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DESDE EL JARDIN

Esta es una obra de ficción y sus personajes y situaciones son completamente imaginarios. Cualquier similitud con personajes o situaciones del pasado o del presente es puramente accidental, y no se los debe identificar con ninguna persona o hechos reales.

DESDE EL JARDIN Jerzy Kosinski Esta es una obra de ficción y sus personajes y situaciones son completamente imaginarios. Cualquier similitud con personajes o situaciones del pasado o del presente es puramente accidental, y no se los debe identificar con ninguna persona o hechos reales. EL AUTOR UNO Era domingo. Chance estaba en el jardín. Se movía con lentitud, arrastrando la manguera verde de uno a otro sendero mientras observaba atentamente el fluir del agua. Delicadamente fue regando cada planta, cada flor, cada rama del jardín. Las plantas eran como las personas: tenían necesidad de cuidados para vivir, para sobreponerse a las enfermedades, y para morir en paz. Sin embargo, las plantas diferían de la gente. Ninguna puede reflexionar sobre si misma ni conocerse; no existe ningún espejo en que pueda reconocer su rostro; ninguna puede obrar intencionadamente; no le queda sino crecer y su crecimiento carece de sentido, puesto que no puede razonar ni soñar. Las plantas gozaban del resguardo y protección del jardín, separado de la calle por un alto muro de ladrillos rojos cubiertos de hiedra, cuya paz no perturbaba siquiera el ruido de los coches que pasaban. Para Chance las calles no existían. Si bien nunca había abandonado la casa y su jardín, la vida que transcurría del otro lado del muro no despertaba su curiosidad. El frente de la casa donde habitaba el Anciano, podría haber sido parte del muro o de la calle. Nada indicaba que hubiera allí algún ser viviente. En los fondos de la planta baja, que daban sobre el jardín, vivía la criada. Pasillo por medio estaba la habitación de Chance, su cuarto de baño y un corredor que conducía al jardín. Lo que el jardín tenía de particularmente atractivo era que, en cualquier momento en que se detuviera en los angostos senderos, entre los macizos de arbustos o entre los árboles, Chance podía comenzar a dar vueltas sin saber a ciencia cierta si avanzaba o retrocedía, si sus pasos lo acercaban o lo alejaban del lugar de donde había partido. Lo único importante era seguir su propio ritmo, como las plantas en su crecimiento. De vez en cuando, Chance cerraba el paso de agua y se sentaba sobre el césped a reflexionar. El viento, ajeno a la dirección en que soplaba, mecía los arbustos y los árboles. El polvo de la ciudad se asentaba uniformemente, oscureciendo las flores que pacientemente aguardaban el lavado de la lluvia y luego los rayos del sol que las secaran. Sin embargo, a pesar de la vida que bullía en él, aun en el momento de su máximo esplendor, el jardín era la tumba de sí mismo. Bajo cada árbol Y cada arbusto había troncos que se pudrían y raíces que se desintegraban. Resultaba difícil saber qué era más importante: la superficie del jardín o la tumba en la que se originaba y en la que recaía constantemente. Había, por ejemplo, cerca del muro unos setos vivos que prosperaban con total indiferencia por las plantas vecinas; crecían con mayor celeridad sofocando a las flores más pequeñas y adueñándose del terreno de los arbustos más débiles. Chance entró en la casa y puso en funcionamiento el aparato de televisión. El aparato creaba su propia luz, su propio color, su propio tiempo. No estaba sometido a las leyes físicas que acababan siempre por doblegar a las plantas. Todo en la pantalla aparecía en forma confusa y entremezclada, pero al mismo tiempo suavizada: el día y la noche, lo grande y lo pequeño, lo flexible y lo quebradizo, lo suave y lo áspero, el calor y el frío, lo cercano y lo distante. En ese mundo en colores de la televisión, la jardinería era como el bastón blanco de un ciego. Cambiando de canal, Chance podía modificarse a sí mismo. Al igual que las plantas del jardín, pasaba por distintas fases, sólo que, a diferencia de ellas, podía cambiar tantas veces como lo deseara con sólo dar vueltas al dial. En algunos casos podía desplegar su imagen en la pantalla del televisor tal como lo hacían los actores. Dando vueltas al dial, Chance hacía penetrar a los otros en sus ojos. De ese modo llegó a creer que el solo se confería su propia existencia. La imagen en el televisor se parecía a su propia imagen reflejada en un espejo. Aunque Chance no podía ni leer ni escribir, se asemejaba más al hombre de la pantalla que lo que difería de él. Por ejemplo, sus voces eran idénticas. Se sumergió en la pantalla. Como la luz del sol, el aire puro y la llovizna, el mundo más allá del jardín penetró en Chance Y Chance, como una imagen de la televisión, hizo irrupción en el mundo, sostenido por una fuerza que no podía ver ni sabía nombrar. De repente oyó el chirriar de una ventana que se abría encima de su cabeza y la voz de la corpulenta criada que lo llamaba. Se levantó con desgano, apagó cuidadosamente el televisor y se dirigió al exterior. La criada se había asomado a una de las ventanas de los pisos superiores y sacudía los brazos. A Chance no le gustaba. Había venido a la casa poco tiempo después que la negra Louise se enfermara y regresara a Jamaica. Era gruesa. Procedía del extranjero y hablaba con un acento extraño. No entendía nada de lo que se hablaba en la televisión, que, sin embargo, miraba siempre en su cuarto. Por lo general, Chance sólo la escuchaba cuando le traía de comer y le contaba lo que creía que el Anciano había dicho. Ahora le pedía que subiera sin demora. Chance comenzó a subir la escalera. No confiaba en el ascensor desde la vez que la negra Louise se había quedado encerrada en el durante horas. Atravesó el largo corredor hasta llegar al frente de la vivienda. La última vez que había estado en esa parte de la casa, algunos de los árboles del jardín, ahora altos y frondosos, eran pequeños e insignificantes. En ese entonces no había televisión. Al verse reflejado en el gran espejo del vestíbulo, Chance recordó la imagen del niño que había sido y la del Anciano sentado en un inmenso sillón. El Anciano tenía los cabellos grises, las manos arrugadas y encogidas; respiraba con dificultad y hacía frecuentes pausas cuando hablaba. Chance recorrió las habitaciones, donde parecía no haber nadie; pesados cortinajes apenas dejaban filtrar la luz del día. Lentamente contempló los grandes muebles cubiertos de viejas fundas de hilo y los espejos velados. Las palabras que el Anciano había pronunciado la primera vez que lo viera se le habían fijado en la memoria como sólidas raíces. Chance era huérfano y el Anciano lo había recogido en su casa desde muy niño. La madre de Chance había muerto al nacer él. Nadie, ni siquiera el Anciano, le quiso decir quién era su padre. Si bien aprender a leer y escribir estaba al alcance de muchos, Chance nunca lo lograría. Tampoco iba a poder entender todo lo que le dijeran, ni lo que se conversara a su alrededor. Chance debía trabajar en el jardín, donde cuidaría de las plantas y el césped y los árboles, que allí crecían en paz. Sería como una de las plantas: callado, abierto y feliz cuando brillara el sol, y melancólico y abatido cuando lloviera. Su nombre era Chance porque había nacido por casualidad. No tenía familia. Aunque su madre había sido muy bonita, había padecido de la misma falta de entendimiento que él; la delicada materia del cerebro, de la que brotaban todos los pensamientos, había quedado dañada para siempre. Por consiguiente, Chance no podía aspirar a ocupar un lugar en la vida que llevaba la gente fuera de la casa o de la verja del jardín. Su existencia debía limitarse a sus habitaciones y al jardín; no debía entrar en otras partes de la casa ni salir a la calle. Louise, la única persona con quien tendría trato, le llevaría la comida a su cuarto, donde nadie más podría entrar. El Anciano era el único que podía caminar por el jardín y sentarse allí a descansar. Chance debía hacer exactamente lo que se le indicaba, pues en caso contrario sería enviado a un hogar para enfermos mentales, donde -le dijo el Anciano- lo encerrarían en una celda y se olvidarían de él. Chance había obedecido siempre las órdenes recibidas; la negra Louise también. Chance empujó la pesada puerta y la voz estridente de la criada fue como una sacudida. Entró y se encontró en una habitación dos veces más alta que las demás. Las paredes estaban revestidas de estanterías llenas de libros. En una de las mesas había varios cartapacios de cuero. La criada hablaba a gritos por el teléfono. Se dio vuelta y, al verlo, señaló el lecho. Chance se acercó. El Anciano estaba sostenido por firmes almohadones y parecía estar en suspenso, como si estuviese escuchando atentamente el murmullo engañoso de una gotera. Sus hombros descendían en ángulos agudos y la cabeza pendía hacia un costado, como un fruto pesado de una rama. Chance clavó la vista en el pálido rostro del Anciano. Tenía un solo ojo abierto, como los pájaros que a veces aparecían muertos en el jardín; el maxilar superior le caía sobre el labio inferior. La criada colgó el receptor y le informó que acababa de llamar al médico que no demoraría en llegar. Chance contempló una vez más al Anciano, murmuró unas palabras de despedida y se retiró. Una vez en su habitación, encendió el televisor. DOS Ese día, más tarde, cuando Chance se encontraba mirando la televisión, oyó un ruido como de lucha en los pisos superiores de la casa. Salió de su habitación y, ocultándose detrás de una enorme estatua en el vestíbulo de entrada, vio cómo unos hombres se llevaban el cuerpo del Anciano. Desaparecido éste, alguien tendría que ocuparse de decidir qué sucedería con la casa y que harían él y la nueva criada. En la televisión, cuando alguien moría, se producían todo tipo de cambios de los que eran autores los parientes, los funcionarios de los bancos, los abogados, los hombres de negocio. Pero pasó el día sin que nadie se acercara a la casa. Chance comió ligeramente, miró un rato la televisión y se acostó a dormir. A la mañana siguiente se levantó temprano; como de costumbre; tomó el desayuno que la criada le había dejado a la puerta de su habitación y salió al jardín. Removió la tierra alrededor de cada planta, inspeccionó las flores, cortó las hojas secas y podó los arbustos. Todo estaba en orden. Había llovido durante la noche y abundaban los pimpollos recién abiertos. Se sentó a descansar al sol. Mientras uno no mirase a las demás personas, éstas no existían. Comenzaban a cobrar existencia, lo mismo que en la televisión, cuando uno fijaba la vista en ellas. Sólo entonces quedaban grabadas en la mente, antes de ser reemplazadas por nuevas imágenes. Lo mismo ocurría con él. Al mirarlo, los demás enfocaban su imagen, la ampliaban; no ser visto equivalía a tornarse impreciso hasta desaparecer gradualmente. Tal vez él, Chance, perdía mucho al limitarse a observar a los demás en la televisión sin ser visto por ellos. Lo alegró el pensamiento de que ahora, muerto el Anciano, sería visto por gente que jamás había posado la mirada en él. Cuando oyó el teléfono que sonaba en su cuarto se precipitó a atender el llamado. Una voz de hombre le pidió que fuera a la biblioteca. Chance se cambió rápidamente la ropa de trabajo por uno de sus mejores trajes; se peinó con esmero, se puso un par de gafas para el sol que usaba para trabajar en el jardín y subió las escaleras. En la pequeña habitación recubierta de libros un hombre y una mujer lo esperaban. Los dos habían tomado asiento detrás del escritorio sobre el cual había varias carpetas con documentos. Chance se quedó en el centro de la habitación, sin saber qué hacer. El hombre se puso de pie y se dirigió hacia él con la mano tendida. -Soy Thomas Franklin, de la firma Hancock, Adams y Colby. Somos los abogados encargados de esta sucesión. Y la señorita Hayes -añadió, volviéndose hacia la mujer, es mi asistente. Chance estrechó la mano del hombre y miró a la mujer. Esta le sonrió. -La criada me dijo que en esta casa vive un hombre que trabaja como jardinero. Franklin inclinó la cabeza hacia donde estaba Chance. -Sin embargo, no hay ninguna anotación en los registros que indique que algún hombre -cualquier hombre- haya sido empleado por el difunto ni residido en esta casa durante los últimos cuarenta años. ¿Cuántos días hace que está usted aquí? Chance se sorprendió de que en tantos documentos como había sobre el escritorio no se mencionara su nombre para nada; se le ocurrió que acaso tampoco se mencionaba en ellos el jardín. Titubeó antes de responder. -He vivido en esta casa hasta donde alcanzan mis recuerdos, desde muy niño, mucho antes de que el Anciano se quebrara la cadera y empezara a quedarse en cama la mayor parte del tiempo. Estoy aquí desde antes de que crecieran los arbustos, de que instalaran el riego automático en el jardín. Desde antes de que existiera la televisión. -¿Qué dice usted? -preguntó Franklin-. ¿Usted ha estado viviendo aquí, en esta casa, desde que era niño? ¿Y cómo se llama usted, puedo preguntarle? Chance se sintió incómodo. Sabía que el nombre de una persona tenía mucha importancia en su vida. Por eso la gente de la televisión tenía siempre dos nombres: el propio, fuera de la televisión, y el que adoptaban cada vez que actuaban. -Mi nombre es Chance -dijo. -¿El señor Chance? -preguntá el abogado. Chance asintió. -Examinemos nuestros registros -dijo el señor Franklin. Levantó algunos de los papeles que tenía delante de sí. -Tengo aquí un registro completo de toda la gente empleada por el difunto o por su hacienda. Aunque al parecer había hecho testamento, no hemos podido hallarlo. A la verdad el difunto dejó muy pocos documentos personales. No obstante, sí tenemos una lista de todos sus empleados- recalcó, al tiempo que fijaba la vista en el documento que sostenía en la mano. Chance se quedó en actitud de espera. -Haga el favor de sentarse, señor Chance -dijo la mujer. Chance acercó una silla hacia el escritorio y se sentó. El señor Franklin apoyó la cabeza en una mano. -Estoy muy sorprendido, señor Chance -dijo, sin levantar la vista del documento que estaba estudiando-, pero su nombre no aparece en ninguno de nuestros archivos. Nadie llamado Chance ha estado relacionado con el difunto. ¿Está usted seguro... realmente seguro... de haber estado empleado en esta casa? Chance respondió con prudencia. -Siempre he sido el jardinero. He trabajado en el jardín del fondo de esta casa toda mi vida. Desde que tengo memoria. Era un niño pequeño cuando comencé. Los árboles no habían crecido todavía y casi no había setos vivos. Mire cómo está el jardín ahora. El señor Franklin se apresuró a interrumpirlo. -Pero no existe el menor indicio de que un jardinero haya estado viviendo y trabajando en esta casa. Nosotros... es decir, la señorita Hayes y yo... nos hemos hecho cargo de la sucesión del difunto por disposición de nuestra firma. Todos los inventarios obran en nuestro poder. Puedo asegurarle que no hay ninguna indicación de que usted haya estado empleado aquí. No hay ninguna duda de que en los últimos cuarenta años no se dio empleo a ningún hombre en esta casa. ¿Es usted jardinero de profesión? -Soy jardinero -contestó Chance-. Nadie conoce el jardín mejor que yo. Desde que era un niño, he sido el único que ha trabajado aquí. Hubo alguien antes de mí... un negro alto; se quedó sólo el tiempo suficiente para indicarme lo que debía hacer y para enseñarme el trabajo. Desde entonces, he trabajado solo. Yo planté algunos de los árboles -dijo, al tiempo que inclinaba el cuerpo en dirección al jardín- y las flores, limpié los senderos y regué las plantas. El Anciano acostumbraba sentarse en el jardín a descansar y leer. Pero luego dejó de hacerlo. El señor Franklin caminó desde la ventana hasta el escritorio. -Me gustaría creerle, señor Chance -dijo- pero, si lo que usted dice es cierto, como usted sostiene, entonces... por alguna razón difícil de desentrañar... su presencia en esta casa, su condición de empleado, no han sido asentados en ninguno de los documentos existentes. Es verdad -añadió, dirigiéndose a su asistente- que muy pocas personas trabajaban aquí; él se retiró de nuestra firma a los setenta y dos años, hace ya más de veinticinco años, cuando la fractura de cadera le impidió moverse, sin embargo -continuóa pesar de su edad avanzada, el difunto se mantuvo siempre al tanto de sus propios asuntos y todas las personas que empleó fueron inscritas como correspondía en nuestra firma para los pagos, seguros y demás. Después de la partida de la señorita Louise, la única anotación que figura en nuestros archivos se refiere al empleo de una criada "importada"; nada más. Yo la conozco a la vieja Louise. No recuerdo haber estado en esta casa sin ella. Todos los días me traía la comida a mi habitación y de tanto en tanto se sentaba conmigo en el jardín. -Louise murió, señor Chance -lo interrumpió Franklin. -Se fue a Jamaica -dijo Chance. -Sí, pero hace poco cayó enferma y murió -acotó la señorita Hayes. -No sabía que hubiera muerto -dijo Chance con voz queda. -Sin embargo -insistió el señor Franklin-, todas las personas empleadas por el difunto han recibido siempre los sueldos que les correspondían. Nuestra firma estaba a cargo de esos asuntos; de ahí que estén asentados en nuestros libros todos los detalles relativos a esta propiedad. -No conocí a nadie más que trabajara en la casa. Siempre estuve en mi habitación y trabajé en el jardín. -Quisiera creer lo que usted me dice. Sin embargo, por lo que hace a su presencia anterior en esta casa, no tenemos el más mínimo indicio. La nueva criada no tiene idea del tiempo que ha estado usted aquí. Nuestra firma ha tenido en su poder todas las escrituras, cheques, reclamaciones por seguros, durante los últimos cincuenta años. -El señor Franklin se sonrió-. En la época en que el difunto era socio de nuestra firma, algunos de nosotros no habíamos nacido todavía o éramos muy, muy jóvenes. La señorita Hayes se rió. Chance no comprendió el motivo de su risa. El señor Franklin volvió a concentrarse en los documentos. -Señor Chance, durante su empleo y residencia aquí ¿recuerda haber firmado algún papel? -No, señor. -Entonces, ¿en qué forma le pagaban? -Nunca recibí dinero. Me daban la comida; muy buena, por cierto y toda la que yo quisiera. Tengo mi habitación, con una ventana que da sobre el jardín y mi baño propio. Además, hicieron colocar una puerta que da directamente sobre el jardín. Me dieron una radio primero y luego un televisor, un aparato en colores y con control remoto. Tiene, además, un mecanismo de alarma para despertarme por las mañanas. -Conozco los aparatos a que usted se refiere -dijo el señor Franklin. -Puedo subir al altillo y elegir cualquiera de los trajes del Anciano. Todos me quedan muy bien. Fíjense -Chance señaló su traje-. También puedo usar sus chaquetas, y sus zapatos, aunque son un poco estrechos, y sus camisas..., a pesar de los cuellos un tanto pequeños, y sus corbatas, y... -Comprendo -lo interrumpió el señor Franklin. -Es realmente increíble el aspecto moderno que tiene su ropa -comentó la señorita Hayes. Chance le sonrió. -Es sorprendente cómo la moda masculina actual se parece a la de los años veinte -añadió la mujer. -Bueno, bueno -dijo el señor Franklin, procurando dar un tono ligero a la conversación-, ¿quiere usted dar a entender que yo no me visto a la moda? Se volvió hacia Chance. -¿Así, pues, sus servicios no fueron contratados de ningún modo? -No; creo que no. - El difunto no le prometió nunca un sueldo o alguna otra forma de compensación? -insistió el señor Franklin. -No. Nadie me prometió nada. Casi nunca veía al Anciano. No bajó al jardín desde que se plantaron los arbustos en el lado izquierdo, y ya me llegan al hombro. A decir verdad, se plantaron cuando todavía no existía la televisión, sino sólo la radio. Recuerdo que