SECCIÓN DE OBRAS DE ECONOMÍA
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS ECONÓMICAS
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Traducción de
FLORENTINO M. TORNER
y ODET CHÁVEZ FERREIRO
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ERIC ROLL
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HISTORIA
DE LAS
DOCTRINAS ECONÓMICAS
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Primera edición en inglés, 1938
Cuarta edición, 1973
Quinta edición, 1992
Primera edición en español, 1942
Segunda edición, 1975
Tercera edición, 1994
Séptima reimpresión, 2014
Primera edición electrónica, 2014
Diseño y fotografía de portada: Laura Esponda Aguilar
© 1938, Faber and Faber Ltd., Londres
Título original: A History of Economic Thought
D. R. © 1942, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-2717-9 (mobi)
Hecho en México - Made in Mexico
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A la memoria
de mis padres
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PREFACIO A LA QUINTA EDICIÓN
Hay dos razones que justifican una edición revisada de este libro. La primera es que han
pasado diecisiete años desde que se completó la anterior, razón que por sí sola motivaría
el examen de los cambios recientes en cualquier disciplina. La segunda es que el texto
continúa siendo útil tanto al lector en general como a los estudiosos de la materia, a pesar
de que ha sido impreso por más de cincuenta años.
Como en ocasiones anteriores, he tenido que meditar sobre cuatro preguntas difíciles.
Primera, ¿son aún adecuados la estructura general del libro y el balance del tratamiento
de las diferentes ideas y autores individuales? Segunda, ¿necesita revisarse el enfoque
general, particularmente en la relación entre tendencias económicas y los grandes
cambios políticos, económicos y culturales de las sociedades en que éstos surgen y se
desarrollan? Tercera, ¿se ha arrojado una nueva luz en investigaciones recientes sobre
pensadores individuales, o aspectos particulares de la teoría del pasado, hasta el punto de
que la información aquí contenida deba ser corregida? Y, finalmente, ¿cómo deben
manejarse los desarrollos más recientes en el pensamiento económico —digamos, los
cuarenta años posteriores a la muerte de Keynes—?
He llegado a la conclusión de que no tendría objeto alterar una estructura que en gran
medida se impone a sí misma y que, por esa razón, ha sido adoptada por la mayoría de
los autores de esta materia. Cuando uno escribe Historia no es sencillo, aunque fuese
sensato, hacerlo sin una medida sustancial de cronología. En lo que se refiere a los
segmentos en que yo había dividido el tema —independientemente de los capítulos
finales, que tratan lo referente a los últimos cincuenta años—, las fases y,
consecuentemente, la clasificación de las diversas divisiones de esta historia, en mi
opinión han demostrado tener un amplio y extenso uso. En pocas palabras, no encontré
otra manera que presentara el proceso histórico que he deseado describir.
En lo referente al equilibrio no tuve tanta certeza. Por ejemplo, ¿es todavía realmente
útil, ya sea para el lector no especializado o para el estudiante, buscar, identificar y
analizar los antecedentes de los elementos del cuerpo de la economía en la Antigüedad
—incluyendo la parte oscura de las Escrituras— o de las reflexiones de los pensadores
medievales? Y a pesar de que las especulaciones de los mercantilistas y metalistas no
puedan ser omitidas —aunque fuera únicamente por la obstinada persistencia de sus
remanentes en la actualidad—, ¿se habla demasiado de ellos? En este punto,
nuevamente, decidí no hacer un cambio radical. Sólo cerca de cuarenta páginas en total
—aproximadamente una decimoquinta parte de todo el libro— se han dedicado al
periodo previo al mercantilismo.
Existen dos preguntas que deben formularse en lo que al enfoque se refiere: ¿cómo
puede definirse el pensamiento económico, y, en consecuencia, qué se debe incluir? En
segundo lugar, ¿existen algunos amplios principios generales de explicación que puedan
aplicarse a cualquier idea en particular, o a todo el cuerpo de ideas de un determinado
autor? En ambos aspectos, en la Introducción establezco mis puntos de vista en forma
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general. Sin embargo, debo agregar lo siguiente: es, según creo, inevitable que uno deba
aceptar la distinción no sólo entre los métodos, lo que es bastante obvio, sino también
entre las diferentes visiones y quizá aún los diferentes propósitos esenciales de las
ciencias naturales y sociales. Esto significa, en particular, que al estudiar la historia de las
ideas en el campo anterior —y tal vez de manera más acentuada en la economía— uno
se enfrenta a un dilema. El profesor Samuelson, sin duda el representante más brillante
de la economía moderna, en su discurso de toma de posesión de la presidencia de la
Asociación Económica Norteamericana, en 1961, trazó una clara frontera entre el
“simple libro de texto”, como calificó a la Historia de las doctrinas económicas de Gide
y Rist, y la “obra de erudición” de Schumpeter: su Historia del análisis económico, un
volumen monumental, publicado inmediatamente después de la edición de 1954 de esta
obra. Samuelson basó esta distinción —y no queda muy claro en la evidencia del resto
de su discurso hasta qué punto pretendía señalar un mérito o simplemente subrayar un
dilema— en, por ejemplo, el tratamiento relativo de Robert Owen y Robert Malthus
(muy probablemente el profesor se refería al Malthus de los Principios y no al del
Ensayo), de Fourier y Saint-Simon por una parte y de Walras y Pareto por otra, y de
Arthur Young en oposición a Allyn Young. En suma, su distinción se basa en el grado en
que el “análisis” fue el criterio para la selección y tratamiento de diferentes autores. ¿Es
éste el modelo correcto? De serlo, mi propio principio de selección no se ajusta a él.
Ahora bien, ¿es ésta la manera correcta de ver las cosas? Debo admitir que, aunque no
he incluido a todos los economistas analíticos profesionales, he dejado fuera a muchos
no profesionales, como se les define ahora; pero entonces no escribía, como no intento
hacerlo ahora, únicamente acerca de aquellos autores politicoeconómicos cuyas ideas
han tomado forma —o al menos han tenido influencia— en el conjunto de creencias
populares acerca de los procesos económicos de la sociedad. Sin embargo, tampoco he
intentado escribir —tal como lo hizo Schumpeter— exclusivamente para el estudioso que
desea delimitar en detalle las fuentes de teorías particulares de la economía, y su ascenso
gradual por la escalera de la complejidad.
El mismo profesor Samuelson parece creer de forma definitiva en un enfoque más
ecléctico que el que mostró en el citado discurso, pues en la Introducción de la edición
de 1970 de sus Readings in Economics que acompaña a su inmensamente exitoso libro
de texto, explica que “la vida no es una descripción de nombres famosos”, y que al
seleccionar autores cuyos textos sean adecuados para ilustrar a sus alumnos los
problemas con que está tratando, no les ha “solicitado sus cédulas profesionales de
economistas”. Parece, por lo tanto, que se debe ser libre para adoptar alguna mezcla de
la economía “analítica” y de la “popular”, y yo no pido disculpas por mi limitada mezcla,
al tratar la “economía analítica”, de ciertos ingredientes tomados de teorizaciones
económicas menos rigurosas.
El punto más difícil es determinar si existe algún principio general de explicación que
pueda aplicarse al estudio de las ideas en general y de las ideas económicas en particular.
Hay dos posiciones, extremas, posibles: una que establece que la aparición de las ideas es
totalmente fortuita; la otra —identificada con varios tipos de interpretaciones unitarias de
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la Historia, como la marxista— afirma que la aparición de las ideas depende
esencialmente de algunos factores en permanente operación, en particular del factor
material. Como lo explico en la Introducción, adopto una posición que puede
considerarse como intermedia, en la creencia de que ninguno de estos puntos de vista
puede considerarse válido en sí mismo para obtener una explicación adecuada. De todas
las ramas de esa disputada disciplina, la sociología del conocimiento es aún la más
oscura.
En años recientes, he tenido acceso a cierta cantidad de nuevo material acerca de las
vidas e ideas de varios economistas del pasado. En esta edición hago referencia a una
parte de este material. Desde entonces, han aparecido nuevos estudios relativos a
algunos economistas. Sin embargo, no considero que algo de lo recién surgido deba
alterar mi juicio general sobre dichos autores.
Mi principal problema ha sido decidir cómo tratar los más recientes desarrollos. Más
adelante diré más acerca de esto, y con mayor detalle en los capítulos finales, pero el
volumen de la literatura económica de este periodo, que es bastante mayor —y crece a
paso acelerado— que los veinte años que separaron la última edición de la que la
precedió, por sí solo justificaría un tratamiento más profundo. Debo, sin embargo,
afirmar que creo que los nuevos agregados al cuerpo de la teoría económica no son tan
significativos ni tan importantes como los de hace tres o cuatro décadas. Lo que, sin
embargo, ha sido importante en el periodo a partir de la edición más reciente, ha sido la
relación entre la teoría económica y la política económica, provocada en gran medida por
los requerimientos de esta última a la luz de los cambios en las condiciones económicas
así como en las actitudes sociales. Lo que en mi opinión forma la característica actual
más importante de la materia es esta creciente “politización” de la economía y un
“partisanismo” en aumento, que ya era notorio en los desarrollos descritos en la edición
anterior. De acuerdo con esto, al tratar de dar un recuento conciso de algunos de los
nuevos desarrollos teóricos, de los cuales mucho —a veces demasiado— se ha dicho,
me concentré en la continuidad y exacerbación de la lucha por el ascenso de diferentes
enfoques teóricos sobre la política de control económico, que debe seguir siendo, creo
yo, el objetivo práctico de la teoría económica.
He omitido aquí la bibliografía que fue incluida en anteriores ediciones. En general,
no han aparecido muchos libros de la materia en años recientes, mientras que ha habido
un enorme flujo de libros —y especialmente artículos— relativos a temas y autores
individuales, muchos de los cuales he considerado útiles para el tema de esta obra, por lo
que son mencionados en el texto y en notas al pie.
E. R.
Londres, noviembre de 1991.
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INTRODUCCIÓN
El interés por la evolución de la ciencia económica data apenas de menos de ciento
cincuenta años. Hay unas cuantas obras sin importancia escritas en el siglo XVIII y un
capítulo de La riqueza de las naciones* que examina sistemas anteriores de economía
política. Pero cuando Adam Smith escribió, las teorías consideradas erróneas no habían
desaparecido por completo; por eso su estudio tenía, sobre todo, un carácter polémico.
El interés por el pensamiento económico primitivo renace sólo cuando empieza a
disputársele la supremacía a la economía clásica. En efecto, los partidarios de las
escuelas histórica y socialista, nacidas en Alemania después de mediados del siglo XIX,
hicieron los primeros ensayos de sistematización de la historia de la doctrina económica.
Quienes, como Roscher, deseaban impulsar el método histórico para contraponerlo al
deductivo, se preocuparon, naturalmente, por la historia de las ideas. Por otra parte, los
socialistas esperaban hallar inspiración para su ataque a la teoría liberal-capitalista,
entonces dominante, en el estudio crítico de los orígenes de dicha teoría. Este objetivo es
particularmente obvio en Marx; pero está presente en las obras de muchos pensadores
del siglo XIX.
La historia de la doctrina llega a ser un tema popular de estudio con la generalización
de la enseñanza de la economía que tiene lugar a fines del siglo XIX y principios del XX.
Algunas veces, como en Ashley, es aún auxiliar de la historia económica y consecuencia
de una preferencia metodológica. Pero la mayor parte de las historias escritas en este
periodo moderno son, en realidad, meros esbozos de hechos, a menudo porque (como
en Francia, donde Gide y Rist escribieron su muy leída historia) la enseñanza de la
historia de la economía política constituyó durante mucho tiempo la única forma de
instrucción académica en materia de economía. También ha surgido hace poco un interés
más directamente “técnico”. Al aumentar en número y en complejidad las
“herramientas” conceptuales de la economía, los practicantes se preocupan por la
evolución de los conceptos individuales y por los métodos de aplicación de su
instrumental técnico, y por eso son hoy más frecuentes los estudios especiales de
aspectos olvidados del pensamiento anterior.
No es el propósito de este libro hacer un examen completo dentro de semejantes
lineamientos puramente profesionales. Es dudoso que exista ya material suficiente para
ello. Además, no es muy seguro que esa historia especializada, aun si pudiera escribirse,
fuera la que por ahora se necesitara con mayor urgencia. Tampoco pretende este
volumen ocupar el lugar de esos compendios enciclopédicos a los que necesariamente
tienen que recurrir profesores y alumnos de vez en cuando.
He escrito esta obra, por lo que toca a los alumnos, porque advierto que las
exigencias del estudio de la economía moderna presentan dos graves peligros. En primer
lugar, las intrincadas sutilezas de la teoría moderna pueden hacer que el alumno olvide la
naturaleza esencialmente práctica de su disciplina. Conforme se incremente la atención
prestada a la teoría de las políticas económicas el profesional experimentado quedará
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menos expuesto a este peligro, pero el estudiante puede asumir una postura
excesivamente orientada hacia el “conceptualismo” antes de que se le presente la
oportunidad de ver la relación entre “la ciencia del análisis” y las políticas. El estudiante
contemporáneo de economía puede, también, perder de vista la aportación que su
materia ha ofrecido, y sigue ofreciendo, a la corriente general del pensamiento humano.
La enseñanza de la economía en Inglaterra y en los Estados Unidos ha escapado a la
desmedida subordinación a la historia característica, hasta hace poco, en Francia; pero
parece que tampoco evita el extremo opuesto, es decir, el olvido completo de la historia
de la doctrina. Una exposición general de la evolución del pensamiento económico escrita
como producción a la teoría moderna puede constituir el correctivo del que parecen
necesitar muchos estudiantes.
Lectores de otra suerte, si están interesados en el desarrollo del pensamiento, pueden
acoger con agrado el relato de lo más relevante de las especulaciones de la mente; las
teorías económicas, en cambio, siempre se vinculan, aunque de manera a menudo
tortuosa, con la práctica económica. El estudio de las relaciones entre las condiciones de
la vida y el teorizar del hombre, puede ser una guía muy útil para abordar los conflictos
entre las ideas. Muchas ideas del pasado tenían sus raíces en estructuras institucionales,
en las relaciones entre grupos económicos diferentes, en sus intereses en conflicto. Ahora
bien, las ideas a las que dieron vida no han muerto en la medida en que todavía existen
estructuras y relaciones iguales o similares. Aún viven entre nosotros las opiniones de
Aristóteles sobre las diferentes clases de trabajo humano, las censuras de los escolásticos
de la Edad Media a la usura, las teorías mercantilistas sobre el comercio exterior, las
nociones fisiocráticas sobre la agricultura, la teoría de la renta de Ricardo y las
conclusiones prácticas de ella derivadas y, en fin, la rebeldía de los románticos alemanes
contra el liberalismo económico. Todo esto ha venido a formar parte del fondo de ideas
de donde han sacado su alimento intelectual sucesivas generaciones.
En la obra de Keynes, el más grande de los economistas contemporáneos, vuelven a
vivir Sismondi y Proudhon. No hace tantos años, Gray pudo olvidar del todo en su
popular historia de la economía los Principios de Malthus; las controversias entre los
protagonistas de la acumulación del capital y los “infraconsumistas”, tan comunes antes
de la segunda Guerra Mundial, han aparecido de nuevo centradas sobre una de las más
grandes controversias económicas del pasado, aquella que sostuvieran Ricardo y
Malthus.
Muchos pensadores han insistido en la longevidad de las ideas económicas; pero, en
general, miran con desdén a quienes todavía creen en sofismas que los expertos han
descartado desde tiempo atrás. Algunos en su entusiasmo por los adelantos modernos,
han considerado las teorías pasadas como imperfecciones continuamente separadas. En
cambio, otros hacen la apología de las ideas anteriores reiterando su “verdad” relativa al
tiempo y lugar en que nacieron. El tratamiento de la materia que yo adopto no se basa en
ninguno de estos dos extremos. No basta tan sólo señalar analogías, sino que precisa
comparar y examinar las circunstancias contemporáneas antes de que pueda entenderse
su plena significación. No puedo sino esperar haber logrado ofrecer una primera guía
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para abordar las ideas económicas; pero como tal, puede servir al estudiante y al lector
en general.
Una historia de las ideas es, por naturaleza, obra de selección y de interpretación; el
autor se permite expresar sus propios intereses, predilecciones y prejuicios por lo que
omite y por la manera de presentar lo que incluye. Con demasiada frecuencia, sin
embargo, el principio subyacente en el tratamiento del autor queda implícito. Los
supuestos implícitos son particularmente desorientadores cuando las ideas expuestas se
relacionan con instituciones y políticas sociales y repercuten en el bienestar humano.
Sólo una declaración expresa de los supuestos del escritor puede permitir al lector
formarse opiniones propias.
El principio que sustenta el punto de vista de este libro se basa en la opinión de que
el proceso por el cual se forman las ideas es susceptible de análisis sistemático. En lo
esencial, la aparición de una corriente de pensamiento importante no es fortuita, sino que
depende de causas que pueden ser descubiertas. Frecuentemente, no conocemos con
suficiente amplitud las circunstancias de la vida y la época de ciertos pensadores para
poder hacer una demostración exhaustiva de las causas que han producido ciertas ideas;
pero solemos saber lo suficiente para formarnos una opinión general de la forma en que
nacieron las teorías económicas.
Este libro se apoya también en la convicción de que la estructura económica de una
época dada y los cambios que sufre son los factores que ejercen influencia más poderosa
sobre el pensamiento económico. Gran parte de los escritores que se ocupan de esta
materia coinciden con este criterio, aun cuando raras veces esto se haga explícito. Pocas
personas dudarán que el pensamiento que surge en una comunidad en que predomina el
trabajo del esclavo difiere del que produce una sociedad feudal o una basada en el
trabajo asalariado. La renuencia a aceptar esta proposición radica, en parte, en que a
menudo se expone en una forma que hace aparecer como único determinante al sistema
económico; en parte en que es difícil presentar de un modo convincente cualquier
relación causal entre la práctica y la teoría económicas en estudios más detallados de la
historia de ellas; en parte también, sin duda, porque este intento se asocia generalmente a
escuelas de pensamiento que tratan de orientar el análisis resultante a propósitos que no
puede, y no debe servir, a saber: a cambios de política económica, para no mencionar de
estructura social, por deseables que éstos sean.
Debemos insistir, por lo tanto, en que el factor económico es un factor preponderante
sólo en un sentido muy general que no siempre es posible demostrar con precisión. La
cadena causal es larga y tortuosa: en la historia de las ideas económicas, una multitud de
otros factores causales ha estado operando para producir una teoría o una actitud
determinada en una época dada y muchos de ellos de una influencia más directa que el
económico, con el cual pueden estar vinculados, en última instancia.
Tampoco puede negarse que las ideas, a su vez, influyen en el desarrollo de la
práctica económica. Es cierto que, en el corto plazo, como observó Keynes, la jactancia
de un escritorzuelo desconocido puede ejercer un efecto desproporcionado sobre la
política [económica] corriente. La historia de nuestro siglo nos lo ha enseñado con gran
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claridad. En el desarrollo de la doctrina económica misma, la fase evolutiva alcanzada
por el cuerpo existente de teoría económica, es de notable importancia. Ello es
particularmente manifiesto cuando el adelanto de la ciencia económica ha venido a
depender de doctos especialistas agregados, en general, a instituciones académicas. Cada
pensador, entonces, debe principiar con el instrumental técnico que encuentra a mano,
aunque los factores originarios que lo produjeron no sean ya operantes.
La teoría y la práctica políticas son otros de los factores que han influido en los
economistas de épocas diversas. Muchos economistas fueron también, al mismo tiempo,
filósofos sociales, cosa cierta, sobre todo, de los economistas clásicos. Y la obra de los
pensadores, tanto antiguos como modernos, deja ver la influencia de los juicios
filosóficos dominantes y de la calidad general del pensamiento científico de sus
respectivas épocas. Otros escritores, o bien fueron políticos, o ejercieron influencia
considerable en la política [económica]; más de una teoría lleva el sello del clima político
en que fue concebida.
No hay un orden inevitable en la aparición de esas influencias. Por clara que sea la
sucesión de formas de la organización social y de la estructura económica, no hay que
creer que se sucedan con la misma claridad las ideas a ellas relativas. Ideas nacidas en un
orden social ya pasado influyen con frecuencia en las ideas y en la acción de una
estructura institucional posterior; y juntamente con las combinaciones existentes de
factores económicos, dan forma al cambio social contemporáneo. En este proceso de
acciones mutuas, no siempre es fácil decir cuál es la influencia próxima y cuál la remota.
El mismo Keynes expuso una teoría un tanto distinta en un pasaje célebre
frecuentemente citado. Afirmaba que el mundo está regido casi exclusivamente por “las
ideas de economistas y filósofos sociales”; el hombre de acción, que se considera libre de
influencias intelectuales es, en realidad, “el esclavo de algún economista difunto”.
Todavía fue más allá al afirmar, aparentemente en diametral oposición a interpretaciones
económicas, materialistas o marxistas, que “tarde o temprano son las ideas, no los
intereses creados, lo que es peligroso, para bien o para mal”. Afortunadamente, su
educación dentro de la tradición anglosajona con su marcado sentido práctico, no lo llevó
a desarrollar estos puntos de vista en un rígido sistema socioideológico como el de
Pareto.
La falta de una secuencia cronológica clara en la evolución de la doctrina económica
es muy notable cuando se comparan países diferentes. Durante los últimos cincuenta
años la sociedad industrial se ha desarrollado de modo muy desigual en diversos países.
Las desigualdades de ritmo han creado anomalías aparentes en la historia de la
economía. Las ideas que en una nación ya han desaparecido, reaparecen en otra si el
ambiente económico les es más propicio. Por ejemplo, el nacimiento de las doctrinas
económicas preliberales en Alemania, donde la industria capitalista se desarrolló
tardíamente y en un tiempo en que ya existían rivales plenamente desarrollados, no
puede atribuirse exclusivamente a diferencias de temperamento y de mentalidad
nacionales. Es verdad que esas ideas económicas forman parte de un sistema general de
pensamiento relativo a conceptos tales como nación, comercio exterior y relaciones entre
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el Estado y la vida económica. Pero la existencia de esa actitud nacional general en
cuanto determinante a largo plazo y por sí mismo, no deja de ser dudosa; a la larga, esa
actitud está determinada por las circunstancias económicas y de otro género.
El plan de este libro lo han determinado su propósito y el principio que le ha servido
de guía. En primer lugar, han sido omitidos muchos nombres que una historia de otro
tipo habría tenido que incluir, mientras que se concede espacio a algunos pensadores a
quienes rara vez se da importancia. Dos consideraciones han determinado la elección.
Primero: aparte de los economistas más destacados del pasado, sólo han sido incluidos
aquellos cuyas aportaciones al pensamiento económico parecen tener cierta importancia
en relación con las teorías y las controversias del presente en el campo más dilatado de la
economía política, más bien que en las ramas estrictamente técnicas de la ciencia
económica. Segundo: se da particular importancia a los escritores y a las opiniones que,
de acuerdo al autor, ejemplifican con mayor claridad las diversas tendencias del
pensamiento.
También he tenido que recurrir a la selección en el tratamiento de la obra de autores
particulares incluidos, particularmente entre los modernos. Si me he concentrado en
ciertos aspectos de la obra de estos autores excluyendo otros ha sido para ilustrar más
claramente la evolución de una idea particular o de un grupo de ideas. No se ha tenido la
intención de restringir el alcance de la obra de un autor.
Otro resultado del tratamiento particular que he adoptado aquí es que no he
concedido una atención uniforme al desarrollo técnico del análisis económico. El lector
verá, sobre todo en las primeras secciones, que apenas he insistido en los antecedentes
más oscuros de los conceptos económicos individuales, y que el examen llega al detalle
sólo cuando se trata del pensamiento económico de los últimos doscientos años,
aproximadamente. Mi interés mayor se ha centrado en las cuestiones más generales del
alcance y el método de la economía, de las relaciones entre la economía y la política, y
del lugar que la teoría económica ha ocupado en los cambios sociales. Muchos campos
especiales, como las teorías del dinero y de las crisis, sólo las trato, como norma, cuando
forman parte integrante de la obra puramente teórica de un autor o cuando han tenido
una influencia especial en la evolución de la economía como una disciplina esencialmente
práctica.
Los últimos treinta años han planteado un problema especial. Desde el periodo entre
las dos guerras mundiales existían señales de que más y más estudiosos —tanto
profesionales como aficionados— se interesaban por la economía, fenómeno que ha
continuado y se ha intensificado desde el fin de la guerra. Con altibajos, ha aumentado la
cifra de quienes estudian la materia en instituciones académicas. Las nuevas categorías
de economistas —los “economistas de empresas”, los analistas “económicos” o
“financieros” y los comentaristas de publicaciones periódicas generales y especializadas
— han crecido enormemente. El aumento mayor se observa en quienes se relacionan
con los sucesos económicos actuales y los problemas de política económica. Se ha
incrementado, de igual forma, la indagación teórica y esotérica, en parte explícita, en
parte ligada en forma obvia aunque no siempre manifiesta, con problemas prácticos de
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política. Y el mayor problema de todos es la dificultad que implica la identificación de
aquellos tipos de desarrollo —si es que los hay— que afecten de manera significativa la
posición y el desenvolvimiento futuro de la disciplina.
En lo concerniente a quienes practican los aspectos más académicos de la economía,
probablemente se pensó que instituir un Premio Nobel en Ciencias Económicas en 1969
—con treinta laureados a la fecha— brindaría un listado oportuno de los estudiosos
sobresalientes en este campo; sin embargo, llegué a la conclusión de que sería riesgoso
afirmarlo, pues mientras algunos premiados contarían con la aprobación universal, los
reclamos de otros serían altamente controvertidos. Probablemente el único hecho
significativo que surge del estudio de ese listado es que más de la mitad son
norteamericanos, continuando la tendencia de esta disciplina de tornarse cada vez más
estadunidense, lo que ya he mencionado antes.
En esta relación es interesante subrayar un nuevo aspecto en los premios Nobel. El
de 1990 fue otorgado en conjunto a tres economistas (todos estadunidenses,
incrementando así su preponderancia): Merton Miller, Harry Markowitz y William
Sharpe, quienes tenían experiencia en el campo de las finanzas corporativas y la
economía financiera. Merton Miller se dio a conocer hace años por su trabajo con el
distinguido economista MIT (y anterior ganador del Premio Nobel) Franco Modigliani. Sin
embargo, este hecho marcó un acontecimiento importante con respecto al trabajo en un
campo que hasta entonces no se consideraba parte del ámbito de la economía teórica, y,
de cierto modo, tampoco en los límites de las preocupaciones “apropiadas” de
economistas distinguidos (llevando, incidentalmente, a uno de los ganadores del premio,
Merton Miller, a exaltar las virtudes de las recientes innovaciones financieras en el
discurso de la ceremonia de entrega de premios). A pesar de lo anterior, todavía no es
muy claro cuál es con exactitud ese acontecimiento, y si aporta algo significativo relativo
a la economía, al Premio Nobel o a ambos.
Un instrumento muy valioso ha salido a la luz recientemente y debe ser mencionado
aquí, el The New Palgrave Dictionary of Economics, editado por John Eatwell, Murray
Milgate y Peter Newman (4 tomos, 1987). Éste es, indudablemente, un libro de
referencia indispensable para el profesionista, y el lector no especializado puede de igual
manera consultarlo con grandes beneficios, por su fácil comprensión y la excepcional
calidad de los artículos individuales. Es difícil entender por qué ha sido criticado por
algunas áreas de la “nueva derecha” —quizá por ser demasiado tolerante en cuanto a sus
enfoques y por aceptar trabajos de autores que no aprueban el examen de aceptabilidad
de estos críticos en particular—.
Cada lector será quien juzgue si acerté o no en la forma en que ataqué el problema
de selección, pero deberá pasar algún tiempo para que pueda ser emitido un juicio
objetivo, o por lo menos ampliamente aceptado.
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* Adam Smith, Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, trad. de Gabriel
Franco, México, FCE, 1958.
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I. LOS PRINCIPIOS
1. EL ANTIGUO TESTAMENTO
HA HABIDO gran desacuerdo entre los economistas en cuanto al campo propio de la
economía; porque su naturaleza es de cierta importancia para estimar el presente y el
futuro de la ciencia. Por ahora, es útil resumir con brevedad los puntos de acuerdo. La
mayor parte de los economistas profesionales de hoy diría que el propósito primordial de
la economía es analítico, esto es, descubrir lo que es. En otras palabras, lo que interesa a
los economistas es establecer los principios que rigen el funcionamiento del sistema
económico presente, aunque algunos de ellos puedan perseguir otros fines o imaginar
ejemplos hipotéticos con fines expositivos. Se dice algunas veces que la economía puede
llegar a ser tan exacta y tan ‘’universalmente válida” como las ciencias físicas, con lo que
se implica la negación de su naturaleza esencialmente social e histórica. Sin embargo,
estas opiniones se formulan únicamente con ocasión del estudio de la metodología y no
parecen afectar el alcance de la mayor parte de la obra de los individuos de esta escuela
de pensamiento, ya que su interés principal sigue siendo el funcionamiento de la
economía contemporánea.
Debe decirse, desde luego, que la generalidad de la gente rara vez conoce este
propósito positivo y analítico que el profesional considera como el más importante o aun
como el único legítimo. La gente sabe que puede pedir justificadamente al economista
que explique cómo funciona el sistema (si bien no siempre es grande su fe en la
explicación que se le da); pero generalmente también quiere saber qué es lo que hay que
hacer. No siempre pueden los economistas eludir esta pregunta, y cuando le dan
respuesta, ponen de manifiesto más diferencias de opinión trascendentales que las que
pueden surgir del análisis en el cual todos alegan fundar su parecer. Esta discrepancia
sobre el diagnóstico de un problema económico real y sobre la prescripción de un
remedio lleva de vez en cuando a los economistas, más que el deseo de precisión
científica, a examinar los límites de su disciplina. Y así volvemos a las diferencias de
definiciones.
Aunque este tortuoso camino ha sido recorrido con frecuencia en los últimos
doscientos años, los principales avances del pensamiento económico se han realizado sin
un examen metodológico constante. La amplia estructura social de la economía actual se
tomó como algo dado. La propiedad, la iniciativa y el intercambio privados, la economía
de mercado, en suma, la producción capitalista fue el suelo en que crecieron sus
principales conceptos. El capital, el trabajo, el valor, el precio, la oferta, la demanda, la
renta, el interés, la utilidad o ganancia son los elementos del sistema y, por lo tanto, de su
análisis teórico.
El primer desarrollo sistemático de esos conceptos se encuentra a fines del siglo XVII
y principios del siglo XVIII. El conjunto particular de condiciones económicas a las cuales
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se refieren no existió en forma desarrollada y comprensible en ninguna de las etapas
anteriores de la historia humana. Veremos después que los grandes pensadores a quienes
debemos los fundamentos de la economía política clásica sostenían haber descubierto
algo más que las leyes propias de un sistema social determinado. Pero es importante
subrayar aquí que la economía política como ciencia, se inicia en una época en que los
cimientos del capitalismo industrial eran ya muy firmes. En este punto, es sorprendente
la unanimidad de opinión entre los historiadores de las doctrinas económicas; y así
muchos escritores han llegado hasta ignorar por completo cualquier pensamiento
económico anterior, o a referirse a él sólo en términos muy superficiales.1 Es del todo
cierto que el volumen total de teoría económica, en cualquier sentido moderno, que se
encuentra en los escritos de los filósofos griegos, por ejemplo, es muy pequeño; sólo
podríamos haber esperado de ellos enunciados de carácter económico, en el sentido
actual de la palabra, si en la sociedad en que vivieron los filósofos griegos hubieran
existido algunas de las condiciones económicas de nuestra sociedad.
Aquella sociedad, o la más antigua descrita en el Antiguo Testamento, poseía, sin
duda, algunas de las características del capitalismo moderno: propiedad privada, división
del trabajo, mercados y moneda. Algunos escritores han ido más allá de lo que parece
justificado en su intento de encontrar viejas analogías al fenómeno económico moderno;
pero no cabe duda de que los pensadores antiguos, al examinar los problemas de su
sociedad, emitieron juicios que fueron el punto de partida de toda teoría social. El hecho
de que esos juicios sean fragmentarios y esporádicos no aminora su importancia. A un
economista moderno pueden parecerle demasiado primitivas las opiniones de los profetas
hebreos, encuadradas en el sistema ético o metafísico de una sociedad patriarcal; pero su
poder para influir en las mentes de los hombres no es, necesariamente, menor que el de
muchas teorías científicas refinadas, sino que, en realidad, es mayor con frecuencia.
Todavía están vivos los sistemas filosóficos de que formaban parte esos juicios
económicos aislados, y su influencia crece cada vez que ocurren convulsiones críticas en
el sistema económico. Cuando declina la fe en las prácticas y las instituciones
establecidas se buscan filosofías de la vida más comprensivas y las tendencias políticas
rivales luchan entre sí en nombre de una u otra Weltanschauung. Nadie negará que la
mayor parte de las ideas vigentes en el cuerpo del pensamiento humano durante más de
dos mil años tienen todavía sus campeones.
No se pretende exagerar la importancia ni el volumen del pensamiento económico
primitivo. Los hombres no pueden empezar a construir teorías sobre el proceso
económico mientras éste sea tan sencillo que no necesite una explicación especial. Los
economistas modernos hacen especular aun a Robinson Crusoe sobre lo que implica la
elección que consideran como la esencia de la economía; pero todo lo que la
antropología enseña es que el primer teorizar del hombre se refería a lo que los
economistas contemporáneos llamarían aspectos técnicos del proceso de satisfacción de
las necesidades. Hasta donde podemos descubrir las ideas que conscientemente
sustentaba el hombre primitivo parecen destinadas a proporcionar alguna explicación
sobre los cambios de estación, la fertilidad de la tierra, las costumbres de los animales y
23
la influencia de todo ello sobre la habilidad para satisfacer las necesidades humanas. Aun
en etapas relativamente avanzadas de la sociedad tribal no se presentaban problemas
específicamente económico-sociales que requiriesen una explicación especial. El proceso
económico de una comunidad en que la técnica de la producción es simple, en que la
propiedad (al menos la aplicada a usos productivos) es comunal y en que existe la
división del trabajo, pero sin haber llegado aún a un habitual intercambio privado de
productos difícilmente parece incomprensible a los miembros de dicha comunidad. Para
todos es manifiesta la relación entre el esfuerzo individual y la satisfacción de las
necesidades individuales: el proceso de producción y el producto mismo están en todo
momento bajo el control del individuo, por lo que no es necesaria ninguna teoría social o
económica complicada.
Pero la técnica de la producción progresa y las necesidades se hacen más complejas,
y llega un momento en que son introducidas diferentes medidas sociales para aprovechar
al máximo las posibilidades de la comunidad. La división del trabajo progresa hasta
implicar el establecimiento del intercambio privado y la ampliación de la propiedad
privada de los bienes de consumo a los de producción. La producción se hace entonces
habitualmente con fines de intercambio privado; desaparece la facilidad de vigilar y dirigir
el proceso económico social, porque éste se ha hecho impersonal. Es en esta etapa del
desarrollo humano en la que debiéramos esperar que aparecieran los primeros brotes de
una teoría de la sociedad y de una explicación del proceso económico; pero a pesar de
los crecientes conocimientos antropológicos, sabemos muy poco de las formas detalladas
que realmente tomó esta transformación económica, y menos aún del cambio en las
ideas que fue parte de ella. En los últimos cien años los antropólogos han añadido a la
colección de mitos y testimonios de mayor o menor veracidad que conocemos con el
nombre de Biblia, material que eventualmente tal vez pueda permitirnos estar
razonablemente seguros de lo que el hombre primitivo pensaba de su sociedad y de sus
transformaciones. Los testimonios del pensamiento social antiguo que poseemos hasta
ahora consisten totalmente en mitos que tratan de justificar o de atacar un orden social
existente en términos sobrenaturales.
La lucha entre la sociedad tribal, con su propiedad comunal y su actividad económica
primitiva, y el proceso económico impersonal de una sociedad más compleja,
estratificada en clases y castas y basada en gran parte en la propiedad privada, están
reflejados en el Antiguo Testamento y en las recopilaciones posteriores de leyes e
interpretaciones que constituyen el genuino pensamiento hebreo. Las nociones animistas
de la primitiva religión semítica ceden el lugar a una concepción idealizada de la
divinidad; pero la sobrenatural majestad de Dios está atemperada no sólo por otros dos
atributos básicos, la justicia y la piedad, sino también por la alianza entre la deidad y su
pueblo. Es posible ver en esta unión un sucedáneo idealizado de vínculos sociales más
antiguos y estrechos que se habían aflojado ya. No se intentaba aún eliminar de la
doctrina religiosa cualquier interés por el bienestar material en la vida terrena. El código
de conducta impuesto a los miembros de la comunidad era estricto e incluía la admisión
de ciertas obligaciones superiores que diferían poco de las de la familia patriarcal y de la
24
comunidad tribal.
Los derechos individuales de propiedad quedaron severamente restringidos por largo
tiempo, aunque el margen de la propiedad privada se amplió hasta incluir la tierra. Son
ejemplos de las limitaciones de carácter comunal impuestas a los derechos individuales
las leyes dictadas para conservar la relación de la familia con la propiedad de la tierra y la
institución de un año de jubileo2 (si bien no parecen existir testimonios de su
acatamiento). Pero la desintegración de la comunidad primitiva no podía detenerse. Con
el desarrollo de la propiedad privada nació el comercio interior y exterior, y con él la
posibilidad de acumular riqueza. Fue en este periodo cuando se estableció la monarquía
hebrea. La descripción de la sociedad de aquel tiempo que aparece en los libros de los
Reyes, y más enfáticamente aún en los lamentos, protestas y visiones de los profetas,
nos da idea de la marcada división entre ricos y pobres. El lujo de la corte se sostenía
gracias al gradual crecimiento de una clase esclava. Los gastos de la casa real, así como
los de las guerras y los dispendiosos edificios públicos, se costeaban con los derechos de
peaje, y las utilidades del monopolio real sobre el comercio exterior, con el reclutamiento
o leva de trabajadores e impuestos muy elevados.3 El resultado fue el empobrecimiento
de las masas, la enajenación de la tierra y la aparición de una clase “desposeída”.
La rebeldía espiritual de los profetas refleja este cambio en la estructura económica.
Denunciando la avaricia de la sociedad nueva, trataron de retrotraer a los hombres a las
formas de vida de la alianza, de revivir la justicia y la clemencia como principios de la
conducta social. Condenaban los excesos de las nuevas clases comerciales, de los
usureros y de los “despojadores de tierras”, y predicaban la vuelta a las limitaciones del
derecho de propiedad privada.
En algunos aspectos fueron escuchados: la prohibición de embargar la ropa o los
útiles de trabajo4 de los deudores persiste como principio fundamental del derecho
judaico, principio que ha ejercido influencia en las leyes de muchas otras naciones hasta
el tiempo presente.
Pero el principal ataque de los profetas fue infructuoso, pues si fueron capaces de
describir claramente las consecuencias del orden social existente, no lo fueron para
comprender las fuerzas mismas que lo engendraban. Podían tan sólo anhelar el retorno a
una edad pretérita, sin darse cuenta de que su estructura social ya era inadecuada.
Algunos de los profetas parecen haber comprendido vagamente el carácter utópico de
sus protestas; no tenían ninguna esperanza en el futuro; únicamente esperaban ver que la
ira de Dios acarreara la destrucción universal que consideraban como el único destino
que su mundo merecía.5 Otros pusieron su fe en la venida del Mesías que redimiría a los
hombres del mal y los conduciría de nuevo a los modos de vida de la comunidad
patriarcal.6
En una visión totalmente idealista del cambio social subyace tanto la desesperación
de unos profetas como la esperanza que otros cifraban en la venida del Redentor. No
consideraban los males que denunciaban como resultado, en parte, de una nueva
estructura económica, sino que los atribuían exclusivamente a un cambio en el corazón
del hombre. La codicia y la corrupción, sin ponerlas en relación con el suelo más
25
propicio en que podían florecer ahora, fueron consideradas como las causas únicas de la
miseria. El remedio era asimismo totalmente idealista: aceptar plenamente las leyes de
Dios, volver a vivir conforme el código religioso. No formaba parte de sus concepciones
la visión clara de una nueva estructura social del futuro. La expansión de la producción y
el creciente dominio del hombre sobre la naturaleza exigían las instituciones
recientemente establecidas. Por lo tanto, en la medida en que los profetas se interesaron
por el orden social tanto como por la conducta del hombre, sólo pudieron expresar la
vana esperanza del retorno a una situación más primitiva. La rebeldía profética,
importante en su día, estaba destinada al fracaso. Llegó a su cenit con la aparición del
cristianismo; pero aun esta explosión de descontento, la última y más fuerte, fue incapaz
de mejorar la situación del pueblo en su propio tiempo. Su idealización progresiva le hizo
perder toda relación directa con los problemas sociales de su época; pero siguió siendo
una de las influencias más vigorosas sobre el pensamiento humano de siempre y la
fuente particular más poderosa de inspiración para la conducta individual.
2. GRECIA: PLATÓNY ARISTÓTELES
Mientras tanto, otra civilización antigua que dejó su huella en el pensamiento europeo, se
había desarrollado de un modo no del todo diferente. Poco sabemos del periodo heroico
de la historia de Grecia; pero de los mitos que subsisten y de leyendas tales como la de la
constitución de Teseo, parece que ya en aquella lejana época estaba muy avanzada la
decadencia de la organización tribal. Existían ya la propiedad privada de la tierra, la
división del trabajo en grado muy avanzado, el comercio —sobre todo marítimo— y el
uso del dinero. Los fuertes lazos tribales se habían roto, y los remplazaron los de una
sociedad rigurosamente dividida en clases y gobernada por una aristocracia de
terratenientes. Ciertas formas democráticas de gobierno que habían subsistido desde los
tiempos más antiguos, como la asamblea popular, perdieron su significado en las
ciudades-Estados del siglo VIII a. C.; el verdadero poder se encontraba en manos de los
propietarios de la tierra y de una clase gobernante hereditaria.
Aunque este tipo de Estado había nacido de la desaparición de las bases económicas
de la sociedad tribal, todavía conservaba demasiadas características de una comunidad
agrícola autosuficiente para responder enteramente a las necesidades de un comercio en
aumento. No sólo la nueva clase comercial llegó a entrar en conflicto con la aristocracia
terrateniente, sino que la dependencia cada vez mayor de la agricultura respecto de los
mercados de exportación y el creciente poder del dinero, condujeron al mismo
empobrecimiento y a la misma esclavización gradual de los campesinos libres que habían
indignado a los profetas del Antiguo Testamento.
La constitución de Solón, en el siglo VI a. C., es un síntoma de ese conflicto, cada vez
más agudo. Pretendía, por varias reformas, evitar las peores consecuencias de los
nuevos hábitos económicos y hacer posible una adaptación pacífica de las instituciones
políticas. Prohibía esclavizar a los deudores y algunos esclavos fueron manumisos; y si
26
no se impidió el cobro de interés, ni se fijó una tasa máxima, se redujeron o cancelaron
muchas deudas pendientes. Se modificó el mecanismo del gobierno dividiendo a los
ciudadanos libres en cuatro clases, según la propiedad que poseían. Aunque todos los
ciudadanos tenían derecho a votar en la asamblea popular, con lo cual conservaban la
facultad decisiva de control del gobierno, los cargos públicos quedaron reservados para
los propietarios.
No tuvieron éxito duradero estas ingeniosas reformas, que trataron de combinar una
constitución aristocrática con una democrática y que afianzaban en el gobierno a los
propietarios al mismo tiempo que restringían ciertos derechos de propiedad. Continuó la
lucha entre la aristocracia y las clases comerciantes que, apoyadas por los campesinos
empobrecidos, clamaban por una participación equitativa en el gobierno. Los conflictos
internos de cada uno de los Estados griegos hasta que sobrevino el colapso de la
civilización griega misma, fueron todos variaciones sobre un mismo tema: la lucha entre
la antigua clase gobernante y las clases mercantiles en auge, complicada con la existencia
de una masa de esclavos, campesinos y artesanos empobrecidos.
EI gobierno de los tiranos, tales como Pisístrato de Atenas, y particularmente la
constitución democrática de Clístenes (509 a. C.), parecieron quebrantar el poder de la
aristocracia, al menos en Atenas. El desarrollo de su comercio y la amenaza de los persas
hicieron que la democracia ateniense fuera, con Temístocles, protagonista de un nuevo
imperialismo helénico; todavía se basaba en el poder económico de la clase comercial,
pero se hizo agresivo, nacionalista y contrario a volver a las condiciones estrechas de la
antigua ciudad-Estado. La democracia ateniense fue incapaz de sobrevivir en las luchas
que siguieron con otros Estados griegos, principalmente con la aristocrática Esparta. Su
propio debilitamiento interno, no menos que la amenaza externa, determinaron su ruina.
El desarrollo del comercio y de las manufacturas a base de la esclavitud ocasionó el
empobrecimiento de la masa de ciudadanos libres. Surgió una nueva clase gobernante;
pero constituida por una reducida minoría y falta de la cohesión de la vieja aristocracia,
resultó inferior a sus rivales griegos, más agresivos. Atenas logró revivir en los cien años
que siguieron a su derrota a manos de Esparta, y las ideas de democracia y de
confederación nacional, que había sustentado cuando estaba en la cumbre de su poder,
recibieron una prórroga de vida. Pero este resurgimiento sólo duró hasta 338 a. C. en
que quedó consumada la conquista de toda Grecia por los macedonios.
La filosofía griega dio su mayor contribución al pensamiento social en la última parte
de este largo periodo de transformación violenta. La teoría política griega nació de un
conflicto social análogo al que había levantado las protestas de los profetas hebreos; se
inspiró también en el descontento y se interesó por la reforma social. Pero si careció del
fervor revolucionario de los profetas, hizo un análisis mucho más penetrante de su propia
sociedad que todo lo que puede hallarse en la Biblia o en muchos centenares de años
después de la civilización griega. Cronológicamente, fue Platón el primero que intentó
hacer una exposición sistemática de los principios de la sociedad y del origen de la
ciudad-Estado, así como un proyecto de la estructura de la sociedad ideal. Pero fue su
discípulo Aristóteles el que puso los cimientos de gran parte del pensamiento económico
27
posterior.
La principal obra de Platón importante para nuestro objeto es La República. En este
diálogo y, en menor extensión, en algunos capítulos de Las leyes, se encuentra la mayor
parte de las ideas económicas de este filósofo. Al examinar esas ideas, es importante
recordar ciertos hechos. Platón era aristócrata por esencia; pero su aversión a la
democracia ateniense no se basaba premeditadamente en la oposición al poder
económico de la creciente clase comercial. Más bien fue una rebeldía espiritual y
romántica suscitada por el exceso de comercialismo. Sin embargo, Platón era también un
hombre de mundo que, con ciertas interrupciones causadas por las inevitables
desilusiones que sufre el filósofo metido a político, intervino constantemente en las
luchas políticas. Se ha pensado7 que La República fue escrita con miras a una invitación
a Siracusa, ciudad donde Platón fue después tutor y consejero de Dionisio II. Su plan de
sociedad ideal no es solamente una utopía, sino que lleva también el sello de un
propósito político inmediato.
El logro mayor de Platón, desde el punto de vista puramente analítico, es la
explicación de la división del trabajo y del origen de la ciudad (entonces idéntica a
Estado), que sirve de prefacio a su esbozo de la república ideal. La ciudad, dice,8 es una
consecuencia de la división del trabajo, el cual, a su vez, es resultado de las diferentes
aptitudes naturales de los hombres y de la multiplicidad de las necesidades humanas. La
especialización se hace necesaria cuando un producto determinado no puede esperar al
trabajador (como sucedía cuando los hombres tenían que realizar multitud de faenas) sin
echarse a perder. Pero cuando los hombres se especializan y cada uno ya no se basta a sí
mismo, se hace imprescindible una organización comercial. Platón no desarrolla el
razonamiento, ni toma en cuenta los aspectos específicamente sociales y económicos de
la división del trabajo. Para él, se trata de un fenómeno natural, y piensa en sus efectos
exclusivamente desde el punto de vista de la calidad superior de los productos (aumento
del valor de uso, como dirían los economistas modernos). Todavía no hay la menor
preocupación por el abaratamiento de los productos que la especialización trae consigo.
No es extraño, pues, que Platón no tuviera idea de la relación entre la magnitud del
mercado y el grado de división del trabajo que iba a hacer famosa Adam Smith.
Jenofonte, contemporáneo de Platón, que en su Ciropedia da una explicación parecida
de la división del trabajo, parece haber comprendido mejor la naturaleza del cambio
privado, ya que distingue entre las grandes ciudades, en que está bastante desarrollada la
división del trabajo, y las pequeñas, en que apenas existe.
Platón dio un uso esencialmente reaccionario a su teoría de la división del trabajo. En
sus manos se convirtió en una idealización del sistema de castas y en un apoyo de la
tradición aristocrática que entonces se encontraba a la defensiva. El Estado ateniense que
había inspirado a Platón su programa era un Estado destrozado por las rivalidades.
Platón conocía aquel conflicto y sus terribles consecuencias en forma de miseria,
corrupción y degradación general. Por lo tanto, en la república ideal no habría
antagonismo de clases; pero esto no se conseguiría aboliendo en absoluto la división en
clases. Antes al contrario, como podía esperarse de un aristócrata, la distinción entre
28
gobernantes y gobernados había de ser mucho más marcada. Pero Platón consideraba a
sus gobernantes más como una casta que como una clase, libre —así lo esperaba— de
todo móvil de explotación económica por su aceptación de normas rigurosas de
conducta. Éste es el secreto del “comunismo” de la república de Platón. Su concepto de
los gobernantes era, sin embargo, un concepto excesivamente idealizado, pues ignoraba
los efectos corruptores del poder absoluto y los aspectos económicos del sistema de
castas. En resumen, era admirablemente apto para convertirse en la apología de una
verdadera oligarquía.
En el Estado ideal de Platón existen dos clases: los gobernantes y los gobernados.
Los primeros se dividen en guardianes y auxiliares; la segunda la forman los artesanos.
Ninguno de estos últimos, entregados como estaban a las faenas serviles de la
producción y la circulación de la riqueza, podía tener el talento necesario para gobernar.
Los individuos de la clase gobernante debían ser seleccionados desde la primera infancia,
y recibir cuidadosa educación, no sólo en filosofía, sino también en el arte de la guerra,
ya que tendrían que proteger a su Estado de ataques del exterior. A la edad de 30 años
sufrirían un examen para seleccionar a los futuros “reyes-filósofos”, como se les ha
llamado, en tanto que los que no lo pasaran seguirían siendo auxiliares, dedicados a las
tareas administrativas generales. Platón, pues, creía en un gobierno de élite, y para esta
élite es para la que pedía una vida comunista de rigor espartano. Libres del degradante
deseo de acumular riquezas, los individuos de ella podían consagrarse a gobernar a su
comunidad por la razón.
Este Estado ideal estaba muy lejos de la democracia ateniense y de la sociedad de su
gran rival, la aristocrática Esparta. En la primera eran comunes los conflictos de clase y
la injusticia, e iban desapareciendo rápidamente las virtudes de un orden social más
estable. En la segunda, el gobierno estaba en manos de una clase hereditaria que no
podía pretender haber pasado por aquel cuidadoso proceso educativo y selectivo que
Platón pedía para sus guardianes. Le interesaba muy poco el bienestar de sus súbditos, a
quienes gobernaba, no por la razón y la benevolencia (ni siquiera por la propaganda falaz
que Platón consideraba como arma justificable de su clase gobernante ideal), sino por
una tiranía brutal. Además, al entrar en contacto con el comercialismo y la colonización
se produjeron en ella los mismos vicios de corrupción y decadencia que estaban
arruinando a la democrática Atenas.
No obstante, en un principio no pareció imposible poner en práctica, en su época,
algunas de las ideas de Platón. Algunos de sus discípulos, como Dión, ocupaban
posiciones influyentes, y existían oligarquías, como la de Siracusa, que ofrecían la
esperanza de evitar los vicios de Atenas y de Esparta. Pero en su aplicación práctica la
concepción idealista de Platón fue tergiversada hasta el grado de hacerla irreconocible.
Se la hizo justificar no sólo las mentiras usadas por un déspota benévolo en favor de sus
súbditos, sino aun los actos más violentos de políticos insaciables. El gobierno de la
razón no triunfó en tiempos de Platón; fue la contrarrevolución aristocrática la que
triunfó, hasta que a su vez tuvo que ceder el lugar al invasor extranjero.
Pero las ideas de Platón sobrevivieron: los románticos y los utopistas han acudido a
29
él una y otra vez en busca de inspiración. Pareto y Wells resucitan la idea de un gobierno
de élite, el uno considerándola como la fuerza impulsora de todo el progreso social del
pasado, y el otro como una casta especialmente idónea para ejercer el gobierno racional,
justo y benévolo del futuro. En los escritos de los filósofos racionalistas revive la
creencia en el gobierno de la razón. La opinión, común a Platón y a Aristóteles, de que
hay ocupaciones indignas, persiste hasta la fecha, y muchas escuelas románticas de
economía comparten el desprecio que Platón sentía por el comercio exterior.
Las analogías más sorprendentes con la mezcla platónica de reacción y utopía
aparecen en los periodos históricos en que tienen lugar cambios radicales y rápidos en la
estructura social y económica. Entonces es cuando surgen hombres a quienes angustia la
decadencia de los valores consagrados, pero que no pueden llegar más que a idealizar el
pasado. Quieren restablecer una edad de oro mítica, porque son incapaces de
comprender las fuerzas que están transformando su propia sociedad. Esto constituye un
rasgo característico muy pronunciado en los románticos alemanes del siglo XIX. Como
veremos más adelante, Fichte y Adam Müller propugnaban el “retorno” a la “paz” y la
“serenidad” de la Edad Media. Y muchas de las tendencias de reforma social que hoy
encuentran partidarios tienen ese mismo carácter romántico. Varía el grado de sinceridad
y de buena intención con que se exponen esas opiniones, pero la intención quizá no tiene
finalmente una importancia decisiva. Bien puede ser que Platón se sintiera sinceramente
preocupado por los males de la nueva democracia de su tiempo, y quizá no fue la suya
una posición egoísta dirigida a salvaguardar los intereses amenazados de la aristocracia a
la cual pertenecía, ni su República crea la niebla mental tan característica de muchos
románticos posteriores. Pero aun él, manifiestamente sincero y de mente clara, y que
escribía en una época en que la especulación filosófica tenía muchas oportunidades para
ejercer una influencia práctica, estaba destinado a ver tergiversadas sus ideas. Este
mismo destino han tenido muchos reformadores posteriores cuya sinceridad no era
menor que la suya. Con frecuencia se ha usado la vestidura romántica para encubrir
propósitos demagógicos, para ocultar los torvos propósitos que en el fondo abrigan
quienes lanzan o explotan ciertas opiniones. Platón y Dión no son los últimos ejemplos
del abismo que separa la intención de la ejecución.
Si Platón fue el primero de una larga serie de reformadores, su discípulo Aristóteles
fue el primer economista analítico; no era de origen aristocrático y parece haber aceptado
mejor que su maestro el desarrollo de la nueva sociedad. En su Política y en las partes
de su Ética que tienen relación con cuestiones políticas y económicas, se evidencia un
profundo conocimiento de los principios en que estaba basada su propia sociedad. Él fue
quien sentó los cimientos de la ciencia y el primero que planteó los problemas
económicos que han estudiado todos los pensadores posteriores.
También Aristóteles analizó la constitución del Estado ideal. Criticó los proyectos de
otros, incluso los de Platón, y propuso los suyos. En el capítulo II de su Política se
opone rotundamente a los principios comunistas de la república ideal de Platón. No
interesan a nuestro objeto los argumentos que emplea contra la comunidad de esposas e
hijos, aunque son interesantes en lo que respecta al desarrollo de la unidad familiar en el
30
Estado griego. El ataque de Aristóteles contra la propiedad en común se basa casi por
completo en el argumento del “incentivo”: los individuos no se interesan tanto por la
propiedad comunal como por la privada; además, surgirían querellas cuando a los
hombres, desiguales por naturaleza en aptitudes y laboriosidad, no se les diferenciara por
oportunidades de goce distintas. Lo necesario no era abolir la propiedad privada, sino
darle un uso más inteligente y liberal.
A la ciudad ideal de Aristóteles le falta el vuelo de fantasía de Platón, pero conserva
la fe en la razón y la benevolencia. El Estado se divide también en gobernantes y
gobernados. Los primeros son la clase militar, los estadistas, los magistrados y el
sacerdocio. Estas funciones no están divididas entre grupos diferentes, sino que los
individuos de la clase gobernante las desempeñarán de acuerdo con la edad: serán
soldados cuando jóvenes y vigorosos, estadistas en la edad madura y sacerdotes en la
ancianidad. Los gobernados son los agricultores, los artesanos y los campesinos. Y
aunque consideraba el comercio como una ocupación antinatural, Aristóteles estaba
dispuesto a admitirlo hasta cierto límite en su ciudad ideal, cuya base seguía siendo la
esclavitud. La justificaba alegando que mucha gente era esclava por naturaleza. Sin
embargo, abrió una brecha en la institución de la esclavitud de su tiempo al insistir en
que los esclavos solamente debían reclutarse entre la gente de origen no helénico.
Pero su parte en la controversia sobre el Estado ideal es la aportación menos
importante de Aristóteles a las primeras doctrinas económicas. Sus ideas analíticas
pueden resumirse bajo tres rubros: a) la determinación del campo de la economía; b) el
análisis del cambio, y c) la teoría monetaria. A estas ideas pueden añadirse algunas otras
observaciones incidentales hechas en el curso de su examen principal. El mérito
particular de ese examen es que la argumentación avanza lógicamente, de modo que
cada paso conduce al siguiente. Según Aristóteles, la economía se divide en dos partes: la
economía propiamente dicha, que es la ciencia de la administración doméstica, y la
ciencia del abastecimiento, que trata del arte de la adquisición. No es necesario decir
nada sobre la primera, excepto que trata del desarrollo de la ciudad a partir del hogar y la
aldea y que contiene la famosa defensa de la esclavitud.
El estudio de la ciencia del abastecimiento llevó pronto a Aristóteles a analizar el arte
del cambio, por medio del cual se satisfacen cada vez mejor las necesidades del hogar.
Aquí distingue entre una forma natural y una forma antinatural del cambio. La primera
es tan sólo una rama de la economía doméstica destinada “a satisfacer las necesidades
naturales de los hombres”;9 nace de la existencia de acervos variables de bienes y de la
ampliación de la asociación de los hombres más allá de los confines del hogar. De esta
forma simple del cambio nace otra más complicada y artificial.
“Hay dos usos para todas las cosas que poseemos: ambos pertenecen a la cosa como
tal, pero no en la misma forma, porque uno es el uso propio y el otro es el uso impropio
o secundario de ellas. Por ejemplo, un zapato se usa para calzarlo y también para
cambiarlo; ambos son usos del zapato.”10 Con estas palabras puso Aristóteles la base de
la distinción entre valor de uso y valor de cambio, que ha perdurado como parte de la
doctrina económica hasta el día de hoy. Aunque sus palabras son oscuras, parece decir
31
que el valor secundario de un artículo —como medio de cambio— no es,
necesariamente, “antinatural”. Los hombres pueden practicar el cambio sin entrar en la
forma antinatural de abastecimiento o arte de adquirir dinero. En ese caso cambiarían
sólo hasta que tuvieran lo suficiente; pero el trueque no se detiene ahí. Los hombres
dependen cada vez más del cambio para la satisfacción de sus necesidades y crean un
medio para facilitarlo. Adoptan convencionalmente el uso de un artículo que sea útil por
sí mismo, como el hierro o la plata, para facilitar el cambio.
Aristóteles llevó así un poco más lejos la definición platónica del dinero como
símbolo para fines de cambio. Señala la forma en que las molestias del trueque directo
condujeron al desarrollo del cambio indirecto, cómo la moneda remplazó a la medición
por el tamaño y el peso, y cómo nació el comercio por el comercio mismo, o sea el afán
de adquirir dinero. La peor forma de adquirir dinero es la que usa el dinero mismo como
fuente de acumulación, o sea la usura. El dinero está destinado a ser usado en el cambio,
pero no para acrecentarlo por medio del interés; por naturaleza es estéril y como se
multiplica por medio de la usura, ésta es la forma más antinatural de hacer dinero. En
estas opiniones todavía muestra Aristóteles el anhelo de limitar el campo del comercio
situándolo sobre una base ética y distinguiendo diferentes formas de él. Hasta aquí se
halla todavía dentro de la tradición platónica, y no es sorprendente, por lo tanto, que
cuando la doctrina cristiana de la Edad Media quiso condenar los aspectos más bajos del
comercio —el afán de lucro por el lucro mismo, y en particular la usura— buscase
apoyo en Aristóteles.
El mismo examen que hizo Aristóteles de las dos artes de ganar dinero, no sólo fue
un intento de precisar una distinción ética, sino también un verdadero análisis de las dos
formas en que el dinero actúa en el proceso económico: como medio de cambio cuya
función termina con la adquisición del bien necesario para la satisfacción de una
necesidad, y en la forma de capital-dinero, que conduce a los hombres al deseo de una
acumulación ilimitada. Por primera vez en la historia de la doctrina económica aparece la
distinción entre dinero y capital real (Aristóteles distinguía ya los bienes que se utilizan
para adquirir más bienes); pero los economistas posteriores la despojaron de su vestidura
ética.
De su estudio de la naturaleza del dinero concluye Aristóteles que éste tiene un
origen más convencional que natural. La traducción de la palabra griega nomos, por la
latina lex, fue causa de muchas dificultades para los intérpretes posteriores, en especial
para los escolásticos medievales. No acertaron a distinguir claramente entre dinero de
curso legal y dinero en el sentido más general, de medio de cambio creado por el uso. Se
ha sugerido11 que la opinión de Aristóteles sobre este punto se anticipó a la teoría estatal
del dinero, de Knapp, que hace del dinero una criatura de la ley. Pero parece claro que
Aristóteles no quiso decir con la palabra nomos otra cosa que la convención del mercado,
lo cual es muy distinto de la ley. Distinguió ésta de las instituciones “naturales” del
proceso económico sólo con el objeto de destacar la evolución que había sufrido la
economía doméstica, y también para diferenciar los dos aspectos del dinero como medio
de cambio y como capital-dinero.
32
La apreciación que hace Aristóteles del problema del valor de cambio y de la función
del dinero en la determinación de éste, revela aún más claramente su percepción aguda
de la verdadera naturaleza del cambio en el mercado. Los pasajes relativos del libro V de
la Ética son un tanto oscuros, pero demuestran que acertó a formular el problema de la
función del dinero como “medida” de valor. La cuestión de la determinación del valor de
cambio se convierte también, en parte, en un problema ético. Aparece en su estudio de la
justicia, y en particular de la justicia correctiva que debiera subyacer las transacciones
comerciales. Advierte que el cambio se basa en la equivalencia. Considera las
necesidades como la base definitiva del cambio, pero cree al mismo tiempo que es
esencial una “igualdad armónica” anterior al cambio.12 Así, está del lado de quienes
piensan que el valor de cambio existe con independencia del precio y con anterioridad a
todo acto particular de cambio.
No desarrolló, empero, una teoría de los factores que determinan ese valor de
cambio, sino que se conforma con asentar que, aunque los bienes que se cambian son,
por esencia, inconmensurables, deben ser, para cambiarse, comparables en alguna forma.
Funda esta posibilidad de cambio general, en primer lugar, en la existencia de la demanda
mutua que une a la sociedad, “porque si la gente no tuviese necesidades, o éstas fueran
desemejantes, o bien no habría cambio o éste no sería como es ahora”. En segundo
lugar, hace del dinero “una especie de representante admitido” de la demanda. “Lo mide
todo…, por ejemplo, la cantidad de zapatos que equivalen a una casa o a una comida.”
Lo que empieza siendo promesa de una teoría del valor termina por ser sólo el enunciado
de la función de unidad contable del dinero. Pero el problema está bien planteado, como
asimismo el de la función del dinero como “portador de valor”. Aristóteles reconoce que
“el dinero es útil atendiendo a cambios futuros”, pero también que su valor, como el de
otras cosas, está sujeto a modificaciones. Aunque debemos a Aristóteles los comienzos
de un verdadero análisis del problema del valor de cambio, fue el aspecto ético de la
opinión de Aristóteles el que sirvió de contenido a las teorías medievales del cambio, que
encontraron su primera aplicación en la doctrina del “precio justo”. Hasta el nacimiento
de la economía política clásica en el siglo XVIII no aparece la primera teoría positiva del
valor.
En Aristóteles encontramos la primera separación y reunión de los puntos de vista
positivo y ético respecto del proceso económico. Su visión de la sociedad es análoga a la
de Platón. Por ejemplo, Aristóteles atribuye los males de la propiedad no a la institución
en sí misma, sino a la forma viciosa en que los hombres la administran. Pero está trazada
muy claramente la distinción entre las formas que la actividad económica realmente toma
y los preceptos éticos a que debiera someterse. Nadie, durante siglos, le superó en el
análisis de los principios de una sociedad que pasa de la autosuficiencia agrícola a la
industria y el comercio. Sigue siendo también la mejor fuente de inspiración de todos los
que desean llegar a una transigencia honrosa entre los empeños más bajos y los más
elevados del hombre. Había una institución, la fundamental de la sociedad en que vivía,
con la cual fue incapaz de romper: la esclavitud, y esa institución fue la que degradó a su
civilización. Sin embargo, no fue en Grecia, sino en Roma, donde estalló la lucha entre la
33
clase explotada del mundo antiguo y sus gobernantes.
3. EL IMPERIO ROMANO Y EL CRISTIANISMO
Roma dejó una herencia escasa de estudios específicamente económicos. El gran
imperio, a cuyo lado la ciudad-Estado griega parece una insignificante unidad, fue
incapaz de producir grandes pensadores sociales. No es posible emprender aquí el
análisis de las razones que produjeron esa parquedad de la especulación filosófica en la
antigua Roma. Todo lo que puede decirse en relación con la doctrina económica es que
la lucha entre la sociedad antigua y la nueva en sus aspectos específicamente
económicos, tan viva ante los ojos de los filósofos griegos cuyas opiniones inspiró,
parece no haber sido tan marcada en Roma.
El Imperio Romano tuvo también su origen en pequeñas comunidades agrícolas, con
muy escaso comercio y una rígida división en clases sociales. Pero las condiciones
geográficas favorables, la abundancia de recursos naturales, el logro temprano de una
especie de cohesión nacional y la conquista de colonias, que durante algún tiempo
resolvieron el problema de los agricultores empobrecidos, produjeron una transición
rápida a una estructura social más amplia y compleja. Esta transición, aunque más suave,
al parecer, que en Grecia, no se llevó a cabo sin conflictos. Las guerras y las conquistas
que extendieron el poderío de Roma fueron acompañadas de graves dislocaciones
económicas y de un antagonismo de intereses cada vez más intenso entre pobres y ricos.
Si empobrecieron a los pequeños agricultores a causa de los impuestos cada vez
mayores, aumentaron la riqueza de los grandes terratenientes, prestamistas y
mercaderes, y crearon una nueva clase rica de quienes fueron capaces de beneficiarse de
la actividad económica acelerada de la guerra y de la reconstrucción. Sin embargo, la
fundación del imperio y la consiguiente consolidación de la administración y de la
hacienda públicas no tardaron en conducir a un periodo de prosperidad que hizo posible
aligerar los impuestos y acallar el descontento con pan y circo.
El interés por las cuestiones económicas no se manifestó sino en el ocaso del
esplendor imperial; pero aun entonces, la que campea es poco más que una versión de
segunda mano de la doctrina griega. El deseo de retornar a las condiciones más
primitivas del pasado (vistas también románticamente), una gran estimación por la
agricultura, la rigurosa condenación de las formas más recientes de hacer dinero, el
ataque a los latifundios, grandes posesiones que se formaron después de las guerras
púnicas: tales son los elementos recurrentes del pensamiento social romano. Hay poco
original en los escritos de los filósofos, aunque puede decirse que Plinio hizo avanzar un
tanto el estudio del dinero al señalar las cualidades que hacen del oro un medio de
cambio particularmente satisfactorio.
La única novedad importante es el cambio perceptible en la opinión sobre la
esclavitud. Ya no hay la justificación de la esclavitud constantemente repetida en las
obras de los filósofos griegos, y hasta llega a dudarse que la esclavitud sea una institución
34
natural. En las obras de escritores sobre agricultura (como Columela), interesados en
cuestiones técnicas, se califica de ineficaz el trabajo de los esclavos. Plinio era de esta
misma opinión. Era cierto que en los grandes latifundios, y a causa de la dificultad de
ejercer adecuada vigilancia, la esclavitud se estaba convirtiendo en una forma
antieconómica de trabajo; y cuando, después de terminada la época de las conquistas,
desapareció la oferta de esclavos nuevos, quedó destruida toda la base económica de la
esclavitud para el trabajo de la tierra. Tampoco la industria urbana podía desarrollarse a
menos de que desaparecieran gradualmente los esclavos; y si la industria y el comercio
(pero no el préstamo) siguieron siendo considerados como ocupaciones plebeyas dignas
únicamente de los esclavos, los extranjeros o los plebeyos, ello sólo trajo consigo la
decadencia paulatina de la vieja clase gobernante y el nacimiento de una clase de libertos
que ocupaban situaciones políticas cada vez más importantes.
El Imperio Romano no encontraba solución a los problemas que surgieron después
del siglo II de nuestra era. La clase gobernante cuyo poder económico desaparecía se
enfrentaba a los plebeyos y libertos oprimidos por el peso de los tributos impuestos por
un aparato administrativo demasiado grande, y a una masa de esclavos desesperados.
Esta decadencia interna y la debilitación del dominio militar sobre las provincias lejanas
produjeron el hundimiento final del imperio, el cual, aunque no produjo un cuerpo de
doctrina económica, dejó dos legados importantes.
El conjunto de leyes que ha tenido la influencia más profunda en las instituciones
jurídicas, nació y se desenvolvió en la época de esplendor del imperio, cuando durante
algún tiempo los patricios, los nuevos terratenientes y las clases comerciales pudieron
vivir en una paz relativa. En primer lugar, el intercambio que tuvo Roma con otros
pueblos desde tiempos muy remotos, puso en contacto sistemas legales diferentes y creó
el interés por los problemas de sus relaciones. El ius gentium fue el cuerpo de todas las
leyes que eran iguales en naciones diferentes y que fueron creadas por las necesidades de
un mismo proceso histórico. De este concepto nació más tarde la idea del derecho
natural, que tuvo influencia considerable en la evolución del pensamiento económico. De
importancia más directa fueron las doctrinas que formularon los juristas romanos para
regular las relaciones económicas. Sostuvieron los derechos de la propiedad privada casi
sin límites y garantizaron la libertad de contrato en una medida que parece rebasar las
condiciones de aquel tiempo.
Estos dos rasgos del derecho romano, fundamentales en lo que concierne a las
relaciones económicas, revelan hasta dónde había desarrollado Roma el mecanismo del
comercio moderno. Reflejan el carácter marcadamente individualista de la estructura
económica romana, en agudo contraste con la supervivencia de elementos de grupo más
rígidos en la economía, mucho menos desarrollada, de la sociedad griega. Nada tan
sorprendente como la diferencia entre la opinión de Aristóteles sobre la propiedad y la
inherente al derecho romano; en la primera, un fuerte elemento ético limita los derechos
de propiedad, y en la segunda campea un individualismo ilimitado. Así, mientras
Aristóteles se convirtió en el filósofo de la Edad Media y en una de las fuentes del
derecho canónico, el derecho romano sirve de base importante a las doctrinas e
35
instituciones legales del capitalismo.
Aunque el derecho y las costumbres del imperio no parecen haber influido sobre los
males de su orden social, Roma fue el suelo nativo de los mayores movimientos de
rebeldía en la antigüedad. En sus orígenes, el cristianismo está dentro de la tradición de
los profetas hebreos. El Mesías vendrá, había dicho Isaías, “…para predicar la buena
nueva a los abatidos, y sanar a los de quebrantado corazón; para anunciar la libertad a
los cautivos y la liberación a los encarcelados”.13 Y Jesús, después de leer estas palabras
en la sinagoga de Nazaret, añadió: “Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír.”14
Sea cual fuere la opinión que se tenga de los Evangelios, es indudable que Jesús se daba
cuenta de que Su misión como Mesías incluía la de emancipador de los pobres y los
oprimidos. Como los profetas, condena a los explotadores del débil y a quienes, sin la
menor consideración para sus prójimos, acumulan riquezas; como ellos, les advierte que
recibirán su justo castigo por la ira de Dios.
Sin embargo, son grandes las diferencias entre las enseñanzas de Jesús y las de los
antiguos profetas hebreos. Cuando éstos formulaban sus protestas, todavía estaba vivo el
recuerdo de la comunidad tribal con sus obligaciones de grupo. Podían volver sus ojos a
ella y apelar a sus costumbres y leyes en sus ataques contra la fuerza invasora de la
nueva sociedad dividida en clases sociales. Con algunas excepciones, hubo en los
profetas el elemento romántico de los laudatores temporis acti. Tal elemento no está del
todo ausente de los Evangelios, pero en ellos ya no se concede la mayor importancia a
las tradiciones heredadas de la comunidad primitiva, sino a las nuevas normas de
conducta social, desde la justicia hasta el amor. En cierto sentido, los Evangelios son más
revolucionarios que los libros de los profetas. Su base es más universal, ya que su
llamado se dirige no sólo a las clases oprimidas, sino a toda la humanidad, y su finalidad
era, no la eliminación de los abusos individuales, sino el cambio completo de la conducta
del hombre en la sociedad.
También hay grandes diferencias entre las enseñanzas de Cristo y las de los filósofos
griegos. Hemos visto ya que las doctrinas económicas de Platón, y en cierta medida las
de Aristóteles, nacían de la aversión aristocrática por el desarrollo del comercialismo y de
la democracia. Sus ataques contra los males que acarrea el afán de acumular riquezas
son reaccionarios: miran hacia atrás, y el de Cristo mira hacia adelante, pues exige un
cambio total en las relaciones humanas. Aquéllos soñaban con un Estado ideal, cuyas
fronteras coincidían con los límites de la ciudad-Estado, destinado a brindar una “buena
vida” tan sólo a los ciudadanos libres; Cristo pretendió hablar por todos y para todos los
hombres. Platón y Aristóteles habían justificado la esclavitud; las enseñanzas de Cristo
sobre la fraternidad entre los hombres y el amor universal eran incompatibles con la
institución de la esclavitud, a pesar de las opiniones expuestas después por Santo Tomás
de Aquino. Los filósofos griegos, interesados sólo por los ciudadanos, sostuvieron
opiniones muy rígidas sobre la diferente dignidad de las distintas clases de trabajo, y
consideraban las ocupaciones serviles, con excepción de la agricultura, como propias sólo
de los esclavos. Cristo, al dirigirse a los trabajadores de Su tiempo, proclamó por vez
primera la valía material tanto como espiritual de cualquier clase de trabajo.
36
Pero los mismos factores que hicieron al cristianismo más revolucionario, lo hicieron
también más utópico. Los esclavos, los campesinos pobres, los pescadores y los
artesanos, entre quienes estaban los primeros y más vehementes discípulos de Cristo, no
pudieron encontrar en su sociedad las condiciones que hubieran hecho posible
transformarla. En la principal lucha social de su tiempo, que tenía lugar entre patricios y
plebeyos (complicada por el conflicto entre los pueblos de las colonias conquistadas y
sus conquistadores imperiales), tuvieron poca participación los esclavos y el proletariado
urbano. Pero los plebeyos, los otros gobernantes posibles, no pudieron adquirir fuerza
económica, porque aún no había una industria suficientemente desarrollada. La base de
la riqueza de los plebeyos era predatoria: explotación colonial, usura o monopolio. Por
consiguiente, la lucha entre plebeyos y patricios no produjo una nueva clase gobernante,
sino la decadencia de la sociedad romana. Los esclavos y los “proletarios”, en la medida
en que abrazaron la religión nueva y sus doctrinas sociales, tuvieron que abandonar toda
esperanza de mejorar su situación material. Los aspectos espirituales de la nueva
enseñanza se fortalecieron; entre ellos y los problemas económicos materiales de la
época surgió una oposición manifiesta, y al final quedó muy poco que tuviera una
importancia social inmediata. Pero fue durante ese periodo cuando la Iglesia floreció
como una institución feudal profundamente arraigada en la estructura económica de la
sociedad medieval.
Al llegar a la Edad Media advertimos que las palabras de Cristo ya no son suficientes
como base de las doctrinas de la Iglesia, que, incorporadas en el derecho canónico,
gobernaron toda la conducta de los hombres. Los cimientos del pensamiento medieval lo
formaron, además de los preceptos éticos que la enseñanza social de Cristo había
contenido originariamente, las doctrinas de Aristóteles, derivadas de un trasfondo
histórico diferente e inspiradas por motivos diversos.
4. LA EDAD MEDIA Y EL DERECHO CANÓNICO
Hoy día son raras las controversias sobre el tiempo que abarca la expresión Edad Media.
En general, se considera que comprende un periodo de mil años, aproximadamente,
desde la caída del Imperio Romano en el siglo v hasta mediados del XV. Sólo
historiadores interesados en alguna tesis determinada señalan límites más precisos, los
cuales no son necesarios a nuestros propósitos. Desde nuestro punto de vista, la época es
importante sólo como indicio del tiempo durante el cual fueron preeminentes cierta
forma de sociedad y ciertas teorías sociales. Tampoco necesitamos adscribirnos a
ninguno de los modos diversos de valuar la calidad de la vida medieval, asunto que
todavía suscita vivas controversias. A las sociedades sucesivas y a sus teorizantes
siempre les resulta tentador mirar el pasado a través de cristales oscuros o rosados.
Muchos historiadores liberales de la economía no ven en la Edad Media sino
estancamiento. Impresionados por el enorme desarrollo que habían tenido el capitalismo
y sus formas políticas, no pueden sino desdeñar el lento proceso económico de los
37
tiempos anteriores. A la inversa, aquellos cuyas opiniones sociales se inspiraron en una
reacción contra el capitalismo, destacan el orden y la estabilidad de la sociedad medieval
e ignoran los males que fueron sus acompañantes indispensables. Una opinión realista
debe evitar esta parcialidad y apreciar la estructura social de la Edad Media en su
integridad, aunque contuviera elementos muy dispares.
En la actualidad, existe un acuerdo casi general sobre un punto: ya no se consideran
como una laguna en la evolución social los mil años que van desde la caída de Roma
hasta la caída de Constantinopla. Fueron muy reales las oscuras épocas de barbarie que
abrumaron a las civilizaciones griega y romana, pero no condujeron a un rompimiento
completo entre la sociedad de la antigüedad y la de la Edad Media. Los rasgos esenciales
de estructura social de la Edad Media, los relativos a la distribución y regulación de la
propiedad, sobre todo de la tierra, tuvieron su origen en procesos que ocurrieron en el
último periodo del Imperio Romano. Ni hubo tampoco una ruptura total al terminar la
Edad Media; la caída de la sociedad feudal fue lenta, y el capitalismo comercial se gestó
en las entrañas del mundo medieval. La impresión de estancamiento y de aislamiento
histórico que a veces produce la Edad Media se explica sólo por el hecho de que a los
observadores modernos, acostumbrados a los rápidos cambios de los últimos doscientos
años, les parece que aquel orden social perduró larguísimo tiempo.
La esencia de la sociedad medieval estriba en la división en las clases de señores y
siervos, derivada de la estructura de los latifundios de la última época romana. La
creciente escasez de esclavos produjo un cambio en el método de administración de las
grandes propiedades, si bien la propiedad territorial conservó aún sus atractivos. En vez
de cultivar ellos mismos esas propiedades por medio de gran número de esclavos, los
propietarios arrendaban, aparte de su propio dominio, parcelas a arrendatarios libres o a
esclavos, a cambio de una renta en especie y dinero y de que les cultivaran sus dominios.
Existía, además, la necesidad de asentar en las fronteras una población militar para fines
de defensa, y esto condujo también a la formación de una clase de colonos que poseían
ciertos privilegios, pero que, a la vez, estaban sujetos a muchas obligaciones. En el siglo
IV, el arrendatario libre fue adscrito a la tierra, y así empezó un nuevo sistema de
servidumbre que con el tiempo remplazó eficazmente a la esclavitud antigua. La
decadencia del imperio puso en manos del terrateniente cada vez mayores facultades
administrativas y convirtió su heredad en la nueva unidad económica y política,
precursora del señorío medieval.
Poco significaron las aportaciones de otros pueblos a la estructura social que así se
produjo. Algunos de ellos habían creado ya por sí mismos una organización económica
análoga, o la crearon después. Otros la lograron mediante sus relaciones con Roma.
Aunque su experiencia inicial era diferente, los pueblos del norte de Europa, sobre todo
los germanos, al fin crearon también un sistema señorial. Los factores más poderosos de
esta evolución fueron: la expoliación de tierras realizada por conquistadores que se
convirtieron en reyes, y las concesiones de tierras que éstos otorgaban a sus partidarios
presentes o futuros. Así nació el sistema de los señoríos feudales, cuya amplitud y
complejidad variaban, extendiéndose a veces a todo un imperio y otras sólo a unas
38
cuantas fincas, pero su carácter era el mismo: una división rigurosa en diferentes clases
sociales con derechos y deberes diferentes y minuciosamente definidos.
No sólo en cuanto a la tierra, sino también en el comercio y la industria el avance
prosiguió sin interrupción desde sus comienzos en Roma. El comercio oriental del
imperio, aunque de alcance limitado, era importante y sirvió de base al comercio
medieval de las ciudades italianas; a él se sumó el extenso comercio que hacía el Imperio
de Oriente. Y tanto los normandos como los musulmanes, que habían empezado siendo
guerreros saqueadores, acabaron por convertirse en comerciantes. Las industrias, aparte
de la construcción, no estaban muy desarrolladas en Roma, y también en la Edad Media,
por lo menos hasta sus últimos años, permanecieron limitadas a las necesidades de un
pequeño mercado local y a unos pocos productos de gran importancia para el tráfico a
larga distancia. Pero ya en Roma la regulación de la industria iba cayendo en manos de
asociaciones voluntarias de todos los individuos dedicados al mismo ramo. Los dos
elementos de los gremios medievales, la sociedad fraternal y el monopolio, estaban ya
presentes en aquellos collegia romanos, aun cuando es imposible reconstruir una línea
directa de descendencia.
¿Cuál era el principio unificador de esta sociedad medieval, tan tajantemente dividida
en clases y grupos sociales? En primer lugar, el principio mismo de la división era
considerado como el fundamento de la sociedad. En la Edad Media se admitía sin
discusión la desigualdad terrenal de los hombres. Las actividades de cada individuo
estaban reguladas de acuerdo con su posición. Su lugar en la sociedad, así como sus
deberes y privilegios, estaban minuciosamente definidos en relación con los rasgos
políticos fundamentales de su Estado. Aunque la comunidad orgánica de la tribu había
desaparecido en definitiva, y la desigualdad y la coacción habían remplazado a la libre
asociación entre iguales, no existía aún un “individualismo atómico”. Las exigencias de
fidelidad al grupo eran simplemente más numerosas y diversas y se imponían por medio
de la coerción con frecuencia brutal.
El segundo principio unificador, estrechamente relacionado con el primero, lo
proporcionaba el papel de la Iglesia. Después de la caída de Roma, la Iglesia había
adquirido cada vez más los caracteres de una institución, aumentando mucho su poder
espiritual y material. En la Edad Media se convirtió, en su aspecto secular, en uno de los
pilares más importantes de la estructura económica existente. Su propiedad territorial
había crecido en tal grado, que la Iglesia era el más poderoso de los señores feudales.
Pero mientras que los señoríos feudales temporales estaban dispersos y carecían de lazos
de unidad nacional, la Iglesia poseía una unidad de doctrina que le daba un poder
universal. Esta combinación de poder secular y espiritual tuvo por consecuencia una
armonía completa entre las doctrinas de la Iglesia y la sociedad feudal. Esta armonía es
lo que explica por qué la Iglesia podía pretender dirigir todas las relaciones y toda la
conducta de los hombres en este mundo y al mismo tiempo dictar los preceptos que los
llevarían a su salvación espiritual. También explica por qué las doctrinas económicas
resultantes de esa pretensión no eran inadecuadas para las condiciones de aquel tiempo.15
Las ideas económicas formaban parte de las enseñanzas morales del cristianismo.
39
Pero, sin embargo, el dogma cristiano no resultó suficiente. El mundo medieval no podía
renunciar a la naturaleza ética de sus doctrinas sin perder su razón de ser espiritual; pero,
puesto que sus raíces también se hundían en las condiciones económicas de la sociedad
feudal, combinó las enseñanzas de los Evangelios y de los primeros Padres de la Iglesia
con las de Aristóteles, el filósofo que había atemperado sus opiniones realistas sobre el
proceso económico con postulados éticos. En todas las discusiones canónicas sobre
instituciones y prácticas económicas, encontramos la unión de la ética económica, que
había formado parte de la misión espiritual del cristianismo, y las instituciones existentes
con todas sus imperfecciones. Muchas veces esta unión no era sólida, pero no se rompió
hasta que las instituciones empezaron a desmoronarse bajo la presión de fuerzas
económicas nuevas.
Los canonistas aceptaron la distinción aristotélica entre la economía natural del hogar
y la antinatural de la ciencia del abastecimiento, o sea el arte de ganar dinero. La
economía es, para ellos, un cuerpo de leyes, no en el sentido de leyes científicas, sino en
el de preceptos morales encaminados a conseguir la buena administración de la actividad
económica. La parte de la economía que en la práctica era muy parecida a la que había
expuesto Aristóteles, se apoyaba en una base de teología cristiana. Ésta condenaba la
avaricia y la codicia y subordinaba el mejoramiento material del individuo a los derechos
de sus semejantes, hermanos en Cristo, y a las necesidades de la salvación en el otro
mundo. De esta guisa pudo la Iglesia condenar unas veces las prácticas económicas que
aumentaban la explotación y la desigualdad, y otras veces predicar la indiferencia hacia
las miserias de este mundo. En general, defendía la desigualdad de situaciones que Dios
había designado a los hombres.
La mayor importancia concedida a este último punto es lo que distingue a los
canonistas de los primeros Padres de la Iglesia. Los Evangelios y los Padres dejan una
impresión rotunda de oposición a los bienes de este mundo. Aun cuando no condenan en
absoluto la institución de la propiedad, invariablemente atacan muchas de sus
manifestaciones. Cristo había condenado el deseo de riquezas y San Jerónimo había
dicho: “Dives aut iniquus aut iniqui haeres.”16 Se puso en duda todo el fundamento del
comercio, al argüir Tertuliano que eliminar la codicia era eliminar la razón de la ganancia
y, por lo tanto, la necesidad del comercio. San Agustín temía que el comercio apartase a
los hombres de la búsqueda de Dios; y a principios de la Edad Media era común en la
Iglesia la doctrina de que “nullus christianus debet esse mercator”.17
Pero a fines de la Edad Media estas opiniones sobre la propiedad y el comercio se
encontraron en diametral oposición con un sistema económico firmemente atrincherado
que descansaba en la propiedad privada y con un comercio muy ampliado producido por
el crecimiento de las ciudades y la expansión de los mercados. Ante esta nueva situación
económica no podía prevalecer la intransigencia de la Iglesia primitiva. No obstante que
algunos escolásticos, como el dominico Raimundo de Peñafort, maestro general de la
orden, seguían condenando el comercio,18 en el más importante de ellos, Santo Tomás de
Aquino, encontramos una clara tendencia a conciliar el dogma teológico con las
condiciones imperantes de la vida económica.19 Respecto de la propiedad, no admitía los
40
derechos ilimitados que concedía el derecho romano, que de nuevo empezaba a privar, y
encontraba en la distinción aristotélica entre el poder de adquisición y administración y el
poder de uso una separación importante de dos aspectos de la propiedad. El primero
confería derechos al individuo, y los argumentos con que Santo Tomás lo defiende son
los mismos que ya hemos visto en el ataque de Aristóteles contra Platón. El segundo
impone al individuo obligaciones en interés de la comunidad. Así pues, no la institución
en sí misma, sino el modo de usarla es lo que determinaba su bondad o su maldad. Era
el más allá lo que importaba: la conducta en este mundo tenía que ser juzgada por
referencia a la salvación definitiva. Santo Tomás no pretendía que la riqueza fuese
natural y buena en sí misma, sino que la clasificaba entre otras imperfecciones de la vida
terrena del hombre, inevitables, pero que debían mejorarse tanto como lo permitiera su
propia naturaleza. Aunque estaba dispuesto a llegar, en sus restricciones del derecho de
propiedad, hasta el punto de justificar el robo por necesidad, se daba perfecta cuenta de
las consecuencias de la posición social en la sociedad medieval. Ordena, por ejemplo, dar
limosna, pero sólo hasta el punto en que ello no obligue al dadivoso a vivir en
condiciones inferiores a las de su posición social.
De este concepto de la propiedad nace naturalmente una transigencia ante el
problema del comercio. Santo Tomás no lo considera bueno ni natural; antes, al
contrario, comparte la opinión de Aristóteles de que es antinatural, y añade que implica
perder el estado de gracia. Pero era un mal inevitable en un mundo imperfecto, y
únicamente podía justificarse si el comerciante buscaba sostener con él su hogar y
cuando tenía por objeto beneficiar al país.20 Las ganancias obtenidas entonces en el
comercio no eran sino la recompensa del trabajo. La justificación del comercio dependía
asimismo de si el cambio efectuado era justo, es decir, si lo que se había dado y lo que
se había recibido tenían igual valor. En este punto Santo Tomás se inspiró de nuevo en
Aristóteles, cuyo análisis del valor de cambio está contenido, como hemos visto, en su
estudio de la justicia. Pero también tuvo otra fuente. Los primeros Padres de la Iglesia,
no obstante su general antipatía por el comercio, tuvieron que hacerle frente a una
práctica que condenaban, pero que no podían abolir; y también habían intentado hacerlo
formulando el principio del “precio justo”. Era éste un precio objetivo, inherente a los
valores de las mercancías, y apartarse de él era infringir el código moral.
Es imposible descubrir qué es lo que, a los ojos de los teólogos, determinaba ese
precio, ni explicarlo en términos que tengan alguna semejanza con las teorías económicas
modernas. San Agustín, en su famoso ejemplo del comprador honrado, sólo dice que,
aunque el vendedor ignoraba el valor del manuscrito que vendía, el comprador pagó el
“precio justo”. Más tarde, se encuentra algún intento de formular una teoría del “precio
justo” en los escritos de Alberto Magno;* en una breve alusión desarrolla las ideas de
Aristóteles insistiendo en que, idealmente, deben cambiarse mercaderías que supongan la
misma cantidad de trabajo y de gasto. También Santo Tomás de Aquino parece haber
sustentado una vaga teoría del valor de cambio con base en el costo de producción, la
cual revistió igualmente una forma ética. El costo de producción se determinaba por el
principio de la justicia, a saber, lo que era necesario para la subsistencia del productor.
41
Sin embargo, la idea del “precio justo” expresaba, en general, poco más que la del precio
convencional. Sobre todo, estaba concebido para evitar el enriquecimiento por medio del
comercio. El Derecho Civil, con sus fundamentos romanos, y el instinto natural del
hombre, parecían estimular a éste a vender las mercancías en más de lo que valían. Pero
esto, según demostró Santo Tomás, era contrario a la ley divina, superior a las hechas
por los hombres; y el instinto común del hombre conduce con frecuencia al vicio. El
comercio sólo podía justificarse si se dirigía a promover el bienestar general, y si,
además, ofrecía igual ventaja a las dos partes.
Fuera de estos argumentos éticos, la idea de un precio convencional no era del todo
irreal en los primeros tiempos de la Edad Media; la sociedad de entonces, con su
economía aún preponderantemente natural, con las dificultades de transportes, el
comercio restringido y los mercados locales, no era un medio apropiado para el libre
juego de las fuerzas de la oferta y la demanda. En las condiciones limitadas del
comercio, no era irrazonable insistir en precio habitual determinado por una “estimación
común”. Además, las opiniones y las prácticas de la autoridad secular apuntaban en la
misma dirección que el derecho canónico, aunque se inspiraban en motivos más
prácticos. El comercio era aún bastante azaroso como para hacer necesaria la
implantación de reglas que aseguran un abastecimiento de mercancías todo lo constante
y regular posible; disposiciones contra el monopolio, la especulación y el
acaparamiento, y la fijación de precios máximos eran rasgos comunes de la legislación y
de los reglamentos de los gremios.
Aun así, el avance del comercio fue lo suficientemente rápido para obligar a la Iglesia
a retirarse de su posición original. El mismo Santo Tomás había permitido algunas
oscilaciones en torno al “precio justo” de acuerdo con las fluctuaciones del mercado;
había justificado, en particular, que el vendedor pidiera un precio más alto cuando, de
otra manera, sufriría pérdidas. Y otros escritores posteriores formularon nuevas
limitaciones. El costo del transporte de las mercancías al mercado, los errores de cálculo
y la diferencia de posición de los participantes en el cambio se convirtieron en razones
válidas para apartarse del “precio justo”. Con el tiempo se admitió que aun las
variaciones de la oferta y la demanda afectaran los precios del mercado; y en el siglo XV,
San Antonio, aunque insistía en el principio de la equidad, introdujo tantas distinciones
en la doctrina, que la fuerza del “precio justo” objetivo se quebrantó en alto grado y
empezaron a “admitirse las fuerzas impersonales del mercado”.21
El debilitamiento de la rigidez del dogma canónico es aún más notable en el caso del
otro de sus dos principales preceptos económicos, el relativo a la usura. Las enseñanzas
de Cristo en este punto son absolutamente inequívocas. Aunque el único precepto que
aparece en los Evangelios22 se interpreta de diversas maneras, ni siquiera la falta de una
condenación específica puede alterar el hecho de que el enriquecimiento mediante el
préstamo de dinero era considerado como la peor forma de obtener ganancias. La ley
hebrea prohibía también el cobro de intereses. El Éxodo (22,25) prohíbe “imponer
usura” a ningún miembro del pueblo de Dios, y se ha dicho que, según el Talmud, la
prohibición parece de aplicación universal, y no sólo a los judíos entre sí.23 Tuviera razón
42
o no Santo Tomás en pretender que la prohibición bíblica implicaba que un judío podía
cobrar intereses a un gentil, sabía muy bien que esto no afectaba en nada al carácter
universal de la enseñanza cristiana. Los Padres de la Iglesia condenaron la usura, y
aunque algunos escolásticos, sobre todo Duns Scoto, fueron un poco menos
intransigentes, la opinión de Santo Tomás de que la usura era injusta era la más
generalmente aceptada.
La condenación de la usura era parte de la condenación general del cambio injusto.
Durante la baja Edad Media, la prohibición de la Iglesia se aplicaba sólo al clero; la
ausencia de una economía monetaria avanzada y de oportunidades para invertir
lucrativamente capital-dinero hacía innecesario generalizarla. La Iglesia era la única que
recibía grandes cantidades de dinero en una época en que los tributos feudales a los
señores y a los reyes se pagaban todavía principalmente en especie. Cuando se prestaba
dinero, por lo general era a personas necesitadas y con fines de consumo, y el cobro de
intereses parecía entonces una explotación y una opresión del débil clara y manifiesta.
Cuando los reyes y los príncipes necesitaban dinero podían recurrir a los judíos, que no
contaban con otros medios de vida, y para quienes la prohibición originaria de prestar
dinero iba perdiendo fuerza, en ausencia de una autoridad doctrinal central.
Para la alta Edad Media, con el desarrollo del comercio y las oportunidades para
concertar transacciones monetarias, surgieron dos tendencias. Por una parte, la práctica
secular se orientó en el sentido de fomentar el préstamo de dinero a interés y de
justificarlo con apoyo en el derecho romano; por otra parte, la Iglesia, alarmada ante
estos nuevos avances, volvió más rigurosa y universal su prohibición originaria. En el
gran Concilio Lateranense de 1179 fue decretada la primera de una serie de medidas
restrictivas de la usura.24 El desarrollo de las órdenes religiosas, la mayor parte de las
cuales ponían a la cabeza de sus reglas un ascetismo absoluto, fue otro síntoma del
mismo movimiento.
Los cimientos de los dogmas de la Iglesia también sufrieron un cambio. En las obras
de Santo Tomás, la doctrina contra la usura se fundaba en Aristóteles tanto, si no más,
que en las Sagradas Escrituras. La oposición de Aristóteles a la usura nacía de su teoría
sobre la naturaleza del dinero. El dinero —había dicho— nació como un medio para
facilitar el cambio legítimo (natural), que tiene por único objeto la satisfacción de las
necesidades de los consumidores. La esterilidad era, pues, parte de su naturaleza
esencial, y la usura, que lo hace fructificar, era antinatural. Santo Tomás adoptó esa
opinión, y la combinó con la doctrina del derecho romano que distinguía entre bienes
consumibles y bienes fungibles. El Derecho Romano en manera alguna había hecho uso
de esta distinción en relación con el problema de los préstamos con interés, sino que se
limitó a clasificar los bienes según se consumieran con el uso, o no. Aquino y otros
canonistas, siguiendo la definición de Aristóteles, pusieron el dinero en la primera
categoría y concluyeron que cobrar intereses, además de la devolución de lo prestado,
era buscar una ganancia injusta y antinatural.
A pesar de la actitud más decidida de la Iglesia y de sus argumentos más elaborados,
la práctica de cobrar intereses se generalizó al paso de la expansión económica. La
43
autoridad seglar se interesó cada vez más por la reglamentación que por la prohibición
del interés; ya en el siglo XIV eran más frecuentes los decretos que fijaban tipos
máximos, y en la época de los descubrimientos, durante los siglos XV y XVI, los canales
para hacer inversiones lucrativas aumentaron a tal grado que se hace imposible conciliar
las doctrinas de los primeros canonistas con la práctica económica. Igual que en la teoría
del “precio justo”, se realizaron modificaciones importantes a la teoría de la usura.
Francisco de Mayronis,25 discípulo de Duns Scoto, había dicho: “De iure naturali,
non apparet quod [usura] sit illicita.” Sin embargo, era ésta una opinión que se anticipaba
mucho a su tiempo. El repliegue del derecho canónico en general fue más lento e implicó
la concesión de excepciones más bien que el abandono del principio. De esas
excepciones fue la más importante la doctrina del damnum emergens, la pérdida
experimentada por el prestamista, que ya había llevado a Santo Tomás a suavizar el rigor
del “precio justo”. Cuando ocurría una dilación o retraso (mora) en el pago de un
préstamo, el prestamista estaba autorizado para exigir una multa convencional. La Iglesia
suponía que se había sufrido uno pérdida bona-fide o que la demora había sido legítima.
Pero estas excepciones abrieron la puerta al cobro de intereses sin muchas distinciones.
La mora se acortó hasta que entre los últimos teólogos, como Navarro, surgió la
tendencia a dispensar por completo de todo periodo de préstamo gratuito.
Aún más importante para quebrantar la prohibición originaria fue la doctrina relativa
al lucrum cessans. Perder la oportunidad de ganar por haber prestado dinero vino a ser
otra justificación para cobrar intereses. Las controversias sobre este principio fueron
largas y embrolladas; pero fue inevitable el triunfo final de esta doctrina, ya que las
mayores oportunidades de comerciar hicieron más fácil demostrar que se había
sacrificado la ganancia por prestar dinero. Ese triunfo fue aún más completo al reconocer
que el prestamista podía reclamar una compensación especial por el riesgo a que se
exponía. La commenda (asociación), con frecuencia comanditaria, fue otro método
favorito, sobre todo en Londres, para disimular el dar y recibir dinero en préstamo. Se
idearon otros subterfugios, como el complicado contractus trinus, para debilitar más aún
la barrera con que el dogma teológico impedía el progreso económico. Al final, la
prohibición general cayó virtualmente en desuso. Lo que podríamos llamar inversión
genuina, que implica el riesgo de pérdidas tanto como la probabilidad de ganancias,
comenzó a considerarse legítima. Sólo quedaron proscritos el préstamo de dinero con
ganancia pero sin riesgo ninguno, y el préstamo lucrativo a personas necesitadas para
fines de consumo propiamente.
Esta evolución no fue, en modo alguno, continua; la historia de las discusiones sobre
la usura desde el siglo XIII hasta el XVI revela cuánto fluctuaron las ideas, a pesar de que
la tendencia general estaba bien definida. Ya hemos visto que Francisco de Mayronis
discutía la prohibición general de la usura que aún sustentaban Santo Tomás de Aquino y
la doctrina canónica en general. El profesor alemán Eck,26 en una conferencia que dictó
en 1514 en la Universidad de Ingolstadt, justificó el contractus trinus y llegó a decir que
el mercader que pedía dinero en préstamo era muy justo que pagase el cinco por ciento
de interés. Pero la doctrina católica de la época aún era contraria al contractus trinus.
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Las mismas divergencias existían entre los jefes de la Reforma, a pesar de que las
enseñanzas protestantes estaban en general más en armonía con las tendencias
económicas de la época. Las opiniones de Lutero no eran muy diferentes de las de los
canonistas. Respecto del comercio, creía aún en el “precio justo”, y condenaba la usura
con no menos rigor que cualquiera de los escolásticos. Por su parte, Calvino, en una
carta famosa escrita en 1574,27 negaba que el cobro de intereses por el uso del dinero
fuera pecaminoso en sí mismo. Rechazaba la doctrina de Aristóteles sobre la esterilidad
del dinero y sostenía que podía utilizársele en cosas que produjeran un rédito. Sin
embargo, distinguía algunos casos en que el cobrar intereses era usura pecaminosa, como
el del necesitado que pide dinero obligado por la calamidad.
Los escritos de Nicolás de Oresme son, quizá, los que con más claridad presentan las
inconsecuencias cronológicas. En su Traictie de la Première Invention des Monnoies,28
escrito hacia 1360, expone una teoría del dinero que revela una visión de los problemas
económicos muy diferente de la de sus colegas eclesiásticos. (La única excepción es
Buridan, que había echado los cimientos sobre los que se apoyó Oresme.) El tratado
empieza con una exposición detallada del origen del dinero que sigue lineamientos
aristotélicos, pero enriquecida con un examen cuidadoso de las cualidades que hacen a
los bienes adecuados para ser adoptados como moneda. Este examen lleva a Oresme a
distinguir entre los usos propios del oro y de la plata en un sistema monetario; y aunque
concluye en favor de ambos, su bimetalismo se atenúa al comprobar la necesidad de
conseguir que la proporción del valor comercial de los dos metales debe regular la
proporción de sus valores monetarios. No sólo es ésta una opinión bimetalista muy
moderada, sino que implica que el valor del dinero depende, en última instancia, del
valor de la mercancía-moneda, opinión que se encuentra en varias teorías monetarias
posteriores.
Oresme sostiene que la prerrogativa de acuñar moneda debe estar en manos del
príncipe, por ser el representante de la comunidad que goza de prestigio y autoridad
mayores. Pero el príncipe no es, o no debe ser, el “dueño de la moneda que circula en su
país, porque la moneda es un instrumento legal para el cambio de riquezas naturales
entre los hombres… La moneda, por lo tanto, pertenece en realidad a los que poseen
aquellas riquezas naturales”. Este concepto de la función de la autoridad monetaria lleva
a Oresme a una condenación extraordinariamente impetuosa del envilecimiento de la
moneda. El príncipe —dice— no tiene derecho a corromper la riqueza de sus súbditos
alterando la proporción, peso o materia de que está hecha su moneda. La ganancia
obtenida con la adulteración es peor que la usura, pues es extorsionada a los súbditos del
príncipe contra su voluntad y sin la ventaja que obtiene el prestatario del prestamista
usurero. La adulteración, pues, es un impuesto disimulado que conduce al desequilibrio
del comercio y al empobrecimiento. Y, finalmente —y en esto anticipa la ley de Gresham
—, cuando se adultera la moneda, “se les lleva [al oro y a la plata] a otros lugares donde
se cotizan más alto, a pesar de todas las precauciones”, y así disminuye en el reino la
cantidad de dinero bueno.
El espíritu que alienta los escritos de Oresme es el de una época muy posterior. El
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comercio se da por descontado y, no obstante su observancia del dogma teológico, los
problemas del mercader son los que más preocupan a Oresme. Su principal interés
estriba en proteger a la clase comerciante de las prácticas opresivas del príncipe,
problema que empezaba a ser cada vez más real, si bien no atraía aún a muchos otros
pensadores. Oresme anticipa la transformación que el punto de vista de la Iglesia
respecto del problema económico había de experimentar en una etapa posterior y la
dirección que, en definitiva, seguiría el pensamiento secular.
En cuanto a la doctrina misma de los canonistas, hemos visto cómo se fueron
debilitando constantemente sus enseñanzas a medida que el comercio se desarrollaba,
hasta perder por completo el poder de regular la vida económica. Esta situación entra en
una nueva fase con la Reforma. Entonces fue claro que la Iglesia ya no podía impedir el
desarrollo del capitalismo comercial, cualesquiera que fuesen las opiniones de los grandes
promotores del movimiento protestante. No tenemos por qué dilucidar aquí si, como se
ha dicho, las doctrinas protestantes y puritanas condujeron al desarrollo del espíritu
capitalista y, por lo tanto, del capitalismo mismo. Porque con el fin del derecho canónico
sobrevino un cambio profundo en la relación entre el pensamiento teológico y el
económico. La armonía entre el dogma de la Iglesia y la sociedad feudal, que al principio
de esta sección dijimos que había sido causa del carácter omnímodo del derecho
canónico, llegó a su fin con la decadencia de la sociedad feudal. El pensamiento de los
canonistas era esencialmente una ideología, y en materias económicas no era sino una
representación ilusoria de la realidad. Tuvo éxito mientras los conflictos de la realidad no
fueron muy agudos; pero al agudizarse esos conflictos, los elementos antitéticos de
aquella ideología fueron adoptados por los partidos contendientes, y así perdió su
carácter universal originario. Aunque la enseñanza teológica intentó hacer concesiones a
las necesidades de la época, no pudo abandonar su naturaleza esencial. Al ahondarse el
abismo entre los preceptos y la práctica, los fundamentos sobre los que descansaban los
preceptos pudieron salvarse únicamente arrojando por la borda la pretensión de que
tenían una relación directa con los negocios prácticos, y se efectuó una separación en
virtud de la cual el dogma religioso dejó de representar tanto un análisis de la sociedad
existente como un código de conducta. La religión se convirtió en algo distinto y aparte
de las otras ramas del pensamiento, particularmente de las relativas a los problemas
mundanos de la adquisición de riquezas. Aunque alguna otra vez se hicieron intentos por
introducir elementos éticos en la corriente principal de la doctrina económica, ésta fue
desde entonces independiente de la religión. Así quedaron sentadas las bases de una
ciencia secular de la economía.
46
47
1
Gide y Rist empiezan su historia con los fisiócratas del siglo XVIII. Cannan en su Repaso a la teoría
económica (ed. FCE), p. 9, dice que “nos llevaríamos una desilusión” si esperásemos encontrar “especulaciones
económicas interesantes en los escritos de los filósofos griegos”. Dühring (Kritische Geschichte der National
Ökonomie und des Sozialismus, 1874), dice que ni el pensamiento antiguo ni el medieval aportaron nada
“positivo” a la ciencia económica. Schumpeter (Epochen der Dogmen und Methodengeschichte, 2a. ed., 1925)
admite la influencia indirecta de la filosofía griega, pero minimiza sus aportaciones particulares. Marx, en un
capítulo que escribió para el Anti-Dühring de Engels, hace justicia al pensamiento económico griego (o, por lo
menos, a Aristóteles), aunque con su acostumbrada tendenciosidad.
2
Por ejemplo, Lv., 25, 10, 11.
3
Por ejemplo, 1 R., 1, 5, 13 ss.
4
Por ejemplo, Ex., 12, 26-7; Dt., 24, 6.
5
Por ejemplo, Am., 8.
6
Por ejemplo, Is., 11.
7
R. H. S., Crossman, Plato To-Day (1937), p. 111.
8
Platón, La República, libro II.
9
Aristóteles, Política (trad. de Jowett), lib. I, 9.
10
Aristóteles, op. cit.
11
A. Gray, The Development of Economic Doctrine (1931), p. 27.
12
Aristóteles, Ética, lib. V.
13
1s., 61, 1.
14
Lc., 4, 21.
15
Cf. H. Pirenne, Historia económica y social de la Edad Media, trad. de Salvador Echavarría, México, FCE,
11a. ed. (1973), para una exposición detallada de las razones que hicieron de la Iglesia la institución feudal más
importante.
16
Citado por L. Brentano, Ethik und Volkswirtschaft in der Geschichte (1901), p. 5.
17
Ibid., pp. 6, 7.
18
G. O’Brien, An Essay on Medieval Economic Thinking (1920), p. 149.
19
Véase A. E. Monroe, Early Economic Thought (1924), pp. 53-57, para unos extractos que contienen los
principales argumentos económicos de Santo Tomás.
20
A. E. Monroe, op. cit., p. 63.
* Para una historia de esta teoría, véase el libro de R. Kaulla, Theory of the Just Price (1940). [T.]
21
R. H. Tawney, Religion and the Rise of Capitalism (1929), p. 41. (Existe traducción española con el título
de La religión y el orto del capitalismo.)
22
Lc., 6, 35.
23
Véase L. Brentano, Die Anfänge des Modernen Kapitalismus (1916), p. 191, que cita a Funk, Die Juden in
Babylonien (1902).
24
W. J. Ashley, An Introduction to English Economic History and Theory (1914), vol. I, parte I, p. 149.
25
L. Brentano, Ethik und Volkswirtschaft in der Geschichte, p. 17.
26
G. O’Brien, op. cit., p. 211.
27
R. H. Tawney, op. cit., p. 106.
28
Para un resumen, véase A. E. Monroe, op. cit., pp. 79-102.
48
49
II. EL CAPITALISMO COMERCIAL Y SU TEORÍA
1. LA DECADENCIA DEL ESCOLASTICISMO
EL SISTEMA clásico de la economía política fue preparado en los tres siglos que
transcurrieron entre la baja Edad Media y la aparición de La riqueza de las naciones.
Durante ese periodo de vehemente discusión económica el número de escritores y de
escritos sobre la materia aumentó rápidamente. Hasta hace poco fue un tanto desdeñada
esa abundante producción teórica; pero en las últimas décadas los historiadores le han
prestado más atención, y hoy es posible tener una idea más clara del desarrollo de la
doctrina económica de fines del siglo XV a fines del XVIII. Desde un punto de vista
técnico-económico muchos de los escritos de aquel tiempo merecen ser estudiados en
detalle; mas, para nuestro propósito actual, bastará bosquejar la tendencia general del
movimiento teórico. La economía política preclásica puede dividirse en dos partes: la
primera es, en gran parte, el reflejo del nacimiento del capitalismo comercial y
generalmente se le llama “mercantilismo”: a ella dedicaremos el presente capítulo; la
segunda, que acompañó a la expansión del capital industrial a fines del siglo XVII y
principios del XVIII, comprende los verdaderos fundadores de la ciencia de la economía
política; trataremos de ella por separado en el capítulo siguiente.
Todo estudio de la teoría mercantilista debe ir precedido de una exposición de los
cambios que condujeron desde la economía feudal particularista hasta el desarrollo del
comercio entre Estados-naciones grandes, ricos y poderosos. La historia de esos cambios
ha sido narrada muchas veces. En la desaparición del mundo medieval operaron gran
número de factores. La aparición de los Estados nacionales, impacientes por destruir
tanto el particularismo de la sociedad feudal como el universalismo del poder espiritual
de la Iglesia, dio por resultado un interés mayor por la riqueza y la aceleración de la
actividad económica. El relajamiento de la autoridad doctrinal central, producido por la
Reforma, y los progresos del concepto de derecho natural así en la jurisprudencia como
en el pensamiento político, prepararon el terreno para un punto de vista racional y
científico respecto de los problemas sociales; y la invención de la imprenta creó nuevas
posibilidades de intercambio intelectual. El feudalismo también resultaba inadecuado para
regular la producción. La revolución en los métodos de cultivo agrícola destruyó las
bases de la economía feudal, provocando la sobrepoblación rural, una conmutación
creciente de los tributos feudales, el aumento de las deudas de los señores feudales y su
necesidad de recurrir al comercio y a nuevos métodos agrícolas para surtir el mercado.
Otro factor poderoso fueron los descubrimientos marítimos, que produjeron una
expansión enorme del comercio exterior.
Esos dos procesos estaban íntimamente ligados entre sí. En Inglaterra, por ejemplo,
donde puede observarse con más claridad el desarrollo del capitalismo, el crecimiento del
comercio destruyó la agricultura de consumo, obligándola cada vez más a acudir al
50
mercado. Así se aceleró grandemente el movimiento de cercamiento, quizá el fenómeno
económico más importante de la baja Edad Media y comienzos de la Moderna. A veces
tuvo por objeto dar mayor alcance a los nuevos métodos de cultivo; y otras convertía las
tierras arables en pastos, con las consecuencias que han descrito a menudo los
historiadores sociales. En uno y otro caso, hizo a la agricultura más dependiente de las
necesidades de los grandes mercados y del capital mercantil que los dominaba. El
crecimiento del comercio exterior aceleró la acumulación del capital comercial. Este
capital se invertía con bastante frecuencia en tierras, por razones de lucro, para buscar
poderío político o simplemente por prestigio, mientras que entre los aristócratas
terratenientes tenía lugar un movimiento contrario. Los enlaces matrimoniales
completaron la unión entre el capital financiero, el capital comercial y los poseedores de
bienes raíces.
A la revolución comercial acompañaron ciertos cambios en la organización de la
producción. Se inició una nueva etapa en la que el capitalista mercader dominaba el
proceso productivo, que realizaban pequeños artesanos. Las ganancias del mercader eran
producto del monopolio y de la extorsión. En esta fase, el dominio del capitalista
mercader fue absoluto. Pero esta fase evolucionó inevitablemente hacia una forma
primitiva de capitalismo industrial: la producción a la orden o sistema Verlag.* Entonces
apareció una clase especial de manufactureros-comerciantes que empleaban a artesanos
semiindependientes que trabajaban en sus casas. Esta clase se reclutaba entre los
capitalistas mercaderes y entre los artesanos, y sus intereses eran opuestos a los de los
capitalistas “puramente” comerciantes, que monopolizaban el comercio al por mayor y el
de exportación. El siglo XVII presenció la rivalidad entre esos dos métodos de producción:
el capitalista comercial y el capitalista industrial incipiente. En aquel siglo (en cierta
medida se advierten signos de esto ya en el anterior) empezó la producción fabril
mediante el empleo de fuerzas inanimadas, y con ella el capitalismo industrial en pleno.
La gran importancia del comerciante en esta fase la revelan no sólo sus funciones en
la producción, sino que la manifiestan también los métodos del comercio interior y
exterior, y la posición social y política de quienes se dedicaban a él. El monopolio era el
medio más importante por el cual los Estados-naciones incipientes trataban de aumentar
el comercio y crearse fuentes de ingresos. Al comerciante que deseaba establecer una
manufactura determinada le parecía el mejor camino posible tener el monopolio en aquel
ramo. La tradición del pensamiento medieval era favorable al privilegio minuciosamente
definido y, cosa aún más importante, el monopolio en sí mismo era una forma necesaria
de comercio en una época en que eran igualmente grandes la pasión por la aventura y los
riesgos. Si, entretanto, la corona imponía un tributo, se le consideraba como un gasto
necesario para fortalecer una institución que protegía los intereses comerciales.
En la producción y el comercio nacionales, los comienzos del capitalismo industrial
condujeron a campañas ocasionales contra los monopolios. Pero los argumentos contra
éstos eran argumentos ad hoc dirigidos contra un propietario determinado cuyo privilegio
se quería suplantar. El capitalismo industrial incipiente no era contrario al monopolio; se
oponía solamente a los monopolios que favorecían a los capitalistas mercaderes.
51
Después de haber suplantado a los antiguos los nuevos intereses se convertían con
frecuencia en defensores del monopolio. Sobre todo en la primera mitad del siglo XVII, la
agitación antimonopolista se debió a la lucha entre los Verleger y los grandes capitalistas
mercaderes. Hasta fines del siglo XVIII (y entonces aún sólo en Inglaterra) no fue
plenamente antimonopolista el capital industrial. Ya no necesitaba un monopolio legal,
puesto que los nuevos métodos de producción requerían de medios costosos, le daban
una ventaja decisiva en la competencia. Y se mostraba ansioso por eliminar todos los
obstáculos que se oponían al uso de técnicas nuevas.
En el comercio exterior, durante mucho tiempo se ofreció aún menos oposición al
régimen de monopolio. A lo largo de los siglos XVI y XVII encontramos a las grandes
compañías comerciales privilegiadas que monopolizaban el comercio con regiones
diferentes; ellas fueron las primeras que usaron en gran escala la organización por
acciones, típicamente capitalista. Entre los grandes monopolios comerciales de aquel
tiempo se cuentan los Mercaderes Aventureros, la Compañía de la Tierra de Oriente, la
Compañía Moscovita y la Compañía de las Indias Orientales, que era la más importante.
El comercio que efectuaban estas compañías y los mercaderes independientes era
todavía, en gran parte, un comercio de intermediarios. Se dedicaban al mismo comercio
de entrepôt que había enriquecido a Génova, Venecia y Holanda. Este negocio de
acarreo muestra la naturaleza del capitalismo comercial en su más pura esencia. Sin
embargo, no tardó en complicarse con una forma más avanzada de comercio que
implicaba la exportación de las manufacturas mismas del país.
La colonización se convirtió en un arma importante para mitigar los azares del
comercio. Rara vez fueron suficientes los esfuerzos de los comerciantes y de las
compañías para conseguir el dominio de las lejanas regiones con las cuales comerciaban,
y tenía que complementarlo el poder del Estado, a cuyo fortalecimiento contribuían en
tan gran medida. Los vínculos entre los intereses comerciales y el Estado se estrecharon
más, por lo tanto, y la atención de la política estatal se concentró cada vez más en los
problemas del comercio. Sintomático de esta unión entre el capital comercial y el Estado
es el prestigio de que gozaban algunos comerciantes. Todas las grandes figuras de las
compañías comerciales, a las que en breve conoceremos como corifeos del pensamiento
económicos de su tiempo, fueron personas de gran influencia política. Por ejemplo,
Cockayne (uno de los jefes de la Compañía de las Tierras de Oriente y acreedor de
Jacobo I) usó de su influencia con el rey para modificar la reglamentación del comercio
de paños a fin de arruinar a los Mercaderes Aventureros. Misselden, señalado
mercantilista, llegó a ser miembro de un comité permanente para investigar la decadencia
del comercio, comité que más tarde se convirtió en el Board of Trade, o sea el Ministerio
de Comercio.1 Cuando Sir Josiah Child defendió a la Compañía de las Indias Orientales,
señaló que las compañías por acciones habían unido a aristócratas y comerciantes; y
cuando Mun, el más destacado de los mercantilistas, escribió su panegírico de las
actividades del comerciante, no hizo sino expresar en forma extrema un sentimiento muy
generalizado.2
La evolución económica que hizo poderoso al comerciante destruyó también
52
instituciones y modos de pensar que podían haber interceptado el camino a la expansión
comercial. Es notable, en particular, la transformación que experimentan los restos del
pensamiento social que se derivaba aún del dogma religioso. Como eco del debate
sostenido en una época anterior y más propicia, las disputas entre teólogos, y entre
teólogos y pensadores seglares, volvieron a versar sobre los problemas del dinero y de la
usura; pero se ahonda la diferencia entre el punto de vista religioso y el seglar: decae la
importancia del primero mientras aumenta la del segundo. El énfasis del debate se
desplaza a otros asuntos, y aunque, según veremos, aparezcan a veces opiniones
curiosamente anacrónicas, ya no son los mismos los que inspiran a los principales
protagonistas de la discusión económica.
Como ejemplos del pensamiento de ese periodo de transición de la doctrina canonista
a la teoría mercantilista podemos mencionar a Tomás Wilson, Carlos Molinaeus, Juan
Bodino y Juan Hales. Los dos primeros son típicos representantes de la última fase de la
discusión sobre la usura, y el tercero y el cuarto del progreso del pensamiento humanista.
Carlos Molinaeus, ilustre abogado francés del siglo XVI, había escandalizado a sus
contemporáneos con su Tractatus Contractuum et Usurarum (1546),3 en el que defendía
el cobro de intereses, siempre que se fijara una tasa máxima. Su posición, pues, se
diferenciaba muy poco de la de Melanchton y de la del católico Navarro: pero quizá por
la persecución de que fue objeto por herejía, y quizá también porque el pensamiento
seglar tenía ya gran importancia, parece que sus opiniones se consideraron más
merecedoras de oposición que las de los teólogos. Tomás Wilson, en su Discourse upon
Usury, hace que uno de sus personajes, a quien después convierte, se apoye en
Molinaeus.4 Las opiniones personales de Wilson eran violentamente opuestas a la usura.
No admitía ninguna de las excepciones que por aquel tiempo eran generalmente
aceptadas. Para él, sólo la mora genuina podía justificar el cobro de intereses. Parece
que las opiniones de Wilson tuvieron en su tiempo cierta influencia en la legislación, si no
en la práctica.5
Cuando más adelante y por diferentes motivos volvieron los mercantilistas a
oponerse al cobro de intereses, se apoyaron en las opiniones de Wilson.
