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Henry Kissinger y la Guerra Fría (1969-1976) Charles Powell1 Introducción Desde hace ya varios años, el estudio académico de la fase final de la Guerra Fría viene experimentando un notable renacimiento, sobre todo en Estados Unidos y Europa, fenómeno que cabe atribuir a causas muy diversas, no siempre relacionadas entre si. La más obvia probablemente sea la apertura sistemática de los archivos que albergan la documentación oficial de la época, incluso la referida a la antigua Unión Soviética. En Estados Unidos el interés que suscita la evolución del conflicto bipolar durante los años setenta y ochenta del siglo pasado está estrechamente vinculado al debate actual en torno al supuesto declive del peso económico y político internacional del país, y también a las controversias suscitadas por algunas de las decisiones adoptadas por la administración norteamericana tras los atentados terroristas de 2001. En relación muy directa con lo anterior, el estudio de la Guerra Fría durante esos años también forma parte del debate en curso -en Estados Unidos y Europasobre la promoción de la democracia como objetivo de la política exterior, cuestión que ha adquirido una actualidad renovada a raíz de la llamada ‘primavera árabe’. Por último, este interés renovado también guarda relación con el auge político y económico de China, y a título más general, con la aparente consolidación de un sistema de relaciones internacionales incipientemente multipolar. Este creciente interés académico por el estudio de la Guerra Fría también puede percibirse en nuestro país, si bien seguramente obedece a motivos algo distintos.2 Como es sabido, España no jugó un papel central en la Guerra Fría, entendida ésta como un conflicto larvado entre las dos grandes potencias que combinaba aspectos ideológicos y geopolíticos. Sin embargo, es innegable que la Guerra Fría tuvo un impacto notable en la política interna española, ya que contribuyó decisivamente a la consolidación del régimen de Franco, sobre todo como consecuencia de los acuerdos con Estados Unidos de 1953.3 De ahí que en España se le venga prestando una atención creciente a la dimensión exterior de la evolución del régimen, y también al contexto internacional en el que se produjo la transición a la democracia tras la muerte del dictador. 1 Charles Powell es Director del Real Instituto Elcano y profesor de Historia de la Universidad CEU-San Pablo. 2 Un buen ejemplo de ello sería FONTANA, Josep, Por el bien del Imperio. Una historia del mundo desde 1945, Barcelona, 2011. 3 Ver al respecto, entre otros, POWELL, Charles, El amigo americano. España y Estados Unidos: de la dictadura a la democracia, Barcelona, 2011. 1 Como esperamos poner de manifiesto a lo largo de estas páginas, reviste especial interés el análisis del desarrollo de la Guerra Fría en perspectiva estadounidense durante la etapa en la que Henry A. Kissinger fue uno de los grandes protagonistas de la política exterior norteamericana. Por un lado, y debido a una combinación de factores internos y externos, tanto económicos como políticos, los años 1969-1976 fueron extraordinariamente difíciles para la gran superpotencia occidental, algo que no siempre se ha tenido suficientemente en cuenta a la hora de valorar las decisiones adoptadas por sus gobernantes. Por otro, Kissinger es sin duda uno de los personajes más fascinantes –pero también más controvertidos- de la vida política norteamericana del siglo pasado, debido fundamentalmente a su sorprendente biografía, a su difícil relación con Richard Nixon, a su vez uno de los presidentes más complejos de la reciente historia política estadounidense, y a la naturaleza de los conflictos internacionales a los que hubo de hacer frente. Como resultado de todo ello, probablemente no exista una personalidad pública norteamericana que siga suscitando reacciones tan encontradas: mientras que unos lo consideran el estadista más experimentado y lúcido del país, otros le atribuyen crímenes contra la humanidad por los que debería rendir cuentas ante la justicia internacional.4 Este breve ensayo no pretende terciar –al menos directamente– en tan interesante y complejo debate, sino que aspira a proyectar algo de luz sobre la aportación de Kissinger –tanto teórica como práctica- a la gestión de la Guerra Fría en perspectiva estadounidense. De acuerdo con la interpretación al uso sobre su papel, a cuya propagación ha contribuido de forma muy activa el propio interesado a través de sus numerosos escritos, al llegar a la Casa Blanca en 1969, Kissinger, que tenía un gran prestigio académico pero carecía casi por completo de experiencia política o diplomática, se encontró con un mundo desordenado, confuso y peligroso. A pesar de ello, desde su puesto de consejero de Seguridad Nacional, cargo al que luego sumó el de secretario de Estado, y trabajando en estrecha colaboración con el presidente Nixon, en cuestión de pocos años contribuyó decisivamente a corregir la pésima situación heredada, dejando como legado un sistema internacional más ordenado, estable y predecible. El propio Kissinger, y también muchos de sus admiradores, han atribuido este supuesto éxito a la solidez de su visión eminentemente realista de las relaciones internacionales, tan alejada del intervencionismo Wilsoniano propio de sus críticos demócratas como del idealismo neoconservador de algunos de sus detractores republicanos, entre ellos Ronald Reagan. La interpretación del papel de Kissinger que se plantea a continuación poco tiene que ver con esta visión canónica. A nuestro modo de ver, este historiador metido a estratega fue en realidad mucho menos innovador de lo que se ha 4 Para una crítica especialmente virulenta -pero inteligente y bien argumentada- de Kissinger, ver sobre todo HITCHENS, Christopher, The trial of Henry Kissinger, Londres, 2001. 2 pretendido, y algunas de las iniciativas más originales planteadas durante estos años seguramente debieron más a la inspiración de Nixon que a la suya. Por si fuera poco, Kissinger nunca pretendió escapar de la lógica propia de la Guerra Fría, y su empeño por verlo todo a través del prisma bipolar resultó tan peligroso como empobrecedor. Un buen ejemplo de ello sería el automatismo con el que en ocasiones aplicó el concepto de linkage, o lo que es lo mismo, la idea de que para una gran superpotencia como Estados Unidos, todo tiene necesariamente relación con todo lo demás. Como ya apuntamos, a Kissinger se la ha visto tradicionalmente como la encarnación de la escuela realista de las relaciones internacionales, e incluso como el exponente más claro de la ‘realpolitik’ (termino acuñado en 1853 por Ludwig von Rochau). De acuerdo con el estereotipo al uso, Kissinger entendía las relaciones internacionales exclusivamente en términos de poder (power politics), por lo que era absolutamente indiferente a cualquier consideración moral o ideológica. En otras palabras, como diplomático y estratega nunca le preocupó la posible contradicción entre valores e intereses; los valores no debían desempeñar papel alguno en la definición de la política exterior, que debía supeditarse siempre a la defensa del interés nacional. En vivo contraste con lo anterior, en estas páginas se defiende la tesis de que el político norteamericano de origen alemán era sin duda un cínico, pero también un hombre altamente ideologizado, cuyo anticomunismo visceral nubló con frecuencia su juicio, hasta el punto de socavar muchas de sus políticas. Como sostiene Mario del Pero, la imagen de Kissinger que emerge del estudio de la documentación recientemente desclasificada sigue siendo –a grandes rasgos- la de un realista, pero la de un “realista excéntrico”.5 En el mismo sentido, y en palabras de Barbara Keys, detrás de la fachada fría y calculadora del intelectual desapasionado se ocultaba en realidad un “estadista emotivo”.6 Estamos, en suma, ante un Kissinger mucho más contradictorio y complejo de lo que sugiere la imagen que él mismo se ha construido, un hombre profundamente inseguro y pesimista, a quien le quitaba el sueño el previsible deterioro del papel de Estados Unidos en el mundo y su propia incapacidad para impedirlo. 5 PERO, Mario del, The eccentric realist. Henry Kissinger and the making of American foreign policy, Nueva York, 2006. Ver también HANHIMÄKI, Jussi, The flawed architect. Henry Kissinger and American Foreign Policy, Oxford, 2004. 6 KEYS, Barbara, “Henry Kissinger: The emotional statesman”, en Diplomatic History, vol. 45, No. 4 (September 2011). 