyano durante estos pasajes centrales de su texto será doble: por un lado,
intentará mostrar que los magistrados no se encuentran facultados para castigar por medio
de la espada secular las faltas espirituales; por otro, que la doctrina que Cristo nos ha
transmitido, fundamentalmente a partir de sus ejemplos, nos obligan a ser pacientes,
moderados y caritativos con aquellos a quienes consideramos en el error.
“Si Servet te hubiera combatido por las armas, habrías tenido razonar para apelar a
los magistrados para defenderte. Pero él te combatía con escritos. ¿Por qué, contra escritos,
has recurrido al hierro y a las llamas? ¿Por qué has llamado en tu rescate a los «piadosos
magistrados»?”359, increpa Vaticanus a Calvino, introduciéndose de lleno en el primero de
los aspectos mencionados. Es indudable que es preciso contar con cierta artillería para
desempeñarse en cualquier batalla, pero también resulta muy evidente que la pluma no es
un arma apta para combatir contra la espada y que la espada material no puede ser utilizada
con honor y legitimidad para combatir a aquellos que nos atacan desde la esfera espiritual.
“Sin duda”, afirma Castellion, “el servidor de Dios combate, pero con sus armas: la
CLC, Vaticanus, 20, p.88.
CLC, Vaticanus, 20, p.89.
356
Vale recordar aquí que algunos pasajes de esta primera edición de la Institutio habían sido incluidos como
parte de la compilación que da cuerpo al Traité des hérétiques. Véase TDH, pp.123-124.
357
Como bien se ha señalado, nos encontramos aquí frente a una de las principales estrategias retóricas
desarrolladas por Castellion: “Lo stesso Castellione, d’altronde, non perde occasione proprio nei suoi scritti
più legati al caso Serveto di far notare il carattere -apparentemente- contraddittorio della posizione assunta dal
teologo di Ginevra”. Stefania Salvadori, “Il martire e l’eretico ”, Op.cit., p.53.
358
CLC, Vaticanus, 31, p.109.
359
CLC, Vaticanus, 41, p.123.
354
355
112
justicia, la fe, la paciencia, y otras virtudes que Pablo atribuye al cristiano (Efesios, 6:1). El
arma de Calvino, por el contrario, es el hierro”360. El papa de Ginebra ha aprendido del de
Roma la peor de las lecciones: “a quemar a los hombres”, olvidando por completo el
verdadero mensaje de Cristo; quien jamás prescribió la licitud de ejercer la violencia en
nombre de la religión361, sino justo lo contrario362.
En efecto, “si los robos, las rapiñas, los adulterios, los asesinatos, etc., son
castigados, ellos no lo son para establecer el reino de Cristo, ni para justificar a los
hombres, o volverlos piadosos. Ellos tampoco lo son para engendrar una creatura nueva,
sino para proteger los cuerpos y los bienes de los buenos ciudadanos”363. El consenso sobre
la necesidad de que los magistrados castiguen este tipo de delitos es universal entre judíos,
turcos y cristianos; no obstante, esa unanimidad en el espacio secular no debe conducirnos
al equívoco de confundir el reino celeste con los asuntos terrestres.
Es necesario no confundir en absoluto [Itaque non debent hic omnia confundi]. Se trata,
por el contrario, de poner cada cosa en su lugar, y de distinguir el reino celeste de los
asuntos terrestres. El Cristo no se ocupa de aquello que no concierne a su reino. Pero sobre
aquello que toca a su reino, su mensaje no deja lugar a dudas. Es por eso que, en estas
cuestiones, siempre podemos retornar a él364.
El dominus de Ginebra, por su parte, ha intentado confundir todo -con la clara
intención de sostener la legitimidad de la punición de los herejes por parte de los
magistrados seculares- con una “comparación absurda y falaz. Y sobre todo oscura. Es el
hábito de Calvino: cuando desea engañar a su auditorio o a sus lectores, comienza a hablar
de una manera embrollada, escapando como una anguila en aguas turbulentas”365. En una
palabra, la analogía pergeñada por Calvino es la siguiente: del mismo modo en que, para
CLC, Vaticanus, 44a, p.127.
“Si son los hijos de Dios, harán las obras de Dios. Pero a aquellos no merecen la muerte, no los matarán.
Pues eso, el hijo de Dios nunca lo hizo”. CLC, Vaticanus, 46a, p.128.
362
“Afirmar su fe [la de Cristo] no es hacer quemar a un hombre, es, antes bien, hacerse quemar. «Aquel que
persevere hasta el final será salvado» (Mateo, 10:22) ¿Pero perseverando de qué modo? ¿Persiguiendo? No,
soportando el sufrimiento. Tal es la verdadera manera de afirmar su fe; pero de esto Calvino no tiene
conocimiento”. CLC, Vaticanus, 46b, p.129. A la ironía sobre este desconocimiento de los dogmas más simples
y ciertos que nos ha transmitido la Escritura, Castellion añade también la inversa, al señalar que Calvino posee
conocimientos muy claros sobre cuestiones sobre las que nadie entiende casi nada; conocimientos, además, que
le han permitido condenar a Servet: “Ah oui, ce fut des causes dont les princes son bien informés que Servet
dut périr: la Trinité, le Destin, le libre arbitre et quelques autres notions sur les quelles nul ne parvaient à
s’entrendre, sur toute la face de la terre. Mais Calvin, lui, est bien informé de tout”. CLC, Vaticanus, 49a,
p.131.
363
CLC, Vaticanus, 63, p.145.
364
CLC, Vaticanus, 63, p.146. Como dirá algunas páginas más adelante: “El magistrado castiga la acción, Dios
castiga el pensamiento… Uno el cuerpo, el otro el alma. No hacer esta distinción, es confundirlo todo”. CLC,
Vaticanus, 112a, p.219.
365
CLC, Vaticanus, 71, p.152.
360
361
113
enseñar el Evangelio es lícito recurrir a la elocuencia, aun cuando ella no sea indispensable,
resulta legítimo, para proteger a la religión, recurrir a la espada, aun cuando ella no sea
necesaria. El carácter absurdo de esta comparación, responde Castellion, es que la coacción
no es a la religión lo que la elocuencia es a la doctrina, pues la religión existe sin el hierro, y
necesita de la espada en la misma medida en que necesita “de la riqueza o el arado”.
En cuanto a nosotros -continúa-, proponemos una comparación netamente más adecuada:
del mismo modo en que la espada, sea pulida, rugosa o aguda, es necesaria en el combate, el
Evangelio, para ser enseñado, tiene necesidad del discurso, sea este rudimentario u ornado.
De igual modo en que los combates se hacen con hierro, y no con palabras, la religión trata
con las palabras, y no los golpes de espada366.
Es en este particular contexto de su refutación, y de distinción entre lo que
compete al magistrado y lo que es propio del doctor, que Castellion introduce aquel pasaje
que hará pasar a la historia al Contra libellum Calvini, pasaje en el cual, además, pueden
verse refrendadas y condensadas muchas de las ideas que hasta aquí hemos venido
desarrollado.
Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre. Cuando los
ginebrinos mataron a Servet, no defendieron una doctrina, mataron a un hombre. La
defensa de la doctrina no es un asunto del magistrado (¿qué tiene que ver la espada con la
doctrina?), es asunto de los doctores. El deber del magistrado es el de defender al doctor
como el defiende al campesino, al artesano, al médico, y a cualquier otro, contra las
injusticias. Es por eso que, si Servet hubiera querido matar a Calvino, el magistrado hubiera
estado en todo su derecho de defender a Calvino. Pero Servet lo ha combatido con
argumentos y con escritos; él debía combatirlo con argumentos y con escritos367.
La defensa de la doctrina, es decir, de la religión, no compete en absoluto a los
magistrados, sino tan sólo a los ministros; de igual modo, no es a los ministros a quienes
CLC, Vaticanus, 71, p.153.
CLC, Vaticanus, 77, p.161. En cuanto a la historia a la que hemos aludido, digamos muy brevemente lo
siguiente: parece haber sido está frase la que más impacto produjo en Ferdinand Buisson y Stefan Zweig, y es la
misma con la que Hans Guggisberg finaliza su biografía sobre Castellion. Asimismo, Étienne Barilier sostiene
que en ella podemos encontrar uno de los más firmes pilares de la tolerancia sostenida por Castellion.
Oponiéndose a las afirmaciones de Thierry Wanegfellen, para quien dicha tolerancia se asienta principalmente
en la oscuridad de las Escrituras, y, por tanto, en la imposibilidad de decidir cuál es el sentido último de ellas,
Barilier cree que el posicionamiento de Castellion se asienta “dans le sentiment d’humanité” que el humanista
exhibe frente al sufrimiento ajeno. Por otra parte, Barillier encuentra aquí una suerte de bisagra textual a partir
de la cual la comparación entre la figura de Servet y la figura de Cristo, con sus respectivas pasiones, comienza a
ser cada vez más elocuente.
366
367
114
corresponde castigar delitos comunes como robos u homicidios, sino a los magistrados
seculares. Éstos no cuentan más que con la fuerza de la espada; aquellos, con las armas de
la elocuencia y la palabra, pues Cristo lo ha dicho con toda claridad: la única espada que
compete a los asuntos de la religión es la espada espiritual, y sus armas poco tienen que ver
con el hierro y el fuego. Así, señala Stefania Salvadori, “en contra de la afirmación,
contenida en la Defensio, según la cual los magistrados tenían el mandato de defender la
verdadera doctrina con la espada, Castellion nos recuerda que estos no habían sido
establecidos para combatir las ideas, sino sólo para mantener el orden público en el que se
basa toda sociedad”368. En tal sentido, el pastor y el doctor deben ser protegidos -del
mismo modo en el que lo son todos los demás ciudadanos- de los posibles crímenes de los
malvados, pero no de las argumentaciones que contradicen su parecer; las cuales deben ser
refutadas por el solo uso de los razonamientos.
En efecto, Castellion destinará la serie de apartados subsiguientes a desarticular
uno de los principales argumentos esgrimidos en favor de la coacción secular por motivos
espirituales: aquellos pergeñados por san Agustín a partir de la parábola del banquete369. La
estrategia argumental que Castellion desarrollará para refutar esos argumentos tiene, en
términos generales, dos movimientos. En primer lugar, retomando una vez más la primera
edición de la Institutio, Castellion intentará defender su posición a partir de las propias
palabras de su adversario, develando el “escandaloso desacuerdo” que existe entre el
Calvino que se hallaba desposeído de todo poder, y que, por lo tanto, trazaba una clara
separación entre el magistrado y la Iglesia, y aquel que, habiendo accedido al dominio
político y sentido la necesidad de sostener la ortodoxia de sus propias filas, ha llegado a
comenzado a defender “que es el oficio del magistrado el coaccionar a la fe”370.
En segundo lugar, retrotrayéndose hacia los orígenes de la doctrina cristiana,
Castellion buscará mostrar que -incluso más allá de lo que haya pensado y dicho Agustín,
StefaniaSalvadori, “Il martire e l’eretico”, Op.cit, p.58.
No sólo los textos refutados nos recuerdan a aquellos que Pierre Bayle abordará más de un siglo después en
su Commentaire philosophique, sino también la estrategia argumental, centrada, por un lado, en un detenido
análisis de las Escrituras, y, por otro, en un clara subjetivación de la verdad; cuyo carácter resulta ya inseparable
de la sinceridad de la creencia: “Voyons, Calvin, mets-tu Servet à mort parce qu’il pense ainsi, ou parce qu’il
parle ainsi ? Si tu le mets à mort parce qu’il parle comme il pense, tu le tues à cause de la vérité : car la vérité,
c’est de dire ce qu’on pense, quand même on se trompe [nam veritas est dicere quae sentias, etiamsi erres]. Le
Psaume 15 déclare hereux celui qui dit en vérité ce qu’il a dans son âme. Et toi, tu mets à mort un tel homme ?
Plutôt que de le tuer parce qu’il pense ainsi, enseigne-lui à penser autrement. Ou alors, prouve-nous que les
Saintes Ecritures réclament la mort de ceux qui se trompent ou qui pensent mal”. CLC, Vaticanus, 80, p.165.
Una consideración similar será proferida algunas páginas más adelante: “Calvin a tué Servet pour la vérité, car
Servet, lui, ne voulait pas mentir. Si Servet avait voulu se rétracter, et parler contre sa conscience, il en serait
réchappé. Mais parce qu’il a dit ce qu’il pensait, il a péri”. CLC, Vaticanus, 91, p.190.
370
CLC, Vaticanus, 81a, p.167.
368
369
115
o cómo se lo haya interpretado a lo largo de la historia- el ejemplo que el propio Cristo
nos ha legado es más que claro.
Algunos pretenden que los discípulos de Cristo deben cultivar la mansedumbre de la que el
Señor daba prueba. Pues, dicen ellos, no fue con las armas que empujó a los obstinados a
obedecerle. Él siempre intentó a atraerlos a través de una doctrina de la doucer, a fin de
realizar la profecía de Isaías (42:1-4)371.
A partir de esta afirmación de Calvino, Vaticanus intentará mostrar, por un lado,
que la espada de Cristo no fue otra que la palabra (y que, por lo tanto, él mismo nos alejó
de toda posibilidad de recurrir a la espada secular), y por otro, que su ejemplo nos insta a
abrazar una doctrina de la doucer, la paciencia y la caridad. En efecto, si “Calvino (que se
pretende el vicario de Cristo)”, hubiera deseado imitar realmente a su propio maestro, “no
debía enviar a Servet frente a los magistrados para que lo apresaran y mataran, ni ser su
acusador (él, o su cocinero372). Él debía aprehender a Servet con sus propia manos, y con
sus propias armas, es decir, [con] la palabra”373. Cristo jamás afirmó que había sido enviado
a la tierra para castigar a los hombres, sino todo lo contrario: “Cristo dijo que no vino a
condenar, sino a salvar. Es por eso que concedió el don de curar y de consolar, y otros por
el estilo. Que él haya concedido el don de matar, no lo he leído en ninguna parte. Pero que
él abolirá todo tipo de poder, sí lo he leído. Él nos ha dado una palabra fuerte e invencible,
que nos permite obligar a los insumisos, pero no nos ha dado la espada”374.
Asimismo, si miramos el ejemplo de sus seguidores más directos y cercanos, nos
encontraremos con iguales enseñanzas. Los apóstoles sólo exhortaban a los hombres a
través del verbo, y castigaban “a los culpables que tenían al alcance del poder de este verbo,
por aquellos pecados que tocaban a las palabras y a la doctrina”375. Y, por el contrario, “los
magistrados deben castigar con su arma, a saber, la espada, a los culpables que tienen al
alcance del poder de esta espada, por las faltas que esta espada tiene el derecho de
castigar”376. Si se obrara de otra manera, “se mezclarían las cosas sagradas con las cosas
CLC, Calvin, 82a, p.169.
Quien representó a Calvino al momento de la denuncia de Servet fue Nicolás de la Fontaine, presunto
“cocinero” del pastor, aunque las evidencias históricas los señalaban más bien como su secretario. Asimismo, el
hecho de que no fuera Calvino en persona quien dirigiera la acusación responde a dos motivos: el primero
responde a una cuestión política, repetida varias veces por Castellion: Calvino pretendía evitar ser considerado
culpable de asesinato; el segundo, a una cuestión operativa: las leyes de la época mandaban que el acusador
fuera apresado junto con el acusado hasta el momento del juicio, a fin de prevenir la calumnia.
373
CLC, Vaticanus, 82a, p.171.
374
CLC, Vaticanus, 90, p.187.
375
CLC, Vaticanus, 91, p.189.
376
CLC, Vaticanus, 91, p.189.
371
372
116
profanas”377; tal como ha pretendido hacerlo Calvino a través del asesinato de Servet,
asesinato con el cual no ha hecho sino “demostrar la debilidad de su palabra para la gloria
de la espada, que es su Dios”378.
2.2.3. La letra y el espíritu
“Las Escrituras incluyen algunos testimonios que no carecen, al parecer, de una cierta
claridad: dejad que la cizaña crezca con el buen grano, dice Cristo, a fin de que luego sean
recogidos por separado (Mateo, 13:30). Pero, si actuamos exactamente así, no solamente el
magistrado no tiene el derecho de usar la espada, sino que toda la disciplina está caduca”379.
A partir de esta afirmación de Calvino, Vaticanus sostiene que “es necesario explicar
precisamente qué significa «arrancar la cizaña», dado que ello resulta de la más alta
importancia para la cuestión presente”380. En tal sentido, continúa, dejar que la cizaña
crezca junto al trigo implica no juzgar antes de tiempo, es decir, esperar a que sea Dios el
que decida quién se encuentra en la verdad y quién en el error. Es Dios, en última
instancia, el único capaz de arrojar un poco de luz sobre las tinieblas que cubren muchos
pasajes bíblicos381, y de revelar, además, la verdaderas “intenciones de los corazones”.
“Estas cosas ocultas no serán reveladas antes de que brille el día de la venida de Dios”,
CLC, Vaticanus, 91, p.189. Como ya hemos mencionado en nuestro análisis del TDH, esta tajante distinción
nos conduce hacia otra consecuencia importante: aquella según la cual la medida más extrema que puede tomar
un ministro con quienes se apartan de las opiniones admitidas, se reduce a la excomunión. En ese sentido,
sostiene Castellion, no debe caerse en el engaño de pensar que matar a un hombre significa lo mismo que
“amputar un miembro”, pues apartar a un miembro de la comunidad, tal como lo enseña san Pablo (Romanos,
11:20) a propósito de los judíos, no implica infringirle un castigo corporal, sino sólo obligarlo a abandonar una
comunidad espiritual. “Del mismo modo, cuando un hereje es muerto, no es amputado del cuerpo de Cristo,
sino de la vida del cuerpo” (CLC, Vaticanus, 94, p.193); lo que pone de manifiesto, una vez más, la ilicitud de
tal pena.
378
CLC, Vaticanus, 91, p.190.
379
CLC, Calvin, 96, p.194. El corolario de este pasaje de Calvino puede encontrarse algunos parágrafos más
adelante, cuando el líder ginebrino afirme lo que sigue: “Es inútil continuar más tiempo sobre este asunto. El
fin de un gobernante justo es el de preservar un orden legítimo entre los hombres. Descuidar la piedad disipa
este orden, de tal modo que la vida de los hombres, sin ella, deviene un sin sentido. Brevemente, un gobierno
que descuida la religión es un gobierno mutilado. Y los magistrados que no se ocupan más que de los asuntos
públicos, y no piensan en hacer observar el culto divino, son mequetrefes pasivos”. Contundente afirmación
ante la que Vaticanus responderá lo siguiente: “¿El orden legítimo? El pastor se ocupa de las almas y el
magistrado de los cuerpos. Aquel que arrastra las almas frente al magistrado, priva al pastor de su oficio y
pervierte por completo el orden. Moisés conducía la guerra con sus oraciones, y Josué con sus brazos. Dad al
César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios (Mateo, 22:21). CLC, 115, pp.222-223.
380
CLC, Vaticanus, 96, p.194.
381
Como ya hemos señalado, no obstante esta insuperable oscuridad que envuelve a los dogmas doctrinales, la
Escritura nos ha enseñado, con toda claridad, algunos preceptos morales; que son, a ojos de Castellion, los que
realmente importan: “La doctrina de la piedad: amar a nuestros enemigos, hacer el bien a los que nos hacen
mal, tener hambre y sed de justicia, bienaventurados aquellos que sufren la persecución por la causa de la
justicia… Estas cosas, y otras del mismo género, son ciertas, aun cuando cuestiones oscuras sobre la Trinidad,
la Predestinación, la Elección, etc., permanezcan ignoradas”. CLC, Vaticanus, 28d, p.100. En efecto,
plegándonos al comentario de Étienne Barilier, podríamos resaltar el elocuente “tono erasmiano” de estas
líneas, en donde ortopraxia alcanza una clara preeminencia por sobre la ortodoxia.
377
117
afirma Castellion, y, por tanto, antes de que ese día haya arribado, es imposible “saber
quién será reprobado”382.
Resaltando nuevamente la clara distinción que debe existir entre el ámbito secular y
el ámbito espiritual, Castellion señala que cuando un magistrado hace ejecutar una
sentencia capital en contra de un ladrón o un asesino, no está cometiendo falta alguna, pues
no está apartando al reo de la comunidad espiritual fundada por Cristo, sino simplemente
“arrancándolo de esta vida presente”. Al mismo tiempo, los tribunales de justicia no
condenan a muerte a un ladrón por que éste “sea malvado, sino porque ha hecho un
mal”383. Por el contrario, el castigo de los herejes no se limita a este mundo, dado que
aquellos que pretenden hacerlos morir no reducen sus penas al ámbito temporal, sino que al considerarlos intrínsecamente pervertidos- los condenan por toda la eternidad; lo que
claramente representa “una manera de anticipar el juicio de Dios”384. He aquí por qué, en
tanto que la sanción de los delincuentes comunes -incluida la pena de muerte- no es
considerada por Castellion como una medida que pueda reprobarse, la condena capital de
los herejes implica una “falta” muy grave. Y la razón última del carácter ilegítimo de esa
condena se encuentra en las propias prescripciones que nos ha brindado Cristo durante su
venida:
Cristo nos ha ordenado dejarlos [a los herejes] hasta el momento de la cosecha, para evitar
el caso de que por azar un hombre de bien fuese asesinado junto con ellos: más vale dejar
que todos los malvados vivan hasta el Juicio antes de que un solo bueno sea muerto con
ellos385.
En tal sentido, puede afirmarse que Castellion, a diferencia de Calvino, pretende
que ya nadie sea castigado de acuerdo con los preceptos de la ley mosaica386, caducos desde
la llegada de Cristo. Posicionándose nuevamente en las antípodas del pastor ginebrino, que
pretende devolver a los hombres a los tiempos inmemoriales en los que los judíos leían a
Moisés “avec un voile sur le visage” (II Corintios, 3:15), Castellion pretende que todas las
CLC, Vaticanus, 96, p.195.
CLC, Vaticanus, 96, p.196. Las cursivas son del original.
384
CLC, Vaticanus, 96, p.196.
385
CLC, Vaticanus, 96, p.197. Uno de los principales argumentos que Calvino había esgrimido en favor de su
posición sostenía que no deben tolerarse los males que pueden ser corregidos sin que de ello se deriven
“consecuencias perniciosas”. Ahora bien, responde Castellion a estaafirmación: “Exterminer ceux qu’on tient
pour hérétiques, ce ne serait pas le comble du pernicieux ?”. CLC, Vaticanus, 100b, p.203.
386
Véase, en particular, CLC, Vaticanus, 122, pp.236-239.
382
383
118
penas sean adoucies, pues actuar de otro modo sería “no comprender que el Cristo es el fin
de la ley”387. Es decir, la sustitución de la religión del castigo por la religión de la caridad.
Pero de todas formas, prosigue Castellion algunas páginas más adelante
-
elevando una vez más su apuesta argumental-, aun cuando concediéramos a Calvino que
“la venida de Cristo no ha modificado el orden político ni ha quitado ningún atributo al
oficio del magistrado”388, e incluso si aceptáramos “toda la ley de Moisés, eso no cambiaría
nada del asunto”389, dado que es imposible encontrar en toda la Escritura alguna ley que
ordene castigar a los herejes con la muerte390. Y por eso, en efecto, como ya hemos
señalado, que la estrategia retórica de Calvino ha consistido básicamente en utilizar
distintos circunloquios a fin de evitar brindar una clara definición de la herejía, al mismo
tiempo que recurría a distintos engaños para asimilar los herejes a los blasfemos.
“Equivocarse no es blasfemar”, afirma Castellion, y dicha distinción resulta crucial, “sobre
todo en las causas en las que la vida está juego, y si no queremos ejecutar hombres a la
ligera, por un crimen desconocido, y que la ley no menciona jamás”391.
Al respecto, puede decirse que Calvino ha incurrido en un doble “abuso” retórico:
en primer lugar, ha pretendido que la ley tenga aplicación sobre quienes incurren en una
equivocación, cuando ella “permanece muda” en relación con ellos; en segundo, ha
insistido en que, luego de la venida de Cristo, “el reino de la ley permanece, y que
permanecen las mismas razones para castigar”392. Castellion, en tanto, habiendo dedicado
gran parte de su atención a desarticular los artilugios retóricos que Calvino había
esgrimido en favor de aquel primer abuso, dedicará algunos pasajes centrales del Contra
libellum Calvini para defender una posición antagónica de esta segunda tesis sostenida por
su adversario, afirmando que la venida de Cristo ha dejado caduca la ley mosaica: “¿Pero
qué hombre sano de espíritu acordaría que bajo el reino de Cristo la ley permanece?”393, se
pregunta Castellion, respondiendo, algunas líneas más abajo, que no caben dudas de que el
nacimiento de Jesús ha marcado un antes y un después en relación con la ley dada por
Moisés: “La ley, pues, fue trasferida, ella pasó de Moisés al Cristo, de la oscuridad a la luz,
CLC, Vaticanus, 122, p.239.
CLC, Calvin, 125, p.243.
389
CLC, Vaticanus, 125, p.244.
390
CLC, Vaticanus, 125, p.244.
391
CLC, Vaticanus, 125, p.245.
392
CLC, Vaticanus, 125, p.245.
393
CLC, Vaticanus, 125, p.245. El pasaje continúa del siguiente modo: “Qui supporterait qu’on lui arranche le
Christ por retourner à Moïse, en compagnie de Calvin ? Que Calvin, avec ses amis Juifs, soit le disciple de
Moïse. Pour nous, le Messie est venue. C’est notre législateur, et c’est à sa loi que nous voulons obéir. Voilà ce
que nous croyons : la loi fut notre maîtres jusqu’à Christ, jusqu’à ce que vienne la descendance promise. Là où
le Christ est venu, la loi qui nous gardait doit céder le pas”.
387
388
119
de la imagen a la cosa misma, de la carne al espíritu. Pablo ha dicho en otra parte que esta
ley es espiritual, y es exactamente esto lo que yo mismo digo”394.
Cristo, a diferencia de Moisés, ha establecido que las penas de aquellos que
incurren en alguna falta respecto de la religión no deben ser corporales, sino tan sólo
espirituales. Esto implica que los magistrados seculares quedan excluidos de toda
posibilidad de participar del castigo de los herejes, pues su ámbito de injerencia legítimo
queda estrictamente reducido a los asuntos terrenales395. Con la llegada de Cristo, entonces
-reafirma Castellion- “la pena ha pasado de la materia al espíritu”, y la espada de acero ya
no guarda ninguna “relación con las cuestiones de las ceremonias o la religión; de carnal,
ella ha devenido espiritual”396.
3. Un país que se desangra.
Nous comprendrons alors ce qui se passerait si les princes
suivaient le conseil de Calvin. […] Si donc on veut suivre le conseil
de Calvin, il n’y aura pas de secte qui no condamnera et ne
persécutera toutes les autres (quelle secte ne se considère pas ellemême comme la meilleure?).
Sébastien Castellion, Contre le libelle de Calvin, §129
Como ya hemos señalado con cierto detalle en nuestro primer capítulo, el comienzo de la
década de 1560 será decisivo para la evolución de la historia política y religiosa de una
Francia desgarrada por las luchas entre protestantes y católicos. Luego de la muerte de
Enrique II, ocurrida hacia fines de 1559, se producirá un giro en la política real: en lugar de
perseguir a los herejes, el gobierno se inclinará, primero, hacia una política de conciliación,
CLC, Vaticanus, 125, p.246.
“Mais maintenant on en vient au Christ, qui est le prophète véritable, ainsi que le montre Etienne, et dont le
Père a dit qu’il fallait l’écouter. Et le Christ veut que si quelqu’un ne l’écoute pas, son âme soit punie. Son âme
et non son corps. […] On voit bien ici que la punition de l’incrédulité ou de l’abandon du Christ n’est pas
confiée au magistrat, mais réservée au Dieu”. CLC, Vaticanus, 125, p.248.
396
CLC, Vaticanus, 125, pp.250-251. Cabe mencionar aquí que en las páginas siguientes Castellion mostrará
una fuerte oposición respecto de otro de los principios sostenidos por Calvino: el de que los magistrados
seculares son los que deben encargarse de mantener la piedad entre los hombres. En ese aspecto específico,
afirma el humanista, el pastor ginebrino tiene mucha razón cuando “dice que la venida de Cristo no modificó el
orden político”, pues al igual que en los tiempos de Moisés, los magistrados siguen siendo necesarios para
sostener la sociedad humana, en tanto que “abandonar el orden político es como dejar de lado la agricultura, la
medicina y otras cosas necesarias para la vida” (CLC, Vaticanus, 125, p.252). No obstante, es necesario señalar
que cuando los magistrados castigan a los criminales -tanto en tiempos anteriores a Cristo, como en los
posteriores a su venida- no lo hacen “porque Moisés lo ordena, sino porque la ley de la naturaleza y de la
equidad lo manda. Esta ley ha existido antes de Moisés, y entre otras naciones. Pablo certifica por cierto que las
leyes se hallan escritas en los corazones. Es por eso que quienes fueron magistrados antes de Moisés, o en otros
Estados, han castigado a los homicidios, los adulterios y los otros crímenes, no según la ley de Moisés, sino
según la ley natural”. CLC, Vaticanus, 125, p.252. Una afirmación similar puede hallarse en CFD, p.63 y ss.
394
395
120
y más tarde, hacia el reconocimiento de una tolerancia civil provisional; tolerancia que,
como también hemos visto, terminará por producir una serie de consecuencias paradójicas.
El Edicto de Saint-Germain, sancionado en enero de 1562, no logrará establecer la paz,
sino que desencadenará una serie de conflictos políticos, religiosos y militares que sólo
encontrarán cierta pacificación duradera en las postrimerías del siglo de la Reforma.
Es en el inicio de este escenario de pasiones encendidas donde Castellion intentará
interceder a través de su Conseil à la France desolée, es decir, en palabras de Marius
Valkhoff, a través de este “manifiesto pacifista y ecuménico en el que se esfuerza por ser
completamente objetivo, cosa excepcional en esta época”397. Castellion intentará
posicionarse en un espacio equidistante entre católicos y evangélicos -términos oficiales
establecidos por los distintos edictos con el fin de evitar injurias mutuas-, y mostrar a
ambos partidos que los males que asolan a la realidad francesa no provienen de las
prerrogativas de la libertad, sino de su ausencia. En efecto, esbozando una línea de
continuidad entre el Traité des héretiques, el Contra le libelle de Calvin y el Conseil à la
France desolée, podríamos señalar que la desolación de Francia se debe a que los hombres y principalmente quienes ocupan posiciones de poder y decisión- se han empeñado en
adoptar la perniciosa doctrina impulsada por Calvino. Siguiendo el consejo de este
ambicioso pastor, se ha confundido la impiedad con la herejía, la malicia con el error, el
ámbito espiritual con el ámbito secular, la amonestación caritativa con la coacción de la
espada. Todo ello no podrá tener más que trágicas consecuencias prácticas, y nada más que
un remedio: dejar que cada uno crea a propia cuenta y riesgo, exigiendo sólo el respeto de
un cúmulo mínimo de preceptos morales. Tales preceptos eran los que Castellion había
aprendido de su propio padre, quien ignoraba las diversas elucubraciones teológicas acerca
del dogma de la predestinación, pero conocía muy bien que robar, mentir y matar eran
acciones contrarias a lo que Cristo nos había prescrito con su propia vida.
Ahora bien, dado que el escenario histórico, político e intelectual en el que se
inscribe el Conseil resultaría incompleto sin una referencia al anónimo Exhortation aux
princes, del que el propio Castellion admite haber tomado algunas de sus ideas -e incluso,
podríamos agregar nosotros, hasta el propio título de su trabajo398-, creemos necesario
Marius Valkhoff, “Preface”, CFD, p.10.
Es en su apartado “Consideration de l’avenir”, es decir, en el momento en el que sugiere diversas hipótesis
acerca del futuro del conflicto confesional, donde Castellion retoma la tesis de la Exhortation. Más en
particular, cuando presenta su séptimo punto, referido a la posibilidad de “appointer et laisser les deux religions
libres”. Es allí, pues, donde afirma lo siguiente: “Mais devant que venir à ce poinct, je veux faire mencion d’un
petit livre imprimé l’an passé [1561] en françois, dont le tiltre est Exhortation aux princes et seigneurs du conseil
du Roy, auquel livre est donné le mesme conseil que je veux donner, c’est de permettre en France deux Eglises.
Le dict livre (selon mon avis, et de tous ceux auxquels j’en ay parlé et qui l’ont leü) es escrit par ung homme
397
398
121
realizar un breve repaso de la tesis presentadas en este breve opúsculo antes de internarnos
de lleno en el texto del humanista.
3.1. Un reino, dos Iglesias: la Exhortation aux Princes
Retomando la interpretación realizada por Joseph Lecler, podríamos afirmar que “la
Exhortación a los príncipes inaugura en Francia una serie de manifiestos en los que los
defensores de la tolerancia expresan el punto de vista propiamente «político» y
nacional”399. En tal sentido, el texto de la Exhortation aux Princes quizás pueda ser
comprendido como uno de los máximos exponentes de este período de transición al que
nos hemos referido más arriba. Anónimo atribuido a Étienne Pasquier (1529-1615)400,
impreso por primera vez en el año 1561, la Exhortación parece representar en sus páginas la
conciencia de una época. La conciencia de un momento histórico particular; un momento
en el cual comenzará a vislumbrarse tanto el resquebrajamiento de una estrategia política
como el preludio de otra diferente. La que muere no es otra que la política de los
Concilios; la que se augura, la de los Edictos. Es decir, una política no ya basada en el
anhelo de la reconciliación entre católicos y protestantes a partir de un credo communis,
sino más bien en la posibilidad de la coexistencia. En efecto, vista la dificultad de llevar a la
práctica los ideales del irenismo erasmiano que habían guiado los destinos franceses entre
1520 y 1560, el autor de la Exhortation no dudará en dirigir su discurso a los príncipes y
consejeros privados del rey, a fin de proponerles un golpe de timón capaz de evitar el
desarrollo de los peligrosos movimientos de sedición que amenazan a Francia, y, por lo
prudent, quel qu’il soit, et qui donne un conseil très bon et profitable”. CFD, p.53. Mantenemos la grafía
original.
399
Joseph Lecler, Op.cit, T.II, p.56. Beame parece acordar con esta posición, ubicando al autor de la Exhotation
en ese espacio intermedio que existe entre los “ultra-conservadores”, que se oponen a la tolerancia bajo toda
condición, y los abiertos defensores de la libertad. Veáse E.M. Beame, Op.cit., p.256. En tal sentido, los
politiques podrían ser identificados como aquellos que bregan por la tolerancia civil entendiéndola como el mal
menor.
400
Esta atribución se debe a que la Exhoration está firmada por “S.P.P.”, de lo podríamos inferir el nombre
latino de Pasquier: Stephanus Paschasii Parisinus. La misma se ha vuelto corriente desde que León Feugère,
autor del Essai sur la vie et les ouvrages d’EtiennePasquier (Paris, Librairie de Firmin Didot Frères, 1848,
pp.209-210), incluyera a la Exhortation entre las producciones del humanista. Albert Chamberland
(“EtiennePasquier et l'intolérance religieuse au XVIe siècle”, Revue d'histoire moderne et contemporaine, 1,
1899-1900, pp. 38-49) se opuso a esta atribución, y supo mostrar muy buenos argumentos biográficos e
históricos que permiten concluir que Pasquier difícilmente pudo ser el autor de la Exhortation. Joseph Lecler
tampoco comparte la opinión de Feugère, y retoma en su estudio algunas de las razones presentadas por
Chamberland (Op.cit, T.II, pp.51-52). De todas formas, podemos señalar aquí, más allá de quién haya sido
efectivamente su autor, de lo que no se puede dudar es de su auténtica existencia en aquella época; lo que lo
convierte en un documento de inestimable valor para reconstruir el escenario político e intelectual en que tuvo
nacimiento esa posición filosófico-política que más tarde se consolidará con los politiques.
122
tanto, el colapso del reino401. He ahí su motivo principal, su tesis: dado que ya no es posible
alcanzar la reunificación religiosa, lo que queda por defender y resguardar es la unidad
política.
Pero también es cierto que el argumento político no es el único que se expresa en
estas páginas; él se halla mixturado con otros dos: el primero refiere a la necesidad de
respetar la libertad de la conciencia, evitando “forzarla con golpes de espada”; el segundo, a
la urgencia por evitar que aquellos que adhieren a las naciente confesión reformada, al verla
prohibida, terminen por adherir sus voluntades a posiciones irreligiosas o ateas. Estas
posiciones, como ya pudimos ver en nuestra introducción, y como volveremos a constatar
en ocasión de nuestro análisis de Bodin, resultan -para los autores de esta época- el mayor
peligro imaginable. Examinemos todo esto con mayor detalle.
El autor comienza la Exhortation apelando a benevolencia de los magistrados, y
reclamando para sí la libertad de hablar,“no bajo la esperanza de insinuarles otros instintos
de religión que aquellos que cada uno posee particularmente, sino para que presten la vista
y el oído”402 a su discurso, concebido siguiendo los “deberes” que su propia conciencia “le
ha ordenado”. Realizada esta presentación, en la que la voz interior de la conciencia
aparece por primera vez en un lugar destacado, el autor entra de lleno en su tema,
impugnando la manera en que ciertos hombres de su tiempo suelen relacionarse con su
religión: el modo en “como he visto que algunos la practican”, afirma, provoca más
contratiempos que beneficios, adquiriendo un papel contrario al que debería tener; en vez
de producir sosiego, genera discordia.
Las discusiones de religión entre romanos y protestantes (pues encuentro mejor de elegir
estos términos para el presente [discurso] antes que utilizar otros nombres de perniciosas
consecuencias) no aportan ninguna comodidad más que una división en la comunidad, de
donde nacen todas las sediciones403.
Del mismo modo en que los católicos consideran a los protestantes como “herejes
y cismáticos”, los protestantes detestan a los romanos a causa de su presunta idolatría y
por los abusos en los que éstos han solido incurrir en la defensa de la “fe de sus ancestros”.
Estos abusos, podemos inferir de las páginas que siguen, no sólo son relativos al ámbito
político, sino también al teológico. Por ese motivo, el autor de la Exhortation adoptará una
El título completo del panfleto es el siguiente: Exhortation aux Princes et seigneurs du conseil privé du Roy
pour obvier aux seditions qui ocultement semblent nous menacer pour le fait de la Religion.
402
Exhortation aux princes, documento catalogado bajo el N° 314263, Bibliothèque Nationale de France, 1561,
pp.3-4. La traducción es nuestra. En adelante, EP.
403
EP, p.4.
401
123
posición de suma cautela, aseverando que resulta una “temeridad presuntuosa y obra de un
hombre arrogante” el pretender brindar interpretaciones inequívocas de los caminos
pergeñados por la voluntad divina. “Grandes y maravillosos son los misterios de este
poderoso Dios”404, por lo que resulta una empresa imposible para los hombres el penetrar
en los motivos del cielo. Ahora bien, “¿qué podemos concluir de aquí?”405, se pregunta el
autor; responde lo siguiente: si la voluntad divina resulta inescrutable para nuestros ojos,
no nos queda más remedio que conformamos con aquel único instrumento de guía del que
todavía disponemos. En tal sentido, lo que debemos procurar es “vivir todos en reposo con
nuestra conciencia, y en la ley bajo la cual estimamos ser llamados”406. En conclusión, dado
que los misterios del cielo son una incógnita irresoluble para los seres humanos; que, como
consecuencia de dicha incertidumbre, las discusiones entre las diversas confesiones son
inevitables; y que, finalmente, esos altercados producen las más trágicas consecuencias
políticas, no quedan más que dos soluciones posibles: o suprimir la religión protestante de
los confines del reino, o establecer una nueva legislación que disponga la coexistencia
pacífica (al menos de un modo provisional).
Enemigo de los conflictos, y aun sugiriendo a los magistrados sus preferencias
subjetivas por la religión de Roma407, el autor de la Exhortation será un efusivo partidario
de la segunda solución408:
Así, para resolver todos estos problemas, y por los ejemplos antes mencionados, tenemos
alguna advertencia de la voluntad del Señor, que no quiere que se proceda por medio del
pillaje, o del furor mortal contra unos u otros; no hay medio más rápido y conveniente que
permitir en vuestra República dos Iglesias: una de Romanos y otra de Protestantes409.
Es cierto que no serán pocos quienes objeten esta posible solución; será a ellos a
quienes se destinarán las siguientes páginas. Y la estrategia utilizada por el autor para
rebatir a quienes insisten en la necesidad de mantener una única religión en todo el reino
consiste en mostrar las perniciosas consecuencias que se siguen de esa opción. ¿Qué
podremos obtener del exilio forzado o la persecución de los opositores? Del primero no se
EP, p.9.
EP, p.9.
406
EP, p.10.
407
“Non pas (Messeigneurs) que j’aprouve toutes ces deux sects ensemble, n’advienne qu’une si damnée
opinion trouve jamais lieu en ma teste, je say (selon ma conscience) celle qui doit estre preferé”. EP, p.10.
Mantenemos la grafía original.
408
Como bien dirá Lecler: “El autor de la Exhortación a los príncipes es un laico que intuye la ruina completa
del Estado y del reino, como consecuencia fatal de las luchas religiosas. Para evitar esta catástrofe, mientras
haya tiempo, pide él la libertad del culto calvinista”. Joseph Lecler, Op.cit., T.II, pp.52-53.
409
EP, pp.10-11.
404
405
124
obtendrá más que una France toute desolée, “desierta en la mayoría de partes, incluso de
aquella gente distinguida”410. De la segunda, una fe todavía más inquebrantable en las almas
de los perseguidos, reforzada por las ejecuciones de quienes han optado por entregar su
vida terrena antes que su salvación eterna. Y la guerra, en la cual los católicos, aun
triunfantes, sólo serán capaces de alcanzar “una victoria ensangrentada”.
Las cosas han llegado a tal punto, que, debido a su gran número y cantidad, no podríamos
acabar con los protestantes sin producir nuestra ruina general. Cuando hay algún miembro
podrido en el cuerpo humano, es necesario seccionarlo antes de que el mal crezca… Del
mismo modo, los sabios de todo el mundo han advertido que, ante la primera manifestación
de las nuevas opiniones, es necesario cortarlas de raíz, por medio del fuego, de la espada y
de la muerte, cuando su número todavía es pequeño411.
Pero esta regla, tan clara y precisa en la que todos los legisladores avezados del
mundo parecen coincidir, ya no es aplicable al caso francés, donde el número de individuos
que adhieren a las nuevas ideas ha aumentado de tal modo que todo el cuerpo del reino se
encuentra contagiado. Es por eso que, no pudiendo erradicar la confesión protestante sin
producir la ruina política del Estado, es necesario que la nueva Iglesia sea admitida junto a
la católica412. En definitiva, es preferible que los hombres tengan una religión equivocada a
que no tengan ninguna. Es necesario impedir que los súbditos que han optado por la nueva
fe caigan en el “abismo del ateísmo”, el que no “aportará otra cosa que robos, pillajes,
contiendas en el reino, y, en síntesis, confabulaciones peligrosas contra los magistrados”413.
Son ésas, pues, las únicas acciones que pueden esperarse “de un hombre que no tiene una
Religión a la cual encomendarse”414, de un hombre que no tiene temor a Dios. Es en este
momento del texto que el autor añade otro ingrediente importante a su argumento,
inclinándose a pensar que es posible trazar una distinción entre las creencias y las prácticas,
y que, por lo tanto, no representará ningún inconveniente el admitir una diversidad de
confesiones religiosas en el seno de la República, siempre y cuando se mantenga cierta
EP, p.12.
EP, p.14. Como veremos en nuestro próximo capítulo, este pasaje coincide plenamente con los consejos
políticos que Jean Bodin brindará al soberano que enfrenta la difícil tarea de gobernar entre facciones. Y el
impacto será tan grande, que incluso sería posible rastrear su camino hasta el Esprit des Lois (1748) del barón de
Montesquieu (1689-1755): “Voici donc le principe fondamental des lois politiques en fait de religion. Quand
on est maître de recevoir dans un État une nouvelle religion, ou de ne la pas recevoir, il ne faut pas l’y établir;
quand elle y est établie, il faut la tolérer”. Esprit des Lois, XXV, X, Paris, Éditions Gallimard, 1995, p.307.
412
Cabe señalar, no obstante, que la admisión de esta Iglesia es propuesta por el autor de un modo provisional,
a la espera de un “Concilio Nacional o General” que sea capaz de recomponer la unidad de la Iglesia Cristiana
en base a los “primeros fundamentos de la fe” compartidos por Romanos y Protestantes.
413
EP, p.23.
414
EP, p.23.
410
411
125
uniformidad en las ceremonias. Son estas ceremonias, en definitiva, las que resultan de
especial importancia para contener las acciones de los hombres comunes dentro de los
márgenes de la ley:
Pues cuando se dice que la Religión es el último freno para contener al pueblo en su deber,
no se entiende por ello más que una Religión general fundada en las mismas ceremonias;
pues es suficiente que el pueblo (aun en la diversidad de máximas) posea una aprehensión
general y común del miedo a Dios, y el terror ante el juicio de la vida segunda415.
Bajo este nuevo paradigma, y ya otorgada la posibilidad de cada cual siga
libremente su propia conciencia, el autor de la Exhortation encomienda al Príncipe una
función muy específica y particular: la de controlar -sosteniendo su espada en una posición
neutral416- que ninguno de los predicadores de las distintas confesiones transgredan los
límites legítimos de su tarea, incitando la sedición por motivos religiosos. Esta sedición, de
ocurrir, debe ser rápidamente resuelta por el soberano a través de la adopción de “un
castigo tan severo, que el pueblo, intimidado, aprenda de tal ejemplo a no incurrir en la
inmoderación”417. Han sido los predicadores, en connivencia con los magistrados, los
principales promotores de esa temeraria actitud que se sustenta en la imprudencia de
“estimar que la fe cristiana debe conquistarse a golpes de puños y bastón”418, no
propiciando otra cosa que la violencia, la sedición y el tumulto. El único “fruto de tales
predicaciones es un espíritu de venganza”419, el que, a su vez, ha provocado esta peste de la
que Francia resulta tan claro ejemplo.
Son estas, pues, las principales consideraciones realizadas por el autor de la
Exhortation, quien niega haber tomado la pluma con la intención de oficiar de abogado
defensor de los reformados. Su humilde función se resume, según afirma, a la un “pequeño
ciudadano, reverente y temeroso de Dios”, y su único fin ha consistido en intentar brindar
algunos consejos -“un ruego más que una amonestación”420- que puedan ayudar a alcanzar,
luego de tantos tumultos, cierta pacificación política. Démosle la palabra una vez más,
antes de internarnos de lleno en el texto de Sébastien Castellion:
EP, p.26.
“Mais quand le Prince tient le glaive nud entre deux, sans incliner çà ny là, sinon pour punir criminellement
tous ceux qui donnent les premiers mouvements aux tumultes, sans épargne de l'un ny de l'autre: il n'y a point
de doute que voilà la voie close aux séditions”. EP, p.30.
417
EP, p.30. La recomendación se repite algunas páginas más adelante: “Et si quelque séditieux Prêcheur se
trouve transgresser les bornes, prenez en punition exemplaire…”. EP, p.35.
418
EP, p.32.
419
EP, p.33.
420
EP, p.47.
415
416
126
Toda mi ilusión ante Dios consiste en desear el reposo público, la permanencia de nuestro
Rey en la grandeza y la conservación de todos vosotros en vuestro estado y vuestro honor.
¡Por Dios, mis señores, no fuercen a golpes de espada nuestras conciencias! Todos nosotros
(Romanos y Protestantes) somos Cristianos, unidos por el por el santo Sacramento del
Bautismo; todos adoramos el mismo Dios, si no de la misma forma, si por lo menos con el
mismo celo; amamos y ayudamos a nuestro prójimo por un mismo mandamiento; y
obedecemos voluntariamente todos los edictos humanos de nuestro Príncipe421.
3.2. La enfermedad de la coacción, el remedio de la libertad
Pour le regard du premier article, il est malaisé que la craintre d'un
bannissement bannisse d'eux leurs opinions. Et si vous me dites
que vous permettrez à chacun de se deffaire de ses biés, &
chercher demuere nouvelle autre part que dans le propris du
Royaume, c'est en vain: le remors de leur patrie, la fuite de leur
famille, la commodité de leurs biens, la melvente de leurs
possesions, s'ilz vouloyent pour cette occasion s'en deffaire: sont
obstacles assez suffisans pour les destourner de se pourchasser
autre residence que celle qui leur est naturelle. Et au reste, si
vostreedictfortissoiteffect, & que chacun obeit, vous rendriez
votre France toute desolée &deserte de la plus grande partie, voire
de gens de grande marque & qualité: & des plus autorisez.
Exhortation aux Princes.
En quant au fait de la religion, les exemples reçus de ce que nous
avons vu devant nos yeux depuis quelques années nous montré et
enseigné qu’à guérir ce mal venu de longue main un même remède
n’était suffisant de le guérir, mais selon les nouveaux accidents, il
fallait aussi changer de médicaments, jusqu’à ce qu’on ait trouvé
celui qui est seul unique pour nous donner entière guérison.
Lettre de Catherine de Médicis à Sébastien de l’Aubespine,
ambassadeur en Espagne, 31 janvier 1561.
Pasemos ahora a Conseil à la France desolée; texto que terminará por ayudarnos a precisar
cuál fue el devenir del posicionamiento de Castellion en relación con la tolerancia de la
iglesia reformada y la libertad de conciencia de los herejes. Como dijimos más arriba, casi
una década después de la ejecución de Servet, y ante el inicio de las guerras de religión en
su país natal, ocurrido oficialmente en marzo de 1562 con la matanza de Vassy, Sébastien
Castellion hará oír su voz a través de esta nueva obra. En ella, como señala el expresivo
subtítulo, el humanista -que se presenta una vez más en forma anónima- busca mostrar “la
421
EP, p.43. Las cursivas son nuestras.
127
causa de la presente guerra, y el remedio que se le puede encontrar, y principalmente,
señalar si es posible forzar las conciencias”422 sin que ello implique consecuencias más
nocivas de las que presuntamente buscan evitarse mediante su coacción.
Sentada esta base, Castellion comienza señalando que la maladie de France no es
otra que la guerra civil, es decir, la guerra más “horrible y detestable” que pueda
imaginarse423. Afirma, además, “que la causa principal y eficiente” de esa terrible
enfermedad, “es decir, de la sedición y de la guerra que te atormenta [oh, Francia], es la
coacción de la conciencias; y pienso -continúa- que si lo analizas con detenimiento, tú
encontraras seguramente que eso es así”424. El motivo principal y último de la desolación
que aqueja al reino, entonces, no es otro que la violencia ejercida sobre las conciencias, y
quienes pretenden afirmar que por ese medio pueden alcanzarse la paz y la concordia no
están prescribiendo sino engañosas soluciones y faux remèdes. En efecto, hasta el
momento en el que Castellion mismo redacta su pequeño opúsculo, fechado en octubre de
1562, los paradójicos tratamientos a los que -según nuestro humanista- se ha recurrido con
mayor asiduidad para apaciguar el conflicto pueden reducirse a tres: el derramamiento de
sangre, la coacción de las conciencias y la condena, como infieles, de todos a aquellos que
no estén por completo de acuerdo en términos doctrinales con quien detenta la palabra425
(en general, como vimos, desde una posición de poder político, lo que convierte a la
acusación en una condena a muerte para el acusado).
Dicho esto, entonces, puede afirmarse que los principales adversarios de Castellion
no serán otros que quienes profieren estos falsos discursos médicos, tanto desde el bando
de los “papistas” como desde el bando de los “hugonotes”. Así, con el objetivo de iniciar
su ofensiva argumental, el autor cambiará el destinatario de su discurso: no ya será ya a
Francia a quien dirija sus palabras, sino los miembros de cada uno de los dos partidos, a los
cuales (“a fin de evitar ofensas”, y en consonancia con la actitud adoptada por el autor de la
Exhortation) se referirá, no por el nombre que sus adversarios les atribuyen
injuriosamente, sino a partir de los que ellos mismos se otorgan: las palabras “papista” y
“hugonote” serán reemplazadas, a partir de este principio, por “católico” y “evangélico”426.
CFD, p.15.
En palabras del propios Castellion: “una guerra tan horrible y detestable que yo no sé si desde que el mundo
es mundo, que aunque nunca ha estado sin guerra, se ha visto jamás una peor. Pues [en ésta] no son los
extranjeros los que hacen la guerra, como en otra época ha sucedido… Sino que son tus propios hijos [oh,
Francia] los que te arruinan y afligen”. CFD, p.17
424
CFD, p.19
425
Véase CFD, p.28.
426
“Y a fin de hacerme entender mejor es que yo quiero hablar abiertamente a los dos partidos. Existen hoy en
Francia dos clases de personas que, a causa de la religión, se enfrentan en guerra los unos a los otros; los
primeros son los que sus adversarios denominan papistas, y los otros [los llamados] hugonotes. Aquí, a los
422
423
128
Así, dirigiéndose en primer lugar aux catholiques, Castellion les impugnará el
hecho innegable de haber perseguido, encarcelado y asesinado de las formas más crueles
que existen (“en la hoguera, a fuego lento”) a todos aquellos que han decidido alejarse de la
religión de Roma. ¿Por qué crimen? “Porque ellos no han querido creer en el papa, o en la
misa, o en el purgatorio, ni en tantas otras cosas de las cuales, quienes hasta ahora se han
basado en la Escritura, ni siquiera los nombres han hallado en el mundo”427. Así, frente a
estas controvertidas cuestiones dogmáticas, las que por regla general no conducen más que
a una serie de discusiones sin fin, Castellion interpela a los católicos del siguiente modo:
“¿He ahí una bella y justa causa para quemar gente viva?”428. Sin realizar mayores rodeos,
afirma que: “aun en esta vida llena de ignorancia y de afecciones carnales que muy a
menudo enceguecen el entendimiento de los hombres, sin embargo, esta verdad los obliga,
lo quieran o no, a confesar que han hecho a otros una cosa que ustedes no quisieran que
otros les hiciesen”429. En efecto, dado que ningún hombre podrá estar seguro de que su
bando es el que detenta la verdad hasta el momento en el que todas las oscuridades que lo
envuelven puedan aclararse, y no siendo ese momento de claridad otro que el del juicio
final430, Castellion insta a los católicos a dejar de obstinarse -guiados por criterios
doctrinales tan inciertos y relativos- en seguir separando la cizaña del trigo. En definitiva,
la ignorancia de los hombres es tan grande que resulta imposible saber “a quienes acusarán
y a quienes excusarán sus conciencias en el día del justo Juicio”431.
En relación aux évangéliques, por su parte, Castellion destacará la virtud que
supieron mostrar en los primeros tiempos de la Reforma, sufriendo pacientemente la
persecución y la injuria constante a las que los sometían los católicos, no devolviendo mal
por mal, sino enseñando la otra mejilla432. Ahora bien, les pregunta, teniendo en cuenta ese
magnánimo pasado, el que se halla tan en consonancia con las propias prescripciones
morales de Cristo, “¿de dónde viene, ahora, una mutación tan grande en algunos de
ustedes?... ¿Ha cambiado el Señor los mandamientos, y poseen ustedes una nueva
hugonotes los llamaremos evangélicos; y a los papistas, católicos. Yo los llamaré como ellos mismos se llaman, a
fin de evitar ofensas”. CFD, p.23.
427
CFD, p.24.
428
CFD, p.24. Es elocuente la semejanza de esta pregunta con una afirmación que algunos años más tarde
realizará Michel de Montaigne, al enfrentarse a aquellos defensores de la demonología ortodoxa que sostenían
la culpabilidad de las brujas, y, en tanto, la indudable legitimidad su ejecución: “b| Después de todo, es poner a
muy alto precio las propias conjeturas hacer quemar por ellas a un hombre vivo”. Los ensayos. III, 11, p.1541
429
CFD, p.25. El subrayado es nuestro.
430
“¿Y no será el día del Juicio en el que todas las cosas serán clara y vivamente descubiertas y puestas en su
lugar?”. CFD, p.25.
431
CFD, p.25.
432
“Me dirijo ahora a ustedes, evangélicos. Ustedes han sabido en otro tiempo sufrir pacientemente persecución
por el Evangelio; han amado a sus enemigos, han devuelto bien por mal, y bendecido a aquellos que los
maldecían, sin prestar otra resistencia más que la de la huida, si era necesario. Y todo eso lo hicieron ustedes
según los mandamientos del Señor”. CFD, p.27.
129
revelación según la cual deben hacer todo lo contrario que antes?”433. Considerando que el
Evangelio no autoriza -sino, más bien, que censura- ese cambio de actitud, Castellion
ruega a los miembros de su propia confesión que recuerden y retomen esa antigua vía, esa
forma de actuar originaria; les exige que presten oídos a su propia conciencia, y que retomando el mismo consejo que supo dar a los católicos- se abstengan de hacer a los
demás lo que no desearían que los demás les hiciesen434.
Como resultar claro, en esta última apreciación respecto del accionar ideal de los
protestantes puede encontrarse uno de los fundamentos clave de la argumentación que
Castellion presenta en su Conseil, pues, tanto en lo ya dicho como en lo sucesivo,
interpelando tanto a los calvinistas como a los católicos, y utilizando un recurso retórico
similar al que Bayle hará explícito en el capítulo I de la primera mitad de su Commentaire
philosophique, el autor establecerá un criterio práctico e incontrovertible según el cual la
verdad y la justicia de toda acción deberá ser juzgada según la razón natural.
«No hagas al otro lo que no quieres que el otro te haga», es una regla tan verdadera, tan
justa, tan natural, de tal modo escrita por el derecho de Dios en el corazón de todos los
hombres, que no hay hombre tan desnaturalizado, ni tan apartado de toda disciplina y
enseñanza, ni tan incontinente respecto de lo que se le propone, que no confiese que ella es
recta y razonable. De donde se sigue que cuando juzguemos la verdad, la deberemos juzgar
según esta regla435.
En tal sentido, una vez que se ha reconocido esta norma de acción, una vez que se
ha establecido su carácter indudable a causa de que ella ha sido inscrita directamente por
Dios en el corazón de todo hombre no desnaturalizado, y confirmada por “Cristo, que es
la verdad”, nadie debería atreverse ya a someter a los demás a su violencia caritativa436.
Pues, al mismo tiempo, tampoco nadie parece estar dispuesto a considerar como una
acción justa o lícita el ser sometido través de la fuerza y la violencia por otras personas.
CFD, p.27.
“Tomen en testimonio vuestra propia conciencia, que ustedes están haciendo a otros una cosa que no
quisieran que otros les hiciesen. Pues si ustedes fueran papistas, como ustedes los llaman, y como en otro tiempo
la mayoría de ustedes lo fue, no desearían que nadie les hiciese lo que ustedes les hacen”. CFD, p. 28. El
subrayado es nuestro.
435
CFD, p.34. Al respecto, Étienne Barilier señala lo siguiente: “Castellion invoque sans relâche cette règle de
droit natural, que le Christ n’a fait que confirmer: «Ne fais pas à autrui ce que tu ne voudrais qu’on te fît». Son
combat contre ce qu’il appelle le «forcement des consciences» en fait le plus digne précurseur de Pierre Bayle et
de son traité De la tolérance”. Étienne Barilier, “Avant-propos”, en CLC, p.27.
436
Castellion, al igual que Pierre Bayle, desconfía de que la coacción esté cimentada en las buenas intenciones:
“Yo les pregunto, entonces, ¿cuándo ustedes fuerzan las conciencias de las personas, lo hacen por el
mandamiento de Dios, o por el ejemplo de algunos santos personajes, o por la buena intención y el cuidado del
bien hacer? Pues fuera de estos tres puntos, yo no puedo ver por qué lo hacen, sino por pura malicia; que es lo
que creo.” CFD, p.35.
433
434
130
Asimismo, cabe destacar también que las prescripciones de quienes habilitan la
coacción de las conciencias ajenas no sólo entran en franca contradicción con este principio
del derecho natural inscrito por Dios en el corazón de todo hombre, sino también con
todos los auténticos exemples que se han transmitido a través de los Evangelios: “En
cuanto a los ejemplos, yo no encuentro ni en el Viejo ni en el Nuevo Testamento ningún
personaje santo que haya forzado ni querido forzar las conciencias, en el modo en el que
ustedes lo hacen”437. Más aún, la validez de la posición defendida por los perseguidores
tambalea tanto por su endeble apoyo histórico y jurídico-filosófico, como por su evidente
inutilidad práctica, esto es, por las perniciosas y paradójicas consecuencias que ocasiona.
En efecto, Castellion busca demostrar -en el parágrafo titulado Les fruicts de contrainte de
consciences- que, lejos de alcanzar el objetivo deseado, es decir, la adscripción voluntaria de
los herejes a la fe que se les propone como verdadera, la coacción sólo es causa de martirios
o hipocresía. Lo que depende, en última instancia, tan sólo de la fortaleza anímica del
imputado: quienes detenten un ánimo endeble y prefieran embargar la salud de su alma -y
posiblemente su salvación eterna- con tal de no sufrir la tortura, la hoguera o el exilio,
elegirán el camino de los judíos marranos438; quienes, por el contrario, sean lo
suficientemente fuertes como para soportar esos flagelos corporales, elegirán el de Servet:
Consideremos ahora los frutos que se obtienen de vuestra coacción. En primer lugar, si
aquellos a quienes ustedes coaccionan son fuertes y constantes, ellos preferirán morir a
lesionar su conciencia; ustedes los podrán asesinar, haciendo morir sus cuerpos, pero
tendrán luego que rendir cuentas a Dios por ello. En segundo lugar, si son débiles y
prefieren desmentir y lesionar su conciencia antes que soportar los tormentos y las torturas
insoportables, ustedes harán morir sus almas, lo que es peor todavía, y de lo cual también
tendrán que rendir cuentas a Dios439.
CFD, p.39.
“Los judíos de España, bautizados por la fuerza, no son más cristianos que antes; continúan viviendo bajo su
vieja ley y enseñándoselas a sus hijos, cosas que por la coacción evitan mostrar hacia afuera. Causa por la cual
los llamamos con el infame nombre de marranos, no ganando para nuestra causa sino hipócritas y falsos
cristianos, para quienes el nombre de Cristo es blasfemo”. CFD, 42. Cabe destacar que Pierre Bayle arribará a
conclusiones similares en el capítulo 2 de la segunda parte de su Commentaire. Luego de establecer tres
premisas en contra de la validez de los motivos que conducen a violencia contra las conciencias (a. que ella es
contraria a la equidad natural; b. que si ese medio hubiera sido elegido por Dios, nos lo habría revelado de una
manera expresa y unívoca; y c. que si su validez hubiera sido establecida, todas las sectas se verían obligadas a
utilizarla), Bayle concluirá que dicha violencia es también sumamente ineficaz por sus efectos. ¿Qué busca
generar? La iluminación de la conciencia y adscripción honesta a una religión; ¿qué produce? Hipócritas (“La
persecución a los Turcos, a los judíos, a los paganos, y la de ellos a los otros, no produce ninguna otra cosa:
hipocresía e irreligión, y nada más”. CPh, II, 2, p.196) y mártires; los cuales, lejos de convertirse en malos
ejemplos, devienen héroes sacrificados en nombre de la verdad: “Pero estos mártires son el medio más seguro
que se pueda ver para mantener una religión, puesto que afirman a sus cófrades en la persuasión de que creen la
verdad”. CPh, II, 2, p.202.
439
CFD, p.43.
437
438
131
Castellion retoma aquí una de las tesis principales de la Exhortation aux Princes. En
efecto, luego de intentar mostrar, tanto a católicos como a hugonotes, que las actitudes que
han asumido son al mismo tiempo contrarias a los principios y prescripciones morales de
la Biblia y a los ejemplos históricos que a través de ellas se han transmitido440, habiendo
señalado además la inutilidad de la coacción, en tanto que su puesta en práctica no produce
los efectos que los perseguidores esperan alcanzar, sino más bien los contrarios441,
Castellion intenta conducir a tous les enfants de France hacia la conclusión deseada. Ésta
podría ser resumida de la siguiente manera: siendo la violencia la “persecución de aquellos
a quienes se tiene por herejes”442 el origen de todos los males, el único y verdadero remedio
proviene de permitir en Francia la instauración de dos Iglesias443, y de dejar que cada uno
crea según sus convicciones, es decir, según los dictados de su propia conciencia: “Oh
Francia”, concluye nuestro autor, “cesa ya de forzar las conciencias y de perseguir, deja de
hacer morir a los hombres por su fe, permite que en tu país sea lícito que quien cree en
Cristo reciba el Viejo y el Nuevo Testamento, y que pueda servir a Dios no según la fe de
otro, sino según la suya propia”444.
