Mónica Pullido Echeveste
“Los retratos de Vasco de Quiroga: imagen y memoria”
p. 171-188 + [II]
La función de las imágenes en el catolicismo novohispano
Gisela von Wobeser, Carolina Aguilar García
y Jorge Luis Merlo Solorio (coordinación)
México
Universidad Nacional Autónoma de México
Instituto de Investigaciones Históricas/
Fideicomiso Felipe Teixidor y Monserrat Alfau de Teixidor
2018
312 + [LII] p.
Figuras
(Serie Historia Novohispana 106)
ISBN 978-607-30-0511-1
Formato: PDF
Publicado en línea: 6 de febrero de 2019
Disponible en:
http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/695/func
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D. R. © 2018, Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de
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LOS RETRATOS DE VASCO DE QUIROGA:
IMAGEN Y MEMORIA
MÓNICA PULIDO ECHEVESTE
Universidad Nacional Autónoma de México
Escuela Nacional de Estudios Superiores, Unidad Morelia
En 1780, más de doscientos años después del fallecimiento de
Vasco de Quiroga, primer obispo de la diócesis de Michoacán, el
cronista jesuita Francisco Xavier Clavijero señalaba en su Historia antigua de México lo vivo que se encontraba su recuerdo entre
los indios:
La memoria de tantos beneficios se conserva tan viva en aquellos
naturales, después de pasados dos siglos, como si todavía viviese
su bienhechor. El primer cuidado que tienen las Indias, cuando sus
hijos empiezan a hacer uso de la razón, es hablarles de Tata Don
Vasco (así lo llaman todavía por el amor filial que le conservan),
declarándoles lo que hizo a favor de su nación, enseñándoles su
retrato, y acostumbrándolos a no pasar nunca delante de él, sin
arrodillarse.1
El día de hoy, a 450 años de su fallecimiento, la figura de Tata
Vasco parece conservar toda su vitalidad, tanto en el imaginario
regional como en las numerosas páginas que historiadores y cronistas han dedicado al oidor y obispo en sus distintas facetas de
venerable benefactor, héroe cultural o singular humanista. Sin
embargo, sorprende la casi nula atención que hasta ahora se ha
prestado a sus retratos, tan caros al ejercicio de la memoria según
el relato del padre Clavijero. Dentro del ámbito académico, las
imágenes del obispo se han utilizado como simples ilustraciones,
1
Francisco Xavier Clavijero, Historia antigua de México, Londres, Ackermann Strand, 1826, t. II, p. 342.
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sin cuestionar siquiera su temporalidad. Propongo aquí un análisis de la efigie y la memoria de Vasco de Quiroga que, desde el
cruce de la historia del arte y la historia cultural, examine dos
retratos del obispo en apariencia muy similares, cotejándolos con
las noticias de los cronistas y de los documentos de la época, con el
fin de entender de qué manera estos “verdaderos retratos” funcionaron como “lugares de la memoria” donde las corporaciones de
indios y españoles construyeron una identidad corporativa cimentada sobre la historia fundacional del obispado y la provincia.
De oidor a obispo
Vasco de Quiroga (Madrigal de las Altas Torres, ca. 1470-Uruapan,
1565) llegó a la Nueva España en 1531 como miembro de la Segunda Audiencia, presidida por Sebastián Ramírez de Fuenleal.2
En 1533, el abogado, especialista en derecho canónico, fue comisionado para visitar la provincia de Michoacán y restablecer la
concordia entre los españoles y los indios de Tzintzuntzan, pues
las campañas militares de Nuño de Guzmán (presidente de la
Primera Audiencia) y el asesinato de su último señor, el cazonci
Tzintzincha Tanganxoan, habían minado el endeble pacto de paz
establecido por el capitán Cristóbal de Olid en los primeros años
de contacto.3 Su elección obedecía a su reconocido perfil caritativo y probada formación en el campo jurídico. En palabras de
Sebastián Ramírez de Fuenleal, Quiroga era ideal para “ocuparse
en lo de Michoacán y en la vista de la tierra, porque es virtuoso y
muy celoso de la conversión y conservación de los Indios”.4
En los seis meses que permaneció en la provincia, Quiroga
negoció con los principales de Tzintzuntzan su conversión al
Rafael Aguayo Spencer, Don Vasco de Quiroga. Taumaturgo de la organización social, México, Oasis, 1970, p. 14-17.
3
Sobre los primeros años de contacto y el establecimiento de un nuevo
orden político y social en Michoacán, véase Rodrigo Martínez Baracs, Convivencia y utopía. El gobierno indio y español de la “ciudad de Mechuacan”, 15211580, México, Fondo de Cultura Económica/Consejo Nacional para la Cultura
y las Artes/Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2005.
4
Real Academia de la Historia de Madrid (RAHM), 9-4841, f. 43.
2
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cristianismo, logrando el establecimiento de una nueva alianza
con Antonio de Huitziméngari y Pedro Cuinierángari, el primero
hijo del cazonci y el segundo su “hermano”, quienes se convirtieron en los “primeros gobernadores” de los naturales.5 Con el fin
de combatir los estragos de la peste y la descomposición social,
el oidor propuso la creación de un hospital-pueblo como el que
había intentado antes en Santa Fe de México, prototipo ideal de
la nueva vida política y espiritual que debían llevar los naturales.