3 Henry Kissinger: ¿el sueño americano hecho realidad? Son muy numerosos los autores que han relacionado el ideario político de Kissinger con su azarosa experiencia vital. Nacido en 1923 en el seno de una familia judía alemana que se vio obligada a huir de su ciudad natal de Fürth (cercana a Nürenberg) en agosto de 1938, y que perdió a una docena de sus miembros en el Holocausto, su visión conservadora y pesimista de la vida ha sido atribuida con frecuencia a ese trágico pasado familiar.7 Sin embargo, el propio Kissinger ha reconocido la profunda sensación que le produjo la lectura de La Decadencia de Occidente (1918-1921) de Oswald Spengler, por lo que no resulta fácil saber si fueron sus lecturas o sus vivencias las que más influyeron en él. Sea como fuere, Kissinger también tenía motivos para considerarse excepcionalmente afortunado. Tras instalarse en el barrio judío de Washington Heights de Nueva York con su familia, estudió el bachillerato en una escuela pública, y tras completar la secundaria se inscribió en el City College, actividad que compaginó con el trabajo en una fábrica de brochas de afeitar hasta que el estallido de la IIª Guerra Mundial le obligó a interrumpir sus estudios. Sin embargo, el ingreso en el Ejército no solo le permitió adquirir rápidamente la nacionalidad norteamericana, sino que fue reclutado por la división de inteligencia militar, gracias a lo cual pudo participar en la ocupación de Alemania y el posterior proceso de ‘desnazificación’. A su regreso a Estados Unidos ingresó en la Universidad de Harvard, donde estudió Historia, doctorándose en 1954 con una tesis sobre el Congreso de Viena de 1815. A decir de algunos autores, existe una relación muy estrecha entre su vivencia alemana y su tema de tesis: la primera le permitió constatar de primera mano el caos y el desorden causados por el régimen Nazi y su posterior destrucción, lo cual le hizo ser especialmente sensible a los esfuerzos de Metternich por restablecer el viejo orden europeo existente hasta la llegada de Napoleón. Algunos autores han ido incluso más lejos, estableciendo un cierto paralelismo entre los esfuerzos de Kissinger y Metternich, que trabajaron a las órdenes de dos amos imprevisibles e ingratos como fueron Nixon y Francisco II de Austria, y que se esforzaron en vano por salvar a imperios en declive mediante la diplomacia y la negociación.8 A pesar del indudable éxito que suponía para alguien con su biografía formar parte del claustro docente de Harvard, Kissinger, que respondía en buena medida al estereotipo norteamericano del intelectual judío (tímido, poco agraciado y escasamente dotado para el deporte), fue sin duda víctima del antisemitismo que todavía impregnaba a las universidades de élite de la costa 7 El trabajo que mejor analiza la relación de Kissinger con su pasado familiar es Kurz, Evi, The Kissinger Saga. Walter and Henry Kissinger. Two brothers from Fürth, Londres, 2009. 8 SURI, Jeremi, Henry Kissinger and the American Century, Massachusetts, 2007, pp. 150-157. 4 Este norteamericana en los años cincuenta del siglo pasado, y siempre se consideró a mismo –y fue percibido por otros- como un outsider. Por si fuera poco, siempre habló inglés con un fuerte acento teutón, lo cual parecería indicar –a decir de algunos autores- que nunca hizo un gran esfuerzo por integrarse.9 Curiosamente, su hermano Walter, de edad parecida, que se estableció en Estados Unidos al mismo tiempo que él, siempre cultivó un marcado acento yankee.10 Acostumbrado a moverse en entornos indiferentes cuando no hostiles, Kissinger no tardó en desarrollar una notable veta cómica y una envidiable capacidad para reírse de si mismo, aptitudes que aprendería a desplegar con gran eficacia a la hora de congraciarse con quienes deseaba llevarse bien. Kissinger jamás habría adquirido el protagonismo y prestigio del que ha gozado durante más de cuatro décadas de no haber sido por otro personaje complejo y quizás aun más controvertido, el presidente Nixon. A finales de los años sesenta, Kissinger era todavía un profesor relativamente desconocido, salvo en los ámbitos académicos y gubernamentales en los que había llamado la atención su postura contraria a la doctrina de destrucción mutua asegurada (mutually assured destruction, o MAD), un concepto acuñado en los años cincuenta por John von Neumann, el padre de la teoría de juegos. Dicha doctrina postulaba –de forma intencionadamente paradójica- que la mejor manera de evitar un holocausto nuclear era precisamente mediante la acumulación de arsenales nucleares que garantizasen que un conflicto entre las dos grandes superpotencias resultaría inevitablemente en la aniquilación de ambas. La publicación en 1960 de un libro del teórico Herman Kahn titulado On thermonuclear war abrió un importante debate en Estados Unidos sobre las limitaciones de dicha doctrina, en el que Kissinger, al igual que el autor, adoptó una postura crítica hacia las políticas de contención (containment) que habían inspirado la doctrina nuclear norteamericana desde la era de George F. Kennan. En opinión de Kissinger, la política de contención no podía basarse exclusivamente en la amenaza de aniquilación mutua, ya que era inevitable que se produjeran conflictos regionales relativamente menores entre las dos superpotencias, en los que nunca estaría justificado el uso de armas nucleares a gran escala. Sin embargo, lo que más atrajo a Nixon del pensamiento estratégico de Kissinger cuando se conocieron muy brevemente durante la campaña electoral 9 El acento alemán de Kissinger ha dado lugar a innumerables anécdotas. En un encuentro con Golda Meir, el presidente Nixon intentó romper el hielo bromeando por el hecho de que «los dos tenemos ministros de asuntos exteriores judíos», en referencia a Kissinger y Abba Eban (que se había educado en Cambridge), a lo que la primera ministra israelí respondió : «sí, ¡pero al mío se le entiende cuando habla inglés!» 10 A decir de uno de sus biógrafos, cuando alguien le preguntó a Walter cómo explicaba el hecho de que su hermano hablase con acento alemán y él no, el primero contestó : «porque yo soy el Kissinger que escucha». ISAACSON, Walter, Kissinger. A biography, Nueva York, 1992, p. 36. 5 que culminó en su elección en noviembre de 1968 fue su postura contraria a la participación norteamericana en la guerra de Vietnam. Como resultado de sus visitas a Indochina como parte de un equipo de asesores civiles del presidente demócrata Lyndon B. Johnson, Kissinger había llegado a la conclusión de que Estados Unidos estaba malgastando sus recursos y su prestigio en dicho conflicto, ya que la debilidad y escasa legitimidad de las autoridades de Vietnam del Sur difícilmente permitirían garantizar su supervivencia política por mucha ayuda militar que les prestara su aliado. A pesar de lo anterior, resulta un tanto sorprendente que Nixon eligiera a Kissinger como su consejero de Seguridad Nacional en enero de 1969, dado que apenas se conocían y que, en apariencia al menos, hubiese sido difícil juntar a dos personas más distintas entre sí. Nixon había nacido en 1913 en el seno de una familia cuáquera de granjeros californianos de escasos recursos, que se había visto muy perjudicada por la Gran Depresión. Aunque fue admitido por la Universidad de Harvard para cursar estudios de Derecho, las estrecheces económicas de su familia le obligaron a optar por la de Duke, dato que sin duda influyó en su relación posterior con Kissinger. Nixon siempre desconfío de los intelectuales y burócratas del establishment de la costa Este, y a pesar de su dilatada carrera política en Washington –no se olvide que fue miembro de la Cámara de Representantes y luego senador entre 1946 y 1953, y vicepresidente de Estados Unidos con Dwight Eisenhower entre 1953 y 1961- siempre se vio a si mismo como un outsider, y como un representante de esa supuesta mayoría silenciosa norteamericana que nunca se había identificado con la élite política y administrativa de la capital. Todo hace pensar que a Nixon le producía un placer malsano la idea de tener a sus órdenes a un destacado miembro de esa élite por la que sentía una curiosa mezcla de admiración y desprecio, y también el hecho de que fuese precisamente un político conservador como él quien hubiese tenido la osadía de incorporar a su gabinete a un asesor de Seguridad Nacional judío, a pesar de que en privado expresara con frecuencia –y en los términos más ofensivos imaginables- unos muy arraigados prejuicios sobre esta importante minoría de la sociedad norteamericana.11 En última instancia, Nixon nombró a Kissinger porque quería ser él quien definiese e implementase personalmente la política exterior norteamericana, y para ello necesitaba un Consejo de Seguridad Nacional mucho más potente del que había heredado de Johnson. De ahí que situara al frente del Departamento de Estado a un abogado amigo suyo, William Rogers, que carecía por completo de experiencia exterior pero que se relacionaba bien con el Capitolio. Debido a su