*
*
*
Tomando prestadas las palabras de Mario Turchetti, podríamos concluir que las obras de
Castellion condensan, en poco más de una década, tres de las acepciones más importantes
que el concepto de tolerancia adquirirá durante el siglo XVI445. La primera de ellas se
corresponde con la posición defendida por nuestro humanista en el prólogo a su
traducción latina de la Biblia, dedicado a Eduardo VI de Inglaterra. En este breve prefacio,
como vimos, Castellion exhortará al joven rey -y por extensión, a todos los hombres-, a
440
“Por tanto, para poner fin a mi propósito, he mostrado que la causa de tu mal, oh Francia, es la coacción de
las conciencias; y que los remedios que se han buscado de un lado y del otro son falsos y no han logrado sino
empeorar la enfermedad, puesto que son contrarios a Dios y a la razón; no estando apoyados en los
mandamientos divinos, ni en ejemplos auténticos, procediendo solamente de una buena intención que,
conjugada con la ignorancia, resulta desagradable a Dios”. CFD, p.75.
441
“He aquí, en lugar de los bienes, los males que se originan en vuestras buenas intenciones y en la coacción.
Lo cual es asombroso que no vean; y que no se percaten que en lugar de hacer avanzar vuestra religión, la
hacen retroceder.” CFD, p.47.
442
CFD, p.70.
443
Siguiendo a Quentin Skinner, podría afirmarse que “la fuerza persuasiva” de la posición de los politiques -es
decir, la de aquellos que sostenían que mantener la uniformidad religiosa ya no poseía ningún valor si su costo
ascendía a la destrucción misma de la comunidad- “llegó a parecer tan obvia después de estallar las guerras de
religión en 1562, que buen número de humanistas, habiendo planteado originalmente el asunto en favor de la
tolerancia como un valor moral positivo, empezar a añadir esta afirmación politique a sus propios argumentos.
Por ejemplo, ello ocurrió en el caso de Castalión, quien publicó su libro Consejo a una Francia Desolada,
inmediatamente después de estallar la primera guerra civil en 1562”. Quentin Skinner, Fundamentos del
pensamiento político moderno. II. La Reforma, México, FCE, 1993, p.257.
444
CFD, p.76.
445
Véase Mario Turchetti, “Réforme & tolérance, un binôme polysémique”, Op.cit, p.22.
132
hacer uso de la moderación y la caridad, única virtud capaz de apaciguar todas las
controversias, dejando el juicio definitivo en manos de Dios. En efecto, dado que nadie
podrá arrepentirse de haberse abstenido de hacer morir a un hombre, esta vía de la doucer
y la paciencia es la más segura.“Estamos en presencia de una forma de tolerancia en un
sentido general, -señala Turchetti- que refiere a una actitud de indulgencia, de flexibilidad
de espíritu. Podemos denominarla la primera fase de la tolerancia en Castellion”446.
La segunda acepción del concepto es aquella que puede hallarse tanto en el Traité
des hérétiques como en el Contra libellum Calvini. En ambos textos, y bajo diversos
seudónimos, Castellion expondrá su teoría de la tolerancia de los herejes simples, es decir,
de quienes pueden ser catalogados como culpables de profesar una falsa creencia, sin que
ello los haya conducido a cometer ningún delito penado por el derecho común. Nos
referimos a los herejes que no han incitado o producido ninguna sedición política, ni han
incurrido en ninguna contravención moral de la ortopraxia, sino que tan sólo han
postulado una posible desviación doctrinal a la ortodoxia.
Estas dos acepciones (de tolerancia-moderación y tolerancia-indulgencia, según la
caracterización de Turchetti), se verán complementadas por una tercera, ya más amplia;
aquella desarrollada en el Conseil à la France desolée. En este breve opúsculo de
intervención, y a diferencia de la gran mayoría de sus contemporáneos, Castellion no
encontrará en la libertad religiosa una causa temible de levantamientos y trastornos civiles,
sino la solución de los conflictos. En ese marco, instará a todos los cristianos (católicos y
evangélicos) a recordar los fundamentos olvidados del cristianismo: la caridad, la
fraternidad y la comprensión mutua. Y en base a ello, postulará que no es posible hallar
más que un único remedio real para la desolación del reino; el que consiste en “permitir en
Francia dos Iglesias”. No obstante, señala Turchetti en relación con esta última acepción:
“Permitir expresa en esta página una noción que va más allá de la noción de tolerancia:
permitir dos religiones significa legitimar de una vez por todas la religión reformada;
aprobar por edicto real la legalidad del culto reformado. Si quisiéramos llevar al límite el
consejo de Castellion, estaríamos en presencia de una forma clara de libertad religiosa”.
Esta tercera acepción, entonces, no postula una medida provisional y circunscrita a
ciertos individuos aislados que se han alejado del rebaño, sino que se postula de un modo
definitivo e implica a la Iglesia evangélica en su conjunto, incluyendo también la
posibilidad de postular una “apertura tolerante a otras religiones y otras sectas”447.
446
447
Ibíd., p.23.
Ibíd., p.29.
133
CAPÍTULO III
Bodin: entre la République y la Respublica litteraria
Je ne parle point ici laquelle des Religions est la meilleure,
(combien qu'il n'y a qu'une Religion, une vérité, une loi divine
publiée par la bouche de Dieu), mais si le Prince qui aura certaine
assurance de la vraie Religion veut y attirer ses sujets, divisés en
sectes et factions, il ne faut pas à mon avis qu'il use de force, car
plus la volonté des hommes est forcée, plus elle est revêche, mais
bien en suivant et adhérant à la vraie Religion sans feinte ni
dissimulation, il pourra tourner les cœurs et volontés des sujets à
la sienne, sans violence, ni peine quelconque. En quoi faisant, non
seulement il évitera les émotions, troubles, et guerres civiles ; aussi
il acheminera les sujets dévoyés au port de salut.
Jean Bodin, Les six livres de la République, IV, VII
Entreprendre de parler des religions en public et d’en donner la
preuve n’est pas moins dangereux que criminel, si c’est qu’on soit
en estat de se faire escouter para la volonté de Dieu comme
Moyse, ou par la force des armes comme Mahomet. Mais, entre
des gens lettrez et en particulier, j’ay tousjours creu qu’il estoit
tres utile de rechercher les misteres divins et de se le faire
expliquer.
Jean Bodin, Colloque entre sept scavans, IV
“BODIN (Jean), natif d’Angers, l’un des plus habiles hommes qui fussent en France au
XVIe siècle”448. Aunque breve, el elogio con el que Pierre Bayle da inicio al artículo que le
dedica en su Dictionnaire historique et critique no deja lugar a dudas. Bodin fue uno de los
hombres más excepcionales que habitaron la Francia del siglo XVI: abogado, historiador,
economista, demonólogo, teórico político, filósofo de la religión, son algunos de los títulos
con los que podemos referirnos a este excéntrico personaje sin faltar a la verdad449. Ahora
bien, aunque un tanto más reconocido que el de Sébastien Castellion, su nombre no suele
ser mencionado con frecuencia en el ámbito filosófico de nuestras latitudes. Es por ese
Pierre Bayle, Art. «Bodin», Dictionnaire historique et critique, Paris, Desoer Libraire, 1820, T. III, p.506.
“Peu d’écrivains, au XVIe siècle, sont plus dignes d’un commentaire que Bodin: aucun, si l’on excepte
Rabelais, ne saurait plus difficilement s’en passer. L’oubli enveloppe une partie de ses écrits, même les plus
dignes d’être connus. Sa vie est couverte d’ombres. Ses véritables opinions ont été un sujet de controverse pour
les savants du XVIe et du XVIIe siècle qui sont occupés de lui. Son génie offre tous les contrastes de son temps.
Il en a la vaste curiosité, la fécondité, la force, et aussi le manque d’harmonie. A moitié plongé dans le moyen
âge par sa foi superstitieuse à la magie et s’avançait jusqu’au XVIIIe siècle par ses vues hardies et fermes en
religion et en politique, il semble donner une main à Paracelse et l’autre à Montesquieu”. Henri Baudrillart,
Bodin et son temps, Paris, Librairie de Guillaumin et Cia, 1853, p.111.
448
449
134
motivo que hemos decidido comenzar este Capítulo III haciendo un breve repaso de su
vida y de su obra; repaso que puede brindarnos, también, algunas pistas significativas en
relación con nuestra propia interpretación.
Además de ese primer excurso, el capítulo contará con otros dos apartados, cada
uno de los cuales estará dedicado al análisis de una obra particular del autor angevino:
mientras en el segundo apartado nos posicionaremos en el terreno político de Les six livres
de la République (1576), en el tercero centraremos toda nuestra atención en las discusiones
teológico-filosóficas abordadas en el Colloquium Heptaplomeres (ca.1593). Esta división
nos permitirá, al mismo tiempo, sentar las bases de nuestra interpretación de la perspectiva
asumida frente al conflicto por Jean Bodin; como dijimos antes, creemos -e intentaremos
defender- que sus reflexiones lo posicionan en dos ámbitos diferentes. Por un lado, en la
République, intentará brindar una solución pragmática a la inestabilidad política que
producen en el seno de su sociedad las disputas de poder entre las facciones confesionales.
Por otro, siendo un reconocido humanista, y un hombre de vastos intereses y
conocimientos, Bodin nunca renunciará a las reflexiones filosóficas en torno a la religión,
ni a la búsqueda por determinar cuál de todas es la verdadera (y esa búsqueda, de un modo
manifiesto, será realizada en el Colloquium Heptaplomeres). Ahora bien, dadas las
particulares circunstancias políticas de su tiempo, y también algunos acontecimientos que
lo tuvieron como protagonista (acusaciones de ateísmo incluidas), Bodin parece haber
concluido que dicha indagación sólo puede ser realizada por un grupo muy restringido de
personas -los savants-, y en un ámbito muy singular: la República de las Letras.
Asimismo, el segundo apartado, Les six livres de la République, o la solución
«politique» se dividirá en cinco secciones. En la primera nos referiremos directamente al
contexto filosófico, político e intelectual en el que se gesta la République. Como veremos,
Bodin intentará encontrar una posición intermedia entre los “monarcómanos” hugonotes
y los fanáticos católicos de la Liga, ofreciendo al soberano un nuevo Manual de
Navegación para atravesar la tempestad. En las secciones 2.2., Hacia la institución de un
poder secular, o el concepto de soberanía, 2.3., El poder de legislar: verdadero atributo de la
soberanía y 2.4., Gobernar entre facciones, analizaremos tres capítulos centrales de la obra
de Bodin; a saber, el capítulo VIII del libro I, en donde el angevino explicita su novedoso
concepto de soberanía; el capítulo X de ese mismo libro, en el cual podemos encontrar los
atributos propios que se otorgan al soberano450; y el capítulo VII del libro IV, en el que
Como veremos, el análisis de este capítulo será complementado por el del que le sigue inmediatamente bajo
el título “De las diferentes clases de República en general, y si son más de tres” (II, I), donde Bodin hace
explícita su crítica a la existencia real de un gobierno mixto.
450
135
detendremos nuestra atención sobre los consejos prácticos que Bodin brinda a aquel
monarca que debe gobernar un estado que no goza de uniformidad religiosa. Por último,
en la sección 2.5., repasaremos las diversas reacciones que la obra de Bodin suscitó en el
ambiente intelectual de su época. En particular, dado que nos sería imposible hacer un
estudio detallado de cada una de los opúsculos redactados para la ocasión, dedicaremos un
poco más de atención a La Remontrance au Roy (1579), en donde Michel de la Serre afirma
poner de manifiesto “los perniciosos discursos contenidos en el libro de la República de
Bodin”, y a la Apologie de René Herpin pour la République de J. Bodin (1581), en donde el
angevino, bajo este seudónimo, defenderá a su obra de todas las acusaciones recibidas por
aquellos años; principalmente, la de haber propiciado la introducción de múltiples
religiones en el seno de un mismo estado.
El tercer apartado, por su parte, estará casi íntegramente dedicado al estudio del
Colloquium Heptaplomeres. Sólo en la primera de las secciones nos referiremos a un texto
diferente, la Lettre a Bautru des Matras, redactada por Bodin -según afirma Pierre Baylehacia el mes de marzo de 1563; más precisamente, luego de que finalizara en Francia la
primera guerra de religión. En ella, más allá de las simpatías -pasajeras, dirán autores como
Roger Chauviré o Pierre Mesnard- que nuestro autor parece haber mostrado por la
Reforma, creemos encontrar un antecedente muy revelador del propio Colloquium. Pues
las diferencias que Bodin experimenta por aquella época con el católico Bautru son
planteadas en un marco de respeto y concordia, al mismo tiempo que se critica la posición
de quienes sostienen que los conflictos políticos que atraviesa Francia son responsabilidad
exclusiva de los hugonotes. En la sección 3.2 relataremos el derrotero atravesado por el
manuscrito del Heptaplomeres hasta 1857, año en el Ludwig Noack decidirá editarlo en
forma íntegra por primera vez en la historia. En la 3.3., Los savants en escena, haremos un
breve repaso de las particularidades del escenario imaginario creado por Bodin, de los
caracteres atribuidos a cada uno de los participantes e indicaremos algunas de las
discusiones desarrolladas en los primeros tres libros. No obstante, lo más importante de
ese apartado estará dado por el análisis de las diversas posiciones que los eruditos sostienen
en relación a la posibilidad de mantener discusiones acerca de la religión verdadera. Esas
discusiones, en la que se enmarcará el debate de algunos puntos de notable importancia como el de la divinidad de Cristo, la ocurrencia de los milagros, o la verdad o falsedad de
las escrituras sagradas-, nos conducirán hacia un final tan paradójico como aleccionador:
incapaces de encontrar una única verdad, los siete eruditos decidirán dar por concluidas las
discusiones para continuar viviendo todos juntos en la morada del anfitrión católico, y
admitiendo que cada cual lo haga respetando su más íntima convicción confesional. Será
136
ese final el que abordaremos en la sección 3.4, De lo que no se puede hablar, mejor callar;
en la última de ellas, por su parte, volveremos a depositar nuestra atención sobre una
cuestión que consideramos crucial: la de la recepción histórico-filosófica del
Heptaplomeres. A nuestro modo de ver, la enorme circulación clandestina del manuscrito sólo superado, según los datos indicados por Jonathan Israel, por el Tratado de los tres
impostores- bien puede resultar un argumento a favor de nuestra interpretación de la obra
(y por tanto, también, de la posición política e intelectual asumida por el angevino).
Sustraída al ámbito de las pasiones políticas -sólo capaces de ser apaciguadas, al menos en
esa época, mediante un poder soberano de carácter absoluto-, y destinada al ámbito propio
de los eruditos, el Heptaplomeres le reportará a Bodin una imperecedera carta de
ciudadanía en la República de las Letras.
1. Jean Bodin (1530-1596)
Jean Bodin nació, según las conjeturas más probables, durante el mes de junio de 1530 en la
ciudad francesa de Angers451. Inició sus estudios en la casa de la orden de los Carmelitas, en
donde el hermano de su madre oficiaba como prior, y luego se trasladó al convento de esa
misma orden en París para continuar allí con su instrucción. Una vez en la capital, tomó
contacto con las ideas humanistas, y entabló una relación cercana con Pierre de la Ramée
(1515-1572), de quien también parece haber adquirido cierto afán de crítica hacia la figura
y la doctrina de Aristóteles. Según señala Marion Leathers Kuntz452, Bodin conoció
profundamente el método lógico de Ramus, utilizándolo con gran asiduidad en sus propias
obras. En efecto, tanto el Universae naturae theatrum como el Colloquium heptaplomeres,
últimos dos escritos del angevino, parecen haber sido concebidos en base a este
procedimiento argumentativo que implica, en primer lugar, una presentación general del
tópico a tratar, y en segundo, el desarrollo sucesivo de las distintas aristas y dificultades
particulares.
Las razones de su salida de París-y de la orden de los Carmelitas- son inciertas,
aunque quizás podría encontrarse un motivo en su falta de apego por la ortodoxia católica.
En relación con ello, Pierre Mesnard nos recuerda que, durante el año de 1548, el prior de
Para sumar más intrigas a su vida espiritual, muchos de los biógrafos han señalado la posibilidad de que la
familia materna de Bodin poseyera un pasado judío, habiendo llegado a Francia sólo luego de las sucesivas
expulsiones recibidas por quienes profesaban esa religión en Portugal y España. Esta posibilidad ha sido
reforzada por el enorme conocimiento que Bodin tenía del hebreo y de toda la tradición hebraica. En ese
sentido, como veremos, tampoco han faltado voces que identificaran al angevino con Salomón, el personaje
judío del Colloquium Heptaplomeres.
452
Marion Leathers Kuntz, “Introduction”, en Jean Bodin, Colloquium of the seven about secrets of the
sublime, Cambridge, Cambridge University Press, 2008 [1975], p.xiii.
451
137
los Carmelitas de Tours, René Garnier, y otros dos miembros de la orden -uno de cuales
poseía el nombre de Jean Bodin- fueron imputados de herejía por el Parlamento de París453.
Es posible, entonces, que Bodin haya abandonado la orden de su tío materno debido a sus
simpatías -o al menos a sus inquietudes- por la fe reformada. En efecto, los archivos de la
ciudad de Ginebra454 revelan también un matrimonio entre un hombre llamado Jean Bodin
y una mujer de nombre Thyphaine Reynaude, residente de Ginebra y viuda de Leonard
Gallimard, protestante ejecutado en Paris junto al hermano Venot, compañero de Bodin en
la orden de los Carmelitas. Presunto habitante de la ciudad, es posible que Bodin haya sido
testigo presencial de la ejecución de Miguel Servet; de ser así, también es posible que una
escena tan cruda haya representado un fuerte impacto para sus simpatías juveniles. Si es
que el angevino esperaba hallar en Ginebra una espacio seguro en el cual desarrollar en
libertad sus reflexiones acerca de la religión, podemos estar seguro que esta hoguera
produjo un giro radical en esa perspectiva. Bodin abandonará rápidamente el bastión
calvinista, pero no así sus aparentes simpatías por explorar los caminos abiertos por la
Reforma, los que parece haber seguido desandando por más de una década. De hecho como veremos más adelante-, en la misiva dirigida a su amigo Jean Bautru des Matras,
datada por los especialistas en los inicios de la década de 1560, Bodin recordará a su
destinatario católico que las diferencias religiosas no son un impedimento para la amistad.
A mediados de la década de 1550 Bodin se trasladará a la ciudad de Toulouse, en
donde estudiará derecho, y en donde revelará su aspiración de acceder a un puesto docente.
Es con ese fin que pronunciará su Oratio de instituenda in republica juventute (1559). No
logrando su cometido, se trasladará nuevamente a París, en donde existen registros de su
presencia desde el año 1561. Pero más afecto a las “meditaciones de la corte que a las
improvisaciones del tribunal”455, Bodin se liberará paulatinamente de las obligaciones
profesionales contraídas por su participación en el Parlamento de aquella ciudad para
avocarse de lleno al estudio de la filosofía y de la historia del derecho. Producto de estas
cavilaciones, el angevino compondrá su primera obra destacada, el Méthode de l’histoire;
mejor conocido por su título latino: Methodus ad facilem historiarum cognitionem (1566).
Dos años más tarde, revelando un espíritu infatigablemente curioso, Bodin dará origen a
un nuevo escrito sobre economía política, la Reponse aux paradoxes de M. de Malestroit,
touchant le fait des monnais et l’enchérissement de toutes choses (1568). Este será, según los
estudiosos, el primer tratado metódico sobre la “inflación”.
Pierre Mesnard, Ouevres philosophiques de Jean Bodin, Paris, PUF, 1951, p.xiii.
Véase Marion Leathers Kuntz, Op.cit, p.xix.
455
Henri Baudrillart, Op. cit., p.115.
453
454
138
Habiendo adquirido cierta reputación gracias a estas dos primeras obras, Bodin
comenzará a frecuentar con mayor asiduidad el escenario político. Así, el mismo año en
que publicara aquella segunda obra participará también en la Asamblea de Estados de
Narbonne y obtendrá allí un empleo como maître des requêtes. Tres años más tarde, en
1571, comenzará a desempeñarse como consejero de Francisco de Anjou (1555-1584),
duque de Alençon, hermano menor de Carlos IX y Enrique III, y jefe del partido de los
politiques, gracias a cuya influencia cortesana será nombrado procurador del rey. Siendo
secretario de este abierto partidario de la solución tolerante, Bodin será acusado de
calvinismo por los miembros más intransigentes del partido católico, y sólo salvará su vida
en aquella fatídica noche de san Bartolomé gracias a la protección de Christophe de Thou
(1508-1582), presidente del Parlamento de París456. Este episodio lo llevará a alejarse
definitivamente de París, atravesando un breve período de anonimato y estableciendo su
residencia en la pequeña Laon, ciudad en la vivirá hasta el final de su vida.
El año 1576 será particularmente importante en la biografía de Bodin. En él no sólo
editará una de sus obras cumbres, Les six livres de la République, sino que también
participará activamente en la vida política de Francia, oficiando como diputado del tercer
estado por Vermandois en los Estados Generales de Blois457. Dicha asamblea, tal cual
hemos indicado en nuestro capítulo I, cumplió un papel decisivo, no sólo en la vida política
de Bodin, sino también en la de toda Francia: enfrentado con los diputados parisinos,
quienes oficiaban como portavoces de la posición del rey y de la Liga y postulaban la
necesidad de que todos los súbditos se unieran bajo una única religión “católica y romana”,
Bodin se mostrará partidario de una solución política. Defenderá la preeminencia de la paz,
y postulará la convocatoria de un “concilio general o nacional” capaz de reglar la situación
de la religión458. Ese posicionamiento político le costará no sólo un nuevo enfrentamiento
con los partidarios de la Liga, sino también un creciente recelo por parte del rey.
Mostrando una vez más su cariz polifacético, entre 1577 y 1578 Bodin participará
de diversos procesos en los que se enjuiciarán a mujeres acusadas de brujería. Producto de
estas actuaciones, y de su enfrentamiento teórico con el médico alemán Johannes Weier
Una versión más cinematográfica de los hechos ocurridos esa noche -suscrita, por ejemplo, por Roger
Chauviré-, relata que Bodin debió escapar de los puñales liguistas saltando a través de una ventana.
457
Bodin nos ha relatado su actuación en esta Asamblea en su Recueil de tout ce qui s’est négocié en la
compagnie du tiers-état de France en l’assemblée générale des trois états, assigné par le roi en la ville de Blois au
15 novembre 1576, par J. Bodin. Para un análisis específico de su participación, véase Owen Ulph, “Jean Bodin
and the Estates-General of 1576”, The Journal of Modern History, Vol. 19, No. 4 (Dec., 1947), pp.289-296.
Sobre las discusiones generales que allí tuvieron lugar, y la actitud asumida por los miembros de la nobleza,
véase Mack Holt. “Attitudes of the French Nobility at the Estates-General of 1576”, The Sixteenth Century
Journal, Vol. 18, No. 4 (Winter, 1987), pp.489-504.
458
“Le cercle de la discussion est désormais tracé: d’un côté l’unité établie immédiatement et obtenue à tous
prix, de l’autre une politique de conciliation et d’expectative qui couvre une arrière-pensée de la tolérance”.
Henri Baudrillart, Op.cit., p.118.
456
139
(1516-1588), compondrá uno de sus escritos más extraños y asombrosos: la Démonomanie
des sorciers (1580). Al año siguiente, acompañando a su único y último protector, realizará
un viaje a Inglaterra, donde el duque de Alençon se trasladaba con la intención de
formalizar su compromiso matrimonial -luego fallido- con la reina Isabel. Una vez allí,
Bodin será testigo ocular de algunos rumores que habían llegado hasta sus oídos: su libro
sobre la République había sido adoptado para la enseñanza en Londres y Cambridge desde
el año anterior459. El angevino se interesará mucho por las instituciones inglesas, y añadirá
múltiples comentarios acerca de ellas en la reedición de su texto realizada en 1583.
Luego de la muerte de Francisco de Anjou, ocurrida en 1584, Bodin se verá
obligado a retornar a Laon, donde ejercerá nuevamente la magistratura hasta el año 1587,
año en el que, sucediendo a su suegro Nicolas Trouillard, será designado procurador
general460. Pocas semanas después del asesinato de Enrique de Guisa y del Cardenal de
Lorena, ocurridos hacia el final de 1588, la Liga católica ocupará completamente la ciudad
de Laon y Bodin se verá obligado a alistarse en sus filas; lo cual, sin ninguna duda,
representa una contradicción con muchos de los principios políticos e intelectuales a los
que supo adherir durante toda su vida. Como lo ha señalado con justa razón Henri
Baudrillart:
La adhesión de Bodin a la Liga no puede ser considerada más que como un episodio
lamentable de su vida política; sus escritos y sus actos, junto con una conducta y unas
opiniones tan netas y firmes lo vinculan a la causa que, poco a poco, se identificará con la
figura de Enrique IV. El funcionario puede haber participado por un instante del partido del
duque de Mayenne; el filósofo y, salvo este corto eclipse, el hombre público, se ubicaron
siempre allí donde se encontraran la nacionalidad y la tolerancia461.
Finalmente, luego de la conversión al catolicismo de Enrique de Navarra (1593),
Bodin se declarará abiertamente a su favor, e incluso incitará a sus conciudadanos -afectos
todavía a las pasiones de la Liga- a reconocer la legitimidad de Enrique IV. No tendrá la
fortuna de llegar a ver sancionado el Edicto de Nantes, pues morirá de peste en el año
1596. Sin embargo, en estos últimos y agitados años, Bodin tendrá las energías suficientes
En efecto, el impacto de la République no sólo se sentirá en Inglaterra, en donde un tiempo después Thomas
Hobbes adoptará muchos de sus principios. También en España se convertirá en un libro prontamente leído,
aunque su acceso a aquellas tierras estará mediado por la “enmiendas católicas” del traductor. Al respecto,
véase Los seis libros de la República de Juan Bodino. Traducidos de lengua francesa y enmendados
católicamente por Gaspar de Añastro Ysunza, Turín, Los Herederos de Bevilacqua, 1590.
460
De su vida familiar durante este período contamos con el testimonio de la Epître de Jean Bodin touchant
l’institution de ses enfants à son neveu, datada el 9 de noviembre de 1586 y hallada junto a la edición alemana
del Heptaplomeres que Guhrauer editara en 1841.
461
Henri Baudrillart, Op.cit., p.134.
459
140
como para componer dos voluminosas obras: el Colloquium Heptaplomeres (ca.1593) y el
Universae naturae theatrum (1596).
2. Les six livres de la République, o la solución politique
Au milieu de cette guerre de virulents pamphlets et de savants
traités que le XVIe siècle vit éclore au souffle de ces deux esprits,
le livre de Bodin, considéré au point de vue pratique, représenta la
conciliation des partis dans la justice et dans la loi. Il se plaça sur le
terrain de l’autorité monarchique, montrée non plus comme la
base et le principe, mais comme la garantie de tous les droits et la
sauvegarde des propriétés et des personnes. Il défendit, d’autre
part, outre le vote libre de l’impôt, la liberté religieuse, droit sacré,
transaction nécessaire, vœu du philosophe et de l’homme d’État.
C’était annoncer Henri IV et l’Édit de Nantes, la centralisation
politique et la tolérance.
Henri Baudrillart, Bodin et son temps
“Quizás el modo más seguro de orientarse en el laberinto de casi un millar de folios que
constituyen Los seis libros de la República, consista en no perder de vista las
consideraciones que, en apretada síntesis, hace Bodin en el prefacio de la obra”462, afirma
Pedro Bravo Gala. En efecto, como observaremos con mayor detenimiento en nuestro
próximo apartado, Bodin nos brinda en esas páginas iniciales una serie de elementos
indispensables para comprender cuáles fueron los motivos y las intenciones que dieron
origen a su propia obra. Una elocuente crisis de autoridad política, mancillada por la
radicalización de las rencillas confesionales, los consejeros impiadosos y el creciente peligro
representado por aquellos teóricos hugonotes que comenzaban a postular la posibilidad de
desobedecer -e incluso de asesinar- a los monarcas que faltaban a sus deberes, son,
podemos decir, las causas principales de su preocupación. Frente a este estado de cosas,
Bodin postulará una solución tan novedosa como radical, una solución cuyo impacto
excederá largamente el propio contexto histórico, político e intelectual del angevino, y que
sentará las bases del propio Estado moderno: la instauración de un poder soberano de
carácter absoluto, cuya característica principal esté dada por su cariz político, y no por su
vínculo religioso463.
Pedro Bravo Gala, “Estudio preliminar”, Los seis libros de la República, Madrid, Tecnos, 1997 [1985],
p.XXXII.
463
“Cela signifie assurément que, dans le cadre conceptuel des Six Livres de la République, il n'y a pas de place
pour une religion d'État ou pour un État religieux”. Gérard Mairet, “Présentation”, en Les six livres de la
République, Paris, Librairie générale française, 1993, p.15.
462
141
Portada de Los seis libros de la República, enmedados católicamente (1590)
142
2.1. Entre monarcómanos y liguistas: un nuevo Manual de Navegación.
Luego del desengaño provocado por el proyecto de concordia -acallado, como vimos, tras
el fracaso del coloquio de Poissy- y de las paradójicas consecuencias ocasionadas por el
Edicto de enero de 1562; luego de diez años de conflicto y de la fatídica noche de san
Bartolomé, aquellos que -como Bodin- sentían cierta simpatía por la alternativa política,
comenzarán a concebir que los males que se ciñen sobre el Reino se deben tanto a los
odios, las pasiones y las intransigencias de los partidos como a la propia fragilidad de las
instituciones; a los precarios e insuficientes cimientos sobre los que se encuentra
constituido el orden político464. Frente a ese escenario, se hacía preciso reorganizar el
marco institucional apelando a nuevas bases, encontrar un camino que permitiera crear una
alternativa novedosa capaz de resolver, desde una órbita externa, las diferencias que
intrínsecamente se mostraban como insolubles. Jean Bodin hallará dicha solución en la
instauración de un poder político que, antes que imponerse a las distintas facciones -a la
manera de la Baja Edad Media- como un primus inter pares, pudiese sobreponerse a cada
una de ellas. Y su intento de solución, expuesto con singular erudición en Les Six Livres de
la Repúblique (1576), terminará por sentar no sólo las bases de la monarquía absoluta465,
sino también las del propio Estado moderno466.
El angevino, tal como analizaremos con más detalle en lo que sigue, considera al
poder soberano -absoluto, perpetuo e indivisible- como verdadera causa formal de la
existencia de la República. No es necesario, afirma Bodin, que quienes conforman un
mismo estado compartan leyes, idioma, raza, ni religión; el único requisito indispensable es
que todos y cada uno se encuentre sometido a un único poder soberano467. Así, del mismo
Retomamos aquí las reflexiones desarrolladas por Sergio Cardoso: “«Uma Fé, um Rei, uma Lei». A crise da
razão política na França das guerras de religião”, en Adauto Novaes. (Org.). A crise da razão política na França
das guerras de religião, São Paulo, Companhia das Letras/Ministério da Cultura/Funarte, 1996, pp. 173-193.
465
Sara Miglietti nos invita a poner en entredicho la imágen “malheureusement encore très courant, d’un Bodin
«théoricien de l’absolutisme» qui appuierait chaleureusement l’établissement d’une monarchie autocratique et
dépourvue de tout contrôle”. (“Amitié, harmonie et paix politique chez Aristote et Jean Bodin”, Astérion (En
ligne), 7, 2010, pp.4-5. URL: http://asterion.revues.org/1660). El principal ideólogo de esta particular
representación de Bodin ha sido Julian Franklin, autor del célebre Jean Bodin and the Rise of Absolutist
Theory, Cambridge, Cambridge UniversityPress, 1973. Las tesis allí presentadas han sido puestas en cuestión
por distintos autores, entre los que podríamos contar a Yves-Charles Zarka, «Constitution et souveraineté
selon Bodin» (Il pensieropolitico, 30, 2, 1997, pp. 276-286) y Mario Turchetti, “Jean Bodin théoricien de la
souveraineté, non de l'absolutisme” (en Prosepri, Adriano et al. (Eds.). Chiesa cattolica e mondo moderno,
Scritti in onore di Paolo Prodi, Bologna, Il Mulino, 2007, pp.437-455).
466
Al respecto, véase Quentin Skinner, El nacimiento del Estado, Buenos Aires, Gorla, 2003. Sobre este
aspecto, también puede consultarse Noemí García Gestoso, “Sobre los orígenes históricos y teóricos del
concepto de soberanía: especial referencia a los Seis libros de la República de J. Bodino”, Revista de Estudios
Políticos (Nueva Época), 120, 2003, pp.301-327.
467
“De varios ciudadanos, sean naturales, naturalizados o libertos -que son los tres medios admitidos por la ley
para ser ciudadano-, se forma una república, cuando son gobernados por el poder soberano de uno o varios
señores, aunque difieran en leyes, en lengua, en costumbres, en religión y en raza. […] La república puede tener
464
143
modo en que una familia -unidad básica de la teoría política de Bodin468- se constituye por
“el recto gobierno de varias personas y de lo que les es propio bajo la obediencia de una
cabeza”469, una república puede ser definida como el recto gobierno de varias familias, y de
lo que les es común470, bajo un único poder soberano. En base a esas consideraciones,
Bodin explicita su novedosa teoría a través de una gráfica metáfora naval:
[D]el mismo modo en que el navío sólo es madera sin forma de barco cuando se le quitan la
quilla que sostiene los lados, la proa, la popa y el puente, así la república, sin el poder
soberano que une todos los miembros y partes de ésta, y todas las familias y colegios en un
solo cuerpo, deja de ser república. Siguiendo con la comparación, del mismo modo que el
navío puede ser desmembrado en varias piezas o incluso quemado, así el pueblo puede
disgregarse en varios lugares o extinguirse aunque la villa subsista por entero. No es la villa,
ni las personas, las que hacen la ciudad, sino la unión de un pueblo bajo un poder soberano,
aunque sólo haya tres familias471.
El soberano no sólo es el ingeniero que da forma al navío, sino también el capitán
que debe encargarse de conducirlo hacia el puerto de la salvación. En ese sentido, las
diversas facciones y corporaciones que han conducido a la república al borde de la
anarquía -en particular, como vimos, los “monarcómanos” hugonotes y los fanáticos
católicos de la Liga- se muestran en este escenario como verdaderos incitadores del
naufragio. Bodin, en tanto, integrándose en esa misma tradición de los Speculum Princeps a
la que referimos en ocasión de nuestro análisis de los textos de Sébastien Castellion,
buscará poner a disposición del monarca un nuevo Manual de Navegación. En efecto, en el
inicio mismo del Prefacio, dedicado a Guy du Faur, señor de Pibrac (1529-1584)472, el
varias ciudades y provincias con costumbres diversas, pero sometidas, sin embargo, al imperio de un señor
soberano y a sus edictos y ordenanzas”. Jean Bodin, Los seis libros de la República, Madrid, Tecnos, 1997, I, VI,
p.37. En adelante, República.
468
“La familia constituye la verdadera fuente y origen de toda república, así como su principal elemento”.
República, I, II, p.16.
469
República, I, II, p.18.
470
Es evidente, como señala Bodin, que no hay república sin res publica: “Además de la soberanía, es preciso
que haya alguna cosa en común y de carácter público, como el patrimonio público, el tesoro público, el recinto
de la ciudad, las calles, las murallas, las plazas, los templos, los mercados, los usos, las leyes, las costumbres, la
justicia, las recompensas, las penas y otras cosas semejantes, que son comunes o públicas, o ambas cosas a la
vez. No existe república si no hay nada público”. República, I, II, p.17.
471
República, I, II, p.17. Según reafirma Quentin Skinner: “Es sólo como resultado del sometimiento al
gobierno que un agregado de individuos ha podido alguna vez convertirse en un pueblo… Es sólo la aceptación
de la souveraineté del poder, afirma [Bodin], la que une en un solo cuerpo a todos los miembros y partes, y
todas las familias de una civitas o république. Es un error suponer que el pueblo debe su unidad al hecho de
vivir juntos como miembros de una única sociedad o como habitantes de un mismo lugar. Pues no son ni los
muros ni las personas las que hacen la ciudad, sino la unión de un pueblo bajo un poder soberano”. Quentin
Skinner, El nacimiento del Estado, p.61.
472
Poeta, magistrado y diplomático francés, el señor de Pibrac será también admirado por Michel de
Montaigne, quien, en el marco de su defensa política de aquel partido que es capaz de garantizar las bases de
144
angevino señalará explícitamente cuáles son sus intenciones. Permítasenos recurrir a sus
palabras con cierta extensión, a fin de apreciar con toda claridad este cariz particular que
Bodin pretende brindarle a su texto:
Puesto que la conservación de los reinos e imperios, y de todos los pueblos, depende,
después de Dios, de los buenos príncipes y sabios gobernantes, es justo, mi señor, que cada
uno les ayude a conservar su poder, a ejecutar sus santas leyes o a llevar a sus súbditos a la
obediencia, mediante máximas y escritos de los que resulte el bien común de todos en
general, y de cada uno en particular. Esto, que siempre ha sido estimable y digno, nos es
ahora más necesario que nunca. Cuando el navío de nuestra república tenía el viento de
popa, sólo se pensaba en gozar de un reposo sólido y estable… Pero desde que una
tormenta tan impetuosa ha agitado al navío de nuestra república con tal violencia que
incluso el capitán y los pilotos están exhaustos por el trabajo continuo, se hace preciso que
los pasajeros les presten una mano, ya sea en las velas, ya sea en la cuerdas, ya sea en el
ancla, y que aquellos a los que la fuerza les falta, brinden algunas buenas advertencias, o
presenten sus votos y plegarias a aquél que puede comandar los vientos y amainar la
tempestad, pues todos juntos corren el mismo peligro473.
He allí la razón por la cual, “no pudiendo hacer nada mejor”, Bodin se dispone a
sentar las bases de un nuevo orden político -recurriendo para su disertación a la “lengua
vulgar”474- que permita evitar la reproducción de episodios muy poco convenientes para el
sostenimiento de la salud de la república, como el ocurrido cuatro años antes de la
redacción de la République, durante la noche de san Bartolomé. En efecto, dado que es
inevitable que los estados se encuentren sometidos a las mismas reglas que la naturaleza
prescribe a todas las cosas475, y por tanto, que sufran diversas mutaciones y modificaciones
a lo largo de su existencia, lo más sensato es procurar “que el cambio sea pacífico y natural,
si ello es posible, y no violento y sangriento”476. En ese marco, no será ya la verdad (de la
sustentación del Estado francés, citará algunos versos de este personaje que se condicen con su posición: Aimé
l’estattel que tu le vois estre / S’il est royal, ayme la royauté / S’il est de peu, ou bien communauté, / Ayme
l’aussi, car Dieu t’y a fait naistre. (Los ensayos, III, 9).
473
República, Prefacio, pp.3-4.
474
República, Prefacio, p.4. Dos son las razones que Bodin esgrime para redactar su tratado político en francés:
la primera refiere al paulatino avance de las lenguas vulgares sobre el latín, cuyas fuentes –afirma el angevino“se secarán completamente si la barbarie producida por las guerras civiles continúa” (Ibíd.); la segunda, a la
posibilidad de que no sólo el rey y los magistrados tengan contacto con su texto, sino todos aquellos
ciudadanos de buenas intenciones. Bodin manifiesta la aspiración de “ser mejor entendido por todos los buenos
franceses, quiero decir, por todos aquellos que, en toda ocasión, desean y quieren ver al estado de este reino en
todo su esplendor, floreciente en armas y leyes” (Ibíd.).
475
“Nunca ha habido, ni habrá jamás república tan excelente en belleza que no envejezca, sujeta como está al
torrente fluido de la naturaleza, que arrastra todas las cosas”. República, Prefacio, p.4.
476
República, Prefacio, p.4. Como veremos más adelante, cuando ingresemos de lleno en el libro IV de la
République, Bodin presta una gran atención a estas mutaciones, estableciendo una distinción entre la
145
fe), sino la paz, el valor supremo que habrá que resguardar con todo el celo del que se
disponga. Y la paz, según puede inferirse de las afirmaciones de Bodin, no germina sino del
orden, orden que sólo podrá garantizar, a su vez, quien siendo ajeno a los distintos
intereses que se hallan en disputa, se muestre como un agente político imparcial y capaz de
sobreponerse a la agitación de los conflictos confesionales, instituyendo una ley común a
todos, y reestableciendo de ese modo la tan ansiada unidad (o, en palabras más propias de
Bodin, la armonía477). He allí la razón y la necesidad de instaurar un poder soberano, y de
encarnar ese poder en la figura de un monarca que, al mismo tiempo, representará para la
república y el mundo político lo que Dios representa para el orden de la naturaleza:
Así como el gran Dios de la naturaleza, infinitamente sabio y justo, manda a los ángeles, así
los ángeles mandan a los hombres, los hombres a las bestias, el alma al cuerpo, el cielo a la
tierra, la razón a los apetitos, a fin de que quien esté menos dotado para el mando sea
dirigido y guiado por aquel que, como recompensa a su obediencia, le puede preservar y dar
seguridad. Pero cuando, por el contrario, sucede que los apetitos desobedecen a la razón,
los particulares a los magistrados, los magistrados a los príncipes, los príncipes a Dios, se ve
cómo Dios acude a vengar sus injurias y a ejecutar la ley eterna por Él establecida478.
En ese marco, dijimos, Bodin entiende que la república479 de Francia tiene dos
principales enemigos. Los primeros son los seguidores de Maquiavelo, muy “en boga entre
los cortesanos de los tiranos”480; los segundos, quienes propician absurdas teorías acerca de
“alteración” (alteratio) y el “cambio” (conversio). Esta diferenciación le permitirá, a su vez, señalar la
disparidad que existe entre los cambios políticos, que afectan directamente a la soberanía, y por tanto a la forma
del estado, y las alteraciones en las leyes, en las costumbres o en la religión, que no suponen una modificación
sustancial en el carácter más propio de la república, sino sólo en un aspecto particular de su gobierno. Para
considerar con mayor detalle la posibilidad humana de intervenir en los cambios políticos, véase MarieDominique Couzinet, “Hasard, providence et politique chez Jean Bodin”, Hasard et Providence XIVeXVIIesiècles. Actes du cinquantenaire de la fondation du CESR et XLIXe Colloque International d’études
Humanistes, Tours, 3-9 juillet 2006, pp.1-18.
477
Como señalará Bodin en una de las páginas finales de su tratado: “La paz, que representa la armonía, es el fin
y perfección de todas las leyes y sentencias, y, por supuesto, del verdadero gobierno real”. República, VI, VI,
p.307. Como veremos más adelante, el concepto de armonía también posee un rol muy destacado en el
Colloquium Heptaplomeres.
478
República, Prefacio, p.5. Cuando, en el capítulo IV del libro VI, Bodin trace una comparación entre las tres
formas de república legítimas (el estado popular, la aristocracia y la monarquía) a fin de determinar cuál de ellas
es la mejor, reafirmará esta idea de la organización piramidal de la naturaleza política: “No es necesario insistir
mucho para mostrar que la monarquía es la forma república más segura, si se considera que la familia, que es la
verdadera imagen de la república, sólo puede tener una cabeza, como ya he mostrado. Todas las leyes naturales
nos conducen a la monarquía, tanto si contemplamos el microcosmos del cuerpo, cuyos miembros tienen una
sola cabeza, de cual depende la voluntad, el movimiento y las sensaciones, como si contemplamos el universo,
sometido a un Dios soberano”. República, VI, IV, p.291.
479
Vale aclarar aquí que, en el contexto histórico, intelectual y lingüístico de Bodin, el concepto de república no
refiere a una forma de gobierno particular -como sí lo hace para nosotros, herederos del liberalismo-, sino al
estado en general. En tal sentido, como veremos, la república puede ser administrada bajo un gobierno popular,
pero también bajo la forma aristocrática o monárquica.
480
República, Prefacio, p.5.
146
las prerrogativas del pueblo sobre los monarcas. Los primeros no son otros que quienes
han convencido a Catalina y al rey de llevar a cabo la matanza de san Bartolomé,
subvirtiendo con ello los legítimos fundamentos del orden y de la justicia481. Siguiendo las
recetas prescriptas por Maquiavelo, estos consejeros han puesto “como doble fundamento
de la república a la impiedad y a la irreligión”482, creyendo que por ese camino alcanzarían
el éxito. Sin embargo, señala Bodin -oponiéndose a dicha certidumbre-, si prestamos
mayor atención a las lecciones de la historia, y sopesamos con más detenimiento cuál ha
sido la fortuna de aquellos que han seguido las prescripciones del secretario florentino -y
en particular la de César Borgia, personaje protagónico de su obra- seremos capaces de
concluir que dichos principios han provocado el colapso de todos los que Príncipes que los
han seguido. Las temibles lecciones de Maquiavelo han conducido a Francia al borde de la
tiranía483, con todo lo pernicioso que eso resulta; no obstante, afirma Bodin, hay algunos
otros principios que son incluso más dañinos y perjudiciales, y que entrañan un riesgo
incluso mayor: el de la anarquía.
Existen otros, contrarios y enemigos de aquellos [cortesanos], pero quizás todavía más
peligrosos, quienes, con pretexto de exención de cargas y de la libertad popular, inducen a
los súbditos a rebelarse contra sus príncipes naturales, abriendo las puertas a una licenciosa
anarquía, peor que la tiranía más cruel del mundo484.
Bodin se refiere aquí, como indicábamos antes, a los publicistas hugonotes. Éstos,
luego de la noche de san Bartolomé, abandonarán sus esperanzas de alcanzar una medida
de tolerancia por parte de la monarquía dirigida desde las sombras por Catalina de Médicis,
y comenzarán a desarrollar una ofensiva teórica y política mucho más agresiva485. El
“Cuando digo justicia quiero decir la prudencia de mandar con rectitud e integridad. Constituye, pues, una
enorme incongruencia en materia de estado, preñada de consecuencias peligrosas, enseñar a los príncipes las
reglas de la injusticia para asegurar su poder mediante procedimientos tiránicos, pues no existe fundamento
más ruinoso que éste”. República, Prefacio, p.6.
482
República, Prefacio, p.5. Bravo Gala ha señalado con toda razón que este furioso “anti-maquiavelismo”
expresado por Bodin en las páginas de su Prefacio “tendría un carácter polémico y circunstancial, sin ser
necesariamente expresión de un desacuerdo teórico fundamental” (“Estudio preliminar”, Op.cit., p.XLII) entre
el florentino y el angevino. En efecto, Roger Chauviré (Op.cit., p.192 y ss.) ha señalado algunas posibles
conexiones entre la obra de Maquiavelo y la de Bodin. Tampoco puede olvidarse, por lo demás, que una de las
críticas más fuertes que recibirán en la época los propios politiques es la de ser “discípulos de Maquiavelo”, al
supeditar la religión a la política, dando prioridad al orden por sobre la verdad.
483
Como señalará Bodin en el siguiente libro, en una comparación que se extenderá por varios párrafos, y de la
que aquí sólo indicamos el comienzo: “La diferencia más notable entre el rey y el tirano estriba en que el rey se
conforma a las leyes de la naturaleza y el tirano las pisotea. Aquél cultiva la piedad, la justicia y la fe; éste no
tiene ni Dios, ni fe, ni ley. Aquél hace todo lo posible en provecho del bien público y la seguridad de los
súbditos; éste sólo tiene en cuenta su propio interés, venganza o placer…”. República, II, IV, p.100.
484
República, Prefacio, p.6.
485
La estrategia política adoptada por los hugonotes durante los primeros tiempos del conflicto había
consistido, según señala Quentin Skinner, “en evitar hasta donde fuera posible toda confrontación directa con
481
147
primero de los textos que incitó a la revolución hugonota, editado por François Hotman reformado refugiado en Ginebra- apareció en 1573 bajo el título Francogallia486. Al año
siguiente, en 1574, Teodoro de Beza redactará en un tono similar la versión francesa de un
texto titulado Du droit des Magistrats sur leurs sujets, cuya versión latina aparecerá dos
años más tarde. A esos dos primeros opúsculos, en los que se defendía el derecho de los
hugonotes a revelarse contra el tirano católico, le seguirán tres textos de carácter anónimo:
el primero, en forma de diálogo, llevará por título Le Politique (1574); el segundo, también
bajo esa forma dialógica, Le Reveille Matin (1574); el tercero, por su parte, será conocido
bajo el título de Discours Politiques (1574), siendo “el más revolucionario de todos y
presentando una teoría más anárquica de la resistencia que ninguna otra obra del
pensamiento político hugonote”487. Por su parte, los tres volúmenes de las Mémoires de
l'estat de France sous Charles IX, de Simon Goulart (quien luego ocuparía el lugar de
Teodoro de Beza en la administración ginebrina), apareció por primera vez hacia finales de
1576, siendo reimpresos en una versión “revisada, corregida y aumentada” en 1578.
Finalmente, en 1579, verá la luz el más afamado de todos los textos producidos en esta
época por los teóricos hugonotes: la Vindiciae contra tyrannos (1579), atribuido a Philippe
Duplessis Mornay. En él, el autor ofrecerá al público letrado el resumen más completo de
los principales argumentos desarrollados por los monarcómanos en el curso del período
posterior a la agudización del conflicto confesional488.
el gobierno de Catalina de Médicis” (Los fundamentos del pensamiento político moderno, II, Op.cit., p.248),
argumentando que su enfrentamiento no era con la corona de Francia, sino con sus verdaderos enemigos: los
fanáticos católicos. Esta primera estrategia habría sido impuesta por las circunstancias, dado que los
reformados carecían del apoyo y de los recursos necesarios para llevar adelante una ofensiva contra la
monarquía. Pero, también, porque los líderes reformados albergaban la esperanza de una medida duradera en
favor de la tolerancia, ilusión que sucumbe con el acontecimiento de agosto de 1572: “La razón más obvia de
este optimismo [respecto de la tolerancia] era que Catalina de Médicis, la reina madre y poder tras el trono de
Carlos IX, puso en claro durante todas las primeras fases de las guerras civiles que ella se encontraba,
categóricamente, en favor de una política de tolerancia religiosa. Desde luego, al atribuir estas ideas a Catalina y
a su gobierno es necesario establecer una clara distinción entre los períodos anterior y posterior a 1572.
Durante el verano de 1572 ocurrió el desplome final de las esperanzas hugonotas cuando Catalina súbitamente
abandonó todo intento de conciliación y sancionó el asesinato en masa de los jefes hugonotes en la matanza de
San Bartolomé”. Ibíd, p.249.
486
Según señala Skinner, existen “pruebas internas” que indican que la Francogallia habría sido comenzado a
redactar en los años 1567-1568, pero que sólo las condiciones políticas posteriores a san Bartolomé propiciaron
su publicación.
487
Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno, II, Op.cit., p.314.
488
Para considerar una sugerente interpretación de la doctrina de los monarcómacos protestantes, véase Isabelle
Bouvignies “Monarchomachie: tyrannicide ou droit de résistence”, en Nicolás Piqué y Ghislain Waterlot
(Comps.). Tolérance et Réforme. Éléments pour une généalogie du concept de tolérance, Paris, L´Harmattan,
1999, pp.71-99. Según esta autora, la defensa del tiranicidio pertenece a la tradición política católica, y sería
ajena a la doctrina protestante, puesto que la interpretación de los políticos reformados sobre el papel de los
magistrados inferiores, como vigilantes del poder del gobernante -desarrollada originalmente por Calvino-, les
habría permitido evolucionar hacia un derecho constitucional a la resistencia como medio de oposición política
ante un gobierno tiránico.
148
Según la concepción de Bodin, estos publicistas hugonotes -cuyas tesis principales
radicaban en la defensa del derecho a la resistencia popular, y en la concepción del régimen
de gobierno de Francia bajo un carácter mixto- resultan tan perniciosos para la salud de la
república como los ateos, pues, al igual que ellos, incitan a los súbditos a dejar de lado
“verdades evidentes” trasmitidas por las sagradas Escrituras489.
Nada se repite tanto en la Sagrada Escritura como la prohibición, no sólo de matar o atentar
contra la vida y el honor del príncipe, sino también de los magistrados, aunque sean
perversos… Responder a las objeciones y argumentos vanos de quienes sostienen lo
contrario, sería perder el tiempo. Al igual que quien pone en duda la existencia de Dios
merece que sienta el peso de las leyes sin usar de argumentos, trato semejante debiera darse
a quienes han puesto en duda verdad tan evidente, llegando incluso a publicar libros donde
defienden que los súbditos pueden justamente tomar las armas contra su príncipe tirano y
hacerlo matar por cualquier medio”490.
En efecto, según afirma el angevino en directa oposición con la postura asumida
por los monarcómanos, ningún súbdito tiene la potestad de desobedecer o de atentar
contra la vida del príncipe soberano, ni siquiera cuando éste haya incurrido en las mayores
“impiedades y crueldades imaginables”491. Así, dado que los súbditos no tienen ninguna
“jurisdicción sobre su príncipe, del cual depende todo poder y autoridad”492, la única
medida aceptable de reacción o de repudio contra la tiranía que Bodin parece admitir -es
decir, siempre y cuando el monarca subvierta con su acción alguna ley natural o divina- es
la de sustraerse a dicha autoridad por medio del exilio, interno o externo; es decir, o por
medio de la huida hacia otro territorio, o por medio del retraimiento privado del escondite:
“Afirmo, pues, que el súbdito jamás está autorizado a atentar contra su príncipe soberano,
por perverso y cruel tirano que sea. Es lícito no obedecerle en nada contrario a la ley de
Un peligro similar es el que Bodin atribuye a las brujas y hechiceras que denunciará en su Démonomanie des
sorciers; esto, quizás, pueda brindarnos una clave de interpretación capaz de conciliar sus más que diversas
obras. Al respecto, puede verse Matthieu Lavoyer, “Entre génie politique et démonologie drastique. Approche
de l’oeuvre déconcertante de Jean Bodin (1529-1596)”, France, Université de Neuchâtel, 2010, pp.3-22, y Rita
Ramberti, “Demoni, Streghe e Pace Civile. Discussione sulla Demonomania di Jean Bodin secondo una recente
edizione”, Governare la paura, Universitá di Bologna, 2008, pp.1-14.
490
República, II, V, pp.105-106.
491
“Si el príncipe es absolutamente soberano, como son los verdaderos monarcas de Francia, España,
Inglaterra, Escocia, Etiopía, Turquía, Persia o Moscovia, cuyo poder no se discute, ni cuya soberanía es
compartida con los súbditos, en este caso, ni los súbditos en particular, ni todos, en general, pueden atentar
contra el honor o la vida del monarca, sea por vías de hecho o de justicia, aunque haya cometido todas las
maldades, impiedades y crueldades imaginables”. República, II, V, p.105.
492
República, II, V, p.105.
489
149
Dios o de la naturaleza y, en tal caso, huir, esconderse, evitar los castigos, sufrir la muerte,
antes que atentar contra su vida o su honor”493.
En efecto -podemos señalar a modo de conclusión de este apartado-, como el
propio Bodin señalará hacia el final del Prefacio, su obra estará íntegramente dedicada a
combatir a estas “dos clases de hombres que, mediante escritos y procedimientos en todo
contrarios, conspiran a la ruina de las repúblicas”494 y que actúan de ese modo “no tanto
por malicia como por ignorancia de los negocios del estado”495. En tal sentido, afirmando
que la “ciencia política se encuentra oculta por tinieblas muy espesas”496, el autor de la
République se propone redactar una obra capaz de esclarecer muchos de sus principios
esenciales. Quizás con la esperanza de que, de ese modo, “monarcómanos” y liguistas
pudiesen rendirse ante las inobjetables evidencias esgrimidas en favor de una solución
real497 de los conflictos, es decir, de una solución política.
2.2. Hacia la institución de un poder secular, o el concepto de soberanía
Pierre Manent lo ha dicho con claridad en los inicios de su Histoire intellectuelle du
libéralisme: si consideramos de manera “retrospectiva, o negativamente” al modo de
organización política establecido con anterioridad a los sistemas liberales, no tendremos
más opción que referirnos al Ancien régime. Si, por el contario, describimos a ese régimen
de un modo “positivo o prospectivo”, deberemos hablar de la “era de las monarquías
«absolutas» o «nacionales»”498, monarquías a las que “dio su forma el concepto de
soberanía; concepto radicalmente nuevo en la historia”499.
Fueron la crisis y la caída del Imperio Romano de Oriente las que, afirma Manent,
prepararon el terreno para el surgimiento de este nuevo orden político, ligado íntimamente
República, II, V, p.106.
República, Prefacio, p.6.
495
República, Prefacio, p.6.
496
República, Prefacio, p.4.
497
El sesgo “anti-utopista” de Bodin es elocuente desde las primeras páginas: “Sin embargo, no queremos
tampoco diseñar una república ideal, irrealizable, del estilo de las imaginadas por Platón y Tomás Moro,
Canciller de Inglaterra, sino que nos ceñiremos a las reglas políticas lo más posible. Al obrar así, no se nos
podrá reprochar nada, aunque no alcancemos el objetivo propuesto, del mismo modo que el piloto arrastrado
por la tormenta o el médico vencido por la enfermedad, no son menos estimados si éste ha tratado bien al
enfermo y aquél ha gobernado bien su nave”. República, I, I, p.12. Un opinión semejante puede ser hallada en
los Ensayos de Montaigne, quien también parece desconfiar de las soluciones utópicas a la hora de enfrentar los
problemas reales. En el capítulo “La vanidad” (III, 9), luego de presentar el escenario político que lo rodea,
Montaigne señala con un tono pesimista: “b| Y ciertamente todas esas descripciones de Estados inventadas por
el arte resultan ridículas e ineptas para llevarlas a la práctica. Esas grandes y largas disputas sobre la mejor
forma de sociedad, y sobre las reglas más convenientes para unirnos, son disputas sólo apropiadas para ejercitar
el espíritu.” Los ensayos, III, 9, p.1426.
498
Pierre Manent, Historia del pensamiento liberal, Buenos Aires, Emecé Editores, 1990, p.17.
499
Ibíd.
493
494
150
a un concepto hasta entonces inaudito. Habiendo entrado en crisis el modo de
organización imperial, y no siendo ya viable un retorno a aquel viejo modelo de la ciudadestado propio de la antigüedad clásica, los hombres europeos se vieron en la necesidad de
inventar un nuevo sistema de organización para su vida en común500. Este nuevo sistema, al
mismo tiempo, permitió resguardar -o mejor dicho, inaugurar de un modo sui generis- el
orden secular ante el avance de la Iglesia católica. En efecto, aun cuando el “modelo”
ofrecido por la Iglesia -en tanto su razón de ser no consiste en regir la vida política de los
hombres, sino en conducirlos hacia la salvación- no parece ubicarse en el mismo plano que
el de la ciudad o el Imperio, su injerencia en el plano temporal no resultará en absoluto
desestimable. Por el contrario, sostiene Manent: “por su existencia misma y su propia
vocación, la Iglesia planteará un inmenso problema político a los pueblos europeos”501. Tal
es así, que “el desarrollo político de Europa sólo puede comprenderse como la historia de
las respuestas dadas a problemas planteados por la Iglesia”502.Ahora bien, ¿cuál es la razón
de ese inmenso problema planteado por la corporación eclesiástica? Brevemente, el modo
contradictorio en el que la Iglesia auto-concibe su propia función institucional: establecida
con el fin de garantizar la salvación de las almas de los hombres en un mundo que no es
éste, sin embargo, autoproclama el derecho y el deber de establecer una atenta vigilancia
sobre todas aquellas acciones que puedan poner en riesgo esa salvación. Así, aun cuando
Dios y el César parezcan destinados a ejercer sus actividades en territorios radicalmente
diferentes, esta “contradicción”503 auto-perceptiva ha conducido a la Iglesia “a reivindicar
el poder supremo, la plenitudo potestatis”.
Ante esta crítica situación política, es decir, ante la imposibilidad de retornar a los
modelos de organización ensayados con anterioridad, y ante el peligro del avance del
modelo teocrático, el problema de los hombres europeos -de ese “mundo no religioso,
profano, laico”- consistió en concebir un modo de organización política cuya forma “no
sea ni la ciudad ni el Imperio”504, una forma que, excediendo la particularidad de las
antiguas polis, tampoco aspirara a la universalidad propia del Imperium. Se necesitaba, en
“Ahora bien, el hecho original de la historia de Europa consiste en que ni la ciudad ni el imperio ni una
combinación de los dos suministró la forma en la cual Europa reconstituyó su organización política: entonces
se inventó la monarquía”. Ibíd, p.19.
501
Ibíd., pp.19-20.
502
Ibíd., p.20. He allí una de las tesis centrales de este primer capítulo del estudio de Manent, titulado “Europa
y el problema teológico-político”.
503
“Se puede resumir del modo siguiente la singular «contradicción» que hay en la doctrina de la Iglesia
Católica: simultáneamente la Iglesia deja a los hombres la libertad de organizarse en lo temporal según ellos lo
entiendan y, por otro, aspira a imponerles una «teocracia»”. Ibíd., p.21. Las cursivas son del original.
504
Ibíd., p.25.
500
151
todo caso, “una forma cuya universalidad fuera diferente de la universalidad del Imperio. Y
sabemos que esa forma política habrá de ser la monarquía «absoluta» o «nacional»”505.
La figura política del rey adquirirá un rol central en esta nueva forma de
organización, convirtiéndose en la piedra angular de todo el sistema. No obstante, aun
cuando el monarca occidental reclame como fundamento de su legitimidad a la propia
divinidad -pues, como ha quedado establecido desde san Pablo: “Todo poder viene de
Dios” (Romanos, 13:1)- tanto los conflictos con la presunta autoridad universal de la
Iglesia506, como la imposibilidad para erigirse en el vicarius Christi507, le indicarán un nuevo
campo de acción: el secular. En tal sentido, su función principal radicará en sentar las bases
de una nueva unidad política, diferente de la de la institución eclesiástica. “[El rey] se
encargará de constituir la ciudad profana, la civitas hominum; y la hará una así como el
mismo es uno”508. En esa nueva organización, como ya señalamos al inicio, el concepto de
soberanía adquirirá un papel central.
Realizada esta breve reflexión general, pasemos ahora a analizar específicamente el
concepto de soberanía tal como lo presenta Jean Bodin en el capítulo VIII del libro I de su
République, pues creemos que ese análisis nos permitirá comprender con mayor
profundidad en qué medida este concepto desempeña un rol clave, no sólo en la teoría
política heredada y construida por la tradición, sino también en la solución politique que
Bodin postula para las conflictos confesionales de su tiempo.
Habiendo dicho antes que la república es un “recto gobierno de varias familias, y
de lo que les es común, con poder soberano”, resulta ahora necesario definir con mayor
precisión qué es lo que se entiende por poder soberano, poder al que Bodin atribuirá tres
características principales: la de ser perpetuo, la de ser absoluto y la de ser indivisible509. En
primer lugar, que el poder soberano sea perpetuo significa, sin demasiados rodeos, que no
Ibíd.
“A diferencia del emperador, el rey en principio no pretende la monarquía universal, lo cual limita la
amplitud del conflicto con la universalidad de la Iglesia”. Ibíd., p.26
507
“Lo que pudo «fijar» esta monarquía fue un compromiso estable entre lo sagrado religioso y lo sagrado
cívico, siendo el rey la piedra angular del sistema sacro. Ahora bien, a pesar de todos sus atributos religiosos
ostentados, a pesar de lo sagrado, a pesar de su derecho divino, el rey nunca pudo ser en Europa la piedra
angular del sistema de lo sagrado, como lo era en Oriente”. Ibíd., p.29. Este título tan particular de vicario de
Dios, nos recuerda Manent, será sólo reservado en Occidente para la figura del Papa de Roma, quien se
encargará de desarrollar todas las consecuencias de la “contradictoria” definición de la Iglesia a la que referimos
antes. Al respecto, véase el clásico estudio de Ernst Kantorowicz, The king’s two bodies, Princeton, Princeton
UniversityPress, 1957, pp.87-93.