mientras trabajaba en el jardín escuchaba la radio y que Louise bajó para pedirme que la pusiera más baja porque el Anciano dormía. Ya era muy anciano y estaba muy enfermo. El señor Franklin estuvo a punto de saltar de la silla. -Señor Chance, creo que las cosas se simplificarían si usted pudiese mostrarme algún documento de identificación de su persona en el que estuviese indicada su dirección. Podría ser un punto de partida. Una libreta de cheques, su registro de conductor, la tarjeta de socio de algún plan de seguro médico..., cualquiera de esas cosas. -No poseo ninguna de esas cosas -dijo Chance. -Cualquier documento en que conste su nombre y dirección y su edad. Chance permaneció en silencio. -Tal vez su certificado de nacimiento? -preguntó bondadosamente la señorita Hayes. -No tengo ninguna documentación. -Necesitamos alguna prueba de que usted ha vivido aquí -dijo con firmeza el señor Franklin. -Pero -dijo Chance-, me tienen a mí. Aquí estoy yo. ¿Qué mejor prueba pueden querer? -¿Ha estado enfermo alguna vez? Es decir, ¿ha tenido que concurrir a algún hospital o consultorio médico? Le pido que entienda, por favor -añadió el señor Franklin con voz monótona-, que todo lo que necesitamos es una prueba de que usted realmente ha trabajado y vivido aquí. -Nunca he estado enfermo -contestó Chance-. Nunca. Al señor Franklin no se le escapó la mirada de admiración que la señorita Hayes le dirigió al jardinero . -Ya sé -dijo-. Dígame el nombre de su dentista. -Jamás he visto a un médico o a un dentista. Nunca he salido de esta casa, y nunca se le permitió a nadie que me visitara. Louise salía a veces, pero yo no. -Debo hablarle con franqueza -dijo el señor Franklin con tono fatigado-. No hay ningún registro que indique que usted haya vivido aquí, o que se le hayan abonado sueldos, o que haya tenido algún seguro médico. ¿Ha pagado usted algún impuesto? -No -contestó Chance. -¿Ha prestado servicios en el ejército? -No. He visto el ejercito en la televisión. -Por casualidad, ¿tiene usted algún vínculo familiar con el difunto? -No, por cierto. -Suponiendo que lo que usted dice sea verdad -dijo Franklin en tono decidido-, ¿se propone usted iniciar un juicio contra la sucesión del difunto? Chance no entendió. -Yo estoy muy bien, señor -dijo con cautela-. Estoy bien. El jardín es un hermoso jardín. El sistema de riego por aspersión tiene unos pocos años. -Dígame -lo interrumpió la señorita Hayes, al tiempo que se enderezaba en el asiento y echaba la cabeza hacia atrás-, ¿qué planes tiene? ¿Piensa trabajar para otra gente? Chance se acomodó las gafas. No sabía que decir. ¿Por qué debía abandonar el jardín? -Me gustaría quedarme aquí y trabajar en este jardín -repuso quedamente. El señor Franklin revolvió los papeles que estaban sobre el escritorio y retiró una hoja impresa en caracteres muy pequeños. -Es una simple formalidad -dijo, mientras le entregaba la hoja a Chance. -¿Tendría usted inconveniente en leerla ahora y, si está de acuerdo, firmarla en el lugar adecuado? Chance tomó el papel. Lo sostuvo con ambas manos mientras mantenía la mirada fija en él. Intentó hacer un cálculo del tiempo requerido para leer una página. En la televisión, el tiempo que se demoraba la gente para leer los documentos legales variaba. Chance sabía que debía ocultar que no sabía leer ni escribir. En la televisión, los que no sabían leer ni escribir eran objeto del ridículo o la burla. Adoptó una expresión de concentración, frunció el ceño, se tomó la barbilla con el pulgar y el índice. -No puedo firmarlo -dijo, devolviendo la hoja al abogado-. Sencillamente no puedo hacerlo. -Ya veo -contestó el señor Franklin-. ¿Quiere decir, pues, que usted se niega a retirar su demanda? -No puedo firmar; eso es todo -contestó Chance. -Como quiera -dijo el señor Franklin. Recogió los documentos. -Debo informarle, señor Chance -prosiguió-, que mañana al mediodía esta casa quedará cerrada. A esa hora se cerrarán con llave ambas puertas de entrada y el portón del jardín. Si realmente vive usted aquí, tendrá que abandonar la casa llevándose todos sus efectos personales. Buscó algo en uno de sus bolsillos y retiró una pequeña tarjeta de visita. -Mi nombre y dirección y el número de teléfono de nuestra firma figuran en esta tarjeta. Chance tomó la tarjeta y la deslizó en el bolsillo de su chaleco. Sabía que en ese momento debía abandonar la biblioteca y retirarse a su habitación. Había en la televisión un programa vespertino que no quería perder. Se puso de pie, saludó y se fue. En la escalera tiró la tarjeta que le había entregado el señor Franklin. TRES El martes, a primera hora de la mañana, Chance bajó una pesada maleta de piel del altillo y observó por última vez los cuadros que colgaban de las paredes. Preparó el equipaje, abandonó su habitación y luego, la mano ya pronta a abrir el portal del jardín, cambió de opinión y decidió posponer su partida y volver al jardín donde podría ocultarse durante algún tiempo. Dejó la maleta en su habitación y regresó al exterior. Allí reinaba la paz. Las flores se erguían esbeltas y gráciles. El molinillo eléctrico de riego rodeaba de neblina los arbustos. Chance tomó entre los dedos las agujas de los pinos y las ramitas de los setos vivos que parecían querer alcanzarlo. Se quedó durante un rato holgazaneando en el jardín, gozando del tibio sol de la mañana. Luego desconectó el molinete de riego y regresó a su cuarto. Puso en funcionamiento el aparato de televisión, se sentó sobre la cama y presionó varias veces el botón del control remoto para cambiar de canal. Casas de campo, rascacielos, edificios de apartamentos recién construidos, iglesias, atravesaban rápidamente la pantalla. Apagó el televisor. La imagen desapareció; sólo quedó un pequeño punto azul pendiente en el centro de la pantalla, como si hubiera sido olvidado por el resto del mundo al cual pertenecía; luego también el desapareció. Un gris opaco cubrió la pantalla, semejante a una losa de piedra. Chance se puso de pie y al dirigirse al portal del jardín se acordó de recoger la vieja llave que durante años había estado colgada en una tabla que pendía en el corredor, cerca de su habitación. Caminó hasta el portal e insertó la llave; luego de abrir de par en par el portal traspuso el umbral, abandonando la llave en el cerrojo y cerró el portal detrás de sí. Ahora no podría volver nunca más al jardín. Estaba fuera de los límites de la casa. La luz del sol lo encandiló. Las aceras parecían arrastrar consigo a los peatones, los techos de los coches aparcados reverberaban por el calor. Estaba sorprendido: la calle, los coches, los edificios, la gente, los débiles sonidos, eran todas imágenes que ya se le habían grabado en la memoria. Hasta este momento, todo lo que veía fuera de los límites de la casa se asemejaba a lo que había contemplado en la televisión; la única diferencia era que los objetos y las personas eran de un tamaño mayor, aunque los acontecimientos parecían desarrollarse a un ritmo más lento, más simple, pero menos ágil. Tenía la sensación de haberlo visto todo. Comenzó a caminar. A mitad de la calle, se le hizo presente el peso de la maleta y el calor, pues marchaba a pleno sol. Encontró un espacio libre entre dos coches aparcados en el mismo instante en que uno de ellos retrocedió. Intentó dar un salto para evitar el parachoques, Pero la maleta le estorbó los movimientos. Tardó demasiado en saltar y quedó atrapado contra los focos del otro choque aparcado. Chance, a duras penas, logró levantar una rodilla; no pudo retirar la otra pierna. Sintió un dolor lacerante y comenzó a gritar, al tiempo que daba golpes de puño contra la caja del vehículo en movimiento. El coche se detuvo en seco. Chance no podía moverse pues continuaba con una pierna atrapada entre los parachoques de los dos vehículos. Tenía el cuerpo empapado en sudor. El conductor se precipitó fuera del vehículo. Era negro, vestía uniforme y llevaba la gorra en la mano. Comenzó a murmurar algo cuando se dio cuenta de que Chance tenía la pierna todavía cogida. Volvió al coche muy asustado y la adelantó medio metro. La pantorrilla de Chance quedó en libertad. Chance intentó apoyarse en ambos pies, pero cayó de bruces en el borde de la acera. Instantáneamente se abrió la portezuela de atrás del vehículo y salió de él una esbelta mujer que se inclinó sobre él. -Espero que no se haya lastimado mucho. Chance levantó los ojos hacia ella. Había visto muchas mujeres parecidas a ella en la televisión. -Sólo me lastimé una pierna -dijo, pero la voz le temblaba-. Creo que ha quedado un poco magullada. -Dios mío! -exclamó la mujer con voz ronca-. Podría... ¿le molestaría levantarse un poco la pierna del pantalón para que yo pueda ver lo que tiene? Chance obedeció. En la mitad de su pantorrilla tenía ya una mancha azul rojiza y una ligera hinchazón. -Espero que no se le haya quebrado algún hueso -dijo la mujer. No tengo palabras para decirle cuánto lo lamento. Mi chófer no ha tenido jamás un accidente antes. -No es nada -respondió Chance-. Ya me siento algo mejor. -Mi marido ha estado muy enfermo. Su médico y varias enfermeras se alojan en nuestra casa. Creo que lo mejor sería llevarlo directamente allí, a menos que usted prefiera consultar a su propio médico. -No sé qué hacer -dijo Chance. -¿No tiene inconveniente, pues, en consultar a nuestro médico? -Ninguno, por supuesto. -Vamos, entonces -decidió la mujer-. Si el médico lo considera necesario, lo llevaremos directamente al hospital. Chance se apoyó en el brazo que le ofreció la mujer. En el coche, ella se sentó muy próxima a él. El chófer colocó la maleta de Chance en la caja y el vehículo se unió al tránsito matutino. La mujer se presentó. -Soy la señora de Benjamin Rand. Mis amigos me llaman EE, las iniciales de mis nombres de pila, Elizabeth Eve. -EE -repitió Chance con seriedad. Chance recordó que en situaciones similares los hombres de la televisión acostumbraban presentarse. -Yo soy Chance -tartamudeó y, por no parecerle esto suficiente, añadió-: el jardinero (the gardener). -Chauncey Gardiner -repitió la señora. Chance se dio cuenta de que le había cambiado el nombre. Dio por sentado que, al igual que en la televisión, en adelante debía usar su nuevo nombre. -Mi marido y yo somos amigos desde hace mucho tiempo de Basil y Perdita Gardiner -prosiguió la mujer-. ¿Por casualidad está usted emparentado con ellos, señor Gardiner? -No, no tengo ningún parentesco con ellos -replicó Chance . -¿No quiere tomar un poco de whisky, o acaso un cognac? Chance quedó muy sorprendido. El Anciano no bebía y tampoco permitía que bebieran los sirvientes. Pero de tanto en tanto la negra Louise bebía en secreto en la cocina y a instancia de ella Chance había probado el alcohol unas pocas veces. -Gracias. Tal vez un poco de cognac -contestó, al tiempo que sentía un dolor profundo en la pierna herida. -Veo que está sufriendo -dijo la mujer. Se apresuró a abrir un bar empotrado en el respaldo del asiento delantero del que retiró un frasco plateado y le sirvió la oscura bebida en una copa con monograma. -Le ruego que lo tome todo -dijo-. Le sentará bien. Chance probó la bebida, tosiendo al hacerlo. La mujer le sonrió. -Verá que le hará bien. No falta mucho para que lleguemos a casa y allí lo atenderán. Tenga un poco de paciencia. Chance continuó bebiendo a sorbos pequeños. El cognac era una bebida fuerte. Observó que encima del bar había un televisor hábilmente disimulado. Sintió la tentación de ponerlo en funcionamiento. Continuó bebiendo mientras el coche se abría paso por las calles congestionadas de tránsito. -¿Funciona el televisor? -preguntó Chance. -Sí; por supuesto que funciona. -¿Podría... le molestaría encenderlo? -Por supuesto que no. Le hará olvidar el dolor. Se inclinó hacia adelante y presionó el botón de encendido. La pantalla se llenó de imágenes. -¿Tiene usted preferencia por algún canal, algún programa en especial? -No, asi está muy bien. La pequeña pantalla y el sonido del televisor los aislaron de los ruidos de la calle. Un coche apareció de improviso delante de ellos Y el chófer detuvo la marcha con brusquedad. Al intentar Chance afirmarse para evitar la imprevista sacudida, sintió un dolor agudísimo en la pierna. Se despertó en un cuarto inundado por la luz del sol. EE estaba allí. Chance yacía en una cama enorme. -Señor Gardiner -le decía lentamente la mujer-. Usted perdió el conocimiento. Pero mientras tanto llegamos a casa. Se oyó un golpe en la puerta y entró un hombre con guardapolvo blanco y gruesas gafas de carey, que llevaba un maletín negro en la mano. -Soy su médico -dijo- y usted debe ser el señor Gardiner, lesionado y secuestrado por la encantadora dueña de casa. Chance asintió. -Su víctima es muy bien parecido -continuó el médico en tono de broma-. Pero ahora debo examinarlo y no dudo que preferirá retirarse. Antes de que EE saliera del cuarto, el médico le informó que el señor Rand estaba durmiendo y que no se lo debía despertar hasta las últimas horas de la tarde. A Chance le dolía mucho la pierna; un hematoma violáceo le cubría casi toda la pantorrilla. -Me temo -dijo el médico- que deba darle una inyección para poder examinarle la pierna sin que usted se desmaye de dolor cuando presione sobre ella. El médico sacó una jeringa de su maletín. Mientras la llenaba, Chance se representó todas las situaciones de la televisión en que había visto aplicar inyecciones. Supuso que sería doloroso, pero no sabía cómo demostrar que estaba atemorizado. El médico se dio cuenta evidentemente de lo que ocurría. -Vamos, vamos. No se trata más que de una ligera conmoción y, aunque lo dudo, puede que el hueso haya sido lesionado. La inyección resultó sorprendentemente rápida y Chance no sintió ningún dolor. Después de unos minutos, el médico le comunicó que no había ninguna fractura. -Todo lo que tiene que hacer -dijo- es descansar hasta la hora de la cena y, si se siente bien, puede levantarse para comer. Eso sí; tenga cuidado de no apoyarse sobre la pierna lesionada. Mientras tanto, le daré a la enfermera las indicaciones necesarias acerca de las inyecciones; le haré aplicar una cada tres horas y tomará usted una de las píldoras que le recetaré con cada comida. Si llega a ser necesario, mañana dispondré que la saquen una radiografía. Por ahora, descanse bien. El médico salió de la habitación. Chance estaba cansado y con sueño. Pero cuando EE volvió, abrió los ojos. Mientras los demás lo miran y se dirigen a uno, se está a salvo. Sea lo que fuere lo que uno haga, es entonces interpretado por los otros del mismo modo en que uno interpreta lo que ellos hacen. -Señora Rand -dijo Chance-, estaba por dormirme. -Lamento haberlo incomodado -dijo ella-, pero acabo de hablar con el médico; me dijo que todo lo que usted necesita es descanso. Señor Gardiner... La mujer se sentó en una silla al lado de la cama. -Quiero decirle que me siento muy culpable y que me considero responsable de su accidente. Espero que este asunto no le cause demasiados trastornos. -Por favor, le ruego que no se preocupe -dijo Chance-. Le estoy muy reconocido por su ayuda. No quisiera... -Es lo menos que podíamos hacer. Dígame, ¿no hay nadie con quien quisiera comunicarse? ¿Su mujer? ¿Su familia? -No tengo mujer ni familia. -¿Acaso con la gente de negocios con las que usted actúa? Siéntase en entera libertad para usar el teléfono, enviar un telegrama o recurrir a nuestro télex. ¿No necesita una secretaria? Mi marido ha estado enfermo durante tanto tiempo que actualmente su personal tiene muy poco que hacer. -No, gracias. No necesito nada. -Pero seguramente habrá alguien con quien usted puede querer comunicarse... Espero que no se sienta... -No hay nadie. -Señor Gardiner, si tal es el caso... y espero que no crea que se lo digo sólo por amabilidad... si usted no tiene ningún asunto que atender, me complacería mucho que se quedase con nosotros hasta que se haya recuperado por completo. Sería terrible que tuviese que quedarse solo en semejante estado. Tenemos mucho lugar y los mejores médicos estarán a su disposición. Espero que no rehúse quedarse. Chance aceptó la invitación. EE se lo agradeció y Chance la oyó dar órdenes a los sirvientes para que desempacaran su maleta. Un rayo de luz que se filtraba a través de los pesados cortinados despertó a Chance. Eran las últimas horas de la tarde. Se sentía mareado; tenía conciencia de que la pierna le dolía, pero no de dónde estaba. Luego recordó el accidente, el automóvil, la mujer y el médico. Cerca de la cama, al alcance de su mano, había un televisor. Lo puso en funcionamiento y contempló las tranquilizadoras imágenes. Entonces, en el preciso momento en que había decidido levantarse y correr los cortinados, sonó el teléfono. Era EE que lo llamaba. Le preguntó cómo seguía y quiso saber si quería que le sirvieran la merienda y si ella podía quería subir a visitarlo. Chance le contestó afirmativamente. Entró una criada con una bandeja en las manos, que apoyó sobre la cama. Chance comió lentamente con finura, mientras recordaba escenas semejantes en la televisión. Se había sentado apoyado contra las almohadas y estaba mirando la televisión cuando entró EE en la habitación. Al acercar ella una silla a su cama, apagó de mala gana el televisor. Venía a enterarse del estado de su pierna. Chance admitió que sentía algún dolor. En su presencia, ella llamó al médico y le aseguró que parecía encontrarse mejor. EE le contó a Chance que su marido tenía muchos más años que ella, bastante más de setenta. Hasta su reciente enfermedad, su marido había sido un hombre lleno de vigor y aún ahora, a pesar de su edad y su enfermedad, seguía interesado y activo en sus negocios. Lamentaba, continuó diciéndole, no tener hijos propios, sobre todo porque Rand había roto relaciones por completo con su anterior esposa y con el hijo habido de ese matrimonio. EE confesó que se sentía responsable de la ruptura entre padre e hijo, pues Benjamin Rand se había divorciado de la madre del muchacho para casarse con ella. Chance, creyendo que debía demostrar un interés profundo por lo que EE le decía, recurrió a la práctica seguida en la televisión de repetir una parte de las frases pronunciadas por su interlocutora. De este modo, la alentó a continuar su relato y a explayarse. Cada vez que Chance repetía las palabras de EE, ésta parecía alegrarse y cobrar confianza. Llegó a sentirse tan cómoda que comenzó a subrayar sus palabras tocándole ya el hombro, ya el brazo. Las palabras de EE parecían flotar dentro de la cabeza de Chance, quien la observaba como si ella fuera un programa de televisión. EE se apoyó contra el respaldo de la silla. Un golpe a la puerta la interrumpió en la mitad de una frase. Era la enfermera que venía a ponerle la inyección. Antes de irse, EE lo invitó a comer con ella y con el señor Rand, quien comenzaba a sentirse mejor. Chance se preguntó si el señor Rand no le pediría que se fuera de la casa. No lo perturbaba el pensamiento de tener que partir -sabía que tarde o temprano eso debía ocurrir- sino el hecho de no saber, como en la televisión, qué sucedería después. Sabía, sí, que no conocía a los actores del nuevo programa. No tenía por qué tener miedo, pues todo lo que ocurre tiene su secuela y lo mejor era que esperase pacientemente su propia próxima aparición. Estaba por conectar el televisor cuando entró un criado -un negro- que le traía su ropa, acabada de planchar. La sonrisa del hombre le recordó la de la vieja Louise. EE volvió a llamar para decirle que se reuniera con ella y su marido para tomar una copa antes de la comida. Al pie de la escalera lo aguardaba un sirviente que lo condujo a la biblioteca donde EE y un hombre de edad avanzada lo estaban aguardando. Chance observó que el marido de EE era muy mayor, casi tanto como el Anciano. El hombre le tendió una mano reseca y ardiente y le dio un débil apretón. Fijó la vista en la pierna de Chance. -No la someta a ningún esfuerzo -le dijo, con voz segura- ¿Cómo