obsesión por protagonizar él mismo la política exterior de su administración, 11 Gracias al sistema de grabación que hizo instalar en casi todas las dependencias de la Casa Blanca, hoy tenemos fácil acceso a las opiniones de Nixon sobre éstas cuestiones. Ver GREENBERG, David, ‘Nixon and the Jews’, George Mason University’s History News Network, en: http://hnn.us/articles/657.html. 6 y a su desprecio por los diplomáticos de carrera, a la mayoría de los cuales consideraba peligrosamente izquierdistas, Nixon fomentó intencionadamente la rivalidad entre Rogers y Kissinger. Por ejemplo, fue el propio presidente quien ordenó a éste que estableciese una relación secreta permanente (un backchannel, en el argot de la época) con el veterano embajador soviético en Washington, Anatoly Dobrynin, sobre la que Rogers nunca fue informado. Cabe suponer que, al menos en parte, Nixon alimentó esta rivalidad para evitar que Kissinger adquiriese una influencia excesiva, pero esta táctica dio lugar a un proceso de toma de decisiones crecientemente disfuncional. La relación entre ambos se deterioró hasta tal punto que en septiembre de 1973 el presidente optó finalmente por sustituir a Rogers por Kissinger, lo cual permitió a éste simultanear los cargos de secretario de Estado y consejero de Seguridad Nacional. Esta inusitada concentración de poder, unida a la parálisis que se apoderó de la Casa Blanca tras el estallido del escándalo de Watergate en el verano de 1973, aumentó si cabe la influencia y popularidad de Kissinger, hasta tal punto que a finales de año la empresa demoscópica Gallup le proclamó el ciudadano más admirado de Norteamérica, y un congresista incluso propuso que se reformara la Constitución para que pudieran postularse a la presidencia ciudadanos estadounidenses que no lo fuesen de nacimiento, como era el caso del secretario de Estado. A pesar de que todo ello no hizo sino alimentar los celos y suspicacias de Nixon hacia su colaborador más directo (y mediático), cuando el presidente se vio obligado a dimitir en agosto de 1974 como resultado de Watergate, no dudó en pedirle a su sucesor, Gerald Ford, que mantuviera a Kissinger como secretario de Estado para garantizar la continuidad de la política exterior norteamericana, consejo que éste aceptó de inmediato. Sin embargo, Ford pronto comprendió que carecía de sentido que la misma persona ocupara ambos puestos, por lo que en noviembre de 1975 le pidió a Kissinger que cediese el de consejero de Seguridad Nacional a su segundo, Brent Scowcroft, nombramiento que resultó sumamente acertado. Nixon y Kissinger, en busca de una política exterior propia. La mala fama adquirida por Nixon como resultado del caso Watergate ha tendido a oscurecer algunas de sus cualidades, entre las que cabe destacar su interés por la política exterior y su notable conocimiento de las relaciones internacionales. Durante la Segunda Guerra Mundial, el futuro presidente había servido en la Marina estadounidense, y aunque nunca entró en combate, sus diversos destinos le permitieron recorrer buena parte del Pacífico. Al incorporarse a la Cámara de Representantes en 1946, no tardó mucho en interesarse por las cuestiones internacionales, que siempre le interesaron más que las de ámbito interno. De ahí, por ejemplo, su participación en el Herter 7 Committee on Foreign Aid, que le envió a Europa en 1947 para estudiar sobre el terreno la puesta en marcha del Plan Marshall. Y de ahí también que utilizase su vinculación al House Un-American Activities Committee para acusar a un alto funcionario del Departamento de Estado –Alger Hiss- de espiar para la Unión Soviética, escándalo que le permitió dar el salto a la escena pública internacional. Más adelante, Nixon fue uno de los vicepresidentes más activos de la historia política norteamericana, y en ausencia de Eisenhower presidía a menudo las reuniones del Consejo de Seguridad Nacional, práctica que le permitió familiarizarse más a fondo con las grandes cuestiones internacionales. También utilizó su puesto para viajar por todo el mundo, sobre todo a lugares conflictivos donde la presencia de un vicepresidente norteamericano podía resultar controvertida. Nada más ocupar el cargo, en 1953 se embarcó en una amplísima gira de setenta días de duración por diecinueve países del Lejano Oriente, ente ellos Corea del Sur; al parecer, fue durante este viaje que Nixon comenzó a sopesar la posibilidad de un acercamiento a China. En 1955 visitó México, Centroamérica y el Caribe, y al año siguiente efectuó una segunda gira por el Lejano Oriente, centrando su atención en la recién creada república de Vietnam del Sur. El viaje de Nixon que más atención recibió en Estados Unidos fue seguramente su amplia gira latinoamericana de 1958, realizada con el pretexto de asistir a la toma de posesión de Arturo Frondizi como presidente de Argentina, la que más le marcó políticamente. Durante su estancia en Montevideo, Nixon se empeñó en reunirse con un grupo de estudiantes que habían protestado por su presencia en Uruguay, encuentro del que salió airoso. El vicepresidente quiso repetir la experiencia en Lima, donde la agresividad de los estudiantes fue en aumento, dando lugar a encontronazos violentos. Sin embargo, fue en Venezuela, país en el que gobernaba una junta militar tras la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez, que había obtenido asilo en Estados Unidos, donde la situación se desbordó por completo, hasta el punto de poner en peligro la integridad física del matrimonio Nixon. El ambiente que todo ello generó en Estados Unidos fue tal que unas quince mil personas acudieron a recibirles cuando regresaron a Washington en un insólito acto de desagravio colectivo. Un año después, el vicepresidente ocuparía de nuevo los titulares de los medios de comunicación internacionales como resultado de la visita que realizó a la Unión Soviética en julio de 1959, en el transcurso de la cual tuvo un famoso intercambio ante las cámaras de televisión norteamericanas con Nikita Khruschev, en el que defendió con brío la superioridad del modelo económico capitalista frente al entonces existente en la URSS. El encuentro tuvo un gran impacto en la opinión pública norteamericana, y el vicepresidente vio fortalecida su imagen como campeón de los valores conservadores norteamericanos. Por otro lado, Nixon llegó a la conclusión de que lo que 8 representaba una amenaza para Estados Unidos no era tanto la ideología comunista, que consideraba escasamente atrayente, sino el potencial económico y militar de la URSS. Como se recordará, Nixon fue derrotado por John F. Kennedy en las elecciones presidenciales de 1960, y de nuevo en 1962 cuando se presentó a la elección de gobernador de su estado natal de California. Sin embargo, el asesinato del presidente en 1963 y las dificultades a las que hubo de hacer frente Johnson en Vietnam le convencieron de que no era descabellado soñar con un segundo asalto a la Casa Blanca, motivo por el cual siguió viajando incansablemente por Europa, Asia, África, Oriente Medio y América Latina durante el resto de la década. La mejor prueba de su interés por darse a conocer como un experto en política exterior probablemente sea un famoso artículo publicado en la revista Foreign Affairs en 1967, en la que, ya entonces, abogaba por incorporar a China al sistema internacional.12 A la hora de analizar la política exterior de Nixon y Kissinger en relación con la Guerra Fría es importante tener muy en cuenta la dimensión política interna sobre la que se asentaba, además de los factores externos. El primero llegó a la presidencia en 1969 con la convicción de que los graves conflictos sociales vividos en Estados Unidos durante la década anterior, fruto de la guerra de Vietnam, de las tensiones raciales que habían acompañado los esfuerzos por acabar con la segregación en el Sur, y de las revueltas estudiantiles que habían paralizado los campus de las grandes universidades, habían puesto en serio peligro la capacidad de Estados Unidos para defender sus intereses nacionales más allá de sus fronteras. Al mismo tiempo, bajo el liderazgo de Leonid Brezhnev, la URSS estaba dando muestras de una creciente beligerancia, como había demostrado la aplicación de la llamada ‘doctrina Brezhnev’, que proclamaba el derecho a violar la soberanía nacional de otros estados si la defensa del comunismo internacional así lo exigía, al caso de Checoslovaquia en 1968. Por si fuera poco, Moscú estaba impulsando un proceso de rearme acelerado, que le había permitido alcanzar la paridad con Estados Unidos en el terreno nuclear, y una notable superioridad en el ámbito a las armas convencionales. (Se calcula que a finales de 1969, la URSS ya acumulaba 1.140 misiles balísticos intercontinentales, frente a los 1.054 de Estados Unidos). A pesar de todo ello, el partido demócrata, que dominaba el Congreso estadounidense, se mostraba cada vez más reacio a autorizar los gastos necesarios para financiar la carrera de armamentos. En palabras del propio Kissinger, la nueva administración no podía ignorar que “nos estábamos pareciendo cada vez más a otras naciones al tener que reconocer que nuestro poderío, aunque vasto, también tenía límites”. 