508
Ibíd, p.30.
509
“La soberanía es el poder absoluto y perpetuo de una república… Es necesario definir la soberanía, porque,
pese a que constituye el tema principal y que requiere ser mejor comprendido al tratar de la república, ningún
jurisconsulto ni filósofo político la ha definido todavía”. República, I, VIII, p.47. Aunque el carácter indivisible
no sea resaltado en esta primera definición, los análisis posteriores que realizará Bodin, y a los que referiremos,
dejarán en claro que esta tercera característica también resulta clave para comprender el carácter específico del
poder soberano.
505
506
152
reviste límites temporales; que
más allá de las diversas materializaciones y
personificaciones que pueda tener, es decir, más allá del modo en cómo dicho poder sea
administrado en la práctica, su naturaleza permanece inmutable y única a lo largo del
tiempo:
Digo que este poder es perpetuo, puesto que puede ocurrir que se conceda poder absoluto a
uno o a varios por tiempo determinado, los cuales, una vez transcurrido éste, no son más
que súbditos. Por tanto, no puede llamárseles príncipes soberanos cuando ostentan tal
poder, ya que sólo son sus custodios o depositarios, hasta que place al pueblo o al príncipe
revocarlos. Es éste quien permanece siempre en posesión del poder510.
En segundo lugar, el poder soberano es absoluto en tanto y en cuanto no reconoce
por sobre sí a ningún otro poder que no sea el de Dios y el de las leyes naturales511. Pues, si
así no fuera, nos aclara Bodin, el príncipe no sería el verdadero titular de la soberanía, sino
tan sólo su depositario, tal como ocurre, por ejemplo, con los distintos magistrados
“intermedios” a los que el monarca recurre para administrar la república512. En tal sentido,
afirma Bodin, “es absolutamente soberano quien, salvo a Dios, no reconoce a otro por
superior. Digo, sin embargo, que no la tienen [a la soberanía] quienes son simples
depositarios del poder, que se les ha dado por un tiempo limitado. […] La razón de ello es
que uno es príncipe, el otro súbdito; el uno señor, el otro servidor; el uno propietario y
poseedor de la soberanía, el otro no es ni propietario ni poseedor de ella, sino su
depositario”513.
República, I, VIII, pp.47-48.
Para hacer más explícita esta característica, Bodin refiere al ejemplo histórico del rey de Tartaria: “Cuando
muere el gran rey de Tartaria, el príncipe y el pueblo, a quienes corresponde el derecho de elección, designan,
entre los parientes del difunto, al que mejor les parece, con tal que sea su hijo o sobrino. Lo hacen sentar
entonces sobre un trono de oro y le dicen estas palabras: Te suplicamos, consentimos y sugerimos que reines
sobre nosotros. El rey responde: Si queréis eso de mí, es preciso que estéis dispuestos a hacer lo que yo os mande,
que el que yo ordene matar sea muerto incontinenti y sin dilación, y que todo el reino me sea remitido y
consolidado en mis manos. El pueblo responde así sea, y, a continuación, el rey agrega: La palabra de mi boca
será mi espada, y todo el pueblo le aplaude. Dicho esto lo toman y bajan de su trono y puesto en tierra, sobre
una tabla, los príncipes le dirigen estas palabras: Mira hacia lo alto y reconoce a Dios, y después mira esta tabla
sobre la que estás aquí abajo. Si gobiernas bien, tendrás todo lo que desees; si no, caerás tan bajo y serás
despojado en tal forma que no te quedará ni esta tabla sobre la que te sientas. Dicho esto le elevan y lo vitorean
como rey de los tártaros. Este poder es absoluto y soberano, porque no está sujeto a otra condición que
obedecer lo que la ley de Dios y la natural mandan”. República, I, VIII, pp.51-52.
512
Para considerar un análisis de dicha organización, véase José Manuel Bernardo Ares, “Los poderes
intermedios en la «República» de Jean Bodin”, Revista de Estudios Políticos (Nueva Época), 42, 1984, pp.227237.
513
República, I, VIII, p.49. Al respecto, como bien señala Norberto Bobbio en su análisis de la República de
Bodin, podemos decir que “Soberanía significa pura y simplemente poder supremo, es decir, poder que no
reconoce por encima de sí mismo ningún otro. En la escala de los poderes, de los que cualquier sociedad
jerarquizada está constituida, si se parte de abajo hacia arriba, se observa que el poder inferior está subordinado
al superior, el que a su vez lo está a un poder todavía más elevado; al final de la escala, forzosamente existe un
poder que no tiene por encima de sí mismo ningún otro. Este poder supremo, o summa potestas, es el poder
510
511
153
El mundo político que nos representa Bodin, vertebrado a partir de estos caracteres
distintivos del concepto de soberanía, reconoce una única división: la que existe entre aquel
que posee el poder absoluto, perpetuo e indivisible, y aquellos que están desprovistos de él,
aunque sean momentáneamente sus depositarios; es decir, entre el soberano y los súbditos.
De este modo, no importa cuál sea el lugar que los distintos ciudadanos514 puedan ocupar
en la esfera de la república, ni las creencias que profesen (no importa que sean nobles o
artesanos, magistrados o comerciantes, católicos o protestantes), dado que, desde la óptica
propia del monarca, todos ellos son iguales. En efecto, en tanto y en cuanto se encuentran
sometidos a las leyes dictadas por el soberano, todos son súbditos. Así, resguardada la
unidad política (a partir de que todos los súbditos son miembros de un cuerpo regido por
una única cabeza) Bodin pergeña un argumento politique en favor de la posible
coexistencia de las confesiones.
Volviendo sobre lo anterior, cabe aclarar, sin embargo, que absoluto no significa
ilimitado. Pues, aun cuando el príncipe soberano es tal en tanto posee un poder que lo
distingue radicalmente del resto, existen algunas leyes que ningún gobernante legítimo
puede violar sin incurrir en la tiranía. En tal sentido, afirma el autor: “Si decimos que tiene
poder absoluto quien no está sujeto a las leyes, no se hallará en el mundo príncipe
soberano, puesto que todos los príncipes de la tierra están sujetos a las leyes de Dios y de la
naturaleza y a ciertas leyes humanas comunes a todos los pueblos”515. En consecuencia, aun
cuando el soberano queda exento de cumplir con las leyes civiles que él mismo ha
prescrito516, debe someterse a las leyes de Dios y a las de la naturaleza517. Pero también a las
que hacen “al estado y la fundación del reino”, como la ley sálica518.
soberano; donde hay un poder soberano, hay un Estado”. Norberto Bobbio. La teoría de las formas de
gobierno en la historia del pensamiento político. México, Fondo de Cultura Económica, 2008, p.80
514
Desde esta óptica, la ciudadanía no es más que una obligación mutua -de protección y obediencia- entre
quien dicta la ley y quien la cumple: “No son los privilegios los que hacen al ciudadano, sino la obligación
mutua que se establece entre el soberano y el súbdito, al cual, por la fe y obediencia que de él recibe, le debe
justicia, consejo, consuelo, ayuda y protección. […] En resumen, la nota característica del ciudadano es la
obediencia y el reconocimiento del súbdito libre hacia su príncipe soberano, y la tutela, justicia y defensa del
príncipe hacia el súbdito”. República, I, VI, pp.39-41.
515
República, I, VIII, p.52.
516
“Es necesario que quienes son soberanos no estén de ningún modo sometidos al imperio de otro y puedan
dar ley a los súbditos y anular o enmendar las leyes inútiles; esto no puede ser hecho por quien está sujeto a las
leyes o a otra persona. Por esto, se dice que el príncipe está exento de la autoridad de las leyes. El propio
término latino ley implica el mandato de quien tiene la soberanía”. República, I, VIII, pp.52-53.
517
“En cuanto a las leyes divinas y naturales, todos los príncipes de la tierra están sujetos a ellas y no tienen
poder para contravenirlas, si no quieren ser culpables de lesa majestad divina, por mover guerra a Dios, bajo
cuya grandeza todos los monarcas del mundo deben uncirse e inclinar la cabeza con todo temor y reverencia.
Por esto, el poder absoluto de los príncipes y señores soberanos no se extiende, en modo alguno, a las leyes de
Dios y de la naturaleza. República, I, VIII, pp.53-54. En tal sentido, la prohibición del homicidio cuenta como
un ejemplo de ley natural o divina: “Si el príncipe prohíbe el homicidio bajo pena de muerte, ¿no queda, pues,
obligado a su propia ley? En tal caso, dicha ley no es suya, sino que se trata de la ley de Dios y de la naturaleza,
a la cual está más estrictamente obligado que cualquiera de sus súbditos. No puede ser dispensado de ella ni por
el senado, ni por el pueblo, quedando siempre sujeto al juicio de Dios, que, como dice Salomón, instruye la
154
De todas formas, más allá de estas restricciones, y como veremos con mayor
detenimiento en el próximo apartado, “el carácter principal de la majestad soberana”
consiste en la facultad de “dar la ley a los súbditos en general sin su consentimiento”519.
Así, es posible afirmar que “la ley no es otra cosa que el mandamiento del soberano que
hace uso de su poder”520, pues, del mismo modo en que Dios rige al mundo, el monarca
soberano -quien recibe de aquel poder supremo todas sus prerrogativas521- posee una
absoluta jurisdicción sobre los destinos de la república. Analicemos esta característica con
mayor atención.
2.3. El poder de legislar: vrai remarque de la souveraineté
“Claramente se ve ya en Bodin que el concepto se orienta hacia el caso crítico, es decir,
excepcional. Más que su definición de la soberanía, tan frecuentemente citada, cabe señalar
a su doctrina sobre las «Vraies remarques de la souveraineté» como el comienzo de la
moderna teoría del Estado”522. Avalados por esta afirmación de Carl Schmitt, analicemos
ahora el capítulo X del libro I de la República a fin de terminar de develar los atributos que
Jean Bodin otorga a la soberanía, prestando especial atención a la facultad de legislar,
principal y distintiva característica de la potestad soberana.
Bodin inicia este capítulo reiterando una vez más la idea de que los príncipes
soberanos son “la imagen de Dios en la tierra”, y que han sido enviados por Él en la
función de lugartenientes523. Establecido ese principio, el angevino se propone explicitar
cuáles son los atributos exclusivos -es decir, únicos e incomunicables524- que el ser supremo
causa con todo rigor. Por ello, decía Marco Aurelio que los magistrados son jueces de los particulares, los
príncipes de los magistrados y Dios de los príncipes”. República, I, VIII, p.60.
518
“En cuanto a las leyes que atañen al estado y fundación del reino, el príncipe no las puede derogar por ser
anejas e incorporadas a la corona, como es la ley sálica; si lo hace, el sucesor podrá siempre anular todo lo que
hubiere sido hecho en perjuicio de las leyes reales, sobre las cuales se apoya y funda la majestad soberana”.
República, I, VIII, p.56.
519
República, I, VIII, p.57.
520
República, I, VIII, p.63.
521
“En la monarquía, cada uno en particular, y todo el pueblo, como corporación, debe jurar observar las leyes
y prestar juramento de fidelidad al monarca soberano, el cual sólo debe juramento a Dios, de quien recibe el
cetro y el poder”. República, I, VIII, p.58.
522
Carl Schmitt, Teología política, Madrid, Editorial Trotta, 2009, p.14.
523
“Dado que, después de Dios, nada hay de mayor sobre la tierra que los príncipes soberanos, instituidos por
Él como sus lugartenientes para mandar a los demás hombres, es preciso prestar atención a su condición para,
así, respetar y reverenciar su majestad con la sumisión debida, y pensar y hablar de ellos dignamente, ya que
quien menosprecia a su príncipe soberano, menosprecia a Dios, del cual es su imagen sobre la tierra”.
República, I, X, p.72.
524
“Es preciso que los atributos de la soberanía sean tales que sólo convengan al príncipe soberano, puesto que
si son comunicables a los súbditos, no puede decirse que sean atributos de la soberanía. Del mismo modo que
una corona pierde su nombre si es abierta o se le arrancan sus florones, también la soberanía pierde su grandeza
si en ella se practica una abertura para usurpar alguna de sus propiedades… Al igual que el gran Dios soberano
no puede crear otro Dios semejante, ya que siendo infinito no puede, por demostración necesaria, hacer que
155
ha legado a los príncipes. Iniciada la búsqueda, sostiene que el primer y más importante
remarque de la soberanía radica en el poder de legislar, es decir, en el poder de regir la vida
de todos los súbditos de una república en general, y de cada uno en particular525, sin que
esa legislación, además, emane de ninguna instancia superior a la de su propia voluntad.
El primer atributo del príncipe soberano es el poder de dar leyes a todos en general y a cada
uno en particular. Con esto no se dice bastante, sino que es preciso añadir: sin
consentimiento de superior, igual o inferior. Si el rey no puede hacer leyes sin el
consentimiento de un superior a él, es en realidad súbdito; si de un igual, tiene un asociado,
y si de los súbditos, sea del senado o del pueblo, no es soberano526.
Asimismo, señala Bodin, si se analizan con detenimiento los demás atributos que es
posible otorgar al poder soberano, se podrá llegar a la conclusión de todos ellos se
encuentran comprendidos en este primero527. Lo que lo convierte en el atributo principal;
o, a mejor decir, en el único. Ahora bien, son estas reflexiones las que permiten a Bodin
hacer plenamente explícita la tercera característica distintiva de la soberanía: la de ser
indivisible. Las mismas, por otra parte, le posibilitan oponerse a otro de los principales
argumentos esgrimidos por los teóricos hugonotes: el de la existencia, en el origen del
sistema político francés, de un régimen mixto. En efecto, luego de indicar qué es lo qué
entiende por soberanía, y cuáles son sus vraies remarques, Bodin se abocará al análisis de
los diversos modos en la que el poder soberano puede ser ejercido.
Desde su perspectiva, dejando de lado las diversas cualidades que los gobiernos
pueden adquirir -es decir, dejando de lado la catalogación clásica que ponía el énfasis en
distinguir regímenes virtuosos y corruptos-, y estableciendo sólo una diferenciación en
base a sus aspectos “de naturaleza”, Bodin afirma que la soberanía puede ser ejercida o por
una sola persona, o por la menor parte de los miembros de una república, o por la mayor
parte. En tal sentido, decimos de nuevo, más allá de las distinciones y subdivisiones
establecidas por muchos autores clásicos, que multiplican sin cesar el número de repúblicas
posibles, existen sólo tres formas de estado: la monarquía, la aristocracia y la democracia.
Así, oponiéndose a teóricos políticos de la talla de Aristóteles, Platón o Polibio, Bodin
haya dos cosas infinitas, del mismo modo podemos afirmar que el príncipe que hemos puesto como imagen de
Dios, no puede hacer de un súbdito su igual sin que su poder desaparezca”. República, I, X, p.73.
525
Bodin se opone aquí a quienes sostienen que no sólo los soberanos tienen el poder de regir la vida de los
demás, sino que dicha facultad es compartida con todos aquellos que tienen la posibilidad de instituir alguna
costumbre, detrás de la cual, en definitiva, se hallaría el verdadero fundamento de todas las leyes. Para
considerar su argumento, véase República, I, X, pp.74-75.
526
República, I, X, p.74.
527
Véase República, I, X, pp.75-76.
156
afirmará que los regímenes mixtos simplemente no existen, pues el poder soberano no
puede ser dividido, y, por tanto, tampoco compartido.
Si se admite que de la combinación de las tres [formas de república] se puede hacer una, es
evidente que ésta será por completo diferente… Mas la mezcla de las tres repúblicas en una
no produce una especie diferente. El poder real, aristocrático y popular combinados, sólo
dan lugar al estado popular, salvo que se diese la soberanía, en días sucesivos, al monarca, a
la parte menor del pueblo y a todo el pueblo, ejerciendo por turno, cada uno de ellos, la
soberanía… En tal caso, habría tres clases de república que, además, no durarían mucho, al
igual que una familia mal gobernada528.
En efecto, dado que la soberanía es indivisible, resulta imposible combinarla, pues
eso no conduce sino a una paradoja: los soberanos se convertirán al mismo tiempo en
súbditos; lo que, para Bodin, no provocará más que una situación política insostenible a
partir de un peligroso descrédito de la ley. Si el poder de legislar es puesto en diversas
manos, se llegará al sinsentido de sostener que quienes dictan las normas legales son, al
mismo tiempo, quienes deben someterse a ellas. Situación que, según podemos concluir de
los textos del angevino, resulta un absurdo político.
En realidad, es imposible, incompatible e inimaginable combinar monarquía, estado
popular y aristocracia. Si la soberanía es indivisible, como hemos demostrado, ¿cómo se
podría dividir entre un príncipe, los señores y el pueblo a un mismo tiempo? Si el principal
atributo de la soberanía consiste en dar ley a los súbditos, ¿qué súbditos obedecerán, si
también ellos tienen poder de hacer la ley? ¿Quién podrá hacer la ley, si está constreñido a
recibirla de aquellos mismos a quienes se da?529
Así, una vez realizado el recorrido, Bodin llegará a las siguientes conclusiones: en
primer lugar, afirmará que los regímenes mixtos son imposibles, y por tanto, que“no hay
ni jamás hubo república compuesta de aristocracia y de estado popular y, mucho menos,
República, II, I, pp.88-89.
República, II, I, p.89. A partir de estas consideraciones, y haciendo una referencia a aquellos que
peligrosamente postulaban el carácter mixto de la república francesa, Bodin referirá abiertamente a ese caso
particular: “Algunos han dicho, y aun escrito que el reino de Francia está también compuesto de tres
repúblicas: el Parlamento de París representaría la forma aristocrática, los tres estados, la democracia, y el rey,
el estado real. Esta opinión no sólo es absurda, mas digna de pena capital, porque es delito de lesa majestad
hacer de los súbditos pares del príncipe soberano”. República, II, I, p.91. Es Pedro Bravo quien señala que esta
afirmación alude, en términos generales, a aquellos teóricos “monarcómanos” que postulaban que la
monarquía francesa se constituía como un régimen mixto. Y, en particular, a la obra de Bernard de Girard Du
Haillan (1535-1610) titulada De l’estat et succez des affaires de France (1570).
528
529
157
de las tres repúblicas, sino que, por el contrario, sólo hay tres clases de república”530. En
segundo lugar, que si esos regímenes fueran posibles, terminarían indefectiblemente en un
enfrentamiento interno entre los diversos titulares de la soberanía. Es decir, en una guerra
civil entre las facciones monárquicas, aristocráticas y democráticas531; guerra civil que,
como también han postulado innumerables teóricos políticos a lo largo y a lo ancho de la
modernidad, es concebida por Jean Bodin como la peor de las enfermedades que puede
aquejar a una república. En tercer lugar,el angevino sostiene que, para evitar en el futuro
todas esas confusiones en las que han incurrido anteriormente los filósofos, debe
establecerse una clara distinción entre el estado y el gobierno. Es decir, entre la forma de la
república -que sólo está dada por quien posee la titularidad de la soberanía, sea este uno,
pocos o muchos-, y el modo en como ella se administra532. Así, en efecto, aunque el
gobierno de una república pueda adquirir las más diversas formas de administración, Bodin
considera como un hecho “indiscutible que el estado de una república es siempre
simple”533. En definitiva, quien posee la titularidad de la soberanía, es decir, quien detenta
el poder soberano, es quien dicta la ley. Los demás, ya sea que tengan un cargo
administrativo dentro de la esfera de la república (como magistrados o jueces, por
ejemplo), o que sean simples ciudadanos, son todos súbditos.
Pero esta última distinción, podemos conjeturar, sirve también a Bodin para
pergeñar un nuevo argumento político en favor de la posible coexistencia de católicos y
protestantes. Pues la distinción entre el estado y el gobierno permite al angevino establecer,
al mismo tiempo, una distinción entre el cambio y la alteración, es decir, entre una
modificación esencial en el seno de la república, expresada por un cambio en la titularidad
de la soberanía, y una simple mutación en aspectos secundarios, como las leyes civiles, las
costumbres o la religión534. En tal sentido, podemos concluir de aquí, una alteración en las
costumbres confesionales de los súbditos franceses, e incluso en su legislación al respecto
(como un edicto de tolerancia, por ejemplo), no afectará más que un modo secundario y
accidental a la república, siempre y cuando la titularidad de la soberanía persista inmutable
República, II, I, pp.91-92.
Véase República, II, I, p.92.
532
“Debe de diferenciarse claramente entre el estado y el gobierno, regla política que nadie ha observado. El
estado puede constituirse en monarquía y, sin embargo, ser gobernado popularmente si el príncipe reparte las
dignidades, magistraturas, oficios y recompensas igualmente entre todos, sin tomar en consideración la
nobleza, las riquezas o la virtud. La monarquía estará gobernada aristocráticamente cuando el príncipe sólo dé
las dignidades y beneficios a los nobles, a los más virtuosos o a los más ricos… Esta variedad de gobernar ha
inducido a engaño a quienes confunden las repúblicas, sin advertir que el estado de una república es cosa
diferente de su gobierno y administración”. República, II, II, p.94.
533
República, II, VII, p.113.
534
“Llamo cambio de la república al cambio de estado, es decir, el traspaso de la soberanía del pueblo al
príncipe, o de los poderosos a la plebe, o a la inversa. El cambio de leyes, de costumbres, de religión, o de lugar
sólo representa una simple alteración, si la soberanía no cambia de titular”. República, IV, I, p.165.
530
531
158
,esto es, siempre y cuando esos súbditos -sean católicos o hugonotes- se reconozcan a sí
mismos como tales, y acaten las leyes que el soberano les impone sin su consentimiento.
Realizado este breve análisis de la teoría política de Bodin, y de sus posibles
derivaciones en relación con el tópico de la tolerancia, pasemos ahora a los consejos
prácticos que el angevino brinda a un monarca encargado de gobernar entre facciones.
2.4. Gobernar entre facciones
“Los libros IV y V de la República constituyen un tratado de pedagogía política, dirigido a
exponer las reglas a las que debe acomodarse el gobernante que quiera conservar su
Estado”535. Tomando prestada esta afirmación, y con ese marco de referencia general,
aboquémonos ahora al análisis del último capítulo del IV de la República, en el que Bodin
brinda una serie de consejos didácticos a aquel soberano que deba enfrentarse a una
situación particular: la de verse obligado a gobernar una república en la que los súbditos se
hayan divididos en facciones, situación que se condice, claro está, con la que atravesaba
Francia por esos años.
En primera instancia, Bodin pretende determinar si, acuciado ante esta situación
particular, el príncipe debe tomar algún partido (obligando a sus súbditos a secundarlo en
su decisión); o si, por el contrario, debe mantenerse en una posición neutral y equidistante
respecto de los bandos en pugna536. Iniciada dicha indagación, el angevino establece, en
primer término, y como regla general, que la existencia de facciones537 resulta perniciosa y
perjudicial en cualquier república, por lo que su surgimiento debe evitarse por todos los
medios disponibles. Asimismo, si acaso dicho surgimiento no ha podido impedirse en una
etapa germinal538, deben buscarse todos los remedios necesarios para aliviar -y, si es
Pedro Bravo Gala, “Estudio preliminar”, Op.cit., p.LXV.
“Examinemos ahora si cuando los súbditos están divididos en facciones y bandos, y los jueces y magistrados
toman también partido, el príncipe soberano debe unirse a una de las partes y si debe obligar al súbdito a seguir
una u otra”. República, IV, VII, p.202.
537
“No llamo facción a un puñado de súbditos, sino a una buena parte de ellos ligados contra los otros”
República, IV, VII, p.203.
538
He aquí, probablemente, un ejemplo de las lecturas maquiavélicas de Bodin. En efecto, en el capítulo III de
su tratado, Maquiavelo había considerado como una característica distintiva de los príncipes virtuosos esta
capacidad de previsión: “Estos príncipes [sabios], no solamente han de cuidar los desórdenes presentes, sino
también los futuros, tratando de impedirlos con toda su habilidad porque, previéndolos antes, es fácil
remediarlos. En cambio, si se espera a tenerlos encima, la medicina no llegará a tiempo, porque la enfermedad
se ha vuelto incurable. Ocurre aquí entonces lo que dicen los médicos de la tisis que, al principio del mal, es
fácil de curar y difícil de reconocer pero que, con el avanzar del tiempo, de haber sido diagnosticada y
medicada desde el principio, se vuelve fácil de reconocer y difícil de curar. Algo semejante sucede en los
asuntos del estado; si se conocen con anticipación (y esto sólo es dado a una persona prudente), los males que
nacen en él se curan rápido. Pero si no se los reconoce y se los deja crecer de tal modo que todos los conocen,
ya no hay remedio posible”. Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, Buenos Aires, Losada, 2003, III, pp.69-70.
535
536
159
posible, curar- el mal539. En efecto, al igual que las pequeñas afecciones corporales -como la
fiebre tísica, en el ejemplo de Maquiavelo- pueden convertirse en una infección
generalizada, la existencia de facciones puede provocar rápidamente la ocurrencia de una
guerra civil; el peor de males políticos imaginables540
En ese sentido, señala Bodin, es necesario tener en cuenta que las repúblicas
monárquicas brindan un mayor margen de acción ante este tipo de conflictos que las
aristocráticas o las democráticas, pues el soberano, al ser una única persona, puede
mantenerse neutral con mayor facilidad que un pequeño grupo de hombres, o que un gran
número de ellos.
Si las facciones y sediciones son perniciosas para las monarquías, mucho más peligrosas son
para los estados populares y aristocráticos.Los monarcas pueden conservar su majestad y
decidir como neutrales las contiendas o, uniéndose a una de las partes, hacer entrar a la otra
en razón o exterminarla totalmente. En cambio, en el estado popular, el pueblo dividido no
tiene soberano, como tampoco lo tienen los señores divididos en facciones en la
aristocracia, salvo que la mayor parte del pueblo o de los señores permanezcan neutrales y
puedan mandar a los demás541.
Por otra parte, Bodin establece dos clases diversas de sedición: en primer lugar,
aquellas en las que las distintas facciones, o al menos una de ellas, “se dirigen directamente
contra el estado, o contra la vida del soberano”542; en segundo, aquellas que no implican un
peligro directo para quien detenta la soberanía. En el primer caso, que se condice
claramente con lo postulado por los teóricos monarcómanos más radicales, el soberano
“no puede tolerar que se atente contra su persona”543, y debe apaciguar los sublevamientos
“a cualquier precio”; en el segundo, la decisión debe ser mucho más meditada y, en algún
sentido, moderada. Así, retomando lo dicho en el inicio del capítulo, Bodin reafirma que el
soberano debe intentar apagar el fuego de la sedición cuando todavía es una chispa,
539
“Partamos del principio que las facciones y partidos son peligrosos y perniciosos en toda clase de república.
Es necesario, pues, cuando se puede, prevenirlos con sabios consejos y, en el caso de que no se haya previsto lo
necesario antes de que surjan, buscar los medios para curarlos o, cuando menos, para aliviar la enfermedad”.
República, IV, VII, pp.202-203.
540
“Por la misma razón que los vicios y enfermedades son perniciosos para el alma y el cuerpo, las sediciones y
guerras civiles son peligrosas y perjudiciales para los estados y repúblicas. República, IV, VII, p.203.
541
República, IV, VII, p.203.
542
República, IV, VII, p.203.
543
República, IV, VII, p.203.
160
utilizando todas las herramientas que se hallen a la mano, e incluso ajusticiando con toda
premura a los cabecillas de la posible insurrección544.
Tales divisiones deben evitarse por todos los medios posibles, sin dejar de reparar en los
detalles más insignificantes, ya que las sediciones y guerras civiles, frecuentemente tienen su
origen en motivos triviales… Conviene, pues, antes que el fuego de la sedición se convierta
en hoguera, echar sobre él agua fría o apagarlo del todo, es decir, apaciguarlo mediante
dulces palabras y amonestaciones, o proceder mediante la fuerza545.
Del mismo modo que resulta más sencillo rechazar la invasión de un enemigo
extranjero antes de que éste haya atravesado las fronteras, es más simple evitar la extensión
de las insurrecciones y los conflictos entre facciones que ponerles fin una vez que ellas ya
se han desarrollado546. Asimismo, en una observación que resulta de suma importancia para
nuestro tema, Bodin aconseja al soberano -y en particular a aquel que conduce una
república monárquica- mantenerse neutral frente al conflicto. En una palabra, lo insta a no
olvidar que el lugar que ocupa en el sistema político no se asemeja al de un abogado que
defiende los reclamos de una de las partes, sino al del juez, que es quien debe dirimir las
disputas desde un lugar equidistante y superior.
Cuando el príncipe no los puede concertar [a los sediciosos] ni con palabras dulces ni con
amenazas, les debe dar árbitros intachables y aceptables por ellos; si procede así, el príncipe
se ve liberado del juicio y del odio o descontento de la parte condenada… Sobre todo, el
príncipe nunca debe mostrar jamás afección por uno que por otro, pues ésta ha sido la causa
de la ruina de muchos príncipes. […] Los reyes, que pretenden actuar como abogados,
cuando son jueces y árbitros, y se olvidan del alto puesto que corresponde a su majestad al
descender a los más ínfimos lugares para compartir la pasión de sus súbditos, haciéndose
amigo de unos y enemigo de otros547.
En efecto, reafirma al autor, el consejo de la neutralidad se vuelve todavía más
importante cuando las causas de la sedición no son políticas, sino religiosas. En este caso, la
posibilidad de granjearse enemigos particularmente acérrimos -y, por tanto, dispuestos a
quitarle la vida- se convierte en un riesgo más que cierto, como lo enseña la historia de la
“Si la sedición no se puede apaciguar por las vías de la justicia, el soberano debe emplear la fuerza para
extinguirla, mediante el castigo de alguno de los más importantes, especialmente de los jefes de partido, sin
aguardar a que ganen fuerza y no se les pueda hacer frente”. República, IV, VII, p.203.
545
República, IV, VII, p.204
546
Véase República, IV, VII, p.206.
547
República, IV, VII, p.205
544
161
Europa de las guerras de religión548. Ahora bien, más allá de que -como vimos antes- una
alteración en las costumbres confesionales no impliquen un cambio en la estructura política
profunda de la república, dada la importancia práctica que ostenta la religión549, y los
indefinidos debates que pueden llegar a producirse si esos principios “intangibles” son
sometidos a crítica, o expuestos a la discusión pública, el soberano de una república que
goza de uniformidad confesional debe disponer la prohibición de debatir acerca de
religión. Tal como lo hacen los reyes de Oriente o África550.
Cuando la religión es aceptada por común consentimiento, no debe tolerarse que se discuta,
porque de la disensión se pasa a la duda. Representa una gran impiedad poner en duda
aquello que todos deben tener por intangible y cierto. Nada hay, por claro y evidente que
sea, que no se oscurezca y conmueva por la discusión, especialmente aquello que no se
funda en la demostración ni en la razón, sino en la creencia. Si filósofos y matemáticos no
ponen en duda los principios de sus ciencias, ¿por qué se va a permitir disputar sobre la
religión admitida y aceptada?551
Esa interdicción, agrega Bodin, se asienta en la opinión común de todos los teóricos
políticos -e incluso también de aquellos catalogados como ateos-, quienes coinciden en que
ningún estado puede encontrar un sostén más sólido que el que le brinda la religión.
Los propios ateos convienen en que nada conserva más los estados y repúblicas que la
religión, y que ésta es el principal fundamento del poder de los monarcas y señores, de la
ejecución de las leyes, de la obediencia de los súbditos, del respeto por los magistrados, del
temor de obrar mal y de la amistad recíproca de todos. Por ello, es de suma importancia que
cosa tan sagrada comola religión, no sea menospreciada ni puesta en duda mediante
disputas, pues de ello depende la ruina de las repúblicas. No se debe prestar oídos a quienes
razonan sutilmente mediante argumentos contrarios, pues summa ratio est quae pro
religione facit, como decía Papiniano”552.
“Si el príncipe soberano toma partido, dejará de ser juez soberano, para convertirse en jefe de partido y
correrá riesgo de perder su vida, en especial cuando la causa de la sedición no es política. Así está ocurriendo en
Europa desde hace cincuenta años, con motivo de las guerras de religión”. República,IV, VII, p.207.
549
Nos encontramos aquí con otro elemento compartido con Maquiavelo, quien había señalado abiertamente el
valor de la religión como instrumentum regni. Al respecto, véase Nicolás Maquiavelo, Discursos sobre la
primera década de Tito Livio, Buenos Aires, Losada, 2008, p.84 y ss.
550
“También es cierto que todos los príncipes y reyes de Oriente y de África, prohíben rigurosamente que se
dispute sobre la religión y la misma prohibición existe en España. […] La discusión sólo tiene sentido respecto
de lo verosímil, pero no respecto de lo necesario y lo divino”. República, IV, VII, pp.207-208
551
República, IV, VII, p.207.
552
República, IV, VII, p.208. Parece claro que, con el término “ateo”, Bodin hace referencia a Maquiavelo,
autor casi universalmente denostado bajo ese epíteto desde la aparición de El Príncipe. En ese sentido, menos
de veinte años más tarde, en 1595, el jesuita español Pedro de Ribadeneyra publicará una obra titulada Tratado
548
162
En tal sentido, Bodin elude explícitamente el tópico de la religión verdadera553
-sólo reservado, como veremos, para la discusión entre los eruditos-, dando a entender
que, en el terreno estrictamente político, no importa tanto cuál de todas sea la verdadera,
sino que el príncipe esté convencido de que ella lo es. No obstante, cuando un soberano
cierto de su religión se encuentra ante la difícil tarea de regir los destinos de una república
en los que la sedición confesional ya se ha instalado, de modo tal que no puede ser
extirpada sin ocasionar en el mismo acto la ruina de la república, debe abstenerse de
convertir a sus súbditos por medio de la fuerza. Por el contrario, afirma el angevino, el
medio más efectivo y elevado que el soberano puede utilizar en dicho caso para atraer las
voluntades de quienes no coinciden con su parecer, es la sinceridad de su propio ejemplo.
Es ésa, en efecto, la manera más perfecta de conducir a una república divida en facciones
hacia el port de la santé.
El príncipe que está convencido de la verdadera religión y quiera convertir a sus súbditos,
divididos en sectas y facciones, no debe, a mi juicio, emplear la fuerza. Cuanto más se
violenta la voluntad de los hombres, tanto más se resiste. Si el príncipe abraza y obedece la
verdadera religión de modo sincero y sin reservas, logrará que el corazón y la voluntad de
los súbditos la acepten, sin violencia ni pena. Al obrar así, no sólo evitará la agitación, el
desorden y la guerra civil, sino que conducirá a los súbditos descarriados al puerto de
salvación554.
Retomando aquí algunos de los argumentos ya expuestos en aquel manifiesto
inicial del partido de los politiques conocido como Exhortation aux Princes, y del que nos
hemos ocupado con cierta extensión en el capítulo II, Bodin sostiene que, si el soberano
utiliza la coacción para intentar torcer las conciencias de sus súbditos, o prohíbe la práctica
de aquella religión con la que no concuerda, no hará más que empujar a muchos hacia el
de la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano para gobernar y conservar sus Estados, contra lo que
Nicolás Machiavelo y los políticos de este tiempo enseñan, en la que tanto el secretario florentino como el
propio Bodin serán identificados -junto a “Plesis Morneo” y algunos otros- como propagadores de las
doctrinas de Tácito, y, al mismo tiempo, como fuente en la que abrevan sus doctrinas los “políticos” de la
época. Explicitando esta interpretación, y retomando el mismo pasaje de la République que acabamos de traer a
colación en el cuerpo de nuestro texto, Ribadeneyra afirmará lo siguiente: “Pero la diferencia que hay entre los
Políticos y nosotros es, que ellos quieren que los Principes tengan cuenta con la Religion de sus subditos,
qualquiera que sea, falsa ó verdadera: nosotros queremos que conozcan que la Religion Católica es sola la
verdad, y que á ella sola favorezcan. Ellos quieren que los Principes se sirvan de la Religion en aparencia, para
engañar y entretener el Pueblo, como lo hacen los Principes injustos, y lo dice San Agustin: nosotros queremos
que los Principes sirvan de veras á la verdadera Religion…”. Tratado de la religión, Madrid, Oficina de
Pantaleon Aznar, 1788, p.4. Mantenemos la grafía original.
553
“No trataré aquí de qué religión es la mejor, si bien es cierto que sólo hay una religión, una verdad, una ley
divina publicada por la palabra de Dios”. República, IV, VII, p.208.
554
República, IV, VII, p.208.
163
abismo del ateísmo555; el cual representa, como también señala el autor anónimo de la
Exhortation, la enfermedad más peligrosa que pueda aquejar al cuerpo de una república.
En efecto, sostiene Bodin -en un argumento que tendrá un largo derrotero durante la
modernidad, y que encontrará uno de sus más férreos oponentes en Pierre Bayle556-, si un
príncipe se ve arrastrado hasta la posición de tener que decidir entre dos males, uno mayor
y otro menor, resulta claro que el de la superstición es preferible al de ateísmo. Por el
mismo motivo en que “la tiranía más cruel es preferible a la anarquía”557, es decir, por la
misma razón por la que el peor de los órdenes es preferible al desorden generalizado, “la
mayor superstición del mundo no es tan detestable como el ateísmo”558. Y esto por una
simple razón: los supersticiosos, aun en su error y en sus excesos, siguen siendo temerosos
de la justicia divina, último bastión del orden cuando se ha perdido el temor de los castigos
prometidos por la humana. Por el contrario, poca injerencia podrán tener las leyes
seculares en el ánimo de quienes ya no sienten ningún miedo ante las amenazas
ultraterrenas, ni revelan ninguna esperanza al respecto559. Así, dado que la incredulidad es
concebida como una de las principales razones de la corrupción de las costumbres,
concluye Bodin, el soberano “debe evitar el mal mayor [del ateísmo] si es imposible
establecer la verdadera religión560.
Por último, en las páginas finales de este capítulo, haciendo alusión a un principio
del que no sólo podremos hallar ecos en Bayle y en Voltaire561, sino con el cual también
nos encontraremos en las páginas del Colloquium, el angevino señala que no existe mayor
peligro para la salud de una república que la división de los súbditos en sólo dos opiniones.
No debe asombrarnos si en tiempo de Teodosio, pese a las muchas sectas existentes, no
hubo guerras civiles; cuando menos había cien sectas, según el cálculo de Tertuliano y
555
“Cuando no se obra así, quienes se ven impedidos de profesar su religión y son asqueados por las otras,
terminarán por hacerse ateos, como se ha visto muchas veces”. República, IV, VII, p.209.
556
Véase Pierre Bayle, Pensées diverses sur la comète, Paris, Société Nouvelle de Librairie et d’Édition, 1911, §
CXXXIII y ss.
557
República, IV, VII, p.209.
558
República, IV, VII, p.209.
559
“Una vez que el temor de Dios desaparece, pisotearán las leyes y los magistrados y no habrá impiedad ni
perversidad en la que no incurran, sin que ninguna ley humana pueda remediarlo”. República, IV, VII, p.209.
560
República, IV, VII, p.209. En este aspecto particular, los príncipes deben ayudarse de la tarea de los censores
e inquisidores: “No tengo por qué referirme aquí a la reverencia de Dios, asunto que requiere el mayor esmero
en cualquier familia y república, y al cual, aunque ha estado siempre reservado a los pontífices, obispos e
inquisidores, los magistrados deben prestar especial atención… Poco a poco, del menosprecio de la religión
nace una secta aborrecible de ateos, de cuyos labios sólo salen blasfemias y el desprecio de todas las leyes
divinas y humanas… No se debe esperar que príncipes y magistrados reduzcan a la obediencia de las leyes a los
súbditos que han atropellado la religión. Tales asuntos están reservados a censores e inquisidores, quienes
acuden a las leyes divinas cuando las ordenanzas humanas muestran su impotencia”. República, VI, I, pp.264265.
561
Al respecto, véase Henry Hornik, “Jean Bodin and the Beginnings of Voltaire’s Struggle for Religious
Tolerance”, Modern Language Notes, Vol. 76, No. 7 (Nov., 1961), pp. 632-635.
164
Epifanio y las unas servían de contrapeso a lasotras. En materia de sediciones y tumultos,
nada hay más peligroso que la división de los súbditos en dos opiniones, sea por razón de
estado, sea por religión, sea por las leyes y costumbres. Por el contrario, si hay muchas
opiniones, siempre habrá algunos que procuren la paz y concierten a los otros, quienes, de
otro modo, no se avendrían jamás562.
Finaliza de este modo el apartado en la que la posición politique del angevino se
revela con toda claridad. Resumamos en una palabra sus puntos salientes: cuando una
confesión cuenta con la adhesión unánime de los súbditos de una república, el soberano
debe impedir por todos los medios -incluso coactivos- que se inicien debates que puedan
mancillar dicha creencia, vigilando con mucho detenimiento el rol desempeñado por los
distintos oradores y predicadores563. Por el contrario, si no ha contado con la previsión
suficiente como para impedir la generalización de las divisiones, o si le ha tocado hacerse
cargo del mando de una república ya dividida, debe desestimar el uso de la violencia,
optando por convencer a los súbditos descarriados a partir de su propio ejemplo. En ambos
consejos, más allá de las diversas consideraciones acerca del uso de la fuerza, Bodin nos
revela una apreciación común: la verdad de la religión, al menos en el ámbito público,
queda supeditada a la utilidad que de ella podamos extraer. Al ser un garante del orden, la
religión asume un rol muy destacado en la administración de una república, por lo que, si
resulta imposible mantener a los súbditos en la verdadera, al menos debe evitarse que
caigan en el ateísmo, permitiendo que practiquen sin restricciones aquella confesión a la
que libremente adhiera su conciencia.
Dicho todo esto, y antes de abandonar la République para cruzar las fronteras de la
Respublica litteraria, repasemos algunas de las reacciones más importantes provocadas por
la obra de Bodin, a fin echar un poco más de luz sobre el horizonte histórico, político e
intelectual en que se ubicaron las producciones del angevino.
562
563
República, IV, VII, p.209
Véase República, IV, VIII, p.210.
165
Portada de un ejemplar del Colloquium Heptaplomeres.
Ejemplar conservado en la Biblioteca de Berlín
166
2.5. Detractores y apologetas
¿Qué de las Obras de Juan Bodíno, que andan en manos de los
hombres de Estado, y son leídas con mucha curiosidad; y
alabanzas, como escritas de un Varon docto, experimentado y
prudente, y gran maestro de toda buena razón de Estado, no
mirando que están sembrados de tantas opiniones falsas y errores,
que por mucho que los que las han traducido de la lengua
Francesa, en la Italiana y en la Castellana, las han procurado
purgar y enmendar, no han podido hacer tan enteramente, que no
queden muchas mas cosas que purgar y enmendar?
Pedro de Ribadeneyra, Tratado de la religión
Las palabras que hemos tomado para nuestro acápite del Prefacio del Tratado de la religión
(1595), en el que el jesuita Ribadeneyra se dirige al “christiano y piadoso lector”, nos
ofrecen una representación muy gráfica de la ambivalente recepción de la obra de Bodin564.
Admirado, traducido y leído con enorme entusiasmo entre los “hombres de Estado”, es
decir, entre quienes buscaban en sus textos sabios y útiles consejos a la hora de enfrentarse
a las dificultades de la arena política, será denostado con la misma pasión por quienes principalmente desde el ámbito católico565- encuentren en sus textos un maquiavelismo à la
francesa.
En efecto, en relación con el primer aspecto, sabemos ya de sobra que la
construcción filosófico-política de Bodin, sobre todo a través de su doctrina de la
soberanía566, anunció un nuevo mundo; un mundo que será rápida y profundamente
explorado por la modernidad567. En Inglaterra -donde, como vimos, sus libros adquirirán
una pronta y amplia difusión568-, algunos de los argumentos esgrimidos en la République
“Overall, the story of Bodin’s reputation is very mixed: on the one hand, his writings on politics made him a
highly respected figure throughout Europe, while, on the other hand, he acquired critics and enemies in the
Catholic Church, whose arguments led eventually to his major works being put on the Index”. Noel Malcolm,
“Jean Bodin and the Authorship of the Colloquium Heptaplomeres”, Journal of the Warburg and Courtauld
Institutes, Warburg Institute, vol. 69, 2006, p.148.
565
La République será incluida en el Index librorum prohibitorum el 15 de octubre de 1592, la Demonomanie
des sorciers el 1° de septiembre de 1594, mientras que la Méthode de l’Historie será añadida en 1596; todas ellas
a instancias de Clemente VIII. El Theatrum, por su parte, será incluido algunos años más tarde, en 1633. En tal
sentido, el único texto de Bodin que parece haberse mantenido al margen de la condena papal es el Colloquium
heptaplomeres, y por la simple razón de que estuvo inédito hasta 1841.
566
Según señala Elizabeth Zoller, Cardin Le Bret (1558-1655), acusando recibo de sus lecturas de Bodin, llegará
a afirmar que, en el ámbito político, “la soberanía no es más divisible que el punto en la geometría”. Citado en
Introduction to Public Law: a comparative study, Leiden, Martinus Nijhoff, 2008, p.47.
567
Para considerar la recepción de las diversas obras de Bodin desde una perspectiva general, véase la reciente
compilación de Howell Lloyd (Ed.), TheReception of Bodin, Leiden/Boston, Brill, 2013.
568
El historiador Richard Knolles realizará una primera traducción al inglés, bajo el título The Six Bookes of a
Common-weale, en 1606. La misma estará basada en la versión latina de la République editada en 1586.
564
167
colaborarán con la formulación de la teoría del derecho divino de los reyes569, y su
impronta en el pensamiento político de Thomas Hobbes es imposible de soslayar570. En
Francia, por su parte, su doctrina sentará las bases de la empresa absolutista del grand
siècle571. Y no será otro que Jean-Jacques Rousseau572, con su reinterpretación del concepto
en términos populares, quien la conducirá hasta el escenario de las discusiones
contemporáneas573.
Sin embargo, más allá de sus varias reediciones entre la segunda mitad del siglo XVI
y la primera del XVII, la République de Bodin no experimentará la auspiciosa recepción
que su autor le auguraba. De hecho, como hemos mencionado, no faltarán aquellos que
endilgarán al autor, so capa de piedad, un velado ateísmo. Estas sospechas serán
acompañadas por reproches en relación con las dudosas actitudes -confirmadas, como
veremos, por su epístola a Bautru des Matras- que Bodin había asumido durante su
juventud respecto del catolicismo, por su desafiante actitud durante de los Estados
Generales de Blois, y por el apoyo brindado al duque de Alençon y -luego de su fugaz y
obligado paso por la Liga- a los legítimos derechos de Enrique de Navarra. En suma, la
République no será recibida muy gratamente por los representantes de la ortodoxia
católica, y su edición suscitará prontas y diversas reticencias en quienes no compartían las
convicciones políticas de Bodin574.
En tal sentido, los más célebres lectores de Bodin serán Jacobo I y Robert Filmer. El primero de ellos
sostendrá la teoría del derecho divino de los reyes en su The Trew Law of Free Monarchies (1597); el segundo
hara lo propio en un breve texto titulado The Necessity of theAbsolute Power of all Kings and in particular of
the King of England (1648), el cual se constituye a partir de muchas de las ideas expresadas por Bodin en su
République.
570
Entre los diversos aspectos que Hobbes tomará de Bodin puede resaltarse, precisamente, la consideración de
la soberanía a partir de su carácter “indivisible”. Dicha herencia será explicitada por el autor inglés en su
Elements of Law, Natural and Politic (1640): “La tercera opinión [que predispone a la rebelión, esto es,] la de
que el poder soberano puede dividirse, es tan errónea como la anterior [es decir, la de que el soberano queda
obligado por las leyes que dicta], según se ha probado en la parte segunda, capítulo I, sección 15. Pues si
existiera una república en la cual estuviesen divididos los derechos de soberanía, hemos de reconocer con
Bodino que no podría llamarse propiamente república, sino una corrupción de una república… Lo cierto es
que el derecho de soberanía es tal que aquel o aquellos que lo ostentan no pueden, aunque quieran, dar cierta
parte de él y retener el resto”. Elementos de Derecho Natural y Político, Madrid, Centro de Estudios Políticos
Constitucionales, 1979, II, VIII, 7, pp.345-346.
571
Gabriel Naudé será uno de los lectores más entusiastas de Bodin en el siglo XVII francés. La République
será para él unaobra indispensable, “parce que l'autheur a esté des plus fameux et renommez de son siècle, et
qui a le premier entre les modernes traité de ce sujet, que la matière en est grandement nécessaire, et recherchée
au temps où nous sommes, que le livre est commun, traduit en plusieurs langues, et imprimé presque tous les
cinq ou six ans”. Advis pour dresser une bibliothèque, Paris, Targa, 1627, p. 96.
572
Como bien señala Chauviré : “Un Rousseau, qui a lu Grotius, Pufendorf, Barbeyrac -ce dernier professeur,
on le remarquera, à Lausanne près Genève- remonte par eux jusqu'à Bodin”. Roger Chauviré. Bodin, auteur de
La République, La Fleche, Typographie & Lithographie Eug. Besnier, 1914, p.509. Una de las menciones más
claras que denotan la lectura de la République por parte de Rousseau proviene del artículo ECONOMIE
POLITIQUE, que el ginebrino redactó para el tomo V de la Encyclopédie dirigida por Diderot y D’Alembert.
573
Para un ágil repaso de la cuestión, véase Giacomo Marramao, “Soberanía: para una historia crítica del
concepto”, Anales de la Cátedra Francisco Suárez, N°29, 1989, pp.35-44.
574
“Sa République, traduite dans presque toutes les langues de l’Europe, ainsi qu’il le dit dans son Apologie de
René Herpin, attaquée par Auger Ferrier, de Toulouse, médecin et astronome, par Michel de la Serre, de
569
168
Entre las primeras críticas pueden mencionarse la larga diatriba que Jacques Cujas
(1522-1590) le dedicará en sus Annotationes manuscritas575, o los Discours philosophiques
(1580) en los que Pierre de l’Hostail hará foco en algunas cuestiones teológicas. Auger
Ferrier, por su parte, resaltará algunos errores de Bodin en relación a las “monarchies
hébraiques” e impugnará su teoría de los climas -profundamente influyente en autores
ilustrados como el barón de Montesquieu- por carecer de “pruebas bíblicas”576. No
obstante, el más violento entre estos primeros objetores será, sin lugar a dudas, Michel de
La Serre, quien en 1579 redactará su Remonstrance au Roy sur les pernicieux discours
contenus au libre de la République de Bodin. En este opúsculo, del cual Bodin logrará
obtener una interdicción real, La Serre acusará a Bodin de haber obrado como un
“enemigo cauteloso”, mixturando las “Sagradas Escrituras” y las “buenas materias” con
“teorías muy perniciosas”; particular técnica que habría contado con gran éxito entre
“muchos de los espíritus curiosos” que se encuentran imbuidos en los affaires d’Estat, y
“que han comenzado a ser infectados” por esta perjudicial doctrina. En tal sentido, La
Serre afirma que la razón de ser de su propio opúsculo no es otra que la de revelar con toda
claridad “la atrocidad” de la doctrine pergeñada por Bodin, “a fin de que cada cual pueda
guardarse de ella”. Así, entre las diversas acusaciones esgrimidas contra el angevino, La
Serre afirmará que ciertos pasajes de la République son abiertamente favorables “a la
diversidad de las Religiones”577, y que, en tal sentido, la enérgica condena del ateísmo como un mal incluso mayor que la idolatría- puede ser comprendida como una de esas
artimañas retóricas trazadas por el autor.
Bodin se defenderá de estas acusaciones a través una Apologie pour la République,
redactada en 1581 bajo el seudónimo de René Herpin. En ella aludirá explícitamente a “un
cierto personaje que se hace llamar de La Serre”578, quien se ha encargado de calumniar
públicamente a la République, instando al rey a defenderse a sí mismo de las perjudiciales
doctrinas allí sostenidas. No obstante esas acusaciones, afirma Herpin, es evidente que
“todo el discurso de La Serre está fundado en la ignorancia y en la mendacidad”579, pues es
claro que los objetivos de Bodin no han sido otros que “defender a la religión contra los
Montpellier, par Pierre L’Hostail, par Franckberger, etc., critiquée par Cujas et Scaliger, recut d’un autre côte
un accueil et des éloges à la hauter de son mérite, et qui parfois même vont au-delà”. Henri Baudrillart, Op. cit.,
p.142.
575
Jacques Cujas, Opera, Paris, 1658 : Observationum libri XVIII (1579).
576
Auger Ferrier, Advertissementa M. Jean Bodin sur le quatriesme livre de sa Republique, Paris, 1580.
577
Una acusación similar será lanzada algunos años más tarde por el liguista Guillaume Rose, quien acusará a
Bodin de haber sido indiferente en materia religiosa: “Unius viri indifferentis et Protestantibus non iniqui”. De
justa ReipublicaeChistianae in reges impios et haereticos authoritate, Anvers, 1592, IV, p.193.
578
Apologie de René Herpin pour la République de J. Bodin, Paris, Chez Jacques du Puys, 1581, p.4. En
adelante, Apologie.
579
Apologie, p.5.
169
ateos y a la República contra sus opresores”580, mostrando, “por razones necesarias
acompañadas de notables ejemplos”581, que la ruina de muchos príncipes se ha debido al
error de tomar partido por uno de los bandos en pugna en el seno de una república divida
“por el hecho de la religión”. No obstante, sostiene el autor de la Apologie, eso no significa
en absoluto que Bodin haya pretendido “introducir [en la República] la diversidad de las
religiones”, pues lo que ha afirmado ha sido lo siguiente:
Cuando una opinión depravada, o una superstición, ha ganado el partido de los nobles y
miembros principales de una república, ya no se debe recurrir a las amputaciones y los
cauterios, sino que se debe tratar al paciente con las dietas convenientes; lo que no significa
que haya pasado por la cabeza de Bodin el introducir la diversidad de las religiones, sino
todo lo contrario: lo que él sostiene es que cuando una religión es aceptada por el común
consentimiento, jamás debe ser sometida a disputa. Pues, como él dice, todo lo que es
sometido a disputa termina por recaer en la duda, y es una impiedad poner en duda aquello
sobre lo que cada cual debe tener certezas582.
Este mínimo repaso por la defensa de Bodin, creemos, puede brindarnos una
mayor precisión acerca de las dificultades que debió enfrentar el autor luego de la
publicación de su République; en particular frente a aquellos miembros más intransigentes
del partido católico. En efecto, en consonancia con las acusaciones que realizará en 1595
Pedro de Ribadeneyra, el jesuita Antoine Possevin criticará duramente la République,
vinculándola con las “perniciosas” enseñanzas de Maquiavelo y Du Plessis Mornay583. Las
mismas críticas pueden encontrarse en La Republica Regia de Fabio Albergati, en la que las
“dottrina del Machiavelli e del Bodin” son atacadas a causa de haber puesto “la religione al
servizio della Republica”584.
Algunas de estas particulares reacciones fueron, quizás, las que terminaron por
convencer a Bodin de que ciertos debates -como aquel que refiere nada más y nada menos
que a la religión verdadera- no podían sostenerse en ámbito público sin ocasionar
Apologie, p.3.
Apologie, p.5.
582
Apologie, p.6.
583
Antoine Possevin, Judicium de Nuae militis Galli Joannis Bodini, Philippi Mornaei, & Nicolai Machiavelli,
Lyon, 1593.
584
Fabio Albergati, La Republica Regia, Bologna, 1627 [1602], II, I, p.23. Según sugiere Jaska Kainulainen, he
aquí una de las posibles razones por las cuales Paolo Sarpi, otro destacado humanista de la época, supo evitar
nombrar a Bodin en toda su obra. Fue la prudencia la que, posiblemente, haya conducido al erudito italiano a la
discreción de no verse vinculado intelectualmente con un autor cuyo nombre se encontraba relacionado con el
de Maquiavelo, y cuyos libros habían sido incluidos rápidamente en el Index. Al respecto, véase “Paolo Sarpi
and the Colloquium heptaplomeres of Jean Bodin”, SdV. Storia di Venezia, 2003, p.5.
580
581
170
múltiples inconvenientes, no sólo para la vida social, sino también para quienes
personalmente pretendieran involucrarse en ellos.Y, por contrapartida, que esas
discusiones sólo eran posibles dentro de las fronteras de esta otra comunidad habitada por
hombres capaces de supeditar sus pasiones a la razón, de estos corresponsales ávidos de
conocimientos y novedades que daban cuerpo a la República de las Letras, República en la
que ahora nos internaremos.
3. La tolerancia de los sabios
Bien sûr, Bayle croira toujours qu’une «saine émulation» es
nécessaire dans la recherche de la vérité, mais non pas au niveau
des luttes religieuses et seulement au sein de la République des
Lettres. Là, la guerre est féconde parce qu’elle se déploie dans le
domaine qui est le sien, l’érudition et la science, les «belligérants»
peuvent s’en remettre à une instance supérieure de jugement,
acceptée d’avance par chacun: l’expérience, le raisonnement
rigoureux, le document irréfutable, etc. En revanche, dans le
registre des croyances religieuses où, par définition, une part de
non-rationnel est irréductible, le conflit est stérile et sans fin.
J-M. Gros, Bayle: de la tolérance à la liberté de conscience585
Cierta o no, la conclusión a la que arriba Jean-Michel Gros a partir de su análisis del
pensamiento de Pierre Bayle posee una claridad inobjetable: las discusiones acerca de la
verdad son sólo fructíferas en el ámbito de la Republica de la Letras, es decir, en ese
espacio filosófico en el que la erudición y la ciencia alcanzan su mayor desarrollo,
relegando a un lugar muy secundario todos los aspectos no-racionales. La experiencia, el
razonamiento riguroso, un documento irrefutable, son algunos de los múltiples jueces
imparciales que estos eruditos son capaces de reconocer, sin pasión y sin rencor, al
momento de acabar con sus disputas. Por el contrario, no hay nada más estéril que incitar
estas mismas discusiones en el ámbito de las creencias religiosas, en las cuales, por su propio
cariz, es decir, por el entrometimiento ineludible de aspectos que poco tienen que ver con
la lógica de la razón, los debates han solido convertirse en la chispa inicial de las hogueras
más enormes de las que Occidente haya sido testigo.
Echando mano de esta reflexión, apliquemos nuestra mirada a Jean Bodin. Según la
interpretación que intentamos sostener, Bodin parece haber desarrollado una convicción
similar a la que Gros atribuye a Bayle: las disputas confesionales resultan del todo inútiles
585
Les fondements philosophiques de la tolérance. Tome I: Etudes, Paris, PUF, 2002, p.299 [295-311].
171
en el ámbito público y vulgar, en donde las razones se hallan irremediablemente
mixturadas con -e incluso supeditadas a- las pasiones, en donde el poder militar de las
distintas facciones es la mayoría de las veces el juez máximo de las disputas, y en donde la
única solución posible no parece provenir de un razonamiento riguroso, ni de la exhibición
de un documento incontestable, sino de un poder político soberano capaz de sobreponerse
a todos aquellos que pretenden imponer su perspectiva particular. Sabido esto, el único
espacio lícito en que los debates acerca de la verdadera religión parecen poder desarrollarse
sin mayores inconvenientes es el de la República de las Letras586; esto es, ese otro espacio
habitado por los eruditos de múltiples nacionalidades y distintos credos, en el que las
opiniones más disímiles, y las ideas menos corrientes, pueden ser proferidas en un marco
de respeto y tolerancia. Pues, como nos los hará saber el propio Bodin a través de Federico,
el personaje del Coloquio que expresará la perspectiva del luteranismo:
Emprender discusiones sobre religión en público e intentar brindar pruebas no es menos
peligroso que criminal, a menos que uno sea capaz de hacerse escuchar a través de la
voluntad de Dios, como Moisés, o por la fuerza de las armas, como Mahoma. Pero, entre
gente letrada [gens lettrez] y en particular, he creído siempre que resulta de suma utilidad
investigar los misterios divinos e intentarlos explicar587.
Será éste, pues, el particular camino de indagación que emprenderá Bodin a lo largo
de su Lettre a Jean Bautru des Matras y en su Colloquium Heptaplomeres. A él nos
dedicaremos a continuación.
3.1. En la prehistoria del Heptaplomeres: la carta a Bautru des Matras
La epístola a Jean Bautru des Matras “sur le fait de la religion” apareció por primera vez en
una compilación titulada des François qui ont entendu la langue Hebraïcque588, compuesta
Para considerar este tópico en particular, véase el excelente y detallado estudio de Hans Bots y Francoise
Waquet, La Repubblica delle lettere, Bologna, Società editrice il Mulino, 2005. En nuestro idioma, puede
considerarse también el capítulo de Fernando Bahr, “El poder intelectual en la Europa moderna. Esbozo de
una historia de la República de las Letras”, en Julio De Zan y Fernando Bahr (Ed.), Los sujetos de lo político en
la Filosofía moderna y contemporánea, Buenos Aires, UNSAM, 2008, pp.57-79.
587
Jean Bodin, Colloque entre sept scavans qui sont de differentsentimens des secrets cachez des choses relevées,
Traduction anonyme du Colloquium Heptaplomeres, texte présenté et établi par François Berriot avec la
collaboration de Katharine Davies, Jean Larmat et Jacques Roger, Genève, Droz, 1984, IV, 238, 753-759. El
número romano corresponde a cada uno de los libros del Coloquio; la numeración arábiga, al número de
página y a los renglones del manuscrito francés 1923 de la Biblioteca Nacional de Francia, utilizado por Berriot
para establecer su edición. En adelante, CHp.
588
Paul Colomiès, Gallia orientalis, sive Gallorum qui linguam hebraem alias orientalis excoluerunt vitae.
Hagae, Comitis, 1665.
586
172
por el protestante Paul Colomiès. Según señala el propio Colomiès, la carta de Bodin
habría llegado hasta sus manos gracias a “D. Picterio nobili Andegavo parenti meo”
durante el año 1649, y Pierre Bayle retoma este testimonio en el comentario (L) de su
artículo sobre Bodin:
El Sr. Ménage dice que ha sabido del protestantismo de Bodin por una de sus cartas a Jean
Bautru des Matras, célebre abogado del parlamento de Paris. El Sr. Colomiés ha publicado
una parte de esta carta en su Gallia Orientalis. Es claro como el día que es la carta de un
buen hugonote. No está fechada,y lo único que podemos saber es que fue escrita luego de la
primera guerra civil; entiendo que fue terminada en el mes de marzo de 1563589.
Estas dos referencias, sumadas a las posiciones favorables asumidas por críticos
clásicos como Henri Baudrillart, Roger Chauviré y Pierre Mesnard590 han logrado que el
carácter auténtico de la carta cuente hoy con un gran número de partidarios. La datación es
un tópico un tanto más controvertido, pues -más allá de la afirmación de Bayle- no
contamos con ningún elemento textual que nos permita especificar la fecha exacta en que
fue redactada. No obstante ello, Mesnard acepta como verosímil la versión que nos brinda
el autor de Dictionnaire: “Jean Bautru des Matras no pudo conocer a Bodin sino en Paris,
es decir, luego de 1561, y, por otra parte, Bodin asume una libertad de palabra
incompatible con los altos cargos oficiales que lo veremos desempeñar a partir de 1567”591.
Sea como fuere, lo cierto es que Bodin refiere directamente a los conflictos religiosos de su
tiempo, y, frente a ellos, pone de manifiesto una posición contraria a la de su corresponsal,
quien parece haber hallado en el protestantismo la causa inicial de las guerras civiles que
asolan a Francia.
En las líneas iniciales de su epístola, Bodin emprende un encomio de las relaciones
fraternas basadas en la bondad natural de los hombres, afirmando que, si bien la religión y
el “temor de la divinidad” resultan indispensables para la existencia de la virtud y la justicia
-y, por tanto, para mantener en pie a la sociedad humana-, no menos importancia poseen
las relaciones fraternas entre los miembros592. Sentada esta base, Bodin se dirige a Bautru
Pierre Bayle, «Bodin», L, Op.cit, pp.516-517. Las cursivas son del original.