La idea fue bien recibida y en 1533 quedó fundado el hospital de
Santa Fe de la Laguna, en tierras donadas por los indios.6
Al regresar de su comisión, Vasco de Quiroga se dirigió a la
Corona para informar sobre su visita. Exaltó, por un lado, la riqueza de la provincia y la fertilidad de sus tierras y, por el otro,
la gran falta de “policía” por andar indios y españoles “muy derramados por los campos sin tener conversación alguna unos con
otros”. En respuesta, Carlos V emitió en 1534 una cédula en la
que ordenaba la fundación de la ciudad de Mechuacan. Esta
orden convertía a Tzintzuntzan, sede de la corte del antiguo señorío, en una ciudad cristiana. En 1536, el papa Paulo III erigió el
obispado de Michoacán bajo la advocación de san Francisco,
eligiéndose como obispo a fray Luis de Fuensalida, el octavo de
los doce apóstoles americanos. El franciscano rechazó el cargo,
de modo que le fue ofrecido al oidor Vasco de Quiroga, que fue
elegido como primer obispo, a pesar de que no poseía órdenes
sacerdotales. El proyecto episcopal dio entonces un giro hacia
el muy particular humanismo quiroguiano, muy distinto del
5
El orden político y social del Michoacán virreinal se construyó a partir
de la entrega “pacífica y voluntaria” que el cazonci Tanganxoan II hizo de su
reino a Hernán Cortés por medio del capitán Cristóbal de Olid, aunque algunas
tradiciones hablan de un encuentro entre Cortés y el cazonci en Coyoacán. Este
pactum subjetionis era rememorado en la fiesta del Pendón del día de San Pedro,
en una capilla construida a devoción de Antonio de Huitziméngari y Pedro
Cuinierángari. La ceremonia copiaba el discurso de la fiesta de San Hipólito de
México y fue invocado continuamente como argumento que legitimaba el poder
de la nobleza indígena. Mónica Pulido Echeveste, Las “Ciudades de Mechuacan”:
nobleza, memoria y espacio sagrado en la disputa por la capitalidad. Tzintzuntzan,
Pátzcuaro, Valladolid. Siglos XVI-XVIII, tesis de doctorado en Historia del Arte,
México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2014, p. 136-143.
6
Martínez Baracs, Convivencia y utopía…, p. 217-219.
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programa evangelizador de los franciscanos. Quiroga desplazó su
sede catedral de Tzintzuntzan al “cercano barrio” de Pátzcuaro
y cambió la advocación por la de Cristo Salvador.7
Desde 1538, cuando tomó posesión de la mitra, y hasta 1565,
año de su muerte, Vasco de Quiroga gobernó la extensa diócesis
convirtiéndose en el “padre político y espiritual” del antiguo Michoacán. Después de su fallecimiento, acaecido durante la visita
pastoral que realizaba en Uruapan, el cabildo eclesiástico condujo el venerable cuerpo hasta Pátzcuaro y sepultó sus restos en
la iglesia que servía como catedral provisional.8 Terminada la
primera nave de la catedral planeada por Vasco de Quiroga, el
antiguo templo de adobe fue entregado a la Compañía de Jesús,
establecida en Pátzcuaro en 1573. Una vez que se autorizó el
traslado de la sede episcopal a la vecina ciudad de Valladolid, los
capitulares pretendieron llevar consigo los restos del obispo hasta su nueva catedral, pero cuando en 1580 trataron de exhumar
los huesos, los aguerridos naturales los defendieron con arcos y
flechas, disuadiéndolos de su intento.9
Los restos mortales del obispo Quiroga fueron colocados en
un nicho de doble cara, al lado izquierdo del presbiterio del templo de la Compañía, de modo que fueran visibles desde el altar y
desde el interior de una pequeña capilla a la que se accedía por
el lateral de la iglesia. Los jesuitas de Pátzcuaro quedaron así
convertidos en aliados de los indios y guardianes del corpo santo
y de la memoria quiroguiana. Según Francisco Arnaldo de Yssasi,
cronista de mediados del siglo XVII, a un costado del sepulcro se
dispuso un retrato supuestamente tomado del natural que representaba al obispo difunto “en el traje mismo en que fue sepultado”,
mandado a hacer con el fin de “satisfacer los piadosos deseos de
7
Benedict Warren, “Información de don Vasco de Quiroga sobre el asiento
de su iglesia catedral, 1538”, en La conquista de Michoacán. 1521-1530, Morelia, Fimax Publicistas, 1977, p. 440-441.
8
Martínez Baracs, Convivencia y utopía…, p. 384.
9
Este episodio fue recogido por Francisco de Florencia casi cien años
después de ocurrido, pero podemos suponer que se informó entre los jesuitas de
Pátzcuaro que conservaban esta historia por tradición oral. Francisco de Florencia,
Historia de la Provincia de la Compañía de Jesús de Nueva España, México,
Academia Literaria, 1955, p. 231.