12 NIXON, Richard M., ‘Asia after Vietnam’, en Foreign Affairs, (Octubre 1967), pp. 43-62. 9 La respuesta de Nixon y Kissinger a este estado de cosas fue su política de détente (distensión). Ésta partía de la premisa de la inevitabilidad de la Guerra Fría, y también aceptaba la imposibilidad de que ninguna de las partes pudiese imponerse a la otra. En vista de ello, lo que se pretendía era definir unas nuevas reglas de juego internacionales que vinculasen a las superpotencias y que favoreciesen en la medida de lo posible a Estados Unidos13. Para ello resultaba aconsejable acrecentar los lazos económicos con la URSS, a fin de aumentar su dependencia de Occidente, por ejemplo mediante la venta de trigo norteamericano. Dicha política también aconsejaba evitar cualquier manifestación crítica hacia el sistema político imperante en la URSS, así como cualquier actuación que pudiese interpretarse como una injerencia en sus asuntos internos. Al mismo tiempo, Estados Unidos debería garantizar en todo momento el respeto y el reconocimiento de la esfera de influencia soviética. En suma, y como afirmaría Kissinger en sus memorias, “el reto fundamental de nuestra época consistirá en saber administrar el ascenso de la URSS como superpotencia”. La política de détente no fue un invento del tándem Nixon-Kissinger. El presidente Johnson ya se había reunido con el primer ministro soviético Alexsei Kosygin en Estados Unidos en junio de 1967, para explorar la posibilidad de reducir sus respectivos arsenales nucleares, y tenía previsto realizar una visita a la URSS en 1968 que tuvo que cancelarse por la invasión de Checoslovaquia. En todo caso, la administración republicana no dudó en seguir el camino ya iniciado, impulsando unas negociaciones secretas que condujeron a la visita de Nixon a Moscú en mayo de 1972, así como a la firma del Tratado sobre Misiles Anti-Balísticos, que pretendía evitar el desarrollo de nuevos misiles capaces de interceptar a los ya existentes, y del Tratado de Limitación de Armas Estratégicas (SALT I), el primer acuerdo de reducción de armas nucleares jamás firmado por las dos superpotencias. A título más simbólico, Brezhnev y Nixon también firmaron un ‘Acuerdo Básico’, mediante el cual se comprometían a prevenir conflictos regionales que pudiesen exacerbar la tensión Este-Oeste y a evitar por todos los medios un enfrentamiento nuclear entre las dos superpotencias. Este nuevo Este nuevo clima permitió la instalación de una línea telefónica directa entre ambas capitales –el llamado ‘teléfono rojo’- que permitiría a los máximos mandatarios comunicarse rápidamente en situaciones de crisis. Por su parte, los soviéticos firmaron estos acuerdos porque suponían el reconocimiento formal de su estatus como superpotencia equiparable a Estados Unidos, y también porque podían evitar que Washington se embarcara en una nueva fase de desarrollo tecnológico nuclear que la URSS se viese incapaz de emular. En suma, los soviéticos no abrazaron la política de détente por 13 LEWIS GADDIS, John The Cold War: A New History, Nueva York, 2006, p. 198. 10 debilidad, sino todo lo contario; a sus ojos, no fue sino la confirmación de la existencia de una nueva correlación de fuerzas en el mundo. La lógica de la política de détente también inspiró la famosa apertura a China, a la que Kissinger contribuyó de forma decisiva con sus viajes a Beijing en julio y octubre de 1971, que sirvieron para preparar la histórica visita de Nixon en febrero de 1972.14 Esta iniciativa, sin duda la que más entusiasmo suscitó entre sus contemporáneos, buscaba ante todo explotar la rivalidad entre chinos y rusos en beneficio norteamericano, siguiendo el viejo principio según el cual ‘el enemigo de mi enemigo es mi amigo’. Más concretamente, mediante la apertura a China se pretendía recordar a la URSS que su creciente beligerancia global podría dar lugar a una situación en la que tuviese que enfrentarse simultáneamente a dos rivales de peso, y que en última instancia Estados Unidos era sin duda un rival más acomodaticio y previsible. Al mismo tiempo, en Washington se esperaba que, a cambio de su reconocimiento de China –y de atenuar su tradicional apoyo económico y militar a Taiwán- los dirigentes de Beijing harían valer su influencia en Hanoi, animando a Vietnam del Norte a buscar una salida negociada al conflicto. En contra de lo esperado, la política de détente no contribuyó gran cosa a la solución del conflicto de Vietnam, sin duda el principal problema exterior al que tuvieron que hacer frente las administraciones de Nixon y Ford. Durante la campaña presidencial de 1968, Nixon había prometido poner fin a una guerra que terminaría por cobrarse más de cincuenta mil bajas norteamericanas, y lejos de ofrecer una victoria improbable, se fijó un objetivo aparentemente alcanzable, como era el de ‘paz con honor’ (peace with honour). Una vez aceptado el hecho de que no era posible una victoria militar a un precio aceptable para la opinión pública norteamericana, la administración cifró sus esperanzas en la política de ‘vietnamización’, que no era sino una variante de la llamada ‘doctrina Nixon’ definida en 1969, según la cual Estados Unidos esperaba que sus aliados se responsabilizasen de su propia defensa, aunque tuviesen que seguir percibiendo ayuda material norteamericana para poder garantizarla. En realidad, la administración siempre tuvo serias dudas sobre la capacidad de supervivencia de Vietnam del Sur como ente soberano, y lo que se pretendía era negociar con sus adversarios del Norte un ‘intervalo decente’ (decent interval) de tiempo entre la retirada de Estados Unidos y el inevitable colapso de su antiguo aliado. Kissinger nunca se hizo muchas ilusiones al respecto, y como le confesaría a Zhou Enlai a finales de 1973, “si podemos convivir con los comunistas en China, también en Indochina”. El gran problema al que se enfrentaron Nixon y Kissinger fue que, en un primer momento, Vietnam del Norte no se avino a negociar, en respuesta a lo 14 Ver MACMMILLAN, Margaret, Nixon and Mao. The week that changed de world, Nueva York, 2008. 11 cual Washington lanzó una campaña de bombardeos selectivos para obligar a Hanoi a sentarse a la mesa. A fin de evitar el abastecimiento del Viet Cong en Vietnam del Sur, la administración no dudó en bombardear intensivamente a Camboya y Laos, sobre todo en 1969-70, lo cual produjo más de medio millón de bajas civiles. Además de tratarse de una acción armada contra dos estados supuestamente neutrales, en Camboya los bombardeos terminaron por propiciar un golpe de estado y una larga y cruenta guerra civil (1970-75), de la que saldrían victoriosos los sanguinarios Jemeres Rojos. Sea como fuere, Nixon y Kissinger tuvieron finalmente la satisfacción de firmar un cese de hostilidades con Vietnam del Norte en enero de 1973, éxito que le valió al segundo el premio Nobel de la Paz, pero el galardón perdió buena parte de su razón de ser cuando se reanudaron los combates al cabo de un año. Al final, el intervalo negociado por Washington resultó bastante menos ‘decente’ de lo previsto, y en abril de 1975, ya bajo la presidencia de Ford, Kissinger experimentó la humillación de presenciar la derrota definitiva de Vietnam del Sur. Por otro lado, a lo largo del conflicto Nixon y Kissinger tuvieron ocasión de comprobar que, en contra de que inicialmente pensaron, China nunca hizo gran cosa por influir en las decisiones de Hanoi. La tendencia de los estrategas norteamericanos a verlo todo a través del prisma del conflicto entre las grandes potencias también se puso de manifiesto en otro conflicto mucho menos conocido, como fue el de Bangladesh, pero que resulta extraordinariamente revelador. En diciembre de 1970, los militares que entonces gobernaban Pakistán –estado que se encontraba separado en dos territorios, el Occidental y el Oriental- permitieron la celebración de elecciones libres. En la parte oriental resultó claramente vencedora la Liga Awami liderada por el Sheik Mujibur Rahman, lo cual hizo que los militares se arrepintieran pronto de su decisión, procediendo a reprimir con dureza a los ganadores. El resultado fue un levantamiento popular en el que murieron más de medio millón de civiles, y en el que varios millones más buscaron refugio en la India. En contra de la opinión de los diplomáticos norteamericanos destinados en la zona, desde