se siente? EE me contó su accidente. ¡Qué vergüenza! ¡Realmente no tiene ninguna justificación! Chance titubeó un momento. -No es nada, señor. Ya me siento mejor. Es la primera vez en mi vida que sufro un accidente. Un criado sirvió champaña. Chance había bebido apenas unos sorbos cuando anunciaron la comida. Los hombres siguieron a EE al comedor, donde la mesa estaba puesta para tres. Chance observó la platería centelleante y las blancas estatuas en los rincones de la habitación. Chance se preguntó cómo debía comportarse; decidió inspirarse en un programa de televisión sobre un joven hombre de negocios que era invitado frecuentemente a comer con su jefe y la hija de éste. -Usted parece ser un hombre muy sano, señor Gardiner. Tiene mucha suerte -dijo Rand-. Pero este accidente, ¿no le impedirá atender debidamente a sus asuntos? -Como ya le dije a la señora Rand -dijo Chance con lentitud-, mi casa está cerrada y no tengo ningún asunto urgente que atender. -Usaba los cubiertos y comía con extremo cuidado-. Estaba esperando que algo ocurriera cuando tuve el accidente. El señor Rand se quitó las gafas, echó el aliento sobre los cristales y los limpió con un pañuelo. Volvió a colocarse las gafas y miró a Chance con expectación. Este se dio cuenta de que su respuesta no había sido satisfactoria. Levantó los ojos y se encontró con la mirada de EE . -No es fácil, señor -dijo-, encontrar un lugar adecuado, un jardín, en el que uno pueda trabajar sin injerencias y madurar con las estaciones. No quedan ya demasiadas oportunidades. En la televisión -vaciló y de repente todo se le aclaró-: nunca he visto un jardín. He visto selvas y bosques y a veces uno que otro árbol. Pero un jardín en el que yo pueda trabajar y contemplar cómo crece lo que he plantado... El señor Rand se inclinó hacia él por encima de la mesa. -Creo que lo ha expresado usted muy bien, señor Gardiner. ¿No le molesta que lo llame Chauncey? ¡Un jardinero! ¿No es acaso la descripción perfecta del verdadero hombre de negocios? Alguien que hace producir la tierra estéril con el trabajo de sus propias manos, que la riega con el sudor de su frente y que crea algo valioso para su familia y para la comunidad. Sí, Chauncey, ¡qué excelente metáfora! Un hombre de negocios productivo es en verdad un trabajador en su propia viña. Chauncey se sintió aliviado ante el entusiasmo de la respuesta de Rand; todo marchaba bien. -Gracias, señor -murmuró. -Por favor... llámeme Ben. -Ben -asintió Chauncey-. El jardín que yo dejé era un lugar semejante y sé que no he de encontrar nada tan maravilloso. Todo lo que en él crecía era el resultado de mi obra: Planté las semillas, las regué, las vi crecer. Pero ahora todo eso ha desaparecido y lo único que queda es el cuarto de arriba -y señaló el cielo raso. Rand lo miró con afabilidad. -Usted es demasiado joven, Chauncey. ¿Por qué habla del "cuarto de arriba"? Allí es donde he de ir yo dentro de poco, no usted. Por su edad, usted casi podría ser mi hijo. Usted y EE, los dos tan jóvenes. -Ben, querido -comenzó a decir EE. -Sí, ya sé; ya se -la interrumpió el marido-; no te gusta que hable de nuestras edades. Pero todo lo que me queda a mí es el cuarto de arriba. Chance se preguntó qué querría decir Rand al afirmar que dentro de poco tiempo estaría en el cuarto de arriba. ¿Cómo iba a instalarse allí mientras él, Chance, siguiese en la casa? La comida continuó en silencio. Chance masticaba despaciosamente y se abstuvo de tomar vino. En la televisión, el vino ponía a la gente en un estado que no podían controlar. -Pero si usted no encuentra una buena oportunidad pronto -dijo Rand-, ¿cómo atenderá a su familia? -No tengo familia. El rostro de Rand se ensombreció. -No Puedo entenderlo. ¿Un hombre joven y apuesto como usted que no tenga familia? ¿Cómo es posible? -No he tenido el tiempo necesario -replicó Chance. Rand movió la cabeza, impresionado por sus palabras. -¿Las exigencias de su trabajo han sido tantas? -Ben, por favor... -interrumpió EE. -Estoy seguro de que a Chauncey no le incomoda responder a mis preguntas. ¿No es verdad, Chauncey? Chance negó con la cabeza. -Bueno... ¿No sintió usted nunca la necesidad de una familia? -No sé lo que es tener una familia. -Entonces, usted está realmente solo, ¿no es cierto? -dijo Rand en voz baja. Después de un silencio, los criados trajeron el plato siguiente. Rand estudió a Chance con la mirada. -Hay algo en usted que me gusta, ¿sabe? Soy un hombre viejo y puedo hablarle con franqueza. Usted es una persona sin vueltas: capta las cosas rápidamente y las enuncia con sencillez. Como sabrá -continuó Rand- soy presidente de la Primera Compañía Financiera Norteamericana. Acabamos de iniciar un programa destinado a prestar ayuda a las empresas norteamericanas acosadas por la inflación, los impuestos excesivos, las huelgas y otras indignidades. Queremos dar una mano, por decirlo de algún modo, a los "jardineros" honestos de la comunidad comercial. Después de todo, son nuestra mejor defensa contra los focos de contaminación que de tal modo atentan contra nuestras libertades fundamentales y contra el bienestar de nuestra clase media. Tenemos que hablar de este asunto en detalle; tal vez cuando se haya recuperado totalmente podrá reunirse con los otros miembros del directorio, quienes lo pondrán más al corriente de nuestros proyectos y objetivos. Chance se alegró de que Rand añadiera inmediatamente: -Ya lo sé, ya lo sé; no es usted hombre de actuar impensadamente. Pero le pido que reflexione sobre lo que acabo de decirle y recuerde que yo estoy muy enfermo y que no sé si seguiré en este mundo por mucho tiempo... EE comenzó a protestar, pero Rand continuó: -Estoy cansado de vivir. Me siento como uno de esos árboles cuyas raíces aparecen en la superficie... Chance dejó de escucharlo. Extrañaba su jardín; en el jardín del Anciano ninguno de los árboles tenía las raíces en la superficie ni había perdido su vigor. Allí todos los árboles eran jóvenes y estaban bien cuidados. En el silencio que se iba haciendo a su alrededor, dijo rápidamente: -Tendré en cuenta lo que me acaba de decir. Todavía me duele la pierna y me resulta difícil tomar una decisión. -Muy bien. No se apresure, Chauncey. -Rand se inclinó y palmeó a Chance en el hombro. Se pusieron de pie y se dirigieron a la biblioteca. CUATRO El miércoles, mientras Chance se estaba vistiendo, sonó el teléfono. Oyó la voz de Rand: -Buenos días, Chauncey. Mi mujer me encargó que lo saludara también en su nombre porque no estará en casa hoy. Tuvo que volar a Denver. Pero, además lo llamo por otra razón. Hoy, el Presidente pronunciará un discurso en la reunión anual del Instituto Financiero; está en vuelo hacia Nueva York y acaba de telefonearme desde su avión. Sabe que estoy enfermo y que no podré presidir la reunión, de acuerdo con lo previsto. Pero como hoy me siento un poco mejor, el Presidente ha tenido la gentileza de decidir hacerme una visita antes del almuerzo. Es muy amable de su parte, ¿no le parece? Va a aterrizar en el aeropuerto Kennedy y vendrá a Manhattan en helicóptero. Podemos calcular que dentro de una hora estará aquí. Rand dejó de hablar. Chance lo oyó respirar con dificultad. -Quiero que usted lo conozca, Chauncey. Va a ser un placer para usted. El Presidente es una magnífica persona y estoy seguro de que simpatizará con usted. Ahora bien: la gente del Servicio Secreto estará aquí dentro de muy poco para inspeccionar el lugar. Es una cuestión de rutina, algo que tienen que hacer sea cual fuere el lugar y las circunstancias. Si no tiene inconveniente, mi secretaria le comunicará cuando lleguen. -Muy bien, Benjamín, y muchas gracias. -Ah, sí! Algo más, Chauncey. Espero que no se moleste... pero tendrán que registrarlo a usted también. Actualmente, nadie que esté cerca del Presidente puede llevar encima ningún objeto cortante, de modo que procure que no le lean el pensamiento, Chauncey, ¡podrían quitárselo! Nos vemos dentro de un rato, mi amigo -y cortó la comunicación. No debía tener ningún objeto cortante. Chance se quitó rápidamente el clip de la corbata y colocó el peine sobre la mesa. Pero ¿por qué se habría referido Rand a su 'pensamiento'? Chance se miró en el espejo y lo que vio le gustó: tenía el cabello brillante, la tez fresca y el traje se adaptaba a su cuerpo como la corteza al árbol que recubre. Contento, encendió la televisión. Pasado un rato, la secretaria de Rand lo llamó para informarle que los hombres del Presidente estaban listos para subir. Cuatro hombres entraron en el aposento, charlando y riéndose con soltura y comenzaron a registrarlo con una cantidad de instrumentos complicados. Chance se sentó en el escritorio, mientras continuaba observando la televisión. Al cambiar de uno a otro canal, vio de repente un inmenso helicóptero que descendía sobre un campo del Parque Central. El locutor anunció que en ese preciso momento el Presidente de los Estados Unidos aterrizaba en el corazón mismo de la ciudad de Nueva York. Los hombres del servicio secreto dejaron de trabajar para observar la transmisión. -Bueno -dijo uno de ellos-, ha llegado el jefe. Es mejor que nos apresuremos a inspeccionar los otros cuartos. Chance estaba solo cuando llamó la secretaria de Rand para anunciar la inminente llegada del Presidente. -Gracias -contestó Chance-. Creo que es mejor que baje inmediatamente ¿no le parece? -Creo que ya es hora, señor. Chance descendió las escaleras. Los hombres del Servicio Secreto deambulaban sosegadamente por los corredores, el vestíbulo y la entrada del ascensor. Algunos estaban de pie delante de las ventanas de la biblioteca; otros se habían ubicado en el comedor, la sala y el salón escritorio. Chance fue cacheado por uno de los agentes quien, después de pedirle disculpas por la medida, se apresuró a abrirle la puerta de la biblioteca. Rand se acercó a Chance y lo palmeó en el hombro. -No sabe cuánto me alegra que usted tenga oportunidad de conocer al Jefe del Ejecutivo. Es una magnífica persona, con un gran sentido de la justicia encuadrada dentro de la ley y una extraordinaria capacidad para pulsar el electorado. Realmente, es muy amable de su parte venir a visitarme, ¿no le parece? Chance estuvo de acuerdo. -¡Qué pena que EE no esté en casa! -exclamó Rand-. Es una gran admiradora del Presidente y le halla muy atractivo. Llamó por teléfono desde Denver ¿sabe? Chance estaba al tanto del llamado de EE. ¿Y usted no habló con ella? Bueno, volverá a llamar. Querrá conocer sus impresiones acerca del Presidente y de cómo se desarrollaron las cosas...Podría atenderla usted, si yo estuviese durmiendo, y decirle cómo resultó la reunión? -Con mucho gusto. Espero que se encuentre bien, señor. Tiene usted mucho mejor aspecto. Rand se movió incómodo en la silla. -Es todo maquillaje, Chauncey... todo maquillaje. Le pedí a la enfermera que me acompañó durante toda la noche y la mañana que me arreglara un poco la cara para que el Presidente no crea que me voy a morir en el curso de nuestra conversación. A nadie le agrada estar con un hombre que se está muriendo, Chauncey, porque pocos saben lo que es la muerte. Todo lo que sabemos es que le tenemos pánico. Usted es una excepción; sé que no siente miedo. Eso es lo que EE y yo admiramos en usted: su maravilloso equilibrio. Usted no oscila entre el temor y la esperanza, sino que está en paz consigo mismo. No me contradiga; tengo edad suficiente para ser su padre. He vivido mucho, y he sentido mucho miedo; he estado rodeado de hombres pequeños olvidados de que entramos desnudos en este mundo y lo abandonamos en el mismo estado y que no hay ningún contador que pueda ajustar cuentas con la vida en favor nuestro. Rand había perdido el color. Buscó una píldora, se la puso en la boca y bebió unos sorbos de agua del vaso que tenía cerca. Sonó el teléfono. Rand levantó el receptor y dijo con vivacidad: -El señor Gardiner y yo estamos listos. Haga pasar al Presidente a la biblioteca. Colgó el receptor, retiró la copa del escritorio y la escondió detrás de él, en uno de los estantes de la biblioteca. -Ha llegado el Presidente, Chauncey. Está en camino hacia aquí. Chance recordaba haber visto poco tiempo antes al Presidente en un programa de la televisión. Fue con ocasión de un desfile, un día de sol radiante. El Presidente estaba de pie sobre una tarima, rodeado de militares de uniforme y de civiles con gafas oscuras. Debajo, en el campo abierto, marchaban interminables columnas de soldados con los rostros vueltos hacia su jefe, quien saludaba con la mano. La mirada del Presidente revelaba la lejanía de su pensamiento. Los miles de hombres en formación quedaron reducidos en la pantalla del televisor a meros montículos de hojas muertas impulsadas hacia adelante por la fuerza de un fuerte viento. De repente, irrumpieron desde las alturas los aviones a chorro, en apretada e impecable formación. Los observadores militares y los civiles que se encontraban en la tarima apenas tuvieron tiempo de levantar la cabeza cuando los aviones pasaron, con la velocidad del rayo, por encima del Presidente, produciendo un estrépito ensordecedor. El rostro del Presidente llenó una vez más la pantalla. Tenía la mirada fija en los aviones que se alejaban; una sonrisa fugaz le dulcificó la cara. -Estoy encantado de verlo, señor Presidente -dijo Rand poniéndose de pie para recibir a un hombre de mediana estatura que entró sonriendo-. ¡Qué amable ha sido usted en molestarse en venir hasta aquí a visitar a un hombre que se está muriendo! El Presidente lo abrazó y lo condujo a una silla. -Tonterías, Benjamín. Siéntese y déjeme que lo vea. El Presidente se sentó en un diván y se volvió hacia Chance. -Señor Presidente -dijo Rand-, le presento a mi querido amigo, el señor Chauncey Gardiner...el Presidente de los Estados Unidos de América. Rand se dejó caer en una silla, mientras el Presidente tendía la mano a Chance. Este, recordando que en las conferencias de prensa de la televisión el Presidente miraba siempre de frente a los espectadores, fijó la vista directamente en los ojos del Presidente -Encantado de conocerlo, señor Gardiner -dijo el Presidente, al tiempo que volvía a reclinarse en el diván-. He oído hablar mucho de usted. Chance se preguntó cómo era posible que el Presidente hubiera oído hablar de él. -Siéntese, por favor, señor Gardiner -lo invitó el Presidente-. Los dos tenemos que reprender a nuestro amigo Benjamín por recluirse en su casa. Ben... -continuó, tras inclinarse hacia donde se encontraba el anciano-, el país lo necesita y yo, en mi carácter de Jefe de Estado, no lo he autorizado a que se retire. -Ya estoy preparado para el olvido, señor Presidente -contestó Rand suavemente- y, más aún, no me quejo; el mundo rompe con Rand y Rand rompe con el mundo: un trato equitativo ¿no le parece? La seguridad, la tranquilidad, un bien merecido descanso; muy pronto he de alcanzar esos objetivos por los que tanto luché. -¡Por favor, hablemos con seriedad, Ben! -El Presidente hizo un gesto con la mano-. Ya sé que usted es un filósofo, pero por encima de todo es un hombre de negocios vigoroso y activo. Hablemos de la vida -prosiguió, al tiempo que hacia una pausa para encender un cigarrillo-. ¿Qué es esto de que no va a hablar en la reunión de hoy del Instituto Financiero? -No estoy en condiciones de hacerlo, señor Presidente -contestó Rand-. Son órdenes del médico. Además -añadió-, obedezco al dolor. -Si... claro... -repuso el Presidente-, después de todo, no es más que otra de tantas reuniones. Y aunque no esté allí en persona, lo estará usted en espíritu. El Instituto sigue siendo una creación suya; la impronta de su vida está presente en todas sus actividades. Los hombres iniciaron una larga conversación. Chance no entendía casi nada de lo que decían, aun cuando con frecuencia le dirigían la mirada, como invitándolo a participar. Chance creía que hablaban de intento en otro idioma por razones de seguridad, cuando de repente el Presidente le dirigió la palabra: -Y usted, señor Gardiner, ¿qué opina de la mala época por la que atraviesa la Calle? (Wall Street) Chance se estremeció. Sintió como si le hubieran arrancado de pronto las raíces de su pensamiento la tierra húmeda y las hubiesen lanzado, hechas una maraña, al aire inhóspito. Finalmente, dijo: -En todo jardín hay una época de crecimiento. Existen la primavera y el verano, pero también el otoño y el invierno, a los que suceden nuevamente la primavera y el otoño. Mientras no se hayan seccionado las raíces todo está bien y seguirá estando bien. Levantó los ojos. Rand lo estaba mirando y asentía con la cabeza. Sus palabras parecían haber agradado al Presidente. Debo reconocer, señor Gardiner -dijo el Presidente, que hace mucho, mucho tiempo que no escucho una observación tan alentadora y optimista como la que acaba de hacer. -Se puso de pie, de espaldas al hogar-. Muchos de nosotros olvidamos que la Naturaleza y la sociedad son una misma cosa. Sí, aunque hemos intentado desprendernos de la Naturaleza, seguimos siendo parte de ella. Al igual que la Naturaleza, nuestra sistema económico es, a la larga, estable y racional, y por ello no debe inspirarnos temor estar a su merced. El Presidente titubeó un momento y luego se dirigió a Rand. -Aceptamos con alegría las estaciones inevitables de la Naturaleza, pero nos preocupan las estaciones de nuestra economía. ¡Qué tontería de nuestra parte! -Le sonrió a Chance-. Envidio al señor Gardiner su profundo buen sentido. Esto es justamente lo que nos hace falta en el Capitolio. El Presidente echó una mirada a su reloj de pulsera, luego levantó una mano para indicarle a Rand que no se levantara. -No, no, Ben... descanse. Espero volver a verlo muy pronto. Cuando se sienta mejor, usted y EE deben venir a hacernos una visita a Washington. Y usted, señor Gardiner... también nos honrará a mi familia y a mí con su visita ¿no es cierto? ¡Nos darán un gran placer! Después de dar un abrazo a Rand y un rápido apretón de manos a Chance, salió de la habitación. Rand se apresuró a recobrar el vaso de agua, ingirió otra píldora y se dejó caer en la silla. -Es una gran persona el Presidente, ¿no es cierto ? -le preguntó a Chance. -Sí -replicó Chance-, aunque parece más alto en la televisión. -¡Por cierto que sí! -exclamó Rand-. Pero tenga presente que es un político, que diplomáticamente riega con su bondad todas las plantas que encuentra en su camino, sea lo que fuere lo que piensa. Realmente me gusta mucho. A propósito, Chauncey, ¿está usted de acuerdo con mi posición respecto del crédito y su restricción, tal como se la expuse al Presidente? -No estoy seguro de haberla entendido. Por eso no dije nada. -Usted dijo mucho, mi querido Chauncey, mucho y no sólo lo que dijo sino cómo lo dijo fueron muy del agrado del Presidente. Todo el mundo se dirige a él en términos similares a los míos, pero lamentablemente son pocos, si los hay, los que le hablan como usted. Se oyó el timbre del teléfono. Rand contestó la llamada y le comunicó a Chance que el Presidente y los hombres del Servicio Secreto habían partido y que la enfermera lo esperaba con una inyección. Chance subió a su cuarto. Cuando encendió el televisor, vio al Presidente y su comitiva que circulaban por la Quinta Avenida. En las aceras se habían congregado grupos de personas; la mano del Presidente asomaba por una de las ventanillas de la limousine en señal de saludo. Chance no sabía si realmente había estrechado esa mano apenas unos minutos antes. La reunión anual del Instituto Financiero se inició en un ambiente de gran expectativa y tensión como consecuencia del anuncio efectuado por la mañana de que el índice de desempleo nacional había alcanzado un nivel sin precedentes. Los funcionarios del Gobierno se mostraron renuentes a comunicar las medidas que propondría el Presidente para evitar un mayor estancamiento de la economía. Todos los medios de información al público estaban sobre alerta. En su discurso, el Presidente aseguró que no se