Los tratados de Juan Bodino y de Juan Hales son más importantes para la historia de
la economía que esas últimas escaramuzas de una batalla que ya estaba a punto de
terminar. Bodino, cuya influencia tuvo importancia más inmediata en el campo de las
ideas políticas, se distinguió por la publicación de un tratado muy avanzado sobre la
moneda. En su Réponse aux Paradoxes de Malestroit,6 publicada en 1569, da la primera
explicación meditada de la revolución de los precios en el siglo XVI. Atribuye el alza de
los precios, de la cual cita algunos ejemplos, a cinco causas: la abundancia de oro y plata,
la práctica de los monopolios, la escasez causada en parte por la exportación, el fausto
del rey y de los grandes señores, y la adulteración de la moneda. De todas ellas, la
primera es la más importante. Su aseveración de que “la causa principal que eleva el
precio de todas las cosas, en cualquier país que sea, es la abundancia de lo que regula la
estimación y el precio de aquéllas”,7 es la primera exposición clara de una teoría
cuantitativa de la moneda. Pasa Bodino a tratar del aumento de la moneda, cuya causa
53
encuentra en la expansión del comercio, sobre todo con los países sudamericanos, en los
que abunda el oro. El estudio de las diferentes formas como el comercio exterior llevó
más oro a Francia, es de un tono notablemente moderno. También lo es, aunque en
menor grado, la reprobación del alza de los precios debida a los monopolios. La tercera
causa de carestía, la escasez de artículos nacionales, no es más que un corolario de la
primera: el influjo del dinero de España y de otras naciones comerciantes.
Bodino no da gran importancia a la cuarta causa, pero tiene cierta afinidad con la
teoría monetaria de algunas escuelas modernas. Se refiere a los efectos inflacionistas del
gasto, al contrario que el atesoramiento, pues si el aumento de oro se hubiera
“ahorrado”, habría sido mucho más pequeña el alza de los precios. El estudio que hace
Bodino de la quinta causa es digno descendiente del análisis de Oresme acerca de la
naturaleza y efectos de la adulteración, pues con pruebas históricas y deductivas Bodino
demuestra que la adulteración produce el alza de los precios. Bodino distingue los
aumentos de precios debidos a causas monetarias generales de los que son de naturaleza
más particular; en los remedios que propone se adelanta mucho a su tiempo, lo mismo
que en el diagnóstico: cuando se juzgaban indispensables restricciones muy severas del
comercio, él formuló la opinión de que el comercio debía ser libre.
Igualmente moderno en el tono, aunque sustancialmente diferente, es A Discourse of
the Common Weal of this Realm of England, publicado en 1581, cuyo autor, designado
primeramente con las iniciales W. S., se cree actualmente que es Juan Hales, un erudito
que terminó en funcionario público. Como miembro de la comisión de cercamientos
organizada por el Protector Somerset, Hales estuvo en estrecho contacto con los
problemas sociales de su tiempo. En los diálogos de este Discourse se muestra bien
enterado del descontento que estaba produciendo la revolución agraria; pero sus
soluciones tienen siempre el carácter de concesiones. Es un humanista, aunque con
mucho menos visión que Bodino, y su punto de vista sobre las cuestiones sociales es
racional y práctico. No condena el afán de lucro, que considera un rasgo imborrable de la
naturaleza humana, y aunque todavía cree en las virtudes medievales de la justicia en
todos los tratos, sus proposiciones para gobernar el interés personal en beneficio del bien
común son de la misma sustancia con que formó sus doctrinas una época posterior. El
Estado debería concebir sus leyes de manera que el interés personal corriera por canales
que llevaran al beneficio general. No debían condenarse los cercamientos, por ejemplo,
los que mejoran la tierra cultivable; únicamente los que producen desocupación al
convertir en pastos tierras laborables debieran impedirse, haciendo libre la exportación de
trigo y restringiendo la de lana.
La misma actitud práctica se encuentra en la opinión de Hales sobre las
importaciones. Se adelanta a su época al descartar la restricción general de las
importaciones; pero no va tan lejos como Bodino, porque deseaba evitar las compras de
“bagatelas” en el extranjero. Además, deploraba la exportación de materias primas
inglesas que después se importaban, una vez manufacturadas en el extranjero, pues el
país perdía ese trabajo. Hales, como Oresme, atribuye muchos males económicos a la
adulteración de la moneda. Su aportación personal, si bien no tan completa ni tan clara
54
como la de Bodino, versa sobre los efectos de la adulteración o envilecimiento del dinero
en el precio de los artículos importados. Sin embargo, expone claramente la manera de
cómo el alza inflacionaria de los precios afecta la distribución de la riqueza entre las
diferentes clases de la comunidad.
2. CARACTERÍSTICAS DEL MERCANTILISMO
Hasta ahora hemos considerado las aportaciones a la doctrina económica de abogados,
eruditos y funcionarios públicos. Pero, aunque un Bodino fue capaz de formular
doctrinas monetarias de gran claridad y penetración, los avances más importantes de
dicha doctrina se debieron a los directores de la actividad económica, a los comerciantes.
Las teorías que formularon nunca fueron reunidas en un cuerpo de doctrina semejante al
del derecho canónico. Lo que ha hecho posible hablar de mercantilismo es la aparición,
en diferentes países, de una serie de teorías que explicaron durante mucho tiempo la
conducta de los estadistas, o les sirvieron de fundamento. La definición precisa del
término ha sido por mucho tiempo objeto de innumerables controversias. Algunos
escritores8 han afirmado que ciertas teorías mercantilistas empiezan a aparecer en forma
rudimentaria hacia fines del siglo XIV y principios del XV. Otros, como Cannan,9
sostienen que hay que establecer una distinción entre el “metalismo” (bullionism), que
existió durante gran parte de la baja Edad Media, y el mercantilismo propiamente dicho,
que no aparece hasta el siglo XVII, con la influencia creciente del capitalismo industrial
incipiente, interesado en la expansión del comercio de exportación. Como veremos más
tarde con claridad, ninguna de esas dos teorías es completa. La primera anticipa el
nacimiento de las ideas típicas del mercantilismo, cuya aparición depende en cierto grado
del desarrollo del capitalismo comercial. La segunda es correcta sólo en cuanto identifica
el metalismo con una alta estimación por el “tesoro”, estimación que, ciertamente, existió
mucho antes de la era mercantilista; pero aun cuando hubo una ruptura entre las
primeras ideas mercantilistas y las últimas relativas al comercio exterior, esta brecha no
es bastante profunda para destruir la unidad esencial del pensamiento mercantilista.
Siguiendo a Schmoller, algunos escritores identifican el mercantilismo con la
estructuración del Estado. El profesor Heckscher adopta de nuevo esta tesis en su
extenso tratado.10 Es opinión suya que el mercantilismo debe ser considerado
esencialmente como “una fase de la historia de la política económica”, que contiene
diversas medidas económicas encaminadas a conseguir la unificación política y el
poderío nacional. Se destaca en el primer plano la erección de Estados-naciones, y el
sistema monetario, el proteccionismo y otros expedientes económicos se consideran
meramente como medios para ese fin. La intervención del Estado era una parte esencial
de la doctrina mercantilista. Los que tenían a su cargo las funciones del gobierno
aceptaban las nociones mercantilistas y ajustaban su política a ellas, porque en ellas
veían medios de fortalecer a los Estados absolutistas tanto contra los rivales extranjeros
como contra los restos del particularismo medieval en el interior. También hay que
55
conceder que en gran parte de los escritos mercantilistas, desde los de Mun, el inteligente
comerciante inglés, hasta los de Hornick, el abogado nacionalista austriaco y consejero
privado, se pretende hablar en nombre del engrandecimiento nacional.
Pero una opinión que hace de la unificación política el fin a que deben subordinarse
tanto la práctica como la teoría económica, ignora la influencia causal más poderosa que
actúa sobre las instituciones políticas y que proviene de los cambios en la estructura
económica. No es necesario empequeñecer el efecto que el crecimiento del Estado tuvo
sobre el desarrollo comercial y la teoría de la política económica, pero sigue siendo cierto
que fueron el hundimiento de la economía feudal y el crecimiento del comercio los
hechos subyacentes a la decadencia de la estructura política feudal y al nacimiento del
Estado-nación. También puede alegarse que los mismos factores obraban aún en el siglo
XVI y que las opiniones mercantilistas nacieron de las necesidades del capital comercial,
aunque a veces hayan podido encontrar expresión indirecta en forma de políticas
encaminadas a fortalecer el Estado.
No es de sorprender que los mercantilistas hubieran disfrazado sus opiniones con la
apariencia de una política destinada a fortalecer la nación, o que hayan vuelto los ojos al
Estado para llevar a la práctica sus teorías. La expansión del comercio trajo consigo una
divergencia de los intereses comerciales individuales. La mayor parte de ellos buscaban
una autoridad central poderosa que les protegiese contra las pretensiones de sus rivales.
Las fluctuaciones de la política estatal durante el largo periodo en que el mercantilismo
dominó, no pueden entenderse sin tener en cuenta en qué medida era el Estado una
criatura de intereses comerciales en pugna, cuya única finalidad común era tener un
Estado fuerte siempre que pudieran manejarlo en su provecho exclusivo. Por esta razón,
la mayor parte de las medidas de política mercantilista adoptadas identificaron la
ganancia de los comerciantes con el bien nacional, o sea con el fortalecimiento del
poderío del reino.11
Muchos mercantilistas creían sinceramente en esa identidad y la verdad es que
durante mucho tiempo la reglamentación estatal fue condición esencial para la expansión
de los mercados más allá de sus límites medievales. Pero no fueron desconocidas, ni
mucho menos, las dudas acerca del beneficio universal de su intervención. Ya en 1550
había expresado esto Sir John Masone12 de una manera terminante, y durante los ciento
cincuenta años siguientes las dudas crecieron hasta convertirse en una tormenta de
protestas. Tampoco desconocían los mercantilistas las divergencias entre el interés de la
comunidad y el de los individuos, y ese conocimiento encontró expresión en la actitud
librecambista de los últimos mercantilistas.
Así pues, la relación entre la organización económica y las instituciones políticas y
entre las ideas económicas y las políticas debe considerarse como una relación de
interacción. Cuando se le observa en un periodo largo, dicha relación revela muchas
veces un carácter antitético. Se acepta, en general, que el capitalismo mercantil precedió
y preparó el terreno al capitalismo industrial moderno. Este último, como después
veremos, vio en el poder del Estado y en su intervención en materias económicas un
serio obstáculo a su desarrollo, y así entró en oposición con la estructura política que su
56
propio antecesor había hallado necesario crear. Los mercantilistas pedían un Estado lo
bastante fuerte para proteger los intereses comerciales y para destruir las numerosas
barreras medievales que impedían la expansión del comercio; y eran igualmente
explícitos al sostener que el principio de reglamentación y restricción mismo —aplicado
ahora en escala mucho mayor mediante los monopolios y la protección— eran una base
esencial del Estado, pues el capital comercial necesitaba mercados más amplios y
estables, pero suficientemente protegidos para permitir una explotación segura. Ahora
sabemos que el monopolio, la protección y la reglamentación por el Estado no siguieron
siendo características indispensables del capitalismo una vez que llegó a su plenitud, y es
sintomático del desarrollo de la industria moderna que el clamoreo contra el monopolio
empiece tan pronto en el campo del comercio interior, mientras que el mercantilismo
sobrevive durante mucho tiempo en el comercio exterior. El espectáculo del capitalismo
en su época liberal, atacando y destruyendo aquello que le había dado nacimiento,
encierra una paradoja únicamente si tomamos un punto de vista estrecho respecto del
desarrollo de la doctrina económica.
El contraste entre el capitalismo comercial y el industrial tiene un paralelo anterior en
el desarrollo del capitalismo comercial mismo. Su expresión teórica es la lucha entre
metalistas y mercantilistas. Adam Smith inició su famosa crítica del mercantilismo
atacando la noción popular de que “la riqueza consiste en dinero, o en oro y plata”.13
Pero esta noción popular se explica por el hecho de que los metales preciosos, es decir,
el dinero, es la primera forma de riqueza una vez que han llegado a ser instituciones
sociales fundamentales el cambio privado y un medio de cambio. La aparición de estas
nociones y de las prácticas destinadas a darles efectividad es un indicio de la fase del
desarrollo económico. El atesoramiento implica un gran progreso en el proceso del
cambio privado y de la circulación. Es esencialmente diferente de la acumulación de
riqueza en su forma material, y se hizo posible sólo cuando la producción y la circulación
de la riqueza llegaron a ser dos procesos distintos relacionados por el dinero y
mediatizados por una clase especial de comerciantes. En esta fase el concepto de riqueza
se hace independiente del de bienes o mercaderías que tienen valor de uso, para
reaparecer en forma de acopio monetario con valor de cambio. La acumulación de los
metales preciosos con que se hacía el dinero fue común en el mundo antiguo. En Grecia
y Roma fue una meta política constante formar un tesoro que pudiera servir en caso de
necesidad, y durante la Edad Media la búsqueda de la riqueza y del poder por la iglesia,
los reyes y los señores feudales iba vinculada a dicha acumulación.
El capitalismo comercial dio nuevo impulso a esta opinión. Mientras el comercio fue
la fuerza dominante del desarrollo económico, la circulación de bienes o mercancías fue
la esencia de la actividad económica. Su finalidad, la acumulación de dinero,
correspondía a las ideas tradicionales de la riqueza y de los objetivos de la política
nacional. La búsqueda de oro en tierras lejanas es la forma específica que primero tomó
la expansión comercial. “¡El oro —dijo Colón— es una cosa maravillosa! Quien lo posee
es dueño de todo lo que desea. Con el oro, hasta pueden llevarse almas al Paraíso.”14
Lutero, que no compartía este último sentir, mostró una estimación parecida por el oro
57
en su gran ataque contra el comercio. Decía que los alemanes estaban enriqueciendo a
todo el mundo y empobreciéndose a sí mismos enviando su oro y su plata a los países
extranjeros; Francfort, con sus ferias, era el agujero por el cual Alemania estaba
perdiendo su riqueza.15 Hales deploraba la pérdida de riqueza ocasionada por la
adulteración de la moneda y la importación de fruslerías inútiles. Serra, el gran
mercantilista italiano, daba por sentado que todo el mundo sabía “cuán importante es, así
para los pueblos como para los príncipes, que el reino abunde en oro y plata”.16 Malynes
y Misselden, aunque empeñados en una violenta controversia sobre política comercial
exterior, estaban de acuerdo en la importancia del atesoramiento de metales. El primero
decía: “Porque si escasea el dinero, el tráfico decrece, aunque las mercancías abunden y
los artículos estén baratos.”17 Aunque, como veremos, Misselden tenía opiniones más
avanzadas sobre el comercio, ansiaba, sin embargo, restringirlo “al mundo cristiano” para
conservar la riqueza metálica.18 Y consecuentemente, Mun da por cosa sabida que el fin
de la política es aumentar el tesoro metálico del reino.
Así pues, la alta estimación del dinero fue común a todos los mercantilistas. Miraban
el proceso económico desde el punto de vista de la etapa primitiva a que había llegado el
capitalismo —su etapa comercial— y esto les llevaba a identificar dinero y capital. El
profesor Heckscher ha descrito de un modo interesante el “horror a los bienes”, la
preocupación exclusiva, casi fanática, de vender, que caracteriza al pensamiento
mercantilista.19 En agudo contraste con la finalidad de conseguir abundancia de bienes,
que caracterizó la anterior política estatal, el mercantilista, según Joachim Becher, su
representante alemán más eminente, piensa que “siempre es mejor vender mercancías a
los demás que comprárselas, porque lo primero trae cierta ventaja y lo segundo un daño
inevitable”.20 Este horror a acumular mercancías no vendidas aparece en todos los
escritos de los mercantilistas, si bien en formas diferentes. Se encuentra en la aversión de
Malynes a importar artículos de lujo, en el deseo de Misselden de atesorar, así como en
los razonamientos sobre la balanza comercial de Mun y de mercantilistas tan avanzados
como D’Avenant, Barbon y Child. Hasta Petty, fundador de la economía política clásica,
no está seguro de la relación entre el comercio exterior de un país y su riqueza.
Este “horror a los bienes” se reveló de modo particular en la esfera del comercio
exterior, y tuvo como consecuencia el que los mercantilistas buscaran un excedente de
exportaciones, que en su esencia era el deseo de crear un excedente de riqueza. El único
excedente que los mercantilistas conocían se producía si había ganancia en las ventas. Es
manifiesto que esto sólo podía producir un excedente relativo: lo que gana uno, lo pierde
otro, como dijo el autor de un folleto del siglo XVII.21 D’Avenant escribía en 1697 aún
más claramente que con el comercio interior no se enriquecía la nación en general, sino
que sólo tenía lugar un cambio en la riqueza relativa de los individuos; pero que el
comercio exterior sin duda aumentaba la riqueza de un país.
Esta idea primitiva del origen de las utilidades —suplantada más adelante por la
clásica teoría del valor trabajo— se generalizó en una época comercial en que la
producción se realizaba aún sobre una base precapitalista, y sirve para explicar mejor aún
las opiniones peculiares sobre el dinero y la riqueza sustentadas por los mercantilistas.
58
Equivalía a una identificación de (o mejor a una confusión entre) dinero y capital. Ya
hemos dado ejemplos de la frecuencia con que los mercantilistas hablaban del dinero
como de la riqueza. No es necesario creer que consideraban la riqueza, como lo hicieran
los primeros economistas, en el sentido material y concreto, y que, así, eran culpables de
una “locura de Midas”, como dice Oncken.22 La palabra riqueza se usaba claramente en
el sentido de capital; y la teoría del dinero de los mercantilistas era parte de su opinión
unilateral sobre la actividad económica.
La identificación de dinero y capital aún no ha desaparecido hoy del todo. La era
mercantilista pudo encontrar una confirmación sorprendente de los usos productivos del
dinero que asestaron el golpe de muerte a la economía feudal y a las prohibiciones
canónicas de la usura. Conocía el capital sólo en su forma monetaria primitiva, y la
confusión que fue más tarde objeto de tantas burlas era perfectamente compatible con su
propia experiencia económica. Sin embargo, los mercantilistas fueron llevados a muchas
nociones que ahora consideramos erróneas. Por ejemplo, atribuye al dinero una fuerza
activa definida. El comercio, decían, depende de la abundancia de dinero: cuando el
dinero escasea, el comercio es flojo; cuando el dinero abunda, el comercio florece. No
obstante, su gran estimación por el dinero les llevó, irónicamente, a rechazar la defensa
de la usura que habían hecho los precursores del comercialismo, y volvieron a las
opiniones de los canonistas y otros que, inconscientemente, habían defendido la
economía feudal contra los ataques del capital-dinero. Los mercantilistas creían que el
dinero era productivo, pero, como estaban ansiosos de obtener capital-dinero, sus
intereses chocaron con los de quienes podían proveerles de él. En su lucha contra lo que
consideraban intereses mercantiles excesivos, no se mostraron superiores a los
argumentos de quienes habrían condenado no menos rigurosamente la ganancia del
comerciante.
Ejemplo notable es el de Gerald Malynes, a la vez funcionario público y comerciante
próspero. Como tal, no podía condenar en absoluto el cobro de intereses, sino que
estableció una distinción entre interés y usura. Se basaba principalmente en el Discourse
de Wilson, y en su Saint George for England Allegorically Described (1601), y después
en su Consuetudo vel Lex Mercatoria, publicado por primera vez en 1622, atacó con
extremada dureza los males de la usura opresiva. Defendió el control de las tasas de
interés y la creación de montes de piedad para evitar la explotación de los pobres, como
medios para impedir las excrecencias de una costumbre que, como hombre de negocios,
sabía que no podía ser abolida. Sir Thomas Culpepper, en Tract agains Usurie,
publicado en 1621, abogaba en favor de decretar una tasa máxima, sin entrar en la
cuestión de la legitimidad o ilegitimidad del interés. Dicho máximo, decía, permitirá a los
comerciantes ingleses que pagaban entonces el 10 por ciento, competir en mejores
condiciones con sus rivales holandeses, que pagaban solamente el 6 por ciento.
Volveremos en seguida a este argumento, que está ligado a las ideas mercantilistas sobre
el mecanismo de los pagos internacionales.
De los muchos ejemplos de la actitud mercantilista hacia el interés que podrían ser
aducidos, ninguno es tan importante como el de Sir Josiah Child. En su New Discourse
59
of Trade (1669), replica a la defensa del interés formulada por Thomas Manley en su
Interest of Money Mistaken. Child pretende ser el campeón de la laboriosidad, mientras
Manley —dice— defiende la holganza. La tasa baja de interés era la causa de la riqueza,
y no su efecto, como Manley afirmaba. Si el comercio era el medio para enriquecer a un
país y si la reducción de la tasa del interés estimulaba el comercio, ¿cómo podía negarse
que la tasa baja era una causa poderosa de riqueza?23 Sin embargo, puesto que “el huevo
era la causa de la gallina, y la gallina la causa del huevo”,24 aceptaba que el aumento de
riqueza producido por una tasa baja de intererés podía, a su vez, producir una reducción
aún mayor de la tasa. Como a Culpepper, a Child le interesaba ver fortalecida la
capacidad de competencia de los comerciantes ingleses. Admiraba mucho a Holanda, lo
cual demuestra que veía a ésta tal como era: el país del capitalismo comercial por
excelencia. Allí, el poder del capital-dinero había sido, desde hacía mucho tiempo,
subordinado a las necesidades de los capitalistas industriales primitivos —los
manufactureros comerciantes—, victoria que el comercio inglés no había conseguido
todavía. El ataque mercantilista contra las tasas elevadas de interés era natural en una
época de gran escasez de fondos líquidos, de servicios bancarios rudimentarios y de
antagonismo creciente entre los manufactureros comerciantes, los orfebres y los grandes
financieros comerciantes.
3. METALISMO Y MERCANTILISMO
Hasta ahora nos hemos limitado a examinar las características comunes a todos los
representantes del pensamiento mercantilista: la actitud favorable a vender, el “horror a
los bienes”, el deseo de acumular dinero y la oposición a la usura. Tales son los rasgos
esenciales del pensamiento económico de aquel tiempo. Sin embargo, hasta hace poco
era más frecuente subrayar las diferencias de opinión entre las personalidades
mercantilistas. En el siglo XVII fueron muy frecuentes las controversias entre los
partidarios de políticas diferentes, y el progreso de las ideas desde Malynes a Mun, por
ejemplo, es un indicio cierto del cambio de las circunstancias económicas y de la
apreciación de su importancia. A este respecto, suele hacerse una distinción entre los
metalistas y los mercantilistas propiamente dichos, pero es posible que estos nombres
fomenten la incomprensión de la verdadera divergencia entre estas dos escuelas. Se
supone algunas veces que el deseo de atesorar formaba parte de la rudimentaria doctrina
de los primeros mercantilistas, mientras que los mercantilistas posteriores abandonaron el
craso error de identificar la riqueza con el dinero, y en su lugar adoptaron el error más
refinado del excedente de exportaciones. Debiera resultar claro ahora que el deseo de
atesorar fue común a todos los mercantilistas por razones relativas a la función del
comerciante en el proceso económico de la época. Sin embargo, lo que distingue a los
mercantilistas que han sido llamados metalistas de todos los demás, es la diferencia de
opinión acerca del mejor medio de alcanzar el fin que todos ellos deseaban, o sea el
enriquecimiento del país por el aumento de su tesoro.
60
Las primeras ideas sobre este punto se remontan a mucho tiempo atrás y no tenían
ninguna relación específica con el interés mercantilista. Su fin era conservar el acervo de
metales preciosos de un país por la estricta reglamentación de sus movimientos a través
de las fronteras nacionales, es decir, por la reglamentación del cambio monetario
internacional. Admitido que los metales preciosos son los representantes más valiosos de
la riqueza, es evidente la necesidad de una política que evite su exportación y fomente su
importación. Las prohibiciones de exportar oro y plata datan ya de los tiempos
medievales y persistieron hasta la época de la controversia mercantilista. En el siglo XIV
el comercio exterior había progresado lo bastante para llamar la atención de los
gobernantes sobre la relación que hay entre él y la cantidad de metales preciosos
existentes en el país. Una ley de 1339 intentó obligar a los mercaderes de lana a traer
determinada cantidad de plata por cada saca de lana que exportaran. Ricardo II, en
respuesta a las quejas sobre la escasez de dinero, incluyó en la Ley de Navegación de
1381 la prohibición de exportar oro y plata. Se hizo una investigación a la que aportaron
sus opiniones los encargados de la Casa de la Moneda. La parte más importante de la
investigación fue la declaración de Ricardo Ayles-bury, empleado de dicha casa, en la
que se anticipó a los argumentos que posteriormente esgrimieron los mercantilistas
acerca de la balanza de comercio, al dar el siguiente consejo para conservar la riqueza
metálica del país: “Que no entren en el reino mercancías extranjeras por un valor mayor
que el de las mercancías nacionales que salgan de él.”25
Pero esas ideas no reflejaban ni la opinión ni la práctica que entonces prevalecían. El
método generalmente empleado para conservar los metales preciosos era todavía el
medieval del control directo. Las prohibiciones de exportar metales y de importar
artículos de lujo se completaron con la reinstauración del cargo de Cambista Real, al cual
se sometían todas las operaciones cambiarias. Estas restricciones y reglamentaciones no
lograron, sin embargo, detener por mucho tiempo el progreso del comercio internacional.
Las actividades de los comerciantes encontraron maneras de hacer nulos los intentos de
evitar las fluctuaciones de los precios, de los tipos de cambio y los movimientos de oro y
plata. El crecimiento del comercio destruyó las bases sobre las cuales se habían fijado las
alcabalas que imponían los funcionarios aduanales. La letra de cambio se convirtió en el
principal instrumento de liquidación, y entonces surgió una clase nueva de financieros
especializados en transacciones internacionales. Estos nuevos avances hicieron imposible
el cumplimiento obligatorio de la reglamentación oficial. La desaparición del sistema de
mercancías controladas hizo más difícil la vigilancia del comercio, y la creciente
influencia de las compañías privilegiadas se advierte en el relajamiento de las
prohibiciones para exportar metales preciosos, a fin de permitirles seguir ejerciendo su
comercio. Por ejemplo, la carta fundacional de la Compañía de las Indias Orientales, de
1600, permitía la exportación de determinada cantidad de dichos metales en cada viaje a
las Islas de las Especias.26
Pero la expansión comercial del siglo XVI, con sus problemas de rivalidades
nacionales en el campo comercial y los movimientos en gran escala de los metales
preciosos, hubo de revivir el problema de la reglamentación. Se dio el nombre de
61
metalistas a quienes proponían la restauración de las antiguas prohibiciones de
exportación, el restablecimiento del cargo de Cambista Real y una reglamentación
creciente de las operaciones de cambio exterior. El representante más destacado de esta
escuela es Gerald Malynes. Ya hemos visto que readoptó la opinión de Wilson sobre la
usura, lo cual parece que hizo como parte de un punto de vista un tanto medieval sobre
los problemas sociales en general, porque creía en la estabilidad y armonía que sólo
podía conseguir una república bien ordenada. No obstante vivir en el siglo XVII, puso en
manos del Estado la tarea de alcanzar esos fines. Su intervencionismo se refería, sobre
todo, a las cuestiones económicas, entre las cuales consideraba como más importantes,
además de la usura, el comercio exterior y la moneda extranjera. A pesar de lo que le
preocupaba la usura, la consideraba sólo como síntoma de un mal mucho más profundo,
o sea el de las transacciones cambiarias de los financieros particulares, que muchas veces
eran usureros y elevaban los tipos de interés reduciendo el volumen de metales preciosos
en el país.27 Realmente, para Malynes, la moneda extranjera era el principal problema
económico. Lo veía con mentalidad medieval y basaba el diagnóstico y el tratamiento
sobre fundamentos éticos; pero, sacando provecho de las controversias monetarias del
siglo anterior, que habían producido la Ley de Gresham, acertó a realizar un estudio
claro, aunque limitado, de las causas próximas de los movimientos del oro, haciendo así
progresar considerablemente la teoría del comercio internacional.
Malynes empezó por admitir la necesidad de la circulación nacional e internacional.
Al igual que Hales, sostenía que, puesto que el comercio se inspiraba en el interés
personal de los comerciantes, los gobiernos debían reglamentarlo a fin de asegurar el
bienestar general. El dinero, decía, se inventó como medio de cambio y como medida
común. La letra de cambio era la medida común en las transacciones internacionales,
pero la habían corrompido con sus artimañas los financieros logreros. El desarrollo de los
cambios ilegítimos había destruido la verdadera paridad de las monedas extranjeras. Esta
paridad era lo que ahora llamamos “paridad monetaria”, es decir, la proporción de los
valores de dos monedas basada en su contenido metálico. Los cambios que se hacían
con base en esa proporción eran los únicos que correspondían al par pro pari,
fundamento moral del cambio. Si la proporción variaba, el cambio implicaba una
injusticia para una de las partes. Además, si los tipos de cambio eran estables, no habría
movimientos de metales. Si el tipo de cambio se inclinaba en favor de un país, los
metales preciosos no saldrían de él; pero si era inferior a la paridad, huirían al extranjero.
Hasta aquí Malynes había dado de la determinación del tipo de cambio de equilibrio
una explicación que era bastante común en su tiempo. Había ido más lejos al señalar la
conexión entre las desviaciones del tipo de equilibrio y los movimientos internacionales
de metales, que mucho más tarde se incorporaría a la teoría del punto de oro.* Su
análisis posterior, empero, es menos inteligente. Atribuye la posibilidad de las
desviaciones del par pro pari a la existencia de dos formas ilegítimas de transacciones
cambiarias. No está completamente claro lo que quieren decir su cambio sicco y su
cambio fictitio.28 Por sus ejemplos, parece que no son cosas diferentes de lo que hoy
llamaríamos letra de favor (accommodation bill) (o letras financieras, como las ha
62
llamado Tawney) y aceptaciones. En el caso de las primeras, un comerciante pide dinero
a un financiero permitiéndole girar una letra sobre el corresponsal extranjero de aquél.
Entonces, aunque no ha habido transacción comercial, se ha verificado una operación
cambiaria. Por añadidura, las tasas de interés muy elevadas pueden ocultarse o
disimularse. En el segundo caso, se hace uso del crédito de un banquero y de su agente
extranjero para facilitar el intercambio entre comerciantes cuya posición no es sólida, que
tendrían que pagar tipos de interés muy altos. El ataque de Malynes contra una
operación que hoy es un lugar común financiero parece revelar su falta de conocimiento
de la verdadera naturaleza del comercio exterior. Hemos de ver esto a la luz de la lucha
general de los mercantilistas contra las finanzas, y también como un ejemplo del deseo
de Malynes de limitar el comercio a unos pocos privilegiados con quienes competían los
pequeños comerciantes con éxito cada vez mayor.
Malynes no profundizó hasta las causas últimas de las variaciones de las monedas
extranjeras, aunque parece haber admitido que en parte eran afectadas por los
movimientos de mercancías. Como lo demuestra su curiosa teoría de las razones que
obligan a los comerciantes ingleses a vender barato en el extranjero, sus ideas sobre la
conexión entre los tipos de cambio, el movimiento de metales, los precios y el comercio
de mercancías, son erróneas. El remedio que Malynes propone es, asimismo, retrógrado.
Las transacciones cambiarias deberían hacerse mediante el Cambista Real o alguna otra
persona autorizada por el rey. Toda transacción cambiaria por encima o por debajo del
par pro pari (que debía declararse públicamente) debía prohibirse. Sería legítimo el
cambio que se hiciera en esas condiciones, quedarían frustradas las artimañas de los
financieros, los cambios serían estables y se conservaría el acervo metálico del reino.
Otros mercantilistas, como Misselden y Mun, atacaron esas opiniones y formularon
otras más avanzadas. Ya Hales había afirmado: “Siempre debemos cuidarnos de no
comprar a los extranjeros más de lo que les vendemos, pues de lo contrario nos
empobreceríamos nosotros y les enriqueceríamos a ellos.”29 Y la aseveración de William
Cecil de que “nada daña más al reino de Inglaterra que cuando entran en él mayor
cantidad de mercancías de las que salen”30 era un eco de la declaración de Aylesbury en
1381. En 1616, cuando la práctica gubernamental se orientaba aún en la dirección de
medidas monetarias, Bacon esperaba que se “cuidaría de que la exportación excediese en
valor a la importación, pues entonces el saldo debería entregarse necesariamente en
moneda o en metal”.31 Así pues, al atacar el miedo injustificado de Malynes a los
financieros, los mercantilistas posteriores pudieron apoyarse en opiniones ya existentes,
aunque éstas se hubieran empleado en un tiempo para impedir el desarrollo del comercio
exterior. Misselden y Mun llevaron los argumentos de los metalistas hasta explicar las
causas últimas de los movimientos de los metales. Aunque su polémica, sobre todo en la
forma que tomó en los escritos de Misselden, los enfrentó violentamente con el modo de
pensar de Malynes, no negaron que existiera una relación entre el volumen de metales y
los tipos monetarios de cambio. Simplemente, hicieron depender de la balanza del
comercio de mercancías tanto los movimientos del metal como las fluctuaciones del tipo
de cambio.
63
Representantes típicos de esta nueva actitud son tres escritores mercantilistas:
Eduardo Misselden, Antonio Serra y Tomás Mun. El primero y el tercero eran
prestigiados comerciantes ingleses de aquel tiempo; uno, socio destacado de los
Mercaderes Aventureros, y el otro, de la Compañía de las Indias Orientales. De Serra,
natural de Cosenza, se sabe muy poco.
Misselden (activo 1608-1654) contribuyó con dos publicaciones importantes a la
guerra de folletos: Free Trade, or The Meanes to Make Trade Fluorish, etc., publicado
en 1662, y The Circle of Commerce, publicado el año siguiente y notable,
particularmente, por el hecho de ser la primera publicación en que aparece la expresión
“balanza comercial”.32 (Francis Bacon había usado la expresión con anterioridad, pero no
apareció impresa hasta mucho después.) Como a la mayor parte de los mercantilistas, a
Misselden lo impulsó a teorizar el deseo de proporcionar un trasfondo a las políticas
dirigidas a fomentar los intereses que él representaba. En su primer libro, el interés
personal es muy manifiesto. Deseaba, como hemos visto, limitar el comercio al mundo
cristiano, ya que el comercio oriental sacaba del país dinero que no regresaba. El ataque
a la Compañía de las Indias Orientales no fue nada velado, pues Misselden culpaba en
seguida a su rival comercial de ser la causante, en gran parte, de la depresión del
comercio.33 Como podíamos esperar de un socio prominente de los Comerciantes
Aventureros, no era contrario, en general, a las compañías comerciales privilegiadas; al
contrario, pensaba que nada sería más dañoso al bienestar general que el comercio no
reglamentado. Era contrario al monopolio comercial y partidario de lo que ahora
llamaríamos oligopolio. En este punto, compartía una opinión muy difundida entre los
mercantilistas.34
En su segundo libro no prosiguió Misselden el ataque contra la Compañía de las
Indias Orientales; se había asociado a sus negocios, para este tiempo. También puede
decirse que cuando escribió The Circle of Commerce apreciaba mejor los intereses
generales que, en el fondo, consideraba más importantes, y dejó de representar un
estrecho interés personal. Aunque en Free Trade aún había echado su ancha red en
busca de explicaciones de la depresión comercial, en su segundo folleto concentró su
atención en la balanza comercial. Los tipos de cambio —decía— se establecían de la
misma manera que los precios de todas las demás mercancías. Hay un precio que está
determinado por la “bondad” de la mercancía; pero el vigente en un momento dado
puede ser mayor o menor que ése, variable de acuerdo con las estimaciones del
comprador y del vendedor. Análogamente, hay precios de las monedas, determinados
por la “bondad” del dinero, o sea por su paridad monetaria. Pero los tipos pueden
fluctuar en torno de este punto de equilibrio “de acuerdo con las posibilidades de ambas
partes”,35 o sea de acuerdo con la oferta y la demanda. Los cambios no eran las causas
de los movimientos de metales, como había sostenido Malynes, puesto que ellos mismos
estaban determinados por el volumen del comercio exterior.
Misselden rechazó el remedio de Malynes. Argumentaba que, para asegurarse de que
el comercio era lucrativo, se hacía necesario conocer primero la relación entre
importaciones y exportaciones. Deberían hacerse cómputos y moldear el comercio de la
64
nación “en la ‘balanza comercial’ que nos revelaría las diferencias de peso en el
comercio de un reino con otro”.36 Una vez hecho esto, la política del Estado debiera
tender a lograr una balanza comercial favorable y evitar una desfavorable, pues con el
excedente de exportaciones el país recibiría tesoro y se enriquecería. Habría que
fomentar las exportaciones y emplear a los pobres en la producción de artículos para
exportar. Al mismo tiempo, se desalentarían las importaciones, en especial las de
artículos de lujo, y asimismo se fomentaría la industria pesquera para que Inglaterra
dependiese menos del suministro de alimentos del extranjero.
Un tanto análogas a las de Misselden, y nacidas también por necesidades polémicas,
son las opiniones que Antonio Serra expuso en su Breve Trattato.37 Empieza señalando
los medios por los que un país que no posee minas de oro ni de plata podría obtener un
acervo abundante de metales preciosos. El primer conjunto de medios eran los peculiares
a un país individualmente considerado, tales como un excedente de productos nacionales
que pudieran exportarse a cambio de metálico, y la situación geográfica, que puede dar a
un país ventajas en el comercio de transporte o intermediario. En cuanto a los medios
comunes a todos los países, distinguía cuatro: “cantidad de industria, calidad de la
población, operaciones comerciales extensas y reglamentaciones por el soberano”.38 El
primero es una anticipación significativa de la importancia que después se atribuiría de un
modo general a la manufactura. Serra decía que la industria era superior a la agricultura
porque no depende del tiempo que haga, porque podía ser multiplicada, porque tenía un
precio más seguro en el mercado, ya que sus productos no son perecederos y, en fin,
porque las ganancias que reporta son mayores que las de la agricultura. El segundo, la
calidad de la población, dependía de la diligencia, el ingenio y el espíritu de iniciativa. El
tercero era, por lo general, resultado del factor particular de una situación geográfica
favorable. Ésta hace que una comunidad se entregue al comercio, lo que produce mucho
dinero, porque “el comercio no puede ejercerse sin ella”.39 La política del soberano
también podía ayudar o estorbar en gran medida a la adquisición de riqueza.
Después de exponer sus ideas generales sobre cuestiones económicas, Serra pasa a
examinar la relación entre los tipos de cambio y la cantidad de metálico que hay en el
país. Aunque su exposición es un tanto enredada, logra demostrar que la teoría de que
los tipos de cambio altos impedirán la entrada de metálico en el país y estimularán su
salida, no ofrecía una explicación completa. Son los “artículos extranjeros que el país
necesita… los culpables de la escasez de dinero, no el tipo elevado de cambio”.40 Serra
rechaza por inútil la prohibición de exportar dinero. Nadie —dice— exporta dinero sin
algún propósito. Si el dinero sale al extranjero para pagar importaciones que son
reexportadas, dejará una utilidad y, en definitiva, aumentará el acervo de metales
preciosos.
4. TOMÁS MUN
Tomás Mun (1571-1641) empleó años más tarde el mismo razonamiento, pero lo
65
desarrolló con más lucidez. Sedero londinense, próspero, con experiencia comercial en
Italia y Levante, en 1615 se ligó íntimamente con la Compañía de las Indias Orientales,
de la que fue director hasta su muerte. La Compañía era atacada a causa de su privilegio
para exportar 30 000 libras de metales preciosos en cada viaje (siempre que reimportara
esa cantidad en un plazo de seis meses). Para defender a su compañía escribió Mun A
Discourse of Trade from England into the East Indies (1621).41 El razonamiento de este
libro es muy primitivo, si se le compara con la obra posterior que hizo famoso a Mun.
No disimuló su objetivo principal. Su único propósito era exculpar a la Compañía de las
Indias Orientales de la acusación de que estaba sacando numerario del país, y en su
defensa dijo que el comercio que ella hacía atraía al país más tesoro que todos los demás
comercios juntos. Señaló que no exportaba todo el metálico a que estaba autorizada, que
había abaratado el comercio con la India suprimiendo los intermediarios turcos, y que
introducía materias primas para las manufacturas inglesas; pero su principal argumento
en favor de la compañía era que sus reexportaciones le permitían devolver al país tanto
metálico como el que había exportado y más aún. Todavía hay en este libro una huella
de la lucha contra los financieros en que se había empeñado Malynes, pues Mun
atribuye a las tareas de los financieros las pérdidas de cierta cantidad de metálico.
Mun escribió en 1630 su libro Englands’ Treasure by Foreign Trade y lo publicó
póstumamente su hijo en 1664.42 En esta obra encuentran su expresión más plena las
ideas del capitalismo comercial, y al comerciante se le asigna un lugar muy elevado en la
comunidad. Se dan preceptos para perfeccionar al comerciante, y se señala el comercio
exterior como el medio para enriquecer a un país. Quizá fue esto lo que llevó a Adam
Smith a citar equivocadamente el libro de Tomás Mun. Mun toma de Misselden el
concepto de balanza comercial, pero añade otro que es aún más importante y que revela
su penetración en la naturaleza del capitalismo comercial. En efecto, añade el concepto
de “capital” (stock). Ya no habla únicamente de riqueza ni confunde dinero y capital.
Distingue con claridad una porción de riqueza, que generalmente toma la forma de
dinero que debe emplearse como “capital”, es decir, de manera que rinda un excedente.
El comercio exterior era la manera típica de la época y del hombre. En una famosa
analogía que Adam Smith destacó en una cita, Mun compara el comercio exterior con
una manera más antigua de crear un excedente: “Así, si contemplamos los actos de un
labrador en la siembra, cuando arroja el grano abundante y bueno en la tierra, lo
tomamos más bien por un loco que por un labrador; pero cuando pensamos en su tarea
en la época de la cosecha, que es el final de sus esfuerzos, descubrimos el mérito y
pingüe producto de sus actos.”43 Vemos aquí que el alegato especial del director de la
Compañía de las Indias Orientales se ha refinado y tomado un carácter general: se ha
convertido en una explicación de la ubicación del comercio en la economía.
El capital —dice Mun— se emplea atinadamente en el comercio exterior cuando
logra una balanza comercial favorable; éste es el único medio de traer tesoro a Inglaterra,
país que no tiene minas propias. Las importaciones y el consumo interior de los artículos
importados deben restringirse, y fomentarse las exportaciones y reexportaciones.
En relación con las ventas en el extranjero, Tomás Mun sigue la doctrina de “lo que
66
pueda soportar el tráfico”. Para las mercancías en que Inglaterra tiene casi un
monopolio, hay que recargar los precios, mientras que para las otras los precios han de
ser suficientemente bajos para competir con las rivales; pero nunca deben ser tan altos,
que desalienten las ventas. Tampoco es acertado vender barato para eliminar a los
competidores y, una vez conseguido, elevar los precios con exceso. Ha de concebirse
una política de precios que aleje cuanto sea posible a los competidores. Mun también se
da perfecta cuenta de la existencia de un comercio invisible. Recomienda con ahínco que
el comercio inglés se haga sólo con barcos ingleses, pues con ello se obtendrá “la
ganancia del comerciante, de los gastos de seguros y del flete de transporte marítimo”.44
England’s Treasure es una síntesis clara y un progreso de las teorías mercantilistas
más avanzadas, aunque muchas de las ideas que contiene siguen siendo oscuras. En su
teoría del dinero, por ejemplo, Mun no logró del todo sobrepasar a sus compañeros
mercantilistas. Aunque conocían algo parecido a una teoría cuantitativa de la moneda,
legado de Oresme y de Bodino que reapareció en Hales y Malynes, ninguno de los
mercantilistas logró nunca plenamente sacar de ella una teoría de los precios
internacionales. Su miedo a la falta de metálico les llevaba, en el mejor de los casos, a
una apreciación unilateral de la relación entre el nivel de precios de los diferentes países
y sus respectivos comercios. Sabían que si Inglaterra tenía poco dinero, los precios
bajaban y concluían que, en su comercio con un país rico en dinero, Inglaterra tendría
que vender barato y comprar caro,45 perdiendo así su ganancia mercantil y teniendo
probablemente que reducir más aún su existencia de metálico. Éste era el callejón sin
salida a que fueron conducidos los mercantilistas; a los economistas clásicos les estaba
reservado relacionar los precios, la existencia de metálico, los tipos de cambio y la
balanza comercial en una teoría comprensiva del comercio internacional.
Mun parece haberse dado cuenta vagamente de que los precios altos creados por la
abundancia de dinero pueden tener un efecto adverso en la balanza comercial.
Evidentemente, deseoso todavía de defender el comercio con las Indias Orientales,
sostenía que el retener el metálico en el país en vez de usarlo en el comercio exterior, era
perjudicial…: “todo el mundo está conforme en que la abundancia de dinero en un reino
hace los artículos domésticos más caros, cosa ésta que va en provecho de las rentas de
algunos particulares, y directamente en contra del beneficio del público en la cantidad del
comercio, pues como la abundancia de dinero hace los artículos más caros, así los
artículos caros disminuyen en uso y consumo… Aunque ésta es una lección muy difícil
para que la entiendan algunos grandes terratenientes, sin embargo, estoy seguro de que
es una lección verídica que debe ser observada por todo el país, a menos que cuando
hayamos logrado alguna acumulación de dinero por el comercio, lo perdamos de nuevo
por no traficar con nuestro dinero”.46 Pero no pasó de ahí. En su deseo de granjearse a
los terratenientes, inmediatamente señala la manera de cómo el comercio podía traerles
ventajas: “Porque cuando el comerciante tiene buenos mercados en ultramar para sus
telas y demás mercaderías, vuelve a comprarlas en seguida en mayor cantidad, con lo
que sube el precio de la lana y de otros artículos, y, en consecuencia, mejoran las rentas
de los terratenientes, ya que los contratos de arrendamiento expiran todos los días; y
67
como también por este medio se gana dinero, y entra en el reino con más abundancia,
permite a muchos hombres comprar tierras, lo que las hará subir de precio.”47 A pesar de
su zigzagueo, que al fin termina en un callejón sin salida, Mun revela aquí penetración
mucho mayor que otros pensadores de su época.
Es muy sorprendente el análisis de Mun de la distribución de las existencias
mundiales de metales preciosos entre los diferentes países. En el capítulo VI del libro
examina las causas de que España perdiera su tesoro y concluye que, aparte de la guerra,
el metálico salía de España porque importaba mucho del extranjero. “La incapacidad de
los españoles para proveerse de mercancías extranjeras con sus mercancías nativas” les
obligaba “a satisfacer esta carencia de dinero”.48 Esta causa operaba también en otras
partes: “Todas las naciones [que no tienen minas propias] se enriquecen con oro y plata
por este único e idéntico recurso que es, como ya se ha demostrado, el equilibrio de su
comercio exterior.” Así pues, tengan o no tengan minas los países, la balanza de su
comercio determina “la manera de ganar como por la proporción de la ganancia anual”49
del acervo mundial de metales preciosos.
Otra señal de la posición avanzada de Mun en el pensamiento de su época es el
hecho de que en toda su obra se manifiesta una consideración mucho menor por la
acumulación de metales preciosos por sí mismos, que en otros escritos mercantilistas.
Mun reconoce de palabra, como era tradicional, la necesidad del tesoro como reserva
para casos de emergencia y como “nervio de la guerra”; pero insiste constantemente en
la importancia primordial del comercio, para el cual el dinero es sólo un medio. Aun
respecto de la reserva, que tiene el príncipe para la guerra, no deja de señalar que es útil
sólo “porque provee, une y mueve el poder de los hombres, las vituallas y municiones
donde y cuando la ocasión lo requiere; pero si estas cosas faltan en el momento
necesario, ¿qué haremos entonces con nuestro dinero?”50
Sobre otros asuntos, las aportaciones de Mun al pensamiento económico no son
importantes. Se une a escritores anteriores para atacar la adulteración de la moneda y
repite (en forma menos precisa) el análisis de Hales sobre la redistribución de la riqueza
causada por la adulteración. Condena que “se tolere la circulación en el país de monedas
extranjeras a tipos más elevados que su valor respecto de nuestro propio patrón”, como
método para acrecentar el tesoro. Esto hará que los otros países tomen represalias;
producirá una distribución injusta de la riqueza, y, si la diferencia es grande, producirá la
salida de tesoro. Las represalias son también un peligro que lleva a Mun a oponerse a la
disposición que exige a los extranjeros gastar el producto de sus exportaciones a
Inglaterra en la compra de mercancías inglesas. Una restricción de ese género impuesta a
los comerciantes ingleses sería desastrosa, advierte el director de la Compañía de las
Indias Orientales. Lo que en realidad desea Mun, como otros mercantilistas avanzados,
es la libertad de comercio, pero limitada a las compañías reglamentadas.
Las pocas palabras que Mun dedica en su libro a las rentas y gastos del soberano,
son dignas de notarse sólo por sus opiniones en materia de impuestos y sobre el límite a
la acumulación que fija el príncipe. Este límite, dice Mun, lo fija la cantidad de tesoro
que la balanza comercial favorable llevó al país. Una acumulación mayor privaría al
68
comercio de su capital. “Pues si [el príncipe] acumulara más dinero del que se gana por
el excedente de la balanza de su comercio exterior, no despojará sino que arruinará a
sus súbditos, y así, con su ruina, se derribará a sí mismo por falta de futuros
esquilmos… Todo el dinero de ese Estado irá prontamente a parar al tesoro del príncipe,
por lo que la vida en los campos y en las manufacturas decaerá.”51 Sobre el primer
punto, aunque Mun considera todos los impuestos como “una multitud de gravámenes”,
cree que son necesarios. Se anticipa a una teoría posterior de los salarios cuando dice
que los impuestos indirectos no son “tan perjudiciales a la felicidad del pueblo como se
cree frecuentemente, pues así como la comida y el vestido del pueblo se encarece por los
impuestos sobre de consumo, así el precio de su trabajo sube en proporción”.52
El único punto restante de importancia que trató Mun es la diferenciación entre
balanzas comerciales “generales” y “particulares”. Mun hace uso de ella en su polémica
contra la teoría de Malynes sobre las divisas o moneda extranjera. Al afirmar que lo que
determina los tipos de cambio es la balanza comercial, demuestra que el intercambio con
un país determinado depende de la balanza comercial con el mismo, mientras la situación
de los cambios en general depende de la balanza comercial total.53 Sin embargo, más
importante que el argumento de Mun contra Malynes es el hecho de que adopte una
posición avanzada en una controversia que tuvo gran importancia en aquel tiempo. El
objeto de los primeros sistemas para reglamentar el comercio exterior consistía en lograr
balanzas particulares favorables. Las importaciones que hacía Inglaterra de cada país
tenían que equilibrarse con sus exportaciones al mismo, y hasta se hicieron intentos por
equilibrar el comercio de cada comerciante inglés. Esta idea de un “balance de
contratos”, como la llamó Ricardo Jones,54 perduró hasta el siglo XVII. Como resultado
de la teoría mercantilista, se prestó mayor atención a las estadísticas de comercio, pero la
política siguió interesándose todavía por las balanzas particulares.
El Parlamento exigió al Ministerio de Comercio que examinara cuidadosamente la
balanza comercial con cada país y que propusiera los medios para corregir las que
resultaran desfavorables y hacerlas favorables. Toda la política comercial, con su
complicado sistema de tratados, restricciones y devoluciones, se ideó teniendo por norte
esa finalidad. Condujo a considerar a Francia y a Suecia malos clientes. La primera
vendía a Inglaterra una gran cantidad de artículos de lujo, y la segunda, hierro y madera;
pero ninguna de las dos le compraba mucho. Por lo tanto, se había desalentado el
comercio con ellas. Por otra parte, España poseía grandes cantidades de metales
preciosos, y como carecía de industrias, tenía que importar artículos de Inglaterra. El
comercio con Portugal se veía con especial satisfacción: se cambiaban paños por vino.
Todavía en 1703, este modo de considerar el comercio exterior encontró expresión
práctica en el Tratado de Methuen, que excluía casi del todo el vino francés en favor del
portugués.
Mun y Child, inspirados por la experiencia que tenían del comercio con las Indias
Orientales, se esforzaron por llamar la atención sobre los problemas de la balanza general
más bien que hacia los de las particulares. El bosquejo que hizo Mun de todas las cosas
que debieran tomarse en cuenta para formar la balanza comercial, “la verdadera norma
69
de nuestra riqueza”,55 demuestra que tenía una idea muy avanzada de cómo debían
hacerse las cuentas internacionales. Child afirmó también que la ganancia o pérdida
verdaderas que una nación obtenía de un comercio determinado no se podían precisar
teniendo en cuenta únicamente ese comercio.56 Pero aunque los expositores del
argumento de la balanza comercial vencieron a los metalistas (la prohibición de exportar
metales fue derogada en Inglaterra en 1663), no tuvieron éxito en su otra campaña. La
teoría de la balanza comercial fue empleada durante mucho tiempo en apoyo de rígidas
restricciones y formó parte importante de la teoría sobre la que se basó el sistema
colonial.
Sin embargo, las bases de la reglamentación del comercio empezaron a cambiar
gradualmente. En vez de inspirarse en el deseo de obtener una balanza favorable que
trajera tesoro al país, tomaron un carácter proteccionista el fomento de las exportaciones
y la restricción a las importaciones. La creación de fuentes de trabajo y ocupación, y el
fomento de las industrias, una cosa y otra como fines en sí mismos y como medios para
fortalecer al país, se convirtieron en los objetivos de la política del Estado. La transición
a esta última fase mercantilista no fue súbita. El profesor Heckscher cita ejemplos del
argumento en pro de la creación de fuentes de trabajo con fines proteccionistas en el
siglo XV en Florencia y algunos escritos ingleses de hacia 1530.57 Hales, como hemos
visto, se oponía a la exportación de materias primas inglesas porque privaba de trabajo a
los obreros ingleses. Serra había subrayado las ventajas de tener manufacturas
nacionales florecientes, y en los escritos de los mercantilistas ingleses el argumento de la
ocupación se hizo más frecuente a fines del siglo XVII.
La importancia concedida al tesoro (ya algo disminuida por Mun) se redujo más aún,
y aunque el comercio pueda ser todavía alabado en términos extravagantes, el interés
mayor pasó a la industria nacional como verdadera fuente de riqueza. Ejemplo
interesante de esta tendencia lo encontramos en los escritos de D’Avenant, quien,
aunque mercantilista, no era comerciante, y cuyos escritos contienen siempre una mezcla
de argumentos viejos y nuevos. Después de elogiar a los comerciantes que enriquecen al
país, se ve, sin embargo, obligado a decir, en su Discourses on the Publick Revenues
(1698), que si bien el oro y la plata son la medida del comercio, la fuente y origen de
éste son, en todas partes, los productos naturales y artificiales de los países, “es decir, lo
que producen su tierra y sus industrias”.58 Ya antes había expuesto Josiah Child una
teoría de la economía colonial basada exclusivamente en el argumento de la ocupación.59
Admitía que la colonización en general podía tener efectos perjudiciales, ya que
implicaba emigración. Como todos los mercantilistas de la época, Child temía mucho la
pérdida de población, palabra ésta que parecía llevar consigo la idea de ocupación. En los
tiempos que precedieron a la introducción de maquinaria en gran escala, una fuerza de
trabajo escasa significaba una producción baja; y esto, en una época en que el comercio
exterior iba dependiendo cada vez más de las manufacturas nacionales, equivalía a
reducir las exportaciones. Sin embargo, creía Child que los males de la colonización
podían ser mitigados obligando a las colonias a limitar su comercio a la madre patria.
Hecho esto, la emigración, después de todo, podía traer alguna ventaja, pues crearía más
70
trabajo en el país.
En cuanto a las colonias en América, Child no pensaba que sólo fueran perjudiciales.
Era dudoso que, aun sin colonias, los que emigraban hubieran permanecido en Inglaterra.
Los puritanos se habrían ido a Holanda y Alemania. Entre los demás, había muchos
pícaros y delincuentes que, si hubieran permanecido en el país, habrían sido ahorcados.
Y lo más importante era que en las plantaciones de las Indias Occidentales cada inglés
tenía diez nativos trabajando a sus órdenes, y así producía más de lo que hubiese
producido en su patria. Y la demanda agregada de esos once hombres (sólo uno de los
cuales era emigrante) darían trabajo por lo menos a cuatro hombres en Inglaterra. Por
otra parte, Nueva Inglaterra no era una colonia útil, porque en ella los emigrantes no
daban trabajo quizá ni siquiera a un solo trabajador en la madre patria. Así pues, el valor
de las colonias dependía de su capacidad para actuar como mercados exclusivos de las
manufacturas de la madre patria, para suministrar en cambio materias primas y otros
productos que de otra manera habría de comprar a países extranjeros, y para constituir
depósitos de mano de obra barata.
El uso de argumentos como éstos, tanto en relación con la política colonial como con
apoyar un sistema de protección total, revela, por un lado, hasta qué punto se había
desarrollado el comercio, y por otro, las dificultades teóricas a que se enfrentaron los
últimos mercantilistas. Desde el punto de vista del comercio exterior únicamente, los
mercantilistas fueron, según hemos visto, impulsados cada vez más a pedir una libertad
de comercio cada vez mayor. La decadencia de la fe en la intervención del Estado, que
estudiaremos en el capítulo siguiente, empezó ya con algunos de los últimos escritores
mercantilistas. D’Avenant, por ejemplo, pensaba que el comercio es libre por naturaleza
y que “las leyes promulgadas para regularlo… rara vez son ventajosas para el público”.60
Pero el desarrollo de la industria y el carácter cambiante del comercio les hicieron buscar
argumentos que conducían al aumento más bien que a la disminución de la
reglamentación por parte del estado.
En la práctica de los gobiernos a fines del siglo XVII y en la mayor parte del XVIII, son
manifiestos el proteccionismo total y la reglamentación por el Estado. En aquel tiempo,
se estaban echando los cimientos de la industria moderna. Los métodos usados eran las
alcabalas o los embargos sobre las importaciones, prohibiciones de exportar herramientas
y obreros especializados, el fomento de las importaciones de materias primas o de su
producción en el país, la inspección sobre la calidad de los productos y los subsidios a
quienes establecían industrias nuevas. Podía subsistir aún el interés por los problemas
puramente comerciales. Las Leyes de Navegación podían proponerse no sólo para
fortalecer la armada real, sino también para aumentar la ganancia mercantil del país
limitando el negocio de transportes a los barcos nacionales. Pero el verdadero significado
del desarrollo de la reglamentación industrial y comercial en escala nacional durante los
cien años que precedieron a la Riqueza de las naciones, se encuentra en el nacimiento
del capitalismo industrial. La teoría y la política mercantilista ya habían realizado su
labor. Habían abolido las restricciones medievales y contribuido a crear Estados
nacionales unidos y poderosos. Éstos, a su vez, se convirtieron en potentes instrumentos
71
para fomentar el comercio hasta que el capitalismo incipiente se convirtió en otro,
industrial, plenamente maduro. En países como Inglaterra y Francia, donde este proceso
concluyó primero, el poder del Estado fue al mismo tiempo aplicado a un nuevo uso.
Tuvo que ayudar a la industria a conseguir la supremacía económica. Pero no
desaparecieron las antiguas ideas mercantilistas. Hasta los días presentes han venido
reapareciendo en ocasiones y en diversas formas, y a veces hasta se les ha recibido con
entusiasmo como verdades viejas redescubiertas y curiosamente apropiadas, según se
cree, a las condiciones modernas.
72
73
* Industria a domicilio. [T.]
1
E. A. Johnson, Predecessors of Adam Smith (1937), p. 58.
2
T. Mun, England’s Treasure by Forraign Trade (reeditado en 1928 por la Economic History Society), p. 88.
[La riqueza de Inglaterra por el comerio exterior]; trad. de Samuel Vasconcelos, México, FCE (1954), pp. 147148.
3
A. E. Monroe, Early Economic Thought, p. 105.
4
T. Wilson, A Discourse upon Usury (ed. R. H. Tawney, 1925), pp. 343-345.
5
R. H. Tawney, Religion and the Rise of Capitalism, pp. 156, 160.
6
A. E. Monroe, op. cit., pp. 123 ss.
7
Ibid., p. 127.
8
Por ejemplo, A. Gray, The Development of Economic Doctrine, p. 66.
9
E. Cannan, Repaso a la teoría económica, México (1946), pp. 13-14.
10
E. F. Heckscher, Mercantilism (1953), vol. I, p. 119. [La época mercantilista, trad. de Wenceslao Roces,
FCE, México (1943.)]
11
H. M. Robertson cita algunos ejemplos en Aspects of the Rise of Economic Individualism (1933), pp. 6668.
12
R. H. Tawney y E. Power, Tudor Economic Documents (1935), vol. II, p. 188.
13
Riqueza de las naciones, libro IV, cap. I.
14
En una carta de Jamaica de 1503, citada por Marx en Zur Kritik der politischen Ökonomie (1930), p. 162.
15
“Von Kaufshandlung und Wucher”(1524), en Werke de Martín Lutero (1899), vol. XV, p. 294.
16
A. E. Monroe, Early Economic Thought, p. 145.
17
E. F. Heckscher, op. cit., vol. II, p. 217.
18
E. Misselden, Free Trade, or the Means to make Trade Flourish (1662), p. 19.
19
Los numerosos ejemplos que cita de teóricos mercantilistas muestran gran analogía con las ideas
diseminadas en diversos escritos de Marx. Véase especialmente Das Kapital (1922), vol. III, parte I, pp. 307 ss.
[El capital, trad. de Wenceslao Roces, FCE, México (1946)], Zur Kritik der politischen Ökonomie, pp. 118-133,
162-164.
20
Citado por E. F. Heckscher, op. cit., vol. I, p. 116.
21
The East India Trade a Most Profitable Trade to the Kingdom (1667).
22
A. Oncken, Geschichte der Nationökonomie, parte I, Die Zeit vor Adam Smith (1902), p. 154.
23
Josiah Child, A New Discourse of Trade (1694), passim.
24
Ibid., p. 63.
25
A. E. Bland, P. A. Brown y R. H. Tawney, English Economic History: Select Documents (1933), p. 222.
26
W. R. Scott, The Constitution and Finance of English, Scottish and Irish Joint Stock Companies to 1720
(1910), vol., II, p. 93.
27
G. Malynes, Consuetudo (1636), cap. IX, pp. 272 ss.
* Tipo de cambio al cual saldar una deuda exterior en oro es igualmente barato que con divisas. [Ed.]
28
Ibid., cap. IX, p. 253. Véase también el análisis de Tawney en su introducción en A Discourse upon Usury,
de Wilson.
29
J. Hales, A Discourse of the Common Weal of this Realm of England (ed. Lamond, 1929), p. 63.
30
R. I. Tawney y E. Power, Tudor Economic Documents, vol. II, p. 451.
31
Citado en Heaton, Economic History of Europe (1936), p. 368.
32
J. Viner, Studies in the Theory of International Trade (1937), pp. 8 ss.
33
E. Misselden, Free Trade, or the Meanes to Make Trade Fluorish, pp. 13-14.
34
E. F. Heckscher, op. cit., vol. I, pp. 270-276.
35
E. Misselden, The Circle of Commerce (1623), p. 98.
36
Ibid., pp. 116-117.
37
A. E. Monroe, op. cit., pp. 145-167.
38
Ibid., p. 146.
74
39
Ibid., p. 150.
Ibid., p. 158.
41
Véase la reimpresión (Facsimile Text Society, Nueva York, 1930). En un capítulo con que colaboró en el
Anti Dühring de Engels, Marx ataca a Dühring por haber hecho a Serra el líder del pensamiento mercantilista, y
reserva este puesto muy justamente para Mun, cuyo análisis no sólo era mucho más inteligente que el de Serra,
sino que además, su segundo libro le ganó inmediatamente una autoridad universal. No obstante, se equivoca
Marx cuando dice que el Discourse de Mun apareció en 1609, cuatro años antes que el Breve Trattato de Serra.
El discurso fue publicado en 1621 y no pudo haber sido escrito antes de 1615, año en que Mun entró en la
Compañía de las Indias Orientales.
42
Véase la reimpresión (Economic History Society, 1928). Se encontrará un excelente análisis de esta obra en
E. A. J. Johnson, Predecessors of Adam Smith (1937), pp. 77-89. El Fondo de Cultura Económica ha publicado
el ensayo de Johnson al frente de su edición de La riqueza de Inglaterra por el Comercio Exterior, trad. de
Samuel Vasconcelos, México (1954).
43
T. Mun, La riqueza de Inglaterra por el Comercio Exterior, FCE, México, 1945.
44
Ibid., p. 61.
45
E. F. Heckscher, op. cit., vol. II, pp. 238-243.
46
Ibid., pp. 72-73.
47
Ibid., p. 77.
48
Ibid., p. 79.
49
Ibid., p. 81.
50
Ibid., p. 131.
51
Ibid., pp. 128-129.
52
Ibid., p. 122.
53
Ibid., pp. 109-110.
54
R. Jones, “Primitive Political Economy in England”, en Edinburgh Review, enero-abril de 1847, p. 428.
55
T. Mun, op. cit., p. 146.
56
J. Child, op. cit., p. 153.
57
E. F. Heckscher, op. cit., vol. II, pp. 122-123.
58
C. D’Avenant, The Political and Commercial Works (1771), vol. I, p. 354.
59
J. Child, op. cit., pp. 216-226.
60
Citado por Heckscher, op. cit., vol. II, p. 322.
40
75
76
III. LOS FUNDADORES DE LA ECONOMÍA
1. LOS FILÓSOFOS POLÍTICOS
EN EL siglo XVIII se aceleró notablemente el desarrollo del capitalismo industrial moderno.
Su teoría, contenida en las obras de los economistas clásicos, llegó a su madurez en el
periodo de cuarenta años que van de La riqueza de las naciones de Smith a los
Principios de Ricardo; pero sus raíces se remontan a casi dos siglos antes. Cuando
menos tres corrientes de pensamiento acompañan a la transición del capitalismo
comercial al industrial y, juntamente con ese desarrollo económico, contribuyeron a
moldear la teoría clásica. La primera es filosófica: el desarrollo del pensamiento político
desde su origen canónico hasta el radicalismo filosófico. Hemos visto ya los comienzos
de la segunda: es el progreso del pensamiento económico inglés a partir de los últimos
mercantilistas. El tercer pilar de la economía política es de origen francés: el sistema
fisiocrático que desarrollaron un conjunto de pensadores de la Francia del siglo XVIII. La
primera de estas aportaciones ha sido expuesta con mucha frecuencia y su historia se
encuentra en tantos libros de texto, que aquí sólo es necesario esbozarla. La liberación
del pensamiento de la dominación de la Iglesia condujo al desarrollo del mercantilismo,
aunque a lo último se volvió contra la teoría y la práctica mercantilistas. Ya hemos visto
cómo el progreso económico destruyó la autoridad de la Iglesia en materias terrenales.
La actividad económica se realizaba cada vez menos de acuerdo con las leyes teológicas
de lo que “debiera ser”, y aunque el pensamiento económico también tendía a hacerse
positivo, los primeros mercantilistas deseaban aún conservar el elemento normativo; en
sus escritos están inextricablemente unidos el análisis de lo que es y los preceptos de lo
que debiera ser. La emancipación del pensamiento político de la teología es, sin embargo,
más radical.1
Algunos de los pensadores a quienes se debió dicha emancipación se interesaron
también en materias económicas. Bodino, por ejemplo, a quien ya hemos conocido
como economista preclaro, fue uno de los que fundaron “la investigación del problema
social en la relación del hombre con el hombre y ya no en la relación del hombre con
Dios”.2 Pero el principal efecto de los métodos nuevos recayó sobre la teoría del Estado.
En esta dirección fue Maquiavelo quien ejerció la mayor influencia. Pudo observar la
decadencia de la sociedad medieval en el ambiente quizá más favorable, el de la Italia del
siglo XVI. Allí tomaron las formas más violentas la sustitución de la autoridad eclesiástica
por la secular y la lucha por la unidad nacional. La dirección de la política se hizo
dependiente de la falta de escrúpulos en el uso de todos los medios del poder terrenal.
Sólo la fuerza bruta combinada con la intriga y el oportunismo podían darle el poder a un
príncipe y permitirle conservarlo. Aunque era una experiencia que todos compartían, fue
el genio de Maquiavelo el que hizo de la situación política de su tiempo el punto de
partida de un método nuevo para estudiar las cuestiones sociales y políticas. En un
77
pasaje muchas veces citado vitupera a los que habían tratado de establecer una república
ideal a su capricho. Hay que darse cuenta —decía— de la gran diferencia entre el
hombre tal como es y tal como debiera ser; querer ser virtuoso en un mundo habitado
por tantos que carecen de virtud, es correr a la ruina. Por lo tanto, en su estudio de las
acciones de un príncipe sensato, dice que la necesidad, y no la virtud, es la guía.3
Maquiavelo fue culpable de muchos errores. No tenía idea de las fuerzas complejas que
modelan la historia; el desarrollo social era, para él, obra exclusiva de los grandes
hombres. Su protesta contra lo ético fue tan violenta que estaba llamada a provocar una
reacción. Redujo al mínimo el poder de las ideas tradicionales sobre la conducta recta, y
pensó sólo exclusivamente en términos de los príncipes de la Italia del Renacimiento. No
pudo prever el nacimiento de una nueva disciplina ética, no teológica, que iba a seguir
ejerciendo alguna influencia sobre el pensamiento económico. Sin embargo, su influencia
fue inmensa, no obstante la oposición inicial que encontró. Desde entonces, la filosofía
social se basó en cimientos racionales y positivos.
La visión de Bodino fue aún más amplia quizá. Le impresionó también el problema
de la autoridad que suscitaron la decadencia del poder de la Iglesia, las guerras religiosas
y la lucha de las unidades civiles en conflicto. En Los seis libros de la República (1576)
sentó las bases de la teoría relativa a la necesidad de una autoridad soberana central.
Quería que ésta fuese secular. En otras palabras, deseaba el Estado soberano moderno,
que iba a ser fuente de todo derecho y de todo orden. Pero advertía los peligros de la
autoridad ilimitada.4 Pensaba que la ley divina y la natural prescribían los límites
máximos del poder del Estado. La importancia que concedía al derecho de propiedad
privada, así como su creencia en la utilidad de la libertad de comercio que ya hemos
mencionado, revelan que percibía una antítesis posible entre el estado y la sociedad y
que buscaba una teoría que concediese lugar al consentimiento de los súbditos a los actos
de autoridad.5 Fue, pues, un precursor del liberalismo en un sentido mucho más directo
que los filósofos jusnaturalistas del siglo XVII.
No obstante diferencias muy importantes, la Inglaterra del siglo XVI presenció una
revolución espiritual análoga a las de Italia y Francia resumidas en Maquiavelo y Bodino.
Las fuerzas que dieron preponderancia al comercio estaban liberando a la mente de los
hombres de las trabas de las creencias consagradas y abriendo una nueva época de
especulación y experimentación. Los nuevos modos de vida presentaban problemas
nuevos en casi todas las ramas de la ciencia, y los científicos empezaron a darles
solución, ya se inspirasen directamente en las necesidades de un comercio creciente, o
sólo indirectamente mediante el gusto general por el nuevo racionalismo empírico. Se
lograron progresos asombrosos en astronomía, matemáticas, física y óptica, así como en
ciencias biológicas y medicina. Su gran momento, a pesar de todos los intereses
teológicos y hasta místicos de su autor, fueron los Principios de Newton.6 Lessing dijo
muy bien de ellos:
La antigüedad nos avergonzará siempre con Homero y de la gloria de nuestros tiempos tendrá que
encargarse Newton. 7
78
Pero entre los pensadores sociales de ese siglo y del siguiente, ninguno expresó mejor
el espíritu de la época ni tuvo más importancia para el progreso subsiguiente que Bacon.
Sentó los cimientos filosóficos de la ciencia experimental, y aplicó al estudio del hombre
y de sus sociedades el método de investigación racional de las ciencias naturales. Con la
misma visión práctica de Maquiavelo, con quien compartió el franco deseo de poder,
Bacon dio el imprimatur filosófico a la autoridad del Estado. Su misma tolerancia
respecto de la Iglesia, a la que consideraba como un instrumento útil en manos de un
Estado poderoso, revela hasta qué punto se había liberado de los residuos del
medievalismo. Quizá sus elogios al monarca se inspiraban en el deseo de medro
personal, mas no por eso dejaban de ser el reflejo sincero de su creencia fundamental en
la autoridad secular. Pensaba que la monarquía era una institución natural, y que
obedecerla constituía un deber natural. Así fue sustentada la doctrina del derecho divino
de los reyes y recibió poderoso apoyo teórico el absolutismo. Se atribuía al soberano
absoluto el papel de juez supremo, que no se detenía ante prejuicios ni leyes y estaba por
encima de las facciones sociales en pugna. Ésta es la quintaesencia política de la época;
ésta es la autoridad que iba a tomar el lugar del disgregado sistema feudal.
Ese cambio encontró aún expresión más clara en el siglo XVII en Tomás Hobbes,
compañero de Bacon. Hobbes abandonó el concepto del derecho divino de los reyes,
pero dio una interpretación nueva y más poderosa a las ideas baconianas sobre el
principio de la soberanía del Estado. Aunque fundó su análisis en algo parecido a la
asociación voluntaria de individuos que aceptaban que uno o más de entre ellos
representase la voluntad común, confería gran importancia a la coerción como elemento
esencial de la organización del Estado: una vez formado el Estado, contenía una
soberanía absoluta a la cual se le debía obediencia absoluta. Mas, no obstante, los reyes
no poseían su poder, por absoluto que fuere, en virtud de un derecho divino. Dios era el
juez supremo de sus actos, pero el poder de ellos en la tierra venía de la naturaleza
misma de su cargo. Todo gobernante, legítimo o no, estaba impuesto de los atributos
fundamentales de la realeza.
Hobbes estaba más cerca de Bodino que de Bacon por su mayor liberación de la
justificación teológica de la soberanía, y trabajó por la emancipación religiosa en el
mismo sentido que Spinoza. Como a éste, sus contemporáneos le consideraron enemigo
de la fe, y por haber dado una base teórica a las pretensiones de los usurpadores de la
soberanía, la Iglesia y el rey se unieron contra él. Lo que le hizo igualmente sospechoso a
los ojos de los adversarios del poder real fue que, a diferencia de Bodino, adoptó el
desdén de Bacon por las leyes y su respeto por la soberanía indivisible y sin
restricciones. La creencia de Hobbes en un poder por encima de los intereses
antagónicos de las clases sociales fue al mismo tiempo su debilidad y su fuerza. Era la
suya una teoría inevitable en una época en que los conflictos sociales tenían un interés
absorbente, en que por primera vez se les consideraba racionalmente, y en que las
fuerzas económicas estaban presionando para el establecimiento de una autoridad central
fuerte. Era una teoría limitada por su propia experiencia inmediata, y no tardó mucho en
recibir un nuevo giro que modificó por completo su significación.
79
Pero fue muy grande la importancia de Hobbes en el desarrollo de la nueva sociedad
y en sus ideas. Su base era individualista. Como Maquiavelo, reconoció francamente en
el individuo movido por el egoísmo la unidad de que había que partir. El contrato por el
cual los individuos se habían sometido a la terrible garra del Estado soberano —el
Leviatán* de Hobbes— se basaba en ese mismo egoísmo. El Estado absolutista era un
medio para obtener un bien más grande que el que podía procurar la vida del hombre
primitivo, “solitario, pobre, indecente, bruto, limitado”. Si el Leviatán coaccionaba, lo
hacía en beneficio de los mismos gobernados. Aquí, no obstante la doctrina central sobre
la autoridad del Estado (en armonía con la práctica de la regulación de la vida económica
por el Estado), estaba el comienzo del utilitarismo. Y en contraste aparente con Hobbes,
pero en secuencia lógica con el principio inmanente en su sistema, progresó la filosofía
utilitarista.
Su siguiente paso se halla en la obra de John Locke. Volveremos a encontrarlo pronto
de nuevo como economista de transición entre el mercantilismo y los clásicos. Su
posición es más importante en la esfera del pensamiento político. Sintetizó y llevó más
lejos todos los elementos del pensamiento anterior con que podía formarse una filosofía
política adecuada a la época en que el capitalismo estaba ya seguro de la victoria. El
contrato social, que en Platón había hecho al hombre organizar la ciudad, que en Hobbes
lo sometió al Leviatán, y que en Bodino estableció la autoridad central y fijó sus límites,
volvemos a encontrarlo en Locke.** Junto con el contrato encontramos una nueva
formulación importante de la doctrina del derecho natural. Iniciada en la filosofía estoica
y epicúrea, esta doctrina había encontrado un lugar en el derecho romano y en la
doctrina canonista de la justicia natural. Ahora se iba transformando en el
reconocimiento de los instintos “naturales” del individuo, y el contrato social que
establecía el gobierno civil vino a depender totalmente de la amplitud del consentimiento
de los gobernados.
La idea de que el egoísmo es la fuerza motriz de la conducta humana es inherente a
toda la filosofía política de Locke; mas, para él, no era la Iglesia medieval, ni el rey por
derecho divino de Bacon, ni el Leviatán sobrehumano de Hobbes, lo que formaría un
cuerpo ordenado de los átomos individuales. En su cargo de administrador de las
posesiones coloniales de Inglaterra, Locke había entrado en contacto con el comercio, y
la asociación voluntaria y regular de los comerciantes en las empresas comerciales que
había visto en las compañías reglamentadas le pareció la forma natural de organización
para fines de gobierno. Por lo tanto, fue en la monarquía constitucional donde el
racionalismo encontró su expresión política. Según Locke, la libertad sólo debe
restringirse para conservarla. Su base era la propiedad, adquirida por laboriosidad y
razón y con derecho a la seguridad que pudiera darle el Estado. He aquí una filosofía
adecuada a las nuevas condiciones económicas. Es la personificación de la victoria sobre
la Edad Media; pero es más que eso: es un síntoma de la decadencia del poder del
Estado que el capital comercial había creado en una etapa anterior de su lucha contra el
feudalismo. Es una consecuencia inherente a la relación entre el capitalismo y su primera
expresión política. Es el primer capítulo del liberalismo, filosofía del capitalismo
80
triunfante.
2. EL DESARROLLO DEL CAPITALISMO INDUSTRIAL
La aparición de la filosofía de Locke a fines del siglo XVII revela que el nuevo Estado
empezaba a ser visto como lo que realmente era: la criatura del poder económico, no
menos que su amo.
El cambio de la política económica fue menos rápido que el de la filosofía política.
Sin embargo, a fines del siglo XVII la reglamentación estatal de la vida económica se
estaba desmoronando. Su decadencia no fue de ningún modo igual en todos los países.
Realmente, veremos que el mercantilismo reapareció con adiciones y distorsiones en
países económicamente atrasados, como Alemania, cuando en Inglaterra y Francia ya
era cosa del pasado. Pero aun en los países que iniciaron la transición hacia la industria
moderna el progreso del individualismo ilimitado no fue uniforme. En los últimos años
del siglo XVII se consiguió en algunos aspectos la liberación de las muchas trabas del
Estado; pero, en general, la filosofía liberal no obtuvo su victoria decisiva hasta bien
entrada la pasada centuria.
A mediados del siglo XVII fueron abolidas en Inglaterra muchas de las
reglamentaciones que restringían la industria nacional. Otras, la reglamentación de los
salarios por ejemplo, no desaparecieron definitivamente hasta 1813. Las leyes que
reglamentaban el aprendizaje y las condiciones de la producción en muchas industrias
acabaron por ser inoperantes al ampliarse la producción y desarrollarse el sistema fabril;
y cuando el Parlamento las derogó en el siglo XIX no hizo más que refrendar un hecho
consumado. Modificaciones considerables empezaron a tener lugar en el sistema gremial.
Iba en aumento una diferenciación complicada que suscitó el surgimiento de muchos
conflictos de intereses. El antiguo tipo de compañía comercial de exportación,
procedente de los gremios de los siglos XIV y XV, estaba siendo desplazado por las
grandes compañías coloniales. Había también corporaciones capitalistas más recientes,
dominadas ya por comerciantes al por mayor o por capitalistas semindustriales del tipo
Verleger, y su influencia era cada vez mayor. Los pequeños gremios urbanos locales de
pequeños maestros artesanos, por otra parte, iban perdiendo importancia debido a la
competencia de la industria doméstica controlada por los Verleger. Por consiguiente, la
reglamentación local se iba debilitando continuamente, siempre en favor de la
reglamentación nacional.8
La decadencia de la reglamentación del comercio exterior se produjo con retraso. Los
tratados comerciales, que en un tiempo habían sido instrumentos proteccionistas y
restrictivos, pudieron utilizarse para otros fines. Una vez que los intereses económicos
fueron bastante fuertes, se concertaron tratados conducentes a ampliar el comercio entre
los países interesados. La libertad de comercio sufrió muchos reveses, pero durante el
siglo XVIII, en general, hizo progresos indudables. El primer síntoma del nuevo espíritu
comercial fue la decadencia de las compañías reglamentadas. Sus derechos
81
monopolísticos fueron socavados por el desarrollo mismo del comercio, que abrió campo
a los comerciantes independientes que recibieron los nombres de “interlopes” y, más
significativamente, “comerciantes libres”. A fines del siglo XVII, las compañías
reglamentadas estaban dejando de ser la forma dominante de organización del comercio
internacional. En el último cuarto de ese siglo la Compañía de la Tierra de Oriente
empezó a perder sus privilegios en el comercio del Báltico. Los comerciantes aventureros
fueron despojados del monopolio sobre el comercio de paños dentro de su zona en 1689,
y la mayor parte de las compañías comerciales compartieron el mismo destino
aproximadamente por el mismo tiempo. Únicamente la Compañía de las Indias
Orientales, cuya situación era diferente a la del resto, pudo conservar el monopolio
durante mucho más tiempo, pero aun ella perdió, a principios del siglo XIX, su privilegio
de comercio exclusivo con la India.
Así pues, la decadencia de la intervención del Estado fue simultánea con la
desaprobación del monopolio y el aumento de la competencia. La causa que produjo
ambas tendencias y que, a su vez, fue poderosamente reforzada por ellas, fue el
desarrollo de la producción industrial. Los cambios operados en la que se llamó
Revolución Industrial fueron de carácter tan espectacular que eclipsaron los progresos
industriales no menos importantes del siglo XVII y principios del XVIII. Si estos últimos
aparecen como más lentos en su desarrollo y son de extensión mucho menor que los
primeros, por lo menos fueron de un tipo igualmente importante.
El profesor Nef9 ha demostrado que hubo algo parecido a una revolución industrial
en los siglos XVI y XVII. En 1700 existían en Inglaterra muchas industrias florecientes
(por ejemplo, las de minería, sal, cobre, bronce, artillería, alumbre y clavos) que
funcionaban, por lo menos en parte, bajo un régimen fabril y eran controladas por
capitalistas de bastante importancia. Si hacia fines del siglo XVIII empezaron a
generalizarse, con paso vacilante, la invención y aplicación de maquinaria que economiza
trabajo humano y el uso de fuerza inanimada, se debió a que la estructura
específicamente social de la industria moderna ya se edificaba a principios de dicho siglo.
Los descubrimientos científicos del siglo XVII, aliados del capitalismo comercial, no
podían desenvolverse sin que se generalizara la investigación científica en un sentido más
amplio. Ésta sobrepasó en un lapso de cien años sus estrechos límites utilitarios, aunque
siguió siendo esencialmente práctica. Entretanto, sin embargo, la invención no estuvo
dormida, sino era sólo el subproducto de la industria misma. Gran número de mejoras de
los métodos manufactureros precedieron al torrente de la Revolución Industrial. En la
extracción de minerales y la refinación de metales, en la producción de tejidos y la
construcción de barcos, se introdujeron métodos nuevos, y cada vez fue más utilizada la
fuerza del viento y del agua, en sustitución de la energía humana y animal.
La relativa lentitud de esta evolución ilustra la complicada interrelación de factores
técnicos y socioeconómicos. Los progresos técnicos fueron impedidos por los mercados
restringidos de la primera época mercantilista. El “horror a los bienes” que la
caracterizaba encontró su pareja en la oposición del Estado y de la opinión pública a
mejoras que podían aumentar la producción. En una época de privilegios comerciales,
82
los intereses dominantes eran suficientemente fuertes para oponerse a la introducción de
procedimientos nuevos que amenazaran sus monopolios. Por otra parte, las mejores
técnicas tenían que esperar por un mercado más extenso para ser lucrativas. Ese
mercado más extenso lo produjo el capitalismo comercial mismo. En el siglo XVIII, la
expansión comercial socavó las restricciones a la competencia entonces existentes y al
mismo tiempo estimuló la invención. Esto, al mejorar y aumentar la producción
industrial, había de destruir las mismas bases del capitalismo comercial. Encontró
mercados más extensos y estimuló a los productores a producir más y más barato.
También los estimuló a mejorar su producción y a buscar después una demanda mayor
mostrándoles las posibilidades latentes del acrecentamiento de las ventas.
El comerciante creó al industrial. Muchas veces se hacía fabricante él mismo, y su
ejemplo estimuló el reclutamiento de los homines novi del capitalismo, sacándolos de la
agricultura y de la industria doméstica. Ya a principios del siglo XVIII estaba cambiando la
organización de la producción y, en general, se reconoce que el sistema del putting-out
iba en aquel tiempo cediendo el lugar a la producción concentrada del sistema fabril.
Cada investigación nueva sobre ese periodo fortalece la opinión de que esa transición
empezó antes y fue más rápida de lo que anteriormente se había supuesto. La forma de
producción de la época mercantil (en que el capitalista comercial tomó la dirección
comprando materias primas y a veces equipo que entregaba a talleres domésticos y
después vendía los productos en mercados cada vez mayores) pudo sobrevivir durante
mucho tiempo en algunas regiones, países o ramas de la industria; pero ya no era la
forma típica, la tendencia iba definitivamente hacia la producción fabril. En la minería y
la fabricación de cerveza, en las industrias de cerámica y ferretería, la fábrica iba ya a la
cabeza. La “Etruria” de Wedgwood y los talleres de Boulton en Soho ya no se
consideran excepciones, sino el tipo corriente, no muy frecuente aún, al que se iba
ajustando la industria en general.
El cambio que experimentó la posición del trabajador fue semejante a la
transformación del comerciante en industrial. Para que el capital comercial se convirtiese
en capital industrial, era esencial que encontrase mano de obra, tierra y materias primas
como mercancías adquiribles. Las dos últimas cosas se encontraban en el mercado
mucho antes del siglo XVIII. La compra y venta de bienes, incluso de materias primas, se
había hecho habitual antes de iniciarse la industria moderna; y la comercialización de la
agricultura y el hundimiento del régimen feudal habían convertido gradualmente la tierra
en un artículo de comercio. En lo que respecta a la mano de obra, el cambio fue más
lento, y en este punto es donde el siglo XVIII realizó la más importante de las
transformaciones sociales que necesitaba el capitalismo.
Es bien conocido el proceso que dio nacimiento a una clase de trabajadores
asalariados. Sus comienzos se remontan al siglo XIV, cuando empezaba a decaer el
régimen señorial. La servidumbre había desaparecido virtualmente y estaba siendo
remplazada por un sistema de pequeños agricultores, independientes en su mayoría, y de
un pequeño número de trabajadores asalariados. El movimiento de cercamientos causó
muchos estragos en ese sistema: despojó a agricultores y labradores de sus tierras, casas
83
y derechos civiles y sentó los cimientos de la clase obrera moderna. La expropiación de
las tierras de la Iglesia durante la Reforma, la comercialización de la agricultura, que
coincidió con la expansión del comercio, y los cambios constitucionales después de la
Restauración, que consumaron la desaparición del feudalismo y crearon el sistema
moderno de finanzas públicas, llevaron aún más lejos esa transformación. Los
comerciantes y los financieros la recibieron favorablemente. Al destruir los títulos
feudales de propiedad y dar una mentalidad comercial a los nuevos propietarios,
contribuyó a fijar la posición de esos elementos. Con la expropiación del hacendado,
creó una oferta de mano de obra que necesitaba la industria del último periodo
mercantilista.
Con la transición al capitalismo industrial, este movimiento recibió en el siglo XVIII
nuevo impulso. La cantidad de capital que requería la iniciativa industrial aumentaba con
la creciente complejidad de los procedimientos manufactureros. Pocos artesanos
pudieron competir de un modo efectivo con la producción más barata que hacía posible
el mayor uso de equipo de capital, o en los mercados que no estaban situados en su
inmediata proximidad. Si no trabajaban con materiales de su propiedad, sino por encargo
de un comerciante dueño de los mismos, cada vez dependían más de éste. Tarde o
temprano, cuando las pocas herramientas que poseían hubieran quedado anticuadas en
comparación con los procedimientos y el equipo nuevos, ellos y sus aprendices
sucumbirían a la seguridad relativa que les brindaba el ser asalariados permanentes.
Durante algún tiempo siguieron trabajando aún en sus propios talleres domésticos, pero,
sin embargo, no tardó la fábrica en absorberlos. Allí se les unían otros, reclutados entre
la población rural despojada por los sucesivos movimientos de cercamiento, que en el
siglo XVIII recibieron la sanción parlamentaria.
Todo este proceso no sólo creó industriales y asalariados, sino que proporcionó
también mercado a la industria capitalista. La destrucción de los talleres domésticos tanto
en las poblaciones como en el campo, y la comercialización de la agricultura crearon la
demanda que absorbió los productos de la industria fabril. Apoyándose en este mercado
interior —cuyo crecimiento completó la separación de la agricultura y de la industria—,
el capitalismo industrial pudo volver de nuevo al comercio exterior, que había sido una
de las bases sobre las cuales se había desarrollado.
La relación entre el capitalista y su obrero asalariado siguió al principio reglamentada
como lo había estado durante la época en que sólo existían comerciantes, maestros
artesanos, oficiales y aprendices. La costumbre, los restos de la reglamentación gremial y
la legislación sobre salarios determinaban los salarios y las condiciones de trabajo en los
primeros tiempos del sistema fabril; pero resultaron demasiado rígidos para las
necesidades de una industria en crecimiento.
Los mercantilistas, si es que tuvieron alguna teoría de los salarios, creían en una
economía de salarios bajos y estrictamente reglamentados. Esto era apropiado para
comerciantes dedicados a exportar a mercados donde tenían que luchar con la
competencia extranjera. También estaba en armonía con las opiniones de algunos
mercantilistas sobre la necesidad de restringir el consumo interior. Pero la confianza en la
84
reglamentación del mercado de la mano de obra disminuyó cuando surgió la competencia
entre diferentes industrias para adquirirla. No quiere decir esto que el capitalismo
industrial empezase a actuar inmediatamente de acuerdo con el principio de una
“economía de salarios altos”, sino que la oferta y la demanda empezaron a ser los
determinantes directos de la relación entre capital y trabajo. Los gremios perdieron el
poco poder que habían conservado, se hizo caso omiso de la costumbre, y tendió a
desaparecer la legislación destinada a regular la movilidad de la mano de obra y, en cierta
medida, los salarios. El proceso fue más rápido en lo que respecta a la movilidad de la
mano de obra, y la reglamentación de los salarios no desapareció por completo hasta la
primera parte del siglo XIX. Pero ya para entonces el progreso de los inventos y el
movimiento de cercamientos habían creado un excedente de mano de obra, y las
antiguas reglamentaciones se mantuvieron con el fin de sostener un salario mínimo.
Sin embargo, en conjunto, las negociaciones entre capitalista y trabajador tendían a
convertirse en el método común de ajustar los contratos de trabajo. Esto era
consecuencia, como hemos visto, de un doble proceso: por una parte, la concentración
del capital en manos del industrial, que poseía los complicados instrumentos de
producción que ahora se necesitaban y, por la otra, la pérdida de independencia que
sufrieron los trabajadores urbanos y rurales al entrar en el nuevo sistema de producción,
junto con su emancipación de los lazos que los unían a los sindicatos y los terratenientes.
El obrero tenía ahora libertad de contratación; pero también se veía forzado por la
complejidad creciente de la producción a vender su trabajo en el mercado para ganarse la
vida. A mediados del siglo, el proceso de establecer un mercado libre para la mano de
obra había ido lo bastante lejos para que el deán de Tucker pudiera considerar “absurdo
y descabellado” cualquier intento de una tercera persona para “fijar el precio entre
comprador y vendedor”. No podían hacerse cumplir reglas que no se apoyaran en el
acuerdo voluntario de las partes contratantes. Además, no podían promulgarse leyes que
se ocuparan de la “abundancia o escasez de trabajo, la baratura o carestía de las
provisiones…, la bondad o defectuosidad de la mano de obra, los grados de habilidad…
la demanda o estancamiento [de la manufactura] en el país o en el extranjero”.10
Paralelamente con este mercado libre empezaron a producirse los problemas típicos
modernos de trabajo. Ya en la segunda mitad del siglo XVII hubo ejemplos de
trabajadores que se organizaban para mejorar su situación. Algunas veces volvían a
adoptar las prácticas superficiales de los gremios: subrayaban las funciones de la
convivencia amistosa, intentaban regular la calidad de la producción y mantenían un
ritual complicado. Pero gradualmente fue haciéndose más manifiesto su verdadero
carácter. Se convirtieron en asociaciones cuya tarea principal era luchar contra los
patronos para mejorar los salarios y las condiciones del trabajo. Contra esas
asociaciones, precursoras de los modernos sindicatos, dictó el Parlamento sus
Combination Laws.
3. WILLIAM PETTY
85
No tardó el pensamiento económico en comenzar a responder a todos esos cambios,
aunque tardó cien años en darse cuenta plenamente de la revolución que estaba
presenciando. En los intereses de los pensadores tuvo lugar un cambio correspondiente al
operado en las características del capitalismo. La atención se desvió del comercio a la
producción, y de la relación entre comerciante y financiero a la de capital y trabajo. En
este cambio de métodos y contenido del pensamiento económico tuvo la mayor
importancia la aparición de un nuevo problema de precio y valor. Hasta entonces, dicho
problema se había planteado casi exclusivamente en función de la circulación. Con
Aristóteles y los escolásticos había sido una parte del problema de la justicia: ¿Cómo
debe realizarse el cambio para que haya una equivalencia justa? Ésta era la pregunta que
formulaban, a la que respondieron con la doctrina del “precio justo”.
En la época mercantilista fueron distintas tanto la pregunta como la respuesta. A
pesar de todas sus oscuridades y sus diferencias individuales, en la teoría mercantilista
del problema del precio está subyacente un punto de vista común. Ese punto de vista era
el del comerciante. ¿Cuál es el mejor medio para enriquecer al país? Puesto que riqueza
es lo mismo que capital comercial (representado por el dinero), la respuesta es: hacer
ventas productivas. La ganancia sólo puede nacer por enajenación, es decir, por el acto
de cambiar, cuando el vendedor vende más caro de que lo compró. Todas las
conclusiones mercantilistas relativas al comercio exterior, así como su opinión limitada y
falsa de la relación entre el dinero y los precios, son consecuencia de ese punto de vista.
Con el desarrollo de la industria, la producción, en vez del cambio, se convirtió en el
punto interesante para los economistas. El proceso de la producción, que en su nueva
forma implicaba una relación social diferente, se consideró como el meollo de la
actividad económica. Ya no era posible insistir en que la riqueza, en un sentido social, era
creada por el cambio, y que el valor (es decir, el valor de cambio, que es el atributo de la
riqueza social) y la ganancia mediante la cual se aumenta la riqueza naciesen del
comercio. El problema de la riqueza y del valor fue formulado y resuelto de un modo
nuevo; y, aunque la precisión del planteamiento y de la solución sólo creció
gradualmente, hasta que alcanzó su forma más refinada en el sistema clásico, sus
características fueron siempre las mismas.
Esta evolución del pensamiento económico fue aproximadamente igual en muchos
países. Con algunas diferencias pequeñas, pero interesantes, el problema del valor
constituyó el meollo del análisis en Inglaterra, Italia y Francia, y los pensadores de los
tres países dieron soluciones en términos análogos. En un libro más extenso que éste,
merecerían un estudio detallado las ideas de los italianos Montanari, Davanzati y Galiani,
y las del francés Boisguillebert; y lo mismo hay que decir de Benjamín Franklin, que fue
tan agudo en economía como en otros campos científicos. Puede justificar su omisión el
hecho de que fue en Inglaterra donde la semilla de esos fundadores dio sus mejores
frutos. La parte de la aportación francesa, que tiene un carácter un tanto diferente, será
examinada por separado.
El primero y más importante de los economistas ingleses que prepararon el terreno
para el sistema clásico es Sir William Petty (1623-1687), a quien se ha llamado con
86
justicia el fundador de la economía política.11 Hijo de un pobre tejedor de Hampshire,
tuvo una vida extraordinariamente variada, en la que fue sucesivamente camarero de un
barco, buhonero, marinero, vendedor de paños, médico, profesor de anatomía, profesor
de música, agrimensor y terrateniente rico. La educación formal que recibió en un
colegio de jesuitas de Francia y en Oxford fue muy enriquecida por la amistad con los
principales hombres de ciencia y de letras de la época. Petty fue amigo de Pepys y de
Evelyn, y formó parte del grupo de hombres doctos que se reunía en Londres y en
Oxford y que más tarde se convirtió en la Real Sociedad. Fue miembro titular del
consejo de esta Sociedad. La historia de su vida, narrada por Lord Fitzaurice y resumida
por el profesor Hull en su introducción a las obras económicas de Petty, explica en gran
parte el lugar extraordinariamente avanzado que ocupa éste en la historia del
pensamiento económico. Su libertad respecto de todo interés puramente mercantil, que le
distingue de otros economistas del siglo XVII, su experiencia como hombre de negocios,
desusadamente rica, adquirida principalmente por su participación en la Down Survey de
Irlanda y en la distribución de tierras a los soldados de Cromwell, y, sobre todo, su
amistad con los líderes del pensamiento científico experimental, dan a sus escritos
económicos un gusto y una amplitud de visión que no fueron sobrepasados en cien años.
En su Political Arithmetick, escrita probablemente en 1672 y publicada en 1690,
Petty expone explícitamente un punto de vista nuevo para la investigación económica
que él reconoce que no es todavía común. “En lugar —dice— de emplear sólo palabras
comparativas y superlativas, y argumentos intelectuales, he tomado el camino… de
expresarme en términos de Número, Peso y Medida; de usar sólo argumentos de sentido
y de tomar en cuenta únicamente las causas que tengan fundamentos visibles en la
naturaleza.”12 Petty se adhirió de verdad a este manifiesto de empirismo, y su derecho a
la fama se reputa generalmente que descansa en la parte que tuvo en la fundación de la
ciencia de la estadística. No puede haber duda en que Petty es considerado justamente
como el primero en desarrollar esa disciplina hermana de la economía política. No sólo
enseñó con su práctica y sus preceptos cómo deben recogerse y manejarse los datos,
sino que no descuidó las funciones más amplias de la investigación estadística. En su
Political Arithmetick y en sus otros trabajos estadísticos puso en su verdadero lugar la
investigación de los hechos en relación con el análisis teórico.
Sin embargo, para nuestro objeto, son más importantes e interesantes las
aportaciones de Petty al pensamiento económico. Su obra en este campo, aparte de
algunas observaciones diseminadas en su Political Arithmetick, está contenida
principalmente en A Treatise of Taxes and Contributions (1662), Verbum Sapienti
(1664), Political Anatomy of Ireland, escrito en 1672 y publicado en 1691, y Sir
William Petty’s Quantulumcumque Concerning Money, escrito en 1682 y publicado en
1695. El editor moderno de Petty ha insinuado que los puntos de vista con que éste se
acerca a los problemas económicos (finanzas públicas y moneda) lo distinguen
claramente de las preocupaciones de los economistas clásicos y modernos. También ha
sugerido que, habiendo sido Petty discípulo de Hobbes (hecho que parece bien
comprobado por la insistencia de Petty en la soberanía del Estado), pero no mercantilista
87
propiamente dicho, debiera clasificársele entre los cameralistas alemanes
seudoeconomistas consejeros de los monarcas absolutos. Este juicio se basa en un
concepto erróneo y ha de dificultar seriamente una apreciación justa de la posición de
Petty en la historia del pensamiento económico.
Es cierto que Petty compartía la filosofía política de Hobbes; pero su manera
indirecta de abordar los importantes problemas económicos de la riqueza y el valor era
en sí misma una expresión de los cambios que habían tenido lugar en las relaciones
sociales y políticas como parte indispensable de la evolución del capitalismo industrial.
Su interés por las finanzas del Estado está condicionado por el hecho de que habían
desaparecido los métodos feudales de recaudar los impuestos y habían sido remplazados
por un sistema de tributación nacional. Para todo aquél no relacionado con el comercio
exterior y que deseara dilucidar los principios de la actividad económica, no había en
aquel tiempo camino más obvio para acercarse a los problemas de ese orden que el de
los métodos de recaudar y gastar las rentas del Estado. Los problemas que ellos
suscitaban plantearon las cuestiones del valor y de la riqueza en su forma más aguda.
Treatise on Taxes parece ser un estudio directo de las fuentes de los ingresos
públicos, de las formas de los gastos públicos y de los mejores medios para recaudar
aquéllos y realizar éstos. La teoría de Petty sobre las finanzas públicas es sencilla y no es
necesario que nos detengamos en ella. Está de acuerdo con Mun en considerar
inevitables los impuestos, pero considera que los príncipes no deben ser manirrotos.
Aunque pueden verse obligados a recaudar por vía de impuestos más de lo que
necesitan, a fin de crear una reserva para casos de emergencia, no deben hacerlo con
demasiada frecuencia, porque retirarían dinero de sus súbditos de la circulación
productiva. El dinero que el príncipe ha recaudado podría estimular, si se le gasta
sabiamente, el comercio y la industria, y así volvería en mayor cantidad a los bolsillos del
pueblo. Petty pedía economías en el funcionamiento de los principales servicios del
Estado: defensa nacional, administración pública, justicia y “pastoreo de las almas de los
hombres”. Condenaba las guerras dispendiosas y el sostenimiento de supernumerarios,
aunque se inclinaba a apoyar el gasto de dinero público en proporcionar ocupación a los
que de otro modo carecerían de ella, por miedo —decía— a que “pierdan su aptitud para
trabajar”.13
Las opiniones de Petty sobre la recaudación de impuestos están muy influidas por la
filosofía hobbesiana. En toda su obra muestra un franco reconocimiento del egoísmo
individual y una alta consideración por la propiedad como determinantes de la posición
social. El Estado existe para proteger la propiedad individual, y el individuo debe estar
dispuesto a contribuir a los gastos del Estado. Esta contribución debería ser proporcional
a la propiedad, cuyos beneficios goza la gente bajo la protección del Estado. Petty
advertía que la gente no siempre estaba dispuesta a reconocer la naturaleza utilitaria de
los impuestos, y se negaba a pagar porque creía que el rey era un manirroto o que sus
contribuciones eran excesivas comparadas con las de otros contribuyentes. Por
consiguiente, los impuestos deberían idearse de tal manera que no alteraran la
distribución relativa de la riqueza, ya que, “por muy elevado que sea el impuesto, si es
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proporcional para todos, entonces nadie sufre pérdida de riqueza por su causa”.14 Es
imposible implantar este sistema de tributación si “por no conocer la riqueza del pueblo,
el príncipe no sabe cuánto puede soportar, y por no conocer el comercio, no puede
juzgar de la época apropiada para al pago”.15 La necesidad de estadísticas es manifiesta.
Es a partir de aquí que Petty se vio obligado a entregarse al análisis económico más
intrincado de cuantos hizo. Emprende el examen de los diferentes modos en que pueden
recaudarse los impuestos.16 Rechaza la exclusión de las tierras de la Corona, de las cuales
ha de obtener sus ingresos el soberano. Es mejor recaudar un impuesto sobre el conjunto
del ingreso gravable, lo que daría al rey “mayor seguridad y más causantes”. La única
cosa que habría que evitar es que la molestia y el costo de este método de recaudación
no sean considerablemente mayores que los de la administración de los dominios de la
Corona. Petty no dudaba que, en un país nuevo, “antes de que los hombres tuviesen
siquiera la posesión de la tierra” (como en Irlanda, donde estaba vigente), este sistema de
tributación fuera el mejor que podía concebirse. Los futuros compradores de tierra
tendrían en cuenta el impuesto sobre la renta de la tierra, los impuestos estarían en
proporción justa y no sólo los propietarios “sino todo hombre que coma del producto de
sus tierras, aunque no sea más que un huevo o una cebolla, o que utilice la ayuda de un
artesano que se alimente de lo mismo”, pagará su contribución. Pero en los países viejos
se presentarían grandes dificultades. Los nuevos arrendamientos tendrían en cuenta los
nuevos tributos, mientras que los antiguos seguirían pagando la renta antigua. Unos
terratenientes ganarían y otros perderían, y los consumidores perderían en cualquier
caso, porque los precios de los productos subirían tanto si el agricultor arrendatario que
produce pagara la renta antigua como si pagara la nueva; sólo el agricultor obtendría una
gran utilidad. Al llegar a este punto, el análisis de los impuestos y de su incidencia cesa, y
la discusión conduce a una teoría del valor.
Para tener una idea clara del análisis de Petty, es necesario reunir gran número de
aseveraciones diseminadas en toda su obra. Cuando dicho análisis se resume, puede
obtenerse una estructura lógica que incluye una teoría del valor y de los salarios, una
teoría de la ganancia o excedente (que, en realidad, es una teoría de la renta), un examen
del valor de la tierra y una teoría del interés y de las monedas extranjeras. En los escritos
de Petty las cuestiones no siguen este mismo orden. Hay en ellos dificultades que
resolver y oscuridades que ignorar; pero la estructura final no carece, en cierta medida,
de congruencia interna.
La teoría del valor de Petty se encuentra en una breve digresión sobre la renta [de la
tierra], que sigue a su teoría del impuesto sobre la misma, en un estudio del precio real y
del precio político de las mercancías al final de su Treatise, y en algunas observaciones
sobre los salarios contenidas en su Political Anatomy of Ireland. Para comprender esta
teoría es importante tener en cuenta la importancia que Petty concede a la mano de obra
como fuente de la riqueza. Aunque sobre este punto no fue tan explícito como Adam
Smith, nos deja, sin embargo, muy poca duda de que ya estaba muy lejos de la
concepción de los mercantilistas. “El Trabajo —dice— es el Padre y el principio activo
de la Riqueza, y las Tierras son la Madre.”17 Y cuando en otro lugar habla de la “riqueza,
89
acervo o provisión de la nación”, la considera “efecto del trabajo anterior o pasado”.18
Petty se dio también cuenta de que la forma típica en que aparecía el trabajo en la nueva
estructura social era la de trabajo dividido. Su exposición de las ventajas de la división
del trabajo no carece de ninguno de los elementos que se encuentran en la famosa
descripción de Adam Smith. Toma como ejemplo la fabricación de un reloj, y demuestra
que el abaratamiento y la mejora de la producción que la división del trabajo produce en
este ramo particular de la industria, también se presenta en la formación de grandes
poblaciones y su especialización en diferentes manufacturas.19
No es de extrañar que esta opinión sobre la mano de obra haya determinado el
análisis que Petty hace del valor y del precio, al cual es conducido por la cuestión de cuál
sea “la misteriosa naturaleza” de las rentas. Su respuesta es que la renta verdadera y
natural de un trozo de tierra en cualquier año determinado es igual al producto de la
cosecha menos el costo de la semilla y de todo aquello que “el productor mismo ha
consumido y entregado a otros a cambio de ropas y otros artículos de primera
necesidad”.20 Sin embargo, ésta no es sólo una explicación del origen del excedente, sino
también del origen del valor mismo. Petty pasa a preguntar cuánto dinero “vale este trigo
o esta renta”, y contesta que valen tanto como el dinero que otro hombre dedicado a
producir dinero (es decir, la mercancía dinero) puede ahorrar durante el mismo tiempo,
después de cubiertos los gastos de producción. Merece ser citado el caso hipotético con
que ilustra su proposición. “Supongamos que otro hombre va a un país donde hay plata;
la extrae, la refina y la lleva al mismo lugar donde el otro hombre plantó su trigo; la
acuña, etc., por sí mismo, y mientras trabaja en su plata cosecha alimentos para su
manutención y se procura vestido, etc. Yo digo que la plata del uno debe estimarse del
mismo valor que el trigo del otro, siendo el peso de la primera quizá veinte onzas y el
volumen del segundo veinte bushels. De ahí se deduce que el precio de un bushel de ese
trigo es una onza de plata.”21 Petty sabe muy bien que pueden producirse pequeñas
variaciones, pero dice que el análisis anterior será válido siempre que se tome el
promedio de un periodo largo y de una gran cantidad.
No obstante ser ésta “la base de la igualación y el equilibrio de los valores”,22
subsisten muchas diferencias individuales, que Petty examina más adelante, al distinguir
entre precio natural o, como también lo llama, “verdadero precio corriente”, y precio
político. La “carestía y la baratura naturales dependen de las pocas o muchas manos
requeridas para los bienes de la naturaleza… Pero la baratura política depende del
número de intermediarios supernumerarios que hay en el comercio por encima de los
necesarios”.23 Otros factores que pueden influir en la oferta y la demanda y, por lo tanto,
en el precio político, son las costumbres y el modo de vivir; y como “todas las
mercancías tienen sus sustitutos o sucedáneos, y casi todas las necesidades pueden
satisfacerse de diversos modos”, debe considerarse que estos factores aumentan o
disminuyen el precio de las cosas.24
No obstante todos estos factores accidentales, el trabajo sigue siendo la fuente y la
medida verdaderas del valor. Esto se advierte aún con más claridad en otros dos pasajes
que son el principio de la teoría clásica de los salarios. En ellos ya no habla Petty del
90
tiempo de trabajo como medida del valor. “El promedio de los alimentos que un hombre
adulto consume en un día, y no lo que trabaja en un día, es la medida común del valor.”
“No importa que los alimentos consumidos en un día sean de calidad que requiera más
trabajo para producirlos que el que requieren alimentos de otra calidad, puesto que nos
referimos a los alimentos más fáciles de obtener en los respectivos países del mundo.”
Tampoco importa “que unos hombres coman más que otros…, ya que por alimento
diario entendemos la centésima parte de lo que comen cien individuos de todas clases y
tamaños para poder vivir, trabajar y multiplicarse”.25 Esta última frase anticipa la teoría
del precio natural del trabajo, de Ricardo, que es el “necesario para que los trabajadores
puedan, uno con otro, subsistir y perpetuar la especie”.26 Y en la afirmación que hace
Petty de que una “ley que fije esos salarios… otorgaría al trabajador únicamente lo
necesario para subsistir, porque si le dais el doble no trabajará sino la mitad de lo que
podría y haría, lo cual es una pérdida para el público del fruto de ese trabajo”,27 puede
observarse la línea de pensamiento que había de desembocar en la teoría de la plusvalía
de Marx.28 Pero si Petty creía en la existencia de un producto excedente creado por el
trabajo y, por lo tanto, en el poder del trabajo para crear una plusvalía o valor excedente
por encima de su subsistencia, demostró esas dos categorías sólo en el caso de la
producción de la tierra. La renta era el único excedente que conocía, y éste encerraba en
sí todo el concepto de utilidad o ganancia.
Al mismo tiempo, Petty también conocía la existencia de un elemento diferencial en
la renta. Ciento cincuenta años antes que Ricardo, formuló claramente la teoría de las
rentas diferenciales. “Porque así como la gran necesidad de dinero aumenta el
intercambio, la gran necesidad de trigo aumenta el precio de éste igualmente y, en
consecuencia, el de la renta de la tierra que lo produce y, por último, el de la tierra
misma; así, por ejemplo, si el trigo que alimenta a Londres, o a un ejército, se trajera
desde un lugar distante cuarenta millas, el que se produjera a una milla de Londres o de
los cuarteles del ejército, aumentará su precio natural en la cantidad que costaría traerlo
de treinta y nueve millas.”29 Y aunque aquí no se dice nada de las diferentes fertilidades
como causas de las rentas diferenciales (en otro lugar se encuentra una vaga referencia a
esto), enumera otros factores, y el principio general no podría expresarse mejor.30 Debe
advertirse también que Petty dice muy claramente que la renta era determinada por el
precio, y no viceversa. No sólo está esto dicho explícitamente en el examen de la renta
diferencial que hemos citado, sino que está implícito en su estudio del origen de la renta
como tal, que, como hemos visto, lo condujo a la teoría del valor trabajo.
Otra conclusión que Petty quiere sacar se refiere al valor de la tierra. “El problema
—dice— consiste en saber cuántos años de ingresos (como solemos decir) equivalen al
valor natural del dominio absoluto.”31 El motivo por el cual este problema atrajo la
atención de Petty es interesante y muestra el error en que cayó, a pesar de su genio.
Aunque da pruebas sobradas de que cree fundamentalmente en una teoría del valor
como producto del trabajo, parece inseguro, no obstante, acerca del papel que representa
la tierra en la creación de valor. Hemos visto que un lugar hace de la tierra y del trabajo
determinantes conjuntos del valor, lo cual se debe, probablemente, a una confusión entre
91
valor de cambio y valor de uso. Cuando se refiere a este último, habla de tierra y trabajo;
cuando trata del valor de cambio (al menos implícitamente), habla sólo de trabajo. Él
mismo se daba cuenta de esta dicotomía: “Todas las cosas debieran ser valorizadas por
dos denominaciones naturales, que son la tierra y el trabajo… Siendo así, debiéramos
alegrarnos de encontrar una equivalencia natural entre tierra y trabajo, de suerte que
podemos expresar el valor por uno u otro de ellos tan bien o mejor que por ambos, y
reducir el uno al otro con la misma facilidad y exactitud con que reducimos peniques a
libras.”32
Ya hemos visto cómo determinaba Petty el valor del trabajo. En cuanto al de la tierra
formuló una teoría de la capitalización de la renta o del usus fructus per annum. Esto es,
manifiestamente, una ruptura con su dicotomía originaria de tierra y trabajo, ya que
había determinado la renta como un producto excedente del trabajo. No percibe esta
inconsecuencia y pasa a preguntar a qué tipo deberá capitalizarse. Como la teoría del
excedente, de Petty, es exclusivamente una teoría de la renta, no tiene otra tasa de
rendimiento a que acudir que le ayude en la capitalización de la tasa de rendimiento de la
tierra. Pero encuentra una salida ingeniosa. La gente, piensa Petty, pagará por la tierra un
precio en consonancia con el rendimiento que obtenga de ella y el número de años que
espere gozar de ese rendimiento esa persona o sus inmediatos descendientes. Petty
considera como cálculo razonable tres generaciones. Y como “en Inglaterra estimamos
que tres vidas son iguales a veintiún años”, calcula el valor de la tierra por los ingresos
que se obtengan durante veintiún años por concepto de renta. Esto se aplicaría allí
“donde los títulos sean buenos y donde exista la seguridad moral de disfrutar de la
compra”. En otros países esto variará según los títulos, la cantidad de gente y el cálculo
que se haga de tres vidas.33
Este procedimiento de calcular el valor de la tierra puede usarse ahora en sentido
contrario para encontrar la tasa de rendimiento del capital-dinero. En otras palabras,
Petty no presupone una tasa de interés que deberá usarse en la capitalización de la tierra,
sino que deriva sus conclusiones relativas al interés de su teoría de la renta y de los
valores de la tierra. Dice explícitamente que se propone explicar la naturaleza de la renta
“que se refiere también al dinero, cuya renta llamamos usura”.34 Y el capítulo sobre la
usura sigue inmediatamente al estudio de la renta. La opinión general de Petty sobre la
usura es sencilla: condena el cobro de intereses si el prestamista puede reclamar en
cualquier momento al prestatario el pago de la deuda; pero si el prestatario tiene el
disfrute del dinero prestado por un periodo de tiempo determinado, el prestamista puede
justificadamente exigirle intereses. El tipo del interés, dice, anticipándose en esto a los
fisiócratas, está determinado por la renta de la tierra. Cuando la seguridad del préstamo
es indudable, el tipo de interés es igual a la “renta de tanta tierra como pueda adquirirse
con el dinero prestado…; pero donde la seguridad es aleatoria, al simple interés natural
debe unirse una especie de seguro”.35 Aunque el interés está, así, determinado por la
renta, hay factores que lo hacen variar de tiempo en tiempo y de un lugar a otro y, en
consecuencia, es imposible fijarlo por medio de la ley.
En su Quantulumcumque concerning Money36 vuelve a insistir sobre este punto.
92
Aquí encuentra Petty otra razón para expresar una opinión implícita en gran parte de lo
que escribió y que es una defensa de la libertad de comercio y una anticipación de la
creencia en el “orden natural” que sustentaron los fisiócratas y los seguidores de Smith.
Aprovecha su estudio del interés para hablar “de lo vano y estéril de contraponer las
leyes civiles positivas a las leyes de la naturaleza”.37
Petty, pues, sustentó sobre la cuestión del interés opiniones más avanzadas que las
mercantilistas corrientes aún en su tiempo. En cuanto a las divisas, tema del cual se
ocupó poco, Petty, como los últimos mercantilistas, no compartió los temores de
Malynes, si bien consideró a la usura análoga a las transacciones cambiarias; pero
consideraba que la medida natural de cambio estaba establecida por el costo de trasladar
el dinero en metálico de un lugar a otro, aunque podían surgir diferencias “cuando hay
riesgos [y] mayores necesidades de dinero en un lugar que en otro, etc., o bien opiniones
verdaderas o falsas sobre eso”.38 En consecuencia, rechazó todas las medidas legislativas
encaminadas a fijar las tasas de cambio, y fue también un adversario decidido de las
prohibiciones de exportar metales preciosos.
Petty no llegó mucho más allá en el desarrollo de una teoría de los pagos
internacionales, y sus opiniones sobre el comercio exterior en general aparecen aún
influidas por nociones mercantilistas. Sin embargo, sus alusiones a esta cuestión son
pocas y se encuentran diseminadas, y puede decirse que se limitó a dar por cosas
sentadas ciertas opiniones admitidas en su tiempo, sin dedicar mucha atención a los
problemas que pretendían explicar. Parece haber creído con la misma firmeza que Mun
que “el excedente [de los artículos exportados] sobre lo que se importa, trae al país
dinero, etc.”.39 Y su fe mercantilista en el valor de las exportaciones se pone claramente
de manifiesto cuando dice que “Irlanda, exportando más de lo que importa, va
empobreciéndose, paradójicamente”.40 Pero es evidente que su interés principal se
encaminaba en otro sentido.
Sus opiniones sobre el dinero fueron también mercantilistas, por lo menos en sus
primeros escritos. Concedía gran importancia al tesoro, como la forma más deseable de
la riqueza, y aun en sus análisis del valor se interesó principalmente por la forma
monetaria en que éste aparecía —vestigios de su pensamiento metalista—. Sin embargo,
sus propios métodos de análisis chocaban constantemente con esas opiniones admitidas.
Debido especialmente a su labor estadística pudo Petty escapar, más que cualquier otro
autor de aquel tiempo, a la confusión común entre dinero y capital. En sus estudios sobre
Irlanda encontró que el dinero era sólo una fracción del gasto total anual del país, y esto
mismo resultó cierto cuando trató de calcular la riqueza nacional de Inglaterra. Aunque
todavía consideraba el dinero como un medio muy importante para activar el comercio,
expresó a menudo la opinión de que un país podía tener demasiado o demasiado poco
dinero.41 Y cuando intentó averiguar cuál era la provisión adecuada de dinero para un
país, empleó el concepto de “velocidad de circulación” del dinero, que iba a desempeñar
papel tan importante en la teoría monetaria posterior.42
Su método de análisis mismo muestra que, a pesar de algunas equivocaciones
ocasionales inevitables, estaba muy lejos de los rudimentarios errores monetarios de los
93
mercantilistas. Aun cuando alaba las virtudes del dinero y del comercio (sobre todo del
comercio exterior), y parece más cerca de la teoría del capitalismo comercial, introduce
limitaciones importantes. Pensaba que el dinero y el comercio exterior eran importantes
porque ayudaban a un país a desarrollar y perfeccionar su industria. Al mismo tiempo, el
país debería esforzarse, por medio de una política adecuada, en mejorar la eficacia de la
producción de las mercancías necesarias para el comercio. Una y otra vez hizo hincapié
en el “arte” como ayuda de la producción;43 y medía el poder del príncipe por “el
número, arte y laboriosidad de su pueblo, bien unido y gobernado”.44
Petty fue aún más lejos en su Quantulumcumque, su examen más maduro sobre
cuestiones monetarias. Categóricamente afirmó que una nación puede tener demasiado o
demasiado poco dinero, sugirió que el dinero era necesario únicamente como una ayuda
para el comercio y la industria, y presentó un cálculo de la cantidad necesaria de dinero
en el que el concepto de velocidad de circulación también iba implicado. Repitió sus
objeciones a la prohibición de exportar metales preciosos y a las reglamentaciones legales
que limitaban los tipos de interés y de cambio. Las leyes existentes —decía— quizá eran
“contrarias a las leyes de la naturaleza, y también impracticables”.45 Si un país tenía
demasiado dinero, debía fundirlo, exportarlo como una mercancía a donde hubiera una
demanda por ella, o prestarlo a donde el interés fuera elevado. Si tenía demasiado poco
dinero, debería establecerse “un banco, que bien dirigido, casi duplicaría los efectos de
nuestro dinero acuñado”. Insistió una vez más en su creencia en la capacidad de
Inglaterra para apoderarse del comercio del mundo (en su Political Arithmetick había
intentado demostrar “que los impedimentos a la grandeza de Inglaterra eran contingentes
y eliminables”). “Y tenemos en Inglaterra —decía— materiales para crear un banco que
proporcione capital suficiente para impulsar el comercio de todo el mundo comercial”,46
previsión que se cumpliría unos cuantos años después.