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LOS RETRATOS DE VASCO DE QUIROGA: IMAGEN Y MEMORIA
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sus amantes y amados indios, que le querían ver aun después de
muerto pues está puesto allí mismo donde descansan sus
cenizas”.10 El cuadro de exequias del que habla Ysassi ha desaparecido; sin embargo, la noticia de su existencia nos ayuda a
entender mejor los retratos conservados.
Los retratos del obispo
En la actualidad, sobreviven nueve retratos del obispo Vasco de
Quiroga procedentes de la época virreinal: cinco de ellos (los que
se encuentran en la catedral de Morelia, el hospital de Santa Fe
de México, la Basílica de Nuestra Señora de la Salud, el templo de
San Francisco de Uruapan y el Museo Regional Michoacano) lo
representan de cuerpo entero. Todos ellos cumplen con las características de los retratos cortesanos o “de aparato”, en los que se
incluyen los atributos de su rango, como el escudo de armas y la
mitra, en un escenario enmarcado por una mesa y un dosel. Otros
tres (conservados en el hospital de Santa Fe de la Laguna, el Centro Cultural de la Universidad Michoacana y la sala capitular de
la catedral de Morelia) son retratos de medio cuerpo de formato
oval. Por último, se cuenta uno más en la Basílica de Nuestra
Señora de la Salud —considerado según la tradición como el más
antiguo— que representa sólo el rostro.
Al compararlos, todos parecen citar una fuente visual común.
En ellos se representa a Quiroga como un anciano de cabello
escaso, frente amplia, un rostro surcado por profundas arrugas
y con las mejillas excesivamente sombreadas que hacen destacar
su prominente nariz y enmarcan los labios finos. Según Joseph
Moreno, rector del Colegio de San Nicolás y su primer biógrafo
formal, los huesos conservados y las pinturas antiguas proporcionaban un testimonio suficiente para reconstruir la contextura
física de don Vasco:
10
Francisco Arnaldo de Yssasi, “Demarcación y descripción del obispado
de Mechuacan y fundación de su iglesia cathedral (1649)”, Bibliotheca Americana, University of Miami Station Coral Globe, Miami, v. 1, n. 1, 1982, p. 94.
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Era de una estatura más que regular, como lo demuestran sus huesos que se conservan, las pinturas antiguas nos lo retratan calvo,
de pelo cano, color pálido y moreno, por ventura contraído en los
caminos que anduvo; y el semblante consumido, acaso por sus
penitencias. Finalmente le ponen una muleta en la mano, que bien
la necesitaría para sostenerse machina sobre que cargaban cosas
tan graves.11
De los nueve retratos, sólo dos están firmados: el del Colegio de
San Nicolás (ahora en el Museo Regional) por Diego de Cuentas,
pintor que radicó en la Nueva Galicia, y el del Colegio de la
Compañía de Pátzcuaro (que pasó a la Basílica de la Salud) de
Manuel de la Cerda, vecino de la ciudad de Pátzcuaro. Ninguno
de los nueve es obra de los reconocidos talleres establecidos en
las ciudades de México o Puebla; sus facturas parecen, de hecho,
obras de talleres locales que desde las periferias del virreinato
satisfacían por bajos costos los encargos de sus clientes, sin poner demasiado empeño en la calidad de su pincel.12 En el caso
del retrato que perteneció a la sala capitular de la catedral vallisoletana, incluso ha sorprendido la reutilización de un retrato
anterior, perteneciente al obispo Felipe Ignacio Trujillo y Guerrero (1713-1721). Al comprobar la impostura que la degradación
de la capa pictórica ha dejado al descubierto, Nicolás León encontró “censurable […] que el cabildo eclesiástico de Michoacán
siga conservando esta ridícula caricatura de su Protoparens”.13
Aunque la reutilización bien podría tener un sentido simbólico,
no ha dejado de extrañar que la catedral misma recurriera a una
11
Joseph Moreno, Fragmentos de la vida y virtudes de Vasco de Quiroga,
primer obispo de esta Santa Iglesia Cathedral de Michoacán, México, Imprenta
del Colegio de San Ildefonso, 1766, p. 114.
12
El retrato de Diego de Cuentas constituye, hasta cierto punto, una excepción. Es ésta la obra de mayor calidad pictórica; sin embargo, puede considerarse como una obra periférica. Además, muy probablemente fue pintada antes
de 1709, cuando Cuentas radicaba aún en Valladolid. Sobre la cronología de su
obra, véase María Laura Flores Barba, Diego de Cuentas, pintor de entresiglos
en la Nueva Galicia (1654-1744), tesis de maestría en Historia del Arte, México,
Universidad Nacional Autónoma de México, 2013, p. 35.
13
Nicolás León, Don Vasco de Quiroga: grandeza de su persona y su obra,
Morelia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 1984, p. 221.
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imagen reciclada y tan poco decorosa, quedando así como la
culminación de un corpus de retratos de pobres cualidades estilísticas.