había previsto la adopción inmediata de ninguna medida drástica por parte del Gobierno, si bien se había producido un nuevo descenso repentino en la productividad. -Hemos gozado de la primavera -dijo- y también del verano, pero desgraciadamente, lo mismo que en el jardín del mundo, es inevitable que lleguen los fríos y tormentas del otoño y el invierno. -El Presidente subrayó que mientras las semillas de la industria permaneciesen fuertemente arraigadas en la vida del país, la economía volvería a florecer con seguridad. En el breve lapso en que respondió a las preguntas que se le hicieron, el Presidente reveló que había celebrado consultas en múltiples niveles con los miembros del Gabinete, la Cámara de Diputados y el Senado, además de haber conversado con los dirigentes más importantes del mundo de los negocios. En esa oportunidad, tuvo palabras de recuerdo para Benjamín Turnbull Rand, presidente del Instituto, a quien motivos de salud habían impedido concurrir a la reunión. Añadió que en la residencia del señor Rand había mantenido un intercambio de ideas sumamente fructífero con el señor Rand y con el señor Chauncey Gardiner acerca de los efectos benéficos de la inflación. La inflación podaría las ramas muertas del ahorro y de ese modo contribuiría a revitalizar el vigoroso tronco de la industria. Fue dentro del contexto del Presidente que el nombre de Chance despertó por primera vez la atención de los medios informativos. Por la tarde la secretaria de Rand le dijo a Chance: -Está el señor Tom Courtney del Times de Nueva York al aparato. ¿Podría atenderlo por unos minutos? Creo que quiere recabar algunos datos sobre usted. -Comuníqueme con él -dijo Chance. La secretaria pasó la comunicación del señor Courtney. -Siento molestarlo, señor Gardiner; no lo hubiera hecho de no haber hablado antes con el señor Rand. Hizo una pausa a la espera del efecto que causarían sus palabras. -El señor Rand es un hombre muy enfermo -dijo Chance. -Sí, claro... De todos modos, el señor Rand dijo que por su personalidad y la claridad de su visión, existía la posibilidad de que usted formase parte del directorio de la Primera Corporación Financiera Norteamericana. ¿Quiere hacer alguna declaración al respecto? -No -dijo Chance-, por el momento no. Otra pausa. -Dado que el Times de Nueva York va a informar sobre el discurso del Presidente y sobre su visita a Nueva York, queremos ser lo más exactos posibles. ¿No tiene nada que decirnos acerca de la conversación que mantuvieron usted, el señor Rand y el Presidente? -Me pareció muy satisfactoria. -Bien, señor. Y, según parece, al Presidente también. Pero, señor Gardiner -continuó Courtney, con fingida naturalidad-, nosotros, en el Times tenemos mucho interés en poner al día la información sobre usted... -Se rió con nerviosidad-. Para empezar, por ejemplo, ¿qué relación existe entre su actividad comercial y la de la Primera Corporación Financiera Norteamericana? -Creo que eso tendría que preguntárselo al señor Rand. -Sí, por supuesto, pero como está enfermo me tomo la libertad de preguntárselo a usted. Chance permaneció en silencio. Courtney aguardaba su respuesta. -No tengo nada más que agregar -dijo Chance, y colgó el receptor. Courtney se apoyó en el asiento y frunció el ceño. Se estaba haciendo tarde. Llamó a su personal y adoptó su habitual actitud de naturalidad. -Bien, señores. Comencemos por la visita y el discurso del Presidente. Hablé con Rand. Chauncey Gardiner, a quien hizo referencia el Presidente es, al parecer, un hombre de negocios, un financista y, según Rand, un candidato con muchas posibilidades de ocupar uno de los cargos vacantes en el directorio de la Primera Corporación Financiera Norteamericana -miró a su personal, que esperaba mayor información. -También hablé con Gardiner. Bueno... -Courtney hizo una pausa-. Es sumamente lacónico y ceñido a los hechos. De todos modos, no disponemos del tiempo necesario para reunir los datos completos sobre Gardiner, de modo que limitémonos a su presunta asociación con Rand, a su ingreso en el directorio de la Primera Compañía Financiera Norteamericana, a su consejo al Presidente y demás. Chance estaba mirando la televisión en su cuarto. El discurso del Presidente durante el almuerzo se transmitió por varios canales; los demás programas eran de entretenimientos para la familia y de aventuras para niños. Chance almorzó en su habitación, siguió mirando la televisión y estaba a punto de quedarse dormido cuando lo llamó la secretaria de Rand. -Los ejecutivos del programa televisivo "Esta Noche" han llamado por teléfono -dijo la mujer dando muestras de gran excitación-, y quieren que usted aparezca en el programa de hoy. Se disculparon por darle tan poco tiempo, pero acaban de enterarse de que el Vicepresidente no podrá asistir al programa para opinar sobre el discurso del Presidente. Debido a su enfermedad, el señor Rand tampoco podrá ir, pero sugiere que vaya usted, un financiero que ha causado una impresión tan favorable al Presidente, en su lugar. Chance no podía imaginarse lo que suponía aparecer en la televisión. Quería verse reducido al tamaño de la pantalla; convertirse en imagen, habitar dentro del aparato. La secretaria seguía esperando en el teléfono, -Me parece bien -contestó Chance-. ¿Qué tengo que hacer? -Usted no tiene que hacer nada, señor -dijo la joven alegremente-. El productor lo recogerá para llegar a tiempo al programa. Es un programa en vivo, de modo que debe estar en el estudio media hora antes de que salga al aire. Usted será la principal atracción esta noche. Los voy a llamar en seguida; van a estar encantados con su aceptación. Chance conectó el televisor. Se preguntó si las personas se modificaban antes o después de aparecer en la pantalla. ¿Cambiaría él para siempre o sólo durante su aparición? ¿Qué parte de sí mismo dejaría detrás de sí una vez concluido el programa? ¿Habría dos Chances después del espectáculo: un Chance que observaba la televisión y otro que aparecía en ella? En las primeras horas de la tarde Chance recibió la visita del productor del programa "Esta Noche": un hombre de baja estatura que vestía un traje oscuro. El productor le explicó que el discurso del Presidente había despertado el interés de la nación por la situación económica... -Y como el Vicepresidente no podrá aparecer en nuestro programa esta noche -prosiguió-, le quedaríamos muy agradecidos si informase a nuestros espectadores sobre la verdadera situación de la economía del país. Usted, que tiene una relación tan estrecha con el Presidente, es el hombre indicado para dar una explicación al país. En el programa puede expresarse con entera franqueza. El anfitrión no lo interrumpirá bajo ningún concepto, pero si quisiera intervenir, se lo hará saber tocándose la ceja izquierda con el índice de la mano izquierda. Eso significará, o bien que desea hacerle una nueva pregunta, o que quiere subrayar lo que usted acaba de decir. -Comprendo dijo Chance. -Bueno, si está listo, señor, podemos irnos. Nuestro maquillador no tendrá que hacerle más que un retoque -añadió con una sonrisa-. A propósito, nuestro anfitrión tendrá sumo placer en conocerlo antes del espectáculo. En la gran limousine enviada por el canal de televisión había dos pequeños aparatos de televisión. Mientras iban recorriendo la Avenida Park, Chance preguntó al productor si podía poner en funcionamiento uno de los televisores. Los dos hombres se pusieron a mirar el programa en silencio. El interior del estudio era semejante a todos los que Chance había visto en la televisión. Fue conducido rápidamente hacia una oficina contigua donde le ofrecieron una bebida alcohólica que no aceptó; en cambio, tomó una taza de café. Cuando apareció el anfitrión, Chance lo reconoció instantáneamente; lo había visto muchas veces en el programa "Esta Noche", aunque los espectáculos en los que no se hacía más que conversar no le agradaban mucho. Mientras el anfitrión le hablaba sin cesar, Chance se preguntaba qué iría a suceder después y cuándo empezaría realmente el espectáculo. Por fin el anfitrión se calló y el productor volvió en seguida con el encargado del maquillaje. Chance se sentó frente a un espejo mientras el hombre le cubría el rostro con una fina capa de polvo parduzco. -¿Ha aparecido muchas veces en la televisión? -le preguntó el encargado del maquillaje. -No -dijo Chance-, pero la miro constantemente. El hombre encargado del maquillaje y el productor se echaron a reír con amabilidad. -Listo -dijo el maquillador, al tiempo que asentía con la cabeza y cerraba la caja de cosméticos. -Buena suerte, señor -dio media vuelta y se fue. Chance esperaba en el cuarto contiguo. En uno de los rincones había un gran televisor. Vio aparecer al anfitrión que anunció el programa. El público aplaudió; el anfitrión se rió. Las grandes cámaras, de afiladas narices, se deslizaban suavemente alrededor del escenario. Había música y el director de la orquesta apareció en la pantalla, sonriendo. Chance se maravilló de que la televisión pudiese representarse a sí misma; las cámaras se observaban a sí mismas y, al mirarse, televisaban el programa. Este autorretrato era transmitido en las pantallas de televisión colocadas frente al escenario y que el público del estudio observaba. De las incontables cosas que existían en el mundo -árboles, césped, flores, teléfonos, radios, ascensores- sólo la televisión sostenía constantemente un espejo frente a su rostro, ni sólido ni fluido. De pronto, entró el productor y le hizo señas a Chance de que lo siguiera. Atravesaron una puerta y un pesado cortinaje. Chance oyó al anfitrión pronunciar su nombre. Luego, después de que el productor se alejara, se encontró bajo el brillo de las luces. Vio al público delante de él; a diferencia de los públicos que había visto en su propio aparato de televisión, no podía individualizar ningún rostro en la muchedumbre. En el reducido escenario había tres grandes cámaras; en el costado izquierdo, el anfitrión estaba sentado ante una mesa con cubierta de piel. Hizo una gran sonrisa a Chance, se puso de pie pausadamente y lo presentó al público, que aplaudió con entusiasmo. Chance, recordando lo que tantas veces había visto en la televisión, se dirigió a la silla desocupada, delante de la mesa. Se sentó y el anfitrión hizo lo mismo. Los camarógrafos hacían girar las cámaras silenciosamente alrededor de ellos. El anfitrión se inclinó en dirección de Chance, sentado enfrente de él. De cara a las cámaras y al público, ahora apenas visible en el trasfondo del estudio, Chance se abandonó a los acontecimientos. Ninguna forma de pensamiento subsistía de él; aunque comprometido por la situación, se sentía al mismo tiempo totalmente ajeno a ella. Las cámaras absorbían la imagen de su cuerpo, registraban cada uno de sus movimientos y silenciosamente los lanzaban en las pantallas de millones de televisores diseminados por todo el mundo: en las viviendas, automóviles, barcos, aviones, salas y aposentos. Sería visto por más personas que las que podría conocer en toda su vida; personas que nunca lo conocerían. Los que lo estaban observando en las pantallas de sus televisores no la conocían verdaderamente; ¿cómo iban a conocerlo si nunca se habían encontrado? La televisión refleja sólo la superficie de la gente, pero al hacerlo les va arrancando las imágenes de sus cuerpos para que sean absorbidas por los ojos de los espectadores, desde donde no pueden regresar jamás, condenadas a desaparecer. Las cámaras, que lo apuntaban con sus triples lentes insensibles, transformaban a Chance en una mera imagen para millones de personas reales que nunca conocerían su auténtico ser, puesto que los pensamientos no podían ser televisados. Para él también los espectadores existían sólo como proyecciones de su propio pensamiento, como imágenes. Nunca conocería su verdadera realidad, ya que no sabía quiénes eran e ignoraba lo que pensaban. Chance oyó que el anfitrión decía: -Nosotros, aquí en el estudio, nos sentimos muy honrados de contar con su presencia, señor Chauncey Gardiner, y no dudo de que este sentimiento es compartido por los cuarenta millones de norteamericanos que diariamente ven este programa. Le estamos especialmente agradecidos por haber aceptado asistir a último momento en reemplazo del Vicepresidente, a quien la atención de asuntos perentorios impidió estar esta noche con nosotros. -El anfitrión hizo una breve pausa; un silencio absoluto reinaba en el estudio-. Le hablaré con toda franqueza, señor Gardiner. ¿Está usted de acuerdo con la opinión del Presidente acerca de nuestra economía? -¿Qué opinión? -preguntó Gardiner. El anfitrión se sonrió, como si existiera un entendimiento previo entre ambos. -La opinión que expresó esta tarde el Presidente en el discurso principal que pronunció en el Instituto Financiero de los Estados Unidos. Antes del discurso, el Presidente lo consultó a usted, además de haberse asesorado con sus consejeros financieros. -¿Sí...? -dijo Chance. -Lo que quiero decir es... -el anfitrión titubeó un instante y echó una mirada a sus notas-. Bueno... Le daré un ejemplo: el Presidente comparó la economía de este país a un jardín y señaló que después de un período de decadencia, se sucedería naturalmente una época de crecimiento... -Conozco muy bien el jardín -dijo Chance con firmeza-. He trabajado en él toda mi vida. Es un buen jardín y, además, lozano; sus árboles se mantienen florecientes, lo mismo que los arbustos y las flores, siempre que se los pode y riegue cuando corresponde. Estoy totalmente de acuerdo con el Presidente: a su debido tiempo, todo volverá a medrar. Además, hay en el bastante lugar para más árboles Y flores de todo tipo. Una parte del público lo interrumpió con sus aplausos, al tiempo que otra lo abucheaba. Detrás de él, los miembros de la orquesta dieron algunos golpes en sus instrumentos; unos pocos expresaron su acuerdo a viva voz. Chance se volvió hacia el televisor que estaba a su derecha y vio su propio rostro que ocupaba toda la pantalla. Luego aparecieron las caras de algunos espectadores; unos evidenciaban estar de acuerdo con lo que acababa de decir; otros, parecían disgustados. La cara del anfitrión ocupó nuevamente la pantalla y Chance volvió la cabeza para mirarlo de frente. -Bien, señor Gardiner -dijo el anfitrión- ha expresado usted muy bien lo que quería decir y creo que sus palabras han de servir de aliento para todos aquellos que no se complacen en las quejas vanas ni se regodean con predicciones funestas. Aclaremos bien las cosas, señor Gardiner. Su opinión es, pues, que la retracción económica, la tendencia bajista del mercado bursátil, el aumento en el desempleo... no son más que una frase, una época, por así decirlo, en la evolución de un jardín... -En un jardín, las plantas florecen... pero primero deben marchitarse; los árboles tienen que perder sus hojas para que aparezcan las nuevas y para desarrollarse con más vigor. Algunos árboles mueren, pero los nuevos vástagos los reemplazan. Los jardines necesitan mucho cuidado, pero si uno siente amor por su jardín no le importa trabajar en él y esperar hasta que florezca con seguridad en la estación que corresponde. Las últimas palabras de Chance se perdieron en parte por el murmullo animado del público. Detrás de él, algunos miembros de la orquesta hicieron sonar sus instrumentos; otros expresaron su aprobación de viva voz. Chance se volvió hacia el televisor que tenía al lado y vio su rostro con la mirada desviada hacia un costado. El anfitrión levantó la mano para hacer callar al público, pero los aplausos continuaron, subrayados por algún que otro abucheo. Se puso de pie lentamente e invitó con un gesto a Chance a que se reuniera con él en el centro del escenario, donde lo abrazó ceremoniosamente. El aplauso alcanzó proporciones inusitadas. Chance estaba indeciso. Cuando cesó el bullicio, el anfitrión le estrechó la mano y le dijo: -Muchas gracias, señor Gardiner. Usted está inspirado por el espíritu que tanta falta hace en este país. Confiemos en que sea un anuncio del advenimiento de la primavera en nuestra economía. Gracias una vez más, señor Chauncey Gardiner... financista, asesor presidencial y auténtico estadista. Acompañó a Chance hasta el telón del fondo donde el productor se hizo cargo de él. -¡Estuvo magnífico, señor, sencillamente magnífico! -exclamó el productor-. He estado a cargo de este espectáculo durante casi tres años y no recuerdo nada semejante. Le aseguro que el jefe está encantado. ¡Fue espléndido, realmente espléndido! Condujo a Chance al fondo del estudio. Varios empleados los saludaron cuando pasó, mientras que otros le dieron la espalda. Después de comer con su mujer y sus hijos, Thomas Franklin se dirigió a su estudio a trabajar. Era imposible terminar con el trabajo en la oficina, especialmente porque la señorita Hayes, su asistente, estaba de vacaciones. Trabajó hasta que le fue imposible concentrarse; luego subió a su aposento. Su mujer ya se había metido en la cama y estaba mirando un programa de televisión en el que se comentaba el discurso del Presidente. Franklin echó una mirada al televisor mientras se desvestía. En los últimos dos años, el valor de las acciones bursátiles de su propiedad se había reducido a una tercera parte, sus ahorros habían desaparecido y en los últimos tiempos había disminuido su participación en las ganancias de su firma. El discurso del Presidente no le pareció alentador y esperaba que el Vicepresidente o, en su ausencia, ese sujeto Gardiner, le levantara un poco el ánimo. Arrojó los pantalones en cualquier parte, olvidándose de colgarlos en la percha especial que su mujer le había regalado para un cumpleaños, y se sentó en la cama dispuesto a seguir el programa "Esta Noche" que acababa de comenzar. El anfitrión hizo la presentación de Chauncey Gardiner. El invitado dio un paso hacia adelante. La imagen era nítida y los colores sumamente fieles. Pero aún antes de que el rostro de Chance apareciera en el primer plano en la pantalla, Franklin tuvo la sensación de haberlo visto antes en alguna parte. ¿ Acaso en una de esas entrevistas exhaustivas de la televisión, donde las cámaras muestran al entrevistado desde todos los ángulos posibles? ¿O lo había conocido personalmente? Su aspecto le resultaba familiar, especialmente la forma en que iba vestido. Estaba tan absorto tratando de recordar si realmente lo había conocido y dónde, que no oyó nada de lo que decía Gardiner ni se enteró de qué movió al público a romper en estruendosos aplausos. -¿Qué es lo que dijo, querida? -le preguntó a su mujer. -¡Qué pena que te lo perdieras! Acaba de decir que la economía marcha muy bien. La economía es, según él, algo parecido a un jardín: crece y se marchita. Gardiner piensa que todo irá bien. Se sentó en la cama y miró a Franklin con tristeza. -Te dije que no debimos renunciar a comprar esa propiedad en Vermont ni postergar el crucero que pensábamos hacer. Eres siempre el mismo: siempre el primero en abandonar la partida. ¡Bah! ¡Yo te lo advertí! ¡No se trata más que de una helada pasajera... en el jardín! Franklin volvió a concentrarse en el televisor. ¿Dónde y cuándo diablos había visto a ese tipo? -Este Gardiner es toda una personalidad -musitó su mujer-. Varonil, bien vestido, una hermosa voz; una especie de mezcla entre Ted Kennedy y Gary Grant. No es ni uno de esos falsos idealistas ni un tecnócrata automatizado. Franklin buscó una píldora para dormir. Era tarde y estaba cansado. Tal vez fue un error elegir ser abogado. Los negocios... las finanzas... Wall Street... hubieran sido una mejor elección. Pero a los cuarenta años era demasiado viejo para aceptar nuevos riesgos. Envidió a Chance su apostura, su éxito, la seguridad en sí mismo. -Como un jardín -dijo, al tiempo que suspiraba audiblemente-. Sí. Si uno pudiera creerlo. A solas en el automóvil que lo llevaba de regreso del estudio, Chance vio al anfitrión con su siguiente invitado, una actriz