Petty parece haber asimilado las ideas más refinadas de sus predecesores sobre los
efectos de la adulteración de la moneda y el lugar de los metales preciosos en el
comercio exterior. Cuando los Estados adulteran la ley de su moneda —dice—, “son
como comerciantes en quiebra, que cubren sus deudas pagando 16, 12 o 10 chelines por
libra, u obligando a sus acreedores a cobrarse en mercancía a un precio muy superior al
del mercado”.47 La moneda vieja y desigual debiera ser acuñada de nuevo a expensas del
Estado; pero la diferencia entre el valor de la moneda nueva y el de la vieja deberán
afrontarla quienes tienen esta última, ya que, de otra suerte, la gente se sentiría tentada a
“mermar* su propio dinero”.48 La moneda nueva afectaría muy poco al comercio
exterior. En un razonamiento que recuerda a Mun, Petty demostró que los comerciantes
seguirían llevando al extranjero mercancías o metálico con qué comprar productos
extranjeros de acuerdo con sus precios relativos. Inglaterra no tiene por qué
empobrecerse si se llevaran metálico, ya que las mercancías que trajeran a ella
probablemente dejarían una utilidad.
Aunque Petty no examina de manera especial la relación entre el dinero y los precios,
hace algunas declaraciones lúcidas e instructivas sobre la materia. Según él, la reducción
de la ley contenida en una moneda de plata, no puede dejar de disminuir la cantidad de
94
bienes que la gente estaría dispuesta a dar a cambio de ella, excepto entre “esos tontos
que toman la moneda por su nombre, y no por su peso y finura”. No por tener mayor
cantidad de chelines acuñados con la misma cantidad de plata, es uno más rico. Esto se
demostraba con mayor claridad en el caso de artículos hechos con el metal con que se
fabrica la moneda. Un orfebre no dará su vasija de plata “que pesa 20 onzas de plata
labrada, por dieciocho onzas de plata sin labrar”. Lo mismo ocurría con otras
mercancías, “aunque no de manera tan demostrable como con mercancías cuyos
materiales son los mismos de la moneda”.49
Hasta aquí Petty: el espacio que le hemos dedicado puede parecer excesivo si se le
compara con la breve exposición que haremos en seguida de otros escritores preclásicos;
tantas veces se ha olvidado la significación de Petty como el más importante de los
precursores de Smith y de Ricardo, que parecía necesario equilibrar la balanza.
4. LOCKE; NORTH; LAW; HUME
En la primera mitad del siglo XVIII, el pensamiento económico se desarrolló rápidamente
en Inglaterra, y un gran número de escritores cuyas aportaciones son de interés; pero, en
general, tales aportaciones no son sino refinamientos de puntos originariamente
planteados por Petty, o cambios de diversa importancia en el interés concedido a
materias ya conocidas. Entre todos esos escritores, escogeremos sólo unos cuantos para
estudiarlos con brevedad. Elegimos a John Locke y a sir Dudley North como
continuadores inmediatos de Petty; sir Dudley North fue también en su tiempo el
defensor más importante de la libertad de comercio. Merecen ser mencionadas las
teorías monetarias de John Law, así como los comprensivos escritos de sir James
Steuart. Cantillon, que ha sido redescubierto en este siglo, muestra la más estrecha
afinidad con los fisiócratas franceses; y las obras económicas de David Hume, cuyo
mérito puede haber sido exagerado algunas veces, son importantes como síntesis del
pensamiento económico anterior a Adam Smith.
A Locke y a North se les estudia mejor juntos, tanto en sus relaciones con el
pensamiento mercantilista como con las teorías de Petty. En lo que respecta al comercio
exterior, sus opiniones difieren considerablemente. Locke estaba muy influido por las
nociones mercantilistas, y todavía insistía en que un país se enriquece si exporta más de
lo que importa. Por otra parte, North, en su Disertaciones sobre el comercio (1691),
adoptó una actitud librecambista intransigente. Hizo un ataque devastador contra el
proteccionismo, y en particular contra la prohibición de comerciar con Francia. Él fue
quien por primera vez expresó la opinión de que la totalidad del mundo formaba una
unidad económica semejante a una sola nación. Consideraba provechosas todas las
industrias, porque nadie persistiría en una ocupación improductiva; e identificaba el bien
público con el privado de una manera que hubiera convenido muy bien a un escritor
utilitarista del siglo XIX. Su enérgico folleto no fue bien recibido, cosa natural en una
época en que eran aún la regla las restricciones al comercio exterior; pero como exponía
95
opiniones que estaban en armonía con la tendencia del desarrollo económico, su
influencia teórica fue grande.
Las opiniones de estos dos escritores sobre los problemas fundamentales del análisis
económico tuvieron una importancia más inmediata. Tanto Locke como North
desarrollaron algunos de los puntos de la teoría de Petty sobre la renta, el interés y el
dinero. Compartieron sus ideas sobre el envilecimiento de la moneda, y Locke
especialmente hizo un estudio muy bueno del efecto del envilecimiento sobre los precios
en su obra Algunas consideraciones sobre las consecuencias de la baja del interés y
aumento del valor del dinero (1691). Ambos se opusieron, lo mismo que Petty, a las
leyes que limitaban el interés. Locke siguió a Petty muy de cerca al derivar su teoría del
interés de un análisis de la renta. Aún consideraba la renta como el único excedente, e
investigó cómo el dinero, que por naturaleza es estéril, podía tener el mismo carácter
productivo que la tierra, la cual sí producía algo útil. Llegó a la conclusión de que así
como la desigual distribución de la tierra permitía a quienes tenían más de la que podían
cultivar por sí mismos, tomar un arrendatario a quien cobraban renta, así también la
desigual distribución del dinero permitía a quienes lo poseían conseguir un arrendatario a
quien pudieran cobrar un interés.
North llegó más lejos. Parece que fue el primero que tuvo una idea clara del capital,
al que llamaba acervo (stock). Para él, el préstamo de “acervos” (stock-in-trade) que
hacían quienes carecían de habilidad para usarlo o querían librarse de la molestia de
hacerlo, era equivalente al arriendo de tierra. El interés que percibían los prestamistas era
una renta del dinero análoga a la renta de la tierra. Los terratenientes y los “capitalistas”
(stocklords) eran iguales. North no conservaba ni huella del amor mercantilista por el
tesoro. Pensaba que nadie podía enriquecerse conservando todos sus bienes en forma de
dinero. Los únicos que podían aumentar su riqueza eran aquellos que constantemente
obtenían un provecho de sus bienes, ya sea prestándolos o utilizándolos en el comercio.50
A nadie le interesaba conservar su dinero; todos querían disponer de él de manera que
les rindiese una ganancia.
Locke y North, pero sobre todo el primero, fueron llevados a estudiar el valor, el
precio y el dinero por su examen de la naturaleza del interés. North dijo pocas cosas
acerca del valor en sí mismo, aunque estudió el precio. Las opiniones de Locke sobre el
valor no son fáciles de descubrir, pues se ocupa pocas veces de este asunto y no se
encuentran en el mismo lugar que sus principales estudios económicos. En Dos tratados
sobre el Gobierno (1690), parece compartir la opinión de Petty sobre el origen del valor.
En un estudio que trata principalmente de la propiedad afirmó que la tierra pertenecía a
todos los hombres en común. Sin embargo, la propiedad privada se justifica en la medida
en que el ser humano ha unido su propio trabajo a los dones de la naturaleza. La
propiedad legítima estaba determinada por la cantidad que un individuo necesitaba para
su manutención. La propiedad de la tierra estaba limitada igualmente por la cantidad que
un individuo podía cultivar y cuyos productos podía utilizar. El trabajo era la principal
fuente de valor. Casi todo el valor de los productos de la tierra se debía al trabajo; el
resto era un don de la naturaleza.51
96
Sin embargo, en ninguna de esas exposiciones llega Locke a la conclusión de Petty
de que el trabajo es también la medida del valor. Parece haberse limitado al valor de uso
y haberse esforzado en demostrar la importancia del trabajo en su producción.
Conscientemente o no, soslayó el problema del origen del valor de cambio, e hizo un
análisis que ha sido considerado como una teoría del precio basado en la oferta y la
demanda.52 Dicho análisis se encuentra en su Consecuencias, pero empieza con una
exposición sobre el dinero en su Gobierno. Para Locke, el dinero poseía un valor
puramente imaginario creado por el consenso común. Puesto que el dinero no es
perecedero, desaparecía uno de los límites a su acumulación en manos privadas (que
nadie debiera tener de una cosa más de lo que necesitara). Así se hicieron posibles las
grandes desigualdades de propiedad, aunque todavía quedaba un límite a la cantidad que
pudiera poseerse legítimamente, a saber, la cantidad de trabajo del individuo que le
permitía obtener una ganancia.53 Sin embargo, en su Consecuencias, Locke atribuyó al
dinero un “doble valor”. Uno nacía de la facultad del dinero para producir un ingreso
anual (análogo a la renta); el otro es el mismo que el de los demás “artículos necesarios o
útiles para la vida” que el dinero puede procurar mediante el cambio. Locke incurre así
en el error mercantilista de identificar dinero y capital, error que North había evitado.
Sin embargo, fue la importancia que Locke dio al dinero como medio de cambio lo
que le sirvió de punto de partida para su estudio posterior sobre la materia. Se basó dicho
estudio sobre la teoría cuantitativa del dinero, ya esbozada en relación con el problema
del envilecimiento de la moneda. Contra la dominante opinión mercantilista de que un
tipo bajo de interés aumentaría los precios, Locke sostenía que los precios estaban
determinados por la cantidad de dinero en circulación. Esta opinión se basaba en una
teoría de los precios como consecuencia de la oferta y la demanda. Aunque la “venta” de
una cosa “depende de su necesidad o utilidad”,54 sin embargo, la cantidad vendida en un
momento dado estaba determinada por la “parte de efectivo en circulación que la nación
destinara a la compra” de dicha cosa.55 La cantidad disponible y la cantidad vendida y el
número de compradores y de vendedores decidían el precio en el mercado. En el caso
del dinero, la venta era siempre segura; por lo tanto, “su sola cantidad es suficiente para
regular y determinar su valor, sin necesidad de tomar en consideración ninguna
proporción entre su cantidad y su venta, como en el caso de las demás mercancías”.56
Muchos otros pasajes podrían citarse para demostrar que Locke, no obstante algunas
contradicciones ocasionales, sustentó la opinión de que los cambios en la cantidad de
dinero tenían que afectar a los precios.
La mayor contradicción de Locke en relación con la teoría cuantitativa se nos
presenta en la aplicación que de ella hace a los precios internacionales. Tenía que
conciliar su teoría cuantitativa con su deseo mercantilista de un excedente de exportación
que trajera tesoro al país. Al igual que Petty, llegó al convencimiento de que cualquier
cantidad de dinero bastaba para que un país pudiera realizar su comercio; pero hizo aún
mas hincapié que Petty en que era deseable que Inglaterra tuviera más dinero que sus
rivales comerciales. Su solución fue ingeniosa. Puesto que los países comerciaban entre
sí —decía—, las cantidades de dinero que necesitaban ya no son cosa indiferente. Los
97
precios de todas las mercancías expresados en metales preciosos deben ser los mismos
en todos los países. No obstante, si un país tuviese menos dinero que otros, sus precios
serían más bajos y, por lo tanto, se vería obligado a vender barato y comprar caro,
estado de cosas que temían todos los mercantilistas. Así pues, Locke es llevado por un
razonamiento diferente a una posición no muy distinta de lo de Malynes, que ya había
sido abandonada por Mun.57
Pero esas extravagancias mercantilistas no tienen importancia comparadas con el uso
principal que Locke hizo de la teoría cuantitativa del dinero. En el problema del interés,
su posición era clara. Evitó los errores de Child y de Culpepper, y consideró el interés
como consecuencia, y no causa, de la cantidad de dinero que buscaba aplicación. North
expresó esta opinión aún con más claridad. El tipo de interés —decía—, caería si
hubiera más prestamistas que prestatarios. Una tasa baja de interés no ayuda al
comercio; por el contrario un aumento del comercio aumentaría el volumen de dinero
(acervo, stock) y haría descender la tasa del interés.58 Fue aún más lejos, y adoptó la
opinión de Mun acerca de la distribución de los metales preciosos mediante el comercio
internacional. Cualquiera que fuese la cantidad de dinero traído del exterior o extraído de
las minas del país, todo lo que excediera de las necesidades del comercio no era sino una
mercancía más que debía ser tratada como tal. Esta opinión muestra de nuevo hasta qué
punto se había librado North de la superstición mercantilista.
La importancia de Locke y de North estriba en el significado social y político de su
actitud ante la renta y el interés. Sus teorías económicas no fueron el resultado de un
ataque deliberado contra las clases terratenientes (problema éste que aún no era
importante), pero tomadas en conjunto con toda la filosofía política de Locke muestran
un cambio de visión que tendría más tarde una gran importancia. Aunque todavía se
consideraba a la producción de la tierra como la única forma en que podía obtenerse un
excedente, y aunque el interés, analíticamente, se derivaba de la renta, las conclusiones
eran desfavorables a los terratenientes. El efecto neto que produjeron fue socavar más
todavía la pretensión de una posición social especial sustentada en la propiedad
territorial, y contribuir a la erección de la propiedad privada per se como institución del
capitalismo. Además, el ataque a la limitación de la tasa de interés iba en perjuicio de los
terratenientes, para quienes una tasa baja de interés significaba una tasa alta de
capitalización de sus rentas, es decir, valores altos de la tierra. Pronto encontraremos en
la obra de los fisiócratas un desarrollo semejante a éste, aunque en forma un tanto
diferente.
De los otros escritores, John Law es más famoso como hombre de negocios que
como economista; pero hizo una aportación a la teoría del dinero que merece citarse,
pues contiene los principios de una idea que habían de desarrollar después ciertos
teóricos de la moneda. Law no creyó, como se ha supuesto algunas veces, que el papel
moneda equivaliese a la moneda metálica. Compartía, sin embargo, la idea mercantilista
de que el dinero poseía una fuerza activa y que era necesaria una buena cantidad de él a
fin de crear fuentes de trabajo. Su aportación principal al pensamiento mercantilista fue
combatir la confianza en el excedente de las exportaciones (creado mediante
98
prohibiciones de las importaciones) para obtener una buena cantidad de dinero. En lugar
de eso, sugirió la emisión de papel moneda, proposición que en aquel tiempo fue
formulada con frecuencia, aunque con menos consistencia, y que Law pudo llevar a la
práctica con resultados desastrosos.59 Como buen mercantilista, deseaba que el Estado
tuviera un acervo de tesoro, y esperaba que sus billetes ocuparían el lugar del dinero en
metálico en las transacciones del público y que, así, el metálico se acumularía en la
tesorería del Estado. La inflación que produjo su política fue una de las más graves de
los tiempos modernos, y causó, junto con la ruina del propio Law, la destrucción de
muchas empresas industriales especuladoras. Fue un mérito fortuito de Law el haber
contribuido a la creación de las condiciones que inspiraron el pensamiento fisiocrático,
porque la única clase de propiedad que pareció haber salido indemne de la depresión
postinflacionaria fue la tierra. Este hecho, unido al aumento y mejora subsiguientes de la
actividad agrícola, explica, en gran parte, la tendencia que siguió el pensamiento de los
economistas franceses del siglo XVIII.
A Law se le ha considerado también fundador de una teoría subjetiva del valor, con
especial referencia al valor del dinero.60 Rechazó definitivamente la idea de que el dinero
tenía un valor imaginario. Según él, nada tenía un valor si no es por el uso que uno le da.
Lo mismo sucedía con la mercancía dinero, aun en relación con sus usos monetarios. El
servicio que prestaba como dinero no era diferente de sus otros servicios, ni de los
servicios de cualquier otra mercancía.61 Con esta teoría, Law viene a ser un precursor de
la escuela austriaca.
Aunque David Hume es famoso principalmente como filósofo, también es muy
conocido por sus estudios de teoría económica. Recientemente ha surgido incluso una
tendencia a considerarlo como el más importante de los economistas presmithianos; esto
puede deberse, en parte, al mayor énfasis que se ha dado a su amistad con Adam Smith
y al análisis más profundo de los propios escritos de éste, enfatizados por una obra
editorial reciente que abarca a su vez su correspondencia (incluyendo la que sostuvo con
Hume). En efecto, el Treatise of Human Nature de Hume, que él mismo consideraba
como “la capital o el centro” del estudio de las ciencias sociales, contiene una fuerte
similitud intelectual con Theory of Moral Sentiments de Smith. La discusión de Hume
sobre el origen de la acción humana se utiliza como en La riqueza de las naciones de
Smith, en la elaboración del análisis económico. En su Political Discourses (1752)
incluyó algunos ensayos económicos, entre los cuales los más importantes son: Of
Money, Of Interest, Of Commerce y Of the Balance of Trade. Todos están escritos con
claridad y a menudo contienen un sumario y una síntesis excelentes de las ideas de sus
predecesores. En este sentido, sin embargo, es muy superior Essai sur la nature du
commerce en général, de Cantillon, publicado en 1755, pero escrito probablemente más
de veinte años antes.
Como pensador original en el campo de la economía no puede aspirar Hume a
consideración tan elevada como en el campo de la filosofía. Repitió algunas veces los
errores mercantilistas que ya habían sido descartados y que, desde luego, no
reaparecieron en Adam Smith. Su alabanza de los comerciantes como “una de las razas
99
más útiles de hombres” y como fuerza motriz de la producción, suena un tanto raro
después de los escritos de Petty, Locke y North.62 Alabó ocasionalmente los usos del
dinero para estimular el comercio y subrayó la deseabilidad del tesoro. Pero adoptó y
acentuó la opinión de Locke de que el dinero era sólo un símbolo y que no tenía
importancia la cantidad de él que poseyera una nación. Basándose en la teoría
cuantitativa del dinero, pensaba que era erróneo el argumento de la balanza de comercio,
ya que el movimiento de metálico afectaría a los precios y, por lo tanto, al comercio de
mercancías. La balanza comercial de un país no podía ser permanentemente favorable o
desfavorable. A la larga, se establecería una balanza de acuerdo con las condiciones
económicas relativas de los países de que se tratase. Por lo tanto, Hume se puso del lado
de los librecambistas; pero su defensa de la libertad de comercio no fue más decidida que
la de North.63
Las aportaciones más interesantes que Hume hizo al pensamiento económico se
refieren al dinero, los precios y el interés. En sus opiniones se encuentra una mezcla de
argumentos que apoyaban y contradecían a Locke. En su teoría del dinero y en la
opinión de que los precios eran determinados por la cantidad de aquél, siguió a Locke y
hasta fue más consecuente que él; pero en la teoría del interés, por otra parte, se le
opuso en algunos puntos. Al igual que Locke, consideraba como totalmente ficticio el
valor del dinero: representaba mercancías, y su valor en el proceso del cambio estaba
determinado por la relación entre su cantidad y la cantidad de bienes por los cuales se
habría de cambiar. De aquí se sigue que los cambios en el volumen del dinero en
circulación afectarían a los precios de las mercancías. Hume tenía presentes los grandes
cambios de los precios causados por el aumento de producción de metales preciosos en
las minas recién descubiertas en América del Norte; pero no distinguió entre los cambios
en el valor de la mercancía dinero misma y las variaciones en las relaciones de cambio
entre el dinero y las mercancías causadas por un aumento en el volumen del dinero en
circulación. Su opinión sobre el dinero le llevó a creer que el precio de las mercancías
sería siempre proporcional a la cantidad de dinero. Por lo tanto, la cantidad absoluta de
este último no importaba, punto que ilustró con un ejemplo célebre.64
No obstante, Hume pensaba que los cambios en la cantidad de dinero tenían cierta
importancia, ya que podían modificar las costumbres de la gente. Los precios podían no
cambiar si los cambios en la cantidad de dinero fuesen acompañados por cambios en las
costumbres que afectaran el volumen del comercio y la demanda de dinero. Sin
embargo, si aquéllos subían debido a un aumento de dinero, los efectos serían
beneficiosos, porque se estimularía la industria. En este punto fue particularmente lúcido
el análisis de Hume. Al rastrear el camino que seguiría un aumento de la cantidad de
dinero y la manera gradual en que afectaría a los precios, desarrolló una teoría que
adoptaron después muchos economistas.
Los aumentos en la cantidad de dinero sólo eran beneficiosos debido a que sus
efectos no aparecían hasta algún tiempo después. “La cantidad creciente de oro y plata
es favorable a la industria únicamente en el intervalo o situación intermedia entre la
adquisición de dinero y el alza de los precios.” Los precios de los diferentes bienes van
100
siendo afectados sucesivamente, y el aumento de dinero “acelerará la diligencia de cada
individuo antes de que aumente el precio del trabajo”.65 En otras palabras, David Hume
describió lo que J. M. Keynes calificó de una inflación de utilidades, que se realiza a
expensas de la mano de obra.
En su ensayo Of Interest, Hume empezó por exponer la doctrina, muy difundida en
su tiempo, de que una tasa baja de interés era la señal más segura del estado floreciente
del comercio de un país. Pero después de rendir su tributo a la doctrina de Culpepper y
Child, pasó a demostrar, como Petty, Locke y North, que una tasa baja de interés no era
una causa, sino un efecto y, en consecuencia, se unió a ellos en su oposición a que el
Estado reglamentase el interés. Pero fue más lejos que Locke al rechazar la opinión de
que una tasa baja de interés era consecuencia de la abundancia de dinero, aunque
admitía que ambas cosas se presentaban juntas. Entre los factores que determinan la tasa
de interés distinguía ante todo, como ya lo había hecho North, la oferta y la demanda de
prestatarios y prestamistas. Pensaba que “una gran demanda de préstamos” y “pocas
riquezas para satisfacer dicha demanda” producirían una tasa alta de interés. Pero
aquellas dos cosas eran a su vez consecuencias de un volumen pequeño de industria y de
comercio. Adoptó la opinión de North de que el capital tenía la cualidad de crear
ganancia, y añadió un tercer determinante de la tasa de interés: las utilidades que se
obtenían del comercio. Consideraba cosas interdependientes las ganancias y el interés.
“Las utilidades bajas de las mercancías inducen a los comerciantes a aceptar de mejor
grado un interés bajo.” Por otra parte, “nadie aceptará ganancias bajas cuando puede
obtener un interés alto”; y las utilidades y el interés bajos son resultado de un comercio
abundante.
Aunque repitió que la tierra era la fuente de todas las cosas útiles, Hume, como
después Adam Smith, mostró poca inclinación por las clases terratenientes. Señaló que
los terratenientes que recibían rentas sin ningún esfuerzo de su parte tendían a ser
manirrotos, disminuían más que aumentaban la cantidad de capital disponible, y así
contribuían a elevar la tasa de interés. Las clases comerciales, en cambio, trabajaban
constantemente en beneficio de la nación creando una abundancia de capital y utilidades
bajas. “La desproporción entre el número de avaros y manirrotos que existe entre los
camerciantes se da a la inversa entre los terratenientes”, porque su ocupación lucrativa
dará al comerciante la pasión de la ganancia y no conocerá “placer comparable al de ver
crecer diariamente su fortuna”. El comercio, pues, crea frugalidad, contribuye a la
acumulación y aumenta el número de prestamistas. Al mismo tiempo, un comercio muy
desarrollado produce competencia: “Deberán surgir rivalidades entre los comerciantes”; y
esto disminuye las ganancias y, por consiguiente, el interés.66
Cualesquiera que sean los méritos de Hume como pensador original, su lugar como
uno de los exponentes más notorios de la nueva economía está claramente definido. Sus
opiniones sobre las clases terratenientes, y su reconocimiento de que el interés personal y
el deseo de acumular son las fuerzas que impulsan la actividad económica, contribuyeron
en su tiempo a consolidar las fuerzas que estaban a punto de conquistar la supremacía
económica y ya habían alcanzado mucho poder político.
101
5. CANTILLON; STEUART
Essai sur la nature du commerce en général (1755)67 es la exposición más sistemática de
principios económicos anterior a La riqueza de las naciones. Desde que Jevons lo
redescubrió, su prestigio ha aumentado sin cesar a tal grado que ahora existe el peligro de
que el justificable orgullo de sus padres adoptivos haya concedido a Cantillon un lugar
demasiado alto, más bien que demasiado bajo, en la historia de la teoría económica. Hay
que subrayar, sin embargo, que el mérito de Cantillon no estriba sólo en haber escrito un
tratado brillante y bien planteado, y en haber formulado elegantemente ideas que ya
existían, sino, además, en haber hecho algunas aportaciones originales sobre puntos
particulares del análisis económico.
El tratado empieza con la definición de la tierra como fuente de la riqueza, del
trabajo como la fuerza que la produce, y de todos los bienes materiales como sus partes
constitutivas. Estudia en seguida la estructura económica, los salarios, el valor, la
población y el dinero. La segunda parte del libro está dedicada principalmente a los
problemas monetarios, el cambio y el interés; y la tercera trata del comercio exterior, del
mecanismo de los cambios monetarios, la banca y el crédito. En las dos últimas partes es
donde Cantillon sobresale por la originalidad del análisis y de la exposición. Pues es aquí
donde se muestra capaz de combinar su penetración en los principios económicos con su
experiencia comercial, y escribir frases que podrían figurar en cualquier obra moderna
sobre esas materias. No hay en él ninguna de las dificultades relativas al mecanismo de
los pagos exteriores que tanto habían molestado a Locke. Si un Estado —dice— tiene un
excedente de exportación durante un tiempo considerable y extrae metálico de otros
países, “la circulación se hará más considerable allí…, abundará más el dinero, y en
consecuencia la tierra y el trabajo serán cada vez más caros”.68 Esto enderezará con
rapidez la balanza comercial.
Desarrolló aun más ricamente que Hume el análisis de los efectos de un aumento del
medio circulante. Suponiendo un aumento de la producción de las minas de oro,
Cantillon puede mostrar en qué forma se distribuyen los beneficios del mayor poder de
compra que resulta de dicho aumento. Los propietarios, fundidores, refinadores y demás
trabajadores serán los primeros en poder aumentar su demanda de alimentos, ropas y
artículos manufacturados. Los proveedores de esas mercancías podrán a su vez
aumentar sus gastos; pero disminuirá necesariamente la parte de mercancías que va al
resto de la población del país, porque al principio no participa de la riqueza de las minas.
Entonces sigue minuciosamente la senda que siguen los precios ascendentes y los
subsiguientes cambios en la distribución de la riqueza, sin ignorar los efectos
internacionales. En conjunto, este razonamiento sigue siendo una excelente demostración
de un aspecto importante de la teoría monetaria.69 Cantillon también sabía que los
efectos de un aumento de la mercancía dinero y los del papel moneda sólo
aparentemente son iguales. En último término, una abundancia de dinero “ficticio”
desaparecería “al primer soplo de descrédito” y precipitaría el desorden.70
102
También en la cuestión del cambio monetario acertó Cantillon a exponer con claridad
los principios en que descansan las prácticas económicas. Demostró mejor que todos los
escritores anteriores la relación entre el comercio de mercancías, la especulación y el
movimiento de metálico; y demostró igualmente su interacción con los tipos de cambio y
los niveles de precios en el mecanismo de los pagos internacionales. Particularmente
lúcida fue su explicación de las causas que hacen subir o bajar la paridad cambiaria y el
modo como pueden preverse y aminorarse esos movimientos.71
Los problemas centrales del valor, los salarios y los precios se encuentran en la
primera parte del Essai; no siempre los trata Cantillon de manera que sorprenda. Aquí
debe más a sus predecesores y se adelanta a ellos menos que en otras materias. En
particular, el análisis del valor es un tanto inconsecuente, aunque quizás por esa misma
razón puede tomarse a Cantillon como uno de los primeros representantes del
eclecticismo que llegó a ser una característica del pensamiento económico inglés. Su
teoría del valor es en su origen una teoría del valor-trabajo; pero se transforma en una
teoría del costo de producción con alguna mezcla de una teoría de la oferta y la
demanda. La primera corriente de ideas se deriva en gran parte de Petty, y la segunda,
de Locke.
Hemos visto que Cantillon repite con diferentes palabras la teoría de Petty sobre el
origen de la riqueza. En el capítulo X de su Essai pasa a desarrollar una teoría sintetizada
en el título de dicho capítulo: “El precio y el valor intrínseco de una cosa en general es la
medida de la tierra y el trabajo que entran en su producción.”72 El significado del análisis
que sigue es éste: si dos bienes son producidos por la misma cantidad de tierra y de
trabajo de idénticas realidades, tendrán el mismo valor; pero variará la proporción en que
tierra y trabajo determinan el valor de los distintos bienes. En algunos casos —un muelle
de reloj, por ejemplo— “el trabajo constituye casi todo el valor”. En otros —por
ejemplo, el precio de “un bosque que se piensa talar”— la tierra es el principal
determinante.73
Además de hacer que el costo de producción (salarios de los trabajadores más costo
del material) determine el valor, Cantillon distingue también entre el valor intrínseco y el
precio fluctuante a que se venden los bienes en el mercado. Un hombre rico que ha
gastado mucho dinero en hermosear su propiedad no obtendrá necesariamente su valor
intrínseco cuando la venda. Tampoco los agricultores recibirán los gastos de tierra y de
trabajo que han entrado en la producción de trigo si han producido más de lo necesario
para el consumo. El exceso de oferta resultante sobre la demanda reducirá el precio de
mercado por debajo del valor intrínseco. Los valores intrínsecos no cambian nunca; pero
como siempre es imposible distribuir la producción entre las diferentes mercancías en
perfecta armonía con el consumo, habrá variaciones en los precios de mercado.
Las fuerzas de la oferta y la demanda se mencionan de nuevo en relación con el
problema del dinero. Cantillon está de acuerdo con la teoría cuantitativa de Locke, pero
la corrige observando que las mercancías destinadas a la exportación deben excluirse
cuando se compara la masa de mercancías con el volumen del dinero circulante. Sin
embargo, no está de acuerdo con la opinión de Locke sobre el valor del dinero. Al igual
103
que Law, no acepta que el dinero tenga un valor imaginario. Es verdad —dice— que el
consenso común es lo que ha dado valor al oro y a la plata; pero lo mismo ocurre con
todas las cosas que no pueden considerarse absolutamente necesarias para la vida. Los
metales preciosos tienen un valor que se determina exactamente de la misma manera que
el de cualquier otra mercancía, a saber, por la tierra y el trabajo que entran en su
producción.74
Cantillon desarrolla este punto con cierta amplitud. Expone una teoría del valor del
dinero y de la función de éste como medida de valor, basada en la teoría del valortrabajo. “El valor intrínseco de los metales —dice—, es como el de todas las demás
cosas, proporcional a la tierra y el trabajo que entran en su producción”, aunque su valor
en el mercado, como el de las demás mercancías, pueda variar de acuerdo con la oferta
y la demanda.75 En cuanto a su función de medida de valor, el dinero “debe corresponder
de hecho y en realidad, medido en tierra y trabajo, a los artículos que por él se
cambian”.76
Como a Petty, a Cantillon lo inquietaba el planteamiento de una fuente dual del valor,
y en el capítulo XI investiga si “puede encontrarse alguna relación entre el valor del
trabajo y el de los productos de la tierra”.77 Esta investigación sobre la paridad (expresión
tomada de Petty) conduce a un estudio de los salarios cuyos resultados se parecen algo a
los de Petty. La clave de la paridad debe encontrarse en la cantidad de subsistencias
necesarias para producir una cantidad dada de trabajo. De ahí puede deducirse la
cantidad de tierra que se ha dedicado a ese objeto, y establecer así una equivalencia
entre tierra y trabajo. Cantillon utiliza muchos ejemplos que se refieren a esclavos,
siervos, artesanos y otros más, y concluye que el valor intrínseco del trabajo se
encuentra en la cantidad de tierra necesaria para producir el sustento de los trabajadores,
más una cantidad igual para sostener a dos hijos hasta la edad en que puedan trabajar.
Habla de dos hijos porque acepta el cálculo de Halley, según el cual la mitad de los niños
que nacen mueren antes de cumplir los diecisiete años.
El razonamiento de Cantillon en este capítulo es tan claro como cualquier otra
formulación de la teoría clásica de los salarios. Tuvo además el honor de ser citado por
Adam Smith.78 Para completar la teoría de Cantillon sobre los salarios es necesario añadir
que se adelantó a buena parte de los razonamientos de Smith sobre la diferencia de los
salarios en las diversas ocupaciones.79 Por último, puede decirse que anticipó ideas sobre
la población que más tarde hizo famosas Malthus.80
El último de esta serie de precursores inmediatos de Adam Smith fue sir James
Steuart. Aunque el escritor más fecundo de todos ellos, añade relativamente poco al
cuerpo de la doctrina. En algunos respectos representa la vuelta a los mercantilistas, si
bien en otros, sobre todo en la teoría del dinero, supera a Hume. La principal obra de
Steuart, su Principles of Political Economy, publicada en 1767, lleva un título que se
convirtió en el título típico de todos los tratados extensos, aunque no fue Steuart el
primero en usar la expresión “economía política”. Sin embargo, su libro no es completo
y es inferior al de Cantillon como exposición sistemática de la materia.
104
Los residuos mercantilistas en el pensamiento de Steuart se refieren al origen de la
utilidad o ganancia, o sea al excedente. Steuart habla todavía de una utilidad que nace del
cambio, es decir, cuando una mercancía se vende en más de lo que vale; pero fue más
lejos y admitió que esa utilidad realmente no creaba nueva riqueza. Por lo tanto,
distinguió entre ganancia positiva y ganancia relativa. Esta última representaba sólo “una
vibración del equilibrio de la riqueza entre las partes”; pero no añadía nada al volumen
existente de acervo. Del otro lado, la ganancia positiva no causaba ninguna pérdida a
nadie; surgía de un aumento general del trabajo, la industria y la habilidad, y acrecentaba
el bien público.81
Distinción semejante hizo al explicar el valor. Expone una teoría del valor como
producto del costo de producción, y distingue entre el valor real de las mercancías y la
ganancia de la enajenación obtenida al venderlas. El valor real estaba determinado por
tres factores: primero, la cantidad de él que podía producir un trabajador por término
medio en un tiempo determinado; segundo, “el valor de las subsistencias y gastos
necesarios del trabajador, tanto para satisfacer sus necesidades personales como para
proveerle de los instrumentos correspondientes a su profesión”; y tercero, el “valor de
los materiales, o sea de la materia prima que emplea el trabajador”. Dadas esas tres
cantidades, queda determinado el valor real de un bien. Todo lo que lo exceda es
ganancia para el manufacturero y depende de las circunstancias de la oferta y la
demanda.82 La importancia de este análisis es doble. En primer lugar, hace que la
ganancia del manufacturero nazca sólo del cambio, y esto representa una aplicación
consecuente de la teoría mercantilista del excedente. En segundo lugar, lleva a Steuart a
desarrollar una teoría de la oferta y la demanda muy completa para su tiempo.
Podemos sintetizar esa teoría83 del modo siguiente: los precios están en equilibrio
cuando están niveladas la demanda y el trabajo. (La teoría de Steuart del valor real
demuestra que pensaba en la armonía entre los precios de mercado y el valor intrínseco,
del mismo modo que Cantillon.) El equilibrio puede romperse, y los precios variarán.
Steuart enumera algunos de los factores que podían causar discrepancias entre la oferta y
la demanda, los más importantes de los cuales el poder adquisitivo de los compradores y
el grado de competencia. Explica el mecanismo de la “doble competencia”, el cual
entraría en acción por las discrepancias entre el trabajo y la demanda. Si la demanda
fuera menor que la oferta, la competencia entre los vendedores reducirá el precio,
destruirá las ganancias y hasta causará pérdidas. Si la demanda excede a la oferta, la
competencia entre los compradores aumentará los precios y las ganancias. En el caso de
comerciantes que ejercen un comercio regular, este mecanismo funcionará lo bastante
bien para hacer efectivo el valor real, y sólo podrán ocurrir variaciones en las ganancias;
pero debe evitarse que afecten al equilibrio cambios más importantes. En estos casos
Steuart era un firme creyente en la deseabilidad y la eficacia de la intervención del
Estado.
Steuart también se inclinaba por las opiniones mercantilistas en la teoría monetaria, y
sus exposiciones acerca del valor del dinero y la balanza de pagos son con frecuencia
oscuras y contradictorias. Sin embargo, fue capaz de corregir muchos errores en los
105
análisis de Locke y de Hume. En particular, evitó la yuxtaposición mecánica que hacían
estos autores del volumen de mercancías y la cantidad de dinero en circulación. Adoptó
la opinión, que ya había sido expresada por Petty, de que la circulación de un país sólo
podía absorber una cantidad determinada de dinero. Pensaba que éste era necesario en
un país para dos fines: pagar las deudas y comprar las cosas necesarias. La situación del
comercio y de la industria y las costumbres de la gente determinaban la demanda del
dinero, y esta demanda podía satisfacerla una cantidad dada. Siguiendo a North, dice que
todo el metal que excediera del necesario para fines monetarios, sería atesorado o
destinado a un uso suntuario. Si por otra parte, la cantidad de oro y plata fueran
insuficientes para sostener la circulación de un país, la diferencia sería cubierta con
moneda simbólica.84 El resultado es que “cualquiera que sea la cantidad de dinero que
haya en un país, en relación con el resto del mundo, nunca habrá en circulación sino la
cantidad aproximadamente proporcional al consumo de los ricos y al trabajo y
laboriosidad de los habitantes pobres”.85
Para dar una idea exacta de la posición de Steuart es necesario añadir unas palabras
en torno a sus opiniones sobre las cuestiones más generales de la economía. Su actitud
respecto del proceso económico era anticuada y un tanto reaccionaria. Su obra comunica
poco de aquel aire de egoísmo desenfrenado y de liberalismo comercial tan común en su
tiempo; pero quizás debido a esa actitud pudo Steuart dar una explicación muy clara del
desarrollo del capitalismo. Empezó por estudiar el origen de la sociedad (lo cual le llevó
incidentalmente a una anticipación de la teoría malthusiana de la población, algo parecida
a la de Cantillon) e investigó su estructura a través de los cambios en los métodos de
producción y en las relaciones de las clases sociales. Subrayó el hecho de que el trabajo
era la única fuente del aumento en la oferta de medios de subsistencia y desarrolló los
conceptos del excedente agrícola, de la división de clases y del nacimiento de la industria.
Por último, señaló con claridad la diferencia que existe entre las formas particulares de
trabajo que crean valores de uso específicos, y el trabajo como abstracción social que
crea el valor de cambio. Llamaba industria a la forma de trabajo que por enajenación
creaba un equivalente universal.86
6. LOS FISIÓCRATAS
En el siglo XVIII se desarrolló en Francia el cuerpo de teoría económica al que se conoce
con el nombre de “fisiocracia”. Aunque se basa en una experiencia diferente y adopta
una forma distinta, sus efectos sobre el desenvolvimiento del pensamiento económico
fueron muy semejantes a los de los economistas ingleses estudiados. Ambas aportaciones
fueron unidas en un solo sistema por Adam Smith. Con los fisiócratas entramos en la era
de escuelas y sistemas del pensamiento económico, y no es sorprendente hallar que han
sido objeto de numerosísimos estudios. Es poco probable que un investigador de
nuestros días pueda descubrir algún aspecto de sus enseñanzas hasta ahora desconocido,
o añadir algo importante a lo que ya se ha dicho sobre cada punto particular de su
106
sistema. Lo que ahora tenemos que hacer es ofrecer un breve resumen de dicho sistema
y valorar su importancia.
Ha habido cierta confusión respecto de las cualidades esenciales del pensamiento
fisiócratico. Adam Smith criticó su gran interés por la agricultura, y aun hoy mismo se
desprecia los méritos de los fisiócratas por esa consideración. Además, muchas veces se
expone erróneamente la relación que hay entre la filosofía política general de Quesnay y
de Turgot y sus ideas específicamente económicas. La creencia en el orden natural,
característica de su filosofía, o no se pone en relación con su análisis de la producción y
la circulación de la riqueza, o se la considera como el principio fundamental sobre el cual
se constituyeron sus doctrinas económicas. Sólo en tiempos recientes se ha sugerido que
la fisiocracia fuera una “racionalización” de ciertos objetivos específicos;87 y cualquiera
que sea el grado de verdad que pueda haber en las explicaciones psicológicas o
sociológicas de esta clase, no cabe duda que la filosofía política de los fisiócratas fue el
desarrollo lógico y natural de sus ideas económicas.
Los fisiócratas comparten con los economistas ingleses preclásicos más avanzados,
tales como Petty y Cantillon, el mérito de haber descartado definitivamente la creencia
mercantilista de que la riqueza y su aumento se debían al comercio. Llevaron a la esfera
de la producción el poder de creación de la riqueza y del excedente susceptible de
acumulación. El punto central de su análisis era la búsqueda de este excedente, o sea el
célebre produit net. Después de descubrir su origen de una manera que constituía un
avance respecto de los mercantilistas ingleses, llevaron a cabo, en el Tableau
oeconomique, de Quesnay, el análisis de su circulación entre las diferentes clases de la
sociedad.
El punto de partida es la división del trabajo en dos categorías, uno productivo y otro
estéril. El primero consiste únicamente en el trabajo capaz de crear un excedente, es
decir, algo que excede a la riqueza que consume para poder producir. Cualquier otro
trabajo es estéril. Esta división se encuentra en todo el sistema clásico, y la
determinación de lo que constituía trabajo productivo fue uno de los asuntos más
importantes estudiados por Smith y Ricardo. Los fisiócratas trataron de descubrir la
forma concreta del trabajo productivo. No tenían una idea clara de la diferencia entre
valor de uso y valor de cambio, y pensaban en el excedente en términos de las
diferencias entre los valores de uso que se habían consumido y los que se habían
producido. El produit net no era un excedente de riqueza social en abstracto (valor de
cambio), sino de riqueza material concreta de bienes útiles. Fue este punto de vista
tecnológico el que llevó a los fisiócratas a señalar una rama particular de la producción
como la única realmente productiva.
En la agricultura es donde se ve más fácilmente la diferencia entre los bienes
producidos y los bienes consumidos. En ella, la cantidad de alimentos que el trabajador
consume, más lo que se usa como semilla, es, por término medio, menos que la cantidad
de producto que se obtiene de la tierra. Es la forma más sencilla y más manifiesta de
excedente. Smith y Ricardo pudieron demostrar la aparición de un excedente en la
industria; pero aquí el proceso se complicaba por el cambio y, en consecuencia, por el
107
problema del valor de cambio. Los fisiócratas se limitaron a la agricultura, y así
ignoraron por completo el problema del valor de cambio.
Al adoptar esta actitud, los fisiócratas no pudieron realizar un análisis de las
circunstancias que hacen posible la creación de un excedente tan penetrante como
hubieran podido hacerlo en otro caso. Evidentemente, el producto excedente sólo
aparece en determinada etapa del desarrollo humano, es decir, cuando los seres humanos
pueden arrancarle a la naturaleza algo más de lo que necesitan para subsistir. Pero si
Steuart había querido demostrar no sólo el origen del excedente agrícola, sino también el
desarrollo de la industria con base en él, los fisiócratas no fueron tan lejos.
Comprendieron que el número de quienes se dedicaban a la industria y el comercio
dependía, en definitiva, de la cantidad de subsistencias que los que trabajaban la tierra
pudieran obtener por encima de sus propias necesidades. En otras palabras,
comprendieron que el grado de productividad del trabajo que hace posible un excedente
había hecho su primera aparición en la agricultura; pero como no llevaron su análisis a
otras esferas de producción, consideraron ese excedente como un don atribuible no a la
productividad del trabajo, sino a la de la naturaleza.
Sin embargo, esta misma limitación implica un progreso. Señala a los fisiócratas
como la primera escuela de pensadores economistas que emplearon consecuentemente
los métodos científicos de aislamiento y abstracción, aunque no se dieron cuenta, ellos
mismos, de esta aportación que estaban haciendo a los métodos del análisis económico.
Y, como veremos, consiguieron superar sus propias limitaciones al estudiar el proceso de
la circulación. Sobre los cimientos que ellos echaron, los economistas posteriores
pudieron levantar sus teorías, principalmente Smith y Ricardo, quienes usaron
reflexivamente, como instrumento analítico, lo que en manos de los fisiócratas había sido
todo el contenido de su examen.
El análisis de la circulación del produit net entre las diferentes clases sociales es la
parte más espectacular de la doctrina fisiocrática. El ensayo de condensar todo el
proceso de la circulación en la forma simplificada de un cuadro es uno de los primeros
ejemplos de la aplicación rigurosa de los métodos científicos a los fenómenos
económicos. Los pensadores más penetrantes de la época reconocieron inmediatamente
el genio que había inspirado el Tableau oeconomique de Quesnay (editado por primera
vez en 1758 y discutido y popularizado por gran número de economistas). Muchos lo
consideraron como la obra más profunda del pensamiento económico hasta aquella
fecha, y Mirabeau padre llegó hasta a calificarlo de una de las invenciones humanas más
importantes, al lado de la escritura y del dinero. El Tableau ha sido a menudo mal
comprendido, y todavía se le considera a veces como una pura curiosidad literaria.88
Pero dadas las bases del sistema fisiocrático y el método de abstracción que Quesnay
empleó, es perfectamente sencillo y lógico.
El Tableau se basa en la existencia de una estructura social determinada, cuyas
implicaciones estudiaremos más adelante. La tierra la poseen los terratenientes, pero la
cultivan los agricultores que la tienen en arriendo, los cuales son así, la clase
verdaderamente productora. El produit net que ellos crean tiene que servir no sólo para
108
la satisfacción de sus propias necesidades por encima de su subsistencia, sino también de
las necesidades de los propietarios de la tierra (incluyendo al rey, la Iglesia, los
empleados públicos y todos los demás que dependen de los ingresos de los
terratenientes), y de las de la clase estéril (artesanos, comerciantes, etc.). El Tableau se
propone demostrar dos cosas: primera, la manera en que el produit net circula entre las
tres clases; y segunda, cómo se reproduce todos los años. Ignora la circulación dentro de
cada clase y supone precios y reproducción constantes todos los años a partir del mismo
produit net.
Una exposición muy simplificada del análisis contenido en el Tableau de Quesnay
sería la siguiente. Empezamos con un producto bruto anual de cinco mil millones de
libras. De éstas deducimos inmediatamente dos mil millones en especie por concepto de
gastos necesarios para la reproducción (alimento del agricultor, semilla, etc.). El produit
net es de tres mil millones, de los cuales suponemos que dos mil consisten en alimentos y
mil en materias primas para la manufactura. Además de este produit net en especie, los
agricultores poseen también la cantidad total del dinero de la nación, digamos dos mil
millones. Las fases subsiguientes del proceso de la circulación revelarán cómo han
obtenido ese dinero. Los propietarios no tienen nada, pero sí una renta por cobrar a los
agricultores por una cantidad de hasta dos mil millones de libras; la clase estéril tiene
bienes manufacturados en el periodo anterior con un valor de dos mil millones de libras.
Ahora bien, los agricultores pagan a los propietarios sus dos mil millones de libras por
concepto de rentas. Los propietarios compran a los agricultores alimentos por valor de
mil millones, y recuperan así la mitad del dinero que habían pagado. Después los
propietarios gastan la segunda mitad de sus ingresos por concepto de rentas en comprar
bienes manufacturados a la clase estéril, que gasta el dinero así recibido en comprar
alimentos a los agricultores. Los agricultores, a su vez, gastan mil millones de libras en
comprar bienes manufacturados a la clase estéril, la cual vuelve a gastar el dinero en
materias primas. El proceso está ahora completo. Los agricultores han conservado dos
mil millones de libras en dinero, que les servirán para poner otra vez en marcha todo el
proceso en el periodo siguiente. La parte de alimentos del produit net ha ido a los
propietarios y a la clase estéril, y la parte de materias primas solamente a la última. Los
artículos manufacturados originalmente poseídos por la clase estéril se han dividido entre
los propietarios y los agricultores. Y la clase estéril, a su vez, tiene mil millones de libras
en alimentos y la misma cantidad en materias primas, que se combinan a fin de crear
para el periodo siguiente bienes manufacturados por valor de dos mil millones.
El Analyse du Tableau oeconomique89 del propio Quesnay (y más aún el sumario que
de él acabamos de hacer) es una exposición muy simplificada del proceso de circulación
y reproducción; pero dentro de sus límites, es consistente y lúcido. No se aparta nunca
de su postulado fundamental, es decir, que sólo la agricultura puede producir un
excedente, y muestra cómo se distribuye ese excedente. Parte de éste (en el Tableau los
mil millones de libras que los agricultores gastan en artículos manufacturados) lo
conservan los agricultores, y la otra parte va a los propietarios y a la clase estéril. Poco
más adelante estudiaremos la importancia de la parte que se apropian los agricultores. En
109
cuanto a la clase estéril, tiene participación en el producto excedente simplemente porque
es servidora de los productores y de los propietarios. Por sí misma no puede crear
ningún valor, no hace más que transformar el valor creado por la agricultura en bienes
manufacturados, que se consumen además de los artículos de primera necesidad.
Aunque el Tableau opera con cantidades de dinero y con compras y ventas, en
realidad no se ocupa del proceso del cambio. Su esencia, por detrás de la forma
monetaria, la constituye la circulación en especie; y su interés principal se centra en la
distribución y reproducción de los valores de uso del produit net. Los fisiócratas
iniciaron un movimiento de ideas que fue estímulo poderoso para el desarrollo de una
teoría del valor y de la plusvalía como productos del trabajo, que, sin embargo, no
desarrollaron ellos mismos. La atención que dedicaron al problema del cambio y del
precio produjo resultados de un carácter por completo diferentes. Así, mientras una de
sus aportaciones encontró su continuación en Smith y Ricardo, y, en una forma
tergiversada, en Marx, la otra conduce a las teorías del valor como producto de la oferta
y la demanda y como producto de la utilidad.
Quesnay mismo, fundador de la escuela, no trató el problema del valor de un modo
sistemático. Sostuvo una teoría del precio basada en el costo de producción, en lo que
respecta a los artículos manufacturados. Ya hemos visto que creía a la manufactura
incapaz de crear valores nuevos; lo único que hacía era sumar valores ya existentes.
Cuando se cambian artículos manufacturados, decía (de acuerdo con su teoría del
produit net), únicamente se cambian cosas equivalentes. Del cambio no puede nacer
ninguna ganancia (o excedente de valor). El precio natural de los artículos
manufacturados se explicaba por muchos otros precios: los de los gastos (dépenses o
frais) de los productores y de los comerciantes que los llevan al mercado. Al mismo
tiempo, la competencia entre compradores y vendedores fijaría la cantidad exacta de los
gastos en que incurrirían los productores. La competencia era un factor muy importante
en la explicación del precio; lo fijaba independientemente de los compradores y los
vendedores. Aunque éstos fuesen movidos por su interés personal y tratasen de comprar
barato o de vender caro, las mutuas relaciones entre sus actos les obligaban a sacrificar
parte de sus intereses. Ninguno podía actuar completamente a su voluntad.90
Sin embargo, el papel de la competencia tenía su desarrollo completo en relación con
los factores subjetivos que actuaban en las mentes de compradores y vendedores. La
importancia que se concedió a la competencia como determinante del precio iba dirigida
a resolver el problema que nace de la consideración de las estimaciones de compradores
y vendedores. Quesnay admitía que las valuaciones de los individuos tenían alguna
relación con el cambio. Proporcionaban el motivo de éste, pero no influían en las
condiciones en que se realizaba. Éstas las fijaba una especie de estimación o valuación
general independiente de las valuaciones de las partes individuales.
Turgot, que fue el más maduro, y políticamente el más importante de los fisiócratas,
fue aún más lejos al introducir cierto dualismo en la teoría del valor y del precio. No se
apartó del principio fisiocrático principal, según el cual sólo el trabajo agrícola puede
crear un excedente. Pero en uno de sus escritos por lo menos concedió un lugar
110
importante a los elementos subjetivos en la determinación del valor de cambio.91 Hizo
una lista de los diferentes factores que un individuo tiene en cuenta al formarse un juicio
sobre determinado bien. La capacidad de dicho bien para satisfacer una necesidad, la
facilidad con que se le podía conseguir, su escasez y otras consideraciones formaban, en
conjunto, lo que él llamaba el valor estimativo de un bien, del cual se derivaba su valor
de cambio. A este último lo llamaba Turgot el valor apreciativo y decía que estaba
determinado por el promedio de los valores estimativos de las partes que intervenían en
el cambio.
Turgot estableció un vínculo un tanto flojo entre esta teoría del valor de cambio y la
de la función del trabajo, pues decía que un individuo aplicaría parte de su trabajo a
obtener los artículos que necesitaba de acuerdo con su valuación de ellos. Por otra parte,
esta valuación era, de por sí, le compte qu’il se rend a lui même de la portion de sa
peine et de son temps…, qu’il peut employer à la recherche de l’objet évalué92 (“el
cálculo que hace para sí mismo de la parte de trabajo y de tiempo…, que puede emplear
en la busca del objeto valuado”). Esto parece un razonamiento circular, pero tiene cierto
parecido con la relación entre la valuación subjetiva y el costo de producción que
desarrolló más tarde la escuela subjetivista en la teoría del costo de oportunidad. Las
inconsecuencias manifiestas en la explicación del valor dada por los fisiócratas se
debieron a que, si bien hacían del trabajo el único creador del excedente (cuya fuente era
la naturaleza), consideraron el valor en este respecto sólo como valor de uso, y así
cuando tuvieron que examinar el cambio se vieron obligados a adoptar una explicación
diferente.
La teoría del valor de cambio, sin embargo, no era la parte más importante del
sistema fisiócratico. Su filosofía política y sus preceptos de política práctica los derivaron
los fisiócratas del concepto de produit net. Puesto que la agricultura era la única que
producía un excedente, las medidas mercantilistas de Colbert, dirigidas a fomentar la
industria, eran inútiles, y contra ellas lanzaron los fisiócratas su grito de guerra de laissez
faire, laissez passer. La industria no creaba valores, sólo los transformaba, y ninguna
reglamentación de ese proceso de transformación podía añadir nada a la riqueza de la
comunidad. Por el contrario, lo único probable es que lo hiciese más engorroso y menos
económico. Por consiguiente, debía desaparecer la intervención en todas sus formas. En
el campo de la tributación, que es el instrumento más poderoso del intervencionismo
estatal, había que hacer lo mismo: la industria y el comercio debían quedar libres de toda
contribución. La única rama de la producción a la que en justicia debían imponérsele
contribuciones era la que creaba valor, es decir la agricultura. Imponer contribuciones a
la industria era imponerlas a la tierra de un modo indirecto y, por tanto, antieconómico.
La máxima financiera de la fisiocracia era un impuesto único sobre la tierra.
Estas opiniones estaban incorporadas en un sistema complicado al cual se dedicaron
muchos libros. El propio Quesnay escribió una de las principales exposiciones del
mismo.93 El concepto principal de ese sistema era el del “orden natural”. Según los
fisiócratas, la sociedad humana se regía por leyes naturales que no podían nunca ser
modificadas por las leyes positivas del Estado. Dichas leyes, establecidas por una
111
Providencia bondadosa para el bien de la humanidad, estaban tan claramente manifiestas
que bastaba un poco de reflexión para descubrirlas. Quesnay parece haber pensado que
no bastaba la reflexión, pues proponía que se enseñase el orden natural, ocupando
posiblemente su Tableau un lugar importante en esa enseñanza. Los aspectos esenciales
del orden natural eran el derecho a disfrutar de los beneficios de la propiedad, el derecho
a trabajar y el derecho a la libertad compatible con la libertad de los demás a perseguir su
interés personal. El orden natural fue una anticipación del utilitarismo en una época en
que las circunstancias económicas y políticas no estaban aún maduras para él. Este
hecho explica las contradicciones del sistema fisiocrático en sí mismo y de las
conclusiones teóricas y prácticas que de él se sacaron. La actitud fisiocrática hacia la
tierra tiene un aire casi feudal, reforzado por su apasionada defensa de la propiedad
territorial. Pero como se consideraba a la tierra como la única fuente de riqueza, la
conclusión práctica era contraria al interés de los terratenientes: el impuesto único. Esto,
aunado a la política no intervencionista con que estaba relacionado, llegó a ser una ayuda
poderosa para el desarrollo de la industria, aunque los fisiócratas mismos no lo
concibieron con ese propósito.
Aun en la cuestión de la propiedad podía volverse contra sus propias creencias
políticas el análisis que hicieron los fisiócratas. Muchos de sus partidarios veían en ellos
únicamente a los defensores del feudalismo. Sus opiniones sobre la propiedad de la tierra
y su frecuente defensa de un despotismo ilustrado94 los hicieron caros a quienes libraban
una última batalla en favor del feudalismo. Pero cuando emprendieron el estudio de los
problemas económicos, los fisiócratas se vieron ya obligados a considerarlos bajo una
óptica capitalista. Para ellos, el propietario de la tierra se había convertido ya en
capitalista que empleaba trabajadores.
Esa evolución se ve particularmente clara en los escritos de Turgot, que, en
consecuencia, se anticipan a la subsiguiente evolución de la industria capitalista. Empezó
por el estudio del produit net en su forma más primitiva.95 En un examen que recuerda
mucho a Steuart, demostró que el excedente creado por el cultivador del suelo era el
único fondo del que podían obtener una subsistencia los demás miembros de la sociedad.
Una vez que el agricultor había producido el excedente, podía realizarlo comprando el
trabajo de otros. Los que trabajaban en la industria se convirtieron en stipendiés
(asalariados) del agricultor.
Llega un momento, prosigue Turgot, en que el cultivador-propietario deja de ser el
único interesado en la apropiación del produit net. Los propietarios se diferencian de los
agricultores cuando toda la tierra disponible ha pasado a ser de propiedad privada. Los
que no poseen tierras se convierten en trabajadores asalariados, ya como stipendiés de la
industria, ya de los propietarios de la tierra. En este último caso, los propietarios dejan de
cultivar sus propias tierras: trabajan para ellos obreros asalariados. La yuxtaposición de
capital y trabajo aparece ahora en la producción agrícola, y con ella el problema de los
salarios y las ganancias. El salario del trabajador, dice Turgot, será determinado por la
cantidad de subsistencias que necesita (el strict nécéssaire que aparece en los escritos
fisiocráticos); pero la generosidad de la naturaleza le dará más que eso, y el excedente
112
será la renta del propietario. Con esta renta se lleva a cabo la acumulación. El capital está
creado, y se hacen habituales los adelantos para el progreso de la industria y para el
perfeccionamiento de la agricultura.
Los fisiócratas no tuvieron la menor intención de usar esta clase de análisis para
atacar a la clase terrateniente; pero ese análisis era muy propio para ser usado de esa
manera. Los efectos prácticos de su enseñanza, igual que la de sus contemporáneos
ingleses, contribuyeron a eliminar los obstáculos que se interponían en el camino de la
industria capitalista. En una consideración retrospectiva, hay que conceder a los
fisiócratas un puesto elevado entre aquellos que prepararon el terreno para la Revolución
Francesa.
113
114
1
Véase Christopher Hill, Puritanism and Revolution (1958); Society and Puritanism in Prerevolutionary
England (1964); y C. B. Macpherson, The Political Theory of Possessive Individualism to Locke (1962).
2
H. J. Laski, The Rise of European Liberalism, p. 19. [El liberalismo europeo, p. 18, trad. de Victoriano
Miguélez, México, FCE, 4a. reim. (1974).]
3
El Príncipe, passim.
4
H. J. Laski, op. cit., pp. 41-42.
5
Ibid., p. 42.
6
El profesor Hessen, en su artículo “Economic and Social Roots of Newton’s Principia”, en Science and
Cross Roads (ed. Bukharin, 1931), ha hecho un análisis interesantísimo de la relación de los descubrimientos de
Newton con las necesidades económicas del capitalismo comercial, con cuya tesis general puede estarse
completamente de acuerdo. Sin embargo, el profesor G. H. Clark ha podido demostrar (“Social and Economic
Aspects of Science in the Age of Newton”, en Economic History, vol. III, pp. 362 ss., y Science and Social
Welfare in the Age of Newton, 1937) que algunas conclusiones de Hessen se basan en fundamentos muy débiles.
7
G. E., Lessing, Symtliche Werke (1836), vol. I, p. 243.
* Véase Leviatán, trad. de M. Sánchez Sarto, México, FCE (1940). [T.]
** Véase su Ensayo sobre el gobierno civil, trad. de José Carner México, FCE (1941). [T.]
8
G. Unwin, Industrial Organization in the Sixteenth and Seventeenth Centuries (1902). Véanse
especialmente los caps. II y III.
9
J. U. Nef, The Rise of the British Coal Industry (1932), vol. I, pp. 165-189.
10
Citado por H. J. Laski, op. cit., p. 151.
11
Tanto por Marx, por lo menos en tres sitios: Zur Kritik der Politischen Ökonomie, p. 33; en Anti-Dühring
(1928), de Engels, p. 247, y en Theorien über den Mehrwert (1921), vol. I, p. 1 [Historia crítica de la teoría de
la plusvalía, trad. de Wenceslao Roces, México, FCE (1945)]; como por Brentano, Ethnik und Volkswirtschaft in
der Geschichte, p. 32.
12
The Economic Writings of Sir William Petty (ed. C. H. Hull, 2 vols., 1899), vol. I, p. 244.
13
Economic Writings, vol. I, p. 60.
14
Ibid., p. 32.
15
Ibid., p. 34.
16
“Treatise on Taxes and Contributions”, cap. IV, Economic Writings, vol. I, pp. 38 ss.
17
“Treatise on Taxes and Contributions”, cap. IV, Economic Writings, vol. I, p. 68.
18
“Verbum Sapienti”, Economic Writings, vol. I, p. 110.
19
Economic Writings, vol. II, pp. 473-474.
20
Ibid., vol. I, p. 43.
21
“Treatise”, Economic Writings, vol. I, p. 43.
22
Ibid., p. 44.
23
Ibid., p. 90.
24
Ibid.
25
“Verbum Sapienti”, Economic Writings, vol. I, p. 181.
26
D. Ricardo, The Principles of Political Economy and Taxation (ed. Everyman), editado en español por el
FCE.
27
“Treatise”, Economic Writings, vol. I, p. 87.
28
El mismo Marx lo hizo: Theorien über den Behrwert, vol. I, p. 3.
29
“Treatise”, Economic Writings, vol. I, p. 89.
30
Ibid., pp. 48-49.
31
Ibid., p. 45.
32
Ibid., p. 60.
33
“Treatise”, p. 45.
34
Ibid., p. 42.
35
Ibid., p. 48.
115
36
Economic Writings, vol. II, pp. 447-448.
“Treatise”, ibid., vol. I, p. 48.
38
Ibid.
39
“Political Arithmetick”, ibid., vol. I, p. 260.
40
“Treatise”, ibid., vol. I, p. 46.
41
“Verbum Sapienti”, ibid., vol. I, p. 113.
42
Ibid., pp. 35-36, 112-113.
43
Para una exposición interesante de la historia inicial de este concepto, véase E. A. J. Johnson, Predecessors
of Adam Smith, cap. XIII, en el que se citan muchas de las opiniones de Petty.
44
“Treatise”, ibid., vol. I, p. 22.
45
“Quantulumcumque”, ibid., vol. II, p. 445.
46
Ibid., p. 446.
47
Ibid., p. 443.
* Se refiere Petty al vicio de limar o cercenar de una moneda de oro o plata una porción del metal para lucrar
con su venta. [Ed.]
48
Ibid., p. 440.
49
“Quantulumcumque”, pp. 441-442.
50
D. North, Discourses upon Trade; principally directed to the cases of the Interest, Coynage, clipping,
increase of Money (1691), p. 11.
51
J. Locke, Two Treatises concerning Government (ed. Morley, 1884), pp. 203-216.
52
Véase el interesante estudio de las opiniones de Locke en la obra de R. Zuckerkandl, Zur Theorie des
Preises (1936), pp. 125-131, 233-234.
53
J. Locke, op. cit., pp. 215-216.
54
J. Locke, Some Consideration of the Consequences of the Lowering of Interest and Raising the Value of
Money (1692), p. 48 y passim.
55
Ibid., p. 44.
56
Ibid., p. 70.
57
Ibid., p. 76.
58
D. North, Discourses upon Trade, p. 4.
59
Véase E. F. Heckscher, Mercantilism, vol. II, pp. 234-236. [La época mercantilista, trad. de Wenceslao
Roces, México, FCE (1945).]
60
L. Mises, “Die Stellung des Geldes im Kreise der wirtschaftlichen Güter”, en Wirtschaftstheorie der
Gegenwart, vol. II (1932), p. 310.
61
J. Law, “Considérations sur le numéraire et le commerce”, en Économistes finacières du XVIIIème siècle
(ed. Daire, 1851), pp. 447 ss.
62
D. Hume, “Political Discourses”, en Essays, Moral, Political, and Literary (ed. T. H. Green y T. H.
Grosse, 1875), vol. I, p. 324.
63
Marx dice que las declaraciones de Hume sobre todos esos puntos sólo eran repeticiones de las opiniones
anteriormente expuestas por Vanderlint en Money answers all things (1734) (Anti-Dühring, p. 254). No he sido
capaz de comprobar esa aserción que Marx usa para menospreciar a Hume; pero, en todo caso, no tiene
importancia para una estimación de los méritos de Hume.
64
D. Hume, “Political Discourses”, op. cit., vol. I, p. 333.
65
Ibid., pp. 313-314.
66
D. Hume, “Political Discourses”, op. cit., vol. I, pp. 320-330. La mayor parte de las opiniones de Hume
sobre el interés se encuentran también en una publicación anónima, An Essay on the governing causes of the
natural rate of interest; wherein the sentiments of Sir William Petty and Mr. Locke on that head are considered,
que apareció en 1750, dos años antes que los ensayos de Hume y que Marx atribuye a un J. Massie, pero sin
ninguna documentación. Karl Marx, Theorien über den Mehrwert, vol. I, pp. 23 ss.
67
Una excelente reimpresión editada por H. Higgs y que contiene una traducción inglesa y artículos sobre
Cantillon y su obra, fue publicada por la Royal Economic Society en 1931. Todas la notas subsiguientes sobre
37
116
Cantillon remiten a esta edición.
68
R. Cantillon, Essai sur la nature du commerce en général, pp. 157-159. [Ensayo sobre la naturaleza del
comercio en general, trad. de Manuel Sánchez Sarto, México, FCE (1950).]
69
Ibid., pp. 163-167.
70
Ibid., p. 311.
71
Ibid., pp. 257-259.
72
Ibid., p. 27.
73
Ibid., p. 29.
74
Ibid., p. 113.
75
Ibid., p. 97.
76
Ibid., p. 111.
77
Ibid., pp. 31 ss.
78
Adam Smith, Wealth of Nations, ed. W. R. Scott (1925), vol. I, p. 69.
79
R. Cantillon, op. cit., pp. 19-21.
80
Ibid., pp. 67 y 83.
81
The Works, Political, Metaphysical, and Chronological of the late Sir James Steuart (editadas por su hijo
sir James Steuart, 6 vols., 1803), vol. I, pp. 275-276.
82
Works of Sir James Steuart, pp. 244-246.
83
Ibid., p. 289.
84
Ibid., pp. 165-166.
85
Ibid., libro I, passim.
86
Ibid., pp. 403-408.
87
Norman J. Ware, “The Physiocrats: A Study in Economic Rationalisation”, en American Economic Review,
vol. XXI, pp. 607-619. Véase también un análisis anterior de las implicaciones sociales de la fisiocracia hecho por
Marx, Theorien über den Mehrwert, vol. I, pp. 33-49.
88
Por ejemplo, A. Gray, The Development of Economic Doctrine, p. 106. Gide y Rist hacen una buena
exposición de la doctrina. Análisis interesantes del Tableau pueden verse también en Marx, Theorien über den
Mehrwert, vol. I, pp. 85-125, y en Engels, Anti-Dühring, pp. 263-270. Habría que advertir, sin embargo, que el
conocimiento que Marx tenía de los escritos fisiocráticos parece haber sido muy limitado. En realidad, es
probable que sólo estuviera familiarizado con el primer volumen de la edición de Daire de las obras de los
fisiócratas y que se apoyara mucho en una fuente de segunda mano, es decir, en la Histoire de l’economie
politique en Europe (1875), de Blanqui. Para un estudio interesante de las diversas presentaciones gráficas del
Tableau véase R. Suaudeau, Les Réprésentations Figurées des Physiocrates (1947).
89
F. Quesnay, Oeuvres Économiques (ed. A. Oncken, 1888), pp. 305-378.
90
F. Quesnay, “Dialogue sur les Travaux des Artisans”, Oeuvres Économiques, pp. 538 ss.
91
A. R. J. Turgot, “Valeurs et Monnaies”, en Oeuvres de Turgot (ed. M. E. Daire, 1844), vol. I, pp. 75 ss.
92
Ibid., p. 83.
93
F. Quesnay, “Le Droit Naturel”, Oeuvres Économiques, pp. 359-377.
94
Por ejemplo, F. Quesnay, “Maximes générales du gouvernement économique d’un royaume royale”,
Oeuvres Économiques, pp. 329-337.
95
A. R. J. Turgot, “Réflexions sur la Formation et la Distribution des Richesses” (1766), Oeuvres de Turgot,
vol. I, pp. 9 ss.
117
118
IV. EL SISTEMA CLÁSICO
1. LAS CARACTERÍSTICAS DEL CLASICISMO
EL ÚLTIMO cuarto del siglo XVIII está lleno de sucesos que parecen pregonar la fundación
de una nueva era en la organización económica y política. En el campo de la producción,
presenció el comienzo de la Revolución Industrial, que iba a abrir enormes posibilidades
de expansión al reinado del capitalismo industrial, establecido recientemente. La sociedad
de Mateo Boulton y James Watt, fundada en 1775, realizó la unión del capitán de
industria y el científico, unión que puede considerarse como simbólica de una nueva
alianza. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos acabó, un año después,
con la explotación de una de las regiones coloniales más importantes y privó de uno de
sus sostenes más poderosos al antiguo sistema colonial sobre el cual se había erigido gran
parte del pensamiento mercantilista. Aquel mismo año se publicó el primer tomo de
Decline and Fall of the Roman Empire, de Edward Gibbon, y sobre todo una
Investigación de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, libro escrito por
un filósofo escocés convertido en economista y que estaba llamado a ser la fons et origo
de la economía para las generaciones siguientes. Pocos años después, la Revolución
Francesa selló el destino de lo que aún quedaba de la sociedad medieval.
Ya hemos visto que el comienzo de esta nueva era puede ubicarse casi cien años
antes. El capitalismo industrial es más antiguo que la Revolución Industrial; la política
mercantilista empieza a decaer poco antes de fines del siglo XVIII, y, cuando menos en
Inglaterra, el país capitalista más adelantado, la estructura política había empezado a
cambiar de acuerdo con las ideas del liberalismo mucho antes de que la Revolución
Francesa llevase su estímulo a las fuerzas del liberalismo de todas partes. También la
teoría económica había adquirido un nuevo contenido y nuevos métodos mucho antes de
que Adam Smith apareciese en escena para hacerla consciente de su propio carácter
cambiante.
Puede justificarse, sin embargo, la opinión de que los cincuenta años en torno del
final del siglo marcan un cambio social profundo. Formas nuevas de producción, de
relaciones sociales, de gobierno y de pensamiento social, que en su lucha contra las
antiguas se habían desarrollado de una manera lenta y muchas veces vacilante,
avanzaban ahora triunfalmente y, debido a su espectacular progreso, las batallas
anteriores fueron fácilmente olvidadas. En el campo de las ideas, el reflejo de los
cambios económicos y políticos acusa una diferencia aún más notable que los cambios
mismos. El pensamiento social toma conciencia de sí mismo y revela un conocimiento
más completo que hasta entonces de la naturaleza del orden social que se estaba
erigiendo ante sus ojos. Llegó a ser capaz de ver el conjunto de la estructura de aquel
orden y las complejas interrelaciones de sus partes componentes. Las disciplinas sociales
individuales se integran en una amplia filosofía social, y cada una de ellas se sistematiza.
119
Se recogen fragmentos dispersos, se refinan y se juntan para formar un cuerpo de
doctrina que posea consistencia interna.
Este proceso se pone de manifiesto con claridad en el campo del pensamiento
económico. Lo que el siglo había producido hasta entonces había sido confuso y
accidental. Existieron anticipaciones brillantes, como la defensa de la libertad de
comercio hecha por North. Hubo también tratados que desplegaban notable penetración
en el proceso económico, como el Essai de Cantillon y los Principles de Steuart. Había
habido un William Petty, cuyo genio logró formular el problema central del valor. Y de la
controversia sobre el dinero y el interés empezaban a surgir ciertas ideas comunes. Mas,
a pesar de todo esto, no se había logrado mucho y la confusión subsistía. Petty se
preocupó, sobre todo, de las finanzas públicas; sus otras aportaciones estaban ocultas
bajo una masa de materiales menos importantes. El título del libro de Steuart era
inadecuado, pues carecía del conocimiento de las leyes internas de los procesos sociales.
Y hasta el Essai de Cantillon no era lo bastante sistemático para presentar al mundo un
cuadro coherente del mecanismo económico.
La hazaña suprema de Smith y de Ricardo consistió en poner orden en el estado
todavía caótico de la investigación económica. A ese orden se le ha dado el nombre de
sistema clásico. Las diferentes escuelas de pensamiento existentes entre los economistas
posteriores han elegido este nombre por razones diversas. Algunas veces el calificativo
“clásico” se aplica a las doctrinas del sistema para denotar la autoridad indiscutible y
general de que gozan; otras veces se usa para dar importancia especial a las
consecuencias de esas doctrinas en el campo de las políticas; y otras veces aun, para
distinguir el sistema de las escuelas críticas (por ejemplo, la romántica) que se
desarrollaron después de él y que, para muchos economistas, representan cierta
decadencia.
Si quisiéramos resumir las características distintivas del análisis económico contenido
en La riqueza de las naciones o en los Principios de Ricardo, tendríamos que destacar,
ante todo, la penetración que revelan en el estudio del mecanismo económico de la
sociedad moderna. Sus análisis dejan al desnudo, con gran rigor, los principios
subyacentes en el funcionamiento del sistema capitalista, así como el proceso histórico
que lo produjo. A esto añadió Ricardo sus intentos por descubrir la tendencia de la
evolución futura del sistema. En segundo lugar, este análisis se distingue también por
haber sido el primero en reconocer explícitamente que los fenómenos sociales, e incluso
su desarrollo histórico, obedecen a leyes propias que pueden ser descubiertas. Lo que da
a la obra de Smith y de Ricardo su carácter científico, fue el conocimiento de una
Gesetmässigkeit (legalidad, sujeción a leyes) interior tan compulsiva en la economía
capitalista individualista como lo habían sido en el feudalismo las formas externas de
reglamentación. Que hayan sido limitados, como han dicho algunos críticos, en su
análisis técnico y en sus opiniones sobre la validez de las leyes particulares que
descubrieron, no desdice la grandeza de su obra. Ellos enseñaron a los economistas
posteriores la necesidad de un principio unificado para explicar los fenómenos
económicos de suerte que cada uno de ellos se relacione con los demás. Aprovechando
120
los cimientos puestos por los fisiócratas, trataron de dar una idea completa del proceso
económico, es verdad que abstracta, pero que contenía la esencia de la realidad. Y
aunque algunas partes del cuadro tengan que ser pintadas de nuevo, el resto conserva su
valor.
No es fácil determinar los límites cronológicos del sistema clásico. Siempre que
tengamos en cuenta la obra preliminar de los economistas ingleses de principios del siglo
XVIII y de los fisiócratas franceses, podemos hacer que su punto inicial coincida con la
obra de Adam Smith. Es más difícil determinar su punto final. Algunos economistas
pretenden que no ha terminado y que su tradición está viva en la obra de los pensadores
más brillantes de la economía contemporánea. Sin embargo, esto parece ignorar por
completo el cambio que tuvo lugar en el pensamiento económico de Inglaterra, ciudadela
del clasicismo, a partir de las dos primeras décadas del siglo XIX. Es cierto que el intento
de Malthus por destruir los fundamentos del sistema ricardiano fracasaron, y que los
principios más importantes de la economía política clásica siguen gozando de
considerable autoridad. Los que se popularizaron con facilidad, entraron rápidamente en
la conciencia pública. En Inglaterra, y en menor medida en otros países, las condiciones
generales eran extremadamente favorables para acoger y adoptar muchas de las ideas
clásicas, y su influencia sobre la política económica fue muy grande durante algún
tiempo.
En el campo del pensamiento empezaron a manifestarse señales de cambio: en 1821
se publica el libro de James Mill, Elementos de economía política, que constituye la
última expresión de fe ciega en la escuela ricardiana. Pero ese libro señala ya la
inminente disolución del sistema. Después, se hacen más abundantes las pruebas de la
decadencia de su autoridad. En Inglaterra y en Francia, los economistas formados en la
tradición clásica empiezan a sentirse inquietos por contradicciones reales o imaginarias de
la doctrina heredada y por sus implicaciones, y comienzan a abrir caminos nuevos.
También en ambos países, pero especialmente en Inglaterra, la influencia de la economía
política clásica se deja sentir en un sector inesperado: el naciente movimiento obrero; y,
como reacción, se deja sentir una poderosa corriente apologética en el nacimiento de una
ortodoxia económica. Otra nueva manifestación, particularmente notable en Alemania, es
la reacción romántica contra las enseñanzas clásicas en la que reaparecen súbitamente las
teorías mercantilistas. Durante casi medio siglo no es posible ya hablar de una sola
escuela de pensamiento económico que goce de autoridad universal. Sólo con el
advenimiento de la teoría de la utilidad marginal en la década de 1970 se logra cierta
unificación y de nuevo se hace posible considerar una doctrina como la más
generalmente aceptada; pero aun entonces, su autoridad ya no es indiscutible ni
universal. Sólo tiene preponderancia dentro del pensamiento académico, y su influencia
sobre la política no puede compararse a la de la teoría clásica.
La formulación del sistema clásico fue en tan gran medida obra de dos hombres, que
nos parece lo mejor concentrarnos por completo en su obra, en las páginas que siguen.
El único escritor que, además de Smith y de Ricardo, tomaremos en cuenta en este
capítulo es Malthus, mas sólo por la parte de su obra que cae dentro de la tradición
121
clásica. En el capítulo siguiente encontraremos de nuevo a Malthus como crítico
importante de algunas de las conclusiones fundamentales de Ricardo.
Puede parecer extraño considerar a Smith y a Ricardo cofundadores de la escuela
clásica. Cuando Smith publicó su principal obra económica, Ricardo era un niño de
cuatro años. Hasta cuarenta y un años más tarde (veintisiete después de muerto Smith)
no publicó Ricardo su tratado. Además, mientras Smith empezó como filósofo, Ricardo
entró en el campo de la economía como negociante afortunado que después se hizo
político. Aunque la edición definitiva de las obras de David Ricardo abarca diez
volúmenes, su obra principal es un delgado tomo, comparado con el grueso tratado de
Adam Smith. Nada podría ser más diferente que sus planes, métodos y estilos; pero, no
obstante todas esas diferencias, los puntos en que están de acuerdo son tan
fundamentales, que sus nombres irán por siempre unidos en la historia del pensamiento
económico.
2. ADAM SMITH
a) Las fuentes. Adam Smith nació en 1723; su padre, escocés, perteneció al cuerpo
jurídico militar y desempeñó el cargo de interventor de Aduanas. Recibió su educación
en las universidades de Glasgow y de Oxford, y llegó a ser primero profesor de lógica y
más tarde de filosofía moral en Glasgow. Después de trece años de enseñanza
académica, viajó por Francia durante dos años como tutor del joven duque de
Buccleuch, de quien recibió más adelante una pensión considerable que le permitió
dedicarse por completo a sus escritos. Sin embargo, en 1778 aceptó el nombramiento de
comisario de Aduanas, puesto que ocupó hasta su muerte en 1790.1
Estos hechos sobresalientes de su vida pueden explicar algo del método que adoptó
en la investigación económica. Adam Smith fue el primer economista académico, y su
carrera no es muy diferente de la de muchos economistas desde entonces. A partir de él,
la mayor parte de los progresos del pensamiento económico van unidos a la obra de
profesores académicos de la materia, muchos de los cuales habían sido filósofos, como
el mismo Smith. La influencia académica sobre éste se advierte en el grado mucho más
alto de sistematización del pensamiento que alcanzó, en relación con sus predecesores.
Cierto alejamiento de los negocios, aunque con conocimiento de ellos, casi parecía
necesario en aquella fase del desarrollo del pensamiento económico para completar la
transformación de la materia en una ciencia. Y no es sorprendente que haya sido un
filósofo moral quien consumó esa transformación, porque en aquel tiempo esta materia
estaba formada en gran parte por filosofía política, ciencia política y jurisprudencia. Y ya
en su primera gran obra, Teoría de los sentimientos morales (1759),* Adam Smith había
acusado tanto su interés especial por los problemas de la conducta humana como por los
métodos de tratamiento que iban a distinguir sus obras posteriores. Parece que algunas
de sus ideas sobre materias económicas ya estaban formadas antes de ser nombrado
profesor en Glasgow.2 De cualquier modo, de los apuntes de clase de Adam Smith3 se
122
desprende que entre 1760 y 1764 sus lecciones de filosofía moral comprendían gran
número de cuestiones sobre economía; y si no lo supiésemos por otros medios, las
pruebas internas nos demostrarían que La riqueza de las naciones tardó muchos años
en terminarse.
Adam Smith estuvo sometido a muchas influencias durante los veinticinco años o
más en que maduraron sus opiniones económicas. Aunque La riqueza de las naciones
contiene pocas referencias a escritores anteriores y casi ninguna declaración de haberse
inspirado en otros, sería fácil demostrar que ninguno de sus rasgos principales es original.
La filosofía social en que se basa estaba muy generalizada en aquel tiempo, y Francisco
Hutcheson, maestro de Smith, fue uno de sus principales exponentes. De él tomó Adam
Smith la fe en el orden natural. La escuela naturalista de filosofía a que perteneció había
tenido una tradición ininterrumpida desde los últimos estoicos y epicúreos griegos.
Reapareció en las obras de los estoicos romanos, como Cicerón, Séneca y Epicteto,
recibió gran impulso en el Renacimiento y la Reforma, volvió a aparecer, en forma
modificada, en Bacon, Hobbes y Locke, y llegó a su pleno florecimiento en los escritos
de Smith, de los fisiócratas y de los radicales posteriores.
No obstante las profundas diferencias que hay entre ellas, esas escuelas pueden
considerarse representativas de una sola línea de pensamiento. Su esencia es la confianza
en lo natural, como opuesto a lo inventado por el hombre. Implica la creencia en la
existencia de un orden natural intrínseco (como quiera que se le defina) superior a todo
orden artificialmente creado por la humanidad. Sostiene que una organización social
inteligente no tiene sino que actuar en la mayor armonía posible con los dictados del
orden natural. Eso suponía una acción distinta en momentos diferentes; y las políticas
que proponían los protagonistas en etapas diferentes parecen contradictorias, vistas
retrospectivamente. Sin embargo, su característica común es el principio del cual derivan
su autoridad: la superioridad de la ley natural sobre la humana. Ya hemos visto en las
obras de los fisiócratas en qué dirección particular se desarrollaba la filosofía de la ley
natural a fines del siglo XVIII. En Adam Smith encontraremos una tendencia similar.4
Es más difícil determinar la influencia de la doctrina económica fisiocrática sobre
Smith. Indudablemente, conocía los escritos de la escuela y a muchos de sus principales
expositores. La riqueza de las naciones contiene referencias por lo menos a dos
fisiócratas eminentes, Quesnay y Mercier de la Rivière, y el último capítulo del libro IV
está dedicado a la crítica de la fisiocracia. Además, a pesar de que él creía en lo
contrario, Smith sustentó muchas opiniones muy parecidas a las de los fisiócratas. Tanto
en su adhesión al naturalismo como en su interés por el problema del excedente, sigue un
camino paralelo al de aquéllos. Por otro lado, es sabido que la parte fundamental de este
análisis ya estaba hecha antes de que hubiera tenido oportunidad de adquirir un
conocimiento considerable de la fisiocracia. Debemos concluir que la visión general de
los fundadores de la economía política francesa no fue fundamentalmente distinta de la
de Adam Smith, cosa nada sorprendente habida cuenta de la semejanza del clima político
y económico en que aquéllos y éste trabajaron.
No puede ponerse en duda la deuda contraída por Smith con el pensamiento
123
económico inglés que le precedió. Por ejemplo, en su ataque contra el mercantilismo se
le anticiparon muchos. Ya hemos visto que hubo muchas opiniones contradictorias entre
los escritores del siglo XVII; y los furiosos ataques contra el proteccionismo lanzados por
North no hubieran podido ser mejorados ni por el mismo Smith. En la teoría del dinero
—que no trata con extensión ni con gran éxito— Smith debe mucho a Hume, Locke y
Steuart. Este último parece haberle inspirado también su interés histórico, aunque en vez
de usar el método conjetural de Steuart, empleó con eficacia ejemplos realistas. De Petty
y de Steuart, por no mencionar a otros, Smith tomó no sólo los problemas de las
finanzas públicas, sino también algunas de las soluciones. Por ejemplo, un indicio de los
cuatro cánones famosos lo encontramos en el Treatise de Petty. Por último, y quizá esto
es lo más importante de todo, el modo de tratar Smith la cuestión del valor y todos los
problemas que se derivan de él, debe mucho al cuerpo de doctrina económica que ya se
había desarrollado. Como precursores suyos hay que mencionar especialmente a Petty,
Steuart y Cantillon.
Ninguna enumeración de las deudas de Smith con otros autores puede disminuir la
importancia de su propia obra. Entrelazó todos los hilos de ideas que encontró
separados, y en ese proceso transformó su significado; y, cuando menos en un punto —
punto fundamental—, su obra significó una revolución en el pensamiento económico.
Para resumir la obra de Smith en unas cuantas páginas, es necesario dividirla de
alguna manera. Lo mejor parece distinguir dos aspectos, teniendo debida cuenta de su
relación mutua. Éstos son: primero, la filosofía social y política subyacente y los
preceptos de política económica que de ella se derivan; y segundo, el contenido
económico de carácter técnico. Las opiniones difieren en lo relativo a la importancia de
estos elementos constitutivos de La riqueza de las naciones; pero la opinión que aquí se
ha adoptado es que el segundo tiene más importancia que el primero.
b) La filosofía política. Los elementos filosóficos no están presentes en la superficie del
análisis de Smith. La obra se divide en cinco libros que tratan, respectivamente, de los
problemas de la producción, la distribución y el cambio, del capital, de las diferentes
políticas económicas que han seguido en diversas épocas distintas naciones, de los
sistemas anteriores de economía política y, finalmente, de las finanzas públicas. Con
excepción del brevísimo capítulo segundo del libro I, no hay una parte especial
independiente dedicada a estudiar el alcance de la investigación económica en relación
con el estudio de la conducta humana en general, ni hay ninguna mención explícita del
sistema de filosofía del cual se derivan los principios económicos de Smith. Pero este
sistema está muy de manifiesto, e impregna todo el libro más aún que a los escritos de
los fisiócratas. Una y otra vez utiliza argumentos particulares para subrayar la suprema
bondad del orden natural y señalar las inevitables imperfecciones de las instituciones
humanas. Déjense a un lado las preferencias y las restricciones artificiales —dice— y se
establecerá por sí solo “el sencillo y obvio [sistema] de la libertad natural”.5 Además,
“ese orden de cosas que la necesidad impone… es… promovido por las inclinaciones
naturales del hombre”. Las instituciones humanas frustran con excesiva frecuencia esas
124
inclinaciones naturales.6
No debemos olvidar que el autor de La riqueza de las naciones es también autor de
Teoría de los sentimientos morales; y no podemos entender las ideas económicas del
uno sin algún conocimiento de la filosofía del otro. Según Smith, la conducta humana es
movida naturalmente por seis motivaciones: el egoísmo, la conmiseración, el deseo de
ser libre, el sentido de la propiedad, el hábito del trabajo y la tendencia a trocar, permutar
y cambiar una cosa por otra. Dados estos resortes de la conducta, cada hombre es, por
naturaleza, el mejor juez de su propio interés y debe, por lo tanto, dejársele en libertad
de satisfacerlo a su manera. Si se le deja en libertad, no sólo conseguirá su propio
provecho, sino que también impulsará el bien común. Este resultado se consigue porque
las diferentes motivaciones de la conducta humana están equilibradas tan
cuidadosamente, que el beneficio de un individuo no puede oponerse al bien de todos. El
amor propio va acompañado de otras motivaciones, especialmente de la conmiseración,
y las acciones que de ahí resultan no pueden sino implicar el provecho de los demás en
el de uno mismo. Esta creencia en el equilibrio natural de las motivaciones llevó a Adam
Smith a su famosa aseveración de que, al buscar su propio provecho, cada individuo es
“conducido por una mano invisible a promover un fin que no entraba en su propósito”.
Smith, en efecto, se preguntaba si el individuo no favorecía así el interés de la sociedad
de modo más eficaz que si se propusiera hacerlo. “Nunca he sabido —dice— que
hiciesen mucho bien aquellos afectos a trabajar por el bien público.”
La consecuencia de esta creencia en el orden natural es que pocas veces puede ser el
gobierno más eficaz que cuando es negativo. Su intervención en los negocios humanos,
por lo general, es dañina. Al permitir a cada individuo de la comunidad buscar el mayor
provecho posible para sí mismo, éste, obligado por la ley natural, contribuirá al mayor
bien común. El sistema natural sólo conoce tres deberes propios de gobierno que, si bien
de gran importancia, son “llanos y comprensibles para el entendimiento común”. El
primero es el deber de la defensa contra la agresión extranjera; el segundo, el deber de
establecer una buena administración de justicia; y el tercero, el deber de erigir y sostener
obras e instituciones públicas que no serían sostenidas por ningún individuo o grupo de
individuos por falta de una ganancia adecuada.7 Paz en el interior y en el exterior,
justicia, educación y empresas públicas tales como carreteras, puentes, canales y
puertos, son los beneficios que puede otorgar el gobierno. Debe agregarse otro deber: el
manejo de circulante, hoy llamado política monetaria. Pero, por lo general, la “mano
invisible” es más eficaz.
Vale la pena citar a Smith al respecto de su actitud general hacia los límites de la
legitimidad de la libertad económica en asuntos económicos. La referencia específica es
una propuesta de prohibir notas pequeñas: “Tales reglas deben, sin duda, considerarse
con respecto a la violación de una libertad natural. Pero el ejercicio de la libertad natural
de algunos individuos que podría poner en peligro a la sociedad entera debe ser y está
controlado por las leyes de todo gobierno… La obligación de construir paredes
combinadas para prevenir la comunicación del fuego, es una violación de la libertad
natural, y sucede exactamente lo mismo con la regulación del comercio bancario que
125
aquí se propone.”
Cuando Smith aplica esas reglas del orden natural a las materias económicas, se
convierte en un recio adversario de intervención general del Estado en los negocios
ordinarios de la industria y el comercio. El equilibrio natural de las motivaciones opera
con la mayor eficacia en los asuntos económicos. Cada individuo tiene el mejor deseo de
obtener el mayor provecho posible para sí mismo; pero es miembro de una comunidad,
y su búsqueda de ganancias puede ser llevada a cabo únicamente por caminos señalados
por el orden natural de la sociedad. Mediante la división del trabajo el hombre aumenta
la productividad de su esfuerzo, pero deja también de ser independiente de los demás. El
hombre, como miembro de una sociedad, tiene casi constantemente necesidad de la
ayuda de los otros, mas es inútil que espere que lo haga sólo por benevolencia. En su
deseo de alcanzar sus propios fines, debe apelar al egoísmo de los demás, y no sólo a su
conmiseración: “No esperamos nuestra comida de la benevolencia del carnicero, el
cervecero y el panadero, sino del cuidado con que atienden sus propios intereses.”8
El cambio hace posible esta satisfacción simultánea de dos intereses individuales.
Todo individuo, al usar su propiedad o su trabajo para su propio beneficio, tiene que
producir con fines de cambio, es decir, con fines que determinan todos los otros
miembros de la comunidad. Desee o no hacerlo así, está obligado, por su mera condición
de miembro del orden social, a conceder un beneficio a cambio del que él recibe. Todos
están obligados a poner los resultados de sus esfuerzos “en un depósito común, donde
cada individuo pueda adquirir cualquier parte que necesite del producto del talento de
otros hombres”.9
Smith vio particularmente en el comercio exterior el mismo orden inherente que
gobierna los actos más sencillos de trueque. En las diferentes ramas del comercio
interior, en el comercio exterior, en la relación entre la industria y la agricultura, está
vigente el principio de que el orden surge espontáneamente y de que la interferencia sólo
traería una disminución del beneficio. “Es máxima de todo jefe de familia prudente
nunca intentar producir en casa aquello que le costará más hacer que comprar… Lo que
es prudencia en la conducta de cada familia particular, difícilmente puede ser un desatino
en la de un gran reino.”10 De esto se deduce que si los bienes pudieran comprarse en el
extranjero más baratos de lo que costaría hacerlos en el país, sería desacertado oponer
obstáculos a su importación; porque esto llevaría a la industria por caminos menos
remunerativos que los que podría encontrar por sí misma.
De nuevo, todas las medidas que el país tomara con intención de favorecer una
industria o de suprimir otra, de estimular a la agricultura frente a la industria, o viceversa,
serían desacertadas. Los estímulos que llevaran a una industria más capital del que iría a
ella de un modo natural, y las restricciones encaminadas a alejar parte o todo el capital
de una industria en la cual se emplearía si no mediaran dichas restricciones, estarían
generalmente mal concebidos. No promoverían el bien social a que estaban destinados,
ya que, entorpeciendo la búsqueda individual de la mayor ganancia posible, disminuirían
también la ganancia común.11
Smith fue, pues, un campeón de la política general del laissez faire de mayor fuerza
126
aún que los fisiócratas, porque aplicaba el principio sin fundarlo en la opinión de que la
agricultura ocupaba una situación especialmente elevada. La universalidad de la teoría le
dio su fuerza peculiar. Smith no se contentó con formular un principio abstracto: su
objetivo era destruir las condiciones reales que se oponían al principio. Aplicar los
principios del naturalismo a la política económica implicaba la lucha contra la aún sólida
estructura de la política mercantilista sobre el comercio exterior, contra el cúmulo de
reglamentaciones industriales heredadas de los siglos anteriores y contra el intento de
añadirles nuevos monopolios y privilegios.
Entre las fuerzas que libertaron el comercio exterior inglés de las reglamentaciones,
que suprimieron las prohibiciones, los impuestos excesivos de importación y los tratados
comerciales restrictivos, la obra de Adam Smith ocupa un lugar prominente. Parte
importante de dicha obra está consagrada a combatir lo que él llamaba el sistema
mercantil.
Smith no siempre acertó en sus análisis de las opiniones de los escritores
mercantilistas si bien su crítica de la política mercantilista fue de lo más penetrante y
lúcida. Examinó uno por uno los métodos que se habían usado, o se usaban aún, para
manipular el comercio exterior en beneficio de un país determinado, y los encontró
ineficaces y dañinos. Desechó subvenciones y restricciones, el sistema colonial y los
tratados comerciales junto con todas las demás medidas para asegurar una balanza
comercial favorable y una gran existencia de metales preciosos. Demostró que no habían
producido ningún beneficio para la comunidad, aunque hubieran acrecentado las
ganancias de algunos sectores particulares de la industria y el comercio.
De manera semejante fueron condenadas las reglamentaciones de los salarios y el
aprendizaje y de todos los demás aspectos de la producción mas no porque Smith
estuviera en favor de los bajos salarios. Al contrario, él pensaba que ninguna sociedad
podría florecer si la mayor parte de sus miembros son pobres o están en la miseria. El
gobierno debiera negarse a establecer ningún privilegio económico especial, y debiera
actuar para destruir toda posición monopolista, ya fuera del capital o del trabajo, que los
hombres hubieran obtenido por medio de una acción concertada. La conversación de la
libre competencia, aun por la acción del Estado en caso necesario, era el principal deber
de la política económica. Sólo la competencia libre era congruente con la libertad natural,
y sólo ella podía asegurar que cada individuo obtuviera la plena recompensa a sus
esfuerzos y sumara toda su aportación al bien común.
Los resultados que siguieron a los esfuerzos de Smith fueron extraordinariamente
rápidos y completos. La impresión que La riqueza de las naciones produjo en los
hombres de negocios y en los políticos fue muy grande; pero aunque el apóstol del
liberalismo económico hablaba con palabras claras y persuasivas, su éxito no hubiera
sido tan grande de no haberse dirigido a un auditorio dispuesto a recibir su mensaje.
Habló con la voz de éste, la voz de los industriales que ansiaban acabar con todas las
restricciones del mercado y de la oferta de trabajo, restos del anticuado régimen del
capital comercial y de los intereses de los terratenientes. Además, la clase de los
capitalistas industriales aún no había madurado bastante para gozar de respetabilidad.
127
Smith ofreció a esa clase una teoría que le proporcionaba lo que aún le faltaba. Por el
análisis de la actividad económica sobre un fondo de filosofía naturalista, esta teoría dio
a la conducta de los futuros líderes de la vida económica un sello de inevitabilidad.
Reconocieron en el interés personal que Smith pone en el centro de la conducta humana
el motivo que inspiraba su vida cotidiana de negocios, y se sintieron encantados al saber
que su deseo de ganancia ya no se consideraría egoísta. Desapareció el constante recelo
de que el comercio fuera un pecado o indigno de un caballero. Esos residuos de ideas
platónicas y canonistas fueron echados a un lado, y el hombre de negocios se convirtió,
en teoría, en lo que ya era en la práctica: el director del orden económico y político.
Al basar la política económica en una ley natural que implicaba la no intervención del
Estado, Smith dio también expresión teórica a los intereses esenciales de los hombres de
negocios. El industrial veía enormes posibilidades de aumento de la producción y del
comercio frustradas por embarazosas restricciones. La abolición de las reglamentaciones
del Estado y de los monopolios quizá pudiera destruir privilegios particulares, pero
favorecía a la clase más progresista de la comunidad, y a la comunidad misma en
general. Cuando Adam Smith lanzaba sus invectivas contra los políticos corrompidos, no
hacía más que censurar un estado de cosas que conocían bien los hombres de negocios;
cuando hacía ver que la mayor parte de las acciones del gobierno se encaminaban a
impedir el progreso económico, no hacía sino decir una verdad que sus lectores ya
conocían; cuando decía que “en el sistema mercantil el interés del consumidor es
sacrificado casi constantemente”, y que se consideraba “como fin y objeto último de
toda industria y comercio” la producción y no el consumo, también podía decir que no
hacía otra cosa que proclamar lo que era manifiesto a todos.12 La competencia, no
limitada por el Estado ni por ningún otro organismo, era la primera condición de la
expansión y, por lo tanto, finalmente, de un aumento en la satisfacción de las
necesidades de todos los individuos de la comunidad.
La interpretación que aquí se ofrece de la filosofía política y social de Adam Smith, y
de manera más particular de su teoría de política económica, tiene como fin establecer su
posición en las esferas intelectual, política y económica de su época. No hay duda de
que, como todos los grandes pensadores, utilizó técnicas analíticas y logró muchas
conclusiones teóricas y prácticas que trascienden el marco de su tiempo y tienen validez
universal como pasos importantes para el avance científico.
Sin embargo, es necesario distinguir bien, especialmente en el área que Bentham
posteriormente llamó la “agenda” de la acción del gobierno, entre lo que es un principio y
lo que es una aplicación práctica específica, que pueden variar de acuerdo con
circunstancias históricas. Como se verá después, esto tiene extrema importancia al
considerar ciertas tendencias contemporáneas que tratan de construir una ideología
doctrinaria a partir de la preferencia general de Adam Smith por la ausencia de
intervención del gobierno en asuntos económicos y afirman erróneamente su autoridad,
no sólo por los argumentos en favor y en contra de proposiciones que él no pudo haber
conocido, sino incluso por los argumentos (algunos ya citados) que sus propias palabras
contradicen.
128
A menudo se ha dicho que Adam Smith representaba los intereses de una sola clase.
Esto es indudablemente cierto. Más tarde veremos que Smith, no obstante su suavidad
de expresión, empleaba invectivas muy duras contra los miembros improductivos de la
comunidad. Aunque incluía a muchos en esa categoría, es indudable que su ataque
principal se dirigía contra la situación privilegiada de quienes constituían los obstáculos
más formidables al desarrollo del capitalismo industrial. Pero el éxito de su defensa de un
interés particular se debió al hecho de que al mismo tiempo era la defensa del bien
común. Esto, en sí mismo, no es una garantía de beneficencia. El partidarismo se había
presentado muchas veces bajo el disfraz de benevolencia y justicia universales; pero esta
vez la coincidencia de intereses no sólo fue hábilmente preparada, sino que tenía una
sólida base de verdad. El progreso económico dependía del establecimiento de la
independencia del capitalismo industrial. Al contribuir a la creación de una estructura
económica en que sólo la iniciativa privada pudiera desarrollarse, Adam Smith podía
pretender con justicia que impulsaba el bienestar de la comunidad entera.
Si en esa época sucedía lo mismo en otros países, es otra cuestión. Ya veremos que
tardaron mucho tiempo en aparecer en otras partes escuelas ideológicas análogas. Hay
buenas razones para decir que toda la doctrina del liberalismo económico elaborada por
Smith no echó raíces tan rápidamente en otros países como en Inglaterra, porque las
condiciones peculiares de Inglaterra en vísperas de la Revolución Industrial no se
reprodujeron completamente en ellos. Cuando Smith escribía, Inglaterra ya era el país
capitalista más avanzado del mundo. Con un gran capital acumulado, se preparaba a
lograr y consolidar su preeminencia industrial sobre el resto del mundo. Aunque hasta a
mediados del siglo siguiente Inglaterra no pudo llamarse con verdad “el taller del
mundo”, en tiempos de Smith empezaba ya a alcanzar esa posición, y la política que éste
preconizaba iba encaminada a acelerar aquella tendencia. El ataque a las prácticas
monopolistas dentro del país, hecho en beneficio de la expansión industrial, se convirtió
en parte de la lucha general contra los privilegios, en armonía con gran parte del
pensamiento político de la época; el asalto contra el proteccionismo podía también
justificarse en términos de los intereses de los consumidores, quienes deseaban bienes
más baratos, aunque lo dictasen igualmente los intereses de los manufactureros que
deseaban costos de producción bajos que les permitieran hacerse con mercados para la
exportación.
La identificación de los intereses particulares con los generales encarnó en un sistema
teórico que pretendía tener validez universal y que hacía participar a sus adeptos en una
concepción especial de la sociedad y del Estado. Implicaba, sobre todo, que había una
armonía de intereses de los individuos y de las clases que sólo podía ser perturbada por
la adquisición de privilegios, los cuales eran resultado no meramente de los instituciones
sociales, sino de acciones urdidas en desafío a la ley natural, es decir, la intervención
política. Así se situó al Estado en parte fuera y por encima de la sociedad. Su
intervención en beneficio de los intereses de un sector era artificial. Si intervenía para
crear privilegios, es que se le había manipulado ilegítimamente. La imparcialidad era su
verdadera función. Era una pieza de maquinaria destinada a aquellos fines que requerían
129
los intereses de la sociedad en general y no debía permitirse que esa maquinaria cayera
en manos de un solo sector de ella.
No desconocía Adam Smith el deseo de los individuos, incluidos los hombres de
negocios, de crearse posiciones privilegiadas; pero, sin embargo, creía en la armonía de
intereses, porque pensaba qué posiciones privilegiadas sólo podían sostenerse con la
ayuda del Estado. Sin la intervención del gobierno para ayudarles y con una política
activa dirigida a mantener la competencia, los que buscaban privilegios no tenían ningún
poder. Smith, como los filósofos liberales posteriores, fue fundamentalmente un
optimista. Atribuía a errores de gobierno los males sociales que veía en torno suyo; el
pasado histórico no era sino el registro de intentos mal concebidos para reforzar
privilegios de ciertos sectores. Elimínense éstos, y todo irá bien. Toda la obra de Smith
suponía una fe grande en la posibilidad de libertar al Estado de la pesadilla de la
influencia de los individuos y de las clases.
La creencia en el orden natural condujo a Smith a criticar la excesiva intervención del
Estado; pero no dudó, sin embargo, de la compatibilidad de la armonía social con la
institución de la propiedad privada. Conocía muy bien la relación que hay entre la
propiedad y el gobierno. Opinaba que el gobierno civil era necesario ante todo para
proteger la propiedad. Era innecesario en las comunidades primitivas porque no existía
en ellas ninguna propiedad que pudiera excitar la envidia de los pobres y crear en el rico
una sensación de inseguridad. Pero al aumentar la propiedad, el gobierno llegó a ser
esencial para salvaguardarla. “El gobierno civil, en la medida en que está instituido para
defender la propiedad, en realidad está instituido para defender al rico contra el pobre, o
a los que tienen alguna propiedad contra los que no tienen ninguna.”13 Smith también
creía que la propiedad era la causa principal de la autoridad y de la subordinación, y que
el linaje, la más importante de las otras causas, se fundaba en diferencias originarias de
riqueza.
Mas no temía que la existencia de la propiedad privada pudiera ocasionar ninguna
perturbación de la armonía natural, aunque no favorecía las grandes desigualdades en su
distribución. En una sociedad opulenta y civilizada en que la acción del Estado estaba
dedicada a evitar el privilegio, las grandes fortunas, según le parecía, no tenían por qué
crear opresión y explotación. Nadie dependía de la benevolencia de los demás, pues por
cada cosa que uno recibía de los otros, se daba una cosa equivalente en cambio.
Además, el libre juego de las fuerzas naturales destruiría todas las posiciones que no se
basasen en continuas aportaciones al bien común.14
Otros filósofos políticos y otros economistas vendrían después a refinar y desarrollar
estas opiniones de Adam Smith, y durante mucho tiempo siguieron siendo cualidades
esenciales del pensamiento económico clásico la teoría de la armonía y una visión
optimista del desarrollo social. No obstante, el intento de Smith para ligar su análisis
económico con su filosofía social no tuvo éxito completo. Su teoría económica, que
constituía la base de la posición clásica, contenía elementos que, en otras manos,
sirvieron para apoyar una concepción diferente de la sociedad y principios políticos
distintos. En la formulación que le dio Ricardo, la teoría de Smith ya pierde algo de sus
130
implicaciones optimistas y armónicas. Empiezan a surgir conflictos potenciales que,
interpretados por los críticos, en particular por los socialistas ricardianos, volvieron la
teoría contra los mismos intereses cuya defensa había sido la principal tarea de Smith.
c) La teoría del valor. El gran adelanto del pensamiento económico que se debe a Smith
es la emancipación de las cadenas mercantilistas y fisiocráticas. Durante doscientos años,
los economistas habían estado buscando la fuente última de la riqueza. Los mercantilistas
la habían encontrado en el comercio exterior; los fisiócratas habían ido más lejos y
trasladaron el origen de la riqueza de la esfera del cambio a la de la producción, pero se
habían limitado a una sola forma concreta de producción: la agricultura. Adam Smith,
construyendo sobre los cimientos sentados por Petty y Cantillon, llevó a cabo la
revolución final. El trabajo como tal se convierte con Smith en la fuente del fondo que
abastece a todas las naciones “de las cosas necesarias y convenientes para la vida que
consumen anualmente”.15 Smith todavía hablaba de la riqueza en el sentido de objetos
materiales útiles, como sus predecesores ingleses, pero, al hacerla resultado del trabajo
en general, fue llevado a investigar el aspecto social de la riqueza, más que el técnico. La
riqueza de una nación, dice, dependerá de dos condiciones: primera, el grado de
productividad del trabajo al cual se debe; y segunda, la cantidad de trabajo útil, es decir,
trabajo productor de riqueza, que se emplee. El examen del primero de estos factores
conduce a Smith a estudiar la división del trabajo, el cambio, el dinero y la distribución,
en el libro I de La riqueza de las naciones; el segundo implica el análisis del capital, el
que aborda en el libro II.
Smith empieza su análisis con la división del trabajo, porque desea encontrar los
principios que transforman las formas concretas y particulares del trabajo, que producen
determinados bienes (valores de uso), en trabajo como elemento social, que se convierte
en la fuente de la riqueza en abstracto (valor de cambio). La división del trabajo es para
Smith la causa principal de la productividad creciente del mismo. Después de hacer la
conocida descripción de su calidad y consecuencias,16 pasa a investigar las causas que la
producen. Aquí es donde hace a la división del trabajo depender de la propensión al
cambio o trueque, que considera uno de los principales móviles de la conducta humana.
No cabe duda en que, en este punto, Smith confunde causa y efecto. Aunque sea muy
cierto que el cambio no puede existir sin la división del trabajo, no es verdad, por lo
menos en teoría, que la división del trabajo requiera la existencia del cambio privado. Es
lógicamente demostrable que una organización determinada (por ejemplo, la economía
de una tribu patriarcal que desconoce la institución de la propiedad privada) puede
poseer una tecnología que use la división del trabajo y no practicar el cambio. Y puede
demostrarse que han existido comunidades de ese tipo. Adam Smith es culpable de haber
otorgado validez para todos los tiempos a las características de la sociedad de su época;
consideró como un móvil natural humano y convirtió en un principio universal de
explicación, un rasgo de orden social de su tiempo que estaba históricamente
condicionado.17 Pero la finalidad que perseguía era propagandística. Acentuó la influencia
del mercado sobre la productividad para demostrar que el libre comercio es un requisito
131
previo del desarrollo de la capacidad productiva, y no sólo para el pleno uso de la
capacidad de producción existente.
Pasa después a analizar los elementos que determinan el grado de división del
trabajo, y concluye que ese grado está limitado por la extensión del mercado. Desarrolla
algunos puntos tratados ya por Jenofonte y más tarde por Petty, y ofrece una descripción
de la relación existente entre el circuito del cambio y la división del trabajo que desde
entonces se considera como la descripción clásica del asunto.18 Pone de manifiesto que
cuando ambos han alcanzado cierto grado de desarrollo, la dependencia de cada
individuo respecto de la comunidad es muy grande. Entonces, todo hombre se convierte
“en cierta medida en comerciante, y la sociedad misma se transforma en lo que
propiamente puede llamarse sociedad comercial”.19 La eficacia con que esta sociedad
realiza sus cambios ahora habituales será muy escasa mientras el cambio se haga en
especie. Las conocidas desventajas del trueque llevaron a la adopción de un medio de
cambio generalmente aceptado: el dinero. Smith describe la forma en que los metales
preciosos fueron elegidos como la mercancía con que había de hacerse el dinero, y traza
con brevedad su progreso a través de la historia. Pero esto es sólo incidental. El punto
importante a donde conduce el breve estudio del dinero es el problema de “las reglas que
los hombres observan de un modo natural en el cambio [de bienes] ya por dinero o uno
por otro… Esas reglas determinan lo que puede llamarse el valor relativo o de cambio de
los bienes”.20 Por este camino desviado llega Smith al problema central de su
investigación económica. Pero el problema ya estaba implícito en el hecho mismo de
haber comenzado por abandonar el interés mercantilista y fisiocrático por las formas
particulares de la riqueza para considerar la riqueza en general como fenómeno social.
Smith distingue, antes de iniciar el análisis del valor, dos usos de la palabra. Uno,
advierte, significa la utilidad de un objeto particular, y lo llama valor en uso; el otro se
refiere a la capacidad de un objeto para comprar otros bienes: a éste le llama valor en
cambio. Menciona una paradoja cuyos términos se han hecho famosos: algunas de las
mercancías más útiles, como el agua, dice, apenas tienen algún valor en cambio,
mientras otras, como los diamantes, aunque de poca utilidad, pueden cambiarse por un
gran número de otras cosas. Esta paradoja iba a proporcionar el punto de partida a la
teorización de los economistas de fines del siglo XIX que al fin condujo a la doctrina de la
utilidad marginal. Smith no se interesó por dilucidar las complicaciones del valor de uso.
Situó la distinción de los dos sentidos de la palabra “valor” al final del capítulo sobre el
dinero, con el fin, a lo que parece, de quitársela de en medio antes de empezar la labor
verdaderamente importante: el análisis del valor de cambio. Éste se divide en tres partes:
¿cuál es la medida del valor de cambio de las mercancías, o como le llama también
Smith, su precio real o natural? ¿Cuáles son las partes constitutivas de este precio
natural? Y, por último, ¿cómo nacen de su precio natural las modificaciones del precio en
el mercado de las mercancías? A estos problemas dedica los capítulos V, VI y VII del libro
I.
No es fácil hacer un resumen de la ambigua y confusa teoría del valor de Adam
Smith. Los economistas que le siguieron encontraron dos o tres vetas diferentes de ideas
132
que Smith no distinguió con suficiente claridad. Expuso la teoría del valor-trabajo,
heredada de Petty y Cantillon; pero también le añadió algunos elementos del análisis de
Locke acerca de la oferta y la demanda. Y en sus luchas con el concepto de capital y el
lugar que ocupa en el proceso económico abandonó su propia teoría del valor-trabajo y
legó a las generaciones siguientes lo que llegó a ser principalmente una teoría del costo de
producción. Según sus preferencias, los economistas han subrayado uno u otro de estos
principios diferentes; pero ni aun los que pertenecen a la misma escuela pueden ponerse
de acuerdo en sus interpretaciones de la teoría de Adam Smith. Por ejemplo, un escritor
se muestra afanoso por demostrar que la teoría del valor es un progreso hacia la escuela
subjetiva a que él pertenece, y critica a Adam Smith por haber concentrado su atención
en el valor de cambio (o poder adquisitivo) de las mercancías, con exclusión de su
utilidad, que, según dicho autor, es la verdadera causa del valor.21 Por el contrario, una
escritora posterior que también pertenece a la escuela subjetivista, encuentra en Adam
Smith vestigios del despuntar de ésta. Piensa que, al adoptar el concepto de la riqueza
propio del consumidor, planteó el problema de la conexión entre producción y demanda.
A la indecisión de Smith en el tratamiento de este problema y a la victoria subsiguiente de
la escuela ricardiana, se debió —dice— el que el aspecto de la demanda fuese
descuidado en Inglaterra y el que esa parte de la tradición de Smith floreciese en el
continente europeo.22
Es cierto que la teoría de Adam Smith carece de consecuencia. Pero aunque incurrió,
como veremos, en muchas contradicciones, hizo progresos notables en la explicación del
valor. Y, en definitiva, su teoría descansa sobre lo que Ricardo destacó como base de su
propio análisis: la teoría del valor-trabajo. Por contradictorio que haya sido Smith en su
exposición de esta teoría, se atuvo a ella muy estrictamente en una aplicación importante:
en su estudio del producto excedente, que era la base de toda ganancia.
Parece cosa sentada que la primera teoría sustentada por Adam Smith consideraba el
trabajo como la única fuente de valor, y la cantidad de trabajo incorporada en cada
mercancía como la medida de ese valor. Pero ya aquí empieza la confusión. Su estudio
del valor de cambio en Lectures on Justice, Police, Revenue and Arms se diferencia
poco del de los escritores anteriores que habían adoptado una explicación similar. Al igual
que Petty, Steuart y Cantillon, consideraba que el valor de una mercancía estaba
determinado por el costo de producir la cantidad de trabajo necesaria para la producción
de la mercancía. Ese costo incluía no sólo la manutención del trabajador, sino gajes para
la educación y la reproducción. Como sus predecesores, admitía la influencia de la
demanda que determinaba la distribución del trabajo de tal manera que el valor y el costo
del trabajo resultaran iguales.23
En La riqueza de las naciones la teoría aparece más desarrollada, pero pierde
claridad. En primer lugar, se limita al alcance de la teoría del valor-trabajo y aparece una
teoría adicional para explicar otros aspectos de los fenómenos del valor. En segundo
lugar, la exposición de la teoría del valor-trabajo, aun en los límites en que Smith admite
todavía su validez, es muy confusa. La explicación del valor de cambio en el capítulo V
empieza con un análisis de su naturaleza, que se deriva de los hechos sociales de la
133
división del trabajo y del cambio privado. Un hombre es rico o pobre —dice— según la
cantidad de cosas útiles que puede obtener. Cuando se ha producido la división del
trabajo, su propio trabajo puede abastecerle sólo de unas pocas de esas cosas, y su
riqueza dependerá de la cantidad de trabajo de otras personas de que pueda disponer. El
valor en cambio de una mercancía que él posee será entonces igual a la cantidad de
trabajo que con ella pueda comprar. Smith concluye que el trabajo “es la medida real del
valor en cambio de todas las mercancías”.24
Después sigue inmediatamente otra exposición distinta del origen del valor y su
medida, que evidentemente consideraba Adam Smith como una nueva versión de la
primera, pero que es completamente distinta de ella, pues procede a medir el valor de
una mercancía no sólo por la cantidad de trabajo que con ella puede obtenerse en
cambio (o, como él dice ahora, el valor de determinada cantidad de trabajo), sino
también por la cantidad de trabajo que su producción requiere. Estas dos explicaciones
subsisten ahora la una al lado de la otra, y la confusión entre ellas la pone muy de
manifiesto la afirmación de que la “…riqueza [de un hombre] es mayor o menor
precisamente en proporción a la amplitud de esa facultad [de disposición], o a la cantidad
de trabajo ajeno o de su producto…, que aquella riqueza le coloca en condiciones de
adquirir”.25 En la primera mitad de esta afirmación, el valor en cambio del trabajo es la
medida del valor en cambio de otras mercancías; en la segunda mitad, esa medida es la
cantidad de trabajo incorporada en una mercancía. Ricardo había de recoger más tarde la
segunda explicación. Por otro lado, esta parte de la teoría de Smith sirvió también de
punto de partida a una teoría psicológica del valor como consecuencia del costo, que
descansa en gran parte sobre el concepto de “desutilidad” y forma parte importante de
muchas explicaciones posteriores del valor.
La causa de la confusión de Smith radica en su deseo de acentuar la importancia de
la división del trabajo y de los cambios que su introducción trae consigo. “El trabajo —
dice— fue el primer precio que se pagó… por todas las cosas.”26 Pero una vez
establecida la división del trabajo, ya no es el producto del trabajo propio lo que
determina la riqueza, sino la cantidad de trabajo de otras personas de que se pueda
disponer con ese producto, es decir, la cantidad de trabajo en general que se puede
comprar con la cantidad de trabajo contenida en el producto del trabajo propio. En otras
palabras, lo que Smith hizo aquí fue desarrollar de nuevo, pero en otros términos, el
concepto del valor en cambio como tal, concepto que sólo nace en lo que respecta a la
teoría del valor como producto del trabajo cuando éste se ha convertido en un factor
social, pues deben ser igualados de algún modo los productos del trabajo de diferentes
individuos mediante la división del trabajo y el cambio. Pero Smith aplicó este concepto
de una manera que implicaba una ecuación no sólo entre los productos del trabajo, sino
también entre el producto del trabajo y el trabajo mismo; y la dificultad inherente a esto
le condujo finalmente a formular una teoría diferente del valor.
Antes de pasar a desarrollarla, Smith vuelve a estudiar el dinero. También aquí
incurre en cierta confusión. Habla ahora del trabajo como la medida del valor no en el
sentido de lo que es inherente al valor en cambio, sino en el sentido de una vara de medir
134
con la que se compara el valor de las mercancías. En este sentido, encuentra que el
trabajo no es una medida eficaz. Dice que las mercancías rara vez se cambian por
trabajo (y aquí vuelve a aparecer la confusión antes mencionada), sino por otras
mercancías. Por lo tanto, el valor en cambio de las mercancías suele calcularse con más
frecuencia por las cantidades de otras mercancías, que son objetos “llanos y palpables”,
que por el trabajo, que es “una noción abstracta”.27 Una vez iniciado el uso del dinero, lo
más frecuente es cambiar las mercancías por él, que se convierte entonces en la medida
de valor de uso general. Debido a su confusión respecto del significado exacto de la
expresión “medida de valor”, Adam Smith considera el dinero de igual categoría que el
trabajo, o casi, porque se lanza a buscar algo que posea un valor constante y que, en
consecuencia, pueda ser usado como medida eficaz. Descarta el oro y la plata, las
mercancías dinero de uso más extendido por estar sujetos a fluctuaciones de valor, es
decir, de la cantidad de trabajo que es necesaria para producirlos, o (de nuevo aparece la
confusión) de la cantidad de trabajo que con determinada cantidad de ellos se puede
adquirir. Vuelve, pues, al trabajo, cuyo valor —dice— no cambia nunca y es “el único
patrón definitivo y verdadero con que puede medirse y compararse el valor de todas las
mercancías en todos los tipos y lugares”.28 El trabajo se convierte en el precio real de las
mercancías, y el dinero en el precio nominal.
Vemos que la confusión entre cantidad de trabajo y valor del trabajo ha persistido.
Parece que el mismo Adam Smith se da cuenta de la dificultad, pues admite que el valor
del trabajo (que acaba de considerar invariable), aunque sea siempre igual para el
trabajador, parece variar para las personas que lo compran; porque una misma cantidad
de trabajo se comprará con unas veces más y otras veces menos mercancías. Smith
elude el problema diciendo que no es el trabajo lo barato o caro, sino las mercancías con
que se compra. Ahora atribuye a las expresiones precio “real” y precio “nominal” un
sentido diferente: el primero es la cantidad de cosas necesarias y útiles para la vida, el
segundo la cantidad de dinero que se nos da a cambio de cualquier cosa, incluso de
trabajo. Esta distinción es hoy familiar; se usa a menudo en el análisis económico, como,
por ejemplo, cuando se distingue entre salario real y salario monetario. Smith no prosigue
en esta etapa el estudio del problema del precio real del trabajo, pero, después de
estudiar el sistema monetario, las proporciones variables de oro y plata y las
fluctuaciones del valor de las mercancías, vuelve a ocuparse de su teoría del valor.
d) La teoría del capital y la distribución. Las dificultades que Adam Smith encontró
desde el principio le hicieron limitar la validez de la teoría del valor-trabajo a las
sociedades primitivas. Al comienzo del capítulo VI del libro I la determinación del valor
en cambio de las mercancías por la cantidad de trabajo necesario para producirlas, se
dice que sólo tiene aplicación en “ese estado primitivo y rudo de la sociedad que precede
tanto a la acumulación de acervo* como a la apropiación de tierras”,29 es decir, en los
tiempos precapitalistas. Se ofrece el famoso ejemplo del castor y del venado para
demostrar que, en una sociedad de cazadores, las mercancías se cambiarán en
proporción exacta al trabajo empleado en su producción. Smith señala que en esa etapa
135
del desarrollo social todo el producto del trabajo pertenece a los trabajadores. Los que
participan en el cambio son todos, pues, propietarios de mercancías que tienen
incorporada determinada cantidad de trabajo de sus dueños. Esas cantidades se igualan
en el proceso del cambio.