el primer momento Nixon y Kissinger defendieron sin ambages las acciones del gobierno militar pakistaní. Sin duda influido por sus contactos con las autoridades chinas, el segundo incluso pareció dar por buena la existencia de un complot indio-soviético para desmembrar Pakistán, y en una famosa reunión del Consejo de Seguridad Nacional se lamentó amargamente por el hecho de que nadie obedecía nunca al presidente cuando ordenaba favorecer a dicho país. Esta postura pudo deberse a la gratitud de Kissinger por la ayuda que Islamabad había prestado a Washington en sus esfuerzos por establecer relaciones con Beijing, y también a la animadversión que Nixon siempre sintió por la India, a la que consideraba poco menos que un satélite soviético. Sea como fuere, la actitud norteamericana no evitó la proclamación de independencia de la República de Bangladesh en marzo de 1971, si bien un golpe militar perpetrado 12 en agosto de 1975 –y que al parecer contó con el apoyo de Washington- pronto puso fin al régimen de Mujibur Rahman. La tendencia antes descrita a interpretar cualquier conflicto regional en función de la lógica de la Guerra Fría también estuvo muy presente en la actitud de Nixon y Kissinger hacia los acontecimientos vividos en América Latina, y muy especialmente en Chile, postura a la que también contribuyó el anticomunismo visceral de ambos, y que contrasta vivamente con el pragmatismo que supuestamente debía inspirar la política de détente. La política norteamericana hacia este país bajo la administración Nixon solo puede comprenderse si tenemos en cuenta que Washington consideraba que América Latina pertenecía a la esfera de influencia estadounidense, motivo por el que, como afirmaría el propio Kissinger solo parcialmente en broma, no se podía permitir que un país de la región se convirtiese al marxismo “simplemente porque sus habitantes son unos irresponsables”.15 Por otro lado, no debe olvidarse que la crisis de los misiles de 1962 había dado cierta credibilidad al temor a que Cuba y sus potenciales aliados pudiesen ser utilizados por los soviéticos para atacar a Estados Unidos –o al menos para limitar su influenciaen su propio ‘patio trasero’. Paradójicamente, en los años sesenta Chile era uno de los países más desarrollados y democráticos de América Latina, en el que el electorado se dividía en tres tercios bastante equilibrados: uno conservador, otro democristiano y un tercero izquierdista. En septiembre de 1970 las divisiones producidas entre sus rivales propiciaron que el socialista Salvador Allende resultase el candidato más votado en las elecciones presidenciales, obteniendo el 36% de los sufragios. Allende, que se presentó a los comicios al frente de la Unidad Popular, coalición que también apoyaron los comunistas, era visito con sumo recelo por las grandes multinacionales estadounidenses que operaban en Chile, y Nixon temía además que su elección sentara un peligroso precedente en la región. Ansioso por impresionar y complacer a su superior, Kissinger trasladó personalmente a los servicios de inteligencia la determinación de Nixon de evitar a cualquier precio la ratificación de Allende como presidente por parte del Congreso. A su vez, los agentes de la CIA en Chile tuvieron la brillante idea de pagar a un grupo de extrema derecha –liderado por el ex general Roberto Viaux, un extremista que había sido expulsado del ejército por golpista- para que secuestrasen al jefe del alto estado mayor del Ejército, el general René Schneider, un demócrata de gran prestigio, con el propósito de atribuirle la responsabilidad a elementos izquierdistas partidarios de Allende. Tras varios intentos fallidos, el grupo de Viaux finalmente asesinó a Schneider el 22 de octubre, lo cual no hizo sino contribuir a la confirmación de Allende por parte 15 ISAACSON, Walter, Kissinger. A biography, Nueva York, 1992, p. 290. 13 del Congreso dos días después. Aunque Kissinger ha sostenido siempre que había dado instrucciones a la CIA para que se abortara el secuestro por considerarlo inviable, la documentación recientemente desclasificada sugiere que fue directamente responsable de la sucesión de acontecimientos que desembocaron en dicho asesinato. A diferencia de muchos detractores de Kissinger, no compartimos la opinión según la cual la administración Nixon fue la principal responsable del golpe de estado protagonizado por Augusto Pinochet en septiembre de 1973, aunque no cabe duda que contribuyó decididamente a la desestabilización económica y política que lo hizo posible.16 También está suficientemente acreditado el posterior apoyo norteamericano a la junta militar, así como el escaso interés de Kissinger por utilizar su influencia para limitar los abusos cometidos por las autoridades golpistas, e incluso su complicidad con Pinochet a la hora de intentar burlar los límites impuestos por el Congreso norteamericano a las exportaciones de armas a gobiernos culpables de violaciones sistemáticas de los derechos humanos. Por si fuera poco, también está sobradamente documentada la pasividad de la administración estadounidense con los desmanes cometidos por las dictaduras militares de Brasil, Bolivia, Uruguay y Paraguay, y su connivencia con la represión coordinada por sus gobiernos a partir de 1975 mediante la llamada ‘operación Cóndor’, que posiblemente se haya cobrado más de 60.000 víctimas. La erosión de la política de détente. Al firmar el ‘Acuerdo Básico’ de mayo de 1972, Nixon y Brezhnev se comprometieron a no intentar mejorar su posición geoestratégica a expensas del otro, ni directa ni indirectamente. Sin embargo, ello no fue óbice para que el presidente y su ambicioso secretario de Estado procuraran debilitar a la URSS siempre que las circunstancias internacionales lo permitiesen. El ejemplo más notable –y seguramente el más peligroso- de esta actitud se puso de manifiesto con ocasión de la Guerra de Yom Kippur, en octubre de 1973. Anwar al-Sadat, que había accedido a la presidencia de Egipto en 1970, temió que el acercamiento entre Estados Unidos y la URSS pudiese obstaculizar sus esfuerzos por recuperar el territorio cedido a Israel tras la desastrosa ‘guerra de los seis días’ de 1967, y su disgusto por la política de détente fue tal que en 1972 no dudó en expulsar a sus asesores soviéticos. Poco después, aprovechando el día de la Expiación de los judíos y el primer día del Ramadán 16 HASLAM, Jonathan, The Nixon Administration and the death of Allende’s Chile, Londres, 2005 y QUERESHI, Lubna Z., Nixon, Kissinger and Allende. US involvement in the 1973 coup in Chile, Lanham, MD, 2009. 14 de los musulmanes, el 16 de octubre de 1973 lanzó un ataque sorpresa con Siria contra los territorios ocupados por Israel en 1967. Tras algunos reveses iniciales, los israelíes se recuperaron rápidamente, e iniciaron un contraataque que les permitió cruzar el canal del Suez y avanzar hacia El Cairo y Damasco. En cuatro días de intensos combates, Israel perdió una quinta parte de sus aviones y una tercera parte de sus tanques, y al comprobar que Moscú estaba reabasteciendo a Egipto de armas y municiones –al ritmo de unas setecientas toneladas diarias- Washington optó por hacer lo propio para evitar una posible derrota de Israel. Alarmado por la posible destrucción del tercer ejército egipcio, que estaba rodeado por las fuerzas israelíes en el Sinai, Brezhnev propuso el envío de una fuerza de mantenimiento de la paz norteamericanosoviética, oferta que acompañó con la amenaza de una actuación unilateral caso de no ser atendido. A modo de respuesta, Washington decretó el más alto nivel de alerta –DEFCON 3- para las fuerzas nucleares estadounidenses, algo que no había ocurrido desde la crisis de los misiles de 1962.17 Afortunadamente, Kissinger logró convencer a los israelíes de la necesidad de aceptar un cese de hostilidades que permitiese a los egipcios salvar la cara, dándose por concluido el conflicto el 27 de octubre. Así pues, la incapacidad de la URSS para evitar la derrota de sus aliados árabes socavó permanentemente la influencia soviética en la región, pero al evitar la total humillación de Egipcio, Washington se granjeó la gratitud imperecedera de Sadat. A pesar de ello, la crisis también puso de manifiesto la fragilidad de la política de détente y de todo el entramado diplomático desarrollado desde 1969. Si un conflicto regional había estado a punto de provocar un enfrentamiento militar entre las dos superpotencias, ¿de qué servía el ‘Acuerdo Básico’ firmado un año antes? Si Oriente Medio puso a prueba la sinceridad del acercamiento entre las dos grandes superpotencias, la evolución de la situación en Europa hizo que se constataran con toda crudeza las ambigüedades de la política de détente. Dada su biografía y su formación, Kissinger conocía Europa mejor que ninguna otra región del mundo, y ello debería haberle permitido forjar unos lazos especialmente estrechos con sus dirigentes, pero lamentablemente no fue así. En última instancia ello se debió a que, a pesar de su apoyo formal al proceso de integración europeo, el secretario de Estado nunca vio con buenos ojos la creciente autonomía política de sus socios europeos. Esto fue especialmente visible en relación con Alemania, sobre todo en lo referido a la Ostpolitik (o ‘política hacia el Este’) desarrollada por el socialdemócrata Willy Brandt a partir de 1969. El antiguo alcalde de Berlín Occidental deseaba ante todo normalizar la relación con Alemania Oriental, aspiración que culminó con la 17 Según algunos autores, Kissinger tomó esta decisión en la noche del 24 de octubre de 1974, en connivencia con el jefe de gabinete del presidente, Alexander Haig, pero sin consultarla con Nixon, a quien prefirieron no despertar. COLODNY, Len y SHACHTMAN, Tom, The Forty Years War. The rise and fall of the Neocons, from Nixon to Obama, Nueva York, 2010, pp. 204-205. 