voluptuosa, escasamente cubierta por un vestido casi transparente. Tanto el anfitrión como su invitada mencionaron su nombre; la actriz se sonrió varias veces y dijo que hallaba a Chance muy atractivo y sumamente varonil. Al llegar a la casa de Rand, uno de los criados se precipitó a abrirle la puerta. -Su discurso fue magnífico, señor Gardiner, -comentó, mientras seguía a Chance hasta el ascensor. Otro criado le abrió la Puerta del ascensor. -Gracias, señor Gardiner -dijo-. Nada más que gracias, de un hombre sencillo que ha visto mucho. En el ascensor Chance se puso a mirar el pequeño televisor portátil empotrado en uno de los paneles laterales. La transmisión del programa "Esta Noche" continuaba en todo su apogeo. El anfitrión hablaba en ese momento con otro invitado, un cantante de frondosa barba, y Chance volvió a oír que mencionaban su nombre. La secretaria de Rand lo esperaba en el piso de arriba. -Su intervención fue realmente notable, señor -dijo la mujer-. Jamás he visto a nadie con tanta desenvoltura, ni que fuera tan fiel a sí mismo. ¡Gracias a Dios, que todavía queda gente como usted en este país! A propósito, el señor Rand lo vio por televisión y, aunque no se siente muy bien, insistió en que cuando usted regresara fuera a hacerle una visita. Chance entró en la habitación de Rand. -Chauncey -dijo Rand, al tiempo que se esforzaba por sentarse en su enorme lecho-, permítame que le dé mis más calurosas felicitaciones. Su discurso fue excelente, excelente. Espero que todo el país lo haya escuchado. -Alisó el cubrecama-. Usted tiene la gran cualidad... de ser natural, y ésa, querido amigo, es una condición poco frecuente y que caracteriza a los grandes hombres. Se condujo con decisión y valentía y, sin embargo, no cayó en el sermoneo. Todo lo que dijo fue directo al grano. Los dos hombres se miraron en silencio. -Chauncey, mi querido amigo -continuó Rand, con tono grave y casi reverencial-, creo que le interesará saber que EE preside el Comité de las Naciones Unidas encargado de la hospitalidad. Corresponde, pues, que esté presente en la recepción que se celebrará mañana en las Naciones Unidas. Dado que yo no podré acompañarla, me gustaría que lo haga usted. Su discurso habrá interesado a mucha gente, que estará encantada de conocerlo. La acompañará ¿no es cierto? -Sí, por supuesto. La acompañaré con mucho gusto. Por un momento las facciones de Rand parecieron desdibujarse, como si su rostro se hubiese congelado. Se humedeció los labios; recorrió el cuarto con una mirada vacía. Luego la fijó en Chance. -Gracias, Chauncey. Y, a propósito -añadió en voz baja-, si algo me llegara a ocurrir, por favor, ocúpese de ella. Tiene necesidad de alguien como usted... mucha necesidad. Se dieron la mano y se despidieron. Chance se fue a su habitación. En el avión que la llevaba desde Denver de regreso a Nueva York, EE estuvo pensando mucho en Gardiner. Trató de hallar un hilo conductor en los acontecimientos de los dos últimos días. Recordó que la primera vez que lo vio, después del accidente, no pareció sorprendido. Su rostro estaba desprovisto de toda expresión, y su actitud revelaba una gran calma e indiferencia. Actuó como si hubiera estado a la espera del accidente, del dolor y aún de su aparición. Habían transcurrido dos días desde entonces, pero ella seguía sin saber quién era ni de dónde venía. Constantemente evitaba toda referencia a sí mismo. El día anterior, mientras los criados comían en la cocina y Chance estaba entregado al sueño, había revisado cuidadosamente todas sus pertenencias, sin hallar ningún documento, ningún cheque, ni dinero, ni tarjetas de crédito; ni siquiera el talón de algún olvidado billete de teatro. Le resultaba sorprendente que viajara de ese modo. Presumiblemente una oficina o un banco estaban encargados de la administración de sus asuntos personales. Pues era evidente que se trataba de un hombre de fortuna. Sus trajes hechos a su medida eran de telas excelentes; las camisas de las más delicadas sedas, estaban hechas a mano, lo mismo que sus zapatos, de cuero finísimo. Su maleta estaba casi nueva, si bien la forma y los cerrojos eran de diseño antiguo. En varias ocasiones había intentado interrogarlo acerca de su pasado. El había recurrido a una u otra de sus comparaciones favoritas, tomadas de la televisión o de la Naturaleza. EE creyó adivinar que estaba afligido por un serio revés en los negocios, tal vez hasta la bancarrota -tan común en los tiempos que corrían- o acaso por la pérdida del amor de una mujer. Quizá había abandonado impulsivamente a la mujer y ahora seguía preguntándose si debía volver. En alguna parte del país estaba el lugar donde había vivido, su hogar, su empresa, y su pasado. No había mencionado el nombre de ninguna persona ni se había referido a ningún lugar ni acontecimiento. EE no recordaba haber conocido a nadie que tuviera tanta confianza en sí mismo. Sólo la actitud de Gardiner revelaba su condición social y su segura posición económica. EE no podía definir los sentimientos que despertaba en ella. Tenía conciencia de que el corazón le latía a un ritmo más acelerado, de que su imagen no se apartaba de sus pensamientos y de que le resultaba difícil dirigirle la palabra con naturalidad. Quería conocerlo y abandonarse a ese conocimiento. Él evocaba en ella innumerables seres. Sin embargo, no podía descubrir ni una sola de las razones de sus actitudes, y por un breve instante le tuvo miedo. Desde el principio observó el minucioso cuidado con que él evitaba que nada de lo que le dijera a ella o a cualquier otra persona revelase de algún modo lo que pensaba de ella, de los demás, o, a decir verdad, de cualquier cosa. Pero, a diferencia de los otros hombres con los que mantenían una relación estrecha, Gardiner no la cohibía ni la rechazaba. Pensar en seducirlo, en hacerle perder su compostura, la excitaba. Cuanto más retraído se mostraba él, más deseos sentía ella de obligarlo a que la mirase y a que se percatase de su deseo, a que la aceptase como una amante complaciente. Se veía a sí misma haciéndole el amor: en una actitud de entrega total, sin reticencias ni reservas. EE llegó en las últimas horas de la tarde y llamó a Chance para preguntarle si podía ir a su cuarto. Él le contestó que la esperaba. EE parecía fatigada. -Siento mucho haber tenido que irme. Me perdí su presentación en la televisión... y lo eché de menos -murmuró con voz tímida. Se sentó en el borde de la cama. Chance se corrió para hacerle lugar. EE se acomodó el cabello que le caía sobre la frente y, al tiempo que lo miraba con dulzura, apoyó una mano sobre el brazo de Chance. -¡Por favor... no me rehúya! Se lo ruego. Se quedó inmóvil, la cabeza apoyada contra el hombro de Chance. Chance estaba perplejo. Obviamente no tenía escapatoria. Recurrió a su memoria y recordó situaciones en la televisión en las que la mujer se insinuaba a un hombre en un diván, o en una cama o en el interior de un automóvil. Por lo general, después de un rato, aparecían muy juntos y, con frecuencia, semidesnudos. Entonces se besaban y abrazaban. Pero en la televisión no aparecía nunca lo que sucedía después; la imagen se obscurecía y era reemplazada por otra sin ninguna relación con la anterior y con total olvido del abrazo del hombre y la mujer. No obstante, Chance presentía la existencia de otros gestos y de otros tipos de uniones después de tales intimidades. Guardaba un recuerdo vago de un hombre que, hacía muchos años, se encargaba del mantenimiento del incinerador en la casa del Anciano. En varias oportunidades, después de haber terminado su trabajo, se había sentado en el jardin a beber cerveza. En una de esas ocasiones, le mostró a Chance varias fotografías de pequeño tamaño, en las que se veía a un hombre y una mujer totalmente desnudos. En una de esas fotografías, una mujer tenía en la mano el órgano inusitadamente agrandado del hombre. En otra, el miembro había desaparecido entre las piernas de la mujer. Los comentarios del hombre acerca de lo que significaban las fotografías lo indujeron a examinarlas con mayor detenimiento. Las imágenes le produjeron un cierto desasosiego; en la televisión nunca había visto las partes ocultas de hombres y mujeres, ni esos abrazos extravagantes. Cuando el encargado se fue, Chance examinó su propio cuerpo. Su órgano era pequeño y fláccido; no sobresalía para nada. El encargado del incinerador insistía en que ese órgano cobijaba semillas ocultas que brotaban al exterior en forma de chorro cada vez que el hombre alcanzaba el placer. Aunque Chance se estimuló y masajeó el órgano, no sintió nada; ni siquiera por la mañana temprano, cuando al despertarse lo tenía ligeramente agrandado, conseguía que se endureciese. No le proporcionaba ningún placer. Más adelante, Chance se esforzó por entender la relación que existía -de haberla- entre las partes pudendas de la mujer y el nacimiento de un niño. En algunas de las series de televisión referentes a médicos y hospitales y operaciones, Chance había visto con frecuencia el misterio del nacimiento: el dolor y sufrimiento de la madre, la alegría del padre, el cuerpo rosado y húmedo del recién nacido. Pero nunca había visto ningún programa en el que se explicara por qué algunas mujeres tenían hijos y otras, no. Una que otra vez Chance se sintió tentado de pedirle una explicación a Louise, pero nunca lo hizo. En cambio, durante un tiempo miró televisión con mayor atención. Pasado un cierto lapso se olvidó del asunto. EE había empezado a alisarle la camisa. Tenía las manos tibias; después comenzó a acariciarle la barbilla. Chance permaneció inmóvil. -Estoy segura... -murmuró EE- que tú debes... que tú sabes que yo quiero que tú y yo nos entendamos... De repente, comenzó a llorar muy quedo, como un niño. Se puso a sollozar; luego sacó un pañuelo y se secó los ojos, pero continuó llorando. Chance dio por sentado que de algún modo él era el responsable de su pena, aunque no sabía por qué. Decidió abrazarla. Ella, como si estuviera a la espera de que la tomara en sus brazos, se apoyó con fuerza contra él y ambos se desplomaron juntos en la cama. EE se inclinó sobre su pecho y su cabello rozó la cara de Chance. Lo besó en el cuello y la frente; en los ojos y en las orejas. Sus lágrimas humedecieron la piel de Chance, quien se preguntaba que debía hacer a continuación. La mano de EE se apoyó en su cintura; luego Chance sintió que le acariciaba los muslos. Después de un rato, EE retiró la mano. Ya no lloraba; estaba tendida a su lado, tranquila e inmóvil. -Le estoy muy agradecida, Chauncey -dijo-. Es usted un hombre con mucho control. Sabe que bastaría que apenas me tocara para que yo me le entregase. Pero usted no quiere explotar la debilidad del otro -reflexionó-. En cierto sentido, usted no es realmente norteamericano. Más bien parece un europeo. ¿Lo sabía? -Se sonrió-. Lo que quiero decirle es que, a diferencia de todos los hombres que he conocido, usted no recurre a todas esas triquiñuelas amatorias de los norteamericanos; ese manoseo, besuqueo, caricias, apretujamiento, abrazos: ese retorcido camino hacia un objetivo, temido y deseado a la vez. Hizo una pausa. -¿Sabes que eres muy reflexivo, muy cerebral, que lo que quieres es conquistar el yo más íntimo de la mujer, que lo que pretendes es infundirle la necesidad, y el deseo, y la nostalgia de tu amor? Chance se quedó azorado cuando ella le dijo que no era realmente norteamericano. ¿Por qué diría semejante cosa? En la televisión había visto a hombres y mujeres sucios, peludos y ruidosos, que abiertamente se proclamaban antinorteamericanos o eran calificados de tales por la policía, los funcionarios del Gobierno o los hombres de negocios, personas bien vestidas y de aspecto arreglado que se decían norteamericanos. En la televisión, semejantes confrontaciones terminaban frecuentemente en actos de violencia, derramamientos de sangre y muertes. EE se puso de pie y se arregló las ropas. Lo miró: no había ninguna enemistad en sus ojos. Más vale que te lo diga, Chauncey -dijo-; estoy enamorada de ti. Te amo y te deseo. Sé que tú lo sabes y te agradezco que hayas decidido esperar hasta que... hasta que... Buscó en vano las palabras adecuadas. Salió de la habitación. Chance se levantó y se arregló los desordenados cabellos. Se sentó delante de su escritorio y encendió el televisor. La imagen apareció instantáneamente en la pantalla. CINCO Era jueves. Apenas abrió los ojos, Chance encendió el televisor, luego llamó a la cocina para pedir el desayuno. Una criada le trajo la bandeja cuidadosamente preparada con su desayuno. Le dijo a Chance que el señor Rand había tenido una recaída, que habían hecho venir a otros dos médicos, los que habían estado a su cabecera desde la medianoche. Le entregó a Chance un montón de periódicos y una nota escrita a máquina. Chance no sabía quién se la había enviado. Acababa de comer cuando EE lo llamó. -Chauncey... querido... ¿recibiste mi nota? ¿Viste los periódicos de la mañana? -le preguntó-. Parece que tú eres uno de los principales arquitectos del discurso del Presidente. Y tus observaciones en el programa de televisión están citadas al lado de las del Presidente. ¡Chauncey, estuviste maravilloso! ¡Hasta el Presidente quedó impresionado con tus palabras! -Me gusta el Presidente -dijo Chance. -¡He oído que en la televisión se te veía guapísimo! Todas mis amigas se mueren por conocerte. Chauncey. ¿Irás conmigo esta tarde a la recepción de las Naciones Unidas? -Sí, tendré mucho gusto en ir. -Eres un encanto. Espero que no te aburra demasiado tanto ajetreo inútil. No tenemos que quedarnos hasta muy tarde. Después de la recepción podemos ir a visitar a unos amigos míos si lo deseas; ofrecen una gran cena. -Me agradará mucho acompañarte. -¡Estoy contentísima! -exclamó EE. En voz más baja añadió-: ¿Puedo verte? Te he extrañado tantísimo... -Sí, por supuesto. Entró en el cuarto de Chance con el rostro arrebatado. -Tengo que decirte algo muy importante para mí y debo decírtelo a la cara -dijo, al tiempo que se detenía pará recuperar el aliento y encontrar las palabras adecuadas-. Quisiera saber si no considerarías la posibilidad de quedarte aquí con nosotros, Chauncey; por lo menos por un tiempo. La invitación es tanto mía como de Ben. No esperó su respuesta. -¡Piénsalo! Puedes vivir en esta casa con nosotros. Chauncey, por favor, no te niegues. Benjamín está tan enfermo; dijo que se sentía tanto más protegido estando tú bajo el mismo techo. Le echó los brazos al cuello y se apretó contra él. -Chauncey, queridísimo, debes aceptar, debes aceptar -murmuró con voz temblorosa. Chance estuvo de acuerdo. EE lo abrazó y lo besó en la mejilla; luego se apartó de él y comenzó a dar vueltas por la habitación. -¡Ya sé! Debemos conseguirte una secretaria. Ahora que has atraído la atención del público, necesitarás a alguien con experiencia que te ayude en tus asuntos y que te proteja de la gente con la que no quieres hablar ni te interesa conocer. Pero tal vez tienes a alguien en vista. Alguien que ha trabajado contigo en el pasado. -No -respondió Chance-. No tengo a nadie. -Entonces me pondré en campaña inmediatamente para conseguirte a alguien le contestó ella con brusquedad. Antes del almuerzo, mientras Chance estaba mirando televisión, EE lo llamó a su habitación. -Chauncey, espero no molestarte -dijo con voz mesurada-. Quisiera presentarte a la señora Aubrey, que está aquí conmigo en la biblioteca. Quiere que la consideres para el puesto de secretaria temporal hasta que podamos conseguir una permanente. ¿Puedes verla ahora? -Sí, Puedo -contestó Chance. Cuando Chance entró en la biblioteca, vio a una mujer de cabellos grises sentada en el sofá al lado de EE. EE los presentó. Chance le dio la mano a la mujer y se sentó. Ante la mirada inquisidora de la señora Aubrey, se puso a tamborilear con los dedos en el escritorio. -La señora Aubrey ha sido la secretaria de confianza del señor Rand en la Primera Corporación Financiera Norteamericana durante muchos años -aclaró EE. -Muy bien -dijo Chance. -La señora Aubrey no desea jubilarse... ciertamente no tiene el carácter para hacerlo. Chance no encontró nada que decir. Se frotó la mejilla con el pulgar. EE se subió el reloj pulsera, que se le había deslizado hasta la mano. -Si tú quieres, Chauncey -prosiguió EE-, la señora Aubrey puede estar disponible de inmediato... -Bien -dijo él, finalmente-. Espero que a la señora Aubrey le agrade su trabajo en esta casa tan hospitalaria. EE le buscó la mirada por encima del escritorio. -En ese caso -dijo- está decidido. Tengo que irme para vestirme para la recepción. Te hablaré más tarde, Chauncey. Chance observó a la señora Aubrey. Había vuelto la cabeza hacia un lado y tenía aspecto ansioso. Se parecía a una flor solitaria. A Chance le agradaba, pero no sabía qué decirle. Se quedó a la espera de que la señora Aubrey se decidiera a hablar. Por último, se dio cuenta de que él la estaba mirando y dijo con voz suave: -Tal vez podamos comenzar ya. Si usted me diese una idea de la índole general de sus actividades comerciales y sociales... -Le ruego que hable con la señora Rand al respecto -dijo Chance, al tiempo que se ponía de pie. La señora Aubrey se apresuró a seguir su ejemplo. -Entiendo -dijo-. De todos modos, señor, quedo a su disposición. Mi oficina está junto a la de la secretaria privada del señor Rand. Chance le dio las gracias nuevamente y salió del cuarto. Al llegar a la recepción de las Naciones Unidas, Chance y EE fueron recibidos por los miembros del Comité de las Naciones Unidas encargado de la hospitalidad y conducidos a una de las mesas más destacadas. El Secretario General se acercó a ellos; saludó a EE besándole la mano y le preguntó por la salud de Rand. Chance no recordaba haber visto al hombre en la televisión. -Este -dijo EE al Secretario General- es el señor Chauncey Gardiner, un amigo muy querido de Benjamín. Los hombres se dieron la mano. -Ya conozco a este señor -dijo el Secretario General, sonriéndole-. Su intervención anoche en la televisión fue notable, señor Gardiner. Me siento muy honrado de su presencia aquí, señor. El grupo se sentó a la mesa. Los camareros pasaban bandejas con canapés de caviar y salmón y copas de champán; los fotógrafos daban vueltas entre los invitados tomando fotografías. Un hombre de elevada estatura y tez rubicunda se acercó a la mesa y el Secretario General se puso de pie como movido por un resorte. -Señor Embajador -dijo-, cuánto le agradezco su presencia. -Se dirigió a EE-: Tengo el honor de presentarles a Su Excelencia, el señor Vladimir Skrapinov, Embajador de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. -Ya he tenido el gusto de conocer al señor Embajador -EE se sonrió-. Recuerdo muy bien la amable conversación que mantuvieron hace dos años el señor Rand y el Embajador Skrapinov en Washington. -Después de una pausa continuó-: Lamentablemente, el señor Rand está enfermo y no podrá gozar del placer de su compañía esta noche. El Embajador hizo una amable inclinación, se sentó y se puso a conversar en voz alta con EE y el Secretario General. Chance se quedó en silencio y se dedicó a mirar a los invitados. Pasado un rato, el Secretario General se puso de pie, reiteró el placer que le había producido conocer a Chance y se retiró, luego de despedirse. EE distinguió en ese momento a su viejo amigo, el Embajador de Venezuela, que pasaba cerca de ellos; pidió disculpas a los demás y lo siguió. El Embajador soviético acercó su silla a la de Chance. Los flashes de los fotógrafos los iluminaron varias veces. -Lamento no haberlo conocido antes -dijo-. Lo vi en "Esta Noche" y debo decir que su filosofía práctica me interesó mucho. No me sorprende que su Presidente se haya apresurado a darle su apoyo -Aproximó su silla aún más a la de Chance-. Dígame, señor Gardiner ¿cómo está nuestro amigo común, Benjamín Rand? He oído que está gravemente enfermo. No quise preguntarle nada a la señora Rand para no