Cuando los productos A y B se cambian con base en su valor, se establece una doble
equivalencia. En primer lugar, se cambian dos cantidades iguales de trabajo incorporado
en las mercancías. En segundo lugar, una mercancía puede procurarle a su propietario
una cantidad de trabajo de otra persona igual a la cantidad de trabajo que él ha empleado
en la producción de su mercancía. En otras palabras, Smith ve con claridad que en las
condiciones que ha enunciado (es decir, cuando el trabajador es dueño de todo el
producto de su trabajo) no se confunden inevitablemente las dos determinaciones del
valor de cambio que emplea. El valor del trabajo (la cantidad de mercancías que puede
comprarse con una cantidad de trabajo, o la cantidad de trabajo que puede comprarse
con una cantidad dada de mercancías) puede considerarse la medida del valor
exactamente lo mismo que la cantidad de trabajo incorporado en una mercancía.30
Pero si faltan las condiciones postuladas, la situación cambia. Cuando se ha
acumulado acervo en manos particulares, sus dueños lo emplearán en hacer trabajar a
“gentes laboriosas suministrándoles materiales y alimentos para sacar un provecho de la
venta de su producto o del valor que el trabajo incorpora a los materiales”.31 Cuando se
venden las mercancías, su precio no sólo ha de bastar para cubrir los salarios de aquellas
gentes laboriosas, sino que también debe aportar algo en concepto de utilidades para sus
patronos. El propietario del acervo no tendría interés en emplearlo si no obtuviera una
ganancia, ni emplearía una cantidad mayor de acervo en vez de una menor si sus
ganancias no fuesen proporcionales a la cantidad de acervo empleada.
Smith desecha la idea de que las utilidades puedan ser meramente un tipo especial de
salarios, la recompensa de una clase especial de trabajo: no guardan relación con el
trabajo de inspección y vigilancia que su dueño realiza, sino únicamente con la cuantía
de su acervo. Las utilidades —dice Smith— son una parte del valor de las mercancías
completamente independiente. El trabajador tiene que compartir su producto no sólo con
el dueño del acervo, sino también con el terrateniente que obtiene la renta. El valor real
de todas las mercancías se resuelve, por lo tanto, en tres partes componentes: salarios,
utilidades y renta. Pero esto significa que ya no se puede aplicar la primitiva teoría del
valor, pues aunque Smith empieza por decir que el valor de toda mercancía se “resuelve”
en esos componentes, no tarda en adoptar una terminología que en realidad equivale a
anunciar una nueva teoría del valor. Sigue afirmando que el valor real de cada
componente del precio es igual a la cantidad de trabajo de que, con ella, pueda
disponerse; pero los salarios, las utilidades y la renta no son sólo las únicas fuentes de
ingresos de las diferentes clases de la sociedad, es decir, las formas en que se distribuye
el valor de las mercancías, sino que se convierten también en “las tres fuentes
originarias… de todo valor en cambio”.32 Con estas palabras Smith formuló una teoría
primitiva del valor como producto del costo de producción.
El estudio continúa ahora sobre esta base y pasa a ocuparse de la diferencia entre el
136
precio natural y el precio de mercado. El primero es un precio ni mayor ni menor que la
suma de los precios naturales de sus partes componentes. El segundo está determinado
por la oferta y la demanda. Los excesos o las deficiencias de la oferta harán que las
partes componentes del precio estén por debajo o por encima de sus tipos naturales. Esto
ocasionará una disminución o un aumento de la oferta de acuerdo con la demanda. El
precio de mercado tenderá constantemente a ser igual al precio natural. Este último varía
con los tipos naturales de salarios, utilidades y renta, y a éstos dedica Adam Smith los
capítulos siguientes.
Antes de acompañarle más lejos en su análisis, es necesario, aun a riesgo de incurrir
en repeticiones, mostrar por qué abandonó manifiestamente la teoría del valor-trabajo.
Lo que Smith encontró difícil fue explicar el origen de ingresos que no fueran los del
trabajo. Vio que cuando existen el capital y la propiedad privada de la tierra, el cambio de
un producto procura a su propietario (es decir, al capitalista) algo más de lo que ha
puesto en la producción de la mercancía. ¿Cómo surgió este excedente? A diferencia de
los mercantilistas y de Steuart, Smith no lo considera como una garantía resultante de la
venta: no creía que surgiera un excedente por el hecho de que una mercancía se vendiera
por encima de su valor. Este valor se resuelve meramente en dos partes, una de las
cuales va al propietario del acervo. Creía, como los fisiócratas, en la existencia de un
produit net; pero a diferencia de ellos, lo consideraba como el valor añadido por el
trabajador a los materiales, es decir, como producto del trabajo y no como un don o
regalo de la naturaleza pero la existencia del capitalista y de su ganancia le hacían difícil
sostener que el trabajo era la única fuente de valor y su medida intrínseca. En las
condiciones de la producción capitalista la cantidad de trabajo incorporado en una
mercancía y el valor del trabajo ya no eran cosas idénticas. Para escapar de estas
dificultades Marx se refugió en el concepto adicional de la teoría de la “plusvalía”. Smith
nunca abandonó por completo la teoría del trabajo; realmente, en su estudio del origen
del excedente hace uso constante de ella. Por otra parte, se siente incapaz de aplicarla a
su teoría de la distribución y tiene que recurrir a otros métodos de explicación.
Una parte de su teoría de los ingresos de las diferentes clases sociales está de
acuerdo con su propia teoría originaria del valor. Aquí distingue con claridad sólo dos
clases de ingresos: una, las subsistencias del trabajador; otra, la deducción, como él la
llama, del valor producido por el trabajador que se apropian el terrateniente o el
propietario del acervo, o ambos.33 Esta deducción se convirtió después en el punto
central del análisis de Marx con el nombre de plusvalía. Es importante subrayar esta
relación, ya que suele olvidarse la influencia de Adam Smith sobre Marx en favor de la
de Ricardo. En efecto, Smith fue el primero en exponer el concepto de plusvalía y en
subrayar el hecho de que estaba ligada a la producción capitalista. Ricardo, por otra
parte, evitó la inconsecuencia de Smith en lo que respecta a la determinación del valor
mismo.
Pero aunque este aspecto de la teoría smithiana de la distribución puede considerarse
más definitiva y rigurosamente como descendiente en línea lógica directa de sus
premisas, no es al que más atención dedica. Empieza con la afirmación de que los
137
salarios, las utilidades y la renta son las tres fuentes originarias del valor en cambio, y
después examina la forma en que se determinan. Respecto de los salarios, enuncia en
parte una teoría de las subsistencias o del trabajo, y en parte una teoría del costo de
producción. En la primera considera el valor natural del trabajo determinado por lo que
es necesario para mantener al trabajador más lo preciso para criar una familia y sostener
la oferta de trabajo. Esta teoría no difiere mucho de la de Petty y Cantillon, a quienes
cita Smith. Añade un estudio de la influencia sobre los salarios de la oferta y la demanda
(que no es incompatible con la teoría de las subsistencias), y analiza las causas que las
hacen cambiar; pero no logra escapar del todo al círculo vicioso de la teoría del costo de
producción.
El abandono de la teoría del valor-trabajo es aún más claro en el estudio de las
utilidades del acervo. Aunque ha definido la ganancia como la parte del valor que el
capitalista se apropia después de haber pagado los salarios de sus obreros, Smith hace
depender la cuantía de las ganancias del acervo total que emplea el capitalista. Reconoce
la dificultad de hablar de ganancias como tales (es decir, de una tasa media de utilidades)
porque están sujetas a grandes variaciones de tiempo, lugar y tipo de negocio, y dice que
el interés del dinero puede proporcionar una clave para la tasa de utilidades. Smith
supone que las utilidades determinan el tipo de interés; la máxima era “que siempre que
se puede obtener mucho del uso del dinero, se dará mucho por su uso”, y viceversa.34
Después de examinar diferentes épocas y países, concluye que por lo general los
salarios y las utilidades están en razón inversa. El aumento del acervo tenderá a deprimir
las ganancias al aumentar la competencia entre sus propietarios; y, al contrario,
aumentará la demanda de trabajo y tenderá, en consecuencia, a hacer subir los salarios.
Las utilidades deben ser siempre por lo menos “algo más de lo suficiente para compensar
las ocasionales pérdidas a que se expone todo empleo del acervo”. No pueden nunca ser
mayores que lo que “consuma todo lo que corresponda a la renta de la tierra y sólo deje
bastante para pagar el trabajo de preparar y llevar [las mercancías] al mercado, según el
salario más bajo a que pueda pagarse en cualquier lado el trabajo: la mera subsistencia
del trabajador”.35 Aunque las utilidades pueden fluctuar entre los límites, tenderán a bajar
con el progreso de la sociedad. La acumulación de acervo producirá un aumento de la
competencia y (punto que Ricardo desarrollaría después) a medida que se vayan
poblando más los países nuevos, habrán de cultivarse tierras menos fértiles y bajarán las
utilidades del acervo empleado en ellas.36
Smith desarrolla otra teoría de la renta. Primero había hecho de la renta una
deducción del valor. Después, se había convertido en un elemento constitutivo del precio
análogo a los salarios y las utilidades. Pero en el capítulo dedicado a la renta (libro I, cap.
II) se abandonan ambos puntos de vista en favor de un tercero. Dice Smith que la renta
“entra en la composición del precio de las mercancías de una manera diferente de los
salarios y las utilidades. Los salarios y las utilidades altos o bajos son causa de precios
altos o bajos; la renta alta o baja es efecto de éstos”.37 En otras palabras, la renta no
participa en absoluto en la determinación del precio, no es una causa, sino un efecto. Y
es un efecto que sólo se manifiesta si el precio es más que suficiente para pagar salarios
138
y utilidades. La renta es puramente diferencial. Si el precio del producto de la tierra sólo
basta para compensar al capitalista, la tierra no dará renta; si es mayor, el terrateniente,
que es un monopolista, podrá privar del excedente al capitalista. El precio dependerá de
la demanda. Para algunos productos de la tierra, hay siempre una demanda que hace que
su precio sea más alto de lo que basta para llevarlos al mercado; otros productos no
tienen esa demanda. Con todas sus inconsecuencias, ésta es la iniciación de la teoría de
la renta formulada por Ricardo.
Bastarán unas cuantas palabras para concluir el resumen de las opiniones de Smith
contenidas en el primer libro de La riqueza de las naciones, que es el más importante.
Hace ciertas aportaciones muy interesantes que surgen incidentalmente en la confusa
discusión de los temas centrales del valor y la distribución. Por ejemplo, su manera de
tratar la competencia, tanto en su relación con el precio de las mercancías como con los
salarios y las utilidades, es sumamente brillante y pletórica de ejemplos históricos e
hipotéticos muy adecuados. Aquí pisa el sólido terreno de la experiencia y habla con la
autoridad de la nueva economía que lo respalda. En consecuencia, estas partes
probablemente son las más vivas de todo su análisis.
Su estudio de las diferencias de los salarios y las utilidades en ocupaciones diversas
es especialmente bueno. Los economistas posteriores han tenido que desechar muy poco
de él, y lo que se le ha añadido no han sido sino retoques que lo han refinado. Toda la
teoría de las ventajas netas y de los grupos no competidores se deriva del capítulo X del
libro I. Smith demuestra aquí claramente que la competencia entre el capital o el trabajo
que buscan empleo tenderá a igualar no las utilidades ni los salarios, sino las ventajas
netas; y clasifica y analiza las ventajas no monetarias que se tienen en cuenta para
determinar el atractivo relativo de ocupaciones diferentes. La descripción que hace Smith
forma hoy parte de todo libro de texto de economía, y por esta razón no necesitamos
repetirlo aquí. Ni es necesario tampoco decir nada de su descripción de la forma en que
la restricción de la competencia produce desigualdades de salarios y de utilidades,
excepto señalar que, como adversario de la intervención del Estado, se interesa
únicamente en las rigideces del mecanismo de la competencia que la política [económica]
urde de modo deliberado.
Otras partes del libro se han visto menos libres de críticas y enmiendas posteriores,
pero contienen también aportaciones de importancia. Por ejemplo, hay atisbos de la
teoría de la población que ya se encuentra en escritores anteriores y que Malthus
desarrolló plenamente.38 Además, al formular una teoría de la renta anticipándose a
Ricardo, Smith hace que la renta diferencial dependa de las diferencias de fertilidad y
situación.39 El análisis de Smith es, en algunos respectos, incluso superior al de Ricardo,
pues examina muy minuciosamente las diferentes condiciones en que la propiedad
privada de la tierra puede ocasionar la percepción de renta. Todo el estudio es lúcido y
nos lleva paso a paso por las diferentes ramas de la agricultura, de las industrias
extractivas y de la tierra para construcciones. Smith concluye su capítulo sobre la renta
afirmando que el progreso de la agricultura y el crecimiento de la población que siguen al
aumento de la riqueza de la comunidad, tenderán a aumentar la participación en el
139
producto que va al terrateniente en forma de renta. El aumento de población
incrementará la demanda de productos agrícolas y elevará el precio de los mismos; se
empleará más acervo en la agricultura; aumentará la producción, y lo mismo la renta,
pues con las mejoras del cultivo no se necesitará más trabajo, después que los precios
hayan subido, que antes. “Por lo tanto, bastará una proporción menor de él [de trabajo]
para remplazar, con las utilidades ordinarias, el acervo que emplea ese trabajo. En
consecuencia, ha de pertenecer al terrateniente una proporción mayor de él.”40
El libro II es una ampliación de las ideas expuestas en el I, y contiene dos muy
importantes. Trata de la naturaleza del acervo y expone las ideas de Adam Smith sobre la
acumulación de capital y su importantísima distinción entre trabajo productivo e
improductivo. Menos importante es su estudio del dinero. La parte introductoria
pretende explicar las razones de la acumulación de acervo. No lo consigue del todo.
Empieza por decir que donde no hay división del trabajo no tiene por qué existir acervo,
ya que cada individuo procura satisfacer sus necesidades a medida que se presentan.
Una vez introducida la división del trabajo y haberse hecho cada individuo dependiente
de todos los demás, debe haber un acervo suficiente para mantener a la gente hasta que
hayan fabricado sus herramientas y el producto mismo, y hayan conseguido venderlo.
Por otro lado, pasa en seguida a decir que la acumulación debe preceder a la
introducción de la división del trabajo, y en realidad nunca llega a decidir cuál es la
secuencia exacta.
Encontramos esta indecisión en otro lugar, cuando estudia la acumulación de capital
en relación con el aumento de la producción. En su crítica de la fisiocracia dice que el
aumento de la producción anual de la sociedad sólo puede ser consecuencia de la mejora
de la capacidad productiva del trabajo o del aumento de la cantidad de éste. Lo primero
depende de un aumento de la habilidad y de un uso mayor de maquinaria; lo segundo,
del aumento del capital de la sociedad que, a su vez, ha de ser “exactamente igual al
monto de los ahorros procedentes de los ingresos, bien de las personas que administran y
dirigen el empleo de ese capital, bien de algunas otras personas que lo prestan”.41 Smith
afirma aquí que el aumento de la producción depende del aumento de la productividad, y
este último depende, a su vez, del aumento de capital, que es consecuencia del aumento
de la producción. Del mismo modo, puede obtenerse el aumento de la producción
empleando una cantidad mayor de trabajo, pero esto únicamente puede hacerse si hay
más capital. Aunque Smith no resuelve este problema, ha introducido mientras tanto un
nuevo factor que llega a ser en realidad la principal fuente de acumulación: el ahorro.
El resto de su análisis de la acumulación, la clasificación del capital y el estudio del
dinero, dependen por completo de la distinción que establece Smith entre trabajo
productivo y trabajo improductivo. Esta distinción, que empezó con los fisiócratas y
estaba implícita en las ideas mercantilistas (es inherente a toda búsqueda de las “causas”
de la riqueza) siguió siendo una de las partes más importantes del pensamiento clásico.
Aunque más tarde se le consideró con frecuencia como un mero resto de escolasticismo,
formaba parte integrante de la teoría del valor y del excedente. La confusión a que
después dio lugar se debió a la naturaleza de la exposición que Smith hizo de ella.
140
En todo el capítulo III del libro II se mezclan dos definiciones independientes del
trabajo productivo e improductivo. Desde el principio mismo aparecen esas dos
definiciones: “Hay una clase de trabajo que aumenta el valor del objeto al que se
incorpora; hay otra que no produce ese efecto.” E inmediatamente, como por vía de
ampliación de lo anterior, se dice: “Así, el trabajo de un manufacturero, por lo general,
añade al valor de los materiales sobre los que trabaja el de su propio mantenimiento y el
de la ganancia de su amo.”42 Así pues, se define el trabajo productivo como aquel que
crea valor, y también como aquel que crea un excedente para el patrono. A esta
confusión se suma otra: Smith define también el trabajo productivo como aquel que “se
fija e incorpora en algún objeto particular o mercancía vendible”, y esto le lleva a
considerar como productivas las actividades que producen bienes materiales y a excluir
todos los servicios.
Tenemos, pues, tres definiciones que no son necesariamente compatibles: una se
relaciona con la producción de bienes materiales; otra, con la creación de valor, y la
tercera, con la producción de un excedente. Esta tercera concuerda con el análisis que el
propio Smith hace del valor en cambio y de la producción capitalista. Asimismo, es la
que continúa y desarrolla la tendencia de las ideas del mercantilismo y de la fisiocracia.
Aquél había hecho hincapié sobre el comercio exterior mediante el cual puede un país
aumentar su acervo de metales preciosos. Esto creó un movimiento inflacionario que
estimuló a la industria a expensas del trabajo, debido al tiempo que media entre el alza de
precios y el alza de salarios. Los fisiócratas habían ido más lejos, y habían hablado del
produit net que iba a los propietarios de la tierra. Smith amplió el concepto hasta incluir
en él todo trabajo que creara un excedente que pudiera recompensar al propietario del
acervo.
Sólo puede haber acumulación de capital ocupando trabajo productivo en el sentido
expuesto. Y el capital es sólo aquella parte del acervo que se usa para poner en
movimiento trabajo productivo, es decir, trabajo que remplazará y aumentará la
inversión originaria. Por otra parte, los trabajadores improductivos se mantienen de
ingresos (revenue).43 El motivo que apartó a Adam Smith de esta definición y lo llevó a
las otras dos fue, probablemente, su deseo de controvertir la importancia que los
fisiócratas concedían a la agricultura. Su mismo progreso sobre la opinión que
consideraba estériles a los dedicados a la industria y el comercio, dio lugar a
contradicciones que sólo pudieron superarse gradualmente. La insistencia de Smith sobre
la naturaleza material del resultado del trabajo productivo es un residuo de la primitiva
noción metalista que confundía la riqueza con el dinero.
Pero Smith mantiene en gran parte su primera definición. En ella se funda su división
del acervo en capital (la parte destinada a producir un ingreso) y el resto, que se reserva
para el consumo inmediato. El primero se divide, a su vez, en capital circulante y fijo,
según la forma en que se emplee para poner en movimiento trabajo productivo. La
distinción no está establecida con cuidado suficiente para evitar confusiones. La misma
definición del trabajo productivo está implícita también en la exposición que hace Smith
del comercio exterior y de la relación entre dinero y capital. Esto es así sobre todo en lo
141
que concierne al comercio exterior. Si se emplean oro y plata para comprar en el
extranjero artículos de lujo tales como vinos y sedas, se fomenta la prodigalidad y no
aumenta la producción. Si, por el contrario, se emplean en importar materias primas,
herramientas y provisiones para ocupar trabajo productivo, se fomenta la industria y,
aunque aumenta el consumo, el valor de dicho consumo se reproduce con ganancia.44
No necesitamos detenernos en el resto de La riqueza de las naciones. Los libros III
y IV, que contienen una relación histórica del progreso de la riqueza, de las diferentes
políticas económicas y la crítica al mercantilismo y a la fisiocracia, tienen interés
principalmente por las opiniones librecambistas que expresan y de las cuales ya hemos
hablado. El libro V trata de las finanzas públicas, y en él expone Smith ideas sobre las
partidas de gastos públicos que considera legítimas de acuerdo con su opinión general
sobre las funciones de gobierno. Hay en estas partes muchas observaciones interesantes,
pero no son tan importantes para nuestros propósitos como la filosofía general en que se
basan. El estudio de Smith sobre las formas de recaudar los ingresos públicos ha
constituido el punto de partida de toda la teoría liberal posterior sobre tributación.
Formula aquí sus cuatro máximas famosas acerca de la tributación: igualdad,
certidumbre, conveniencia y economía. Demuestra que, en última instancia, todos los
impuestos (y, por lo tanto, todos los que se mantienen con su producto) los pagan los
tres ingresos de la sociedad o, de acuerdo con su primer análisis del valor, los salarios o
la plusvalía. Examina uno tras otro la renta, las utilidades y los salarios. Pensaba que si el
precio de las provisiones y la demanda de trabajo no variaban, los capitalistas deberían
pagar los impuestos directos sobre los salarios. Pero los capitalistas tratarían de resarcirse
cargando un precio mayor al consumidor. Si esto fuera imposible, decaería la demanda
de trabajo.
Smith no parece ser partidario de los impuestos sobre las utilidades. Creía que el
interés, como elemento de las utilidades, no era una base de tributación tan adecuada
como la renta de la tierra, porque es muy difícil conocer con precisión la cantidad de
acervo que un hombre posee y porque el dueño puede retirarlo fácilmente si el impuesto
fuese muy gravoso. En cuanto a la parte de las utilidades que constituía una
compensación del riesgo, no era suficiente, porque generalmente sólo es una cantidad
moderada y porque ningún capitalista pagaría el impuesto y seguiría empleando su
capital. Trataría de trasladar la incidencia del impuesto, que caería al fin de cuentas sobre
el consumidor, el terrateniente o los que prestan dinero a interés. Así pues, sólo queda el
impuesto sobre la renta de la tierra. Es indudable que Smith, como los fisiócratas antes
que él y Ricardo después que él, era partidario del impuesto sobre la renta de la tierra.
“Tanto las rentas de los solares como las rentas de las tierras, son tipos de rentas de que
disfruta el dueño, en la mayor parte de los casos, sin que medie atención o cuidado por
su parte. Aun cuando se recabe parte de estos ingresos para sufragar los gastos del
Estado, ello no implica perjuicio para ninguna clase de actividad económica… Las rentas
de la tierra y de los solares son, quizá, entre todas, las especies de ingresos que mejor se
acomodan a soportar el peso de un gravamen particular establecido sobre ellas.”45
La anterior reseña de la obra de Adam Smith se concentró en la médula de su
142
análisis, en el cual encontramos muchas contradicciones. Mas, a pesar de ellas, y quizá
por ellas, el desarrollo ulterior del pensamiento económico hubiera sido imposible sin él.
Smith acotó el campo de la investigación económica de tal suerte, que todos los
pensadores que le sucedieron se guiaron por los mojones que erigió: producción, valor,
distribución. La estructura de la ciencia económica quedaba firmemente establecida.
Pero, además de esos logros, la obra de Adam Smith posee una significación más
profunda que estriba en sus implicaciones filosóficas y sociales. Ya hemos visto que
formuló la primera exposición sistemática de la armonía de los intereses sociales y que
implantó en la ciencia económica una tradición utilitaria. Sin embargo, su análisis
económico reveló también dónde y cómo pueden brotar antagonismos entre los intereses
sociales. Smith no atacó directamente los intereses de los terratenientes; la oposición a
éstos no era aún la cuestión cumbre que llegó a ser en los días de David Ricardo. El
objetivo principal del ataque de Smith era todavía el comerciante monopolista. Vivió y
pensó en términos de aquella sociedad de transición del siglo XVIII que tenía ya su
capitalismo industrial, pero en la cual la industria no estaba suficientemente desarrollada
para preocuparse por el trabajo barato y, en consecuencia, por los alimentos baratos. La
teoría del valor-trabajo y la del excedente, que se encuentran en los dos primeros libros
de La riqueza de las naciones, revelan una posible pugna entre diferentes clases, y esto
persiste, no obstante la posterior exposición que hace Smith de una teoría del costo de
producción que podía ser usada para que todas las clases reclamaran el derecho a un
ingreso, al hacer de ellas fuentes de valor.
Esta dicotomía persiste en dos escuelas económicas posteriores a Smith: una
continúa la tradición de armonía y distingue tres factores que cooperan en la producción;
la otra desarrolla la teoría de la explotación. Ambas pueden reclamar validez, ya que se
apoyan en Smith, quien no desarrolló una teoría del valor consecuente consigo misma.
Puede argüirse que en aquella etapa del desarrollo económico el movimiento de los
ingresos de las diferentes clases sociales no era aún el problema económico central. No
era necesaria una teoría del valor para responder a la clase de preguntas que Smith se
planteaba. Se contentó, pues, con formular algunas generalizaciones empíricas que
ponen de manifiesto los factores que interesan a una teoría completa. Pero sus
formulaciones pudieron ser interpretadas después de diferentes maneras. Si habló de una
mano invisible que hacía que todo el mundo contribuyera al bien común, también
desmintió su teoría de la armonía con sus ataques contra la situación económica de los
trabajadores “improductivos”. Condenó fieramente la prodigalidad de los príncipes y de
los ministros, y si no atacó las instituciones que mantenían todo el aparato del gobierno,
justicia y educación, no se mordió la lengua al expresar su opinión respecto a su
importancia económica. “El soberano —dijo—, con todos los funcionarios que le sirven,
tanto judiciales como militares, todo el ejército y toda la marina, son trabajadores
improductivos… En la misma clase hay que incluir algunas de las profesiones más graves
y más importantes y algunas de las más frívolas: sacerdotes, abogados, médicos,
hombres de letras de todas clases, cómicos, bufones, músicos, cantantes y danzantes de
ópera, etc.”46 No podía expresarse de manera más consecuente la nueva opinión sobre la
143
estructura social. La producción capitalista es el fundamento de la sociedad, todo lo
demás descansa sobre ella.
En una ocasión por lo menos se permite Smith estudiar directamente los intereses de
las diferentes clases y su relación con el bien de la comunidad en general.47 Tiene en
mala opinión la calidad intelectual y el carácter de los terratenientes. Obtienen sus
ingresos sin trabajar (en otra ocasión dice que “les gusta cosechar donde no han
sembrado”),48 y, por lo tanto, ignoran a menudo su propio interés y son incapaces de
comprender las consecuencias de cualquier medida de política que pueda proponerse.
Sin embargo, sus intereses no pueden ser opuestos a los de la comunidad en general,
porque las rentas suben con el aumento general de la riqueza. El interés del obrero
también está ligado con los intereses de la sociedad, aun cuando no sea capaz de
comprenderlo. Por otra parte, los intereses de quienes viven de utilidades pueden
muchas veces oponerse al provecho común, porque las utilidades tienden a disminuir a
medida que la sociedad se enriquece. Los capitalistas son, al mismo tiempo, más capaces
que cualquier otra clase para apreciar sus propios intereses y, por lo tanto, siempre es
sospechosa su actitud hacia la política pública. Cualquier proposición que venga de ellos
“procede de una clase de hombres cuyos intereses no son nunca exactamente los mismos
que los del público, clase a la que generalmente le interesa engañar y hasta oprimir al
público, y que, por tanto, lo ha engañado y oprimido en muchas ocasiones”.49
Sería Ricardo quien desarrollaría estos elementos que Smith esbozó en una teoría de
la evolución económica con fuertes posibilidades de conflicto entre intereses económicos
encontrados.
3. RICARDO
a) Ricardo y Smith. Nos hemos ocupado extensamente de Smith por dos razones: se le
reconoce universalmente como fundador de la economía política clásica, y tanto los
discípulos como los críticos se han basado en él. Fue también el primero en desarrollar
todas las categorías que forman el contenido de la controversia económica posterior, y
los economistas que le siguieron pueden ser estudiados más fácilmente con referencia a
su obra. Al mismo tiempo, es importante evitar que la exposición detallada de la teoría de
Smith, en contraste con la breve reseña de la de Ricardo, consecuentemente sea causa
de comparaciones desfavorables para este último.
David Ricardo es, sin duda alguna, el principal representante de la economía política
clásica. Continuó con el trabajo iniciado por Smith tanto como le fue posible sin tomar el
camino que lo alejara de las contradicciones que le son inherentes. Quizá sea ésta la
razón de que algunas veces se le haya negado importancia o se le reconociera de mala
gana. Jevons estaba convencido de que Ricardo había dado un giro erróneo a la
investigación económica; el norteamericano Carey consideraba los Principios como
fuente de inspiración de agitadores y perturbadores de la sociedad; y un escritor
contemporáneo que alaba grandemente a Smith ha llegado hasta calificar a la obra escrita
144
de Ricardo “la producción de un agente de bolsa judío iliterato”, caracterizada por cierta
“sutileza judía” congénita.50 Este juicio no se basa en ninguna prueba. Ricardo, que
escribió cincuenta años después que Smith, mostró una penetración mayor en el
funcionamiento del sistema económico; pero en cuanto a sutilezas (¡cualquiera que sea el
demérito que haya en ello!), el escocés no va a la zaga del judío. En opinión de sus
contemporáneos nacionales y extranjeros, Ricardo era la primera figura de la ciencia. Su
gran adversario, Malthus, su discípulo James Mill, y el hijo de este último, John Stuart
Mill, hablan con el respeto y la admiración más grandes del hombre y de su obra.
David Ricardo (1772-1823) procedía de una familia de judíos holandeses asentada
en Inglaterra, aunque él abjuró de la fe judía en edad muy temprana. Fue, como su
padre, agente de bolsa y, después de haber amasado una gran fortuna en poco tiempo,
terrateniente y miembro del Parlamento. Su retiro virtual de los negocios le permitió
dedicarse a empresas intelectuales desde joven, y aunque aún lo era cuando murió, dio al
mundo los principales resultados de sus estudios. Su obra más importante, The
Principles of Political Economy and Taxation,* fue publicada por primera vez en 1817,
y su tercera edición, la definitiva, en 1821. Además escribió gran número de ensayos (el
más conocido de los cuales es The High Price of Bullion, publicado en 1810), cartas y
notas que contienen aportaciones de importancia. La edición completa de sus obras ha
puesto a disposición de los estudiosos un cúmulo considerable de material nuevo, sin que
por ello haga una rectificación fundamental de la opinión ya formada sobre las
aportaciones de Ricardo. Lo único que logra es aumentar la admiración que uno profesa
a los talentos de aquel hombre (por ejemplo, el vol. V, que contiene los discursos
parlamentarios).51
Ricardo carecía de todas las ventajas de una educación académica como la que había
tenido su gran predecesor. Como resultado de ello, los Principios son obra menos pulida
que La riqueza de las naciones, y no forman parte de manera tan clara de una filosofía
social general. El estilo de Ricardo es más condensado y exige más atención del lector.
Su exposición pocas veces ofrece el alivio de aquellas digresiones históricas y aquellas
disquisiciones filosóficas que confortan a los lectores de Adam Smith, aunque puedan
servirle al autor para eludir obstáculos analíticos. La forma en que Smith expone sus
ideas hace que su libro pueda ser leído con gusto por cualquier persona culta no
especializada en materias económicas. Ricardo, sin educación académica, era un
científico en sentido más estricto. Escribía para sus colegas los economistas, y su mayor
influencia la ejerció sobre ellos.
Parece que era necesario un cambio de método para dar un paso adelante en el
descubrimiento de las leyes básicas de la estructura económica. El riguroso método
deductivo que con frecuencia se atribuye a Ricardo, remplazó a la mezcla de deducción
e historia, mucho menos austera, que había practicado Smith. Hay mucho razonamiento
a priori en los Principios. Hay el supuesto del homo œconomicus que lucha siempre
por lograr la mayor satisfacción posible; hay postulados acerca de la estructura social,
tales como la existencia de la competencia; y los ejemplos, por lo general, son hipotéticos
y no históricos. En general, el lector de libro respira el aire muy enrarecido de la
145
abstracción.
Sin embargo, el método no había cambiado mucho. El homo oeconomicus tiene una
vida tan activa en las páginas de Smith como en las de Ricardo. Aun en la demostración
de Smith, la actuación de la mano invisible pierde gradualmente su carácter providencial
y llega a depender del hecho social de la competencia. Y si Ricardo volvió al método del
“supongamos”, lo hizo porque las categorías económicas esenciales, que Smith y sus
predecesores habían tratado laboriosamente de extraer de la suma total del
desenvolvimiento histórico, ahora estaban disponibles en su manifestación abstracta.
Además, con toda su aparente abstracción, Ricardo era esencialmente un pensador
práctico: su teorización se refería siempre al mundo de su época, que conocía muy
bien.52
En la teoría del valor y la distribución encontramos la principal aportación de
Ricardo. Empieza con el valor, y le dedica el más largo de sus capítulos. Tampoco nos
deja lugar a dudas sobre su interés por la distribución. En el prefacio de la primera
edición empieza afirmando que todo el producto se divide entre las tres clases de la
comunidad, que las proporciones de esa división varían en las diferentes etapas de la
sociedad, que “el principal problema de la economía política es determinar las leyes que
regulan esa distribución”, y que hasta ahora se ha dado “muy poca información
satisfactoria acerca del curso natural de la renta, las utilidades y los salarios”.53 Hace
mayor hincapié aún sobre este punto en una carta a Malthus. Frente a la definición que
da éste de la econonía política como investigación de la naturaleza y causas de la
riqueza, arguye que “más bien debiera llamársele investigación de las leyes que
determinan la división del producto de la industria entre las clases que concurren en su
formación”.54
Ricardo se interesó por los problemas que había planteado Smith sin lograr
resolverlos. Quería descubrir las relaciones existentes entre las diferentes clases de la
sociedad, y la dinámica del sistema económico. Encontró la clave en el fenómeno más
sorprendente del sistema económico: el valor en cambio. Su análisis de las causas del
valor tenía la misma finalidad que la teoría fisiocrática: descubrir el origen del producto
excedente, y la consiguiente clasificación de las diferentes actividades y clases de la
sociedad y de las diversas políticas en relación con la producción, la acumulación y la
distribución de dicho producto excedente. La estructura de los Principios no está en
armonía con el propio interés de Ricardo. El razonamiento está con frecuencia mal
ordenado. La distinción entre valor en uso y valor en cambio, someramente estudiada en
el capítulo I, ocupa, en diferentes formas todo el capítulo XX. Los capítulos II y III, que
contienen la famosa teoría de Ricardo sobre la renta, se completan con varios capítulos
posteriores que discuten las opiniones de Smith y de Malthus. Los estudios sobre el
precio, la oferta, la demanda y el comercio exterior ocupan varios capítulos no sucesivos.
Los salarios y las utilidades, estudiados en los capítulos v y VI, son puestos en claro en el
penúltimo capítulo (añadido en la tercera edición), que trata de la maquinaria; y dedica a
problemas secundarios de tributación un número desproporcionadamente grande de
capítulos.
146
b) La teoría del valor y la distribución. Vista la ausencia de un plan lógico, parece
conveniente exponer la teoría de Ricardo bajo los siguientes epígrafes: Primero, teoría
del valor; segundo, teoría de los salarios, las utilidades y la renta; tercero, teoría de la
acumulación; y, por último, teoría del desarrollo económico. Para completar el cuadro
deben añadirse unas palabras acerca de las teorías ricardianas sobre el dinero, la banca y
el comercio internacional.
Para comprender cómo amplió Ricardo la teoría del valor, es importante recordar la
posición en que la dejó Smith. Había luchado éste con el problema de la determinación
del valor por el trabajo (es decir, el tiempo real de trabajo empleado en producir una
mercancía) y su determinación por el valor de la fuerza de trabajo. En la producción
precapitalista, este dualismo no tenía importancia, porque podía demostrarse que los dos
factores eran idénticos: el valor de una cantidad de trabajo incorporado en una mercancía
era igual al valor del dominio o mando sobre la misma cantidad de trabajo. Pero en la
producción capitalista, el valor del trabajo que el capitalista compra es mayor que la
cantidad de trabajo incorporado en los salarios que paga por él. Así aparecía un
excedente que se apropiaba el capitalista. Podía encontrarse una salida posible arguyendo
que en la producción capitalista la identidad postulada desaparecía, y que en el cambio
de capital por trabajo asalariado el capital recibe un valor superior al que da. Éste fue el
argumento elegido por Marx.
Smith no desarrolló esta teoría de la explotación; en su lugar, recurrió a una
explicación que reconoce otros factores, además del trabajo, como productores de valor.
Ricardo se enfrentó a una dificultad parecida, y su solución que eludió la conclusión a
que llegó Marx, representa un paso adelante en relación con Smith. Supera al primero
porque es más consecuente: se niega a limitar la validez de la teoría del valor-trabajo a la
era precapitalista, y la proclama deliberadamente el principio fundamental y universal, y
pasa a examinar hasta qué punto son compatibles con ella los diferentes aspectos de la
economía capitalista.
Empieza por referirse a la distinción establecida por Smith de los dos usos de la
palabra valor. Admite que es esencial la utilidad para que una mercancía tenga valor en
cambio, pero la rechaza como medida de ese valor. El valor en cambio, se deriva de la
escasez o del trabajo. Las estatuas y los cuadros raros tienen un valor que no se mide
por la cantidad de trabajo que originariamente se empleó en ellos. Pero ésas son
mercancías relativamente sin importancia en un sistema capitalista. La inmensa mayoría
de las que el hombre usa pueden multiplicarse casi ilimitadamente. En las sociedades
primitivas su valor se determina “casi exclusivamente” por “la cantidad relativa de
trabajo empleado en ellas”.55 Ricardo descubre la confusión que hay en la exposición de
la teoría que hace Smith y concluye que es “la cantidad relativa de mercancías que
produciría el trabajo lo que determina su valor relativo presente y pasado, y no las
cantidades relativas de mercancías que se dan al trabajador a cambio de su trabajo”.56
Pero tampoco Ricardo está libre de confusión. Afirma que la determinación de ese
valor relativo de las mercancías ayuda a determinar cómo se producen variaciones en la
proporción en que se cambian las mercancías, y en otro lugar habla de los valores
147
relativos de las mercancías. Sin embargo, el valor relativo como él lo llama, puede
cambiar en medida igual para dos mercancías si la cantidad de trabajo necesario para
producirlas cambia en la misma proporción, dejando así inalterado su valor relativo (la
proporción en que se cambian). Ricardo parece no haberse dado cuenta de este doble
significado. Afirma que lo que le interesa son las variaciones del valor relativo de las
mercancías, y no su valor absoluto (o real). Pero es evidente que su propia teoría del
valor-trabajo se refiere precisamente a ese valor absoluto. Esta confusión entre el valor
determinado (por el trabajo) y la proporción de cambio fue utilizada más tarde por Bailey
en su ataque contra Ricardo.
Ricardo trata de demostrar que el trabajo crea el valor tanto en las condiciones de
producción capitalista como en las primitivas. En la sección 3 del capítulo I afirma que el
valor lo determina no sólo el trabajo presente, sino también el pasado, incorporado en los
instrumentos, las herramientas, los edificios, etc. El equipo empleado en la producción
representa tanto trabajo acumulado que como entra en el valor del producto a medida
que se le usa. La cuestión de la propiedad, es decir, de las condiciones sociales concretas
de producción, no afecta al resultado. El valor sigue siendo determinado por el trabajo
presente y el acumulado, pertenezca este último al trabajador o no. La única diferencia
está en que, en el último caso, el valor del producto que se apropia el capitalista se divide
en dos partes, una que cubre los salarios del trabajador, y otra que forma las utilidades
del capitalista.
De esta suerte, Ricardo aborda de una vez en el problema de la ganancia y en el de
los salarios, y se encuentra ante el dilema que había obligado a Smith a abandonar la
teoría del trabajo como fuente de valor. Ricardo trata estas cuestiones de una manera
oscura y desordenada. Su solución depende de sus teorías sobre los salarios y las
utilidades; pero aunque no trata estas materias hasta más adelante, anticipa ya sus
resultados en las secciones de capítulo I que tratan de la ley del valor en la producción
capitalista. El propósito ostensible de las secciones 4 y 5 es hacer ver cómo los cambios
en el valor del trabajo (o sea los salarios) producen cambios en el valor de las
mercancías, debido al uso, en distintas proporciones, de capital de distintos grados de
durabilidad, y a los diferentes periodos de rotación del capital. En otras palabras, aquí
trata de ciertas modificaciones en la ley del valor cuya posibilidad había negado al
principio, en oposición a Smith, pero que parece haber considerado con creciente interés
y a las que concedió cada vez más espacio en las sucesivas ediciones de sus Principios.
Cualquiera que fuera su intención primera, Ricardo no demuestra en esas secciones
que las variaciones del valor tengan nada que ver en realidad con los cambios en los
salarios. Demuestra, sin embargo, que, suponiendo una tasa media de ganancias y un
nivel medio de salarios (establecidos ambos de acuerdo con leyes que formula más
adelante), la existencia de estructuras desiguales de capital (proporciones de trabajo y
capital), aunados a los demás factores mencionados, llevará a la necesidad de modificar
la ley del valor. Unas mercancías se cambiarán a un valor mayor, otras a uno menor. En
cuanto determinado por la cantidad de trabajo necesario en la producción, el valor ya no
es idéntico al precio del mercado; éste es igual a los salarios que paga el capitalista y a la
148
tasa media de utilidades que tiene que ganar si ha de seguir empleando su capital. Lo que
en realidad hace Ricardo es plantear un problema nuevo que no llegó a resolver. Marx,
basándose en la teoría ricardiana, volvió a considerar este problema y formuló la
distinción entre valores y precios de producción. Pero también ésta, como veremos, no
superó la contradicción y, por lo tanto, no ofreció solución alguna.
En este punto, debemos añadir las afirmaciones contenidas en el capítulo IV, “Sobre
el precio natural y el precio de mercado”, y en el capítulo XXX, “De la influencia de la
oferta y la demanda sobre los precios”. Ponen de manifiesto una vez más la confusión
de Ricardo entre valor (determinado por el trabajo) y precio, que depende del promedio
de utilidades. Surge una divergencia entre ambos debido a las diferencias en las
estructuras de capital. Pero las fluctuaciones que le interesan a Ricardo son las de los
precios de mercado debidas a los cambios en la oferta y la demanda. Esta incapacidad en
particular para hacer ver cómo surgen las discrepancias entre precio y valor persiste en la
teoría de la renta. Sin duda se debe a la influencia de Adam Smith, contra cuyas
opiniones sobre el problema del valor en la producción capitalista luchaba Ricardo. Esto
muestra también el motivo por el cual muchos economistas posteriores afirmaban no ver
en la obra de Ricardo más que una teoría del valor como consecuencia del costo de
producción, y por qué les fue posible eliminar por completo la teoría del valor como
producto del trabajo.
La teoría ricardiana de los salarios y las utilidades también contiene una mezcla de
aciertos y de errores. En el capítulo sobre salarios, Ricardo considera el trabajo como
una mercancía cuyo valor debe determinarse del mismo modo que el de cualquier otra
mercancía. Su “precio natural” es el “necesario que permite a los trabajadores, uno con
otro, subsistir y perpetuar su raza sin incremento ni disminución”. Esto, a su vez,
depende “de la cantidad de alimentos, productos necesarios y comodidades de que por
costumbre disfruta”.57 En otras palabras, ésta es una teoría de la subsistencia en la que se
ha introducido el factor social e histórico del hábito. El precio de mercado del trabajo
puede ser distinto de su precio natural, según la oferta y la demanda; pero siempre
tenderá al precio natural, que está determinado por el nivel habitual de subsistencia.
La teoría ricardiana de los salarios se asienta sobre el principio de que la población
tiende a crecer con el aumento de los medios de subsistencia, principio que había sido
plenamente desarrollado por Malthus. Si los salarios se mantuviesen por encima del
precio natural durante algún tiempo, la oferta de trabajo aumentaría y los haría bajar de
nuevo. Un aumento incesante de los salarios dependería de un aumento constante de la
demanda de trabajo, y sólo podría producirse por una acumulación perpetua de capital.
Era ésta una manera de que los trabajadores aceptaran la insistencia ricardiana en la
acumulación; aunque con el factor “costumbre” Ricardo introducía una nueva variable
que debía ser pulida todavía si el sistema había de perdurar. Ricardo no llevó adelante
este punto; no obstante, su teoría llegó a formar parte de su opinión sobre el desarrollo
económico.
A pesar de la diversidad de argumentos, Ricardo determina los salarios de una
manera bastante congruente con la teoría del valor-trabajo. Afirma que el valor del
149
trabajo comprado por el capitalista está determinado por la cantidad de trabajo
incorporado en las mercancías que constituyen las subsistencias del trabajador. No bien
ha planteado el asunto tiene que enfrentarse a la misma dificultad que Adam Smith
encaró. Según la teoría del valor-trabajo el cambio de mercancías implica el cambio de
cantidades iguales de trabajo incorporado en ellas. Esta equivalencia parece desaparecer
cuando se cambian capital y trabajo. Los salarios reales que se pagan al trabajador (es
decir, las mercancías que compra) poseen un valor inferior al de la mercancías que
produce para el capitalista. Ricardo había señalado con claridad que Smith se había
encontrado con dificultades por haber seguido usando como equivalentes las expresiones
“cantidad de trabajo” y “valor del trabajo”, cuando, como ocurre en la producción
capitalista, ya no lo son. Ricardo salva la dificultad sencillamente alegando que el valor
del trabajo es variable, “por afectarlo, como a todas las demás cosas, no sólo la
proporción entre la oferta y la demanda, que varía uniformemente con cada cambio de
las condiciones de la comunidad, sino también el precio variable de los alimentos y otros
artículos de primera necesidad en que se gastan los salarios del trabajo”.58
Pero ésta no es, en realidad, una solución. No explica el origen de la ganancia del
capitalista, y supone también dejar una gran laguna en la estructura de la teoría del valortrabajo en la medida en que entra en juego el valor mismo del trabajo (como lo llama
Ricardo). En la producción capitalista el trabajo asalariado es una mercancía como otra
cualquiera; en realidad, su existencia como mercancía es condición esencial del
capitalismo. Formular una teoría del valor y después hacerla inoperante en su aplicación
más importante, era una contradicción en la obra de Ricardo que sus adversarios no
tardaron en descubrir y que esgrimieron para destruir la teoría entera. La formulación
que Ricardo le había dado, le hacía imposible resolver el problema. Más adelante
veremos por qué recurso trató Marx de escapar a la dificultad de Ricardo sin abandonar
la teoría del valor-trabajo.
Ricardo intentó mantener la teoría del trabajo sin dejarse llevar a una teoría de la
explotación, como hizo después Marx. Haciendo el valor de las mercancías dependiente
del trabajo pasado tanto como del presente y afirmando que el valor del trabajo variaba
(lo cual implicaba el abandono de su primitiva teoría de los salarios) creyó incorporar el
capital a su sistema y haber encontrado una explicación de las utilidades. Al mismo
tiempo creyó haber evitado el considerar el capital como agente productor, como había
hecho Smith. Pero cuando llegó a tratar de las utilidades aceptó tácitamente gran parte de
la teoría de Smith.
Parece que con el tiempo se fue dando cuenta más clara de la dirección en que esa
teoría le llevaba, y al final estuvo a punto de decir que el capital era productor de valor.
Casi lo admite en una carta a McCulloch escrita en 1820: “Algunas veces pienso —dice
— que si tuviera que escribir otra vez el capítulo sobre el valor… reconocería que el
valor relativo de las mercancías estaba regido por dos causas en vez de una, a saber, por
la cantidad relativa de trabajo necesaria para producir las mercancías en cuestión, y por
la tasa de utilidades durante el tiempo en que el capital permaneciese inactivo, y hasta
que las mercancías fuesen llevadas al mercado.” Pensaba que la teoría de la distribución
150
quizá pudiera separarse de la teoría del valor. “Después de todo, los grandes problemas
de la renta, los salarios y las utilidades hay que explicarlos por las proporciones en que se
divide el producto total entre terratenientes, capitalistas y trabajadores, problemas que no
se relacionan esencialmente con la doctrina del valor.”59 Aquí advertimos de nuevo que la
diferencia entre precios y valor, causada por la existencia de diferentes estructuras de
capital, iba llevando a Ricardo a una teoría del valor como consecuencia del costo de
producción. De hecho llega a afirmar que una diferencia de valor es “solamente la justa
compensación por el tiempo en que no hubo utilidades”.60 El único punto adicional de
importancia que Ricardo trata en relación con las utilidades, consiste en demostrar cómo
tiende la competencia a establecer una tasa uniforme de utilidades atrayendo capital a los
negocios que rinden una tasa superior a la media y apartándolo de los que dan utilidades
inferiores a la media. Sólo cuando llega a su dinámica reaparece un concepto de las
utilidades más en armonía con la teoría del valor como producto del trabajo.
A fin de consumar el rescate de la teoría del trabajo del dilema smithiano, Ricardo
tiene también que excluir a la tierra de la creación de valor. Por otro lado, no tenía por
qué evitar conclusiones hostiles a los intereses de los terratenientes. Si era su propósito
(también inherente en La riqueza de las naciones) admitir la productividad del capital,
Ricardo estaba también mucho más decidido que Smith a presentar como
económicamente injustificadas las reivindicaciones de la clase terrateniente. La teoría de
la renta que de ahí resultó refleja ambos propósitos.
Los rasgos importantes de la teoría ricardiana de la renta son la negación de la renta
absoluta y la explicación de la renta diferencial. La exclusión de la renta absoluta era
esencial para que la teoría del valor fuera coherente. La existencia misma de la renta le
parecía a Ricardo que implicaba que el producto de la tierra se cambiaba por más de su
valor en comparación con los artículos manufacturados. Y no podía admitir esto. ¿Cuál
era, pues, la explicación de la indudable existencia de un ingreso derivado de la propiedad
de la tierra? La respuesta se encuentra en su conocida teoría de la renta diferencial.
Construyendo sobre los cimientos sentados por Smith, demostró que había
circunstancias en las que no existía renta.
Dadas las diferencias en la fertilidad del suelo y en su situación respecto de los
mercados, el costo de producción de los productos agrícolas variará. Sin embargo, el
precio de esos productos ha de ser lo bastante alto para cubrir el costo de producción
más elevado (es decir, el costo de producción en el suelo menos fértil) en que, dada
cierta demanda, se haya de incurrir para crear la oferta necesaria. La producción en la
peor tierra no hará más que cubrir el costo, y éste será igual al precio. En mejor tierra
aparecerá un excedente que irá al propietario de la tierra si la trabaja por sí mismo, o que
obtendrán para él los arrendatarios, debido a la competencia entre éstos para obtener las
mejores tierras. Esta teoría explicaba no sólo la existencia de la renta en determinadas
condiciones y su ausencia en otras, sino que hacía de la renta un mero excedente y la
eliminaba como causa determinante del valor. Por añadidura, explicaba las diferencias en
el monto de las rentas producidas por tierras diferentes.
Esta manera de superar la dificultad fue, ciertamente, de mayor éxito que el método
151
adoptado por Ricardo para resolver la cuestión del capital. Además esta teoría de la renta
tenía la ventaja de permitirle despotricar contra los intereses de los terratenientes.61 La
renta seguía siendo un excedente, y en su exposición de los cambios que con el
transcurso del tiempo sobrevienen en las proporciones de los ingresos de las tres clases
sociales, Ricardo concluyó que la parte que va a la renta crecía constantemente. Esta
teoría se convirtió en las manos de los pensadores posteriores (y lo fue también, en cierta
medida, en las de Ricardo) en un arma nueva y poderosa contra los intereses de los
terratenientes. Los defensores de la renta se vieron obligados, a partir de entonces, a
subrayar su elemento constitutivo, el interés del capital gastado en las mejoras de la
tierra, que Ricardo había mencionado ya.
Sin embargo, subsistió la teoría diferencial para explicar por qué había diferencias en
la renta aun cuando el capital invertido fuera el mismo. Y esta teoría diferencial
implicaba la noción de un excedente y de un incremento no ganado. No obstante,
analíticamente, en los términos del propio sistema teórico de Ricardo, la teoría diferencial
no era del todo satisfactoria.
Se basaba en la frecuente confusión entre valor (cantidad de trabajo) y precio
(salarios más utilidad media). Únicamente identificando ambas cosas pudo Ricardo
concluir que en las tierras más pobres (sin renta) en que el precio es igual al costo, el
producto se vende en su valor y se cumple la teoría del valor como producto del trabajo.
Abandonada la falsa identidad entre precio y valor, el problema de hacer encajar la renta
en dicha teoría persistió.
c) La teoría del desarrollo económico. Hemos de estudiar ahora en qué forma aplica
Ricardo sus teorías de la distribución y del valor al análisis de los problemas dinámicos.
Aunque no la desarrollara de un modo sistemático, su exposición de los efectos de la
acumulación del capital sobre los salarios, las utilidades y la renta, ejerció sobre el
pensamiento económico subsiguiente una influencia más profunda aún que el resto de su
obra. Aparte de que inevitablemente implica problemas muy debatidos de bienestar
social, tiene importancia también porque se orienta hacia la cuestión de las crisis
económicas que poco después de la época de Ricardo iniciaría una carrera plena de
altibajos en la historia del pensamiento económico.
Ya en La riqueza de las naciones se encontraban indicios de una teoría del
desarrollo económico. Smith había demostrado que el promedio de las ganancias tendía a
bajar con el progreso económico. La acumulación creciente de capital traía consigo una
competencia creciente entre los capitalistas, y esto reducía las utilidades. Ricardo no
acepta esta opinión, e intenta demostrar que la acumulación sólo tendería a reducir las
utilidades en ciertas circunstancias.
En primer lugar, Ricardo tiene que descubrir por qué, después de todo, varían las
utilidades. Dice que el precio del trigo lo determina la “cantidad de trabajo necesario para
producirlo con esa parte del capital que no da renta”. El precio de los artículos
manufacturados sube o baja de acuerdo con la cantidad de trabajo necesario para
producirlos. El valor total de los artículos manufacturados y del trigo producido en tierras
152
que no dan renta, se divide en dos partes únicas: utilidades y salarios. A continuación
viene un pasaje de importancia vital: “Si suponemos que tanto los cereales como los
bienes manufacturados se venden siempre a un precio uniforme, las utilidades serían
altas o bajas proporcionalmente a que los salarios sean altos o bajos. Pero supongamos
que el precio del cereal aumenta, por necesitar mayor cantidad de mano de obra para su
producción; esta causa no hará subir el precio de aquellos bienes manufacturados en
cuya producción no se requiera una cantidad adicional de mano de obra. Entonces, si los
salarios continuasen iguales, las utilidades de los fabricantes permanecerían iguales, pero
si, como con toda seguridad acontece, los salarios aumentasen a causa del alza de precio
de los cereales en ese caso sus utilidades necesariamente tendrían que disminuir.”62
Así pues, Ricardo usa su teoría de la renta diferencial, su teoría de los salarios de
subsistencia y su propia versión de la teoría del valor-trabajo para demostrar que las
utilidades y los salarios están en razón inversa. De ahí se sigue que si bien la
competencia tenderá a establecer una tasa uniforme de utilidades, la acumulación de
capital reducirá la tasa únicamente cuando la acompañe un alza de los salarios. En otras
palabras, la población ha de crecer más despacio que el capital y la demanda de trabajo
ha de aumentar en mayor proporción que su oferta, para que las utilidades se reduzcan a
consecuencia del alza de los jornales. La teoría de la población demuestra que es
imposible el exceso permanente de la demanda sobre la oferta. Ricardo sostiene, sin
embargo, que las utilidades tienden a bajar, pero por otra razón. Como para él las
utilidades y los salarios están en razón inversa, el motivo de que aquéllas se reduzcan
hay que buscarlo en una circunstancia que haga subir a éstos. Con arreglo a esta teoría,
los salarios subirán si sube el valor de las mercancías que constituyen la subsistencia del
trabajador. Pero el valor de los artículos manufacturados ha de bajar con la mejora
progresiva de la productividad del trabajo. De este modo, sólo quedan los alimentos, y
aquí se recurre a la teoría de la renta para que proporcione una explicación, que se
reduce a: “la única causa suficiente y permanente del alza de los salarios es la dificultad
creciente de proporcionar alimentos y artículos de primera necesidad a un número cada
vez mayor de obreros”.63
La teoría de la renta diferencial implica que, a medida que aumentan la población y la
demanda de alimentos, hay que ir cultivando tierras cada vez menos fértiles (o situadas
menos favorablemente). Esta inferencia se expresó en la “ley de los rendimientos
decrecientes” y formó la base de la teoría malthusiana de la población. Significa que, a
pesar de sus referencias a los efectos reductores de la renta de algunas mejoras
agrícolas,64 Ricardo seguía creyendo en una disminución progresiva de la fertilidad de la
tierra y en una subida continua del precio de los alimentos. Pensaba que los salarios
nominales tendrían que ir subiendo para mantenerse al nivel del costo ascendente de las
subsistencias, si bien los salarios reales no necesitaban subir. La renta subiría
constantemente, y con la misma constancia bajarían las utilidades.
Ricardo pinta un cuadro pesimista del futuro. Y, lo que es más, destruye
implícitamente la armonía de los intereses sociales que Smith se había tomado el trabajo
de establecer. El interés del terrateniente se opone ahora no sólo al del obrero y del
153
industrial, sino que también entra en pugna con el interés general de la sociedad. Exige
que el precio de los alimentos suba constantemente, mientras que los capitalistas y los
obreros desean un costo bajo de las subsistencias. “Los tratos entre el terrateniente y el
público no son como los del comercio, en que puede decirse que ganan tanto el
comprador como el vendedor, sino que en aquéllos toda la pérdida es para una de las
partes y toda la ganancia para la otra.” Aunque muchas de sus conclusiones fuesen
adversas a los intereses de los terratenientes, Adam Smith aún identificaba los intereses
de éstos con los de la sociedad. La teoría de la renta de Ricardo lleva a una conclusión
más brutal. “El interés del terrateniente es siempre opuesto al del consumidor y el
manufacturero… Interesa al terrateniente que aumente el costo de producción del cereal,
lo cual no favorece al consumidor… ni al industrial… Por lo tanto, todas las clases,
excepto los terratenientes, serán perjudicadas por la subida del precio del cereal.”65
Es cierto que este pronóstico descansaba en una interpretación engañosa de la teoría
diferencial de la renta. Aunque se cultiven tierras cada vez más pobres a medida que la
sociedad progresa, la aplicación de la ciencia a la agricultura puede compensar el
agotamiento del suelo utilizado. La “ley de los rendimientos decrecientes”, sobre la cual
basó Ricardo la teoría de la renta y Malthus la de la población, no es aplicable,
evidentemente, a circunstancias de cambio. Como han advertido economistas
posteriores, expresa una relación formal en un estado ideal de equilibrio estacionario, y
contiene cierta verdad histórica únicamente en los casos muy raros en que la técnica no
cambia. Además, la teoría de la renta diferencial no exige que la fertilidad de la tierra
disminuya continuamente, sino que se basa sólo en la existencia de tierras de fertilidad
diferente. Es posible que la fertilidad general aumente sin modificar las fertilidades
relativas de las diferentes calidades de suelo. Por lo tanto, podría bajar el precio de los
productos agrícolas y al mismo tiempo subir la renta. Hay, sin embargo, aspectos de la
teoría ricardiana de la tendencia ascendente del precio de los alimentos que algunos
economistas contemporáneos consideran válidos en gran parte. Particularmente en
ciertas teorías sobre la tendencia a largo plazo en las condiciones en que los países
industriales y agrícolas comercian sus productos, parece revivir algo del sistema
ricardiano.
El otro aspecto de la teoría de Ricardo sobre la evolución económica, la baja de la
tasa de utilidades, tenía también cimientos poco sólidos. La tendencia a bajar de la tasa
de utilidades sólo puede ser cierta si de verdad las utilidades estuviesen en razón inversa
de los salarios. Ricardo mismo, en su estudio del capital, se había dado cuenta
vagamente de que podían distinguirse dos categorías independientes: la tasa de utilidades,
que guarda relación con el capital, y el excedente, que consiste en la diferencia entre el
valor de una mercancía y los salarios que el capitalista pagó a los obreros que la
fabricaron. Pero no prosiguió la distinción y concluyó que si los salarios bajaban, las
utilidades subían, y viceversa, sin advertir que esto no se aplica necesariamente a la tasa
de utilidades.
Pero los defectos analíticos de la teoría de Ricardo no importaron para sus efectos
sobre el pensamiento y la acción políticos. Ricardo era un librecambista y un creyente de
154
la competencia tan fervoroso como Adam Smith, y con su teoría de la renta había
proporcionado a la doctrina del librecambio un problema concreto a estudiar. Los
intereses de la sociedad exigían un precio bajo para el trigo, y, sin embargo, parecía
inevitable el alza, sobre todo en vista de la que se había observado durante las crisis de
las guerras napoleónicas; y el único modo de retrasarla era conseguir una oferta lo mayor
posible, principalmente de países en los que la fertilidad del suelo no había disminuido de
un modo apreciable. La abolición de las Leyes de Granos en beneficio de la baratura de
los alimentos y de costos industriales bajos, se basaba ahora en un análisis económico y
se convirtió en el objetivo librecambista.
La doctrina de la renta se convirtió también no sólo en una importante arma teórica
en la campaña contra las Leyes de Granos, sino que fue la base del impuesto único y de
la nacionalización de la tierra que propusieron reformadores sociales posteriores.
Además, una vez que se admitió la posibilidad de un conflicto entre los intereses
particulares y los generales, y que la explotación era inherente a una forma de propiedad,
se hizo posible criticar en términos parecidos otras formas de explotación. Así, los
socialistas ingleses posricardianos y Marx empezaron donde concluyó Ricardo y, en la
medida en que sacaron sus armas intelectuales de él, la acusación de Carey que citamos
con anterioridad contiene, por lo menos, un elemento de “retrospección”.
En el sistema de Ricardo tienen su lugar otras dos cuestiones relacionadas con la
acumulación de capital: la sobreproducción y las crisis. Los Principios de Ricardo no
dicen mucho de ninguna de ellas. Como escribía en una época en que el capitalismo no
había llegado aún a la madurez, tenía poco que decir de las crisis. Había presenciado las
perturbaciones de las guerras napoleónicas y se vio obligado a tratar el problema de las
fluctuaciones en la actividad económica, pero sólo le dedica un breve capítulo que titula
significativamente “Sobre los cambios repentinos en los canales del comercio”. En él
atribuye esos cambios a circunstancias fortuitas y no a una causa inherente al sistema
económico. La guerra, los impuestos, la moda, alterarán la relativa lucratividad de las
diferentes ramas de la producción, tanto en el país en que actúan esos factores como en
los que mantienen con él relaciones comerciales. El trabajo y el capital tendrán que
transferirse y habrá miseria hasta que el sistema económico se haya adaptado por
completo a las nuevas circunstancias. Los países ricos, que tienen grandes cantidades de
capital invertidas en la industria manufacturera, encontrarán esos cambios más penosos
que los países pobres. Incluso la agricultura se verá afectada por las guerras y por los
cambios que provocan en la exportación e importación de productos.
Como Ricardo consideró ajenas al sistema económico las causas de las fluctuaciones,
era natural que afirmara también que el sistema no tenía tendencias intrínsecas al
desequilibrio En este respecto aceptaba la teoría, que atribuyó al economista francés Jean
Baptiste Say, de que no podía haber nunca en un país una sobreproducción general o un
abarrotamiento de capital. Esta opinión llegó a ser parte muy importante de la tradición
clásica. La defensa que Ricardo hizo de ella lo complicó en una polémica con su amigo
Malthus, que es una de las más famosas en la historia del pensamiento económico. La
controversia reveló una divergencia importante y una crítica de la posición clásica y, por
155
lo tanto, nos ocuparemos de ella en el capítulo siguiente.
El resumen que en él hacemos pone de manifiesto que Ricardo, en conjunto, fue un
fiel partidario de la teoría del mercado que entonces prevalecía. Sin embargo, hay que
señalar algunas diferencias importantes entre él y sus contemporáneos menos
destacados. Ya hemos visto que, según Ricardo, el progreso económico, al traer consigo
una baja en la tasa de utilidades, implica una disminución del incentivo para acumular.
Esta consecuencia de la teoría del desarrollo económico no es directamente incompatible
con la forma en que Ricardo había aceptado la ley de Say. Sin embargo, coloca la
complacencia de Ricardo ante el hecho de que fuera imposible un abarrotamiento o
sobresaturación de capital, en una situación un tanto precaria. En la versión de Ricardo
de la ley de Say encontraremos que la baja en la tasa de utilidades como
acompañamiento de la acumulación de capital es sólo un fenómeno transitorio causado
por el retraso en la afirmación del principio de población. Pero sabemos que también
sostiene que hay una tendencia histórica a la baja de la tasa de utilidades producida por la
acción del principio de los rendimientos decrecientes. Vemos, pues, que Ricardo va más
allá de las tautologías de Say e intenta formular la teoría del mercado de un modo que
está más en armonía con los hechos fundamentales de la economía capitalista del lucro.
Otra de las doctrinas de Ricardo que podemos mencionar aquí se relaciona también
con la teoría del nivel, desarrollo y fluctuación de las actividades económicas. Nos
referimos a su teoría sobre los efectos del progreso técnico. En la tercera edición de sus
Principios, publicada en 1821, añadió un capítulo nuevo titulado “De la maquinaria”. En
él expone opiniones que contradicen teorías corrientes en la época y de las cuales él
mismo, según nos dice, había sido partidario anteriormente.66 La teoría clásica de la cual
disentía Ricardo era un corolario de la ley del mercado de Say. Era una respuesta al
antagonismo con que se acogió en los siglos XVIII y XIX la difusión del uso de
maquinaria. Se afirmaba que los temores de los obreros carecían de fundamento. Habría
penalidades pasajeras, pero, a la larga, el aumento de la maquinaria no podía ser sino
beneficioso. El aumento de la maquinaria, se decía, aumentará la productividad del
trabajo, y con ella la oferta de mercancías. Según la ley de Say, también aumentaría
inevitablemente su demanda, y así los desplazamientos de mano de obra no serían sino
temporales; era inevitable, a la larga, la reabsorción de la mano de obra ya en las mismas
industrias o en otras; y, como consecuencia definitiva del progreso técnico, había que
esperar un aumento de la producción total de la industria. Esta opinión, con retoques y
correcciones, dominó a lo largo del siglo XIX la corriente principal del pensamiento
económico. Sin embargo, Ricardo, que se aferró (si bien con cierta inconsecuencia) a la
ley de Say, abandonó este importante corolario.
Su opinión sobre la maquinaria puede resumirse del modo siguiente. Empieza por
subrayar la fuerza motriz de la producción capitalista, o sea, la esperanza de obtener
utilidades que anima al empresario particular. La introducción de maquinaria —dice—
estará determinada por los efectos que de ella se esperan sobre las utilidades o, según sus
palabras, sobre el producto neto más bien que sobre el producto bruto de la industria.
Valiéndose de un ejemplo aritmético, muestra que un aumento de maquinaria puede
156
conducir al aumento del producto neto con una disminución simultánea del producto
bruto. Esto significa, por supuesto, que con la introducción de nuevos procedimientos
técnicos puede producirse un desplazamiento permanente de mano de obra. Ricardo
concluye que “el incremento de la producción neta de un país es compatible con una
disminución de la producción bruta” y que “la opinión sustentada por la clase trabajadora
de que el empleo de maquinaria redunda frecuentemente en detrimento de sus intereses,
no se funda en el prejuicio o el error, sino que está conforme con los principios correctos
de la economía política”.67
Los economistas posteriores han observado que la conclusión de Ricardo sólo es
válida a corto plazo. El economista sueco Knut Wicksell, sobre todo, sostuvo que a la
larga el desplazamiento de trabajadores de las empresas que emplean procedimientos que
economizan mano de obra, haría bajar los salarios y que volvieran a ser lucrativas
algunas empresas que siguieran empleando los métodos antiguos.68 Pero ciertas
observaciones del mismo Ricardo desviaron hacia otro nivel el centro de la discusión.
Como para resumir y subrayar su primera conclusión, añadió algunas opiniones tomadas
de una obra entonces reciente de John Barton, Observations on the Circumstances
which Influence the Conditions of the Labouring Classes (1817). Volviendo a su teoría
del desarrollo económico, dice que “con cada incremento de capital y de población, el
alimento subirá en general…” Esto producirá una “elevación de los salarios, y cada alza
tendrá tendencia a restringir el capital ahorrado en una proporción mayor que con
anterioridad al empleo de maquinaria”. Así, “la maquinaria y la mano de obra están en
competencia constante, y la primera puede frecuentemente no ser empleada hasta que
suba la mano de obra”.69 Ricardo afirma de este modo que la tendencia histórica de la
acumulación de capital implica un cambio en las proporciones en que éste se emplea.
Según él, “con cada aumento de capital se emplea una mayor proporción de éste en
maquinaria”. En cuanto a la demanda de trabajo “continuará aumentando con el
incremento del capital, pero no en proporción a ese incremento; la relación será, por
necesidad, decreciente”.70 Ricardo ya había admitido que, completamente aparte del
problema del aumento del producto neto, la manera como se consume un producto neto
de determinada cuantía afectaba a la demanda de trabajo. Afirmaba que era preferible
que los capitalistas empleasen sus ganancias en trabajo improductivo (“criados o
sirvientes”) que en artículos de lujo. Pues si bien el producto bruto sería el mismo en
uno y otro caso, el disponer del producto neto en la primera forma y no en la segunda
aumentaría la demanda de trabajo. Parece, por consiguiente, que si, como el mismo
Ricardo hizo, generalizamos la cuestión para ponerla de acuerdo con el problema de que
trata la ley de Say y procuramos precisar los efectos de la acumulación de capital sobre
la demanda de trabajo, la relación entre el producto bruto y el producto neto, a la que
primero dio gran importancia, deja de tenerla. Por otra parte, queda abierta la puerta
para una exploración ulterior de los cambios que ocurren en la estructura ocupacional de
la población y de las formas nuevas en que surge la demanda al progresar la economía
mediante la acumulación de capital.
Así, en este respecto, no menos que en lo que se refiere al punto originario de la
157
teoría del mercado, Ricardo dejó seriamente quebrantada la autorregulación automática
del sistema clásico. Ha estado de moda en los últimos años considerar la obra de Ricardo
como la exposición más clara de la creencia contenida en la teoría clásica de que el
sistema económico lograba automáticamente el empleo total de la mano de obra y el
equilibrio del mercado a través del tiempo, y que no eran posibles las fluctuaciones de la
actividad económica o un estancamiento prolongado. Un examen más atento revela, no
obstante, que el análisis de Ricardo, por ser más penetrante que el de sus
contemporáneos, fue con mucho la exposición menos tautológica de aquellas creencias
clásicas. Dejó planteados muchos problemas a los que pudieron ligarse muchas teorías
subsiguientes. Las relativas a la sobreacumulación y al subconsumo, presentadas por
Malthus y Sismondi y por muchos escritores del siglo XIX que se estrellaron contra el
sólido muro de las tautologías de Say y Mill, hubieran encontrado un adversario menos
intransigente en la teoría de Ricardo. Del mismo modo, muchas teorías contemporáneas
sobre el desempleo tecnológico o sobre las desproporciones en la estructura de la
producción tienen sus orígenes en las opiniones expuestas por Ricardo.
Aunque sean importantes dentro de sus campos respectivos, las otras teorías de
Ricardo no afectan a su posición general y pueden resumirse en pocas palabras.
Refiérense esas teorías al dinero, la banca y el mecanismo de los pagos internacionales.
Ricardo fue llevado a estudiarlos por las cuestiones apremiantes del día. Había
presenciado los grandes trastornos monetarios consecuencia de las guerras y visto la
suspensión de los pagos en metálico en 1797, la gran depreciación del papel moneda y la
importante alza de precios que la precedió. En The Hig Price of Bullion, publicado en
1809, en vísperas de aparecer el famoso informe del Bullion Committee, explicó que
aquellos fenómenos habían sido causados por una emisión excesiva de papel moneda.
Expuso una teoría cuantitativa del dinero muy rigurosa, la aplicó al mecanismo
internacional, puso de manifiesto que la inflación y la depreciación ocasionaban una
salida de oro, y propuso que el Banco de Inglaterra redujese la cantidad de billetes en
circulación hasta que el precio del oro hubiera bajado a su nivel anterior. Ricardo no
abogaba por la abolición total del papel moneda. Al contrario, como Adam Smith,
consideraba el uso de un sucedáneo del dinero metálico como un corolario importante
del progreso económico y propuso que se retirara todo el oro de la circulación activa. Lo
que propugnaba era un patrón lingote-oro sin monedas de este metal, y que los billetes
de banco fueran convertibles a un tipo fijo en barras de oro, pero sólo en grandes
cantidades. El Bullion Committee aceptó lo esencial de la teoría de Ricardo, y la
legislación bancaria posterior refleja fuertemente la influencia ricardiana, sobre todo la
vuelta a los pagos en metálico en 1822 y la Bank Charter Act de Peel, de 1844.
Es preciso señalar que el estudio de Ricardo sobre el dinero no está en modo alguno
exento de contradicciones, porque abordó el problema desde el punto de vista de la
teoría del valor-trabajo. Había dicho que el valor del oro y de la plata, como el de las
otras mercancías, lo determinaba la cantidad de trabajo que contenían. Dado su valor, la
cantidad de moneda de un país la determinará la suma de los valores de todos los bienes
que participan en el cambio. Los metales pueden ser remplazados en el proceso de la
158
circulación por sucedáneos (papel moneda), que se han de emitir en una proporción
determinada por el valor del dinero metálico. La esencia de esta teoría es que la cantidad
de moneda en una circulación depende de los precios, y no a la inversa. Aquí se presenta
un conflicto evidente con la teoría cuantitativa.
Pero Ricardo recurre a esta última al formular su teoría de los pagos internacionales.
Su análisis forma parte ahora de la teoría económica admitida. En pocas palabras, viene
a ser esto: el alza o la baja de los precios se debe a un exceso o a un defecto en la
cantidad de moneda en circulación. Si la moneda consiste por entero en los metales
preciosos aceptados internacionalmente, las fluctuaciones en la cantidad de medio
circulante (y, por consiguiente, en los precios) traerán consigo su propio correctivo. Por
ejemplo, si hay demasiado oro en circulación, los precios subirán y se estimularán las
importaciones. Esto hará que el oro salga del país, desaparecerá el exceso inicial de oro y
los precios bajarán. Este movimiento no puede tener lugar cuando una parte de la
moneda consiste en billetes de banco. Por lo tanto, entonces se convierte en finalidad de
la política bancaria el regular la emisión de billetes de acuerdo con los movimientos
internacionales de oro para reproducir las condiciones de una circulación puramente
metálica. Esa finalidad fue aceptada por los expositores del llamado “principio
monetario” y llegó a ser una tradición en la política de la banca central. Ricardo, a quien
se debe en gran parte su aplicación, no vio claramente sus consecuencias para con su
propia teoría. No se dio cuenta de que la referida finalidad atribuía a los metales
preciosos una importancia tan grande, que casi recuerda las ideas metalistas. Ni parece
haber advertido claramente que es incongruente con su propia teoría del valor.
La importancia de Ricardo es la de todos los grandes precursores científicos. Logró,
en mayor medida que Smith, aislar las principales categorías del sistema económico.
Dejó a sus sucesores muchos problemas por resolver, pero también indicó las formas en
que podían ser resueltos. En su obra tienen origen varias corrientes de pensamiento. Por
una parte, la teoría marxista se basa en la economía política clásica tal como la expresó
Ricardo, aunque tergiversándola. Al mismo tiempo, la desintegración de la teoría del
valor-trabajo empieza con los sucesores inmediatos de Ricardo. La importancia que dio a
la distribución suscitó el problema de las relaciones entre las clases sociales y dirigió la
atención a los factores sociales e históricos en el análisis económico. También señaló el
final de la búsqueda de un índice de la riqueza de una comunidad y desvió el interés de
los problemas de cantidad absoluta por los de proporción. La preocupación de Ricardo
por el problema de los valores relativos estimuló el interés por la determinación de los
precios individuales, y esto llegó a ser el problema más importante de la economía en la
última parte del siglo XIX. Así pues, la economía contemporánea, con su interés por los
problemas del equilibrio, puede también considerar a Ricardo como su fundador.
4. LA TEORÍA DE LA POBLACIÓNDE MALTHUS
Ya nos hemos referido en diversas ocasiones a la obra de un pensador que suele
159
considerarse como miembro del sistema clásico. Pero Thomas Robert Malthus sólo se
apoyó en parte en el campo ricardiano. Sus teorías de la renta y de la población son
partes importantes del clasicismo económico. Mas, aunque Malthus alcanzó gran fama
como exponente de una opinión particular sobre estos problemas, no constituye su
aportación más importante al pensamiento económico. Su tratado sistemático se
distingue principalmente por su ataque a las doctrinas ricardianas de la acumulación de
capital y, en menor grado, por su exposición de una teoría del valor que disiente de la de
Ricardo. En esto es Malthus menos original de lo que creen sus admiradores
contemporáneos; pero no cabe duda que, vista retrospectivamente, su crítica del
clasicismo es más importante que sus puntos de contacto con él. No obstante, en este
capítulo nos ocuparemos de él como miembro de la escuela clásica.
Veremos que gran parte de su oposición a la teoría ricardiana de la acumulación tiene
ciertas raíces sociales y políticas. Sus opiniones sobre la población y la renta fueron el
resultado de una reacción contra su medio familiar. Su padre, Daniel Malthus, era un
hidalgo rural, culto, con aficiones intelectuales y de opiniones liberales. Era amigo de
Hume (por él conoció a J. J. Rousseau), admirador de A. Condorcet y discípulo de W.
Godwin, intérprete inglés de este último. Participaba del optimismo de Godwin respecto
al futuro y creía, como él, en la perfectibilidad de la especie humana y en la posibilidad
de alcanzar una era en que reinara la razón y todos fueran felices e iguales.
Robert Malthus reaccionó contra esas creencias. Le impresionaron las opiniones
sobre población expuestas en La riqueza de las naciones y en las obras de escritores
anteriores, y la ley de los rendimientos decrecientes que estaba en la mente de muchos
economistas y que Turgot había formulado claramente. Combinó esos fragmentos en
una teoría de la población, cuyas conclusiones contradecían el optimismo dominante, y
en 1798 publicó anónimamente el Essay on the principle of population as it affects the
future improvement of society. Lo que oponía al optimismo de Condorcet y Godwin era
el miedo a que la población creciese más de prisa que los medios de subsistencia. Dados
la “pasión entre los sexos”, la necesidad de alimentos, el hecho observado de que la
población aumenta cuando aumentan los medios de subsistencia y el rendimiento
decreciente del suelo, habría de llegar un momento en que el aumento de la población
superase al de las existencias de alimentos.
Malthus expuso esto con la fórmula de que la población tendía a aumentar en
progresión geométrica (1, 2, 4, 8, 16, 32…) mientras que las subsistencias aumentan
sólo en progresión aritmética (1, 2, 3, 4, 5, 6…). Muy bien puede ser que considerase
esta fórmula simplemente como un ejemplo; pero el exponerla en esta forma contribuyó
a hacer llamativa su teoría y a ganarle en seguida muchos partidarios y detractores.
Malthus pensaba que el único medio de mantener a la población dentro de los límites de
las subsistencias eran el vicio y la miseria, y así descartó las opiniones optimistas sobre el
futuro de la sociedad.
Después de publicar la primera edición de su folleto, Malthus viajó mucho y procuró
recoger pruebas inductivas para apoyar su teoría. En la segunda edición de 1803 del
Essay y en las subsiguientes, éste se convirtió en un tratado minucioso. Ya no insistía en
160
las progresiones; se añadieron datos históricos para reforzar la tesis; la ley fue
cuidadosamente resumida en tres proposiciones y se introdujo un medio nuevo para
impedir el crecimiento excesivo de la población. Las tres proposiciones son: a) los
medios de subsistencia limitan necesariamente la población; b) la población crece cuando
aumentan los medios de subsistencia, a menos que se lo impidan algunos obstáculos
poderosos y evidentes; c) estos obstáculos y los que reprimen la capacidad superior de la
población y mantienen sus efectos al mismo nivel que los medios de subsistencia, se
resuelven todos en restricción moral, vicio y miseria.71
Dos clases de frenos podían evitar el exceso de población: positivos unos y
preventivos otros. Los primeros eran todos los que aumentaban el coeficiente de
mortalidad, tales como las guerras y las hambres; los segundos, los que disminuían el
coeficiente de natalidad, eran el vicio y la restricción moral. Como política práctica,
Malthus proponía que se desalentara a la gente a contribuir al aumento de la población,
apremiándola a practicar la abstinencia, la cual entendía Malthus como la “privación del
matrimonio no seguida por satisfacciones irregulares”. Y los pobres, sobre todo, debían
ser amonestados para que procediesen con gran prudencia y no se lanzaran al
matrimonio y procreación de una familia sin tener en cuenta el futuro. En consecuencia,
Malthus fue un adversario decidido de la beneficencia pública. Sostenía que el Estado no
debía reconocer a los pobres el derecho a recibir ayuda, y que debía abolir la Ley de
Pobres. La caridad, privada o pública, no era un remedio a la falta de previsión causante
de la miseria de los pobres. Éstos habían producido su propia desgracia (o, en todo caso,
sus padres, no instruidos en la teoría malthusiana, eran los responsables), y la ayuda no
era sino un incentivo para agravar el problema.
La verdadera base de la teoría de la población, de Malthus, es aquella en que se
asienta su obra titulada An Enquiry into the Nature and Progress of Rent (1815), en la
que expuso una teoría de la renta diferencial parecida a la de Ricardo. Dicha base era
una aplicación de la “ley de los rendimientos decrecientes”. Al principio se entendió de
una manera natural que la afirmación de Turgot de que el duplicar el capital invertido en
la agricultura no duplicaría el rendimiento, era una ley privativa de la producción
agrícola. Si, después de algún tiempo, el aumento del capital y el trabajo aplicados a una
parcela determinada empezasen a producir un aumento de rendimiento menos que
proporcional, se pondrían en cultivo nuevas tierras más pobres.
De aquí el aumento de la renta diferencial que postularon Ricardo y Malthus. De
aquí, también, la dificultad creciente de proporcionar subsistencias a una población en
aumento. La dinámica de Malthus y de Ricardo requieren como base esta ley.
La realidad de la evolución económica después de Malthus contradijo
manifiestamente su pronóstico. Un economista contemporáneo que investigue los
cambios de población encontrará que el uso creciente de anticonceptivos ha introducido
un nuevo elemento importante para las expectativas de Malthus. Pero más importante
aún que los cambios en la población son los que han afectado al abastecimiento de
alimentos. El cultivo de algunas regiones nuevas del mundo y la aplicación de métodos
científicos a la agricultura han aumentado los medios de subsistencia y hecho posible un
161
aumento aún mayor de los mismos, de suerte que puede subsistir una población mayor y
a un nivel de vida más alto.
La “ley de los rendimientos decrecientes” quedó claramente refutada en cuanto
principio dinámico; su lugar en la economía contemporánea es el de una ley que sólo
puede tener vigencia en la situación ideal de equilibrio estacionario. Al desaparecer este
soporte analítico, la teoría de la población de Malthus y las consecuencias dinámicas de
la teoría de la renta diferencial de Ricardo, cayeron también por tierra. Con él
desapareció asimismo parte de la estructura teórica relativa a salarios, capital y utilidades
que Ricardo había construido sobre su teoría del valor-trabajo.
Hemos llegado al fin del sistema clásico. En los tres capítulos siguientes veremos la
reacción y la crítica que suscitó, y su transformación gradual en un nuevo cuerpo de
doctrina económica generalmente aceptada.
162
163
1
Cuando se conmemoraron 250 años del natalicio de Adam Smith, en 1793, mucho se escribió, y varias
conferencias se ofrecieron (véase, entre otras obras, “The Wealth of Nations 1776/1976”, de Roll, en Lloyd
Bank Review, enero de 1976, reimpreso en The Uses and Abuses of Economics [1978]). Con motivo del
bicentenario de la publicación de La riqueza de las naciones se publicó una magnífica nueva edición de la obra
de Adam Smit (edición Glasgow, 1976). Consta de 6 tomos (de los cuales La riqueza de las naciones abarca
dos) y está editado en forma meticulosamente académica por I. R. H. Campbell y A. S. Skinner. Será
seguramente la obra de cabecera para académicos y especialistas. Las citas que se encuentran en este capítulo,
sin embargo, continúan siendo de la edición Scott. El bicentenario de la muerte de Adam Smith en 1990 ofreció
una nueva oportunidad para conmemorar académicamente con una conferencia a la que asistieron varios
ganadores del Premio Nobel. Más adelante proporciono datos sobre las manifestaciones recientes del concurso
relativo a la herencia intelectual de Adam Smith.
* Véase Adam Smith, Teoría de los sentimientos morales, trad. de Edmundo O’Gorman, México, El Colegio
de México (1941). [T.]
2
Dugald Steuart, Biographical Memoir of Adam Smith (1811), pp. 90-101.
3
Adam Smith, Lectures on Justice, Police Revenue and Arms (ed. E. Cannan, 1896).
4
En una obra reciente que, como todas las suyas, se distingue por una erudición, una belleza de estilo y una
sutileza de razonamiento que hoy se encuentran rara vez, Robbins ha tratado de demostrar que hay una
diferencia fundamental entre el utilitarismo y la filosofía del orden natural. (Lionel Robbins: The Theory of
Economic Policy in Classical Political Economy [1952], en especial pp. 46 ss.) La tesis principal de este libro es
que los clásicos no fueron tan ingenuos (respecto de la acción del Estado) ni tan insensibles (respecto de la
situación del pueblo) como se les ha pintado con frecuencia. Creo que Robbins, aunque no apoyaba
completamente el principio de intervención del Estado como tal, demuestra ampliamente este caso. Véase infra.
5
Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations (ed. W. R. Scott, 1925), vol.
II , p. 206.
6
Ibid., vol. I, p. 385.
7
Ibid., vol. II, p. 206.
8
Adam Smith, op. cit., vol. I, p. 15.
9
Ibid., p. 17.
10
Ibid., p. 457.
11
Adam Smith, op. cit., vol. II, pp. 205-206.
12
Adam Smith, op. cit., p. 177.
13
Adam Smith, op. cit., p. 233.
14
Para encontrar una brillante negación de las afirmaciones más extravagantes de la “mano invisible”,
conviene consultar un documento inédito del profesor James Tobin presentado en la Celebración del Bicentenario
de Adam Smith, en julio de 1990, en Edimburgo: “The Invisible Hand in Modern Macroeconomics”. Para un
nuevo análisis altamente detallado de las ideas políticas y sociales de Adam Smith, especialmente valioso en una
época en que se propagan versiones extremistas de su filosofía política, consúltese Adam Smith’s Politics: An
Essay in Historiographic Revision, de Donald Winch (1978).
15
Adam Smith, op. cit., vol. I, p. 1.
16
Ibid., libro I, cap. I.
17
Ibid., cap. II.
18
Adam Smith, op. cit., cap. III.
19
Ibid., vol. I, p. 23.
20
Ibid., p. 28.
21
R. Zuckerkandl, Zur Theorie des Preises, pp. 65-66.
22
M. Bowley, Nassau Senior and Classical Economics (1937), pp. 67-68.
23
Adam Smith, Lectures on Justice, Police, Revenue and Arms, ed. Cannan, pp. 173-182.
24
Adam Smith, Wealth of Nations, ed. W. R. Scott, vol. I, p. 30.
25
Adam Smith, op. cit., p. 31.
26
Ibid., p. 30.
164
27
Adam Smith, op. cit., p. 32.
Ibid., p. 33.
* Traducimos, al tratar de Adam Smith, stock por “acervo” y no por “capital”, porque en Smith hay una
distinción sutil entre los dos términos. El autor de este libro, al hablar de Smith, dice casi siempre stock, aunque
en el subepígrafe escriba capital. La distinción se aclara unas páginas más adelante. [T.]
29
Adam Smith, op. cit., p. 47.
30
Karl Marx, Theorien über den Mehrwert, vol. I, p. 129. [Op. cit., ed. FCE.]
31
Adam Smith, Wealth of Nations, vol. I, p. 48.
32
Adam Smith, op. cit., p. 53.
33
Adam Smith, op. cit., p. 66.
34
Adam Smith, op. cit., p. 91.
35
Ibid., pp. 98-99.
36
Ibid., p. 95.
37
Adam Smith, op. cit., p. 151.
38
Adam Smith, op. cit., pp. 81 y 152.
39
Ibid., p. 153.
40
Ibid., p. 262.
41
Adam Smith, op. cit., vol. II, pp. 194-195.
42
Adam Smith, op. cit., vol. I, p. 335.
43
Ibid., p. 337.
44
Adam Smith, op. cit., p. 295.
45
Adam Smith, op. cit., vol. II, p. 373.
46
Adam Smith, op. cit., vol. I, p. 356.
47
Ibid., pp. 261-265.
48
Adam Smith, op. cit., p. 50.
49
Ibid., p. 265.
50
A. Gray, The Development of Economic Doctrine, p. 172. Gray parece haber seguido el ejemplo de Alfred
Marshall, quien en el discurso de presentación de su The Present State of Economics, en 1885, calificó a Ricardo
como un “genio maestro” (agregando que no era inglés), pero dijo: “Las fallas y virtudes de la mente de Ricardo
se encuentran en su origen semítico: no ha habido un economista inglés con una mente similar a la suya.”
* Principios de economía política y tributación, FCE, México, 1974.
51
The Collected Works and Correspondance of David Ricardo, ed. P. Sraffa (1951-1955), 11 vols.
52
Véase S. N. Patten, “The Interpretation of Ricardo”, en Quarterly Journal of Economics, 1893, pp. 322352. Esto lo pone también de manifiesto el estudio de sus numerosas contribuciones a las controversias públicas
y parlamentarias de su tiempo.
53
D. Ricardo, Principles of Political Economy and Taxation (ed. Everyman, 1926), p. 1.
54
Letters of Ricardo to Malthus, 1810-1823 (ed. Bonar, 1887), p. 175.
55
D. Ricardo, Principles (ed. Everyman), p. 6.
56
Ibid.
57
D. Ricardo, op. cit., p. 52.
58
Ibid., p. 8.
59
Letters of David Ricardo to J. R. McCulloch (ed. T. H. Hollander, 1895), p. 72.
60
D. Ricardo, Principles, p. 23.
61
D. Ricardo, Essay on the Influences of a Low Price of Corn on the Profits of Stock (1815), passim.
62
D. Ricardo, Principles, p. 64.
63
D. Ricardo, op. cit., p. 197.
64
Ibid., pp. 40, 42 ss.
65
D. Ricardo, op. cit., p. 225.
66
Véase el comentario de Sraffa en su introducción a The Collected Works of Ricardo, vol. I, pp. 7-9.
28
165
67
D. Ricardo, op. cit., p. 383.
K. Wicksell, Lectures on Political Economy (1936), vol. I, p. 13.
69
D. Ricardo, Principles, p. 386.
70
Ibid., p. 387.
71
Th. R. Malthus, Essay on the Principle of Population (ed. Everyman), vol. I, pp. 18-19. [Ensayo sobre el
principio de la población, trad. de Teodoro Ortiz, México, FCE (1951.)]
68
166
167
V. REACCIÓN Y REVOLUCIÓN
1. LAS LIMITACIONES DEL CLASICISMO
LA ECONOMÍA política clásica puede considerarse como la representación de la estructura
económica de su tiempo, como un sistema científico, como una teoría del desarrollo
económico y como una teoría de política económica. El estudio de Smith, Ricardo y los
pensadores secundarios de la escuela revela que quienes produjeron el clasicismo
consideraban su obra como la integración de esos cuatro aspectos de la investigación
económica. Aunque sus esfuerzos por estructurar una teoría económica completa
produjeron algunas contradicciones, da la medida de su grandeza el hecho de que su
sistema haya perdurado, en lo sustancial, durante muchas generaciones y, en realidad,
hasta hoy día en cierta medida. Con excepción del intento de Marx por levantar un
edificio totalmente diferente sobre los cimientos clásicos, no surge de la investigación
económica subsiguiente ningún “sistema” nuevo hasta el último cuarto del siglo XIX. En
verdad, no es sino en los últimos veinte años cuando ha sido posible sintetizar en una
teoría nueva y completa de la economía lo que queda del clasicismo, los resultados
logrados por las escuelas marginales y los descubrimientos intelectuales de los años más
recientes.
El mayor éxito lo obtuvieron los clásicos quizá como representantes del capitalismo
incipiente. Sus abstracciones representaron mucho mejor la esencia de la realidad que
todo lo que se había hecho anteriormente. Pero aun parte de sus abstracciones y
supuestos se hicieron inadecuados al cambiar la naturaleza del sistema capitalista. A este
respecto, sin embargo, las faltas que se revelaron más tarde se relacionaban más
estrechamente con las insuficiencias de otras partes de sus análisis. Como sistema
científico, el clasicismo alcanzó también un grado de perfección mucho mayor que el
pensamiento económico anterior. Intentó relacionar cada una de las partes de su
estructura analítica con las demás y con el todo, y en la medida en que es una
característica de todo sistema científico la interdependencia funcional de sus partes
componentes, los clásicos fueron los fundadores de la ciencia económica. Es cierto que
no escaparon a algunos errores, y las contradicciones que hemos señalado originaron la
desintegración de gran parte de su estructura lógica.
Como teoría del desarrollo económico, el clasicismo tuvo mucho menos éxito. No
sólo le privaron de base para construir una economía dinámica las debilidades lógicas de
su sistema estático, sino que su actitud fue esencialmente ahistórica en muchos puntos
esenciales. A pesar de su interés por los hechos y las ideas del pasado, y no obstante su
preocupación por el futuro, los pensadores clásicos sustentaron, por lo general, opiniones
estáticas acerca del orden económico. Buena parte de sus especulaciones sobre la
evolución económica revelaban visión muy amplia, como, por ejemplo, y a pesar de sus
insuficiencias, la teoría de la acumulación del capital de Ricardo, y la teoría de la
168
población de Malthus. Pero consideraban sus categorías como inherentes a la naturaleza
humana y, por consiguiente, como dotadas de validez eterna. Y aunque en los sistemas
anteriores advirtieron la ausencia de las costumbres y los móviles de la conducta humana
de sus propios días no pudieron decidirse a hacer frente a la posibilidad de que pudiera
haber nuevos cambios en el transcurso del tiempo.
Como parte de una teoría política, el clasicismo económico fue consecuentemente
afortunado y duró mucho tiempo. Ya hemos señalado algunas de sus características a
este respecto. La teoría del valor-trabajo tenía sus raíces en la teoría de la propiedad que
formaba parte de la filosofía natural tal como la había expresado Locke, por ejemplo. En
el estado de naturaleza el trabajo era la fuente de la propiedad y lo que daba derecho a
ella. Por lo tanto, ese estado exigía la libertad respecto de toda intervención que
perturbara las relaciones de la propiedad natural. La escuela clásica aplicó a los hechos
del mundo real las exigencias del orden natural. Puesto que en el mundo real las
relaciones de propiedad, establecidas en una larga evolución histórica no eran de ningún
modo equivalentes a las del orden natural, se pudieron desprender del análisis económico
clásico conclusiones políticas muy diversas. Frente al orden social existente, una
tendencia se hizo conservadora, y otra, crítica. Estas tendencias antagónicas se
encuentran ya en los escritos clásicos.
No sólo el postulado de la libertad, sino también el supuesto de una armonía de
intereses subyacente en la escuela clásica, se convirtieron, después de aparecer el
utilitarismo, en objeto de interpretaciones antagónicas, conservadoras unas y radicales
otras. No es necesario que entremos aquí en detalles de la filosofía utilitaria; pero debe
señalarse que, al suponer la existencia de la armonía social, podría decirse que el
clasicismo implicaba una visión igualitaria de la sociedad; al calcular un máximo de
ventaja o beneficio social, consideraba al pobre igual que al rico. Bentham, representante
máximo de esta filosofía, llegó hasta el punto de considerar deseable una distribución
igualitaria de los ingresos, conclusión que después defendieron muchos economistas
mediante un refinamiento psicológico del análisis de aquél. De cualquier modo, la
interpretación igualitaria del concepto de armonía podía pretender estar tan autorizada
como la conservadora.
Las críticas a la escuela clásica pueden dividirse, grosso modo, en técnicas y
políticas. Las primeras se proponen eliminar las inconsecuencias lógicas y las
imperfecciones analíticas; las últimas, atacan las implicaciones políticas del análisis
económico clásico. Ambas clases de críticas no pueden separarse rigurosamente. Las
técnicas se inspiraron a menudo en el apoyo de la filosofía política subyacente en el
clasicismo, o en la oposición a la misma. Si se acepta esa filosofía, el análisis económico
puede aún considerarse como una base insuficiente, y entonces se harán intentos para
reforzarla con nuevos argumentos económicos. Por la otra parte, si no se acepta la
filosofía social, la crítica se dirigirá contra las insuficiencias del análisis económico. No
siempre es posible separar los dos tipos de ataque contra la escuela clásica, pero hay que
distinguirlos de alguna manera. En este capítulo nos interesan los aspectos teóricos que
llevan consigo, explícita o implícitamente, una crítica de las doctrinas sociales y políticas
169
de la escuela clásica.
2. CRÍTICA DE MALTHUS A LA ACUMULACIÓN
El primer ataque contra el clasicismo no tiene, realmente, el carácter de una negación
explícita de sus conclusiones generales, sino que reviste la forma de un razonamiento
sumamente técnico que acepta muchos de los principios fundamentales de la escuela
ricardiana, pero objeta su aplicación a ciertos problemas prácticos. Este ataque es la
teoría de la saturación, de Malthus. Ricardo, como hemos visto, había aceptado la
sentencia de Say quizá (debida a James Mill),1 según la cual era imposible una
sobreproducción general. Encontraremos de nuevo a Say como divulgador de Smith en
el continente europeo y como uno de los principales críticos de la teoría del valortrabajo. Aquí tiene importancia por su teoría del mercado, la théorie des débouchées,
que desarrolló en su Traité d’Économie politique, publicado en 1803. La teoría
descansa en la noción de que toda oferta implica una demanda, que un producto se
cambia por otro producto, que toda mercancía puesta en el mercado crea su propia
demanda, y que toda demanda ejercida en el mercado crea su propia oferta.
Formulado de este modo, el teorema contiene una simple aseveración de la
interdependencia de una economía de cambio. Si la oferta y la demanda están
indisolublemente unidas, puede negarse, como hicieron Say y Ricardo, la posibilidad de
una saturación general de mercancías, de una sobreproducción general. Puede muy bien
ocurrir una sobreproducción de carácter parcial. No puede negarse que de vez en cuando
algunas mercancías se producen en cantidades que exceden a su demanda, es decir, que
se incurre en costos de producción que después no se cubren con el precio. Pero esto
sólo significa que otras mercancías no se han producido en cantidad suficiente para
abastecer la demanda de ellas. Como dijo James Mill, el discípulo más fiel de Ricardo,
“nunca puede haber una oferta superabundante en casos particulares y, por
consecuencia, una caída del valor en cambio por debajo del costo de producción sin que,
en otros casos, se produzca un déficit correspondiente de la oferta y, por lo tanto, un
aumento del valor en cambio que rebase el costo de producción”. Tales desajustes
parciales deberán corregirse por sí mismos. Si hubiera “superabundancia o déficit… por
razón de un desajuste”, el alza y la baja en los precios alteraría la lucratividad relativa de
las distintas ramas de la producción. “Hay ciertas clases de bienes cuya producción es
menos lucrativa de lo usual; ésta es una desigualdad que tiende inmediatamente a
corregirse por sí misma.”2
Ricardo, adoptando el razonamiento de Say, afirmaba: “Nadie produce sino con el
propósito de consumir o vender, y nunca vende sino con la intención de comprar alguna
otra mercancía que pueda serle útil inmediatamente o que pueda contribuir a la
producción futura. Así pues, al producir se convierte inevitablemente en consumidor de
sus propios bienes o en comprador y consumidor de los bienes de otra persona.”3 Si
todas las ofertas y demandas individuales se equilibran exactamente, la oferta y la
170
demanda totales deben equilibrarse también. Si un equilibrio individual se altera; si, por
ejemplo, hay una saturación de telas porque la oferta ha aumentado mientras que la
demanda no ha cambiado, “faltarán por fuerza otras cosas, pues la cantidad adicional de
telas que se ha fabricado sólo pudo hacerse de una manera: retirando capital de la
producción de otras mercancías, y disminuyendo, por consiguiente, la cantidad
producida… quedando una demanda igual a la mayor cantidad, la cantidad de esa
mercancía es insuficiente”.4 Un exceso de la oferta sobre la demanda se equilibra por una
oferta inferior a la demanda de otra mercancía. Es imposible una saturación general de
mercancías, aparte de la dislocación temporal del equilibrio de la oferta y la demanda de
determinados bienes.
Pero Say y los ricardianos sacaron todavía otra conclusión. Como era imposible la
sobreproducción general, también era inconcebible que alguna vez hubiera acumulación
de capital que excediera del uso que pudiera dársele. Éste era el punto verdaderamente
importante. Ricardo y James Mill deseaban aún más que Smith evidenciar que la
acumulación continua de capital era beneficiosa. Un procedimiento que usó Ricardo para
demostrarlo consistía en hacer ver que el alza de los salarios depende del aumento del
capital de la comunidad. Pero también quería demostrar el teorema más estricto de que
la acumulación de capital nunca puede ser perjudicial. La proposición que tenía que
probar era que no podía “acumularse en un país una cantidad de capital que no pudiera
emplearse productivamente”. La única causa que podía hacer desaparecer el móvil de la
acumulación era un alza de salarios (ocasionada por el costo creciente de las
subsistencias) tan pronunciada, que las utilidades descendiesen por debajo del nivel en
que podía ser lucrativa una acumulación ulterior.5
La identidad entre la oferta y la demanda (y la imposibilidad de que la demanda caiga
por debajo de la oferta) es bastante fácil de demostrar si se supone que lo que se
produce corrientemente también se consume corrientemente. Pero la acumulación de
capital crea una dificultad. La demostración de Ricardo dependía de que pudiera probar
que entre la oferta y la demanda de capital existía un equilibrio tan ineludible como el
que había entre la oferta y la demanda de bienes. La distinción entre trabajo productivo
y trabajo improductivo se aplicó al consumo, con el fin de poder probarlo.
Ricardo, siguiendo a Smith, distingue entre trabajo productivo y trabajo
improductivo. El primero produce un excedente sobre los salarios que se le pagan; el
segundo, no. El economista francés Sismondi lo formuló diciendo que el trabajo
productivo se cambia por capital, y el trabajo improductivo por ingresos. Ricardo
distingue también entre consumo productivo y consumo improductivo. El primero
implica gastar para producir, esto es, poner en movimiento trabajo productivo pagando
salarios y suministrando los instrumentos de producción y las materias primas necesarias.
El consumo improductivo no tiende a una nueva producción. Una persona consume
improductivamente si compra vino para su mesa o emplea un lacayo; si bien, como
hemos visto, también señaló Ricardo que el consumo improductivo consistente en
emplear trabajo improductivo era preferible al que consiste en comprar artículos de lujo.
Capital era lo que se consumía productivamente. Una acumulación de capital
171
significa un aumento en el consumo productivo, es decir, un aumento en la demanda de
trabajo productivo. La cuestión, pues, era ésta: ¿podría ese aumento en la demanda ser
de tal magnitud que excediera de modo permanente a la oferta? En otras palabras: ¿podía
darse una saturación de capital? Evidentemente, la respuesta era negativa. “Si el capital
aumentara con excesiva rapidez en relación con la población, en lugar de recibir siete
octavos de la producción, podrían recibir noventa y nueve centésimos, y con esto no
habría incentivo para seguir acumulando. Se presentaría este estado de cosas si todos los
individuos estuvieran decididos a acumular toda la porción de sus ingresos que no fuese
precisa para satisfacer sus necesidades apremiantes; porque el principio de población no
tiene fuerza bastante para producir una demanda de trabajadores tan grande como la que
entonces existiría.”6 Los salarios serían altos y las utilidades bajas; el incentivo para
acumular desaparecería y con él la saturación aparente de capital. No habría
sobreproducción de bienes ni sobreacumulación de capital. Entre la acumulación y el
consumo (o entre el ahorro y el gasto) existiría la siguiente relación: cuanto más
acumulara el capitalista, menos gastaría improductivamente, y viceversa. Un cambio
cualquiera en las proporciones de las corrientes del ahorro y del gasto implicaba un
cambio en las cantidades de trabajo empleado en la producción de diferentes bienes y,
por lo tanto, en sus valores de cambio. Este cambio resultante proporcionaba, como
hemos visto, la fuerza equilibradora.
La importancia del razonamiento de Ricardo (que aquí hemos simplificado mucho)
era la siguiente: reforzaba la actitud en pro de la acumulación de capital al demostrar que
su ritmo se regulaba por sí mismo, negaba la posibilidad de dislocaciones económicas por
causas inherentes al sistema capitalista, puesto que dicho sistema se autorregulaba
automáticamente, y corroboraba la distinción entre trabajo productivo e improductivo,
que tenía un objetivo social y político definido. Era un razonamiento que aprobaba las
tendencias del sistema vigente y contribuía a poner en su lugar económico adecuado toda
la estructura de consumidores improductivos que habían representado un papel
importante en el antiguo orden social.
La principal finalidad del ataque de Malthus contra la teoría ricardiana era defender al
consumidor improductivo. Históricamente, pues, fue un ataque reaccionario. Malthus
defendía una formulación primitiva, smithiana, de la teoría del valor en una época en que
el capitalismo estaba suficientemente avanzado para requerir una teoría más
consecuente. Malthus, como Smith, probablemente pensaba en función de una
estructura social permanente que tuviese las características de la etapa de transición del
siglo XVIII. Parece que aspiraba a una especie de equilibrio entre los elementos Whig*
aristocráticos y de la primitiva burguesía industrial en un tiempo en que ya era inevitable
la victoria definitiva de estos últimos. La teoría de Ricardo fue, por esa razón,
manifiestamente superior, pues era apropiada a la dirección de la evolución económica de
la época. Pero Malthus tuvo también que demostrar, para sus fines, que el sistema
capitalista no se equilibraba a sí mismo de un modo automático y, por lo tanto, tuvo que
tomar la actitud aparente de un crítico de dicho sistema. La contribución de Malthus es
interesante precisamente porque la defensa de las contribuciones precapitalistas tenía que
172
combinarse no sólo con la aprobación en general del capitalismo, sino también con la
revelación de algunas de sus posibles fallas.
El intento de Malthus de demostrar que la acumulación de capital podía ir demasiado
lejos, comienza con un ataque al método de Ricardo y a su teoría del valor. El ataque no
es particularmente importante por sí mismo, sino en su relación con la tesis de Malthus.
En la introducción a sus Principios de economía política (1820), subraya la diferencia
que hay entre el material de la ciencia económica y el de las ciencias exactas, y advierte a
sus lectores que las proposiciones de la economía política no pueden tener nunca el
mismo carácter que “las que se refieren a cifra y número”.7 En la correspondencia que
sostuvieron entre sí Ricardo y Malthus se refieren con frecuencia a las diferencias de
método que parecían revelar sus diferentes conclusiones.8 Ninguno de ellos, a lo que
parece, deseaba demostrar la superioridad de un método sobre otro, como tal, en
absoluto. Lo que deseaban dilucidar era la razón por la cual, no obstante aceptar ambos
tantas proposiciones fundamentales, llegaban a conclusiones diferentes en un problema
práctico tan importante como el de la sobreproducción. Esta diferencia fue la que
condujo a Malthus a recalcar la necesidad de premisas suplementarias desprendidas de
material empírico nuevo, en la discusión de los problemas de corto plazo, mientras que
Ricardo seguía apoyándose en los procesos a largo plazo que podían ser adecuadamente
explicados por deducciones sacadas de las premisas iniciales. La controversia no tuvo
por base la oposición entre los métodos deductivo e inductivo, sino las diferencias de
opinión acerca de la aplicación correcta de un aparato analítico de un grado determinado
de abstracción. Pero esta diferencia se debía, sin embargo, a otra más profunda en el
objetivo último.
Las objeciones de Malthus a la teoría del valor, de Ricardo, tienen una relación más
directa con el punto que en realidad se decidía entre ellos. En realidad, Malthus no
formuló una teoría del valor que pudiera oponerse seriamente a la de Ricardo. Lo que
hizo fue aprovecharse de algunas de las confusiones de Adam Smith y modificar la teoría
del valor-trabajo para controvertir las conclusiones que Ricardo sacaba de ella y que
servían de apoyo al teorema de Say.9 El resultado, en lo que respecta a la teoría del
valor, es más confusión; pero permitió a Malthus descubrir algunas de las
inconsecuencias de Ricardo en lo relativo a la teoría de la plusvalía. A lo largo de la obra
de Malthus se entremezclan muchas teorías del valor. En uno de sus primeros escritos,
Observations on the Effects of the Corn Laws (1814), censuró a Smith por considerar la
cantidad de trabajo que un bien podía requerir como la medida de su valor; pero él
mismo usó después la definición del valor de Smith, según la cual el valor es la capacidad
de disponer de otros bienes, incluso de trabajo. Pensaba que cuando el valor de un
objeto se estima por la cantidad de trabajo de una calidad determinada (por ejemplo,
trabajo diurno ordinario) de que puede disponer, parecerá ser, incuestionablemente, la
mejor de todas las mercancías, y reunir mejor que ninguna otra las cualidades de una
medida real y nominal del valor cambiable.10
En otros escritos afirma también que la cantidad de trabajo, tanto pasado como
presente, necesario para producir mercancías determina el valor de éstas. Más tarde
173
desarrolló una teoría del costo de producción que es interesante porque incluye las
utilidades. Al definir el valor como la cantidad de trabajo acumulado y presente más las
utilidades (que, según Malthus, era lo mismo que la cantidad de trabajo que la mercancía
podía comprar), demuestra que, en realidad, trataba de superar el dilema ricardiano del
origen del excedente. La dificultad que había surgido en la formulación de Ricardo no se
vence incluyendo las utilidades en el valor; pero con su definición demostró Malthus que
una mercancía atraía más trabajo del que estaba incorporado en ella. De esta suerte,
formuló una teoría del cambio como explotación cuando el cambio tiene lugar entre el
capital y el trabajo, que podía deducirse de las premisas de Ricardo. Malthus estuvo en
las mejores condiciones para hacerlo, destruyendo así la teoría original de Ricardo,
porque éste no había establecido la distinción entre precio y valor, resultado de la
existencia de diferentes estructuras de capital.
Malthus emplea esta definición del valor para desarrollar el concepto de demanda
efectiva, o sea la que es bastante grande para obtener una oferta constante (o, en otras
palabras, un proceso continuo de producción). Consideraba la demanda efectiva de una
mercancía como la cantidad de trabajo que podía comprar por lo común, porque esa
cantidad representaba el volumen de trabajo más las utilidades que eran necesarias para
producirla. Dicho de otro modo, la producción dependía de la existencia de demanda
efectiva, esto es, de demanda que permitía al productor cubrir un costo definitivo con
anticipos del capitalista en forma de salarios, materias primas y capital más una utilidad
de acuerdo con la tasa dominante.
Desde este punto lanza Malthus su defensa del consumo improductivo y su ataque
contra la teoría ricardiana de la acumulación. El requisito necesario para que la
producción no se interrumpa, es que el productor pueda vender su producto en su valor
en el sentido malthusiano, es decir, a un precio que cubra los gastos más la utilidad.
¿Cómo es posible —pregunta Malthus— satisfacer ese requisito? Habiendo descubierto
una posible explicación a la teoría ricardiana del cambio entre el capital y el trabajo,
Malthus comete el error de considerar todo cambio similar al que había postulado entre
capital y trabajo. Siguiendo a Smith, considera los cambios entre bienes y trabajo la
forma más frecuente de cambio como tal. “Ahora bien, no puede discutirse que, de
todos los objetos, aquel por el que se da en cambio una masa mayor de valor es el
trabajo, ya sea productivo o improductivo.”11 Después de este comienzo, todo lo demás
se sigue de un modo natural. El capitalista que compra trabajo productivo paga por él,
por definición, menos de lo que se propone obtener por el producto de ese trabajo; pero
de los trabajadores que emplea no puede obtener un precio que produzca eso. También
por definición, la suma de los salarios que se les pagan es menor que la suma de los
valores de sus productos. La demanda de los trabajadores nunca puede ser bastante
grande como para permitir al capitalista obtener su utilidad y, por lo tanto, nunca puede
ser lo bastante grande para asegurar una producción ininterrumpida. Ni el cambio entre
capitalista y capitalista puede proporcionar ese incentivo para producir. Ambos venden
sus productos a un precio que incluye la ganancia, de suerte que, aunque puedan
engañarse ocasionalmente el uno al otro, a fin de cuentas no queda ningún incentivo.12 Si
174
el productor ha de confiar en la demanda de sus compañeros productores y de sus
obreros, se llegará al estancamiento.
Malthus encuentra una solución en el consumo improductivo: es éste el que permite
que la demanda siga siendo efectiva. “Es absolutamente necesario que un país con gran
capacidad de producción posea un sector de consumidores improductivos.”13 Estos
consumidores permiten al capitalista obtener la utilidad sin la cual dejaría de producir y
que no puede hallar en el mercado que le ofrece la demanda combinada de los
trabajadores y de los otros capitalistas. Otra solución sería que los capitalistas mismos
consumieran el exceso de productos. “Pero dicho consumo —pensaba Malthus— no era
compatible con los verdaderos hábitos de la generalidad de los capitalistas”, quienes
siempre estaban procurando ahorrar una gran fortuna y cuyos intereses comerciales no
les brindaban la oportunidad de gastar improductivamente en escala suficiente.14
La necesidad de consumidores improductivos se hace aún más patente cuando
consideramos su función a la luz de la acumulación de capital que tiene lugar en un país
progresista. Malthus afirmaba que “el intento de acumular con mucha rapidez, que
necesariamente implica una disminución considerable del consumo improductivo, debería
frenar prematuramente los progresos de la riqueza, debido a los grandes perjuicios que
sufrirían los móviles habituales de la producción”.15 La acumulación rápida, o ahorro,
disminuye la eficacia de la válvula de seguridad del consumo improductivo. En
consecuencia, disminuye la demanda efectiva y destruye el incentivo para producir. No
podía negar Malthus que era importante mantener cierto grado de acumulación para
mejorar la capacidad productiva y aumentar la riqueza de la comunidad; pero pretendía
que la acumulación podía ser llevada al exceso y que era necesario mantener un
equilibrio adecuado entre el ahorro y el consumo, si bien su análisis de la forma en que
podía lograrse tal equilibrio no fue muy detallado.
Enumeró muy detalladamente las diferentes clases de consumidores improductivos.
Los terratenientes son los primeros. Aunque sacan su renta de los capitalistas,
desempeñan una función muy útil, pues pueden ejercer una demanda que no está
equilibrada por la producción. Además, debe haber una gran cantidad de sirvientes,
estadistas, soldados, jueces y abogados, médicos y cirujanos, y clérigos, que sumen su
demanda a un total que de otra manera sería deficiente. Podían ser trabajadores
improductivos —Malthus no rompió con la clasificación de Smith y de Ricardo—, pero
sin ellos no habría demanda efectiva.
Cosa sorprendente en la teoría de Malthus es que no presenta el sistema económico
como autocorrector. A menos que se mantenga una clase numerosa de consumidores
improductivos, habrá inevitablemente periodos de sobreproducción y estancamiento. Por
primera vez, al menos en la teoría económica inglesa, se admitió la posibilidad de crisis
suscitadas por causas inherentes al sistema capitalista. La oposición de intereses entre el
capital y el trabajo es expuesta de manera aún más impresionante que en Ricardo. “En
verdad es de suma importancia señalar que ninguna capacidad de consumo por parte de
la clase trabajadora podrá proporcionar por sí sola un estímulo para el empleo de
capital.”16
175
Pero el nuevo papel que su teoría asigna a los consumidores improductivos es
igualmente notable y refleja con mayor exactitud la intención de Malthus. Es tentador ver
en ese argumento (precursor de muchas teorías del subconsumo) un intento de conciliar
el antiguo y el nuevo orden social. Malthus se inclina en favor de la industria capitalista,
pero no le agrada su función revolucionaria vis-à-vis de los restos del feudalismo. Está
dispuesto a aceptar el capitalismo porque trae consigo un aumento de la producción. Ha
visto su triunfo virtual en Inglaterra y comprende que es inútil atacarlo radicalmente;
pero tiene que encontrar en él un lugar seguro para las clases a las que el capitalismo
relegó a una situación económica muy inferior. De ahí la actitud protectora del
“sacerdote aristócrata”, su cariño por los terratenientes, por su prodigalidad al conservar
gran número de dependientes (retainers), su deseo de obras públicas y su complacencia
para con la deuda del gobierno.
Los reformadores sociales contemporáneos que aclaman a Malthus como uno de sus
precursores pasan por alto más de la mitad de su obra. El tipo de sociedad que emerge
de sus escritos no siempre es un espectáculo agradable. La clase trabajadora asedia
constantemente los medios de subsistencia; el capitalista paga a sus trabajadores un
salario inferior a los valores que producen, que apenas les alcanza para sobrevivir. La
sociedad se salva de la destrucción por una numerosa clase de consumidores
improductivos que, en tal sistema, son poco más que parásitos.
Así pues, en resumidas cuentas, Malthus era un reaccionario. La forma particular
como se manifestó estuvo determinada por el grado muy elevado de desarrollo que el
capitalismo había alcanzado en Inglaterra. La defensa de los intereses precapitalistas
implicaba en aquella etapa un ataque al propio capitalismo, e implicaba también, si había
de tener alguna consecuencia, penetrar considerablemente en el funcionamiento del
sistema capitalista. No es casualidad que, en las condiciones mucho menos avanzadas de
Alemania, una reacción análoga tomase una forma romántica y mística, mientras que en
Francia, con la experiencia de la gran revolución como fondo, la crítica económica,
formalmente emparentada con la de Malthus, asumiera un sentido político.
Sin embargo, aún sigue siendo cierto que, desde el punto de vista estrictamente
lógico del desarrollo de los instrumentos analíticos, la teoría malthusiana ha sido
justamente rescatada del olvido por autores contemporáneos, principalmente por
Keynes. Cualesquiera que hayan sido los móviles y las conclusiones del propio Malthus,
sus ideas —o quizás mejor las ideas intercambiadas entre él y Ricardo en su famosa
controversia— revelan una preocupación temprana por uno de los problemas más
importantes de la economía moderna: la determinación del nivel de la demanda total.
3. LOS ROMÁNTICOS ALEMANES
a) Las fuentes del romanticismo: Burke, Fichte. Malthus vivió en el ambiente de una
industria capitalista floreciente y de un análisis económico penetrante. Su reacción contra
la escuela clásica revela la fuerza de aquel ambiente. Malthus libró una última batalla y
176
comprendió que el capitalismo y el utilitarismo habían de ser aceptados. Al principio, fue
todavía discípulo fiel de la escuela clásica: los argumentos del Ensayo sobre la población
llegaron a ser parte integrante de su tradición. Pero cuando vio que el progreso del
capitalismo amenazaba los intereses que le importaban, se convirtió esencialmente en un
apologista del feudalismo sobre bases capitalistas y utilitarias. El movimiento inglés de
reforma social (que surgió más tarde sobre la base no intervencionista del clasicismo
económico), y cuyo principal exponente fue John Stuart Mill, fue una forma más feliz de
esa misma transacción. La referencia explícita de Mill a la influencia de Coleridge es una
prueba más de la similitud esencial del movimiento.
Ni la práctica ni la teoría del capitalismo estaban muy desarrolladas en la Alemania de
comienzos del siglo XIX: quienes se oponían al intento de llevarla, tanto económica como
intelectualmente, al nivel de sus vecinos, no se vieron obligados desde el principio a
someterse a la economía política clásica y a la filosofía de que formaba parte. Como su
contraparte literaria, la escuela romántica alemana de economía política no necesitó tener
ningún trato con la filosofía del capitalismo. Los economistas románticos todavía no
libraban una batalla perdida contra el capitalismo: no necesitaron hacer mucho caso de su
teoría económica. El retraso en el desarrollo del ambiente económico alemán explica la
reaparición tardía, y muchas veces desfigurada, de batallas ideológicas que ya se habían
decidido en otras partes; explica el nacimiento de la economía política romántica, y siguió
actuando a lo largo del siglo XIX.