Para una historia del arte centrada por largo tiempo en la
forma y el estilo, los retratos de Vasco de Quiroga carecían de
interés. Sin embargo, lo fascinante de estas imágenes radica en
su función, más que en sus cualidades pictóricas. Aunque los
retratos de Vasco de Quiroga no fueron nunca tan abundantes
como los del obispo Juan de Palafox, parece evidente que desde
la segunda mitad del siglo XVII y durante todo el XVIII (ninguno
de los retratos conservados procede del siglo XVI), la veneración de la memoria del obispo Quiroga como padre fundador se
extendió por todo el obispado, despertando entre las principales
corporaciones de indios y españoles de Pátzcuaro y Valladolid,
así como los hospitales de naturales, el interés por poseer una de
sus verdaderas efigies.
El principal motivo para encargar a un pintor un retrato de
Quiroga fue, sin duda, el propósito de rendirle homenaje como
fundador o benefactor. No obstante, resultaría vano reducir estos cuadros a meras expresiones del agradecimiento profesado
por cada una de las corporaciones. Las razones por las que indios
y españoles sintieron la necesidad de poseer un retrato pasados
hasta doscientos años desde su muerte, así como los sitios en
que fueron colocados y los públicos ante quienes fueron mostrados, nos revelan una relación entre imagen y memoria mucho
más compleja.
A través de la comparación de dos retratos con características
iconográficas y estilísticas muy similares, el primero en Pátzcuaro y el segundo en Uruapan, separados por poco más de una
década, se evidencia que, aun en las coincidencias y en la evocación de lugares comunes, los intereses particulares de cada corporación hicieron que la relación entre los retratos y los sujetos
que los contemplaban fueran diferentes y con funciones a modo.
En la contemplación de ambos retratos se activaba una visión del
pasado fundacional que debe ser entendida en los términos descritos por Pierre Nora: una memoria en constante evolución,
abierta a la dialéctica del recuerdo y de la amnesia, inconsciente
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de sus deformaciones sucesivas, vulnerable a todas las utilizaciones y manipulaciones, y susceptible de largas latencias y repentinas revitalizaciones.14
El retrato del colegio jesuita de Pátzcuaro
Partícipe del espíritu contrarreformista, Vasco de Quiroga solicitó personalmente a Francisco de Borja, general de la Orden en
Roma, el establecimiento de la Compañía de Jesús en la Nueva
España. No obstante que la llegada de los primeros jesuitas a
Pátzcuaro, en el año de 1572, fue posterior a la muerte del prelado, por respeto a su voluntad el cabildo les cedió el antiguo
templo que había fungido como iglesia provisional.15 Los jesuitas
recibieron además el apoyo de uno de los bandos que, tras la
muerte del último descendiente legítimo de don Antonio de Huitziméngari, se disputaron el poder. Don Juan Purúata y doña
Beatriz de Castilleja donaron al colegio jesuita de Pátzcuaro algunas tierras, financiaron la construcción de nuevas casas y la
reparación de la antigua catedral, obteniendo a cambio la legitimación necesaria para vencer a los defensores del bando contrario, representado por don Constantino Bravo Huitziméngari, hijo
ilegítimo de don Antonio Huitziméngari.16
Los jesuitas supieron aprovechar bien el honor que significaba
quedar como los depositarios de los restos de Quiroga. La donación
del cabildo a los jesuitas, consistente en la iglesia, casas, huerta
Pierre Nora, “Introduction”, en Les lieux de mémoire. I. La Republique,
Paris, Gallimard, 1997, p. XIX.
15
Francisco Xavier Alegre, Historia de la Compañía de Jesús en la Nueva
España, México, Imprenta de J. M. Lara, 1841, t. I, p. 133.
16
Don Juan Purúata y doña Beatriz de Castilleja eran descendientes legítimos a pesar de que no los unía ningún lazo de sangre con Antonio de Huitziméngari y Sinsincha Tanganxoan. Constantino Bravo Huitziméngari era hijo
ilegítimo de don Antonio, por lo que alegaba un lazo de sangre más fuerte. Sobre
el conflicto de sucesión, véase Delfina Esmeralda López Sarrelangue, La nobleza indígena de Pátzcuaro en la época virreinal, Morelia, Morevallado editores,
1999, p. 48-205. Sobre la donación de las casas y la relación entre los jesuitas,
Juan Purúata y Beatriz de Castilleja, véase Francisco Ramírez, El Antiguo Colegio de Pátzcuaro, Zamora, El Colegio de Michoacán, 1987, p. 102 y 118-120.
14
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y un pequeño capital, le granjeó de manera póstuma al obispo
el título tácito de patrono y fundador de su colegio. Como tal, el
cuerpo gozaba del sufragio de misas y oraciones por el descanso
de su alma y de la pequeña capilla que se abría a un costado del
presbiterio, donde la conjunción entre el retrato de exequias
del que hizo mención el cronista Arnaldo de Yssasi y las reliquias del obispo potenció la fama y sacralidad de las imágenes
del prelado, dotando de autoridad a los retratos existentes como
vera effigies.