preocuparla. -Está enfermo -dijo Chance-. No está nada de bien. -Así me han dicho. -El Embajador asintió, al tiempo que miraba fijamente a Chance-. Señor Gardiner -dijo-. Quiero hablarle con toda franqueza. Considerando la gravedad de la situación económica de su país, es evidente que usted está llamado a desempeñar un papel importante en el Gobierno. He observado en usted una cierta... reticencia en lo que atañe a las cuestiones de orden político. Pero ¿no le parece, señor Gardiner, que nosotros, los diplomáticos, y ustedes, los hombres de negocios, debiéramos encontrarnos con mayor frecuencia? ¡Después de todo, no estamos tan alejados...! Chance se llevó la mano a la frente. -No, por cierto -dijo-. Nuestras sillas casi se tocan. El Embajador se rió con ganas. Los fotógrafos registraron la escena. ¡Bravo! ¡Muy bien! -exclamó el Embajador-. ¡Nuestras sillas casi se tocan! Pero, ¿cómo decirlo?... Los dos queremos conservar nuestros asientos, ¿no es cierto? Ninguno de los dos tiene interés en dejarse birlar la silla ¿verdad? ¡Dígame si no tengo razón! ¡Muy bien! ¡Excelente! Porque si uno de los dos cae, el otro también es arrasado en la caída, y nadie quiere hundirse antes de que sea necesario ¿eh? Chance se sonrió y el Embajador volvió a reírse con entusiasmo. Skrapinov se inclinó súbitamente hacia su interlocutor. -Dígame, señor Gardiner, por ventura ¿le agradan las fábulas de Krylov? Se lo pregunto porque usted tiene un cierto toque kryloviano. Chance echó una mirada en derredor y vio que los camarógrafos estaban registrando el diálogo. -¿Un toque kryloviano? ¿Realmente lo parezco? -¡Tenía razón! ¡Tenía razón! -casi gritó Skrapinov-. ¡De modo que usted conoce a Krylov! -El Embajador hizo una pausa y luego comenzó a hablar rápidamente en otro idioma. Las palabras resultaban armoniosas y el rostro del Embajador adquirió una expresión casi de animal. Chance, a quien nadie se le había dirigido en un idioma extranjero, levantó las cejas y luego se echó a reír. El Embajador lo miró con asombro. -De modo que sí, que yo tenía razón. Usted conoce a Krylov en ruso ¿no es verdad? Señor Gardiner, debo confesarle que ya lo sospechaba. Sé cuando estoy ante un hombre culto. Chance estaba a punto de negarlo, cuando el Embajador le hizo un guiño. -Le agradezco su discreción, mi amigo. Nuevamente se dirigió a Chance en un idioma extranjero, pero Chance no reaccionó. En ese preciso momento volvía EE a la mesa acompañada de dos diplomáticos a quienes presentó como el señor Gaufridi, diputado procedente de París, y Su Excelencia el conde von Brockburg- Schulendorff, de Alemania Occidental. -Benjamín y yo -recordó EE- tuvimos el placer de visitar el antiguo castillo del conde cerca de Munich... Los hombres tomaron asiento y los fotógrafos continuaron con su labor. Von Brockburg-Schulendorff se sonrió, a la espera de que el ruso comenzara a hablar. Skrapinov respondió con una sonrisa. Gaufridi dirigió la mirada primero a EE y luego a Chance. -El señor Gardiner y yo -comenzó Skrapinov- acabamos de compartir nuestro entusiasmo por las fábulas rusas. Al parecer, el señor Gardiner es un lector ávido y gran admirador de nuestra poesía, que lee en la versión original. El alemán acercó su silla a la de Chance. -Permítame que le diga, señor Chance, que su enfoque naturalista de la política y la economía por televisión me resultó sumamente convincente. Por supuesto, ahora que me entero de sus aficiones literarias, creo comprender mucho mejor sus observaciones. Miró al Embajador y luego levantó los ojos hacia el cielo raso. -La literatura rusa -dijo, con tono ligeramente declamatorio- ha inspirarlo a algunas de las mentes más brillantes de nuestra época. -¡Para no hablar de la literatura alemana! -exclamó Skrapinov-. Mi querido conde, permítame que le recuerde la admiración que Pushkin abrigó durante toda su vida por la literatura de su país. Vamos, después que Pushkin tradujo el Fausto al ruso, Goethe le envió su propia pluma. Eso, sin mencionar a Turguenev, que se radicó en Alemania, y la admiración de Tolstoy y Dostoievsky por Schiller. Von Brockburg-Schulendorff asintió con un gesto. -Sí, pero ¿se imagina usted las consecuencias que la lectura de los maestros rusos produjeron en Hauptmann, Nietzsche y Thomas Mann? ¿Y qué me dice de Rilke? ¡Cuántas veces no repitió Rilke que todo lo inglés le era ajeno, en tanto que todo lo que fuera ruso era para él su propio mundo! Gaufridi terminó de un sorbo la copa de champán que estaba bebiendo. Tenía el rostro acalorado. Se inclinó por encima de la mesa hacia Skrapinov. -Cuando nos conocimos durante la Segunda Guerra Mundial -dijo-, tanto usted como yo vestíamos uniformes de soldados y luchábamos contra el adversario común, el más cruel enemigo en los anales de la historia de nuestras naciones. Compartir las influencias literarias es una cosa; compartir el derramamiento de sangre, es otra bien distinta. Skrapinov intentó una sonrisa . -Pero, señor Gaufridi -dijo-, usted habla de los tiempos de guerra, hace muchos años... una época totalmente distinta. Hoy, nuestros uniformes y condecoraciones se exhiben en los museos. Actualmente somos... somos soldados de la paz. Apenas había acabado de pronunciar estas palabras cuando von Brockburg-Schulendorff se disculpó; se puso de pie abruptamente, empujó la silla hacia atrás, besó la mano a EE, dio la mano a Skrapinov y a Chance y, después de hacer una inclinación en dirección del francés, se retiró. EE cambió de lugar con el francés, de modo que éste Y Chance quedasen el uno al lado del otro. -Señor Gardiner -comenzó con tono pausado el diputado, como si nada hubiese ocurrido-, tuve ocasión de escuchar el discurso del Presidente en el que se refirió a las consultas que mantuvo con usted, he leído mucho acerca de su persona y también tuve el agrado de verlo por televisión. Encendió un largo cigarrillo después de colocarlo cuidadosamente en una boquilla. -De los comentarios del Embajador Skrapinov deduzco que, además de sus muchas otras aptitudes, es usted también un hombre de letras. Miró a Chance con insistencia. -Mi estimado señor Gardiner, sólo aceptando las fábulas como la realidad podemos a veces avanzar un poco en el arduo camino del poder y de la paz... Chance levantó su copa. -No le sorprenderá -continuó- que muchos de nuestros propios industriales, financistas y miembros del Gobierno estén profundamente interesados en las actividades de la Primera Corporación Financiera Norteamericana. Desde los comienzos de la enfermedad de nuestro común amigo, Benjamín, al pretender estudiar el curso que ha de seguir la Corporación se han enfrentado con algunas trabas. -Hizo una pausa pero Chance guardó silencio-. Nos ha causado gran satisfacción enterarnos de que es probable que usted ocupe el lugar de Rand si Benjamín no llegara a mejorar... -Benjamín mejorará -le contestó Chance- Lo dijo el Presidente. -Confiemos en que así sea -dijo el francés-. Sin embargo, ninguno de nosotros, ni siquiera el Presidente, puede estar seguro. La muerte se cierne sobre nosotros, siempre dispuesta al ataque... Gaufridi fue interrumpido por la partida del Embajador Soviético. Todos se pusieron de pie. Skrapinov se acercó a Chance. -Un encuentro sumamente interesante, señor Gardiner. Muy esclarecedor -dijo con voz queda-. Si alguna vez visita nuestro país, mi Gobierno se sentirá muy honrado de ofrecerle su hospitalidad. -Dio un fuerte apretón de manos a Chance mientras las cámaras de los noticieros y los fotógrafos de la prensa registraban la escena. Gaufridi tomó asiento a la mesa junto con Chance y EE. -Chauncey -dijo EE-, realmente debes haberle causado una gran impresión a nuestro estirado amigo ruso. ¡Qué pena que Benjamín no haya estado con nosotros... le interesa tanto hablar de política! -Se acercó a Chance-. No es ningún secreto que hablabas ruso con Skrapinov... No sabía que hablaras ruso. ¡Es increíble! Gaufridi farfulló: -Es sumamente útil saber ruso en estos tiempos. ¿Habla usted otros idiomas, señor Gardiner? -El señor Gardiner es muy modesto -dijo abruptamente EE-. No hace gala de sus conocimientos; se los guarda para sí. Un hombre alto se les acercó para saludar a EE: Lord Beauclerk, presidente del directorio de la Compañía de Radioemisión Británica. Se dirigió a Chance y le dijo: -Me gustó muchísimo el tono llano de su intervención en la televisión. ¡Muy astuto de su parte, muy astuto! No hay que hilar demasiado fino ¿no es cierto? Quiero decir, para los vidiotas. Es lo que quieren, después de todo: "un dios al que castigar, no un hombre con sus mismas debilidades". ¿Eh? Cuando estaban por retirarse, se vieron rodeados por un grupo de hombres munidos de grabadoras y cámaras de cine y de televisión portátiles. EE presentó a cada uno de ellos a Chance. Uno de los periodistas más jóvenes se adelantó y dijo: -¿Tendría usted la gentileza de responder a algunas preguntas? EE se puso delante de Chance. -Entendámonos bien desde un comienzo, señores -dijo-. No lo demorarán demasiado al señor Gardiner; tiene que irse en seguida. ¿Convenido? Uno de los periodistas preguntó: -¿Qué opina usted del artículo de fondo que publicó el Times de Nueva York sobre el discurso del Presidente? Chance miró a EE, pero ésta le devolvió su mirada interrogatoria. No tenía más remedio que decir algo. -No lo leí -declaró. -¿No leyó el artículo editorial del Times sobre el discurso del Presidente? -No lo leí -repitió Chance. Varios periodistas intercambiaron miradas socarronas. EE contempló a Chance con asombro primero y luego con admiración creciente. -Pero, señor -insistió fríamente otro de los periodistas-, por lo menos le habrá echado usted una mirada. -No leí el Times -volvió a decir Chance. -El Post hizo referencia a su "optimismo de índole muy peculiar" -dijo otro de los hombres. ¿Leyó usted ese artículo? -No. Tampoco lo leí. -Bueno -persistió el periodista-, ¿qué le parece la frase "un optimismo de índole muy peculiar"? -No sé lo que quiere decir -contestó Chance. EE se adelantó con altivez. -El señor Gardiner tiene muchas responsabilidades -dijo-, especialmente desde que el señor Rand está enfermo. Se entera de las noticias de los periódicos por los informes que le prepara su personal. Un periodista de más edad se adelantó. -Lamento ser tan insistente, señor Gardiner, pero tendría sumo interés en saber qué periódicos 'lee' usted, por así decir, mediante los resúmenes de su personal. -No leo ningún periódico -contestó Chance- Miro televisión. Los periodistas, incómodos ante la situación, guardaron silencio. -¿Quiere decir -dijo uno de ellos finalmente- que, en su opinión, la información de la televisión es más objetiva que la del periodismo? -Como les acabo de decir -explicó Chance-, yo miro televisión. El periodista de más edad casi dio media vuelta. -Gracias, señor Gardiner -dijo-, por la más honesta confesión que he oído en los últimos años de labios de una personalidad pública. Muy pocas personas en la vida pública han tenido la valentía de no leer los periódicos. ¡Ninguno ha tenido el coraje de reconocerlo! Cuando EE y Chance estaban por abandonar el edificio, les cerró el paso una joven fotógrafa. -Perdone que lo persiga, señor Gardiner -dijo sin aliento-, pero permítame que le saque una foto más... usted es un hombre muy fotogénico ¿sabía? Chance le sonrió con cortesía: EE retrocedió ligeramente. Chance se sorprendió por su enojo repentino; no tenía idea de qué la había incomodado. El Presidente recorrió con la mirada los resúmenes de noticias del día anterior. Todos los periódicos más importantes habían incluido el texto de su discurso en el Instituto Financiero de América, así como sus comentarios acerca de Benjamín Rand y Chauncey Gardiner. Al Presidente le pareció que debía saber algo más sobre Gardiner. Llamó a su secretaria personal y le pidió que reuniera toda la información disponible sobre Gardiner. Más tarde, entre dos compromisos, la hizo venir a su oficina. El presidente tomó la carpeta que le entregó la secretaria. Al abrirla, halló el historial completo de Rand, que inmediatamente hizo a un lado; el relato de una breve entrevista con el chófer de Rand, en la que éste daba cuenta escuetamente del accidente de Gardiner, y la transcripción de los comentarios de Gardiner en el programa "Esta Noche". -Al parecer, no hay más información, señor Presidente -dijo la secretaria con vacilación. -No quiero más que el material corriente que recibimos siempre antes de invitar a alguien a la Casa Blanca; eso es todo. La secretaria, muy nerviosa, pareció afanarse en alguna minucia. -Consulté nuestras fuentes habituales de información, señor Presidente, pero, al parecer, no contiene ningún dato sobre Chauncey Gardiner. El Presidente frunció el ceño y dijo con voz tajante: -Supongo que el señor Chauncey Gardiner, al igual que todos nosotros, nació de ciertos padres, se crió en determinados lugares, estableció vínculos con ciertas personas y, lo mismo que todos nosotros, contribuyó, mediante el pago de impuestos, a la riqueza de la nación. Y lo mismo, no me cabe duda, habrá hecho su familia. Sólo le pido que me proporcione los datos fundamentales, por favor. La secretaria parecía muy incómoda. -Lo lamento, señor Presidente, pero no he podido encontrar nada más que lo que acabo de entregarle. Como le dije, recurrí a todas nuestras fuentes usuales de información. -¿Quiere usted decir -murmuró el Presidente con voz grave, al tiempo que señalaba irritado el historial-, que esta es toda la información que tienen sobre él? -Así es, señor. -¿Debo entender que ninguna de nuestras oficinas sabe absolutamente nada de un hombre con el que pasé media hora, cara a cara, y cuyo nombre y palabras mencioné en mi discurso? ¿Ha consultado usted por casualidad la publicación "¿Quién es quién"? ¡Si no encuentra nada allí, por el amor de Dios, recurra a la guía telefónica de Manhattan! La secretaria se rió nerviosamente. -Seguiré buscando, señor. -Le agradeceré mucho que así lo haga. La secretaria se retiró y el Presidente, tras buscar su calendario de compromisos, escribió en el margen: ¿Gardiner? A su regreso de la recepción en las Naciones Unidas, el Embajador Skrapinov se dedicó sin perdida de tiempo a preparar un informe secreto sobre Gardiner. Chauncey Gardiner, sostenía, era un hombre sagaz, de gran cultura. Hizo hincapié en el conocimiento del ruso y de la literatura rusa de Gardiner y expresó que veía en él al "portavoz de determinados círculos financieros norteamericanos que, en vista de la depresión creciente y de las perturbaciones sociales cada vez mayores, estaban decididos a mantener su statu quo, aún al precio de concesiones políticas y económicas al bloque soviético ". De vuelta en su hogar, en la Misión de los soviets ante las Naciones Unidas, el Embajador puso una comunicación con su embajada en Washington y habló con el jefe de la Sección Especial. Le solicitó, con carácter de prioridad absoluta, toda la información relativa a Gardiner: quería que se le suministrara información detallada sobre familia, educación, sus amigos y conexiones comerciales, así como sobre su relación con Rand. Además, quería averiguar la verdadera razón por la cual el Presidente, entre todos sus asesores económicos, lo había escogido a él. El jefe de la Sección Especial le prometió entregarle un historial completo a la mañana del día siguiente. A continuación, el Embajador vigiló personalmente la preparación de pequeños paquetes de obsequios que pensaba enviar a Rand y a Gardiner. Cada paquete contenía varias libras de caviar de Beluga y algunas botellas de vodka, destilado especialmente. Además, hizo incluir en el paquete destinado a Gardiner una rara primera edición de las Fábulas de Krylov, con notas manuscritas del mismo Krylov en muchas de sus páginas. El libro había sido requisado de la colección privada de un miembro judío de la Academia de Ciencias de Leningrado, arrestado poco tiempo antes. Más adelante, mientras se estaba afeitando, el Embajador decidió correr un riesgo: resolvió mencionar el nombre de Gardiner en un discurso que debía pronunciar esa tarde ante el Congreso Internacional de la Asociación Mercantil en Filadelfia. El párrafo, que insertó en su discurso después de que fuera aprobado por sus superiores en Moscú, acogía con beneplácito la aparición en los Estados Unidos de "esos esclarecidos hombres de Estado, representados, entre otros, por el señor Chauncey Gardiner, que tiene clara conciencia de que, a menos que los dirigentes de los sistemas políticos opuestos se avengan a acercar las sillas en que están sentados, han de perder todos sus asientos por obra de los acelerados cambios políticos y sociales". El discurso de Skrapinov fue un éxito. Los más importantes medios de información recogieron la alusión a Gardiner. A medianoche, cuando miraba la televisión, Skrapinov oyó que citaban su discurso y vio un primer plano de Gardiner, un hombre que, según dijo el locutor, "había sido citado en el lapso de dos días por el Presidente de los Estados Unidos y por el Embajador de la Unión Soviética ante las Naciones Unidas". En la portadilla de las obras de Krylov, el Embajador había escrito lo siguiente: "'Esta fábula se podría aclarar aún más, pero no provoquemos a los gansos' (Krylov). Al señor Chauncey Gardiner, con admiración y a la espera de un nuevo encuentro, cordialmente, Skrapinov". Cuando se retiraron de las Naciones Unidas, Chance y EE se dirigieron a la casa de los amigos de EE donde los hicieron pasar a una habitación que tenía una altura de por lo menos tres pisos corrientes. Había además una galería, a media altura entre el piso y el cielo raso, con una balaustrada tallada rebuscadamente. En el aposento abundaban las esculturas y las vitrinas llenas de objetos brillantes; la araña que pendía del techo mediante una cuerda de color oro, parecía un árbol cuyas hojas habían sido reemplazadas por vacilantes bujías. En la habitación se habían formado varios grupos de invitados y los camareros circulaban con bandejas llenas de bebidas. La anfitriona, una mujer corpulenta vestida de verde y que llevaba una cantidad de rutilantes collares, se dirigió a recibirlos con los brazos extendidos. Ella y EE se abrazaron y se besaron en las dos mejillas; luego EE le presentó a Chance. La mujer estrechó la mano de Chance y la retuvo en la suya por un momento. -¡Por fin, por fin! -exclamó alborozada-, ¡el famoso Chauncey Gardiner! EE me ha dicho que no hay nada que usted valorice más que su soledad. Se detuvo como si se le hubiera ocurrido algo más profundo, luego echó un poco la cabeza hacia atrás y lo miró de arriba a abajo. -¡Pero ahora que veo lo apuesto que es usted, sospecho que es EE la que ama la soledad... con usted! -Sophie, querida -imploró EE con timidez. -Ya sé, ya sé. De repente, te he hecho sentir incómoda. ¡Pero no tiene nada de malo que uno defienda su soledad, mi querida EE! -se rió y, apoyando una mano en el brazo de Chance, prosiguió alegremente: -Le ruego que me disculpe, señor Gardiner. EE y yo estamos siempre de bromas cuando nos juntamos. Personalmente es usted aún más apuesto que en las fotografías. Debo decir que estoy de acuerdo con la opinión de la revista Women's Wear Daily... usted es obviamente uno de los hombres mejor vestidos de hoy en día. Por supuesto, con su estatura y sus hombros anchos y caderas estrechas y piernas largas y... -Sophie, por favor... la interrumpió EE, ruborizándose. -Prometo callarme. En serio. Síganme los dos; vayamos a reunirnos con algunas personas interesantes. Todos están ansiosos por hablar con el señor Gardiner. Chance fue presentado a varios invitados. Les dio la mano, los miró de frente y, si bien apenas lograba captar sus nombres, daba el suyo inmediatamente. Un hombre calvo, de baja estatura, consiguió arrinconarlo contra un mueble inmenso, lleno de agudos bordes. -Soy Ronald Stiegler, de la Editorial Eidolon. Encantado de conocerlo, señor -dijo el hombre y le tendió la mano-. Seguimos su intervención en