Comparado con Malthus, el movimiento romántico en la doctrina económica produce
una obra de un nivel teórico marcadamente inferior. Difícilmente podía ser de otra
manera, pues su finalidad no era el conocimiento de la realidad y su representación en un
sistema científico coherente. Como si las obras de los líderes de la escuela no lo
proclamasen por sí mismas, un admirador contemporáneo del romanticismo político nos
dice que su “ciencia” rechazaba el análisis lógico.17 Podría argüirse que cualquier tipo de
doctrina económica y política producido sobre tales bases no tiene cabida en la historia
del desarrollo de la ciencia económica. Y este argumento podría apoyarse por el hecho
de que el estudio de la economía en los países donde es sólida la tradición liberal no
suele interesarse por las vaguedades de los románticos alemanes. Pero aunque las
universidades las ignoren, su fuerza, o por lo menos la fuerza de ideas análogas a las
suyas, está lejos de haber muerto. En su país natal obtuvieron un triunfo retrasado que,
aunque efímero, las hace acreedoras cuando menos a la crítica. Además, el tenor general
de esas ideas está especialmente adaptado a todo movimiento político que necesita
apoyarse en el oscurantismo en cuestiones intelectuales y en métodos totalitarios en lo
que respecta al gobierno. Por consiguiente, esas ideas no dejan de tener,
desgraciadamente, sus concomitancias con el mundo contemporáneo.18
Puede preguntarse, para empezar, cómo un cuerpo de ideas que confiesa
abiertamente su falta de lógica y su desprecio por el conocimiento racional pudo ejercer
alguna vez gran influencia. En realidad, el pensamiento social romántico jamás pudo en
el pasado sobrevivir a la crítica. Fue efímero aun en Alemania, al comienzo; y después
de mediado el siglo XIX tuvo general aceptación una versión de la economía política
177
inglesa. La desaparición del romanticismo en aquel tiempo, y su recrudescencia de vez
en cuando desde entonces, indican que hay dos circunstancias (relacionadas la una con la
otra) desfavorables para la existencia de ilusiones económicas y políticas. Una es la
expansión económica y la elevación casi universal del nivel de bienestar. La otra es la
libertad de investigación científica. Poco necesita decirse de la primera. Es un hecho bien
conocido que el irracionalismo tiene un gran estímulo en la depresión económica. Sólo
cuando los hombres desesperan del futuro están expuestos a perder la fe en el poder de
la razón humana para comprender y resolver sus problemas.
El segundo factor es de un orden de importancia distinto. La desesperación material
puede crear un medio favorable a las ilusiones; pero mientras queda algo de pensamiento
racional, las ilusiones no pueden persistir. Por lo tanto, la ilusión romántica tiene que ser
enemiga implacable del pensamiento racional, no sólo en teoría, sino también en la
práctica. Una condición para la existencia continuada del romanticismo político es que no
haya pensamiento racional. La razón, la investigación científica y la atmósfera de libertad
en que únicamente pueden florecer, tienen que ser abolidas en sentido literal para que la
ilusión consolide su poder sobre las mentes de los hombres. El progreso económico del
siglo XIX, que convirtió a Alemania en un país industrial y capitalista, también liberalizó
su estructura política y social y creó el ambiente institucional que hace posible el análisis
racional del proceso económico. Cuando, en los “treintas”, cesó ese análisis racional y
fue remplazado por innumerables variantes de la ilusión romántica, ocurrió así porque su
existencia se había hecho físicamente imposible. Lo que quedaba del pasado fue
desalojado por los enormes medios de que dispone la propaganda contemporánea; y el
creciente vacío de ideas lo llenaron las de una época más primitiva.
Juzgada según patrones ingleses y franceses, Alemania era, a principios del siglo XIX,
un país económicamente atrasado. Su base económica era una agricultura feudal. Sólo
contaba con una industria primitiva regida por reglamentaciones gremiales de la Edad
Media. Políticamente, el rasgo distintivo era la existencia de multitud de pequeños
Estados gobernados por príncipes absolutos. La política económica reflejaba esas
condiciones. Abundaban las reglamentaciones que obstruían la industria y el comercio.
Cada Estado particular había ido tan lejos por el camino mercantilista, que poseía una
moneda “nacional” para su propio territorio y practicaba un proteccionismo rígido vis-àvis de los demás Estados alemanes. Friedrich List se lamentaba de que los comerciantes
y los industriales alemanes tenían que gastar la mayor parte de su tiempo en tratar de
vencer las enfadosas alcabalas y de modificar las reglamentaciones. Para el mundo
exterior, sin embargo, Alemania no era una unidad económica cerrada. No había
dirección central, y los artículos extranjeros, fabricados en condiciones más adelantadas
por Inglaterra y Francia, encontraban un mercado alemán disponible.
Los ojos de los negociantes y de los teóricos se volvieron hacia sus afortunados
rivales, y se suscitó una viva discusión acerca de las causas del atraso alemán. La teoría
y la práctica de las sociedades inglesa y francesa fueron ávidamente examinadas con la
esperanza de encontrar en ellas rasgos que pudieran ser imitados con provecho. Las
teorías económicas de Smith y de Ricardo, la filosofía de los utilitaristas y las reformas
178
políticas de la Revolución francesa empezaron a influir en la mentalidad de la gente. La
naciente clase mercantil alemana encontró en ellas la expresión de sus propios intereses y
de los de toda la comunidad, y surgió un movimiento, en estrecha alianza con el que
propugnaba la unidad nacional y el liberalismo político, que tendía hacia el liberalismo
económico en la teoría y en la práctica. Su forma inmediata implicaba medidas que no
eran compatibles con la política económica clásica de los ingleses, pero en esencia fue un
intento para trasplantar la teoría económica liberal a un medio algo diferente de aquel en
que primero había florecido.
El movimiento romántico nace como reacción contra la influencia que el clasicismo
económico inglés estaba empezando a ejercer. Para su teoría y su política económicas
podía inspirarse en la tradición mercantilista y cameralista, y para elaborar una filosofía
social que le sirviera de base, de su propia concepción de la Edad Media sacó una teoría
que se oponía a la filosofía de la ley natural y a su derivación utilitarista. Los dos
filósofos políticos que más influyeron sobre los románticos fueron Johann Gottlieb Fichte
y Edmund Burke. Ninguno de ellos fue, en realidad, un romántico ni un medievalista,
pero sus ideas eran lo bastante complejas para servir de inspiración a escuelas ideológicas
opuestas.
Es difícil comprender la admiración por Burke, que fue una característica tan
sorprendente de los economistas románticos. Burke pertenecía esencialmente a la
tradición de donde nació el liberalismo inglés, la tradición de Locke y Adam Smith;
participaba de la duda utilitarista sobre la eficacia de la acción gubernamental, era
partidario del librecambio, y adoptó una actitud liberal hacia la India y las colonias de
Norteamérica. Toda su obra se inspira en el espíritu de la constitución inglesa. Como
alguien ha señalado, su Thoughts on Scarcity pudo haber sido escrito por Adam Smith.19
En Burke, empero, existe una vena conservadora y aristocrática. No obstante su nointervencionismo, en el terreno práctico tenía mejor opinión de la fuerza e importancia
de las finanzas del Estado que Adam Smith. Por razones de conveniencia deseaba
también una iglesia rica y financieramente independiente. Concedía gran importancia a
los derechos de propiedad, implícitamente salvaguardados en toda la economía política
clásica. No consideraba capaces de gobernar a las clases inferiores, pensaba que
únicamente la propiedad podía ser base del gobierno y concedía a la propiedad territorial
un lugar de honor. Esta actitud de Burke podía desligarse de la base capitalista y
utilitarista sobre la que estaba sustentada, para aplicarse a un propósito reaccionario.
El Burke a quien admiraban los románticos alemanes no era el autor de
Pensamientos sobre la escasez, sino el de Reflexiones sobre la Revolución Francesa.*
Burke estaba alarmado por la influencia de la Revolución francesa sobre el pensamiento
utilitarista inglés. Admitía las consecuencias de la Revolución inglesa de 1688, pero temía
los efectos del nuevo fervor revolucionario sobre el dominio que la burguesía tenía
firmemente establecido en Inglaterra. Ningún otro documento en la historia del
pensamiento político muestra con mayor claridad que Reflexiones la desaparición del
propósito revolucionario que había inspirado al pensamiento liberal antes de su triunfo.
En él se conservaba aún la actitud utilitarista hacia el gobierno. Burke no se revierte a las
179
doctrinas que Locke había rechazado. Aún consideraba a los reyes como servidores del
pueblo y creía que su poder tenía una base utilitaria. No atacó la declaración de los
derechos del hombre porque se basara en una teoría errónea de los objetivos del
gobierno, pero la desaprobaba porque no tenía en cuenta la conveniencia política. Su
actitud antidemocrática era la del estadista práctico que negaba que los escribas que
habían inspirado la Revolución francesa y los ignorantes políticos que la habían realizado
fuesen los mejores jueces del interés general. Su actuación había producido malos
resultados, y la norma pragmática era la única que podía aplicarse a los problemas
políticos. Hay que impedir que la doctrina de la soberanía del pueblo conduzca a los
mismos errores que la del derecho divino de los reyes. No debe empleársele para
defender acciones que consideran productoras de males quienes tienen experiencia de la
dirección política. El hombre adquiere ventajas y derechos al entrar en sociedad, pero
también renuncia a otros derechos. La facultad de elegir a sus representantes no le da la
de destruir toda la estructura gubernativa. Estabilidad, tradición, historia, dice el
conservador que hay en Burke, son tan importantes como los derechos abstractos del
gobierno popular.
Una condena de la Revolución francesa por tales motivos fue bien acogida por la
reacción alemana. Ignorando por completo que Burke estaba conforme con lo esencial
del utilitarismo y del capitalismo (lo cual es la parte más importante de él), los románticos
se fijaron en sus cualidades conservadoras y rechazaron el liberalismo individualista, que
veía en el Estado sólo una institución utilitaria.
En 1793 Friedrich Gentz tradujo Reflexiones al alemán, e inmediatamente se
convirtió en una de las principales fuentes del romanticismo. Su otra gran inspiración
procedía de la filosofía política de Fichte. En 1796 apareció su libro Fundamentos del
derecho natural según los principios de la doctrina de la ciencia, que daba una
interpretación del derecho natural no muy diferente de la conservadora de Burke sobre el
utilitarismo. Fichte estaba también dentro de la tradición de Locke; pero, al igual que
Burke, no sacó conclusiones democráticas de la filosofía del derecho natural. Las
experiencias de la Revolución francesa se combinaron con la situación de Alemania para
llevarlo a una concepción del Estado que pudieran utilizar los románticos. Según Fichte,
“a consecuencia del contrato de asociación el individuo se convierte en una parte de un
todo organizado, fundiéndose de este modo en unidad con él”.20 Al Estado se le describía
mejor como un “producto natural organizado”, cada una de cuyas partículas sólo tenía
existencia por virtud de su participación en el todo.21 La importancia del organismo del
Estado se hizo aún más pronunciada en los escritos posteriores de Fichte. Partiendo de
una concepción aristotélica del Estado, llegó a considerarlo como una entidad especial
independiente de los miembros individuales que lo componían. De aquí se deriva la
concepción totalitaria de los románticos.
b) Gentz, Müller. Ya hemos mencionado a uno de los caudillos del movimiento
romántico. Federico Gentz (1764-1832) fue un político que empezó como ardiente
admirador de los liberales ingleses y de la Revolución francesa. Aun después de haber
180
traducido a Burke y de haberse convertido en crítico de la revolución, siguió siendo un
creyente de las partes liberales, así como de las conservadoras del pensamiento de
Burke. Durante algunos años continuó defendiendo la libertad de prensa y la libertad de
comercio. No creía que la supremacía internacional de Inglaterra en el comercio
internacional fuese perjudicial para el resto de Europa, como creyeron los proteccionistas
posteriores. Económica y políticamente, Inglaterra representaba una estructura ideal que
juzgaba que debía estudiarse cuidadosamente. Compartía el optimismo de Adam Smith y
creía que el triunfo de los principios económicos de éste curaría los males políticos y
traería la paz. Pensaba que el egoísmo era el móvil principal de la conducta humana, y
estaba seguro de que la providencia hacía que cada individuo contribuyese al bien común
aun cuando sólo buscase el propio. Su fe en la posibilidad del progreso perpetuo le hizo
menospreciar la Edad Media y aclamar el descubrimiento de América.
Sin embargo, ni aun en esta primera etapa de su vida aceptó Gentz íntegramente el
liberalismo económico. Subrayó el abandono del librecambio por Adam Smith cuando
estaba en juego la defensa. Consideraba antinatural el progreso del comercio, de la
industria y de la agricultura científica, aunque no podía negar su utilidad. Acogió con
agrado las posibilidades que brindaba América, pero no porque trajera mayores
oportunidades de comercio. Ni el oro ni la plata ni los monopolios comerciales ni el
mayor poder político de las metrópolis eran los verdaderos beneficios que producían las
colonias, sino el tremendo impulso que recibían nuevas actividades y relaciones
humanas.
Pero a la importancia concedida a los valores ideales del liberalismo no tardó en
sucederla una condenación completa de sus preceptos políticos y económicos. Comenzó
entonces lo que un autor llamó un proceso de ‘’desecación”.22 El político ambicioso y
capaz que había en Gentz se impacientó por la constante atención a la opinión pública
que exigía el liberalismo democrático. El contacto con la poderosa máquina estatal
austriaca le dio una idea de las funciones del gobierno que no era compatible con las
doctrinas de Smith. Gentz intentó llegar a una transacción subrayando el poder de las
finanzas públicas para encauzar la actividad económica de la comunidad en conjunto.
Era decidido partidario de la tributación indirecta como instrumento de la política del
Estado. Pensaba que la tributación directa tendría que ser constantemente modificada
para que no resultase anticuada. De aquí sólo había un corto paso a la defensa que
Gentz hizo de las heredades feudales, las cuales —decía— constituían un ejemplo para
los agricultores.
En la teoría del dinero que Gentz formuló se pone en evidencia el excesivo poder
atribuido al Estado. Gentz fue un denodado defensor del papel moneda inconvertible y
se opuso a las ideas de Ricardo y del Comité Metalista (Bullion Committee). Bajo la
influencia de su amigo Adam Müller, expuso la opinión de que la palabra del Estado era
lo único que convertía en dinero cualquier cosa, ya fuese papel o metal. Esta opinión,
que más tarde reelaboró Knapp para convertirla en la teoría del dinero como producto
del Estado, se convirtió en una característica común de todo el pensamiento económico
romántico.
181
Su fe creciente en el Estado fuerte le hizo volver los ojos a la Edad Media en busca
de inspiración, y aunque no fue tan lejos como sus colegas románticos, en sus últimos
escritos se destaca cada vez más una concepción idealizada del feudalismo. La influencia
de Müller se hizo más fuerte y su propio sentido práctico desapareció gradualmente.
Quien en otro tiempo había sido un admirador de Burke acabó siendo un reaccionario
completo. Llegó a ser amigo y confidente de Metternich, y dedicó sus dotes de estadista
a la opresión y la intriga. Perdió hasta el último vestigio de liberalismo, y hasta prescindió
de las excusas idealistas que le habían servido para ocultar su temprano repudio de los
principios liberales. Pasó los últimos años de su vida con un temor constante a la
revolución, y murió maniático, amargado y odiado.
Gentz fue el político de la escuela romántica. Su amigo Adam Müller (1779-1829)
fue el teórico. Müller estuvo olvidado casi por completo hasta que los nazis alemanes,
puestos a buscar antecesores teóricos, redescubrieron sus doctrinas. Müller nació en
Berlín, recibió sus mejores estímulos en la Universidad de Gotinga y durante algunos
años fue crítico literario, autor y catedrático. Tuvo amistad con muchos políticos y con
los líderes del romanticismo literario. Participó algo en política, sobre todo, brindando el
apoyo de su talento literario a la política reaccionaria de los terratenientes, que se
oponían entonces a las reformas liberales. Mediante la influencia de Gentz ante
Metternich, obtuvo cargos públicos en Viena, donde pasó los últimos años de su vida.
Para enjuiciar las ideas de Müller, es importante recordar su carrera. Aunque había
aprendido de sus maestros de Gotinga el desagrado por la filosofía del derecho natural y
por el liberalismo, sus esfuerzos literarios no estuvieron desligados de sus actividades
políticas. A pesar de sus vaguedades, de su estilo extravagante y de su calidad “poética”,
los escritos de Müller eran armas destinadas a ser usadas en las luchas políticas. Müller
no llegó a meterse en el corazón de la política. Carecía de la experiencia y la inteligencia
práctica de Gentz, pero conocía la política lo bastante para saber la función que
desempeñaban sus artículos y su cátedra. Metternich le confió muchas gestiones
diplomáticas, y sería erróneo pensar que un hombre tan ambicioso y que podía
aprovechar hábilmente las oportunidades políticas para mejorar de posición, tuviera la
cabeza en las nubes cuando escribía sobre teoría política. La reacción luchaba con todas
sus fuerzas contra la marea del liberalismo, y sabía lo que valía un aliado en el frente
literario que emplease el lenguaje a la moda del romanticismo y ocultase la cruel realidad
de la opresión detrás de palabras altisonantes, pero vagas, que apelaban al idealismo de la
gente.
Adam Müller no empezó como un romántico de todo corazón. Su primera obra
como crítico literario fue una reseña de Der geschlossene Handelsstaat (1800), de
Fichte. En este libro Fichte aplicaba a los problemas económicos su transigencia entre el
individualismo y el Estado. El derecho natural seguía siendo aún la base del
Handelsstaat, pero Fichte rechazaba el laissez faire porque el poder estaba distribuido
con demasiada desigualdad. Esto le llevó a trazar un plan para una Utopía donde
concebía la función del Estado en un sentido más que utilitario. El Estado no sólo tenía
el deber de proteger la propiedad de cada miembro, sino el de garantizar que cada uno de
182
ellos tuviera en propiedad aquello que por derecho natural le pertenecía en virtud de sus
aportaciones al trabajo de la comunidad. El Estado debía actuar positivamente para dar a
sus individuos lo que necesitaban, y Fichte describe detalladamente la constitución del
Estado que tendría la posibilidad de hacerlo. Para poder actuar de acuerdo con los
dictados del derecho natural, el Estado tenía que ser unidad cerrada. Por esta razón, y a
pesar de muchas coincidencias sobre puntos fundamentales, Fichte se oponía al
cosmopolitismo y al librecambismo de Smith. No era sólo el nacionalismo lo que le hacía
abogar por la autosuficiencia. La suspensión de todas las transacciones con el mundo
exterior se consideraba indispensable, si el Estado ideal había de permanecer aislado de
los choques que, inevitablemente, produce el comercio exterior. Fichte, como hoy los
campeones más extremados de la autarquía, consideraba el comercio exterior no sólo
como una fuente de dislocación económica, sino también como una causa de rivalidades
nacionales que culminaban en guerras.
Al examinar los mejores medios para aislar al Estado, Fichte insistía en la supresión
del dinero metálico. Adoptó la opinión de que el dinero no tenía ninguna utilidad: el
material de que está hecho es irrelevante, sólo es un símbolo y únicamente el Estado
puede conferirle esa calidad. Después establecía una distinción entre Weltgeld y
Landesgeld, el dinero mundial formado por metales preciosos, y el dinero nacional que el
mandato del Estado ha hecho de general aceptación. Comprendía la naturaleza del
comercio, de los precios y del dinero con claridad suficiente para darse cuenta de las
consecuencias de su proposición de que no hubiera Weltgeld en su Estado ideal. Su
Landesgeld tendría un valor fijo. Al aceptar la teoría cuantitativa del dinero, comprendió
que ello implicaba precios fijos (su idea general de las funciones económicas del Estado
ideal le condujo a revivir la noción del “precio justo”) y una unidad económica
totalmente cerrada. En esto fue más consecuente que los partidarios posteriores de la
teoría del dinero como producto del Estado; y fue perfectamente claro acerca de la
relación entre su proposición y las prácticas vigentes. Insistió en que no le interesaba el
papel moneda inconvertible que entonces existía: su Landesgeld se destinaba sólo al
Estado ideal futuro.
La reseña de Müller fue una crítica violenta de Fichte, que se oponía en absoluto a
éste inspirándose en el espíritu de las doctrinas smithianas. Acusaba a Fichte de falta de
realismo, de ignorar la economía política y de tener una actitud cerradamente aldeana.
Comparaba desfavorablemente sus opiniones con la profunda penetración que Adam
Smith logró de los procesos económicos y, sobre todo, ponía en duda el elogio que hacía
Fichte de la sabiduría del Estado. Su defensa de Smith, debida probablemente a la
influencia de Gentz, no mostraba indicios aún de las opiniones antiliberales de las que el
autor pronto sería campeón.
En realidad, si en los últimos escritos de Müller hay un pensamiento rector, es el de
una reacción contra Adam Smith. De esas obras las dos más importantes son Elemente
der Staatskunst (1809) y Versuch einer neuen Theorie des Geldes (1816), que contienen
la esencia de la filosofía social y económica del autor. Es difícil destilar esa esencia de la
mezcla caótica de ideas que Müller propugnó; ni cuando se ha logrado aislar ciertas
183
nociones básicas, es fácil darles una expresión precisa y exacta.
Müller no dejó nunca de respetar a Smith, pero atacó a sus incondicionales discípulos
alemanes. Decía que éstos habían importado sólo el esqueleto de la teoría de Smith, y
que habían tratado de aplicarla sin tener en cuenta la diferente naturaleza del Estado
alemán. Pensaba que Smith había hecho generalizaciones indebidas de la experiencia
inglesa; había sido influido excesivamente por el carácter industrial y urbano de la
civilización inglesa, y había elevado ilegítimamente la práctica del cambio a la categoría
de principio natural. Esto le había hecho mirar a la comunidad desde el punto de vista de
los intereses egoístas de los individuos. Müller destaca el altruismo y la religión contra lo
que considera el egoísmo y el materialismo de Smith. Creía que el Estado debía ser
considerado como un organismo; los individuos, que son las células, no podían
concebirse fuera de la totalidad del Estado, los Volksganzes. Esto es todo cuanto puede
decirse de la idea que Müller tenía del Estado. ÉI mismo afirmaba que era imposible
encerrar la naturaleza del Estado en palabras y definiciones. Cada nueva generación,
cada gran hombre le da una nueva forma y hace inadecuada la antigua definición. Müller
desprecia los conceptos muertos, como él los llama. “Vom Staate aber gibt es keinen
Begriff” (pero del Estado no puede haber concepto); de ese ente sublime solo puede
haber una idea que está en movimiento y crecimiento constantes.23
Müller, sin embargo, pasa a dar una definición. “Todo hombre se encuentra en el
centro de la vida cívica: tiene tras sí un pasado que debe respetarse, y ante sí un futuro
que debe cuidarse. Nadie puede libertarse de esta cadena… Por último, el Estado no es
meramente una institución artificial, ni precisamente una de las mil invenciones
agradables y útiles de la vida cívica; es la totalidad de esa vida cívica misma, necesaria
en cuanto hay hombres, inevitable…”24 Éstas son sus tres proposiciones fundamentales
destinadas a explicar la relación del individuo con el Estado. Llevan a la conclusión de
que sin el Estado el hombre no puede “oír, ver, pensar, sentir, amar; en suma, no puede
ser pensado de otro modo que dentro del Estado”.25
Las dos ciencias sociales son el derecho y la sabiduría; incluyen la política y la
economía, y las une la religión. A Dios debe concebírsele como el juez supremo y el
supremo pater familias. Sin la religión, la actividad económica pierde su objetivo final.
La producción se emprendería por sí misma y por el amor de Dios, mas no por la
recompensa material que reporta. Las dificultades de la vida económica surgen, sobre
todo, porque los hombres se olvidan del poder divino. El trabajo no es la única fuente de
producción. Sólo es el instrumento al que hay que añadir el poder (que viene de Dios) y
los apoyos materiales de la propiedad de la tierra y del capital ya existente. Este énfasis
religioso es muy marcado en los escritos de Müller. Su Elemente fue publicado cuatro
años después de haber ingresado su autor en la Iglesia Católica Apostólica y Romana, y
en todos sus escritos subsiguientes infundió el género de catolicismo que tan
estrechamente vinculado estaba con la política austriaca de la época.
La opinión que Müller tiene del Estado es una parte esencial de sus teorías
económicas. Como vocero de la reacción, idealizó la Edad Media. El Estado orgánico
ideal, en el que los derechos y los deberes eran instintivos en todos los miembros de la
184
comunidad, en el que cada uno aceptaba su situación y las tres clases constituidas por los
clérigos, los nobles y los burgueses (Müller nunca incluye a los campesinos) viven en
armonía, es trasplantado a la Edad Media feudal. El hecho de que su predilección por lo
medieval no chocase con su deseo de un Estado omnipotente revela hasta qué punto
estaba idealizado el cuadro que Müller pinta del feudalismo. No obstante, sirvió como
trasfondo contra el cual podía parecer menos reaccionaria la defensa que Müller hace de
la propiedad feudal.
Su teoría de la propiedad, la riqueza, la producción y el capital es bastante vaga e
idealista. La propiedad —dice— debe concebirse en forma tal, que se evite la
desafortunada separación de personas y cosas. La unión de éstas es una característica de
un estado feliz, y se logra en el feudalismo. Cada hombre es, al mismo tiempo, persona y
cosa: como persona, posee; como cosa, es poseído. El Estado es la persona que lo
posee. La observancia estricta de la propiedad privada, tal como se entiende en el
derecho romano, destruye la comunidad. El sistema feudal no reconoce la propiedad
privada absoluta, sino sólo el usufructo. Es necesario conservar este aspecto de la
propiedad, y Müller propone la unión del derecho feudal y el derecho anglorromano. “La
agricultura, la propiedad territorial y la guerra abogarán constantemente por las relaciones
feudales; la industria, el comercio, la propiedad mueble y la paz defenderán la propiedad
privada estricta.”26 Ambas cosas deben estar presentes en el Estado orgánico; su nexo se
hace necesario, sobre todo, por las exigencias de la guerra. Las instituciones feudales
dificultan la industria y el comercio; pero como esas instituciones se basan en el principio
de que no puede concebirse el Estado sin guerra, la limitación que imponen a la riqueza
queda compensada por el espíritu bélico que infunden en todas las instituciones
pacíficas. Por otra parte, aunque los derechos de propiedad privada parecen coartar el
derecho feudal, la guerra adquiere mayor facilidad de operación por la existencia del
interés financiero, que depende de los derechos de propiedad estricta.
También define la riqueza en relación con el Estado totalitario. Todas las cosas tienen
un carácter privado y un carácter cívico y, por lo tanto, un valor individual y un valor
social. La riqueza es también al mismo tiempo propiedad privada y propiedad pública.
No puede ser definida en relación con las cosas solamente: “Está en el uso tanto como
en la propiedad.”27 La riqueza de una nación no puede calcularse en peso y número:
éstos sólo demuestran que la riqueza puede crecer. Su existencia real puede percibirse
sólo por el uso. El Estado no debe interesarse únicamente por las cosas tangibles, sino
por la totalidad de los bienes materiales y no materiales, por las personas y las relaciones,
todo lo cual constituye su riqueza. La producción, en el sentido económico clásico,
consiste en aumentar los bienes materiales y los patrimonios privados. Adam Smith había
razonado como si la riqueza de una nación fuese sólo la suma de las riquezas privadas de
sus miembros, y por esta razón había aconsejado a los estadistas que adoptaran una
política de laissez faire, que proporcionaría al interés personal el mayor campo de
acción. El verdadero objeto de la economía política según Müller es doble: a) La
multiplicación máxima de toda la utilidad de personas, cosas y bienes ideales; b) La
producción e intensificación del “producto de productos”, o sea la unión económica y
185
social de la gran comunidad o familia nacional.28 Hace hincapié, sobre todo, en la
producción nacional, en el interêt géneral más bien que en el interêt de tous,
exactamente como la idea del Estado se basa no en la volonté de tous, sino en la volonté
générale.29
Los factores de la producción no son la tierra, el trabajo y el capital, sino la
naturaleza, el hombre y el pasado. Este último incluye todo capital, material y espiritual,
que se ha acumulado en el transcurso del tiempo y está ahora disponible para ayudar al
hombre en la producción. Los economistas —dice Müller— han tendido a ignorar el
capital espiritual. El caudal de experiencia, legado de la actividad pasada, se pone en
movimiento por medio del lenguaje hablado y escrito, y es deber de los eruditos
conservarlo y aumentarlo. Todos estos elementos colaboran en toda producción, aunque
su importancia varíe en las diferentes ramas de la misma. En agricultura, lo importante es
la propiedad de la tierra; en industria, lo es el trabajo; en comercio, el capital,
principalmente en su forma monetaria; y en la ciencia, el capital de ideas. Pero en todas
ellas están presentes también los demás elementos. Se elogia el feudalismo porque su
estructura social refleja la existencia de estos factores de la producción. La tierra
conduce a la nobleza; el trabajo, a la situación de burgués, y el capital espiritual, al clero.
En cuanto al capital material, en un principio estuvo vinculado al clero, pero la
desintegración del feudalismo trajo la separación del capital material y del espiritual. El
concepto de capital material empezó a invadir todos los demás factores y a ganar la
supremacía sobre la totalidad de la vida cívica, alcanzando la mayor influencia en todas
las esferas de la producción, por lo que los economistas empezaron a distinguir
únicamente la tierra, el trabajo y el capital.
La actitud de Müller ante la estructura económica resultante de su intención política,
es manifiestamente incompatible con la política del laissez faire del clasicismo. Adopta
las opiniones de Fichte, que en otro tiempo había criticado, y propone la autarquía total;
pero, fiel a su romanticismo, tiene que vestir la política del Estado absolutista y de los
terratenientes con un ropaje idealista. El patriotismo económico —dice— no debiera ser
ni calculador ni imperativo; no será el equilibrio mercantilista entre el dinero que entra y
el que sale, ni tampoco un mero cerrar la puerta a las mercancías extranjeras. Debe
inculcárseles a los ciudadanos el amor por los bienes producidos en el país. Es deber del
Estado despertar el orgullo nacional, el sentimiento de “unidad” con el Estado nacional
en el campo económico. La utilidad, como cualidad atractiva de los bienes, tiene en cada
país su propio significado especial. El gobierno debe procurar que las necesidades se
cubran con productos nacionales. Una política económica inteligente debe mediar entre
la producción y el consumo nacionales, estableciendo el equilibrio entre ellos,
vigorizando el sentimiento del poderío nacional en cada ciudadano. El librecambio
destruye la cohesión nacional, pues hace un ciudadano del mundo de cada miembro del
Estado. Fichte deseaba aislar a su Estado ideal de los choques del mundo exterior; Müller
quería hacer de él una unidad cerrada, porque de otro modo podía perder la obediencia
ciega de sus ciudadanos. En los objetivos económicos nacionalistas aparecen aún de vez
en cuando algunos elementos de semejante psicología anticosmopolita, y en los sistemas
186
totalitarios son, naturalmente, un ingrediente del aislacionismo espiritual y político,
completamente ajeno de todo objetivo económico.
Es probable que la aplicación más importante de todas estas ideas la haya hecho
Müller en la teoría del dinero. En su Elemente examinó frecuentemente el dinero y
dedicó un libro aparte a los problemas monetarios. Tampoco ahora es fácil extraer la idea
principal de una selva de palabrería. Empero, grosso modo, tomó el principio
fundamental de la distinción hecha por Fichte entre Weltgeld y Landesgeld, o
Notiongeld, como la llama Müller. Formula una teoría mística de la naturaleza del dinero
que lleva a pensar que éste es sólo la forma económica de la unión inevitable de los
hombres en el Estado. Lo mismo que el Estado, liga entre sí a los hombres. Es el
mediador entre el carácter personal y el cívico de las personas y las cosas: son dinero en
la medida en que poseen valor social, pero sería erróneo pensar que sólo ellas son
dinero. Todo lo que hay en un Estado, hombre u objeto, puede llegar a serlo. En
realidad, uno de los principales indicios de que una nación es grande y poderosa consiste
en que se convierten en dinero cada vez más personas y cosas individuales por el hecho
de entrar en la relación social que constituye el Estado.30
Pero todo este simbolismo tiene una finalidad. Fichte había dicho en su Handelsstaat
que no le interesaban las monedas que entonces circulaban; mas Adam Müller, que más
tarde estuvo a sueldo de Metternich, estaba muy interesado en elogiar y justificar el
papel moneda inconvertible que entonces existía, sobre todo el de Austria. “Si se me
pregunta —dice— lo que es el dinero en Austria… diría que es una palabra imperial, una
palabra nacional.”31 ¿Puede formularse una teoría para justificar el papel moneda
inconvertible? Adam Müller no tiene dificultad en encontrarla. El dinero metálico es
cosmopolita, forma un todo único con el comercio internacional, destruye los vínculos
que deben unir indisolublemente a cada individuo con su Estado nacional. El papel
moneda es nacional, es patriótico, es medieval. El dinero nacional expresa la cohesión y
el poderío nacionales. También el crédito debía considerarse un factor nacional. El
crédito nacional es un poder creador capaz de poner en movimiento el capital nacional;
hay que considerarlo como otra expresión de la completa “Durchdrungenheit,
Verschmolzenheit und Einheit zwischen der Regierung und der Nation”.32
Después de todo este misticismo, ¿qué instituciones políticas y económicas concretas
defiende Müller? Quizá las únicas sugestiones económicas definidas que hace son el
papel moneda, el proteccionismo, la exención de impuestos a la propiedad territorial
(preguntar “cuánto vale una heredad —dice en un pasaje característico— es buscar la
equivalencia momentánea de un valor eterno”).33 Políticamente, la concepción mística
del Estado parece resolverse en la defensa de la unión de los terratenientes con ciertos
sectores capitalistas y con los políticos profesionales reaccionarios para formar un Estado
absolutista. La realidad que estaba tras las frases llenas de falso poder emotivo no era
atractiva en los días de Müller, ni lo es hoy tampoco, y muy pocas veces se le permitía
salir a escena. Sólo en un respecto desechó Müller la ocultación de su verdadero
propósito, aunque lo atavió con vestiduras muy bellas; y como éste es también un
propósito de sus imitadores modernos que rara vez es oscuro, es oportuno terminar este
187
examen de sus ideas con una selección de pasajes suyos relativos al mismo.
“En la guerra de una potencia nacional contra otra [no de insolencia nacional contra
impotencia nacional], la esencia y la belleza de la existencia nacional, es decir, la idea de
la nación, se hace particularmente clara a todos los que participan en su destino.”34
“En una paz larga, desaparecerá la cualidad más bella e intensa de la unión social,
porque los ojos de los ciudadanos se dirigen exclusivamente hacia las cuestiones internas.
Esa unión sólo puede restablecerse después por una guerra prolongada que implique la
necesidad de hacer frente al enemigo con una totalidad social.”35
“El primer objetivo de la política del gobierno habría sido mantener firmemente ese
orgulloso espíritu guerrero, infundirlo en el llamado estado de paz, dejarlo penetrar en
todas y cada una de las instituciones de la paz y en todas las ramas de la
administración.”36
“La paz perpetua no puede ser un ideal de la política. La paz y la guerra deben
complementarse entre sí como el reposo y el movimiento.”37
c) List. Antes de abandonar a los románticos es necesario mencionar a otro escritor que
fue influido por ellos, pero que no pertenece a su escuela. Friedrich List (1789-1846) no
fue un romántico ni representó, como Müller, los intereses de los terratenientes. En
cierto sentido, es más correcto situarlo entre los clásicos, pues, no obstante su oposición
a las doctrinas de Smith y de Ricardo, List representó en Alemania un movimiento
teórico que tenía raíces sociales análogas a las de aquéllos. Müller había intentado unir el
feudalismo con el capitalismo. Había dado por sentada la inevitabilidad de la evolución
industrial y comercial, pero había querido someterla a propósitos feudales. List, por el
contrario, fue el representante del capitalismo industrial naciente; pero mientras la edad
más avanzada y los cimientos más sólidos del capitalismo inglés hicieron de Smith y de
Ricardo librecambistas, la situación atrasada de Alemania hizo de List el apóstol del
nacionalismo económico. Su alianza con el romanticismo puede atribuirse a que el
nacionalismo que se vio obligado a adoptar lo llevó a oponerse a las doctrinas de Smith.
En el camino, expresó muchas opiniones que recuerdan el romanticismo. Rechazó el
cosmopolitismo liberal arguyendo que éste ignoraba la nación, sin la cual no podían
existir los individuos. El “atomismo” de Smith no tuvo en cuenta el nexo nacional: al
considerar al hombre, al productor y consumidor, había olvidado al ciudadano. La
situación del individuo, aun como unidad económica, depende del vigor del poderío
nacional. Y este poderío no puede calcularse en términos de valor de cambio. Lo
importante para una nación y para los individuos que la componen no es tanto la
cantidad real de riqueza material que poseen, como su capacidad productiva, o sea la
aptitud para reponer, de preferencia con creces, lo que se ha consumido. Una opinión
justa de la capacidad productiva de la nación tomaría en cuenta todos los recursos
nacionales en sus relaciones mutuas. Todo esto, combinado con otras manifestaciones
del nacionalismo de List (tales como el pangermanismo y su aprobación condicionada de
la guerra), muy bien pudo haberlo dicho un romántico puro; pero la manera como lo dijo
List es de otro género. Carece de la palabrería seudopoética de los románticos y, cosa
188
más importante, está perfectamente clara la intención con que se dijo.
Lo esencial en List no es su metafísica política, sino su política económica. Hay que
advertir que List abandonó una carrera académica por la actividad política. Llegó a ser
inspirador y caudillo activo de la asociación de comerciantes e industriales alemanes que
se formó en 1819 como instrumento de agitación y propaganda en favor de los intereses
que representaba. En numerosos artículos y peticiones a los gobiernos de Austria y de
los diferentes estados alemanes, List propuso la política económica que quedaría
asociada a su nombre. Ya se ha dicho aquí que, a principios del siglo XIX, Alemania
estaba dividida en muchos estados independientes que levantaban unos contra otros
poderosas barreras aduanales, pero que no ofrecían resistencia a la entrada de los
productos de la industria inglesa. En 1818, Prusia realizó un cambio de importancia.
Todos los derechos aduanales se cobraban en la frontera; en los artículos
manufacturados no excedían del 10 por ciento, y se permitía la entrada libre de derechos
a la mayor parte de las materias primas. La asociación de manufactureros, formada un
año después, trató de que se generalizara esa reforma. Su objetivo era crear una zona de
libre comercio para toda Alemania, que al mismo tiempo estaría muy protegida de la
competencia extranjera.
List tuvo relativamente poca participación en el éxito inicial que alcanzó el
movimiento en pro de la unión económica nacional. Como diputado en Würtemberg
tomó una orientación liberal que lo llevó a la oposición contra el gobierno reaccionario.
Fue encarcelado, tuvo que buscar asilo en Francia, Inglaterra y Suiza y, por último, se
estableció en los Estados Unidos. Cuando regresó a Alemania en 1832, ya se había dado
el primer paso para la unión económica. Se habían concertado dos uniones aduaneras, y
List se lanzó a la lucha para que se extendiera el sistema. En dos años se consumó el
Zollverein y prácticamente toda Alemania (aunque no Austria) quedó integrada en una
sola unidad económica dentro de la cual la libertad de comercio ofreció un gran mercado
a la industria alemana. Al principio, esta unidad tuvo un arancel bajo contra los artículos
extranjeros, pero las presiones de determinados sectores de la industria hicieron más
apremiante el problema de reforzar la protección.
En este momento fue cuando List se convirtió en el vocero teórico del
proteccionismo. En 1840 apareció su obra más importante, Das nationale System der
politischen Ökonomie.* En este libro expuso una teoría del proteccionismo
particularmente adaptada a las necesidades de la joven industria alemana. Es respecto de
esta teoría donde se hace más notable la diferencia entre List y Müller. Aunque eran
amigos personales y ambos deseaban el desarrollo del poderío nacional, Müller siempre
se mostró hostil ante la industria moderna. Hablaba de la viciosa tendencia de la división
del trabajo, de fábricas que no eran sino barracas y de la esclavitud a que sometía a
todos la industria moderna. List aceptó la industria manufacturera. Su teoría de la
importancia de la capacidad productiva le llevó a postular como ideal el equilibrio entre
las diferentes ramas de la producción. La manufactura era una parte indispensable de un
equipo productivo nacional bien equilibrado. Tanto la manufactura como la agricultura
eran esenciales para fortalecer el Estado. En verdad, sin manufactura no florecerían
189
nunca las otras partes de la estructura económica. La industria conducía al adelanto de la
agricultura y a un progreso del arte y de la ciencia que nunca podría alcanzar un Estado
puramente agrícola. El equilibrio entre la agricultura y la industria era el verdadero
principio de la división del trabajo; la exposición que de ella hizo Adam Smith fue
unilateral pues dejó de lado el interés nacional.
Las naciones se clasificarían de acuerdo con el grado de civilización que hubieran
alcanzado. Existían los estados salvajes, pastoril, agrícolamanufacturero y, por último,
agrícola-manufacturero-comercial. No to dos los Estados podían llegar a la fase más alta
de desarrollo; pero los que poseyeran los recursos materiales y humanos necesarios,
como Alemania, debían aspirar a alcanzarla. Evidentemente, el equilibrio entre la
agricultura, la industria y el comercio no se produce espontáneamente, sino que tiene que
actuar el Estado para conseguirlo. Por esta razón, rechazaba List el laissez faire.
Pensaba que era necesario sostener muchas instituciones favorables, y no dejó de
mencionar entre ellas los diversos dispositivos sociales, políticos y jurídicos propios de
un gobierno democrático. Pero lo más importante que podía hacer un gobierno era
asegurar el establecimiento de la industria manufacturera, no sólo con el propósito de que
compitiera en seguida con las industrias de otros países, sino también —y esto era lo más
importante— a fin de poseer una capacidad productiva permanente de la cual pudieran
obtener beneficios las generaciones futuras de ciudadanos.
Debería utilizarse la protección para ayudar al establecimiento de la industria. Habría
de recurrirse a ella únicamente en el caso de que el país tuviese una base natural para la
industria, pero que su desarrollo económico estuviera retrasado debido a la existencia de
rivales extranjeros en la plenitud de su madurez. Entonces los aranceles estarían
justificados como medidas educativas, que se utilizarían para ayudar a las industrias
incipientes, pero sólo hasta que estas industrias fueran lo bastante fuertes para competir
con las extranjeras. Logrado esto, no deben mantenerse los aranceles, excepto cuando la
base misma de la estructura industrial se viera amenazada de extinción. La agricultura
queda excluida de la protección. De conformidad con el lugar preeminente que asignaba
a la manufactura, List sostenía que la agricultura se beneficiaba mucho con la existencia
de una industria poderosa. Empero, la industria requería alimentos y materias primas
baratos. Además, las diferencias de suelo y clima daban a la agricultura una especie de
protección natural. En fin, se consideraba la protección como una política de transición
que colocaría a todas las naciones capaces en el mismo nivel de la más desarrollada (que
en aquel tiempo era Inglaterra), y después serían remplazadas por un sistema de libre
comercio universal.
Tal es, en resumen, el proteccionismo de List. Podrá observarse que la teoría de List
no era en absoluto de un carácter completamente distinto a la de los clásicos ingleses.
Verdad es que, en lo que se refiere a política, hay muchas diferencias en cuanto a los
puntos a que se concede mayor importancia y que las conclusiones son marcadamente
opuestas. Y también en cuestiones de teoría, es decir, en el modo de entender los
principios fundamentales del sistema económico, no puede mencionarse a List junto con
Smith y Ricardo; pero, hechas las salvedades que ameritan las diferencias de ambientes
190
materiales en que aquél y éstos vivieron, la significación social y política de List se
parece a la de los ingleses. Como ellos, fue esencialmente un campeón del capitalismo
industrial.
4. CRÍTICA SOCIALISTA
a) El desarrollo del pensamiento socialista. El progreso del capitalismo a principios del
siglo XIX suscitó dos tipos de crítica teórica. En la sección que hemos dedicado a los
románticos describimos la actitud que en esencia se apegaba al pasado. También hemos
señalado algunas de las implicaciones reaccionarias de la teoría de Malthus; pero, en
tanto cuanto luchó por el pasado, estaba en la naturaleza misma de esta crítica que
habría de transigir con el sistema económico que combatía. Ni en la práctica ni en la
teoría pudo esta acción de retaguardia del feudalismo retrasar la victoria del capitalismo y
de su economía política.
La otra crítica del capitalismo que encontró expresión en los primeros años del siglo
XIX es de carácter diferente. Es revolucionaria: no está ligada a los privilegios decadentes
de una clase social determinada, no representa ni a la nobleza terrateniente ni al clero.
No tiene ninguna edad de oro qué anhelar: feudalismo y medievalismo no significan nada
para ella. No suspira por la vuelta de algo que se ha ido para siempre. Si encuentra en el
nuevo orden social algo qué criticar, se siente en libertad de atacarlo de cualquier
manera. No necesita inspirarse en un viejo sistema de posiciones sociales, pues la clase
que dice representar no ha ganado ni perdido ningún privilegio.
Los inicios de la historia del socialismo moderno merecerían aquí un capítulo
especial, si pudiéramos dedicar más espacio a la teoría política y social. No siendo así,
nuestro interés por ella se limitará a sus relaciones con el pensamiento económico, y nos
reduciremos a un tratamiento un tanto superficial. Dedicamos a Marx un capítulo aparte,
por su importancia en el desarrollo de la crítica socialista y principalmente porque sus
teorías se apartan conscientemente de la economía política clásica. Pero las teorías de
Marx no se produjeron en el vacío. Tuvo sus precursores no sólo en los economistas
clásicos, sino también en las primeras críticas socialistas de la práctica y la teoría
capitalistas. De éstas trataremos en la presente sección de nuestro libro.
Los puntos de contacto entre el pensamiento socialista primitivo y las críticas no
socialistas se encuentran en algunas de las teorías críticas que expusieron Malthus y
otros. Habían descubierto en el sistema capitalista y en la teoría económica clásica ciertas
debilidades y contradicciones y habían sugerido determinados remedios; pero una vez
puestas al descubierto esas debilidades, podían proponerse otros remedios. En realidad,
encontramos que algunos de los primeros escritores cuya crítica del capitalismo implica
un mensaje revolucionario empezaron su ataque en términos que son formalmente
análogos a los que usaron los autores ya mencionados; pero esta semejanza formal
desaparece a medida que se van marcando más claramente sus intenciones socialistas.
No es éste el lugar adecuado para examinar en detalle las circunstancias que
191
condujeron al nacimiento del movimiento socialista moderno. Sin embargo, puede
decirse lo siguiente: el socialismo lanzó su ataque contra el capitalismo por dos frentes
independientes. En primer lugar, comenzó como un movimiento de rebelión contra los
males específicos de la industria capitalista. Ya hemos visto que la creación de capital
requería la creación de una clase social nueva, y hemos señalado el proceso mediante el
cual nació la clase trabajadora, los trabajadores asalariados. Dicho proceso trajo consigo
dureza y crueldades que aun se intensificaron en los primeros decenios del siglo XIX. Se
ha narrado muchas veces la historia de la explotación, opresión y miseria que sufrió la
clase obrera en aquel periodo. Al historiador, que ve esa evolución producirse en un largo
espacio de tiempo, le parece que sus resultados más importantes fueron la capacidad de
los trabajadores para contratar libremente y para alcanzar igualdad ante la ley. Pero en el
corto plazo su dependencia de la nueva clase patronal se extremó al desaparecer el lugar
económico que ocupaba en la comunidad. El poder que la desigualdad económica dio al
capitalista le parecía con frecuencia al trabajador que compensaba con creces la
desaparición de la servidumbre medieval. El mecanismo de un mercado en que las partes
contratantes eran desiguales, le parecía a la más débil de ellas un amo tan duro como
cualquier señor feudal. Realmente, la seguridad económica relativa que, a pesar de su
sujeción, había gozado el trabajador, contrastaba favorablemente con la amenaza de
desocupación que la situación rápidamente cambiante de la industria le ponía
constantemente ante los ojos.
Para quienes, como Smith y Ricardo, podían ver el funcionamiento interno del
sistema y, en consecuencia, mirar hacia el porvenir, el capitalismo significaba un aumento
de la producción y de la riqueza y unas relaciones económicas entre las naciones, que
nunca se habían soñado, y todos los beneficios culturales que ello implicaba. Significaba
el liberalismo en política y la destrucción de las reglamentaciones opresoras y de la
restricción oscurantista. A los trabajadores de aquel tiempo les parecía que eran ellos los
que tenían que pagar el costo de tal revolución. Para ellos, el capitalismo incipiente
significó pauperismo, desocupación, o en el mejor de los casos, trabajo agotador en las
fábricas para ellos, sus mujeres y sus hijos. Jornadas de trabajo muy largas, condiciones
peligrosas e insanas y una vigilancia opresora eran la suerte común. Las primeras
agitaciones de la clase obrera se dirigieron a la abolición de esos males del sistema fabril.
Tomaron la forma de uniones de trabajadores que, presentando un frente único al
patrono, trataban de compensar la desigualdad económica y de ofrecer resistencia a la
explotación. Así nació el movimiento sindical; mediante la experiencia de sus luchas
contra los síntomas particulares del sistema y contra los capitalistas individuales, dio
origen a una teoría de oposición al sistema en general. Gradualmente, el movimiento de
la clase obrera fue imbuido de un propósito socialista.
El otro aspecto del socialismo moderno es ideológico. Tiene sus raíces en el propio
liberalismo, que era la filosofía política en consonancia con el capitalismo industrial. Ya
hemos advertido que la filosofía del derecho natural, y el utilitarismo, que fue una de sus
expresiones, podían tener una interpretación radical lo mismo que una conservadora. El
capitalismo había sido más revolucionario que todos los sistemas sociales que lo
192
precedieron. Había barrido sin escrúpulos con las viejas instituciones y formas de
pensamiento, cuando se interponían en su camino. Y había hecho todo eso no en
nombre de ningún interés mezquino de clase, sino en nombre de toda la humanidad.
Libertad, igualdad, justicia, la mayor felicidad del mayor número, progreso, gobierno de
la razón: éstas fueron sus consignas. Había despertado en todos la esperanza de que
estaba naciendo una edad nueva, y no pudo evitar que el fervor revolucionario persistiera
y se volviese contra el nuevo orden social, si éste resultaba deficiente a la luz de las
promesas hechas. La actitud crítica hacia las instituciones humanas que Maquiavelo,
Bacon, Hobbes, Locke y los utilitaristas implantaron, se convirtió en un rasgo
permanente del pensamiento. Los hombres empezaron a mirar el Estado y el sistema
económico con los ojos de la razón. No temían criticar y agitar en pro de la reforma,
pedir cuentas al capitalismo, trabajar por un orden social mejor. El socialismo recibió su
segunda gran inspiración de este movimiento basado en la filosofía liberal.
En lo que se refiere a críticos particulares de la práctica y la teoría económicas, no
siempre es posible separar las diferentes influencias, pues en todos ellos puede
encontrarse una mezcla de ideas. La inspiración procede de la insatisfacción producida
por la situación de la clase trabajadora y de las esperanzas frustradas de la revolución
liberal. El contenido (por lo menos el que ahora nos interesa) es la crítica de
determinadas conclusiones de la economía política clásica. No obstante la mezcla
aludida, en general pueden distinguirse un pensamiento económico crítico más
estrechamente relacionado con la experiencia de la clase obrera y con el movimiento
obrero naciente, y un pensamiento económico que es más directamente producto de la
filosofía social liberal. La diferencia se pone claramente de manifiesto al comparar el
pensamiento socialista inglés y el francés. En Inglaterra, el desarrollo más temprano de la
industria moderna y del movimiento obrero, el socialismo primitivo toma los elementos
revolucionarios de los economistas clásicos y los aplica a los propósitos de la clase
trabajadora. En Francia, la experiencia de la Revolución, la mayor lentitud del desarrollo
industrial y la importancia de los intereses financieros dieron al pensamiento socialista
primitivo su sentido liberal y en ocasiones romántico.
No es necesario tratar aquí de todos los escritores que pueden pretender haber sido
iniciadores del socialismo, ni podemos tratar in extenso a ninguno de ellos. Es indudable
que en una historia del socialismo habría que estudiar a Saint-Simon, Fourier y Robert
Owen; pero aquí los hemos omitido porque su influencia sobre el pensamiento
económico no fue muy grande. Entre los franceses hemos seleccionado a Sismondi y
Proudhon, y como representantes de Inglaterra a Thompson, Gray, Bray y Hodgskin.
Sismondi es sólo poco más crítico que Malthus en la teoría económica, aunque lo es
mucho más en la intención política. Proudhon es socialista en intención, pero su análisis
económico carece de claridad. Los socialistas ingleses son los que están en contacto más
estrecho con la economía política clásica y, por lo tanto, son los más claros en el uso
crítico que hacen del análisis clásico del sistema capitalista.
b) Sismondi. En Sismondi (1773-1842) hay mucho de romanticismo; pero hay también
193
un sentimiento de conmiseración por aquellos a quienes hace sufrir el capitalismo, y un
intento sincero por descubrir las causas inherentes al sistema, que producen miseria. Las
principales obras de Sismondi son históricas; sus voluminosas historias de Francia y de
las repúblicas italianas de la Edad Media le conquistaron fama en su tiempo. Pero
también escribió dos obras sobre economía, separadas una de otra por dieciséis años. En
1803 publicó La Richesse commerciale, y en 1819 Nouveaux Principes de l’Économie
politique. En el primero de estos libros es todavía discípulo fiel de Adam Smith:
librecambista incondicional y enemigo del intervencionismo. Acepta plenamente no sólo
la estructura teórica de la obra de Smith, sino también sus conclusiones prácticas y su
filosofía política. Presenta el laissez faire como la mejor política económica posible.
Manifiesta su fe en la armonía natural que hace de la libre realización del egoísmo del
individuo el medio de lograr el mayor provecho común. La ausencia de intervención
gubernamental haría que el capital se distribuyera entre las diferentes fuentes de trabajo
de acuerdo con la lucratividad relativa de las mismas. Esto tendría por consecuencia el
uso más ventajoso de todo el capital de la nación. Pero aun en este cuadro agradable de
un mundo de laissez faire, permite Sismondi que se filtren ciertas dudas. No se resigna
por completo a que el destino del trabajador sea permanentemente el de productor de
todo y consumidor de sólo una pequeña parte de lo que produce.
Antes de decidirse a publicar otra obra de teoría económica, Sismondi realizó muchas
investigaciones históricas y muchos viajes. En Italia, Suiza y Francia entró en contacto
directo con las primeras crisis del siglo XIX, y descubrió que habían asolado Inglaterra,
Alemania y Bélgica. Esta experiencia dejó huella en él, y cuando volvió a formular sus
opiniones económicas, quedó muy poco de la repetición indiscriminada de las doctrinas
de Smith. Sismondi no rompió nunca por completo con la escuela clásica. Conservó
siempre su respeto por Adam Smith, y siempre sostuvo haber conservado intacto lo
principal del aparato teórico del clasicismo. Como Malthus, a quien admiraba, Sismondi
se oponía a la aplicación de la teoría clásica a los problemas prácticos, sobre todo en la
forma en que lo hacía el sistema ricardiano. También, como Malthus, empezó por la
crítica del método clásico, y a esto añadió una objeción a la concepción clásica del objeto
de la ciencia económica.
Sismondi formula contra Ricardo el cargo, muy repetido y mal fundado, de que
había sido demasiado abstracto y ensalza a Malthus como ejemplo del equilibrio
cuidadoso entre la deducción y la inducción que, dice, corresponde mejor a la tradición
de Smith. Sostiene que la economía política tiene un campo tan amplio, que debe
basarse en una experiencia y un conocimiento extensos de la historia a fin de abarcar
plenamente las relaciones sociales que eran el objeto de su estudio. La economía política
tiene una finalidad moral. No se interesa por la riqueza en sí misma, sino por la riqueza
en relación con el hombre. Tiene que estudiar la actividad económica desde el punto de
vista de su efecto sobre el bienestar humano.* Por esta razón, considera Sismondi los
problemas de la distribución más importantes que cualesquiera otros problemas. En este
punto está, por excepción, de acuerdo con Ricardo. Esta coincidencia pone también de
manifiesto la diferencia de métodos y propósitos entre Malthus y Sismondi. El primero
194
empezó destacando el consumo, porque su finalidad era justificar al consumidor
improductivo. Sismondi pone hincapié en la distribución porque se interesa
principalmente por la justicia social. Así, aunque ambos llegan a conclusiones de modo
expreso análogas, sus intenciones son completamente diferentes.
Las observaciones de Sismondi acerca del método y objeto de la investigación
económica no constituyen partes importantes de su teoría. Lo importante es su negación
del clasicismo en cuanto implica optimismo y fe en la armonía y en el carácter
autoequilibrador del sistema capitalista. La complacencia que caracterizaba su obra
anterior ha desaparecido. El énfasis recae ahora por completo sobre todo lo que hay de
malo en la época. Sismondi ve en todas partes la expansión de las fuerzas productivas sin
el aumento equivalente del bienestar de las masas de la sociedad. La economía política
no tiene razón para describir el sistema y después sentarse y esperar que las cosas
mejoren. La perspectiva con que se enfrenta la humanidad es sombría y hay que ponerle
remedio.
La armonía de los intereses sociales también desapareció. Sismondi fue uno de los
primeros economistas que hablaron de la existencia de dos clases sociales, los ricos y los
pobres, los capitalistas y los obreros, cuyos intereses reputaba opuestos: estaban en
constante conflicto uno con otro. Su formulación de la lucha de clases es casi tan
rigurosa como la de Marx, y así lo reconocieron éste y Engels en el Manifiesto
Comunista.38 Sismondi subraya también la desaparición de los pequeños trabajadores
independientes del campo y del taller a causa de la despiadada competencia del capital
concentrado y de las empresas en gran escala. La sociedad —dice— se está dividiendo
en dos clases: los propietarios y el proletariado. La propiedad y el trabajo están
separados.
Habiendo arrojado por la borda el optimismo y la idea de la armonía social, Sismondi
procede a analizar las causas inherentes al sistema capitalista que producen la miseria de
las masas. Percibe que hay algo que anda mal en las condiciones de la producción
capitalista. Ve que esta forma de producción tiende a aumentar la capacidad productiva y
la producción de bienes, pero que cuanto más aumenta aquella capacidad mayores son
las contradicciones entre el capital y el trabajo, entre la producción y la venta. Ve que el
crecimiento de la producción tiene como corolario que los productores (los obreros) se
limitaran en su consumo al mínimo necesario para subsistir. Como Malthus, considera
inherente a la producción capitalista el que los trabajadores no pueden absorber toda la
producción de la industria; pero no está dispuesto a aceptarlo como un fenómeno natural
y a indicar como paliativo el uso de la válvula de seguridad del consumo improductivo.
Todo esto está implícito en su obra; pero su análisis se basa principalmente en una
idea: la sobreproducción y las crisis que surgen de la competencia y de la separación del
trabajador de su propiedad. Esto último hace al obrero completamente dependiente del
capitalista. Los obreros están a merced del patrono. Para vivir tienen que aceptar el
trabajo por cualquier jornal que el patrono les ofrezca. La oferta de trabajo está
totalmente determinada por la demanda del trabajo asalariado por parte de los
capitalistas. La población no tiende, como había dicho Malthus, a superar a los medios
195
de subsistencia. La población depende de los ingresos. Cuando el trabajador es
independiente, tiene el control de su ingreso, conoce su situación presente y puede
calcular sus posibilidades futuras: y puede determinar si, y cuándo, ha de casarse y tener
hijos.
Desde que se separaron propiedad y trabajo, los ingresos están bajo el control del
capitalista. Dependen de la demanda de trabajo por parte del capitalista, y esta demanda
fluctúa constantemente, en razón de que está determinada, no por las necesidades del
consumidor, sino por la necesidad de producir para emplear el capital provechosamente.
La teoría se liga aquí a las ideas de competencia y sobreproducción. El capital está
obligado, por su misma naturaleza, a buscar el aumento continuo de la producción. Los
economistas clásicos habían visto con agrado esta tendencia; el mecanismo ricardiano
mostró en qué estribaba la fuerza que producía el ajuste automático. Sismondi señala
ahora que este aumento continuo de la producción tiene que originar excesos periódicos.
La demanda de los trabajadores siempre es insuficiente para absorber todos los
productos; y el progreso de la maquinaria crea una desocupación periódica que reduce
más aún su poder adquisitivo. Ni el capital ni el trabajo pueden ser retirados fácilmente
de industrias que se enfrentan a una demanda decreciente de sus productos. El capital
fijo tendrá que permanecer en las industrias decadentes; los obreros aceptarán jornadas
largas y jornales bajos, y la producción seguirá siendo excesiva. Sismondi reprueba la
competencia, porque no sólo conduce a una explotación mayor, ya que cada capitalista
anhela obtener la mayor ganancia posible, sino que, además, intensifica la
sobreproducción. La competencia está determinada por el empleo lucrativo del capital, y
no por las necesidades del público consumidor.
La sobreproducción se hace más manifiesta en las crisis. Según Sismondi, son tres
las cosas que producen la crisis: el carácter competitivo de la producción, que hace
imposible a los productores conocer el mercado; el hecho de que el capital, no la
necesidad, determine la producción; y la separación de la propiedad y el trabajo, que
aumenta el ingreso de los capitalistas, pero no el de los trabajadores que constituyen la
masa de los consumidores. Estos tres factores engendran el desequilibrio. La demanda
aumentará en forma irregular: la de los productos de las industrias que abastecen al
grueso de la población no puede crecer uniformemente con la capacidad de producción,
porque lo que aumenta proporcionalmente con la producción es sólo el ingreso del
capitalista. Éste demandará más artículos de lujo, pero esta demanda no puede
compensar la otra, que se ha contraído; no hace más que ocasionar cambios en la
distribución de los recursos productivos, cambios que producen fluctuaciones en la
actividad económica y agravan las dificultades de la sobreproducción. La concentración
progresiva del capital agrava esta disparidad de demandas. El sistema capitalista tiene,
pues, una tendencia inherente a ensanchar el abismo entre la producción y el consumo.*
La exposición que hizo Sismondi de las debilidades del capitalismo fue
extraordinariamente perspicaz. Su análisis, completamente aparte de sus conclusiones
heterodoxas, fue saludable aun para el progreso del pensamiento económico no
socialista, porque obligó a los economistas (más que Malthus) a estudiar el problema del
196
desequilibrio. Su influencia en ambos campos fue menos grande de lo que pudo haber
sido en parte por su incapacidad para enlazar la teoría del desequilibrio con el cuerpo de
la teoría pura del análisis económico de Ricardo. La formulación que dio Sismondi a la
mayor parte de los conceptos económicos fundamentales era vaga o confusa, y no
obstante el fundamento real de sus conclusiones prácticas, carecían éstas del fondo
teórico que las hubiera hecho importantes para los economistas o, a la larga, hasta para
los socialistas.
Los remedios que Sismondi propone revelan con mayor claridad aún esa falta de un
principio analítico unificado. Encuentra la causa de los males económicos en la
disparidad entre la capacidad productiva y las relaciones sociales que determinan su uso.
Dudaba entre un remedio que remplazase el orden social existente por otro que estuviera
en armonía con las capacidades productivas para hacerlas congruentes con las
oportunidades que ofrecían las relaciones sociales existentes. Sin embargo, estaba seguro
de que la política del laissez faire de los clásicos era inútil. El Estado debe intervenir
para mitigar los males y suprimir sus causas; pero cuando llega el momento de decir
cómo habría de hacer esto, Sismondi vaciló y en realidad expresó sus dudas acerca de su
capacidad para prescribir la política correcta.
Rechazó el comunismo porque tenía demasiada fe en la importancia del interés
privado. Rechazó también el feudalismo porque lo consideraba un freno a las
capacidades productivas de la humanidad; pero su política significaba, en definitiva, un
retorno a condiciones más primitivas. Definía el objeto de la política [económica] como
la reunión de la propiedad y del trabajo y el restablecimiento del equilibrio entre la
producción y el consumo. Esto podía presentarse también como la finalidad socialista;
pero mientras la mayor parte de los pensadores socialistas de la época, sobre todo en
Inglaterra, llegaban a considerar la abolición de la propiedad privada de los medios de
producción el método correcto, Sismondi quería ver la resurrección del productor
independiente, del pequeño agricultor, del pequeño artesano. Mientras se operase este
regreso a la edad de oro, competía al gobierno evitar que aumentase el desequilibrio, y la
mejor manera de lograrlo sería retardar el progreso industrial. Sobre todo, el gobierno
pondría un freno a los inventos y procuraría conseguir un ritmo de progreso en el que se
realizaran suavemente los reajustes necesarios y sin ocasionar sobreproducción ni
miseria.* De esta suerte, Sismondi se metió en un callejón sin salida en el que
únicamente la medida retrógrada de retardar el progreso material, que se basa en el
progreso científico, ofrece la apariencia de una solución. Con todo su interés histórico,
Sismondi no penetró a fondo en la evolución económica, penetración que hubiera
impedido que su conmiseración por los oprimidos lo llevara a una posición incompatible
con sus intenciones.39
c) Proudhon (1809-1868). Proudhon es más conocido que Sismondi y ejerció una
influencia mucho mayor sobre el pensamiento socialista. Es uno de los principales
inspiradores de las doctrinas sindicalista y anarquista; pero su papel como teórico político
fue más importante que como economista, y como ha sido objeto de muchos estudios de
197
especialistas, bastará un breve resumen de sus teorías.
Para comprender el carácter de la crítica que hizo Proudhon del capitalismo y de
otros pensadores socialistas, así como su teoría y su política positivas, es útil recordar
que Marx lo calificó de pequeño burgués. Era hijo de un cervecero de poca importancia
y nació en un ambiente de pequeños propietarios campesinos. Se hizo impresor y,
aunque se llamó a sí mismo hijo de la clase trabajadora, sus raíces sociales eran,
decididamente, de la baja clase media. Una insaciable sed de saber lo impulsó a leer y
estudiar constantemente, y aunque nunca llegó a digerir completamente los
conocimientos que adquiría, bastaron para darle conciencia de la importancia del estudio
y hacerlo un tanto vano y desdeñoso hacia aquellos a quienes reputaba carentes de él.
Desde edad temprana se interesó en los problemas sociales. Se mostraba a sí mismo
poseído de un espíritu crítico que no temía atacar las ideas consagradas. A la edad de 31
años publicó su primer libro importante y quizá el más brillante de todos: Qué es la
propiedad, o investigaciones sobre el principio del derecho y del gobierno. A éste
siguió, en 1846, su otra gran obra, Contradicciones económicas, o filosofía de la
miseria, a la que contestó Marx con su Miseria de la filosofía, contestación que le valió
perder la amistad de Proudhon. En estos libros la influencia de su ambiente fue
complementada por la inclinación del autor a la especulación filosófica y su afición a la
dialéctica. El contacto con el movimiento obrero, que le llevó a participar activamente en
el movimiento revolucionario de 1848, determinó el aspecto crítico de su teoría. El
interés por la filosofía determinó su afición a la abstracción y a las paradojas verbales.
Este factor se hizo aún más importante cuando, debido en gran parte a la influencia de
Marx, Proudhon emprendió en serio el estudio de la filosofía de Hegel. Entre otras
influencias ideológicas hay que mencionar la de la Biblia (aunque Proudhon no era
religioso, su idea de la justicia procede en cierta medida del Antiguo Testamento) y la de
las obras de los filósofos políticos del periodo que siguió a la Revolución francesa, en
particular las de Fourier, quien había expresado la opinión de que la evolución social
avanzaba por una continua contradicción entre aquello a que aspiraba y lo que
alcanzaba.
Una idea moral sirve de base a todo el pensamiento de Proudhon: la idea de justicia.
Proudhon habla una y otra vez de la justicia como principio supremo de la vida humana.
Pero, ¿cómo puede realizarse la justicia en la sociedad? En este punto echa mano de un
concepto aristotélico. Justicia es lo mismo que reciprocidad, igualdad, equilibrio. La vida
social, y hasta la naturaleza misma, contienen contradicciones inevitables. Las antinomias
de Kant, después la tesis-antítesis de Hegel, sirven de inspiración a Proudhon para su
teoría de que la contradicción es el principio eterno de los asuntos humanos. Habiendo
elevado la contradicción a posición tan alta, Proudhon no investiga los medios políticos
para cambiar las instituciones sociales, sino que trata de descubrir la idea correcta que
aboliría las contradicciones en lo abstracto. Esa idea es el concepto de la justicia como
equilibrio de fuerzas en pugna. La sociedad sólo puede usar plenamente sus capacidades
cuando “les forces en fonctions dont il se compose soient en équilibre” (las fuerzas de
que se compone estén en equilibrio).40
198
La idea de la reconciliación de las fuerzas antagónicas forma la base de toda su teoría
y de sus proposiciones prácticas; es notoria de un modo particular en su actitud ante la
propiedad. Aun en su primer libro, que lanzó al mundo la famosa definición “la
propieteaété, c’est le vol” (la propiedad es un robo), la finalidad de Proudhon no era
analizar las diferentes relaciones económicas en que se fundan las diferentes formas de la
propiedad legal. No atacó la propiedad privada como tal, sino que, al contrario, la
consideraba como condición esencial de la libertad. Habiendo aceptado la opinión de que
el trabajo era la única fuente de riqueza y constituía el único título de propiedad,
consideraba vital que cada uno pudiera disfrutar y poseer los frutos de su trabajo. A lo
que se oponía era al abuso de la propiedad, al famoso droit d’aubaine, el poder de exigir
un tributo no ganado que la empresa capitalista moderna y sus leyes otorgan al
capitalista. Debieran abolirse la renta, el interés y la ganancia, pero debiera conservarse la
propiedad.
¿Cómo habrían de eliminarse las excrecencias de la propiedad privada? Proudhon
hizo muchas sugestiones para diversas reformas concernientes a la renta, pero no llegó
nunca a proponer la propiedad en común de los medios de producción. Antes al
contrario, así como se opuso a los socialistas franceses de su tiempo, tales como los
sansimonianos, por utópicos y por ignorar las leyes de la evolución económica, también
rechazó el comunismo porque lo creía basado en un análisis falso de la propiedad. En su
Théorie de la propiété, publicada póstumamente en 1866, llegó a proponer la
conservación de la propiedad privada en su forma existente, mitigando la facultad de
usarla y destruirla únicamente con garantías “de equilibrio”.41 Pero su ideal no era, en
realidad, diferente al de Sismondi. Se consigue el equilibrio entre las contradicciones y
queda abolido el poder de explotación cuando la propiedad se parcela y la agricultura y la
industria las ejercen muchos pequeños productores. Entonces puede decirse que ya no
existe la propiedad, porque “les droits et les prétentions de chacun se faisant
contrepoids… le droit d’aubaine est à peine exercé” (como los derechos y las
pretensiones de cada uno se hacen contrapeso… el derecho al tributo se ejerce apenas).42
Y también análogamente a Sismondi, no obstante su explícito rechazo a la opinión de
éste sobre los inventos, por retrógrada, a Proudhon le disgusta instintivamente la
maquinaria, porque advierte que es incompatible con su república de pequeños
productores.
La organización política de esta sociedad ideal reflejaría también el equilibrio de
fuerzas, o, como Proudhon lo llama, el “mutualismo” social. Pensaba que el Estado
debía desaparecer. La anarquía era la forma ideal de la vida social, esto es, la ausencia
de gobierno como fuerza coercitiva, sustituyéndolo la asociación voluntaria para la
administración de las cosas, no para gobernar a las personas. Esta teoría no fue expuesta
nunca de un modo completo, y no impidió que Proudhon aprobara algunos de los actos
más coercitivos de un gobierno autoritario, pero le impulsó, sin embargo, a oponerse
fuertemente a las teorías socialistas y comunistas que le parecían implicar el
mantenimiento de un Estado coercitivo. Proudhon comprendió que la industria en gran
escala no podía ser completamente abolida, y que tenía que integrarse con su sociedad
199
de pequeños agricultores y artesanos. La forma de hacerlo era entregarla a asociaciones
voluntarias de trabajadores independientes, libres de la intervención del Estado. Los
trabajadores deberían seguir el ejemplo de los capitalistas y formar compañías para
dirigir grandes industrias.
Este sueño sindicalista choca en seguida contra la realidad de que se necesita el
capital, y esto lleva a Proudhon a formular su teoría y sus proposiciones mas
específicamente económicas. El abuso de la propiedad privada —había dicho— consiste
principalmente en la facultad de extraer un ingreso sin trabajar. Una de las maneras más
importantes de hacer esto es cargar un interés al dinero. Sólo con que todo el mundo
pudiera conseguir préstamos gratuitos, desaparecería la explotación, y no habría
dificultad alguna para establecer sindicatos de trabajadores. Para Proudhon, el dinero no
es más que un medio de circulación. Siguiendo a los canonistas, piensa que, como
mercancía, debiera venderse y comprarse al costo, y no prestarse a interés. El préstamo
a interés permite al propietario del dinero vender una y la misma cosa varias veces
seguidas sin perder la propiedad de la misma.
Proudhon, después de confundir el capital en su forma monetaria y el dinero como
medio de circulación, aplica la idea del préstamo sin interés a los créditos bancarios, que
son la forma más común en que se hacen los préstamos. La naturaleza, arguye,
suministra al hombre gratuitamente las materias primas; por lo tanto, es el trabajo el
productivo, no el capital. El crédito, que no es sino un cambio, debe concederse sin
interés. La parte más importante del programa económico de Proudhon es la creación del
crédito gratuito mediante el establecimiento de un “banco de cambio”.
Debiera fundarse, afirma, un banco sin capital y, por lo tanto, sin ninguna carga de
intereses. Este banco emitiría billetes (bons d’echange) que, no siendo convertibles en
oro, costaría poco producir. Dichos billetes se emitirían contra letras comerciales que
representaran una venta ya realizada o, por lo menos, ya concertada. Si todo el mundo
estuviese de acuerdo en aceptar tales billetes en pago de bienes, circularían en lugar del
dinero. El banco no correría ningún riesgo, porque lo único que haría sería descontar
transacciones comerciales auténticas. Sin embargo, el punto esencial sería que este
servicio no costaría nada. Suprimido el interés, quedaría también suprimida la
explotación mediante la propiedad. Además, puesto que el banco de cambio permitiría
que cada obrero o grupo de obreros obtuviese crédito gratuito para comprar los medios
de producción, también desaparecería la división en clases. La propiedad y el trabajo,
que estaban separados, como había deplorado Sismondi, volverían a reunirse ahora.
Queda expedito el camino hacia la república ideal de productores libres e iguales, hacia la
justicia y, por consiguiente, hacia la abolición del gobierno opresor.
Así pues, el socialismo de Proudhon se convierte en el sueño irreal de una edad de
oro, que se alcanzaría sólo con abolir el interés. Puede decirse, no obstante, que
Proudhon vivió en un ambiente en que el poder de explotación parecía simbolizado en
las finanzas; pero su incapacidad para analizar los principios de la producción capitalista
y para comprender la naturaleza del capital y la función del dinero, hace tan ineficaces
sus proposiciones prácticas como retrógrado es su ideal. El impulso que brindó al
200
socialismo francés se frustró por la confusión que sembró. Sus ideas han seguido
viviendo en el anarquismo y en el cúmulo de falsas panaceas que aparecen
periódicamente en los tiempos de crisis. Es indudable que movían a Proudhon una
indignación justa y un celo reformador; pero tuvo cosas reaccionarias. Lo que dijo de las
mujeres y de la guerra,43 así como la confusión que se evidencia en su análisis
económico, le asemejan a los románticos. Obsesos de todas las épocas se han inspirado
en Proudhon y Sismondi.
d) Los precursores de Marx. El último grupo de los primeros pensadores socialistas
(Bray, Cray, Thompson y Hodgskin) no vistieron su teoría con una filosofía tan tortuosa
como lo hizo Proudhon. Todos ellos se basan en las enseñanzas de la escuela ricardiana,
pero emplean las conclusiones clásicas para señalar una moral revolucionaria. Tuvieron
oportunidad de observar los comienzos de un movimiento sindical vigoroso y de adquirir
una teoría socialista más definida. Y lo que es aún más importante, la aparición de esa
teoría socialista fue una transición fácil desde la economía política clásica misma. Estos
pensadores no formularon la existencia de un conflicto de clases mejor de lo que lo
hicieron Smith, Ricardo y Malthus; la lectura de su obra destruye la opinión de que fue
Marx quien primero concibió la idea de la lucha clases. Como ha dicho un autor, lo
sorprendente no es que Thompson, Hodgskin y Marx hayan sacado conclusiones
socialistas del sistema de Ricardo, sino que no lo hayan hecho los mismos ricardianos.44
Tal como fueron las cosas, el triunfo de la escuela ricardiana, representado por la
certidumbre doctrinal de un James Mill, fue acompañado por un diluvio de escritos de
pensadores que no estaban dispuestos a aceptar las conclusiones pesimistas del
clasicismo. Los autores que mencionamos aquí de un modo especial están muy lejos de
ser los únicos de aquel movimiento.45 Los he escogido porque representan la tendencia
en su forma más clara.
Sus escritos presentan dos rasgos comunes. Todos parten de la formulación que dio
Ricardo a la teoría del valor-trabajo. Aceptan la explicación de que la cantidad de trabajo
incorporado en una mercancía es la esencia y la medida de su valor de cambio. Se
atienen a la distinción entre trabajo productivo y trabajo improductivo, y todos ellos
desarrollan en una forma u otra el concepto de la plusvalía. En el sistema capitalista,
afirman, el salario que se paga al trabajador siempre es inferior que el valor del producto
que el trabajador ha producido y que el capitalista se ha apropiado. De ahí la explotación,
la opresión y la miseria.
La otra característica común a todos estos escritores es su interpretación
revolucionaria del utilitarismo. Todos ellos aceptaron el postulado utilitarista de la mayor
felicidad del mayor número. Ya hemos visto que a este ideal podía dársele un contenido
igualitario, y le fue dado hasta por algunos utilitaristas no socialistas. Los primeros
socialistas ingleses aceptaron también la importancia que el utilitarismo concedía a la
libertad y la actitud crítica ante las instituciones existentes que era consecuencia natural
del radicalismo filosófico. Bentham había señalado el camino. Una estructura social
existente, con todas sus concepciones de la ley, de los derechos y de los deberes, no
201
tenía nada de sacrosanta. Había que juzgarla a la luz del ideal utilitarista. Por tanto,
cuando los socialistas se pusieron a investigar el porqué de la inexistencia del orden ideal
en el que no hay explotación porque cada uno obtiene el fruto íntegro de su trabajo, no
tuvieron dificultad para encontrar la respuesta en la organización y las leyes sociales
vigentes. En particular dirigieron sus ataques a la distribución existente de la propiedad y
al conjunto del sistema de propiedad privada.
No obstante esta comunidad de ideas, los pensadores en cuestión hicieron hincapié
en aspectos diferentes de su credo socialista. William Thompson (1783-1833) está muy
cerca de los utilitaristas, lo mismo que John Gray (1799-1850?) en sus primeros escritos.
Posteriormente, tanto él como John Francis Bray (1809-1895), habiéndose concentrado
en determinados problemas prácticos, fueron llevados a formular proposiciones parecidas
a las de Proudhon, pero como los autores eran ingleses, sus teorías no llegaron nunca a
ser tan místicas. Thomas Hodgskin (1787-1869) fue quizá el economista socialista más
decidido entre los pensadores premarxistas. En sus libros se encuentran los gérmenes de
muchas ideas de Marx, quien al menos parcialmente reconocía su deuda con la obra de
Hodgskin.46
Las principales obras de Thompson son: An Inquiry into the Principles of the
Distribution of Wealth most conducive to Human Happiness (1824) y Labour
Rewarded (1827). Esta última es una réplica a Hodgskin. En la primera de estas obras,
da una interpretación socialista muy coherente de la economía ricardiana y de la filosofía
de Bentham. El trabajo es la única fuente del valor y la clase obrera debiera ser la única
en recibir el producto. En la sociedad capitalista las exigencias del capital y de la tierra
despojan al trabajo de una parte de lo que le pertenece. Esto no significa tan sólo una
distribución antinatural e injusta que nunca logrará la mayor felicidad del mayor número,
sino que, además, crea la contradicción más sorprendente del capitalismo: la abundancia
y la pobreza, y con ella todo género de males sociales. El remedio estaba en suprimir el
tributo al capitalista. Thompson sabía que el capital consumido en el proceso de la
producción sumaba su valor al producto. A lo que se oponía era a la facultad del
capitalista de apropiarse toda la plusvalía, facultad resultante de la dependencia en que
está el obrero respecto del capitalista propietario de los medios de producción. La política
del socialismo no está expuesta con mucha claridad; pero como análisis del sistema
capitalista incipiente y como requisitoria contra el mismo, Inquiry es un documento
importante. En su segundo libro se ocupó Thompson del problema de política
[económica]. En ese tiempo se había convertido ya en un discípulo fervoroso de Robert
Owen y veía la salvación exclusivamente en el sistema cooperativo.
En John Gray puede observarse un proceso semejante. Su primera obra, A Lecture
on Human Happiness, publicada en 1825, fue una condenación mordaz del orden social
existente. Se apoyaba en la idea de que el trabajo era la única fuente de riqueza y
analizaba la sofisticación de la justicia natural en el capitalismo de su tiempo. Afirmaba
que quienes todo lo producen sólo recibían una fracción de los frutos de su trabajo,
mientras que las clases improductivas vivían una existencia de parásitos. El trabajo el
único título de propiedad, y la explotación mediante la exacción de la renta, el interés y la
202
ganancia, la verdadera causa de todos los males sociales.
En dos obras posteriores, The Social System: A Treatise on the Principle of
Exchange (1831) y Lectures on the Nature and Use of Money (1848), Gray intentó
describir los principios de la sociedad ideal. En ellas esbozó un sistema parecido en
muchos aspectos al plan del banco de cambio formulado por Proudhon, pero a diferencia
de éste aplicaba consecuentemente la teoría del valor-trabajo. El banco nacional de Gray
tenía que determinar con exactitud la cantidad de tiempo de trabajo necesario para la
producción de las diferentes mercancías. El productor recibiría a cambio de su producto
un certificado de su valor que le daría derecho a recibir una mercancía en la que
estuviese incorporada una cantidad igual de trabajo. Este sistema organizaría el cambio
(lo cual constituía, para Gray, la gran necesidad) de manera tal que estuviera asegurado
el equilibrio entre producción y consumo. Destruiría la tiranía del dinero como medida
del valor de cambio y pondría en el lugar que le correspondía la única medida verdadera,
o sea el tiempo de trabajo. Como política socialista, podía demostrarse que la de Gray es
utópica, y así lo hizo Marx,47 porque carecía de una base analítica sólida. Gray quería
abolir el cambio privado, pero que continuasen las condiciones capitalistas de
producción, condiciones que implicaban el cambio privado. No analizó nunca con
claridad el papel del dinero en la economía capitalista, y así se vio llevado a aislar el
proceso del cambio como lo único que necesitaba ser reformado.
Ideas análogas se encuentran en Labour’s Wrongs and Labour’s Remedies or The
Age of Might and the Age of Right, de Francis Bray, publicada por primera vez en 1839.
Bray se oponía al owenismo tal como lo exponía, por ejemplo, Thompson en su Labour
Rewarded. Como Gray, encontró la fuente de todo mal en el cambio injusto. El tiempo
de trabajo era la verdadera medida del valor de cambio, y el cambio era aquel en que se
cambiaban una por otra cantidades iguales de trabajo. Pero Bray fue más lejos que Gray.
Sus cambios universales implicaban el trabajo universal, es decir, la desaparición de la
propiedad y producción privadas capitalistas. Pero al mismo tiempo el método de Bray
para alcanzar ese estado de cosas ideal recordaba a Proudhon. Consistía en el
establecimiento de compañías que, mediante la emisión de papel moneda, pudieran
comprar tierra y equipo de capital. El resultado a que se llegaría con la ayuda de uniones
laborales y de mutualidades sería una especie de sindicalismo.
Thomas Hodgskin escribió muchos libros, de los cuales es el más importante Labour
Defended against the Claims of Capital, Or the Unproductiveness of Capital proved
with Reference to the Present Combinations among Journeymen, publicado
anónimamente en 1825. Parece que ejerció influencia muy considerable, no sólo a través
de los libros, sino también por conferencias. Aunque inspirado, como lo aclara el
subtítulo, por el creciente movimiento sindical y por la oposición al mismo, Labour
Defended no es meramente un folleto de importancia política momentánea. Contenía un
análisis minucioso del sistema económico. Su objeto era demostrar que las uniones de
trabajadores eran justificables si se dirigían contra los capitalistas que obtenían una
ganancia injusta. Había que demostrar que el capital era improductivo, y el autor lo hace
con un hábil análisis de la función del capital en el proceso de la producción, basado en
203
la teoría ricardiana del valor.
En dicho análisis, Hodgskin sentó los cimientos de la distinción, completada después
por Marx, entre la ayuda material a la producción, que los economistas llaman capital, y
el capital en cuanto expresión de cierta forma de relación de propiedad, que convierte en
capital las máquinas de vapor, las materias primas y los medios de subsistencia del
obrero. Según Hodgskin, al usar indistintamente la palabra para designar tanto el trabajo
acumulado, que es una ayuda material y una condición para la producción futura, como
una relación social, que da al capitalista el dominio sobre el trabajo presente, los
economistas se han creado el problema de la productividad del capital. Si por
productividad de capital —dice Hodgskin— se entiende su poder de crear valor de
cambio, y si esto implica que, en consecuencia, la propiedad capitalista tiene derecho a
participar en el producto, el capital no es productivo, definitivamente. No obstante,
admite que los resultados de la producción pasada, etc., son condiciones materiales
necesarias para el empleo del trabajo presente y, por lo tanto, potencialmente
productivos. No explica esta contradicción que se da en su propio razonamiento.
Hodgskin no distingue muy claramente el valor de uso del valor de cambio; pero
cuando habla del capital como de una fórmula mágica que se usa para ocultar la realidad
de la explotación, está muy cerca de la teoría marxista. Según una tradición económica
entonces admitida, Hodgskin distingue entre capital circulante y capital fijo. El primero
—dice— no es sino “trabajo coexistente”. La acumulación de capital no es sino
almacenamiento de trabajo; y el aumento de la habilidad de los trabajadores es un
aspecto de la acumulación más importante que el almacenamiento de los productos de
trabajo. Asimismo, el capital fijo es sólo una forma de trabajo acumulado que llega a ser
útil en la producción. También depende, para su utilización, del trabajo presente. Sin la
habilidad y energía del trabajo presente serían inútiles esas acumulaciones de trabajo
pasado. El que sean o no productivas depende por completo de que sean o no usadas
por el trabajo productivo. Si todas esas máquinas, edificios, etc., no se usan, no harán
más que deteriorarse. El capital fijo no adquiere utilidad del trabajo pasado, sino del
trabajo presente. Produce una ganancia a su propietario no porque contenga trabajo
acumulado, sino porque le permite disponer de trabajo presente.
Hodgskin intenta resolver todas las cualidades productivas usualmente atribuidas al
capital, en trabajo coexistente. Lo hace así a fin de contar con un argumento en contra
de quienes trasplantan esas cualidades a las incorporaciones materiales de trabajo y
hacen así productivo al capital independientemente del trabajo. El capitalista, según
Hodgskin, es el mediador entre el trabajo y las cosas con cuya ayuda se realiza el
trabajo, y quien se apropia la mayor parte del producto. El orden social natural es aquel
en el que se suprime esa separación entre el trabajo y sus medios de producción y
subsistencia
Sobre política [económica] no tiene Hodgskin mucho que decir. Adopta en gran parte
el ideal anarquista. Estaba convencido de que la fórmula mágica de la productividad del
capital había impresionado a tal grado las mentes de los hombres, que era escéptico
respecto de cualquier otro ideal. Dudaba de la eficacia del gobierno, aun cuando éste
204
fuera democrático. Creía que la instrucción progresiva de los trabajadores y su fuerza
creciente mediante la unión los llevarían a suprimir los privilegios, a obtener el fruto
íntegro de su trabajo y a hacer de éste el único título de propiedad. Ya no sería necesario
el gobierno, porque habría desaparecido la división de clases. En resumen, pues, la
sociedad ideal a que aspiraba Hodgskin tenía las mismas características que las de los
otros precursores ingleses y franceses del socialismo. Marx intentó formular sobre las
mismas bases una teoría socialista diferente; pero, como veremos, aunque rechazó por
utópicas las conclusiones de sus predecesores, terminó en un sistema más irracional que
el que planteaban éstos.
205
206
1
Véase M. Dobb, Political Economy and Capitalism (1937), p. 41. [Economía política y capitalismo, trad.
de Emigdio Martínez Adame, México, FCE (1945).]
2
James Mill, Elements of Political Economy (2a. ed. 1824), pp. 234-236. (Hay traducción española.) Una
edición excelente de Selected Writings, de James Mill, editada por Donald Winch, fue hecha en 1966.
3
D. Ricardo, The Principles of Political Economy and Taxation (ed. Everyman), pp. 192-193.
4
James Mill, Elements, pp. 228-229.
5
D. Ricardo, ibid., p. 193.
6
D. Ricardo, Notes on Malthus’ “Principles of Political Economy” (ed. J. H. Hollander y T. E. Gregory,
1928), p. 159. [Nota a los principios de economía política de Malthus, ed. FCE, México, 1958, pp. 214-215.]
* Los Whig eran los miembros de un partido político en Inglaterra durante el siglo XVIII y hasta mediados del
siglo siguiente, campeones de la reforma y de los derechos parlamentarios; más adelante se convirtió en el
partido Liberal (Ed.).
7
T. R. Malthus, Principles of Political Economy (1820), p. 1. [Principios de economía política, trad. de
Javier Márquez, México, FCE (1946).]
8
Para un resumen útil del debate, véase M. Bowley, Nassau Senior and Classical Economics, pp. 31-38.
9
M. Bowley, op. cit., pp. 8, 709, y Karl Marx, Theorien über den Mehrmert, vol. III, pp. 1-29. [Historia
crítica de la teoría de la plusvalía, trad. de Wenceslao Roces, México, FCE (1945).]
10
T. R. Malthus, op. cit., p. 119.
11
T. R. Malthus, op. cit., p. 119.
12
Ibid., libro II, cap. I, sección IX, passim. Para un examen detallado de este argumento desde su
tendencioso punto de vista, véase Marx, Theorien über den Mehrwert, pp. 35-47.
13
Ibid., p. 463.
14
Ibid., p. 465.
15
En una carta del 7 de julio de 1821, citada por J. M. Keynes en Essays in Biography (1933), p. 142.
16
T. R. Malthus, op. cit., p. 471.
17
F. Bülow, en su introducción a una selección de los escritos de Adam Müller: A. Müller, Vom Geiste der
Gemeinschaft (1931), p. XVII.
18
Más adelante se dan mayores referencias sobre algunas tendencias contemporáneas.
19
Véase H. J. Laski, The Rise of European Liberalism, pp. 195-205 [El liberalismo europeo, trad. de
Victoriano Miguélez, México, FCE (1969)], para un breve y brillante resumen del pensamiento de Burke.
* Véase E. Burke, Textos políticos, trad. de Vicente Herrero, México, FCE (1942). [T.]
20
J. G. Fichte, “Grundlage des Naturrechts”, en Sämmtliche Werke (1845), vol. III, p. 204.
21
Ibid., p. 208.
22
W. Roscher, “Die romantische Schule der Nationalökonomik in Deutschland”, en Zeitschrift für die
gesammte Staatswissenchaft (1870), pp. 51-105.
23
A. Müller, Vom Geiste der Gemeinschaft, pp. 15-16.
24
Ibid., pp. 21-22.
25
Ibid., p. 23.
26
Ibid., p. 117.
27
Ibid., p. 150.
28
Ibid., p. 157.
29
Ibid., p. 159.
30
Ibid., pp. 152-155.
31
Ibid., p. 154.
32
Ibid., p. 195.
33
Ibid., p. XLIII.
34
Ibid., p. 49.
35
Ibid., p. 51.
36
Ibid., p. 53.
207
37
Ibid.
* F. List, Sistema nacional de economía política, trad. de Manuel Sánchez Sarto, México, FCE (1942). [T.]
* J. C. L. Sismonde de Sismondi, Nouveaux Principes d’Économie Politique, ou de la Richesse dans ses
rapports avec la population (1819), vol. I, pp. 1-2 [T.]
38
Marx y Engels, Obras escogidas en dos tomos, T. 1, ed. en lenguas extranjeras, Moscú, 1955, p. 46.
* Sismondi, op. cit., vol. I, libro 4. [T.]
* Sismondi, op. cit., vol. II, pp. 312 ss. [T.].
39
En la biblioteca de la Universidad de Texas, en Austin, Texas, hay un ejemplar de la primera edición (1819)
de los Nouveaux Principes de Sismondi, no sólo bellamente encuadernado y en perfecto estado, sino también
notable por haber pertenecido a J. B. Say, cuyo nombre aparece en las guardas. Contiene muchas notas de Say,
con una objeción cuidadosamente pegada en los márgenes del libro para no afear las páginas. Debo reservar para
otra ocasión la exposición detallada de esas notas, que están dedicadas principalmente a defender la teoría del
mercado, de Say. Puedo citar estas dos observaciones a la última conclusión de Sismondi: “Arreter
l’accroissement de l’industrie pour rendre service à la societé! Bone Deus!”, y “Le fait prouve contre vous, car
le fait est que de nos jours, malgré nos progrès tant deplorés par vous, l’ouvrier est mieux nourri, mieux vètu,
mieux logé, qu’il ne l’a étè à aucune autre époque”.
40
A. Cuvillier, Proudhon (1937), p. 253. [Proudhon, trad. de María Luisa Díez-Canedo, México, FCE (1939).]
41
A. Cuvillier, op. cit., pp. 194-195.
42
Ibid., p. 72.
43
A. Cuvillier, op. cit., pp. 162-166, 254-257.
44
G. Myrdal, Das Politische Element in der Nationalõkonomischen Doktrinbildung (1931), p. 124.
45
Para el estudio de algunos ejemplos, véase Marx, Theorien über den Mehrwert, vol. III, pp. 281, 313.
[Historia crítica de la teoría de la plusvalía, trad. de Wenceslao Roces, México, FCE (1945).]
46
Marx, op cit., vol. III, pp. 313-380.
47
Marx, Zur Kritik der politischen Ökonomie, pp. 70-73.
208
209
VI. MARX
1. VIDA Y FUENTES
UNA TRADICIÓN arraigada asigna a Marx un lugar en todas las historias del pensamiento
económico, pero lo coloca en un capítulo aparte. En la actualidad se considera
generalmente a Marx como un economista que trabajó dentro de la tradición clásica;
pero tanto sus partidarios como sus críticos convienen en que fue no sólo un economista,
especialmente en la manera en que se entiende el término en la actualidad. Fue un
revolucionario que usó el estudio de la economía política como un instrumento de la
lucha política. Él mismo sostuvo que era necesario descubrir las leyes de la evolución
mediante el estudio de la economía política, para adquirir así un arma teórica sin la cual
creía que la acción política estaba condenada a la impotencia. Pero, en realidad, como
veremos, ni lógica ni cronológicamente pueden las opiniones de Marx sobre lo que
constituye la ley de la evolución social considerarse derivadas de su análisis económico.
La relación es casi exactamente la opuesta.
Carlos Enrique Marx nació en Tréveris, en 1818. Pertenecía a una familia judía de la
alta clase media; pero su padre abandonó la religión judía poco después de nacido Marx.
El hijo estaba destinado a una carrera académica u oficial, y se le envió a estudiar a las
Universidades de Bonn y de Berlín. Entró en relación con el grupo de jóvenes hegelianos
que representaban en aquel tiempo el sector más avanzado de la intelectualidad alemana.
No tardó Marx en sentirse insatisfecho del campo que la filosofía hegeliana ofrecía a sus
energías y, en consecuencia, disintiendo de ella en su forma corriente, empezó a buscar
un modo más práctico de expresión de la crítica social. Cuando advirtió que le era
imposible una carrera académica en la situación reaccionaria que prevalecía en Alemania,
adoptó el periodismo como la forma de actividad política más fácilmente asequible.
Nunca abandonó la política, desde entonces. Durante casi un año trabajó en la Gaceta
del Rin (Rheinische Zeitung), al cabo del cual fue nombrado redactor en jefe. Dejó este
periódico porque la severidad de la censura le impedía expresar sus opiniones, cada vez
más revolucionarias. Por aquel tiempo escribió su interesantísima crítica de la filosofía
hegeliana del Estado, que ya muestra claramente la inclusión de elementos económicos,
o, como él decía, de materialismo, en la dialéctica hegeliana.
Después de la experiencia en su Rheinische Zeitung, empezó la larga etapa de
destierro de Marx. Se fue a París, donde, a fines de 1843, se hizo cargo de la dirección
del Deutsch-französische Jahrbücher, del cual no apareció más que un número, que
contenía dos artículos importantes, uno sobre la cuestión judía y el otro era una crítica
de la filosofía del derecho de Hegel. Este último contiene una de las exposiciones más
claras de la teoría de la historia, de la lucha de clases y de la naturaleza de la revolución
que pueda encontrarse en todos los escritos de Marx. Habla de la unión inminente de la
filosofía alemana y del socialismo francés, de la filosofía como cabeza de la revolución y
210
del proletariado como corazón de la misma. Es un análisis que refleja claramente el ardor
juvenil del propio Marx, su búsqueda de un credo nuevo, tan típica de muchos de los
intelectuales jóvenes de una Alemania que estaba saliendo entonces de la etapa
precapitalista. Ya estaba presente mucho de lo que después caracterizó el pensamiento de
Marx, aunque el escrito aún está pletórico de la fantasía y el idealismo de su juventud.
La persecución del gobierno prusiano rebasó las fronteras alemanas y consiguió que
Marx fuera expulsado de París. A principios de 1845 se trasladó a Bruselas, pero
anteriormente habían ocurrido dos acontecimientos importantes, relacionados entre sí.
Marx se había interesado por la economía política (su primera obra extensa de
economía, que ofrece muchas huellas de sus antecedentes filosóficos, ha estado a
nuestra disposición desde hace unos sesenta años),1 y conoció a alguien que estaba
llamado a ser amigo y colaborador suyo por el resto de su vida: Federico Engels.
Engels pertenecía a una familia burguesa de la Renania, establecida de antiguo en
Inglaterra. Su padre era fabricante de textiles, y el mismo Federico entró en el negocio de
la familia, la firma Ermen y Engels, que tenía una hilandería de algodón en Manchester.
Conocía la economía política clásica inglesa y había llegado a una crítica de la misma
que le condujo a resultados un tanto análogos, en sus implicaciones políticas, a los de la
crítica de Marx sobre la filosofía hegeliana. La había expuesto en un breve artículo,
“Umrisse zur Kritik der Nationalökonomie”, que Marx había publicado en el Deutschfranzösische Jahrbücher. Desde que se conocieron en París empezaron a colaborar
entre sí, y uno de los frutos importantes de esa colaboración fue La ideología alemana,
estudio crítico de la filosofía alemana, del que los autores afirmaban les había librado
definitivamente del idealismo hegeliano.2 Marx abandonó Bruselas en 1848 y regresó a
Alemania para tomar parte activa en la revolución de aquel año. Desterrado de nuevo,
fue a Londres en 1850, y allí permaneció por el resto de sus días. Murió el 14 de marzo
de 1883.
Sus escritos económicos más importantes comenzaron en 1847 con Miseria de la
filosofía, respuesta a Proudhon. En enero del año siguiente, en vísperas de la revolución,
apareció el Manifiesto Comunista, escrito en colaboración con Engels, que presentaba la
teoría y el programa de la Liga Comunista, organizada en Londres en 1847. Los dos
años siguientes los dedicó casi por completo a trabajos periodísticos, pues en junio de
1848 había empezado a editar en Colonia la Nueva Gaceta del Rin. Al establecerse en
Londres, Marx empezó a estudiar economía política de un modo sistemático. Sus
investigaciones en el Museo Británico lo familiarizaron con los fundadores de la
economía clásica, y sobre las bases que ellos sentaron empezó a levantar su propia
teoría. La actividad política no desapareció nunca de su vida, y aun se intensificó. Su
interés y participación en los acontecimientos de la época dieron nacimiento a muchas
obras importantes. Tales como El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (1852) y La
guerra civil en Francia en 1871 (publicada inmediatamente después de la Comuna de
París). Pero desde nuestro punto de vista, los escritos más importantes de Marx en aquel
periodo son los económicos. En 1859 publicó su Crítica de la economía política, que
contiene el germen de El Capital. Es notable, sobre todo, porque contiene la única
211
exposición sistemática de la teoría monetaria de Marx, campo al que aportó pocas cosas.
En 1867 apareció el primer volumen de El Capital; los demás volúmenes de esta obra,
la más importante del autor, no aparecieron en vida de éste, sino que hubo de publicarlos
Engels: en 1885 apareció el segundo y en 1894 el tercero. El cuarto, que se divide en tres
partes y contiene una exposición de la historia de las doctrinas económicas, fue editado
por Karl Kautski después de la muerte de Engels. Apareció en 1904-1910 con el título
Therien über den Mehrwert.
La exposición de la vida y obra de Marx tiene que ser, necesariamente, breve, pero
puede servir de fondo a sus doctrinas. Para comprenderlas, tenemos que conocer todas
las fuerzas que ejercieron influencia sobre Marx. En lo que concierne a las circunstancias
económicas y políticas, hemos de recordar que Marx vivió en una época en que
Alemania iba saliendo de un estado de atraso económico y de reacción política para
incorporarse a sus vecinos de Occidente como una democracia capitalista. Lo tardío de
esa evolución permitió a Marx observar el desarrollo de Alemania contra el fondo de la
nueva sociedad establecida ya en otras partes. Toda la experiencia del industrialismo
inglés y del sindicalismo que había producido, así como la de las luchas políticas
posrevolucionarias de Francia, le sirvieron de inspiración y de fondo sobre el cual
interpretar los conflictos sociales y políticos de la misma Alemania.
El utilitarismo y el primer socialismo inglés, el pensamiento socialista francés y los
comienzos del radicalismo alemán inspiraron la juventud de Marx. Respiraba un aire
lleno de discusión política. Todos los jóvenes intelectuales con quienes entró en relación
discutían los problemas de la emancipación política. El republicanismo, la democracia
constitucional, la libertad de pensamiento y de prensa eran los temas del día, como lo
habían sido en Francia e Inglaterra hacía más de un siglo.
Pero quienes discutían estas cuestiones eran filósofos. Las soluciones que se ofrecían
tenían que explicarse de algún modo en términos de la filosofía del día. Aquí está la
segunda influencia poderosa que recibió Marx. La filosofía hegeliana aspiraba a una
concepción comprensiva y dinámica de la sociedad mediante el uso del método
dialéctico. Marx se interesó por las leyes del movimiento de la sociedad, por los
principios que determinan los cambios sociales. Rechazó el conservadurismo de Hegel;
sostuvo que era producto de su idealismo, y trató de conservar el lenguaje típico
hegeliano, aunque infundiéndole los factores económicos que él consideraba cada vez
más los únicos determinantes de los cambios sociales.
Es dudoso que cuando Marx abordó el estudio de la economía política clásica hayan
influido en él las doctrinas filosóficas que sustentaba en su juventud. Lo que subsistió de
ellas se convirtió en un armazón sociológico para sus teorías económicas: la
interpretación económica de la historia y la doctrina de la lucha de clases. También
subsistió cierta predilección por las formulaciones dialécticas, pero serían sus seguidores
quienes resucitarían y ampliarían estos elementos filosóficos en el sistema llamado del
“materialismo dialéctico”, sistema particularmente adecuado para las necesidades
casuísticas de la política absolutista, y que no tiene nada que ver con la valoración de la
obra de Marx como economista político, no obstante las referencias ocasionales al
212
mismo que se encuentran en sus propios escritos.
2. MÉTODO
En el prefacio de la Crítica de la economía política, el mismo Marx nos dice cómo fue
impulsado a estudiar la estructura económica de la sociedad capitalista. Una de las
razones fue la necesidad de definir su actitud ante la controversia política de la época,
que tenía un contenido económico. La otra fue su deseo de explicar, mediante la crítica
de la filosofía política y jurídica hegeliana, los determinantes de las diferentes formas del
Estado y de las instituciones jurídicas. Llegó a la conclusión de que las raíces de éstas se
encontraban en lo que él llamó la suma total de las condiciones materiales de la vida
social. De esta conclusión derivó los dos elementos que constituyen la base sociológica
de su análisis económico: la interpretación económica de la historia y la teoría de las
clases y de la lucha de las mismas. Como estas dos doctrinas se han convertido en partes
de un dogma político fieramente defendido y fieramente atacado, no es fácil, sin verse
envuelto en batallas doctrinales, formularlas de una manera comprensible y sensata. Por
lo tanto, el breve resumen que sigue se atiene todo lo posible a la formulación del propio
Marx, aun a costa de perder algo de claridad. Más tarde veremos en qué medida puede
decirse que estas ideas tengan validez aparte del objetivo particular para el cual las
formuló el mismo Marx.
El hombre, dice Marx, es un productor social de sus medios de subsistencia. La
producción social implica ciertas relaciones sociales cuyo carácter dependerá del grado
de desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad. Esas relaciones sociales
constituyen la estructura económica de la sociedad, sobre la cual se construye una
superestructura de instituciones políticas y jurídicas, de ideas y modos de pensar, que
reflejan, en última instancia, la estructura económica existente. Para comprender esas
instituciones e ideas en su forma existente y en sus cambios constantes, hay que estudiar
la estructura económica que les ha dado nacimiento. La economía política es el estudio
de la anatomía de la sociedad, es decir, de las relaciones sociales de producción que
constituyen el sistema económico.
Esta afirmación, dice Marx, señala a la vez el principio fundamental de la sociedad y
la contradicción a él inherente, que es la causa de los cambios sociales. El principio es la
relación social en que entran los hombres para los fines de la producción social, relación
que es apropiada a un desarrollo dado de la capacidad de producción. Él permite a la
sociedad emplear al máximo esas capacidades productivas y aumentarlas; pero este
aumento mismo de las capacidades productivas las hace entrar en conflicto con la
relación social que habían creado. La relación se hace inadecuada: en vez de ayudar a la
plena utilización de la capacidad del hombre para producir y reproducir todas sus
condiciones materiales de vida, empieza a impedirla, y tarde o temprano los hombres
modificarán esa relación social para permitir que las capacidades productivas, cada vez
mayores, encuentren campo adecuado. Las instituciones políticas y jurídicas tendrán que
213
cambiar, y lo mismo las ideas. Así pues, el cambio social implica en cierta fase una
revolución política para completar la evolución precedente: la abolición de una estructura
política existente para sustituirla por otra más apropiada al nuevo orden económico.
Marx sostenía que las relaciones de producción en sociedad puede decirse que
consisten, en esencia, en la distribución de los miembros de la sociedad en relación con
la propiedad de los medios materiales de producción. En términos jurídicos, es una
relación de propiedad. Cuando existe propiedad privada, la sociedad se divide en clases
que pueden ser definidas según su situación vis-à-vis de los medios de producción. Esta
división determina el lugar que cada clase ocupa en el proceso de la producción, y es
también la base de los demás fenómenos económicos. La estructura económica de la
sociedad es simplemente una organización social particular de la producción. Es el
determinante último de todos los fenómenos sociales. Una vez establecidas las relaciones
económicas, el proceso mismo de producción las somete a determinados cambios: se
convierten en categorías históricas. “Si, para un periodo, parecían las condiciones
naturales de la producción, para otro, eran el resultado histórico de ella. Cambian
constantemente dentro de la producción misma.”3
Marx aplica esta filosofía de la historia al capitalismo, y es el modo particular de
aplicarlo lo que le distingue tan marcadamente hasta de los economistas clásicos que
habían sustentado opiniones no muy diferentes acerca de la evolución social previa.
Marx considera el capitalismo no como un orden social inmutable, sino como un eslabón
de una cadena. No está dispuesto a aceptar como sacrosantas las relaciones de propiedad
existentes, base de la sociedad capitalista, sino que las considera tan transitorias como las
que pertenecen al pasado. Esta actitud crítica, más que ninguna otra cosa, es el rasgo
distintivo del análisis económico marxista.4
Si el capitalismo está sujeto a cambio, ¿cuál es la fuerza motriz de ese cambio?
Según esta filosofía de la historia, habrá de ser alguna contradicción inherente al sistema
la que produzca el conflicto, el movimiento y el cambio. Incumbe a la economía política,
dice Marx, descubrir esa contradicción. La contradicción básica del capitalismo es el
carácter cada vez más social y cooperativo de la producción que hacen inevitable las
nuevas fuerzas productivas que la humanidad posee y la propiedad individual de los
medios de producción. Esta contradicción se pone de manifiesto en la existencia de dos
clases, capitalistas y obreros, la una dueña de los medios de producción (de las
condiciones materiales de la producción), la otra dueña únicamente de su fuerza de
trabajo (los medios para poner en marcha la producción). Este antagonismo inevitable
tiene por consecuencia la lucha entre las dos clases cuyos intereses son incompatibles. La
lucha entre capital y fuerza de trabajo, consecuencia del antagonismo inherente a la
organización social productiva, toma muchas formas, la más amplia de las cuales es la
política. Para Marx fue elemento esencial de la actividad política, centro de sus intereses,
el estudio de la estructura económica y el mostrar cómo refleja la contradicción
fundamental en todas sus partes.
Es importante subrayar la peculiaridad del método que sigue Marx para tratar el
problema. Este método está expuesto en la Introducción a la crítica de la economía
214
política, y sin su conocimiento es difícil comprender el análisis subsiguiente en El
Capital. Primero analiza los cuatro departamentos en que los economistas han dividido
la actividad económica: producción, consumo, distribución y cambio. Distingue las
cualidades universales de estas categorías, que poseen validez para todos los tiempos, y
las cualidades históricas, que sólo son importantes para una fase particular de la
evolución social. En las obras de los economistas no socialistas, dice Marx, esas dos
series de cualidades andan constantemente mezcladas, confusión que es una parte del
error general de considerar eterno el sistema capitalista. Admite que hay una relación
entre esos cuatro departamentos. “La producción crea las cosas necesarias para
satisfacer las necesidades; la distribución las reparte de acuerdo con las leyes sociales; el
cambio distribuye lo que ya se ha repartido, de acuerdo con las necesidades individuales;
y en el consumo, en fin, el producto sale de la esfera social, se convierte directamente en
objeto y servidor de la necesidad individual, y la satisface.”5
Pero ésa, dice Marx, no es sino una relación superficial, que supedita la producción a
las leyes naturales y la distribución a las leyes sociales. Coloca al cambio en un lugar
incómodo entre las dos, y excluye el consumo de la esfera económica, excepto en cuanto
fin de un proceso y punto de partida de otro nuevo. Marx pasa a explicar lo que él
considera conexión natural, es decir, universal, entre la producción y el consumo.
Primero, hay un consumo productivo, que es el empleo del producto en un nuevo
proceso de producción, y una producción consuntiva, que es la reproducción de la vida
humana misma. Segundo, la producción suministra el material para el consumo, y el
consumo satisface la necesidad, es decir, el objeto de la producción. Finalmente, ambas
cosas son parte la una de la otra: el consumo es el acto final de la producción, y sólo
mediante él realiza su función el producto; la producción es parte del consumo porque
crea necesidades.
Pero, arguye Marx, la identidad de producción y consumo sólo existe si ignoramos la
relación social que media entre ellos. Esta mediación es la distribución. Superficialmente,
distribución significa distribución de productos; pero antes de que pueda ser esto, tiene
que ser: “primero, una distribución de los medios de producción, y segundo (lo que no es
sino una cualidad más de la misma relación), una distribución de los miembros de la
sociedad entre las diferentes ramas de la producción”.6 Por consiguiente, la producción
debe presuponer dicha distribución. Y la distribución en el sentido convencional está
determinada por la distribución como elemento social del proceso de la producción.
Según Marx, Ricardo se acercó a la verdad cuando hizo de la distribución, y no de la
producción el objeto de estudio de la economía política; pero se equivocó al pensar que
las leyes de la distribución eran naturales, y no históricas. Por último, el cambio es parte
de la producción y está completamente determinado por ella. No puede haber cambio sin
división del trabajo (factor productivo), y la naturaleza del cambio depende de la
producción (el cambio privado nace, por ejemplo, de la producción privada). Para
conocer las relaciones historicosociales que están detrás de la conexión universal
superficial de estos elementos, hay que tener presente, dice Marx, la interacción entre
ellos.
215
Marx hace un análisis semejante del método de la investigación económica. Sería
natural, dice, considerar los fenómenos económicos de la sociedad en su realidad
concreta. Así es como empezó la investigación económica. Tomó como punto de partida
“la población, la nación, el Estado…” y acabó habiendo descubierto en su análisis
“ciertas relaciones determinantes, abstractas y generales, como la división del trabajo, el
dinero, el valor, etc.”7 Una vez hechas estas abstracciones, la economía política las tomó
como punto de partida y se abrió camino hacia la realidad concreta. Aunque éste es el
método científico correcto, tiene sus peligros, pues invierte el orden en que procede la
realidad misma. Por lo tanto, hay que recordar siempre que aun el concepto económico
más abstracto presupone una realidad concreta existente de la cual representa aquél un
solo elemento. Las categorías económicas simples han tenido una existencia histórica real
en su sencillez abstracta; pero no alcanza su plena significación sino en un sistema
económico muy desarrollado.
La economía política debe estudiar las categorías más abstractas en relación con la
anatomía del capitalismo. Marx no sólo procura constantemente relacionar los conceptos
económicos elementales, tales como valor, trabajo, dinero, etc., con las condiciones de la
producción capitalista, sino que también sigue el proceso histórico que ha conducido al
capitalismo moderno, y muestra las formas de existencia anteriores más primitivas de
esos conceptos económicos. Este método hace de El Capital un tratado de economía
muy distinto de la mayoría de los que siguieron al de Ricardo. Puede encontrarse cierta
semejanza con este método en tres obras anteriores: La riqueza de las naciones, de
Adam Smith; los Principios de Steuart, y los Principios de Marshall. Todas ellas son
intentos de combinar la teoría económica, la historia de la economía y la historia de las
doctrinas económicas. Una actitud análoga, en un campo más limitado, está subyacente
en la obra de Schumpeter, titulada Business Cycles; Keynes, en su Teoría general, cubre
el mismo campo, aunque lo presenta menos sistemáticamente.
3. TEORÍA DEL VALOR-TRABAJO
El concepto más sencillo que se refiere a la actividad del hombre para producir sus
medios de subsistencia, es el del trabajo humano. El trabajo puede ser considerado en su
forma natural (universal) y en su calidad social (histórica). La primera es la de una
“actividad deliberada dirigida a apropiarse objetos naturales de una forma u otra”. En
este sentido, “el trabajo es una condición natural de la existencia humana, una condición
del metabolismo del hombre y la naturaleza independiente de todas las formas sociales”.8
Como tal, el trabajo produce objetos que satisfacen necesidades humanas; en otras
palabras, objetos que poseen valor de uso. El valor de uso es inseparable de las
cualidades concretas del objeto: valores de uso diferentes coinciden con diferencias en
las cualidades materiales de las mercancías. Como valores de uso, esas mercancías
realizan su finalidad en el consumo. El trabajo, considerado como productor de valor de
uso, no es la única fuente de valor, ya que el trabajo no puede realizarse sin algún
216
material natural. Valores de uso diferentes encierran proporciones diferentes de trabajo y
naturaleza; pero este último elemento tiene que estar siempre presente.
Todavía podemos distinguir otros dos aspectos del trabajo en esta forma: el trabajo
particular, y la suma total de los trabajos individuales de todos los miembros de la
sociedad que producen la suma total de los valores de uso que la sociedad requiere. En
su segundo aspecto, el trabajo adquiere importancia social. Tan pronto como el hombre
produce socialmente, el valor de uso se hace independiente del trabajo individual
particular. El valor de uso se convierte en el producto de una fracción del trabajo total de
la sociedad. Esto significa, además, que se ha generalizado el trabajo individual: se ha
convertido en una parte del trabajo social. Se han encontrado algunos arreglos sociales
para distribuir el trabajo de todos los miembros individuales de la sociedad en la
producción de todos los valores de uso necesarios.
En cuanto a los valores de uso, es indiferente el arreglo y ordenación social particular
en que se basa su producción. Las cualidades materiales de los bienes (que constituyen
su valor de uso) no se afectan con ello. “Por el sabor del trigo no podemos decir si lo
cultivó un siervo ruso, un pequeño propietario francés o un capitalista inglés.”9 Pero es
evidente que tienen que existir algunas relaciones sociales de producción. “Cualquier niño
sabe que un país que dejara de trabajar… moriría. Cualquier niño sabe también que la
masa de productos correspondientes a las diferentes necesidades requiere masas
diferentes y cuantitativamente determinadas del trabajo total de la sociedad. Es evidente
por sí mismo que esta necesidad de distribuir el trabajo social en proporciones definidas
no puede eliminarse mediante la forma particular de la producción social, sino que
únicamente puede cambiar la forma que asume. No puede eliminarse ninguna ley
natural. Lo que puede cambiar, al cambiar las circunstancias históricas, es la forma en
que operan esas leyes.”10
El modo como se produce la transformación del trabajo individual en una fracción
del trabajo social dependerá de las relaciones en que el trabajo de cada individuo sea
prorrateado al orden social mismo. Por ejemplo, en una familia campesina patriarcal que
satisface todas sus necesidades produciendo trigo, ganado y productos derivados,
hilados, lienzo y ropa, las relaciones sociales de los miembros implican una planificación
social de la producción de acuerdo con las necesidades sociales de la familia y su
capacidad productiva. El trabajo de cada uno se ejerce sólo “como órganos de la fuerza
colectiva de trabajo de la familia”.11 Análogamente, dice Marx, con un símil típicamente
sobresimplificado, en una asociación de hombres libres que poseyesen en común los
medios de producción, cada uno de ellos emplearía su fuerza de trabajo como parte de la
fuerza de trabajo de la sociedad.12
Hay sociedades, empero, en que la identidad de trabajo individual y trabajo social
hay que conseguirla de un modo especial. Las características del capitalismo son la
propiedad privada de los medios de producción, la empresa particular y la apropiación y
el cambio privados. ¿Cómo se prorratea el trabajo social en esa sociedad? El modo como
“generaliza el trabajo” es hacer bienes que sean portadores no sólo de valor de uso, sino
también de valor de cambio. “La forma en que opera esta división proporcional del
217
trabajo en una sociedad donde la interconexión del trabajo social se manifiesta en el
cambio privado de los productos individuales del trabajo, es precisamente el valor de
cambio de esos productos.”13
En la producción capitalista todos los bienes tienen un doble carácter: valor de uso,
por sus cualidades materiales, y valor de cambio, porque se ha invertido en ellas una
porción de trabajo social. Un bien puede tener “valor de uso sin tener en absoluto ningún
valor de cambio, por ejemplo, los dones o bienes naturales. Pero el valor de cambio
presupone el valor de uso. Las cualidades que dan a un bien valor de uso son, en el
sistema capitalista, material del valor de cambio”.14 El valor de cambio de un bien no es
más que una fracción de “trabajo humano abstracto”, y su medida, “la cantidad de
sustancia constitutiva de valor, es decir, de trabajo, que contiene”. La cantidad misma
puede medirse por el tiempo de trabajo empleado en la producción de ese bien. Ese
tiempo de trabajo no debe considerarse como el tiempo gastado por un trabajador
particular en aquel bien en particular, pues no puede pensarse que “cuanto menos hábil o
más perezoso es un hombre”, más valioso será su producto. La medida del valor de
cambio de un bien es el “tiempo de trabajo socialmente necesario” para producirlo. “El
tiempo de trabajo socialmente necesario es aquel que se requiere para producir un valor
de uso cualquiera en las condiciones normales de producción y con el grado medio de
destreza e intensidad de trabajo imperantes en la sociedad.”15
En la producción capitalista también el trabajo tiene un doble carácter, pues produce
valor de uso y valor de cambio. En el primer caso, es trabajo concreto, particular; en el
segundo, “es trabajo abstracto, general e igual”.16 A la variedad de valores de uso en la
sociedad corresponde una variedad de trabajo humano. Esta variedad puede existir sin
que exista cambio privado; pero en el capitalismo, en que hay cambio privado de
productos, aparece también el fenómeno del valor de cambio que ignora las diferencias
materiales individuales de los bienes como valores de uso y crea una equivalencia general
de ellos. Análogamente, el trabajo en dicha sociedad, en la medida en que se traduce en
valor de cambio, es una abstracción de las diferentes formas de trabajo útil: es “gasto de
fuerza humana de trabajo”.17 En relación con el valor de uso, el trabajo incorporado en
un bien no tiene más que una importancia cualitativa; y en relación con el valor de
cambio, sólo cuantitativa. La existencia de diferentes tipos de trabajo y de distintas
habilidades no importa, pues cada tipo de trabajo puede expresarse en términos de la
forma de trabajo humano más sencillo, que menos habilidad requiere. Los tipos de
trabajo más complejo y de mayor pericia producen en un tiempo dado bienes con un
valor de cambio superior al de los que requieren menos habilidad. Pueden reducirse a
múltiplos de las formas más sencillas de trabajo. Tal reducción tiene lugar
constantemente, en realidad: tipos diferentes de trabajo se reducen en el proceso
económico a un equivalente universal.
Al formular de esta suerte la teoría del valor-trabajo, Marx se aleja de modo
importante de los economistas clásicos: si el valor de cambio de un bien no es sino la
expresión del tiempo de trabajo socialmente necesario empleado en su producción; el
trabajo en sí mismo no puede tener valor. “Hablar del valor del trabajo… equivale a
218
hablar del valor del valor, o a querer determinar no el peso de un cuerpo, sino el peso del
peso mismo.”18
El doble carácter de las mercancías y del trabajo que las produce crea dos
dificultades. A una la llamó Marx, en una frase célebre, “el fetichismo de la mercancía”.