15 firma de un acuerdo de reconocimiento y respeto mutuo entre ambos estados en diciembre de 1972. En principio, Washington no podía oponerse a una medida que podía contribuir a relajar la tensión con el bloque soviético, pero Nixon y Kissinger nunca vieron con simpatía el activismo de Brandt. Por su parte, al menos a ojos de Washington, bajo los presidentes Georges Pompidou y Valéry Giscard d’Estaing la política exterior francesa se mantuvo fiel a las esencias gaullistas, y mostró más interés por marcar diferencias respecto de la norteamericana que por contribuir a la unidad del bloque Occidental. Debido en no poca medida a las serias dificultades económicas y políticas a las que hubo de hacer frente el Reino Unido durante estos años, la special relationship con Londres tampoco proporcionó muchas alegrías a la administración estadounidense. Las discrepancias entre Washington y las potencias europeas se manifestaron en numerosos frentes. Los dirigentes europeos pensaron que la política de détente debía alumbrar un acuerdo de paz duradero en el continente, y en noviembre de 1972 se comenzó a preparar la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, que se desarrolló a lo largo de varias sesiones entre julio de 1973 y la decisiva tercera sesión celebrada en Helsinki en julio-agosto de 1975, en la que se adoptó la famosa Acta Final, también conocida como los Acuerdos de Helsinki. Algunos interpretaron este documento –firmado por Estados Unidos, Canadá, la URSS y todos los países europeos (incluyendo a Turquía, pero excluyendo a Albania y Andorra)- como un éxito de la diplomacia soviética, debido a las referencias que se incluyeron a la inviolabilidad de la soberanía nacional y el reconocimiento de las fronteras establecidas tras la II Guerra Mundial. Sin embargo, el apartado referido al respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales proporcionó a la disidencia que actuaba en el bloque soviético un instrumento utilísimo, que les permitiría monitorizar el incumplimiento de los acuerdos por parte de sus gobernantes, contribuyendo a socavar gradualmente su legitimidad. Sin embargo, y como quizás cabía esperar, Kissinger mostró muy poco entusiasmo por los acuerdos, precisamente porque temía que pudiesen dar pie a todo tipo de injerencias en los asuntos internos de los países del bloque soviético, como así ocurriría con el paso de no mucho tiempo.18 Kissinger tampoco estuvo en sintonía con los gobernantes europeos en lo referido a los cambios que podían producirse en la península Ibérica tras la 18 Como confesaría en animada conversación telefónica con el influyente comentarista conservador William F. Buckley, «la Conferencia no fue idea nuestra. No es algo de lo que pueda sentirme orgulloso». Telecon: Mr. Buckley/The Secretary, July 23, 1975, disponible en: http://foia.state.gov/documents/Kissinger/0000BED3.pdf Ver también COTEY MORGAN, Michael, ‘The United States and the making of the Helsinki Final Act’, en LOGEVALL, Frederik, y PRESTON, Andrew, Nixon in the World. American foreign relations, 1969-1977, Oxford, 2008, pp. 164-169. 16 caída de Marcelo Caetano y la muerte de Francisco Franco. Estados Unidos valoraba especialmente su alianza con Portugal, país que le había permitido el uso irrestricto de la base aérea de las Azores durante el conflicto de Yom Kippur, actitud que contrastó vivamente con la actitud cicatera de la mayoría de sus socios europeos, algunos de los cuales ni siquiera permitieron el sobrevuelo de sus países, a quienes Kissinger acusó de cobardía y de actuar por temor a las consecuencias económicas del embargo petrolífero decretado por los países árabes. A pesar de ello, en un primer momento Washington reaccionó favorablemente al golpe militar perpetrado contra el régimen de Caetano el 25 de abril de 1974, sobre todo cuando se supo que el general Antonio de Spínola lideraría la nueva Junta de Salvación Nacional que ocupó el poder. Sin embargo, las desavenencias que pronto surgieron en el seno del Movimento das Forças Armadas, la notable movilización social que se produjo a partir de mayo y la incorporación de dos comunistas al primer gobierno provisional pronto hicieron sonar las señales de alarma. En perspectiva estadounidense, la presencia de comunistas en el ejecutivo de un país miembro de la OTAN creaba un peligroso precedente que podría ser imitado en otros estados de la Europa meridional, sobre todo Italia (donde algunos sectores de la democracia cristiana parecían estar dispuestos a compartir el poder con el partido comunista italiano), poniendo en duda la supervivencia misma de la Alianza. Paradójicamente, Kissinger reconocía que la política de détente que él mismo había impulsado podría contribuir a ello, ya que muchos italianos podrían llegar a la conclusión de que si Estados Unidos era capaz de relacionarse con la URSS y abrirse a China, no había motivo para que se opusieran al llamado ‘compromesso storico’. Sin embargo, a ojos del secretario de Estado, una cosa eran la relaciones entre las grandes potencias, y otra muy distinta, la convivencia con los comunistas en el seno de un gobierno que pretendiese ser democrático. El nombramiento de Vasco Gonçalves como primer ministro del segundo gobierno provisional en julio de 1974, unido a la sustitución de Spínola como presidente de la República por el general Francisco da Costa Gomes en septiembre, fueron interpretados por Kissinger como un triunfo casi completo de los comunistas y de los sectores más radicales del MFA. A partir de ese momento, el secretario de Estado se mostraría invariablemente escéptico en relación con la situación portuguesa, y sobre todo, con la capacidad de los socialistas liderados por Mario Soares para hacer frente a los comunistas. Un verdadero realista habría comprendido que para combatir al comunismo en Portugal lo más eficaz era apoyar a los socialistas, conclusión a la que ya habían llegado la mayoría de gobiernos europeos, y también el embajador norteamericano en Lisboa, Frank Carlucci, pero Kissinger nunca dejó de ver en Soares a un nuevo Kerensky. Su pesimismo era tal que, si bien las elecciones generales de abril de 1975 habían confirmado la moderación del electorado 17 luso, en vísperas de la cumbre de la OTAN celebrada en mayo, Kissinger exploró la posibilidad de que sus aliados europeos estrechasen sus lazos defensivos con el régimen de Franco ante la posibilidad de que resultara necesario forzar la salida de Portugal de la Alianza. Lejos de someterse a su criterio, sus interlocutores europeos –sobre todo los socialistas- se manifestaron partidarios de ayudar al gobierno portugués a consolidar su incipiente sistema democrático, y en absoluto dispuestos a contemplar su salida de la OTAN. Como se lamentaría amargamente ante el primer ministro de Luxemburgo, Gaston Thorn, Kissinger nunca comprendió que los europeos pudiesen pensar que abrazándose a Portugal fortalecerían a los moderados, y que rechazando a España debilitarían a los intransigentes. Sin embargo, eso fue exactamente lo que sucedió. Como se desprende del párrafo anterior, los acontecimientos vividos en Portugal influyeron muy directamente sobre la actitud de Kissinger hacia España. A pesar de unos orígenes familiares que en principio no le predisponían favorablemente hacia el régimen de Franco, el secretario de Estado nunca tuvo dudas sobre la necesidad de garantizar por todos los medios el uso de las facilidades militares que éste había otorgado a Estados Unidos mediante los acuerdos de 1953, a cuya renovación contribuyó muy directamente en 1970 y 1976. Aunque tuvo ocasión de hablar con Franco personalmente en tres ocasiones –en octubre de 1970, diciembre de 1973 y mayo de 