la televisión con sumo interés -continuó Stiegler-. Cuando venía hacia acá en mi coche escuché por la radio que el Embajador de la Unión Soviética había mencionado su nombre en Filadelfia. -¿Por la radio? ¿No tiene televisión en su automóvil? -preguntó Chance. Stiegler fingió que sus palabras le causaban gracia. -Casi nunca escucho la radio. El tránsito es tan complicado que uno está obligado a estar atento a todo -se interrumpió para pedirle a un camarero que pasaba un cóctel de vodka con un trocito de naranja -. Algunos de mis asesores y yo hemos estado pensando si usted no consideraría la posibilidad de escribir un libro para nosotros. Algo referente a su especialidad. Evidentemente, la Casa Blanca enfoca los hechos desde un punto de vista distinto del de los intelectuales o de los obreros. ¿Qué le parece la idea? -Bebió el cóctel a rápidos sorbos y cuando pasó un criado ofreciendo bebidas, se precipitó a tomar otra copa. -¿No quiere uno? -le preguntó a Chance con sonrisa de satisfacción. -No, gracias; no bebo. -Señor: en mi opinión, su pensamiento merece alcanzar una mayor difusión; creo, además, que el país se beneficiaría. La Editorial Eidolon se haría cargo de esta tarea con mucho placer. Aquí y ahora, pienso que puedo prometerle un adelanto de seis cifras por los derechos de autor, así como una cláusula muy favorable en lo que atañe al tanto por ciento de los beneficios y a la reimpresión. El contrato estaría listo para la firma en un día o dos y usted podría entregarnos el libro en, digamos, un año o dos. -No puedo escribir -dijo Chance. Stiegler sonrió con desaprobación. -Por supuesto... pero ¿quién puede hacerlo en estos tiempos? No es ningún problema. Le proporcionaremos los servicios de nuestros mejores redactores asistentes de información. Yo ni siquiera puedo escribirles una simple tarjeta postal a mis niños. ¿Qué me dice? -Ni siquiera puedo leer -afirmó Chance. -¡Por supuesto que no! -exclamó Stiegler-. ¿Quién tiene tiempo para leer? Uno echa una ojeada a las cosas, habla, escucha, observa. Señor Gardiner, reconozco que en mi carácter de editor yo debiera ser la última persona que le dijera esto... pero la industria editorial no es por cierto un jardín floreciente en estos días. -¿Qué clase de jardín es? -preguntó Chance interesado. -Bueno, cualquier cosa que haya sido, dejó de serlo. Por supuesto que seguimos creciendo, expandiendo nuestras actividades. Pero se publican demasiados libros. Y si se toma en cuenta la recesión, el estancamiento económico, la desocupación... En fin, como usted sabe, los libros ya no se venden. Pero, como le decía, queda todavía un predio bastante amplio para un árbol de sus dimensiones. ¡Ya estoy viendo florecer a Chauncey Gardiner bajo el sello de la Editorial Eidolon! Permítame que le envíe unas líneas para presentarle un bosquejo de nuestros proyectos... y de nuestras cifras. ¿Está usted todavía en casa de los Rand? -Sí; sigo allá. Anunciaron la comida. Los invitados fueron ubicados en varias mesas pequeñas distribuidas simétricamente en el salón comedor. En la mesa de Chance, sentado entre dos mujeres, había diez personas. La conversación se centró en la política. Un hombre maduro, enfrente de Chance, le dirigió la palabra. Chance se puso tieso, sintiéndose incómodo. -Señor Gardiner ¿cuándo cree usted que el Gobierno dejará de calificar de venenosos a los subproductos industriales? Estuve de acuerdo en que se prohibiera el uso del DDT puesto que el DDT es un veneno y no hay ningún problema en encontrar sustitutos químicos. Pero es muy distinto que, por ejemplo, tengamos que dejar de refinar el petróleo para calefacción porque, digamos, no nos gustan los productos de la descomposición del querosene -Chance se quedó mirándolo en silencio-. Francamente, creo que hay una diferencia fundamental entre las cenizas del petróleo y los polvos insecticidas. ¡No hace falta ser muy inteligente para darse cuenta de semejante cosa, por Dios! -Conozco las cenizas y conozco los insecticidas -dijo Chance-. Sé que los dos son perjudiciales para el desarrollo de un jardín. -¡Bravo! ¡Bravo! -exclamó la mujer sentada a la derecha de Chance-. ¡Es una maravilla! -murmuró a su compañero de la derecha en voz lo suficientemente alta como para que todos la oyeran. A los demás, les dijo-: El señor Gardiner tiene la rara cualidad de poder expresar los asuntos más complejos en sencillos términos humanos. Pero al acercarnos de ese modo a esos problemas, al aproximarlos a la tierra, el señor Gardiner nos hace ver que tanto él, como otros hombres igualmente influyentes, incluso nuestro Presidente, que lo cita con tanta frecuencia, advierten la gravedad y urgencia de la cuestión. -Varios invitados se sonrieron cuando terminó de hablar. Un hombre de aspecto distinguido se dirigió a Chance: -Muy bien, señor Gardiner, el discurso del Presidente fue tranquilizador. Así y todo, los hechos son éstos: la desocupación está alcanzando proporciones catastróficas, sin precedentes en este país; el mercado bursátil continúa en descenso y ha llegado casi a los niveles de 1929; algunas de las compañías más importantes y más serias del país han quebrado. Dígame, señor, ¿cree usted sinceramente que el Presidente podrá detener esta tendencia bajista? -El señor Rand dijo que el Presidente sabe lo que está haciendo -respondió Chance lentamente-. Conversaron sobre el asunto; yo estaba allí. Eso fue lo que dijo el señor Rand al término de la conversación. -No hemos dicho nada de la guerra -comentó la joven a la izquierda de Chance, acercándosele. -¿La guerra? ¿Qué guerra? -le contestó Chance-. He visto muchas guerras en la televisión. -Desgraciadamente, en este país, cuando soñamos con la realidad, nos despierta la televisión -dijo la mujer-. Suponga que para muchos millones de seres, la guerra no es más que un programa más de la televisión. Pero allá en el frente, hay hombres de carne y hueso que están ofrendando sus vidas. Mientras Chance estaba tomando el café en uno de los salones contiguos, se le acercó discretamente uno de los invitados. El hombre se presentó y se sentó cerca de Chance al tiempo que lo miraba fijamente. Era de más edad que él. Se parecía a algunos de los hombres que Chance veía frecuentemente en la televisión. Llevaba los largos cabellos grises peinados hacia atrás. Tenía ojos grandes y expresivos, bordeados de pestañas excepcionalmente largas. Hablaba en voz baja y de tanto en tanto emitía una risita seca. Chance no entendía lo que le decía ni por qué se reía. Cada vez que le parecía que el hombre esperaba una respuesta, Chance le contestaba afirmativamente. Casi siempre se limitaba a sonreír y a asentir con la cabeza. De repente, el hombre se le acercó y le hizo una pregunta en voz baja que requería una respuesta precisa. Como Chance no estaba seguro de lo que le había preguntado, se abstuvo de contestarle. El hombre insistió. Chance siguió sin contestarle. Su interlocutor se le acercó aún más y lo miró con insistencia; al parecer, algo en la expresión de Chance lo indujo a preguntarle, con tono monocorde: -¿Quiere que lo hagamos ahora? Podemos ir al piso de arriba. Chance no tenía idea de lo que el hombre quería que hiciese. ¿Qué pasaría si se trataba de algo que él no podía hacer? Por último, dijo: -Me gustaría mirar. -¿Mirar? ¿Quiere decir mirarme a mí? ¿Haciéndolo solo? -El hombre no hizo ningún esfuerzo por ocultar su asombro. -Sí -dijo Chance-. Me gusta mucho mirar. El hombre desvió la mirada y luego volvió a dirigirse a Chance. -Si eso es lo que usted quiere, yo también -dijo con desafío en la voz. Después de que sirvieron los licores, el hombre miró a Chance a los ojos con insistencia e, impaciente, lo tomó del brazo y lo acercó a él, revelando una fuerza sorprendente. -Ha llegado el momento -murmuró-. Subamos. Chance no sabía si podía irse sin antes comunicárselo a EE. -Tengo que avisarle a EE -dijo Chance. El hombre lo miró, azorado. -¿Avisarle a EE? -Hizo una pausa-. Ya veo. Bueno, da lo mismo, avísele después. -¿No sería mejor ahora? -Por favor -rogó el hombre-, vayámonos. EE no notará su ausencia entre tanta gente. Dirijámonos con toda naturalidad hacia el ascensor del fondo y subamos directamente. Venga conmigo. Atravesaron el salón atestado de gente. Chance echó una mirada en derredor, pero no alcanzó a distinguir a EE. El ascensor era estrecho y estaba forrado en una delicada tela color malva. El hombre se aproximó a Chance y de repente introdujo la mano en la ingle de Chance, quien no supo cómo reaccionar. La expresión del hombre era amistosa, aunque había una cierta avidez en su mirada. Siguió tanteando los pantalones de Chance. Este decidió que lo mejor era no hacer nada. El ascensor se detuvo. El hombre salió adelante y tomó a su compañero del brazo. Reinaba un silencio total. Entraron en uno de los dormitorios. El hombre le pidió a Chance que se sentara. Abrió un pequeño bar oculto y le ofreció de beber. Chance tuvo miedo de perder el conocimiento, como le había ocurrido anteriormente en el automóvil con EE, de modo que rehusó. También rehusó fumar una pipa de extraño olor. El hombre se sirvió un trago generoso, que bebió casi de un sorbo. Luego se acercó a Chance y lo abrazó, apretando sus muslos contra los de Chance, quien permaneció inmóvil. El hombre comenzó a besarlo en el cuello y las mejillas, luego le desordenó los cabellos. Chance se preguntó qué había dicho o hecho para provocar tales muestras de afecto. Hizo un gran esfuerzo por evocar escenas similares en la televisión, pero sólo consiguió recordar una única escena en una película en la que un hombre besaba a otro hombre. Aún en esa circunstancia no se entendía muy bien lo que estaba ocurriendo. Se quedó inmóvil. Evidentemente, al hombre no le preocupaba su actitud; tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta. Deslizó la mano debajo de la chaqueta de Chance como si buscara algo; después se apartó de Chance y comenzó a desvestirse apresuradamente. Se quitó los zapatos y se tendió desnudo en la cama. Hizo un gesto a Chance, quien permaneció de pie al lado de la cama mirándole. Ante la sorpresa de Chance, el hombre se tomó el órgano con una mano mientras gemía, se sacudía y temblaba de pies a cabeza. Era evidente que el hombre estaba enfermo. Chance había visto con frecuencia en la televisión a gente acometida por violentos accesos de enfermedad. Se inclinó sobre él y el hombre lo asió repentinamente. Chance perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse sobre el cuerpo desnudo. El hombre se apoderó de una pierna de Chance y, sin pronunciar una palabra, presionó la suela del zapato de Chance contra su miembro endurecido. Al ver cómo la parte en erección se ponía cada vez más dura debajo del borde de su zapato y cómo sobresalía del bajo vientre del hombre, Chance recordó las fotografías de un hombre y una mujer que le había mostrado el encargado de la casa del Anciano. Se sintió incómodo, pero permitió que su pie se mantuviera sobre la carne del hombre, observó cómo temblaba su cuerpo y cómo sus piernas desnudas se estiraban con esfuerzo y le oyó dar un grito originado acaso por algún dolor interno. Entonces el hombre apoyó con más fuerza el zapato de Chance contra su carne. Debajo del zapato surgió en pequeños chorros una sustancia blancuzca. El hombre perdió el color y agitó la cabeza. Después de una última contracción, dejó de estremecerse y los músculos, tensos bajo el zapato de Chance, se relajaron como si hubiesen sido desconectados súbitamente de una fuente de energía. Cerró los ojos. Chance retiró el pie y se fue sin hacer ruido. Desanduvo el trecho hasta el ascensor y, una vez en la planta baja, atravesó un largo corredor, guiado por el sonido de voces. Muy pronto se encontró nuevamente entre los invitados. Estaba buscando a EE cuando alguien le tocó en el hombro; era ella. -Temía que te hubieras aburrido y te hubieras ido -le dijo-. O que te hubiesen secuestrado. Hay una cantidad de mujeres aquí a las que no les disgustaría desaparecer contigo ¿sabes? Chance no sabía por qué alguien podía querer secuestrarlo. Se quedó callado un rato y después dijo: -No estaba con una mujer. Estaba con un hombre. Fuimos arriba, pero él se descompuso y por eso bajé. -¿Arriba? Chauncey, no haces más que dedicarte a conversaciones serias. ¿Por qué no te despreocupas y gozas de la fiesta? -Se sintió mal -dijo Chauncey-. Me quedé un rato haciéndole compañía. -Son pocos los hombres sanos como tú; no resisten toda esta bebida y este ruido -dijo EE-. Eres un ángel, mi querido. Gracias a Dios que aún quedan hombres como tú, capaces de ayudar a la gente y de darles ánimo. Cuando regresaron de la comida, Chance se metió en la cama y se puso a mirar la televisión. El cuarto estaba a oscuras; la pantalla iluminaba el aposento con una luz tenue y dispareja. Chance oyó que alguien abría la puerta. EE entró cubierta con un peinador y se acercó a su cama. -No podía dormir, Chauncey -le dijo y le tocó el hombro. Chance quiso apagar el televisor y encender las luces. -No, por favor -le pidió EE- Quedémonos así. Se sentó sobre la cama, cerca de él y se abrazó las rodillas. -Tenía que verte -prosiguió-; estoy segura... estoy segura de que no te incomoda que yo haya venido aquí... a tu cuarto. ¿No es cierto que no te molesta? -No, no me molesta -dijo Chauncey. EE se fue acercando lentamente; su cabello le rozó la cara. En un instante se quitó el peinador y se deslizó entre las sábanas. Corrió el cuerpo hasta tocar el de Chance. El sintió la mano de ella que se deslizaba a lo largo de su torso y sus caderas desnudas, apretándolo, estrujándolo, recorriéndolo todo ardorosamente. Él extendió la mano y le acarició el cuello, los pechos y el vientre. Sintió que se estremecía bajo sus caricias y que sus piernas se separaban. No se le ocurrió otra cosa que hacer, de modo que retiró la mano. Ella continuó estremeciéndose y arqueándose, mientras apoyaba la cabeza y el rostro de él contra su carne húmeda, como si quisiese que él la devorase. Sollozaba, jadeaba, gemía, hablaba sin ton ni son, emitía sonidos entrecortados, como un animal. Lo besó en todo el cuerpo una y otra vez, mientras sollozaba y se reía al mismo tiempo. La cabeza bamboleándosele, buscó con la lengua su carne fláccida, mientras sus piernas se movían acompasadamente. Se estremeció y él sintió sus músculos humedecidos. Quiso decirle cuánto más hubiera preferido mirarla, que sólo contemplándola podía fijarla en su memoria y poseerla. No sabía cómo explicarle que le resultaba imposible tocarla mejor o con más intensidad con las manos que con sus ojos. La vista abarcaba todo simultáneamente: el tacto era siempre parcial. EE no tendría que haber deseado que él la tocase más que lo que pudiera desearlo una pantalla de televisor. Chance no se movió ni se resistió. De repente, EE se aflojó por completo y dejó caer la cabeza sobre el pecho de Chance. -No me deseas -dijo-. No sientes nada por mí; absolutamente nada. Chance la hizo a un lado con delicadeza y se sentó en el borde de la cama. -¡Lo sé! ¡Lo sé! -exclamó-. ¡No te excito! Chance no entendió lo que le quería decir. -Estoy en lo cierto. ¿No es verdad, Chauncey? Chance se dio vuelta y la miró. -Me gusta observarte -le dijo. -¿Te gusta observarme? -Lo miró fijamente. -Sí; me gusta mirar. Ella se sentó sin aliento, tratando de respirar. -Por eso... ¿eso es todo lo que quieres, mirarme? -Sí; me gusta mirarte. -¿Pero no estás excitado? -Se inclinó, tomó su órgano y lo retuvo en su mano. A su vez, Chance comenzó a tocarla; sus dedos penetraron en su interior. Ella dio un respingo, volvió la cabeza hacia él e hizo un nuevo y desesperado intento por infundir vida a su órgano indiferente. Chance esperó pacientemente a que terminara. Ella se puso a llorar amargamente. -No me amas -gimió-. No puedes tolerar que te toque. -Me gusta mirarte -dijo Chance. -No entiendo lo que quieres decir -se lamentó ella-. Por más que trate no consigo excitarte. Y tú insistes en decir que te gusta mirarme... ¡Mirarme! ¿Quieres decir... cuando.. cuando estoy sola...? -Sí. Me gusta mirarte. A la luz mortecina del televisor, EE lo miró con los ojos entrecerrados. -Tú quieres que yo acabe mientras tú me observas. Chance no dijo nada. -Si yo me tocara ¿tú te excitarías y luego me harías el amor? Chance no la entendió. -Me gustaría mirarte -repitió. -Ahora creo que entiendo -dijo EE-. Se puso de pie y con paso apresurada recorrió la habitación de un extremo al otro pasando por delante del televisor; cada tanto dejaba escapar una palabra, en voz apenas más audible que su aliento. Volvió a la cama. Se tendió de espaldas y comenzó a acariciarse el cuerpo lánguidamente, al tiempo que separaba bien las piernas; luego deslizó las manos hacia su vientre. Avanzaba y retrocedía, haciendo serpentear su cuerpo, como aguijoneada por punzantes hierbas. Se acarició después los pechos, las nalgas, los muslos. Con un rápido movimiento, envolvió a Chance con los brazos y las piernas, como si fueran ramas tendidas. Después de agitarse violentamente, se estremeció apenas. Se quedó inmóvil, semidormida. Chance la cubrió con la manta. Luego cambió el canal del televisor varias veces, manteniendo bajo el volumen del sonido. Descansaron juntos en la cama, mientras él observaba la televisión sin osar moverse. Un rato después, EE le dijo: -Me siento tan libre contigo. Hasta que te conocí, todos los hombres que frecuenté apenas reconocieron mi existencia. Fui sólo un receptáculo, poseído y contaminado; sólo la imagen de alguien que hacía el amor. ¿Entiendes lo que quiero decir? Chance la miró sin decir nada. -Queridísimo... tú desatas mis apetencias: el deseo se abre paso desde mi interior, y cuando tú me miras, mi pasión lo disuelve. Tú me liberas. Me revelo yo mismo a mí misma y me siento purificada. Chance continuó en silencio. EE se estiró y sonrió. -Chauncey, querido, hace rato que estoy por decirte algo: Ben quiere que tú vayas en avión conmigo mañana a Washington y me acompañes al Baile del Capitolio. Yo estoy obligada a asistir; soy la presidenta del Comité encargado de la recaudación de fondos. Vendrás conmigo, ¿no es cierto? -Me gustaría acompañarte -dijo Chance. Se abrazó a él y se quedó dormida. Chance miró televisión hasta que él también cayó vencido por el sueño. SEIS Por la mañana, la señora Aubrey llamó a Chance por teléfono. -Señor, acabo de ver los periódicos matutinos. Usted aparece en todos y las fotografías son estupendas. En una está usted con el Embajador Skrapinov... en otra con el Secretario General... también aparece con... un conde alemán no se cuánto. El Daily News trae una fotografía a toda página de usted y la señora Rand. Hasta el Village Voice... -No leo los periódicos -dijo Chance. -Bien, de todos modos varias de las compañías más importantes de televisión lo han invitado para aparecer en programas exclusivos. También las revistas Fortune, Newsweek, Life, Look, Vogue, House & Garden quieren publicar artículos sobre usted. Llamó el Irish Times, así como el Spectator, el Sunday Telegraph y The Guardian; solicitan una conferencia de prensa. Un tal Lord Beauclerk me pidió que le informara que la BBC está dispuesta a pagarle el viaje en avión hasta Londres para un programa especial de televisión; espera que usted se hospede en su casa. Las oficinas en Nueva York de Jours de France, Der Spiegel, L'Osservatore Romano, Pravda, Neue Zürcher Zeitung, han solicitado entrevistas. Acaba de llamar el conde von Brockburg-Schulendorff para decirle que Stern, de Alemania, lo sacará en la tapa; Stern desea los derechos exclusivos sobre sus comentarios acerca de la televisión y aceptarán los términos que usted proponga. L'Express, de Francia, quiere que usted participe en su mesa redonda sobre el desafío de la depresión norteamericana: pagan los gastos de viaje. El señor Gaufridi llamó dos veces para ofrecerle su casa cuando vaya a Francia. Los directores del Mercado de Valores de Tokio querrían que usted inspeccionara