La existencia de un retrato fúnebre autorizaba la creación de
nuevas copias que reprodujeran de manera fiel la apariencia original del obispo. Así, aunque sólo el templo de la Compañía quedaba beneficiado con la presencia de la venerable sepultura, la
“imagen verdadera” podía ser fielmente reproducida y de este
modo transmitir y extender —al menos parcialmente— la fuerza
del original.17 Aun cuando en los retratos que conocemos se le
representara vivo, el tono ceroso y la apariencia demacrada con
la carne consumida sugieren que el modelo se encontraba ya
en la cercanía de la muerte, haciendo a sus imágenes todavía más
valiosas y efectivas. La capacidad taumatúrgica que se otorgaba
a las vera effigie se potenciaba en los retratos mortuorios, pues
las representaciones del santo durante el tránsito a la muerte
poseían un valor cercano al de sus reliquias. De acuerdo con
Javier Portus, “la imagen del difunto se convierte así en la vera
effigie perfecta, pues refleja el momento en el que el personaje
acaba de edificar a todos con su vida y con su muerte y se hace
acreedor a la gloria eterna”.18
En el año de 1755, los padres de la Compañía de Jesús de
Pátzcuaro mandaron fabricar a Manuel de la Cerda un retrato
del obispo Vasco de Quiroga, según se desprende de la información de la cartela (figura 1). Manuel de la Cerda, activo en la
17
La problemática de los “verdaderos retratos” y su relación con el retrato
de exequias está desarrollada de manera más extensa en Pulido Echeveste, Las
“Ciudades de Mechuacan…”, p. 153-180.
18
Javier Portus, “Retrato, humildad y santidad en el Siglo de Oro”, Revista
de Dialectología y Tradiciones Populares, Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, Madrid, v. 54, n. 1, 1999, p. 186.
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ciudad de Pátzcuaro a mediados del siglo XVIII, provenía de una
familia de artistas con una larga tradición local. El primero de
la dinastía, Matías de la Cerda, fue un conocido escultor español
que se asentó en la ciudad de Pátzcuaro en el siglo XVI y estableció un taller de imaginería ligera en caña.19 De Manuel,
en la Basílica de la Salud se conservan retratos firmados de los
curas Juan Meléndez Carreño, Joseph Eugenio Ponce de León
y del hermano Francisco Lerín, benefactores de la Virgen de
la Salud, obras provenientes del antiguo convento de monjas
dominicas de Pátzcuaro.
La obra que nos ocupa representa a Vasco de Quiroga con las
vestiduras episcopales y acompañado de su escudo de armas, bajo
un cortinaje de color verde, y estuvo probablemente destinada al
aula mayor del colegio. Lo plano de los colores, en especial en la
capa roja, acusa un posible repinte. El obispo sostiene un pequeño libro de oraciones con la mano izquierda, separando las páginas en un delicado gesto, como si apenas hubiera detenido la
lectura. Una cartela en la esquina inferior izquierda, señala:
El Venerable y Ilustrísimo Sr. Don Vasco de Quiroga Obispo De Michoacán cuyos respetables huesos se conservan en este Colegio en
el Presbiterio de su Iglesia; cuyos deseos y súplicas enviadas a N. P.
General San Francisco de Borja por mano de el Sr. Chantre de la
Catedral de Pátzcuaro Don Diego Pérez Negrón; fueron las primeras
diligencias que motivaron la venida de la Compañía de Jesús a estos
Reinos. En su Testamento dejó sus Casas para Colegio de Estudios
lo que verificó con el tiempo la misma Compañía. Manuel de la
Zerda fecit. Año de 1755.
La cartela daba al cuadro el valor de un documento fundacional
donde se enaltecía a Vasco de Quiroga como benefactor del colegio de Pátzcuaro y de toda la Compañía de Jesús, al informar
sobre tres puntos relevantes: primero, que los “respetables huesos” del prelado se conservaban en el presbiterio mismo de la
iglesia de la Compañía, entendiéndose su presencia como un
19
Andrés Estrada Jasso, La imaginería en caña: estudio, catálogo y bibliografía, México, Al Voleo, 1975, p. 50-56.
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LOS RETRATOS DE VASCO DE QUIROGA: IMAGEN Y MEMORIA
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argumento memorioso y ostensiblemente jurídico, que imprimía
toda suerte de autoridad a la inscripción. En segundo lugar,
el vínculo personal que existía entre san Francisco de Borja y el
prelado michoacano, por cuyos “deseos y suplicas” se había logrado o al menos facilitado la expansión de la Compañía a toda
América. Con ello se convertía al colegio de Pátzcuaro —una
fundación por demás periférica dentro de la red de colegios jesuitas— en el guardián de una herencia histórica que atañía a
toda la Compañía. Por último, el legado que por vía testamentaria había hecho de “sus casas para Colegio de Estudios” acreditaba la posesión de la iglesia excatedral por medio de la donación
y elogiaba al colegio como legítimo heredero donde se cumplía
cabalmente la última voluntad del obispo.