1975- cabe pensar que su opinión crecientemente positiva del mismo se debió más a la lectura de alguna biografía especialmente favorable al dictador, que a la impresión que pudiera causarle su anciano interlocutor en dichos encuentros.19 En sus memorias, Kissinger reconocería que le irritaba sobremanera que muchos observadores fuesen incapaces de aceptar que Franco “había sentado las bases para el desarrollo, tras su muerte, de instituciones más liberales”, y que el régimen español “era mucho menos represivo que ningún estado comunista y que la mayoría de las naciones nuevas”. No obstante lo anterior, en privado el norteamericano nunca dejó de manifestar serias dudas sobre la capacidad de los españoles para vivir en democracia, escepticismo que solía justificar con tópicas alusiones a los antecedentes históricos más recientes y a ciertos estereotipos culturales y raciales profundamente arraigados en el mundo anglosajón. Como escribiría en sus memorias, la evolución de España había estado marcada por “una obsesión por lo eterno, por la muerte y el sacrificio, lo trágico y lo 19 Como nunca se cansaba de recordar a sus interlocutores extranjeros para hacerles reír, Kissinger apenas recordaba nada del primero de estos encuentros, ya que tanto Franco como él se habían quedado dormidos. KISSINGER, Henry, White House Years, Boston, 1979, pp. 931-932. En diciembre de 1976, poco antes de su cese, Kissinger comentó a un emisario del rey Don Juan Carlos, Manuel Prado y Colón de Carvajal, que había estado leyendo sobre Franco, y que admiraba especialmente la fortaleza que había demostrado ante Hitler durante la II Guerra Mundial. Ver: http://www.transicion.org/microsite/Documentacion/Documento%2025.pdf 18 heroico”, que había dado lugar a “oscilaciones gloriosas entre la anarquía y la autoridad, entre el caos y la disciplina total”. En suma, “los españoles solo parecían capaces de someterse a la exaltación, pero no los unos a los otros”.20 A diferencia de algunos gobiernos europeos, sobre todo el alemán, Kissinger fue siempre reacio a cultivar a los representantes de la oposición democrática, debido en parte al temor a que ello pudiese perjudicar las relaciones que Estados Unidos deseaba mantener con España en materia de seguridad. De ahí, por ejemplo, que no pusiera grandes objeciones cuando el gobierno de Carlos Arias Navarro se opuso a que Ford recibiese a una delegación de la oposición durante su visita a España en mayo de 1975. El hecho de que Ford viajase a Madrid para facilitar la renovación del acuerdo sobre las bases sin importarle el endurecimiento que estaba experimentando el régimen en su fase terminal fue duramente criticado por los dirigentes europeos con los que el presidente tuvo contacto esa primavera, y el canciller Helmut Schmidt llegaría a espetarle que “no me gusta vuestra visita a España porque las cosas están cambiando allí y deberían controlarlas teniendo buenas relaciones con las fuerzas emergentes”; en opinión del alemán, Washington debía procurar “ayudar a los moderados” en la península Ibérica, y en la práctica eso requería cultivar a Costa Gomes y no a Franco, “que es un cadáver viviente”.21 Muerto el dictador, Kissinger aconsejó reiteradamente a Don Juan Carlos, a quien había conocido en Washington en febrero de 1970, que procediera con suma cautela, y que solo realizara las reformas que resultaran imprescindibles para la consolidación de la monarquía. Fuertemente influido por la situación portuguesa, nunca abandonó su radical oposición a la legalización del partido comunista, sin comprender que la legitimación de las reformas impulsadas por el rey así lo requería, y al igual que en el caso luso, no pareció comprender la importancia de que surgiera en España un partido socialista razonablemente fuerte y moderado, algo que no había tardado en captar su excelente embajador en Madrid, Wells Stabler. Ambas cuestiones alejaron a Estados Unidos de la postura de los principales gobiernos europeos, que siempre tuvieron muy presente que solamente una España plenamente democrática podía aspirar a formar parte de la OTAN y de la Comunidad Europea. Inevitablemente, también contribuyeron a que buena parte de la opinión pública española nunca percibiese a Kissinger como un impulsor del proceso democratizador, sino más bien todo lo contrario. Kissinger y la política de détente, entre dos fuegos. 20 KISSINGER, Henry, White House Years, Boston, 1979, pp. 930-932. Memorandum of Conversation, «President’s meeting with German Chancellor Helmut Schmidt», 29 de mayo de 1975, disponible en : http://www.fordlibrarymuseum.gov/library/document/0314/1553091.pdf. 21 19 Para consternación de Kissinger, con el paso de los años –y sobre todo tras la defenestración de Nixon en agosto de 1974- la política de détente fue suscitando un rechazo cada vez mayor entre la élite política estadounidense, con el resultado de que tanto los sectores liberales (en el sentido norteamericano del término) como los neoconservadores acabaron por darle la espalda. Como veremos, la naturaleza de estas críticas puso en evidencia algunas de las contradicciones que siempre estuvieron presentes en dicha política. A los liberales les molestaba especialmente que Kissinger apoyase a cualquier régimen del mundo que fuese antisoviético, por dictatorial y represor que fuese, sin preocuparle en absoluto las consecuencias que ello pudiese tener para la imagen internacional de Estados Unidos como encarnación de ciertos valores, ni tampoco sus repercusiones en la propia sociedad norteamericana. (En su primera conversación con Mao en 1972, el emisario de Nixon no había dudado en explicarle que “lo importante no es la filosofía política interna de una nación, sino su actitud hacia el resto del mundo y hacia nosotros”). A muchos también les resultaba irritante que Kissinger no buscara contrapartidas políticas a cambio de su posición acomodaticia hacia la URSS. Esta actitud explica la beligerancia del senador demócrata Henry Jackson, impulsor de la famosa enmienda Jackson-Vanik, aprobada por el Congreso en diciembre de 1974, que pretendía supeditar las relaciones comerciales de Estados Unidos con los países comunistas a su política migratoria, y que buscaba sobre todo facilitar la salida de judíos hacia Israel. A ojos del secretario de Estado, Jackson encarnaba la torpe ingenuidad que podía echar por tierra la política de détente; como afirmaría en un discurso que le preparó a Nixon en respuesta al senador, “no podemos orientar nuestra política exterior hacia la transformación de otras sociedades”. En suma, a la oposición demócrata encabezada por Jimmy Carter, que derrotaría a Ford en las elecciones presidenciales de noviembre de 1976, le parecía que la política exterior de Kissinger era sencillamente amoral e incompatible con las mejores tradiciones políticas norteamericanas, ya que había renunciado por completo a la promoción y defensa de la democracia y de los derechos humanos. Como es lógico, a Kissinger le resultaron especialmente hirientes las críticas provenientes del campo republicano, sobre todo de los sectores neoconservadores que no tardarían en ofrecer su apoyo a Ronald Reagan, que a punto estuvo de arrebatarle a Ford el liderazgo del partido en las primarias celebradas durante la primavera de 1976. A ojos de dichos sectores, en su obsesión por alcanzar una coexistencia pacífica con la URSS, Kissinger había terminado por descartar cualquier medida que pudiese debilitar o incomodar a la superpotencia rival, tanto interna como externamente. De ahí, por ejemplo, su indignación ante la indiferencia que demostró Kissinger por la disidencia soviétiva, al negarse a que Ford recibiese a Aleksandr Solzhenitsyn en la Casa 20 Blanca en julio de 1975. Además, los gestos de la administración norteamericana no habían evitado que se estancaran las negociaciones con Moscú que deberían haber resultado en un acuerdo SALT II, y el encuentro de Ford y Brezhnev en Helsinki celebrado ese verano no sirvió para desatascarlas. Ante todo, los neoconservadores sostenían que la política de détente había fracasado en su objetivo principal, que no era sino la contención de la amenaza soviética por medio de la disuasión. A su modo de ver, a pesar de su supuesto realismo, en realidad Kissinger se había mostrado peligrosamente ingenuo, ya que la URSS no había abandonado en ningún momento su beligerancia innata, como revelaría su actuación en Angola en 1976, y sobre todo, su ocupación de Afganistán en 1979. Por si fuera poco, la venta de trigo a Moscú le había permitido rearmarse sin tener que invertir sus limitados recursos en su propia agricultura, por lo que podía decirse que Estados Unidos estaba subsidiando indirectamente a la economía soviética. Por último, los neoconservadores nunca vieron con