Henri Baudrillart no sólo parece convencido de la originalidad de la carta, sino que también nos ofrece una
versión francesa de la misma en su Bodin et son temps (pp.136-140). Algo similar ocurre con Chauviré, quien
redita la versión latina en el Apéndice de su Bodin, auteur de La République (pp.521-524). Pierre Mesnard, por
su parte, afirma que “l'authenticité de cette lettre semble aujourd'hui universellement admise”. La pensée
religieuse de Bodin, Paris, Honoré Champion, 1929, p.3.
591
Pierre Mesnard, Op.cit., p.3.
592
“Car bien que sans religion et sans la crainte d’une divinité, une de plus belles vertus, la justice, et la bonne
foi dans les relations sociales qui en est l’effet, pourraient à peine exister, cependant telles sont parfois la force
et la bonté du naturel, qu’elles ont la puissance d’entraîner les hommes à s’aimer mutuellement”. Epitre a Jean
589
590
173
con el fin hacerle saber su convicción respecto de la posibilidad de mantener la amistad
incluso con quienes profesan opiniones divergentes en materia de religión. En efecto,
afirma el angevino, se equivocan aquellos que creen que sólo es posible mantener una
relación fraternal con aquellos con quienes convenimos en nuestros pareceres “sobre la
cosas divinas”593. Y uno de los ejemplos más célebres que la historia nos brinda al respecto
es el de Marco Tulio Cicerón, quien mantuvo “una increíble amistad” con Pomponio
Ático, destacado representante del epicureísmo, al mismo tiempo que atacaba muchos de
los principios filosóficos que sostenían los del Jardín.
No obstante todas estas consideraciones, dado que la amistad sería todavía más
profunda si los pareceres religiosos fueran unánimes, el angevino invita a Bautru a
compartir sus diversas impresiones sobre la cuestión, a fin de alcanzar un acuerdo: “Yo
tampoco dudo de que nuestro afecto, que ha crecido tan rápidamente, alcanzaría su más
alto grado si uniéramos nuestra manera de ver las cosas divinas. Para producir tan feliz
efecto, te ruego y te conjuro a que me envíes tus pareceres y te remito mis
exhortaciones”594. Asimismo, poniendo de manifiesto que esta epístola forma parte de un
conjunto de cartas intercambiadas entre ambos sobre el tema, el angevino afirma que “en
mi última carta te había escrito de la siguiente manera: los diversas opiniones sobre la
religión no deberían molestarte, siempre y cuando tengas en cuenta que la verdadera
religión no es más que la mirada de un espíritu puro sobre el Dios verdadero”595. Sin
embargo, la respuesta recibida a aquella primera misiva no parece haber sido la que
esperaba Bodin, pues, lejos de aceptar la posibilidad de alcanzar un acuerdo teológico,
Bautru parece haberse posicionado en el espacio propiamente político, acusando al
protestantismo de ser la principal causa de las guerras de religión “que incendian a toda
Francia”596.
Ante esa respuesta, Bodin insiste en que las verdaderas causas de la guerra poco
tienen que ver con la religión. Y mucho menos aún con el mensaje que Cristo ha legado a
los hombres: “En cuanto a la opinión popular que atribuye el origen de estas guerras a la
Bautru des Matras, en Henri Baudrillart, Op.cit., p.136. En adelante, Epitre. Para una consideración más amplia
de la importancia brindada por Bodin a la amistad, véase Sara Miglietti, “Amitié, harmonie et paix politique
chez Aristote et Jean Bodin”, Op.cit.
593
“Si ton bon naturel et l’excellence de ton caractère te rendent aimable à tous, mes sentiments sont en outre si
bien d’accord avec les tiens que notre amitié ne me paraît pas l’œuvre du hasard, mais celle même de la nature,
surtout quand je songe que nous différons dans nos opinions religieuses. On pourrait comprendre par là que
ceux-là se trompent qui pensent que dans l’amitié il faut qu’il y ait nécessairement conformité d’opinions sur
les choses divines”. Epitre, p.136.
594
Epitre, pp.136-137.
595
Epitre, pp.136-137.
596
“Ta réponse semble accuser sourdement ma religion ou plutôt celle du Christ, et en faire découler, comme
de leur premier principe, les causes de la guerre civil que a mis en feu toute la France”. Epitre, p.137.
174
religión, es una injuria que afecta no sólo a los cristianos, sino también a Cristo”597. Estas
injuriosas opiniones pretenden sostenerse en las propias palabras de Jesús -“No he venido
a traerles la paz, sino la guerra” (Mateo, 10:34)-, desconociendo que ellas hacen referencia a
las disensiones que tienen lugar dentro de nosotros, y a “la guerra contra el demonio”,
pero que están muy lejos de presentarse como una justificación de la violencia que
presumiblemente podría provocar la divergencia de pareceres. Estas falsas opiniones,
continúa Bodin, habían sido ya desestimadas hace mucho tiempo por algunos padres de la
Iglesia como Tertuliano, Justino y Lactancio, y sobre todo por san Agustín, quien en su
Ciudad de Dios mostró con claridad que “las guerras civiles eran rechazadas por Cristo, y
que ellas tenían por origen la impiedad de los hombres”598. Aún más, reafirma el angevino,
si la religión puede ser señalada como causa de las guerras, ese apelativo sólo puede ser
utilizado en el sentido de una medicina que no ha podido servir de cura a una enfermedad
ya demasiado avanzada599.
En tal sentido, como bien señala Pierre Mesnard, la opinión de Bodin es que “las
guerras de religión manifiestan el mal [que aqueja a Francia] antes que producirlo”600; son
el síntoma del mal, pero no el virus que lo ha generado. En efecto, sostiene el autor de la
epístola, es un dogma muy extendido que el hombre, ubicado por la mano de Dios en un
lugar superior, ha extraviado su camino. Y que esa “corrupción eterna ha penetrado tanto
en el corazón humano que ni la esperanza de las recompensas han podido conducirlo al
bien, ni el terror de los suplicios ha podido apartarlo del vicio”601. No es la religión,
entonces, la que produce los conflictos, sino los vicios intrínsecos a la condición de los
hombres; la que, al mismo tiempo, parece corromper todo aquello que toca. En efecto, la
corrupción y el desenfreno han consumido de tal modo a la mayor parte de los seres
humanos que, si no existieran algunos más iluminados, “algunos hombres de élite de una
virtud brillante” capaces de oficiar de guías, todos se habrían visto obligados a vagar
eternamente en las tinieblas602.
Tales fueron, hace unos dos mil años, los santos personajes de los que la historia santa nos
relata la vida, y los profetas de las dos épocas. Digo: ¡Pitágoras, Heráclito, Thales, Solón,
Epitre, p.137.
Epitre, p.137.
599
“Au surplus, si la religion peut être appelée cause et principe de guerre civile, ce serait à la façon d’une
médecine salutaire qui ne peut guérir une maladie invétérée sans un grand sentiment de douleur et sans arracher
des gémissements au malade”. Epitre, p.137.
600
Pierre Mesnard, Op.cit., p.4.
601
Epitre, p.138.
602
“Aussi serions-nous plongés dans la nuit et dans de perpétuelles ténèbres, si Dieu dans sa toute-puissance ne
faisait paraître, à des temps marqués, en quelques hommes d’élite une vertu éclatante, afin qu’ils servent de
guides au reste des mortels qui s’éloignent de la voie droite de la vertu”. Epitre, p.138.
597
598
175
Arístides, Anaxágoras, Sócrates, Platón, Jenofonte, Hermodoro, Licurgo, Numa, y los
Escipiones, y los Catones! ¡Qué hombres! ¡De qué integridad, de qué sabiduría gozaron!
Ninguno de ellos escapó a las calumnias de la impiedad, muchos fueron condenados al
exilio, muchos inmolados frente a los altares, otros condenados a diferentes suplicios como
ciudadanos sediciosos. Sin embargo, todos se asemejaron por las más acabadas cualidades
morales y por una alta piedad, y, si debemos creer en Agustín, los platónicos estuvieron
bien cerca de convertirse en cristianos603.
En efecto, continúa Bodin, el propio mensaje que Cristo ha hecho bajar desde los
cielos no es muy diferente del que aquellos otros hombres excelentes, todos paganos -o
casi, dada la afirmación de Agustín sobre los discípulos de Platón-, enseñaron a sus
congéneres: “Fue Cristo quien vino del cielo a la tierra, animado de la chispa divina de los
hombres elegidos y de una vida irreprochable, a fin purificar el universo manchado por la
infamia de los vicios y los crímenes, y de conducir hacia el verdadero culto del Dios
todopoderoso a los mortales encadenados por las odiosas supersticiones”604. Cristo, al igual
que Sócrates, Numa o Catón, no fue más que un hombre excelente; un hombre que, en
base al ejemplo de su virtud y una vida intachable, pretendió liberar al resto de los seres
humanos de las idolatrías a las que los sometían los tiranos. Y si bien su destino no fue
muy diferente del que tocó en suerte al maestro de Platón, “fue tal la potencia de su
enseñanza”, que ella pudo sobreponerse a todas las persecuciones, revelando que sólo la
superstición es la verdadera causa de los conflictos. Ese dato histórico, podemos concluir
con Bodin, no sólo resulta válido cuando consideramos la vida de Jesús, sino también
cuando se toma en cuenta la realidad particular que aqueja a Francia: “Yo pienso, pues, mi
querido Bautru, que tal es la causa de la guerra religiosa”605.
No obstante, cabe señalar en último lugar, que más allá de las afirmaciones del
angevino en relación con las posibles causas últimas del conflicto confesional, e incluso más
allá de los divergentes pareceres que se ponen de manifiesto entre él y su interlocutor,
Bodin no pretende obligar al católico Bautru a que se aparte de “la superstition et l'erreur”.
Por el contrario, como bien señala Mesnard, la controversia se lleva a cabo en un tono
“académico, y en un latín expresamente ciceroniano”606, y el angevino sólo busca
convencer a su interlocutor a través de diversos argumentos. En tal sentido, tanto por el
603
Epitre, p.138. Ante estaenumeración tan particular, afirmaasombrado Pierre Mesnard: “Le Paradis de Bodin
tourne au Panthéon philosophico-politique!”.Op.cit., p.7.
604
Epitre, p.138.
605
Epitre, p.139.
606
Pierre Mesnard, Op.cit., p.5.
176
contenido temático que se desarrolla en estas breves páginas607, como por el amable tono
que asume la disputa, creemos posible considerar a la carta a Jean Bautru des Matras como
un revelador antecedente de la posición que asumirá Bodin a lo largo del Colloquium
heptaplomeres, texto al que ahora dirigiremos nuestra atención.
3.2. El Colloquim, ¿un texto destinado al fuego?
Le Colloquium heptaplomeres, par son histoire et son contenu, est
un livre à part. On ne sait, à quelques décennies près, quand il a été
rédigé. On ne sait qui l’a écrit. On ne sait si l’auteur avait
l’intention de le publier. Mais on sait en revanche qu’il témoigne
d’une ouverture d’esprit extraordinaire pour l’époque, qu’il a été
vit e traduit en français, qu’il a circulé entre les mains d’une élite
humaniste pendant plusieurs siècles, avant d’être en fin mis sous
presse à Berlin, en 1841. Si le destin de l’ouvrage fut original, c’est
sans doute parce que son contenu est lui-même tellement
surprenant qu’il ne pouvait être livré aux lecteurs selon une
publication commune.
Mathilde Bernard, Le Colloquium heptaplomeres
Ou l’exil de la tolérance
“El Colloquium heptaplomeres, atribuido a Jean Bodin, es uno de los más extraños y
fascinantes textos escritos en la historia de la Europa moderna”, afirma Noel Malcolm608.
El derrotero que el texto ha recorrido hasta llegar hasta nuestras manos no es menos
extraordinario. Redactado, según las suposiciones más corrientes, hacia
1593609, el
Heptaplomeres no dejará la forma manuscrita hasta bien entrado el siglo XIX. Georg
Guhrauer publicará una versión parcial en 1841, mientras que la versión completa será
editada por primera vez por Ludwig Noack recién en 1857610. Una traducción inglesa, a
Aunque la cuestión merezca un estudio particular (el cual excede los límites e intenciones de este capítulo de
nuestra Tesis), cabe mencionar que el debate acerca de la divinidad de Cristo, y de su legado moral y político,
volverá a asumir un rol central a lo largo del Colloquium.
608
Noel Malcolm, Op.cit., p.95.
609
La suposición de esa fecha de redacción está dada por una inscripción que puede hallarse en el final de
muchos ejemplares manuscritos, y que reza lo siguiente: “H.E.J.B.A.S.A.AE.LXIII, Haec ego Joannes Bodinus
Andegavensis scripsi anno aetatis LXIII”. Teniendo en cuenta la fecha de nacimiento de Bodin, sus 63 años
corresponderían con el 1593. No obstante, diferenciándose de esta datación corriente, Marion Leathers Kuntz
afirma haber encontrado un ejemplar, en los fondos de la Bibliothèque Mazarine, en el que figura la fecha de
1588.
610
Jean Bodin, Das Heptaplomeres. Zur Geschichte der Culturund Literaturim Jahrhundert der Reformation,
Ed. G. E. Guhrauer, Berlin, 1841. Jean Bodin, Colloquium heptaplomeres de rerum sublimium arcanis abditis,
Ed. L. Noack, Schwerin, 1857. La versión de Noack, a su vez, está basada en los trabajos de Heinrich Christian
von Senckenberg, quien se había encargado de reunir y comparar seis copias manuscritas del texto,
produciendo una suerte de primera edición crítica.
607
177
cargo de Marion Leathers Kuntz611, será presentada a mediados de las década de 1970, y la
versión francesa editada por François Berriot -la cual se basa en unmanuscrito anónimo del
temprano siglo XVII hallado en la Biblioteca Nacional de Paris- se editó recién en 1984. La
primera traducción castellana, por su parte, fue editada en las postrimerías del siglo XX
bajo el sello editorial del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de Madrid612.
Asimismo, si bien de la autoría del Colloquim fue atribuida a Bodin desde su
primera recepción en los inicios del siglo XVII, época en la que se lo comprendía como una
suerte de testamento religioso al mismo tiempo que como una “summa” de todos sus
trabajos anteriores, esta hegemonía interpretativa comenzó a ser puesta en entredicho hacia
finales del siglo pasado. Karl Faltenbacher publicó en 1988 una pequeña monografía en la
que argumentaba que Bodin no podía ser el autor del Heptaplomeres, reelaborando sus
argumentos en otro artículo de 1993, y ampliándolos más tarde, para una compilación
aparecida en el año 2002613. Ese volumen, asimismo, incluye otros tres ensayos más -a
cargo de Jean Ceard, Isabelle Patin y David Wooton614- que plantean diversas objeciones a
la posibilidad de que haya sido el angevino quien compusiera el coloquio de los eruditos.
No obstante, intentado desarrollar una posición objetiva y conciliadora, Noel Malcolm
analizó largamente cada una de las observaciones realizadaspor estos cuatro estudiosos,
afirmando, finalmente, que si bien es posible sostener que Jean Bodin no era el único autor
capaz de redactar un texto como el Colloquium hacia finales del siglo XVI, “no existen
razones convincentes para pensar que no lo hizo”615.
Todas estas discusiones provienen, en efecto, del hecho de que nunca se ha podido
encontrar al menos una copia manuscrita de la propia mano de Bodin, y de que los
primeros testimonios sobre la existencia del Heptaplomeres nos han llegado de actores que
vivieron varias décadas después que el angevino616. Gui Patin se halla, según sabemos, entre
estos testigos iniciales, pues su firma aparece estampada en uno de los manuscritos junto a
Jean Bodin, Colloquium of the Seven about the Secrets of the Sublime, Edición y tradución de Marion
Leathers Kuntz, Princeton, Princeton University Press, 1975.
612
Jean Bodin, Coloquio de los siete sabios sobre los arcanos relativos a cuestiones últimas, introducción de Jaime
de Salas, traducción del latín de Primitivo Mariño, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,
1998.
613
Karl Faltenbacher, “Das Colloquium Heptaplomeres, ein Religionsgespräch zwischen Scholastik und
Aufklärung: Untersuchungen zur Thematik und zur Frage der Autorschaft”, Frankfurt, 1988; “Das
Colloquium Heptaplomeres und das neue Welt bild Galileis: zur Datierung, Autorschaft und Thematik des
Siebenergesprächs”, Mainz, 1993; “Uberlegung zur Rezeptions geschichte des Colloquium heptaplomeres”, en
Karl Faltebacher (Ed.), Magie, Religion und Wissenschaften im 'Colloquium heptaplomeres': Ergebnisse der
Tagungen in Paris 1994 und in der Villa Vigoni 1999, pp.1-52. Darmstadt, 2002,
614
Jean Ceard, “Du Theatre de la nature universelle à l'Heptaplomeres”, pp. 53-68; Isabelle Pantin, “L'Ordre
du monde naturel dans le Colloquium Heptaplomeres”, pp.163-74 y David Wootton, “Pseudo-Bodin's
Colloquium heptaplomeres and Bodin's Demonomanie”, pp.175-225.
615
Noel Malcolm, Op.cit., p.150.
616
En lo que sigue, hemos retomado algunos de los elementos que brinda al respecto François Berriot, “La
fortune du Colloquium heptaplomeres”, CHp, pp.XXIV-XLI.
611
178
la fecha de 1627617. Por estos mismos años, otros dos importantes filósofos darán cuenta de
su existencia: el libertino erudito Gabriel Naudé y el holandés Hugo Grocio618. En una
carta enviada a Claude Peiresc, y fechada en 1630, Naudé afirmará haber leído este “De
rerum sublimium arcanis que no puede imprimirse”619, y tres años más tarde, en su
Bibliographia politica, declarará nuevamente que reprueba el intento de aquellos que han
osado “comparar las diversas religiones las unas con las otras, como con un gran perjuicio
para la verdadera piedad ha hecho en el pasado Pierre d’Ailly en un pequeño tratado de
astrología De tribus sectis, Gerónimo Cardano en sus libros De la Subtilité, y Jean Bodin
en un gran volumen que no ha sido impreso todavía, y que quiera Dios que no lo sea
jamás, De rerum sublimium arcanis, Des secrets des choses d’enhault”620. Grocio, por su
parte, preparando su edición de De veritate religionis christianae, escribirá el 12 de febrero
de 1632 a Jean Des Cordes, traductor de Paolo Sarpi, solicitándole información sobre la
“Bodini opus supremum”621, y, en respuesta, Des Cordes le hará llegar el ejemplar que
tenía en su poder el 19 de septiembre de 1634.
El presidente del parlamento de París, Henri de Mesme, también parece haber
tomado contacto con un manuscrito del Heptaplomeres que se “encontraba entre las
manos de los herederos de Bodin”622, y cuyo ejemplar se conserva todavía en la Biblioteca
Nacional de Francia. Y algunos años más tarde, 1651, la reina Cristina de Suecia
encomendará a Claude Sarrau la adquisición de tan renombrado libro, libro al que, por
diversos motivos, sólo accederá tres décadas más tarde. Será Jean Baptiste Hantin quien,
finalmente, en 1684, confíe su propio ejemplar a los colaboradores de la reina, la que no
sólo parece haberlo leído con atención -aunque con poco asombro- sino que también
ordenó que se realizaran algunas copias, una de las cuales es posible hallar actualmente en
la biblioteca del Vaticano.
El Colloquium se convertirá por esta época, afirma Berriot, en “uno de los libros
por los cuales las letras de Europa se apasionan”623, dando lugar a distintos comentarios y
BnF MS lat. 6566: “Guido Patinus, Bellovacus, Doctor Medicus Paris-iensis. 1627. Ex dono Dom. Caroli
Guillemeau, Regis Christianissimi medici ordinarij”.
618
Malcolm afirma que Marin Mersenne también formó parte de este grupo de testigos iniciales, y aunque no
pueda precisarse la fecha exacta en la que tuvo contacto con el texto, ese episodio se produjo “certainly before
1641, when he made arrangementst to have a copy of one of the manuscripts made for his friends in England”.
Noel Malcolm, Op.cit., p.102.
619
Gabriel Naudé, Lettre à Claude Peiresc relative aux «speculations épicuriennes» de Gassendi, en Les
Correspondants de Peiresc, Paris, Tamizey de Larroque, 1887, XIII, p.48.
620
Gabriel Naudé, Bibliographia politica, Venice, 1633, p. 48.
621
Hugo Grotius, Epistolae quot quot reperiri potuerunt, Amsterdam, 1687, p.106b: “Bodini opus supremum
est ne ut lucem speret?”.
622
Véase François Berriot, Op.cit., p.XXVI.
623
Ibíd, p.XXIX. En tal sentido, en la catalogación construida por Jonathan Israel en relación con los
manuscritos clandestinos más difundidos en Europa durante el período de la Ilustración temprana (1680-1750),
el Colloquium heptaplomeres ocupa el segundo lugar, con un total de 105 copias. El podio es completado por el
617
179
reacciones. Jean Chistian de Boinenburg, luego de haber leído la Bibliographie Politique de
Naudé, ensayará una comparación entre Bodin, Servet, Socino y el autor anónimo de De
Tribus Impostoribus, mientras que Hermann Conring, quien había analizado la République
de Bodin en su De civil prudentia (1662), y había citado allí la “opus impium arcanorum”,
afirmará en 1673 que el angevino se había convertido en un hombre de “nulla religione”624.
La primera refutación teológica del Heptaplomeres también se compondrá por estos años,
y su autor será Pierre Daniel Huet. En efecto, en su Demostratio evangelica (1679), luego
de atacar a Hobbes y a Spinoza, dos paradigmáticos ateos, Huet refutará “el peligroso
diálogo De secret des choses sublimes en el que Bodin inserta todo el veneno de su
judaísmo”625.Y el propio Pierre Bayle dedicará al Heptaplomeres una extensa noticia en su
Nouvelles de la Republique des lettres durante el mes de junio de 1684626.
Sin embargo, quien mayor impacto parece haber acusado de la lectura del
Colloquium fue uno de los más reconocidos adversarios teóricos de Bayle, Gottfried
Leibniz. En efecto, las inquietudes juveniles de Leibniz por el Heptaplomeres han quedado
registradas en una decena de páginas manuscritas compuestas por el filósofo entre 1668 y
1669 -editadas hace algunas décadas en su Philosophische Schriften627-, y en una carta que
envió a Jacob Thomasius haciéndole saber que no era favorable a una edición, pues el
tratado parecía contener más ciencia que piedad (plus habens doctrinae quam pietatis), y
porque los argumentos judíos y naturalistas parecían sobreponerse a los del cristianismo.
No obstante, ya en los años finales de su vida, Leibniz parece haber cambiado de opinión
respecto de la inconveniencia de dar a conocer las ideas transmitidas por Bodin en el
Heptaplomeres, indicándole a Sébastien Kortholt que una edición de la obra sería muy útil
para instruir a los eruditos “en todas las materias de la filosofía y la teología”628. En efecto,
enormemente difundido Traité des Trois Imposteurs (L’Esprit de Spinoza), con cerca de 200, y por el Examen
de la Religion de Cesar Chesneau Du Marsais, con un suma que ascendía a los 53 ejemplares. Al respecto, véase
Jonathan Israel Radical Enlightement. Philosophy and de Making of Modernity 1650-1750, Oxford, Oxford
University Press, 2001, p.690.
624
Hermann Conring, Lettres, 24 avril, 10 août, 14 novembre y 14 décembre 1673, en Manuscrit de Gottingen,
Theol. 274 B, pp.73, 77, 79, 119.
625
Pierre Daniel Huet, Démonstration Evangelique, traduite du latin, Paris, 1843, p.60.
626
Pierre Bayle, Nouvelles de la République des Lettres, Amsterdam, juin 1684, pp.340-350. En estas páginas,
siguiendo los pasos del téologo reformado Johann Diecmann (autor del De Naturalismo cum aliorum, tum
maxime Jo. Bodin ex opere ejus MSCTO anecdotum, de abditis rerum sublimium arcanis, Lipsiae, 1684), Bayle
referirá al “naturalisme grossier” de Bodin, afirmando, además, que “Ce qu’il étoit intérierument, c’est à dire…,
un homme qui penchoit plus vers le Judaïsme que vers la Religion Chretienne, il l’a temoingné clairement dans
son Colloquium”.
627
Gottfried Wilhelm Leibniz, “Johannis Bodini Colloquium Heptaplomeres” Philosophische Schriften, 16631671, Berlin, Akademie-Verlag, 1990, 125-143. Hemos podido acceder a la edición canónica de estas obras
gracias al aporte de Federico Raffo Quintana.
628
Gottfried Wilhelm Leibniz, Epistolae ad diversos, Lipsiae, 1734, Tomo I, pp.348-351, carta del 21 de enero
de 1716. Recientemente, Claudia Lavié ha intentado brindar algunas razones para explicar “¿Por qué quiso
Leibniz la publicación del Colloquium heptaplomeres?”, V Jornadas Nacionales de Filosofía Moderna,
Universidad Nacional de Mar del Plata, 18y 19 de septiembre de 2014.
180
retomando el encargo de Leibniz, es Christian Thomasius quien, al parecer, se encontrará
detrás del “prospecto” publicado en Helmstedt por Polycarpe Leyser el 5 de enero de
1720, en el que se lanzaba una suscripción para la edición del Colloquium, edición que,
finalmente, e incluso luego de que el Leipziger Gelehrten Zeitung anunciará que la
impresión ya había comenzado, fue prohibida por los Electores de Saxo y de Hanover.
Ciento veinte años más deberán pasar para que el Colloquium heptaplomeres de
abditis rerum sublimium arcanis, quizás destinado al fuego por el propio Bodin629, dejara
de ser el más antiguo de los manuscritos clandestinos para ver la luz pública. En suma, dos
siglos y medio fueron necesarios para que sus ideas, tan sólo posibles de ser proferidas en
la República de las Letras, sean finalmente admitidas fuera de sus fronteras.
3.3. Los savants salen a escena
Siete savants de religiones y nacionalidades diferentes reunidos en la ciudad de Venecia, en
la casa de un humanista católico con ardientes deseos por conocer “los hábitos y las
costumbres de los pueblos, incluso los más lejanos, y de llevar ordinariamente a su mesa a
todos los extranjeros”630. Probablemente nos resulte muy difícil imaginar una escena en la
que la diversidad sea tan explícita y elocuente como ésta con la que Bodin da inicio a su
Colloquium631, a la que tampoco le faltan los ingredientes metafóricos. El católico Paul
Coroni, acoge en su propia morada -ubicada, quizás, en la única ciudad de Europa en la
que una asamblea de este talante puede ser llevada a cabo sin peligro- a distintos savants
con los que, más allá de las diferencias religiosas, lo une profundo respeto por la palabra
Véase Francois Berriot, Op.cit., p.XV.
CHp, I, 1, 31-34. En su artículo “Le Colloquium Heptaplomeres oul’exil de la tolerance” (Papers on the
French Seventeenth Century Literature, vol. XXXVII, n° 73, Tübingen, 2010, p. 395-406), Mathilde Bernard ha
señalado que los eruditos reunidos para debatir se hallan resguardados por una doble barrera de protección
respecto de los conflictos que se suceden en Europa: la primera es la ciudad de Venecia, que a pesar de su
decadencia política todavía conservaba, al menos en el imaginario de los humanistas, sus antiguos atributos de
ciudad tolerante; la segunda es la casa de Coroneo, este “coleccionista filántropo” que posee un genuino interés
por los temas más diversos.
631
Retomando una historia que nos ha llegado del siglo XVII, Roger Chauviré ha afirmado que, según todo
parece indicar, la escena del Colloquium no fue producto de la pura imaginación de Bodin. GuyPatin sería
quien habría oído relatar a su íntimo amigo Gabriel Naudé la historia de una serie de coloquios realizados en
Venecia entre cuatro personajes que, dos veces a la semana, se reunían a discutir sobre religión, y entre los
cuales se encontraba un tal Coroni, proveniente de Rouen. El humanista Guillaume Postel, por su parte, habría
servido de secretario a aquellos eruditos, y, tras su muerte -ocurrida en París en 1581- habría dejado aquellos
papeles a Jean Bodin, quien se habría servido de esos apuntes para componer su propia obra. A favor de esta
tesis, Chauviré señala el realismo de la escena creada por Bodin: no se trata una discusión artificial, en la que
aquellos que intervienen podrían ser cómodamente reemplazados por los términos pregunta y respuesta; por el
contrario, “la conversación, es animada, real, los personajes tienen cada uno su carácter”. Al respecto, véase
Colloque de Jean Bodin, Edition de Roger Chauviré, Paris, Honoré Champion, 1914, pp.2-3.
629
630
181
amistosa632. Friedrich Podamic, Hyerome Senamy, Diegue Toralbe, Anthoine Curce,
Salomon Barcasse y Octave Fagnola, arribados cada uno desde Roma, Constantinopla,
Augsburgo, Madrid, Amberes y Paris; he allí sus nombres y sus procedencias. Federico y
Curcio serán, respectivamente, los representantes de dos de las confesiones cristianas
llegadas al mundo con la Reforma: el luteranismo y el calvinismo; Salomón actuará como el
portavoz del judaísmo, mientras que Senamo representará a lo largo del diálogo una
posición escéptica y pagana. Diego Toralba, por su parte, dará cuerpo a una posición tan
novedosa como influyente durante los siglos que seguirán al Coloquio: la de la religión
natural. Octavio Fagnola, finalmente, se mostrará como un antiguo católico al que diversos
motivos han llevado a abandonar esas creencias para convertirse en un seguidor de
Mahoma633.
Será precisamente Octavio quien obtendrá un mayor protagonismo en el
transcurso del muy breve primer libro del Heptaplomeres, en el que -más allá de algunas
discusiones acerca la posibilidad de alcanzar la probidad sin poseer creencias religiosas634-se
relata el modo cómo este musulmán fue capaz de atravesar una peligrosa tempestad
marítima. A esta metáfora también se recurre en el párrafo inicial del diálogo, cuando es el
propio relator del Coloquio -es decir, el secretario de Coroneo que comunica a un amigo a
través de epístolas, modo de comunicación predilecto de la République des lettres635, los
detalles de las discusiones mantenidas por los savants- quien señala cómo fue capaz de
llegar a Venecia escapando de las agitadas aguas de Europa:
Habiendo recorrido las costas del mar Adriático, luego de una larga y difícil navegación,
llegamos finalmente a Venecia, refugio común de casi todas las naciones, o de casi todo el
En efecto, teniendo en cuenta esta característica, la posibilidad de controversiaquedadescartada desde el
mismo inicio del diálogoa partir de la siguiente declaración: “Ils [los savants] no faisoient pas seulement de la
purété du langage et d’une bonté de moeurs apparente mais ils vivoient dans une integrité, une innocence et
une union telles qu’un homme n’est pas plus semblable a soy mesme qu’ils l’estoient tous les uns aux autres,
n’ayant jamais nulle contestation pour avoir le dessus sur son amy; mais, tous ne respirans que du desir
d’apprendre, touttes leurs pensées et tous leurs soins ne tendoient qu’aux veritables ornemens de l’ame” , CHp,
I, 2,42-50.
633
Para considerar el relato de la conversión de Octavio al Islam, véase CHp, IV, 332 y ss.
634
Serán Toralba, Senamo y Coroneo quienes participen de esta breve discusión, en la que la figura de Epicuro
-el más célebre de los ateos antiguos- estará en el centro de la escena. El católico y el defensor de la religión
natural se opondrán duramente al escéptico pagano, afirmando que imposible que un hombre abrace la piedad
al mismo tiempo “que se burla de las cosas divinas” (CHp, I, 5, 150). La disputa es muy breve, y queda
rápidamente trunca a causa de la intervención de Octavio, pero nos indica desde el inicio el talante que
adquirirá el Coloquio de Bodin.
635
Como señalará Peter Burke, “Esta Unión [de la República Literaria] podía considerarse no sólo como una
comunidad imaginaria, sino también como un sistema de comunicación, una red intelectual o una red de redes,
ya que existían costumbres y usos parafacilitar la colaboración o al menos la cooperación a distancia. Entre
estos usos y costumbres destacaba la correspondencia por carta escrita en latín,que rompía las barreras de las
lenguas europeas vernáculas, el intercambiode publicaciones e información y la visita a colegas de estudio
durante los periplos y viajes académicos”. “La república de las letras como sistema de comunicación (15002000)”, IC - Revista Científica de Información y Comunicación, 8, 2011, p.36. El subrayado es nuestro.
632
182
universo, porque a los venecianos no sólo les agrada ver y alojar a los extranjeros, sino
también porque allí se puede vivir con mucha libertad. Más aun, en otras ciudades y otros
países se padecen restricciones, sea a causa de las guerras civiles, sea por el miedo a los
tiranos, sea por las duras exacciones de los impuestos, o bien por causa de las incómodas
búsquedas de aplicaciones de cada uno; esta única ciudad, estando exenta de toda
servidumbre, me parece más agradable y más segura que cualquier otra636.
En tal sentido, quizás podríamos conjeturar que, del mismo modo en que la
République fue concebida por Bodin como un nuevo manual de navegación para los
príncipes y soberanos que quisieran atravesar la tormenta de la sedición facciosa, la
aparición de esta misma metáfora naval en los inicios del Coloquio podría indicar que el
texto también fue concebido como una suerte de brújula. Pero no ya como una brújula con
la cual guiar a los gobernantes en los asuntos del estado, sino como una que -quizás como
lo comprendió el propio Leibniz hacia el final de su vida- fuera capaz de brindar
orientación a los eruditos que osasen inmiscuirse en discusiones acerca de los arcanos
últimos, y, principalmente, para quienes quisieran abordar la difícil cuestión de la religión
verdadera. En efecto, antes de internarse de lleno en los debates teológicos, los eruditos
debatirán con un marcado interés, durante los libros II y III, una serie de cuestiones muy
diversas, sobre todo relativas a los misterios más ocultos del mundo natural637. Este debate
finalizará en las postrimerías del tercer diálogo, cuando Pablo Coroneo señale con cierta
inquietud a sus interlocutores que, antes de entrometerse en cuestiones más elevadas, es
necesario “resolver si resulta lícito al hombre de bien el discurrir sobre la religión”638.
El cuarto diálogo, por su parte,se iniciará con una serie de consideraciones acerca
de la armonía, tópico en el que Marion Leathers Kuntz encuentra un elemento clave para
el análisis del pensamiento religioso que Bodin expresa en los últimos tres libros del
Colloquium639. En tal sentido, señala también Quentin Skinner, “la idea de que todos los
hombres de creencias religiosas auténticas sin duda convendrán en las bases fundamentales
de su fe”640, logrando de este modo la tan ansiada armonía, es el supuesto básico del cual
parecen partir los eruditos en el inicio de sus discusiones teológicas. Una suposición de
acuerdo análoga, aunque inversa, reaparecerá al final del último de los diálogos, en
CHp, I, 1, 5-16.
Para una rápida orientación en la multiplicidad de tópicos abordados por los eruditos en esos dos primeros
diálogos, puede verse el repaso realizado por Roger Chauviré en su edición del Colloque, Op.cit., pp.29-31.
Según señala Mesnard, dada las características de los temas abordados en el segundo y el tercer diálogo, es el
naturalista Toralba quien “aparece como el jefe del coro”. Al respecto, véase Pierre Mesnard, Op.cit., pp.17-19.
638
CHp, III, 207, 1958.
639
Véase Colloquium of the Seven About Secrets of the Sublime, translated by Marion Leathers Kuntz,
Princeton, Princeton University Press, 1975, p.xliii.
640
Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno, II, Op.cit., pp.253-254.
636
637
183
particular en la boca de Senamo, cuando, en contraposición con aquel punto de partida puesto en boca del naturalista Toralba-, e incluso alejándose de la idea que Guillaume
Postel había desarrollado en el ya mencionado De Orbis terrae concordia (1544), la
característica básica y común reconocida por todos los participantes de la discusión no será
positiva, sino negativa. Luego de largas intervenciones y debates que los llevarán a
constatar su desacuerdo, los savants parecen concluir que la suposición básica capaz de
implicarlos a todos ya no refiere a una verdad subyacente a las distintas manifestaciones
históricas de la religión, sino, por el contrario, a la inevitable incertidumbre que encierra el
núcleo mismo de las creencias religiosas.
No obstante, del mismo modo en que la primera suposición brindaba un
argumento muy claro en favor de la tolerancia, esta segunda no brindará menos elementos
que la anterior. En la posición del defensor de la religión natural, la coacción no se muestra
como una opción válida en tanto y en cuanto todas las creencias poseen una fuente común;
en las del defensor del escepticismo pagano, la intolerancia es sólo un signo de presunción y
dogmatismo, pues sólo quien ignora que la cuestión de la religión verdadera es indecidible
es capaz de coaccionar a los demás para que compartan sus convicciones. En efecto,
arriesgando una interpretación general, podríamos afirmar que, aunque este argumento
escéptico haya sido puesto por Bodin en la boca de Senamo, todos los participantes del
Coloquio parecen cada vez más dispuestos a aceptar tal punto de vista. Al fin al cabo, como
veremos, todos reconocerán su incapacidad para persuadir a sus interlocutores por medio
de argumentos racionales; lo que los llevará a aceptar, también, que la verdad de la religión
no parece un tópico posible de ser resuelto en el ámbito de la razón, ni siquiera entre los
eruditos, es decir, ni siquiera entre aquellos que son capaces de supeditar las pasiones al
entendimiento.
En tal sentido, la enseñanza moral que los eruditos extraerán de las consideraciones
de Senamo, y de la propia experiencia que les ha provisto el Coloquio es, en resumidas
cuentas, la siguiente: dado que incluso los dogmas fundamentales de la vera religio resultan
indecidibles para la inteligencia humana, es posible que los hombres sostengan de modo
sincero opiniones religiosas conflictivas, y hasta incompatibles. Asimismo, por la misma
condición del entendimiento, y la oscuridad propia de los dogmas, también es necesario
tener en cuenta que dichos desacuerdos probablemente nunca puedan ser subsanados. Así,
finalmente, si el desacuerdo no sólo es inevitable, sino que también se presenta como un
fenómeno con el que habremos de lidiar mientras sigamos siendo humanos, lo más
adecuado es tolerar que cada cual sea capaz de expresar sus creencias como las siente,
siempre y cuando lo haga de un modo sincero. He allí el final del Coloquio, al que
184
apresuradamente nos hemos conducido. Veamos ahora, entonces, con un poco más de
detalle, el camino que nos conduce hasta allí.
Aquella discusión acerca de la ideal armonía que da inicio al libro IV del Coloquio
conducirá a los eruditos a constatar por primera vez el real desacuerdo que existe entre la
mayoría de los hombres, e incluso entre aquellos que se profesan la amistad. Y el ejemplo
que Bodin pone en boca del calvinista Curcio para hacer manifiesto ese hecho
incontestable es exactamente el mismo que había utilizado unos treinta años antes, desde
esa misma posición confesional, en su carta al católico Bautru: el mejor amigo de Cicerón
no fue otro que el epicúreo Ático; sin embargo, el orador nunca dejó de pertenecer “a la
secta de los Académicos, declamando en todos sus escritos contra los Epicúreos”641. A lo
que añade Toralba que “es cierto que las Sectas de Académicos, Estoicos, Peripatéticos,
Epicúreos y Cínicos disputaban las unas contra las otras; sin embargo, ellas no afectaban la
unión y la paz de la ciudad”642. En efecto, afirma por su parte el luterano Federico:
“Cultivar una amistad y guardar la concordia en medio de tan gran diversidad de
sentimientos acerca de las cosas divinas y humanas me ha parecido siempre, entre las cosas
del mundo, la más difícil de todas”643. Se mixturan en estas consideraciones dos cuestiones
diferentes, como rápidamente lo entiende Curcio: “Cultivar una amistad es una cosa, y
guardar la unión y la concordia es otra”644. El cultivo de la amistad pertenece al ámbito
personal, particular, incluso privado; el bregar por la concordia y la unión de los
ciudadanos refiere a la res publica, a un ámbito que excede las relaciones particulares entre
dos individuos.
Dirigiendo su atención a este terreno político, y como ya lo había dejado en claro
en su République, Bodin vuelve a señalar aquí que las divisiones -sobre todo religiosasentre los ciudadanos pueden ser una causa de ruina para el Estado, principalmente, dirá por
boca de Curcio, cuando “en una república el pueblo se divide sólo en dos facciones”645. La
historia nos enseña que la existencia de opiniones diversas en el seno de un mismo estado
no resulta perniciosa para la paz pública, pues los distintos puntos de vista pueden ejercer
balances y contrapesos entre sí, evitando el enfrentamiento generalizado646; por el
contrario, sí existen sólo dos grupos, la guerra civil es casi una consecuencia necesaria. A
esta opinión se añade la de Federico, quien expresa que “no hay nada más deseable, en un
CHp, IV, 215, 215.
CHp, IV, 216, 219-222.
643
CHp, IV, 216, 227-229.
644
CHp, IV, 216, 230-231.
645
CHp, IV, 219, 296-298.
646
Como señala Octavio: “J’estime que c’est par cette raison que les Turcs et les Persans recoivent parmy eux
toutte sorte de religions, et vous voyez cependant une merveilleuse concorde, tant parmy les peuples que
parmy les passagers, bien que differans de religion”. CHp, IV, 219, 308-311.
641
642
185
gran Reino o en una gran ciudad, que todos tengan una misma religión”, pues “desde mi
punto de vista, he allí el fundamento más sólido de la amistad”647. Y también la del católico
Coroneo, quien afirma: “Ciertamente, debemos desear y pedir a Dios a la espera de que no
haya en el mundo más que una religión, y que esa creencia sea la verdadera”648.
Ahora bien, cuestiona Senamo, abriendo toda una nueva perspectiva de discusión,
cómo decidir cuál de todas es la verdadera, siendo que los distintos jefes y pontífices de las
distintas religiones afirman profesar la verdadera, y siendo, además, que todas ellas
producen “un mismo sentimiento”. En efecto, prosigue algunas páginas más adelante, ante
la inmensa diversidad de opiniones que es posible observar en el mundo, resulta muy difícil
decidir cuál de todas tiene la verdad. Por tal motivo, estableciendo una de las premisas
básicas que recorrerá todo el Colloquium, dirige a sus interlocutores la siguiente pregunta:
“¿Debido a que los Pontífices de todas las religiones poseen un odio mortal los unos
contra los otros, no es más seguro el recibir todas antes que escoger una (la cual puede ser
falsa) y excluir y condenar a otra que puede ser la más verdadera de todas?”649.
Eludiendo momentáneamente la pregunta, Octavio volverá a internarse en el
terreno de la res publica, indicando que “resulta muy peligroso para los Príncipes y
magistrados el intentar abolir una religión recibida por mucho tiempo, y que ostenta un
origen muy antiguo”650. Y no menos peligro existe, afirma Federico, en que una religión
extranjera sea aceptada en el seno de un país con príncipes cristianos. No obstante, todos
parecen coincidir en que la mayor de las amenazas no está dada por la religión, sino por la
impiedad; la que se asume como corolario necesario del ateísmo. “Creo que todo el mundo
está persuadido de que es mejor practicar una falsa religión ante que no tener ninguna”651,
afirma Coroneo, del mismo modo en que no existe ningún gobierno tan nocivo como la
anarquía. En tal sentido, retomando otro tópico ya presente en la République, el católico
expresa la opinión común de quienes prefieren la superstición a la doctrina del “detestable
Epicuro”652.
En ese marco el anfitrión vuelve sobre aquella cuestión que había quedado
deliberadamente inconclusa desde fin del tercer diálogo, esto es, la de la licitud o no de
discutir acerca de la religión: “Dado que insensiblemente hemos caído en los debates sobre
la religión, antes de que vayamos más lejos, es necesario salir de la cuestión que fue
propuesta ayer; a saber, si está permitido a un hombre de bien involucrarse en esta
CHp, IV, 219-220, 314-323.
CHp, IV, 220, 328-330.
649
CHp, IV, 223, 388-394.
650
CHp, IV, 223, 395-398.
651
CHp, IV, 233, 639-641.
652
Este tema será retomado con mayor extensión en el inicio del libro V, 345 y ss.
647
648
186
materia”653. Apoyándose en las opiniones de Platón, Cicerón y Horacio, será Toralba
quien brinde la primera respuesta, afirmando que “el vulgo no sería capaz de contemplar el
esplendor de las cosas elevadas con sus turbados ojos”, por lo que “resulta más
conveniente callar (así como él [Platón] lo aconseja) que hablar a la ligera o poco
dignamente de la cosa más santa del mundo”654. Salomón se suma a esta consideración,
afirmando que encuentra “muy peligroso discutir sobre la religión”, no sólo porque resulta
un crimen hablar con irreverencia de Dios, sino porque los “acontecimientos que les
siguen [a esas discusiones] son siempre funestos cuando se ha pretendido hacer cambiar de
religión a alguien sin haber tenido éxito”655. Senamo, por su parte, señala que aunque una
nueva religión pueda ser mejor y más verdadera que una antigua, la introducción de ella en
una determinada sociedad difícilmente provoque más beneficios que males, pues los
cambios en dichas creencias no han provocado más que guerras y pestes. En efecto,
Octavio también acompaña este sentir, afirmando que lo único que han producido esas
novedades son incertidumbres capaces de mancillar la piedad. Sin embargo, más allá de
todas estas opiniones -y como ya hemos mencionado en el inicio de esta sección-, Federico
es quien trazará una distinción fundamental, la que posibilitará que el propio colloque
entre savants tenga lugar.
Emprender discusiones sobre religión en público e intentar brindar pruebas no es menos
peligroso que criminal, a menos que uno sea capaz de hacerse escuchar a través de la
voluntad de Dios, como Moisés, o por la fuerza de las armas, como Mahoma. Pero, entre
gente letrada [gens lettrez] y en particular, he creído siempre que resulta de suma utilidad
investigar los misterios divinos e intentarlos explicar656.
En efecto, continúa Coroneo, “siendo amigos como somos, y [estando] unidas
nuestras voluntades, ¿podremos ofender o ser ofendidos por la discusión?”657. Y
dirigiéndose directamente a Salomón, uno de los interlocutores más temerosos a la hora de
aceptar la posibilidad de discutir sobre el tema, el anfitrión reiterará su compromiso con la
amistad más allá de las divergencias que pudieran surgir: “Conjuro este miedo, mi querido
Salomón; te prometo y doy fe por todos los demás que, seas tú vencedor o vencido, no
seremos menos amigos por eso”658.
CHp, IV, 235, 689-693.
CHp, IV, 235, 703-705/709-711.
655
CHp, IV, 235, 718-720.
656
CHp, IV, 238, 753-759.
657
CHp, IV, 238, 772-774.
658
CHp, IV, 241, 826-829.
653
654
187
He allí, entonces, la base sobre la que asienta el corazón teológico del Colloquium:
los debates sobre la religión sólo serán posibles en privado -dado que incluso la confesión
de Augsburgo había prohibido expresamente los debates públicos659-, y entre aquellos
hombres capaces de prometerse la concordia y la amistad aun en la divergencia teológica.
En efecto, los abundantes diálogos que siguen a estas intervenciones -y que por motivos
prácticos y temáticos, sería imposible reconstruir aquí- no harán más que poner de
manifiesto el desacuerdo de pareceres que existe entre los eruditos. Este desacuerdo,
finalmente, y más allá de los temores de Salomón, no implicará que uno de los siete pueda
cantar victoria frente a todos los demás, sino todo lo contrario.
3.4. De lo que no se puede hablar, mejor callar
“He aprendido de los Pontífices de Roma que entre dos o más opiniones de los Doctores
que discuten acerca de la religión, se puede tomar y seguir aquella que se considere la más
probable sin ser hereje”660. Con esta intervención de Senamo da inicio la que podríamos
considerar como la sección final del Colloquium de Bodin. En efecto, responde Coroneo,
esa libertad es posible siempre y cuando las “discusiones remitan a cosas indiferentes, pero
no si ellas incumben puntos principales de la religión o artículos de nuestra fe”661. No
obstante, responde Senamo -y tal cual lo han puesto claramente de manifiesto las diversas
discusiones mantenidas por los savants, podríamos agregar nosotros- resulta muy difícil
determinar “cuáles son esos artículos de fe”; como bien lo reafirma Toralba:
Veo que los judíos no acuerdan con los cristianos en materia de religión,y los mahometanos
ni con los unos ni con los otros, e incluso entre los mismos mahometanos existen muchas
opiniones diversas. Epifanio y Tertuliano contaron, en su tiempo, ciento veinte herejías
entre los cristianos […] Los Cristianos Griegos son diferentes de los Latinos, los Romanos
de los Alemanes, los Suizos y los Franceses de los unos y de los otros, Lutero de Zwinglio,
Calvino de Stancaro, Beza de Castellion; brevemente, cada uno mantiene una opinión
contraria a la de los demás, y todos se lanzan mutuamente injurias e imprecaciones662.
A diferencia de Senamo, quien encuentra en estas interminables discusiones un
fuerte argumento en favor del carácter indecidible de la cuestión, Toralba insiste en que el
único modo de evitar los altercados es volver a “abrazar esta pura y simple religión de la
CHp, IV, 242, 840.
CHp, VI, 667, 5927-5930.
661
CHp, VI, 667, 5931-5933.
662
CHp, VI, 667-668, 5940-5958.
659
660
188
Naturaleza”, la cual se revela “como la más antigua y la más verdadera, y la cual nunca
debería haber sido abandonada”663. Salomón se opondrá a esta posición, principalmente
porque una creencia de este tipo se vería desprovista de ceremonias, “sin cuales no es
posible guiar hacia su fin al pueblo y al vulgo ignorante”. En efecto, continúa, “si no se les
propone [a los hombres simples] más que una religión desnuda, ellos nunca creerán que se
trata de la verdadera”664. El calvinista Curcio reprocha esta consideración de Salomón,
señalando su reprobación de las ceremonias, en tanto y en cuanto ellas se presentan como
un resabio del paganismo; mientras que Octavio señala que no conoce otra confesión “con
menos ceremonias, ni que se aplique con mayor pureza al culto de Dios que la
Mahometana”665. Coroneo, por su parte, reafirmando la posición usual que ha asumido a lo
largo de todo el diálogo, afirma atenerse a las prescripciones de la autoridad católica: “Creo
que los Papas de Roma, desde Jesucristo, verdadero Dios y hombre, sus Apóstoles y sus
discípulos, hasta hoy en día, por una feliz vía, han enseñado cuál es la verdadera Iglesia”666.
Y aun cuando no sea capaz de convencer a los hombres de esa verdad a la que presta su
consentimiento, Coroneo afirma que “no desespera”, ni que tampoco deja de elevar sus
plegarias a Jesús “verdadero Dios y hombre”, ni a su santa Madre, para que Dios tenga en
la misericordia a todos aquellos que no comparten la perspectiva católica.
Salomón retoma estas palabras, e insta a sus interlocutores a reconocer la
obligación moral de imitar tal ejemplo de “piedad y de caridad”, aunque se pregunta si
sería realmente lícito que todos los allí presentes pudieran unirse “todos juntos en una
plegaria a pesar de las diferentes opiniones sobre el hecho de la verdadera religión”667.
Senamo no duda demasiado, y sostiene, aunque de modo interrogativo, que no existe
ningún inconveniente en que todos los que están allí, “de buena fe”, se reúnan para “pedir
ardientemente a Dios el continuar por nuestro camino si estamos en la buena vía, y, si no
lo estamos, que pueda conducirnos hacia ella por su bondad y su gracia”668. En efecto,
prosigue más adelante el propio Senamo, incluso más allá de todas las diferencias que se
han puesto de manifiesto a lo largo del coloquio, quizás sea posible encontrar un mínimo
punto de contacto entre todos:
Todos los hombres, generalmente, desde mi punto de vista, reconocen a Dios por Padre de
todos los otros Dioses… Salomón, Toralba y Octavio lo adoran únicamente, en detrimento
CHp, VI, 668, 5962-5964.
CHp, VI, 668, 5969-5974.
665
CHp, VI, 669, 5980.
666
CHp, VI, 669, 5989-5992.
667
CHp, VI, 671, 6030-6032.
668
CHp, VI, 671, 6034-6037.
663
664
189
de todos los otros. Federico y Curcio son de la misma creencia, excepto que sostienen que
este mismo Dios, Padre de la Naturaleza, o, lo que es la misma cosa, su hijo coesencial y
coeterno, fue revestido con nuestra carne en el vientre de una virgen y fue muerto por la
salud del género humano, y son también de un mismo sentimiento en el resto de las cosas,
menos en la Comunión, la confesión y las Imágenes. Coroneo, como es muy religioso, cree
que es muy criminal el no adherir en todo momento y lugar a las ceremonias de la Iglesia
romana. En cuanto a mí, a fin de no herir a ninguna persona, estimo mejor el aprobar todas
las religiones antes que condenar una, la cual podría llegar a ser la verdadera669.
“Yo preferiría verte caliente o frío, antes que tibio, en materia de religión”670,
reprende Salomón a Senamo, quien responde que han sido las controversias de los teólogos
las que le han revelado lo difícil que resulta tomar partido. Es a causa de ellas, y a su
natural propensión a rechazar tanto una “creencia ligera” como una “negación temeraria”,
que ha optado por seguir el ejemplo de Pablo: Entre los Judíos, soy Judío; entre los
Gentiles, Pagano, y entre aquellos que no tienen ley, como si yo no reconociera ninguna. Me
he hecho complaciente con el todo el mundo, a fin de ganar a todo el mundo (Corintios I,
9:20). “Es por esa razón -continúa Senamo, revelando el verdadero potencial político de la
posición que sostiene- que la unión y la concordia de los habitantes de Jerusalén siempre
me ha resultado muy agradable”671. Allí todos tienen sus templos, todos se sienten libres de
expresar sus diversas creencias en un marco de tolerancia mutua, lo que no sólo redunda en
un beneficio para aquellos que creen sinceramente, sino también en otro mucho más
importante: el de evitar el ateísmo. Así, retomando un argumento que ya hemos tenido
oportunidad de observar en la República, y que incluso sería posible retrotraer hasta
nuestro análisis de la Exhortation aux Princes, Bodin pone en boca de Senamo aquella
hipótesis que sostiene que la libertad para expresar las creencias religiosas es el mejor modo
de evitar la hipocresía, y, por tanto, también la incredulidad, la que, al ser concebida por el
angevino como un sinónimo de impiedad, resulta el principal peligro para la salud de la
república. Teniendo en cuenta esto, vuelve a inquirir Senamo ante la duda postulada por
Salomón: “¿Qué nos impedirá, entonces, mezclar nuestras plegarias en una, a fin de tocar a
CHp, VI, 673, 6067-6083.
CHp, VI, 674, 6084-6085.
671
CHp, VI, 674, 6095-6096. Desde otra perspectiva, el calvinista Curcio señalará lo siguiente: “C’est la chose
du monde qui m’a tousjours semblé la plus difficile que vouloir maintenir publiquement, dans une mesme ville,
plusieurs religions diferentes, car, dans ces sortes de demeslez, le peuple pretend presque tousjours s’atribuer
l’auctorité et les Princes n’ont jamais sceu s’y opposer avec seureté”. A lo que añadirá, algunos renglones más
abajo:“Aussy les Assemblées particulieres sont elles plus dangereuses que les publiques pour le faict de la
devotion, a cause des secretes conjurations qui vont tousjours a la ruyne des republiques”. CHp, VI, 676, 61386148.
669
670
190
este Padre común de la Naturaleza y autor de todas las cosas, para que nos conduzca en el
conocimiento de la verdadera religión?”672.
En efecto, refiriéndose ya estrictamente a las consecuencias políticas de hacer lugar
a la multiplicidad, Senamo sostiene que si resultara posible persuadir a “todo el mundo” de
que “los votos de todos los que, con un alma sincera, se dirigen a Dios, les son agradables,
o por lo menos no le displacen, viviríamos en todas partes con misma tranquilidad con la
que han vivido los Turcos y los Persas”673. Octavio expresa su total acuerdo con la posición
política asumida por Senamo, pues entiende que no “hay peste más peligrosa para la
grandes ciudades que las disensiones entre los ciudadanos”674. Coroneo también acuerda
con ello, afirmando que es posible dejar que cada cual pueda vivir libremente en su religión
siempre y cuando esa libertad no implique ningún peligro “contra la tranquilidad pública
del Estado”. Sin embargo, expresando una duda respecto de los límites de esa misma
tolerancia, y trayendo a colación un clásico argumento del que se han valido los
perseguidores -y que servirá a Bayle, como vimos en nuestra Introducción, para desarrollar
todo su Commentaire philosophique- el católico señala que “siempre debemos preferir la
piedad a la utilidad pública, informándonos sobre la religión de cada uno, e incluso
obligando a los rebeldes a asistir al servicio divino a pesar de sí mismos, tal como lo ordena
la Santa Iglesia romana por sus Decretos y siguiendo aquello que dice San Lucas, a saber:
Oblígalos a entrar”675.
Ingresamos de este modo en los parágrafos finales del Colloquium, en donde los
savants que representan a las otras cuatro confesiones históricas que se hallan presentes en
el diálogo expresarán su profundo desacuerdo con esa máxima de la Iglesia de Roma. El
primero de ellos es el mahometano Octavio, quien se opone a una interpretación alegórica
que permita brindar a la máxima un valor general, y señala la paradoja y la incivilidad que
implica “el forzar a golpes de bastón, o amenazar de muerte” a los invitados que no
quieren asistir al banquete de la boda. El siguiente es el calvinista Curcio, quien,
retomando un argumento muy extendido entre los adherentes del protestantismo -y que
volveremos a encontrar, por ejemplo, en Locke-, pondrá de manifiesto la imposibilidad de
que un hombre adhiera sinceramente a la religión si es obligado a ello: “Tertuliano,
siguiendo la misma opinión [expresada por Octavio], habló así: No se puede coaccionar en
materia de religión: ella debe abrazarse voluntariamente y no por la fuerza”676. En efecto,
CHp, VI, 675, 6107-6111.
CHp, VI, 677-678, 6163-6168.
674
CHp, VI, 678, 6178-6179.
675
CHp, VI, 678, 6180-6184.
676
CHp, VI, 679, 6190-6192.
672
673
191
continúa, “tal como lo han resuelto los Concilios de Nicea, Constantinopla, Éfeso y
Calcedonia, no debe combatirse a los herejes con las armas, sino con la doctrina, y no se
debe pretender arrancar la cizaña antes de la cosecha”677. El judío Salomón es quien sigue
en la lista de los opositores, señalando que “La ley de Dios manda a los hombres varones el
presentarse ante él al menos tres veces al año con obsequios, pero no quiere que ninguna
persona sea obligada a ello”678. En efecto, añade, el “verdadero crimen” no radica en dejar
libres a quienes no deseen adherirse a una creencia sino, por el contrario, en obligar a
alguien a adorar a Dios en contra de su propia voluntad. Es el luterano Federico quien
finalizará la saga de opositores, luego de que Salomón, Curcio y Octavio realicen un
repaso por varios ejemplos históricos en relación a la cuestión679.
La respuesta de Teodorico, Emperador de los Romanos y de los Godos, merece ser
inscripta en letras de oro sobre los frontispicios de los Palacios de todos los Príncipes de la
tierra. Cuando fue invitado por el Senado a obligar a los Arrianos a seguir la religión
Católica por medio de suplicios, él respondió lo siguiente: No puede obligarse en materia de
religión, porque no es posible forzar a ninguna persona a creer en contra de sí misma680.
Finalmente, luego de estas cuatro elocuentes intervenciones, de que tanto Toralba
como Senamo hubieron propuesto sus diferentes soluciones para la cuestión, todos
acordaron en la proposición sostenida por Federico, y Coroneo, ya desligado de Lucas,
convocó un coro de niños para que realizara un cántico titulado Ecce quam bonum et
quam jucudum cohabitare frates in unum [Es dulce y agradable el vivir todos juntos como
hermanos]; luego de ello, los distintos savants “se abrazaron mutuamente en caridad” y
decidieron continuar viviendo todos juntos en aquella afable y segura morada que les
proveía Coroneo. Lo hicieron “en una unión admirable, y exhibiendo una piedad y una
forma de vida ejemplar, tomando sus comidas y estudiando siempre en común. Pero no
discutieron nunca más de religión, aun cuando cada uno permaneció firme y constante en
la suya, perseverando hasta el fin y en una santidad del todo manifiesta”681.
CHp, VI, 679, 6192-6196.
CHp, VI, 679, 6209-6112.
679
Los ejemplos referidos por los savants son clásicos, pero no por ello menos ilustrativos. Salomón referirá a
las disposiciones de tolerancia adoptadas por el emperador Juliano; Curcio hará referencia a las persecuciones
sufridas por los judíos por parte del rey Manuel de Portugal; Octavio, por su parte, señalará la acechanza de la
que fueron objeto, en la España de Fernando de Aragón, tanto los judíos como los árabes.
680
CHp, VI, p.684, 6306-6312.
681
CHp, VI, pp.684-685, 6330-6335.
677
678
192
3.5. Nathan y una carta de ciudadanía en la Republique des Lettres
Entre quienes piensan que la tolerancia debe ser defendida en
nombre del reconocimiento de la particularidad de las religiones,
tenemos el Bodin del Colloquium heptaplomeres, manuscrito que
se cierra con la idea de que todas las religiones son buenas, que
todas manifiestan la gloria de Dios y que, por lo tanto, hay que
tolerarlas a todas. Esta posición será retomada por Lessing en la
famosa alegoría de los tres anillos de Nathan el sabio, en la que
encontramos un mensaje idéntico: todo individuo puede vivir
libremente su religión, siempre que todas las religiones particulares
reconozcan el carácter parcial de la verdad que ilustran y que cada
cual acepte que sólo está en posesión de una parte de la verdad.
Sébastien Charles, Tolerancia activa y pasiva según Voltaire
Como bien señala Noel Malcolm, el hecho de que a lo largo del Heptaplomeres muchos de
los dogmas fundamentales del cristianismo sean directamente criticados a través de las
intervenciones de los personajes no-cristianos, no sólo indica la “moderación y
razonabilidad del texto”. Brinda, también, la posibilidad de ensayar una lectura
poderosamente subversiva de esas mismas consideraciones. He allí la razón principal de su
elocuente circulación entre los miembros de la “Ilustración radical” durante los siglos
XVII y XVIII682.
Más allá de dicho impacto, muy difícil de poner en duda luego del recuento de los
manuscritos y de la reconstrucción de la recepción del Colloquium en la modernidad
clásica, nos gustaría finalizar esta sección y este capítulo refiriéndonos a un posible caso
particular en dicha recepción: el de Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781). En efecto, aun
cuando no existan pruebas concluyentes a partir de las que se pueda afirmar el contacto
directo de Lessing con el Colloquium683, en la escena central de su Nathan el sabio -como
afirma Sébastien Charles, en el pasaje que hemos seleccionado como acápite- Lessing
manifiesta una concepción que presenta cierto parecido de familia con la asumida por
Bodin a lo largo del Heptaplomeres. Veamos qué es lo que allí pretende ejemplificarse, y
reservemos algunas breves reflexiones acerca de la cuestión para el final del apartado.
Véase Noel Malcolm, Op.cit., p.95.
De hecho, según señala Marion Leathers Kuntz, Lessing vivió durante una época particular en la que, luego
de la interdicción de la edición propiciada por Leyseren 1720, el Colloquium “fell more and more into
oblivion”. Op.cit, p.lxx. No obstante, dado que lo que nos interesa rescatar del texto de Lessing reside en cierto
parecido de familia que éste presenta con el de Bodin, es decir, en el hecho mismo de que la verdadera religión
resulta indistinguible incluso para los sabios, y que esa indecisión es capaz de contribuir a la coexistencia
pacífica, creemos que la referencia continúa siendo válida.
682
683
193
“¿Cuál es la creencia, cuál es la ley que te parece mejor?”, pregunta el sultán de
Jerusalén al sabio Nathan. Se inicia de este modo la escena cúlmine de la obra teatral con la
que Lessing -según lo han señalado quienes se han dedicado a un estudio más detallado de
la cuestión- intenta, a la vez, homenajear la agudeza intelectual de su amigo Moses
Mendelssohn (1729-1786) y defenderse de los feroces ataques del pastor hamburgués
Johann Melchior Götze (1717-1786)684. “Sultán, yo soy judío”, responde el comerciante a
aquella crucial pregunta, intentando una evasiva que no alcanza su blanco. “Y yo
musulmán. El cristiano está entre nosotros”, replica el sultán, que prosigue de este modo:
Un hombre como tú no permanece allí donde la casualidad del nacimiento lo ha arrojado: o
si permanece, lo hace por convencimiento, por motivos, por haber elegido lo mejor.