Valiéndose así de la posesión de los venerables huesos y del
supuesto retrato de exequias, los jesuitas de Pátzcuaro se constituyeron como los defensores no sólo de la vera effigie sino de
una “verdadera memoria” en torno al obispo, misma que sería
bien aprovechada por los cronistas de la orden. Nada hace constar que el retrato fúnebre fuera mandado a hacer por los indios;
por el contrario, todo apunta a que la obra fue comisionada por
los jesuitas de manera póstuma para la capilla funeraria de su
benefactor, interesados en convertir el templo de la Compañía en
una suerte de mausoleo para la veneración del dilecto e insigne
“fundador”. Así lo muestran también las lacerías vegetales en lo
alto de la nave de la iglesia, interrumpidas por los cuarteles del
escudo de Quiroga, cuatro en cada costado (figura 2). El templo
en su conjunto, con los retratos, el sepulcro y la decoración mural, constituía la contraparte visual del discurso escuchado en
crónicas y sermones. El edificio era un agente elocuente, “orador
de sí mismo”, que expresaba en sus partes los mismos tropos y
figuras que las metáforas y las analogías establecidas por poetas
y oradores, instituyéndose como un lugar de la memoria donde
todo se simboliza y se significa, cerrado en sí mismo y abierto a
la vez a la resignificación constante.20
20
Sobre la “arquitectura elocuente”, véase Antonio Bonet Correa, Fiesta,
poder y arquitectura. Aproximación al barroco español, Madrid, Akal, 1990, p. 68.
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El retrato del hospital de indios de Uruapan
El retrato del obispo Quiroga que se encuentra en la sacristía de
la iglesia de San Francisco de Uruapan perteneció originalmente
al hospital de naturales conocido como la Huatápera (figura 3).
En su composición y elementos iconográficos es casi idéntico al
retrato del colegio jesuita de Pátzcuaro, que podemos suponer
fue tomado como modelo. En la versión uruapense, los rasgos
del rostro son más pronunciados, insistiendo con sombras más
definidas en las arrugas y el hundimiento de los ojos. El obispo
apoya sobre la mesa una mano de dedos finos, descubriendo bajo
la capa una manga de puntas de encaje. Las mismas se repiten
en el borde de la túnica como muestra de un pintor un tanto más
esforzado que Cerda en mostrar sus cualidades técnicas. La mesa
sobre la que se encuentra la mitra es muy similar a la de su par,
cubierta incluso por el mismo mantel de color verde que se pliega
en el primer plano, descendiendo hasta la cartela.
De nuevo las inscripciones nos advierten sobre el sentido específico de la imagen. En la esquina inferior izquierda hay una
cartela que dice:
V. R. del Ilustrísimo y Venerable Señor Doctor Don Vasco de Quiroga, primer Obispo de Michoacán, quien gobernó 28 años prodigiosamente y a los 95 de su edad, estando en la visita de este Pueblo
de Uruapan, en los altos de la convalecencia, de este Real Hospital
en el cuarto que se alla inmediato, a la entrada del patio de la Guataperi o cocina, de este Respetable y Venerado lugar, la tarde del
Miércoles 14 de marzo de 1565, pasó de esta vida a la eterna, quedando de su muerte todo Michoacán adolorido.
La inscripción proclama la intención de confirmar a la ciudad de
Uruapan como un “teatro de la muerte” del venerable obispo,
distinguiéndolo como un locus histórico y retentivo. La tradición
concedía a la ciudad de Uruapan el honor de haber acogido al
obispo en sus últimas horas. Aun cuando la memoria urbana
estaba ligada a fray Martín de la Coruña (quien también gozaba
de una fama de santidad y, según el cronista Alonso de la Rea,
era el autor de las calles, los oficios y la paz entre los naturales),
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con este retrato la ciudad homenajeaba la memoria del obispo
como un medio para afianzar la tradición y legitimar la antigüedad del hospital de la Concepción.21
Sin embargo, una segunda inscripción nos pone sobre aviso
acerca de una intencionalidad más precisa de la obra. En el borde inferior, con letras doradas, se lee “a devoción de Don Juan
Montes”. Juan Montes fue teniente de alcalde mayor en Uruapan
en la segunda mitad del siglo XVIII, periodo durante el cual se
suscitó una serie de rebeliones entre los indios: ante el conjunto
de reformas que impulsó Carlos III, los ánimos de los naturales
se fueron enardeciendo hasta estallar en una serie de violentos
levantamientos que se extendieron rápidamente por el Bajío. Los
principales núcleos de rebelión se ubicaron dentro del obispado
de Michoacán, en las ciudades de Guanajuato, San Luis Potosí y
Pátzcuaro. Según los estudios de Felipe Castro, la creación del
estanco del tabaco, la modificación del sistema de administración
y cobro de la alcabala, el reajuste del tributo de indios y mulatos,
la instauración de las milicias provinciales y la expulsión de los
jesuitas fueron los factores detonantes.22
En Pátzcuaro, las rebeliones estuvieron lideradas por el gobernador de los naturales, Pedro de Soria Villarroel (1700-1767),
quien pretendía restablecer la dignidad y autonomía de la república de indios de Michoacán. A raíz de los atropellos que sufrieron los naturales en la leva de 1762, Soria se enfrentó al regidor
Ignacio de Sagazola. En el año de 1766, la batalla legal devino en
el encarcelamiento de Soria y en un amotinamiento que fue creciendo hasta convertirse en una rebelión que se extendió desde
Pátzcuaro hasta Tierra Caliente. En diciembre de ese mismo año
el teniente Juan Antonio Pita llegó a Uruapan con el fin de convocar a los empadronados para alistarse en las milicias provinciales.