Decía que si consideramos una mercancía meramente como un valor de uso, no hay en
ella nada misterioso. Ni es tampoco difícil de entender el valor de cambio, considerado
en sí mismo. No es difícil, decía, pensar en el trabajo social humano en abstracto, como
gasto de cerebro, nervios y músculo, ni pensar en su cantidad como cosa distinta de su
calidad. La dificultad está en la naturaleza contradictoria de la mercancía, que es, al
mismo tiempo, valor de uso y valor de cambio. Esto se manifiesta de tres modos: la
equivalencia del trabajo humano conduce a la equivalencia de los valores de cambio de
los productos del trabajo; el gasto de trabajo humano, en términos de tiempo, aparece en
la forma de la medida del valor de cambio de los productos; finalmente, la relación social
de los productores toma la forma de una relación social de los productos.19 La mercancía
refleja el carácter social del trabajo. Los productores no advierten su propia relación
social, que les parece una relación social de sus productos. El valor de cambio no es más
que una relación entre personas; “pero es una relación que está oculta detrás de las
cosas”.20 La relación social de los productores —relación que, como hemos visto, Marx
considera la esencia de la estructura económica— se manifiesta como una relación de
mercancías.
La segunda dificultad inherente al carácter contradictorio de la mercancía es ésta: una
mercancía debe poseer valor de uso, pero no para su propietario, porque, si lo tuviese,
dejaría de ser una mercancía. Para él no es más que un valor de cambio: es un medio de
cambio. Para adquirir valor de uso, la mercancía tiene que satisfacer la necesidad que
está destinada a cubrir. Tiene que haber un proceso general de cambio entre todas las
mercancías antes de que puedan todas convertirse en valores de uso. En este proceso,
cada mercancía deja al propietario para quien no tiene valor de uso y va a manos de una
persona para quien lo tiene. No altera sus cualidades materiales, pero altera su relación
con el hombre. “En manos del panadero, el pan es únicamente el portador de una
relación económica…”;21 en las del parroquiano, se convierte en un valor de uso, o sea,
en alimento.
En el proceso de cambio las mercancías también se convierten en valores de cambio.
El valor de cambio es sólo un concepto teórico hasta el momento en que la mercancía
cambia de manos. Marx concluye, por lo tanto, que en el proceso del cambio las
mercancías se convierten en valores de uso y valores de cambio. Esto significa que la
relación entre las mercancías que se establece con el cambio tiene que ser doble: una
relación de valores de cambio y de valores de uso. Como valores de cambio, las
mercancías son todas de igual calidad, y sólo difieren en cantidad; pero como valores de
uso, todas son cualitativamente diferentes. Por consiguiente, el cambio mismo debe ser
una equivalencia de cosas que tienen incorporadas las mismas cantidades de tiempo de
trabajo; y debe ser también una relación de valores de uso específicos, destinados a
satisfacer diferentes necesidades. El cambio aparece como una equivalencia y como una
219
no equivalencia al mismo tiempo.
La dificultad consiste en que “para convertirse en valor de cambio… un bien
cualquiera tiene que consumirse como valor de uso.. y su consumo como valor de uso
presupone su existencia como valor de cambio”.22 La dificultad, dice Marx, se resuelve
convirtiendo una mercancía en el equivalente universal. A esta mercancía se le da algo,
además de la capacidad limitada de un valor de uso específico, a saber, la facultad de
representar trabajo social incorporado. Al excluir una mercancía del resto y darle esa
facultad, adquiere, además de su propio valor específico de uso, uno nuevo y general
que es igual para todo el mundo. Se convierte en el portador del valor de cambio. Una
vez hecho esto, las diferentes mercancías (que son sólo diferentes cantidades de tiempo
de trabajo socialmente necesario) aparecen como diferentes cantidades de una y la
misma mercancía. Este equivalente universal es el dinero. “Es una cristalización del valor
de cambio de mercancías que ellas mismas producen en el proceso del cambio.”23
No es el dinero lo que hace conmensurables las mercancías, “sino al revés: por ser
todas las mercancías, consideradas como valores, trabajo humano materializado, y por
tanto conmensurables de por sí, es por lo que todos sus valores pueden medirse en la
misma mercancía específica y ésta convertirse en su medida común de valor, o sea en
dinero”.24 En un sistema de producción de mercancías, es decir, en un sistema basado en
la propiedad y el cambio privados, “el dinero como medida de valor de cambio es la
forma en que, necesariamente, aparece la medida inmanente del valor de las mercancías,
esto es, el tiempo de trabajo”.25
Lo que Marx ha hecho hasta aquí es formular una teoría de la producción en
determinadas y específicas circunstancias sociales. Le hemos concedido tanto espacio,
en parte, porque ha sido el aspecto más discutido de la teoría económica “pura” de
Marx, y en parte también, porque representa la formulación más persistente de las
teorías clásicas de Smith y de Ricardo en algo parecido a una estructura lógica. Dicha
estructura no es, naturalmente, una teoría del valor en el sentido moderno. No obstante
el complicado ropaje seudofilosófico en que aparece, la teoría dice poco más, y lo dice
menos bien que Adam Smith más de ciento cincuenta años antes. Después veremos cuán
poco útil resulta como instrumento de análisis económico. Para Marx, su finalidad
principal fue la de servir de base a su teoría de la explotación.
4. LA PLUSVALÍA
Marx resume las posibles objeciones a la teoría del valor-trabajo bajo cuatro rubros o
títulos.26 En primer lugar, puede argumentarse que el trabajo mismo es una mercancía y
tiene, por lo tanto, valor de cambio, conclusión que Marx rechazó. En segundo lugar, “si
el valor de cambio de un producto es igual al tiempo de trabajo que contiene”, el valor de
cambio de una cantidad dada de tiempo de trabajo, digamos “de un día de trabajo, debe
ser igual a su producto”. En otros términos, “los salarios del trabajo deben ser iguales al
producto del trabajo”.27 La cuestión de por qué el valor de cambio del trabajo es menor
220
que el de su producto, exige una respuesta. En tercer lugar, el precio de mercado de las
mercancías fluctúa constantemente. ¿Cómo puede conciliarse este hecho con la teoría
del valor-trabajo? Y, por último, si el trabajo crea el valor de cambio, y el tiempo de
trabajo lo mide, ¿cómo se explica que haya mercancías, es decir, cosas que poseen valor
de cambio, en las cuales no se ha empleado trabajo? En otras palabras, ¿cómo podemos
explicar el valor de cambio de los dones de la naturaleza?
Marx pretende haber dado contestación a estas preguntas en las partes restantes de
su teoría: a las cuestiones primera y segunda, en su teoría de los salarios y del capital, a
la tercera, en la teoría de la competencia, y a la cuarta, en la teoría de la renta.
El primer problema consiste en explicar los salarios a partir de la teoría del valor
como producto del trabajo. Aunado a éste está el segundo problema, a saber: el
surgimiento de un excedente. Marx los trata juntos en su análisis de las relaciones entre
salario y capital, análisis que le lleva al concepto de la plusvalía. El punto de partida es el
análisis del capital. Ya hemos visto lo que le sucede a la mercancía en el proceso del
cambio, y hemos determinado el origen del dinero. El proceso de la circulación de las
mercancías en su forma más simple es M—D—M: una mercancía se vende por dinero,
y con éste se compra otra mercancía. Pero también hay otra forma de circulación, D—
M—D, en la que se compra una mercancía con dinero para venderla otra vez por dinero.
En esta forma el dinero adquiere por primera vez el carácter de capital. La finalidad de
esta circulación es, evidentemente, que la segunda D sea mayor que la primera. Así
pues, la naturaleza de la segunda forma de circulación es esencialmente diferente de la de
la primera.
En la primera forma, el resultado final es el gasto de dinero en una mercancía que
sirve como valor de uso. En la segunda forma, el dinero es sólo un anticipo y tiene que
volver a su punto de partida. En la primera, el fin es el valor de uso; en la segunda, lo es
el valor de cambio. Esto es lo que diferencia la circulación del dinero como capital, de su
circulación como moneda. En tanto que el primer proceso se basa en la diferencia
cualitativa de dos bienes, el segundo debe basarse, si ha de tener alguna finalidad, en una
diferencia cuantitativa entre dos cantidades de dinero. También puede haber diferencias
cuantitativas en la primera forma, en el sentido de que una mercancía se vende por
encima de su valor de cambio y otra por debajo de él. Pero esta diferencia sólo es
accidental. La circulación de dinero como capital implica, pues, el comprar una
mercancía para venderla por una cantidad mayor de dinero.
Pero, ¿la aparición del dinero como capital no contradice la equivalencia que, según
Marx, se establece en el proceso del cambio? Por lo que respecta a los valores de uso, el
cambio no se basa en la equivalencia. Por el contrario, precisamente porque difieren los
valores de uso de dos mercancías para las dos partes que intervienen en el cambio, éste
puede llevarse a cabo. Pero la forma originaria del cambio debe implicar una
equivalencia de valores de cambio. Por consiguiente, el cambio de mercancías por sí
mismo no puede ser fuente del excedente. Hay todavía otra dificultad: el excedente no
puede nacer del cambio, pero es imposible que se origine de otra manera. El valor de
cambio no aparece hasta que no se realiza el cambio.
221
El problema parece más difícil que nunca, porque hemos concluido que el excedente,
o la “plusvalía”, como lo llama Marx, no puede tener su origen en el proceso de la
circulación de mercancías, y, sin embargo, únicamente es en ese proceso donde puede
aparecer la plusvalía. El problema se resuelve de la siguiente manera: en el proceso D—
M—D’ (en donde D’ es mayor que D), el aumento de la cantidad originaria de dinero no
puede realizarse en la segunda mitad de la transacción: en ella, “la mercancía en su
forma natural no hace más que transformarse en su forma monetaria”. El aumento debe
tener lugar, pues, en la primera mitad de la transacción, es decir, en la compra de M por
D. Pero el aumento no puede ser debido al valor de cambio de M, sino que tiene que
deberse al valor de uso de M. Ahora bien, si el propietario del dinero (que él usa como
capital) encontrase en el mercado alguna mercancía “cuyo valor de uso tuviese la
cualidad peculiar de ser fuente de valor de cambio”, la solución de nuestro problema
estaría a la mano. Dicha mercancía, al ser consumida, crearía valor de cambio. Pero tal
mercancía, según la teoría del valor de Marx, no puede ser sino una mercancía cuyo
consumo produzca incorporación de trabajo. Semejante mercancía existe realmente: es la
fuerza humana de trabajo, que en las condiciones capitalistas de la producción puede
comprarse y venderse libremente en el mercado.28
Marx analiza cómo se determina el valor de cambio de la fuerza de trabajo. Como el
de cualquier otra mercancía, está formado y es medido por la cantidad de tiempo de
trabajo socialmente necesario que se requiere para su producción: lo determina la
cantidad de tiempo de trabajo socialmente necesario incorporado en los medios de
subsistencia del trabajador, es decir, en su valor de cambio. Esos medios de subsistencia
están históricamente determinados, contendrán un elemento tradicional, y tendrán,
además, que ser suficientes para asegurar la perpetuación de la clase trabajadora
permitiendo al obrero procrear una familia.
El comprador, al consumir la mercancía que ha comprado, se apropia su valor de
uso. El capitalista que ha comprado fuerza de trabajo la consume en el proceso de la
producción. El capitalista pone a trabajar al obrero y le hace incorporar su trabajo a
mercancías cuyo valor de cambio está determinado entonces por la cantidad de tiempo
de trabajo socialmente necesario que contienen. El producto corresponde al capitalista
que ha empleado al productor y le ha hecho emplear su trabajo en materiales y con
medios de producción que contienen trabajo incorporado. Los valores de cambio de esos
materiales, etc., forman parte del valor de cambio del producto acabado. A eso hay que
añadir el tiempo de trabajo empleado en su producción, medido por el promedio social
necesario. Éste es el valor de uso que ha comprado el capitalista al comprar la mercancía
fuerza de trabajo; pero lo que ha pagado por ella es su valor de cambio, determinado por
el tiempo de trabajo socialmente necesario incorporado en los medios de subsistencia del
trabajador. La fuerza humana de trabajo puede ser empleada durante más tiempo del
necesario para producirla. De esta facultad depende la plusvalía. Si, por ejemplo, el
tiempo necesario para producir los medios de subsistencia del obrero para un día
completo fuesen cuatro horas, éstas medirían el valor de cambio de un día de fuerza de
trabajo; pero el capitalista que la compra obtiene su valor de uso, que puede ser una
222
porción cualquiera de ese día, por ejemplo, ocho horas. De esta diferencia nace la
plusvalía.
El capital que emplea el capitalista puede dividirse en capital constante, que incluye
materias primas y maquinaria, etc., y capital variable, que es la parte gastada en la
compra de fuerza de trabajo. El primero se llama constante, porque no altera su valor en
el proceso de la producción, sino que lo único que hace es añadirlo a la mercancía que se
está produciendo. El último sí altera su valor: produce su propio equivalente y la
plusvalía, que es una magnitud variable. Como veremos, esta distinción es de capital
importancia en el sistema marxista.
Marx distingue luego un nuevo concepto: la “cuota de plusvalía”. Esta cuota es la
porción entre el aumento de capital que aparece al final del proceso de la producción
(plusvalía) y el capital variable. Si C es el capital total, c y v sus dos partes componentes,
y p la plusvalía, el proceso total será aquel en que de c + v se llegue a c + v + p. La
cuota de la plusvalía será p/v. Esta cuota expresa, según Marx, el “grado de explotación”
de la fuerza de trabajo por el capital. La parte del producto que representa la plusvalía es
el producto excedente —el produit net de los fisiócratas, pero bajo otra apariencia—. De
la misma manera en que la plusvalía se expresa únicamente en términos del capital
variable, el producto excedente se mide también en relación no con el producto total,
sino con la parte de él que representa el tiempo de trabajo socialmente necesario para
crear la fuerza de trabajo usada. Marx distingue también entre la cuota simple de la
plusvalía p/v (que es la proporción entre el trabajo “pagado” y el “no pagado”) y la cuota
anual de la plusvalía pn/v, donde n es el periodo de rotación del capital variable en un
año. Esto último es lo que tiene importancia para la relación entre plusvalía y cuota de
ganancia.
Marx procede a examinar los diferentes factores que determinan la cuota de la
plusvalía y la magnitud relativa del producto excedente. Estos capítulos, principalmente
los párrafos que dedica a la lucha por la duración de la jornada de trabajo, son, como
todos los capítulos históricos de El Capital, mucho más interesantes y de lectura más
fácil que el resto de la obra. Desde el punto de vista teórico, presentan uno o dos
conceptos nuevos. Establece una distinción entre cuota de la plusvalía y la masa total de
la misma. Esta última depende de la primera y de la cantidad de capital variable
empleado. Puede variar con ambas, de donde se sigue que si uno de los determinantes
disminuye, el otro tendrá que aumentar más que proporcionalmente si ha de aumentar la
masa de plusvalía. Se sigue también que aunque el capital total empleado por diferentes
capitalistas se divida en constante y variable en proporciones diferentes, la plusvalía
producida por cantidades diferentes de capital debe estar, ceteris paribus, en proporción
directa a la cantidad de capital variable que contienen. Esta última consecuencia es
importante porque parece contradecir la experiencia común de todos los capitalistas, que
saben que no obtienen una ganancia menor si emplean una cantidad relativamente
pequeña de capital variable.
La solución que Marx intenta de esta contradicción está ligada con el problema que
originan las divergencias entre los precios de mercado y el valor, de que se trata después.
223
Sin embargo, Marx señala que si se considera el capital total de la sociedad que se
emplea en la producción, la masa total de plusvalía que obtenga dependerá de la
duración media de la jornada de trabajo y del número de la población trabajadora. Así
pues, la plusvalía total creada en la sociedad capitalista se ajusta a las leyes que él ha
formulado, no obstante que parecen no observarse cuando esa plusvalía se divide entre
los capitalistas individuales.29
Otra distinción que Marx establece es la que se refiere a la plusvalía absoluta y a la
relativa. Según su teoría, hay dos maneras posibles de aumentar la plusvalía que produce
para el capitalista un obrero individual. Una de las maneras es prolongar la jornada de
trabajo. A la plusvalía que depende de ese factor la llama Marx “plusvalía absoluta”. La
otra forma es reducir la parte de la jornada que representa el tiempo de trabajo requerido
para producir las subsistencias del trabajador y alargar la que se incorpora al producto
excedente. A la plusvalía que depende de esta alteración de las proporciones en que se
divide la jornada de trabajo, la denomina Marx “plusvalía relativa”.
El aumento de la plusvalía relativa depende del incremento de la productividad del
trabajo. En particular, para reducir el valor de cambio de la fuerza de trabajo es
necesario reducir el tiempo de trabajo socialmente necesario incorporado en los medios
de subsistencia. La productividad del trabajo debe acrecentarse en las ramas de la
producción que proporcionan “bienes-salario”. Pero cualquier aumento de la
productividad elevará la plusvalía para el capitalista individual que propicia el aumento,
ya que producirá más unidades de una mercancía con la misma cantidad de fuerza de
trabajo. El valor de cambio de la unidad de producto disminuye; pero si no disminuye el
tiempo de trabajo incorporado en la referida mercancía por otros productores, el
promedio social necesario descenderá menos que el trabajo incorporado en el producto
del primer capitalista. Por esta razón obtendrá una plusvalía mayor. Este aumento puede
considerarse también como un aumento de la plusvalía relativa, puesto que el aumento
de la productividad (aun cuando no se aplicara necesariamente a los medios de
subsistencia) ha alterado las proporciones de los constituyentes de la jornada de trabajo.
Puesto que la plusvalía relativa es directamente proporcional a la productividad del
trabajo, proporciona un estímulo poderoso al capitalista individual para mejorar su
técnica. Empero, la competencia también obliga a sus rivales a adoptar métodos nuevos
de producción, y así tienden a desaparecer los superávit individuales. Esto significa un
incentivo constante a cada capitalista para aumentar la productividad y reducir así el
valor de cambio de los productos (incluida la fuerza de trabajo), porque en el proceso
aumenta su plusvalía relativa. Según Marx, la finalidad es siempre reducir la parte de la
jornada que el obrero trabaja para sí y aumentar la que trabaja para el capitalista. En este
punto, este teorema queda implicado en la teoría general de Marx sobre el desarrollo
económico.
Una vez establecida la producción capitalista, la diferencia entre plusvalía absoluta y
plusvalía relativa explica los medios que se adoptan en diferentes circunstancias con el
fin de aumentar el grado de explotación.30
En cierto sentido, la plusvalía tiene una base natural. Aparece en cuanto un
224
trabajador es capaz de trabajar más de lo necesario para su propio sustento, y puede, por
lo tanto, producir para sostener a otros. Para Marx, sin embargo, el punto decisivo es el
hecho de la explotación mediante la cual “el trabajo excedente de un hombre se convierte
en condición de la existencia de otras”.31
En los últimos párrafos de su estudio sobre la relación capital-trabajo, Marx trata con
mucho detalle el problema de los salarios. Aquí sólo precisa mencionar uno de esos
puntos. Subraya sobre todo el hecho de que los salarios representan el valor de la fuerza
de trabajo. Sostiene que el contrato de salario ayuda a ocultar la verdadera naturaleza del
cambio que tiene lugar entre el capitalista y el trabajador, porque los salarios parecen
representar el valor del trabajo, y no el de la fuerza de trabajo, y desarrolla esto en
relación con los diferentes métodos de pago de salarios.
5. TEORÍA DE LA COMPETENCIA CAPITALISTA
El precedente análisis muestra las respuestas de Marx a los dos primeros problemas que
la teoría del valor-trabajo ha planteado: el valor del “trabajo” y el origen de la plusvalía.
La cuestión siguiente se refiere al hecho de que, en realidad, los precios de las
mercancías no varían de acuerdo con los cambios del tiempo de trabajo socialmente
necesario incorporado en ellas. Podemos sumar a este problema otro: ¿Qué relación
existe entre la ganancia que obtiene cada capitalista individual y la plusvalía que se
apropia el capital total de la sociedad? Las respuestas de Marx a estas cuestiones se
resumen mejor asociándolas.
Su primer paso es establecer una distinción entre cuota de plusvalía y cuota de
ganancia. Ya hemos visto el estudio de Marx acerca del origen de la primera. Pero lo que
interesa al capitalista individual no es saber a qué parte especial de su capital total debe
ese aumento.
El capitalista está obligado a emplear capital, tanto constante como variable, y las dos
partes de su capital le parecen indispensables para crear plusvalía. De esta suerte, lo que
le importa es la tasa de aumento de su capital total, es decir, no p/v, sino p/c+v. Esta tasa
es la cuota de ganancia. La diferencia entre ambas puede ilustrarse con un ejemplo. Hay
dos fábricas capitalistas, A y B. A tiene un capital constante de £ 250 000 y un capital
variable de £ 50 000. Supongamos que, en el caso de B, las proporciones son £ 150 000
y £ 50 000, respectivamente. Supongamos que en las dos la plusvalía es de £ 50 000. La
cuota de plusvalía será entonces de 100 por ciento en los dos casos; pero la cuota de
ganancia es de 16.6 por ciento para A y de 25 por ciento para B. Se ve, pues, que la
cuota de ganancia varía con la proporción en que se unen las dos clases de capital. A la
razón entre c y v la llama Marx “composición orgánica del capital”, y cuanto más
elevada es, más baja es la cuota de ganancia.
La distinción puede aclararse de la siguiente manera. Cuando el capitalista individual
vende una mercancía, quiere recobrar lo que le ha costado producirla, es decir, su parte
de capital constante y variable que emplea (a esto lo llama Marx “precio de costo”), más
225
un incremento que es su participación en la plusvalía. A esto lo llama “ganancia”. La
ganancia, pues, no es otra cosa que plusvalía pero en una forma mistificada; aparece
como “engendrada por el capital”.32
La cuota de ganancia es, entonces, la manera en que el capitalista llega a conocer la
cuota de plusvalía. Pero, como ya hemos visto, la cuota de ganancia no es igual a la
cuota de plusvalía, si bien existe una relación entre ambas, que puede expresarse por la
fórmula
donde g’ es la tasa de ganancia y p’ la cuota de plusvalía. Por lo
tanto, la primera es directamente proporcional al “grado de explotación”, pero
inversamente proporcional a la composición orgánica del capital. Dentro de poco
veremos el uso que hace Marx de esta conclusión.
Una consecuencia del análisis precedente es que la cuota de ganancia variará en las
diferentes empresas de acuerdo con su composición orgánica de capital. Pero la
diferencia no puede persistir a causa de la competencia, la cual producirá una tendencia
en todo capital, independientemente de su composición orgánica, a obtener la cuota
media de ganancia. En otras palabras, la competencia tiende a hacer que cada capitalista
reciba sólo una proporción del volumen total de plusvalía (o volumen de ganancia) igual
a la proporción que guarda su capital con el capital total. Pero esta tendencia implica algo
más. Significa que cada capitalista tiene que vender su producto al mismo precio que
todos los demás capitalistas de la misma industria. Como los capitalistas producen con
diferentes composiciones orgánicas de capital, sus productos no pueden tener todos el
mismo valor de cambio. El que la cuota de ganancia tienda a un promedio y, por lo
tanto, la reducción del precio fijado por cada capitalista a un mismo nivel, implican una
discrepancia entre el precio normal, que Marx llama “precio de producción”, y el valor.
El primero es el precio de costo más la cuota media de ganancia, y el último el tiempo de
trabajo socialmente necesario incorporado en una mercancía.
Podemos resumir las doctrinas de Marx sobre el valor y el precio, en esta fase, del
modo siguiente. Es preciso distinguir tres conceptos:
1. El valor, que se mide por la cantidad de tiempo de trabajo socialmente necesario
incorporado en una mercancía. Puede representarse como c + v + p (donde c es la parte
de capital constante que corresponde a la mercancía, v la cantidad de trabajo que se ha
pagado, o capital variable, y p la cantidad no pagada, o plusvalía).
2. El precio de producción, que puede expresarse como c + v + g (donde g es la tasa
media de ganancia). Puede ser mayor o menor que c + v + p, según las diferentes
composiciones orgánicas de capital.
3. Tenemos, en fin, el precio de mercado, que representa las fluctuaciones a plazo
corto en torno del precio de producción causadas por el mecanismo de la oferta y la
demanda en una rama determinada de la producción.
Marx distingue dos tipos de competencia:33 dentro de una misma rama de la producción,
y entre todas las ramas de la producción. El primero tiende a igualar el precio de
mercado con el precio de producción. El segundo, promediando la cuota de ganancia,
226
reduce los valores a los precios de producción. Puede haber, por lo tanto, excesos
temporales, tanto de la cuota de ganancia de una empresa determinada dentro de una
industria sobre la cuota media de ganancia en dicha industria, como de la cuota media en
toda una industria sobre la cuota media general. Tales excesos dan origen a dos clases de
“plusganancia”. La tendencia normal de la competencia es eliminar constantemente esos
excedentes. Si se impide cualquiera de los dos tipos de competencia, como ocurre en el
caso de la producción agrícola, la plusganancia puede subsistir. Veremos, poco más
adelante, la aplicación de este tipo de razonamiento al problema de la renta.
Entretanto, puede señalarse que una de las controversias más fuertes sobre la
doctrina marxista se ha centrado en la relación entre la teoría del valor-trabajo, tal cual
aparece en el volumen I de El Capital, y la teoría de los precios de producción, del
volumen III, publicado por Engels a la muerte de Marx. Se ha acusado a Marx de
inconsecuencia lógica y de haber intentado en el último instante salvar del desplome total
la teoría del valor-trabajo. Formulados de este modo, los cargos no están totalmente
justificados: no sólo hay muchos indicios de la teoría de los precios de producción en las
primeras obras de Marx, sino que, si nos atenemos a su propio sistema de análisis, puede
demostrarse que existe un vínculo entre las dos teorías. Esto, naturalmente, sin prejuzgar
nuestra propia opinión acerca de la utilidad de toda doctrina como instrumento analítico,
de lo cual hablaremos más tarde.34
Otra dificultad es explicar la conducta del capitalista individual en relación con todo el
proceso en el que se crea la plusvalía. Puede argüirse que si únicamente el capital
variable produce plusvalía, interesaría a todo capitalista, una vez que hubiese averiguado
cómo se produce la plusvalía, mantener todo lo baja posible la composición orgánica del
capital. Esto está en oposición manifiesta con la conducta corriente. La composición
orgánica del capital de los capitalistas individuales, y de todos los capitalistas en
conjunto, sube constantemente, y todo capitalista sabe que esa elevación no va
acompañada de alguna disminución de sus ganancias.
La explicación de este hecho se encuentra en el deseo de cada capitalista individual
de aumentar su parte de plusvalía. Bajo el estímulo de la competencia, todo capitalista
procura ser el primero en presentarse en su ramo con una mejora de la productividad del
trabajo, porque mientras no se generalice dicha mejora aumentará su plusvalía individual
relativa. Ahora bien, las mejoras de la productividad del trabajo implican, por lo general,
un empleo mayor de capital constante, y además hacen bajar el valor de cambio del
producto por debajo del promedio social y, por lo tanto, aumentan la ganancia del
capitalista individual.
Un ejemplo que ofrece el mismo Marx ilustrará esto.35 Hay cuatro empresas con
diferentes composiciones orgánicas de capital, pero con la misma cuota de plusvalía. El
siguiente cuadro muestra sus capitales, los valores de sus productos y sus cuotas
individuales de ganancia. Para simplificar, suponemos que todo el capital constante entra
en el valor del producto.
227
La competencia tenderá a establecer una cuota media uniforme de ganancia que será
de 133/4 por ciento. Esto tendrá por consecuencia que la plusvalía total se repartirá entre
los cuatro capitalistas en proporción a su parte del capital total; pero, para conseguirlo,
cada capitalista tendrá que vender su producto no en su valor, sino en su precio de
producción, que es 1133/4. Los capitalistas 1 y 4 venderán sus productos por encima de
su valor, mientras que los capitalistas 2 y 3 tendrán que realizarlos por debajo de él.
Es evidente, pues, que al capitalista individual le resulta ventajoso aumentar la
composición orgánica del capital antes que los otros; pero como todos lo hacen, el
resultado es un esfuerzo general por mejorar la productividad del trabajo y abaratar los
productos y, en consecuencia, aumentar de manera general la composición orgánica de
capital. Habremos de estudiar otras consecuencias de esta tendencia en la dinámica del
sistema marxista.
Resta sólo un punto importante que tratar en esta sección. El problema final de Marx
en cuanto a la teoría del valor-trabajo se refiere al origen del valor de cambio de los
dones de la naturaleza. Marx trata esto en relación con la renta. Advierte que hay cuatro
teorías posibles sobre la renta de la tierra.36 A la primera la llama teoría del monopolio, y
va implícita en las opiniones de muchos escritores socialistas, como Proudhon y
Sismondi. Según esta teoría, la renta nace del precio de monopolio de los productos
agrícolas, y los precios de monopolio nacen de la existencia de la propiedad territorial.
Esto significa que la ley del valor no funciona en el caso de los productos agrícolas, cuyo
precio es siempre más alto que su valor, porque su oferta es siempre inferior a su
demanda. La única explicación posible de este déficit constante de la oferta la ofrece la
teoría de que la tierra agrícola pierde su fertilidad, o sea, la ley de los rendimientos
decrecientes en la forma en que aparece en la teoría ricardiana de la renta.
Por lo tanto, la primera teoría coincide, en último término, con la segunda, o sea la
de la renta diferencial. Ya hemos visto que esta teoría implica la identificación del precio
de producción y el valor de cambio en la tierra marginal, cosa que Marx rechaza.
228
También rechaza la tercera teoría, que considera la renta idéntica al interés del capital
invertido en la mejora de la tierra. Esta teoría admite elementos diferenciales, pero niega,
como la ricardiana, la existencia de la renta absoluta. Sin embargo, es incapaz de explicar
la renta de la tierra en que no se ha invertido capital. Marx la considera como un
esfuerzo por salvar a la renta del ataque del análisis ricardiano identificándola con un
ingreso “legítimo” del capitalista.
Queda, pues, su propia teoría, que, dice Marx, coincide con la primera en que la
propiedad privada de la tierra tiene alguna relación con la renta, y toma en cuenta
también la existencia de la renta diferencial. Sin embargo, sus caracteres distintivos
consisten en que no basa la renta diferencial en la fertilidad decreciente y en que admite
la renta absoluta. Esto es posible una vez que se abandona la identidad entre precio de
producción y valor de cambio. En el sistema marxista, los productos se venden por
arriba o por debajo de su valor porque la competencia, dadas las diferentes
composiciones orgánicas de capital, hace que se vendan a un precio de producción
uniforme. La existencia de la renta no tiene por qué, dice Marx, invalidar la teoría del
valor trabajo, pues no es más que un ejemplo de lo que él llama “ganancia
extraordinaria”, es decir, un excedente por encima de la cuota media de ganancia, que
puede surgir de dos maneras.
Debido a la competencia, se pagará el mismo precio por el mismo producto,
cualesquiera que sean las condiciones en que haya sido producido. Si el precio de
producción de un capitalista individual es menor que el precio medio de producción del
producto, entonces (puesto que suponemos que la demanda es suficientemente alta para
permitirle participar en el mercado) obtendrá un excedente sobre y por encima de la
cuota media de ganancia. La diferencia depende del precio de costo individual, del precio
de costo medio y de la cuota media de ganancia. Dada la cuota media de ganancia, está
determinada, en consecuencia, por la diferencia entre la productividad del trabajo en una
empresa individual y la productividad media del trabajo en toda aquella rama de la
producción. Cuanto más alta sea la productividad individual del trabajo comparada con la
productividad media, más bajo es el valor de cambio individual; y cuanto más bajo sea el
precio de costo individual, más grande será, por consiguiente, la cuota individual de
ganancia comparada con la cuota media. (Advertiremos, de pasada, cuánto se ve
obligado a acercarse en esta explicación a una teoría de “la oferta y la demanda”, y qué
poca relevancia queda a la teoría del valor-trabajo.)
La renta diferencial es una forma de esa especie de ganancia extraordinaria; pero
ofrece una diferencia importante con otras formas de la misma. La mayor productividad,
causa de la ganancia extraordinaria, tiende normalmente a hacerse general. Siempre que
la fuente de la productividad mayor esté al alcance de todos, la competencia entre los
capitalistas tenderá a hacer que todos adopten esa fuente, y tenderá también
constantemente a eliminar las ganancias extraordinarias igualando el precio de mercado y
el precio de producción. Pero en el caso de ciertos dones de la naturaleza, una caída de
agua o tierra excepcionalmente fértil, por ejemplo, la situación de una productividad
mayor no está al alcance de todos los empresarios individuales de aquella rama de la
229
producción, sino que está monopolizada, y la ganancia extraordinaria puede apropiársela
el propietario de esa sección monopolizada de la naturaleza en forma de renta.37
El mismo tipo de argumentación sirve para explicar la renta absoluta. Aquí, sin
embargo, Marx considera no una empresa individual, sino toda una rama de la
producción. La competencia tenderá a promediar la cuota de ganancia no sólo en todas
las empresas de una esfera dada de la producción, sino también en todas las esferas de la
misma. Supongamos que tenemos dos esferas de producción, la industria y la agricultura,
cuya composición orgánica media es, respectivamente, 80c + 20v y 60c + 40v.
Suponemos que la cuota de plusvalía es la misma, o sea de 50 por ciento, de suerte que
el valor de los productos industriales será 110 y la cuota de ganancia el 10 por ciento,
mientras que el valor de los productos agrícolas será 120 y la cuota de ganancia el 20 por
ciento. Sabemos que la competencia tenderá normalmente a nivelar la diferencia entre las
dos cuotas de ganancia y a obligar a todas las mercancías a venderse al precio de
producción. Esto implicaría que la producción agrícola tendría que venderse por debajo
de su valor.
Pero en el caso postulado, esta tendencia encuentra una barrera. La existencia de la
propiedad territorial es un obstáculo a la competencia, porque restringe el libre empleo de
capital en todas las ramas de la producción. Impide que la plusvalía se acerque a una
cuota media de ganancia y se apropia una parte del excedente o de todo él, de acuerdo
con la oferta y la demanda y con las relaciones históricas y jurídicas entre el terrateniente
y el capitalista.38 “El terrateniente se interpone y se queda con la diferencia.”39 La renta
absoluta sólo desaparece cuando la composición orgánica del capital agrario es la misma
que la del capital histórico. Cuando esto ocurre, el terrateniente aunque legalmente puede
hacerlo, económicamente no puede sacar la renta absolutamente.
Así pues, Marx sólo admite dos ingresos básicos en la sociedad capitalista, los
salarios y la plusvalía. La renta es sólo una parte de la plusvalía. También elimina el
interés en cuanto ingreso independiente, y demuestra que no es sino una parte de la
plusvalía. Sostiene que el dinero se presta como capital en un doble sentido. El
prestamista espera que vuelva a él con un aumento, y el prestatario lo adquiere como
una mercancía cuyo valor de uso consiste en su capacidad para procurar una plusvalía.40
El dinero que se presenta como capital tiene cierta semejanza con la mercancía fuerza de
trabajo, por lo que respecta al capitalista industrial, porque es un valor de uso que toma
cuerpo como un valor de cambio aumentado.41
Prestamista y prestatario consideran la misma suma de dinero como capital; pero
únicamente el prestatario —el capitalista industrial— lo hace funcionar como tal. Ese
capital no puede producir una ganancia doble. La ganancia se obtiene sólo una vez, esto
es, cuando el capital es de hecho empleado como capital. La cantidad de dinero puede
parecer capital a las dos partes únicamente si la ganancia que produce se distribuye entre
ellas. La parte que va al capitalista prestatario es el interés. Se expresa como el precio de
la mercancía, dinero capital; pero como, según Marx, el interés es sólo una parte de la
ganancia, su límite superior es el importe de la ganancia misma. No hay límite inferior
definido.
230
Las proporciones en que se divide la plusvalía variarán según las circunstancias, y en
particular con la magnitud de la clase rentista (que aumenta a medida que progresa la
comunidad) y con el desarrollo de diferentes formas financieras de las empresas, y de la
banca y el crédito.
6. TEORÍA DEL DESARROLLO ECONÓMICO
La parte final del análisis marxista es la que trata del desarrollo económico. No va unida
de un modo especial al cuerpo principal de la teoría, pero es parte integrante de ella. Es
imposible distinguir la teoría marxista estática de la dinámica, porque hasta los conceptos
de lo que pudiera parecer análisis estático están condicionados por la finalidad dinámica
de toda la teoría, sobre todo aquella que está implícita en el marco sociológico en que
aparece situado el análisis económico. El pronóstico de la evolución del capitalismo que
surge inevitablemente de sus conceptos analíticos, es la parte más espectacular de la obra
de Marx, y ha tenido un atractivo mucho más dramático que el complicado análisis de la
teoría del valor. Pero no está contenida en una sección especial de sus escritos. Las
principales partes, comprendidas en El Capital, son el estudio de la acumulación, en el
volumen I, y las teorías de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia y de las
crisis, en el volumen III. Éstas se complementan con el análisis de las crisis del volumen
II de Theorien über den Mehrwert, y el problema de la reproducción en el volumen III
de El Capital. A continuación ofrecemos un breve resumen.
La reproducción es la primera condición del movimiento, condición que opera en
todas las formas de sociedad. La producción social ha de incluir la reproducción, y las
condiciones particulares que determinan la una determinan también la otra. Por lo tanto,
la producción capitalista implica la reproducción capitalista. Esto significa que el capital
empleado con objeto de obtener plusvalía deberá emplearse de nuevo del mismo modo.
El incremento de plusvalía debe aparecer periódicamente; si es totalmente consumido
por el capitalista, habrá sólo reproducción simple.
La acumulación, pues, es la transformación de la plusvalía en capital. La plusvalía
existe, en primer lugar, como parte del valor del producto. Una vez que el producto se ha
vendido y se ha realizado su valor, la plusvalía aparece como una suma de dinero capaz
de ser usada como capital, unida a la suma originaria que se usó de ese modo. Pero para
ser empleada de esta manera (en lugar de que la consuma enteramente el capitalista),
tiene que haber disponibles medios materiales de producción adicionales y fuerza de
trabajo adicional. Ambas cosas se producen en el proceso anterior de producción. Una
parte de la plusvalía de que dispone el capitalista ha sido empleada en producir medios
adicionales de producción y medios de subsistencia, es decir, maquinaria y bienessalario,
y según la teoría ricardiana se supone que los salarios tienen que ser suficientemente
elevados para permitir multiplicarse a la clase trabajadora. Así, hay un aumento de
reproducción en espiral. El grado de acumulación dependerá de muchos factores, el
primero de los cuales lo constituyen las proporciones en que la plusvalía sea consumida y
231
transformada en capital. A lo primero lo llama Marx ingreso (emplea el concepto en dos
sentidos: para denotar la aparición periódica de la plusvalía y para designar la parte de la
plusvalía que consume el capitalista). Dada la cantidad total de plusvalía, y a igualdad de
todas las demás condiciones, la acumulación será inversamente proporcional al ingreso.
Marx rechazó las diversas variantes de la teoría de la “abstinencia” del capital basadas en
el “ahorro” por parte del capitalista, puesto que las consideraba opuestas a su propia
teoría de la explotación, según la cual el capitalista tiene que decidir meramente qué
cantidad de la plusvalía que ha ganado empleará para obtener nuevas ganancias. La
decisión del capitalista acerca de estas proporciones no es la misma, pensaba, en las
diferentes fases del desarrollo capitalista. En las primeras fases lo general es la restricción
del consumo; en las siguientes, la tendencia es a gozar de más ingreso. En todo caso,
siempre hay un conflicto en la mente del capitalista entre el deseo de acumulación y el de
aumentar el consumo.42
La cuota de plusvalía y la productividad del trabajo son otros factores que
determinan el grado de acumulación. La primera es el principal determinante de la masa
total de plusvalía. Y las jornadas más largas, el uso más intensivo de la fuerza de trabajo
y la reducción de los salarios son otros tantos medios por los cuales pueden aumentarse
las posibilidades de la explotación. Estas posibilidades también aumentan con los
incrementos de la productividad del trabajo. Las mejoras de dicha productividad
aumentan la masa de productos en que se incorpora una cantidad dada de valor (y de
plusvalía). La producción excedente, o plusproducto, aumenta, y el consumo del
capitalista puede aumentar sin que sea obstáculo para la acumulación. La fuerza de
trabajo también se hace más barata, y la misma cantidad de capital variable puede poner
en movimiento más fuerza de trabajo. Los medios de producción también han
aumentado, y la acumulación puede proseguir con más rapidez que antes.43
¿Cuáles son los resultados de la acumulación? Marx los describe en su famosa ley
general de la acumulación capitalista. El factor más importante de la acumulación
progresiva es la composición orgánica del capital. La acumulación tiene que implicar un
aumento absoluto del capital variable. Si suponemos que la composición orgánica del
capital permanece constante, la acumulación implicará un aumento en la demanda de
fuerza de trabajo. El aumento de la demanda puede algunas veces superar al aumento de
la oferta y hacer subir los salarios; pero lo importante es que el aumento de la
reproducción, o sea la acumulación, implica un aumento de trabajadores y un aumento
del número o “magnitud” de los capitalistas. En la situación supuesta (composición
orgánica del capital constante), Marx se vio obligado a admitir que la acumulación
beneficiaba en alguna medida a la clase obrera.
Pero la situación, decía Marx, no puede seguir subsistiendo. El aumento de la
productividad del trabajo es uno de los medios más poderosos de acumulación. El
aumento de la productividad es el aumento de los medios materiales de producción en
los cuales puede emplearse una cantidad dada de fuerza humana de trabajo. Una parte
del aumento de los medios de producción es una causa, y la otra una consecuencia, del
aumento de la productividad. El aumento de la productividad implica un cambio en la
232
composición técnica del capital, cambio que va acompañado de otro en su composición
orgánica. El capital variable disminuye relativamente a medida que la acumulación
progresa. Otra consecuencia de la acumulación que se sigue de la anterior es la
concentración del capital. La competencia obliga a los capitalistas a abaratar sus
productos, lo cual implica mayor productividad y mayor capital. La acumulación va de la
mano con la eliminación de los pequeños capitalistas. El gran capital dirige un número
cada vez mayor de ramas de la producción. El desarrollo de las compañías por acciones,
de la banca y de las facilidades del crédito estimula la concentración y le permite avanzar
con rapidez mucho mayor de la que, en otro caso, le sería posible.
La disminución relativa del capital variable tiene por consecuencia la creación de lo
que Marx llamó el “ejército industrial de reserva”. La acumulación y la concentración
implican, a la vez, un aumento absoluto y una disminución relativa del capital variable.
Esto requiere cierta elasticidad en la magnitud de la población trabajadora. La población
tiene que crecer para ir al paso de la acumulación; pero a medida que las diferentes
ramas de la producción adoptan métodos perfeccionados y reducen así relativamente su
capital variable, su demanda de fuerza de trabajo sufriría una disminución relativa. Se da
una sobrepoblación relativa. Estas constantes fluctuaciones de la demanda de fuerza de
trabajo traen consigo la creación de un depósito de reserva del cual puede sacarse fuerza
de trabajo cuando se necesite. La magnitud relativa de este ejército de reserva aumenta a
medida que el capitalismo se desarrolla, y está disponible siempre que se le necesite.
Ejerce presión sobre los salarios en los tiempos en que hay poca demanda de fuerza de
trabajo, y evita que suban con exceso cuando aumenta la demanda de dicha fuerza. Esta
función es particularmente importante en los altibajos de la actividad capitalista que
constituyen las crisis.
Esta sobrepoblación relativa se pone de manifiesto, según Marx, en la fluctuante
ocupación que ofrece la industria, en la relación entre la industria y la agricultura, en la
existencia de una gran masa de trabajadores eventuales y en la clase “olvidada” de los
indigentes. Cuanto más alto es el grado del desarrollo capitalista, mayor es la riqueza de
la sociedad y mayor es el ejército industrial de reserva en todas sus ramas en relación
con la población obrera total. Tal es “la ley general de la acumulación capitalista”:
significa que cuanto mayor es el volumen de los medios de producción que la sociedad
posee y cuanto mayor es la capacidad productiva, más precarias son las condiciones de
existencia de la clase trabajadora. Para Marx, dicha ley revela el antagonismo
fundamental inherente a la producción capitalista. El capital se acumula, la riqueza
aumenta y se concentra en menor número de manos, pero, sobre todo, en el campo del
capitalismo hay también una acumulación de miseria.44 Ésta es la famosa ley de la
“miseria creciente” de la clase trabajadora en el sistema capitalista.
Una consecuencia de la acumulación, la creciente composición orgánica del capital,
se manifestará gradualmente en todas las ramas de la producción mediante la fuerza de la
competencia. Pero como la cuota de ganancia está en relación inversa con la
composición orgánica del capital, la acumulación produce una tendencia inevitable a la
disminución de la cuota media de ganancia. Marx llega así a una conclusión que parece
233
análoga a la de Ricardo. Pero mientras que la explicación que da Ricardo de la tendencia
decreciente de la cuota de ganancia descansaba, en definitiva, en su creencia en la
fertilidad decreciente del suelo (es decir, en un factor natural), Marx pretende deducir su
teoría de las condiciones inherentes al capitalismo.45
La tendencia decreciente de la cuota de ganancia puede neutralizarse y retardarse
mediante muchos factores, tales como el mayor grado de explotación, la reducción de los
salarios por debajo del valor de la fuerza de trabajo, el abaratamiento de los materiales
que forman el capital constante, el aumento del ejército industrial de reserva, el comercio
exterior y una organización financiera más compleja de las empresas capitalistas. Marx
examina estos puntos brevemente,46 y algunas indicaciones se encuentran también en un
fragmento de Engels que estaba escribiendo por el tiempo en que murió.47 Pero quedó
reservado a sus discípulos acometer el intento de conciliar la teoría básica de la
acumulación con los hechos observados de la evolución histórica que están en violento
contraste con las tendencias postuladas en dicha teoría. Volveremos sobre esto en breve.
En la propia obra de Marx, esta teoría conduce a una teoría de las crisis.
Marx estudia cómo se manifiestan estas contradicciones. El objeto de la producción
capitalista es la creación de plusvalía y la transformación de una parte de ella en nuevo
capital. Este proceso depende sólo de la magnitud de la población trabajadora y del grado
de explotación. Pero la creación de plusvalía tiene que completarse por un proceso en el
que ésta se realiza o hace efectiva. Hay que vender el producto que contiene plusvalía, y
si no puede venderse todo o si sólo puede venderse a precios inferiores a los precios de
producción, el proceso de explotación quedará incompleto. El capitalista no realizará su
plusvalía, y hasta puede perder una parte de su capital. Las condiciones para realizar la
plusvalía no son las mismas que para crearla. Aquéllas dependen sólo de la capacidad
productiva de la sociedad, y éstas de capacidad de consumo y de la proporción entre los
diferentes campos de la producción. Pero la capacidad de consumo de la sociedad está
limitada por el incentivo de acumular, que es inevitable a causa de los cambios continuos
de la productividad y de la competencia que obligan a todos los capitalistas a seguir el
paso por miedo a ser eliminados de la carrera. El resultado es un aumento constante de
la capacidad productiva social que implica una intensificación progresiva del conflicto
entre producción y consumo, entre la creación de plusvalía y su realización.48
Así pues, Marx no desconocía el aspecto del subconsumo que presentan las crisis.
Por otra parte, se opuso enérgicamente a la idea de que la esencia del capitalismo podía
explicarse como un simple conflicto entre el consumo y la producción. Consideraba este
conflicto sólo como un aspecto de las crisis y, al igual que otros aspectos, como parte de
la naturaleza contradictoria de todo el sistema capitalista de producción. Esos otros
aspectos eran la desproporción entre las diferentes ramas de la producción capitalista que
se revela en las crisis, y la cuota decreciente de ganancia y las causas que la neutralizan.49
Para Marx, las crisis son soluciones violentas de toda una serie de conflictos
interiores de la economía capitalista. Restablecen el equilibrio, pero su efectividad sólo es
temporal. Son medios violentos para establecer una armonía precaria de la producción.
Los procesos ordinarios de la competencia tratan de establecer el equilibrio entre el
234
consumo y la producción en las esferas individuales de la producción, y entre las
diferentes esferas de ésta. Se proponen establecer lo que Marx llama en cierto lugar un
“comunismo capitalista”.50 Pero como esos procesos comprenden la acumulación, la
creciente composición orgánica del capital, la baja de la tasa de ganancia y todos sus
resultados mutuamente antagónicos, el establecimiento del equilibrio crea las condiciones
para que se agudicen las perturbaciones de dicho equilibrio.
Marx considera las crisis como los medios más radicales para restablecer la armonía.
En su esfuerzo por detener la caída de la tasa de ganancia y por estimular nuevas
acumulaciones, aniquilan el valor de una parte del capital existente; pero no pueden
salvar las barreras que impone el capitalismo. En la crisis se hace más impresionante el
conflicto entre la capacidad productiva y las relaciones productivas que constituyen el
capitalismo. “La contradicción, expresada en términos muy generales, consiste en que,
de una parte, el régimen capitalista de producción tiende al desarrollo absoluto de las
fuerzas productivas, prescindiendo del valor y de la plusvalía implícita en él y
prescindiendo también de las condiciones sociales dentro de las que se desenvuelve la
producción capitalista, mientras que, por otra parte, tiene como objetivo la conservación
del valor-capital existente y su valoración hasta el máximo (es decir, la incrementación
constantemente acelerada de este valor …).”51
El fin de la producción capitalista es la creación y la acumulación de plusvalía; los
medios, la expansión continua de las fuerzas productivas de la sociedad. Los medios,
según Marx, son más grandes que el fin. El capitalismo está envuelto en una
contradicción insoluble.
¿Cómo ve Marx, pues, el futuro de este sistema? A medida que el capitalismo avanza
en el cumplimiento de su misión histórica, consistente en desarrollar el dominio del
hombre sobre la naturaleza, menos capaz es su base social de sostener su aparato
productivo. La concentración del capital y el creciente carácter social del trabajo se
hacen incompatibles con la continuación de la apropiación individual de la plusvalía que
nace de la propiedad privada de los medios de producción. La producción capitalista trae
consigo la expropiación de los productores individuales cuya propiedad privada se basaba
en su propio trabajo. Pero si las fuerzas productivas de la sociedad han de seguir
desarrollándose, el capitalismo desaparece a su vez. La propiedad privada capitalista es
expropiada, y se establece un sistema de producción basado en la propiedad común de
los medios de producción.52 Y así, al finalizar su análisis económico, vuelve Marx a su
teoría sociológica, a su concepción del cambio social.
7. APRECIACIÓN CRÍTICA
No es cosa fácil formular una apreciación crítica breve de la obra que hemos resumido
en las páginas precedentes. El campo que abarca la obra, que va mucho mas allá de la
economía propiamente dicha, la innumerable bibliografía interpretativa a que ha dado
lugar, la belicosidad con que se ha propagado su mensaje y la vehemencia con que ha
235
sido criticado, todo se combina para hacer difícil y aventurada la empresa. Lo que
siempre ha hecho difícil una apreciación objetiva de la obra de Marx ha sido la casi
inseparable interrelación entre un esfuerzo de erudición y la irrefrenable intención política
en la obra misma, y los usos totalmente políticos a que, en muchos casos, se la ha
destinado.53
El mismo Marx habría dejado a un lado la acusación de que, al usar la investigación
científica para fines políticos, infringía el precepto de que la ciencia tiene que ser
imparcial y de que el conocimiento debía ser buscado por sí mismo. Su filosofía le
impedía admitir el aserto de que la ciencia podía ser definitivamente pura, tanto en el
sentido de mantenerse divorciada de todo uso práctico como libre de toda implicación
política. Su teoría era que las ciencias sociales tenían que llegar a ser un estudio tan
exacto y penetrante de la sociedad como las ciencias naturales lo eran de la naturaleza.
Estas últimas, al dar a conocer al hombre las leyes que rigen los fenómenos naturales, le
permiten dominarlos mejor; aquélla, al revelar las leyes de la sociedad, capacita al
hombre para dominar el problema de las relaciones sociales.
La insistencia en una finalidad práctica difícilmente podría, por sí misma, suscitar
objeciones. Aun cuando han proclamado en alta voz la “pureza” de su ciencia, los
economistas nunca han negado que, a la postre, tiene una importancia práctica y, por lo
tanto, una aplicación política potencial. Ni podía la teoría económica de Marx explicar
por sí sola la hostilidad que ha suscitado. Si tomamos aisladamente elementos del sistema
marxista, podremos decir que son relativamente pocos los que no se encuentran ya en la
doctrina clásica. Ni se puede reprobar a Marx por haber querido erigir un sistema en que
se integrasen al análisis económico, la filosofía política y las políticas mismas. Como
hemos visto, precisamente esa integración era el rasgo distintivo de la escuela clásica.
Tampoco esta finalidad es, en sí misma, contraria a los cánones de la ciencia.
Pero no hay duda que en los sectores científicos la reacción contra Marx fue, por lo
general, extremadamente violenta. ¿Cómo se explica esto? La razón puede encontrarse
no en los detalles de las ideas económicas de Marx, ni en los de su sociología, sino en el
carácter particular de la relación que estableció entre una y otra. Quizá los economistas
hubieran sido más capaces de juzgarlo con fría objetividad; pero la interpretación
marxista de la teoría clásica (derivada de su seudosociología más bien que de la teoría
misma) chocaba de manera tan violenta con las interpretaciones dominantes (basadas en
premisas totalmente distintas) que durante mucho tiempo resultó imposible adoptar una
actitud imparcial. Ya se ha reconocido que Marx puso al desnudo un conflicto inherente
al clasicismo económico.
La existencia de este conflicto entre la interpretación conservadora y la radical de la
doctrina clásica era muy propia para inquietar a los economistas. Marx acentuó la
inquietud al llevar la doctrina clásica a una conclusión extrema y distorsionada irritando a
los economistas pues los obligaba a encarar las grandes contradicciones clásicas.54 El
resultado de tal irritación fue, con frecuencia, el abandono de los juicios objetivos.
Las posibilidades de apreciar seria y equilibradamente el lugar de Marx en las ciencias
sociales han variado según la interacción entre el progreso de la ciencia misma y la
236
situación social en torno. El empleo de nuevos instrumentos analíticos en la economía
propiamente dicha ha proyectado nueva luz sobre los conceptos de Marx y permiten
juzgar en qué medida pueden tener valor analítico; además el flujo de amplios
movimientos sociales y políticos ha incrementado el interés de los economistas por las
ciencias hermanas con que se mezcla la economía de Marx.
Hoy día la posibilidad de hacer un compendio objetivo parece mayor de lo que fue
durante largo tiempo, no porque se disponga de nuevo material relativo al mismo Marx,
sino porque los movimientos de los últimos años, tanto teóricos como políticos, aportan
un mejor y más completo marco de referencia a los investigadores serios. Por lo que
respecta a los elementos económicos de Marx, los acontecimientos de los últimos veinte
años nos permiten ver en una perspectiva más amplia la relación entre el clasicismo, el
marginalismo y el cuerpo actual de teoría económica general y, por consiguiente, valuar
la posición de Marx, que queda a un lado de la corriente principal de ideas, pero
relacionada con ella. Los otros elementos son, lo mismo que antes, los más inquietantes.
No obstante, también aquí es posible tener ahora una visión más clara. Las
consecuencias últimas a que puede llevar la fe política militante (que es el ingrediente
más activo del marxismo) son ahora claras y están fuera de toda duda; y es posible
separar más tajantemente lo afín a aportaciones reales al cuerpo de la ciencia de la
sociedad de lo que debe continuar en el submundo del irracionalismo (elemento no
menos poderoso, por amenazador).
En primer lugar, pues, veamos el armazón sociológico que Marx construyó con
anterioridad a todo estudio económico e independientemente de él. Las dos partes
principales son su interpretación de la historia y, estrechamente relacionada con ella, su
teoría de las clases y de la lucha entre éstas. La primera, por lo menos en su forma más
flexible (que Engels se vio cada vez más obligado a darle, de todos modos) es, explícita o
implícitamente, una de las hipótesis de trabajo más ampliamente aceptadas en la
investigación histórica. Naturalmente, está lejos de ser creación exclusiva de Marx, ni
tiene nada de común con la opinión, explotada durante tanto tiempo, de que la ficción del
“hombre económico” es una representación válida de los orígenes de la conducta
humana (aunque en la teoría de las clases, de Marx, reaparece la falacia del “interés
económico”). Pero las proposiciones: a) “las condiciones en que los hombres producen
sus medios de subsistencia son sumamente poderosas y, en última instancia, el
determinante aislado (aunque de ninguna manera el único) más poderoso del desarrollo
de la organización social”; y b) “estas condiciones de producción están sujetas a ciertas
leyes de desarrollo”, una vez y otra han demostrado ser instrumentos valiosos de la
investigación histórica.55 Tampoco es difícil encontrar muchos hombres de ciencia que
admitirían como hipótesis de trabajo extremadamente útil la proposición de que dichas
condiciones de producción ejercen también influencia poderosa sobre el cuerpo de ideas,
etc., que forman la estructura ideológica de la sociedad, sobre todo en aquella parte de
ella relacionada con la sustancia misma de la producción, es decir, la economía. La mala
voluntad que ha llegado a proyectarse sobre estas proposiciones debe reservarse en
justicia a las formulaciones extremosas y unilaterales de las mismas que se encuentran en
237
la obra de Marx, y que fueron indispensables, sobre todo a sus seguidores, interesados
primordialmente en formular artículos de fe indiscutibles e instrumentos de propaganda
política. Para que sea valiosa en la investigación histórica, hay que consentir en esta
teoría un proceso de interacción. Además, hay que admitir que la historia de las ideas,
instituciones e ideologías muestra ejemplos notables de longevidad, a pesar de los
cambios radicales de la mayor parte de las características del proceso social de
producción. Por lo tanto, más allá de las relaciones más manifiestas y, particularmente, si
se toma un espacio de tiempo suficientemente largo, el asunto de la especulación
necesariamente se traslada a las “condiciones del hombre” y se aleja de “las condiciones
sociales de la producción”. Aunque éste es un punto de vista que Marx no habría
admitido, por lo menos después de haber cumplido —digamos— los treinta años.
No es tampoco una teoría de las clases sin algo de respetabilidad como instrumento
analítico. La mayor parte del saber histórico y sociológico más valioso utiliza
considerablemente la noción de clases o grupos sociales y económicos diferentes con
intereses antagónicos y muestra cómo las rivalidades entre dichas clases constituyen el
resorte más poderoso de los cambios sociales. Lo importante en toda teoría, incluso la de
Marx, es cómo se definen las clases y cómo se relaciona esa definición con los intereses
que se supone que mueven a esas clases. La definición de Marx —en términos de la
propiedad de los medios de producción— no carece de valor en cuanto descripción de
algunas características importantes de algunas sociedades. Pero se ha demostrado que
es seriamente deficiente para ser considerada como la única definición importante; y esa
deficiencia llega a ser absolutamente destructora del patrón postulado cuando entran en
consideración sociedades modernas muy complejas. Además, se encuentra poco en
Marx, si es que se encuentra algo, que permita explicar las fluctuaciones efectivas de la
distribución de los individuos, las familias y los grupos en las clases sociales que él ha
postulado. En otras palabras, aunque su definición puede ser una abstracción interesante,
si bien anticuada y, por lo tanto, desorientadora en muchos casos para describir una
estratificación en clases que surgió en algún periodo histórico, por ejemplo, en los
primeros tiempos del capitalismo industrial, no dice cómo los miembros de esas clases
abstractas han sido reclutados y cómo continúan los procesos de reclutamiento y
expulsión.
En este punto es donde se manifiesta la otra deficiencia importante del esquema
marxista. No basta que la abstracción “clase” se base en características distintivas que
tienen una importancia especial, también es esencial que las clases actúen de acuerdo con
intereses que son uniformemente percibidos, y percibidos de una manera que
corresponda a los papeles que el autor les ha asignado. En Marx, esta segunda condición
es postulada más bien que probada: se dan por descontados el antagonismo entre las
clases y la solidaridad entre los individuos de cada una de ellas (lo cual lleva a la
“conciencia de clase”); aunque después se hace el intento de darles un fundamento
económico mediante la teoría de la plusvalía. Es evidente que había alguna fuerza en
estos postulados, en relación con las condiciones de la industria a mediados del siglo
XIX, lo cual explica, sin duda, el grado con que fueron aceptados como doctrinas para la
238
acción política. Pero en la forma precisa en que fueron expresados han perdido gran
parte de su fuerza inicial mientras que como categorías científicas resultan, por lo menos,
sumamente inadecuadas cuando se consideran comunidades industriales complejas. Esto
resulta particularmente evidente, como veremos en seguida, en relación con la teoría de
la “miseria creciente” de la clase trabajadora.
La apreciación de la parte económica de la obra de Marx es más fácil, y toda la
historia de las ideas económicas posteriores a Marx, que veremos en las páginas
siguientes de este libro, sirve para revelar los límites de sus teorías. Digamos de una vez
que el complejo de teoremas económicos fundamentales: la teoría del valor-trabajo y la
de la plusvalía, así como las del capital, de la competencia (con la doctrina aliada de la
relación entre valor y precios), del desarrollo del capitalismo incluyendo la tendencia
decreciente de la cuota de ganancia, y la de la concentración y las crisis, contienen cierto
grado de coherencia lógica interna, en realidad probablemente más alto que el de todas
las escuelas posclásicas de aquel tiempo. Esto no quiere decir que no haya en ellos
alguna debilidad lógica. Así por ejemplo, la teoría del valor de la fuerza de trabajo, al
carecer de la formulación extrema de los salarios como costo de la subsistencia que se
encuentra en la llamada “ley de bronce”, y de una teoría de la población del tipo de la de
Malthus como substrato, no podía subsistir por sí misma como explicación del modo en
que los salarios son determinados en cualquier momento ni de su tendencia histórica.
Estas debilidades teóricas pasan a la teoría de la plusvalía y a su desarrollo en el tiempo
como resultado de la competencia y de las mejoras e innovaciones técnicas. El papel de
la productividad creciente, la relación entre los móviles y las acciones del capitalista
individual (la “firma” en la terminología marshalliana posterior) con la industria o con
toda la economía no están satisfactoriamente explicados. Ni hay en Marx, aunque resulte
paradójico, una teoría satisfactoria del capital. La distinción entre capital constante y
capital variable se deduce, desde luego, con rigurosa lógica de la teoría de la plusvalía.
Fue un instrumento sumamente útil comparado con los que habían forjado sus
predecesores; y la teoría de la creciente composición orgánica del capital (juntamente
con la de la concentración industrial) han sido calificadas con justicia de anticipaciones
brillantes. Pero la estructura entera no equivale a una teoría adecuada que relacione los
salarios, el capital, las ganancias y el interés ya en condiciones estacionarias o mediante
la introducción de elementos dinámicos, evolucionando en el tiempo. Quizá no sea ésta
una crítica que pueda hacérsele con justicia a Marx: la materia tuvo que esperar
decenios, si no generaciones, para que se diera un progreso que superase el análisis
elemental de Ricardo; y, en la actualidad, sigue siendo la parte menos redondeada de la
teoría económica general.
Las debilidades de las partes dinámicas de la teoría de Marx se manifiestan con
particular claridad en la doctrina de la “miseria creciente” de la clase trabajadora. Basada
en el dudoso recurso del “ejército industrial de reserva” que había tomado,
prácticamente sin ninguna modificación, del extremoso ejemplo de Ricardo (su famosa
“caja fuerte”) acerca de los efectos de la introducción en una empresa de maquinaria que
ahorra trabajo, la doctrina ha chocado con los hechos más inflexiblemente
239
contradictorios. Los posteriores intentos de los discípulos de Marx, ante las mejoras no
soñadas en aquella época del nivel de vida de la clase trabajadora, de hacer la teoría
aplicable a la posición económica relativa, y no a la absoluta, de dicha clase, han sido
inútiles para reforzarla teóricamente y para adaptarla mejor a los hechos observados. De
ahí que los seguidores de Marx de última hora se hayan visto obligados a introducir
complicaciones crecientes formulando una teoría de la explotación colonial que explica al
mismo tiempo, según se pretende, cómo se retrasa la disminución de la cuota de
ganancia (con lo que se pospone la quiebra definitiva) y cómo puede aliviarse —
temporalmente— la tendencia a la miseria creciente de la clase obrera. Detenernos a
analizar estas teorías nos alejaría del tema que ahora nos ocupa. Podemos señalar,
simplemente, que no sólo los hechos observados no las apoyan más de lo que apoyaron
a la primera versión, sino que también es cierto que estas complicaciones llevan a toda la
doctrina a otro campo totalmente diferente en el que casi todo lo que es esencial en la
doctrina básica de Marx, principalmente la teoría de la lucha de clases, sufre daños
irreparables.
En la teoría de las crisis, Marx hizo, indudablemente, aportaciones de gran
importancia que los economistas pudieron haber seguido en general ventajosamente
antes de lo que lo hicieron. Por ejemplo, mucho de lo que aparece en la obra de Marx
sobre evaluación cuantitativa real y descripción del proceso de las fluctuaciones de la
actividad económica, puede clasificarse al lado de los logros de los iniciadores de la
materia. También en formulaciones teóricas, particularmente en lo que se refiere a las
relaciones entre consumo y acumulación y entre ganancias y valores de capital, hay
muchas ideas individuales que muy bien pudieron haber sido adoptadas por otros. Entre
ellas y ciertas teorías modernas se han encontrado analogías.56
En cuanto a la teoría del valor-trabajo, núcleo y centro de la teoría económica
marxista, por el resumen que aquí hemos dado de ella se verá suficientemente claro que
representa la culminación lógica de un elemento de la doctrina clásica cuyos antecedentes
se remontan a Aristóteles. Podría intentarse (y se ha intentado) representarla también
como una expresión posible de la teoría más “ortodoxa” del valor, o sea la de los precios
relativos, del tipo de la que el mismo Ricardo parece haber adoptado hacia el final de su
vida. Y entonces puede demostrarse que, sobre esa base, la teoría del valor-trabajo no es
más que una teoría muy anticuada de los precios en las condiciones muy determinadas
de un equilibrio estacionario dentro de una competencia perfecta. Por lo tanto, es
inadecuada como teoría general, aun cuando sea completamente satisfactoria desde el
punto de vista lógico para las condiciones postuladas. Pero es indudable que Marx no
quiso escribir una teoría de precios relativos y, por consiguiente, no tiene derecho al
beneficio de la duda en esta controversia. Su investigación de la “sustancia” y la “causa”
del valor (aun despojada de toda connotación metafísica o ética) se concibió para
descubrir la manera como la producción (y todo cuanto según Marx estaba determinado
por ella) se organiza en ciertas circunstancias sociales específicas. En este sentido, sin
embargo, debe estar claro que la teoría no es otra cosa que a) la fórmula original de
Smith, según la cual el trabajo es la fuente del fondo que originalmente proporciona
240
todos los medios de subsistencia (es decir, lo que el mismo Marx habría llamado una
verdad “universal”); b) una afirmación de que el valor de cambio en cuanto fenómeno
económico sólo puede surgir cuando existe una economía de cambio con las condiciones
sociales y legales apropiadas para ello, y c) que en dicha economía el valor de cambio (o
sea el mecanismo del precio), más que alguna forma de “planificación central”,
determina cómo se organizará la producción. De aquí que se sigue también que el
concepto básico del plusproducto o plusvalía significa simplemente que el trabajo
humano es capaz de arrancarle a la naturaleza más que los meros medios para la
subsistencia humana; que todo el progreso (y la civilización misma) depende de la
magnitud de ese excedente; y que la división de dicho excedente entre el consumo y la
acumulación y entre varios miembros (o “clases”) de la comunidad es un problema
económico central que determina, en gran medida, el desarrollo de la economía misma.
Formuladas así, no es necesario, y en realidad ni siquiera posible, oponerse a alguna
de estas proposiciones, ni es preciso denigrar la aportación que hicieron al progreso de la
toma de conciencia de sí misma operada por la economía.57 Pero, fuera de eso, no
contribuyen en nada a nuestro conocimiento del proceso económico. Finalmente, Marx
se mostró incapaz de forjar otros instrumentos para tratar los fenómenos cada vez más
complejos de una economía moderna. Así, todo su sistema se ha revelado como
esencialmente estéril. Sus seguidores no han hecho a la economía aportación de
importancia. Pero el problema principal del marxismo surge, no en relación con los
conceptos económicos básicos mismos, sino en cuanto al uso a que los destina Marx
para los fines de su dinámica económica y de su fe política. No obstante, es importante,
para apreciar justamente la obra de Marx, comprender que estos elementos dinámicos y
políticos no son inherentes a los mismos conceptos económicos primitivos sino que se
derivan de un postulado sociológico: la teoría marxista de la lucha de clases. No hay
conexión lógica entre ambas cosas.
Por razones metodológicas generales no se necesita rechazar como necesariamente
ilegítimo, ni posiblemente infructuoso, el intento de combinar principios sociológicos o
doctrinas sobre la evolución histórica con los teoremas producidos por el análisis
económico “puro”. Lo que, sin embargo, es completamente inaceptable, aun desde un
punto de vista estrictamente lógico, es la transferencia ilegítima de un campo al otro que
el sistema marxista hace de postulados no demostrados y cuyos silogismos utiliza como
racionalizaciones de lo que antes se había postulado. No obstante, es precisamente esta
combinación absolutamente ilegítima de dos órdenes dispares de ideas y de métodos de
análisis lo que ha constituido la especial fascinación del sistema y lo ha hecho tan
curiosamente impenetrable a la crítica de la lógica corriente. Esto es lo que hace de un
análisis económico anticuado, de una provechosa hipótesis de trabajo en la investigación
histórica (aunque se le debe emplear con la mayor cautela) y de una sociología muy de
aficionado, una Weltanschuung muy amplia y muy intransigente. Esta combinación es la
que, en definitiva, hace que la herencia de Marx no se diferencie, así en esterilidad
científica como en horror político, de la de los románticos.
No puede negarse que hay cierta audacia grandiosa en el método; ni es difícil ver por
241
qué la teoría ha ejercido influencia tan dilatada y poderosa, dados los elementos
individuales de verdad parcial que se encuentran tanto en la sociología como en la
economía, dado el modo como fueron fundidos en uno en el fuego de una saeva
indignatio sobre los males de la sociedad y al mismo tiempo relacionado con una visión
del futuro. Pues, como quiera que se vea cada una de las partes individuales al
microscopio del análisis científico la amalgama es algo completamente diferente de la
suma de esas partes: tiene todos los atributos de una fe militante y, sobre todo, posee la
peculiar característica de combinar la acción de fuerzas sobrehumanas (que se supone
producen inevitablemente un destino) con la necesidad de ciertas creencias y
comportamiento individuales para lograr la salvación. Es ocioso especular, como algunos
lo han hecho, si Marx buscó intencionalmente este resultado, o si jugó el papel del
aprendiz de brujo. Pero, en este caso, resulta especialmente adecuada la sentencia bíblica
“por sus frutos los conoceréis”; lo cierto es que, a pesar de su insistencia en el carácter
científico de su sistema, Marx legó a la posteridad, no una ciencia política o económica,
sino una idolatría política. A pesar de su erudición, a pesar de la tradición de
racionalismo con que empezó sus estudios, Marx ha dejado tras sí un legado irracional, o
más bien antirracional, en realidad. Por consiguiente, su viabilidad ha sido afectada sólo
parcialmente por los argumentos puramente lógicos. A sus discípulos —y parece que a él
mismo, a medida que iba envejeciendo— ese legado parecía ofrecerles a la vez la
explicación de todos los problemas sociales más desconcertantes. Pero, en definitiva, su
economía descansaba sobre argumentos que hay que considerar esencialmente
tautológicos y, por lo tanto, resultó incapaz de todo desarrollo ulterior en un sentido
científico. Verdaderamente, es significativo que el desarrollo habido haya huido de los
concienzudos métodos de la investigación económica (estadístico y deductivo) que aun el
mismo Marx había empleado al principio, y se haya inspirado en la fantasmagoría del
“materialismo dialéctico”.58 Como han mostrado los acontecimientos de la Unión
Soviética y de los países de Europa central y del Este, fue propiamente el fracaso del
sistema económico basado supuestamente en principios marxistas junto con la dictadura
política e intelectual —que ya no era soportable al final—, que habían creado y
mantenido el sistema lo que causó su colapso, más que su lógica inadecuación. Bien
podríamos ponerle como epitafio estas palabras, aplicadas primeramente por un gran
escritor a otras formas de antirracionalismo y no sin relevancia para algunas afirmaciones
modernas extremas de la teoría económica mencionada más adelante:
…siempre que es creída y practicada la doctrina de la salvación exclusiva, se formarán en torno de ella
hábitos mentales diametralmente opuestos al espíritu de investigación y absolutamente incompatibles con el
progreso humano. La indiferencia a la verdad, un espíritu de credulidad ciega y al mismo tiempo
voluntariosa, recibirá estímulos que multiplicarán las ficciones de toda clase, asociará a la investigación las
ideas de peligro y pecado, hará que los hombres reputen por cosa impía la imparcialidad de juicio y el estudio
que son el alma misma de la verdad, y castrará así sus facultades hasta producir un embotamiento general en
todos los individuos. 59
242
243
1
Aparece con el título de “Ökonomisch-philosophische Manuscripte” en Marx-Engels-Gesamtausgabe, vol.
parte I, publicadas por el Instituto Marx-Engels-Lenin, de Moscú. Otra edición con una introducción
interesante y comentarios que contienen observaciones no aceptables para los “fieles” es: K. Marx, Der
Historische Materialismus, ed. S. Landshut y J. P. Mayer (1932). La primera edición completa de las obras de
Marx y Engels en inglés, planeada para constar de cerca de cincuenta tomos, ha estado en proceso de
publicación durante veinte años. A la fecha, ha aparecido más de la mitad.
2
Se ha argumentado de un modo convincente que la discusión sobre el contenido “materialista” o “idealista”
de la filosofía marxista-hegeliana no tiene importancia (Schumpeter, en Capitalism, Socialism, and Democracy,
reimpreso en Ten Great Economist [1952], p. 12). Es cierto que Marx reaccionó violentamente contra las
conclusiones conservadoras de Hegel, y como permaneció fiel toda su vida a una especie de filosofía hegeliana,
se complacía en presentar esa reacción como filosofía hegeliana “sobre sus pies” y no de cabeza. Pero aunque
el ropaje filosófico con que vistió sus doctrinas explica la extensión de su influencia en Alemania y Rusia (y las
grotescas excrecencias nacidas en torno a ellas), no tiene importancia en relación con lo fundamental de la obra
económica y sociológica de Marx.
3
Marx, Zur Kritik der politischen, Ökonomie, p. XXI. [Existe una versión española de Jacinto Barriel, con el
título de Crítica de la Economía Política, F. Granada y Cía., s. f., Madrid.]
4
Esta inclusión de una sociología crítica e histórica en el análisis económico, aunque poco frecuente en la
economía posclásica, no es desconocida. Entre los economistas modernos son ejemplos notables de una actitud
parecida Schumpeter y Keynes.
5
Marx, op. cit., p. XX.
6
Ibid, p. XXX.
7
Marx, op. cit., pp. XXV-XLV.
8
Marx, op. cit., pp. XXXV-XLV.
9
Ibid., p. 2.
10
Marx, Letters to Dr. Kugelmann (sin fecha), p. 73.
11
C. Marx, El Capital. Crítica de la economía política, vol. I, p. 43. México, Fondo de Cultura Económica,
1959.
12
Ibid.
13
Marx, Letters to Dr. Kugelmann, pp. 73-74.
14
Marx, El Capital, vol. I, p. 4.
15
Ibid., pp. 6-7.
16
Marx, Zur Kritik der politischen Ökonomie, p. 13.
17
Marx, El Capital, vol. I, p. 11.
18
Engels, Herr Eugen Dühring’s Umwälzung der Wissenschaft (1928), p. 212. [Existen varias versiones
españolas, pero la mejor es la que hizo directamente del alemán W. Roces, editada en 1932 por Cenit, de Madrid,
con el título de Anti-Dühring y el subtítulo de “Filosofía. Economía. Política. Socialismo”.]
19
Marx, El Capital, vol. I, pp. 36 ss.
20
Marx, Zur Kritik der politischen Ökonomie, p. 10.
21
Ibid., pp. 20-21.
22
Ibid., p. 23.
23
Ibid., p. 28.
24
Marx, El Capital, vol. I, p. 59.
25
Marx, Zur kritik der politischen Ökonomie.
26
Ibid., pp. 44-46.
27
Ibid., p. 45.
28
Marx, El capital, vol. I, pp. 120 ss. Véase también vol. II, parte I, pp. 117 ss donde Marx explica esta
doctrina en relación con las dificultades que encontraba Ricardo en el mismo problema.
29
Ibid., vol. I, p. 245.
30
Marx, op. cit., vol. I, pp. 505-513.
31
Ibid., p. 476.
III ,
244
32
Marx, op. cit., vol. III, parte I, pp. 57-63.
Marx, Theorien über den mehrwert, vol. II, parte I, p. 14.
34
Sobre el punto particular que estudiamos, véase L. von Bortkiewicz: “Wertrechung und Preirechnung im
Marx’schen System”, en Archiv für Sozialwissenschaft (vols. XXIII y XXV).
35
Karl Marx y Friedrich Engels, Correspondence, 1846-1895, p. 130.
36
Marx, Theorien über den Merhwert, vol. II, parte II, pp. 2-4.
37
Marx, El Capital, vol. III, pp. 573 ss.
38
Ibid., vol. III, pp. 178-203.
39
Karl Marx y Friedrich Engels, Correspondence, p. 132.
40
Marx, El Capital, vol. III, parte I.
41
Ibid.
42
Ibid., vol. I, pp. 498 ss.
43
Ibid., pp. 505 ss.
44
Ibid., cap. XXIII.
45
Marx, op. cit., vol. III, parte III.
46
Ibid.
47
F. Engels, “Supplement to Volume III of Capital”, Engels on Capital (1938), pp. 94-99.
48
Para una exposición esquemática del proceso de reproducción y acumulación, véase principalmente Marx,
El Capital, vol. II, cap. XXI. Para un intento de estructurar todos los elementos que se encuentran en las diversas
sentencias en que Marx habla de la crisis en algo que parezca una teoría coherente, véase M. Dobb, Economía
política y capitalismo, cap. IV, México, FCE (1945).
49
Marx, op. cit., vol. III, cap. XIV.
50
Karl Marx y Friedrich Engels, Correspondence, p. 243.
51
Marx, El Capital, vol. III, p. 247.
52
Ibid., vol. I, pp. 647-649.
53
Para un amplio e interesante estudio, véase Main Currents of Marxism, de Leszek Kowalkowski, 3 vols.
1978.
54
G. Myrdal, Das Politische Element in der Nationalökonomie Daktrinbildung, pp. 123-124.
55
Los ejemplos son sumamente numerosos, y pueden bastar tres (muy diferentes entre sí) para hacer ver
cómo en manos de grandes pensadores el “factor económico” encuentra su aplicación correcta y más fructífera:
J. E. Cairnes, The Slawe Power: its character, areer and probable desings (1862); A. de Tocqueville, L’Ancien
Régime et la Revolution (1856); y, finalmente, una obra norteamericana contemporánea mucho menos conocida,
infortunadamente, de lo que merece: W. P. Webb, The Great Plains (1936). Libre de todo “tinte” político y de
ningún modo basada en proposiciones característicamente marxistas, esta obra da una explicación muy
instructiva del desarrollo del Suroeste norteamericano en relación, en gran parte, con las condiciones económicas
del área.
56
Por ejemplo, J. Robinson, “Marx on Unemployment”, Economie Journal, junio-septiembre, 1941.
57
Sin embargo, hay que decir, en justicia, que el mérito de haber formulado estas proposicones básicas que
señalan la emergencia de la economía de su fase precientífica, pertenece a Smith y a Ricardo. El entusiasmo que
acompañó a su redescubrimiento por Marx es, quizá, una experiencia típica del autodidacta. Es interesante pensar
en lo que habría ocurrido si la economía hubiera seguido ocupándose, como lo hizo con los clásicos, de los
problemas de los agregados del proceso económico (sin la seudosociología marxista, naturalmente). Sin
embargo, como veremos en los capítulos siguientes, la ciencia tuvo que pasar por un largo periodo de
preocupación en cuanto al mecanismo de determinación del precio (forjando, en ese proceso, algunos
instrumentos analíticos de valor inestimable) antes de poder volver fructuosamente a los grandes problemas del
equilibrio de la economía en su conjunto.
58
Del cual pueden considerarse descendientes grotescos y monstruosos, pero de ningún modo increíbles, el
“newspeak” y el “doublethink” de la pesadilla de que habla George Orwell.
59
W. E. F. Lecky, History of the Rise and Influence of the Spirit of Rationalism in Europe (Nueva York,
1876), vol. I, p. 404.
33
245
246
247
VII. LA TRANSICIÓN
1. LA HERENCIA CLÁSICA
EN ESTE capítulo nos proponemos estudiar los principales escritores e ideas del periodo
de transición comprendido entre los primeros clásicos y el nacimiento de la economía
contemporánea en el último cuarto del siglo XIX. Concedemos la mayor importancia a las
tendencias, y no a las aportaciones individuales, de suerte que tratamos con suma
brevedad a muchos escritores y a otros los omitimos del todo.
En los dos capítulos anteriores estudiamos las actitudes romántica, crítica y
revolucionaria hacia la economía política clásica. La primera no fue una amenaza seria;
la última fue más formidable. Tal como la formularon los socialistas ingleses y Marx,
basada como estaba en los postulados clásicos, asumió una forma peligrosa para la
aceptación continuada de las conclusiones clásicas. Marx podía pretender, y así lo hizo,
hallarse en la línea directa de descendencia de Smith y Ricardo. Tenía argumentos
admisibles para afirmar que había tomado la esencia de ambos, que había evitado
únicamente sus errores y confusiones, y que había llevado su análisis a su conclusión
lógica. Esta conclusión era hostil al sistema capitalista, si bien, como hemos visto, no
brotaba del análisis económico mismo, ni era tampoco resultado inevitable de la teoría de
la historia que rodeaba a dicho análisis. Además, en sus consecuencias, no era diferente
de la escuela romántica.
Pero al mismo tiempo se desarrolló un movimiento teórico que, arrancando de los
clásicos, tomó un rumbo opuesto. Este movimiento criticó la teoría clásica en algunas de
sus partes y procedió a un nuevo análisis teórico que proporcionó una base más firme a
las principales conclusiones políticas y prácticas del clasicismo. Fue labor de este
movimiento mostrar a los críticos como culpables de un abuso de la teoría clásica o, por
lo menos, de interpretarla erróneamente. El clasicismo tenía que convertirse en la base
de una nueva tendencia. En realidad, la teoría clásica contenía muchos elementos que
contradecían a los que los críticos habían tomado por punto de partida. No se necesitaba
sino tomar estos elementos y desarrollar sus implicaciones. La teoría resultante podía
pretender, pues, no ser otra cosa que lo que Smith y Ricardo habían buscado y que no
habían podido alcanzar.
El camino que siguió este movimiento durante el siglo XIX no fue, en modo alguno,
fácil. Asumió diversas formas (sobre todo en los distintos países), y hasta finales del siglo
no se constituyó un cuerpo de doctrinas que, con muchas diferencias secundarias, ha
dominado el pensamiento y la enseñanza económicos hasta el presente. Las páginas que
siguen son un examen de los cincuenta años que siguieron a los Principios de Ricardo y
que, vistos retrospectivamente, parecen un periodo de transición.
El sistema clásico, tanto por la teoría de la política económica que contenía como por
su análisis de la estructura económica, reinó durante mucho tiempo en su país de origen.
248
En Inglaterra se consideraba sacrosanto el legado de Ricardo, y en 1848 John Stuart Mill
se consideraba todavía, en materias teóricas, poco más que un exponente del ricardismo
puro. Para apreciar correctamente las razones de la supremacía del clasicismo, su
expansión y su decadencia, es necesario distinguir cuidadosamente entre su contenido
teórico y su contenido político. Una vez establecida esta distinción, bastará una ojeada al
escenario ideológico y político de Inglaterra en la primera mitad del siglo para hacer ver
que el clasicismo fue aceptado tanto por su análisis como por la teoría de la política
económica que contenía de la estructura económica. La solidez de sus argumentos en
favor del laissez faire, más que el análisis puramente teórico en que descansaban
aquellos argumentos, es lo que le valió a la escuela clásica la autoridad de que gozaba.
La teoría de Ricardo había llegado a ser algo así como una institución. Con
frecuencia aparecía recogida en libros de texto secos y dogmáticos, y se la popularizaba
en folletos, artículos y cuentos que apuntaban a una moraleja económica. James Mill y
McCulloch, los primeros y más fieles discípulos de Ricardo, atestiguan el hecho de que
ya se había perdido gran parte del vigor de la especulación económica. Con frecuencia se
repiten mecánicamente las palabras del maestro, y si es verdad que eliminaron sus
ambigüedades, también lo es que desapareció su brillantez. En las manos de los
discípulos, las teorías de Ricardo se habían convertido en “la fe de una secta”.1 Tanto el
viejo Mill como McCulloch, toman como su “materia prima, no la realidad, sino la nueva
forma teórica en que el maestro la había compendiado”.2 Por lo tanto, sus escritos tienen
relativamente poco interés teórico. En ellos, las inconsecuencias y las confusiones de
Ricardo se repiten, se glosan o pasan por alto. Su principal función, aparte de la mera
exposición popular de las doctrinas de Ricardo, consistió en defender la teoría ricardiana
del valor contra los críticos que le habían imputado sus contradicciones. Más adelante,
en este mismo capítulo, veremos que su defensa fue inútil. Cuando John Stuart Mill
exponía una pobre versión de Ricardo, ya existía —tanto en Inglaterra como en otras
partes— una teoría del valor que no tenía sino una relación muy atenuada con la de los
clásicos.
Pero aquellos precursores de una nueva teoría económica no perturbaron gravemente
la armonía de la economía posricardiana en aquel aspecto de ella que era el único
importante para el mundo de los negocios, o sea la filosofía política que le servía de
base. La desintegración de la estructura teórica ricardiana fue acompañada por el triunfo
total del liberalismo. Ningún país ni ninguna esfera de ideas o de acción se vieron libres
de su influencia.
La práctica política, sobre todo, parecía estar dando expresión a las partes más
importantes de la doctrina liberal, y la economía política, aunque dividida todavía entre
las interpretaciones conservadora e igualitaria, pretendía tener un origen utilitarista.
Durante la primera y más larga parte de nuestro periodo de transición, el conflicto entre
esas dos tendencias dentro del liberalismo tenía todavía poca importancia. La posición
exacta de los economistas ante dichas tendencias es asunto discutible. Había, sin duda,
diferencias considerables de opinión acerca de problemas específicos de política
económica. Sin duda también, algunos economistas habían rebasado los estrechos
249
confines del laissez faire doctrinario. Pero los intentos de calificar toda la escuela
posricardiana como reformadores sociales, cuyo interés en el laissez faire era sólo el de
los adversarios de los monopolios y los privilegios, en general no han tenido éxito.
James Mill, McCulloch y otros, ciertamente eran enemigos de los abusos de los
monopolios, y hubieran expresado preocupación si hubieran visto en su tiempo todas las
posibilidades de los mismos. Senior se opuso terminantemente a algunos de los intentos
por dominar el mercado que tuvo ocasión de observar. También es verdad que algunos
discípulos ingleses del clasicismo creían en una sociedad “distributista”, en un liberalismo
que admitía la propiedad privada, pero que quería que el Estado tomase medidas
positivas para resguardar la competencia y garantizar la igualdad de oportunidades. Pero
es innegable que los ataques más acres de los economistas estaban reservados para las
asociaciones de trabajadores, que estaban creando “monopolios”, y para el Estado
cuando intervenía, con la legislación social, en el libre juego de las fuerzas económicas.
Los intereses capitalistas eran tratados con más benevolencia. Ésta es la fuerte impresión
general que deja el estudio de los escritores de aquel tiempo; y fue entonces cuando la
economía, no del todo injustamente, adquirió su mala fama de ser la racionalización de
una apología de las malas condiciones en que se veía obligada a vivir la inmensa mayoría
de la población.3
Debe recordarse, además, que en Inglaterra podía demostrarse que las virtudes del
liberalismo económico tenían una base sólida en los hechos de la economía. La oposición
a toda restricción de la competencia, que descansaba ella misma sobre un monopolio
efectivo del mercado mundial, podía apoyarse con éxito en las grandes leyes económicas
de la escuela clásica. Todo el mundo convenía en que el supremo objetivo de un
gobierno prudente era la mayor felicidad para el mayor número. En la economía inglesa,
que crecía constantemente, también podía sostenerse sin miedo a ser contradicho que la
empresa individual y la competencia libre eran los medios mejores para conseguir aquel
fin. Para destruir la oposición podían usarse una teoría bien trabada e innumerables
ejemplos prácticos.
Ningún economista inglés distinguido volvió a hablar de la mano invisible; pero
durante cincuenta años por lo menos, ningún economista que no fuera socialista, o por lo
menos un reformador social, negó la conveniencia, por lo menos en la esfera de la
producción, de la libertad en el sentido de competencia sin restricciones. Ricardo había
manifestado ciertas dudas acerca de los efectos de tal libertad en la esfera de la
distribución; pero no se permitió que la sombra que proyectaba sobre el futuro de la
clase trabajadora fuera obstáculo para la fe en la armonía definitiva de los intereses que
todos los liberales conservaban. Ya no era una armonía providencial; en realidad surge
aquí y allá la sospecha de que es una armonía sólo para las clases ricas. Pero la
evolución que intensificó la oposición socialista hizo también de Inglaterra la fábrica del
mundo; y un optimismo moderado basado en la expansión económica pudo sobrevivir a
los años hambrientos de la década de 1840. Hasta los últimos años de John Stuart Mill
no ganó el movimiento de la clase obrera sus primeros adeptos en el campo liberal y
obligó al liberalismo a revisar muchas de sus doctrinas.
250
Como hemos visto, las circunstancias históricas particulares que dieron al liberalismo
inglés cierto atractivo universal, que lo hicieron realista y pronto a transigir en caso
necesario, no se repitieron en ninguna otra parte. En Francia, el surgimiento del
capitalismo se caracteriza desde un principio por una fuerte corriente crítica que se
alimenta del recuerdo reciente de la Revolución. El proteccionismo de los románticos y,
mucho más aún, el socialismo de la Revolución eran corrientes tan poderosas, que el
liberalismo económico tuvo desde un principio que ser más intransigente y menos realista
que lo había sido en su país natal. Podemos recordar que la ley del mercado, conclusión
verdadera y, sin embargo, no siempre útil de la teoría clásica, recibió su formulación más
dogmática y árida en Francia y no en Inglaterra. Y el deseo de perfección y de
coherencia que había llevado a Say a expurgar a Smith encontró su plena expresión en la
resurrección de la armonía providencial operada por Bastiat; el optimismo característico
de su obra no tiene los sólidos cimientos del clasicismo inglés, ni su campaña en pro de la
libertad de comercio la firme base práctica que había dado el éxito a Cobden y a Bright.
Los absurdos a que redujo todos los intentos proteccionistas pueden hacer las delicias de
los liberales del presente, exasperados por los excesos del nacionalismo económico
contemporáneo, pero su influencia en la política económica de la Francia de Bastiat fue
mínima.
Sólo en otro ambiente pudo la fe absoluta de los primeros clásicos en el progreso
infinito y en la armonía natural manifestarse con toda la intransigencia de un Bastiat y
seguir teniendo, sin embargo, un fundamento realista. Pero es significativo que Henry C.
Carey, el apóstol norteamericano del optimismo, fuese también un proteccionista
decidido. Carey y Adam Smith, Bastiat y Ricardo: evidentemente, a las doctrinas
económicas de la escuela clásica se les podía hacer significar muchas cosas diferentes.
En cuanto a Alemania, ya hemos señalado (cap. v) algunas de las condiciones que
crearon un suelo desfavorable para el liberalismo económico. En efecto, aunque el
movimiento romántico perdió rápidamente su fuerza y no persistió sino como una turbia
corriente de antirracionalismo, no lo remplazó el ricardismo. No volvió a intentarse
obstaculizar la inevitable victoria del liberalismo. Pero List y los románticos, las
exigencias de la unidad nacional, la tradición de gobierno autoritario y, por debajo de
todo eso, la debilidad de la industria alemana frente a la de sus rivales, hicieron imposible
que el liberalismo económico se convirtiera en la doctrina ortodoxa. La primera
aportación sustancial y original del pensamiento económico alemán tuvo un carácter
diferente. Aunque ya no tenga importancia por sí misma, y aunque cronológicamente
esté aquí fuera de lugar, es lo mejor tratarla inmediatamente después de las otras
reacciones suscitadas por el clasicismo.
2. LA ESCUELA HISTÓRICA
La escuela histórica fue durante cerca de cuarenta años la que mayor influencia ejerció
en los países de habla alemana. Su preponderancia data de 1843, cuando apareció el
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Grundriss de Roscher. No fue atacada con éxito hasta 1883, cuando Carl Menger
publicó sus Untersuchungen y la desalojó de su lugar prominente. La escuela histórica
representa un ejemplo notable de la dificultad que encuentra para sobrevivir la doctrina
clásica pura cuando se halla ante situaciones económicas nuevas o, como en este caso,
en un ambiente nacional diferente. Es interesante, además, porque contiene las mismas
interpretaciones antagónicas que ya hemos encontrado en la reacción inmediata contra el
clasicismo. Una de sus partes está en la línea de descendencia del romanticismo, y esto
da a la escuela su tendencia antiindividualista. Pero en la época en que la escuela
histórica estaba en su apogeo, el capitalismo avanzaba ya rápidamente y el Historismus
no fue nunca, por consiguiente, anticapitalista en un sentido reaccionario. En realidad,
una de sus partes representaba una crítica socialista del capitalismo, aunque nunca llegó a
serlo explícitamente en Alemania. Dio nacimiento a una variedad específicamente
alemana del movimiento de reforma social, el llamado Kathedersozialismus. Cuando su
influencia pasó más tarde a otros ambientes —los Estados Unidos, de Veblen—, sus
implicaciones revolucionarias tomaron un carácter más marcado. Una tendencia análoga
posricardiana puede encontrarse en Inglaterra en la obra de Richard Jones.
Así, no debe considerarse la escuela histórica como ejemplo de tendencias teóricas
esencialmente diferentes de las que ya hemos examinado en el capítulo V. Su derecho a
que se le preste atención especial descansa en el hecho de que encarna esa tendencia en
el campo de un problema particular de la investigación económica: su método. El interés
por la historia de la economía no era en absoluto cosa nueva. Muchos teóricos habían
contribuido a la erudición histórica, y algunas de las obras más importantes de la escuela
clásica, La riqueza de las naciones, por ejemplo, se distinguieron por el uso de métodos
tanto históricos como teóricos. Pero lo que hace que escritores como Roscher, Knies,
Hildebrand y Schmoller constituyan una escuela, es la importancia abrumadora que
asignan a la historia en el estudio del proceso económico. Existe desacuerdo entre los
historiadores del pensamiento económico acerca de la exacta clasificación de los
escritores de la escuela y sobre la esencia de sus ideas. Gide y Rist, en su Histoire des
doctrines économiques,4 adoptan la opinión más generalmente aceptada de que la
escuela histórica tuvo dos ramas, una antigua y otra nueva, la primera representada por
Roscher, Knies y Hildebrand, y la segunda por Schmoller. El profesor Schumpeter, en
sus Epochen der Dogmen-und Methodengeschichte, sostiene que la más antigua de esas
escuelas no debe considerarse histórica, estrictamente hablando; la nueva, la de
Schmoller, es verdaderamente histórica por su insistencia en la investigación histórica
detallada y realista. Sin embargo, Menger no establece la distinción que implanta
Schumpeter (a la cual volveremos en seguida). La opinión de los más decididos y
célebres adversarios del Historismus es de considerable importancia, y sucede que está
más en armonía con la exposición ya hecha aquí de los antecedentes de la escuela
histórica.5
El primer incentivo para la formación de esta escuela procedió de fuentes
relacionadas con aquéllas de donde brotó el romanticismo. Menger establece una
distinción entre la escuela histórica de jurisprudencia, de Savigny, con sus conclusiones
252
políticas conservadoras, y la escuela de los historiadores políticos que enseñaron a fines
del siglo XVIII y principios del XIX en Gotinga y Tubinga y se caracterizaron como
liberales. A la primera —añade— pertenecen los economistas románticos (como Müller),
y a la segunda, la escuela histórica.6 Es absolutamente cierto que los miembros de la
escuela histórica en economía no eran medievalistas ni reaccionarios; pero esto, como se
ha alegado, puede explicarse por las etapas diferentes en que se encontraba el
capitalismo. La similitud de actitudes aún subsiste.
El primer economista de la escuela histórica fue Wilhelm Roscher (1817-1894). Hizo
su preparación histórica y política dentro de la tradición de Gotinga. Como sus maestros,
consideraba el empirismo histórico la base de toda política sensata. En 1843 publicó su
Grundriss zu Vorlesungen über die Staatswirttschaft nach geschichtlicher Methode. En
esta obra, y en sus escritos posteriores, principalmente en System der Volkswirtschaft,
asegura basarse en los métodos de la escuela de jurisprudencia de Savigny. A pesar de
que era liberal y no quería, como Savigny, recurrir a la investigación histórica con el
objeto de hallar justificación a las instituciones existentes en su evolución pasada,
Roscher daba gran importancia a la necesidad de infundir espíritu histórico a la
investigación económica. No llegó a rechazar el método deductivo de Ricardo, pero
afirmó que el empirismo era un complemento esencial de él. No tuvo ideas
completamente claras acerca de los problemas metodológicos. Unas veces produce la
impresión de que propugna la mera recolección de datos históricos para que sirvan de
ilustración a la materia, y por la inspiración que puedan proporcionar al estudio teórico;
otras veces considera la historia tan importante, porque sólo ella puede procurar el
sentido histórico que permite a los estadistas resolver acertadamente los problemas
políticos. Otras veces aún, parece sugerir que la descripción de las instituciones y las
circunstancias económicas agotan el campo de la economía.
Oposición al clasicismo mucho más elaborada y consistente es la que brotó de la
pluma de Bruno Hildebrand (1812-1878). En 1848 publicó Die Nationalökonomie der
Gegenwart und Zukunft, en donde rechazaba explícitamente la pretensión que sustentaba
la escuela clásica de haber descubierto, o en todo caso, estar buscando leyes económicas
naturales válidas para todos los tiempos y todos los países. Se oponía a la idea —que en
ocasiones aparece en Roscher— de que fuera posible descubrir una “fisiología” de la
vida económica. También separaba —en lo que Roscher había fracasado— las
cuestiones prácticas de la política económica del análisis teórico, y centraba su atención
en este último. Su gran fuente de inspiración fue la filología histórica. Lo que había que
estudiar —dice en un artículo programático que escribió para el primer número de su
revista— es la evolución de la experiencia económica de la humanidad. La economía
tiene que examinar minuciosamente el desarrollo de cada pueblo en particular y el de la
humanidad en general. Tiene que producir una historia económica de la cultura, y debe
trabajar en estrecha colaboración con las otras ramas de la historia y con la estadística.7
Se habla poco en ese programa de descubrir las grandes leyes de la evolución económica
que Hildebrand había propuesto anteriormente a la economía. En realidad, no produjo
nunca la obra que había prometido, y en las ocasiones en que abandonó la crítica por el
253
estudio especializado histórico-estadístico, parece haber dado por descontado la mayor
parte de las conclusiones clásicas.
El último de los tres fundadores de la escuela, Karl Knies (1821-1898), fue más
preciso que sus antecesores en la formulación de las cuestiones metodológicas. Su Die
Politische Oekonomie vom Standpunkte der geschichtlichen Methode (1853) es, ahora,
menos conocido que su Geld und Kredit. Esta última obra, aunque contiene material
histórico, ofrece muy pocas huellas de la adhesión de Knies a la escuela histórica. En la
primera, sin embargo, se presenta como un adversario de la escuela clásica más decidido
que Roscher y Hildebrand, a los cuales se opone también. Knies advirtió las confusiones
de Roscher, y sabe que éste no vio con claridad la relación entre los campos, métodos y
objetos de las diferentes ramas de la investigación económica. Objeta la aprobación
modificada que Roscher da al método clásico, y hasta en Hildebrand encuentra una
comprensión incompleta de la misión del Historismus. Pensaba que las leyes de
evolución de Hildebrand eran una concesión excesiva a la teoría pura. Con una
consecuencia absoluta, Knies sostiene que el estudio histórico es la única forma legítima
de la economía. No puede formular leyes en el sentido en que puede decirse que lo
hacen las ciencias físicas; pero puede descubrir ciertas regularidades en la secuencia real
de la evolución social y sugerir analogías. El programa que propone a los economistas es
evitar la afirmación de la superioridad del método histórico y producir obras que, de
hecho, traten los problemas económicos desde un punto de vista histórico.
Knies mismo no actuó de acuerdo con su propio precepto. Fue Gustav Schmoller,
fundador de la nueva escuela histórica, quien realmente puso en marcha un movimiento
activo de investigación histórica en el campo de la economía. Es interesante advertir que,
en las manos de Schmoller y de sus discípulos, el primer objetivo de la escuela histórica
empezó a desaparecer. Ya no negaban la existencia de leyes de la sociedad. En una de
sus últimas obras, Grundriss der Volkswirtschaftslehre (1904), Schmoller admite que la
vida económica tiene sus leyes, pero expresaba sus dudas de que el método clásico
pudiera descubrirlas. Era más que escéptico acerca de las leyes de la evolución humana y
rechazaba la búsqueda de una filosofía de la historia. Lo que en realidad produjeron él y
sus discípulos fue historia de la economía. Podría pensarse que esto hacía menos temible
la amenaza del Historismus al trabajo teórico. Pero hasta la década de 1880, cuando ya
se hablaba poco de los ambiciosos propósitos de Roscher y de Hildebrand, no comenzó
la gran controversia sobre el método. Puesto que esta controversia no se debió a los
objetivos de la escuela histórica, hay que buscar sus causas en otra parte. Están
estrechamente relacionadas con el nacimiento —que estudiaremos en el capítulo
siguiente— de una nueva tendencia teórica que, a su vez, se relacionaba con ciertas
corrientes filosóficas y lógicas. La discusión sobre el método fue más un medio por el
cual trató la nueva teoría de aclarar sus propias ideas, que un ataque contra la escuela
histórica. Pero hizo su aparición revistiendo esta última forma.
El Methodenstreit, como se le llamó, comenzó con la publicación, en 1883, de las
Untersuchungen über die Methode der Sozialwissenschaften una der Politischen
Oekonomie insbesondere, de Carl Menger, y duró más de veinte años. Menger lanzó un
254
ataque contra los objetivos de los viejos representantes del Historismus, y lo combinó
con un estudio del método de las ciencias sociales en general. Para comprender la
significación exacta de la actitud positiva de Menger, es necesario resumir los puntos
principales de la crítica que la escuela histórica había formulado contra el clasicismo. Se
refieren a la forma en que los economistas clásicos abordan los problemas, a su filosofía
social, implícita con mucha frecuencia, a sus opiniones sobre el campo del análisis
económico y a su método. La escuela histórica se oponía, en primer lugar, a la creencia
en que pudieran tener validez universal las leyes económicas establecidas por el mero
desarrollo de las implicaciones contenidas en unos pocos postulados. Las leyes de Smith
y de Ricardo —decían— no pueden ser consideradas como absoluta y perpetuamente
operantes ni en la teoría económica ni en la práctica de la política económica. Las leyes
económicas, en el caso de que puedan descubrirse, deben ser consideradas
esencialmente relativas y variables en el tiempo y el espacio. Las condiciones
económicas están cambiando constantemente y evolucionando; las conclusiones de la
teoría económica no pueden, por lo tanto, conservar su validez original.
Aunque este punto fue muchas veces expuesto de una manera exagerada por los
partidarios de la escuela, contribuyó a llamar la atención hacia una diferencia importante,
por lo menos de grado, entre las leyes físicas y las sociales, diferencia que ya entonces
aceptaron los teóricos y que Menger expuso con claridad. Estaban de acuerdo los
economistas teóricos en que aunque sus conclusiones no fueran formalmente diferentes
de las de las ciencias físicas (ideales unas y otras en el sentido de que sólo tienen validez
dentro de una estructura dada de circunstancias supuestas), había una diferencia
importante en su relación con la realidad. Las condiciones en que operan las leyes físicas
con mayor frecuencia; existen en la práctica; ellas y las desviaciones de ellas son
fácilmente medidas, y pueden admitirse algunas divergencias respecto del ideal. Las leyes
económicas operan en una realidad que contiene un número incesantemente creciente de
circunstancias concretas variables de las cuales ha tenido que hacer abstracción el primer
análisis. Además, dichas circunstancias concretas son difíciles o imposibles de medir, y
rara vez es fácil descubrir la manera exacta en que las tendencias implícitas en las leyes
económicas son modificadas en la práctica.
La crítica del método clásico está estrechamente relacionada con este primer punto.
La escuela histórica se impresionó tanto con las limitaciones prácticas a que están sujetas
las leyes económicas, que quiso abandonar por completo el método deductivo y
remplazarlo por el inductivo. Encontraba dificultades en distinguir entre los errores que
pueden cometerse con el razonamiento deductivo, o con otro método científico
cualquiera, y el lugar que la deducción correcta ocuparía en un método equilibrado de
investigación. No veía que, aunque los clásicos pudieran haber sido culpables de una
elección errónea de supuestos, o de conclusiones defectuosas o precipitadas de los
mismos, subsistía la posibilidad de usar premisas pertinentes y una lógica impecable. No
vio que los dos métodos contrastados no se excluían mutuamente y que, en efecto,
habían sido empleados conjuntamente por el más grande de los clásicos. Evidentemente,
pueden suscitarse serias discrepancias sobre la elección de premisas; pero en general se
255
admite que las mismas premisas que sirven de punto de partida en el proceso deductivo
tienen un origen empírico. La inducción y la deducción son interdependientes.
En el fondo de las objeciones que la escuela histórica formuló contra la deducción
clásica, había un desacuerdo sobre las premisas. Los clásicos, dice Knies, y otros
muchos lo han dicho después que él, partían del supuesto de que el hombre se mueve
únicamente por el interés propio o egoísmo. Este supuesto no tiene base. Los móviles de
la conducta humana son numerosos y complejos; aislar uno, es exponerse a llegar a
conclusiones erróneas. Hay que subrayar aquí que esta objeción particular no tiene nada
en común con el cargo formulado por Marx de que la escuela clásica no había sabido ver
el capitalismo como una fase transitoria de la historia humana, y que había supuesto la
conducta de los burgueses de su propio tiempo como típica de la humanidad en toda
clase de ambientes sociales. La escuela histórica, no obstante su insistencia en el
relativismo, no se planteó en serio la supervivencia del sistema capitalista. Lo que le
objetaba era simplemente la importancia que concedía al móvil del lucro, importancia
que decía encontrar en Smith y en Ricardo. A este cargo, economistas como Menger
podían replicar, y replicaron, que los clásicos no ignoraban la existencia de móviles
distintos del egoísmo o interés propio. El mismo Smith se había tomado gran trabajo en
estudiar y clasificar los diferentes resortes de acción. Todo lo que los clásicos habían
hecho fue descartar el móvil que podía considerarse como más persistente y estudiar sus
efectos. O, como afirmaban otros economistas, los clásicos habían aislado el móvil cuyas
consecuencias podían observarse y medirse con más facilidad.
La escuela histórica, por último, insistió en la unidad de la vida social, en la
interrelación de los procesos sociales individuales con la concepción orgánica de la
sociedad, en cuanto opuesta a la concepción mecánica. Aunque no impulsada por los
motivos “totalitarios” de los románticos o de Marx, la escuela histórica fue inspirada aquí
por consideraciones análogas a las del romanticismo. Empezó por sostener, como lo
había hecho Adam Müller, que la vida económica social era algo más que la suma de las
actividades económicas de los individuos. La sociedad, en su totalidad, tenía una
existencia orgánica aparte de la de sus miembros. Esta concepción llevó a desear una
disciplina muy amplia que comprendiese el organismo todo de la vida social, e implicaba
la depreciación de los esfuerzos realizados por las ciencias sociales particulares. Pero esta
concepción no tardó en desaparecer, y todo lo que quedó fue la importancia asignada a la
interacción íntima entre las diferentes ramas de la vida social que hacen imposible el que
una ciencia social sola se acerque a agotar el campo de su interés. También quedó el
estímulo para la investigación histórica detallada. La escuela histórica dejó como legado
un vivo deseo de conocer la realidad concreta en todas sus manifestaciones particulares a
través del tiempo, y esto produjo obras valiosas; pero era un deseo que, después de
todo, los teóricos más ilustrados habían comprendido y apreciado siempre.
En su tierra natal, el Methodenstreit desapareció por no haber suscitado
controversias sobre algún punto importante. De modo tácito se admitió mutuamente que
eran indispensables las dos ramas de la investigación económica, la realidad-histórica y la
analítica-abstracta, aun cuando persistió la diferencia, que todavía subsiste en la
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actualidad, acerca de los aspectos considerados más importantes. A Inglaterra también
llegó una versión del Methodenstreit, pero en la patria de la economía política clásica la
controversia no despertó nunca gran entusiasmo. En 1857 publicó Cairnes una obra
metodológica titulada The Character and Logical Method of Political Economy, en la
que exponía la importancia de la deducción. Este libro formó parte de una larga
controversia entre Mill, Senior y Cairnes sobre la relación exacta entre el objeto y
método de la economía y las demás ciencias. Pero esta controversia no interesa a
nuestros fines presentes.
Hasta que no apareció la segunda edición de la obra de Cairnes, en 1875, la tradición
metodológica clásica no fue atacada por los partidarios de la escuela histórica. En 1879
publicó Cliffe Leslie sus Essays on Political and Moral Philosophy, en los que
encontraron expresión todos los argumentos de los alemanes. Otros autores que
intentaron influir en el pensamiento económico inglés en la misma dirección fueron J. K.
Ingram y W. J. Ashley; pero no lograron nunca constituir una escuela independiente,
aunque el movimiento histórico ejerció gran influencia sobre algunos economistas
teóricos, como Marshall, por ejemplo. Su único logro positivo fue estimular la
investigación en el campo de la historia de la economía. No obstante, es de interés
advertir que algunos de los exponentes ingleses del Historismus, particularmente Ashley,
estuvieron estrechamente vinculados con el movimiento pro reforma arancelaria. Se les
puede considerar representantes de una tendencia nueva de la política económica inglesa,
que quizá era un reflejo de la cambiante posición de Inglaterra en los mercados del
mundo.
La influencia de la escuela histórica en Francia fue menor todavía: se manifestó
nuevamente como un incremento de la investigación histórica y encontró una tendencia
relacionada en el acrecentamiento de los estudios sociológicos que casi siempre
subrayaban el punto de vista histórico.
3. JONES
Aunque no fue contemporáneo de la escuela histórica, y ni siquiera un verdadero
representante de sus teorías, conviene mencionar aquí a un economista inglés de la
primera mitad del siglo XIX. A Richard Jones rara vez se le concede mucha atención en
las historias de las doctrinas económicas; por lo general, se le considera como “un
representante aislado del método histórico en Inglaterra durante la década de 1830”.8
Superficialmente, esto es cierto. Jones pedía a los economistas que prestasen más
atención a las diferencias históricas entre las instituciones económicas, y expresaba la
opinión de que sólo mediante estudios comparativos podrían los economistas ser
consejeros de política económica. También subrayaba la relatividad de las leyes
económicas; pero empleó la historia en el análisis económico de una manera mucho más
radical que Roscher y Schmoller. Desgraciadamente, no pudo terminar su magnum opus;
pero en la primera parte de la misma, que dejó acabada, están indicados con suficiente
257
claridad los propósitos que perseguía.
En 1831 publicó Richard Jones An Essay on the Distribution of Wealth and on the
Sources of Taxation. Parte I: Renta. Dos años después, apareció su An Introductory
Lecture on Political Economy, surgido en King’s College, el 27 de febrero de 1883 en
Londres, al cual se puede agregar Syllabus of a Course of Lectures on the Wages of
Labour; y, finalmente en 1852, su Text-book of Lectures on the Political Economy of
Nations. Estas tres obras contienen la exposición explícita de las ideas del autor sobre el
método del análisis económico, el uso implícito de dicho método en el estudio de ciertos
problemas importantes del sistema capitalista, y una elaboración más completa de este
método en el estudio más detallado de un problema particular: la renta.
En el largo prefacio a Essay on Distribucion, Jones define su posición vis-à-vis de
los economistas clásicos. Encuentra el origen de la economía política en el estudio de las
medidas mercantilistas; advierte el gran avance que representa Smith; y manifiesta su
opinión de que los problemas de la distribución todavía no habían sido tratados
satisfactoriamente. El estudio de la producción —dice— ha llevado al enunciado de leyes
importantes de validez universal; pero en la esfera de la distribución los economistas no
han logrado más que formular opiniones mutuamente contradictorias. Condena a los
fisiócratas porque habían insistido erróneamente en que la agricultura era la única fuente
de un excedente del cual sacaban sus ingresos todas las clases de la sociedad. Elogia a
Malthus por haber contribuido a desarrollar la teoría de la renta y, en menor medida, la
teoría de la población; pero censura a Ricardo y a otros por haber erigido una
superestructura falsa sobre esos cimientos. Dice Jones que Malthus hizo ver que cuando
la producción capitalista ha llegado a ser la forma dominante de producción, el costo de
producción de los productos agrícolas en la peor tierra cultivada determinará “el precio
medio del producto bruto, mientras que la diferencia de calidad en las tierras mejores
mide las rentas que se obtienen de ellas”.9 Pero Ricardo había omitido la limitación, que
era de carácter histórico, y dio al principio validez universal. De manera análoga, en la
teoría de la población el mismo Malthus y sus discípulos habían olvidado la posibilidad
de cambios importantes en los factores de que trataban y habían expuesto una visión del
futuro de la sociedad que no estaba justificada.
Jones rechazaba la idea de una “disminución continua de los rendimientos de la
agricultura —sus supuestos efectos sobre el progreso de la acumulación— y… la
correspondiente incapacidad de la humanidad para proporcionar recursos a una
población cada vez mayor”.10 Puso de manifiesto que, en realidad, las rentas eran más
altas en los países en que la agricultura era muy productiva y en que vivía una población
numerosa en un nivel elevado de vida, y que los países más ricos y las clases más ricas
se multiplican con menos rapidez que los otros. Esta discrepancia manifiesta entre las
teorías de los economistas y los hechos de la experiencia era —pensaba Jones— la
causante, en gran medida, de la desconfianza acerca de la validez de las leyes
económicas que se había apoderado del público. La gente empezaba a pensar que la
materia de estudio de la economía política era demasiado compleja para admitir un
análisis preciso.
258
Jones no participaba de la opinión de que fuera imposible descubrir leyes económicas
de validez universal, sino que insistía únicamente en la importancia de basar dichas leyes
en la experiencia. El sentido histórico y un amplio radio de observación (que entonces
era posible en grado mucho mayor que en cualquier momento del pasado) tenían que ser
auxiliares constantes del análisis económico. “La verdad se ha escapado no porque el
estudio constante y amplio de la historia y de la situación de la humanidad no pudieran
alcanzarla, aun en esta intrincada materia, sino porque los que más han sobresalido en la
difusión del error, realmente se han alejado de la tarea de realizar ningún examen y han
limitado las observaciones sobre las que fundaban sus razonamientos a la pequeña
porción de la superficie de la tierra que les rodeaba inmediatamente.”11
Esto suena claramente a pedir más empirismo, tal como podía haberlo hecho
cualquier exponente moderado del Historismus. Pero el estudio de la manera como
Jones seguía su propio precepto revela que abogaba por determinada forma de
observación histórica. Su objeto era estudiar la acción de los principios económicos
“entre conjuntos de hombres que vivieran en circunstancias diferentes”.12 Deseaba
vivamente poner al desnudo la distinción entre lo que es común a todas las estructuras
sociales y las diversas formas en que eso se manifiesta a consecuencia de las diferencias
de estructura social. Jones distinguía las distintas formas de producción social que
aparecen en el curso de la historia, y se esforzó en mostrar sus diferencias, así como su
unidad. En la Introductory Lecture habla de la relación que existe entre producción y
distribución y de las diversas estructuras económicas, en los términos siguientes:
“Aunque tenga que producirse alguna riqueza antes de que pueda distribuirse, las formas
y modos de distribuir el producto de sus tierras y trabajo, adoptadas en las primeras
etapas del progreso de un pueblo, ejercen sobre el carácter y costumbres de las
comunidades una influencia que se remonta siglos atrás…; y esta influencia debe
comprenderse y tomarse en cuenta para que podamos explicar adecuadamente las
diferencias existentes entre las capacidades productivas y los métodos de producción de
las diferentes naciones.” No es difícil descubrir los diferentes métodos de distribución.
Puesto que la tierra puede producir al cultivador más de lo que necesita para su
subsistencia, el excedente se lo puede apropiar otra clase. “De aquí nace la división de la
sociedad en clases; y el modo como se verifica la distribución de ese excedente, la
naturaleza de la clase que lo consume, es la causa primera y más influyente del carácter
y costumbres futuros de la comunidad.”13 Este lenguaje recuerda a Steuart y a Turgot.
La estructura económica de la sociedad depende de las formas sociales de trabajo, o
sea del modo como el trabajador obtiene sus medios de subsistencia y cómo es
apropiado y acumulado el excedente que él produce. “Por estructura económica de las
naciones entiendo las relaciones que existen entre las diferentes clases y que son
establecidas en primer lugar por la institución de la propiedad del suelo y por la
distribución del excedente de su producción, y modificadas y cambiadas después (en
mayor o menor grado) por la intervención de capitalistas como agentes de la producción
y el cambio de riqueza y de la alimentación y empleo de la población trabajadora.”14
Toda la Introductory Lecture es una definición de la estructura económica como relación
259
entre las diferentes clases, en términos de propiedad de la tierra, o de capital y, por lo
tanto, de función en el proceso económico. Y al subrayar la base social del proceso
económico, Jones pone en juego también un punto de vista marcadamente histórico.
Jones utiliza el concepto de “fondo de trabajo”, que comprende la manera de
apropiación del producto por el trabajador y la relación de las clases con los medios de
producción. Aunque no distingue estos factores con mucha claridad, están sin duda
alguna implícitos en su análisis. Divide el fondo de trabajo en tres partes: una, en que el
ingreso es consumido por su productor; otra, en que el ingreso pertenece a clases
distintas de la trabajadora y es usado por esas clases directamente para el mantenimiento
de los trabajadores, y la tercera, el capitalismo, en que hay una acumulación de ingresos
que se emplea para obtener una ganancia. Ejemplo de la primera clase son los
campesinos propietarios; de la segunda, los soldados, los marinos, los sirvientes, etc., y
de la tercera, el capitalismo moderno. Las tres clases tienen existencia real. En Inglaterra,
excepto la tercera, carecen de importancia; en otros países todavía tienen importancia las
formas precapitalistas de producción.15
Jones ve claramente, aunque no siempre lo dice con claridad, que la existencia de un
producto excedente y de la acumulación es independiente de las formas sociales
particulares en que se manifiestan en distintas etapas históricas. El capitalismo es una de
esas formas. Cuando predomina este sistema, al trabajador se le paga con capital. En la
producción precapitalista, el trabajo se paga con el ingreso. Así, Jones lleva aún más
lejos la distinción establecida por Smith, entre trabajo productivo e improductivo.16 Se
advierten ciertas inconsecuencias, sobre todo en la descripción del ingreso del trabajador
como salarios en la producción no capitalista. Pero Jones insiste en señalar el ahorro del
capitalista, y todo su análisis proclama el carácter puramente histórico de la acumulación.
Advierte que la acumulación existía antes del capitalismo, y antes que el móvil del lucro,
y que sólo en determinada etapa histórica el capitalista —que es quien se apropia el
excedente e inicia la producción— realiza también la función de la acumulación. “El
capital, o acervo acumulado, después de desempeñar otras varias funciones en la
producción de riqueza, sólo más tarde emprende la de anticipar al trabajador sus
salarios.”17
Jones subraya repetidamente la cualidad histórica en su descripción de las
instituciones y las funciones económicas. He aquí un ejemplo típico: “En el futuro puede
existir un estado de cosas, y es posible que algunas partes del mundo se estén acercando
a él, en el que sean las mismas personas los trabajadores y los propietarios de acervo
acumulado; pero en el progreso de las naciones, que ahora estamos observando, ese caso
no se ha dado nunca, y para advertir y comprender ese progreso debemos observar
cómo pasan los obreros gradualmente de las manos de un grupo de parroquianos, que les
pagan sus ingresos, a las de un grupo de patrones, que les pagan con anticipos de capital
de los que los propietarios pretenden obtener un ingreso aparte. Quizá este estado de
cosas no es tan deseable como aquel en que trabajadores y capitalistas son unas y las
mismas personas; pero, a pesar de todo, tenemos que aceptarlo como una etapa en la
marcha de la industria que ha distinguido hasta ahora el adelanto de las naciones que
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progresan.”18
Este punto de vista histórico está subyacente en el interés de Jones por el problema
de la renta y en el modo de tratarlo. En el “Syllabus” que añadió a su Introductory
Lecture, plantea el problema desde el punto de vista de las diferentes formas sociales de
trabajo, cuyo reflejo era la propiedad. Pero en su obra primera y más extensa el
procedimiento se invierte. En el Essay parte de las diferentes formas de propiedad de la
tierra que se encuentran en diversos países o que han existido en épocas diversas.