¡Adelante! Comparte conmigo tus razonamientos. Déjame oír tus razones sobre el tema
para el que apenas he tenido tiempo de reflexionar. Déjame conocer los motivos de esta
elección -por supuesto, en confianza- para que pueda hacerlos míos685.
Nathan adivina detrás de estas palabras las verdaderas intenciones de Saladino:
acosado por las deudas, el líder musulmán intenta tenderle una trampa a fin de que se
declare abiertamente en favor de la verdad del judaísmo, y de este modo, tener la excusa
necesaria para obtener por medios menos pacíficos que una simple solicitud el préstamo
que el comerciante se había negado a proporcionarle. Avezado erudito, y dando muestras
de que su apodo no es un título vano otorgado por el vulgo, el sabio judío relata una
historia que desbarata por completo las ocultas intenciones del musulmán. Hace muchos
años vivía un hombre en que poseía un anillo de incalculable valor, inicia Nathan, de un
poder nunca antes visto; el de hacer agradable a los ojos de Dios y de los hombres a quien
hiciera uso de él. Esa extraordinaria joya fue atesorada con gran celo por aquel hombre, y
luego transmitida de generación en generación en el seno de su familia, siendo heredada en
cada ocasión por el hijo más amado. Todo sucedió así por largo tiempo, hasta que el anillo
Como señala Emilio González García, traductor castellano de la obra, la disputa entre Lessing y Götze se
origina algún tiempo antes de la publicación de Nathan der Weise (1779), cuando el primero, aprovechando su
puesto como director de la biblioteca ducal de Wolfenbüttel, hace publicar póstumamente una inédita obra del
deísta Hermann Samuel Reimarus (1694-1768) titulada Apología o escrito en defensa de quienes adoran
racionalmente a Dios. Este texto, que entre sus tesis principales defendía la de una religión natural basada en la
concepción de una idea racional de Dios, y que se negaba a admitir la existencia de los milagros -relegando a la
condición de impostores a quienes se ufanaban de haberlos realizado, como el propio Jesucristo- despertó una
reacción considerable entre los teólogos alemanes. Entre todos ellos, fue precisamente Götze quien más
fuertemente se opuso a aquella vía racional, defendiendo la veracidad e inspiración divina de la palabra bíblica.
La polémica entre ambos fue paulatinamente subiendo de tono, y el intercambio de acusaciones públicas -que
terminaron por convertirse en insultos personales- desembocaron en una condena del gobierno ducal de
Hamburgo que prohibió a Lessing la intromisión en discusiones sobre religión. La respuesta del poeta y
dramaturgo sajón a dicha prohibición es esta obra de teatro que lleva por título Nathan el sabio.
685
G. E. Lessing, Nathan el sabio, Trad. Emilio González García, Madrid, Ediciones Akal, 2009, p.75.
684
194
fue recibido por un noble hombre que tuvo tres vástagos; los que por sus diversas virtudes
presentaban iguales condiciones de hacerse merecedores de tan preciado tesoro. Este
hombre no sólo carecía de la capacidad para decidirse, sino que “también había mostrado
la tierna debilidad de prometerles el anillo a los tres”. Así, acuciado por las dudas, y
temiendo cometer una cruel injusticia al hacer la ofrenda del anillo a uno sólo de sus hijos,
encomendó a un distinguido artesano la confección de dos copias completamente idénticas
al modelo original. El resultado fue tan extraordinario que ni siquiera el padre pudo
distinguir ya cuál era el auténtico. Algún tiempo después, avizorando el momento de su
muerte, el hombre convocó en privado a cada uno de sus vástagos y les hizo entrega de un
anillo.
Muerto el padre, cada uno de los hijos se presentó ante los demás con la intención
de dar cuenta de su preciado tesoro, y ante la sorpresa de que cada uno de ellos poseía un
idéntico ejemplar de la reliquia, comenzaron las trifulcas. “Se investiga, se discute, se
denuncia. Todo en vano; no se puede demostrar cuál es el anillo auténtico. Algo casi tan
imposible de mostrar como el determinar ahora cuál es la fe verdadera”686, concluye
Nathan. “¿Cómo? ¿Se supone que ésta es la respuesta a mi pregunta?”, replica Saladino. El
sabio, excusándose ante el sultán por no atreverse a distinguir los anillos que el padre
mandó a confeccionar con la manifiesta intención de que fueran indistinguibles, prosigue
su relato. Los hijos se denunciaron mutuamente, asegurando ante el juez que cada uno
había recibido el tesoro directamente de las manos su progenitor, quien por largo tiempo
había realizado aquella promesa. Los tres se negaban a dudar de la palabra de un padre tan
benévolo y probo, por lo que cada cual se veía obligado a concluir que el engaño provenía
de sus hermanos. El humilde magistrado, acuciado ante el enigma, e incapaz de dar una
resolución última a la cuestión de la veracidad, aconsejó a los hijos lo siguiente:
Aceptad la situación tal como es. Cada uno de vosotros ha recibido su anillo de su padre, así
que cada uno está seguro de que su anillo es auténtico. Es posible que vuestro padre no
quisiera tolerar por más tiempo la tiranía de un único anillo en su casa. Y lo que es seguro es
que os amó a los tres del mismo modo, negándose a someter a dos para favorecer a uno.
¡Pues adelante! Que cada uno imite su amor íntegro y libre de prejuicios. Que cada uno de
vosotros se esfuerce compitiendo por mostrar cada día la fuerza de la piedra que hay en su
anillo. Que esta fuerza se vea apoyada por afabilidad, tolerancia, buenas acciones y una
686
Ibíd., p.79.
195
intensa devoción a Dios. Y entonces el poder de la piedra se manifestará en los hijos de los
hijos de vuestros hijos687.
Azorado ante una respuesta tan ecuánime y desapasionada, tan poco afecta a sus
propias creencias, el sultán musulmán rinde sus armas ante el sabio judío, e incluso,
avergonzado por sus planes anteriores, ruega a Nathan el presente de su amistad. Así
concluye la catástasis teatral de esta obra ambientada en la Jerusalén del siglo XIII, durante
la ocurrencia de la tercera cruzada.
La obra de Lessing nos transmite -principalmente a través de esta metáfora tan
paradigmática puesta en la boca del sabio Nathan688- un claro mensaje en favor de la
tolerancia religiosa, intentando dar cuenta de las insuperables dificultades a las que se
encuentran los hombres cuando pretenden dirimir cuestiones teológicas de modo racional,
y buscando poner el énfasis del mensaje de la religión, no ya en los dogmas específicos y
particulares trasmitidos por cada una de ellas, sino en las máximas morales compartidas.
Más allá de los diferentes rituales y costumbres, más allá de las diversas liturgias, más allá
de sus textos sagrados, el mensaje que el Padre ha transmitido a cada una de los líderes de
las religiones monoteístas -simbolizadas aquí, claro está, a través de los tres anillos- es
esencialmente el mismo. En efecto, podríamos concluir a partir del relato del dramaturgo
sajón, el único modo que posee cada judío, cada musulmán o cada católico para poner de
manifiesto la veracidad de su creencia es comportarse de modo tal que su accionar lo haga
agradable a la vista de Dios y de los hombres. Y más allá de la posición que han pretendido
asumir los diversos defensores de la legalidad del castigo y la ejecución de los herejes, la
intolerancia y el desprecio de sus hermanos no parece resultar un modo de proceder muy
conducente hacia la aclamación popular. Y, menos aún, capaz de garantizar la simpatía
divina689.
Ibíd., p.81.Para considerar con mayor detenimiento las diversas posibilidades exegéticas que se derivan de
esta parábola, véase María Jimena Solé, “Filosofía, literatura y verdad: G. E. Lessing frente al conflicto entre
razón y revelación”, V Jornadas Nacionales de Filosofía Moderna, Universidad Nacional de Mar del Plata, 18 y
19 de septiembre de 2014. Agradecemos a la autora el habernos facilitado con toda amabilidad su texto inédito.
688
Como bien se sabe, la parábola de los tres anillos fue tomada por Lessing del Decamerón de Giovanni
Boccaccio (1313-1375); más en particular, de la tercera novela de la primera jornada. Asimismo, según señala
José Luis Sánchez Nogales, el relato -no ya con anillos, sino con piedras preciosas- fue pergeñado por un judío
español en torno al año 1100, en la región de Castilla, y luego transmitida de forma oral hasta el siglo XIV.
Véase Filosofía y fenomenología de la religión, Salamanca, Ediciones Secretariado Trinitario, 2003, p.122.
689
Pues, como supo decirlo Locke en su Epistola: “Será muy difícil persuadir a los hombres razonables de que
quien puede, con los ojos secos y la mente satisfecha, entregar a su hermano al verdugo para ser quemado vivo,
se preocupa sinceramente y de todo corazón en salvar a éste de las llamas del infierno en el mundo venidero”.
John Locke, Op.cit., p.26.
687
196
*
*
*
La religión de Bodin es, sin lugar a dudas, uno de los aspectos más controvertidos de su
vida y de su obra. Entre sus contemporáneos, por ejemplo, Jacques Gillot supo decir que
Bodin había muerto sine ullo sensu pietatis, no siendo ni judío, ni turco, ni cristiano,
mientras que el jesuita Martín del Río se limitó a afirmar que sus opiniones resultaban
ambiguas. Entre los exégetas más actuales, por su parte, muchos intentaron vincular al
autor con alguna de las figuras de su obra: Pierre Mesnard sostuvo que Bodin se había
mantenido siempre en los márgenes del catolicismo, lo que se evidenciaba en cierta
simpatía por las posiciones asumidas por Coroneo; Rose afirmó que era Salomón, ese
personaje judío del Colloquium, quien representaba su verdadero sentir; a diferencia de él,
Guhrauer, Baudrillart y Noack se inclinaron a pensar que era Toralba quien mejor
coincidía con el parecer del angevino, mientras que Marion Leathers Kuntz, un tanto más
indecisa -y, por tanto, un tanto más cercana a nuestra propia opinión-, creyó ver
representados en cada uno de los distintos personajes del Heptaplomeres los diversos
pareceres que el propio Bodin experimentó a lo largo de su vida.
Eludiendo explícitamente esta discusión -cuyo fin más razonable sería, quizás,
aquel que propone la agogé iniciada por Pirrón de Elis-, nuestra intención a lo largo de este
capítulo ha sido mostrar que, más allá de cuál fuera su convicción más profunda, resulta
indudable que Bodin intentó dar respuestas a los desafíos políticos y teológicos que le
presentaba su época; siempre inclinando la balanza, claro, en favor de una actitud abierta y
tolerante. En tal sentido, mientras que la République puede ser concebida como un modo
de afrontar el posible naufragio político de Francia, sólo capaz de ser evitado por un
capitán de autoridad soberana indiscutible, el Colloquium puede también ser comprendido
como una suerte de Manual de navegación apto únicamente para el uso de los savants. En
efecto, mientras que aquella primera obra parece haber buscado ilustrar a los príncipes y
magistrados que debieran gobernar entre facciones, está segunda quizás fue concebida
como un modo de instruir a los hombres de letras sobre la enorme dificultad a la que se
enfrenta todo ser humano que pretenda elucidar la difícil cuestión de la religión verdadera.
197
CAPÍTULO IV
Montaigne: de la conservación política al ensayo de la alteridad
Tout cela c’est un signe très évidente que nous ne recevons notre
religion qu’à notre façon et par nos mains, et non autrement que
comme les autres religions se reçoivent. Nous nous sommes
rencontres au pays où elle était en usage : ou nous regardons son
ancienneté, ou l’autorité des hommes qui l’ont maintenue, où
craignons les menaces qu’elle attache aux mécréants, où suivons
ses promesses… Ce sont liaisons humaines. Une autre région,
d’autre témoins, pareilles promesses et menaces, nous pourraient
imprimer par même voie une croyance contraire. Nous sommes
Chrétiens à même titre que nous sommes ou Périgourdins ou
Allemands.
Montaigne, Essais, II, 12.
Non parce que Socrates l’a dit, mais parce qu’en vérité c’est mon
humeur, et à l’aventure non sans quelque excès, j’estime tous les
hommes mes compatriotes : et embrasse un Polonais, comme un
Français : postposant cette liaison nationale, à l’universelle et
commune.
Montaigne, Essais, III, 9.
“Nunca causó extrañeza o sorpresa a nadie, porque no se daba importancia en la vida ni
solicitaba auditorio ni aplauso para sus ideas. Por fuera parecía un burgués, un funcionario,
un noble, un católico, un hombre que cumplía con sus obligaciones sin llamar la atención;
para el mundo exterior adoptaba el mimetismo de la discreción, para así poder desplegar y
observar en su interior el juego de los colores de su alma con todos sus matices”690. Estas
palabras que Stefan Zweig dedica a Montaigne brindan, según creemos, una caracterización
muy apropiada del modo de ser adoptado por el ensayista del Périgord. Intus ut libet, foris
ut moris est. He allí una de sus dilectas máximas de conducta; una guía para su filosofía y,
por tanto, para su propia vida. El sosiego de la exterioridad le demanda adoptar con
discreción las costumbres y hábitos que encuentra establecidos allí donde ha nacido; la
autonomía de su alma lo incita a mantener el espacio interior libre de toda atadura y de
todo compromiso. “Distinguir la piel de la camisa”691, he allí su precepto.
Stefan Zweig, Montaigne, Barcelona, Editorial El Acantilado, 2008, p.22.
“b| La mayoría de nuestras ocupaciones son teatrales. Mundus universus exercet histrioniam. Hemos de
representar debidamente nuestro papel, pero como el papel de un personaje prestado. La máscara y la
690
691
198
Ahora bien, a fin de mantener la organicidad y armonía de nuestro trabajo, y aun
cuando Michel de Montaigne resulte un personaje considerablemente más popular en
nuestro ámbito que Castellion o Bodin, hemos decidido iniciar este último capítulo con
una presentación del ensayista y de sus obras: los Essais y el Journal de voyage. Esta
presentación nos permitirá, además, indicar algunos detalles muy singulares de la vida de
Montaigne; detalles a partir de los cuales, creemos, podrán comprenderse más claramente
algunas de sus posiciones filosóficas frente a la difícil cuestión de la convivencia pacífica.
En el segundo apartado, Las insinuaciones de un escéptico, o las dos caras de
Montaigne, nos detendremos sobre un aspecto -a nuestros ojos, crucial- en la producción
filosófica del ensayista: su propia práctica de escritura. Pues, si bien puede concluirse, a
partir de una lectura de su obra, que Montaigne pareció haber adoptado una posición
política moderada, o hasta conservadora, también parece posible afirmar-como lo ha
hecho, en varias ocasiones, Jordi Bayod Brau- que el ensayista siempre es capaz de
sugerirnos, a partir de guiños e insinuaciones, “un horizonte distinto”692. Del mismo
modo, anticipando una actitud muy habitual en los libertinos eruditos del siglo XVII, el
ensayista parece haber adoptado como máxima práctica aquella sentencia que indica actuar
por fuera según los mandatos de la sociedad en la que se vive, manteniendo por dentro la
más absoluta libertad de juicio. Este análisis, creemos, nos permitirá sostener con mejores
fundamentos nuestra propia interpretación acerca de la actitud que el ensayista parece
haber adoptado en torno a la cuestión específica que aquí nos ocupa.
apariencia no deben convertirse en esencia real, ni lo ajeno en propio. No sabemos distinguir la piel de la
camisa. c| Basta con enharinarse la cara sin haberse de enharinar el pecho”. Los ensayos, III, 10, p.1509. La cita
latina, tomada de Justo Lipsio (La constancia, I, 8), se atribuye a Petronio: “El mundo entero representa una
gran comedia”. Satiricón, III, 80, 9. Según la interpretación que buscamos desarrollar, no parece casualidad que
Montaigne haya escrito estas líneas -en un capítulo titulado “De ménager sa volonté” (III, 10)- en los años
siguientes a haber abandonado el cargo de alcalde de Burdeos. En efecto, según él mismo relata, parece haber
dedicado grandes esfuerzos para mantener su interior a salvo de los tumultos que caracterizaban a su realidad
exterior, incluso ocupando una función pública de tal jerarquía: “b| El alcalde y Montaigne han sido siempre
dos, con una separación muy clara”. Los ensayos, III, 10, p.1510.
692
“La perspectiva utópica, libertaria, naturalista, pagana, crítica, alienta siempre bajo el velo de su
conservadurismo político y de su sumisión religiosa. No deberíamos reducir los Ensayos a la condición de
ejercicios intelectuales, más o menos paradójicos, más o menos provocativos y licenciosos, pero a los fines de
cuentas sumisos e inofensivos ante el poder y ante la opinión dominante. Su grandeza radica también en este
aspecto: en el hecho de sugerir, al menos al lector diligente y sagaz, un horizonte distinto”. Jordi Bayod Brau,
“Estudio Introductorio”, en Los ensayos, p. XLVII. Para considerar con mayor detalle el modo en cómo Bayod
aplica esta tesis al análisis particular de algunos capítulos de los Essais, véase: “«Que la vie du monde est
infinie»: Montaigne y la tesis de la eternidad del mundo”. Les Dossiers du Grihl. Groupe de Recherches
Inderdisciplinaires
sur
l’Histoire
de
la
Littérature,
2010,
Disponible
online
en:
http://dossiersgrihl.revues.org/3502; “Montaigne i la «filosofia cristiana». Anàlisi d’una pàgina del capítol «Des
prières» dels Assaigs”, Anuari de la Societat Catalana de Filosofia, XXI, 2010, pp.47-74; “Montaigne y la
inmensidad del mundo: «Una perpetua multiplicación y vicisitud de formas»”, ÉNDOXA. Series Filosóficas,
31, 2013, pp. 321-348, y “Montaigne «chef de part»: sobre el capítulo «De la modération» de los Ensayos”,
Pensamiento, 69, 258, 2013, pp. 131-148.
199
Así, en el tercer apartado, Ni güelfo ni gibelino, nos detendremos a analizar una
serie de textos en la creemos posible reconocer la actitud pública asumida por Montaigne
frente a la religión en general, y frente al conflicto provocado por la Reforma protestante
en particular. En 3.1., Reforma religiosa y crisis política, estudiaremos el capítulo 22 del
libro I de los Ensayos, “La costumbre y el no cambiar fácilmente una ley aceptada”, en
donde el ensayista manifiesta una clara oposición a la actitud asumida por los hugonotes. A
partir de dicho análisis, intentaremos mostrar que Montaigne no interpreta a la Reforma
francesa en términos teológicos, sino en términos estrictamente políticos: no teme por el
quiebre del dogma cristiano, sino por los desórdenes públicos que generan los conflictos
confesionales. Así, poco a poco, y como pondrá de manifiesto en su “Apología de Ramón
Sibiuda” (II, 12) -texto en el que expone su recepción del escepticismo pirrónico-,
Montaigne asumirá una posición equidistaste respecto de ambas facciones. Y si bien -ante
la imposibilidad de elegir en base a un criterio firme- optará por mantenerse firme en las
creencias que ha heredado de su padre, lo hará por motivos estrictamente pragmáticos. Será
católico, pero un católico muy particular; ni güelfo ni gibelino, un católico sin dogma.
Finalmente, en el cuarto apartado, buscaremos poner de manifiesto no ya la actitud
política que pareció asumir el ensayista frente al conflicto interconfesional, sino su propia
ética en relación con el ensayo de la alteridad; ejercicio estrechamente vinculado con el
reconocimiento filosófico de la diversidad como carácter propio de la naturaleza. Para
lograr ese objetivo nos resultará indispensable desandar aquellos textos (tanto las
reflexiones que nos entrega en sus Essais como las particulares experiencias que nos relata
en su Journal de voyage) en los que Montaigne refiere a la experiencia del viaje. Es allí,
según creemos, donde pueden encontrarse algunas claves para comprender el verdadero
valor que otorga el ensayista a esta apasionante aventura de “frotar nuestro cerebro con el
cerebro de otros hombres”. En la sección 4.1 trataremos de mostrar que los tres motivos
que más incitan su huida hacia lo ajeno son la incomodidad ante la guerra confesional, el
hastío de lo ya conocido y el deseo de la novedad. En 4.2 repasaremos aquellos primeros
viajes de biblioteca realizados por el ensayista: sentado en el escritorio de su estudio,
Montaigne convertirá a su torre en una verdadera carabela de piedra, y se embarcará en una
travesía que lo conducirá desde la antigüedad clásica hasta las inhóspitas tierras de la
France antarctique. En 4.3, Con el culo en la montura, acompañaremos al ensayista en su
travesía por Europa: emprendida en junio de 1580, y extendida por más de diecisiete meses,
Montaigne realizará un viaje que lo conducirá desde su castillo natal, atravesando las tierras
de Francia, Suiza y Alemania, hasta la cosmopolita Roma. Esas experiencias, que
involucran una multitud de búsquedas particulares -entre las que se incluyen, claro,
200
aquellas relacionadas con la religión-, acabarán con la adquisición de la ciudadanía romana.
Tal acontecimiento, que analizaremos en 4.4, poseerá para Montaigne un valor inmenso.
Él, que no detenta ninguna otra credencial semejante; que, tomando el ejemplo de Sócrates,
se ha sentido toda su vida como un ser cosmopolita; que siempre ha “abrazado a un polaco
como a un francés” con la misma naturalidad, finalmente alcanzará este título único: el de
ciudadano de Roma, es decir, el de ciudadano del mundo, el de compatriota de todos los
hombres. Finalmente, en el apartado 4.5, volveremos nuestra mirada sobre las reflexiones
de Montaigne en torno a la pedagogía de la diversidad, pedagogía que incluirá a la “escuela
de las relaciones” entre sus primeras lecciones. Estas reflexiones, además, no sólo no
permitirán reafirmar nuestra interpretación en relación con la ética que todo hombre de
entendimiento debe asumir, sino también referir a la necesidad de mantener sólo un
compromiso exterior con los asuntos políticos.
1. Michel Eyquem, señor de Montaigne (1533-1592)
Nieto de Grimon e hijo de Pierre, Michel Eyquem, futuro señor de Montaigne, nació el
último día de febrero de 1533 en el castillo señorial que su bisabuelo Ramón, un antiguo
comerciante de vinos y pescado, había adquirido de la ilustre familia Foix-Candale en el
año 1477. Así, perteneciente a una familia de pequeña burguesía en ascenso, Montaigne
será el primero en abandonar su apellido natal para adoptar públicamente el de su dominio.
En efecto, el experimento pedagógico693que Pierre Eyquem realizó con el pequeño Michel
parece haber tenido la intención de brindarle, entre otras cosas, las mejores herramientas
para consolidar esa posición de reciente nobleza. A los pocos meses de nacido, fue enviado
a vivir a los campos aledaños de su château, para que con la leche de su nodriza mamara
también la austeridad de las costumbres. Y un tiempo más tarde, ya de vuelta en las
acogedoras habitaciones del castillo, fue puesto bajo la tutela de un preceptor alemán
encargado de enseñarle latín antes de que fuera capaz de articular cualquier palabra
francesa694. De este modo, Montaigne compartirá con los antiguos romanos su propia
lengua materna, y no tendrá contacto con el francés de su país hasta después de los seis
En términos generales, la educación de Montaigne estará basada en los principios humanistas que su padre
había adquirido a partir de su contacto con una obra de Erasmo titulada De pueris statim ac liberaliter
instituendis [Sobre la enseñanza firme pero amable de los niños] (1528), en la cual el autor instaba a los
preceptores a abandonar los principios pedagógicos coactivos a fin de dar lugar a una educación basada en el
deseo y la propia voluntad del educando.
694
Se cree que este preceptor era el médico Gisbert Horst (latinizado Horstanus), quien, a partir del año 1548,
se desempeñará como docente en el Collège de Guyene, al que el mismo Montaigne concurrirá a partir de los
seis años de edad.
693
201
años695, momento en que será enviado al Collège de Guyenne, situado en la ciudad de
Burdeos. Será allí donde se sentirá por primera vez como un extranjero en su propia tierra,
dadas las grandes dificultades que experimentará para establecer relaciones lingüísticas.Y
más tarde, en 1546, ingresará en la Facultad de Artes de Burdeos (con sede en el mismo
Colegio), donde asistirá a los cursos del célebre traductor de Aristóteles, Nicolas de
Grouchy, del humanista y teórico político escocés George Buchanan696, y del gran orador
Marc-Antoine Muret.
Luego de aquella enseñanza inicial, Montaigne estudiará derecho -según se supone,
pues no hay datos concluyentes- en la ciudad de Toulouse, y una vez habilitado para
oficiar como abogado, en 1555, comenzará a desempeñarse como consejero en la Cour des
Aides del Périgord; cargo al que accederá en reemplazo de su tío paterno, el señor de
Gaujac, y a instancias de su propio padre, quien el 1° de agosto de 1554 había sido elegido
alcalde de la ciudad de Burdeos. Se desempeñará en ese ámbito los próximos quince años
de su vida, extrayendo de allí valiosas experiencias humanas y filosóficas. En cuanto a las
primeras, la más importante de todas tendrá que ver con Étienne de la Boétie (1530-1563),
con quien Michel Eyquem mantendrá una célebre relación de amistad697; en cuanto a las
segundas, la mayor lección que le proveerá su paso por los tribunales será el conocimiento
del carácter contingente y arbitrario de las normas legales, lección a la que añadirá, años
más tarde, algunas extraídas de su lectura de las Hipotiposis Pirrónicas de Sexto Empírico.
Un tiempo después de su ingreso en el ámbito judicial, al disolverse aquella primera cámara
especializada en asuntos fiscales, pasará a formar parte del Parlament de Bordeaux, en la
recientemente constituida Chambre des Requêtes. Y tras la abolición de esta segunda, será
trasladado a la Chambre des Enquêtes, de jurisdicción un poco más restringida, en donde
se desempeñará durante los siguientes nueve años. Su experiencia parlamentaria culminará
luego de los siguientes dos episodios: el 18 de junio de 1568 morirá su padre, Pierre
Eyquem, dejándolo a cargo de la exclusiva administración de sus dominios señoriales698; a
695
“a| En cuanto a mí, tenía más de seis años y no entendía más el francés o el perigordino que el árabe. Y sin
arte, sin libro, sin gramática ni precepto, sin látigo y sin lágrimas, había aprendido un latín tan puro como el
que sabía mi maestro”. Los ensayos, I, 25, p.227.
696
Luego de haberse haber vivido durante largo tiempo en Francia, Buchanan (1506-1582) regresará a Escocia
hacia 1561 y abrazará la fe calvinista. Algunos años antes de morir, será el autor de una afamada obra de
carácter monarcómaco titulada De iure regni apud Scotos (1579), obra que Montaigne poseía en los anaqueles y
de las que nos brinda una referencia en “Las desventajas de la grandeza”: “b| Hojeaba, apenas un mes atrás, dos
libros escoceses que se enfrentan sobre el asunto [del dominio real]: el popular [Buchanan] hace al rey de peor
condición que un carretero; el monárquico [Adam Blackwood, Apologia pro regibus (1581)] le coloca algunas
brazas por encima de Dios en poder y soberanía”. Los ensayos, III, 7, p.1372.
697
Los trazos de está amistad tan particular, a la que había servido de preámbulo la lectura del Dicours de la
servitude volontaire por parte de Montaigne, han sido presentados por el ensayista en su capítulo “De la
Amitié” (I, 28).
698
En un intento por inmortalizar el propio legado paterno, Montaigne hará publicar, en enero de 1569, su
traducción del Liber creaturarum de Ramón Sibiuda bajo el título La théologie naturelle. La dedicatoria de la
202
mediados del año siguiente, en julio de 1569, los miembros de la Grand Chambre
rechazarán su solicitud de promoción, impidiéndole el ascenso dentro del sistema.
Receloso ante esta decisión y fatigado por un trabajo que implicaba el entregar sus días al
servicio de los demás, le venderá su lugar en el Parlamento a Florimond de Raemond y se
retirará al seno de las doctas vírgenes, tal como lo ha dejado estampado en una de las
paredes de su biblioteca.
En el año de Cristo de 1571, a la edad de 38 años, en la vigilia de la calendas de marzo, el día
de su cumpleaños, Michel de Montaigne, hastiado ya hace tiempo de la esclavitud del
Palacio y de las tareas públicas, mientras, todavía incólume, anhela refugiarse en el seno de
las doctas vírgenes, donde, tranquilo y libre de preocupaciones, atravesará finalmente la
pequeña parte del trayecto que le queda por recorrer, sí los hados así se lo conceden, ha
consagrado esta sede y este dulce escondrijo de sus antepasados a su libertad, tranquilidad y
ocio699.
Este acontecimiento marcará el nacimiento del Montaigne filósofo. Pero también como lo han puesto de manifiesto sus biógrafos durante las últimas tres décadas700- el del
Montaigne diplomático. Los siguientes años lo encontrarán abocado a la redacción de sus
Ensayos, cuya escritura y reescritura le insumirán muchos de sus esfuerzos hasta el mismo
día de su muerte. La primera edición de la obra, que constará tan sólo de los dos primeros
libros, será realizada en Burdeos, en la imprenta de Simon Millages, en 1580701, es decir, en
el mismo año en que el ensayista emprenderá, como dijimos, un viaje de diecisiete meses a
través de Europa occidental. Retornará a su tierra hacia finales del año 1581 para hacerse
cargo de un antiguo puesto político que había sido ocupado por su propio padre, la
obra está fechada el mismo día de la muerte de Pierre Eyquem, quien, habiendo recibido del humanista Pierre
Bunel un ejemplar latino de la teología del catalán, había pedido a su hijo que realizara la adaptación francesa
de la obra, pues encontraba en ella “un libro muy útil y apropiado” contra la novedades de Lutero. El éxito de
la primera edición llevará a Montaigne a publicar una segunda, revisada y corregida, en septiembre de 1581. Y a
redactar su famosa Apologie, también a pedido -aunque, en este caso, de Margarita de Valois- en la segunda
mitad de la década de 1570.
699
Michel de Montaigne, “Sentencias e Inscripciones”, en Los ensayos, pp.1671-1672. Una segunda inscripción,
dedicada a la memoria de La Boétie (muerto prematuramente en agosto de 1563), acompaña a la anterior:
“Miserablemente privado del apoyo, tan precioso para su vida, de Étienne de La Boétie, el más dulce, agradable
e íntimo de los amigos, el hombre mejor, más docto y más encantador, y ciertamente el más perfecto, que se ha
visto en nuestro tiempo, Michel de Montaigne, que ansiaba que subsistiera algún recuerdo singular de su amor
mutuo y de su alma agradecidísima hacia él, y no desmemoriada, en cuanto ha podido hacerlo de manera
significativa, le ha consagrado este mueble erudito y extraordinario, que constituye su placer”. Ibíd., pp.16721673.
700
Ha sido PhilippeDesan, actual director de la Montaigne Studies, uno de los últimos en poner el énfasis sobre
este aspecto, en su recientemente aparecida Montaigne. Une biographie politique, Paris, Odile Jacob, 2014.
701
Una segunda edición, ligeramente aumentada y modificada, será editada por Millages en 1582. En ella se
destacan algunas citas de autores italianos conocidos por Montaigne durante su viaje, y una declaración de
sumisión a la autoridad de la Iglesia a la que luego referiremos más ampliamente.
203
alcaldía de Burdeos, en que el rey Enrique III lo había designado en ausencia el 1° de
agosto. Ocupará dicha función por dos períodos consecutivos, hasta noviembre de 1585, y
será reconocido por la pericia política con la que supo mantener cierta armonía entre las
diversas facciones en una región particularmente agitada por el cisma protestante. Se
retirará nuevamente de la vida pública tras esos cuatro años, y en los siguientes tres
redactará un nuevo libro de los Ensayos, en donde incluirá muchas reflexiones sobre su
peregrinaje europeo y su experiencia política. Su obra se reeditará en París, chez Abel
L’Anglier, en 1588, incluyendo no sólo este tercer libro, sino también unas seiscientas
adiciones en los dos anteriores.
Ese viaje a París, sin embargo, no será realizado por Montaigne con la única
intención de dar a la imprenta una nueva versión de su obra, sino también para interceder
en el afianzamiento de las relaciones diplomáticas entre Enrique III, ya en malos términos
con los miembros de la Liga católica, y Enrique de Navarra, gobernante de aquella región
en la que el ensayista nació y vivió, y huésped de su château en dos oportunidades702.
Dicha estancia, además, le deparará una gran sorpresa: las noticias acerca de la admiración
que le profesaba una joven llamada Marie Le Jars (1565-1645). Pasmado ante aquella
devoción, Montaigne visitará a Marie en su castillo de Gournay-sur-Aronde, designándola
desde ese momento bajo el rotulo de fille d’alliance. El ensayista morirá algunos años más
tarde, el 13 de septiembre de 1592, dejando inconclusa una última reedición de su obra. De
ella se hará cargo la propia Marie de Gournay, quien -con la ayuda del poeta Pierre de
Brach (1547-1605)-, entregará a la imprenta parisina un nuevo manuscrito en 1595.
He allí los trazos principales de la vida de Michel de Montaigne; quien, habiendo
nacido en 1533, forma part ede lo que Peter Burke ha denominado la generación de 1530.
Según indica Burke, la característica distintiva de este conjunto de intelectuales,
historiadores y políticos -entre los que podríamos incluir también a Jean Bodin- consistió
en ser “el primer grupo sin recuerdo del mundo anterior a la Reforma”703, es decir, en ser
un grupo de pensadores cuyo principal desafío radicó en enfrentar e intentar recomponer
un mundo signado por la escisión religiosa, política y militar. Michel Eyquem no sólo
integró este agregado tan particular de pensadores, sino que además nació en una familia
marcada en su mismo seno por la división religiosa: su padre, Pierre Eyquem, pertenecía a
una estirpe de tradición católica bastante apegada al dogma; su madre Antoinette de
Loupes (o Antonieta de López), por el contrario, pertenecía a una familia de judíos
La primera, el 19 y 20 de diciembre de 1584; la segunda, el 22 y 23 de octubre de 1587, luego de haber
derrotado al ejército real en la batalla de Coutras.
703
Peter Burke, Montaigne, Madrid, Alianza, 1985, p.9.
702
204
portugueses, o españoles, convertidos al catolicismo no más de dos generaciones atrás,
pero siempre sospechados de judaizar en secreto. A esta dicotomía heredada debemos
sumar también el hecho de que dos de sus hermanos -Jeanne y Thomas- adhirieron luego a
la fe reformada704. En tal sentido, teniendo en cuenta aquella herencia intelectual y este
particular panorama social y familiar, quizás podríamos afirmar que el ensayista supo
criarse -literalmente desde la cuna- en medio de un clima ambivalente, de desmembración
y tolerancia. Pues, según él mismo afirma, su familia supo caracterizarse siempre por la
fraternidad y las buenas relaciones705, manteniéndose unida aún a pesar de las divergencias
confesionales706.
2. Las insinuaciones de un escéptico, o las dos caras de Montaigne
Il faut laisser deviner au lecteur la moitié de ce qu’on veut pour les
moins, et il ne faut craindre qu’on ne nous comprenne pas; la
malignité du lecteur va souvent plus loin que nous, il faut s’en
remettre à elle, c’est le plus sûr.
Pierre Bayle, Harangue au duc de Luxemburg.
Montaigne voudrait se débarrasser de la loi religieuse et
monarchique, mais il ne voit pas les possibilités de le faire.
Contrairement à ce que peut-être a cru La Boétie, il ne croit pas à
la possibilité d’instaurer une république à l’ancienne dans les
conditions du XVIe siècle européen. Donc, s’il est républicain,
c’est en un sens spirituel. Chez lui, l’exigence de liberté
aristocratique et virile passe par une autre voie. Et cette voie, c’est
celle qu’il ouvre en cherchant une parole qui ne soit plus la parole
cicéronienne du discours assujetti aux conditions de l’intervention
publique, avec toutes les contraintes de la rhétorique, mais une
parole capable de produire son propre public. C’est la révolution
opérée par Montaigne : alors que, dans l’éloquence antérieure,
qu'elle soit religieuse, politique ou judiciaire, le public était
préexistant, les Essais produisent leur propre public.
Pierre Manent, Montaigne. La vie sans loi.
Para obtener aun una mayor diversidad, a estos datos podríamos sumar que una de las sobrinas de
Montaigne, Jeanne de Lestonnac, fundadora de la Compañía de María Nuestra Señora, será canonizada por el
papa Pío XII en 1949.
705
“a| Pertenezco a una familia famosa y ejemplar de padres a hijos en lo que se refiere a concordia
fraternal.”Los ensayos, I, 27, p.245
706
“Es necesario subrayar, como hacen los textos biográficos, la excepción dentro de la regla anómala impuesta
por el clima bélico, la escuela de la tolerancia dentro del ámbito familiar. Para los casi hagiógrafos, la principal
característica de los Eyquem-López, en una época civil religiosa que comenzó cuando el hermano mayor tenía
veintidós años y el pequeño aún no tenía dos, es la profunda unidad familiar que atempera la discrepancia.
Montaigne, pese a las tensiones, incluso las que sostuvo con una madre celosa de su patrimonio, se crió en una
atmósfera de tolerancia religiosa”. José Miguel Marinas y Carlos Thiebaut, “Estudio Preliminar” en Diario de
Viaje a Italia, Madrid, Debate, 1994, pp.xxxvi-xxxvii.
704
205
¿Son los Essais un libro de bonne foi? Esta pregunta, crucial para ensayar una
interpretación sobre las prácticas escriturales y políticas de Montaigne, es la que
intentaremos responder -con extrema cautela, claro- a lo largo de este segundo apartado.
Una de las sospechas fundamentales sobre la que se sostiene nuestra indagación es la
siguiente: más allá de aquellas innegables afirmaciones que han contribuido a convertir al
perigordino
en
un
representante
del
conformismo
político,
o
incluso
del
conservadurismo707, quizás sea posible hallar en sus textos algunas sugerencias e
insinuaciones que, leídas con atención, podrían posicionar a este escéptico en los albores de
una práctica de escritura en la que la figura de un lecteur suffisante asumirá un rol
protagónico. Esta práctica, indicamos de manera preliminar, podría caracterizarse por un
decir a medias, por un decir inconcluso, vacilante, discordante708; un decir en el que las
opiniones menos tradicionales serán mixturadas con aquellas más usuales y corrientes; en
el que las mercancías prohibidas serán ingresadas de contrabando709 en el puerto de la
707
Trazando una genealogía de esta interpretación conservadora, quizás podríamos retrotraerla hasta la clásica
obra de Fortunat Strowski, Montaigne, Paris, Felix Alcan Éditeur, 1906, pp.301-312. Sin embargo, también
resulta necesario señalar que esta interpretación es tan sólo una de las muchas posibles: en cierta consonancia
con Strowski, Max Horkheimer (“Montaigne y la función del escepticismo”, 1938) declaró a Montaigne un
tenaz conservador del orden establecido, enemigo acérrimo de cualquier revolución. Otros estudiosos, en
cambio, consideraron que si bien Montaigne fue un filósofo políticamente moderado, también fue un férreo
defensor de la libertad negativa.En tal sentido, podríamos señalar a David Lewis Schaefer, quien en su The
Political Philosophy of Montaigne (1990) vio en nuestro ensayista a un precursor de la ideología liberal que
encontraría una de sus más claras manifestaciones en el siglo XIX, con pensadores como John Stuart Mill. Más
acá, es decir, más cerca de una consideración progresista del perigordino, podríamos referir las consideraciones
del propio Jordi Bayod, quien, como vimos, nos invita a pensar en un Montaigne incitador de rebeliones
intelectuales. Y, en consonancia con ellas, aunque con un tono más arriesgado, podríamos señalar la tesis que
sostuvo Arthur-Antoine Armingaud en su texto “Le Discours de la servitude volontaire. La Boétie et
Montaigne” (1904), y que actualmente ha sido retomada por Daniel Martin en su “Montaigne et son cheval ou
Les sept couleurs «De la servitude volontaire»” (1998), tesis según la cual sería Montaigne, y no Étienne de la
Boétie, el autor de los pasajes más importantes y provocadores del Discurso sobre la servidumbre voluntaria
(ca.1548).
708
Si bien nuestra hipótesis de lectura mantiene un vínculo innegable con la concepción del “arte de escribir”
forjada por Leo Strauss (La persecución y el arte de escribir, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 2009), también
es cierto que nuestra perspectiva no es del todo compatible con la suya. De hecho, siguiendo una consideración
realizada por Jean-Pierre Cavaillé (“Pierre Charron, ‘disciple’ de Montaigne et ‘patriarche des prétendus esprits
forts’”, Montaigne Studies, XIX, 1-2, University of Chicago, 2007, p.32, n.10), creemos que tanto aquellos que
niegan las ideas esotéricas como aquellos que pretenden develarlas incurren en una misma falta: la de suponer
una doctrina homogénea y coherente -incurriendo en el mito de la coherencia, diríamos en términos de
Quentin Skinner-, dejando de lado las tensiones, dificultades, contradicciones e irresoluciones propias de los
textos. Teniendo eso en cuenta, lo que aquí nos interesa remarcar en los escritos de Montaigne es precisamente
este carácter fragmentario, indeciso y discordante, pues quizás sean esas grietas textuales, esas ideas dichas a
medias, las que habiliten una lectura cuyas conclusiones trasciendan los límites atravesados por el propio
escritor.
Asimismo, en relación con las posibilidades de realizar una lectura “straussiana” de los Essais, las posiciones
son diversas, e incluso antagónicas: por ejemplo, mientras que Philippe Desan considera que tal práctica sería
“abusiva y errónea” (“Le libertinage des Essais”, Montaigne Studies, XIX, 1-2, University of Chicago, 2007,
p.28), Edwin Curley -aun reconociendo que “muchos estudiosos de Montaigne encontrarán esta lectura
repugnante”- la realiza con interesantes resultados en su artículo “Skepticism and Toleration: the case of
Montaigne”, Oxford Studies in Early Modern Philosophy, Oxford, 2005, v.2, pp.1-33.
709
Es François de La Mothe Le Vayer, escéptico libertino de siglo XVII, quien sugiere explícitamente esta idea:
“La liberté de mon stile mesprisant toute contrainte, et la licence de mes pensées purement naturelles, sont
206
ortodoxia, ocultas en medio de un mar de palabras de apariencia piadosa e inocua; un decir
construido en base a ironías, evasivas y subterfugios; un arte de escritura, finalmente, en la
que cercanía y la amistad -e incluso la complicidad- entre quien anota y quien lee
alcanzarán un valor sin precedentes, y en el que el escepticismo, despreocupado ya por
mantener fidelidades con las diversas escuelas u orientaciones clásicas710, se convertirá poco
a poco en una herramienta de combate contra los prejuicios de la opinión común.
Creemos, además, que este análisis en torno a la escritura y el escepticismo nos
brindará bases más sólidas a la hora de intentar fundamentar nuestra propia interpretación
de la actitud intelectual -ética y política- asumida por Montaigne frente a los conflictos
interconfesionales.
Dicho esto, vayamos a nuestro tema e intentemos responder a la pregunta inicial.
En el prefacio de sus Ensayos, en donde interpela directamente a sus potenciales lectores,
Michel de Montaigne realiza -según la interpretación que intentaremos esbozar- dos
afirmaciones clave acerca del sentido que atribuye a la publicación de sus pensamientos.
Dichas aserciones abren y cierran, respectivamente, el prólogo del autor. En la primera
afirma: “a| Lector, éste es un libro de buena fe”; en la segunda: “a| Así, lector, soy yo
mismo la materia de mi libro”711. Ahora bien, ¿cuál es el significado que puede asignarse a
estas dos breves frases inaugurales? La respuesta es simple, pues, según puede inferirse de
su conjunción, los Ensayos pretenden erigirse en un libro que diga la verdad, sólo la verdad
y nada más que la verdad acerca de quién lo escribe; es decir, en un libro que represente -o
más bien, que presente712- de cuerpo entero, o, mejor dicho, en cuerpo y alma, el retrato de
su autor. Un retrato que no oculte nada de sí, ni las virtudes más encomiables ni los vicios
más vergonzosos. En efecto, si tomamos en cuenta el concepto de jurídico de “buena fe”
aujourd’huy des marchandises de contre-bande, et qui ne doivent estre exposes au public”. Dialogues faites à
l’imitation des anciens, Paris, Fayard, 1988, p.11
710
Nos referimos en particular al escepticismo pirronismo y al escepticismo académico. Si bien este último, por
sus propios orígenes socrático-platónicos, quizás podría ser caracterizado bajo el concepto de escuela (hairesis),
existen serias dificultades para referir al pirronismo bajo esa modalidad; es por ese motivo que preferimos el
concepto de orientación (agogé). Al respecto, pueden consultarse las observaciones realizadas recientemente
por Ramón Román Alcalá (“La invención de una escuela escéptica pirrónica y radical”, Revista de Filosofía,
Vol. 37, núm.2 (2012), pp.111-130), y también el prólogo de Pierre Pellegrin a su traducción francesa de las
Esquisses pyrrhoniennes (Paris, Éditions du Seuil, 1997, pp.9-45).
711
Los ensayos, “Al lector”, p.5.
712
Jesús Navarro Reyes ha analizado con cierto detalle la evolución del concepto de lector a lo largo de
sucesivas ediciones de los Ensayos. Según su mirada, el texto de Montaigne, originalmente destinado sólo a la
consulta de parientes y amigos, irá ampliando paulatinamente sus destinatarios. Así, poco a poco, irá perdiendo
su carácter “doméstico y privado” para convertirse en un texto cuyo lector potencial no es otro que todo aquel
que pueda caer bajo l’humaine condition. En el mismo sentido, los Ensayos dejarán de ser un mero recordatorio
de su autor, una representación textual de una corporalidad, para convertirse en un texto de presentación; el
lector lejano, que no ha tenido ya la posibilidad de conocer a Montaigne en persona, sólo dará con él a través de
sus Essais. Por otra parte, si bien coincidimos en la creciente universalización del discurso de Montaigne -la que
lo ha convertido en un clásico de la literatura-, nuestra interpretación difiere en parte con la de Navarro. Pues,
al mismo tiempo en que muchas de las ideas de los Ensayos son recibidas por un público muy amplio, algunas
de ellas, las más radicales y heterodoxas, serán sólo reapropiadas por un reducido grupo de lectores.
207
que Cicerón expone en su De Officiis, y que Montaigne conocía tanto mejor que nosotros,
nos encontramos con una disposición del derecho romano que ordena “que el vendedor
advierta [al comprador] todas las faltas que conoce en aquello que vende”713.
Es el propio Montaigne quien, a mitad de camino entre aquellas dos declaraciones
iniciales, reafirma esta misma idea, asegurando que mediante la edición de sus escritos no
ha buscado alcanzar ni la fama ni la fortuna, ni ha intentado dotarse a sí mismo de un falso
prestigio o de una apócrifa reputación:
a| No he tenido consideración alguna ni por tu servicio ni por mi gloria. Mis fuerzas no
alcanzan para semejante propósito… Si [este libro] hubiese sido [escrito] para buscar el
favor del mundo, me habría adornado mucho mejor, con bellezas postizas. Quiero que me
vean en mi manera de ser simple, natural y común, sin estudio ni artificio. Porque me pinto
a mí mismo… [Y] de haber estado entre aquellas naciones que, según dicen, todavía viven
bajo la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, te aseguro que me hubiera
gustado muchísimo pintarme del todo entero y del todo desnudo714.
Mal que le pese, Montaigne no ha tenido la fortuna de nacer y vivir entre los
tupinambás del litoral brasileño; por el contrario, le ha tocado -según la mirada que el
ensayista nos brinda de su propia realidad- la desgracia de habitar en medio de una
civilización en la que las reglas de la civilidad pedantesca han llegado a ser virtudes
cardinales. La Francia de Montaigne es la de esos maestros de escuela que carecen de toda
otra cualidad que no sea libresca, y que ocultan sus inepcias detrás de una elegante toga y
resonantes máximas latinas715. El ensayista vive en una época en la que lo útil y lo honesto
han bifurcado sus caminos irremisiblemente, en la cual el arte del disimulo y la razón de
Estado han pasado a desempeñar un rol insustituible en el sostenimiento de la sociedad
política716. Una época, finalmente, en la que la mentira parece haber dejado de ser
concebida como ese pernicioso vicio que socava los vínculos humanos para convertirse en
Cicerón, Los oficios, Madrid, Espasa Calpe, 2003, III, XVI, p.141.
Los ensayos, “Al lector”, p.5.
715
Montaigne se encargará de denunciar ampliamente a lo largo de toda su obra este vicio manierista que
corroe a su cultura. En particular, el capítulo 24 del libro I, titulado “La pedantería”, es un ejemplo muy
elocuente de las consideraciones del ensayista respecto de esta cuestión.
716
Una breve sentencia del capítulo “Lo útil y lo honesto” ha de servir para ilustrar esta afirmación: “b| En
estos tiempos ni siquiera la inocencia podría negociar sin disimulo, ni discutir sin mentira”. Los ensayos, III, 1,
p.1187. En tal sentido, puede decirse que el presunto tacitismo de Montaigne, tópico también central en las
reflexiones de Nicolás Maquiavelo, ha dado lugar a interminables discusiones. Para considerar algunas de las
posiciones mantenidas por los estudiosos, pueden verse, por ejemplo, Robert Collins, “Montaigne’s Rejection
of Reason of State in «De l’utile et de l’honneste»”, Sixteenth Century Journal, vol. 23, n. 1, 1992, pp. 71-94;
Sergio Cardoso, “Trois points de repère et trois ‘avis au lecteur’ du III, 1”, Coloque du Centenaire de la
Societe des amis de Montaigne (SIAM), Université de Toulouse-Le Mirail, 6-8 juin 2012, pp.1-9, y Doug
Thompson, “Montaigne’s political education: raison d’État in the Essais”, History of political thought, XXXIV,
2, Summer 2013, pp.195-224.
713
714
208
un hábil instrumento de poder. Sabemos también, como ya lo hemos indicado en varias
ocasiones a lo largo de estas páginas, que el preciso momento en el que vivió Montaigne
fue quizás el más agitado de toda la historia europea en términos teológico-políticos. El
siglo XVI fue, a la vez que el siglo del “otoño del Renacimiento”717, el siglo de la Reforma;
esto es, el siglo en el que guerras fratricidas conducidas y ejecutadas en nombre de Dios, y
so pretexto de piedad y religión, desangraron desde el interior a la Francia natal de nuestro
ensayista. Ahora bien, en ese contexto político e intelectual, agravado incluso por el
accionar de una incipiente Inquisición -que tras el concilio de Trento (1545-1563)
comenzará a ejercer cada vez mayor presión sobre las opiniones y actos individuales-,
¿cuáles son los límites del decir honesto? ¿Qué puede decirse sin peligro? ¿Qué debe
callarse? ¿Cuáles son las mercancías prohibidas en el puerto de la ortodoxia? Y teniendo
todo esto en cuenta, ¿puede acaso ignorarse la regla de comportamiento a la que referirá
algunas décadas más tarde el Descartes de las Cogitationes Privatae718? ¿Es acaso posible
pasar por alto aquella otra afamada máxima de Tácito respecto de la rareza de los tiempos
en la que todo puede ser pensado, e incluso dicho719? Parece cierto, o al menos probable,
que no todos los pensamientos habrán de ser igualmente bienvenidos en las tierras de la
opinión común. Y Montaigne bien sabe, luego de la emblemática persecución de la que fue
objeto Miguel Servet, y de la miseria que le sobrevino a quien oficiara de su defensor, que
las opiniones poco ortodoxas -en particular en materia teológica y política- pueden llevar a
quienes las sostengan a sufrir una muerte trágica y dolorosa, o una vida plagada de
penurias. Sabe además, que “a| la valentía tiene sus límites, como todas las demás
virtudes”720, y que la “a| ley de la resolución y de la firmeza no implica que no debamos
protegernos, en la medida de nuestras fuerzas, de los males e infortunios que nos
amenazan, ni, por consiguiente, que no debamos tener miedo de que nos sorprendan. Al
La expresión pertenece a William Bouwsma (El otoño del Renacimiento, Barcelona, Crítica, 2001 [2000]),
quien, a su vez, la ha tomado del excelente estudio realizado por Johan Huizinga: El otoño de la Edad Media,
Madrid, Alianza, 1982 [1919].
718
“Ut comœ di, moniti ne in fronte apparent pudor, personam induunt; sic ego, hoc mundi theatrum
conscensurus, in quo hactenus spectator existi, larvatus prodeo”. [Como los actores que, para representar su
papel, utilizan máscaras que ocultan su rostro ruborizado; así yo, al subir a escena en el teatro del mundo, en el
que hasta este punto he sido espectador, me presento enmascarado]. René Descartes, Cogitationes Privatæ, AT
X 213,4-6.
719
“Rara temporum felicitate, ubi sentire quae velis, et quae sentias dicere licet”. [La rara felicidad de los
tiempos en los que está permitido pensar lo que se quiera y decir lo que se piensa]. Tácito, Histoire, I, 1. Como
hemos indicado, la influencia de Cornelio Tácito en Montaigne ha sido sumamente debatida, y las
consideraciones que el propio ensayista nos ha legado respecto de las lecciones de este historiador romano son
muy sugerentes. Y muy adecuadas -según sostiene- para su propio momento histórico: “[La Historia de
Tácito] no es un libro para leer, es un libro para estudiar y aprender; está lleno de sentencias razonables y no
tanto. Es un semillero de razonamientos éticos y políticos para provisión y edificación de quienes ocupan algún
rango en el gobierno del mundo… Su servicio es más apropiado para un Estado turbado y enfermo, como es el
nuestro actual. Diríamos a menudo que nos describe y que nos reprende”. Los ensayos, III, 8, p.1405.
720
Los ensayos, I, 14, p. 67.
717
209
contrario, cualquier medio honesto para defenderse de las desgracias es no sólo lícito, sino
loable”721.
Teniendo en consideración todas estas cuestiones, cabría preguntarse una vez más
cuál es el significado que podemos atribuir a otra afirmación -también crucial, a nuestros
ojos- que Montaigne desliza en aquel mismo aviso «Al lector». En ella, el perigordino
insiste en que a lo largo de los Ensayos “[sus] defectos se leerán al natural, [sus]
imperfecciones y [su] forma genuina en la medida en que la reverencia pública [se] lo ha
permitido”722. ¿Cuáles son los límites de esa reverencia? ¿Cuáles son las fronteras que el
decoro público han impuesto a este afán del ensayista por presentarse ante los demás sin
estudio ni artificio? ¿Cuán cerca -o cuán lejos- está del mundo francés tardo renacentista la
posibilidad de mostrarse ante los lectores por entero y al desnudo, como si fuera un
habitante originario de los pueblos France Antarticque723? ¿Cuántas máscaras ha debido
portar Montaigne para cumplir con respetabilidad las reglas del civismo y de las buenas
maneras aceptadas a su alrededor? En ese contexto, ¿puede seguir concibiéndose a los
Ensayos como un libro escrito bajo una estricta bonne foi, en el cual es posible encontrar
claramente explicitas todas las ideas y opiniones de Montaigne? ¿No nos es legítimo, acaso,
dudar al menos un ápice de esta honestidad brutal? Y si el planteo de esa duda nos es
permitido, ¿podríamos considerar a Montaigne como a un pensador con -al menos- dos
caras?, ¿podríamos entenderlo como a un pensador de la trastienda, que se ha servido de
ironías, sugerencias e insinuaciones para dar cuerpo a algunas ideas de escaso vínculo con
las opiniones oficiales de los censores del Sacro Palazzo724?
Según la lectura que intentamos ensayar, no resulta descabellado pensar que
Montaigne haya al menos entrevisto esta posibilidad: “a| Debemos reservarnos una
trastienda del todo nuestra, del todo libre, donde fijar nuestra verdadera libertad y nuestro
principal retiro y soledad”725, nos dice algunos años antes de redactar aquel prefacio
dirigido al lector. De eso se trata, parece insinuar; de apropiarse de una arrière-boutique
que sea total y completamente privada, en la cual poder expresar, sin peligros y sin
miramientos, los pensamientos menos corrientes, las ideas más audaces, las conclusiones
Los ensayos, I, 12, p.62.
Los ensayos, “Al lector”, p.5. Hemos modificado los pronombres (“mis” por “sus”; “mi” por “su”; “me”
por “se”) con el único fin de mantener la coherencia de nuestro propio texto.
723
En noviembre de 1555, una expedición francesa al mando de Nicolas Duran de Villegagnon se había
establecido en la bahía de Guanabara (actualmente Río de Janeiro) con el objetivo de fundar una colonia
denominada “France Antarctique”. Alrededor de esa bahía habita la tribu de los tupinambás, es decir, “los
caníbales” de Montaigne.
724
La particular relación de Montaigne con los censores de Roma ha sido largamente estudiada, y a ella
referiremos con mayor detalle en nuestros apartados finales. Al respecto, véase, entre otros, Malcolm Smith,
Montaigne and the Roman Censors, Géneve, Droz, 1981.
725
Los ensayos, I, 38, p.327.
721
722
210
más intrépidas. Aquellas sólo trasmisibles a un pequeño número de personas, de hombres
de entendimiento, capaces de entenderlas, e incluso de tolerarlas. El sabio, según lo
describe el propio Montaigne, es aquel hombre de entendimiento que además de poseer
buenas disposiciones naturales ha logrado pulir sus ideas a través del estudio y de la
reflexión726. Es, además, quien conoce en detalle cuán peligrosa e intolerante puede llegar a
ser la turba de hombres que deja arrastrarse a diestra y siniestra por todas las pasiones
existentes727, y quien sabe de los peligros que corre quien enfrente esa turba. En una
palabra, el sabio sabe disimular. Conoce la importancia de actuar exteriormente como la
mayoría, conformando sus hábitos a las disposiciones del país en el que le ha tocado nacer,
y de reflexionar interiormente como una pequeña fracción de individuos, gozando de esta
“libertad aristocrática y viril” de las nos habla Pierre Manent:
a| el sabio debe por dentro [au dedans] separar el alma de la multitud, y mantenerla libre y
capaz de juzgar libremente las cosas; pero, en cuanto al exterior [au dehors], debe seguir por
entero las maneras y formas admitidas. A la sociedad pública no le incumben nuestros
pensamientos; pero lo restante, como acciones, trabajo, fortuna y vida, debemos cederlo y
entregarlo a su servicio y a las opiniones comunes728.
726
Esta imagen del sabio -u homme clairvoyant- es, en realidad, la descripción que Montaigne hace de su
difunto amigo Étienne de La Boétie: “a| Y el más grande hombre que he conocido en persona, quiero decir en
cuanto a cualidades del alma, y el mejor nacido, era Étienne de la Boétie. Era un alma plena y mostraba un buen
semblante en todos los aspectos; un alma al viejo estilo, y habría producido grandes acciones de haberlo
querido su fortuna, pues había añadido mucho a su rico [modo de ser] natural mediante la ciencia y el estudio”.
Los ensayos, II, 17, p.995. Y es el propio La Boétie -vindicado en otro pasaje de los Ensayos como un lecteur
suffisante de Plutarco (II, 25, p.200)- quien define a los hombres de entendimiento con palabras muy
semejantes a las que el ensayista le dedica a modo de homenaje: “[S]iempre habrá algunos que, más audaces e
inspirados que los demás, sienten el peso del yugo y no pueden dejar de sacudírselo; algunos que no se
habitúan nunca al sometimiento y siempre y sin cesar (al igual que Ulises buscando por tierra y por mar volver
a ver el humo de su hogar) recuerdan sus derechos naturales y están prestos a reivindicarlos en todas las
ocasiones. Ellos tienen puro el entendimiento y clarividente el espíritu; no se conforman, como los ignorantes
embrutecidos, con ver lo que se halla bajo sus pies, sin mirar atrás ni adelante; al contrario, recuerdan cosas
pasadas para mejor juzgar el presente y prever el porvenir. Son ellos los que, teniendo ya el espíritu bien
formado, lo cultivaron también con el estudio y el saber”. Discurso de la servidumbre voluntaria, Buenos
Aires, Las Cuarenta, 2010, p.41.
727
“a| Compara con el [sabio] la turba de los hombres de nuestro tiempo, estúpida, baja, servil, inestable,
fluctuando continuamente en la tempestad de las diversas pasiones, que la trasiegan hacia aquí y hacia allá;
dependiente por completo de lo ajeno. Hay más distancia que del cielo a la tierra”. Los ensayos, I, 42, p.381.
728
Los ensayos, I, 22, pp.143-144. En efecto, según la hipótesis que estamos intentando ensayar, quizás
podríamos entender a Michel de Montaigne como a un defensor sigiloso de la posición que asumirán ya
explícitamente los libertinos eruditos durante el siglo XVII, y cuya síntesis se encuentra en la célebre frase que
Gabriel Naudé tomará de Cesare Cremonini: Intus ut libet, foris ut moris est [Adentro como te plazca, afuera
como sea la costumbre]. Del mismo modo, tal vez podríamos catalogar al ensayista como a un perspicaz lector
de los Adagia de Erasmo, en donde el de Rotterdam sostiene Loquendum esse ut multi, sed sentiendum vero ut
pauci [Hay que hablar como los muchos, pero opinar verdaderamente como los pocos]. Sobre la relación entre
Montaigne y los libertinos, véase Les libertines et Montaigne (Montaigne Studies, XIX, 1-2, University of
Chicago, 2007); respecto de la actitud filosófica y política asumida por los libertinos eruditos, véase René
Pintard, Le libertinage érudit dans la primère moitié du XVII e siècle, Paris, Boivin Editeurs, 1943, 2 vols.
211
Para lograr ese objetivo, para alcanzar esa libertad de pensamiento y de juicio, la
trastienda se convierte en un lugar estratégico. Y Montaigne la posee. Su biblioteca,
ubicada en el tercer piso de la torre de su castillo señorial, asume un rol fundamental en
esta historia. Ella otorga un sustento físico, una materialidad ineludible, a la interpretación
que aquí estamos ensayando. Y acerca de ese íntimo espacio, Montaigne afirma:
c| Paso ahí la mayor parte de los días de mi vida, y la mayor parte de las horas del día… Mi
casa, en efecto, está encaramada en una colina, como dice su nombre, y no tiene pieza más
aireada que ésta, que me agrada porque su acceso es un poco difícil, y porque está algo
apartada, tanto por el provecho del ejercicio como por alejar de mí a la multitud. Aquí tengo
mi morada. Intento adueñarme de ella por completo, y sustraer este único rincón a la
comunidad conyugal, filial y civil… ¡Qué miserable es, a mi juicio, quien no tiene en su casa
un lugar donde estar a solas, donde hacerse privadamente la corte, donde esconderse!729
Montaigne gusta de la soledad, gusta de la vida retirada y de las reflexiones incisivas
acerca de sí mismo y de la condición humana. Pero también es cierto que la imagen del
ensayista ermitaño hace tiempo que ha sido dejada de lado. Géralde Nakam ha mostrado
suficientemente cuán equivocada era esa mítica representación730. En efecto, podemos
afirmar que Montaigne fue, a la vez que un excelso conocedor de Séneca y Plutarco, un
destacado actor en los asuntos de su tiempo, siendo, como vimos, alcalde por dos períodos
consecutivos de la ciudad de Burdeos. Lo que nos conduce hacia otra consideración de
relevancia: aun cuando Montaigne señale que -debido al riesgo que se corre- prefiere eludir
las reflexiones acerca de los asuntos presentes731, y aun cuando afirme ser para sí mismo “su
física y su metafísica”, está claro que sus escritos no sólo refieren unívocamente a su
persona, a la manera de una autobiografía, sino que representan también una lúcida
Los ensayos, III, 3, p. 1237. Las cursivas son nuestras.
Dos son las obras más importantes que Géralde Nakam ha escrito al respecto: Montaigne et son temps, les
evenements et les Essais (Paris, Nizet, 1982) y Les Essais de Montaigne, miroir et proces de leur temps:
Temoignage historique et creation litteraire (Paris, Honore Champion, 2001). Algunas de estas mismas ideas,
dijimos antes, serán reactualizadas en la reciente biografía de Philippe Desan.