Un grupo de hombres armados, en su mayoría mulatos:
21
Alonso de la Rea, Crónica de la orden de Nuestro Seráfico Padre San Francisco de la Provincia de San Pedro y San Pablo de Mechuacan en la Nueva España, México, El Colegio de Michoacán/Fideicomiso Teixidor, 1996, p. 109.
22
Felipe Castro, Movimientos populares en Nueva España. Michoacán. 17661767, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1990, p. 77 y siguientes.
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MÓNICA PULIDO ECHEVESTE
Violentó las puertas de las casas reales y sin darle siquiera tiempo
de vestirse lo golpearon malamente y sacaron a la calle. Al son del
repique de las campanas del hospital, el militar fue montado en un
burro y paseado en ropas menores entre insultos, burlas y gritos de
“Muera el rey, mueran los gachupines y muera el estanquero que
no queremos estanco ni milicias”.23
Los amotinados se dispersaron por intervención de los franciscanos y el teniente Pita fue abandonado a las afueras de la ciudad.
Al día siguiente, Juan Montes y algunos otros vecinos lo escoltaron hasta el palacio episcopal de Valladolid ante el obispo Pedro
Anselmo Sánchez de Tagle, quien trató de calmar a su grey y conseguir un indulto del virrey.24
Este amotinamiento fue sólo un precedente de las rebeliones
que al año siguiente se extendieron por todo el obispado, implicando principalmente a indios y mulatos. En 1767, después del
motín iniciado en Pátzcuaro, Juan Antonio de Castro (quien ya
había dirigido un levantamiento contra el alcalde mayor en Apatzingán) y Lorenzo Arroyo “el Meco”, seguidores del gobernador
Soria Villarroel, convocaron a los indios y la “gente de razón” de
Uruapan a sublevarse “entre gritos de ¡Viva el rey indiano! y ¡Muera el mal gobierno!” Castro y Arroyo acudieron al gobernador
indígena Juan Alonso Quepee, conminándolo a participar en la
expulsión de los “ultramarinos”, con pena de muerte a aquellos
que se resistiesen.25
Ante los desórdenes de la turba incontrolable, el teniente
Montes huyó a Valladolid junto con el hacendado Agustín de
Solórzano, “abandonando casas, intereses y familias”.26 Cuando
los dirigentes Castro y Arroyo cayeron, Quepee buscó exculparse,
rogando al obispo que intercediera por su integridad y la de sus
oficiales de república, reconociendo su culpabilidad como “ovejas
descarriadas” que requerían de su pastor para ser conducidas de
vuelta al rebaño y, al mismo tiempo, acusando al ya arrepentido
Castro, Movimientos populares…, p. 108.
Castro, Movimientos populares…, p. 109.
25
Castro, Movimientos populares…, p. 109.
26
Castro, Movimientos populares…, p. 126-128.
23
24
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Soria de haberlos comandado. A su regreso, Montes detuvo al
gobernador Quepee y a sus regidores, quienes enfrentaron el
mismo destino que el gobernador de Pátzcuaro: fueron colgados
en la horca para escarmiento del pueblo.27
El retrato del obispo Quiroga fue mandado a hacer “a devoción de Don Juan Montes”, con el fin explícito de ser colocado en
el hospital, centro de la vida social y política de los naturales de
Uruapan. Como teniente de alcalde mayor, Montes era responsable de la conservación del orden y la “buena policía” entre los
españoles y los indios. Aunque el cuadro no está fechado, podemos suponer que fue un encargo posterior a 1767 que habría
pretendido actuar como un mecanismo simbólico de advertencia
y recomposición social con el que el teniente buscó restablecer
el orden perdido entre los indios arrepentidos, a la vez que recuperaba su autoridad.
La eficacia de la imagen de Vasco de Quiroga como instrumento de concordia se debía a que tanto los naturales como las
autoridades políticas y eclesiásticas reconocían en el primer obispo a un fundador que había logrado introducir con tal éxito la fe
y la buena policía que sus enseñanzas seguían vivas. Así lo demostraban el amor hacia su persona, la fidelidad hacia sus instituciones y el respeto a sus ordenanzas. La participación del
obispo Sánchez de Tagle como mediador durante las rebeliones
hacía eco en la imagen justa y conciliadora del obispo Quiroga.
Tanto así que en la dedicatoria de los Fragmentos de la vida y
virtudes de don Vasco de Quiroga, escrita por Joseph Gutiérrez
Coronel en 1766, año en el que iniciaron los conflictos, afirmaba
que “habiendo dejado el Señor Don Vasco, como antiguamente
el Profeta Elías, su espíritu duplicado, resplandece éste en Vuestra Señoría Ilustrísima [el Cabildo] y en el Señor Doctor Don
Pedro Anselmo Sánchez de Tagle, que actualmente le gobierna y
rige, dignísimo sucesor suyo”.28
Con la caída en desgracia de los gobernadores de naturales,
la república de indios de Michoacán perdió la legitimidad política
Castro, Movimientos populares…, p. 130-132.
Joseph Gutiérrez Coronel, “Dedicatoria”, en Moreno, Fragmentos de la
vida y virtudes de Vasco de Quiroga…, s/p.