Adscribe el origen de toda renta a “la capacidad de la tierra para rendir, hasta con el
trabajo humano más primitivo, más de lo necesario para la subsistencia del cultivador
mismo”.19 Y esa capacidad, una vez que la tierra ha pasado a ser de propiedad privada,
permite al cultivador pagar un tributo al propietario. A diferencia de Ricardo, Jones cree
en la existencia de la renta absoluta, independiente de las diferencias en la renta debidas a
las diferencias en la fertilidad del suelo. “En el progreso real de la sociedad humana, la
renta se ha originado usualmente en la apropiación del suelo, en un tiempo en que la gran
masa del pueblo se ve obligada a cultivarlo en las condiciones que se le impongan, o
morir de hambre… La necesidad que les obliga a pagar una renta… es totalmente
independiente de cualquier diferencia en la calidad de la tierra que ocupan.”20
A continuación Jones estudia las formas reales de renta en diferentes sistemas de
tenencia de la tierra hasta su aparición final en un sistema capitalista. Observa que el
capitalismo empieza en la manufactura y después se extiende a la agricultura. Su
característica consiste en la posibilidad “de transferir a placer el trabajo y el capital
empleados en la agricultura a otras ocupaciones… y a menos de que empleando a los
trabajadores en la tierra pueda ganarse tanto como haciéndoles trabajar en otros empleos
diversos…, el negocio del cultivo será abandonado. La renta, en tal caso, consiste por
necesidad sólo en las plusganancias”.21 Jones no examina las condiciones de que
depende la uniformidad o la no uniformidad de la tasa de ganancia en la agricultura. Para
él, la renta del suelo más pobre (cuya existencia admite) se debe simplemente a la
existencia de la propiedad privada sobre un don de la naturaleza escaso: la tierra.
A Jones le interesa más dilucidar el problema de la renta diferencial y sus cambios, y
controvertir la explicación de Ricardo. Distingue tres causas que puedan hacer subir la
renta. “Primera, el aumento de la producción de la acumulación de mayores cantidades
de capital en su cultivo; segunda, la aplicación más eficaz del capital ya empleado;
tercera (si el capital y la producción no varían), la disminución de la parte del producto
que corresponde a las clases productoras, y el aumento correspondiente de la parte del
terrateniente.”22 A Ricardo sólo le había interesado el tercer factor; pero Jones demuestra
muy claramente que una vez aparecida la renta, puede subir sin que haya ningún cambio
en la fertilidad de las diferentes parcelas de tierra. (Probablemente Ricardo hubiera
admitido esto.) Así resulta innecesario acudir a los ingresos decrecientes para explicar la
subida de la renta. Jones afirmó también que la mejora de la producción agrícola no iba
necesariamente contra los intereses de los terratenientes. Sólo ocurrirá así cuando la
mejora sea más rápida que el aumento de población y la demanda del producto. El
progreso, por lo general, es lento; a medida que se introducen mejoras, “cada aumento
261
de la producción ocasionado por la aplicación general de más capital a las tierras viejas,
actuando sobre ellas con efectos desiguales según las diferencias de su fertilidad
originaria, eleva las rentas”.23
La gran aportación de Jones a la teoría de la renta consistió en poner claramente de
manifiesto la base social subyacente en la teoría de Ricardo. Al hacerlo, pudo señalar lo
erróneo de la creencia de Ricardo en el empobrecimiento progresivo del suelo y formular
una teoría de la renta que muestra un adelanto considerable sobre la doctrina que
prevalecía en aquel tiempo. Pero su mérito no se reduce a esto. Su explicación de la
evolución histórica de las diferentes estructuras económicas, y su distinción,
extraordinariamente penetrante, entre las categorías universales de la actividad
económica y sus variables expresiones sociales, lo colocan en el grupo selecto de los que
acertaron a combinar el riguroso análisis deductivo con la comprensión del amplio curso
de la historia.
4. ESCISIÓN DE LA TEORÍA DEL VALOR-TRABAJO
a) Francia. La crítica socialista a la economía política clásica pasó, si no inadvertida, sin
ejercer ninguna influencia perdurable y positiva sobre el desarrollo del pensamiento
económico. Su influencia fue negativa. La presión de los problemas asociados al
nacimiento de la clase trabajadora, y sus expresiones teóricas en los escritos de los
socialistas y de otros autores, fue lo bastante fuerte para conducir a ciertas
modificaciones de la doctrina clásica. El análisis clásico se fue libertando lentamente de
las implicaciones políticas directas contenidas en la teoría económica liberal. Este
proceso empieza con las dificultades que implicaba la formulación dada por Adam Smith
a la teoría del valor, ya que la teoría del valor-trabajo no podía sostenerse, a la larga, sin
introducir algún postulado no económico, tal como la doctrina de la explotación. En vez
de continuar los esfuerzos para mantener la doctrina del valor-trabajo a través de las
complicaciones de un sistema capitalista maduro, muchos economistas de Francia,
Alemania e Inglaterra eligieron un camino diferente. No intentaron demostrar que, a
pesar de ciertas modificaciones, la teoría del valor-trabajo seguía siendo válida, aun
cuando se usara en la producción un gran equipo de capital; no siguieron usando el
concepto de excedente para explicar la ganancia del capital. Gradualmente abandonaron
la teoría del valor-trabajo en favor de un principio explicativo diferente, que eliminaba la
idea del excedente, en la medida, por lo menos, en que implicaba una teoría de la
explotación. En términos técnicos, supone esto la formulación de una teoría utilitarista
del valor y, como corolario de la misma, la admisión de la productividad del capital.
Los comienzos de este proceso, que en modo alguno fue continuo, se manifiestan
con la mayor claridad en un discípulo inmediato y de los más fieles de Smith. Jean
Baptiste Say (1767-1832) se consideró siempre a sí mismo como un intérprete de Adam
Smith. Su Traité d’Économie Politique, publicado por primera vez en 1803, pretendía
ser poco más que una exposición sistemática de las principales ideas de Smith, pero era
262
mucho más (y mucho menos) que eso. En el proceso de seleccionar y refinar, Say dio a
las doctrinas de Smith un sesgo que era, en realidad, una disyuntiva al desarrollo que
habían tenido en manos de Ricardo. La aportación personal de Say —aparte de su ya
citada teoría del mercado— consiste en la importancia que concede a la utilidad como
determinante del valor. De ahí brotaron su teoría del valor de los factores de la
producción, su crítica de la fisiocracia y su teoría de las funciones del empresario.
La teoría utilitarista del valor, de Say, tenía una tradición en qué basarse. Durante el
siglo XVIII, algunos economistas italianos habían concedido gran importancia a la utilidad,
y en 1776 el abate Condillac había publicado un libro titulado Le Commerce et le
Gouvernement considérés relativement l’un à l’autre, que contiene una de las primeras
exposiciones de la teoría de la utilidad. Para Condillac, el valor es el problema central de
la economía política. La fuente del valor —dice— es la utilidad, pero no en el sentido
corriente de la palabra. En Condillac, como en la contemporánea teoría subjetiva del
valor, la utilidad como concepto económico no es ya una cualidad física de los bienes,
sino la importancia que el individuo da a un bien como capaz de satisfacer una
necesidad. La utilidad, por consiguiente, es una relación, y sube y baja al aumentar o
disminuir la necesidad. Condillac percibió la importancia de explicar el efecto de la
cantidad variable sobre el valor de los bienes, y trató de relacionar la utilidad y la
cantidad, sin conseguirlo. Afirmaba que, aunque el valor sube y baja a consecuencia de
la escasez y de la abundancia, esto ocurre sólo porque la utilidad está también presente.
Añadía que una necesidad sentida con más fuerza daría a los bienes más valor que una
necesidad sentida menos intensamente, y que, “por lo tanto”, el valor aumentaba con la
escasez y disminuía con la abundancia.24 Pero correspondió a los economistas
posteriores desarrollar ese “por lo tanto” mediante el análisis marginal.
Condillac aplicó la teoría de la utilidad de manera muy consecuente a los problemas
del cambio, el precio y la distribución. El punto de vista de la utilidad era claramente
incompatible con las ideas fisiocráticas sobre el trabajo productivo y el trabajo estéril.
Estas ideas implicaban inevitablemente la negación de que el valor pudiera ser creado en
el proceso del cambio. Si el valor ya inherente a las mercancías aumenta en el cambio,
esto no puede deberse más que a un engaño fortuito y pasajero de que una de las partes
hace víctima a la otra. Condillac decía que ganaban las dos partes en el cambio, puesto
que sólo lo realizaban si sus juicios respectivos de los valores de las mercancías para
ellas eran diferentes. En efecto, cada parte daba algo que para ella tenía menos utilidad
por algo que tenía más utilidad. De ahí se sigue, por lo tanto, que toda actividad —
agricultura, industria, comercio— que adapte los recursos de la naturaleza a la
satisfacción de necesidades es creadora de utilidad y productiva. La agricultura fue
destronada de su preeminencia fisiocrática. Se consideró como copartícipe en el proceso
productivo a la tierra, el capital y el trabajo. Sus ingresos son los precios, determinados,
como los de las demás mercancías, por la oferta y la demanda; y estos precios
representan su participación en el producto cooperativo.
No obstante sus oscuridades e inconsecuencias, Condillac puede ser considerado
como uno de los precursores más definidos de la escuela subjetiva contemporánea. Su
263
influencia se dejó sentir indirectamente a través de Say. La tradición de Condillac y la
necesidad aún existente de eliminar lo que quedaba de fisiocracia, explican la
interpretación peculiar que Say dio a las doctrinas de Smith. Say consumó la
emancipación respecto de la fisiocracia por una aplicación radical del principio de la
utilidad.
Los detalles del análisis de Say acerca del valor y el precio no son de gran
importancia. Partió del principio de Condillac de que el valor depende de la escasez y la
utilidad. El valor de cambio era una expresión cuantitativa de estimaciones subjetivas de
utilidad. El costo de producción influye en el precio sólo a través de cambios en la oferta.
Constituye un límite mínimo por encima del cual el determinante es la utilidad. Así echó
Say las bases de la relación funcional entre costo, precio y preferencia del consumidor,
que encontraremos como rasgo característico de todas las variantes de la teoría
contemporánea. Lo que tuvo una importancia inmediata fue el uso que Say dio a su
teoría del valor para formular una teoría de la distribución.
En primer lugar, rechazó por completo la distinción establecida por Smith entre
trabajo productivo y trabajo improductivo; pero lo hizo teniendo en cuenta
exclusivamente el criterio material que Smith había empleado ocasionalmente, e
ignorando la otra distinción sentada por Smith (y por los fisiócratas) entre trabajo
productor de un excedente y trabajo que no lo producía. Esto le facilitó el demostrar
que, puesto que el valor depende de la utilidad, la productividad del trabajo debe ser
juzgada con el criterio de la utilidad y no por referencia a la naturaleza material o no
material del producto.
De esta suerte fue posible considerar como productivas todas las actividades que
crean utilidades evidenciadas por su capacidad para tener un precio en el mercado.
Lógicamente, ésta era una posición más satisfactoria que el criterio “material”. Pero en
su esfuerzo por evitar lo que los economistas posteriores han considerado algunas veces
como el escolasticismo de Smith, Say eliminó también la preocupación por el excedente,
y asimismo prescindió de la base histórica de los ingresos de las diferentes clases de la
comunidad que, explícita o implícitamente, han sido la principal característica de la
economía política clásica inglesa y francesa. Say desarrolla plenamente las leves
insinuaciones de Condillac sobre la relación entre la distribución y el valor. Es evidente
que, una vez abandonada la búsqueda del origen del excedente —y esto es consecuencia
de la eliminación de la teoría del valor-trabajo— la noción de Condillac acerca de la
producción como proceso cooperativo en el que todos los factores tienen igual categoría,
aunque participaciones diferentes, es la única alternativa lógica. En realidad, esto es lo
que enuncia la teoría de la distribución de Say.
Los conceptos “servicios productivos” y “empresario” son las características
centrales de esta teoría. El trabajo, los recursos naturales y el capital tienen valor porque
proporcionan servicios productivos, esto es, medios para crear utilidades. Say fue de los
primeros de una larga serie de economistas en formular el principio de que el valor de los
factores de la producción se derivaba del valor de sus productos. Todos los factores
poseen las dos cualidades necesarias para la creación de valor: escasez y utilidad
264
indirecta. ¿Cómo se establece la relación entre el valor de los productos y el valor
derivado de los factores? Say no dio una respuesta cabal a esta pregunta, pero sí los
primeros indicios de ella. Los empresarios suministran el vínculo entre los productos y
los mercados de factores. Son “los intermediarios que demandan los servicios
productivos requeridos por todo producto en relación con la demanda del producto”.25
Los factores de la producción, impulsados por móviles diversos, ofrecen sus servicios
productivos; se establece un mercado y aparece un precio que fluctúa con la oferta y la
demanda. Say no coincidía con Ricardo en asignar un lugar especial a la renta, por lo
menos en el plazo corto. Para él, los precios de todos los factores dependían de los
precios de sus productos y, en definitiva, por lo tanto, de las demandas de los
consumidores. Aunque quizá no lo dijo con mucha claridad, Say parece haber tenido
presente la especie de relación funcional entre costo, precio, salarios, renta, interés y
ganancia que desarrollaría más tarde la escuela del equilibrio.
Su búsqueda de un análisis del proceso económico en función del equilibrio se pone
más de manifiesto aun en sus opiniones metodológicas. Fue uno de los primeros
economistas en subrayar el elemento positivo del método económico. Era opuesto al
interés de los preclásicos por la política económica práctica, y pensaba que hasta Adam
Smith se había mostrado demasiado inclinado a creer que la ciencia económica estaba
destinada a servir de guía a los estadistas. En opinión de Say, la economía establece los
principios generales inherentes a la actividad económica. Describe el modo como se
produce, distribuye y consume la riqueza, no acumulando hechos, que es la función de la
estadística, sino descubriendo las leyes que gobiernan las relaciones entre esos hechos.
Esas leyes son inherentes “a la naturaleza de las cosas; no se imponen, sino que se
descubren; gobiernan a los legisladores y a los principios, y nunca se violan
impunemente”.26
Para descubrir esas leyes hay que aplicar el método baconiano, que tanto éxito tuvo
en otras ciencias. La esencia de dicho método consiste en “admitir como verdaderos sólo
aquellos hechos que por la observación y la experiencia se ha demostrado que tienen
realidad, y admitir como verdades permanentes sólo aquellas conclusiones que de un
modo natural puedan deducirse de esos hechos”.27 La economía es afín a la física; no se
propone reunir una colección completa de hechos, sino descubrir la relación de causa y
efecto que hay entre ellos. Los físicos pueden hacer experimentos; los economistas, no.
Say no enunció con claridad cómo podía salvarse esta discrepancia. Parece no haber
abandonado nunca la idea de que la economía era análoga a las ciencias físicas, aunque
no podía usar el método experimental.
Lo que Say pedía era que los economistas partieran de premisas generales y
completas. Hay que tomar “hechos esenciales y verdaderamente importantes”, sacar de
ellos conclusiones correctas y “cerciorarse de que el efecto que se les atribuye es
realmente debido a ellos y no a otras causas”.28 Dada la corrección de la deducción, la
validez de las conclusiones depende de lo completas que sean las premisas. En la
controversia metodológica entre Malthus y Ricardo, Say estaba del lado de Malthus.
Creía que, por ignorar ciertos aspectos de la realidad, Ricardo había omitido, no
265
influencias modificadoras de importancia secundaria, sino partes indispensables de las
premisas necesarias. Sin embargo, no estaba de acuerdo con Malthus en aplicar esta
diferencia metodológica al problema de la acumulación y la sobresaturación. Él mismo
era un empresario demasiado afortunado para no ver la importancia de la argumentación
de Malthus en favor del consumo improductivo. Pero lo aplicó al problema de la renta.
La sobrepoblación y el aumento del costo de las subsistencias parecían en Inglaterra
peligros reales que podían oponerse al progreso industrial continuado. En Francia no
sucedía lo mismo, y Say pudo dejar a un lado la teoría de la renta, de Ricardo, por
carecer de importancia en periodos cortos, aun cuando lógicamente fuera válida en
periodos largos lejanos.
La importancia de la obra de Say es la siguiente: fue el primer economista que se
liberó por completo de la teoría del valor-trabajo y de todas sus consecuencias sobre la
teoría de la distribución; fue también el primero en hacer hincapié en el tratamiento
positivo de la economía. Por consiguiente, Say puede ser considerado como uno de los
principales fundadores del análisis formalista del equilibrio, que es la esencia de la teoría
económica actual.
Say, sin embargo, no estaba solo. En Francia, así como en Alemania e Inglaterra,
aparecieron pensadores que, en parte por influencia de Say, en parte
independientemente, desarrollaban una teoría utilitaria del valor y otra del capital
productivo. En su país natal la influencia de Say se convirtió casi inmediatamente en una
tradición. Después de él, ningún economista francés de importancia volvió a la teoría
ricardiana del valor. La teoría de la utilidad subsistió como una parte de las bases; las
teorías del capital formuladas en Inglaterra —en parte bajo la influencia de Say— fueron
otro sector de esas bases. Si el espacio lo permitiera, merecerían ser estudiados aquí
algunos de esos pensadores. Uno de ellos, Jules Dupuit, debe ser mencionado como uno
de los iniciadores importantes de la teoría de la utilidad y del método geométrico. En
particular, su estudio sobre la discriminación de los precios debe ser considerado como
una aportación importante a la teoría del monopolio. Disponemos hoy de una excelente
edición francesa de sus escritos más importantes.29
Entre los pensadores franceses que siguieron la tradición de Say hay uno tan
importante, que debe ser mencionado aquí por separado. Augustin Cournot (1801-1877)
no era un descendiente directo de la escuela de Say ni conquistó un lugar entre los
fundadores más importantes de la economía moderna por ninguna aportación a la teoría
utilitaria del valor en sí misma. Cournot no hizo investigación alguna sobre las causas del
valor. En su Recherches sur les principes mathématiques de la théorie des richeses
(1838) concentró su atención sobre el valor de cambio, al que consideraba como el único
fundamento de la riqueza en el sentido económico de la palabra. Rehuyó discutir la
relación entre el valor de cambio y la utilidad —porque pensaba que no había para ésta
una medida fija—, aunque no quería suponer que la utilidad asignada a cosas diferentes
por personas distintas no tuviese nada que ver con la formación del valor de cambio.30
Pero, como era matemático, vio que las relaciones en el mercado podían considerarse
como relaciones puramente formales; que ciertas categorías, como la demanda, el precio,
266
la oferta, podían considerarse como funciones las unas de las otras; que, por lo tanto, era
posible expresar las relaciones del mercado en una serie de ecuaciones funcionales; y que
las leyes económicas podían formularse en lenguaje matemático.
Los economistas anteriores, dice Cournot, evitaron el uso de símbolos matemáticos.
“Imaginaban que el uso de símbolos y fórmulas no podía llevar sino a cálculos
numéricos, y como claramente se veía que el asunto no era adecuado para tal
determinación numérica…, se llegó a la conclusión de que el aparato matemático… era,
por lo menos, ocioso y pedante.”31 Pero los símbolos matemáticos —advertía— podían
usarse para expresar las relaciones entre magnitudes sin asignar a esas magnitudes
valores numéricos. El valor de cambio era por esencia un concepto relativo que
implicaba “la idea de una razón entre dos términos”.32 Era, por lo tanto, campo natural
para la aplicación del cálculo.
Los resultados del tratamiento matemático dado por Cournot a los problemas del
precio en régimen de competencia, del monopolio y de lo que hoy llamamos duopolio,
estuvieron olvidados durante mucho tiempo. Hasta la década de 1870, cuando escritores
como Jevons y Walras recapitularon, corrigieron y aumentaron el volumen acumulado de
teorías posclásicas, no recibió nueva vida la obra de Cournot. Algo hemos de decir más
adelante sobre ciertos detalles de esa obra en relación con la escuela contemporánea, de
la cual se separa Cournot sólo por accidente histórico. Pero es interesante señalar la
relación entre los papeles que representaron Say y Cournot en la destrucción de la teoría
del valor como producto del trabajo.
La diferencia entre sus métodos parece muy grande, vista superficialmente. Cournot
se interesaba por una teoría funcional del precio; Say, por una teoría genética-causal del
valor. Cournot no investigó los factores subyacentes en la conducta de los individuos en
el mercado tal como se manifiesta en ofertas y demandas. Sus puntos de partida no eran
lo que él llamaba “causas morales” (utilidad, costumbres, etc.), sino sólo la conducta a
que éstas daban origen. Tuvo una idea bastante clara de los “precios limitados”33 en las
mentes mismas de las partes que intervienen en el cambio y que eran las expresiones
cuantitativas de las causas morales y los determinantes próximos de la conducta en el
mercado. En otras palabras, Cournot sentó las bases de las escuelas económicas
conductistas que han operado con los conceptos de “precios de reserva” de Walras, de
las “curvas de indiferencia” de Pareto, y en la actualidad con el de la “tasa marginal de
sustitución”.
Say, por otra parte, da un paso atrás en su análisis. En realidad, concentra su
atención casi exclusivamente en la fuerza que, en última instancia, determina la conducta
de compradores y vendedores. Esta fuerza, en su opinión, es la utilidad. No examina en
detalle el problema de la formación del precio a que da lugar dicha conducta. Esta
diferencia entre Say y Cournot se repite en nuestros días entre la escuela de la utilidad y
las escuelas matemáticas que desconocen el concepto de valor. Cournot consideraba su
manera de abordar el problema contrario al método tradicional de Smith y de Say. Aún
persisten las polémicas entre las dos escuelas.
Pero mucho más fundamental que la diferencia es la semejanza entre estas dos
267
corrientes posclásicas. Se ha dicho que el desenvolvimiento de la escuela matemática en
Francia se debió, en gran parte, a la existencia de la tradición de la teoría del valorutilidad.34 Esto es, desde luego, cierto en el siguiente sentido: la ruptura con la
investigación clásica de las causas que crean el valor llevó a acentuar la importancia de la
conducta de los individuos en régimen de competencia, o sea, en régimen de exclusivo
“nexo de dinero”. Tanto la escuela de la utilidad como las escuelas matemáticas acentúan
dicha importancia. Comparados con los que separan a una y otras, de los economistas
clásicos, los puntos que las separan entre sí, aunque importantes, son secundarios. Las
dos tienden a ser positivas y formalistas; las dos evitan toda referencia explícita a un
orden social determinado; ambas sostienen, primero implícitamente, después
explícitamente, que la validez de sus conclusiones no es limitada por la existencia o la
inexistencia de lo que Richard Jones llamaba una “estructura económica” determinada.
Estas características de la teoría posclásica han seguido existiendo hasta la actualidad.
b) Alemania. Alemania experimentó una evolución semejante. Sin embargo, ninguno de
los pensadores que la produjeron tuvo la talla de Say ni de Cournot. Muchos de ellos
intentaron desarrollar las doctrinas de Smith en la dirección de una teoría subjetiva de la
utilidad. El primero, Soden, llegó hasta desconocer por completo el valor de cambio y
tratar exclusivamente de la utilidad. En su Die Nationalökonomie (1804) distinguió el
valor positivo del comparativo. Este último —equivalente al valor de cambio— no es
valor ninguno, según Soden. El valor es valor positivo, es decir, la propiedad que tienen
las mercancías de satisfacer necesidades humanas. Sirve de base al valor comparativo;
pero éste también se funda en otras consideraciones, tales como la escasez. Por lo tanto,
no debe ser considerado como valor.
Después vino Lotz por un camino parecido. En su Revision der Grundbegriffe der
Nationalwirtschaftslehre (1811) y en su Handbuch der Staatswitschftslehre (1820),
acepta la definición del valor positivo dada por Soden, pero hace que el valor
comparativo nazca de la comparación de dos valores positivos. El valor de cambio, o
valor comparativo, depende de dos factores: uno interno, la propiedad de la mercancía
para satisfacer una necesidad de otra persona que no sea su propietario; y otro externo,
su escasez. Si la mercancía posee utilidad para más de una persona y si su adquisición
implica algún sacrifico, entonces, y sólo entonces, tendrá la mercancía valor de cambio.
Lotz fue aún más lejos al distinguir el valor (positivo) y el precio. Advirtió que se
relacionan entre sí en el sentido de que una mercancía que no tuviese valor no tendría
precio, y que la mercancía que tiene mucho valor, por lo general, tiene precio elevado.
Pero ahí termina la relación. El valor es la expresión de necesidades humanas intangibles;
el precio, el de los obstáculos concretos que hay que vencer para crear las mercancías.
El libro de Hufeland titulado Neue Grundlegung der Staatswirtschaftskunst (18071813), así como Staatswirschaftliche Untersuchungen (1832) de Hermann y Lehrbuch
der politischen Ökonomie (1826) de Rau, deben mencionarse entre el número
considerable de escritos alemanes de la primera mitad del siglo XIX que contribuyeron a
crear una teoría subjetiva del valor. Hubo un acuerdo muy extenso de opiniones entre los
268
teóricos alemanes acerca de este problema económico central. Las exposiciones se
basaban, por lo general, en la distinción formulada por Lotz entre valor y precio. Se
admitía que entre los dos había una relación, pero no se exponía en detalle la naturaleza
de la misma. Esto se debía, probablemente, a que el principal interés de los pensadores
alemanes estribaba en elaborar el nuevo concepto del valor subjetivo y hacer ver con la
mayor claridad posible en qué grado difería del concepto de precio, por el cual entendían
lo que Smith había llamado valor de cambio. El empleo de un concepto de valor de
cambio como diferente tanto del valor de uso como del precio, fue uno de los principales
resultados del pensamiento alemán de principios del siglo XIX. Si el valor de uso se
basaba en la propiedad de satisfacer necesidades (o sea, en la utilidad), el valor de
cambio se basaba en la propiedad de poder ser cambiada la mercancía. El valor de uso
nacía cuando las mercancías eran consideradas desde el punto de vista del consumo. El
valor de cambio era la cualidad que tenían las mercancías cuando se les considera con
fines de intercambio. El precio tenía relación con esos valores, pero no de manera que
hiciera posible decir que el precio, en cualquier caso particular, estuviera determinado por
ellos.
No interesa seguir aquí la evolución posterior de esta orientación de las ideas
económicas. La dicotomía de Lotz no satisfacía los requisitos de una teoría del valor, y
sus discípulos se fueron apartando gradualmente de ella. Las categorías independientes
del valor persistieron (aún volvieron a surgir en la complicada estructura de la primera
escuela austriaca), pero cada vez se les consideró más estrechamente relacionadas entre
sí. La tendencia fue hacer la explicación psicológica del valor menos limitada en alcance,
demostrando que la utilidad también era el determinante definitivo del precio. Quien
primero lo intentó fue uno de los principales representantes de la escuela histórica.
Hildebrand trató de demostrar35 que la utilidad —en el sentido económico— era función
de la cantidad, y que esto proporcionaba una relación entre el valor subjetivo y el precio.
También adoptó esta opinión, que debe considerarse como un nexo entre la primera
escuela de la utilidad y la última. Su desarrollo ulterior en Alemania (independiente, en
gran parte, de lo que había sido antes, e ignorado durante mucho tiempo por los autores
posteriores) se debió a Gossen; pero su obra corresponde propiamente al capítulo
siguiente.
Otro pensador alemán de ese periodo que merece ser mencionado aquí es Johann
Heinrich von Thünen. Su Der Isolierte Staat (primera parte, 1826; segunda parte, 1850)
fue producto de un interés práctico. Como descendiente de una antigua familia de
terratenientes, y como agricultor que era, Thünen se interesaba, sobre todo, por los
problemas de la economía agraria, si bien los trató de un modo rígidamente teórico.
Tenía gran fe en el uso de los métodos matemáticos, aunque no del todo en el sentido de
Cournot. Thünen usa los ejemplos numéricos, más que el cálculo; pero su procedimiento
tiene algo de común con el de Cournot, porque si bien expone sus argumentos con
palabras, en sustancia son matemáticos. Fue muy cuidadoso en fundamentar sus
postulados, en definir la validez de sus conclusiones de conformidad con sus
abstracciones iniciales, y en indicar el camino que conducía desde sus supuestos
269
simplificados a las complicaciones de la realidad.
Thünen no dijo nada acerca del valor ni de las causas del precio. Su puesto, empero,
está entre los primeros teóricos de la utilidad por dos razones. En primer lugar, en
general da por sentada la existencia de cierto precio de mercado, y después se esfuerza
en desprender una serie de conclusiones relacionadas particularmente con la distribución
sobre la base del precio supuesto. Este procedimiento no indica por sí mismo que
Thünen sustentase una teoría subjetiva del valor y del precio; pero es perfectamente
compatible con las teorías de la utilidad que estaban muy generalizadas en Alemania por
aquel tiempo. Thünen dice repetidamente que consideraba a Adam Smith maestro suyo
en materia de economía, y debe recordarse que las doctrinas de Smith eran expuestas
entonces en Alemania por partidarios de la escuela de la utilidad. En ausencia de toda
declaración explícita hecha por Thünen en persona, no es ilógico suponer que nada tenía
que oponer a la tendencia dominante en la teoría del valor.
Pero lo que es aún más importante es que las aportaciones de Thünen a la teoría de
la producción y la distribución siguen orientación muy parecida a la de los teóricos de la
utilidad de otros países, en especial con los ingleses. El uso del análisis marginalista y la
aceptación de la productividad del capital hacen de su obra un importante elemento
contributivo a la formación de la economía contemporánea.
Las ideas de Thünen pueden resumirse brevemente como sigue: en la primera parte
de su libro se propone descubrir los efectos sobre la agricultura y la renta del precio de
los productos agrícolas, de la situación de la tierra en relación con el mercado y de los
impuestos. Con tal propósito supone primero un estado aislado que tiene las siguientes
características: una población importante está situada en medio de una fértil llanura en la
que no hay canales ni ríos navegables; a una distancia considerable, la llanura termina en
una zona baldía; la población consume los productos de la llanura, a la que provee de
artículos manufacturados. En tales circunstancias, ¿cómo debe organizarse la agricultura
de la llanura?36
La respuesta, aunque obvia, fue expuesta tan minuciosamente por Thünen, que se le
considera con razón como un precursor de la teoría contemporánea de la localización de
la industria. Señaló que ciertos productos (como las fresas, las verduras, la leche, etc.),
difíciles de transportar o que sólo pueden venderse frescos y en pequeñas cantidades,
debían producirse en las proximidades de la población. Después vendrían otras formas
de cultivo dispuestas en círculos concéntricos en torno de la población, de acuerdo con el
precio de sus productos y el costo del transporte. Anticipándose al moderno principio del
costo de sustitución, advirtió que el precio de la leche había de ser tal que la tierra en la
que se producía no pudiera ser dedicada con mayor ganancia a ningún otro producto.
Aplicó también este principio a los demás productos. Así, por ejemplo, el precio de los
granos debía ser suficientemente elevado “para reembolsar al menos el costo de
producción y de transporte del productor más distante cuya producción necesita aún la
ciudad”.37 Dicho precio tendrá que ser, por supuesto, un precio uniforme vigente en el
mercado de la población; pero de ese precio cada círculo de cultivo tendrá que deducir
una suma equivalente al costo de transportar el grano al mercado. Este costo aumenta
270
con la distancia al mercado, y es fácil comprender que, dado un precio, el costo de
transporte lo absorberá por completo después de cierto límite. Más allá de este límite
cesará el cultivo, aunque el trigo pudiera producirse sin costo. De hecho, cesará un poco
antes de llegar a dicho límite. Aquí tenemos, pues, expuesta la relación existente entre el
costo y el precio que forma parte de las teorías más modernas del costo. Dada cierta
demanda de un producto, la producción aumentará hasta el punto en que el precio cubra
precisamente el costo de producción.
De un modo natural se deduce de aquí una teoría de la renta. Thünen distingue entre
la renta de la tierra y los pagos que generalmente se le añaden y que tienen el carácter de
un interés sobre capital invertido. La primera es la renta en el sentido propio de la
palabra, y nace de la manera siguiente: el precio debe ser lo bastante elevado para
compensar al productor situado menos favorablemente. Como Thünen dice, “el precio
del trigo debe ser suficientemente alto para evitar que la renta descienda por debajo de
cero en la granja que tiene el costo más alto de producción y transporte hasta el
mercado, pero cuya producción es aún necesaria para satisfacer la demanda de trigo”.38
Como otros productores tienen costos más bajos, obtienen un excedente que mide la
renta producida por sus tierras.
La teoría de Thünen no difiere sustancialmente de la doctrina de la renta diferencial
de Ricardo. Aunque habla de diferencias en la fertilidad, Thünen no las usa como factor
en su análisis, sino que elabora todo el concepto únicamente en relación con las
diferencias de situación y de costo de transporte. La importancia de este método estriba
en el hecho de que lleva a un concepto de la renta como mero “excedente del
productor”, que hizo mucho más fácil para los economistas subsiguientes extender el
concepto a otros factores de la producción además de la tierra. Por otra parte, Thünen
usa el concepto del margen más aún que Ricardo, lo que de nuevo hace posible
relacionar la renta con la teoría marginal general de la remuneración de los factores de la
producción.
Thünen mismo dio el primer paso en este sentido. En la segunda parte de Der
Isolierte Staat, aplicó esencialmente la misma técnica a los salarios y el capital.
Anticipándose casi de un modo absoluto a la teoría de la productividad marginal, sostuvo
que el empleo de dosis adicionales de capital y trabajo aumentaría el rendimiento de la
agricultura pero aumentaría también el costo. Acerca de la distancia del mercado a la que
podría cultivarse, puede decirse que el trabajo o el capital empleados aumentarían hasta
el punto en que el aumento del costo fuese igual al aumento de rendimiento que
produjesen. En palabras del mismo Thünen, el aumento de trabajadores “debe ser
llevado hasta el punto en que el rendimiento extra obtenido del último trabajador
empleado iguale en valor al salario que recibe”.39 “El valor del trabajo del último
trabajador empleado es también su valor.”40 “Y el salario que el último trabajador
empleado recibe debe constituir la norma para todos los trabajadores de la misma
destreza y capacidad, puesto que es imposible pagar salarios diferentes por los mismos
servicios.”41 Lo mismo puede decirse del capital, que Thünen define como “producto
acumulado del trabajo”.42 Su rendimiento “está determinado por el rendimiento de la
271
última partícula de capital empleada”,43 y todo capital tomado en préstamo se pagará a
esta tasa uniforme.
Bastan estas pocas citas para hacer ver que Thünen tenía una idea clara de los
puntos fundamentales de la teoría de la productividad marginal. Toda la segunda parte de
Der Isolierte Staat es un examen detallado de las implicaciones de esa teoría, incluyendo
hasta un análisis de los efectos que sobre la remuneración de cada factor ejerce un
aumento de la cantidad de otro. También contiene otra idea, que Thünen consideraba su
aportación más importante: la doctrina del salario natural. Valiéndose de un cálculo muy
complicado (que incluye el uso del cálculo diferencial), Thünen pretende demostrar que
el salario natural depende de las necesidades del trabajador y del producto de su trabajo
(expresadas ambas cosas en especie o en dinero), y que si estos dos factores se
representan por a y p, respectivamente, la fórmula V ap representa el salario natural.44
Tan alta idea tenía Thünen de esta fórmula, que la hizo grabar sobre su tumba; mas,
para aquellos de los economistas subsiguientes que cayeron bajo su influencia, siguió
siendo merecedor de la fama de que gozaba por su exposición de la teoría de la
productividad marginal.
c) Gran Bretaña. Inglaterra, como es natural en la patria del ricardismo, fue mucho más
lenta en abandonar la teoría del valor-trabajo. Sin embargo, no faltaron indicios ya en
tiempos de Ricardo de un modo distinto de enfocar los problemas del valor y la
distribución. Los puntos de partida de esta nueva tendencia fueron las vacilaciones de
Smith al formular la teoría del valor y el esfuerzo de Ricardo para librarse de las
contradicciones que engendraban esas vacilaciones. La solución de Ricardo descansa en
la admisión de excepciones a la teoría del valor como producto del trabajo. Tales
excepciones —causadas por las diferentes estructuras de capital y por los diversos
periodos de giro o ciclo del capital— eran la regla, como observó Malthus. Como hemos
visto, Malthus empleó esta debilidad de la estructura ricardiana para volver a las
inconsecuencias de la teoría del valor de Smith, que a su vez usó para atacar la teoría de
la acumulación de Ricardo.
Los discípulos de Ricardo se sintieron perturbados, como es natural, por la debilidad
de la teoría del valor-trabajo que les había sido legada, y durante los diez años siguientes
a la publicación de la tercera edición de los Principios, se discutió animadamente este
problema. Robert Torrens insistió en él en An Essay on the Production of Wealth (1821).
Dio por descontada la existencia de una tasa uniforme de ganancia (aunque no dijo cómo
se producía) y concluyó que capitales de igual cuantía ponen en acción cantidades
diferentes de trabajo presente, sin hacer que sus productos tengan valores diferentes.45
De esta suerte formuló las excepciones de Ricardo en términos que pusieron de
manifiesto que en las condiciones de la producción capitalista las apariencias por lo
menos, contradecían la teoría del valor-trabajo. Torrens no explicó la contradicción, sino
que, en vez de hacerlo, volvió a formularla. La teoría del valor-trabajo, dice, se aplica a
la etapa de la evolución social en que todavía no ha aparecido una clase capitalista; pero
una vez en existencia esta clase, ya no es la cantidad de trabajo presente la que
272
determina el valor de cambio, sino la de trabajo acumulado.46 Esto, en realidad, es
regresar a una posición sostenida ya por Adam Smith.
James Mill tropezó con la misma dificultad. En su Elements of Political Economy
(1821), se esforzó en revisar la teoría del valor-trabajo insistiendo en que el capital no es
sino trabajo acumulado. Así pues, las ganancias son la recompensa del trabajo
atesorado.47 De esta manera pensó Mill haber resuelto a la vez el problema del origen de
las ganancias y el de las “excepciones” a la teoría del valor-trabajo; pero es evidente que
no lo hizo. Había admitido que el capital es productivo y que es uno de los determinantes
del valor de cambio, pero creyó que esto no afectaba a la teoría del valor-trabajo, porque
el capital podía, en definitiva, resolverse en trabajo. Tal actitud de certeza (que contrasta
notablemente con las dudas de Ricardo) envolvió a Mill en muchos absurdos. Por
ejemplo, intentó superar el ejemplo desconcertante del vino que, cuando se le deja en la
bodega, gana en valor con el mero transcurso del tiempo. Quienes habían presentado
este ejemplo lo hicieron para debilitar la teoría de Ricardo y obligarle a admitir, como al
fin lo hizo, que el giro o ciclo de capital tenía influencia sobre el valor, creando de este
modo una excepción a la teoría del valor-trabajo. No así James Mill. “El tiempo —
repitió, siguiendo a McCulloch— no hace nada. ¿Cómo podría, pues, crear valor?”48
Normalmente —dice Mill—, cuando afirmamos que el tiempo añade valor, queremos
decir que se gastó cierta parte de capital, que no es sino trabajo atesorado. Por
consiguiente, concluía que “si el vino que está en la bodega aumenta de valor un décimo
en un año, puede considerarse correctamente que se ha gastado en él un décimo más de
trabajo”.49 Esto, manifiestamente, era absurdo. Como dijo Samuel Bailey, uno de los
críticos más vigorosos de Ricardo, “en el ejemplo aducido, ningún ser humano se acercó
al vino en el plazo supuesto, ni empleó en él un momento ni un solo movimiento de sus
músculos”.50 En realidad, lo que hacía Mill era sencillamente tratar de explicar algo sólo
con llamarlo de otra manera.
McCulloch siguió un camino parecido. Los subterfugios a que recurrió para presentar
la teoría de Ricardo con una coherencia formal perfecta sólo condujeron a una mezcla
indiscriminada de ideas que revela la más completa incomprensión del verdadero
problema de Ricardo. McCulloch siguió a Mill en considerar el capital como trabajo
atesorado. En The Principles of Political Economy, publicado por primera vez en 1825,
reproduce, sobre poco más o menos, los alegatos de Mill en el caso del vino guardado en
la bodega.51 Sus aseveraciones sobre el valor son, para decirlo suavemente, eclécticas.
Distingue entre valor real (definido de acuerdo con la teoría del trabajo) y valor relativo o
de cambio (que nace en el cambio de dos mercancías). El valor real y el de cambio
pueden ser iguales. Normalmente, todo cambio será un cambio de valores reales
equivalentes. Esto es cierto para el cambio que tiene lugar entre el capitalista y el
trabajador. Para explicar el origen del excedente a pesar de eso, McCulloch vuelve
sencillamente a la doctrina de Smith y de Malthus, según la cual el valor de una
mercancía está determinado por la cantidad de trabajo que puede comprar. Por regla
general, esta cantidad es mayor que el valor real de la mercancía, y la diferencia es la
ganancia. A menos que exista tal diferencia, “un capitalista no tendrá motivo para invertir
273
capital en emplear trabajo, porque su ganancia depende de que recoja el producto de una
cantidad de trabajo mayor que la que él anticipa”. Esto, visto superficialmente, parece
una deducción de la teoría de Ricardo casi tan rigurosa como la teoría de la plusvalía de
Marx. Verdaderamente —añade McCulloch—, “cuando él [el capitalista] compra trabajo,
da el producto de lo que ya se ha hecho por lo que ha de hacerse”.52 Y este cambio
entre trabajo “vivo” y trabajo “incorporado” (o entre trabajo y capital) tiene la cualidad
peculiar de dar nacimiento a un excedente. Pero esto no es sino una semejanza
superficial, porque en Ricardo, y más aún en Marx, el problema estaba en cómo explicar
el excedente dentro de una teoría-trabajo. Con McCulloch, sin embargo, se abandonó el
inútil intento de proporcionar tal explicación. El excedente se convirtió en algo parecido a
“la ganancia proveniente de la alienación” de que hablan los mercantilistas.
Estas dificultades con que tropezaron los economistas posricardianos se debieron a
su incapacidad para conciliar entre sí los fenómenos del mercado en régimen de
producción capitalista y la teoría del valor-trabajo. Por lo tanto, los ataques a la teoría del
valor-trabajo obtenían un refuerzo adicional con la ineficacia de las defensas que hacían
pensadores como Torrens, James Mill y McCulloch.
Tal vez el más fuerte de esos ataques fue el de Samuel Bailey. Su A Critical
Dissertation on the Nature Measures and Causes of Value, publicada en 1825, fue
escrita, como nos dice su subtítulo, “Principalmente con referencia a los escritos de Mr.
Ricardo y de sus discípulos”. Bailey acertó a descubrir muchos errores de Ricardo,
desacreditando así la teoría del valor-trabajo. No la remplazó con ninguna otra teoría del
valor, pero inició un modo de enfocar el problema que fue adoptado más tarde.
Adam Smith había dilucidado el significado de la teoría del valor-trabajo
concentrando su atención en el origen del fenómeno del valor de cambio. Sin embargo,
no logró llevar el análisis del concepto a sus conclusiones lógicas. Ricardo llegó hasta el
otro extremo. Descuidó el estudio de las bases históricas del fenómeno y la naturaleza
social del concepto. Puso su interés principalmente en las variaciones del valor de
cambio, es decir, en su aspecto relativo. No aclaró la distinción entre la naturaleza del
valor de cambio como tal, la cuantía del valor de cambio y la relación entre los valores
de cambio de diferentes mercancías.
Es aquí donde Bailey sitúa su crítica. Ve que el valor de cambio se manifiesta como
relación cuantitativa entre dos cosas, y se niega a ir más lejos. Para él, todo el problema
del valor queda resuelto con decir que el valor de cambio implica, en la práctica, una
relación. Al fin y al cabo —dice—, el valor significa “la estimación en que es tenido un
objeto”.53 Refleja un estado de espíritu del sujeto y no una cualidad del objeto. Esa
estimación no puede originarse cuando los objetos son vistos aisladamente, sino que
tiene su origen en la comparación de dos cosas. La estimación relativa a que da lugar una
comparación “sólo puede expresarse cuantitativamente”.54 Bailey, pues, adopta una de
las definiciones con que había jugado Adam Smith, la cual identifica el valor con el poder
adquisitivo.
Dos ideas se desarrollan paralelamente en el libro de Bailey. La más importante es la
que hace consistir el valor en una relación y nada más. “Así como no podemos hablar de
274
la distancia a que se encuentra un objeto sin suponer otro entre el cual y el primero se
establece la relación, así no podemos hablar tampoco del valor de una mercancía sino
por referencia a otra mercancía con la cual se le compara. Una cosa no puede ser
valorada en sí misma sin referencia a otra cosa.”55 La teoría-trabajo del valor era,
evidentemente, incompatible con este punto de vista.
Por otra parte, parece que Bailey mismo consideró insuficiente la concepción
puramente relativa del valor. La mención de la estimación y de la utilidad al principio de
su estudio (que parece haberse debido a la influencia de Say) revela que intentaba
enlazar las relaciones funcionales que aparecen en el mercado con una influencia
causativa fundamental, o sea que trataba de hallar una constante. No lo consiguió, y los
teóricos de la utilidad subsiguientes lo criticaron por no haber acertado a descubrir la
conexión que hay entre utilidad y valor de cambio.56 Es cierto que Bailey sostiene que “la
investigación de las causas del valor es, en realidad, la investigación de las circunstancias
externas que actúan con tanta constancia sobre las mentes de los hombres en el
intercambio de cosas necesarias, útiles y convenientes para la vida, como para ser objeto
de inferencia y de cálculo”.57 Pero no pasa a estudiar las implicaciones de la valoración
subjetiva. Realmente, al fin se muestra de acuerdo en que, en la clase de mercancías que
pueden aumentarse a voluntad y en cuya producción no hay la restricción de la
competencia, el costo de producción es el determinante del valor. El costo de producción
“puede ser trabajo, capital o ambas cosas”.58 En otros casos, como el de los monopolios
y el de las mercancías producidas en condiciones de rendimiento decreciente (por
ejemplo, las que requieren el factor tierra), lo que hay que analizar es el precio de
monopolio.
La crítica de Bailey contra Ricardo se derivó de la búsqueda que éste hacía de una
medida invariable del valor. En Ricardo esto fue sólo un modo confuso de buscarle
explicación al fenómeno del valor como tal; pero dio a Bailey ocasión de decir cosas muy
pertinentes sobre la cuestión de la medida del valor. Aquí tiene su “relativismo” particular
importancia: contribuyó a hacer ver la diferencia que hay entre medida de valor en el
sentido trascendental en que los clásicos, siguiendo a Aristóteles, lo habían entendido,
esto es, la causa y la sustancia inherentes al valor (con las cuales Bailey no tenía nada
que ver) y medida de valor en el sentido de una relación cuantitativa entre dos
mercancías, y en especial entre una mercancía y el dinero. Esta última concepción llevó
a Bailey a demostrar que los cambios de valor tienen que afectar a las mercancías que se
comparan. Por lo tanto, es ilusoria la búsqueda de una medida invariable del valor.
Bailey pone de manifiesto59 que el dinero cumple adecuadamente la función de una
medida externa del valor, aunque de su definición se sigue que tampoco éste puede tener
un valor constante. Utiliza este punto como argumento para limitar rigurosamente la
validez de las comparaciones de los precios a través del tiempo. La teoría
contemporánea de los números índices sigue una orientación parecida.60 Sin embargo,
Bailey se proponía mostrar que, una vez desaparecido el problema de encontrar una
medida invariable del valor, también desaparecía el problema de descubrir los
determinantes del valor como algo independiente del precio. Creía que con esto había
275
puesto un clavo más en el ataúd de la teoría del valor como producto del trabajo.
Además de estos ataques frontales, la posibilidad de enfocar de modos diversos el
problema del valor contribuyó a destruir esta parte de la estructura ricardiana. Ya en
1804 el conde de Lauderdale, en An lnquiry into the Nature and Origin of Public
Wealth, and into the Means and Causes of its Increase, había expuesto opiniones muy
parecidas a las de Say. Lauderdale se basaba también en Condillac e introdujo el factor
utilidad en su interpretación de la teoría del valor de Adam Smith. Riqueza —dice— es
todo lo que posee utilidad; pero toda riqueza individual posee utilidad y escasez. Estos
dos elementos determinan el valor. Encuentran expresión en la demanda y la oferta, y la
alteración de cualquiera de ellos afecta al valor. Lauderdale examina los efectos de los
aumentos y los descensos de la demanda y la oferta sobre el valor de manera un tanto
parecida a la que adoptan los economistas contemporáneos cuando analizan la elasticidad
de la demanda. Rechazó la distinción entre trabajo productivo e improductivo, y adoptó
la opinión de Say sobre los factores de la producción. Aplicó su teoría de manera
excéntrica a los problemas de las finanzas públicas; pero su principal título para
recordarle en la historia de la doctrina económica inglesa lo constituye definitivamente su
afinidad con Say.
El desarrollo subsiguiente del análisis de la utilidad parece haberse debido a ciertos
economistas que permanecieron olvidados durante mucho tiempo. En 1903 se prestó
atención a algunos de ellos,61 y desde entonces se reconoce ampliamente su participación
en la historia de la doctrina. La atribución de la paternidad de ciertas ideas a estos
escritores es materia que aún se discute, y el orden en que mencionamos aquí a algunos
de ellos no hay que tomarlo, necesariamente, como el orden cronológico correcto en que
nacieron las ideas que representan.
Richard Whately, que después fue arzobispo de Dublín, tuvo ocasión de ocuparse en
materias económicas durante el breve tiempo en que desempeñó (como segundo
ocupante) en Oxford, de 1830 a 1831, la Cátedra Drummond de Economía Política. Las
condiciones para desempeñar la cátedra incluían una que exigía la publicación de una
conferencia al año por lo menos. Resultado de esta exigencia fue la publicación, en 1831,
de su Introductory Lectures on Political Economy. Con anterioridad Whately había
entrado en contacto con Nassau Senior, que le había precedido en la Cátedra Drummond
y había escrito la parte económica de un apéndice sobre “Términos ambiguos” en
Elements of Logic de Whately, publicado por primera vez en 1826. Es difícil saber si
Whately exponía opiniones originales o si repetía las que había oído a otros,
principalmente a Senior. De cualquier modo, Introductory Lectures tiene importancia por
el hincapié que en ellas se hace sobre la utilidad y por una referencia de pasada, pero que
ejerció mucha influencia, a la relación entre el costo y el valor.
Whately revela de una vez su manera de enfocar los problemas cuando sugiere que
el mejor nombre para la ciencia económica sería el de Cataláctica, o ciencia de los
cambios, porque “el hombre puede ser definido como ‘un animal que hace cambios’:
ningún otro, ni aun aquellos animales que en otros aspectos se acercan más a la
racionalidad, tiene, según todas las apariencias, la menor noción del trueque o de cambiar
276
en cualquier forma una cosa por otra”. Para Whately, la utilidad y la riqueza eran
relativas y subjetivas, y los subjetivistas contemporáneos han usado muchas veces la
palabra “cataláctica”, propuesta por Whately, para subrayar el hecho de que consideran
la elección como la esencia del problema económico.
Whately62 no desarrolló en absoluto una teoría subjetiva del valor. Rechazó la idea,
sin embargo, de que el trabajo era esencial para crear valor; y en un pasaje que ha sido
muy citado expuso la que él creía que era la relación verdadera entre el costo y el precio.
“No es —dice— que las perlas alcancen un precio elevado porque los hombres se hayan
zambullido para buscarlas, sino al contrario, los hombres se zambullen para buscarlas
porque tienen un precio elevado.63 Recientemente se ha sugerido también que Whately
fue uno de los economistas que, junto con Nassau Senior, ampliaron el análisis de la
renta haciéndola nacer de la estabilidad de los factores de la producción.64 Por lo demás,
no puede decirse que las aportaciones de Whately sean muchas.
Su sucesor en Oxford, W. F. Lloyd, fue también representante de la escuela de la
utilidad. De nuevo es imposible decir si, como alguien ha sugerido,65 Lloyd repetía
opiniones aprendidas de Senior. Lo cierto es que estaba dentro de la misma tradición.
Como Bailey, describe el valor como algo que, en definitiva, es un “sentimiento de la
mente”; pero añade el importante punto de que ese sentimiento se presentará “en el
margen de separación entre las necesidades satisfechas y las insatisfechas”. A esta clara
anticipación de una formulación que hizo famosa la escuela marginalista, Lloyd añadió la
afirmación de la relación existente entre la cantidad y utilidad que forma un todo con
aquélla. Porque “un aumento de la cantidad —dice— a la larga agotará o satisfará hasta
lo sumo la demanda de cualquier objeto específico de deseo.66
Una anticipación todavía más completa de la doctrina de la utilidad marginal se
encuentra en Lectures on Political Economy (1834) de Mountifort Longfield, primer
profesor de la Cátedra de Economía Política del Trinity College, de Dublín, fundada por
Whately después de haber sido nombrado arzobispo. Evidentemente, la tradición se iba
extendiendo. La utilidad, según Longfield, es el poder que tiene un artículo “de satisfacer
una o más de las varias necesidades o deseos de la humanidad”, definición que, como su
autor advierte con razón, da a la palabra un sentido más amplio que el que tiene en el
lenguaje ordinario. El valor —dice— implica utilidad, y para cada artículo son
proporcionales el uno a la otra, por lo que respecta a una sola persona. El cambio
permite que una persona tenga la combinación de artículos que “en proporción a su valor
posean mayor utilidad para ella”. En el cambio, “cada parte que interviene en él gana
algo, al recibir por el artículo que tenía algo que, desde su punto de vista, es de mayor
utilidad”. En cuanto a la medida del valor, Longfield comparte el relativismo de Bailey;
admite que muchas veces el trabajo es la mejor medida.67
Más adelante, este autor examina el valor detalladamente. El cambio se origina
porque una cantidad definida de determinada mercancía es suficiente para satisfacer la
necesidad de ella. Por lo tanto, las personas se ven inducidas a desprenderse de sus
excedentes a cambio de los de otros. Todo el mundo estará ansioso de comprar lo más
barato y vender lo más caro posible. La competencia —que Longfield describe
277
detalladamente— asegurará la igualdad entre la oferta y la demanda. El costo de
producción influirá en el proceso a través de sus efectos sobre la oferta.68
En su sexta conferencia amplía sus ideas sobre el valor para incluir en ellas una
referencia al concepto marginal. Repite la afirmación de que el precio está determinado
por la oferta y la demanda (tras la una está el costo de producción, y tras la otra, la
utilidad), y que será una cantidad que equilibre la oferta con la demanda efectiva, o sea
la demanda respaldada por el poder adquisitivo. Examina luego con mayor extensión la
influencia de la demanda sobre el precio. “La medida de la intensidad de la demanda de
una persona por una mercancía es la cantidad que esté dispuesta a dar, y pueda dar por
ella, antes que privarse de la misma.” Ahora bien, aunque puede haber demandas que no
terminen en compra, ejercen, sin embargo, influencia sobre el precio. “Ejemplo de esto
es la demanda por parte de aquellos que no comprarán a los precios vigentes, pero que
irían al mercado y comprarían si ocurriera una ligera reducción de los mismos. Esta
demanda existe siempre, y tiene el efecto de mantener altos los precios, exactamente
igual que en un remate o subasta que hace la persona que ofrece una cantidad inferior a
la que paga el comprador.”69
Esto nos lleva al punto siguiente, según el cual, aunque las intensidades de la
demanda difieran entre los distintos compradores, todos ellos compran a un precio
uniforme de mercado que equilibra la oferta y la demanda. De aquí se sigue la
afirmación más importante de Longfield: si el precio sube sólo ligeramente por encima
del precio de mercado, “los demandantes que por dicho cambio dejarán de ser
compradores deben ser aquellos cuya intensidad de demanda se medía exactamente por
el primer precio. Antes de operarse el cambio, la demanda que era menos intensa no
terminó en compra, y después del cambio la demanda que es más intensa aún terminará
en compra. Así, el precio de mercado se mide por la demanda que, siendo de pequeña
intensidad, termina en compras efectivas”.70 Ningún partidario contemporáneo de la
teoría de la utilidad marginal tendría nada que objetar a esta formulación.
Aplicando esta doctrina a los salarios, Longfield vuelve a anticiparse otra vez a la
teoría de la productividad marginal. Rechazó la teoría de la subsistencia, y sostuvo que
los salarios de los trabajadores dependen “del valor de su trabajo y no de sus
necesidades. ya sean naturales o adquiridas…”. El nivel de subsistencia sólo tiene
influencia sobre la población.71 (Longfield aprovecha aquí la ocasión para distinguir
cuidadosamente este movimiento a corto y a largo plazo, o lo que él llama “causas
primarias o inmediatas… y aquellas cuya influencia es remota y secundaria”.72) Los
salarios dependen de la oferta y la demanda. La primera la forman los “trabajadores
existentes”. La demanda depende de “la utilidad o valor del trabajo que ellos [los
trabajadores] son capaces de ejecutar”. Para determinar los salarios de los obreros hay
que aplicar los principios que —dice concretamente Longfield— ya han sido expuestos.73
“La parte del artículo que cada obrero recibirá se determina calculando cuánto del valor
total es trabajo y cuánto es ganancia, y después dividiendo la primera parte entre los
trabajadores, proporcionalmente a la cantidad y el valor del trabajo de cada uno.”74
278
Este principio se aplica al capital con mayor claridad.75 El capital es útil porque
anticipa los salarios a los obreros antes de que el consumidor haya comprado el
producto. También contribuye a hacer más productivo el trabajo. Las ganancias del
capital, dada su oferta, dependerán de la demanda, es decir, de su productividad. De
nuevo, sin embargo, establece la competencia una tasa uniforme que “estará regulada
por la parte de él [de capital] que es obligado a gastar con la menor eficacia en ayudar al
trabajo… Esto extiende a las ganancias del capital el principio de la igualdad entre la
oferta y la demanda efectiva que en todos los casos regula el valor”.76
5. SENIOR
De todos los precursores del análisis de la utilidad, Nassau William Senior ha sido el
menos olvidado, y aun así ha tenido que esperar hasta años muy recientes para ser
objeto de un estudio detenido. Senior no fue un exponente tan notable de la teoría
subjetiva del valor como algunos de los autores ya mencionados. En particular, su
exposición del análisis de la utilidad marginal está lejos de ser tan completa como la de
Longfield. Aunque Senior fue influido por Say y por los autores alemanes, su teoría del
valor y de la distribución tendía menos a proporcionar una alternativa a la de Ricardo
que a conciliarla con la nueva corriente de ideas. Por lo tanto, Senior puede ser
considerado como el primer representante destacado de la tendencia a la transigencia y la
síntesis que ha sido rasgo característico de la tradición del pensamiento económico
inglés, que representan mejor que nadie John Stuart Mill y Alfred Marshall. La actitud de
Senior ante los problemas de política económica y social es también interesante por la
influencia que ejerció sobre sus ideas acerca del campo y método de la economía.
Nassau William Senior (1790-1864) era un tipo de hombre que se hizo más frecuente
después de su tiempo: el del economista que desempeña un papel importante como
consejero en cuestiones de gobierno. Fue dos veces profesor de Economía Política en
Oxford (como primer ocupante de la Cátedra Drummond, de 1825 a 1830, después, en
1847-1852), y, durante breve tiempo, del King’s College de Londres. La mayor parte del
resto de su vida lo ocupó en el estudio de muchas cuestiones sociales y económicas
como miembro de comisiones oficiales, y de otras maneras. Sus opiniones teóricas se
desarrollaron, pues, en estrecho contacto con su experiencia de los negocios prácticos y
sobre el fondo de su actitud política. De la amplia información de que ahora disponemos
acerca de su obra, resulta la clara impresión de que Senior tiene derecho a compartir con
John Stuart Mill la distinción de haber sentado las bases de la transigencia teórica y
política que es el gran legado de la economía neoclásica inglesa. Pero aun cuando Senior
puede pretender la prioridad, no sólo fue una figura mucho menor y menos influyente
que Mill, sino que sus escritos no reflejan con tanta claridad los problemas que implicaba
la posición de transigencia.
En lo que respecta a las teorías del valor y de la distribución, Senior trató de conciliar
a Say y a Ricardo. En la exposición más completa de su obra teórica, An Outline of the
279
Science of Political Economy (publicada por vez primera en 1836 como artículo de la
Encyclopaedia Metropolitana) define la riqueza como todo lo que es susceptible de
cambio o que posee valor. Para ese fin, son necesarias tres cualidades: transferibilidad,
escasez relativa y utilidad. Esta última se definía, en el sentido amplio ya común en aquel
tiempo, como la propiedad de proporcionar una satisfacción de cualquier clase. Es un
constituyente indispensable del valor, pero como la modifican innumerables causas,
Senior insinúa que la escasez relativa es el determinante principal del valor. Esta
limitación de la oferta es puramente relativa y resulta de la comparación con la
necesidad. La transferibilidad significa que la utilidad de la mercancía en cuestión puede
ser apropiada permanentemente o por tiempo limitado. La inclusión de esta cualidad
tenía por objeto destruir el criterio material heredado de Adam Smith.77
Esta exposición preliminar de los determinantes del valor (y de la riqueza) es digna de
tenerse en cuenta, porque incluye una referencia a la utilidad decreciente que, si bien no
tan completa como las de algunos otros precursores de la doctrina, es perfectamente
explícita. “Nuestros deseos —dice Senior— no apetecen tanto la cantidad como la
diversidad. No sólo hay un límite al placer que pueden proporcionar las mercancías de
todas clases, sino que el placer disminuye con un ritmo rápidamente creciente mucho
antes de llegar a aquel límite. Dos artículos de la misma clase rara vez ofrecen el doble
de placer que uno, y menos aún diez proporcionarán cinco veces el placer de dos. Así
pues, en la proporción en que es abundante un artículo, el número de quienes lo tienen y
no desean, o desean muy tenuemente, aumentar su provisión del mismo, probablemente
es grande; y por lo que a esas personas concierne, la oferta adicional pierde toda, o casi
toda, su utilidad.”78
En el examen más detallado del valor no se le da a la utilidad explícitamente una
posición prominente. Esto, indudablemente, explica el hecho de que la teoría de Senior
generalmente haya sido considerada como una ampliación de la teoría del costo de
producción, en la cual habían convertido los posricardianos la teoría del valor-trabajo.
Bajo el rubro de “valor”, Senior hace poco más que afirmar que la utilidad relativa y la
escasez relativa determinarán la proporción en que una mercancía se cambiará por otra.
No es sino bajo el rubro “distribución” donde analiza la determinación del precio —como
él dice entonces— más detalladamente. Advierte que “la limitación relativa de la
oferta…, aunque no suficiente para constituir el valor es, con mucho, su elemento más
importante; la utilidad o, en otras palabras, la demanda, depende principalmente de ella”.
La oferta es afectada por tres instrumentos de la producción: “el trabajo y la abstinencia
humanos, y la acción espontánea de la naturaleza”. Senior toma esta clasificación como
dato básico antes de proceder a examinar “los obstáculos que limitan la oferta de todo lo
que se produce y el modo como esos obstáculos afectan a los valores recíprocos de los
diferentes objetos de cambio”.79
Este examen gira en torno de la relación existente entre costo y precio. En él hizo
Senior dos cosas con la teoría del valor que encontró. En primer lugar, eliminó las
excepciones de Ricardo a la teoría del valor como producto del trabajo, rechazando la
idea de que el trabajo incorporado en una mercancía era la fuente y la medida de su
280
valor, y adoptó una definición del costo de producción que admitía la productividad del
capital con el nombre de “abstinencia”. Esto representa un intento de solución del dilema
posricardiano, consistente en explicar las ganancias y al mismo tiempo conservar la teoría
del valor-trabajo. En segundo lugar, Senior limitó la influencia del costo de producción,
aun como él lo había definido, y subrayó la influencia de la demanda o utilidad. Esta
segunda línea de pensamiento representa la influencia de Say y de otros teóricos de la
utilidad.
Senior comienza por afirmar que “los obstáculos para la oferta de las mercancías
producidas por el trabajo y la abstinencia, con la sola ayuda de la naturaleza de que cada
uno puede disponer, consisten únicamente en la dificultad de encontrar personas
dispuestas a someterse al trabajo y abstinencia necesarios a su producción. En otras
palabras, su costo de producción limita su oferta”.80 Define el costo de producción como
“la suma de trabajo y abstinencia necesarios para la producción”.81 La inclusión de la
abstinencia tenía por finalidad vencer la dificultad que hallaron James Mill, McCulloch,
Torrens y otros que no supieron cómo hacer de las ganancias una parte del valor de las
mercancías. Evitó el absurdo de Mill en el caso del vino guardado en la bodega, que
hacía al tiempo equivalente al trabajo; y si bien eludió la inclusión de las ganancias como
tales, añadió “aquella conducta que es recompensada por las ganancias”,82 esto es, algo
que Senior evidentemente pretendía que fuera de la misma naturaleza que la actividad
denominada trabajo.
Pero este costo de producción determinaba el precio sólo en el caso de aquellas
mercancías en cuya producción, como se dijo anteriormente, la ayuda de la naturaleza es
“aquélla de que cada uno puede disponer”; en otras palabras, en que los factores de la
producción son libremente accesibles a todos, y en que, por tanto, hay libre
competencia. Pero incluso en estas condiciones, el costo de producción es solamente “el
regulador del precio”, ya que, en la realidad de los hechos, el ajuste de la oferta que
produce igualdad de costo y precio todavía tarda algún tiempo en alcanzarse.
La importancia del costo de producción es aún menor en otras circunstancias de tipo
monopolista. Senior distinguía cuatro casos de monopolio: En el primero, “el
monopolista no es el único capaz de producir, pero tiene ciertas facilidades exclusivas
como productor por las que puede aumentar su producción sin merma, y aun con una
facilidad acrecentada, la cantidad de su producto”.83 Aquí la fuerza del monopolista (el
propietario de una patente, por ejemplo) es limitada. No puede elevar el precio por
encima del costo de producción a que pueden producir quienes no poseen su especial
facilidad. Por otra parte, como probablemente gozará de las economías de la producción
en gran escala, su precio tenderá a bajar a fin de estimular una demanda mayor, y aun
cuando seguirá obteniendo grandes ganancias, su interés particular y el del público
coincidirán.84
En el segundo caso, el monopolista tiene el control absoluto de la producción, pero el
volumen de ésta no puede variar. Aquí el costo de producción marcará el límite inferior
al precio; pero no hay límite superior: el precio estará determinado por la demanda. El
tercer caso es intermedio entre los dos anteriores: el monopolista “es el único productor,
281
pero, mediante la aplicación de trabajo y abstinencia adicionales, puede aumentar
indefinidamente su producción”. Aquí tampoco hay límite superior, pero en lo demás las
condiciones serán las mismas del primer caso.85
Por último, existe una situación en la cual “el monopolista no es el único productor,
pero tiene facilidades especiales que disminuyen y finalmente desaparecen a medida que
aumenta el volumen de su producción”.86 En esta situación se utiliza un factor de
producción de calidad variable, y los rendimientos disminuyen. Rige principalmente en la
tierra, y da origen a la renta. Senior llama a este caso “competencia desigual”. El precio
“tiene una tendencia constante a coincidir con el costo de producción de aquella parte
que se sigue produciendo con el mayor gasto”.87 Quienes produzcan a costo más bajo
tendrán una ganancia adicional.
Hasta aquí la teoría del valor de Senior no es más que un desarrollo coherente de una
tendencia que ya existía. Es una teoría del valor como producto de la oferta y la
demanda, en la que se asigna al costo de producción un lugar como determinante de la
oferta. No es muy señalada la influencia de la utilidad sobre ella. Se da por cosa sabida la
demanda, y no se hace el menor intento por investigar las causas que la determinan. No
hay la actitud que caracteriza los escritos de los economistas alemanes de aquel tiempo y
aun los de Longfield y de Lloyd. El método es el de Bailey, es decir, un desarrollo
consciente sobre bases ricardianas, pero eludiendo las dificultades que encontró Ricardo.
En su estudio de la distribución, Senior deja ver con algo más de claridad la
influencia de la corriente subjetivista. El derivar el valor de los factores del valor de sus
productos estaba más en la tradición de Say y de los alemanes. En lo que respecta a la
renta, Senior admitía, en primer lugar, que la renta existiría en la medida en que se usara
un factor de producción escaso (por ejemplo, la tierra), aun cuando todas sus partes
fueran igualmente productivas.88 En segundo lugar —consecuentemente con su opinión
sobre la renta—, extendió la aplicación del concepto a otros factores de producción,
como por ejemplo, el capital fijo y los talentos naturales.89
El estudio de los salarios es un tanto oscuro. No desarrolló una teoría de los
asalariados basada en el costo de producción, probablemente porque en esta conexión la
ruptura con la teoría del valor-trabajo habría parecido menos sorprendente; además,
excluyó totalmente la población de su análisis de los salarios. En conjunto, parece
haberse inclinado por una teoría de la productividad, en armonía con la actitud de Say y
de Longfield; pero le dio la forma de la doctrina del fondo de salarios que durante algún
tiempo fue una característica perturbadora de la teoría económica. La noción de que
había un fondo reservado para el pago de los salarios no era nueva, sino que la habían
usado ya Smith y Ricardo. Senior formuló la aseveración perfectamente obvia de que,
por término medio, los salarios reales ganados por el trabajador durante un año deben ser
la razón entre la cantidad de mercancías reservadas durante el año para el sostenimiento
de la población trabajadora y la cuantía de esa población.90 Sin embargo, consideró esto
como la causa próxima de los salarios; el fondo reservado para éstos había que
determinarlo después. Senior no llevó más adelante este problema, pero señaló los
elementos para su solución. El primero era la productividad del trabajo, cuyos
282
determinantes estudia con algún detenimiento.91 El segundo (que Senior complica
añadiéndole otros) era la relación entre salarios y ganancias.92 En otras palabras, Senior
hizo que la teoría de los salarios desembocase en la teoría del capital.
El carácter sobresaliente de la teoría de Senior fue la admisión de la productividad del
capital y la introducción del término abstinencia. Define ésta como “aquel agente, distinto
del trabajo y de la acción de la naturaleza, cuya concurrencia es necesaria al capital y
que guarda con la ganancia la misma relación que el trabajo con los salarios”.93
Senior no dijo mucho acerca de los determinantes de la abstinencia; aunque los que
así lo deseen pueden encontrar en algunas de sus observaciones la iniciación de una
teoría preferencia-tiempo que más tarde desarrollaron los austríacos.94 Pero examinó con
un poco más de detenimiento la causa que está en la base de la demanda de capital, a
saber, su aptitud para hacer más productivo el trabajo. La exposición del lugar de los
bienes de capital (para cuya producción es un agente indispensable la abstinencia) en el
proceso de la producción95 puede considerarse en justicia como un antecedente de la
teoría austriaca de la producción indirecta. Cuando se le estudia a la luz de su análisis del
capital, la formulación que da Senior a la doctrina del fondo de salarios parece también
más próxima a sus versiones contemporáneas, más refinadas, que al axioma que los
economistas posteriores rechazaron por inadecuado.
El problema de la importancia que deba atribuirse a los diferentes ingredientes que
vinieron a formar la teoría económica de Senior, resulta fútil y en cierto sentido basado
en una interpretación errónea. La opinión tradicional expresada por Cannan y BöhmBawerk,96 por ejemplo, considera las aportaciones de Senior como meras correcciones
del ricardismo basadas todavía sobre el concepto del “costo real”, mucho más
complicado que el expuesto en la teoría del valor-trabajo. El más reciente intérprete de
Senior se afana por demostrar que éste se apartó de Ricardo mucho más de lo que hasta
aquí se ha admitido, y que se encaminaba hacia una teoría del equilibrio formal —con un
fuerte elemento subjetivo— de tipo contemporáneo.97 Ambas opiniones tienen algo de
verdad. El estudio del costo de producción, por ejemplo, con la introducción del
concepto de abstinencia, y el análisis de la renta llevan las huellas manifiestas de las
controversias posricardianas entre Bailey, Malthus, Torrens, Mill y McCulloch. Por otra
parte, es cierta la afirmación de que la teoría del capital de Senior equivale “a decir que
la tasa de equilibrio de las ganancias, o el interés, está determinada por la igualación de la
demanda, que depende de la productividad del capital, y de la oferta en un nivel
suficiente para pagar el sacrificio que significa el ahorro”, teoría similar a la de
Marshall.98
Pero no tiene por qué haber desacuerdo entre ambas interpretaciones. Lo importante
no es si Senior estaba más cerca de la escuela continental o de los posricardianos
ingleses, sino hasta qué punto se había alejado del mismo Ricardo. Los predecesores de
Senior en Inglaterra, no menos que los autores continentales, habían roto efectivamente
con Ricardo antes de que Senior viniera a sumar sus aportaciones. Lo hicieron de
maneras un tanto diferentes, aunque esas maneras, por último, se fundiesen (fusión que
283
ya es obvia en Senior); pero el abandono de la búsqueda de un concepto objetivo del
“costo real” es característico de una y otra manera. Una escuela lo hizo insistiendo en la
utilidad y derivando de ésta la noción de servicios productivos; la otra, formulando una
teoría del costo de producción que admite la productividad del capital. Y una vez que
hizo esto, no es sino natural que se haya incorporado el punto de vista de la utilidad. El
propósito es el mismo: evitar los conceptos “costo real” y “excedente”, sólo en relación
con los cuales tiene sentido la teoría del valor-trabajo, o cualquier otra teoría del valor
basada en el costo real. Es verdad que en la formulación que le dio Senior la teoría del
costo de producción contiene todavía un “costo real” (con la abstinencia aliada ahora al
trabajo); pero esto es completamente distinto de la doctrina de Ricardo, porque ahora se
ha convertido en una doctrina subjetiva. En ésta y, como veremos, en las posteriores
versiones inglesas de la misma teoría, la inclusión de la ganancia y del interés en el costo
de producción, y de su fuente (llámesele de un modo u otro) en los factores creadores de
valor, destruye la base de la teoría del valor fundada en el “costo real”.
Puede verse en este cambio un reflejo del grado más avanzado de desarrollo del
capitalismo industrial. El principal factor no es ya la hostilidad de los terratenientes (de
aquí la generalización que Senior hace de la renta, en contra de la actitud de Ricardo,
que la consideraba una forma muy especial de ingreso). El efecto de las nuevas doctrinas
fue hacer del capital una fuente de ingresos tan legítima como el trabajo; y cualesquiera
que sean las atenuaciones que la “abstinencia” de Senior haya sufrido en manos de los
economistas posteriores, evidentemente quería que la palabra tuviese cierto sentido
moral. Al aceptarse esta teoría, el debate pasó del terreno del antagonismo de clase al de
la justicia. El problema consistía ahora en determinar las proporciones justas en que el
producto de la industria debía repartirse en ganancias y salarios. El monopolio y la
explotación evitable, más bien que el sistema como tal, se convirtieron en los objetivos
que la clase trabajadora podía atacar con justicia. En esta situación puede verse, por una
parte, la nueva posición del capitalista y del obrero (y de sus intereses antagónicos); y
por la otra, una generalización mayor de la teoría misma, cuyo pleno florecimiento tuvo
lugar unos decenios más tarde.
No es sorprendente que la política económica se haya convertido en un campo
importante de discusión. Dado por sentado el orden económico, la atención se centró en
el problema de hacer que el capitalismo funcionara sin tropiezos. Los escritos de Senior
revelan claramente que el interés por ese problema iba en aumento. Ahora parece que,
sobre la cuestión general del campo propio de la acción gubernamental, sustentó
opiniones menos rígidas de lo que se supuso en otro tiempo. En el problema paralelo del
campo de la economía y sus límites, parece que sus opiniones fluctuaron ampliamente de
acuerdo con su propia experiencia de los problemas específicos de la política económica.
Se ha dicho que Senior no fue un defensor incondicional del laissez faire.99 En sus
primeras proposiciones limitó la esfera de la acción gubernamental a los tradicionales
deberes de “policía”. Pero pronto advirtió —cosa significativa, como consecuencia de
estudiar los problemas sociales de la atrasada economía de Irlanda— que podía existir
miseria a pesar de la tendencia del proceso económico a crear una producción y una
284
distribución de acuerdo con el esfuerzo y previsión de los trabajadores. Aquella miseria
ofrecía un campo adecuado para la acción del gobierno. No sólo era un derecho, sino
hasta “un imperioso deber del gobierno” aliviarla. Pero el argumento decisivo en favor de
todos los servicios sociales era la conservación de “la laboriosidad, la previsión y la
caridad”.100 En una ocasión llegó Senior a propugnar el anticipo de dinero por el Estado
“para facilitar la emigración y para la construcción de caminos, canales y puertos”,
juntamente con medidas encaminadas a liberar a Irlanda de supervivencias feudales.101
Las obras públicas se proponían elevar la productividad del trabajo irlandés a fin de
evitar la necesidad de recurrir a la beneficencia pública; pero es interesante que tales
medidas fueran sugeridas para Irlanda, y que Senior nunca sugiriera nada parecido para
Inglaterra. Por lo tanto, quizá no se les deba considerar como pruebas evidentes de que
Senior había abandonado el camino liberal.102
Fueron muchos los problemas sociales ingleses sobre los cuales dio Senior su
consejo, ya como miembro de comisiones oficiales o como particular. Los tres casos
mejor conocidos son la reforma de la Poor Law de 1834, la discusión de la Factory Act
en 1837, y la investigación de la situación de los obreros de telares de mano, en 1841.
No es necesario estudiar en detalle los argumentos de Senior en todos estos casos. No
siempre se manifiesta como defensor doctrinario del no intervencionismo. En realidad,
puede concederse sin esfuerzo que estaba dispuesto a defender la acción del gobierno
mientras no obstaculizase indebidamente el libre funcionamiento de las leyes
económicas. Se opuso a la Factory Act con el conocido argumento (acremente atacado
por Marx103) de que las dos últimas horas de la jornada de trabajo eran las únicas que
constituían la ganancia del capitalista. En lugar de acortar la jornada de trabajo a diez
horas (lo cual hubiese perjudicado a los industriales), proponía la mejora de las viviendas
obreras (haciendo recaer la carga sobre los propietarios).
El Report of the Commission on the Condition of Hand-loom Weavers (1841), no es
muy dogmático. Acepta, sin embargo, la decadencia relativa de la demanda de productos
de los obreros de telares de mano como consecuencia de la competencia, y se rinde a la
doctrina de la impotencia del Estado para evitarlo. Educación, prohibición de las
asociaciones obreras o sindicatos, limitaciones al ingreso en los diferentes oficios,
mejores viviendas (a expensas del propietario y del constructor), abolición de algunos
impuestos sobre las importaciones que elevaban el costo de la vida, tales eran los
paliativos que aconsejó Senior.
Sus opiniones sobre la Poor Law estaban quizá más definidamente permeadas por la
creencia radical en las virtudes de la libre competencia. Sin embargo, estaba de acuerdo
con la necesidad de ayudar a los pobres físicamente aptos, siempre que pudiera
establecerse un sistema de administración que evitara los males de la antigua Poor Law,
y que no perturbara el libre mercado de trabajo. El principio de “menor elegibilidad” y la
prueba del taller de pobres (workhouse) representaban una transigencia entre el deseo de
no obstaculizar la competencia y la necesidad de aliviar la indigencia.
En general, Senior parece haber estado más dispuesto a transigir de lo que
comúnmente se ha creído. Pero aunque esta disposición se debió a la ausencia de una fe
285
dogmática en la no intervención como principio político, no era consecuencia de ninguna
teoría claramente pensada sobre la relación entre la teoría económica y la política. Se ha
dicho que las opiniones de Senior acerca de dicha relación fluctuaban.104 Su primera
posición fue la tradicional, que reconocía la existencia de una ciencia y un arte de la
economía estrechamente relacionados entre sí. Pero sus experiencias en los negocios
prácticos parecen haberle llevado a una concepción mucho más formal de los resultados
de la investigación teórica. En Political Economy (1836) se concibe la función del
economista como puramente positiva y analítica. El economista no debe aconsejar ni aun
cuando esté dilucidando principios que el legislador y el estadista probablemente tendrán
que tener en cuenta. Los problemas del bienestar humano se resuelven por referencia a
otras muchas consideraciones además de las económicas, y muchas veces hasta con
exclusión de estas últimas. Por último, durante el segundo periodo en que desempeñó la
Cátedra Drummond, Senior distinguió una vez más entre la ciencia de la economía y dos
artes económicas dedicadas al estudio de las instituciones y de las relaciones entre la
riqueza y el bienestar. La ciencia y el arte estaban estrechamente relacionados entre sí;
pero como la ciencia no era aún perfecta, no podía uno hablar de cuestiones prácticas
sino únicamente con base en la propia interpretación de las conclusiones de la ciencia. Y,
en todo caso, los hombres toman sus decisiones no en cuanto economistas, sino en
cuanto estadistas.
Esta actitud general, aunque indeterminada, se adaptaba muy bien a las cuestiones
prácticas sobre las cuales se pedía entonces consejo a Senior y otros economistas. Los
ataques a ciertos fenómenos del capitalismo y al propio capitalismo, realizados
principalmente por la clase trabajadora, eran ya suficientemente fuertes para hacer
imposible a los defensores del sistema recurrir a un no intervencionismo a priori. La
opinión delineada por Senior dio a la defensa la posibilidad de tratar lo mejor posible
cada caso individual. Que ese “lo mejor posible” se concebía en términos no
fundamentalmente diferentes en cuanto a su finalidad del anterior y más intransigente
laissez faire, lo demuestran claramente las conclusiones de Senior en cada caso
concreto. Y nada arroja más luz sobre su actitud general que su violenta oposición al
sindicalismo.105
6. MILL
a) Filosofía política. Ningún escritor fue nunca más cuidadosamente preparado para
continuar una tradición, que John Stuart Mill (1806-1873). Se le destinaba a ser un
exponente incondicional de la teoría económica clásica pura y de la filosofía liberal. Hoy
podemos ver más claramente que su recapitulación de los estudios económicos y
políticos de medio siglo fue necesaria para terminar el proceso de desintegración de
doctrinas que resultaban inadecuadas por virtud de los cambios habidos en las
condiciones económicas. Las apreciaciones de la posición de Mill han tendido a dos
extremos. Para muchas generaciones de estudiantes, su Principles* fue la biblia
286
indiscutida de la doctrina económica. Representaba la síntesis final de la teoría clásica y
de los perfeccionamientos introducidos por los autores posricardianos. Era comprensivo,
sistemático y, con pocas excepciones, presentaba sus teoremas sin pugnacidad, lo cual
reforzaba la impresión de seguridad y de autoridad indiscutida.
Esa autoridad descansaba, en parte, en la creencia de que el ricardismo había
encontrado en Mill su formulación más acabada. Sin embargo, más recientemente, se le
ha considerado a medio camino en la evolución del análisis económico a partir de las
doctrinas de Ricardo. En relación con lo que en definitiva ha subsistido, difícilmente se le
puede considerar como figura preeminente entre los precursores. La aparición de la
escuela marginalista en el último cuarto del siglo desalojó a Mill. De ser un texto
indispensable, su Principios pasó a ser objeto de un interés en gran parte histórico. La
contribución de Mill al establecimiento de las bases de la nueva economía se reputó
relativamente insignificante, y su utilidad para los estudiantes contemporáneos casi
desdeñable. Desde el punto de vista de la historia de la teoría económica, el interés se
desplazó de Mill a pensadores anteriores y menos conocidos.
La posición de Mill en el desarrollo de la filosofía política reforzó este cambio de
apreciación. Su teoría económica carece del rigor lógico y su filosofía social de la firme
coherencia que son las características sobresalientes de los “constructores de sistemas”.
Para los adversarios de la intervención del gobierno, para los creyentes en el
benthamismo puro, el abandono por Mill del laissez faire doctrinario fue no sólo una
apostasía, sino que disminuyó también su importancia como representante del liberalismo
de principios del siglo XIX. A los adversarios rigurosos del laissez faire la actitud de Mill
les parecía demasiado débil para ser satisfactoria.
Pero aunque no fue original como economista ni dejó tras de sí uno de los grandes
sistemas de filosofía política, Mill no puede ser considerado como figura sin importancia,
según la tendencia que prevaleció mientras predominó la escuela marginalista. Su
importancia estriba precisamente en el hecho de que fue capaz de hacer del eclecticismo
en teoría y de la transigencia en política algo así como un sistema generalmente aceptado
y de calidad impresionante. Su influencia mayor fue reconocidamente pasajera; pero su
actitud así ante la economía pura, como ante los problemas de política, se convirtió en
una característica de la tradición académica inglesa. Mill sigue siendo la figura simbólica
del eclecticismo y de la transigencia. Él, más que ningún otro economista inglés, refleja el
tiempo en que alcanzó su cenit el capitalismo competitivo, acompañado por el
predominio inglés en los mercados del mundo. Pero también refleja el hecho de que los
nuevos problemas reclamaban la atención pública. En particular, su obra sólo puede ser
comprendida viéndola contra el fondo del creciente desafío del socialismo
En su Autobiografía describe Mill el sorprendente proceso educativo a que le
sometió su padre. De él resulta claro que el hijo estaba destinado a continuar a la vez la
tradición de la teoría económica ricardiana en la forma en que apareció en la obra de su
padre, Elements, y la filosofía social utilitaria cuyo principal exponente era Bentham.
Pero en el curso de su experiencia del mundo —sacudido por el cartismo, el sindicalismo
y los ataques cada vez más generalizados de la teoría socialista—, no tardó en
287
encontrarse frente a frente con el dilema de las interpretaciones radical y conservadora
del liberalismo económico. Mill advirtió la necesidad de elegir entre ellas, principalmente
en el campo de la teoría y la práctica políticas. Describe la crisis mental que acompañó a
su emancipación de los rigores de la opinión benthamista, según la cual el interés
personal es el móvil principal de la conducta humana, con su corolario de la eterna
búsqueda de la felicidad individual.106 Por la influencia de las críticas románticas y
socialistas al utilitarismo, se interesó por el punto de vista histórico, conoció la
complejidad de los fenómenos sociales y dudó de la perpetua bondad del libre juego de
las fuerzas del egoísmo. Aunque no abandonó nunca la teoría utilitarista de la armonía,
ni la creencia general en la superioridad del capitalismo competitivo sobre otros sistemas
económicos, se mostró dispuesto, desde entonces, a tomar en cuenta y defender la
reforma de las instituciones existentes, aun cuando tales reformas implicasen la
intervención del gobierno en los intereses privados.
En su ensayo sobre Bentham (escrito en 1838) da una interpretación que empieza
por subrayar lo que de revolucionario implica el escepticismo benthamista. Lo llama “el
gran subversivo o, en el lenguaje de los filósofos del Continente, el gran pensador crítico
de su tiempo y país”,107 pero rechaza el cuadro que Bentham traza de la naturaleza
humana. Le parece demasiado estrecha la opinión de Bentham, según la cual la conducta
de los seres humanos obedece exclusivamente “ya al egoísmo, ya al amor o el odio a
otros seres sensibles”.108 Acusa a Bentham de olvidar móviles que implican la búsqueda
de la perfección, el honor y otros fines enteramente por lo que son en sí mismos. Por lo
tanto, concluye que la filosofía de Bentham sólo puede “enseñar los medios de organizar
y regular la parte meramente mercantil de la estructura social”.109 Pero Mill pensaba que,
con toda su grandeza en este respecto —grandeza particularmente evidente en su
constante denuncia del egoísmo detrás de los disfraces más pretenciosos con que
frecuentemente se presenta—, Bentham no fue capaz de mostrar cómo los medios para
regular el lado material de la vida podían adaptarse a la tarea de mejorar el carácter
nacional.
Esta crítica de Bentham fue inspirada en gran parte por el respeto que Mill sentía por
Coleridge, la otra de “las dos grandes mentes de vasto influjo de la Inglaterra de su
tiempo”.110 Mill admiraba la obra de la escuela romántica cuando era —como en las
manos de Coleridge— no un movimiento partidista, sino una filosofía. Encontraba en
ella los fundamentos de una filosofía de la sociedad—, una importancia justa concedida a
la educación y un sentimiento de lealtad y de cohesión nacional. Consideraba la filosofía
conservadora como un auxiliar esencial para la reforma. Pensaba que proporcionaría una
prueba decisiva para todas las propuestas de reforma dilucidando los buenos propósitos a
que habían sido destinadas originariamente las instituciones existentes. “¿De qué modo
—preguntaba— podría determinarse si una cosa merece existir, sin pensar primero para
qué fines existe y si todavía es capaz de conseguirlos?”111 Mill vio en el conservadurismo
de Coleridge un arma crítica poderosa. Según pensaba, tal conservadurismo formulaba la
sátira más severa de los males existentes, y estaba más próximo en propósitos al
movimiento de reforma que al conservadurismo político tory, al cual se pensaba que
288
pertenecía.
Mill estuvo también de acuerdo con las severas críticas de Coleridge al principio del
laissez faire. Pensaba que la “doctrina de la no intervención, o teoría de que lo mejor
que pueden hacer los gobiernos es no hacer nada”, se debía al “egoísmo y la
incompetencia manifiestos de los gobiernos europeos modernos”. Sin embargo, como
teoría general creía que “una mitad de ella era verdadera y la otra mitad falsa”.112
También era escéptico en cuanto a la conveniencia de la intervención gubernamental
cuando intenta “encadenar la libre acción de los individuos”; pero estaba conforme con
Coleridge en que, una vez cumplidos sus deberes de policía, el gobierno podía hacer
mucho, directa e indirectamente, para ayudar a mejorar el bienestar material de la gente
y para conseguir que las facultades esenciales a su existencia moral se desarrollaran
plenamente.113
Mill aprobaba asimismo las objeciones de Coleridge a la comercialización de la
propiedad territorial. Pensaba que la propiedad de la tierra tenía carácter de monopolio, y
que confería un gran poder al propietario, poder que el Estado tenía el deber de
controlar. Es dudoso que Mill tuviese razón en acogerse en ésta y en otras cuestiones a la
autoridad de Coleridge. Posiblemente a éste le hubiera disgustado tanto el verse asociado
al utilitarismo como al conservadurismo político tory. Es significativo que Mill sacara de
la doctrina conservadora los elementos que podían interpretarse como críticos de las
prácticas vigentes y que al mismo tiempo permitían la acción del gobierno en los casos
apropiados. Es indudable que Mill no aceptaba ninguna de las posibles implicaciones
reaccionarias de las teorías de Coleridge. No permitió nunca que la ilusión romántica
invadiera la ciudadela del capitalismo industrial, o sea, su teoría económica. “En
economía política especialmente —dice de Coleridge— escribe como un tonto
redomado, y mejor hubiera convenido a su reputación no haberse ocupado nunca de este
asunto.”114
Otra influencia que actuó sobre Mill, análoga a la de Coleridge, fue la de Comte, el
fundador del positivismo. Aunque discípulo de Saint-Simon, Comte fue intensamente
influido por la reacción romántica que suscitaron los resultados revolucionarios prácticos
de la filosofía del siglo XVIII. Opinaba que la reforma había ido demasiado lejos.
También él quería reformar por completo la sociedad humana, pero tomó de los
románticos el disgusto por el individualismo extremado y el respeto a la autoridad; mas
en lugar de la teología medieval, había que entronizar la ciencia positiva como fuerza
directriz. No nos interesan aquí los detalles y las consecuencias prácticas, fantásticas con
frecuencia, de la filosofía de Comte; pero es evidente que su mezcla de racionalismo y
de romanticismo era muy a propósito para impresionar a Mill en el momento en que
empezaba a no satisfacerle el benthamismo. La filosofía de Comte llevaba directamente
al deseo de una nueva ciencia general de la sociedad y esto implicaba la creación de una
filosofía de la historia. Con ambas cosas simpatizaba Mill.
Sin embargo, el distanciamiento de Mill del benthamismo sólo en parte se debió a las
influencias románticas y seudotradicionalistas de Coleridge y de Comte. Mill conoció a
los primeros socialistas ingleses y franceses, y parecen haberlo impresionado sus ataques
289
a los males del capitalismo incipiente. El examen que hace de sus críticas a la propiedad
en su Principios es, en general, favorable. En la segunda edición de esta obra advierte
que “los ataques a la institución de la propiedad [continuarán] mientras las leyes de la
propiedad no se vean libres de la última porción de injusticia que contengan”.115 En todos
sus estudios sobre problemas de política social toma de la filosofía del derecho natural,
que es el fondo sobre el que se mueve, su elemento potencialmente radical; pero hace
una crítica de las instituciones (formulada también por los primeros socialistas)
compatible con el principio de libertad derivado del utilitarismo y del derecho natural. El
resultado es una combinación de principios liberales y de reforma social. Antes de que
intentemos investigar las consecuencias de esta actitud sobre sus doctrinas económicas,
vale la pena observar un poco más de cerca sus resultados teóricos y prácticos sobre la
visión política de Mill.
En primer lugar, Mill no abandonó los principios generales de libertad individual y de
libre competencia que había aprendido de su padre. Su declaración teórica más explícita
se encuentra en su ensayo On Liberty (1859). El principio absoluto que debiera gobernar
las relaciones entre la sociedad y sus miembros individuales es formulado aquí en
términos vigorosamente liberales. “Ese principio es que el único fin para el que la
humanidad está autorizada, individual o colectivamente, a intervenir en la libertad de
acción de cualquiera de sus miembros, es la autodefensa. Que el único objetivo para el
cual puede ejercerse justamente la fuerza sobre cualquier miembro de una sociedad
civilizada, contra su voluntad, es el de impedir el daño de los demás. Su propio bien,
físico o moral, no es razón suficiente.”116 Pero la actitud de Mill ante los problemas
prácticos no estaba en realidad determinada por el principio contenido en esta
declaración. Exceptuaba determinadas cosas de su regla general de la no intervención.
Por ejemplo, consideraba a los niños incapaces de saber dónde está su mejor interés; la
educación y la legislación relativa al trabajo de los niños eran, por lo tanto, materias
propias para la acción del gobierno. Otros problemas, como la prostitución,
concernientes a los adultos, eran también exceptuados; aunque era posible,
evidentemente, el conflicto entre la máxima utilitarista de la supremacía del juicio
individual y las ideas convencionales de lo justo y lo injusto, lo útil y lo nocivo.
En materias económicas, el principio asentado en On Liberty era aún más difícil de
sostener congruentemente con el deseo de reforma de Mill, nacido de la simpatía por los
débiles y los explotados. Lógicamente, la posición teórica de Mill era que no podían
admitirse excepciones a la regla de la libertad individual absoluta. Pero esto le llevó a
dificultades cuando intentó conciliarlo con su deseo de justificar ciertas restricciones a la
competencia. La actitud de Mill ante los sindicatos es un ejemplo notable. Los primeros
utilitaristas se habían opuesto a las leyes sobre asociaciones porque no creían necesaria la
restricción por el Estado del derecho de organizar sindicatos. Mill procuró reforzar su
defensa de los sindicatos no negando sus posibles efectos monopolistas, sino apelando al
principio mismo del laissez faire. Impedir la formación de sindicatos de oficios era —
según pensaba— violar un derecho evidentemente incluido en la regla general de la
libertad de contrato.117
290
La actitud inconsecuente de Mill hacia el laissez faire hizo inevitable ese subterfugio
casuístico. La inconsecuencia de Mill se pone de manifiesto una vez más en su defensa
del apoyo del Estado para un tipo de asociación voluntaria que se proponía modificar las
condiciones del contrato que resultaban del mercado libre. Entre las excepciones al
laissez faire que enumera en su Principios figura el famoso caso de la reducción de las
horas de trabajo. Si —dice Mill— los trabajadores quisieran reducir las horas de diez a
nueve (y si esta reducción no había de modificar materialmente sus ganancias), no es
posible que se adopte tal reducción a menos que los trabajadores se organicen para
imponerla. Si una asociación voluntaria pudiese estar segura de tener poder suficiente, no
habría dificultad alguna; pero es muy probable que, en las circunstancias supuestas,
ninguna asociación voluntaria logrará reunir a la gran mayoría de los trabajadores
interesados. Por consiguiente, el único remedio es imponer por la ley la reducción de la
jornada.118
En realidad, las vacilaciones teóricas de Mill revelan que buscaba una teoría que le
permitiera conservar el principio del laissez faire y reconocer todas las excepciones al
mismo que consideraba deseables. Porque Mill sentía una simpatía emocional por el
incipiente movimiento de la clase obrera, que le disponía a hacer concesiones. Muchas
veces habló del socialismo con respeto. “No hay que esperar —dice— que la división de
la especie humana en dos clases hereditarias, patrones y trabajadores, pueda durar
indefinidamente.”119 “No hay duda… que la relación entre patronos y trabajadores será
gradualmente sustituida por la asociación en una de estas dos formas: en unos casos,
asociación de los trabajadores con los capitalistas; y en otros, y quizá en todos, por
último, asociación de los trabajadores entre sí.”120 Del mismo modo, en su famoso
estudio sobre el comunismo, no dudó en afirmar que si “hubiera que elegir entre el
comunismo con todas sus posibilidades, y el presente [1852] estado de la sociedad con
todos sus sufrimientos e injusticias; si la institución de la propiedad privada
necesariamente llevara consigo el que el producto del trabajo fuera repartido como ahora
vemos que lo es, casi en razón inversa del trabajo… si esto o el comunismo fuese la
disyuntiva, todas las dificultades, grandes o pequeñas, del comunismo no pesarían más
que el polvo en una balanza”.121
Pero contra éstas y otras afirmaciones semejantes que parecen favorables al
socialismo, hay que recordar muchas otras que revelan que fundamentalmente, Mill
permaneció fiel a una economía liberal en general. Suavizó sus observaciones sobre la
probabilidad de un futuro sistema colectivista con disquisiciones sobre la deseabilidad de
que los capitalistas tratasen con justicia a sus trabajadores, tanto en interés suyo como en
el de los obreros. No dejó de subrayar su hostilidad hacia una de las doctrinas centrales
del socialismo: “Estoy en completo desacuerdo con la parte más destacada y vehemente
de su enseñanza, sus declamaciones contra la competencia.”122 Ni hay que olvidar que,
según él, no debía compararse el comunismo con el vigente estado degenerado de la
propiedad privada, sino con un orden social que contuviese sólo las mejores
características del capitalismo. En otras palabras, pensaba que en un estado de la
sociedad en que la existente distribución de la propiedad, producida por las conquistas y
291
las violencias del pasado, hubiera sido eliminada, en que la desigualdad de oportunidades
hubiera sido reducida al mínimo, en que la legislación se dirigiera a favorecer la difusión
de la riqueza, en que la educación fuera universal y donde la población fuera limitada. En
esa sociedad se encontraría que “el principio de la propiedad privada no tendría ninguna
conexión necesaria con los males materiales y sociedades que casi todos los escritores
socialistas suponen ser inseparables de él”.123
Mill era, pues, un radical y un reformador social. Fue el primer liberal distinguido con
inclinaciones “fabianas”. Sostuvo estrechas relaciones con los cartistas, y con la ayuda
de sus partidarios obreros obtuvo una curul en el Parlamento. Confiaba en las
restricciones al derecho de sucesión, en la generalización de la cooperación, en la
extensión de la pequeña propiedad entre los campesinos, en la educación y en otras
medidas análogas para evitar los males del capitalismo sin sacrificar sus bases. Si
Malthus pedía a los capitalistas industriales concesiones en favor de la clase terrateniente,
Mill pedía concesiones parecidas para los trabajadores. En cierto sentido, la aparición de
su mezcla especial de teoría política es un síntoma de la fuerza que había adquirido la
clase obrera; es también un reflejo del grado de desarrollo económico que hacía posible
que se hicieran tales concesiones. El capitalismo y la democracia política en Inglaterra
estaban suficientemente avanzados para permitir a la clase obrera (aunque haya que
reconocer que como consecuencia de una presión incesante) un nivel ascendente de vida
y una influencia política creciente. Es significativo que, como factor importante de la
reforma social, este movimiento que simboliza Mill empezase en Inglaterra mucho antes
que en otras partes. Su equivalente en Alemania, por ejemplo, el Kathedersozialismus,
nació más tarde, aunque cuando apareció, tras el progreso del capitalismo industrial
alemán, se pareció mucho a su paralelo inglés.
b) Economía. Es difícil estudiar en detalle ese mismo proceso de transigencia en la teoría
económica de Mill. Como tipo, la importancia de Mill radica más en el campo del
pensamiento político. El principal trabajo de adaptación de la doctrina económica clásica
ya había sido realizado antes de él. Senior, que intervino mucho menos que Mill en la
teoría y la práctica políticas, ilustra mucho mejor la transformación que estaba
experimentando el ricardismo. No podemos encontrar en la teoría de Mill muchas
proposiciones que tengan relación directa con sus dificultades políticas. Su transigencia
se refleja más bien en un eclecticismo general. Sin embargo, algunos de sus teoremas,
incluyendo los cambios que sufrieron en el curso del tiempo, muestran que se daba
cuenta de la necesidad de lograr una economía que armonizara con su filosofía política.
Tomemos, en primer lugar, las ideas de Mill sobre el campo y método de la ciencia.
No estaba dispuesto a abandonar el cuerpo de doctrina que había heredado; mas por
deferencia a los esfuerzos de Comte para lograr una ciencia social comprensiva, sí a
volver a definir el campo de la economía abstracta. Para él, la economía política no era
más que un departamento de la sociología que aún estaba por crearse. Se completaría
con la etología, ciencia del carácter, y con la etología política, o sea la aplicación de la
etología a los problemas de las naciones y de las épocas. Sostenía que el método de la
292
ciencia era hipotético, y de un pasaje famoso de su primer libro sobre cuestiones
económicas, Essays on Some Unsettled Questions in Political Economy (1844), expuso
la naturaleza de la hipótesis principal que hace la economía. Es ésta la abstracción del
“hombre económico”. “La economía política —dice— no trata de toda la conducta del
hombre en sociedad. Le interesa sólo en cuanto ser que desea poseer riquezas y que es
capaz de juzgar de la eficacia relativa de los medios para alcanzar ese fin. Sólo predice
los fenómenos del estado social que se producen como consecuencia de la búsqueda de
riquezas, y hace abstracción total de toda otra pasión o móvil humanos… Para la
economía política la humanidad se ocupa únicamente en adquirir y consumir riqueza…
No es que ningún economista político haya llegado al absurdo de suponer que la
humanidad está en realidad constituida así, sino porque éste es el modo en que la ciencia
tiene que proceder necesariamente… El economista político investiga qué acciones
produciría ese deseo si… otros deseos no lo impidieran.”124
Mill mismo no se atuvo a esta rígida limitación. En efecto, por el subtítulo de su obra
deja ver claramente que se ocupaba de la economía en un sentido más amplio. En 1848
publicó su Principles of Political Economy with some of their applications to Social
Philosophy, y en esta obra no sólo hay continuas referencias a factores que modifican la
acción de las fuerzas de la competencia, sino también muchos estudios en que usa
argumentos de carácter normativo. Uno de los capítulos más interesantes es
“Competencia y costumbre” (Libro II, capítulo 4), en el que presenta la competencia
como una fuerza social relativamente nueva, cuya acción está limitada por la tradición.
Parecería, en realidad, que la definición rígida que encontramos en el ensayo anterior se
utilizaba con el objeto de permitir que se tomaran en cuenta explícitamente
consideraciones éticas, aun cuando esto significara extender el estudio de la economía
política hasta la filosofía social.
Lo más característico de la posición política de Mill es su actitud hacia las diferentes
ramas de la investigación económica. Senior ya había hecho una distinción entre la
naturaleza de las leyes de la producción y del cambio y las de la distribución. Mill
subraya esa distinción. “Las leyes y condiciones de la producción de riqueza tienen el
carácter de verdades físicas. No hay en ellas nada discrecional ni arbitrario… No sucede
lo mismo con la distribución de la riqueza. Éste es asunto de las instituciones humanas
exclusivamente. Una vez que las cosas existen, la humanidad, individual o
colectivamente, puede hacer con ellas lo que le plazca… La distribución de la riqueza,
por lo tanto, depende de las leyes y costumbres de la sociedad.”125 Esta proposición
permite a Mill abogar por el mantenimiento de la libre competencia en la esfera de la
producción y el cambio, y propugnar reformas que llevarían a una nueva distribución de
la propiedad y de los ingresos. No advirtió que la distribución estaba íntimamente
relacionada con la producción y que intervenir en una implicaba intervenir en la otra.
Las proposiciones centrales de la teoría de Mill —las relativas al valor y a la
producción— revelan su esfuerzo por demostrar que son leyes inmutables de la
naturaleza y por formularlas en términos tales que no tengan conexión con las leyes de la
distribución. En la esfera del valor, esto significa un nuevo debilitamiento del análisis del
293
costo real, ya que la teoría clásica del costo real implicaba ciertas proposiciones relativas
a materias que, por lo general, se tratan bajo el rubro “Distribución”. Esto conduce a
cierta diferenciación entre los factores de la producción y las fuentes de los ingresos,
diferenciación a la que seguía el concepto de excedente. Así pues, vemos que Mill
adopta, sin modificaciones importantes, la teoría expuesta por Senior. Acepta la utilidad
como límite superior del valor; repite la teoría del costo de producción que incluye la
“abstinencia”, y añade el riesgo del capitalista como un factor más. Distingue entre
artículos producidos en condiciones de rendimiento constante y competencia perfecta (en
que tienden a igualarse costo y precio) y los diferentes casos de monopolio (en que la
oferta y la demanda determinan el precio de mercado). Aunque Mill admitía todavía un
elemento de costo en su teoría, concedía mucho mayor importancia a los fenómenos de
mercado de la oferta y la demanda. Su atención se dirigió principalmente a la acción de
la competencia que produce y atenúa las diferencias entre los valores de mercado y el
valor natural, que era ya un valor de monopolio, ya un valor determinado por el costo de
producción.
En cuanto al elemento de costo, el análisis de Mill carece de congruencia. Unas veces
habla del trabajo y la abstinencia en términos de una teoría subjetiva del costo real, esto
es, los emplea para denotar la cantidad real de esfuerzo y de abstinencia incorporados en
el producto. Pero con más frecuencia define el costo en términos de remuneración
pagada a los trabajadores y a los abastecedores de capital. Esto, por supuesto, significa
abordar el problema desde el punto de vista del empresario, y no obstante sus
vacilaciones, Mill parece haber dado gran impulso a este modo de considerar el costo. Su
confusión se deja ver particularmente cuando incluye las diferencias permanentes en las
tarifas de salario o en las ganancias como factores que afectan al valor. Vio que estos
casos existen y que tienen alguna influencia en el precio de mercado; pero no advirtió
que esto tuviera consecuencias considerables para el concepto subjetivo del costo real,
porque las diferencias en la remuneración no guardan necesariamente una relación con la
cantidad relativa de esfuerzo y de abstinencia que reclamaban. Cairnes señaló esto, e
incluyó en el problema en la teoría de los grupos no competidores.
La teoría de la producción sustentada por Mill es notable por la importancia que
concede a la teoría malthusiana de la población y por las bases en que hace descansar a
esta misma teoría. En Mill se completa la relación entre la teoría de la población y la ley
de los rendimientos decrecientes. “Es ley de la producción de la tierra —dice— que, en
cualquier estado de conocimientos y de pericia agrícola, aumentando el trabajo no se
aumenta la producción en el mismo grado”, y consideraba esto como “la proposición
más importante de la economía política”.126 De ella se seguía inevitablemente el peligro
de la sobrepoblación. La naturaleza ha sido mezquina, y aunque cada boca nueva que
alimentar trae consigo dos manos, estas manos no pueden producir tanto como las
anteriores.127 Mill pensaba que en los países populosos y desarrollados era un peligro
grave la sobrepoblación. Y aunque la distribución injusta de la riqueza puede hacer que
se sientan prematuramente los males de la sobrepoblación, y aunque esos males puedan
ser mitigados por la emigración y la libre importación de alimentos, la verdadera
294
esperanza de mejora para las masas del pueblo estriba en restringir la reproducción. Esta
sombría opinión se relaciona íntimamente con la aceptación de la teoría del fondo de
salarios. La idea de que la oferta y la demanda determinan el nivel medio de los salarios,
no era nueva; pero Mill le dio en su Principios una formulación más completa que las
que había tenido anteriormente, e hizo de ella la única explicación de los salarios. Desde
el punto de vista del subsiguiente desenvolvimiento de la teoría de la productividad de los
salarios y del capital, la exposición que de la doctrina del fondo de salarios ofreció Senior
era más avanzada que la de Mill. La posición de este último está resumida en el siguiente
pasaje: “Los salarios, pues, dependen principalmente de la demanda y la oferta de
trabajo; o, como se dice con frecuencia, de la proporción entre la población y el capital.
Por población se entiende aquí el número de la clase trabajadora solamente, o más bien
el de los que alquilan su trabajo; y por capital, únicamente el circulante, y ni aun todo
éste, sino aquella parte de él que se gasta directamente en comprar trabajo… Los salarios
no sólo dependen de las cantidades relativas de capital y población, sino que, bajo el
imperio de la competencia, no pueden ser afectados por ninguna otra cosa. Los salarios
(entiéndase, naturalmente, la tasa general de los mismos) no pueden subir sino por el
aumento del total de los fondos empleados en contratar trabajadores o por la disminución
del número de quienes compiten por contratarse; ni bajar, como no sea por la
disminución de los fondos destinados a pagar trabajo, o por el aumento del número de
trabajadores a quienes hay que pagar.”128
Siguiendo a Senior, Mill añade a esta declaración un análisis de las objeciones que se
le pueden hacer. Pero no examina detalladamente las causas que determinan la cuantía
del fondo destinado al pago de salarios. El principal empleo a que Mill consagra esta
doctrina es reforzar su argumentación en favor de la limitación de la población y pedir
que los capitalistas dedicaran una parte creciente de sus medios a hacer anticipos a los
trabajadores. Este último deseo llevó a Mill a formular, como corolario de la doctrina del
fondo de salarios, las proposiciones de que la parte del capital destinada al
mantenimiento de los obreros puede ser “aumentada indefinidamente sin producir la
imposibilidad de encontrar en qué invertirse”,129 y que “la demanda de mercancías no es
demanda de trabajo”.130
Pero la doctrina de fondo de salarios se usaba generalmente para demostrar que los
intentos de los obreros para elevar los suyos eran inútiles y este uso la hacía incompatible
con el apoyo que Mill prestaba a las reformas y al sindicalismo. Por lo tanto, no es
extraño que Mill haya abandonado esa doctrina al final de su vida. Su famosa
retractación, contenida en la reseña de un libro de Thornton publicada en Fortnighty
Review (mayo de 1869), fue dictada, indudablemente, por el deseo de oponerse a la idea
de que los esfuerzos de los sindicatos estaban condenados al fracaso por la acción de las
leyes económicas. En esta ocasión afirma Mill que, aunque la cantidad destinada a
salarios no podía exceder del “total de los medios de que disponen las clases patronales”
y que no podía “agotar esos medios, porque los patronos tienen que mantenerse a sí
mismos y a sus familias”, esa cantidad no es fija. La totalidad de los medios del
capitalista es potencialmente capital (en el sentido ricardiano de anticipos a los
295
trabajadores); y la cantidad que realmente se constituye en capital depende de los gastos
personales del capitalista.131
Pero, como lo demostraron hechos posteriores, esta retractación no era más
(posiblemente era menos) satisfactoria que la posición anterior, pues no sólo dejó Mill de
analizar los factores que están tras la oferta y la demanda de capital, sino que, además,
se aferró a la noción de capital como “anticipos” y no distinguió entre capital fijo y
circulante. Ni prestó atención tampoco a las diferencias entre las corrientes monetarias de
ahorro e inversión, ni a las corrientes de los diversos tipos de bienes de producción y de
consumo. Cuando más adelante Taussig y los austriacos resucitaron la doctrina del fondo
de salarios, tuvieron en cuenta estas consideraciones al elaborar la nueva versión.
Para concluir podemos dedicar unas palabras a la opinión de Mill sobre el futuro de
la sociedad. En conjunto, su dinámica sigue a la de Ricardo, pero le añadió su famoso
capítulo “Sobre el estado estacionario”.132 El aumento de riqueza, pensaba Mill, llegaría a
su límite en algún momento, y la sociedad entrará en un estado estacionario. Los
progresos técnicos, la ley de los rendimientos decrecientes, la acumulación de capital y la
acción de la competencia se combinan para producir la disminución de las ganancias, el
alza de las rentas y, si se impide que la población crezca indebidamente, una mejoría de
actuación de la clase obrera. Pero aunque los progresos de la técnica y la exportación de
capital pueden permitir la continuidad del progreso aun en países muy desarrollados, en
última instancia no podrá retrasarse el advenimiento del estado estacionario. Mill mira
con complacencia ese estado venturoso de equilibrio en el que la riqueza estará repartida
con más igualdad como consecuencia tanto de la prudencia y frugalidad individuales,
como de la legislación.
Los intentos de Mill por llegar a un acuerdo en el campo de la teoría económica
tuvieron menos éxito en éste que en los de la filosofía social y la política pública. Dejan
en pie demasiadas inconsecuencias para que puedan servir de complemento adecuado a
la filosofía de la transigencia y de la reforma incesante; pero, no obstante sus
insuficiencias analíticas, Mill dejó un legado extremadamente valioso en su intento de
combinar el análisis con las conclusiones de política económica: al hacer de aquél un
instrumento al servicio de ésta. Hasta la fecha éste ha sido el rasgo más sobresaliente del
pensamiento económico en los países de habla inglesa; y aunque puede haber dado a ese
pensamiento cierta apariencia de eclecticismo, ausente de los sistemas más rigurosamente
lógicos, también la ha preservado de un espíritu doctrinario y le ha infundido un fuerte
interés práctico por el bienestar humano aunado con un espíritu tolerante, cosas ambas
que le han mantenido en muy buen lugar.133
296
297
1
E. Halévy, The Growth of Philosophic Radicalism (1928), p. 343.
Marx, Theorien über den Mehrwert, vol. III, p. 94. [Historia crítica de la teoría de la plusvalía, trad. de
W. Roces, México, FCE (1945).]
3
Véase L. Robbins, The Theory of Economic Policy (1952) para una excelente defensa del clasicismo.
4
C. Gide y C. Rist, Histoire des doctrines économiques, pp. 450-485.
5
C. Menger, Untersuchungen über die Methode der Sozialwissenchaften und der politischen Oekonomie
insbesondere. Collected Works, vol. II (London School of Economics Reprint, 1933), pp. 209-231.
6
Ibid., pp. 212-213.
7
Jahrbücher für Nationalökonomie und Statistik (1863), pp. 145 ss.
8
M. Bowley, Nassau Senior and Classical Economics, p. 40.
9
R. Jones, An Essay on the Distribution of Wealth and on the Sources of Taxation (1831), p. VII.
10
Ibid., p. XIII.
11
Ibid., p. XXIII.
12
Ibid p. XXIV.
13
The Literary Remains consisting of Lectures and Tracts on Political Economy of the late Rev. Richard
Jones (ed. W. Whewell, 1859), pp. 552-553.
14
The Literary, p. 560.
15
Ibid., pp. 79 ss.
16
Ibid., pp. 392 ss., 414 ss.
17
The Literary, p. 457.
18
Ibid., p. 445.
19
R. Jones, Essay, p. 4.
20
Ibid., p. 11.
21
Ibid., p. 188.
22
Ibid., p. 189.
23
Ibid, p. 212.
24
E. B. Condillac, Le Commerce et le Gouvernement considérés relativement l’un à l’autre (1776), parte I,
cap. I.
25
J. B. Say, Traité d’Économie politique (6a. ed., 1841), p. 349.
26
J. B. Say, op. cit., p. 13.
27
Ibid., p. 3.
28
Ibid., p. 10.
29
Jules Dupuit, De l’Utilité et de sa Mesure (ed. Marie de Bernardi, Turín, 1933).
30
A. Cournot, The Mathematical Principles of the Theory of Weatlh (ed. I. Fisher, 1927), pp. 10-11.
31
Ibid., p. 3.
32
Ibid., p. 24.
33
Ibid., p. 47.
34
M. Bowley, Nassau Senior and Classical Economics, p. 80.
35
B. Hildebrand, Die Nationalökonomie der Gegenwart und Zukunft (1848), pp. 314 ss.
36
J. H. V. Thünen, Der Isolierte Staat (ed. H. Waentig, 1930), pp. 11-12.
37
J. H. V. Thünen, op. cit., p. 226.
38
Ibid., p. 226.
39
Ibid., p. 415.
40
Ibid., p. 576.
41
Ibid., p. 577.
42
Ibid., p. 423.
43
Ibid., p. 498.
44
Ibid., pp. 542-549.
45
R. Torrens, An Essay on the Production of Wealth (1821), pp. 28 ss.
2
298
46
Ibid., p. 39.
J. Mill, Elements of Political Economy, pp. 70 ss.
48
Ibid., p. 99.
49
Ibid., pp. 97-98.
50
S. Bailey, A Critical Dissertation on the Nature, Measures, and Causes of Value (1825), London School of
Economics Reprint, 1931, pp. 219-220.
51
J. R. McCulloch, The Principles of Political Economy (1849), pp. 372-373.
52
J. R. McCulloch, op. cit., p. 320.
53
S. Bailey, A Critical Dissertation, p. 1.
54
Ibid., p. 3.
55
Ibid., p. 5.
56
Véase R. Zuckerkandl, Zur Theorie des Preises, pp. 72-74.
57
S. Bailey, A Critical Dissertation, p. 180.
58
Ibid., p. 205.
59
Ibid., caps. V, VI, VII.
60
Véase, por ejemplo, G. Haberler, Der Sinn der Indexzahlen (1927).
61
E. R. A. Seligman, “On Some Neglected British Economists”, Economic Journal, vol. XIII, 1903, pp. 335
ss. y 511 ss.; reimpreso en Essays in Economics (1925), cap. III.
62
R. Whately, Introductory Lectures on Political Economy (segunda edición, 1832), pp. 6-7.
63
Ibid., p. 253.
64
M. Bowley, Nassau Senior and Classical Economics, pp. 106, 131-132.
65
Ibid., p. 108.
66
W. F. Lloyd, Lecture on the Notion of Value (1834), pp. 9 y 19, citado por M. Bowley, en Nassau Senior
and Classical Economics, p. 108.
67
M. Longfield, Lectures on Political Economy (1834, London School of Economics Reprint, 1931), pp. 2528.
68
Ibid., pp. 44-63.
69
M. Longfield, op. cit., pp. 11-12.
70
Ibid., p. 113.
71
Ibid., p. 206.
72
Ibid., p. 207.
73
Ibid., pp. 209-210.
74
M. Longfield, op. cit., pp. 211-212.
75
Ibid., Conferencia IX.
76
Ibid., p. 193.
77
N. W. Senior, An Outline of the Science of Political Economy (1836, separata de la Encyclopaedia
Metropolitana), pp. 131-132.
78
N. W. Senior, op. cit., p. 133.
79
Ibid., p. 168.
80
Ibid., p. 169.
81
Ibid., cap. XX, p. 171.
82
Ibid., p. 170.
83
Ibid.
84
Ibid., p. 172.
85
Idem.
86
Ibid., p. 175.
87
Ibid., p. 176.
88
Ibid., p. 178.
89
Por ejemplo, ibid., pp. 166-167; véase también M. Bowley, Nassau Senior and Classical Economics, parte
47
299
I,
cap. III.
90
N. W. Senior, op. cit., p. 193.
91
Ibid., pp. 201-204.
92
Ibid., p. 206.
93
Ibid., p. 153.
94
Ibid., pp. 153, 187. M. Bowley (Nassau Senior and Classical Economics, pp. 148 ss.) admite que Senior no
desarrolló en realidad una teoría de la oferta de capital basada en disagio-tiempo, pero dice que estaba en camino
de hacerlo.
95
Ibid., pp. 153 ss.
96
E. Cannan, Theories of Production and Distribution (1924), pp. 213-214; A Review of Economic Theory
(1929), p. 187; E. V. Böhm-Bawerk, Capital and Interest (1922), libro IV, cap. II.
97
M. Bowley, Nassau Senior and Classical Economics, especialmente sección I, caps. II y IV.
98
Ibid., p. 103.
99
M. Bowley, op. cit., sección II, cap. I.
100
N. W. Senior, Letter to Lord Howick on a legal provision for the Irish Poor (1831), pp. 11-12.
101
Ibid., pp. 45-46.
102
M. Bowley, op. cit., pp. 247-248.
103
Marx, El Capital, vol. I, pp. 413 ss. Theorien über der Meherwert, vol. III, p. 566.
104
M. Bowley, op. cit., sección I, cap. I y sección II.
105
Sidney y Beatrice Webb, History of Trade Unionism (1926), pp. 139-141.
* J. S. Mill, Principios de economía política con algunas de sus aplicaciones a la filosofía social, trad. de T.
Ortiz, México, FCE (1951). [T.]
106
J. S. Mill, Autobiography (1873), cap. V.
107
J. S. Mill, “Bentham”, en Dissertations and Disquisitions (1867), vol. I, p. 334.
108
Ibid., p. 354.
109
Ibid., p. 366.
110
J. S. Mill, op. cit., p. 331.
111
J. S. Mill, “Coleridge”, Disertations and Disquisitions, p. 438.
112
Ibid., pp. 453-454.
113
Ibid., pp. 454-455.
114
J. S. Mill, op. cit., p. 452.
115
J. S. Mill, Principles of Political Economy (ed. Ashley, 1923), p. 203. En 1965 apareció una edición
moderna excelente, en dos tomos, editada por Bladon y Robson.
116
J. S. Mill, On Liberty (ed. Fawcett, World’s Classic, 1924). p. 15.
117
J. S. Mill, Principles, pp. 933-939.
118
Ibid., pp. 963-965.
119
Ibid., p. 761.
120
Ibid.
121
Ibid.
122
Ibid., p. 792.
123
Ibid., p. 209.
124
J. S. Mill, Essays on Some Unsettled Questions of Political Economy (1874), pp. 137-140.
125
J. S. Mill, Principles, pp. 199-200.
126
J. S. Mill, op. cit., p. 177.
127
Ibid., p. 191.
128
Ibid., pp. 343-344.
129
Ibid., p. 66.
130
Ibid., p. 79.
131
Ibid., pp. 992-993.
300
132
Ibid., pp. 746-751.
Una interesante intepretación de Mill se puede encontrar en The New Political Economy of John Stuart
Mill, de Pedro Schwartz (1968).