731
“b| Me parece menos arriesgado escribir sobre cosas pasadas que sobre las presentes, pues el escritor sólo ha
de rendir cuentas a una verdad tomada a préstamo. Algunos me incitan a escribir sobre los asuntos de mi
tiempo, juzgando que los veo con una mirada menos afectada por la pasión que los demás, y desde más cerca,
por el acceso que la fortuna me ha brindado a los jefes de diferentes facciones. Pero no dicen que, por gloria de
Salustio, yo no haría este esfuerzo -enemigo jurado como soy de toda obligación, asiduidad y constancia-; que
nada hay tan contrario a mi estilo como una narración extensa… [y] que al ser mi libertad tan libre, habría
publicado juicios, incluso para mi gusto y desde el punto de vista de la razón, ilegítimos y punibles”. Los
ensayos, I, 20, pp.124-125.
729
730
212
reflexión acerca de muchos tópicos centrales para la filosofía, e incluso se entrometen en
álgidos debates políticos y teológicos732.
Es por todo ello, y por algunas otras consideraciones del propio Montaigne que
todavía podríamos sumar, que aquí nos hemos permitido forjar la hipótesis según la cual
cabría pensar que, a sabiendas de las amargas experiencias individuales que puede ocasionar
una expresión excesivamente intrépida, e, incluso, de los profundos inconveniente políticos
que podrían producir dichas ideas en manos de quienes son incapaces de moderar sus
afectos, el perigordino se ha contentado con sembrar en sus Ensayos ciertas semillas “de
una materia más rica y más audaz”733. Montaigne parece haber inscrito en sus libres
ejercicios de reflexión ciertos guiños, ciertas señas, ciertas marcas de sentido capaces de
habilitar una lectura menos apegada a la letra. Sus Ensayos, creemos entender, quizás
posean un sentido íntimo, velado, sólo abierto a los lectores sagaces, a un pequeño y
selecto grupo de los hombres de entendimiento.
Esel mismo Montaigne, en efecto, quien parece reafirmar nuestra tesis:
b| Ahora bien, en la medida que el decoro me lo permite, hago notar aquí mis inclinaciones
y afectos; pero con más libertad y de más buena gana por mi boca a cualquiera que desee
informarse sobre ello. En cualquier caso, en estas memorias, si se mira bien, se encontrará
que lo he dicho todo, o indicado todo. Lo que no puedo expresar, lo señalo con el dedo:
Verum animo satis haec uestigia parua sagaci / sunt, per quae possis cognoscere caetera
tute.734
Él, que ha realizado esa misma experiencia en incontables ocasiones735, que ha
forjado su propio texto a partir de la relectura y reapropiación de los autores clásicos736,
732
Como señala Jordi Bayod: “El escritor que afirma no tratar sino de sí mismo…, habla en verdad de todo lo
divino y de todo lo humano, si bien lo hace casi siempre como quien se limita a registrar sus pensamientos y
opiniones”. Jordi Bayod Brau, Op. cit., pp. XXXII-XXXIII.
733
“c| Sé muy bien, cuando oigo a alguien que se detiene en la lengua de los Ensayos, que preferiría su silencio.
Con eso, más que realzar las palabras, se rebaja el sentido, de manera tanto más irritante cuanto más oblicua.
Sin embargo, me equivoco si son muchos los que ofrecen más cosas que aprovechar en cuanto a materia, y, sea
como fuere, mal o bien, si algún escritor la ha sembrado mucho más sustancial, o al menos más tupida, en su
papel. Para introducir más, amontono solamente los inicios. Si añadiera su desarrollo, multiplicaría muchas
veces este volumen. ¡Y cuántas historias he esparcido que dicen palabra, con la cuales, si alguien quiere
escrutarlas con un poco de esmero, producirá infinitos ensayos! Ni ellas ni mis citas se limitan siempre a servir
de ejemplo, autoridad o adorno. No las miro sólo por el provecho que saco de ellas. Llevan con frecuencia, al
margen de mi asunto, la semilla de una materia más rica y más audaz, y con frecuencia, al sesgo, un tono más
delicado tanto para mí, que no quiero en ese lugar expresar más, como para quienes coincidan con mi materia.”
Los ensayos, I, 39, pp.341-342.
734
Los ensayos, III, 9, p.1465. Las cursivas son nuestras. La cita latina pertenece a Lucrecio: “Pero a un espíritu
sagaz le bastan estos pequeños vestigios, mediante los cuales podrá conocer todo el resto.” Lucrecio, De rerum
natura, I, 402-403.
735
“Yo he leído en Tito Livio cien cosas que otro no ha leído. Plutarco ha leído cien aparte de las que yo he
sabido leer y aparte, acaso, de lo que el autor había registrado”. Los ensayos, I, 25, p.200.
213
que ha propuesto en base a la práctica de la libertad del juicio toda una novedosa
pedagogía737, sabe que “el lector capaz [lecteur suffisante] descubre a menudo en los
escritos ajenos otras perfecciones que las que el autor ha puesto y ha advertido en ellos y
les presta sentido y aspectos más ricos”738. Se genera de este modo una suerte de
complicidad entre quien escribe sirviéndose de ironías, insinuaciones y conclusiones
discordantes, y quien ejercita una lectura sagaz y atenta. “b| La mitad de la palabra
pertenece a quien habla, la otra mitad a quien escucha”739, afirma el ensayista, y esta breve
proposición revela en este contexto un novedoso sentido. El texto queda incompleto,
trunco, sin aquel destinatario capaz de actualizar y completar su significado, sin aquel que
aporta la otra mitad, sin aquel que puede develar el reverso de la ironía, de convertir las
insinuaciones en ideas, de gestar conclusiones en base a las sugerencias. Es éste, y sólo éste,
el que ha alcanzado a comprender la verdadera potencia de la palabra escrita.
Los Ensayos tienen la particularidad de “crear su propio público”, nos ha dicho
Pierre Manent. Se trata de un público selecto, acotado, con el que Montaigne sólo se
comunica a través de insinuaciones y sigilosos susurros. Al resto, a todos los demás, a
aquellos que sólo frecuentan sus escritos sin la perspicacia del lector atento, el autor les
dice tan sólo aquello que desean escuchar, o, a mejor decir, aquello que son capaces de
tolerar. Montaigne enarbola un discurso público del mismo modo en que asume una
actitud pública. La política, al igual que la palabra explícita, implica para el ensayista un
compromiso inapelable con las leyes y las costumbres instituidas. El trascender ese límite,
al menos de forma abierta y desembozada, no sólo constituye un riesgo para quien hace
explicitas las ideas, sino también para la sociedad política en su conjunto. Pero, por otra
parte, del mismo modo en que sugiere privadamente -y si es posible por medio de su
boca740- algunas ideas poco usuales al lecteur suffisante, Montaigne asume también una
actitud privada: si el del afuera [dehors], el de la política, es el ámbito de la obediencia, el
del adentro [dedans], el de la ética y el pensamiento, es el ámbito propio de la libertad. Allí
ya no hay peligro; allí todo puede ser compartido, dicho o debatido; allí ya no subsisten ni
736
En relación a este ejemplo de reapropiación, y al ejercicio que a través de él Montaigne incita a realizar al
lector, Michel Butor señala lo siguiente: “al igual que él [Montaigne] sabe hacer suyas las citas que tomaba
prestadas a los autores de la antigüedad, nos invita a hacer nuestras sus propias sentencias”. Essais sur les Essais,
Paris, Gallimard, 1968, p.216. La traducción es nuestra.
737
A este novedoso método pedagógico referiremos con mayor detalle en el último de nuestros apartados,
cuando analicemos el capítulo titulado “La formación de los hijos” (I, 25).
738
Los ensayos, I, 23, p.157.
739
Los ensayos, III, 13, p.1626.
740
No podemos olvidar aquí que Montaigne ha dedicado un capítulo completo a reflexionar sobre “El arte de
conversar” (III, 8), ni que supo encontrar en dicho arte una de las actividades más provechosas para la
condición humana.
214
los compromisos políticos, ni los civiles, ni los religiosos. Allí cada cual puede actuar como
le plazca, siempre y cuando ajuste sus formas exteriores a las leyes establecidas.
Dicho todo esto, podemos finalizar este apartado reafirmando nuestra tesis: sería
posible establecer un vínculo entre este modo tan particular de escritura cifrada que
-
según nuestra mirada- Montaigne adopta en los Ensayos, y la actitud que el propio
perigordino parece haber asumido frente a los conflictos interconfesionales. Así, del mismo
modo en que adoptará una actitud pública de suma cautela, oponiéndose -por estrictos
motivos políticos- a las innovaciones propiciadas por la Reforma, Montaigne también será
capaz de abrirse a una infinidad de experiencias privadas, experiencias en las cuales el
contacto con la alteridad -étnica, política, religiosa- será una de las premisas cardinales. A
partir de ellas, el reconocimiento de la diversidad, como condición inherente de la
naturaleza, se convertirá en una conclusión necesaria.
3. Ni güelfo ni gibelino
Je ne sais pas m’engager si profondément et si entier. Quand ma
volonté me donne à un parti, ce n’est pas d’une si violente
obligation, que mon entendement s’en infecte. Aux présents
brouillis de cet état, mon intérêt ne m’a fait méconnaître ni les
qualités louables en nos adversaires, ni celles qui sont reprochables
en ceux que j’ai suivi. Ils adorent tout ce qui est de leur côté : moi
je n’excuse pas seulement la plupart des choses que je vois du mie.
Un bon ouvrage ne perd pas ses grâces pour plaider contre ma
cause. Hors de les noed du débat, je me suis maintenu en
équanimité, et pure indifférence… J’accuse merveilleusement cette
vicieuse forme d’opiner : «Il est de la Ligue, car il admire la grâce
de monsieur de Guise», «L’activité du Roi de Navarre l’étonne, il
est Huguenot», «Il trouve ceci à dire aux mœurs du Roi, il est
séditieux en son cœur».
Montaigne, Essais, III, 10.
Hacia el final de su vida, aludiendo metafóricamente a la disputa mantenida por papistas y
antipapistas en la Italia del siglo XII y en referencia a las guerras de religión que asolaban
desde varias décadas atrás a su Francia natal, Montaigne describirá su propia situación
personal del siguiente modo:
b| Caí en las desgracias que la moderación acarrea en tales enfermedades. Me zurraron por
todas partes. Para el gibelino, yo era güelfo; para el güelfo, era gibelino. La situación de mi
casa, y el trato con los hombres de mi vecindad, me presentaban con una apariencia; mi vida
y mis acciones, con otra. No me lanzaban acusaciones, pues no había por donde atacarme -
215
jamás me aparto de las leyes-; y si alguien me hubiera investigado, me habría tenido que dar
explicaciones él. Eran sospechas mudas que circulaban bajo mano, en las cuales nunca falta
verosimilitud en una mezcolanza tan confusa -como tampoco faltan espíritus envidiosos o
ineptos741.
A partir de esta referencia, la posición que intentaremos defender a lo largo de este
tercer apartado es la siguiente: más allá de su explícita y pública adscripción al catolicismo,
el ensayista perigordino parece haber pretendido erigir y sostener un posicionamiento
equidistante respecto de las dos facciones en pugna. Con el objetivo de defender este
postulado, el camino que habremos de recorrer será el siguiente: en primer lugar
repasaremos las críticas que Montaigne realiza a aquellos que, so pretexto de celo religioso,
intentan introducir un sinnúmero de reformas políticas (reformas que implican, además, un
incierto éxito futuro y un indudable perjuicio presente); en segundo, intentaremos develar
algunos de los fundamentos filosóficos sobre los que se sostiene la posición políticoreligiosa de Montaigne. Allí repasaremos el modo en que interpreta, reactualiza y utiliza el
escepticismo que Sexto Empírico presenta en sus Hipotiposis Pirrónicas; en particular, el
modo cómo interpreta y pone en práctica el criterio de observación vital que, según Sexto,
regía el comportamiento de los pirrónicos. Luego de dicho análisis, finalmente, esperamos
estar en condiciones de fundamentar por qué creemos que la posición pública que
Montaigne asume frente a los conflictos religiosos de su época podría ser catalogada como
escéptica. O, a mejor decir, como un catolicismo sin dogma.
3.1. Reforma religiosa y crisis política
“Sobre la religión de Montaigne se ha dicho todo y lo contrario de todo”742, ha afirmado
con cierta ironía -pero no por ello, con poca razón- un autor francés. Veamos algunos
pocos ejemplos: en su ya clásico La pensée religieuse de Montaigne (1936), tomando en
cuenta algunas actitudes que el ensayista parece haber asumido a lo largo de su peregrinaje
europeo -como el exvoto dirigido a la virgen en su peregrinación al santuario de Loreto-,
Maturin Deano postuló y defendió la sincera adscripción de Montaigne al catolicismo.
Donald Frame, por su parte743, fue uno de los primeros en afirmar que la ascendencia judía
que Montaigne había recibido por su línea materna podía ser interpretada como una de las
Los ensayos, II, 12, p. 1558. El subrayado es nuestro.
Michel Onfray, El cristianismo hedonista. Contrahistoria de la filosofía, II. Barcelona, Anagrama, 2007,
p.220.
743
Véase Donald Frame, Montaigne, une vie, une oeuvre: 1533-1592, Paris, Honoré Champion, 1994
741
742
216
principales causas de su actitud tolerante, y, en tal sentido, no han faltado quienes incluso
han pretendido ver en nuestro ensayista a un presunto judío marrano744. Asimismo, en su
influyente Historia del escepticismo745, Richard Popkin concluyó -principalmente a partir
de los argumentos esgrimidos en la “Apología de Ramón Sibiuda”- que la posición de
Montaigne podría ser definida como fideísta, en tanto que el ensayista, en sintonía con las
opiniones desarrolladas por el polemista católico Gentien Hervet746, consideraba al
escepticismo pirrónico como un buen aliado de la fe católica. Jordi Bayod Brau, por
último, ha sostenido que la educación exclusivamente laica que sugiere en el capítulo sobre
“La formación de los hijos” podría darnos una pista acerca de la verdadera importancia
que Montaigne otorgaba a la religión en la vida de los hombres en general e indicarnos su
posición respecto al catolicismo en particular. Ante este escenario, al que sería posible
sumar muchas otras voces disidentes, parece estar en lo cierto Biancamaria Fontana:
Podemos encontrar, en la ambivalencia de los comentarios, el reflejo de la cuestión, siempre
irresuelta, de la «verdadera» posición religiosa expresada -o más bien disimulada- en los
Ensayos. Una tradición interpretativa tormentosa, presa de las vicisitudes políticas, ha
atribuido a la obra de Montaigne dos identidades difícilmente conciliables: por un lado está
el libro del autor cristiano, preocupado por evitar las trampas dogmáticas y las disputas
doctrinales, que obtiene el imprimatur de las autoridades eclesiásticas en 1580; por el otro,
la obra del autor escéptico y secretamente ateo, del que Pascal y los devotos reclaman la
inclusión en el Índex, obtenida en 1676, y del que se apropiará más tarde la corriente
materialista y libertina de la Ilustración747.
En tal sentido, tanto Pierre Villey, en su clásico estudio Sources et evolution des Essais de Montaigne (París,
1908), como Fortunat Strowski, en su Montaigne. Sa vie publique et privée (París, 1938) han examinado las
posibles conexiones existentes entre la familia de Montaigne y la familia del pensador escéptico Francisco
Sánchez, autor del afamado Quod nihil scitur (1581), ambos de supuesta ascendencia semita, llegando a la
conclusión de que podría haber existido cierta conexión a partir de la línea materna del ensayista, y de que
ambas familias habrían emigrado desde España hacía el noroeste de Francia luego de que allí se instaurara la
Inquisición y se expulsara a los judíos.
745
El estudio de Popkin fue publicado originalmente en 1960 (Assen, Van Gorcum) bajo el título de The
History of Scepticism from Erasmus to Descartes y tuvo dos ediciones posteriores, cada una de las cuales
introdujo ampliaciones considerables respecto de la anterior: The History of Scepticism from Erasmus to
Spinoza, Berkeley/Los Angeles/London, University of California Press, 1979, y The History of Scepticism from
Savonarola to Bayle, New York, Oxford UniversityPress, 2003.
746
Siete años después de la edición de la edición de los Esbozos pirrónicos realizada por Henri Estienne,
Gentian Hervetus realizará, en 1569, una traducción latina del Adversus mathematicos de Sexto Empírico. En el
prefacio de dicha obra, presentará al escepticismo pirrónico como un arma crítica muy efectiva contra la herejía
protestante. Al respecto, puede verse Alain Legros, “La Dédicace de l’Adversus Mathematicos au Cardinal de
Lorraine ou du bon usage de Sextus Empiricus selon Gentian Hervet et Montaigne”, Bulletin de la Societé des
Amis de Montaigne 15-16, 1999, pp.51-72.
747
Biancamaria Fontana, «Lâcher la bride»: tolérance religieuse et liberté de conscience dans les Essais de
Michel de Montaigne”, en Cahiers Pilosophiques, N°114, Juin 2008, p.28. La traducción es nuestra.
744
217
Portada de los Essais de Michel de Montaigne (1659)
218
Ahora bien, sin mayores pretensiones de acabar con esta polémica -tan difícil de
dirimir como la que rodea a la vida y a la obra de Jean Bodin-, nuestra intención es sumar
una nueva mirada, mirada según la cual las críticas que Montaigne lanza a quienes
propician la Reforma religiosa poco tienen que ver con el deseo de resguardar intacta la
ortodoxia del dogma católico. De hecho, si bien creemos posible afirmar que, al menos de
las puertas de su château para afuera, nuestro ensayista fue tan católico como su propio
padre, también creemos plausible postular la tesis de que esta adhesión social al catolicismo
no implicó para Montaigne una devoción sin atenuantes por la religión que había
heredado; por el contrario, significó sólo una toma de posición política en favor del partido
que se mostraba capaz de garantizar el orden y la estabilidad del Estado748. Con esto no
sólo pretendemos señalar la perspicacia de Montaigne para detectar los intereses políticos y
las vanidades personales implícitas en las guerras de religión, lo que con toda claridad
puede leerse en los Ensayos749, sino también, y principalmente, su inquietud ante el carácter
disgregador de la Reforma, y ante la posibilidad inminente de la ruina del orden social
establecido750.
Ya en tema, entonces, podemos señalar que uno de los más claras críticas realizadas
por el ensayista al partido hugonote, y, por extensión, al acontecimiento mismo de la
Reforma751, puede encontrarse en los pasajes medulares del ensayo que lleva por título “La
costumbre y el no cambiar fácilmente una ley aceptada” (I, 22). Allí, luego de enumerar
algunas de las determinantes consecuencias que la costumbre posee sobre la vida y las
En palabras de Max Horkheimer: “A su modo de ver [en la disputa religiosa] nadie tiene razón, no existe la
Razón, sino el orden y el desorden […] Montaigne considera que el protestantismo es peligroso en Francia,
pero no desde el punto de vista religioso, sino desde el político; lo que él teme es la agitación”. “Montaigne y la
función del escepticismo”, en Historia, metafísica y escepticismo, Barcelona, Altaya, 1995, p.154. Reforzando
esta tesis, uno de sus más recientes biógrafos afirma: “Por lo demás, cuando Montaigne denuncia las
«novelerías», es decir la Reforma, no está apuntando a la «herejía», a la predestinación o al rechazo del aparato
sacramental, sino a lo que apareja de desequilibrio y de perturbación en la sociedad política francesa”. Jean
Lacouture, Montaigne a caballo, México, Fondo de Cultura Económica, 1999, p. 219. Para profundizar en esta
distinción entre quienes anteponen la búsqueda de la paz y la seguridad a la búsqueda verdad y crítica del error,
véase Leiser Madanes, “Tolerancia, prudencia, y búsqueda de la verdad”, en Manuel Cruz, Op. cit., pp.13-50.
749
En torno a esta cuestión, y en un tono irónico, Montaigne señala: “a| Confesemos la verdad. Si alguien
seleccionara en el ejército, aun en el legítimo, a quienes están en él tan sólo por el celo de un sentimiento
religioso, e incluso a quienes no miran otra cosa que la salvaguarda de las leyes de su país o el servicio al
príncipe, no podría formar una sola compañía de soldados completa. ¿Cómo se explica que sean tan pocos los
que han mantenido la misma voluntad y el mismo camino en nuestros movimientos públicos, y que tan pronto
los veamos marchando sólo al paso como corriendo sin freno, y a los mismos hombres ahora perjudicar
nuestros intereses con su violencia y rudeza, y luego con frialdad, blandura y torpeza?, ¿cómo se explica sino
porque les empujan consideraciones particulares c| y accidentales a| con arreglo a cuya variedad se mueven?”.
Los ensayos, II, 12, p.638
750
“b| A nuestro alrededor todo se viene abajo. Miremos en todos los grandes Estados de la Cristiandad que
conocemos. Encontraremos una evidente amenaza de cambio y ruina”. Los ensayos, III, 9, p.1432
751
No obstante, aunque Montaigne parezca mostrar una reticencia general a aceptar las implicancias políticas
de la Reforma, también es cierto que su actitud ante los reformados nos es unívoca. En tal sentido, las páginas
del Journal de voyage nos muestran con mucha claridad la alta estima de nuestro autor por los reformados
suizos, quienes, a diferencia de los hugonotes franceses, jamás habían incurrido en prácticas violentas como la
devastación de iglesias o la destrucción de las imágenes.
748
219
opiniones de los seres humanos, Montaigne destaca la importancia que dicha fuerza
inercial752 adquiere a la hora de instituir y mantener en pie a la sociedad, estableciendo
mandatos de juicio y acción, y dejando a los hombres satisfechos con las reglas que les
instituye:
a| El principal efecto de su poder es sujetarnos y aferrarnos hasta el extremo de que apenas
seamos capaces de librarnos de su aprisionamiento, y de entrar en nosotros mismos para
discurrir y razonar acerca de sus mandatos. En verdad, puesto que los sorbemos con la
leche de nuestro nacimiento, y puesto que la faz del mundo se presenta en tal estado a
nuestra primera visión, parece que hubiésemos nacido con la condición de seguir este
camino. Y las comunes figuraciones que encontramos revestidas de autoridad a nuestro
alrededor, e infundidas en nuestra alma por la semilla de nuestros padres, parece que fuesen
las naturales y generales… c| Los pueblos criados en la libertad y en el autogobierno
consideran monstruosa y contranatural cualquier otra forma de gobernarse. Los que están
habituados a la monarquía piensan igual. Gracias a la costumbre todo el mundo está
satisfecho del lugar donde la naturaleza lo ha fijado753.
Atento lector de Étienne de la Boétie y Jean Bodin, Montaigne no sólo reconoce
que la costumbre es uno de los pilares fundamentales de la sociedad humana754, sino
también que la historia enseña que los cambios políticos repentinos pocas veces han
resultado favorables para la convivencia civil y la paz social755. “a| Es muy dudoso -diceque pueda encontrarse un beneficio tan evidente al cambiar una ley aceptada, sea la que
fuere, como daño hay en modificarla. Un Estado es, en efecto, como un edificio hecho de
diferentes piezas ajustadas entre sí con una unión tal que es imposible mover una sin que el
cuerpo entero se resienta”756. Son ésas las dos premisas básicas de su argumentación: la
costumbre es necesaria para mantener el pie a la sociedad; los cambios en la legislación
Hemos tomado este concepto de Jesús Navarro Reyes, quien realiza interesantes reflexiones acerca de esta
noción central en el pensamiento de Montaigne. Al respecto, véase La extrañeza de sí mismo. Identidad y
alteridad en los escritos de Michel de Montaigne, Sevilla, Fénix Editora, 2005.
753
Los ensayos. I, 22, pp.138-139.
754
“Pero, en general, la costumbre, que ejerce tanto poder sobre nuestros actos, lo ejerce sobre todo para
enseñarnos a servir: tal como cuentan de Mitrídates, quien se habituó a ingerir veneno, es la costumbre la que
consigue hacernos tragar sin repugnancia el amargo veneno de la servidumbre. No puede negarse que la
naturaleza es la que nos orienta ante todo según las buenas o malas inclinaciones que nos ha otorgado; pero hay
que confesar que ejerce sobre nosotros menos poder que la costumbre, ya que por bueno que sea lo natural, si
no se lo fomenta, se pierde, mientras que la costumbre nos conforma siempre a su manera, pese a nuestras
inclinaciones naturales.” Étienne de La Boétie, Discurso de la servidumbre voluntaria, Buenos Aires, Terramar,
2008, p.55
755
“Finalmente, todo cambio en las leyes que atañen al estado es peligroso, ya que, si el cambio de las
costumbres y las ordenanzas que regulan las sucesiones, los contratos o las servidumbres es, hasta cierto punto,
tolerable, el cambio de las leyes que atañen al estado supone tanto peligro como remover los cimientos o las
claves de bóveda que sustentan el peso de la construcción”. República, IV, 3, p.185.
756
Los ensayos., I, 22, p.144.
752
220
resultan peligrosos. Desde allí abrirá fuego contra el bando enemigo, contra esos
protestantes que, disconformes con las leyes y mandatos que la sociedad les ha legado,
pretenden subvertir el orden de las cosas merced a las fantasías de su raison privée757, sin
tener una mínima certeza acerca de los resultados que puedan derivarse de esa revolutio.
De acuerdo a lo expresado por Montaigne, es connatural al hombre el acatar como
válidas -y hasta postular el alcance universal de- las normas y los mandatos ingeridos con la
leche materna, y satisfacerse con ello. Ahora bien, yendo un paso más allá, el ensayista no
sólo indica el aparente valor genérico de esa regla, sino que también parece mostrar cierto
entusiasmo al respecto. Dos son los motivos que, sumados a las premisas ya mencionadas es decir, al valor civilizador de la costumbre758 y a la incertidumbre que provoca la
transformación- lo inducen a ello. En primer lugar, la conciencia respecto de la
arbitrariedad y contingencia que poseen en última instancia todas las instituciones
humanas759. De allí que, aun cuando muchas veces él mismo osará contradecir esta
prescripción en el ámbito privado760, Montaigne sostiene que la aceptación pasiva de las
normas consuetudinarias es indispensable761 para evitar el derrumbe del orden social762.
Toda institución, toda ley, no tiene otro sostén que el que brinda su pervivencia
ininterrumpida en el tiempo; dicho más elegantemente: “a| muchas cosas admitidas con
una resolución indudable no tienen otro apoyo que la barba cana y las arrugas del uso que
las acompaña”763. Es por ese motivo que los hombres deben aceptar incondicionalmente las
leyes de su país natal, pues, si se remontaran hasta los principios que les han dado origen,
Al respecto de la fuerza destructiva de la raison privée y de la oposición entre dichas “tendenze
disgregatrici” y los endebles pilares de la autoridad soberana, véase Domenico Taranto, Pirronismo ed
assolutismo nella Francia del ‘600, Milán, Franco Angeli, 1994, p.32 y ss.
758
Al respecto, Brahami sugiere la tesis según la cual es sólo gracias a “la potencia constitutiva de las costumbre,
por la cual el animal humano accede a la forma de la humanidad”. Frédéric Brahami, “Des Esquisses aux Essais,
l’enjeu d’une rupture”, en Pierre-François Moreau, Le scepticisme au XVIe et au XVIIe siècle, Paris, Albin
Michel, 2001, p.129.
759
Para profundizar en esta cuestión, puede verse nuestro artículo “En el camino de la contingencia. Montaigne
y el fundamento místico de la ley”, Revista Tópicos, número 27, julio 2014, pp.62-84.
760
Como bien se ha señalado: “La convivencia en Montaigne de un conservadurismo político y jurídico, y de
una feroz crítica de las leyes, de las costumbres, y del poder tiránico no deja de fascinar.” Ulrich Langer,
“Justice légale, diversité et changement des lois: de la tradition aristotélicienne à Montaigne”, en Bulletin de la
Société des Amis de Montaigne, Janvier-Juin 2001, n° 21-22, p. 223.
761
“c| Es mucho mejor para nosotros dejarnos llevar sin inquisición por el orden del mundo. El alma libre de
prejuicios se ha acercado extraordinariamente a la tranquilidad. Quienes juzgan y examinan a sus jueces nunca
se someten a ellos como es debido. ¡Hasta qué punto, tanto en las leyes religiosas como en las políticas, los
espíritus simples y desprovistos de curiosidad resultan más dóciles y fáciles de manejar que esos espíritus
vigilantes y pedagogos de las causas divinas y humanas!” Los ensayos. II, 12, p.743.
762
Bien lo ha entendido Michael Oakeshott: “La costumbre es soberana en la vida; es una segunda naturaleza,
no menos poderosa. Y esto, lejos de ser deplorable, es indispensable, porque el hombre está compuesto de
contrarios de tal modo que, para realizar de continuo sus actividades o para gozar de alguna tranquilidad entre
sus semejantes, requiere el apoyo de una regla a obedecer. Pero la virtud de las reglas no es sólo que sean
‘justas’, sino que estén establecidas”. La política de la fe y la política del escepticismo, México, Fondo de Cultura
Económica, 1998, p.110.
763
Los ensayos. I, 22, p.141.
757
221
terminarán por encontrarse con un acto de decisión -tan accidental como injustificado- que
poco o nada tiene que ver con la justicia764. Y ello, al menos para el común de los seres
humanos, lejos de presentarse como un acto liberador, no provocará otra sensación que el
desasosiego765.
Pero existe otro motivo, sin el cual el anterior resultaría quizás paradójico: los
humanos son seres inconstantes; su condición ontológica -al igual que la del cosmos- es
demasiado frágil y variable como para sostenerse por sí misma766. “b| El mundo no es más
que un perpetuo vaivén”767 en el que todo se tambalea sin descanso, y la costumbre, aunque
en muchas ocasiones pueda presentarse como una “maestra violenta y traidora”768, es,
quizás, la única herramienta real de la que ser humano dispone para ponerse a resguardo de
un rodar incesante. Rehusar las invenciones y sostenerse en las costumbres, siendo a la vez
prudentes y moderados en la obediencia que se les guarda, parece ser el único antídoto
eficaz contra la fortuna, la que ahora se presenta como la verdadera “reina y emperatriz del
mundo”769. Como señala el historiador Nicolás Le Roux:
Inmersos en un mundo en constante movimiento, víctimas indefensas de peligros
insuperables, los seres humanos deben esforzarse por mantener la resolución y la prudencia.
Debido a que el verdadero motor del mundo sublunar es la fortuna, el deber ordena
mantenerse firmes ante la adversidad y actuar en conformidad. Debemos escapar de la
novedad en muchas áreas, afirma Montaigne… Esto es particularmente cierto en el campo
religioso, donde la unidad confesional y la defensa de prescripciones de la Iglesia garantizan
de hecho el orden civil770.
Haciendo alusión al riesgo que implica el remontarse hasta el origen de las normas, Montaigne afirma: “a|
Las leyes adquieren su autoridad del dominio y el uso; es peligroso hacerlas remontar a su nacimiento: se
engrosan y ennoblecen a medida que avanzan, como nuestros ríos. Si las sigues hacia arriba hasta la fuente, no
hay más que un pequeño manantial de agua apenas reconocible, se enorgullece y fortifica al envejecer”. Los
ensayos. II, 12, p.879
765
En efecto, de acuerdo de nuestra lectura de Montaigne, el único capaz de afrontar con mesura y tranquilidad
ese desafío es el hombre de entendimiento. Véase Ensayos, I, 22, pp.141-144
766
Como lo sugiere Montaigne hacia el final de la Apologie: “a| Al cabo, ni nuestro ser ni el de los objetos posee
ninguna existencia constante. Nosotros y nuestro juicio, y todas las cosas mortales, fluimos y rodamos
incesantemente. Por lo tanto, nada cierto puede establecerse del uno al otro, siendo así que tanto el que juzga
como lo juzgado están en continua mutación y movimiento”. Los ensayos. II, 12, p.909
767
Los ensayos. III, 2, p.1201.
768
Los ensayos. I, 22, p.127.
769
“[Montaigne] no es un utopista. En política, lo mismo que en religión, tenía un sentido muy agudo de los
límites de la razón humana. Como Maquiavelo, era consciente de la importancia de lo incalculable en los
negocios humanos: fuerza que ambos describían como fortuna”. Peter Burke, Op.cit, p. 46. El subrayado es del
original. Al respecto, tan sólo bastaría con recordar, entre otros, el capítulo I del libro I: “Puede lograrse el
mismo fin con distintos medios”, el 23 del libro I: “Resultados distintos de una misma decisión”, o el 33 del
mismo libro: “La fortuna se encuentra a menudo con el curso de la razón”.
770
Nicolas Le Roux, Op.cit., p.230.
764
222
Es desde allí que Montaigne realiza la crítica a la novedad de la Reforma; no en
virtud del celo religioso, ni a partir de las imprevisibles consecuencias teológicas que esa
renovación podía implicar, sino, según entendemos, principalmente perturbado por los
trágicos efectos políticos y sociales que ha engendrado y conlleva. Tal como ha señalado
Quentin Skinner, Montaigne no denuncia a los hugonotes por los vicios que pueden
fecundar con sus novedosas creencias, ni se opone a ellos por considerarlos corruptos en
términos morales o religiosos, sino porque entiende que las primicias que tienen para
ofrecer al mundo no serán bien recibidas, ni traerán como consecuencia la paz y la
concordia entre los ciudadanos franceses771. En efecto, según lo que indican -a nuestros
ojos- los pasajes aquí citados, Montaigne considera a la Reforma como una fuerza política
potencialmente destructiva, e igualmente peligrosa: la guerra despezada Francia ante sus
ojos; es una “b| verdadera escuela de traición, de inhumanidad y de bandidaje”772, el “a| arte
de destruirnos y matarnos mutuamente, de arruinar y echar a perder nuestra propia
especie”773, una fatal calamidad que corroe internamente a su país natal. Es por tal motivo
que le opone toda la elocuencia de su pluma, y es ése el contexto en el que nos dice lo que
sigue:
b| La novedad me hastía, sea cual sea su rostro, y tengo razón, pues he visto algunas de
efectos muy perniciosos. La que nos acosa desde hace tantos años no lo ha desencadenado
todo, pero puede decirse con verosimilitud que lo ha producido y engendrado todo por
accidente: incluso los males y estragos que se infringen después sin ella y en contra de ella…
Una vez dislocada y disuelta por ella la ligazón y contextura de esta monarquía, y de este
gran edificio, en especial en su vejez, deja paso y vía libre a tales daños774.
Los hugonotes resultan, según esta mirada de Montaigne, los culpables iniciales de
dislocar y disolver la ligazón, provocando de las guerras civiles de religión que acosan a su
país. Ellos, en muy alta estima de sí mismos, e incurriendo en el vicio de la presunción, han
intentado trastocar el orden que se asentabaen cientos de años de tradición, y lo único que
“Además de todo, no puede dudarse de que Montaigne creyera muy firmemente en la necesidad de
mantener la uniformidad religiosa y tradicionales observancias religiosas, y ello pese a que permaneció opuesto
a toda clase de persecución, sin denunciar nunca a los hugonotes por sus creencias, sino tan sólo por las
consecuencias sociales de sus intentos de imponerlas a los demás.” Quentin Skinner, Los fundamentos del
pensamiento político moderno. II. La Reforma, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p.288.
772
Los ensayos. II, 17, p.999.
773
Los ensayos. II, 12, p.689.
774
Los ensayos. I, 22, p.145. Más allá de esta clara crítica a los iniciadores de la Reforma, resulta muy importante
resaltar que Montaigne no presenta menos reparos para criticar agudamente a quienes, como los integrantes de
la Liga Católica, han devuelto mal por mal, agudizando la crisis política: “c| Pero si los que inventan son más
dañinos, los imitadores son más viciosos cuando se entregan a ejemplos cuyo horror y maldad han conocido y
castigado… b| De esta fuente primera y fecunda, toda clase de nuevo desenfreno saca felizmente imágenes y
patrones con que turbar nuestro Estado”. Los ensayos. I, 22, p.146.
771
223
han conseguido ha sido perturbar por completo la paz civil, introduciendo en el seno
mismo de la comunidad un sinfín de controversias775. Prescribiendo un purgante
equivocado, o de poca eficacia, no han logrado sino que el cuerpo del Estado se resienta
por completo, no pudiendo evacuar los humores perniciosos que lo enferman776. En dicho
contexto, concluye un Montaigne más bien cercano a personajes como Michel de
L´Hôpital o Jean Bodin777, si la religión cristiana posee una gran utilidad, la posee en
términos políticos, pues no ofrece otro beneficio comparable al de recomendar a sus
adeptos la obediencia al soberano y el acatamiento de lo que dictan las leyes del país en el
que se habita: “b| La religión cristiana posee todos los signos de una suma justicia y
utilidad; pero ninguno más manifiesto que la estricta recomendación de obedecer al
magistrado y conservar los Estados”778.
Los protestantes, como ya hemos dicho, han transgredido las barreras del legítimo
uso de la razón, intentando someter a sus fantasías privadas las leyes del Estado y las leyes
de Dios779. Calvino y los suyos no han hecho otra cosa que sacrificar el modesto pero
sumamente necesario orden civil en aras de una verdad superior, la cual difícilmente pueda
encontrar en los hechos la misma legitimidad o el mismo provecho general780. En este
sentido, según concluye Montaigne, existe una gran diferencia entre la actitud de quienes
siguen de manera sosegada las leyes y las costumbres del país en el que habitan, y la de
aquellos que, no contentos con el orden recibido, han pretendido someter a su propio
juicio particular y privado las proposiciones de la ley, que atañen al bien público. Mientras
“b| Además, para decirlo francamente, me parece que tiene mucho de amor propio y de presunción estimar
las opiniones de uno hasta el extremo de que, para establecerlas, haya que trastornar la paz pública e introducir
tanto males inevitables y una corrupción tan horrible de las costumbres como la que acarrean las guerras civiles
y los cambios de Estado en asuntos de tal importancia.” Los ensayos, I, 22, pp.146-147.
776
“b| Ocurre con la suya como con otras medicinas débiles y mal aplicadas: los humores que pretendían
purgarnos, los han irritado, exasperando y agriando el conflicto, y además se nos ha quedado dentro del
cuerpo. No ha sido capaz de purgarnos, a causa de su debilidad, y, entretanto, nos ha debilitado, de suerte que
tampoco podemos evacuarla, y su acción no nos procura sino dolores prolongados e internos”. Los ensayos. I,
22, pp.149-150.
777
Como ya hemos indicado, Bodin y L’Hôpital han sido reconocidos como dos de los máximos
representantes de la solución politique. Al respecto, coincidimos con la siguiente afirmación de Horkheimer:
“Su postura [es decir, la de Montaigne] en lo tocante a las cuestiones generales coincide con la del partido de los
políticos, que consideraban peligroso cambiar la religión católica del Estado por el protestantismo del fanático
Calvino, pero que tampoco querían aliarse con la retrógrada España”. Max Horkheimer, Op.cit., p.145.
778
Los ensayos, I, 22, p.147. Es Jordi Bayod quien sugiere la tesis que aquí sostenemos, al señalar que este pasaje
bien podría ser entendido como una supeditación de las creencias religiosas a las necesidades políticas de la
época. Más aún, Bayod apunta que el propio Montaigne parece hacer alusión al capítulo 4 de la carta a los
Gálatas, donde es el mismo Cristo quien habría aceptado y respetado dicha subordinación de la religión a la
política.
779
“b| Me parece muy injusto querer someter las constituciones y costumbres públicas e inmóviles a la
inestabilidad de una fantasía privada -la razón privada posee tan sólo jurisdicción privada-, e intentar con la
leyes divinas lo que ningún Estado soportaría que se hiciera con las civiles.” Los ensayos. I, 22, pp.148-149.
780
“Sacrificar el modesto orden de una sociedad es aras de la unidad moral o la “verdad” (religiosa o secular)
equivale a sacrificar por una quimera lo que todos necesitan.” Michael Oakeshott, Op.cit., pp.110-111.
775
224
unos muestran simplicidad y modestia, los otros no hacen sino encarnar los vicios más
detestables del ser humano: la presunción, la vanidad, la pretensión de saber781.
3.2. La tercera posición: un catolicismo sin dogma
Como hemos visto, “Montaigne no era un católico corriente”782. Más allá de la profesión de
fe católica que añadirá a sus escritos luego de la censura que realizaran los ministros del
Sacro Palazzo a la primera edición de los Ensayos783, las críticas que esgrimirá contra las
prácticas intolerantes asumidas por muchos de los dignatarios más encumbrados de la fe de
Roma pueden darnos una pista para entender esa extrañeza784. Y todo lo dicho aquí en
relación con la posición politique que asumirá frente a la Reforma, no persigue otro
objetivo que el de contribuir a develar ese misterio.
Según nuestra tesis, la actitud que Montaigne asume ante la crisis política
provocada por los hugonotes -y,como corolario general, su propia posición frentea las
creencias religiosas- no puede ser comprendida en toda su dimensión sin tener presente sus
simpatías por el escepticismo antiguo785. De hecho, postulamos que la recepción de las
781
“b| Hay una gran diferencia entre la causa de quien sigue las formas y las leyes de su país, y la de quien
intenta dominarlas y cambiarlas. Aquél alega como excusa la simplicidad, la obediencia y el ejemplo; haga lo
que haga, no puede ser malicia; es, a lo sumo, infortunio… El otro toma una opción mucho más ruda, pues
quien se dedica a elegir y a cambiar, usurpa la autoridad de juzgar, y ha de jactarse de ver la falta de aquello que
desecha y el bien de aquello que introduce.” Los ensayos. I, 22, p.148.
782
Peter Burke, Op.cit., p.33.
783
Hela aquí: “a2| Yo propongo fantasías informes e indecisas, como hacen quienes publican cuestiones
dudosas para debatirlas en las escuelas: no con objeto de establecer la verdad, sino para buscarla. Y las someto
al juicio de aquellos a quienes atañe regir no sólo mis acciones y mis escritos sino también mis pensamientos.
Tan aceptable y útil me resultará la condena como la aprobación. c| Y considero absurda e impía cualquier cosa
que se encuentre ignorante e inadvertidamente contenida en esta rapsodia que sea contraria a las santas
resoluciones y prescripciones de la Iglesia católica, apostólica y romana, en la cual muero y en la cual nací. a2|
Y, sin embargo, remitiéndome siempre a la autoridad de su censura, que lo puede todo sobre mí, me inmiscuyo
a la ligera en toda suerte de asunto, como lo hago aquí”. Los ensayos, I, 56, pp.457-458.
784
En efecto, Edwin Curley ha indicado al menos seis razones que nos podrían ayudar a comprender de qué
modo el perigordino rehusaba una sumisión total a los dogmas de la Iglesia Católica: en primer lugar, su
desaprobación del castigo de las brujas, al no poder convencerse de la existencia de un ser humano que
poseyera dotes sobrenaturales; en segundo lugar, su crítica -retomada más tarde por David Hume- a la
existencia de los milagros; tercero, su dura reprensión a la conquista del nuevo continente y la evangelización
forzada de sus habitantes nativos; cuarto, el espanto que le ocasiona la persecución, por parte del rey Manuel I,
de los judíos portugueses (entre los que, posiblemente, se hallaban algunos de sus antepasados maternos);
quinto, sus argumentos en contra de la tortura, ya sea utilizada como método de investigación judicial o como
método de castigo; por último, su elogio a Juliano, emperador romano denostado como apóstata por la Iglesia
de Roma. Edwin Curley, Op.cit, p.25. Podría agregarse uno más, y de no poca consideración: la utilización del
sustantivo fortune, en lugar de “Divina Providencia”, para referirse al devenir del Cosmos. Éste último,
señalado por los censores como un elemento a enmendar, jamás fue corregido por Montaigne. Serán todas esas
divergencias las que provocarán que los Essais sean introducidos en el Index Librorum Prohibitorum el 28 de
enero de 1676.
785
Coincidimos en este punto con Peter Burke: “El problema de las dudas de Montaigne y del alcance de las
mismas es, por supuesto, crucial para la interpretación de su pensamiento. Nuestra interpretación de sus
actitudes religiosas y políticas depende necesariamente de nuestra respuesta a dicha cuestión”. Op.cit., p.29.
225
Hipotiposis Pirrónicas de Sexto Empírico786 es un ingrediente insoslayable a la hora de
intentar brindar una interpretación de la posición asumida por el ensayista ante al cisma,
posición que, como vimos, puede ser comprendida como una posición política -o
teológico-política787- en tanto y en cuanto las convicciones religiosas puestas en jaque por
los protestantes forman parte, según la mirada de Montaigne, de un cúmulo de creencias y
leyes heredadas. Estas leyes y creencias no poseen otro objetivo que sostener el orden y la
cohesión de un sistema de organización social determinado, el cual, a su vez, no pertenece
más que a un momento histórico particular y a un sitio específico. Según nuestra clave de
abordaje, entonces, sugerimos un Montaigne que podría ser situado en las cercanías del
Maquiavelo de los Discursos788, o del politique Jean Bodin789; un Montaigne que habría
sentido simpatías por el pirronismo, no ya -o no tan sólo- como un posible camino hacia la
fe790, sino principalmente por sus bondades civiles, políticas y sociales.
En tal sentido, apoyándonos en la interpretación esbozada hace ya algún tiempo
por Craig Brush, podemos afirmar que los argumentos presentados en el capítulo al que
786
Redactado -según las conjeturas más probables- en la segunda mitad del II d.C., este compendio de
escepticismo titulado Hipotiposis Pirrónicas, será reeditado en el año 1562 por Henri Estienne, provocando un
enorme impacto en la cultura y en la filosofía del Renacimiento. Para considerar la historia de dicha edición,
véase el excelente y detallado trabajo de Luciano Floridi: Sextus Empiricus. The Transmission and Recovery of
Pyrrhonism, Oxford, Oxford University Press, 2002. Para tener un panorama general del influjo del
escepticismo en la historia de la filosofía renacentista y moderna, véase el estudio de Richard Popkin al que ya
hemos referido.
787
Hacemos aquí una clara alusión a Spinoza, y en particular a su Tratado teológico-político, donde
como hemos visto en nuestra Introducción- el autor sostiene como una de sus tesis principales el origen
histórico de las normas legales que sostienen en pie a la religión, y en donde entiende que Moisés, antes que un
ser divinamente inspirado, fue un rey y un legislador. En tal sentido, al igual que los demás líderes religiosos,
Moisés no es más que un líder político.
788
Al respecto, véase Nicolás Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, I, 12-13.
789
Definido del siguiente modo por Carl Schmitt: “Cuando en el Siglo XVI se rompe la unidad eclesiástica de
Europa occidental, y la unidad política queda destruida por guerras civiles entre las diversas confesiones
cristianas, en Francia se da el nombre de politiques justamente a aquellos juristas que en la guerra fratricida
entre los partidos religiosos se había puesto de parte del Estado como unidad neutral y superior. Jean Bodin, el
padre del derecho europeo internacional y del Estado, fue uno de estos típicos políticos del momento”. El
concepto de lo político, Madrid, Alianza, p.40.
790
La tesis que propone Richard Popkin en su Historia del escepticismo, hemos dicho, es que la respuesta de
Montaigne a las objeciones realizadas a la Theologia naturalis de Ramón Sibiuda sirven al perigordino para
realizar una “defensa de una nueva forma de fideísmo: el pirronismo católico” (p.84). Cabe destacar que, con
nuestra interpretación, no buscarnos confrontar directamente con la posición de Popkin, sino sugerir otra
lectura posible de algunos pasajes de la obra del ensayista. Sabemos muy bien que Popkin cuenta con una
innumerable cantidad de pruebas textuales que avalan su interpretación, pero creemos entender que otras
tantas, o al menos las suficientes, pueden ser alegadas a nuestro favor. Claro está, por otra parte, que diferimos
en las supuestas motivaciones que Montaigne habría tenido -o en los resultados que habría buscado alcanzarechando mano del pirronismo, pues mientras que aquel autor sugiere motivos relacionados con el aspecto
religioso, nosotros proponemos motivos más estrechamente ligados con una posición política, o teológicopolítica, según los términos arriba explicitados. En este sentido, quizás, en favor de nuestra interpretación, o
por su cercanía con ella, deberíamos tener en cuenta la distinción que realiza TerencePenelhum en su God and
Skepticism, entre dos tipos diferentes de fideísmo (el conformista, por un lado; el evangélico, por otro),
situando a Montaigne dentro del primer grupo, es decir, entre aquellos autores que optan por mantenerse en el
cristianismo simplemente por motivos sociales, haciendo de la fe católica una simple profesión civil, y sin
intentar, como Pascal o Kierkegaard, claros representantes del segundo grupo, superar las dudas pirrónicas en
una apasionada rendición de toda su individualidad a las verdades sobrenaturales.
226
hemos dedicado casi todo nuestro análisis resultan compatibles con este recurso de
Montaigne a los elementos que el pirronismo le provee. Es bajo estas circunstancias, y
frente a la presunción de los protestantes, que el ensayista no sólo reconoce la falibilidad de
la razón humana para alcanzar la verdad, o para establecer normas de conductas fiables o
duraderas -y menos aún de carácter universal-, sino que también acata los sabios consejos
prácticos que esta particular escuela antigua nos ha legado791. Así, conociendo muy bien las
prescripciones de orientación vital que Sexto Empírico
señaló en sus Hipotiposis
pirrónicas792, y, en particular, aquel tercer precepto que indica a los pirrónicos guiar sus
acciones de acuerdo con las leyes y costumbres de la sociedad en la que les ha tocado vivir,
absteniéndose de emitir juicios afirmativos o negativos acerca de su validez793, Montaigne
parece optar, sin dogmatismo, por esta posición filosófico-política o político-religiosa794.
Habiendo llegado a la conclusión -al igual que los escépticos antiguos, y más aún luego del
descubrimiento del Nuevo Mundo- de que el orbe terrestre es infinitamente diverso en
materia de usos y costumbres, y que la religión forma parte de ese conjunto de principios
que hacen a nuestra propia y particular herencia, Montaigne se dispone a seguir el consejo
de Sexto: suspende el juicio y se atiene a lo dado795. Sabe, pues él mismo lo afirma en las
páginas iniciales de su “Apología de Ramón Sibiuda”, que “b| somos cristianos por la
“El análisis de este breve ensayo [es decir, de I.22] muestra que incluso en sus primeros períodos Montaigne
ya había abandonado el dogmatismo racionalista en materia de fe o acerca del orden sobrenatural, y había
desarrollado una actitud pirrónica plenamente consciente y madura, asumiendo tanto sus consecuencias
intelectuales como prácticas”. Craig Brush, Montaigne and Bayle.Variations on the theme of skepticism, The
Hague, Martinus Nijhoff, 1965, p.47. La traducción es nuestra.
792
“De este modo, dando crédito a las apariencias según la observación vital, vivimos sin dogmatizar, ya que no
podemos quedar completamente inactivos. Parece, sin embargo, que esta observación vital es cuádruple y que
una parte descansa en la guía de la naturaleza, otra en la compulsión de las sensaciones, otra en la tradición de
las leyes y las costumbres y otra en la instrucción de las artes. En virtud de la guía de la naturaleza somos
naturalmente capaces de sensación y conocimiento; por la compulsión de las sensaciones, el hambre nos dirige
a la comida y la sed a la bebida; por la tradición de las leyes y las costumbres, consideramos la piedad en la vida
como buena y la impiedad como mala; finalmente, gracias a la instrucción de las artes no somos incompetentes
en aquellas artes que cultivamos. Todo lo cual decimos sin dogmatizar.” Sexto Empírico, Hipotiposis
Pirrónicas, Madrid, Akal/Clásica, 1996, I, 11, 23-24.
793
Es el propio Montaigne quien en su Apología nos indica que conoce muy bien las prescripciones prácticas de
los pirrónicos: “a| En cuanto a las acciones de la vida, [los pirrónicos] se atienen a la forma común. Ceden y se
acomodan a las inclinaciones naturales, al impulso y a la coacción de las pasiones, a las constituciones de las
leyes y las costumbres y a la tradición de las artes… Dejan que tales cosas guíen sus acciones comunes, sin
opinar ni juzgar”. Los ensayos. II, 12, p.742.
794
Así lo señala Brush: “Montaigne, casi instintivamente, postula que lo mejor que puede hacer es seguir la
tradición, ya sea en las costumbres, en la ley, o en la religión; y, como afirma más tarde, tanto las doctrinas
filosóficas como las cristianas acuerdan en el apoyo a la obediencia de la tradición, no necesariamente porque la
tradición sea mejor, sino simplemente porque no es peor que cualquier otra posibilidad, y porque el cambio, de
cualquier forma, es probable que conlleve consecuencias imprevistas”. Craig Brush, Op.cit., p.47.
795
En la conclusión de un largo pasaje en el que recorre las más variadas costumbres en relación con la religión,
Sexto Empírico señala: “De este modo, el escéptico, viendo tanta divergencia en los usos, suspende el juicio
acerca de haya algo bueno o malo por naturaleza, o de que algo se deba o no practicar absolutamente, con lo
que se aleja de la irreflexión dogmática; por el contrario, sigue de modo no dogmático la observación de la vida
cotidiana, y, por tanto, queda impasible en lo opinable y modera sus afectos en lo necesario”. HP, III, 24, 235.
791
227
misma razón que somos perigordinos o alemanes”796, y que la religión no nos ata sino con
lazos humanos, pues no la acogemos sino a nuestro modo, y no por más razones que por
haber nacido en el país en el que tradicionalmente se le rendía culto.
a| Todo esto es signo muy evidente de que no acogemos nuestra religión sino a nuestra
manera y con nuestras manos, y no de otro modo que como se acogen las demás religiones.
Nos hemos encontrado en el país donde se practicaba, o nos fijamos en su antigüedad o en
la autoridad de los hombres que la han defendido, o tememos la amenaza que dedica a los
incrédulos, o seguimos sus promesas… Son lazos humanos. Otra región, otros testigos,
similares promesas y amenazas podrían imprimirnos por la misma vía una creencia
contraria797.
“Todas las religiones -afirma Philippe Desan a propósito de este pasaje- funcionan
de la misma manera. Ellas se imponen a partir de prácticas culturales específicas. Ellas nos
son dadas”798. La religión, al igual que las demás normas y disposiciones legales, y del
mismo modo que nuestros hábitos y costumbres, forma parte de nuestra herencia. Y
renunciar a ella, a ese único y tan endeble punto de sostén, implica, sin más, el riesgo de
caer nuevamente en las garras de la fortuna, o en el delirio de las elucubraciones que el
entendimiento humano es capaz de elaborar cuando queda librado a sí mismo. Desde esa
perspectiva, incapaz de encontrar un criterio racional para elegir entre los distintos
argumentos religiosos, y desconfiando de las fuerzas humanas para alcanzar alguna certeza
en este terreno, Montaigne sigue el consejo de los pirrónicos: decide mantenerse firme -al
menos en cuanto a la forma exterior- en el seno del catolicismo, es decir, en aquella religión
que la fortuna ha tenido a bien otorgarle.
a| Porque sea cual fuere la verosimilitud de la novedad, no soy dado a cambiar, por mi
temor a perder con el cambio. Y puesto que no soy capaz de elegir, asumo la elección ajena
y me mantengo en la posición que Dios me ha asignado. Si no lo hiciera así, no podría
abstenerme de rodar incesantemente. a2| De esta manera, me he mantenido, por la gracia de
Dios, íntegro, sin agitación ni turbación de conciencia, en las antiguas creencias de nuestra
religión a través de todas las sectas y divisiones que nuestro siglo ha producido799.
Los ensayos. II, 12, p.640.
Los ensayos. II, 12, p.640.
798
Philippe Desan, “Le libertinage des Essais”, Montaigne Studies, Volume XIX, Number 1-2: “Les libertins et
Montaigne”, Chicago, The University of Chicago, 2007, p.25. La traducción es nuestra.
799
Los ensayos. II, 12, p.854. Si bien es cierto que Montaigne refiere aquí a Dios, y no a la fortuna, como aquel
que ha optado por él, situándolo en un lugar y en un tiempo determinado, no podemos olvidar tampoco la
famosa objeción de los censores romanos nunca enmendada.
796
797
228
Las leyes, nos sugiere Montaigne, no adquieren su legitimidad por su similitud con
el ideal de la justicia: no deben su crédito al hecho de ser justas, sino simplemente al hecho
de haber sido establecidas800. Todo orden público, sea el que fuere, se sostiene sobre estas
“ficciones legítimas”801, pues son esas leyes y esas costumbres (entre ellas, las leyes y
costumbres religiosas) las únicas herramientas de las que disponen los seres humanos para
atenazar los desvaríos de su errante espíritu. En efecto, es en el marco de todas estas
consideraciones, y dirigiéndose directamente a Margarita de Valois, aquella misma que
probablemente había encargado a Montaigne la redacción de una apología de Sibiuda802,
que el ensayista realiza esta extensa afirmación:
a| Os aconsejo, en vuestras opiniones y razonamientos, así como en vuestra conducta, y en
todo lo demás, moderación y templanza, y que rehuyáis la novedad y la extrañeza. […]
Decía Epicuro de las leyes que las peores nos eran tan necesarias que, sin ellas, los hombres
se devorarían entre sí. c| Y Platón prueba que sin leyes viviríamos como animales. a|
Nuestro espíritu es un instrumento errabundo, peligroso y temerario; es difícil añadirle
orden y mesura. Y en estos tiempos vemos a los que poseen alguna singular excelencia por
encima de los demás y alguna vivacidad extraordinaria, desbordados, casi todos, en la
“b| Ahora bien, las leyes mantienen su crédito no porque sean justas, sino porque son leyes. Éste es el
fundamento místico de su autoridad; no tienen otro… Quien las obedezca porque son justas, no las obedece
justamente por el motivo correcto.” Los ensayos. III, 13, pp.1601-1602
801
“b| Y aun nuestro derecho tiene, según dicen, ficciones legítimas sobre las que funda la verdad de su
justicia”. Los ensayos. II, 12, p.799.
802
Luego de haberse casado con Enrique de Navarra, y luego de que éste lograra escapar, en 1576, de la corte
parisina -donde se hallaba cautivo luego de la noche de san Bartolomé- para abrazar nuevamente la fe
calvinista, Margarita logrará reunirse con su marido en septiembre de 1578, en la ciudad de Burdeos. Instalada
ya en la zona de la Aquitania, la reina convertirá a su corte de Nérac (en donde permanecerá hasta 1582) en un
notable centro cultural, y, en febrero de 1579, participará activamente de una conferencia política en la que
enfrentarán católicos y protestantes. Ante esta particular situación, y habiendo leído la traducción de La
Théologie naturelle de Sibiuda realizada por Montaigne en 1569, la princesa parece haber solicitado a nuestro
ensayista -asiduo concurrente de la corte de Nérac, y gentilhombre de la cámara del rey de Navarra desde
1577-, que le proveyera de su socorro para enfrentar a los teólogos calvinistas; a lo que Montaigne responderá
con su “Apología”. En efecto, los estudiosos contemporáneos han solido identificar al siguiente pasaje como
una evidencia más en favor de esta historia: “a| Vos, por quien me he esforzado en extender un cuerpo tan largo
en contra de mi costumbre, no rehusaréis defender a vuestro Sibiuda mediante la forma ordinaria de
argumentar según la cual os instruyen todos los días, y ejercitaréis con ello vuestro ingenio y vuestro estudio.
Este último recurso de esgrima [es decir, el del pirronismo] no debe ser empleado, en efecto, sino como un
remedio extremo. Es un golpe desesperado, en el cual debéis abandonar vuestras armas para hacer que vuestro
adversario pierda las suyas, y un recurso secreto, del que uno debe valerse rara y reservadamente”. Los ensayos,
II, 12, pp.834-835. En tal sentido, cabe señalar que la tradición que sostiene que la “Apología” está dirigida a
Margarita es relativamente reciente en el campo de los estudios montaigneanos. Es Amaury Duval, encargado
de una edición de los Ensayos realizada en 1827, quien afirma que el “Vos” del pasaje que hemos citado refiere
a la princesa, y se basa para en un ejemplar de los Essaisque contenía una anotación de Pierre-Charles Jamet,
bibliófilo del siglo XVIII, quien dice haber conocido la identidad de la destinaria a través de Hilarion de Coste
en persona, primer biógrafo y contemporáneo de los últimos años de Margarita, fallecida en 1615. Este hecho
es relatado en por Joseph Coppin (Montaigne traducteur de Raymond Sébond, Lille, Morel, 1925), estudioso
de Montaigne que identifica en las Mémoires de la princesa un pasaje en el que Margarita probablemente
refiere, y con gran entusiasmo, al Libro de las criaturas de Sibiuda. Para profundizar en las razones políticas,
religiosas y filosóficas de este posible encargo, puede consultarse el excelente artículo de José Raimundo Maia
Neto: “O contexto religioso-político da contraposição entre pirronismo e academia na «Apologia de Raymond
Sebond»”, Kriterion, Belo Horizonte, 126, 2012, pp.351-374.
800
229
licencia de opiniones y comportamientos. Es un milagro encontrar a alguno sereno y
sociable. Con razón se le ponen al espíritu humano las barreras más estrictas que se puede.
En el estudio, como en lo demás, hay que contarle y ordenarle los pasos, hay que
adjudicarle por medio del arte los límites de su caza. a2| Se le refrena y atenaza mediante
religiones, leyes, costumbres, ciencia, preceptos, penas y recompensas mortales e
inmortales; aun así, vemos que, por su volubilidad y disolución, escapa a todos esos lazos.
Es un cuerpo vano, que no tiene por donde ser aferrado ni dirigido; un cuerpo vario y
disforme, en el que no puede establecerse nudo ni asidero… b| El espíritu es una espada
temible para su mismo poseedor si uno no sabe armarse con ella de manera recta y juiciosa.
c| Y no hay animal al que con mayor justicia haya que poner anteojeras para mantenerle la
vista sujeta y fija hacia adelante, y para evitar que se extravíe a un lado u otro fuera de los
carriles que el uso y las leyes le trazan. a| Por tanto, será mejor que os ciñáis al camino
acostumbrado, sea el que fuere, que emprender el vuelo a esta licencia desenfrenada.803
Es por ese motivo, y no por otro, que Montaigne se aleja de la Reforma. Es por
esto mismo que siente hastío por las novedades, sugiriendo a Margarita actuar con mesura
y moderación. Es por eso que afirma, no sin cierto alivio, que las leyes le han hecho un
gran favor al elegirle amo y partido804. Es por eso que sostiene que la mejor condición
política -o teológico-política- para cada estado es aquella en la cual dicha nación se ha
sostenido sin turbaciones a lo largo del tiempo805. Es por eso mismo que, de acuerdo con la
interpretación que aquí hemos intentado defender, Montaigne parece recurrir al
pirronismo a fin de utilizarlo como una herramienta política. El pirronismo, en efecto,
había mostrado que las leyes y costumbres no tenían sino un valor convencional y, al
mismo tiempo, que toda búsqueda en relación con el valor de verdad de esas convenciones
debe conducir a los individuos a una disputa sin otro final razonable que la suspensión de
juicio.
Por todo ello, pese al horror que le provocan las feroces conductas de algunos de
los miembros de su propio partido, y a partir de las consecuencias inconvenientes que ha
visto en las innovaciones reformistas, Montaigne intentará sostener públicamente una
tercera posición. Siguiendo el criterio de observación vital de los pirrónicos, vivirá sin
Los ensayos. II, 12, pp.836-837.
“b| Las leyes me han ahorrado un gran trabajo; me han elegido partido y me han otorgado un amo.
Cualquier otra superioridad y obligación debe ser relativa a ésta, y someterse a sus límites… La voluntad y los
deseos tienen su ley en sí mismos; las acciones han de recibirla del ordenamiento público”. Los ensayos. III, 1,
p.1187.
805
“b| No por opinión sino en verdad el Estado excelente y mejor es para cada nación aquel bajo el cual se ha
mantenido. Su forma y su ventaja esencial dependen del uso. Nos disgustamos fácilmente de la situación
presente. Pero considero, sin embargo, que desear el gobierno de unos pocos en un Estado popular, o en la
monarquía otra especie de gobierno, es vicio y locura”. Los ensayos. III, 9, p.1426.