27
28
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MÓNICA PULIDO ECHEVESTE
construida sobre las figuras del cazonci Tanganxoan, Antonio de
Huitziméngari y Pedro Cuinierángari. La figura del primer pastor,
Vasco de Quiroga, ofreció entonces a los indios una legitimidad
renovada que se cimentaba sobre su carácter de buenos cristianos,
como descendientes del rebaño evangelizado por el venerable
fundador del obispado y la provincia. La veneración al obispo
adquirió desde ese momento un nuevo cariz que permitió a los
naturales defenderse de las acusaciones que los hacían ver como
rebeldes y de los detractores que sugerían, incluso, una pervivencia
de las idolatrías.
En 1776, el obispo Luis de Hoyos y Mier intervino ante el virrey para solicitar la restitución de las justicias y bienes de comunidad, pues su falta era causa de ultrajes que afectaban “hasta el
honor de las indias doncellas”.29 La facultad para elegir gobernadores y oficiales de república se restituyó a los naturales michoacanos hasta 1791. Pero la anuencia virreinal llegó tarde, pues en
la visita que el mismo año realizó un “funcionario provincial”
pudo atestiguar que la mayoría de las capillas de los hospitales
estaba en estado “ruin” y habían caído en desuso. El panorama
de la Huatápera de Uruapan era de lo más desolador. En el edificio de altos que había albergado el hospital todavía se conservaba
la memoria del “cuarto donde falleció el ilustrísimo señor Don
Vasco de Quiroga”; sin embargo, sólo quedaban restos “que indican que en otros tiempos haber sido obra aplicada a los enfermos,
pues aún existen señal de las enfermerías, botica y otras oficinas
que hoy están sin uso, abandonadas y en estado de ruina”.30
Conclusiones
En las crónicas provinciales, el siglo XVI michoacano se convirtió
en una época dorada de “felicidad” para la “nación” michoacana,
en la cual los indios habían recibido grandes beneficios de la
29
Felipe Castro, Nueva ley y nuevo rey: reformas borbónicas y rebelión popular en Nueva España, Zamora, El Colegio de Michoacán, 1996, p. 217.
30
José Bravo Ugarte, Inspección ocular de Michoacán, México, Jus, 1960,
p. 110.
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mano de su benefactor, el obispo Vasco de Quiroga.31 Las contradicciones y conflictos que dominaron la vida política dentro de
cada comunidad, e incluso entre las mismas ciudades enfrentadas por su derecho a conservar los restos del obispo, el “espíritu
vivo” de sus instituciones o el honor de haber atestiguado su
tránsito a la muerte, fueron cubiertos por un velo de concordia
al impulsar la veneración del obispo Vasco de Quiroga como un
espacio simbólico de entendimiento.32 Esta imagen de homogeneidad parece haber sido transmitida e incluso legitimada por la
similitud de sus “verdaderos retratos”, gracias a la cita de una
supuesta fuente original única, contemporánea al obispo y resultado del amor que le profesaban los indios.
Sin embargo, la interpretación del proyecto del fundador no
era homogénea, ni fue utilizada de la misma manera por cada
una de las corporaciones. Así lo muestran los usos y peculiaridades de los retratos mandados a hacer por los jesuitas de la ciudad
de Pátzcuaro y por el teniente de alcalde mayor del pueblo de
Uruapan. A pesar de sus similitudes, en ambos casos, podemos
ver de qué manera la historia fundacional ligada al obispo Quiroga se convirtió en un argumento con gran potencial simbólico
al que recurrieron las corporaciones, tanto de españoles como
de naturales, con el fin de legitimar sus privilegios y su posición
en la provincia y el obispado de Michoacán.
31
Las crónicas de Diego de Basalenque, Historia de la Provincia de San Nicolás Tolentino; Matías de Escobar, Americana Thebaida; y Pablo Beaumont, Crónica de Michoacán, son muestras claras de esta construcción del pasado como
una época dorada. La construcción de un pasado heroico y de concordia permitió a los pueblos legitimar su poder y privilegios como herederos. Sobre el tema,
véase Anthony D. Smith, Chosen peoples. Sacred sources of National Identity, New
York, Oxford University Press, 2003, p. 174-175.
32
Aunque estas disputas parezcan aisladas, formaron parte de los argumentos que las ciudades esgrimieron para defender sus privilegios y autonomía,
en especial en los casos de Pátzcuaro y Valladolid, enfrentadas por el asunto de
la capitalidad primero eclesiástica y luego política, desde el siglo XVI hasta
el XVIII. Pulido Echeveste, Las “Ciudades de Mechuacan…”, p. 153-237.
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Figura 1. Manuel de la Cerda, Retrato de Vasco de Quiroga, 1755. Basílica de Nuestra
Señora de la Salud, INAH, Pátzcuaro (México). Fotografía: Mónica Pulido Echeveste
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Figura 2. Autor desconocido, Detalles de las lacerías, siglo XVIII. Templo de la Compañía
de Jesús, INAH, Pátzcuaro (México). Fotografía: Mónica Pulido Echeveste
Figura 3. Autor desconocido, Retrato de Vasco de Quiroga, c. 1767.
Templo de San Francisco, INAH, Uruapan (México). Fotografía: Mónica Pulido Echeveste
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