una nueva computadora japonesa para la recuperación de datos... Chance la interrumpió: -No quiero conocer a esa gente. -Comprendo, señor. Sólo dos asuntos más: el Wall Street Journal ha predicho su inminente designación en el directorio de la Primera Compañía Financiera Norteamericana y querría que usted le entregase una declaración. En mi opinión, señor, si usted pudiese darle ahora una prognosis, contribuiría enormemente a valorizar las acciones de esa Compañía... -No puedo darles nada. -Muy bien, señor. El otro asunto se refiere a la Universidad de Eastshore; sus autoridades desean conferirle el título de Doctor en Derecho honoris causa, pero quieren asegurarse de antemano que usted aceptará. -No necesito un doctor -contestó Chance. -¿Quiere usted ponerse en comunicación con las autoridades de la Universidad? -No. -Entiendo. ¿Y qué hacemos con respecto a los periódicos? -No me agradan los periódicos. -¿Desearía ver a los corresponsales extranjeros? -Los veo con suficiente frecuencia en la televisión. -Muy bien, señor. ¡Ah! La señora Rand me pidió que le recordara que el avión de la familia sale a las cuatro para Washington. Además, me dijo que le comunicara que usted se hospedará en casa de su anfitriona. Karpatov, el jefe de la Sección Especial, arribó el viernes para entrevistarse con el Embajador Skrapinov. Fue conducido inmediatamente a la oficina del Embajador. -No hay ninguna información adicional en el legajo de Gardiner -dijo, al tiempo que apoyaba el documento sobre el escritorio del Embajador. El Embajador hizo a un lado el legajo. -¿Dónde está lo demás? -No hay ningún antecedente de él en ninguna parte, Camarada Skrapinov. -¡Karpatov, quiero hechos! Karpatov habló con tono vacilante: -Camarada Embajador, me he enterado de que la Casa Blanca está ansiosa por averiguar qué sabemos nosotros acerca de Gardiner. Esto parecería indicar que Gardiner tiene una importancia política de primera magnitud. Skrapinov fulminó a Karpatov con la mirada, se puso de pie y comenzó a caminar de arriba abajo detrás de su escritorio. -Sólo quiero una cosa de su Sección -dijo-: los hechos relativos a Gardiner. Karpatov permaneció donde estaba, dando muestras de mal humor. -Camarada Embajador -replicó-, es mi obligación comunicarle que no hemos podido hallar la más mínima información acerca de él. Parecería casi que no hubiera existido anteriormente. La mano del Embajador se posó con fuerza sobre el escritorio provocando la caída de una pequeña estatua. Karpatov se agachó, tembloroso, la recogió y la volvió a colocar en su lugar sobre el escritorio. -¡No se crea que me voy a dejar engañar por semejante sandez! -protestó el Embajador- ¡No lo acepto! ¡Como si nunca hubiera existido! Se da cuenta de que Gardiner es uno de los hombres más importantes de este país y que este país no es la Georgia Soviética, sino los Estados Unidos de América, el Estado imperialista más poderoso del mundo. Las personas como Gardiner deciden diariamente el destino de millones de seres. ¡Como si nunca hubiera existido! ¿Ha perdido la razón? ¿Se da cuenta de que yo he mencionado a este hombre en mi discurso? -Hizo una pausa y luego se inclinó hacia adelante, en dirección a Karpatov-: A diferencia de la gente de su Sección, yo no creo en la existencia de 'almas muertas' en el siglo veinte... ni tampoco creo que vengan a visitarnos seres de otros planetas, como ocurre en los programas de televisión norteamericanos. Exijo formalmente que en un plazo de cuatro horas me sean entregados personalmente todos los datos referentes a Gardiner. Inclinando las espaldas, Karpatov abandonó el salón. Transcurridas cuatro horas, como Skrapinov no había recibido aún ninguna noticia de Karpatov, decidió darle una lección. Convocó a su oficina a Sulkin, aparentemente un funcionario de menor jerarquía de la Misión, pero en realidad uno de los hombres más poderosos del Departamento de Asuntos Exteriores. Skrapinov se quejó amargamente a Sulkin de la ineptitud de Karpatov, subrayó la enorme importancia que revestía la información sobre Gardiner y le pidió a Sulkin que lo ayudara a obtener una reseña clara del pasado de Gardiner. Después de almuerzo, Sulkin preparó una entrevista privada con Skrapinov. Se dirigieron a una habitación de la Misión, conocida coma "La Cueva", especialmente protegida contra todo dispositivo que permitiera escuchar lo que en ella se decía. Sulkin abrió su cartera y ceremoniosamente sacó de una carpeta negra una única hoja de papel en blanco. Skrapinov esperaba, ansioso. -¡Esta, mi estimado Camarada, es su reseña del pasado de Gardiner! -refunfuñó Sulkin. Skrapinov echó una mirada a la página, vio que estaba en blanco, la dejó caer, miró con enojo a Sulkin y dijo: -No entiendo, Camarada Sulkin. Esta página está en blanco. ¿Significa esto que no se me confiarán los antecedentes de Gardiner? Sulkin tomó asiento, encendió un cigarrillo y agitó lentamente la cerilla hasta apagarla. -La investigación de los antecedentes del señor Gardiner, mi estimado Camarada Embajador, ha demostrado ser una tarea tan dificultosa para los agentes de la Sección Especial que ya ha provocado la pérdida de uno de ellos, sin que se lograra descubrir el más mínimo detalle del pasado de Gardiner. -Sulkin hizo una pausa para dar una chupada a su cigarrillo-. Fue una suerte, sin embargo, que la noche del miércoles yo tomara la precaución de fototelegrafiar a Moscú una película de la aparición de Gardiner en el programa televisivo "Esta Noche". Esta película, le interesará saber, fue sometida sin demora a un examen psiquiátrico, neurológico y lingüístico. Con ayuda de nuestras computadoras de último modelo, nuestros equipos han analizado el vocabulario, la sintaxis, el acento y las características faciales y de otro tipo de Gardiner. Los resultados, mi estimado Skrapinov, han de sorprenderlo, sin duda. Resultó imposible determinar de algún modo sus antecedentes étnicos o atribuir su acento a alguna comunidad en todos los Estados Unidos. Skrapinov miró a Sulkin con intenso asombro. Con una sonrisa desganada, Sulkin continuó: -Por otra parte, le interesará también saber que Gardiner ha demostrado ser una de las figuras públicas norteamericanas de mayor equilibrio emocional de los últimos años. Sin embargo -prosiguió Sulkin-, su señor Gardiner sigue siendo, en el fondo -y, al decir esto, levantó la hoja de papel de una esquina-, una hoja en blanco. -¿Una hoja en blanco? -¡Hoja en blanco! -repitió Sulkin-. ¡Exactamente; el seudónimo de Gardiner! Skrapinov cogió rápidamente una copa de agua, la bebió de un sorbo. -Perdóneme, Camarada -dijo-. Pero el jueves por la noche, cuando decidí aludir a Gardiner en mi discurso pronunciado en Filadelfia, di por sentado naturalmente que se trataba de un miembro conocido de la élite de Wall Street. Después de todo, el Presidente de los Estados Unidos había mencionado su nombre. Pero si, como parece... Sulkin levantó su mano. -¿Parece? ¿Qué razones tiene para sugerir que Chauncey Gardiner no es en realidad el hombre descrito por usted? Skrapinov apenas atinó a murmurar: -La página en blanco... la ausencia de toda información... Una vez más Sulkin lo interrumpió. -En realidad, estoy aquí para felicitarlo por su clarividencia. Debo decirle que abrigamos el firme convencimiento de que Gardiner es, en realidad, un miembro destacado de un grupo de la élite norteamericana que ha estado planeando desde hace algunos años un golpe de Estado. Debe de tener tal importancia para ese grupo, que han conseguido encubrir todos los detalles relativos a su identidad hasta su presentación el martes por la tarde. -¿Dijo usted un golpe de Estado? -preguntó Skrapinov. -Sí; eso dije -replicó Sulkin-. ¿Duda de que sea posible? -Bueno, no; por cierto que no. El mismo Lenin parece haberlo previsto. -Bien, muy bien -dijo Sulkin, mientras cerraba su cartera-. Al parecer, su intuición estaba bien fundada. Su decisión inicial de aproximarse a Gardiner ha resultado justificada. ¡Usted tiene un instinto certero, Camarada Skrapinov... un verdadero instinto marxista! -Se puso de pie, dispuesto a partir-. Dentro de muy poco recibirá instrucciones especiales acerca de la actitud que deberá adoptar respecto a Gardiner. Cuando Sulkin se fue, Skrapinov se puso a reflexionar sobre lo increíble de la situación. Anualmente se invertían miles de millones de rublos en ingeniosos dispositivos japoneses, en la preparación y encubrimiento de superespías, en satélites de reconocimiento, en embajadas abarrotadas de personal, misiones comerciales, intercambios culturales, sobornos, obsequios... cuando lo único que importaba finalmente era poseer un certero instinto marxista... Pensó en Gardiner y le envidió su juventud, su circunspección, su futuro como dirigente. ¡Página en blanco!... El seudónimo le hizo rememorar episodios de la Segunda Guerra Mundial, de los partisanos a los que había conducido a tantas victorias. Tal vez se había equivocado al elegir la carrera diplomática; quizá el ejército hubiera respondido mejor a su vocación... Pero ya tenía demasiados años... El viernes por la tarde, la secretaria del Presidente le presentó su informe. -Lo lamento, señor Presidente, pero desde ayer sólo he conseguido reunir unos cuantos recortes de prensa más sobre Gardiner. Se trata del discurso del Embajador Soviético, que mencionó su nombre, y de la transcripción de la entrevista de Gardiner con la prensa en la recepción de las Naciones Unidas. El Presidente demostró su enojo. -¡Terminemos con este asunto! ¿Habló con los Rand sobre Gardiner? -Me comuniqué por teléfono con los Rand, señor. Lamentablemente, el señor Rand ha tenido una seria recaída y está bajo los efectos de fuertes calmantes. No puede hablar. -¿Habló con la señora Rand? -Sí, señor. Estaba al lado de su marido. Me contestó tan sólo que el señor Gardiner se opone a toda intromisión en su vida privada y ella abriga gran respeto por este aspecto de la personalidad del señor Gardiner. Dijo que cree... pero cree, solamente, entiéndase bien... que el señor Gardiner se propone ejercer una actividad mucho mayor en vista de que el señor Rand está obligado a guardar cama. Pero no relacionó al señor Gardiner con ninguna actividad concreta ni con ninguna situación familiar. -¡El Times brinda más información! ¿Y nuestras agencias de información? ¿Ha hablado usted con Steven? -Sí, señor Presidente. No ha logrado obtener ni un solo dato. Ha hecho todas las averiguaciones posibles y ningún organismo pudo brindarle información al respecto. Por supuesto, se controlaron las impresiones digitales y la fotografía de Gardiner con ocasión de la visita que usted hizo a la casa de los Rand, pero, dado que carecía de antecedentes y por tratarse de un huésped de Rand, se le dio el visto bueno. Me parece que eso es todo lo que puedo informarle. -Está bien, está bien. Llame a Grunmann. Dígale lo que sabe o, mejor dicho, lo que no sabe, y pídale que me llame tan pronto averigüe algo de Gardiner. Al poco rato llamó Grunmann . -Señor Presidente, todos aquí en la oficina hemos estado investigando desesperadamente. No hay ningún dato, absolutamente ninguno, sobre él. ¡Parecería que este hombre no hubiera existido hasta que se instaló en casa de los Rand hace tres días! -Este asunto me tiene muy perturbado, muy perturbado -dijo el Presidente-. Quiero que vuelvan a insistir. Quiero que sigan investigando, ¿me entiende? Y, a propósito, Walter, hay un programa de televisión en el que unos norteamericanos corrientes resultan ser realmente invasores de otro planeta ¿no? Bueno, Walter, me niego a creer que he hablado con uno de esos intrusos en la ciudad de Nueva York. Cuento con que usted me presente un frondoso legajo sobre Gardiner. En caso contrario, le prevengo que yo personalmente autorizaré que se investigue sin demora a todos los responsables de semejante brecha en nuestro sistema de seguridad. Grunmann volvió a llamar. -Señor Presidente -dijo en voz baja-, mucho me temo que nuestros temores iniciales hayan quedado confirmados. No hay ningún testimonio del nacimiento de este hombre, ni de sus padres, ni de su familia. Sabemos, sin embargo, con absoluta certeza, y yo respondo de ello, que no ha estado envuelto jamás en ninguna acción jurídica con ninguna persona u organización, compañía o agencia de carácter privado, estatal o federal. Nunca ha provocado ningún accidente o daño y, dejando de lado el accidente con los Rand, tampoco apareció como damnificado. Jamás ha sido internado en un hospital; no tiene ningún seguro, ni posiblemente debe poseer ningún otro documento de identificación personal. No conduce automóviles ni aviones, y nunca se le ha otorgado ningún permiso de clase alguna. No tiene tarjetas de crédito, ni cheques, ni tarjetas de visita. No posee ninguna propiedad en este país... Señor Presidente, lo tuvimos bajo vigilancia en Nueva York: no habla de negocios ni de política ni por teléfono ni en casa. Todo lo que hace es mirar televisión. El televisor de su habitación está siempre en funcionamiento; hay un ruido constante... -¿Hace qué?... -interrumpió el Presidente-. ¿Qué dijo, Walter? -Dije que mira televisión, todos los canales, prácticamente sin interrupción. Aun cuando la señora Rand... está con él en su habitación, señor... El Presidente lo detuvo secamente: -Walter, nada justifica semejantes investigaciones y, caramba, yo no quiero enterarme de esas cosas. ¿A quién diablos le interesa lo que Gardiner haga en su cuarto? -Lo siento, señor Presidente, pero nos vimos obligados a recurrir a todo. -Se aclaró la garganta-. Señor, últimamente hemos comenzado a desconfiar de este hombre Gardiner. Grabamos sus conversaciones en la recepción de las Naciones Unidas pero casi no habló. Francamente, señor, hemos estado pensando que podría tratarse de un agente de una potencia extranjera. Pero la verdad es que toda esa gente casi sin excepción dispone de demasiada documentación, está demasiado identificada con todo lo que sea norteamericano. No hay en ellos absolutamente nada que no sea norteamericano; es un milagro, como dice siempre el Director, que alguno no acabe siendo elegido para el más alto cargo del país...-Grunmann se mordió la lengua, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse. -¡Qué broma tan poco feliz, Walter! -dijo el Presidente, con severidad. -Lo siento, señor, no quise... Le pido mil perdones... -Continúe con su informe. -Bien, señor; en primer lugar, creemos que el señor Gardiner no es uno de esos agentes trasplantados; decididamente no lo es. Además, la Unión Soviética ha requerido con carácter de urgencia información sobre sus antecedentes. Me complace comunicarle, señor Presidente, que hasta este despliegue sin precedentes de curiosidad soviética ha fracasado; no sólo no consiguieron ninguna otra información que la de recortes periodísticos de nuestra prensa, no estoy bromeando, señor Presidente, sino que como consecuencia de su actividad desmedida descuidaron su encubrimiento y les capturamos uno de sus agentes más capaces. Más aún, otras ocho potencias extranjeras han incluido a Gardiner en sus nóminas de posibles espías. Todo lo que puedo decir es que seguiremos esforzándonos, señor Presidente... continuaremos nuestras investigaciones de día y de noche, sin interrupción; le comunicaré cualquier novedad tan pronto como se produzca, señor. El Presidente subió a sus habitaciones privadas a descansar. Es sencillamente increíble -reflexionó-, increíble. Anualmente, se asignan millones de dólares a cada uno de estos organismos y no pueden proporcionarme ni siquiera los datos más elementales sobre un hombre que está viviendo en una de las mejores casas de la ciudad de Nueva York en calidad de huésped de uno de los más destacados hombres de negocios del país. ¿No estará socavando alguien el Gobierno Federal? ¿Quién? -Suspiró, encendió la televisión y se quedó dormido. SIETE El hombre sentado en el sofá se dirigió al pequeño grupo reunido en su apartamento. -Caballeros -comenzó diciendo lentamente-, tal vez algunos de ustedes ya saben que Duncan ha decidido no ser mi compañero de fórmula. Nos hemos quedado, pues, sin candidato. Amigos, tenemos que anunciar un nuevo candidato sin demora, alguien que sea tan bueno como Duncan, y digo esto a pesar de las penosas revelaciones acerca del pasado de Duncan que lamentablemente han adquirido cariz público . Schneider tomó la palabra. -Aun Duncan no fue fácil de conseguir -dijo-, y no nos engañemos... ¿a quién vamos a conseguir tan a último momento? Shellman no va a dejar su empresa. No creo que ni siquiera podamos considerar a Frank, dada su pobrísima actuación como presidente de la Universidad . -¿Que les parece George? -sugirió una voz. -George acaba de salir de otra operación... la segunda en tres meses. Su salud es un impedimento obvio. En la habitación reinó el silencio. Fue entonces cuando O'Flaherty se decidió a hablar. -Creo que puedo sugerir a alguien -dijo con voz pausada-. ¿Qué les parece Chauncey Gardiner? -Todas las miradas convergieron en el hombre que, sentado en el sofá, bebía su café. -¿Gardiner? -repitió el hombre del sofá-. ¿Chauncey Gardiner? Realmente, no sabemos nada de él. Nuestra gente no pudo hallar ni un bendito dato. Por cierto que él no ha sido de ninguna ayuda: no ha pronunciado una sola palabra acerca de sí mismo desde que se instaló en casa de los Rand hace cuatro días... -Pues entonces quiero dejar sentado -dijo O'Flaherty- que eso me hace considerar a Gardiner como una posibilidad todavía mejor. -¿Por qué? -preguntaron varias voces a coro. O'Flaherty habló con soltura: -¿Cuál fue la dificultad con Duncan? ¿Con Frank y con Shellman y con tantos otros que consideramos y que nos vimos obligados a rechazar? La dificultad fue siempre que tenían demasiados antecedentes, demasiados. El pasado de un hombre lo mutila: sus antecedentes se convierten en un pantano que invita a escudriñar. Movió los brazos agitadamente. -Piensen en cambio en Gardiner. Permítanme que haga hincapié en un hecho que acaba de mencionar alguien muy autorizado: Gardiner carece de antecedentes. No es, ni puede resultar objetable para nadie. Tiene buena presencia, se expresa con propiedad y sale bien en la televisión. Además, por lo que atañe a sus opiniones, parece ser uno de los nuestros. Eso es todo. Está muy en claro lo que no es. Gardiner es nuestra única posibilidad. Schneider apagó su cigarro, aplastándolo. -O'Flaherty acaba de tener un acierto -dijo--. Algo bueno. Hum... Gardiner, Gardiner. Entró un camarero para servirles humeante café recién hecho; la discusión proseguía. Chance se abrió paso hacia la salida entre una multitud de parejas de bailarines. En sus ojos subsistía aún una imagen tenue y borrosa del gran salón de baile, de las bandejas de bebidas en el buffet, las flores de muchos colores, las botellas brillantes, las filas tras filas de copas rutilantes. Alcanzó a ver a EE en el momento en que la tomaba en sus brazos un general muy alto, lleno de condecoraciones. Pasó entre los flashes de los fotógrafos como a través de una nube. La imagen de todo lo que había visto fuera del jardín se desvaneció. Chance estaba desconcertado. Reflexionó y tuvo ante sí la imagen empañada de Chauncey Gardiner recortada en un charco de agua de lluvia estancada. Su propia imagen también había desaparecido. Atravesó el vestíbulo. Por una de las ventanas abiertas entraba el aire helado. Chance empujó la pesada puerta de vidrio y salió al jardín: tensas ramas plenas de nuevos vástagos, gráciles tallos cargados de pequeños retoños se elevaban al cielo. El jardín estaba en calma, sumido aún en el reposo. El viento arrastró unas ligeras nubecillas y la luna brilló en todo su esplendor. De tanto en tanto, se oía el susurro de las ramas que, sacudidas ligeramente, dejaban caer pequeñas gotas de agua. Un soplo de brisa descendió sobre el follaje y buscó abrigo entre sus húmedas hojas. Ni un solo pensamiento turbó la mente de Chance. La paz reinaba en su corazón. ***