803
804
230
dogmatizar, guiando su conducta por la tradición de leyes y costumbres heredadas. No
será güelfo ni gibelino; ni hugonote ni papista. Será un católico escéptico; o, a mejor decir,
un católico sin dogma806.
4. Un ciudadano del mundo, o la alegría de vivir con otros
L’Univers est une espece de Livre dont on n’a lû que la prémiére
page, quand on n’a vû que son Païs.
Fougeret de Monbron, Le Cosmopolite
En los capítulos 8 y 9 del libro I de su diálogo De Constantia, editado por primera vez en
medio de los conflictos confesionales europeos807, el estoico Justo Lipsio (1547-1606)
retrata dos actitudes propias de los hombres vulgares: en primer lugar, la de llorar sus
males privados como si fueran públicos; en segundo, la de despreocuparse de los males
ajenos cuando se encuentran exentos de ellos. El primero de estos comportamientos es
caracterizado por el autor como un “ambicioso fingimiento”, un fraude por medio del cual
los hombres semejan sentir un mal público con el mismo sentimiento con el que lamentan
un mal particular siendo que, en realidad, hacen exactamente lo contrario. “Lo que
realmente te atormenta es lo que traes dentro del pecho”808, señala Langio a Lipsio. Los
males públicos movilizan el ánimo de estos hombres vulgares sólo en la medida en que
pueden afectarlos en forma privada; de modo inverso, en tanto las preocupaciones y
dificultades afectan a quienes presuntamente les son ajenos, ellas los traen sin cuidado, e
incluso hasta parecen regocijarlos. Por tal motivo -indica el preceptor a su discípulo- si la
guerra civil que por ese entonces afectaba a Flandes809 hubiera tenido lugar en Etiopía o
India, dicho suceso hubiera pasado inadvertido para la inmensa mayoría de estos hombres.
¿Por qué razón? Simplemente, “porque aquella no es nuestra patria”810, responderían ellos.
Ahora bien, cuestiona nuevamente Langio, el director de conciencia de Lipsio:
Sylvia Giocanti realiza una lectura de Montaigne en la cual muestra de qué modo esta irresolución del
ensayista conduce inevitablemente hacia la increencia. He ahí el efecto intrínseco del libertinismo de los
Ensayos. Al respecto, véase Penser l’irrésolution: Montaigne, Pascal, La Mothe Le Vayer. Trois itinéraires
sceptiques. Paris, Honoré Champion, 2001.
807
El título completo de la obra es el siguiente: De Constantia Libri Duo, Qui alloquium praecipue continent in
Publicis malis (Antwerp, Plantijn, 1584).
808
Justo Lipsio, De la constancia, Sevilla, Matías Clavijo, 1616, I, VIII, p.24.
809
El conflicto al que refiere Lipsio es la famosa Guerra de los Ochenta Años, que enfrentó a las Diecisiete
Provincias de Flandes contra su hasta entonces soberano, el rey de España. La rebelión contra el monarca
hispánico comenzó en 1568 y finalizó en 1648, con la Paz de Westfalia. Su consecuencia más importante fue el
reconocimiento de la independencia de las siete Provincias Unidas, hoy conocidas como Países Bajos.
810
De la constancia, I, IX, p.27.
806
231
¿Aquellos hombres y tú no tenéis un mismo origen y una misma naturaleza? ¿No estáis
debajo de un mismo cielo, y en una misma redondez de la tierra? ¿Juzgáis por patria estos
pocos montes que ciñen estos ríos? Yerras; todo el mundo es patria, donde quiera que los
hombres nazcan de aquella celestial semilla. Pregunto uno a Sócrates de dónde era. Le
respondió directamente: de todo el mundo. Porque el ánimo grande y elevado no se
encierra en los límites puestos por la opinión, sino que todo el universo es suyo, por medio
de la imaginación y el entendimiento811.
A diferencia de los hombres vulgares, los hombres de entendimiento -siguiendo el
ejemplo de Sócrates- son capaces de librarse de los grilletes que las opiniones comunes
imponen a la libertad del juicio. Son estas almas fuertes quienes, además, supeditando el
lazo nacional al universal, contraponen su modo de ser a esta actitud municipal, siendo
capaces de sentir que el mundo entero es su patria, y todos los hombres sus compatriotas.
Es ésa la lección principal que Lipsio toma del maestro de Platón: el chauvinismo no
conduce sino a la ceguera del entendimiento, y esta ceguera, a su vez, no provoca sino el
fanatismo y la exaltación de lo propio, dando lugar a una despreocupación por -y un
menosprecio de- lo ajeno. Es esa misma lección la que Michel de Montaigne aprenderá de
Sócrates, y de su propio amigo Lipsio. En tal sentido, los Essais no sólo condensan en sus
páginas una posición política y teológica de suma cautela, sino que también pueden ser
comprendidos como un ejercicio filosófico de reconocimiento de la diversidad; como un
relato fascinante de la inmensa variedad y pluralidad de la que los hombres son capaces. Y
el Journal de voyage, a su vez, bien podría ser entendido como la puesta en práctica (a la
vez que como una confirmación) de algunas de las lecciones éticas aprendidas por nuestro
ensayista durante sus primeros diez años de reflexión y escritura. En efecto, como
pretendemos poner en claro a lo largo de este último apartado, íntegramente abocado a
analizar la experiencia del viaje, tanto en los ensayos de su juicio como en los ensayos de su
acción privada, Montaigne nunca dejará de retomar aquella primordial lección aprendida
de Sócrates: el sabio, ante todo, deberá poseer un espíritu cosmopolita, ser un ciudadano
del mundo.
Dicho esto, podemos afirmar que el camino que nos resta por recorrer es el
siguiente: en primer lugar realizaremos un repaso por los motivos que conducen a
Montaigne a emprender su huida, señalando al hastío de la situación política y al anhelo de
la alteridad como dos de sus razones principales. Luego analizaremos la importancia
811
De la constancia, I, IX, p.27
232
brindada por el ensayista a los viajes de biblioteca, para, más tarde, acompañarlo por sus
travesías por Europa. A partir de este tercer paso creemos poder mostrar con cierta
claridad en qué medida aquellas lecciones teóricas aprendidas por medio del estudio y la
reflexión pudieron ser puestas en práctica, incitando a Montaigne, además, a instrumentar
todos los medios necesarios para ser oficialmente reconocido como ciudadano de Roma. El
valor simbólico de este título honorífico será analizado en nuestra cuarta sección; luego de
la cual volveremos nuestra mirada sobre las propias lecciones pedagógicas que Montaigne
brinda a su discípulo ideal. El objetivo final de todo el recorrido es comprender de qué
modo el cosmopolitismo defendido y practicado por el ensayista adquiere, en su particular
contexto histórico e intelectual, un carácter y un valor muy notable. En efecto, el talante
universal del sabio, y el gozo desprejuiciado de la diversidad, se encuentran en las
antípodas de los principios chauvinistas y facciosos que parecen haber guiado por ese
entonces las opiniones y acciones de la inmensa mayoría de los hombres. Ese talante,
también, parece poco coincidente con el asiduo carácter conformista, o hasta conservador,
que se ha atribuido a las posiciones filosóficas de Michel de Montaigne.
4.1. Huir hacia lo ajeno, o la experiencia del viaje
Aun habiendo sido un período particularmente agitado en términos políticos y teológicos,
el siglo XVI fue también un siglo de grandiosos descubrimientos geográficos y
astronómicos. Un siglo en el cual tanto el carácter ilimitado del firmamento como la
inmensidad de nuestro propio planeta comenzarán a develarse en toda su plenitud. Un
siglo en el que, según palabras de Alexandre Koyré, el mundo dejará de ser un espacio
cerrado y definido para devenir un universo infinito812. La creciente influencia de la teoría
copernicana y los viajes transatlánticos de Colón marcarán una época, dando paso a una
verdadera revolución cultural, política y económica. Pero como toda revolución ocurrida
en la historia de la humanidad, dicho proceso provocará dos actitudes contrapuestas: por
un lado, la de los reaccionarios, es decir, la de quienes se mostrarán incapaces de superar
los prejuicios de su civilización natal y señalarán la barbarie de las costumbres diferentes a
las propias; por el otro, la de los entusiastas, esto es, la quienes contemplarán el estallido de
los límites de mundo como una posibilidad inédita de abocarse de lleno a la experiencia del
otro.
El título original de la obra de Alexandre Koyré es From the closed world to the infinite universe, y ha sido
traducido al español como Del mundo cerrado al universo infinito, Madrid, Siglo XXI, 1998.
812
233
Itinerario del viaje realizado por Michel de Montaigne (1580-1581)
234
Retomando la metáfora de Koyré, lo que intentaremos indicar en esta primera
sección es el modo particular en el que Michel de Montaigne da cuenta, a través de sus
escritos y reflexiones, de esa sensación de creciente diversidad. El espacio del mundo se
abre ante sus ojos y hace manifiesta la existencia de una inmensa cantidad de seres y
culturas, las que, a su vez, comportan distintas opiniones, hábitos ycostumbres. En tal
sentido, acordamos plenamente con Ezequiel de Olaso en cuanto afirma, a propósito del
descubrimiento de América, que Montaigne fue uno de los humanistas que experimentó
con mayor profundidad aquel acontecimiento, y, también, uno de los intelectuales que
mejor representó en sus textos este estallido de los límites del mundo y su consecuente
diversificación813. Siendo también, como hemos intentado mostrar en nuestras
consideraciones precedentes, un filósofo que supo develar con gran precisión el carácter
contingente, arbitrario y enceguecedor del hábito y la costumbre814.
Hecha esta observación general, y siguiendo las propias afirmaciones de
Montaigne, podemos identificar tres motivos que incitan la huida del ensayista hacia lo
ajeno: el primero de ellos refiere al deseo de cosas nuevas y desconocidas, al deseo de
experimentar el plaisir de la varieté815; el segundo, contracara del anterior, radica en el
hartazgo producido por aquellos hábitos y costumbres excesivamente frecuentados, es
decir, aquellas formas de ser que embotan el entendimiento y apagan el ingenio; el tercero,
por último, en el descontento que le producen los conflictos permanentes en los que se ha
visto sumida Francia luego de la Reforma iniciada por los hugonotes. Son esos motivos, sin
más, los que llevarán a intentar limar su cerebro con el del otro; los que conducirán primero a través de los librosy más tarde sobre su montura- a ensayar la alteridad.
Como ya hemos señalado varias veces, la Francia del siglo XVI -y, más en
particular, la región de la Aquitania en la que vivió durante toda su vida Montaigne- fue un
testigo dilecto de los conflictos civiles y militares ocasionados por los desacuerdos entre
católicos y protestantes816. Destacamos nuevamente este hecho, pues entendemos que el
“El descubrimiento de América produce una relativización general de las creencias de los europeos y
Montaigne es el intelectual que refleja con fuerza esa profunda experiencia histórica. Se ha debatido mucho si
Montaigne es uno de los fundadores del relativismo cultural moderno. En muchos pasajes hay buenas razones
para sostener esa hipótesis”. Ezequiel De Olaso, “El Escepticismo antiguo en la génesis y desarrollo de la
filosofía moderna”, en Ezequiel De Olaso (Comp.), Del Renacimiento a la Ilustración. Volumen I, Madrid,
Trotta, 1994, p.143.
814
Al respecto, Craig Brush señala: “Montaigne fue uno de los pensadores más importantes del Renacimiento
en reconocer la relatividad de la moralidad social en la ley, en la costumbre y en la política”. Craig Brush,
Op.cit., p.151.
815
“b| No ignoro que, si lo tomamos al pie de la letra, el placer de viajar es prueba de inquietud e irresolución.
Por otra parte, éstas son nuestras características principales y predominantes. Sí, lo confieso, no veo nada, ni
siquiera en sueños, ni con el deseo, donde pueda detenerme; sólo me satisface la variedad, y la posesión de la
diversidad, si es que me satisface alguna cosa”. Los ensayos. III, 9, p.1473.
816
“b|Las guerras civiles tienen algo peor que las demás guerras: nos ponen a todos al acecho en nuestra propia
casa. Es una situación extrema ser hostigado incluso en el propio hogar y retiro doméstico. El lugar donde
813
235
contexto histórico, político e intelectual frente al cual reaccionó nuestro ensayista tiene en
dichos acontecimientos un condimento insoslayable. En efecto, más allá de haber invertido
grandes esfuerzos para poner de manifiesto la arbitrariedad con la que sus contemporáneos
condenaban, por ejemplo, la presunta barbarie que entrañaba el canibalismo practicado
por los indígenas de la France Antarctique, y de haber reaccionado frente a este prejuicio
cultural que llevaba a sus congéneres a condenar todo aquello que les resultaba ajeno permaneciendo ciegos, además, para con sus propios vicios y crueldades817-, Montaigne
parece haber sufrido particularmente este clima de inestabilidad e intolerancia que asoló
por más de treinta años las zonas aledañas a su señorío818. En tal sentido, podríamos
afirmar que la huida del ensayista -primero de las funciones públicas hacia el interior de su
biblioteca, y luego desde su propio castillo hacia tierras lejanas y desconocidas-, y el deseo
de lo diverso, guardan una íntima relación con su incomodidad ante este acontecimiento
particular. En efecto, podríamos suponer, incluso, que lo que Montaigne observa en las
disputas teológicas y confesionales, y en las guerras civiles que ellas provocan, es la
materialización misma de la presunción humana, y de la intolerancia; el más claro signo de
barbarie, la imposibilidad de comprender y de convivir con aquel que concibe el mundo
desde una perspectiva diferente, por el simple hecho de que su parecer es producto de
resido es siempre el primero y el último en sufrir los embates de nuestros disturbios, y en él la paz nunca
presenta un semblante completo”. Los ensayos, III, 9, p.1447.
817
Una sola referencia extraída de “Los caníbales” bastará para ejemplificar esta actitud y esta crítica del
ensayista: “a| Ahora bien, me parece, para volver a mi asunto, que nada hay en esta nación [de los tupinambos]
que sea bárbaro y salvaje, por lo que me han contado, sino que cada cual llama «barbarie» a aquello a lo que no
está acostumbrado. Lo cierto es que no tenemos otro punto de mira para la verdad y para la razón que el
ejemplo y la idea de las opiniones y los usos del país donde nos encontramos. Ahí está siempre la perfecta
religión, el perfecto gobierno, el perfecto y cumplido uso de todas las cosas”. Los ensayos, I, 30, p.279. Al
respecto, puede verse -entre muchos otros textos el de- Alejandro Fielbaum, “El entre-lugar del caníbal:
crueldad, costumbre y escritura en Montaigne”, Revista de Humanidades, Universidad Nacional Andrés Bello,
23, junio 2011, pp.43-64.
818
Stephen Toulmin ha señalado lo siguiente en referencia a la vida de René Descartes: “Cuando estalló la
Guerra de los Treinta Años en 1618, Descartes tenía veinte y tantos años solamente; y cuando concluyó, en
1648, a Descartes sólo le quedaban dos años de vida. Es decir, que toda su vida la pasó a la sombra de dicha
guerra”. Stephen Toulmin, Op.cit., p.99. Trazando un paralelo con esta caracterización del momento histórico
que tocó transitar a Descartes, podemos decir que Michel de Montaigne vivió toda su vida adulta -desde sus 29
años hasta sus 59- bajo la sombra de las guerras civiles de religión, habiendo incluso muerto sin conocer la
resolución definitiva del conflicto. Peter Burke sostiene, en cierta consonancia con nosotros, que su retiro fue
algo así como un exilio político: “¿Por qué se retiró? La explicación más obvia es la política. Más tarde,
Montaigne describió sus propiedad como «mi refugio para librarme de las guerras» (II, 15). En 1570, el furor
de las guerras civiles duraba desde hacía ocho años”. (Peter Burke, Op.cit., p.11). Stefan Zweig también
coincide en esta interpretación: “La auténtica tragedia de la vida de Montaigne consistió en tener que ser testigo
impotente de esta horrible recaída del humanismo en la bestialidad. […] Ya no existe seguridad en la tierra: este
sentimiento básico refleja necesariamente, desde el punto de vista de Montaigne, en lo espiritual, y por eso hay
que tratar de encontrarla fuera del mundo, fuera de la patria y fuera de la época, negarse a formar parte del coro
vocinglero de los posesos y los asesinos, crear la propia patria, el propio mundo”. Stefan Zweig, Montaigne,
pp.16-18. Ralph Waldo Emerson, por su parte, sostiene una hipótesis un tanto diferente, pero igualmente
validada por muchas aseveraciones del propio Montaigne: “Había vivido en los tribunales el tiempo suficiente
para sentir un disgusto furioso por las apariencias. […] Había visto a tantos caballeros de larga toga que ahora
deseaba vivir entre caníbales y se ponía tan nervioso ante la vida ficticia que opinaba que el hombre es tanto
mejor cuanto más bárbaro”. Ralph W. Emerson, “Montaigne, o el escéptico”, en Hombres representativos,
Buenos Aires, Losada, 1991, p.113.
236
particularidades históricas diversas. Montaigne constata, en efecto, por medio de las
masacres que se cometen casi a diario a su alrededor, que la crueldad, el fanatismo y la
intolerancia se han convertido en moneda corriente, e incluso en hábitos propios de los
hombres con quienes le ha tocado convivir.
b| Veo no una acción, ni tres, ni cien, sino costumbres cuya práctica es común y admitida,
que son tan feroces por su inhumanidad sobre todo, y por su deslealtad, para mí la peor
clase de vicio, que no tengo ánimos para concebirlas sin horror. Y me asombran casi tanto
como las detesto. El ejercicio de estas maldades insignes es prueba de vigor y de fuerza del
alma tanto como de error y de desorden819.
Este pasaje nos ilustra con claridad el desagrado de Montaigne frente al feroz
espectáculo que observa a su alrededor, y del que nadie se encuentra exento. Pues, como él
mismo afirma, incluso la facción más justa no deja de formar parte de un cuerpo corrupto y
podrido820. En efecto, si a dicha turbación de ánimo somos capaces de añadir aquellas otras
reflexiones del ensayista en relación con la fuerza inercial de la costumbre, y, en
consecuencia, en relación con la arbitrariedad y contingencia de todo modo de ser, de toda
opinión y de toda creencia, quizás seamos capaces de comprender con mayor claridad sus
deseos de libertad. Montaigne anhela alejarse del espectáculo de desenfreno que acontece a
su alrededor821, y aspira, también, a sobreponerse a aquellos prejuicios que, como el resto
de los hombres, ha mamado con la leche materna. Pues, son esas mismas prevenciones expresándonos en términos cartesianos- las que hablan a través de los labios de quienes
juzgan sin demora la heterodoxia de aquellos que sostienen opiniones diversas, incluso
siendo capaces de recurrir al hierro y al fuego con tal de extender entre esos otros su propio
parecer.
Es cierto que el exilio interior resulta para el hombre de entendimiento un recurso
muy valioso a fin de establecer cierta distancia respecto de las opiniones comunes, pero no
Los ensayos. III, 9, p.1425.
“b| En estos desgarros y divisiones de Francia en que hemos caído, observo que cada cual se esfuerza por
defender su causa, pero, aun los mejores, mediante la simulación y la mentira… La facción más justa no deja de
formar parte de un cuerpo podrido y corrupto”. Los ensayos. III, 9, p.1482.
821
“b| La otra causa que me incita a estos paseos es el desacuerdo con las costumbres actuales de nuestro Estado.
Me consolaría fácilmente de esta corrupción en lo que concierne al interés público, pero, en cuanto al mío, no.
Me oprime de manera demasiado particular. Porque en mí vecindad, últimamente, a causa de la larga licencia de
las guerras civiles, hemos envejecido en una forma de Estado tan desenfrenada, que en verdad es asombroso
que pueda mantenerse”. Los ensayos. III, 9, p.1424. Unas páginas más adelante, Montaigne refuerza esta misma
idea: “b| A quienes me piden cuentas de mis viajes suelo responderles que sé muy bien de qué huyo, pero no
qué busco. Si me dicen que entre los extranjeros acaso no haya más salud, y que sus costumbres no son mejores
que las nuestras, respondo en primer lugar que es difícil…; en segundo lugar, que no deja de ser una ganancia
cambiar una situación mala por una incierta, y que los males ajenos no deben dolernos como los nuestros”. Los
ensayos. III, 9, p.1449.
819
820
237
es menos cierto que el viaje, es decir, la huida de lo presuntamente propio, tampoco deja de
ser concebida como una opción viable. En el caso particular del ensayista, esta opción
parece resultar doblemente benéfica, pues al mismo tiempo que el éxodo parece servirle
para resguardarse de ese atroz escenario francés822, también puede satisfacer aquel otro
deseo: el de experimentar la diversidad, el de vivir en carne propia la diferencia. Así pues,
guiado por este doble factor823, Montaigne comienza un proceso de desarraigo que lo
llevará primero en una travesía imaginaria a través de las páginas de los diarios de viajeros y
las historias antiguas, y, más tarde, a una extendida cabalgata por diversos países de la
Europa de su tiempo.
4.2. En la carabela de piedra
El 28 de febrero de 1571, es decir, el mismo día en el que cumplía treinta y ocho años, y
luego de quince años ininterrumpidos en la función pública, Michel de Montaigne tomó como ya señalamos más arriba- una de las decisiones más importantes de toda su
existencia: cansado de la esclavitud que significaba para sí la labor política y jurídica que
había desempeñado hasta ese momento para cumplir con las expectativas paternas;
hastiado del carácter arbitrario y artificioso de las leyes francesas824; horrorizado ante el
desolador panorama de las guerras civiles de religión, decidirá retirarse y refugiarse en su
castillo, en su arrière-boutique, con el fin de pasar libre y plácidamente lo que le quedaba
por vivir; tal como ha quedado grabado en aquella inscripción que adornaba una de las
paredes de su biblioteca.
Inicia de este modo su particular búsqueda de lo diverso. Libre de las ataduras
temporales, de las obligaciones mundanas exteriores, en un escondrijo en el que cuenta con
más de mil volúmenes, Montaigne se dispone a realizar sus viajes de biblioteca, sus periplos
imaginarios825. Pues, como bien se ha dicho, la mayor parte de las travesías del ensayista no
822
“Ante tal espectáculo, Montaigne quiere liberarse de ese ambiente oscuro y decadente. La huida aparece
como la única salida posible: se declara cosmopolita, e intenta desesperadamente instalarse, siquiera a través de
la ficción, en el desarraigo”. Jesús Navarro Reyes, La extrañeza de sí mismo, p.190.
823
Jesús Navarro Reyes ha especificado con claridad estos dos aspectos que favorecen el periplo montaigneano:
“La huida de lo propio y el deseo de lo diverso son los dos motores del descubrimiento cultural mediante el
cual Montaigne pretende mostrar a su propio juicio que el mundo puede ser distinto de cómo está
acostumbrado a verlo. Esta actitud se refleja en su gusto por los viajes, que justifica en parte como huida y en
parte como búsqueda”. Ibíd., p.192.
824
Para considerar la elocuente crítica que Montaigne realiza al sistema judicial francés, y a la arbitrariedad y
artificialidad del lenguaje jurídico, véase el capítulo “La experiencia” (III, 13).
825
“La amplia biblioteca de cerca de mil ejemplares que enmarcaban su estudio en la tercera planta de la torre
que le sirve de refugio le suministraban la ocasión de frecuentar los vericuetos de la cultura clásica y los
primeros atisbos de la historia moderna y la de los primeros descubrimientos de los nuevos mundos”. José
Miguel Marinas y Carlos Thiebaut, Op.cit., p.ix.
238
han sido realizadas con los pies, sino tan sólo con la mente826. Así, alista su trastienda y hace
de ella una carabela de piedra827 que lo conducirá al encuentro de los más exóticos
personajes, de las más extravagantes costumbres, de las más excéntricas creencias. Sus pies
echan a andar por el recinto, y con la oscilación de la caminata su propia mente se
transporta828 hasta la Roma antigua, hasta la Francia Antártica, hasta el Imperio de los
Aztecas, hasta Esparta y Atenas. Una vez allí, en esta particular trastienda, Montaigne se
relacionará con los más diversos autores, conocerá las más variadas ideas filosóficas a través
de la lectura de Diógenes Laercio, se enterará de los asuntos privados de los héroes
antiguos a través de las Vidas de Plutarco829 -en la versión de Jacques Amyot- y conocerá
las más excéntricas formas de vida a partir de los relatos de viajeros. En particular,
entablará una relación directa con los clásicos latinos, como nos lo señala en el capítulo que
dedica a los libros830. Y nunca parece haber podido desprenderse de todo de la impronta
que le produjo aquella primera lectura de la niñez: la Metamorfosis de Ovidio831.
Montaigne comprende claramente cuánto provecho puede sacar un lector diligente
de esta actividad, y sabe, del mismo modo que René Descartes, cuánto se asemeja la lectura
“Pese a su gusto por los viajes, no puede decirse que Montaigne fuera un gran viajero, al menos en
comparación con los grandes viajeros del Renacimiento. En III, 9 nos confiesa con cierta tristeza que apenas ha
perdido de vista sus veletas. […] Lo cierto es que, por diversos motivos, se vio obligado a viajar más con la
imaginación que con las piernas, tarea para la cual fueron de gran ayuda los incontables volúmenes de su
biblioteca”. Jesús Navarro Reyes, La extrañeza de sí mismo, pp.196-197.
827
Hemos tomado la expresión de Ezequiel Martínez Estrada: “Vocación asfixiada en Montaigne es la del
viajero, del peregrino; del vagabundo, mejor dicho. Tiene la pasión de andar, una inquietud de su cuerpo que se
propaga al espíritu, o viceversa. Ha hecho de su biblioteca una carabela de piedra… Constantemente está en
marcha pensando y paseando”. Ezequiel Martínez Estrada, “Estudio Preliminar”, en Ensayos, Buenos Aires,
Clásicos Jackson, 1956, pp. xvii-xviii.
828
“b| Mis pensamientos duermen si los mantengo en reposo. Mi espíritu no avanza tanto solo como si las
piernas lo mueven”. Los ensayos. III, 3, pp.1236-1237.
829
Es Montaigne mismo quien nos hace conocer su fascinación por estos dos autores clásicos: “a| Ahora bien,
los que escriben vidas, dado que se ocupan más de las decisiones que de los resultados, más de lo que surge de
dentro que de lo que ocurre fuera, me convienen más. Por eso, mire como se mire, Plutarco es mi hombre. Me
produce gran pesar que no tengamos una docena de Laercios, o que no sea más extenso, c| o más entendido. a|
Porque no tengo menos curiosidad por conocer las fortunas y la vida de esos grandes preceptores del mundo
que por conocer la variedad de sus opiniones y fantasías.” Los ensayos, II, 10, p.598. Stephen Toulmin remarca
la importancia que poseyó la recuperación de la historia y la literatura antigua a la hora de brindar a los
humanistas del Renacimiento un panorama más amplio de la diversidad del cosmos, y de la variabilidad de la
condición humana: “Asimismo, la recuperación de la historia y la literatura antiguas contribuyó
poderosamente a intensificar su sensibilidad hacia la diversidad caleidoscópica y la dependencia contextual de
los asuntos humanos. Las distintas variedades de la falibilidad humana, antes no tenidas en cuenta, empezaron a
ser ensalzadas como consecuencias maravillosamente ilimitadas del carácter y la personalidad del ser humano”.
Stephen Toulmin, Op.cit., p.55.
830
“a| Apenas me intereso por los [libros] nuevos, pues los viejos me parecen más ricos y más vigorosos; ni por
los griegos, pues mi juicio no es capaz de sacar provecho de una comprensión pueril y primeriza”. Los ensayos.
II, 10, p.588.
831
“a| Mi primer gusto por los libros me vino del placer de las fábulas de la Metamorfosis de Ovidio. En efecto,
cuando tenía siete u ocho años rehuía cualquier otro placer para leerlas”. Los ensayos. I, 25, p.230. Peter Burke
desliza la importancia de esta lectura infantil en la posterior concepción que el ensayista posee del mundo
natural: “Montaigne era consciente del cambio, casi hasta extremos de obsesión. Resulta coherente que su
lectura favorita de infancia hubiera sido las Metamorfosis de Ovidio, puesto que el cambio es, junto con otras
formas de diversidad, un tema central de sus ensayos”. Peter Burke, Op.cit., p.72.
826
239
de los clásicos a las travesías realizadas por tierra y por mar832. Los libros le permiten
conversar con las personas más distinguidas de los siglos pasados; quienes se convierten, al
mismo tiempo, en la mejor y más importante compañía que todo hombre de
entendimiento debe poseer. En efecto, en el capítulo titulado “Tres relaciones” (III, 3),
Montaigne establece con claridad cuál es la importancia que debe otorgarse a esta
interacción con los libros. Allí, luego de analizar la relación que vincula a los hombres con
otros hombres, y las relaciones que pueden establecerse entre los hombres y las mujeres,
Montaigne reflexiona acerca de este tercer modo de vínculo que el ser humano tiene la
posibilidad de establecer:
b| Estas dos relaciones [con los hombres y con las mujeres] son fortuitas y dependientes de
los demás. Una es enojosa por su rareza; la otra se marchita con la edad… La de los libros,
que es la tercera, es mucho más segura y más nuestra. Cede a las primeras las otras ventajas,
pero tiene a su favor la constancia y la facilidad de su servicio. Ésta acompaña toda mi vida,
y me asiste por todas partes.833
Amante de los libros, Montaigne considera que no existe mejor ni más fiel
compañía para la vida humana que la que ellos prestan834. Y son estos mismos, en efecto,
los que le permiten viajar sin moverse de su torre; los que le permiten realizar esta primera
etapa de desarraigo, este primer movimiento de descentramiento del juicio. Como bien lo
ha señalado Jesús Navarro:
Los libros de historia y los de viajes le mostraban aquellas tierras y aquella diversidad de
costumbres que tanto anhelaba conocer. Gracias a ellos puede culminar el proceso de
descentramiento en dos sentidos distintos. En primer lugar, sus lecturas le ayudan a realizar
un descentramiento temporal: Montaigne busca un lugar para su yo en otra época, huyendo
del momento histórico que le tocó vivir. En segundo lugar imagina, gracias a sus lecturas,
“Es casi lo mismo conversar con gentes de otros siglos que viajar”, afirma Descartes, que continúa del
siguiente modo: “Es bueno saber algo de las de las costumbres de los diversos pueblos, para juzgar más
acertadamente las nuestras, de modo que no pensemos que todo lo que no concuerda con nuestras modas es
ridículo y contrario a la razón, como suele hacer aquellos que no han visto nada. Pero cuando se emplea
demasiado tiempo en viajar, uno acaba por volverse extranjero en su propio país; y cuando se tiene demasiada
curiosidad por las cosas que se hacían en los tiempos pasados, uno queda ignorante, por lo común, de las cosas
que se practican en el presente”. René Descartes, Discurso del método, Buenos Aires, Colihue, 2004, Primera
Parte, p.11. A propósito de esta referencia, cabe señalar que si bien Montaigne acordaría con las
consideraciones que refieren a la posibilidad de ampliar nuestra mirada librándonos de la fuerza de la
costumbre, difícilmente aceptaría como un factor negativo el volverse extranjero en su propio país; todo lo
contrario. En efecto, el mayor provecho del viaje, como estamos intentando mostrar, reside en esta capacidad
de borrar las barreras de la nacionalidad, y de posibilitar “abrazar a un polaco como a un francés”.
833
Los ensayos.III, 3, pp.1234-1235.
834
“b| No he encontrado mejor provisión para el viaje humano, y compadezco en extremo a los hombres de
entendimiento que carecen de ella”. Los ensayos. III, 3, p.1236.
832
240
un descentramiento espacial que fundamentalmente se dirige hacia el Nuevo Mundo recién
descubierto. En su afán por escapar de un nosotros temporal y espacial que lo asfixia,
Montaigne idealiza la lejanía: frente a un presente caduco, busca la grandeza de los clásicos;
frente a la Europa corrupta, la pureza del salvaje835.
Montaigne se aleja primero con la imaginación; los libros le hacen sentir que habita
entre los clásicos de Roma. Con ellos conversa, con ellos pasa largos períodos en su
biblioteca, donde transcurren -según declara- “la mayor parte de los días de mi vida, y la
mayor parte de las horas del día”836. Ellos están allí, tan cercanos como cualquier otra
persona viva, o quizá más aún. Pues, como lo ha experimentado con su propio padre, la
muerte no lo aleja de aquellos a quienes aprecia, o de sus seres amados: “b| [Los antiguos
romanos] están muertos. También lo está mi padre, tan enteramente como ellos, y se ha
alejado de mí y de la vida en dieciocho años tanto como éstos lo han hecho en mil
seiscientos; no dejo, sin embargo, de abrazar y de cultivar su memoria, amistad y sociedad
con una plena y vivísima unión”837.
Mantiene con estos muertos una relación de extrema vivacidad. Los considera
presentes a través de sus escritos, y aprovecha su compañía para instruirse en la diversidad
de usos, costumbres y maneras. Es mediante esa íntima relación, que su biblioteca emplazada, como vimos en nuestro primer apartado, en el tercer piso de la torre de su
château- parece haberse convertido en una suerte de espacio paralelo a aquel en el que
transcurre el conflictivo siglo XVI francés. Al subir a ese recinto, Montaigne logra
privacidad, intimidad, libertad de juicio. Se aleja de la multitud para acercarse a los
hombres de entendimiento, a esas almas fuertes y ordenadas que son capaces de conducirse
rectamente por un camino propio838; se aleja de las guerras y de las opiniones comunes, de
los fanatismos, y experimenta el dulce sabor de la autonomía; se aleja de ese mundo en el
que constantementese encuentra obligado a decidir, a tomar partido, y se introduce en
aquel otro en el que puede en ampararse en la epoché, suspender su juicio y escuchar con
atención las opiniones más diversas; se sustrae allí de toda relación “conyugal, filial y civil”,
y se dispone a andar errante en medio de clásicos y caníbales.
Navarro Reyes, Jesús. La extrañeza de sí mismo, p.197.
Los ensayos. III, 3, p.1236.
837
Los ensayos. III, 9, p.1487. Como bien afirman los traductores del Diario de Viaje: “[Montaigne] se siente
tan cercano o tan lejano de los habitantes de la Roma clásica como de su propio padre: los dieciocho años que le
separan de su muerte son como los mil seiscientos que le separan de las de aquellos otros muertos clásicos.”
Marinas, Miguel y Thiebaut, Carlos. Op.cit., p.xxv. La cursiva en nuestra.
838
“b| Lo cierto es que son pocas las almas tan ordenadas, tan fuertes y tan bien nacidas que pueda confiarse en
su propia dirección, y que puedan, con moderación y sin temeridad, bogar con libertad de juicios más allá de
las opiniones comunes”. Los ensayos, II, 12, p.837.
835
836
241
4.3. Con el culo en la montura
Casi diez años duró esa primera etapa de viajes de biblioteca: desde el 28 de febrero de
1571 hasta el 22 de junio de 1580. Esta última es, sin duda, otra de las fechas simbólicas
que determinaron la experiencia vital de Montaigne, y que contribuyeron, además -y he
aquí lo que resulta más relevante para nuestra indagación-, al desarrollo de las múltiples y
variadas reflexiones filosóficas que componen los Ensayos. Ese día, dijimos antes, hastiado
de las guerras que acontecían a su alrededor839 y con anhelos de conocer con sus propios
ojos aquella diversidad que hasta ese momento había experimentado sólo a través de la
imaginación, Montaigne decide emprender un viaje. Una larga travesía a caballo que lo
llevará por Francia, Suiza, Austria, Alemania e Italia, y que quedará minuciosamente
documentado, casi día por día, en su Journal de voyage840. Montaigne huye y desea. Huye
de la rutina, de la intolerancia de liguistas y hugonotes, de la ruina del Estado; desea
experimentar la diversidad, conocer una realidad diferente de aquella en la que se
encuentra sumido desde hace tantos años, frecuentar otras opiniones, observar y ensayar
diversos modos de vida841.
b| Viajar me parece un ejercicio provechoso. El alma se ejercita continuamente observando
cosas desconocidas y nuevas. Y no conozco mejor escuela para formar la vida, como he
dicho a menudo, que presentarle sin cesar la variedad de tantas vidas, c| fantasías y
costumbres b| diferentes, y darle a probar la tan perpetua variedad de formas de nuestra
naturaleza842.
Es claro de qué huye; no lo es menos qué busca. Montaigne, como volverá a
hacerlo explícito en su particular pedagogía, desea frotar su cerebro con el de otro; ensayar
Stefan Zweig, quien debió sufrir el exilio en carne propia, es uno de los exégetas que más ha insistido en el
hecho de que incluso en este refugio de su castillo, Montaigne no parece haber encontrado la distancia
anhelada, pues, aun estando recluido en su torre, continuaban afectándolo las agitaciones de su época. Y es por
ese mismo motivo, sostiene Zweig, que decide ir más lejos, que emprende un viaje con la intención de alejarse
lo más posible del conflicto francés. Al respecto, véase Stefan Zweig, Op.cit., p.84 ss.
840
El manuscrito del Journal, olvidado durante mucho tiempo en un viejo arcón del castillo de Montaigne, fue
descubierto de un modo fortuito por el abad Prunis en 1770, mientras realizaba diversas pesquisas para
redactar una historia del Périgord. La primera edición fue puesta en la imprenta algunos años más tarde, en
1774, y estuvo a cargo de Meunierde Querlon, quien nos relata de qué modo está compuesto el texto: al
manuscrito le faltaban algunas páginas iniciales, y un poco más de un tercio se encontraba redactado por un
secretario, quien, presuntamente, escribía al dictado de su señor. El resto del texto pertenecía a la pluma de
Montaigne, aunque gran parte de él estaba escrito en italiano.
841
b| El carácter ávido de cosas nuevas y desconocidas ayuda mucho a alimentar en mí el deseo de viajar, pero
bastantes circunstancias contribuyen a ello. Me gusta alejarme del gobierno de mi casa. Hay cierto placer en
mandar, aunque sea en una granja y en ser obedecido por los suyos. Pero es un placer demasiado uniforme y
lánguido”. Los ensayos. III, 9, pp.1412-1413.
842
Los ensayos. III, 9, p.1451.
839
242
la diversidad de “mœurs et façons”, experimentar la alegría de vivir con otros. Así, con el
pretexto de pasearse por los distintos baños de Europa en busca de una cura para su
enfermedad, el cólico nefrítico que sufría desde algunos años atrás, el ensayista se lanza, al
azar, en la búsqueda de lo diverso843. “Montaigne tiene siempre por principio: cuanta más
variedad, mejor”844. Es por ello que se arroja al encuentro de lo desconocido, del otro, de lo
Otro con mayúscula: “He ahí la grandeza realmente innovadora del autor de los Ensayos,
la ilimitada apertura al Otro: persona, cultura, etnia, creencia”845. Montaigne busca liberar
su juicio privado de aquellas ataduras a las que lo somete la costumbre y la necesidad
política; intenta alejarse lo más posible de las creencias heredadas, de las constricciones de
las leyes y la religión que le ha legado Pierre Eyquem, y no encuentra mejor manera de
hacerlo que frecuentar todo aquello que es diferente de sí; anhela desligarse de su nosotros a
través de un “juego de máscaras” en el que el fin último reside en la posibilidad de
transfigurarse en otro846.
Es bajo esos preceptos que realiza su travesía: acude al sitio de la ciudad de La Fère
con el fin de presentarle al católico rey de Francia la primera edición de sus Essais. En
Epernay, visita la Iglesia de Notre Dame, en cuyo cementerio se hallaba la tumba el
mariscal Strozzi, primo de Catalina de Médicis y célebre por haber sido acusado de
ateísmo; también mantiene un encuentro con el afamado teólogo Juan Maldonado, con
843
Transcribimos tan sólo un pasaje que puede representarnos el azaroso método de viaje de Montaigne: “c| Y
me paseo por pasearme. Quienes corren en pos de un premio, o de una liebre, no corren. Corren quienes
corren por juego, y para ejercitarse en la carrera. b| Mi plan [de viaje] puede dividirse en cualquier lugar. No se
funda en grandes esperanzas; cada jornada es su propio objetivo. Y el viaje de mi vida se lleva a cabo de la
misma manera”.Los ensayos, III, 9, p.1457. Una consideración similar registra su secretario en las páginas del
Journal: “Quand on se plaignait à lui [a Montaigne] de ce qu’il conduisait la troupe par chemins divers et
contrées, revenant souvent bien près d’où il était parti (ce qu’il faisait ou recevant l’avertissement de quelque
chose digne de voir, ou changeant d’avis selon les occasions), il répondait qu’il n’allait, quant à lui, en nul lieu
que là où il se trouvait, et qu’il pouvait faillir ni tordre sa voie, n’ayant nul projet que de se promener par des
lieux inconnus ; et pourvu qu’on ne le vît pas retomber sur même voie et revoir deux fois même lieu, qu’il ne
faisait nulle faute à son dessein”. Michel de Montaigne, Journal de voyage, Édition présentée, établie et annotée
par Fausta Garavini, Paris, Éditions Gallimard, 1983, pp.153-154. En adelante, Journal. Como bien se ha
señalado: “Es un viaje al azar, un viaje por amor al viaje o, mejor dicho, por amor al placer de viajar. Hasta este
momento sus viajes han sido siempre, en cierta medida, prescritos por el deber, por encargo del Parlamento,
relacionados con la corte o sus negocios, y más bien desplazamientos cortos. Esta vez se trata de un viaje en
toda regla, sin otro objetivo que la eterna búsqueda. No tiene proyectos, no sabe que verá; al contrario, no
quiere saberlo de antemano”. Stefan Zweig, Op.cit., p.90.
844
Ibíd., p.92.
845
Jean Lacouture, Op.cit., p.41. Para un análisis más amplio de esta cuestión, puede verse Tzvetan Todorov,
“L'Etre et l'Autre: Montaigne”, Yale French Studies, 64, 1983, pp.113-144.
846
“En definitiva, vemos cómo Montaigne busca la identificación absoluta, la ruptura de las barreras sociales y
culturales y la adopción de la diversidad como vía para la liberación del juicio. Aun siendo consciente de la
imposibilidad de hacerse otro, Montaigne no cede en su intento. En sus viajes hace lo imposible por desligar su
yo del nosotros del que procede, a través de la integración lúdica en un nosotros distinto, esperando que, a
través de este juego de máscaras, el juicio se emancipe y se haga un poco más libre.” Jesús Navarro Reyes,
Pensar sin certeza. Montaigne y el arte de conversar. Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2007, p.196.
243
quien discute sobre los baños y los conflictos religiosos847. En Vitry-le-François registra
“tres historias memorables”, entre las que se cuenta la de “ocho mujeres de los alrededores
de Chaumont en Bassigny complotadas, hace algunos años, para vestirse como hombres y
continuar así su vida por el mundo”848. Ya en Suiza, se pasea sin mayores preocupaciones
por tierras protestantes; recorre e inspecciona con todo cuidado sus iglesias,y experimenta
“un placer infinito” al observar la libertad en la que viven los habitantes de algunos
pequeños pueblos como el de Mulhouse849. En la Basilea de Erasmo y Castellion, mantiene
distintos encuentros con eruditos y hombres de letras: el médico Félix Plater, el profesor
de jurisprudencia Samuel Grynaeus, el autor del Theatrum vitae humanae, Théodore
Zwinger, y el afamado jurisconsulto protestante François Hotman, quien había incluido en
uno de sus manifiestos monarcómanos el Discours de la servitude volontaire de Étienne de
La Boétie, y con quien más tarde Montaigne mantendrá correspondencia850.
En Baden, como tantos otros lugares, “ensayará la diversidad de costumbres”851,
comiendo y durmiendo según los hábitos del lugar específico en el que se encuentra. En
Zúrich no mostrará reparos en mantener una larga conversación con un ministro
zwingliano, ni en señalar que las enseñanzas de teólogo suizo se acercaban llamativamente
a la de los primeros cristianos852. Constata, en Lindau, que “todas las ciudades imperiales
tienen libertad de dos religiones, católica y luterana, según la voluntad de sus
habitantes”853, y se lamenta de no haber llevado consigo un cocinero que pudiera aprender
todos esos platos exóticos que allí probaba854. En Isny, “como era su costumbre, fue a
encontrarse con un doctor en teología de la ciudad”, y mantiene con él una extensa
discusión sobre el sacramento de la eucaristía855. En Augsburgo, vuelve a constatar que “los
matrimonios ente católicos y luteranos se realizan ordinariamente, y quien más lo desea se
847
Journal, p.75. Montaigne se volverá a encontrar con Jean Maldonat en Roma, adonde el célebre jesuita
español acudirá convocado por el papa Gregorio XIII a fin de realizar una edición griega de la Biblia. Journal,
p.229.
848
Journal, p.77.
849
“MULHOUSE, deux lieues. Une belle petite ville de Suisse, du canton de Bâle. M. de Montaigne y alla voir
l’église ; car ils n’y sont pas catholiques. Il la trouva, comme en tout le pays, en bonne forme ; car il n’y a quasi
rien changé, sauf les autels et images qui en sont à dire sans difformité. Il prit plaisir infini à voir la liberté et
bonne police de cette nation”. Journal, p.89. En efecto, como señalará en esta misma página, uno de los
aspectos que más sorprende a Montaigne de esta pequeña villa es la posibilidad de realizar matrimonios
interconfesionales.
850
“De ce lieu [Bolzano] M. de Montaigne écrivit à François Hotman, qu’il avait vu à Bâle, qu’il avait pris si
grand plaisir à la visitation d’Allemagne, qu’il l’abandonnait à grand regret…”. Journal, p.148.
851
Como lo hará explícito el secretario que se encarga de redactar la primera parte delJournal: “M. de
Montaigne, pour essayer tout à fait la diversité de mœurs et de façons, se laissait partout servir à la mode de
chaque pays, quelque difficulté qu’il trouvât”. Journal, p.101.
852
Journal, p.103.
853
Journal, p.112.
854
Journal, p.114.
855
Journal, pp.115-116.
244
somete a las leyes del otro”856, y, en su paso por la tierra germana, no deja de sorprenderse
de la capacidad que poseen sus habitantes para ingerir incontables jarras de cerveza, ni de
celebrar, donde quiera que vaya, el encuentro de una mujer bella.
Finalmente llega a Italia, suelo en el que también ensaya lo diverso: mientras está
allí, y una vez que se ha hecho cargo de la propia redacción de su Journal, Montaigne
escribe su propio texto en italiano857. En Venecia, se entrevista con el diplomático francés
Arnaud du Ferrier, acusado de velado calvinismo y diputado de Carlos IX en el concilio de
Trento, y se lamenta por encontrar a la ciudad un “poco menos admirable” de lo que la
había imaginado858. También visita Ferrara, Bolonia, Florencia y Siena, y, el 30 de
noviembre de 1580, llega a Roma, la ciudad más universal de toda la cristiandad. Una vez
allí, se entrevista con el papa Gregorio XIII hacia finales de ese año859 y recorre con gran
interés la biblioteca del Vaticano860; somete sus ensayos a la autoridad de los maestros del
Sacro Palazzo y se toma la libertad de desestimar sus objeciones861; peregrina a Loreto,
como el más ferviente de los católicos ortodoxos, pero también se hace invitar a una
circuncisión862, y visita las sinagogas judías863; participa de las fiestas paganas de los
carnavales y observa azorado la tortura de Catena, un célebre delincuente martirizado en la
plaza pública por el devoto pueblo romano. Todas estas, y muchas más que podrían
agregarse, son las observaciones consignadas por Montaigne en el Journal de voyage, el
cual podría ser concebido, al igual que los Essais, como un registro inacabado e inacabable
de la ilimitada diversidad que caracteriza al orden natural.
b| Si viéramos el mundo en misma medida que no lo vemos -afirma Montaigne en uno de
los capítulos destinados a reflexionar sobre el hallazgo del nouveau monde-, percibiríamos,
probablemente, una perpetuac| multiplicación y b| vicisitud de formas. Nada es único y raro
con respecto a la naturaleza, aunque sí con respecto a nuestro conocimiento, que un
miserable fundamento de nuestras reglas, y que nos suele representar una imagen muy falsa
de las cosas. […] Nuestro mundo acaba de encontrar otro, ¿y quién nos garantiza que será
Journal, p.126.
“Assagiamo di parlare un poco questa altra lingua massime essendo in queste contrade dove mi pare sentiré
il più perfetto favellare della Toscana, particularmente tra li paesani che non l’hanno mescolato et alterato con li
vicini…”.Journal, Texte rédige en Italien par Montaigne, p.460.
858
Journal, p.162. Cabe recordar aquí, no sólo el enorme valor simbólico brindado por Jean Bodin a esta
ciudad, sino también, la idealización que es posible encontrar de ella en el Discours de La Boétie.
859
Journal, pp.192-195.
860
Journal, pp.212-214.
861
Journal, pp.221-222.
862
Journal, p.203.
863
Journal, p.159.
856
857
245
el último de sus hermanos, habida cuenta de que a éste los demonios, las sibilas y nosotros
lo hemos ignorado hasta ahora?864
La experiencia del viaje, ya sea imaginaria, intelectual o física, se revela como una
experiencia única a la hora de ayudar al hombre a comprender que su modo de ser es uno
entre muchos. Es decir, que sus creencias, opiniones y prácticas -incluidas las políticas y las
religiosas- poseen orígenes tan arbitrarios y contingentes como todas aquellas que adoptan
los demás, no pudiendo detentar otro fundamento que la “barba cana y las arrugas” que las
acompañan. He ahí la principal lección que Montaigne extrae de su huida hacia lo ajeno: el
ensayista, ya por temperamento poco apasionado por la dulzura de su aire nativo, refuerza
en sí aquella virtud que caracteriza a las almas fuertes, a los hombres de entendimiento; ésa
que permite seguir las prescripciones del maestro de Platón, deponiendo los lazos fortuitos
del nacimiento y la herencia en favor aquellos otros, más propios, que tienen su única
razón en la libre elección y en los vínculos que unen a todos los hombres.
b| No porque lo dijera Sócrates, sino porque en verdad es mi inclinación, y acaso no sin
algún exceso considero a todos los hombres compatriotas míos, y abrazo a un polaco como
a un francés, posponiendo el lazo nacional al universal y común. No me apasiona mucho la
dulzura del aire nativo. Los conocidos completamente nuevos y míos me parecen tan
valiosos como los conocidos comunes y fortuitos de la vecindad. Las amistades que son
nuestras en plena adquisición suelen prevalecer sobre aquellas a las que nos ligan el hecho
de compartir la región o la sangre. La naturaleza nos ha puestos libres y sin lazos en el
mundo; nosotros nos aprisionamos en ciertos rincones. Como los reyes de Persia, que se
obligaban a no beber jamás otra agua que la del río Coaspes, renunciando por necedad a su
derecho a consumir las demás aguas, y secando, en lo que ellos concernía, el resto del
mundo865.
En efecto, apartir de la experiencia del viaje, alejándose poco a poco de la multitud
y de las creencias heredadas, y abriéndose camino hacia la diversidad, Montaigne llegará a
ser un cosmopolita, un verdadero ciudadano del mundo.
Los ensayos, III, 6, pp.1357-1358.
Los ensayos. III, 9, p.1450. A renglón seguido de esta afirmación, Montaigne irá incluso más allá de Sócrates
en su experimentación de la diversidad, y en su consecuente sentir cosmopolita: “c| En cuanto a lo que hizo
Sócrates en su últimas horas, estimar una sentencia de exilio peor que una sentencia de muerte en su contra, yo
nunca estaría, a mi juicio, ni tan achacoso ni tan estrechamente acostumbrado a mi país como para hacerlo”.Los
ensayos, III, 9, p.1450.
864
865
246
4.4. Ciudadano de Roma, ciudadano del mundo
En todo el orbe hay dos ciudades que seducen particularmente a Montaigne: la primera es
París, “gloria de Francia” y último bastión en el que el ensayista deposita sus esperanzas
respecto del sostenimiento de la unidad política del reino866; la segunda es Roma, es decir,
aquella en la cual los sentimientos de extranjería se tienen poco o nada en cuenta. En ese
sentido, como ya hemos señalado en nuestros comentarios biográficos, gracias al
experimento pedagógico que su propio padre puso en marcha de la mano del médico
Horstanus y sus dos asistentes, Montaigne posee con Roma un vínculo privilegiado. Casi
desde su nacimiento, y gracias a esa primera crianza latina, Montaigne parece haber
experimentado en carne propia una cierta sensación de desarraigo, siendo una suerte de
romano republicano exiliado867 en la Francia del Renacimiento tardío868:
b| Ahora bien, me han criado desde mi infancia con éstos [los clásicos]; he sabido de los
asuntos de Roma mucho tiempo antes que los de mi casa. Conocía el capitolio y su
situación antes de conocer el Louvre, y el Tíber antes que el Sena. He tenido más en la
cabeza las costumbres y las fortunas de Lúculo, Metelo y Escipión que las de cualquier otro
hombre de nuestro tiempo869.
Roma, destino último de este azaroso viaje de diecisiete meses y ocho días870, se
presenta ante sus ojos como su propia morada. Heredero de su cultura, conocedor de sus
“b| No quiero olvidar que nunca me rebelo tanto contra Francia que deje de mirar a París con buenos ojos.
Posee mi corazón desde la infancia. Y me ha sucedido con ella como con las cosas excelentes. Cuantas más
ciudades hermosas he visto después, más puede y gana ésta en mi afecto. La amo por sí misma, y más por su ser
simple que recargada con pompa ajena. La amo tiernamente, hasta sus verrugas y sus manchas. No soy francés
sino por esta gran ciudad, grande por sus pueblos, grande por su afortunada situación, pero sobre todo grande
e incomparable por la variedad y diversidad de bienes. La gloria de Francia, y uno de los ornatos más nobles
del mundo. ¡Ojalá Dios rechace lejos de ella nuestras divisiones! Entera y unida, la creo al amparo de cualquier
otra violencia. Le advierto que, entre todos los partidos, el peor será aquél que la lleve a la discordia. Y sólo ella
misma me hace temer por ella. Y temo por ella mucho más, ciertamente, que por ninguna otra parte del Estado.
Mientras perviva, no me faltará un retiro donde rendir mi último aliento, suficiente para perder la añoranza de
cualquier otro retiro”. Los ensayos, III, 9, pp.1449-1450.
867
“Roma es en cierto sentido la verdadera patria del autor de Los ensayos…Y podría hablarse, como se ha
hecho a veces, del sentimiento de exilio experimentado por este hombre en su propia época”. Jordi Bayod
Brau, Op.cit., p.xlv.
868
En un pasaje que muestra claramente la incomodidad respecto de su situación en el siglo XVI, y sus deseos
de ser parte de la Roma republicana, el ensayista afirma: “b| Dado que me encuentro inútil para este siglo, me
entrego a aquel otro; y me embelesa tanto, que el estado de la vieja Roma, libre, justa y floreciente -porque no
amo ni su nacimiento ni su vejez- me importa y apasiona”.Los ensayos. III, 9, p.1488.
869
Los ensayos, III, 9, p.1487.
870
Más allá de la que presencia de Montaigne en Roma alcance, según nuestra mirada, un valor simbólico muy
notable, es necesario señalar, no obstante, que sólo las circunstancias parecen haberlo hecho dirigirse
finalmente hacía allí. Pues, si damos fe a las creencias de su secretario, en su afán de búsqueda de la diversidad,
el ensayista hubiera preferido ir hasta Cracovia o a Grecia antes que internarse en Italia: “Je crois à la verite
que, s’il [Montaigne] eût été avec les siens, il fût allé plutôt à Cracovie ou vers la Grèce par terre, que de
prendre le tour vers l’Italie ; mais le plaisir qu’il prenait à visiter les pays inconnus, lequel il trouvait si doux que
866
247
costumbres, versado en su fortuna y en su historia, Montaigne no se conforma con ser
simplemente un romano en el alma, sino que se empeña, “con sus cinco sentidos”, en ser
reconocido oficialmente como tal a través de una bula del Senado. C’est un tritre vain, nos
dice tras haber conseguido la anhelada distinción, tant y a que j’ai recu beaucoup de plaisir
de l’avoir obtenu871. Asimismo, al igual que un detallado pasaje de su Journal de Voyage, en
el capítulo en el que nuestro ensayista desarrolla sus reflexiones sobre “La vanidad”, esa
característica tan propia y vacua de los seres humanos, Montaigne destaca este placentero
suceso de su vida, y transcribe por completo el texto de “la bula auténtica de la ciudadanía
romana” que le fuera otorgada “el año 2331 de la fundación de Roma, y el 1581 después
del nacimiento de Cristo, el tercer día de los idus de marzo”872. Este “vano favor” de la
fortuna, como él mismo lo define, aun tratándose de una simple “recompensa
honorífica”873, regocija muy claramente el ánimo de Montaigne, quien también afirma: “b|
Dado que no soy ciudadano de ninguna ciudad, estoy muy satisfecho [bien aise] de serlo
de la más noble que ha habido y habrá nunca”874.
Ahora bien, ¿cuál es la importancia simbólica que, según la interpretación que
estamos ensayando, puede brindársele a este acontecimiento? ¿Qué significa para
Montaigne el haber logrado este simple -y presuntamente vano- título honorífico? ¿Por
qué le provoca tanta satisfacción, contento o alegría (traducciones posibles del concepto
francés aise)875? En el marco de nuestro análisis, podemos afirmar que esta investidura
alcanza una importancia muy notable, pues es la materialización concreta, y la expresión
más acabada, de muchas de las reflexiones filosóficas (éticas, políticas, pedagógicas) que
subyacen tanto a los Essais como al Journal de voyage. En efecto, de acuerdo con nuestra
lectura, ser ciudadano de Roma, la ciudad más universal de la que hasta ahora se haya
d’en oublier la faiblesse de son âge et de sa santé, il ne le pouvait imprimer à nul de la troupe, chacun ne
demandant que la retraite”. Journal, p.153.
871
Transcribimos a continuación el pasaje completo en el que se relata dicha obtención, pues denota el esfuerzo
que implicó para Montaigne haber conseguido esta simbólica y tan significativa distinción: “Je recherchai
pourtant et employai tous mes cinq sens de nature pour obtener le titre de citoyen romain, ne fût-ce que pour
l’ancien honneur et religieuse mémoire de son autorité. J’y trouvai de la difficulté ; toutefois je la surmontai,
n’y ayant employé nulle faveur, voire ni la science seulement d’aucun Français. L’autorité du pape fut
employée par le moyen de Filippo Musotti, son maggiordomo, qui m’avait pris en singulière amitié et s’y peina
fort. Et m’en fut dépêché lettres 3° Id. Martii 1581, qui me furent rendues le 5 avril très authentiques, en la
même forme et faveur de paroles que les avait eues le seigneur Jacopo Buoncompagno, duc de Sora, fils du
pape. C’est un titre vain ; tant y a que j’ai reçu beaucoup de plaisir de l’avoir obtenu”. Journal, p.232.
872
Los ensayos, III, 9, p.1494.
873
En el capítulo 7 del libro II de los Ensayos, “Las recompensas honoríficas”, Montaigne destaca la
importancia de aquellos títulos -como la orden de Saint Michel, que él mismo había recibido algún tiempo
antes- que no implican una recompensa económica, es decir, que simplemente premian a la virtud en un
reconocimiento “más glorioso que útil”.
874
Los ensayos, III, 9, p.1494.
875
Marinas y Thiebaut han otorgado una especial importancia a este acontecimiento, conjeturando que “los tres
libros de los Ensayos, desde la concesión de la ciudadanía romana, pueden generalizarse en toda la condición
humana”. José Miguel Marinas y Carlos Thiebaut, Op.cit., p.xxv.
248
tenido noticias, representa para Montaigne -que, como vimos, no tiene ninguna reticencia
en abrazar a un polaco como a un francés- un reconocimiento oficial como ciudadano del
mundo. Roma es la “única ciudad común y universal”, y, ser parte de ella lo habilita
expresamente a supeditar cualquier lazo municipal y geográfico-entre los que se cuentan,
claro, los contingentes y arbitrarios vínculos políticos y religiosos- a esta vinculación
común.
b| Roma… confederada desde hace tiempo, y por tantos motivos con nuestra corona, única
ciudad común y universal. El magistrado supremo que manda en ella es reconocido
igualmente en otros lugares; es la ciudad metropolitana de todas las ciudades cristianas. En
ella el español y el francés, cada cual, está en su casa. Para ser uno de los príncipes de tal
Estado, sólo se precisa formar parte de la Cristiandad, dondequiera que sea. No hay lugar
aquí abajo al que el cielo haya abrazado con tal influencia favorable y tal constancia876.
En una palabra, el reconocimiento de la ciudadanía romana representa para
Montaigne la realización material de aquella máxima de Terencio que adornaba una de las
vigas centrales de su biblioteca: Homo sum humani a me nihil alienum puto877. Hombre
876
Los ensayos, III, 9, p.1489. Montaigne registra un comentario muy similar en su Journal, lo que ha dado
elementos a los estudiosos para pensar en el Diario como un simple ayuda memoria que luego sería utilizado en
la composición de los Essais: “Je disais des commodités de Rome, entre autres, que c’est la plus commune ville
du monde, et où l’étrangeté et différence de nation se considère le moins; car de sa nature c’est une ville
rapiécée d’étrangers; chacun y est comme chez soi. Son prince embrasse toute la chrétienté de son autorité ; sa
principale juridiction oblige les étrangers en leurs maisons, comme ici ; à son élection propre, et de tous les
princes et grands de sa cour, la considération de l’origine n’a nul poids”. Journal, p.231. En relación con estas
afirmaciones del ensayista, cabe mencionar el comentario de Willem Frijhoff: según su mirada, y a diferencia
del cosmopolitismo secular que proclamarán los filósofos de la Ilustración, el ideal de sabio cosmopolita que
detentan Erasmo y Montaigne se mantiene todavía dentro de cierta tradición cristiana, cristianismo que, sin
embargo, se halla mixturado de un modo muy original con aquella otra tradición iniciada por Sócrates y
Diógenes, y continuada por Epícteto y Cicerón. Al respecto, véase el artículo “Cosmopolitismo”, en
VincenzoFerrone y Daniel Roche (Eds.), Diccionario histórico de la Ilustración, Madrid, Alianza Editorial,
1998, pp.33-41.
877
Ricardo Sáenz Hayes ha esbozado, a propósito del viaje, una idea similar a la que aquí sostenemos: “Si
[Montaigne] hoy participa de la vana alegría de los carnavales, mañana escucha un sermón o asiste a la
ceremonia de un circunciso o se pierde entre la multitud para seguir de cerca los últimos momentos de un
condenado a muerte. Todo lo quiere ver con los ojos, oír con los oídos, tocar con los dedos, para acrecentar el
aprendizaje, no ya de la ciudad, sino de lo que en ella anida: el hombre y su comedia, el hombre y su tragedia.
Desea realizar en sí la sentencia de Terencio: Homo sum humani a me nihil alienum puto”. Ricardo Sáenz
Hayes, Miguel de Montaigne (1533-1592), Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1939, p.220. Jean Lacouture también
destaca la importancia de esta máxima, y considera que condensa perfectamente el pensamiento y modo de
actuar de nuestro ensayista: “Pero si hay que elegir entre todos esos proverbios el que más que ningún otro
habría inspirado al autor de los Ensayos, inscrito en la viga más cercana a su escritorio, es el Homo sum humani
a me nihil alienum puto de Terencio, las ocho magníficas palabras en que se concentraran para nosotros el
pensamiento y la conducta del hombre que defendió la tolerancia, denunció la tortura, ridiculizó el concepto de
salvaje, se abrió a todas las culturas, eligió, estando en Italia, escribir en italiano, gustó del vino y de la acogida
de los alemanes, respetó las conversión al protestantismo de uno de sus hermanos y de una de sus hermanas, y
se batió para que sus correligionarios católicos reconociesen la legitimidad del príncipe hugonote” Jean
Lacouture, Op.cit., p. 214. Craig Brush, por su parte, nos recuerda la importancia estratégica de la ubicación de
la sentencia entre las vigas de la biblioteca de Montaigne, quien la tenía constantemente a la vista: “Una de las
249
soy y nada de lo humano puede serme ajeno; es esta sentencia, en definitiva, la que orienta
y conduce las búsquedas de Montaigne; la que le permite alejarse de la multitud para poner
en suspenso todas aquellas prescripciones que la política y la religión lo obligan a adoptar
públicamente; la que le posibilita encontrar una gran satisfacción en sentirse reconocido
como un compatriota de todos los hombres.