buenos ojos la apertura a China, que en su opinión favoreció a Beijing mucho más que a Washington, puso en peligro las relaciones con dos aliados especialmente importantes como eran Japón y Taiwán, y no sirvió en absoluto para evitar la caída de Vietnam del Sur. Conscientes de que la política de détente podía debilitar al presidente Ford entre sus potenciales votantes conservadores hasta el punto de mermar sus posibilidades de ser elegido en las elecciones presidenciales de noviembre de 1976, en el otoño del año anterior algunos de sus consejeros más cercanos concluyeron que sería conveniente desterrar este concepto del vocabulario de su administración. Al parecer, fue el Secretario de Defensa, James R. Schlesinger, un viejo rival de Kissinger, quien finalmente se atrevió a plantearle esta cuestión a Ford, y ello a pesar de ser muy consciente de que el Secretario de Estado “se cree que fue él quien inventó la idea de détente, y nunca la abandonará”. Para sorpresa de Schlesinger, el presidente estuvo de acuerdo, y no dudó en ordenarle a Kissinger que, a partir de entonces, los representantes de su administración debían utilizar el eslogan ‘hacia la paz mediante la fuerza’ (peace through strength), concepto que había acuñado el republicano Barry Goldwater durante la campaña presidencial de 1964, a pesar de lo cual fue cómodamente derrotado por Johnson. Como cabía esperar, a Kissinger le pareció un dislate, pero no tuvo más remedio que obedecer.22 En un primer momento, el cese de Schlesinger como Secretario de Defensa en noviembre de 1975 pudo interpretarse como un triunfo político de su rival, pero su sustitución por el neoconservador Donald Rumsfeld supuso en realidad un duro revés para Kissinger y la política de détente. Por si fuera poco, durante las primarias 22 Ford hizo público este cambio de orientación en marzo de 1976. COLODNY, Len y SHACHTMAN, Tom, The Forty Years War. The rise and fall of the Neocons, from Nixon to Obama, Nueva York, 2010, pp. 252-253. 21 republicanas de 1976, Reagan convirtió su oposición a dicha política en el látigo con el cual fustigar reiteradamente a la administración Ford, táctica que resultó enormemente eficaz. Y para colmo de males, a principios de ese año se filtró a la prensa un documento elaborado por Hal Sonnenfeldt, uno de los más estrechos colaboradores de Kissinger, según el cual Washington debía hacer todo lo posible para que la URSS y los países del Este de Europa pudiesen desarrollar una relación más “orgánica”, lo que parecía demostrar que, tal y como venían denunciando los neoconservadores, la administración daba por buena –y definitiva- la pertenencia de los mismos a la órbita soviética. Aunque por un margen muy escaso, al final Ford se impuso a Reagan en las primarias de agosto de 1976, en respuesta a lo cual el californiano hizo muy poco por evitar la derrota del primero a manos de Carter en las elecciones presidenciales celebradas pocos meses después. Sea como fuere, lo llamativo del caso es que la lucha por conquistar ‘los corazones y las mentes’ del partido republicano giró en buena medida en torno a la política de détente. Conclusión: un legado cuestionado. Kissinger siempre sostuvo que fue sobre todo el escándalo de Watergate lo que le privó de la posibilidad de consolidar la política de détente iniciada en 1969. Según su interpretación de los hechos, tras la caída de Nixon en agosto de 1974 y su sustitución por un presidente que carecía de un mandato popular, la debilidad de la administración norteamericana era tal que “no fue posible llevar a cabo una cruzada contra el comunismo; de haberlo intentado, habríamos dividido aún más a nuestro país”. Más aún, al caricaturizar la política de détente como una forma de apaciguamiento (appeasement), crítica que pretendía equiparar la postura supuestamente acomodaticia de Kissinger-Ford a la mostrada por Neville Chamberlain ante Adolf Hitler en Munich en 1938, “los neoconservadores tergiversaron el verdadero debate nacional sobre política exterior”, que debería haber girado en torno a la necesidad de encontrar nuevas formas de convivir con la URSS en un mundo en el cual el poder se estaba dispersando crecientemente entre un número cada vez mayor de estados.23 La explicación de Kissinger resulta llamativa por la importancia que atribuye al contexto político doméstico como fundamento de la política exterior, pero no por ello resulta satisfactoria. El padre intelectual de la política norteamericana de la época siempre fue reacio a reconocer la existencia de algunas contradicciones importantes en la política de détente, que socavaron gravemente su credibilidad. Por ejemplo, nunca se comprendió bien que las administraciones de Nixon y Ford fuesen tan acomodaticias con la URSS y 23 KISSINGER, Henry, Years of Renewal, Londres, 1999, pp. 543-544. 22 China sin dejar de mostrarse visceralmente anticomunistas al actuar en estados –como Chile, Portugal o España- a los que incluían en su propia esfera de influencia. Esta contradicción dio lugar a situaciones no poco surrealistas, como el hecho de que Kissinger pudiese reunirse amigablemente con Brezhnev o Mao, pero que no permitiese que sus embajadores en Lisboa, Madrid o Roma hiciesen lo propio con los secretarios generales de los partidos comunistas locales. Aunque no fuese la única culpable, la lógica en cierta medida perversa de la política de détente hizo que las administraciones de Nixon y Ford desarrollaran lazos especialmente estrechos con dictadores de ambos signos, lo cual no hizo sino subrayar su indiferencia hacia los principios y hábitos democráticos que Estados Unidos decía respetar y defender. En última instancia, y como reconocería años después el propio Kissinger, la principal debilidad de la política de détente fue que nunca suscitó un amplio consenso social.24 Como ya vimos, para ser eficaz, ésta debía evitar cualquier atisbo de confrontación ideológica o moral con la URSS. Sin embargo, al abandonar su tradicional pretensión de encarnar una forma de vida (way of life) mejor -más justa y más libre, no solo más eficiente y próspera- que la soviética, el enfrentamiento de Estados Unidos con la superpotencia rival solamente podía basarse en una defensa pragmática y utilitaria del poder ‘duro’ norteamericano. En otras palabras, al renunciar formalmente a la eventual derrota –económica, política y quizás sobre todo moral- de su gran adversario como objetivo a largo plazo, las administraciones de Nixon y Ford se quedaron sin argumentos convincentes con los que justificar el liderazgo de Estados Unidos, tanto ante sus propios votantes como a ojos de sus aliados en el exterior. En suma, una política esencialmente defensiva, que pretendía ante todo perpetuar el status quo a fin de frenar lo que en el fondo se consideraba una pérdida irreversible de poder e influencia, difícilmente podía suscitar el apoyo entusiasta de propios ni extraños. A corto plazo, la respuesta del electorado norteamericano al fracaso de la política de détente fue el triunfo de Carter en 1976, en el que resultó determinante la promesa de superar definitivamente los legados de Watergate y Vietnam, y de recuperar una política exterior basada en la defensa de los mejores valores de la tradición política estadounidense. Sin embargo, la toma de la embajada norteamericana en Teherán en noviembre de 1979, unida a la ocupación soviética de Afganistán un mes después, modificaron por completo los términos del debate, lo cual explica en buena medida el triunfo de Reagan en las elecciones presidenciales de 1980. A medio plazo, éste fue sin duda el acontecimiento que más contribuiría a desacreditar retrospectivamente la política exterior de Kissinger. Richard V. Allen, uno de sus colaboradores en el Consejo de Seguridad Nacional, ha recordado al respecto que, en una de sus 24 KISSINGER, Henry, Years of Upheaval, Londres, 1982, pp. 980-981. 23 primeras conversaciones con Reagan, celebrada en enero de 1977, éste le preguntó con cierta timidez si quería conocer lo que denominó “mi teoría sobre la Guerra Fría”. Intrigado, Allen respondió afirmativamente, y Reagan, tras advertirle que algunos la consideraban demasiado simplista, le espetó: “Nosotros la ganamos, ellos la pierden”. Asombrado, conduciendo de vuelta a casa Allen recordó que, en sus largos años de convivencia con Kissinger, éste había hablado siempre de la necesidad de “administrar” la Guerra Fría, pero nunca de la posibilidad de ganarla.25 25 Interview with Richard V. Allen, Ronald Reagan Oral History Project, Miller Center of Public Affairs, University of Virginia, en: http://millercenter.org/president/reagan/oralhistory/richardallen. Ver también DUECK, Colin, Hard Line. The Republican Party and US foreign policy since World War II, Princeton, 2010, pp. 187-232. 24