De este modo, podemos concluir esta sección, el ensayista es capaz de conciliar una
posición política y pública en la que la conservación del orden se ha convertido en una
máxima inapelable, con una ética privada en la que el ensayo de la alteridad se muestra
como la guía más adecuada, como el ideal más elevado. Es tal ensayo el que le permite
experimentar con alegría -y no ya con incomodidad o pena, como le sucede a la multitud
de hombres que lo rodean- aquella característica más propia de nuestro mundo: la
variedad, la diversidad. No accidentalmente, esa diversidad se revela como la conclusión
más natural desde la primera edición de los Ensayos, cuyas líneas finales transcribimos a
continuación:
a| Yo no odio las fantasías contrarias a las mías. Tanto disto de asustarme al ver la
discordancia de mis juicios con los ajenos, y de volverme incompatible con la sociedad de
hombres porque tengan otro parecer y tomen otro partido que yo, que, al contrario -dado
que la variedad es el uso más general que ha seguido la naturaleza, c| y más en los espíritus
que en los cuerpos, pues tienen una sustancia más dúctil y susceptible de formas-, a| me
parece mucho más raro ver convenir nuestras inclinaciones y nuestros propósitos. Y jamás
hubo en el mundo dos opiniones iguales c| como tampoco dos cabellos o dos granos. Su
característica más universal es la diversidad878.
4.5. El viaje como pedagogía de la diversidad
Hemos buscado señalar hasta aquí de qué modo, a través de la experiencia del viaje,
Montaigne intenta liberar su entendimiento y su acción -al menos en lo que refiere al
ámbito privado- de las ataduras y constricciones de la política y la religión. Repasando
brevemente sus viajes de biblioteca y la extensa cabalgata que lo condujo por múltiples y
diversos caminos de Europa, nos hemos propuesto reconstruir ese proceso de
descentramiento del juicio; el que, al mismo tiempo, es capaz de conducirlo, no sólo a una
mejor comprensión de los pareceres ajenos, sino también a un reconocimiento de la
inscripciones más famosas es la Terencio: Homo sum humani un me nihil alienum puto, situada sobre la pared
directamente en la línea de vista del escritorio de Montaigne”. Craig Brush, Op.cit., p.119.
878
Los ensayos, II, 37, p.1176.
250
diversidad como característica universal de la naturaleza. Ahora bien, esos dos primeros
pasos -coronados con el reconocimiento oficial del cosmopolitismo romano- nos han
permitido abrir la vía hacia el último de los escalones: el de la reflexión.
Como decíamos al inicio de este cuarto apartado, uno de los motivos y fines
principales del viaje radica en la posibilidad de que el sujeto logre romper las barricadas
que insensiblemente le impone a diario la fuerza inercial de la costumbre879, despojarse del
etnocentrismo político, religioso y cultural, y alcanzar así una comprensión mucho más
acabada y cabal de todo aquello que le es -presuntamente- ajeno880: “a| En mis viajes”,
afirma en tal sentido Montaigne, “para aprender siempre alguna cosa de la comunicación
con otros -que es la más bella escuela que existe-, observo la práctica de llevar siempre a
mis interlocutores a hablar de aquello que mejor saben”881. Y sus observaciones filosóficas
sobre la cuestión se hacen todavía más claras en aquel capítulo que lleva por título De
l’institution des enfants.
Dedicado a Diana de Foix, condesa de Gurson, el ensayo sirve a Montaigne para
reflexionar detenidamente sobre la formación de los hijos; posibilitándole, además, hacer
explícitos muchos de los principios éticos y políticos a los que hemos referido a lo largo de
este capítulo. En tal sentido, veremos, el ensayista no sólo recomendará que su discípulo
ideal sea objeto de una pedagogía escéptica y peregrina, sino que también pondrá un
marcado énfasis en que los compromisos políticos del escolar sean reducidos a un mero
vínculo exterior, absteniéndose de afectar la libertad de su entendimiento882.
Como afirmará el propio Montaigne en las líneas iniciales de su ensayo titulado “La costumbre de vestirse”:
“a| Dondequiera que me vuelvo, he de forzar alguna barrera de la costumbre. Hasta tal extremo ha trabado
escrupulosamente todos nuestros caminos”. Los ensayos. I, 35, p.306.
880
Joan Lluís Llinàs destaca la posibilidad de hacer a un lado el etnocentrismo a partir de la experiencia del
viaje, y asocia esta idea a dos postulados de Montaigne: la máxima de Terencio antes mencionada y la idea del
ensayista de que “b| Cada hombre comporta la forma entera de la condición humana” (Los ensayos, III, 2,
p.1202). Esto significa, en una palabra, que la apropiación del otro es posible gracias a que todos los seres
humanos comparten, más allá de las diferencias culturales, una misma condición, y, merced a ella, nada de lo
humano puede resultarles radicalmente extraño ni ajeno. Así nos lo dice Llinás: “La propuesta de Montaigne
para evitar el etnocentrismo consiste en viajar -real o virtualmente-. El contacto con los demás nos muestra la
diversidad de la condición humana, a la vez que constatamos que la comunicación es posible. Montaigne afirma
que cada hombre lleva en él la forma entera de la condición humana (III, 2), lo que significa que, pese a las
diferencias, todos somos hombres. Nada humano puede sernos ajeno, todo aquello extraño de otra cultura es
potencialmente nuestra forma concreta. Por eso Montaigne propone educar en la flexibilidad, en poder hacer
de todo, puesto que así no quedaremos encorsetados en una sola forma de vida, en un único punto de vista”.
“Modernidad y actualidad de Montaigne”, Revista Tópicos, 13, 2005, p.138.
881
Los ensayos. I, 16, p.71. Como se ha señalado: “El viaje será, incluso, la mejor educación”. Tzvetan Todorov,
Nosotros y los otros. Reflexión sobre la diversidad humana. México, Siglo XXI, 1991, p.59.
882
“a| Si su tutor comparte mi inclinación, formará su voluntad [la del discípulo] para ser muy leal servidor de
su príncipe, y muy afecto y muy valeroso; pero enfriará su deseo de adquirir con él otro compromiso que el del
deber público. Aparte de muchos otros inconvenientes que vulneran nuestra libertad con tales obligaciones
particulares, el juicio de un hombre a sueldo y comprado, o es menos íntegro y menos libre, o es tachado de
imprudencia e ingratitud”. Los ensayos, I, 25, pp.197-198. Es elocuente la similitud entre esta recomendación y
la actitud que el mismo Montaigne dice haber asumido: “b| Por lo demás, no me apremia pasión alguna, ni de
odio ni de amor, hacia los grandes; a mi voluntad no la atenaza ninguna ofensa ni obligación particular. c| Miro
a nuestros reyes con un afecto simplemente legítimo y civil; ni movido ni alterado por interés privado alguno.
879
251
En ese marco, y luego de haber realizado una fuerte crítica a esos pedantes que no
poseen otra capacidad que la libresca, Montaigne insistirá constantemente en que la
educación debe tener como fin principal la formación del juicio. Todas las tareas del tutor
que se brinde a su discípulo deben estar abocadas a dicha constitución. En tal sentido,
retomando un par de metáforas extraídas de las Epístolas morales a Lucilio883, el ensayista
afirma que es necesario que el aprendiz sea capaz de digerir todos aquellos alimentos que
ha ingerido su alma, pues “a| regurgitar la comida tal como se la ha tragado es prueba de
mala asimilación e indigestión. El estómago no ha realizado su operación si no ha hecho
cambiar la manera y la forma de aquello que se le había dado a digerir”884. Al igual que las
abejas liban el polen de distintas flores a fin de engendrar un producto propio y
completamente diferente, el discípulo de Montaigne deberá ser capaz de transformar y
fundir “a| los elementos tomados de otros para hacer una obra enteramente suya, a saber,
su juicio”885. En efecto, dado que “c| la verdad y la razón son elementos comunes a
todos”886, cada cual debe esforzarse en lograr hacer propios los razonamientos ajenos, y
abstenerse de aceptar ningún dogma por el simple hecho de que haya sido Aristóteles
quien supo darle origen.
a| Que se lo haga pasar todo por el cedazo, y que no aloje nada en su cabeza por simple
autoridad y obediencia; que los principios de Aristóteles no sean para él principios, como
tampoco los de estoicos o epicúreos. Debe proponérsele esta variedad de juicios; que elija,
si puede; si no, que permanezca en la duda. a2| Che non men che saper dubbiar
m’aggrada887.
Asimismo, dado que la meta principal de la educación radica en el ejercicio del
entendimiento, en aprender a juzgar libremente más allá de las ataduras que imponen la
escuela y la sociedad, el texto del que habrá de estudiar el discípulo de Montaigne no es
otro que el del gran libro del mundo. En efecto, la sección central de este capítulo que
estamos transitando está especialmente dedicada a la escuela de las relaciones humanas.
De lo cual me alegro. b| La causa general y justa me obliga sólo con moderación y sin fervor. No estoy
sometido a hipotecas ni compromisos penetrantes e íntimos. La cólera y el odio van más allá del deber de
justicia, y son pasiones que sólo sirven a quienes no se atienen lo bastante a su deber por la mera razón”. Los
ensayos, III, 1, pp.1182-1183.
883
Séneca. Epístolas morales a Lucilio. Madrid, Gredos, 1994, Tomo II, 84, 5-6.
884
Los ensayos, I, 25, pp.190-191.
885
Los ensayos, I, 25, pp.192-193.
886
Los ensayos, I, 25, p.192.
887
Los ensayos, I, 25, p.192. La cita italiana petenece a La Divina Comedia de Dante: “Dudar me gusta tanto
como saber”. Infierno, XI, 93.
252
a| Las relaciones humanas le convienen extraordinariamente, y la visita de países
extranjeros, no sólo para aprender, a la manera de los nobles franceses, cuántos pasos tiene
la Santa Rotonda o la riqueza de las enaguas de la Signora Livia o, como otros, hasta qué
punto el semblante de Nerón en alguna vieja ruina de allí es más largo o más ancho que el
de cierta medalla similar, sino para aprender sobre todo las tendencias y costumbres de esas
naciones y para rozar y limar nuestro cerebro con el de otro888.
Y “a| yo quisiera que empezaran a pasearlo desde la primera infancia”889, afirma a
renglón seguido nuestro ensayista, quien sabe que el entendimiento resulta más blando y
menos resistente durante la infancia890, y que, por el contrario, la costumbre no hace sino
naturalizar los puntos de vista admitidos en la sociedad en la que se ha nacido, bloqueando
con barricadas todos los caminos que se alejen del usual.
El objetivo de estos consejos pedagógicos es evidente: resulta sumamente
provechoso abrirse al encuentro con el otro, aprender y aprehender sus costumbres, sus
hábitos, sus tendencias, sus modos de ser, evitando, al mismo tiempo, ese vicio en el que
incurre la mayoría de los hombres: la vanidosa tendencia de viajar tan sólo con la intención
de esparcir por el mundo la propia visión de las cosas891, o protegidos -mediante las
armaduras de la costumbre- contra contagio de todo lo foráneo892. Según afirma el propio
Montaigne, resulta “a| una impertinencia y una incivilidad oponerse a todo aquello que no
se acomoda a nuestro gusto”893, a todo aquello que nos resulta extraño. Por eso, la
experiencia del viaje debe implicar todo lo contrario: transitar por los más diversos
senderos se convertirá en un ejercicio de notable beneficio para este discípulo ideal, en
tanto le permitirá entrar en contacto con todo lo que es diferente de sí: observar
costumbres desconocidas, oír ideas inauditas, interiorizarse de prácticas políticas y
religiosas diferentes, experimentar en carne propia hábitos y formas de vida disímiles.
En una palabra, podemos decir que Montaigne propone para su escolar un ensayo
de la alteridad, una experimentación y un reconocimiento de la diversidad894, una práctica
Los ensayos, I, 25, p.194. El subrayado es nuestro
Los ensayos, I, 25, p.194.
890
Véase Los ensayos, I, 26, pp.233-234.
891
“a| En la escuela de las relaciones humanas, he observado con frecuencia el vicio de que, en lugar de
dedicarnos a conocer a los demás, sólo nos esforzamos en darnos a conocer, y nos preocupamos más por
despachar nuestra mercancía que por adquirir una nueva. El silencio y la modestia son cualidades muy
convenientes en el trato con los demás”.Los ensayos, I, 25, p.196.
892
Jesús Navarro señala -a nuestro juicio, con tino- que “Montaigne detesta al viajero que lleva como equipaje
sus propios hábitos y costumbres; las que, como una inflexible coraza, lo mantienen a salvo de cualquier
influencia externa”.Pensar sin certezas, p.193.
893
Los ensayos, I, 25, p.196.
894
Peter Burke ha destacado este aspecto, como una propuesta novedosa por parte del ensayista: “Montaigne
no observaba meramente, sino que participaba, alimentándose a la manera de los lugares donde iba, «para
888
889
253
de ese mismo ejercicio que él ha intentado realizar durante gran parte de su vida tanto con
el entendimiento como con las piernas895. He ahí el verdadero valor pedagógico del viaje; la
razón por la cual el ensayista encuentra en estos paseos la mejor escuela para formar la
vida. Como él mismo afirma, en un pasaje en donde la crítica y la indagación se muestran
tan vinculadas como contrapuestas:
b| La diversidad de formas entre una nación y otra sólo me afecta por el placer de la
variedad. Cada costumbre tiene su razón… c| Cuando he salido de Francia y, para ser
corteses conmigo, me han preguntado si quería que me sirvieran a la francesa, me he reído y
me he precipitado siempre a las mesas más llenas de extranjeros. b| Me avergüenza ver a
nuestros hombres embriagados con ese necio humor de alejarse de las formas contrarias a
las suyas. Les parece encontrarse fuera de su elemento cuando se encuentran fuera de su
pueblo. Allí donde van, se atienen a sus costumbres y abominan las extranjeras. Si hallan a
un compatriota en Hungría, celebran el azar. Ahí los tenemos: se reúnen y congregan,
condenan todas las costumbres bárbaras que ven. ¿Por qué no bárbaras, puesto que no son
francesas? Y todavía éstos son los más hábiles, que las han examinado, para denigrarlas. La
mayoría no emprenden la ida sino la vuelta. Viajan protegidos y encerrados tras una
prudencia taciturna e incomunicable, defendiéndose del contagio del aire desconocido…
Por el contrario, yo viajo muy harto de nuestros usos, no para buscar gascones en Sicilia -he
dejado bastantes en casa-; prefiero buscar griegos y persas. Los abordo, los examino; a eso
me entrego y aplico. Y, lo que es más, me parece que apenas he encontrado costumbres que
no sean tan buenas como las nuestras896.
Montaigne, que no se apasiona demasiado por la dulzura del aire nativo897, no teme
en absoluto el contagio del aire desconocido898, pues, a diferencia de muchos de sus
experimentar [essayer] por completo la diversidad de usos y costumbres». Emplea el término essayer en el
mismo sentido que en sus Ensayos. Otros viajeros de la época prestaron atención a las costumbres locales,
debido al creciente interés por lo exótico. Pero lo que distinguía a Montaigne era el carácter reflexivo de su
etnografía. Ridiculizó la estrechez de miras de la gente que tomaba como universales leyes que eran sino
«municipales» (II.12)”. Montaigne, pp.65-66.
895
En consonancia con su propia práctica, Montaigne aconseja a su discípulo que, al trato con los hombres
mediante el viaje, añada la lectura de los clásicos: “a| En este trato con los hombres, entiendo que ha de
incluirse, y de manera principal, a quienes no viven sino en la memoria de los libros. Frecuentará, por medio de
los libros de historia, las grandes almas de los siglos mejores. Es estudio vano, si se quiere, pero también, si se
quiere, es un estudio de considerable provecho”. Los ensayos, I, 25, p.199.
896
Los ensayos, III, 9, pp.1469-1470.
897
“Podemos decir que estaba menos estrechamente atado a su propia cultura que la mayoría de sus
contemporáneos… y de sus reflexiones sobre la variedad humana sacaba consecuencias de más amplio alcance
que la mayoría con sus notables dotes para apreciar el punto de vista de los demás”. Peter Burke, Montaigne,
p.69.
898
“El verdadero objetivo del viaje va más allá de la mera observación de lo diferente: el viajero ha de integrarse
en la extrañeza del país vivido. Montaigne quiere confundirse con el otro, aceptar a modo de juego las
costumbres del país como si fueran propias, vestirse con la máscara de una costumbre distinta”. Jesús Navarro
Reyes, La extrañeza de sí mismo, pp.192-193.
254
contemporáneos, no encuentra en ese contagio ningún perjuicio, sino todo lo contrario: la
apertura es la expresión más acabada de una sana actitud mental, dado que, como “b| se
dice con toda razón, un hombre honesto es un hombre mezclado”899. El ensayista expresa
por todas partes una curiosidad casi sin límites; tanto sus Essais como su Journal nos
revelan su deseo por abarcarlo todo, por ensayarlo todo, por experimentarlo todo. Y ese
mismo afán escéptico -en el sentido etimológico del concepto de skepsis900- es el que desea
promover en este potencial discípulo al que destina su ensayo:
a| Es preciso infundir en su fantasía una honesta curiosidad para indagarlo todo; verá
cuanto haya de singular a su alrededor: un edificio, una fuente, un hombre, el sitio donde se
libró una antigua batalla, el lugar por donde pasaron César o Carlomagno… Preguntará por
las costumbres, los recursos y las alianzas de uno y otro príncipe. Son cosas cuyo
aprendizaje es muy grato y cuyo conocimiento es muy útil”901.
El aprendiz habrá de viajar poniendo en suspenso la validez universal de sus
creencias heredadas, y siendo igualmente atraído por todo: “un boyero, un albañil, un
transeúnte”902. El viaje se convertirá de este modo en un nuevo ensayo, en un ejercicio de
duda, de aprendizaje, de indagación; en un ejercicio de mestizaje903, en el cual hasta los
presupuestos más arraigados habrán de ser puestos en juego y cuya recompensa más
preciada no será otra que la clarificación del juicio. En efecto, luego de haber desandado
múltiples y diversos caminos, luego de haber visto y frecuentado aquello que le es ajeno, el
sujeto logrará una notable claridad para su entendimiento. Sólo quien ha realizado la
experiencia del periplo por la alteridad y, por tanto, alcanzado una verdadera comprensión
de la diversidad que caracteriza a la naturaleza, es quien puede juzgar en perspectiva, con
Los ensayos. III, 9, p.1470. Como bien ha señalado Craig Brush, no sólo el objetivo del viaje, sino el de toda
la propuesta pedagógica de Montaigne consiste en producir una mente abierta. Montaigne and Bayle, p.134.
Jesús Navarro ha distinguido también esta característica de la educación propuesta por el ensayista: “Señala
Montaigne, en su pedagogía, a la testarudez y a la rigidez mental como el peor de los defectos en un alumno. El
carácter del niño ha de ser flexible, adaptado a los diversos momentos y situaciones, abierto a las distintas
personalidades y culturas que pueda encontrar en el futuro”.La extrañeza de sí mismo, p.173.
900
Según la tripartición realizada por Sexto Empírico al inicio de sus Hipotiposis pirrónicas (I, I, 1-3), la cual es
repetida por Montaigne casi al pie de la letra (Los ensayos. II, 12, p.737), las escuelas de filosofía pueden
dividirse entre: a) aquellas que afirman haber encontrado la verdad, es decir, las dogmáticas; b) aquellas que
declaran que la verdad es inhallable, esto es, las académicas o dogmáticas negativas; y c) aquellas que continúan
investigando, a saber, las escépticas. Así, aquí podemos afirmar que, desde un punto de vista etimológico, el
término griego skepsis representa este perdurar en el camino de la indagación. En tal sentido, cabe señalar que
lo que Montaigne suele resaltar -en general en muchos de sus textos y en particular en relación con la
educación de los niños- es precisamente este aspecto: al discípulo debe enseñársele a ir siempre más allá; a
continuar investigando; a tomar en cuenta todos los costados de un asunto antes de juzgar; a recorrer las
diversas caras de la figura antes de someter su entendimiento a las prescripciones del geómetra.
901
Los ensayos, I, 25, pp.198-199.
902
Los ensayos, I, 25, p.198.
903
“En sus viajes, Montaigne quiere integrarse en el paisaje, hacerse pasar por otro entre los otros, en busca de
una especie de mestizaje adoptivo” Jesús Navarro Reyes, La extrañeza de sí mismo, pp.193-194.
899
255
una mirada más amplia. Tal ser humano, más cerca de Sócrates que de un párroco de aldea,
puede representarse “las cosas según su justa medida”.
a| El juicio humano extrae una maravillosa claridad de la frecuentación del mundo. Estamos
contraídos y apiñados en nosotros mismos, y nuestra vista no alcanza más allá de la nariz.
Preguntaron a Sócrates de dónde era. No respondió «de Atenas», sino «del mundo». Él,
que tenía la imaginación más llena y más extensa, abrazaba el universo como su ciudad,
proyectaba sus conocimientos, su sociedad y sus afectos a todo el género humano, no como
nosotros, que sólo miramos lo que tenemos debajo. Cuando las viñas se hielan en mi
pueblo, mi párroco deduce la ira de Dios sobre la raza humana, y piensa que la sed debe
adueñarse ya de los caníbales. Al ver nuestras guerras civiles, ¿quién no exclama que esta
máquina se trastorna y que el día del juicio nos agarra por el pescuezo, sin reparar en que se
han visto muchas cosas peores, y en que, mientras tanto, las diez mil partes del mundo no
dejan de darse la buena vida?... c| Todos padecemos insensiblemente de este error -error de
gran consecuencia y perjuicio-. a| Pero si alguien se representa, como en un cuadro, esta
gran imagen de nuestra madre naturaleza en su entera majestad, si alguien lee en su rostro
una variedad tan general y constante, si alguien se observa ahí dentro, y no a sí mismo, sino
a todo un reino, como el trazo de una punta delgadísima, ése es el único que considera las
cosas según su justa medida904.
El ensayista, ciudadano del mundo desde su adquisición de la ciudadanía de Roma,
rescata una vez más esta vieja imagen del Sócrates cosmopolita; de este particular hombre
de entendimiento que supo ser capaz de posponer y subordinar cualquier vínculo nacional,
político o religioso al vínculo común y universal. Despojado de las ataduras de la
costumbre, desprovisto de las obligaciones civiles que lo obligan a sostenerse públicamente
dentro de los márgenes de la religión de Pierre Eyquem, Montaigne logra abrazar a un
polaco como a un francés, pues entiende que, más allá de las máscaras culturales, existe
entre los seres humanos un vínculo anterior: “b| Cada hombre comporta la forma entera de
la condición humana”905.
A diferencia de René Descartes, quien cincuenta años más tarde considerará de un
modo negativo el hecho de que el viaje pueda hacernos“extranjeros en nuestro propio
país”, Montaigne entenderá que el periplo por la alteridad, lejos de alejar al aprendiz de un
espacio geográfico, histórico y político específico, lo convertirá en un ciudadano del
mundo, en un cosmopolita. El mundo, y su natural diversidad, es el espejo en el que cada
ser humano puede -y debe- mirarse para juzgarse en la perspectiva correcta. Y es gracias al
904
905
Los ensayos, I, 25, pp.201-202.
Los ensayos, III, 2, p.1202.
256
viaje, en definitiva, que el discípulo será capaz de realizar ese extraordinario movimiento,
arrancándose las anteojeras que la costumbre impone con sigilosa tiranía, y
comprendiendo, finalmente, el mensaje de ese gran libro del mundo.
a| Este gran mundo, que algunos incluso multiplican como especies bajo un género, es el
espejo en el que debemos mirarnos para conocernos como conviene. En suma, quiero que
éste sea el libro de mi escolar. Tantos humores, sectas, juicios, opiniones, leyes y
costumbres nos enseñan a juzgar sanamente los nuestros, y le enseñan a nuestro juicio a
reconocer su imperfección y su flaqueza natural; cosa que no es pequeño aprendizaje906.
*
*
*
Exeat aula qui vult esse pius907. “Abandone el palacio quien pretenda ser piadoso”; he allí la
sentencia de Lucano, adoptada por Cicerón y reapropiada por Maquiavelo, a la que
Montaigne también hace suya en el capítulo sobre “La vanidad”. A ella podríamos añadir
otra de Tácito a la que hemos referido más arriba: Rara temporum felicitate, ubi sentire qua
evelis, et quae sentias dicere licet. Y también esta otra del orador romano: “Quizás tendrás
que decir algo que no sientas, o hacer algo que no apruebes. Pero ante todo, acomodarse al
tiempo, esto es, plegarse a las necesidades, ha sido siempre propio de los sabios”908.
No todos los tiempos resultan igualmente propicios para expresar, de modo franco
y abierto, ideas pocos corrientes, o para sostener argumentos alejados del sentir común, o
para intentar posicionarse, sin tapujos, en un espacio equidistante entre güelfos y gibelinos.
Montaigne lo ha estudiado en la historia, y también lo ha comprendido por su propia
experiencia:
b| En otros tiempos intenté aplicar, al servicio de las acciones públicas, las opiniones y
reglas de vida tan rudas, nuevas, sin pulir o impolutas, como las tengo, nacidas en mí o
proporcionadas por mi formación, y de las cuales me sirvo, c| si no b| tan cómodamente, c|
al menos con seguridad b| en privado -una virtud escolar y novicia-. Las encontré ineptas y
peligrosas. Quien anda entre la multitud, tiene que desviarse, apretar los codos, retroceder o
avanzar, incluso tiene que abandonar el camino recto, según lo que encuentre; tiene que
vivir no tanto con arreglo a sí mismo como con arreglo a los demás, no según lo que se
Los ensayos, I, 25, p.202.
Lucano, Farsalia, VIII, 493-494.
908
Cicerón, Cartas a los familiares, Madrid, Gredos, 2008, IV, 9.
906
907
257
propone, sino según lo que le proponen, según el tiempo, según los hombres, según los
asuntos909.
Son estas pruebas textuales, y todas las demás que hemos intentado aducir a lo
largo de este capítulo, las que, según creemos, pueden brindar un rasgo de verosimilitud a
la interpretación que hemos intentado sostener. Tal interpretación puede ser resumida del
siguiente modo: Montaigne parece haber adoptado una posición ambigua frente al
conflicto confesional que afecta a su Francia natal. Por un lado, en términos públicos y
político, plegando su acción a las leyes y costumbres del país en el que la fortuna lo había
depositado, supo aceptar con moderación las prescripciones de su religión heredada,
oponiéndose a las sediciones políticas propiciadas por los hugonotes. Por el otro, en
privado, manteniendo a su entendimiento y a su voluntad libre de aquellos grilletes a los
que se sometía puertas afuera de su biblioteca, supo desarrollar una ética en la cual el
ensayo de la alteridad y el reconocimiento de la diversidad, como rasgo propio de la
naturaleza, se convirtieron en los principios cardinales de su conducta.
909
Los ensayos, III, 9, p.1479.
258
CONCLUSIÓN
Una pregunta, tres respuestas, muchos caminos abiertos.
Au moment de sa formation (XVIe-XVIIe siècle), le concept moderne de
tolérance avait pour objet de résoudre une question religieuse : comment
rendre possible la coexistence de plusieurs religions dans un même État ?
Or ce concept a permis de penser la coexistence religieuse, en déplaçant le
centre de gravité de la question du religieux au politique.
Yves Charles Zarka, La tolérance ou comment coexister.
L’histoire de l’époque moderne n’est pas seulement l’histoire de formes
de gouvernement qui visent à assurer la reproduction du couple
domination/assujettissement, elle est aussi l’époque de l’invention de
l’autonomie individuelle et de la liberté politique auxquelles le concept de
tolérance est lié. L’idée de tolérance est en effet le produit d’un lent
processus par lequel la pensée moderne mis en place les éléments
constitutif d’une définition du pouvoir politique dans laquelle
l’acceptation de l’altérité et la diversité ont été reconnues comme des
conditions de la paix civile.
Frank Lessay, La tolérance de l’histoire à la valeur.
Según señala Martin Fitzpatrick, producto de la urgencia producida por el conflicto
confesional desatado luego de la Reforma, durante el período de la modernidad temprana
surgirán “al menos seis aproximaciones, tanto intelectuales como prácticas, a la cuestión de
la tolerancia”910, las que, además, nutrirán por diversas vías los modos y las ideas del siglo
de la Ilustración. Los presupuestos que dieron cuerpo a esas diversas posiciones no fueron
plenamente independientes, mostrándose muchas veces de un modo superpuesto, y en
vinculación con los contextos y circunstancias históricas; no obstante lo cual, “en cierto
sentido, [dichas posiciones] se transformaron en tradiciones identificables a los largo del
temprano período moderno”911.
Realicemos un breve repaso de las mismas. La primera de estas tradiciones se
cimentó en el imperativo de obedecer la propia conciencia, y, desde esa base, defendió el
legítimo derecho de obedecer tal mandato. Fuertemente reforzada por la intervención de
Lutero en el estrado de Worms, esta tradición argumentó que la fe no puede ser establecida
en ninguna conciencia a través de la coacción, y por tanto, que las persecuciones jamás
serán capaces de producir una creencia religiosa sincera. La segunda posición tiene sus
Martin Fitzpatrick, “Toleration and Enlightenment Movement”, en O.P. Grell y R. Porter (Eds.),
Toleration in Enlightenment Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 2000, p.27.
911
Ibíd.
910
259
orígenes en la teología irénica del humanismo renacentista, “una tradición consensual y
amante de la paz nacida en reacción al feroz conflicto provocado por la Reforma”912.
Conocidos bajo el rótulo de latitudinarios en la Gran Bretaña, y de arminianos en los
Países Bajos, los partidarios de esta tradición se caracterizaron por dejar en un segundo
plano las instituciones religiosas para concebir al cristianismo a partir de un núcleo de
verdades morales esenciales, las que, al poder ser aceptadas de un modo unánime por todos
los creyentes, estarían en condiciones de eliminar de una vez por todas las sangrientas
contiendas interconfesionales. En ese sentido, esta tradición puede ser considerada como
un desarrollo tardío de las posiciones tardo-medievales que pretendían garantizar la pax y
la concordia. Vinculada con ésta, la tercera tradición es la del humanismo escéptico, la cual,
retomando los argumentos del escepticismo antiguo, “desafió la opinión de que una única
comprensión racional de la religión cristiana era posible”913. Los escépticos reconocieron
que todos los creyentes resultaban ortodoxos para sí mismos, y que la razón humana no
era un instrumento confiable para guiarse en las discusiones religiosas. Por tal motivo,
concluían, debe permitirse que cada cristiano elija libremente su propio camino hacia Dios.
La cuarta tradición, que podríamos denominar escéptica libertina, se presenta como la
radicalización de la posición anterior, extendiendo a deístas y a ateos la posibilidad de
acceder al derecho a la tolerancia. Asumiendo como estandarte la máxima Intus ut libet,
foris ut moris est, estos librepensadores establecieron una distinción entre los muchos y los
pocos, aceptando la necesidad de sostener una religión civil, pero resguardando un ámbito
íntimo en el cual la libre indagación fuera posible914. De ese modo, postularon la
posibilidad de que la élite ilustrada pudiera pensar y comportarse en privado de un modo
diferente a como lo prescribían la teología ortodoxa y la religión, siempre que fueran
obedientes a la autoridad pública915. La tradición republicana, quinta en esta clasificación
que nos propone Fitzpatrick, hará hincapié en el valor de la religión como vínculo común
y cemento moral de la sociedad civil916, estableciendo unos pocos dogmas básicos y
Ibíd.
Ibíd., p.28.
914
En este sentido, como bien señala Fitzpatrick, el potencial anticlerical e irreligioso de esta tradición es muy
importante; sin embargo, esas “libres indagaciones” también condujeron a muchos de sus representantes a
adherir a una forma de religiosidad particular: el fideísmo.
915
En un dato significativo para nosotros, el autor remonta el origen de esta tradición hasta los Ensayos de
Montaigne, y la extiende hasta la Ilustración: “It developed in the late sixteenth century in France and was
expounded by Michel de Montaigne in his Essais (1580 and 1588) and by his disciple, Pierre Charron, in his De
la sagesse (1601), both profoundly influential works. Later the notion of the privately emancipated intellectual
formed a key aspect of the meaning of a philosophe as defined by the AcadémieFrancaise in its first dictionary
published in the late seventeenth century (1694)”. Ibíd., p.28.
916
La inspiración de esta tradición se halla, claro, en los tiempos de la Roma republicana: “This tradition
looked back to classical times for inspiration, and would in some eighteenth-century formulations seem quite
cynical, the most famous of which being Edward Gibbon’s, in volume I of his Decline and Fall of the Roman
Empire (1776), ‘The various modes of worship, which prevailed in the Roman World, were all considered by
912
913
260
centrales (la creencia en un solo Dios, en la Providencia, en el castigo de los malos y la
recompensa de los buenos) cuya aceptación común permite la existencia de diversas
prácticas y creencias. Del mismo modo, esta tradición postulará una fe religiosa mínima
como requisito necesario para la ciudadanía, y, por tanto, como condición para acceder al
beneficio de la tolerancia, dejando de lado la posibilidad de que los ateos pudieran formar
parte de la sociedad política. La tradición politique, por último, se mostrará como una
respuesta a los conflictos religiosos del siglo XVI. Tomando conciencia de las divisiones
irreductibles producidas por la contienda confesional, los politiques postularán la necesidad
de establecer acuerdos -en base a diversas concesiones- con las minorías religiosas, pues
comprenderán, también, que el intentar imponer la uniformidad religiosa mediante la
coacción provoca consecuencias políticas, sociales y hasta económicas seriamente
perjudiciales. Por razones pragmáticas, por tanto, esta tradición se manifiesta a favor de
una tolerancia limitada para las minorías religiosas -en particular para los hugonotes en
Francia- mientras que, a menudo, también persiste en la aspiración de reestablecer la
unidad confesional -que continúa siendo un ideal- mediante medios persuasivos.
Por otra parte, como suele ocurrir con los conceptos filosófico-políticos que han
llegado a formar parte de nuestro acervo contemporáneo, el de tolerancia parece haber
experimentado, a lo largo sus varios siglos de existencia moderna, una serie de
transformaciones semánticas de consideración917. En efecto, si tomamos prestadas algunas
de las indicaciones generales realizadas por Paul Ricoeur, podemos señalar al menos tres
episodios bien diferenciados en el derrotero semántico de este concepto. El primer
significado habría adquirido todo su espesor en el período abordado a lo largo de nuestro
trabajo. Según “este umbral mínimo de la tolerancia”918, asumir una actitud tolerante en el
siglo XVI implicaba aceptar (algo muy diferente de aprobar) con cierta resignación un
factum que no era posible impedir.Y era ésa, en efecto, la actitud política que el propio
Michel de Montaigne parece haber atribuido a Enrique III en ocasión del edicto de
Beaulieu, donde se concedía una amplia libertad de conciencia y de culto a los hugonotes
franceses: “a| más bien creo, por el honor de la devoción de nuestros reyes, que, no
habiendo podido lo que querían [es decir, alcanzar la reunificación de los súbditos bajo una
única creencia] han aparentado querer lo que podían”919. En este sentido, también es
necesario señalar -como lo han hecho de modo unánime todos los autores que hemos
the people, as equally true; by the philosopher, as equally false; and by the magistrate, as equally useful.’”. Ibíd,
p.28.
917
Para considerar un sintético repaso de esta historia, véase la entrada “Toleration”, redactada por John
Christian Laursen, en Maryanne Cline Horowitz, New dictionary of the history of ideas, Op.cit., pp.2335-2341.
918
Paul Ricoeur, Op.cit., p.20.
919
Los ensayos, II, 19, p.1014.
261
consultado- que la tolerancia, como concepto y como práctica, luego extendida al ámbito
político, étnico, cultural, etc., tuvo su origen en la necesidad de apaciguar los conflictos
religiosos y confesionales.
Un segundo período, que podríamos circunscribir temporalmente entre la segunda
mitad del siglo XVII y la primera del XVIII, estará signado por una paulatina actitud de
apertura hacia las opiniones y convicciones ajenas; no para adoptarlas, pero sí al menos
para comprenderlas. Esta etapa traerá aparejada, según Ricoeur, “una cierta suspensión de
la violencia”920, y en ella se producirá un acontecimiento clave: el reconocimiento del
derecho al error, “unido a la idea de que cada cual tiene el derecho a vivir según sus propias
convicciones”921 y a la presunción de la libertad como una de las características distintivas
de la conciencia humana. La idea de la verdad experimentará una aguda crisis, y el
concepto de tolerancia franqueará con ella un umbral decisivo, pues “la benevolencia ante
ideas que no se comparten cederá el paso a la sospecha de que una parte de la verdad puede
encontrarse fuera de las convicciones que forman la base de las tradiciones en las que
hemos sido educados”922.
Todos estos acontecimientos prepararán el terreno para el advenimiento de una
tercera y definitiva etapa, la “que se alcanzará con el movimiento de la Ilustración francesa
en la época de los Enciclopedistas”923, esto es, en la segunda mitad del siglo XVIII. Este
último período arribará a su más elaborada materialización práctica a través de las
declaración de derechos, estableciendo “un poder político neutro, que no se incline por
ninguna confesión ni privilegie a ninguna comunidad religiosa, sino que proteja a todos los
cultos por igual”924, y, al mismo tiempo, instituyendo a la libertad de conciencia y expresión
como prerrogativas propias de los seres humanos en tanto tales. Así, la tolerancia dejará de
ser interpretada como una concesión brindada por quien detenta una posición de poder, o
como un mal menor al que debemos acceder a regañadientes, para comenzar a ser
concebida como un derecho925.
Es en el marco de las continuidades indicadas por Fitzpatrick y las discontinuidades
señaladas por Ricoeur en donde, de acuerdo a nuestra mirada, quizás puedan advertirse
Paul Ricoeur, Op.cit., p.20.
Ibíd., p.21. El subrayado es del original.
922
Ibíd.
923
Ibíd.
924
Ibíd.
925
Como lo dirá con otros términos Pedro Bravo Gala, en estricta referencia a la esfera religiosa: “Tolerar al
disidente religioso significa que el grupo dominante renuncia a elevar los criterios religiosos a criterios políticos
y que, en consecuencia, acepta, en alguna medida, la neutralización de la vida religiosa… En cambio, la libertad
religiosa presupone el reconocimiento en el individuo de un derecho natural para la libre profesión y expresión
de sus creencias. La esencia de la libertad religiosa radica en la elevación del individuo a autoridad suprema en
la esfera religiosa”. “Presentación”, Op.cit., pp.XVI-XVII.
920
921
262
con mayor precisión los diversos itinerarios intelectuales y políticos desandados por la
tolerancia durante la modernidad filosófica. Estos itinerarios, según hemos intentado
indicar a lo largo de estas páginas, tal vez podrían remontar su origen hasta los distintos
intentos de respuesta brindados ante el desafío de vivir con otros por Sébastien Castellion,
Jean Bodin y Michel de Montaigne en la prehistoria de aquella modernidad926. Hagamos
algunas indicaciones al respecto, a fin de dar un cierre a nuestro trabajo.
I
Según hemos señalado en nuestro capítulo II, en el prefacio de la traducción latina de la
Biblia que Sébastien Castellion dedica a Eduardo VI de Inglaterra es posible hallar una
primera defensa de la tolerancia. En este breve prólogo para el rey, el humanista recordará
al joven monarca cuál es el verdadero mensaje de Cristo, exhortándolo a hacer uso de la
moderación y la caridad, únicas virtudes capaces de apaciguar todas las controversias y
conflictos religiosos, dejando en las exclusivas manos de Dios el enjuiciamiento de las
conciencias y los corazones. En efecto, afirma allí Castellion, dado que nadie podrá
arrepentirse de haberse abstenido de hacer morir a un hombre, y dada la incerteza que
envuelve a todas las discusiones de la teología dogmática, la vía de la doucer, la moderación
y la paciencia es la más segura que un magistrado prudente puede y debe adoptar.
Estos primeros argumentos serán retomados y enriquecidos en dos obras capitales
de nuestro humanista, el Traité des hérétiques y el Contra libellum Calvini, obras que
hallarán su motivo principal en el enjuiciamiento y la ejecución del médico español Miguel
Servet. En el primero de estos tratados, y más allá de la compilación de los diversos
argumentos de autoridad que conforman el cuerpo del texto, Castellion adoptará distintos
seudónimos con el fin de brindar una serie de consideraciones en relación con la cuestión
de la tolerancia. En el prefacio, Martin Bellie nos invitará a reflexionar sobre un concepto
clave para los promotores de la persecución, el de herejía, revelando el carácter relativo y
circunstancial de dicha noción (y, como corolario, la posibilidad de que la acusación se
torne reversible). Bellie muestra, además, que no es posible hallar ninguna prueba bíblica
que ordene hacer morir a aquellos que parecen incurrir en una equivocación doctrinal, sin
ocasionar con dicho equívoco ninguna perturbación moral o política. Georges Kleinberg y
Basile Montfort, por su parte, tomarán la pluma con el fin de añadir algunos fundamentos
Nos apoyamos para esta consideración en otra afirmación de Martin Fitzpatrick: “Even when some in the
late eighteenth century wanted to go beyond tolerationist arguments to argue instead in favour of a complete
equality of religious and civil rights, they would mix the new Enlightened language of rights and the older
languages in which toleration was implicitly or explicitly a dispensation or favor”. Op.cit., p.29.
926
263
más a los argumentos de Bellie: el primero buscará defender que, dada la disparidad de los
asuntos, debe existir una clara diferenciación entre el ámbito de injerencia propio del
magistrado secular y aquel que concierne al ministro de la religión. En efecto, Cristo nos
ha enseñado por su propio ejemplo que la espada con la que se defiende la doctrina
verdadera no es más que espiritual, y que recurrir al hierro y al fuego para mancillar las
almas no sólo es ilícito, sino también inútil. Montfort, a su vez, insistirá en la clara
distinción que es posible trazar entre la herejía y la blasfemia, y, del mismo modo, en
aquella que puede establecerse entre los oscuros dogmas de la teología y las claras
prescripciones de la moral. En tal sentido, puede decirse con el Castellion del Traité que la
exigencia de ortodoxia será reemplazada por la de ortopraxia.
Todos estos argumentos serán retomados y profundizados por Vaticanus, el
personaje que da voz a nuestro humanista en el Contra libellum Calvini: la necesidad de
distinguir con claridad el error de la impiedad, la de establecer una diferenciación entre la
espada secular y la espiritual, enfatizando la doucer como virtud verdaderamente cristiana,
y la de mostrar que el mensaje del amor de Cristo nos ha relevado de cumplir la ley de
Moisés, son los ejes cardinales de este texto. Al mismo, algunos años más tarde, Castellion
añadirá el Conseil à la France desolée. En este breve opúsculo de intervención, publicado
en ocasión del inicio de las guerras civiles en suelo francés, el autor no sólo concebirá a la
persecución como un mal moral que afecta la libertad de las conciencias individuales, sino
también como una enfermedad política que es incluso capaz de acabar con la vida de toda
una comunidad. En tal sentido, siguiendo el ejemplo del anónimo autor de la Exhortation
aux Princes, Castellion postulará que la libertad religiosa, lejos que convertirse en una
causa temible de levantamientos y trastornos civiles, representa la verdadera solución de
los conflictos. En ese marco, instará a todos los cristianos (católicos y evangélicos) a
recordar los fundamentos olvidados del cristianismo: la caridad, la fraternidad y la
comprensión mutua. En base a ello, afirmará también que no es posible hallar más que un
único remedio real para la desolación del reino; el que consiste en “permitir en Francia dos
Iglesias”. De este modo, Castellion no sólo reclamará el respeto de la libertad de conciencia
de ciertos individuos aislados que se han alejado del rebaño, sino que insistirá en la
necesidad de que las autoridades políticas reconozcan a la Iglesia reformada en su
conjunto. Lo más sano, dirá, es que cada cual pueda servir a Dios según su propia fe, sin
recibir imposiciones externas.
Muchas de estas ideas serán retomadas y reconfiguradas hacia fines del siglo XVII
de la mano de Locke y Bayle. El primero, en efecto, no sólo encontrará en la caridad el
rasgo distintivo de la verdadera religión y el verdadero mensaje que nos ha legado Cristo, o
264
sostendrá que es imposible que la fe pueda ser impuesta mediante la coacción, sino que
también insistirá en la divergencia de fines que persiguen la Iglesia y el Estado, y, por
tanto, en la necesidad de una estricta separación entre ambas esferas. La salvación de las
almas y el sostenimiento del orden político transitan su camino por carriles del todo
diferentes, y quien pretenda mezclar la espada secular con la espiritual incurrirá en una
confusión de funestas consecuencias. Bayle, por su parte, afirmando explícitamente haber
tenido contacto con los textos de Castellion, y aun asumiendo un tono crítico con su
predecesor927, intentará brindar fundamentos más sólidos y filosóficos a proposiciones
muy similares: la distinción entre el error y la mala voluntad; la reducción de las funciones
del magistrado secular al mero sostenimiento del orden político; la concepción de la
persecución como un acto ilegítimo contra los derechos de la conciencia -incluso de
aquella que presuntamente puede hallarse en el error-; la desarticulación y relativización de
conceptos clave para sostener la intolerancia, como los de ortodoxia y herejía; las
dificultades para discernir lo verdadero de lo falso, sobre todo en materia teológica, y,
como corolario, la preeminencia de la ortopraxia por sobre la ortodoxia. Todos estos
elementos darán forma a su posicionamiento a favor de la tolerancia, posicionamiento que,
al igual que aquel sostenido por el humanista saboyano, no carecerá de enemigos en el seno
de sus propias filas. En efecto, si damos crédito a las palabras de Mario Turchetti, quizás
podría decirse que las discusiones sostenidas por Pierre Bayle y Pierre Jurieu no son más
que la continuación de aquellas iniciadas, más de un siglo antes, por Sébastien Castellion y
Jean Calvin928.
II
En nuestro capítulo III hemos intentado mostrar que, más allá de cuál haya sido la
convicción religiosa más profunda de Jean Bodin, resulta difícil negar que el angevino
ensayó múltiples respuestas para los desafíos políticos y teológicos que le presentaba su
época; siempre inclinando la balanza, además, en favor de una actitud abierta y tolerante.
Bayle menciona el Traité des hérétiques en su Supplément du Commentaire Philosophique (1688), redactado
luego de las críticas que le realizara Pierre Jurieu Des droits des deux souverains (1687): “Dos cosas podrían
hacerme creer que han refutado mi Commentaire philosopique: la primera, si yo estuviera de acuerdo con esta
tesis general: que los gobernantes deben actuar por vía de su autoridad, y mediante sanciones, en contra de sus
súbditos cismáticos o herejes; la segunda, si yo hubiera tratado este asunto tan pobremente como lo hizo
Castalion en el siglo XVI, bajo el nombre de Martinus Bellius. Hay que reconocer que en esos tiempos no se
conocían bien los Tópicos, es decir, los principios y las fuentes de las pruebas por medio de las cuales se puede
aplastar el dogma de la intolerancia total o parcial. También el pobre Castalion se vio muy pronto tratado con
desdén y zurrado por Théodore de Bèze, quien, si volviera al mundo, no se atrevería a emprender la refutación
de los Escritos actuales a favor de la tolerancia; tanto más fuertes que antes son”. Pierre Bayle, Supplément du
Commentaire Philosophique, Rotterdam, Fritsch et Böhm. 1713, pp.157-158. La traducción es nuestra.
928
Véase Mario Turchetti, “Réforme & tolérance, un binôme polysémique”, Op.cit, p.29.
927
265
En primer lugar, centrando nuestra atención en la esfera política, nuestra intención
ha consistido en mostrar de qué modo los Six livres de la République pueden ser
concebidos como una suerte de nuevo Manual de navegación, un manual capaz de brindar
al soberano francés las herramientas necesarias para afrontar con éxito la tempestad en la
que se encontraba sumida la república. Enfrentando a aquellos liguistas católicos que
habían pergeñado tras bambalinas la matanza de san Bartolomé, y a aquellos
monarcómanos hugonotes que postulaban abiertamente el origen popular del poder y el
carácter mixto del régimen de gobierno, Bodin intentará brindar nuevos fundamentos al
poder político. Su concepto de soberanía, definido por el carácter perpetuo, absoluto e
indivisible, se convertirá en el eje vertebral de todo su sistema, permitiéndole resguardar la
unidad política del reino ante la posible y tan temida disgregación confesional. En efecto,
hemos dicho, más allá de ser católicos o protestantes, comerciantes, artesanos o
magistrados, todos los súbditos de los que nos hablará el angevino se encontrarán
indefectiblemente unidos y en un plano de igualdad, al encontrarse sujetos a una misma
ley, ley que no emana sino de la libre voluntad de quien detenta la summa potestas. La
república será una en tanto quien sanciona la ley también es uno.
Asimismo, dado el carácter pedagógico-político que reviste la République, hemos
intentado señalar también algunos de los consejos prácticos que Bodin ofrece al soberano,
poniendo el énfasis en aquellas advertencias brindadas al príncipe que debe enfrentar la
difícil situación de gobernar entre facciones. Esta difícil tarea, afirma el angevino, debe
seguir reglas muy precisas a fin de evitar el naufragio de la república y lograr conducir el
navío hacia el port de la santé: mantenerse en una posición de neutralidad frente a los
conflictos que no afectan directamente a su persona -sobre todo si éstos tienen un origen
religioso-, conservando su estatus de juez soberano y no involucrándose como abogado de
parte; impedir la introducción de una nueva religión en una república con unidad
confesional; prohibir los debates públicos acerca de la religión; evitar la coacción de las
sectas una vez que se han arraigado y diseminado; preferir la superstición al ateísmo. He
allí algunos de los consejos del politique Jean Bodin.
En segundo lugar, luego de haber analizado las soluciones propuestas por Bodin
para el ámbito de la République, nos hemos internado en el territorio de la République des
Lettres a fin de mostrar cómo aquellos debates acerca de la religión verdadera expresamente prohibidos en el ámbito público- eran abordados con entera libertad por los
eruditos del Colloquium heptaplomeres. Asimismo, intentando trazar una cierta prehistoria
del coloquio, hemos analizado algunos de los elementos que Bodin nos presenta en su
epístola a Bautru des Matras, redactada tras los inicios de las guerras civiles francesas. La
266
posibilidad de sostener una relación amistosa más allá de las diferencias confesionales, la
elevada consideración de una palabra franca y cordial, aun en las discrepancias, y la
disolución moral como verdadera causa de los conflictos que afectan a Francia, son algunos
de los aspectos más destacados. Varios de ellos volverán a aparecer en las páginas del
Colloquium, ese paradójico y ecuménico diálogo entre siete eruditos de diferentes
nacionalidades y convicciones religiosas. Ubicados en la apacible ciudad de Venecia, y
resguardados por las murallas del palacio de aquel anfitrión católico y humanista, los
savants emprenderán una apasionante discusión que, lejos de conducirlos a un desenlace de
respuestas positivas, les revelará la imposibilidad de decidir, y, como corolario de dicha
imposibilidad, los incitará a asumir a la tolerancia interconfesional como única solución
posible. Ya no habrá más debates sobre religión -ni públicos ni privados-, y cada cual será
acogido cordialmente en su creencia, siempre y cuando ella se encuentre en consonancia
con los dictados de su conciencia.
La posición politique asumida por Bodin, y algunas de la tesis de su République -tal
cual hemos intentado indicar en diversos apartados de nuestro capítulo III- alcanzarán una
notable difusión en los siglos siguientes, provocando las más disímiles reacciones:
denostado por los teólogos católicos que no ven en él más que a un Maquiavelo francés,
será leído con mucha atención por quienes deben dirigir los asuntos del Estado. En tal
sentido, más allá de haber sido acusado de incrédulo, Bodin parece haber otorgado un gran
valor político y moral a la religión, insistiendo en la necesidad de preferir la superstición al
ateísmo. Esta tesis, presente a su vez en la Exhortation aux Princes de 1561, será retomada
tanto por Locke como por Voltaire, quienes se opondrán de un modo tajante a la
posibilidad de extender la tolerancia a los ateos, y rechazada por Pierre Bayle, rechazo que
se hará explícito en los Pensées diverses sur la comète, y que puede encontrarse de un modo
implícito en el Commentaire philosophique.
Las ideas clandestinas proferidas por Bodin, tal como hemos pretendido dejarlo en
claro, circularon con gran afición entre los ciudadanos de la República de las Letras
durante los siglos XVII y XVIII. Un repaso por las diversas reacciones manifestadas por
algunos de ellos frente al Colloquium bastaría para indicar a este texto como un eslabón
insoslayable en la cadena de las reflexiones en relación con la verdad de la religión y la
tolerancia interconfesional. Leído y discutido de un modo apasionado por personajes de la
talla de Grocio, Patin, Naudé o Leibniz, e incluso quizás también conocido por Spinoza929,
Richard Popkin ha indicado esta posibilidad, afirmando que Spinoza podría haber conocido las tesis del
Colloquium de la mano de Henry Oldenburg, quien había adquirido una copia del libro en su viaje a París de
1659. Al respecto, véanse: Richard Popkin, “Could Spinoza have known Bodin’s Colloquium
929
267
las discusiones centrales desarrolladas en el texto de Bodin llegarán con fuerza al siglo de la
Ilustración, siglo en el que Lessing las reconfigurará de un modo magistral en su Nathan
der Weise.
III
En nuestro capítulo IV, por último, hemos intentado desentrañar la particular actitud
asumida frente al conflicto por Michel de Montaigne, resaltado su cariz ambivalente. Intus
ut libet, foris ut moris est; he allí, según la interpretación que hemos intentado sostener, el
principio -de acción y reflexión- adoptado por el ensayista. Y ha sido ese mismo principio
el que hemos buscado poner de manifiesto a través de algunas consideraciones sobre el
propio modo de escritura asumido por Montaigne. En efecto, más allá de la declaración de
bonne foi que es posible hallar en el aviso “Al lector”, y de las usuales interpretaciones
conformistas que se han brindado del pensamiento del perigordino, nuestra intención ha
sido mostrar que cabría la posibilidad de pensar que existen en los Essais ciertos indicios,
ciertas marcas de sentido, ciertas insinuaciones, capaces de sugerir -al menos al lector
diligente y sagaz, al hombre de entendimiento- una perspectiva diferente. Y, de igual modo,
que aun cuando Montaigne haya adoptado una actitud pública de suma cautela frente al
conflicto confesional, oponiéndose a las innovaciones propiciadas por la Reforma, también
será capaz de abrirse a una infinidad de experiencias privadas; experiencias en las cuales el
ensayo de la alteridad -étnica, política, religiosa- será una de las premisas cardinales a partir
de las que las que el reconocimiento de la diversidad, como condición inherente de la
naturaleza, se convertirá en una conclusión casi inevitable.
En cuanto al primer aspecto, es decir, en cuanto a la faz pública asumida por
Montaigne, hemos intentado hacer ver que la reticencia del ensayista a aceptar las
novedades ofrecidas por la Reforma, lejos de hallarse cimentadas en consideraciones
teológicas, o de asentarse en un juicio respecto del valor de verdad implicado en dichas
novedades, se reduce, en última instancia, a estrictos motivos filosóficos y políticos.
Montaigne se muestra muy consciente de las perniciosas consecuencias prácticas que puede
ocasionar una mutación en las leyes y creencias heredadas, sobre todo a causa de la
particular volubilidad del entendimiento humano, herramienta doble y maleable que es
capaz de adoptar las formas más diversas, siendo incapaz de dejar de “rodar
incesantemente” una vez que ha abandonado su primera posición. Por tales motivos, el
Heptaplomeres?”, Philosophia, 16, 1986, pp.307-314, y“The Dispersion of Bodin's Dialogues in England,
Holland, and Germany”, Journal of the History of Ideas, 49, 1, Jan-Mar, 1988, pp.157-160 .
268
ensayista rehúye de las primicias que ofrecen al mundo los hugonotes -aunque sea muy
consciente del fanatismo y dogmatismo de los miembros de la Liga, a quienes también
critica-, echando mano de las herramientas que le brinda el escepticismo pirrónico, y
decide mantenerse firme, sin dogmatizar, allí mismo donde lo han depositado la herencia y
la fortuna. Será católico, es cierto, pero los mismos motivos que es perigordino.
Por el otro, en privado, manteniendo a su entendimiento y a su voluntad libre de
aquellos grilletes a los que se sometía puertas afuera de su biblioteca y de su castillo,
Montaigne supo desarrollar una ética en la cual el ensayo de la alteridad se convertirá en
un principio cardinal, y a partir de la que el reconocimiento de la diversidad, como rasgo
propio y esencial que caracteriza al mundo natural -en el que se incluyen, claro, los
hombres y su condición- devendrá su corolario. En este sentido, hemos intentado mostrar
de qué modo la experiencia del viaje -tanto intelectual como físico- adquiere una
importancia notable a la hora de realizar ese ejercicio de desarraigo, ejercicio que no tiene
otro fin que el de convertir a cada hombre en un ser cosmopolita. Asimismo, a fin de dar
un fundamento más sólido a nuestra interpretación, no sólo hemos realizado un análisis de
la propia experiencia que Montaigne nos relata en sus Essais y su Journal de voyage, sino
que también hemos detenido nuestra mirada sobre el particular modo de enseñanza
sugerido por el ensayista para su discípulo ideal. En efecto, si -como sugiere Jordi Bayodla pedagogía propuesta por Montaigne puede brindarnos algunos indicios acerca de sus
convicciones más profundas, es más que claro que el hombre que pretende formar nuestro
ensayista, antes que un polaco o francés, será un ciudadano del mundo.
Como bien ha señalado -entre muchos otros- Martin Fitzpatrick en las reflexiones
a las que hemos referido más arriba, la duplicidad de la escritura y de la acción adoptada
por Montaigne, y difundida entre la sociedad de gens de lettres del siglo XVII por Pierre
Charron, tendrá una muy buena recepción entre los libertins érudits. Será este grupo de
hombres -conformado, entre otros, por Gabriel Naudé, Pierre Gassendi y François de La
Mothe Le Vayer- quien hará propio el motto de actuar hacia el exterior en conformidad
con las leyes y costumbres del país en el que se ha nacido manteniendo, en la interioridad,
la libertad del juicio y el entendimiento. Esta particular actitud, combinada con un espíritu
de indagación escéptica, les permitirá alcanzar una clara comprensión del carácter
arbitrario y contingente que poseen todas las creencias de los hombres (entre las que se
cuentan, claro, las creencias religiosas), posibilitándoles, además, evitar incurrir en la
presuntuosa actitud de censurar aquellas convicciones que difieren de las propias. Y es un
espíritu muy similar el que puede hallarse, ya bien entrado el siglo XVIII, en la declaración
que Voltaire realiza en el inicio de su artículo Tolérance: “¿Qué es la tolerancia? Es el
269
patrimonio de la humanidad. Todos estamos moldeados de debilidades y de errores.
Perdonémonos las necedades recíprocamente, es la ley primera de la naturaleza”930. En
efecto, son algunos de estos elementos escépticos, mixturados con una profesión de fe
deísta, los que permiten a Voltaire autoproclamarse defensor de la tolerancia universal931,
es decir, de carácter cosmopolita.
Indicado este posible vínculo, nos gustaría ensayar una última reflexión en relación
con Montaigne. Parece posible afirmar que la posición política y pública asumida por el
perigordino frente al conflicto confesional puede ubicarse un paso más acá de la abierta
tolerancia, en tanto que el autor se muestra reticente a aceptar en el seno de una sociedad
habituada al catolicismo las novedades de la Reforma. No obstante, y he ahí, quizás, el
principal aporte del ensayista para pensar la cuestión, la actitud privada que éste parece
haber asumido, y la ética del ensayo de la alteridad que la caracteriza, tal vez puedan
permitirnos ubicar a nuestro autor un paso más allá932. En efecto, si hemos de definir a la
tolerancia como aquella actitud que nos permite soportar, incluso a regañadientes, aquellas
opiniones y formas de ser que no podemos impedir, es claro que Montaigne no puede ser
incluido entre sus partidarios. Por el contrario, lejos de experimentar la diferencia y la
diversidad con un gesto adusto y turbado, a la manera en que parecen hacerlo muchos de
sus contemporáneos, las experiencias y reflexiones que él mismo nos ofrece, tanto en sus
Essais como en sus Journal de voyage, se encuentran animadas por un espíritu de jovialidad
y alegría; son el reflejo de una escéptica y “honesta curiosidad por indagarlo todo”,
honesta y escéptica curiosidad que busca comprender la propia condición del mundo y del
Voltaire, “Tolerancia”, Diccionario filosófico, Madrid, Ediciones Akal, 2009, p.494. En efecto, no muy
diferente parece ser el talante que podemos encontrar en el párrafo inicial del artículo que Jean-Edmé Romilly
redacta, en 1765, para la Encyclopédie: “TOLÉRANCE, (Ordre encyclop. Théolog. Morale, Politiq.)
la tolérance est en général la vertu de tout être foible, destiné à vivre avec des êtres qui lui ressemblent.
L'homme si grand par son intelligence, est en même temps si borné par ses erreurs & par ses passions, qu'on ne
sauroit trop lui inspirer pour les autres, cette tolérance & ce support dont il a tant besoin pour lui-même, &
sans lesquelles on ne verroit sur la terre que troubles & dissentions. C'est en effet, pour les avoir proscrites, ces
douces & conciliantes vertus, que tant de siecles ont fait plus ou moins l'opprobre & le malheur des hommes;
& n'esperons pas que sans elles, nous rétablissions jamais parmi nous le repos & la prospérité”. Denis Diderot,
Jean D’Alembert, Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, vol. XVI, 1765,
p.390. Mantenemos la grafía original.
931
“El único medio de procurar la paz entre los hombres es destruir los dogmas que los dividen y restablecer la
verdad que los une [basada en esta profesión de fe: Adoro a Dios, y debo ser benéfico]: en esto consiste la paz
perpetua. Esta paz no es una quimera, existe en la gente honrada desde la China hasta Quebec: veinte príncipes
de Europa la han abrazado públicamente, y sólo los imbéciles imaginarán creer en los dogmas [de las religiones
históricas]. Es cierto que estos imbéciles son muchos; pero el corto número que piensa conduce con el tiempo
al gran número; el ídolo cae, y la tolerancia universal se eleva cada día sobre sus escombros; los perseguidores
son aborrecidos por todo el género humano”. Voltaire, “Horrores de la intolerancia”, en La usurpación de los
papas y otros escritos, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2009, XXXII, p.64.
932
En tal sentido, quizás podríamos referir a Montaigne un juicio similar al que Filippo Mignini dedica a
Spinoza: el horizonte de la tolerancia práctica parece para él un ideal superado, en tanto y en cuanto “el amor al
prójimo, realmente vivido, está más orientado a la gozosa edificación que a la melancólica soportación”.
Filippo Mignini, “Spinoza, ¿más allá de la idea de tolerancia?”, p.126.
930
270
hombre, y se aleja, lo más que es posible, de aquel huraño semblante revelado por uno de
los más ilustres filósofos presocráticos.
a| Demócrito y Heráclito fueron dos filósofos. El primero, encontrando vana y ridícula la
condición humana, no aparecía en público sino con un semblante irónico y risueño;
Heráclito, apiadado y compadecido de esa misma condición nuestra, tenía el semblante
siempre triste, y los ojos llenos de lágrimas. Prefiero el primer humor933.
Alejado de la actitud encarnada por Heráclito, Montaigne parece haberse lanzado a
los caminos revelando un talante expresivamente democríteo.
*
*
*
Realizadas todas estas consideraciones, digamos sólo una palabra más, a modo de
conclusión final. Del mismo modo en que Castellion, Bodin y Montaigne han iniciado,
cada uno a su modo, diversos caminos de indagación, también nosotros hemos intentado
dar un paso más por este floreciente sendero de búsqueda que ha comenzado a desandar la
historiografía de la tolerancia en las últimas décadas. No obstante lo cual es necesario
remarcar que, en el intento por dar una respuesta al desafío que nos plantea el vivir con
otros, seguramente restan todavía muchas sendas por explorar, y muchos caminos abiertos.
Los ensayos, I, 50, p.439.
933
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