133
301
302
VIII. LA ECONOMÍA MODERNA
1. CARÁCTER DE LA ECONOMÍA MODERNA
EL TEMA de este capítulo lo constituye el pasado inmediato del pensamiento económico
de hoy. Nos limitamos al cuerpo de doctrinas que aparecieron en los últimos decenios del
siglo pasado y en los primeros de éste. Aun así, nos sentiremos incómodamente
próximos a los problemas que son objeto de la actividad teórica común. Las ideas que
constituyen el fondo inmediato sobre el cual nos movemos están todavía en
fermentación; más adelante estudiaremos los aspectos más recientes de la teoría
contemporánea. En el presente siglo nos encontramos ante un número muy crecido de
pensadores cuya importancia relativa todavía no puede determinarse con certeza. Están
demasiado cerca de nosotros para hacerlos pasar por el tamiz de la historia. Por lo tanto,
la selección que hacemos en las páginas que siguen debe ser considerada como una
tentativa. Cabría advertir, en particular, que este capítulo versa sobre el cuerpo principal
de teoría económica y que ignora casi por completo muchas manifestaciones que caen
fuera de los campos académico y profesional, y que podrían posteriormente adquirir
significación.
Ha sido habitual considerar los cambios operados en el aparato del análisis
económico durante el decenio de 1870 como determinantes de una revolución completa
en la economía. El clasicismo —se decía— daba la mayor importancia a la producción,
la oferta y el costo; la teoría moderna se interesa principalmente por el consumo, la
demanda y la utilidad. El concepto de utilidad marginal fue introducido para efectuar este
cambio de los puntos considerados importantes, y desde entonces domina el
pensamiento académico. Sin embargo, se le ha considerado no sólo como una adición a
la “caja de herramientas” de la economía, sino también como una innovación vital del
método para tratar la ciencia.
Comparada con la teoría clásica de Ricardo, la escuela de la utilidad marginal
presenta diferencias de género muy marcadas. Pero el origen de esas diferencias hay que
situarlo antes de la aparición del concepto de utilidad marginal en las obras de Jevons,
Menger y Walras. Como hemos mostrado en el capítulo anterior, el progreso técnico que
culminó en las obras de estos pensadores empezó con los sucesores de Ricardo. Los
elementos esenciales de la técnica moderna —la importancia que se da a la demanda y la
utilidad y el reconocimiento de la utilidad decreciente— fueron expuestos por diversos
autores de principios del siglo XIX. Su obra es ahora conocida, y la continuidad del
pensamiento desde su tiempo hasta el nuestro es reconocida. Si esta evolución técnica
implica un cambio importante en cuanto a énfasis y a método de tratamiento es a
McCulloch, Say, Bailey y Senior a quienes se debe, antes que a Jevons y los austriacos,
primeros responsables de ella.
Pero cualquiera que sea su fecha exacta, el cambio operado a partir del clasicismo es
303
muy real. Señala una transformación importante en el desarrollo del pensamiento
económico posmercantilista, y sus comienzos hay que situarlos cronológicamente en el
periodo que siguió a la terminación de la obra de Ricardo. Puede admitirse que la década
de 1870 conoció un perfeccionamiento y sistematización considerables del punto de vista
subjetivo que se había iniciado en la década de 1820. Los cambios que señalan ese
proceso de perfeccionamiento son bastante importantes en la evolución de la economía
moderna y pueden ser identificados fácilmente, aun después de haber tenido en cuenta
ampliamente el gran número de precursores de la escuela moderna. Esto es
particularmente cierto en lo que respecta a la importancia concedida al nuevo método de
estudiar los efectos de los pequeños incrementos y decrementos en las cantidades
económicas.
Una interpretación de la escuela marginalista la ha proclamado la economía de la
clase rentista.1 Enlaza la aparición en la economía de un método subjetivo y ahistórico
(que toma el consumo como punto de partida) con la aparición de una clase de personas
que vive de “cortar cupones”. Esta clase ociosa —se dice— no es ya una parte del
proceso de producción, y se interesa exclusivamente en disponer del ingreso derivado de
sus inversiones. Es la clase de los propietarios absentistas de que habla Veblen, y es
natural que no considere la actividad económica sino desde el punto de vista del
consumo. La falta de interés por el carácter social de la producción y por sus formas
históricas cambiantes, y el concentrar la atención sobre la conducta de Robinson Crusoe,
parecen así convertirse en resultado directo de los cambios estructurales del capitalismo
moderno.
Esta interpretación no resiste la prueba del análisis serio; ante la complejidad
enormemente mayor del trabajo teórico en los nueve últimos decenios, debe ser
considerada, por lo menos, como una tosca yuxtaposición de la realidad y el pensamiento
económicos. Hemos visto, a lo largo de este libro, que rara vez puede establecerse una
relación directa entre ambas cosas, aun en las etapas más primitivas de la teorización
económica. En el decenio de 1870, cuando ya existía un cuerpo importante de teoría
económica, cuyo desarrollo ulterior estuvo en gran parte a cargo de un cuerpo de
profesionales muy institucionalizados, presentar el marginalismo como la economía de la
clase rentista tenía que ser considerado como una farsa grotesca. Está particularmente
claro cuando recordamos los lejanos antecedentes de la nueva escuela y el hecho de que
se le identificase en gran medida con Austria, país de desarrollo capitalista muy
retrasado. La verdad es que la teoría que había roto con el clasicismo y que, como
hemos visto, hundía sus raíces en el desarrollo del capitalismo del siglo XIX, hizo
inevitables los cambios operados en el decenio de 1870. Sería más acertado considerar el
interés de la nueva teoría por la conducta del individuo como una señal del progreso de
la filosofía política liberal.
Antes de abordar el estudio de los últimos progresos de la escuela de la utilidad,
merece la pena lanzar una ojeada a las características de la economía moderna y
compararlas con las del sistema clásico. Un economista moderno podría formular el
problema cuyo estudio acomete en términos parecidos a los siguientes: lo primero con
304
que se enfrenta el economista teórico es una realidad económica que, no obstante todas
sus complicaciones, puede reducirse inmediatamente a una red de transacciones
comerciales en el mercado. Los fenómenos superficiales son los de la oferta, la demanda
y el precio. Se necesita relativamente poco esfuerzo mental para reconocer estos factores
en todos los mercados que son teatro de la actividad económica moderna. Por lo que se
refiere a los artículos y servicios que el individuo requiere directamente para satisfacer
sus necesidades, es fácil de reconocer el carácter general de compraventa que reviste la
conducta individual. Pero aun las transacciones del proceso productivo se ve que se
resuelven también en la compra y la venta de materias primas, de bienes de capital, de
capital dinero y de trabajo. Así pues, si consideramos el sistema económico como un
conglomerado enorme de mercados interdependientes, el problema central de la
investigación económica estriba en la explicación del proceso de cambio, o más
concretamente en la explicación de la formación del precio.
No es que los economistas clásicos olvidasen los fenómenos más obvios del
mercado. Algunos de los análisis más fáciles de Adam Smith fueron precisamente los
relativos a los efectos de la competencia en el mercado. Pero en todas las obras de los
clásicos está, además, subrayado el hecho de que el mecanismo del mercado requiere,
finalmente, ser explicado por conceptos más fundamentales, ya referentes a la conducta
humana, ya derivados de una concepción de la sociedad y de su evolución histórica. De
aquí que las explicaciones de la oferta y la demanda se basaran en una teoría del valor de
cambio de un tipo especial. La primera teoría del valor-trabajo es un reflejo del propósito
de encontrar esa explicación “fundamental” del proceso económico.
Ya hemos visto que entre los economistas posclásicos la teoría del valor-trabajo
sufrió modificaciones importantes y finalmente fue abandonada. Sin embargo, muchos
economistas sentían aún la necesidad de una explicación que fuera más allá de los
fenómenos de la oferta y la demanda, y el resultado fue la adición de una subestructura
psicológica que hizo de la teoría posricardiana del valor una teoría subjetiva del costo
real. La introducción del elemento psicológico se advierte en la nueva importancia
concedida a la utilidad y en el cambio de opinión respecto del trabajo como determinante
del valor. En vez de un gasto de esfuerzo mensurable en unidades de tiempo, que es lo
que el trabajo había tendido a ser en Ricardo, en las posteriores teorías del costo de
producción se convirtió en expresión de un sacrificio subjetivo, cuya inspiración venía
del “esfuerzo y trabajo” de Adam Smith.
La importancia de la nueva teoría era ésta: se basaba en la investigación continuada
de algo más que una teoría del precio; pero con la transición de la actitud objetiva a la
subjetiva produjo un cambio fundamental en la relación entre el análisis económico y sus
antecedentes sociológicos. En casi todos los escritos clásicos el análisis económico iba
aliado a una concepción histórica de la estructura de la sociedad, subyacente en todo el
proceso económico. En su lugar se puso la concepción de la sociedad como una
aglomeración de individuos. La teoría subjetiva del valor (aun en su primera forma de
costo de producción) sólo es compatible con una concepción individualista, y aun
“atomística”, según algunas de las formulaciones más extremas, de la sociedad.
305
Sin embargo, en un sentido más formal las teorías clásica y subjetiva muestran una
semejanza considerable. Como se ha señalado, ambas se proponen dar una explicación
fundamental del proceso del cambio. La primera pretende hacerlo entrando en la esfera
de la producción y de las relaciones sociales que implica; la segunda, investigando el
funcionamiento de las mentes de los individuos, es decir, los procesos psicológicos que
dan por resultado determinada conducta en el mercado. Esta última orientación conduce,
en definitiva, a la escuela moderna de la utilidad marginal, que toma el consumo como
punto de partida. Otra semejanza consiste en que las dos escuelas alegan haber
formulado teorías universalmente válidas. Tanto la teoría del valor-trabajo como la que
se deriva de la utilidad, parten de supuestos que pueden considerarse pertinentes a todos
los sistemas sociales: una, parte del destino que ha de darse a los recursos, asunto que
tiene que decidir toda sociedad; la otra, de las valuaciones subjetivas de los individuos,
que siempre preceden o acompañan a la oferta y la demanda.
Sin embargo, hay diferencias. La teoría clásica estaba, en definitiva, basada en una
concepción un tanto exánime y mecánica de una sociedad estratificada en que se hacía
corresponder a las funciones del proceso económico determinados grupos sociales. Esta
identificación (trabajo-salarios, renta-terratenientes, ganancia-capitalistas) se tomó por un
tipo o patrón implícito pero inmutable.
Las escuelas de la utilidad pretenden la validez universal por una razón diferente:
porque sostienen que formulan una teoría del valor independiente de todo orden social
específico. Sin embargo, no puede dudarse que en sus orígenes la escuela de la utilidad
también fue influida muchas veces por el deseo de reforzar los aspectos potencialmente
apologéticos de la teoría económica. La teoría clásica no era bastante fuerte para resistir
los ataques del creciente movimiento obrero. No podía defenderse lógicamente la
pretensión de que determinada estructura social —en particular cuando, como ocurría en
la obra de Ricardo, dicha estructura contenía graves antagonismos de intereses— fuera
considerada como el final de la historia. Ni las condiciones existentes podían hacerse
tolerables por la mera apelación a leyes universales. La retirada de la teoría objetiva del
valor como producto del trabajo fue la retirada de esta posición. Se realizó mediante la
introducción de un subjetivismo que dispensaba a los economistas de interesarse por un
orden social determinado. Unos teoremas que habían sido formulados sobre la base de
que individuos iguales se dedican a la abstinencia, al trabajo y al esfuerzo, no podían
decir nada acerca de la diferenciación social real de esos individuos, sino que la mayor
parte de las veces estaban excelentemente acomodados para la defensa (por una falacia
en que han incurrido con frecuencia los sistemas de ideas derivados de la filosofía del
derecho natural) de cualquier realidad existente por alejada que estuviera de los
supuestos abstractos. El hecho de que el primer uso que se dio a la nueva doctrina fuese
reforzar la idea de la productividad del capital, mediante la introducción del concepto de
abstinencia, fue ideado, en las circunstancias del momento, para despertar la sospecha de
que había nacido una nueva racionalización.
La teoría subjetiva del costo real era, sin embargo, intrínsecamente débil. Seguía
considerando el trabajo como determinante del valor, idea que había tomado de otro
306
sistema de ideas. Era difícil hacer que este concepto fuera plenamente psicológico, en
particular si la finalidad era tener un sistema uniforme de sacrificio que incluyese la
“abstinencia”. Era difícil conseguir la ecuación de la abstinencia del capitalista con el
trabajo del obrero, aunque, como veremos, Marshall lo intentó una y otra vez. Por
consiguiente, surgió la tendencia a abandonar el punto de vista del costo de una manera
más completa de lo que hasta entonces se había hecho y sustituirlo por un análisis de la
utilidad más plenamente desarrollado. La aparición de la escuela de la utilidad marginal
representa, pues, una ruptura con su pasado inmediato, en el sentido de que es la
conclusión lógica del abandono de la teoría del valor-trabajo.
También merece ser señalada en esta etapa de nuestro estudio una característica de
las manifestaciones teóricas más recientes, y es el aumento en número e importancia de
las aportaciones no inglesas. La economía política clásica había sido una ciencia casi
exclusivamente inglesa. Se había producido en el ambiente económico más avanzado que
entonces existía. Pero a fines del siglo XIX Inglaterra no era ya el único país industrial del
mundo; en realidad, ya estaban actuando las fuerzas que acabarían por socavar su
preeminencia. Y si bien la primera exposición completa de la nueva doctrina proviene de
un economista inglés, su formulación en términos particularmente significativos para su
desarrollo ulterior fue obra de pensadores del continente europeo. Jevons estaba aún
influido por la filosofía utilitaria; pero Menger, el fundador de la escuela austriaca, dio a
la nueva teoría una interpretación no utilitaria y así le proporcionó credenciales
metodológicas nuevas y, en definitiva, más efectivas.
2. LA UTILIDAD MARGINAL
a) Hermann Heinrich Gossen. La primera generación de teóricos modernos de la
utilidad marginal la integran la famosa trinidad William Stanley Jevons, Carl Menger y
Leon Walras. Pero hay por lo menos otro autor que no podemos dejar de mencionar en
su compañía. No nos ocupamos de Gossen en el capítulo anterior, porque es un
anticipador más bien que un precursor. No ejerció influencia durante su vida. Su libro,
Entwicklung der Gesetze des menschlichen Verkehrs und der daraus fliessenden Regeln
für menschliches Handeln, permaneció totalmente ignorado durante muchos años. De su
primera edición (1854) se vendieron muy pocos ejemplares, y el amargado autor retiró el
libro de la circulación. Únicamente después de su redescubrimiento en el decenio de
1870 y de haber sido alabado por Jevons y Walras, fue reeditado en 1889. Desde
entonces, Gossen no sólo ha sido reconocido como iniciador, sino que sus teoremas han
influido en el pensamiento económico, después de haber sido dados a conocer por otros.
El análisis que hace Gossen de las leyes de la conducta humana se caracteriza por
estos rasgos: utilitarismo decidido, punto de vista del consumo y método matemático.
Con referencia a este último, Gossen declara en su prefacio que la economía se ocupa de
los resultados producidos por una combinación de fuerzas y que es imposible determinar
dichos resultados sin la ayuda de las matemáticas.2 Gossen empieza por asentar que el
307
objeto de toda la conducta humana es lograr el máximo de goce. De aquí su manera de
enfocar las cuestiones. Es necesario examinar el modo como se produce el goce. Gossen
formula ciertas leyes del goce humano, dos de las cuales, conocidas ahora como primera
y segunda leyes de Gossen, son las más importantes.
La primera de dichas leyes formula de manera explícita el principio de la utilidad
decreciente: “La cantidad de uno y el mismo goce disminuye constantemente a medida
que experimentamos dicho goce sin interrupción, hasta que se llega a la saciedad.”3
Gossen ilustra esta idea de la saciabilidad de las necesidades con ejemplos muy
conocidos, tales como el goce decreciente que producen los bocados sucesivos de
alimento. Pero quedó reservado a los marginalistas posteriores exponer este principio en
términos más relativos.
La segunda ley de Gossen se refiere a la manera como puede conseguir el máximo de
todos los goces. “Para obtener la cantidad máxima de goce, un individuo que puede
elegir entre muchos pero no disponer de tiempo suficiente para procurárselos todos
plenamente, está obligado, por mucho que difiera la cantidad absoluta de los goces
individuales, a procurárselos todos parcialmente, aun antes de que haya terminado el más
grande de ellos. La relación entre ellos tiene que ser tal que, en el momento en que son
discontinuados, las cantidades de todos los goces son iguales.”4 De esta manera tan
pesada formuló Gossen el principio de que el placer máximo resulta de un nivel uniforme
de necesidad-satisfacción. La segunda ley se deduce de la primera y del postulado
adicional de que es imposible obtener la plena satisfacción de todas las necesidades. En
seguida veremos qué papel representan ahora estas leyes en la teoría económica.
El resto de la obra de Gossen es una elaboración de estas leyes. El valor de una cosa
se medirá por completo en relación con el goce que puede procurar.5 Debido a la acción
de la primera ley, las unidades individuales de un mismo bien tendrán valores diferentes
según la cantidad que de ellos se posea; mas allá de cierta cantidad, una unidad dejará de
tener valor en absoluto.6 El valor debe concebirse sólo en términos relativos. “Nada del
mundo exterior posee valor absoluto”; el valor depende por completo de la relación entre
el objeto y el sujeto.7 Los objetos que pueden poseer valor cabe clasificarlos como
bienes de consumo, los que son inmediatamente capaces de proporcionar goce; bienes
“de segunda clase”, que se necesitan conjuntamente para obtener el goce (los que hoy se
llaman bienes complementarios); y “bienes de tercera clase”, los usados en la producción
de los otros bienes.8 El trabajo que crea medios de goce también va acompañado de
“dolor” (o “desutilidad”). De ahí se sigue que podemos aumentar nuestro goce por el
trabajo mientras se estime que el goce resultante supera al dolor que implica el trabajo.9
De las dos leyes se sigue el cambio. El cambio es ventajoso para un individuo “hasta que
los valores de las últimas unidades de los dos artículos que tiene en su posesión lleguen a
ser iguales”.10 Así pues, el libro de Gossen contiene los principales elementos de la teoría
jevoniana y austriaca. Hasta el aparato geométrico y algebraico está allí pero las
circunstancias del momento no estaban maduras para un uso tan decidido del método
subjetivo. Con Jevons empieza un nuevo reinado.
308
b) William Stanley Jevons (1835-1882). Jevons trabajó mucho en campos diferentes del
de la teoría pura. Su Investigations in Currency and Finance, publicado póstumamente
en 1884, contiene muchos artículos sobre problemas de economía aplicada que revelan
que Jevons se interesaba particularmente —y a menudo con éxito— en enlazar la
investigación estadística con el análisis teórico. En uno de esos trabajos, que figura entre
sus primeros escritos, The Serious Fall in the Value of Gold, estudió el efecto que sobre
los precios tiene un aumento de la oferta de oro; y en ése y en otros trabajos impulsó
considerablemente el estudio de los números índices. The Coal Question (1865) es un
serio esfuerzo por servirse de la información estadística para demostrar la probabilidad
de un agotamiento próximo de los recursos carboníferos de Inglaterra. Aunque no del
todo feliz en sus conclusiones más lejanas, indudablemente llamó la atención hacia un
factor que todavía sigue actuando. Por otra parte, el esfuerzo de Jevons por elaborar una
teoría de las crisis a partir de material empírico fue un fracaso. La teoría de las “manchas
solares”, que establecía una relación entre el ciclo de las cosechas y el comercio, y
atribuía aquél a fluctuaciones meteorológicas periódicas, ahora ha caído en desuso,
aunque la teoría de Moore sobre los ciclos económicos generativos es afín a ella.
Pero la obra de Jevons se extendió más allá de los límites de la economía, pura o
aplicada. Por mucho que haya deseado mantenerse en el estrecho sendero de la teoría
académica, fue llevado al estudio de problemas de política económica. Su aportación no
es voluminosa; la única exposición amplia que hizo se contiene en The State in Relation
to Labour (1882). Es de interés considerable porque revela la persistencia e
intensificación de las dificultades de la doctrina del laissez faire que ya hemos
encontrado en Mill. La posición general de Jevons al comienzo parece basarse en el
primitivo principio utilitario de la viabilidad. Según él, “no podemos sentar normas rígidas
y precipitadas, sino que tenemos que tratar cada caso en detalle y según sus méritos. La
experiencia específica es nuestra mejor guía, o el experimento expreso cuando sea
posible, pero la verdadera dificultad está en la interpretación de la experiencia. Estamos
reducidos a equilibrar las probabilidades antagónicas del bien y del mal”.11 Pero —dice
en el mismo lugar— “hay que tener en cuenta todas las consecuencias de un acto
propuesto”.
Lo posición de Jevons, aun con esta salvedad, no puede parecerle satisfactoria a un
economista liberal que cree en la existencia de un argumento económico en favor del
laissez faire como norma general de política. Y realmente Jevons mismo parece haberse
dado cuenta de su carácter insatisfactorio, porque exceptuaba específicamente la
protección contra la competencia extranjera del principio general de juzgar cada caso por
sus méritos. Se llama a sí mismo “partidario ferviente de la libertad de comercio” y da a
entender que no considera esta doctrina como incongruente con las medidas de
intervención en el interior del país que estaba dispuesto a apoyar.12 Pero había una
contradicción manifiesta y fundamental, y su presencia revela el grado en que las
reclamaciones de la clase trabajadora estaban presionando y obligando a concesiones que
tenían que ser justificadas en el terreno teórico. En el campo del comercio exterior, el
laissez faire era todavía la política más ventajosa para Inglaterra, y no había, por
309
consiguiente, necesidad de abandonarla en teoría. Así, Jevons ensanchó notablemente la
brecha abierta ya por Mill, y más tarde tendremos ocasión de referirnos al modo como
fue más ensanchada aún por el sucesor de Jevons.
Cualesquiera que sean los méritos de Jevons como estadístico y su importancia en el
desarrollo del pensamiento político, su derecho a la notoriedad descansa principalmente
en su aportación a la teoría pura. Él fue quien hizo con los fragmentos dispersos del
antiguo análisis de la utilidad una teoría del valor, del cambio y de la distribución. Ya en
1862, en un trabajo leído en la Sección F de la British Association, había dado a conocer
la tendencia de sus ideas. En ese esbozo de una “teoría matemática general de la
economía política”13 expresó su creencia en que las leyes de la economía podían
reducirse a unos cuantos principios expuestos en términos matemáticos, y en que esos
principios tenían que ser derivados de “los grandes resortes de la acción humana, los
sentimientos de placer y de dolor”.14 Y su obra principal, The Theory of Political
Economy, publicada por vez primera en 1871, repite y amplía la vindicación de la
abstracción y del método matemático, junto con una referencia explícita al hedonismo.
Como estadístico que era, Jevons no negaba que los estudios empíricos fueran parte
esencial del conjunto de los estudios económicos; pero quería que las leyes esenciales de
la economía tuviesen un carácter tan general que pudieran ser justamente comparadas
con las leyes de las ciencias físicas, las cuales “se fundamentan más o menos obviamente
en los principios generales de la mecánica”.15 La economía se parecía mucho “a la
ciencia de la mecánica estática”.16 La analogía se extendía al método: la economía había
de tener un carácter tan matemático como las ciencias físicas. Las razones de esto están
expresadas en términos que recuerdan a Cournot (cuya obra no conocía Jevons en aquel
tiempo). “Me parece a mí que nuestra ciencia tiene que ser matemática, sencillamente
porque se ocupa de cantidades. Siempre que las cosas estudiadas son susceptibles de ser
mayores o menores, las leyes y relaciones tienen que ser de carácter matemático… Los
economistas no pueden cambiar su naturaleza sólo con negarles el nombre… Que las
leyes matemáticas de la ciencia económica se expresen con palabras o por los símbolos
usuales, x, y, z, p, q, etc., es cosa accidental o de pura conveniencia.”17
Esta opinión del carácter de la economía no llevó a Jevons, como había llevado a
Cournot, a limitarse a enunciar los principios generales de las relaciones entre la
demanda, la oferta y el precio. Criticó a Cournot por su interés exclusivo en el sistema de
la interdependencia funcional entre esas cantidades que se observa en el mercado.
“Cournot —dice— no forjó ninguna teoría definitiva del fundamento y naturaleza de la
utilidad y el valor”;18 y más adelante: “Cournot no retrocede a una teoría de la utilidad,
sino que comienza con las leyes fenoménicas de la oferta y la demanda.”19 Jevons se
propuso dar una exposición matemática de las leyes del mercado, así como una teoría
“definitiva” del valor, sobre la cual creía que descansaban dichas leyes.
EI principio fundamental de esa teoría es la afirmación de que “el valor depende por
entero de la utilidad”.20 La aceptación de este principio central le parecía a Jevons que
marcaba una innovación del pensamiento económico. Sólo más tarde se dio cuenta de la
310
medida en que se le habían anticipado pensadores anteriores: pero cuando expuso por
primera vez sus opiniones, la tradición ricardiana —es cierto que en su forma atenuada
— era aún suficientemente fuerte para hacerle considerarse a sí mismo un
revolucionario.
Su innovación fue bastante importante. Los clásicos y sus continuadores no habían
desconocido la utilidad; Adam Smith, en particular, había subrayado su importancia.
Pero nunca se le había considerado base adecuada para una explicación del valor de
cambio, a causa de las notorias discrepancias que hay entre ellos. La teoría clásica del
valor era objetiva, es decir, se refería al conjunto de la actividad económica de la
sociedad. Con tal actitud, era natural que los clásicos ignorasen los factores individuales
subjetivos. Es en este respecto donde Jevons efectuó un cambio importante que hizo
posible por vez primera formular una teoría del valor basada en la utilidad, como
alternativa a la teoría clásica. Su punto de partida fue el individuo y sus necesidades; y
para el estudio de la conducta individual encontró al alcance de la mano una filosofía
completa cuyo objeto era precisamente formular los principios de la acción humana.
Además, la filosofía hedonista se presentaba en una forma que parecía hacerla
especialmente adecuada para los métodos matemáticos.
En consecuencia, Jevons empieza con una teoría del placer y del dolor basada en A
Table of the Springs of Action de Bentham. Aquí se considera al hombre como una
máquina de placer; su finalidad es llevar éste al máximo. Luego se define la utilidad
como la cualidad que posee un objeto de producir placer o evitar el dolor, “a condición
de que se tome como único criterio en la ocasión de lo que es o no es útil la voluntad o
inclinación de la persona inmediatamente interesada”.21 En otras palabras, la utilidad no
es una cualidad intrínseca, sino que expresa una relación entre un objeto y un sujeto. Sin
embargo, sólo puede llegar a ser concepto importante en una teoría del valor si la utilidad
total de una mercancía es cuidadosamente diferenciada de la utilidad que un individuo,
en un momento dado, atribuye a una parte de aquella mercancía. Jevons examina, de
una manera que recuerda a Gossen, el efecto de los cambios de la cantidad total de una
mercancía sobre la utilidad que tienen para una persona partes de la misma, y concluye
que los incrementos sucesivos reducen la utilidad de cada unidad. Así se distingue, en
cualquier punto, la utilidad del grado de utilidad, de donde resulta el concepto de “grado
final de utilidad”. Esta expresión denota “el grado de utilidad de la última adición, o de la
posible adición siguiente, de una cantidad muy pequeña, o infinitamente pequeña, del
acervo existente”,22 y se convierte en el concepto fundamental de la teoría de Jevons
sobre el cambio y la distribución.
La esencia de la explicación que da Jevons de la formación del valor de cambio y del
precio se encuentra en su adaptación de la segunda ley de Gossen. De acuerdo con dicha
ley, Jevons afirma que, cuando una mercancía es capaz de satisfacer necesidades en
varios usos diferentes, se distribuirá en ellos de modo tal que su grado final de utilidad
sea el mismo en cada uso. De aquí pasa, por medios un tanto toscos que hubieron de ser
afinados más tarde, a la conclusión de que, cuando dos individuos cambian dos
mercancías, la razón del cambio “será la recíproca de la razón de los dos grados finales
311
de utilidad de las cantidades de mercancía disponibles para el consumo después de
verificado el cambio”.23 Dicho de otro modo, en equilibrio, o sea en una situación en que
ninguna de las partes pueda obtener ninguna ventaja más continuando el cambio, la
utilidad marginal para cada participante será proporcionada al precio. De aquí se sigue
que “una persona distribuye su ingreso de manera que resulte igual la utilidad de los
incrementos finales de todas las mercancías consumidas”.24
Jevons no tuvo mucho éxito en el desarrollo detallado de su teoría del cambio. Tocó
a teóricos posteriores presentar un argumento más plausible para relacionar las
estimaciones subjetivas de los individuos con la formación de los precios de mercado. Se
ha dicho que Jevons mismo —no obstante la gran importancia que concede a la utilidad
— abandonó a medio camino su intento de dar una explicación del origen del valor en
función de la utilidad, en favor de una teoría puramente “funcional”. Consideraba el
precio de mercado como dado, y describió su relación con las cantidades y los grados
finales de utilidad sólo cuando el equilibrio ya se había alcanzado.25
Pero ya hemos visto que incluso la exposición que Jevons hace de esa relación es
defectuosa. Para estructurar en una teoría válida para el cambio social la noción de las
valuaciones subjetivas de los individuos y sus esfuerzos por alcanzar el máximo de
satisfacción (incluido el cambio), Jevons empleó dos conceptos muy toscos: el de la “ley
de indiferencia” y el del “cuerpo comercial”. La difererencia de precios —dice Jevons—
tiene que deberse a la diferencia de preferencias. Como es evidente que a una persona le
ha de dar lo mismo obtener ésta o aquella parte de una mercancía perfectamente
homogénea, no puede haber dos precios en un mercado para el mismo artículo al mismo
tiempo. Como han demostrado economistas posteriores, principalmente Walras,
Edgeworth, Marshall y Wicksell, esta ley de indiferencia sólo expresa (torpemente) el
supuesto de la competencia perfecta.
El concepto del cuerpo comercial está aún más expuesto a objeciones. Jevons
entiende por tal todo grupo de compradores o vendedores, desde un solo individuo hasta
el total de los habitantes de un país. Jevons aplica sin modificación su teoría del cambio
entre dos individuos al caso del cambio entre una multitud de compradores y
vendedores. Pero este procedimiento no estaba justificado, pues confundía el problema
de la competencia. Como muy acertadamente observó Wicksell, en el tratamiento que
Jevons da al asunto, el cambio competitivo no se diferencia del cambio aislado (es decir,
el cambio entre dos individuos).26 Y en esta situación, que Jevons tampoco analizó
plenamente, podrían satisfacer las condiciones del equilibrio muchos precios. Edgeworth
suponía caritativamente que los cuerpos comerciales de Jevons eran en cierto sentido
comerciantes típicos;27 pero es evidente que éste entendía que representaban el conjunto
de compradores y vendedores que actúan en condiciones de competencia perfecta. Para
esta situación ideó sus ecuaciones del cambio. Representó el equilibrio del cambio de
este modo:
312
donde a y b son las cantidades totales de dos artículos, x y y, las cantidades respectivas
que han cambiado de manos (por tanto, y/x el precio), y las diferentes funciones los
grados finales de utilidad. Pero no explica en ningún lado cómo se determinaban esas
utilidades marginales colectivas. En realidad, lo que tenía en mente era un caso de
cambio aislado en el cual hoy en día se admite que la razón del cambio es indeterminada
dentro de ciertos límites. Quedó reservado para Walras y otros demostrar la relación que
hay entre la utilidad marginal, la demanda y el precio en régimen de competencia, y sus
análisis forman hoy parte aceptada de la explicación del precio de la teoría del valor.
Por muy lejos que haya estado Jevons de dar una teoría subjetiva completa, su
abandono de la teoría del valor-trabajo es total. Negó que el trabajo pudiera ser
considerado como la fuente del valor. El trabajo empleado en la producción de una
mercancía era cosa “perdida para siempre”,28 y no podía influir en el precio que
alcanzaría un artículo en el mercado. Sin embargo Jevons admitía que, como el grado
final de utilidad (del cual depende el valor) podía ser alterado por cambios en la oferta, el
trabajo podía afectar indirectamente el valor. La relación era: “El costo de producción
determina la oferta; la oferta el grado final de utilidad; y el grado final de utilidad el
valor.”29
Jevons definía el trabajo en términos puramente subjetivos, y por analogía con su
teoría de la utilidad formuló una teoría de la desutilidad análoga a la que formuló después
Marshall. La escuela inglesa de la utilidad marginal tendió durante mucho tiempo,
después de Jevons, a conservar el concepto de la desutilidad del trabajo, afirmando que
ayudaba a determinar el valor mediante su influencia en la oferta de trabajo. En otras
palabras, Jevons y sus discípulos ingleses evidentemente anhelaban no romper del todo
con la tradición posclásica. Jevons se limitó a añadir la utilidad al aparato explicativo ya
existente. La relación de equilibrio entre el trabajo y la utilidad era tal, que “los
incrementos de utilidad derivados de las diversas ocupaciones [del trabajo]” eran iguales.
Se necesitaba otra relación para que el equilibrio pudiera ser plenamente determinado.
Ésta se daba en la afirmación de que “se prolongará el trabajo hasta que el incremento de
utilidad de cualquiera de los empleos u ocupaciones compense exactamente el
incremento de esfuerzo”.30 En palabras de Edgeworth: “utilidad y desutilidad son
variables independientes de esa expresión, cuyo máximo determina el equilibrio
económico”.31
Jevons no produjo una teoría comprensiva de la distribución. Quien intentó investigar
las consecuencias de la teoría del valor como producto de la utilidad en la esfera de la
distribución, fue su contemporáneo austriaco. Jevons adoptó sin grandes modificaciones
la teoría clásica de la renta, y esto casi le llevó a una teoría de los salarios basada en la
productividad. “Todo trabajador —dice— busca el trabajo en que sus facultades
peculiares producen mayor utilidad, medida por lo que otras personas están siempre
313
dispuestas a pagar por su producción. Así pues, los salarios son evidentemente efecto y
no causa del valor de la producción.”32 Pero no desarrolló esta idea para convertirla en
una teoría de la productividad marginal. Más aún, cuando llegó a tratar específicamente
de los salarios, abandonó la explicación anterior en favor de otra. Señaló que la teoría del
fondo de salarios no era sino un axioma y rechazó también la teoría clásica de la
subsistencia. Concluyó, en cambio, que “los salarios de un trabajador coinciden, en
definitiva, con lo que produce una vez deducidos la renta, los impuestos y el interés del
capital”.33 Se definen, pues, los salarios como la participación residual del producto total.
Sin embargo, la doctrina del fondo de salarios entra en la teoría como explicación del
mecanismo a corto plazo de la determinación de los salarios. Los capitalistas invierten
capital y compran trabajo de acuerdo con los cálculos que hacen de los mercados.
“Mantienen el trabajo antes de conseguir resultados”, y si los resultados son superiores a
lo que esperaban, harán grandes ganancias. Pero la competencia aumentará y hará que
esas ganancias bajen al tipo medio, apropiándose ahora los trabajadores el exceso
anterior en forma de salarios más altos a los consumidores en forma de precios más
bajos, o bien lo compartirán aquéllos y éstos.34
La teoría de Jevons acerca del capital tiene un sabor más moderno. Está expuesta un
tanto oscuramente en Theory of Political Economy; pero su esencia se parece a la de los
austriacos. Según Jevons, la función del capital es permitirnos “hacer un gran
desembolso en la adquisición de herramientas, máquinas u otros trabajos preliminares,
que tienen por único objeto la producción de alguna mercancía importante, producción
que facilitarán grandemente cuando la emprendamos”. El capital nos permite superar el
“tiempo que transcurre entre el principio y el final del trabajo”.35 Y “cualesquiera mejoras
en la oferta de mercancías que alarguen el intervalo medio entre el momento en que se
realiza el trabajo y aquel en que queda realizado su resultado o finalidad, dichas mejoras
dependen del empleo de capital”.36 La mayor productividad de los procesos que implican
un periodo de tiempo —los que más tarde había de llamar Böhm-Bawerk procesos
“indirectos” (roundabout processes)— sólo puede conseguirse con el empleo de capital
(que, en último término, consiste “en las mercancías necesarias para sostener a los
trabajadores”),37 y la tasa de interés que es “la tasa de aumento de la producción
(ocasionada por el alargamiento del periodo de producción) dividida por la totalidad de la
producción”.38 Jevons conserva el elemento abstinencia; pero la relación entre el
sacrificio de la abstinencia y la productividad del capital como determinante de la tasa de
interés no está explicada. Puede decirse que Jevons se detuvo en el umbral de la teoría
de la productividad marginal.
Quizás valga la pena, antes de terminar, decir unas palabras más sobre el fracaso de
Jevons en la teoría del cambio. El recurso primitivo —y manifiestamente equívoco— de
los cuerpos comerciales fue un intento por pasar de las valuaciones subjetivas de los
individuos a la formación del precio en régimen de competencia. Con su finalidad técnica
se relacionaba otra: el deseo de dar una justificación económica de la libre competencia y
del laissez faire. Jevons negó, tan explícitamente como después de él lo hizo Wicksteed,
que las valuaciones subjetivas de un individuo pudieran compararse con las de otro. “No
314
veo el modo —decía— de que esa comparación pueda hacerse… Pero aunque
pudiésemos comparar sentimientos de diferentes personas, no necesitaríamos hacerlo,
porque una mente sólo afecta a otra de manera indirecta. Cada acontecimiento del
mundo exterior se representa en la mente por un motivo que le corresponde, y la
voluntad se decide después de contrapesarlos… Cada persona es para las demás una
parte del mundo exterior… Así, los motivos presentes en la mente de A pueden originar
fenómenos que quizás están representados por motivos en la mente de B; pero entre A y
B hay un abismo. De ahí que la valoración de los motivos haya de estar siempre
confinada en la intimidad del individuo.”39
Y, sin embargo, Jevons no pudo librarse por completo de su tradición utilitaria. No
obstante su extremado hedonismo individualista, operó con un concepto —el cuerpo
comercial— que implicaba la suma (o el promedio) de muchas escalas individuales de
valores subjetivos. Esa operación no sólo permitió a Jevons eludir un problema técnico
difícil, sino que también introdujo (por implicación, más bien que explícitamente) la idea
de que la libre competencia lleva la satisfacción al máximo en todos los sectores. Si el
cambio entre dos individuos se realizaba de acuerdo con la segunda ley de Gossen hasta
que ambos alcanzaran la máxima satisfacción, la idea de Jevons acerca del cambio sujeto
a competencia implicaba el máximo de satisfacciones sociales. Podía esperarse que al
poner de manifiesto el error en el análisis técnico, quedara destruida la implicación; pero
tenía ésta raíces demasiado profundas, y muchos economistas posteriores, que usaron un
aparato técnico más refinado, todavía siguieron aferrados a una implicación similar
siempre que se trataba de problemas de política.
c) Carl Menger (1840-1921). Aunque más importante que Jevons desde el punto de
vista de la teoría de hoy en día, podemos tratar con mayor brevedad a Menger porque su
obra ofrece precisamente la cualidad de que carecía la de Jevons: un alto grado de
coherencia. Cualquiera que sea nuestra opinión acerca de la posición que Menger
representa, su aportación personal a dicha teoría se caracterizó por la gran atención que
prestó a los requisitos de un sistema comprensivo. Así, le resulta fácil al cronista resumir
su obra.
Las aportaciones de Menger a la economía pueden clasificarse bajo tres epígrafes
principales: método, dinero y teoría pura. Del primero ya hemos tratado al estudiar la
escuela histórica; bastará con añadir una o dos palabras acerca de la relación existente
entre la posición metodológica de Menger y su trabajo analítico. En su Untersuchungen
insiste en que el método económico debe descansar sobre una base individualista. Afirma
que los fenómenos económicos de la sociedad no son la expresión directa de alguna
fuerza social, sino sólo las resultantes de la conducta de los individuos, de los
wirtschaftende Menschen (de los hombres dedicados a la actividad económica), como él
los llama. Para comprender el proceso económico total, hay que analizar sus elementos:
la conducta de los individuos.40 Como Jevons y Gossen, Menger sitúa al individuo en el
centro del cuadro; pero lo hace de un modo completamente diferente al de esos
pensadores y al de otros autores posclásicos que habían sido influidos por la filosofía
315
hedonista. Menger sostiene que el punto de vista “atomístico” es una necesidad
metodológica y que no tiene implicaciones éticas ni filosoficosociales. Él fue, pues, el
primero en intentar elaborar una teoría subjetiva del valor libre de todo supuesto
hedonista.
Aquí podemos hacer poco más que mencionar su obra en el campo del dinero.
Escribió muchos artículos y memoranda sobre la reforma monetaria austriaca que siguen
siendo aportaciones importantes a la teoría aplicada del dinero. Su exposición principal
sobre teoría monetaria pura está contenida en un largo artículo, Geld, publicado por
primera vez en Handwörterbuch der Staatswissenschaften en 1892.41 La mayor
importancia de este trabajo estriba en que es la primera aplicación de la teoría subjetiva
del valor a los problemas del dinero. Ha servido de base a muchas obras modernas sobre
teoría monetaria, y contiene una de las mejores exposiciones breves de la función del
dinero en el proceso del cambio y en la formación del precio.
Sin embargo, donde la fama de Menger descansa es en su teoría subjetiva del valor,
la que desarrolla en su primer libro, Grundsätze der Volkswirtschaftslehre, publicado en
1871, el mismo año que la Teoría de Jevons. Menger empieza con lo que evidentemente
considera los dos polos de la actividad económica: las necesidades humanas y los medios
de satisfacerlas. Define la utilidad en un sentido relativo, es decir, como la capacidad de
una cosa para ser puesta en relación causal con una necesidad. Las cosas que poseen esa
capacidad se convierten en mercancías cuando la necesidad está presente, cuando la
relación causal es reconocida por el individuo que experimenta la necesidad, y cuando
ese individuo puede aplicar la cosa a la satisfacción de dicha necesidad. Estas mercancías
pueden clasificarse por dos razones técnicas en mercancías de primer, segundo, tercer
orden y de orden superior. Las primeras (por ejemplo, el pan) son las que sirven
directamente para satisfacer necesidades; las últimas (por ejemplo, la harina, el molino, el
trigo, etc.), sólo satisfacen las necesidades indirectamente: son necesarias conjuntamente
para producir las mercancías de primer orden. Su propiedad de ser mercancías depende
totalmente de nuestra capacidad para disponer a un mismo tiempo de todas las
mercancías (complementarias) necesarias para un fin determinado.
El objeto de esta clasificación es destacar las condiciones técnicas de la producción
(que adquieren después importancia en las teorías de la producción y del capital) y
establecer inmediatamente una relación entre el valor de las mercancías de primer orden
(las de importancia inmediata para los wirtschaftende Mensch) y el valor de las
mercancías de producción de todas clases. Cuando llega a ocuparse de este problema,
Menger puede desarrollar el aspecto de la productividad de los factores de la producción
que Say y otros habían tratado de introducir.
La siguiente clasificación de las mercancías se basa en su relación cuantitativa con las
necesidades. De todas las relaciones posibles, la más importante es aquella en que la
cantidad de mercancías es menor que la necesidad que hay de ellas. Esas mercancías son
mercancías económicas; el individuo tiene que economizarlas, pues sabe que no puede
perderse ni abandonarse ninguna cantidad de ellas sin sacrificar la satisfacción de las
necesidades. Esta línea divisoria entre mercancías económicas y no económicas no es
316
permanente; las mercancías pueden pasar de la categoría de económicas a la de no
económicas, y viceversa, al cambiar las necesidades, la oferta de las mercancías, la
técnica, etc. Cuando están en la clase de las económicas puede decirse que poseen
“escasez”, término que los pensadores ingleses anteriores no habían asimilado nunca
plenamente al sistema. Auguste Walras, padre de Leon, había empleado “rareza” (rareté)
en un sentido muy parecido al mengeriano. Pero Menger, sin usar la palabra, fue el
primero que expresó con precisión esta relación cuantitativa entre fines y medios a que
ahora se aplica la palabra.
La teoría de Menger sobre el valor se deriva de su estudio de las mercancías
económicas. El hecho de que un individuo se dé cuenta de la naturaleza económica de
una mercancía origina en su mente un juicio que llamamos valor. Según las propias
palabras de Menger, “valor es la importancia que las mercancías concretas o
determinadas cantidades de ellas adquieren para nosotros por el hecho de que sabemos
que la satisfacción de nuestras necesidades depende de que dispongamos de dichas
mercancías”.42 El valor nace de la limitación de las mercancías en relación con las
necesidades, y es esto lo que da a esas mercancías su carácter económico. Los bienes
ilimitados no pueden poseer valor, porque no hay ninguna necesidad cuya satisfacción
dependa de que dispongamos de alguna cantidad de ellos.
¿Cómo se determina este valor subjetivo? Sabemos —dice Menger— que
experimentamos distintas necesidades con diferente intensidad: unas, aquellas de que
depende nuestra misma existencia, son muy intensas; otras, de naturaleza más refinada,
son menos apremiantes. Pero aun la misma clase de necesidad aparece en unidades de
diferente apremio. Cada acto concreto de satisfacción tiene diferente importancia para
nosotros, según el grado de satisfacción que hayamos alcanzado. Menger ilustra este
razonamiento (que es una formulación más formal de la primera ley de Gossen) con
ejemplos numéricos, pero insiste en el carácter puramente “ordinal” de su comparación
de la intensidad de las sucesivas manifestaciones de las necesidades.
Pasa a afirmar que sería sencillo determinar el valor subjetivo de una mercancía si
sólo hubiera una adecuada exclusivamente para la satisfacción de cada necesidad
concreta. En este caso, el valor sería igual a la importancia de la necesidad. Pero en la
realidad el asunto se complica por el hecho de que generalmente tratamos con una
multitud de mercancías acompañada por un complejo de necesidades concretas. En
consecuencia, parecerán tener diferente importancia las partes aisladas de la mercancía,
según las necesidades a que se apliquen. El individuo usará esas partes para satisfacer
sus necesidades en orden descendente de apremio, satisfaciendo con la última porción
disponible la necesidad menos intensa. Para averiguar el valor de una porción, nos basta
preguntarnos de qué satisfacción habría que prescindir si aquella porción fuera deducida
de la cantidad total. La respuesta debe ser: de la satisfacción de la necesidad menos
intensa. Menger concluye, por lo tanto, que el valor para el individuo de una porción de
la cantidad disponible de mercancías es igual a la importancia dada a la menor
satisfacción posible con una sola porción de la cantidad total disponible.43 Esto es lo
mismo que el “grado final de utilidad” de Jevons. Menger mismo no usó nunca una frase
317
de este tipo; fueron Marshall y Wieser quienes introdujeron la expresión “utilidad
marginal” (aunque el primero la aplicó a un concepto ligeramente distinto).
Ahora es preciso usar este valor subjetivo como base para la determinación del
precio. Menger niega el dicho de Smith según el cual el cambio se debe a la propensión
humana a traficar. Es sencillamente una parte de la actividad económica general dirigida
a obtener el máximo de satisfacción con los medios disponibles, y se debe, simplemente,
a la existencia de diferencias en las valuaciones subjetivas relativas que de las mismas
mercancías hacen individuos diferentes. “Siempre que —debido a diferencias de
cantidad o a otras razones— A dé a una unidad de X más valor que a una de Y, y B dé a
una unidad de Y más valor que a una de X, será posible el cambio. Cuando A y B
cambian de hecho porciones de X y de Y, la relación entre los valores subjetivos de las
mercancías para cada individuo se modificará hasta que sea igual para ambos. En este
punto cesará el cambio, puesto que no habrá incentivo para continuarlo.” En otras
palabras, en equilibrio, la razón de las utilidades marginales de las dos mercancías será la
misma para ambas partes.
De este modo, los valores subjetivos determinarán los límites del cambio y los del
precio. Cada individuo, cuando se presente la ocasión de cambiar, formulará alguna
razón cuantitativamente determinada a la cual estará dispuesto a cambiar. Esa razón
reflejará la de sus valores subjetivos; pero los valores subjetivos mismos no pueden ser
concebidos como cantidades determinadas. Según Menger y sus sucesores, ésta es la
relación entre la teoría del precio de mercado basada en la oferta y la demanda y la
teoría “definitiva” de los valores subjetivos. En la elaboración ulterior de su teoría del
precio, menger examina por turno diferentes situaciones que van desde el cambio
aislado, donde sólo intervienen dos partes, hasta la competencia perfecta. Lo que dijo a
este respecto no ha sido modificado de manera apreciable por los escritores
subsiguientes, tales como Wieser y Böhm-Bawerk, que adoptaron un punto de vista
similar.
Menger hizo ver que en el cambio aislado el precio estará entre los límites marcados
por las razones de cambio máxima y mínima del comprador y del vendedor, y tenderá —
dada la igualdad del deseo de conseguir la ventaja máxima y la misma habilidad para
negociar— a la razón media entre aquellas dos. Los economistas posteriores han solido
considerar el precio como indeterminado dentro de esos límites; y aunque el mismo
Menger no lo dijo, sí afirmó que las variaciones en torno a la razón media, debidas a las
diferencias en la capacidad para negociar, eran de naturaleza no económica. Por lo que
se refiere al monopolio, Menger concluyó que, si sólo se ofrecía una unidad, los límites
del precio estarían marcados por la puja del comprador más “fuerte” y la del que le
siguiera en fuerza (el extramarginal); y que se fijaría dentro de esos límites de acuerdo
con las leyes del cambio aislado. Si se ofrece más de una unidad, el precio lo fijan
también la puja del comprador marginal y la del primer comprador extramarginal; y todos
aquellos cuyas licitaciones están por encima de la marginal adquieren sus unidades a ese
precio. O bien el monopolista puede discriminar, es decir, negociar por separado con
cada comprador. El análisis que hace Menger de los factores que determinarán la
318
elección de política difiere poco del que se encuentra en muchos libros de texto
posteriores. En régimen de competencia, la discriminación es imposible, ni puede ningún
vendedor individual tener un incentivo para retener una parte de la oferta. El precio se
fija también en este caso por las demandas y las licitaciones marginales; pero en esta
ocasión hay lo que Böhm-Bawerk llamó después “parejas marginales” de compradores y
vendedores.
Después de un resumen general de los cambios que tienen lugar en la relación entre
valor subjetivo y precio, Menger pasa a estudiar el origen del dinero. Su exposición en
Grundsätze y en el artículo “Geld” empieza con los inconvenientes del trueque, debido a
los diferentes grados de Marktgängigkeit (vendibilidad o aceptabilidad) de las diferentes
mercancías. El dinero se convirtió gradualmente en la más marktgängig de todas las
mercancías, en el medio universal de cambio. Al llenar esa función, también facilita la
“cuantificación” de los valores subjetivos: actúa como un índice de precios, como el
medio en que se expresa la equivalencia del cambio. Menger examina los problemas a
que da lugar la existencia de una unidad de cómputo, y de él se deriva mucho de la teoría
austriaca actual sobre el problema de la política monetaria en relación con los precios.
En la teoría de la distribución, Menger fue quien planteó lo que se conoce con el
nombre de problema de la imputación, es decir, el problema del valor de las mercancías
de orden superior. Habiendo adoptado un punto de vista subjetivo, Menger afirma que el
valor de las mercancías de un orden superior (incluso los factores de la producción) está
“condicionado por el valor anticipado de las mercancías de un orden inferior para cuya
producción sirven”.44 La solución que da al problema de cómo se han de determinar las
partes del valor del producto que corresponden a las mercancías productivas cooperantes
en la producción no es del todo clara. Dice que la parte de todo factor aislado hay que
determinarla por la pérdida de valor que sufriría el producto si dicho factor fuera retirado
de la combinación cooperativa.45 Pero es justo interpretar esto insertando la expresión
“en el margen”; es decir, debemos pensar que Menger sostenía una teoría de la
productividad marginal, aunque fuera de un tipo primitivo. Viene a reforzar esta opinión
el hecho de que Menger aplicaba el mismo análisis a la tierra, el trabajo y el capital.
Pero, como Jevons, no logró acomodar en su sistema el problema del costo, aunque su
teoría de la distribución lo llevó hasta el borde de la ley del costo, o del principio del
costo de sustitución, que iba a ser enunciado por su discípulo Friedrich Wieser.
d) Leon Walras (1834-1910). Como el último de los fundadores de la escuela de la
utilidad marginal, Walras se encuentra en cierto modo entre Jevons y Menger. Como el
primero, se basa en el hedonismo, y emplea el método matemático todavía más que él.
Como el segundo, evita algunos de los errores de Jevons al traducir los valores subjetivos
en precios de un mercado competitivo. A causa de esto, y no obstante su hedonismo, la
influencia de Walras sobre la escuela matemática moderna fue más considerable que la
de Jevons. Walras fue influido por Cournot, y probablemente fue esta influencia la que le
permitió combinar una teoría del valor-utilidad con una teoría matemáticamente precisa
del equilibrio del mercado. A pesar, o quizás a causa de las dificultades que encontró en
319
esa tarea, Walras fue llevado, cada vez más, a enunciar una teoría general, no “utilitaria”,
del equilibrio económico, expresada en términos de ecuaciones funcionales. Por lo tanto,
es esencialmente el economista de los economistas, más que del lector general o del
político.
En 1874, tres años después que Jevons y Menger, pero independientemente de ellos,
Walras enunció la doctrina de la utilidad marginal en su Éléments a Économie politique
pure. Divídese esta obra en dos partes: una trata de la teoría del cambio, y la otra
(publicada en 1877) de la teoría de la producción.
Walras opera esencialmente con los mismos conceptos que Jevons, pero busca
constantemente soluciones de carácter más general. Al igual que Jevons y Menger, basa
el valor de cambio en la utilidad y en la limitación de la cantidad. Siguiendo a su padre,
usa el término “rareza” (rareté), que define como la “derivada de la utilidad efectiva en
relación con la cantidad poseída”.46 En otras palabras, “rareza” es lo mismo que utilidad
marginal. El deseo de igualar utilidades marginales (de acuerdo con la segunda ley de
Gossen) conducirá al cambio. Y este deseo, junto con las existencias de mercancía que
posee cada individuo, dará una demanda o una oferta determinadas para cada individuo.
Esto puede representarse por una ecuación funcional o por una curva.
En un mercado donde rija la competencia se logrará el equilibrio cuando el precio sea
tal, que se igualen la oferta y la demanda. Walras emplea un recurso especial para hacer
ver cómo ese precio resulta de la competencia. Es la noción del “precio pregonado” (prix
crié), llamado así porque lo pregona o grita un pregonero. Si en este precio no son
iguales la oferta y la demanda, se pregonará un precio nuevo, y se procederá así hasta
que quede establecida la igualdad. De este modo se conseguirá por tanteos el precio de
equilibrio.47 Hay en todo esto poco de nuevo en relación con otras exposiciones de la
relación existente entre la oferta y la demanda, excepto la insistencia en su
interdependencia funcional con el precio y en su determinación última por la “rareza”.
No obstante, Walras no dijo claramente si concebía que podían realizarse operaciones a
precios fuera del desequilibrio o no. Si pueden hacerse, evidentemente las razones de la
utilidad marginal de los participantes cambian, así como sus demandas y ofertas. En
consecuencia, el precio de equilibrio será diferente de lo que habría sido de otra manera.
Si no se verifican transacciones, surge el equilibrio de Walras. Mas, para incluir esta
condición en los supuestos, habría que pensar, con Edgeworth, que hay una
“recontratación continua”, y que cada transacción anterior al establecimiento del
equilibrio es sólo provisional.48
Una vez que se tienen estas ecuaciones de oferta y demanda en los precios de
equilibrio para cada mercancía, puede pasarse, como hizo Walras, al problema del
equilibrio general del cambio. También aquí usa Walras un recurso de su invención: el del
“numerario” (numéraire), que es una mercancía que se emplea como patrón de cuenta.
Pero no es dinero, en el sentido corriente de la palabra, porque Walras supone que es
meramente una unidad de cuenta y que no hay demanda de ella si no es la que se refiere
a sus cualidades no monetarias. El empleo de este recurso nos permite decir que si hay n
mercancías, tenemos n-l ecuaciones de la oferta y la demanda (la del numerario se deriva
320
de las otras) y n-l precios desconocidos que hay que determinar. Esto significa —dice
Walras— que hay una solución determinada para el problema del equilibrio general.49 El
método de análisis empleado por Walras ofrece un cuadro del sistema general de la
interdependencia de los precios, las demandas y las ofertas; pero lo debilita la ya
mencionada oscuridad de su método para relacionarlo con las utilidades marginales.
Es evidente que Walras deseaba vivamente conservar esa relación, por las
implicaciones que podía decirse que tenía para la política económica. Wicksell afirma
que Walras fue conducido a su análisis económico por el deseo de encontrar un
argumento sólido en favor del laissez faire, para contestar al ataque de un discípulo de
Saint-Simon.50 Como resultado de ello, Walras da otra serie de ecuaciones que invierten
el procedimiento de Jevons y toma como variables independientes los precios, más bien
que las cantidades cambiadas. Pone de manifiesto que, dados ciertos precios, cada
individuo procederá a cambiar hasta que la razón de las utilidades marginales de las dos
mercancías sea para él igual a su razón de cambio. Esto nos da unas funciones
determinadas de oferta y demanda, un número de ecuaciones igual al de incógnitas, y
con ello un equilibrio determinado.51 Recientemente se ha argumentado contra este
razonamiento que, como el de Jevons, en realidad separa el problema causal-genético, es
decir, el problema del origen del precio de sus raíces de valor subjetivo.52 Este juicio
parece justificado, y hace de Walras un iniciador importante de la tendencia moderna,
consistente en abandonar la investigación del origen del valor en favor de una teoría de la
interdependencia funcional, puramente formal pero absolutamente general.
Se afirma que economistas posteriores, mediante el uso de complejas herramientas
matemáticas especializadas, completaron el modelo walrasiano del equilibrio general. La
obra decisiva en este aspecto fue terminada en 1950 por dos ganadores del Premio
Nobel, Kenneth Arrow y Gerard Debreu, a quienes se hará referencia más adelante en
relación con los teoremas del equilibrio y de clarificación de mercado de la “nueva
macroeconomía clásica”. De manera breve, se afirma que lo comprobado es que, sin
importar la cantidad de entradas y salidas, nunca dejará de existir una serie de precios
que los mercados utilicen, siempre y cuando se cumplan ciertas condiciones. Entre éstas,
las necesarias para este teorema elegantemente matemático, están la completa flexibilidad
de salarios y precios, la no existencia de incertidumbre a la cual no se pueda responder,
la no existencia de recurrencia o ganancia creciente, y la de oligopolios o monopolios.
Por ello, su valor práctico para fines de política económica parece muy limitado.
Otra de las críticas que se hacen a la teoría de Walras se dirige contra las
conclusiones que saca de ella. Como Jevons, se inclinaba a sostener que la libre
competencia llevaba a su máximo la utilidad.53 Pero como demostraron pensadores
posteriores, el hecho de que unas partes quieran seguir cambiando a un precio distinto
del fijado por la competencia, mientras otras no quieren, no nos autoriza a decir que,
hecho el balance, resulte sacrificada la satisfacción. No tenemos un canon de
comparación por el cual pudiera esto resolverse científicamente; pero el sentido común
apoya la opinión de Wicksell de que como los cambios en la distribución de la propiedad
pueden ser manifiestamente ventajosos para algunas personas (en ciertos casos, para la
321
mayoría de la gente), la intervención en la competencia que altera los precios y, por lo
tanto, la distribución de la propiedad, también puede producir una ventaja a la mayoría.54
La teoría de la producción formulada por Walras es un intento de aplicar su análisis
del equilibrio general al problema de los precios de los factores. Por consiguiente, no es
más que un caso especial de su teoría del valor. Llegó a una posición parecida a la de los
austriacos más modernos por un camino diferente, cuyos detalles no interesan a nuestro
objeto presente. Su solución fue una de las primeras exposiciones del principio del costo
de sustitución y de la teoría moderna de la productividad marginal. La otra parte de la
teoría, relativa al capital, quedó en esbozo e incompleta.
3. LA SEGUNDA GENERACIÓN
a) Alfred Marshall. Después de muertos sus fundadores, el análisis de la utilidad
marginal se convirtió en la base generalmente aceptada de la teoría económica. Lo que
sigue es casi sólo un proceso de refinamiento. Algunos de los autores que produjeron
este proceso durante los últimos setenta y cinco años casi pueden contarse entre los
fundadores, mientras que la obra de otros forma parte de la materia prima que manejan
los teóricos de hoy. Pueden distinguirse tres grandes grupos en la que podemos llamar
segunda generación de la escuela de la utilidad marginal: el grupo inglés, el grupo
austriaco y el de Lausana. Más que tres escuelas distintas de pensamiento, son tres
versiones de una doctrina común. Desde un punto de vista técnico, las diferencias que
hay entre ellos no son desdeñables; pero vistos en una perspectiva histórica más amplia,
sus acuerdos constituyen sus rasgos más notorios. Todos empiezan con los
wirtschaftende Mensch de Menger; todos aceptan las leyes de Gossen como
características fundamentales de la conducta individual; todos piensan en términos de
incrementos y decrementos infinitesimales (es decir, aceptan el concepto del margen), y
todos analizan las condiciones que se precisan para lograr una situación de equilibrio. Sus
diferencias se refieren a la forma de exposición y a los puntos considerados más
importantes.
La escuela inglesa está representada por la obra de Alfred Marshall (1842-1924).
Marshall pertenece en un aspecto a la primera generación. Empezó sus estudios
económicos en 1867, después de una preparación matemática y de haberse despertado
su interés en problemas metafísicos y éticos, es decir, en un tiempo en que aún vivía Mill
y todavía no entraban en escena Menger, Jevons y Walras. Se sabe que en 1871, año en
que se publicaron Theory de Jevons y Grundsätze de Menger, ya Marshall había llegado
a una posición parecida. Bajo la influencia de Cournot, de Von Thünen y de Bentham, y
por su propia preparación matemática, Marshall empezaba a expresar geométricamente
muchos de los teoremas de Ricardo y de Mill. Adoptó la teoría del valor basada en la
utilidad, y parece llegar a la conclusión de que “nuestras observaciones de la
naturaleza… se refieren no tanto a cantidades totales como a incrementos de
cantidades”,55 interdependientemente de Jevons. Pero sus primeras aportaciones
322
importantes a la teoría económica fueron publicadas hasta pocos años después de las de
Jevons. Sus dos trabajos Pure Theory of Foreign Trade y Pure Theory of Domestic
Values, así como en Elements of Economics of Industry, en el que colaboró con su
esposa, se publicaron en 1879. Su obra principal, Principles of Economics, apareció en
1890.
No es fácil hacer un resumen breve de las ideas de Marshall; pero pueden
mencionarse las siguientes como características especiales de su sistema ideológico.
Comparado con los austriacos y con los economistas matemáticos puros, Marshall se
aparta de manera menos ostensible de la tradición inglesa. Era un matemático que podía
emplear, y empleó, la técnica algebraica y geométrica para mostrar las relaciones exactas
entre diferentes variables en ciertas situaciones bien definidas. Pero no puede dudarse
que Marshall nunca se sintió plenamente satisfecho con el estudio de la mecánica pura de
fuerzas abstractas que actúan en aislamiento. Su Principios muy bien podía llevar un
subtítulo análogo al del tratado de Mill; Marshall era un realista, profundo conocedor de
la complejidad de la vida económica, ansioso de usar al máximo cualquier aparato
científico que pudiera concebir; estaba convencido de que debía quedar algo que ese
aparato no podía asimilar de manera satisfactoria. También anhelaba vivamente exponer
los resultados de la investigación científica en términos que pudieran ser entendidos por
la generalidad; pues, por encima de todo, estaba decidido a ver que la economía siguiera
siendo considerada como una disciplina fructífera, capaz de aconsejar e influir en la
política económica. Su sistema analítico fue concebido para preservar este contacto entre
teoría y política económica.
El sistema de Marshall parece ecléctico y hasta falto de cohesión interior, en
comparación con la obra de muchos de sus contemporáneos; pero esto es una impresión
causada por la misma complejidad del sistema. Marshall estaba lejos de oponerse al
análisis formal, pero siempre procuraba conservar y enlazar una serie de análisis
formales, cada uno de ellos colocado en un plano diferente de abstracción y relativo a
una serie diferente de tendencias reales, y pensaba que, como un todo conexo,
presentaban un cuadro verdadero y bastante detallado de la realidad económica.
La formulación que Marshall dio a las teorías del valor y de la distribución, junto con
una multitud de teorías subsidiarias, que podían impresionar por su eclecticismo, supone
toda una técnica (basada en el uso de un elemento tiempo especial) derivada de tres
finalidades estrechamente relacionadas: comprensividad, realismo e importancia para la
política económica.
Las doctrinas centrales del valor y de la distribución formuladas por Marshall reflejan
esas finalidades. Combinan la utilidad marginal con el costo real subjetivo. Según él, las
fuerzas que actúan tras la oferta y la demanda determinan el valor. Hay que concebirlas
como las dos hojas de una tijeras: es inútil preguntar cuál de las dos es la que corta.
Detrás de la demanda está la utilidad marginal, reflejada en los precios de demanda de
los compradores (el precio a que se demandarán determinadas cantidades); detrás de la
oferta están el esfuerzo y el sacrificio marginales, reflejados en los precios de oferta (los
precios a que se producirán determinadas cantidades).
323
La novedad de esta opinión, comparada con la versión austriaca, estriba en que el
costo de producción vuelve a aparecer una vez más como un determinante del valor.
Marshall distingue entre costo real de producción y gastos de producción, aunque no
siempre se adhiere estrictamente a este último término.56 El primer costo consiste en la
desutilidad del trabajo, junto con el sacrificio que implica proporcionar el capital
necesario. Marshall abandona la palabra abstinencia, introducida por Senior, que sugería
excesivamente una intención apologética, en favor del término “espera”, que es la mera
abstención de consumir en el presente; pero como también habla de ella en el sentido de
aplazamiento de satisfacciones que implica sacrificio y cuya recompensa es el interés,57
es claro y evidente que pensaba en algo parecido al esfuerzo y las molestias del trabajo.
Así pues, los dos elementos que forman el costo real eran subjetivos.
Marshall se guardó muy bien de sugerir que si los costos nominales de producción de
dos mercancías eran los mismos, sus costos reales serían también los mismos. “Si
suponemos —dice— que veinte minutos de trabajo de un médico, o dos días de un
relojero, o cuatro de un carpintero, o quince de un labrador, pueden comprarse en
determinado mercado por una guinea, y que con una guinea se puede comprar el
sacrificio que implica el préstamo de veinte guineas por un año, resulta que aquellos
esfuerzos y esta abstinencia son equivalentes entre sí en lo que respecta al mecanismo
del cambio…” Pero cuando hablamos de la razón del costo de producción de dos
mercancías, debemos recordar “que una suma de diversos esfuerzos y abstinencias no
está en ninguna relación con otra”. Por lo tanto, estamos obligados a suponer la
existencia de “una forma artificial de medirlos en términos de alguna unidad común, y
referirnos a la razón entre sus medidas”.58 “Esos diversos esfuerzos y abstinencias… no
son, sin duda, iguales entre sí. Pero todos ejercerán una influencia igual sobre el valor,
porque sus medidas económicas, los gastos que tendría que hacer quien los comprase,
son todos iguales.”59
La misma precaución se advierte en la opinión de Marshall acerca de la relación que
existe entre las demandas de dinero y la utilidad marginal. No siguió el camino de
Cournot ni de los teóricos matemáticos posteriores y estrechó el lazo que unía los
estados subjetivos (necesidades y su satisfacción) y los fenómenos objetivos de las
demandas en el mercado; pero advirtió algunas de las dificultades que implica el
mantener esa relación. Por analogía con la relación entre el costo real y costo nominal,
dijo que “nunca se insistirá demasiado en que es imposible, si no inconcebible, medir
directamente, o per se, los deseos y la satisfacción que resulta de satisfacerlos. Si
pudiésemos, tendríamos que llevar dos cuentas… Y éstas podrían diferir mucho… Pero
como ninguna de ellas es posible, volvemos a la medida, que proporciona la economía,
del móvil o fuerza impulsora de la acción, y la hacemos servir, con todos sus defectos,
tanto para los deseos que impulsan a actividades como para las satisfacciones que de
ellas resultan”.60
De la opinión que acabamos de exponer se deriva uno de los conceptos marshallianos
más característicos: el del “excedente del consumidor”, Esta expresión designa el
excedente de satisfacción obtenido por un consumidor siempre que puede comprar una
324
mercancía a un precio inferior al que estaba dispuesto a pagar antes que prescindir de
ella. Este concepto se deriva directamente de la diferencia entre utilidad total y utilidad
marginal. No es éste el lugar para examinarlo en detalle; pero puede decirse que quienes
han atacado el concepto afirman que no es posible medir el excedente de satisfacción
que implica el excedente del consumidor. Nunca insinuó Marshall que lo fuera, salvo en
el supuesto muy abstracto de que la utilidad marginal del dinero fuera constante.
Marshall utilizó el concepto más bien como contrapeso del análisis más habitual del
excedente del productor. Lo usó para demostrar los efectos de los impuestos sobre las
mercancías de demandas elásticas e inelásticas. Trató de demostrar con él qué tipo de
intervención gubernamental era deseable. Toda la “economía del bienestar”, fundada por
el profesor Pigou, discípulo y sucesor de Marshall, en realidad descansa en
consideraciones cuyo antepasado intelectual es la doctrina del excedente del consumidor.
Aparte de esta formulación de la relación existente entre la utilidad, la demanda, la
desutilidad y el costo, la aportación especial de Marshall al problema del valor y del
precio se encuentra en su análisis del equilibrio entre la oferta y la demanda. Se basa este
análisis en la distinción entre los diferentes periodos de tiempo en que se considera que
actúan las fuerzas que tienden a establecer el equilibrio. Marshall distingue cuatro casos.
Primero cuando los valores de mercado igualan la oferta y la demanda, que se supone es
fija. En segundo y tercer lugar están los valores normales, que pueden referirse a
periodos cortos o largos. En la primera categoría concebimos la oferta como la cantidad
que puede ser producida al precio dado y con la mano de obra y el equipo existentes; en
la segunda, oferta significa “lo que puede producir una fábrica que a su vez puede ser
remunerativamente producida y explotada dentro del tiempo dado”. Finalmente,
podemos ampliar nuestro campo visual hasta incluir en él los cambios en los “datos”
económicos: población, gustos, técnica, capital y organización; en este caso tendremos
presentes los cambios lentos, seculares, de los valores normales.61
El aparato que emplea Marshall es complicado debido a la finalidad para la cual fue
concebido. Al hacer posible la distinción de los diferentes grados de ajuste, puede
aplicarse a problemas concretos. Este método de “paso a paso” y de “equilibrio parcial”
quizá no era de un tipo diferente del análisis del equilibrio general realizado por Walras,
pero estaba destinado para fines diferentes, más realistas. Era también un método bien
adaptado a la tarea de generalizar las proposiciones de la teoría del valor. En la obra de
Marshall, el principio de la sustitución en el margen se convirtió en el principio operante
del equilibrio económico. Como las ecuaciones de Cournot y de Walras, fue empleado
para aclarar la relación funcional de todas las categorías económicas. El lugar especial
reservado a la distinción entre ajustes en diferentes periodos de tiempo contribuyó a unir
los problemas de la oferta, la demanda y el precio de las mercancías con los de la oferta,
la demanda y el precio de los factores de la producción. Así quedaron estrechamente
relacionados el cambio, la producción y la distribución; y dependía del periodo de tiempo
tomado en cuenta el que el descubrimiento del camino hacia el equilibrio comprendiese
los factores apropiados a uno o más de ellos.
El equilibrio de periodo largo, aunque seguía siendo parcial (en el sentido de que
325
implica una situación de equilibrio entre la industria que se examina y todas las demás),
tendía a provocar precios proporcionales a los gastos de producción. En esta situación,
“las ganancias de cada agente son, por regla general, suficientes sólo para compensar a
sus tasas marginales la suma total de los esfuerzos y sacrificios requeridos para
producirlas”.62 Pero Marshall tuvo cuidado en señalar que aun a plazo largo las ganancias
de los factores de la producción no eran idénticas a sus costos reales de producción. Esto
sólo podía ser así cuando el equilibrio general se hubiera alcanzado, es decir, en el
mundo irreal del “estado estacionario”. Las fuerzas que tendían al equilibrio en el plazo
largo pueden concebirse como constantemente tendientes a la situación que implica el
concepto de estado estacionario. Pero en el mundo real no se llega nunca a esa situación.
Esta forma especial del análisis del equilibrio produjo muchos conceptos que ahora
son de uso general. Los conceptos “elasticidad de la demanda” y “principio de
sustitución”, por ejemplo, han llegado a ser partes integrantes de la teoría del cambio. La
distinción entre costos “primos” y “complementarios” ha sido una ayuda importante para
la teoría de la producción. Pero otros conceptos, como “empresa representativa” y
“economías internas” y “externas”, han resultado menos claros y útiles de lo que
Marshall los suponía. Sin embargo, contribuyeron a aclarar las condiciones del equilibrio;
y las expresiones recientes de la teoría de la competencia imperfecta, que estudiaremos
más adelante, se han inspirado en gran medida en los problemas que plantean estos
conceptos marshallianos.
Hemos advertido que el análisis marshalliano del equilibrio del valor ya incluye una
teoría de la distribución, puesto que establece una serie de relaciones entre las ganancias,
las ofertas y las demandas de factores y los precios de sus productos. Estas relaciones
difieren según supongamos que las existencias de mercancías sean fijas, que lo sean las
de factores, que las existencias de éstos sean variables pero que se produzcan cambios, o
que prevalezca un equilibrio general. El uso que Marshall hace del factor tiempo le
permite distinguir entre ingresos de factores determinantes del precio e ingresos de
factores determinados por éstos. Hizo ver que esta distinción no era absoluta (excepto en
el caso de la renta de la tierra, que para él siempre está determinada por el precio), sino
que dependía del periodo de tiempo en que se pensase. En el plazo corto, los ingresos de
muchos factores son de la misma naturaleza que la renta; son lo que Marshall llamaba
“cuasirrenta”.
Además de estas consideraciones, Marshall aplicaba su valor normal de periodo largo
tanto al capital como al trabajo. A la larga —decía—, las remuneraciones de los factores
tenderán a ser iguales a sus costos marginales: el interés tendería a igualarse con el
sacrificio marginal que implica el ahorro, y los salarios con la desutilidad marginal del
esfuerzo. Marshall no descartó la doctrina de la productividad marginal de los salarios y
el interés; pero decía que debía considerársele sólo como una parte de una teoría
completa de la distribución: la relativa a las fuerzas que gobiernan las remuneraciones de
los factores del lado de la demanda.63
En otras palabras, lo mismo que en la teoría del cambio, también en la de la
distribución deseaba Marshall conservar el carácter dual de las “tijeras”. Era esencial
326
para los fines dinámicos de la teoría hacer hincapié en el costo real. Con su ayuda podían
ponerse de manifiesto las repercusiones que los cambios en una cantidad tenían en todas
las demás. Como se ha dicho recientemente, “la importancia de los costos reales reside
en el hecho de que, siempre que ocurren discrepancias importantes entre la tendencia de
los valores reales obtenidos y la tendencia a largo plazo del valor normal (tras del cual se
encuentran a su vez elementos del costo real que influyen en los valores normales), se
pondrán en movimiento fuerzas económicas que alterarán la tendencia de los valores
reales, por ser el cambio en el sentido del equilibrio de periodo largo”.64 Marshall se
mostró siempre decidido a defender a Ricardo contra Jevons y sus discípulos, porque
comprendía que un análisis definitivo del costo era esencial para la teoría del valor.
Pero Marshall fue, sin embargo, tan cauto en su formulación que casi a pesar suyo
pone de manifiesto los rasgos poco satisfactorios de aquel aspecto de la teoría, pues el
factor costo subjetivo ha de ser siempre cuantitativamente impreciso: “esperas” y
“esfuerzos” no se compaginan bien. Por esta última razón habla Marshall con frecuencia
del costo real en términos que parecen excluir toda referencia a estados psicológicos
definitivos. Así, su teoría se hace puramente “conductista”: los “sacrificios” de
abstinencia no significan nada más fundamental que el deseo de exigir y la capacidad de
obtener una recompensa por un acto concreto de elección. Esto se parece mucho al
principio del costo de sustitución enunciado primeramente por Wieser. La única
diferencia está en que los austriacos, en su formulación de la teoría, suponían ya que la
cantidad de los factores de la producción era una cantidad dada, ya que, en todo caso,
era una variable independiente. Por otro lado, Marshall concedía que las ofertas de
factores eran variables y que estaban en parte determinadas por el precio, con el fin de
que su aparato fuera más adecuado para los problemas dinámicos.
Así pues, subsiste cierto carácter dicotómico en el gran sistema de Marshall. Se
conserva el costo real, pero se le da carácter subjetivo. Sin embargo, se le priva a
menudo de todo significado importante por el modo como se le formula. En lo que
respecta a la demanda, se conservan deseos y satisfacciones, aunque también se les
rodea de limitaciones importantes. La razón de esta dicotomía es el parentesco espiritual
de Marshall con Mill. A pesar de negarlo, Marshall era esencialmente un utilitarista de
nuestros días, es decir, un reformador social de tendencia liberal. Aunque deseoso de no
abandonar ningún argumento que la economía moderna pudiera ofrecer en favor del
sistema económico existente en general, también deseaba mucho no cerrar la puerta a las
propuestas de reformas específicas. Su actitud política era análoga a la de Mill y, como la
de éste, bastante incómoda con frecuencia. Pero su genio analítico le permitió construir
una teoría económica lo bastante amplia para ser aceptable a la más grande diversidad de
opiniones políticas que aquella actitud pudiera atraer. En todo caso, fue una teoría
económica de la especie más fructífera para el desarrollo subsiguiente del aparato del
análisis económico y para la evolución de la ayuda práctica a la condición del Estado.
b) Wieser y Böhm-Bawerk. Aunque la obra de los últimos austriacos sea, en
comparación con los logros de Marshall, de apariencia mas rigurosa, en realidad es más
327
estrecha y de concepción más árida. Menger tuvo dos grandes discípulos, Friedrich von
Wieser (1851-1926) y Eugen von Böhm-Bawerk (1851-1914). Aunque los dos son más
conocidos que Menger en los países de habla inglesa, sus escritos no contienen ningún
cambio fundamental de las opiniones de su maestro. En la teoría pura del valor no hacen
más que afinar el punto de vista subjetivo iniciado por Menger. Siguen concibiendo la
utilidad en el sentido de “importancia para el individuo”. Wieser y Böhm-Bawerk
parecen subrayar el carácter puramente formal de la valuación subjetiva más aún que
Menger. Entre las innovaciones operadas en este campo mencionaremos la introducción
por Wieser del término Grenznutzen (utilidad marginal) en su Ursprung und
Hauptgesetze des wirtschaftlichen Wertes (1884), y la exposición más precisa de BöhmBawerk de la formación de los precios de mercado por las licitaciones de “parejar
marginales”, en su Grundzüge einer Theorie des wirtschaftlichen Güterwertes (1886).
Sin embargo, a Wieser y a Böhm-Bawerk se les deben ciertas adiciones al cuerpo de
la teoría austriaca que han dado un sello característico a su obra. Lo más importante de
Wieser es su teoría del costo y de la distribución; y de Böhm-Bawerk su teoría del
capital y el interés. La primera teoría austriaca del valor de cambio presentaba una
brecha que advirtió el mismo Menger. Dicha brecha consistía en que no trataba del
costo. Wieser hizo un análisis de este problema que lo acercó a la posición marshalliana.
En Ursprung parece casi que considera el valor como dependiente a la vez de la utilidad
y del costo; pero en realidad su solución es diferente de la de Marshall. Wieser, y tras él
todos los demás austriacos, no usan el concepto de costo real. La desutilidad y otros
sacrificios en el sentido inglés tradicional no tienen cabida en su teoría. Sólo la utilidad es
la causa del valor; y si la utilidad es concebida en un sentido puramente formal (es decir,
como preferencia relativa inferida de los actos de elección observados), la desutilidad es
meramente una duplicación innecesaria. Puede decirse que toda elección implica
sacrificio, en el sentido de que elegir A implica renunciar a B. La desutilidad del trabajo y
el sacrificio de la espera, pueden explicarse adecuadamente en términos de preferencia
por la ganancia o por el ocio, y por bienes presentes o futuros.
Según Wieser, la formación del valor es un proceso circular. Como Menger, piensa
que el valor de los bienes de orden superior se deriva del valor de sus productos. Este
valor derivado se convierte así en el elemento costo. Una vez formado, se le puede
admitir como dado; pero, lógicamente, es secundario. Los actos del empresario provocan
la tendencia continua a la igualdad en el margen entre costo y precio. Constituyen una
demanda de materias primas, de bienes de capital y de trabajo en los respectivos
mercados, según las demandas existentes o previstas de sus productos. Son inevitables
los errores; pero las fuerzas de la oferta y la demanda tenderán constantemente a
corregir los errores cometidos en el pasado. La “ley del costo”, de Wieser, o principio del
costo de sustitución, como se le llamó después, viene a ser esto: dada la cantidad de los
factores de la producción, la competencia por su empleo en las diferentes ocupaciones
los distribuirá de tal manera, que los valores de sus diferentes productos les permite
ganar la misma cantidad total en cualquier ocupación.
Esta teoría suponía, en realidad, abandonar la búsqueda del costo real que, por
328
razones ya expuestas, los economistas clásicos y posclásicos habían considerado
deseable. Pero era una teoría muy elegante que parecía dar mayor amplitud y coherencia
a todo el análisis basado en la utilidad marginal, al menos en su apariencia más formal
como teoría de la elección. Con pequeñas modificaciones fue aceptada y propagada por
economistas como Davenport y Wicksteed, y se convirtió en una de las formas de
enunciar la teoría de la productividad marginal. Además, como hemos advertido más
arriba, algunas de las formulaciones dadas por Marshall a la doctrina del costo real
suprimían muchas de sus incompatibilidades con la teoría del costo de sustitución,
dejando sólo la diferencia formal relativa al supuesto de las ofertas de factores. Pero ésta
no era una diferencia esencial, pues Walras, por ejemplo, logró formular la teoría del
costo de sustitución sobre el supuesto de la variabilidad del factor oferta de una manera
análoga a los teóricos ingleses del costo real.
Otro punto de la obra de Wieser que merece la pena señalar es su doctrina del valor
natural, que se encuentra en su Der Natürliche Wert (1889) y en Theorie der
gesellschaftlichen Wirtschaft (1914). La importancia indirecta de este concepto es
considerable. Wieser quizás hizo más que ningún otro economista por consumar la
transición desde el punto de vista sociohistórico de la teoría clásica del valor al
individualismo de la escuela de la utilidad marginal. Su ley del costo realizó la ruptura
final con las teorías objetivas del costo real. Pero él mismo parece haber advertido que
había algunas insuficiencias en el subjetivismo puro. Sabía que la economía se ocupa de
un proceso social y que, por lo tanto, tenía que basarse en el concepto de una economía
social. Vio que este concepto implicaba ciertos supuestos institucionales que, si se les
menospreciaba, podían ser utilizados para dar a la teoría subsiguiente un carácter
apologético. Por lo tanto, procedió a manifestar explícitamente sus supuestos. “La mayor
parte de los teóricos —decía—, sobre todo los de la escuela clásica, han hecho
tácitamente la misma abstracción. En particular, las opiniones que consideran el precio
como un juicio social de valor tienen por finalidad hacer abstracción de las diferencias
individuales de poder adquisitivo que hacen que el precio se aparte del valor natural. De
esta suerte, muchos teóricos han escrito la teoría del valor propia del comunismo sin
saberlo…”65 El valor natural es el que existiría en un Estado “comunista”. En éste,
debido a la ausencia postulada de egoísmo individual, de errores, de desigualdades de
riqueza, y a la presencia de una poderosa finalidad común, el análisis teórico de los actos
de elección de un individuo podría aplicarse a la economía de la comunidad en su
conjunto. El valor sería la resultante de la cantidad disponible de mercancías y utilidades.
Pero en el mundo real el valor natural no es más que un elemento de la formación del
precio. La distribución existente del poder adquisitivo, junto con los errores, los fraudes
y las coacciones, es el otro.
El valor natural —afirma Wieser— es un fenómeno absolutamente neutral. Aunque
existiera en una economía colectiva, esto no significa que los valores naturales del interés
y de la renta, por ejemplo, diesen derecho a un ingreso. Que lo hagan o no, depende
enteramente de la estructura institucional del Estado. Wieser consigue hasta cierto punto
emanciparse del error común de identificar tácitamente un armazón institucional
329
supuesto con la realidad; pero no elimina por completo la norma política. Supone la
identidad entre su sistema de valores naturales y la utilidad social llevada al máximo de la
filosofía hedonista. Aunque analíticamente superior a otros intentos similares (por
ejemplo, el del economista norteamericano J. B. Clark), la doctrina de Wieser descansa
en el supuesto común a todas ellas de que es posible concebir un valor social subjetivo.
Evidentemente, este concepto se contradice a sí mismo, salvo que se base en supuestos
muy especiales relativos a la naturaleza humana y a los resortes de la conducta del
hombre.
La aportación especial de Böhm-Bawerk es su teoría del capital. En 1889 publicó su
Geschichte und Kritik der Kapitalzinstheorien, donde critica con poca generosidad
todas las teorías anteriores. Cuatro años más tarde apareció Positive Theorie des
Kapitalzinses, donde expone su propia teoría y da una versión de su teoría general del
valor análoga a la contenida en Grundzüge. En la teoría del capital de Böhm-Bawerk
colaboraron muchas influencias. La primera fue el deseo de aplicar más coherentemente
la teoría de la utilidad marginal al problema del interés. La segunda proviene de las
últimas teorías neoclásicas inglesas y alemanas sobre la productividad y el fondo de
salarios. La tercera —que como incentivo fue quizá la más importante— fue la ansiedad
de Böhm-Bawerk por destruir la influencia de Marx, que había crecido
considerablemente en la Europa continental.
En resumen, la existencia del interés y su cuantía se explican por tres razones, las
famosas drei Gründe. Estas razones combinan factores subjetivos y objetivos (técnicos),
combinación evidentemente destinada a vencer las dificultades de la teoría de la
abstinencia y, en general, las de la teoría subjetiva del costo real. Sin embargo, la
doctrina de Böhm-Bawerk tenía de común con las otras que partía del examen de la
importancia del tiempo en relación con el consumo y la producción.
Las dos primeras razones son psicológicas y se refieren al consumo. Böhm-Rawerk
dice que los individuos, al tener que elegir entre bienes presentes y futuros, por lo general
sobreestiman los recursos futuros y subestiman las necesidades futuras. La esperanza es
la causa de lo primero, y la falta de imaginación y una voluntad débil las de lo segundo,
peculiaridad de las elecciones que suponen un periodo de tiempo. Estas dos causas
actúan para aumentar la utilidad marginal de los bienes en el presente en comparación
con su utilidad marginal en lo futuro. Crean un agio, que hay que pagar para que exista
una oferta de bienes presentes a cambio de bienes futuros.
El tercer factor es de carácter técnico; afecta a la producción y explica la existencia
de un precio de demanda de bienes presentes en términos de bienes futuros. Es un hecho
de la experiencia que si los factores originales de la producción, o sea el trabajo y los
recursos naturales, han de ser más productivos de bienes de consumo, tienen que ser
usados de una manera cada vez más indirecta. Todo el progreso de la civilización en su
aspecto económico consiste, según Böhm-Bawerk, en la adopción de métodos de
producción más indirectos (roundabout). Desde la fabricación de herramientas e
instrumentos simples hasta la producción de las máquinas modernas más complicadas, el
progreso ha significado embarcarse en la Produktionsumwege, en la interpolación de más
330
etapas intermedias entre los factores originarios y los bienes de consumo terminados.
La producción por métodos indirectos crea una demanda de capital. Se necesitan
medios de subsistencia (ya directamente, o en forma monetaria) para mantener a los
propietarios de los factores durante el tiempo que ha de transcurrir antes de que se pueda
disponer de bienes de consumo nuevos (y más abundantes). Y la gran productividad de
estos métodos “capitalistas” de producción permite que se ofrezca un precio con el que
pueda superarse el descuento de tiempo entre los bienes presentes y los futuros. He ahí,
pues, una explicación de por qué había que pagar interés y por qué podía pagarse; y se
daba para demostrar que el interés era un fenómeno “natural”, una necesidad a la que no
podía escapar ni siquiera una economía socialista.66 Esta explicación dependía, en última
instancia, de la teoría general del valor basada en la utilidad marginal. Aunque BöhmBawerk sostenía que cualquiera de estas tres razones bastaba por sí sola para explicar la
existencia del interés, es evidente que los factores subjetivos eran los únicos que
realmente creaban esa escasez de medios proporcionalmente a los fines, sin la cual,
según los austriacos, no podía surgir el valor. Muchas objeciones se han formulado
contra esos factores subjetivos. No sólo se discutió la existencia de esa preferencia de
tiempo, sino que, aun admitiendo que existiera, se arguyó que no tiene una importancia
cuantitativamente precisa. En todo caso, la preferencia en el tiempo —como en realidad
todas las llamadas preferencias de consumidores— está condicionada por una estructura
social determinada. Si, pues, hay agio, se debe en su forma concreta no meramente a la
naturaleza humana, sino a factores sociales tales como !a distribución del ingreso. De su
teoría no se podía deducir nada parecido a un “derecho natural” a recibir un ingreso del
capital sin pasar por alto los hechos sociales específicos.
En una forma “purificada” satisfactoria, esta teoría del capital y del interés no
contiene esas implicaciones; y el mérito de Böhm-Bawerk consiste en haber
proporcionado un punto de partida para el trabajo teórico en este campo, que puede
estar, y estuvo, libre de todo elemento sociohistórico particular; y participa por completo
de la naturaleza de la concepción de herramientas teóricas. También sirvió como apoyo
importante de la teoría de las fluctuaciones económicas.
c) Vilfredo Pareto. Pareto (1848-1923) es el último de los grandes pensadores de la
segunda generación. Se interesó por la economía después de veinte años de práctica
como ingeniero con preparación matemática y en ciencias físicas. Esta base, combinada
con un interés fuerte y duradero por los aspectos económicos de los problemas políticos
de su época, explica en gran parte su forma de abordar las cuestiones económicas.
Empezó interesándose por la aplicación de las matemáticas a la economía, tanto en el
sentido en que Cournot había recomendado tal aplicación, como en el uso de las técnicas
estadísticas en los estudios empíricos. Este interés matemático atrajo la atención de
Walras y fue causa de que eligiese a Pareto para que le sucediese en Lausana, creando
así, definitivamente, una “escuela de Lausana”.
La primera obra extensa de Pareto se basó en su cátedra de Lausana. Cours
d’Économie Politique (1896-1897), aunque mucho menos importante para la teoría
331
contemporánea que los escritos posteriores de Pareto es, sin embargo, indispensable para
comprender la evolución intelectual del autor. Continúa la obra de Walras al subrayar el
valor del concepto de equilibrio general y asentar las que concebía como condiciones
matemáticas del equilibrio general. Partiendo de las sencillas reglas matemáticas relativas
a la determinación de un sistema de ecuaciones de n variables, Pareto pasa a señalar, de
la misma manera que lo había hecho Walras, la interdependencia general de todas las
cantidades económicas y la legitimidad teórica del concepto de un equilibrio económico
general determinado. Mas Pareto no se satisface sólo con la validez teórica. En su Cours
manifiesta la esperanza de que todas las variables de sus ecuaciones algebraicas puedan
llenarse un día con valores cuantitativos derivados de datos estadísticos. No parece
haberse dado cuenta de la dificultad metodológica que eso suponía, o sea el conflicto
entre las condiciones subyacentes en la abstracción de un sistema algebraico y el carácter
inevitablemente histórico de la estadística, dificultad que señaló con firmeza uno de sus
primeros críticos.67 Pero su obra posterior sugiere, sin embargo, que había abandonado la
esperanza de llegar alguna vez a cuantificar sus ecuaciones funcionales. Su punto de
vista le permitió subrayar y dilucidar las relaciones de complementaridad y sustitución.
En este respecto, aunque quizá no fue tan lejos como Marshall en los detalles, por lo
menos en su primera obra, su modo de abordar los problemas parece haber sido más
sugestivo, y en él se han basado muchos trabajos recientes.
En cuanto al problema general del fundamento del valor en la utilidad, su Cours
revela claramente, por su confusión, el comienzo de cierta inseguridad en el pensamiento
de Pareto. La actitud básica ante el problema del valor es todavía fuertemente subjetiva,
y los gustos (goûts) y obstáculos (obstacles) individuales constituyen los polos de la
actividad económica. Pero aunque Pareto no se expresa claramente acerca del carácter
“ordinal” de la utilidad (que Menger había subrayado), ya se hace manifiesta cierta
tendencia a desconocer las premisas psicológicas y a concentrarse en el hecho empírico
de la elección. Un indicio de que alguna cuenta se daba de la confusión a que podía
conducir el concepto de utilidad lo tenemos en la distinción que establece entre diferentes
tipos de conducta humana, sobre todo aquellas que encuentran su razón de ser
únicamente en la preferencia observada del individuo, y las que pueden referirse a alguna
norma objetiva. En relación con las primeras que, según la escuela marginalista, son las
únicas que importan en teoría económica, sugirió Pareto remplazar la utilidad como
característica motivadora del objeto del deseo por el término más inocuo de “ofelinidad”.
Pero este tratamiento no era bastante diferente del de los primeros teóricos de la utilidad,
aun hedonistas y, por tanto, el término nuevo no logró desplazar al antiguo.
Cours d’Économie Politique, de Vilfredo Pareto, es particularmente interesante por
las muchas disquisiciones que contiene sobre problemas sociales y políticos en general.
La posición metodológica de Pareto está en favor de una teoría absolutamente formal y
positiva y de librar a la economía de todo elemento ético. Sin embargo, el libro está
pleno, si no de postulados normativos, por lo menos de aseveraciones categóricas sobre
materias que, desde el punto de vista de su metodología, Pareto debió considerar
extrañas a la economía. Hay, primero, la distinción ya mencionada entre tipos de
332
conducta humana, distinción de que se hace uso para formular ciertas normas sociales
(implícitas). Después hay referencias a grandes tendencias históricas, y hay también un
intento de formular una filosofía del cambio social. Aquí, el concepto teórico principal es
la distinción entre las fuerzas coercitivas y las fuerzas automáticas de la sociedad.
La hipótesis de Pareto es que el progreso humano implica el aumento de los
elementos automáticos en la regulación de los asuntos sociales, a expensas de los
coercitivos. La distinción entre ambas fuerzas no es muy clara, ni se prueba la hipótesis.
En realidad, la definición que da Pareto de lo que constituye las fuerzas coercitivas
estaba destinada más a fines de polémica política del día que a explicar los grandes
movimientos del pasado. En consecuencia, la legislación social, por ejemplo, es
considerada como un retroceso ante el progreso de la civilización. Rechaza el socialismo,
no porque no pueda funcionar en la esfera económica (realmente, Pareto creía que podía
demostrarse que un ministerio socialista de producción podía, en teoría, llegar
exactamente al mismo “plan económico” que resultaría de la acción de las fuerzas
equilibradoras de una economía capitalista ideal de laissez faire), sino porque
representaba la victoria de las fuerzas coercitivas. Elabora una lista de ejemplos del
pasado acerca de la ineficacia de la acción del Estado y la convierte en una acusación
general contra la reglamentación parcial impuesta por el Estado y contra el socialismo.
Hasta se pone en duda la eficacia de la maquinaria del Estado para guerrear (y para
conservar la paz).
De los problemas tratados en su Cours que no tienen relación con las cuestiones
centrales de la teoría económica, hay uno que merece ser mencionado: la “ley” de Pareto
sobre la distribución del ingreso. Con base en algunos estudios estadísticos, Pareto
concluye que la distribución del ingreso muestra un alto grado de constancia en los
diferentes tiempos y países. Si se representa la distribución en una gráfica logarítmica,
presentará la forma de una línea recta inclinada por abajo hacia la derecha, con
inclinación extremadamente estable y, por lo tanto, puede considerarse como la expresión
numérica de una ley de la distribución del ingreso.
No podemos detenernos aquí a estudiar en detalle esta ley ni las muchas críticas de
que ha sido objeto. Pero podemos señalar que esas críticas se han dirigido contra la
suficiencia de la prueba estadística y contra el valor de la definición especial que da
Pareto de la desigualdad del ingreso. Lo que importa más a nuestro objeto es el uso que
Pareto hace de esa “ley”. En primer lugar, cree que la constancia en la desigualdad de la
distribución del ingreso refleja la desigualdad de la capacidad humana, que es una
categoría natural y universal. Aun antes de que se hubieran hecho numerosas pruebas
estadísticas, ya se había advertido68 que, para demostrar su tesis, Pareto tendría que
probar que hay en todos los tiempos y en todos los lugares una distribución definida de
seres humanos según su talento para ganar un ingreso, y que la distribución real del
ingreso estaba exclusivamente determinada por la distribución de dicho talento. Su
Cours, ciertamente, no proporcionaba tal prueba, y las que posteriormente se tuvieron de
cambios muy señalados a largo plazo en la distribución del ingreso han privado casi por
completo a la “ley” de Pareto de sus fundamentos estadísticos. La otra conclusión de
333
este autor según la cual una reducción de la desigualdad sólo podía conseguirse por la
elevación del ingreso medio (esto es, por un aumento de la producción más rápido que el
de la población), quedaba socavada en sus cimientos. Además, esta conclusión adolecía
del defecto de que estaba implícita en la definición peculiar de la desigualdad dada por
Pareto.69
La característica interesante del detenido estudio de la distribución del ingreso es su
estrecha relación con la actitud general, ultraliberal, de Pareto tal como aparece en su
libro. El carácter inmutable de la desigualdad y el hecho de que sólo podría ser mitigada
por un aumento de la producción, armonizaba bien con la intransigente posición en favor
del laissez faire que Pareto sustentaba por aquel tiempo. Su estudio sobre el ingreso
proporcionó una apología de la desigualdad que los reformadores sociales atacaban, así
como argumentos contra los medios que sugerían para remediarla.
La obra posterior de Pareto presenta cambios marcados e interesantes respecto de su
posición originaria, tanto en lo que afecta a la teoría económica como a la política. La
principal característica de esos cambios es que abandona el tratamiento más tradicional
que se da en su Cours al problema del valor, tratamiento que había ido de la mano con
una fe vigorosa en la justificación económica del laissez faire. Y junto con el desarrollo
de un punto de vista nuevo para tratar el problema del valor se da el abandono del
liberalismo económico y una acentuación del formalismo metodológico.
Un indicio de este nuevo punto de vista se encuentra en el breve trabajo de Pareto
titulado Anwendungen der Mathematik auf Nationalokönomie (1902); pero su
exposición más completa está en Manuale di Economia Politica (1906; traducción
francesa, 1909). Muchos de sus contemporáneos han sugerido que en esta obra Pareto
abandona por completo la teoría del valor en favor de una teoría del precio sin relación
con factores subjetivos.70 Puede discutirse que esto sea exacto; pero lo que
evidentemente es cierto es que la teoría del manual se caracteriza por una opinión
enteramente nueva sobre la utilidad, que parece llevar hacia sus límites lógicos la
naturaleza puramente formal de la teoría moderna del valor.
La innovación consiste en afirmar que la utilidad no es mensurable, pero que basta
una concepción puramente “ordinal” de la utilidad para formular una teoría de la
elección. En términos técnicos, puede deducirse para cada individuo una escala de
preferencias sin necesidad de suponer determinadas funciones de la utilidad. El único
fenómeno determinado es la escala de preferencias tal como se manifiesta en la
conducta; todas las funciones de la utilidad habrán de ajustarse a ella. En realidad, este
cambio de perspectiva ya había sido anunciado anticipadamente no sólo en la obra de
Cournot, sino también en los escritos de algunos contemporáneos de Pareto, como Irving
Fisher (Mathematical Investigations into the Theory of Value and Prices, 1892) y
Gustav Cassel (Gundriss einer elementaren Preislehre, 1899). Pero la exposición de
Pareto fue la que más atrajo la atención.
Pareto no elaboró un aparato teórico completo basado en su nuevo concepto de la
elección, pero le dio un impulso muy importante. Adoptó el concepto de las “curvas de
indiferencia”, que por vez primera había usado el economista inglés F. Y. Edgeworth en
334
Mathematical Psychics (1881), para demostrar la posibilidad de formular una teoría sólo
con base en escalas de preferencia. Pareto toma dos mercancías y muestra cómo el
individuo deseará igualmente numerosas combinaciones de dichas mercancías. Todas
esas combinaciones pueden disponerse en una curva de indiferencia a la que se puede
asignar un índice. También pueden disponerse en curvas a las que pueden asignarse
índices más altos o más bajos otras combinaciones de las mismas mercancías más o
menos deseables. Puede representarse el sistema individual de preferencias respecto de
estas dos mercancías en un “mapa de indiferencia” que mostrará, por analogía con un
mapa de niveles, los diferentes grados de satisfacción. Es posible, pues, escribir una serie
de ecuaciones diferenciales que representen un sistema de equilibrio en términos de
indiferencia más bien que de funciones de la utilidad.
Este formalismo creciente no llevó directamente a la ruptura con la justificación
utilitaria del laissez faire. Al principio, Pareto parece tratar de reforzar esta actitud por la
manera como define el máximo colectivo de ofelinidad, el cual se alcanzará —dice— en
un punto del cual no será posible apartarse ganando en ofelinidad todos los
participantes.71 Como advirtió Wicksell,72 esto equivale a decir que la competencia
perfecta, dados sus supuestos, producirá dicho máximo colectivo. Pero aunque en este
punto Pareto se acerca mucho al concepto antes mencionado del valor social subjetivo,
pasa a examinar las posibilidades de una economía colectiva y termina con una
conclusión del todo “neutral”. “La economía pura —dice— no nos da un criterio
verdaderamente decisivo para elegir entre un orden social basado en la propiedad privada
y el socialismo. Este problema sólo puede resolverse teniendo en cuenta fenómenos de
un carácter diferente.”73 Pareto fue mucho más lejos aún en muchos puntos particulares
(particularmente en la teoría del comercio internacional): se opuso a toda medida basada
en los principios del liberalismo económico. Y, como para reforzar su conclusión acerca
de la “neutralidad” de la economía pura, su interés se orientó cada vez más hacia los
problemas sociales generales. Su última obra importante fue el voluminoso Traité de
sociologie générale (1917-1919), en el cual complementó el análisis neutral y formal de
la economía del equilibrio con teoremas sociopsicológicos que ya había tratado en su
manual.
No es necesario que nos detengamos a analizarlos detalladamente. Muestran un
parecido curioso, aunque quizá sólo formal, con la sociopsicología de Marx. El sistema
de Pareto distingue las acciones lógicas de las no lógicas, e introduce la noción de
derivaciones para designar todos los conceptos y creencias que sirven para racionalizar
(aunque de un modo totalmente inadecuado) las acciones no lógicas del hombre. Otro
concepto es el de residuo, que es el determinante objetivo de la conducta cuyas
racionalizaciónes proporciona la derivación. Por último, está la doctrina sociohistórica
según la cual toda la historia es una sucesión de aristocracias que se basa en la teoría de
la circulación de las élites, o sea de minorías de todas las clases sociales especialmente
dotadas para ascender a la cima de la sociedad.
A diferencia de Marx, Pareto no intentó una combinación explícita de su sociología y
su economía; esta última permaneció estrictamente independiente y “pura”. Sin
335
embargo, es interesante recordar que cuando Pareto se encontró ante un movimiento
político real de empuje poderoso, el fascismo, se convirtió en aliado intelectual suyo.
336
337
1
N. Bukharin, The Economic Theory of the Leisure Class. (s. f.)
H. H. Gossen, Entwicklung der Gesetze des menschlichen Verkehrs und der daraus fliessenden Regeln für
menschliches Handeln (1889), pp. VI y VII.
3
Ibid., pp. 4-5.
4
Ibid., p. 12.
5
Ibid., p. 24.
6
Ibid., p. 131.
7
Ibid., pp. 46-47.
8
Ibid., pp. 24-28.
9
Ibid., p. 38.
10
Ibid., p. 8.
11
W. S. Jevons, The State in Relation to Labour (1882), pp. V y VI.
12
Ibid.
13
Reimpreso como Apéndice III en W. S. Jevons, The Theory of Political Economy (1924).
14
Ibid., p. 304.
15
Ibid., p. XVII.
16
Ibid., p. VII.
17
Ibid., pp. 3 y 4.
18
Ibid., p. XXIX.
19
Ibid., p. XXXI.
20
Ibid., p. 51.
21
Ibid., p. 39.
22
Ibid., p. 51.
23
Ibid., p. 95.
24
Ibid., p. 140.
25
Hans Mayer, “Der Erkenntniswert der funktionellen Preistheorien”, Die Wirtschaftstheorie der Gegenwart,
vol. II (1932), pp. 181-182.
26
K. Wicksell, Über Wert, Kapital und Rente (1893, London School of Economics Reprints, 1933), p. 48.
27
F. Y. Edgeworth, Mathematical Psychics (1881, London School of Economics Reprints, 1932), p. 109.
28
W. S. Jevons, The Theory of Political Economy, p. 164.
29
Ibid., p. 165.
30
Ibid., pp. 184-185.
31
F. Y. Edgeworth, Papers relating to Political Economy (1925), volumen III, p. 32.
32
W. S. Jevons, op. cit., p. 1.
33
Ibid., p. 270.
34
Ibid., p. 271.
35
Ibid., p. 224.
36
Ibid., pp. 228-229.
37
Ibid., p. 223.
38
Ibid., p. 246.
39
Ibid. p. 14.
40
Carl Menger, Collected Works, vol. II: Untersuchungen übes die Methode der Socialwissenschaften und der
politischen Ökonomie insbesondere (London School of Economics Reprint, 1933), pp. 82-88.
41
Ésta, junto con sus otras obras sobre moneda, forma el volumen IV (Schriften über Geldtheorie und
Währungspolitik) de la edición de las obras de Menger publicada por la London School of Economics (1936).
42
C. Menger, Collected Works, vol. I: Grundsätze der Volkswirtschftslehre (London School of Economics
Reprint, 1934), p. 78.
43
Ibid., p. 39.
44
Ibid., p. 124.
2
338
45
Ibid., p. 142.
L. Walras, Éléments d’Économie politique pure (1926), p. 103.
47
Ibid., pp. 34-71.
48
F. Y. Edgeworth, Papers (1925), vol. II, p. 311.
49
L. Walras, op. cit., pp. 109-133.
50
K. Wicksell, Lectures on Political Economy, vol. I (1937), pp. 73-74.
51
L. Walras, op. cit., pp. 72-106.
52
H. Mayer, “Der Erkenntniswert der funktionellen Preistheorien”. Die Wirtschaftstreorie der Gegenwart, vol.
II , pp. 188-199.
53
L. Walras, op. cit., p. 99.
54
K. Wicksell, op. cit., pp. 77-78.
55
A. Marshall, Principles of Economics, Prefacio a la primera edición (8a. ed., 1927), p. x. La edición
Variorum y definitiva —la novena— fue editada por C. W. Guillebaud y publicada en 1961.
56
Ibid., p. 339.
57
Ibid., p. 587.
58
A. Marshall, “Mill’s Theory of Value”, Memorial of Alfred Marshall (ed. A. C. Pigou, 1925), p. 125.
59
A. Marshall, Principles, pp. 92-93 n.
60
A. y M. P. Marshall, The Economics of Industry (2a. ed., 1881), p. 97, citado por C. Guillebaud,
“Davenport on the Economics of Alfred Marshall”, Economic Journal, marzo de 1937, p. 26.
61
A. Marshall, Principles, pp. 378-379.
62
Ibid. p. 832.
63
Ibid., p. 518.
64
C. Guillebaud, “Davenport on the Economics of Alfred Marshall”, Economic Journal, marzo de 1937, p.
30.
65
F. von Wieser, Der Natürliche Wert (1889), p. 60.
66
E. von Böhm-Bawerk, The Positive Theory of Capital (1923), pp. 365-367.
67
L. von Bortkiewicz, “Die Grenznutzentheorie als Grundlage einer ultraliberalen Wirts-chftspolitik”, Jahrbuch
für Gesetzge Verwaltung und Volkswirtschaft, vol. XXII, p. 1191.
68
L. von Bortkiewicz, op. cit., pp. 1208-1209.
69
Ibid.
70
Por ejemplo, A. Osorio, Théorie mathématique de l’echange (1913), p. 302, y P. Boven, Les Applications
mathématiques à l’économie politique (1912), p. 174.
71
V. Pareto, Manuale d’économie politique (2a. ed., 1927), p. 354.
72
K. Wicksell, op. cit., pp. 82-83.
73
V. Pareto, op. cit., p. 364.
46
339
340
IX. EL INICIO DE LA ECONOMÍA NORTEAMERICANA
1. EL ESCENARIO
DURANTE los últimos 150 años la economía ha dejado de ser una ciencia tan
exclusivamente inglesa como lo había sido hasta entonces, y el estudio de sus doctrinas
centrales ha recibido aportaciones importantes de muchos países. Algunas de estas
primeras aportaciones no inglesas ya han sido mencionadas en el capítulo anterior; ahora
añadiremos una breve exposición de una de esas aportaciones, la de los Estados Unidos
de América. Al hacerlo, nos ocuparemos sólo de aquellos autores que han traído el
pensamiento económico hasta el umbral del análisis contemporáneo, sin rebasarlo.
Porque en ese punto el pensamiento económico ya no puede ser convenientemente
clasificado en compartimientos nacionales. Particularmente en los países de habla
inglesa, el intercambio y la fusión son la regla general. Sin embargo, tendremos ocasión,
aún más adelante, para señalar ciertos rasgos importantes de la economía contemporánea
que deben su existencia, en gran parte, a un impulso norteamericano. De hecho, puede
afirmarse que en los últimos cincuenta años, los Estados Unidos han sido la principal
fuente del pensamiento económico. Mayor información al respecto, más adelante.
Es necesario decir unas palabras para explicar por qué las primeras aportaciones
norteamericanas merecen capítulo aparte. La economía norteamericana no es
particularmente notable por la parte que tuvo en la formulación de la teoría de la utilidad
marginal. Su derecho a nuestra atención descansa en un hecho diferente. El carácter
preponderantemente inglés de la economía política clásica puede explicarse en parte por
el hecho de haber estado Inglaterra a la cabeza del desarrollo del capitalismo moderno.
No es sorprendente, por lo tanto, que la relativa preponderancia del pensamiento
económico inglés disminuya al dejar Inglaterra de ser el único país capitalista importante.
Ni es sorprendente tampoco que la transformación de los Estados Unidos en el principal
país capitalista haya coincidido con un aumento muy considerable de la actividad teórica
norteamericana. Hoy es grande la producción acumulada y corriente de escritos
económicos norteamericanos, y no es muy exagerado decir que el estudio de la
economía, en la forma en que hemos estado habituados a él durante los últimos cien
años, tiene en los Estados Unidos su hogar más propicio. Por esta razón, si no por otras,
sería necesario estudiar el desarrollo y estado actual de la economía en ese país. Pero no
es sólo la cantidad lo que obliga a prestarle atención. La economía norteamericana ha
tomado en varios aspectos importantes un camino diferente del europeo. Cuando su
teoría era importada, como en el periodo anterior, se modificaban sus formulaciones para
adaptarlas al nuevo medio. Después, empezaron a aparecer aportaciones absolutamente
peculiares a los Estados Unidos.
Es evidente que la historia del pensamiento económico norteamericano merece el
extenso y detallado estudio que hasta hace poco se ha iniciado.1 Un método análogo al
341
que sustenta este libro puede aplicarse con gran ventaja, y ha sido aplicado, a los Estados
Unidos. Aquí también la relación entre teoría y práctica constituye una historia muy
instructiva. El “otro lado” de una economía colonial, los comienzos del capitalismo
moderno, la conquista de la independencia, la guerra civil, el desarrollo de un gran
mercado nacional y los comienzos de la expansión exterior, son todas ellas cosas cuyo
rastro puede descubrirse en sus manifestaciones teóricas.
Este capítulo ha de tener, necesariamente, un propósito mucho más modesto, que
consiste únicamente en añadir a la historia contenida en las páginas anteriores algo
relativo a las aportaciones hechas por los norteamericanos a la economía moderna. Pero
aun en este campo limitado hemos tenido que imponernos nuevas limitaciones por virtud
del plan general que subyace a este libro. No trataremos de muchos pensadores
individuales si sus aportaciones, aunque interesantes en sí mismas, no son
representativas de una manifestación nueva importante o no se les puede considerar
como peculiarmente norteamericanas. Un volumen muy considerable de escritos
económicos norteamericanos, particularmente de fines del siglo pasado y comienzos de
éste, tiene este carácter. Lo forman en gran parte exposiciones, reelaboraciones y
refinamientos de Marshall, Pareto y los austriacos; y bastará, por consiguiente, la mera
mención de las variantes especiales norteamericanas sobre un tema familiar.
La primera época del pensamiento económico norteamericano no presenta alguna
característica digna de especial mención.2 Un gran número de folletos llena los cien años
que van desde el último cuarto del siglo XVII hasta la Independencia. Por lo general,
trata de problemas inmediatos, y es casi completamente efímero. Gran parte de ellos
reproducen debates que habían tenido lugar entre los hombres públicos de Inglaterra y de
Francia muchas décadas antes. Hay, naturalmente, variaciones individuales interesantes
sobre temas familiares. Roger Williams formula habilísimamente mediante su concepción
de la “libertad corporativa” la transigencia ya establecida entre la ley de Dios y las
necesidades del comercio. William Penn, amigo y discípulo de Petty, hizo observaciones
sumamente interesantes sobre el carácter esencial de una economía colonial y su relación
con la de la metrópoli. También en aquel tiempo aparece en Penn y otros autores un
tema que desde entonces persistió en el pensamiento norteamericano como un leitmotiv:
la reforma monetaria y la confianza en el crédito y en el papel moneda. Pero, por común
consenso, no hay en aquel tiempo más que un pensador que merezca ser mencionado
junto con los primeros economistas políticos de Europa: Benjamin Franklin (1706-1790).
Franklin no alcanza gran talla como economista original: su fama descansa más bien en la
amplitud y diversidad de sus intereses y en sus inteligentes opiniones sobre muchos
problemas políticos y científicos. Su posición general en teoría económica no difiere
mucho de la de Petty, con quien compartía la afición por la experimentación. Los
principales indicios de que más de sesenta años separan los escritos de uno y otro son la
mayor frecuencia en los libros de Franklin de conceptos y formulaciones fisiocráticos, y
un modo de expresión más sistemático. Su primera obra, A Modest Inquiry into the
Nature and Necessity of Paper Currency, que publicó a la edad de 23 años, contiene una
declaración sobre la determinación del valor que es casi idéntica a la de Petty en su
342
Treatise. Sin embargo, en un folleto posterior, Observations Concerning the Increase of
Mankind (1751), Franklin se adhirió al círculo siempre en aumento de pensadores que
hoy sabemos que se anticiparon a las opiniones de Malthus sobre la población. Franklin
escribió varias obras económicas sobre asuntos muy diversos. En todas ellas se muestra
dotado de una inteligencia extraordinariamente aguda y poseído por el mayor respeto al
criterio pragmático que ha perdurado hasta hoy como rasgo especial del pensamiento
social norteamericano.
Una gran parte de los escritos inmediatamente posrevolucionarios estaba constituida
de folletos, y este estado de cosas persistió hasta finales del primer cuarto del siglo XIX.
Las dificultades fiscales y monetarias de la Confederación originaron muchas polémicas
y una obra económica creciente; Alexander Hamilton y Albert Gallatin, secretario del
Tesoro bajo la presidencia de Jefferson, probablemente son los autores más conocidos
de aquel periodo. Jefferson, aunque era, desde luego, una figura gigantesca en filosofía
política y social, emitió muy pocas opiniones sobre economía.
Hasta la tercera década no empieza a aparecer nada que tenga carácter de estudio
sistemático del proceso económico. Hasta entonces no se modificó la economía
predominantemente agrícola del país por el tipo de desarrollo industrial que venía
teniendo lugar en Inglaterra por lo menos desde hacía cien años.
La obra de Smith fue reeditada varias veces, y se hicieron ediciones norteamericanas
de Ricardo y de Say. Pero esto ocurría algunos años antes de que hubiera un interés
general grande por la obra de los clásicos. Mas con el desarrollo de la industrialización en
los estados del Atlántico y la apertura del Oeste a partir de 1830, al estudio de los
problemas individuales de política se añade el comienzo del estudio sistemático de la
economía política por especialistas en colegios y universidades.
No son muy importantes las escasas exposiciones sistemáticas de los principios
económicos que datan de este periodo anterior a la Guerra Civil. Generalmente
reproducen las peores características de la época de mediocridad posricardiana, a saber:
falta de agudeza de pensamiento y una preocupación pedestre por la nitidez de la
exposición de las teorías de los maestros. Todos los primeros exponentes académicos de
la materia caen dentro de esta clase. Las raras excepciones hay que buscarlas entre los
proteccionistas, quienes, ya escribiesen tratados voluminosos o pequeños folletos, eran
folletistas por naturaleza propia.
Statement of Some New Principles on the Subject of Political Economy (1843), de
John Rae, merece ser mencionado por su ataque a las doctrinas librecambistas de La
riqueza de las naciones y por su teoría sociológica del capital. Otro folletista
proteccionista de aquel tiempo (aunque gran parte de su obra corresponde al periodo
anterior), Mathew Carey, merece ser mencionado, aunque no sea más que porque su
nombre fue perpetuado por su hijo, uno de los pocos economistas norteamericanos
importantes de principios del siglo XIX.3
Henry C. Carey (1793-1879) empezó siendo discípulo de la escuela clásica inglesa y
librecambista. Como Fichte y List, no tardó en verse obligado por el medio en que vivía
a cambiar de opinión. En su Principles of Political Economy (1837-1840) y en sus otras
343
obras sustenta una teoría del valor-trabajo y manifiesta su creencia en la posibilidad de
un mejoramiento continuo de la situación de las clases trabajadoras. Su talento analítico
no era muy grande, pero tenía suficiente visión para percibir las implicaciones
inarmónicas del ricardismo. Como no es sorprendente en quien escribía en los tiempos
de los primeros colonizadores del Oeste, Carey rechazó la teoría ricardiana de la renta,
que había de adoptar más tarde otro pensador norteamericano importante del siglo XIX,
Henry George. Para él no existía el problema de la escasez de tierra, y no temía, como
temieron los testigos de la Revolución industrial de Inglaterra, que los terratenientes
cobrasen un tributo cada vez mayor. Su optimismo y su nacionalismo le llevaron a lo
largo de un camino paralelo al que tomó List. Sin embargo, hemos de recordar que la
“escuela nacionalista” que fundó Carey, así como las últimas ideas de éste, revelan que
tenían mucho más en común con diversas escuelas utópicas europeas de reforma social
que con List y con el proteccionismo que después cobró tanta importancia en los Estados
Unidos.
El fin de la Guerra Civil inauguró una era de desarrollo económico rápidamente
creciente y de actividad teórica. La economía se convirtió en materia cada vez más
popular en los planes de estudios de las universidades, y el número de los economistas
profesionales y de los libros sobre la materia creció a ritmo acelerado. La “segunda
revolución norteamericana”, en fin, preparó el terreno para la expansión de la industria
manufacturera y para el pleno establecimiento del capitalismo moderno. Creó una clase
numerosa de asalariados, abrió un dilatado comercio interior, y aceleró la evolución del
Oeste y el rápido agotamiento de las posibilidades colonizadoras de la frontera. Anunció
una era plena de los problemas que Europa venía experimentando hacía mucho tiempo.
También aumentó grandemente el campo de la actividad económica del gobierno y el
problema de la política económica.
Desde ese momento la economía se convierte en una disciplina institucionalizada;
pero aunque creció rápidamente el número de cátedras universitarias consagradas a la
materia, hay que advertir que desde entonces hasta ahora la práctica de la investigación
económica teórica en los Estados Unidos mantuvo siempre vínculos mucho más
estrechos y continuos con el mundo de los negocios y con el gobierno que en Inglaterra.
El periodo transcurrido entre la terminación de la Cuerra Civil y los finales del siglo se
caracteriza por la división entre la escuela “antigua” y la “nueva”, y por el aumento de la
actividad y los escritos socialistas. A la escuela antigua pertenecen muchos economistas
que tuvieron mucho en común con los posricardianos, contra quienes Jevons y sus
colegas los marginalistas lanzaban invectivas en Inglaterra. Pocos de ellos alcanzaron una
fama que rebasara las fronteras de los Estados Unidos, y Francis A. Walker (1840-1897)
es el único representante del grupo en el campo de la economía general. Walker trabajó
en campos muy diversos y en todos se distinguió por una energía notable y por la firme
adhesión a opiniones definidas. En cuestiones monetarias fue decidido adversario de las
opiniones de la escuela bancaria y fiel partidario de la teoría cuantitativa. Trabajó mucho
en estadística, para lo cual le brindó buena oportunidad su experiencia de funcionario
público. En teoría pura, una de sus ideas más importantes fue la insistencia sobre la
344
distinción entre interés y ganancias y subrayar la analogía de las ganancias y la renta.
Pero a Walker se le conoce, sobre todo, como uno de los principales adversarios de
la doctrina del fondo de salarios, ya abandonada en aquel tiempo en su primitiva forma
por la mayor parte de los economistas ingleses. Walker la sustituyó con una teoría
residual de los salarios cuya finalidad era destacar el interés de las clases trabajadoras en
el progreso y la acumulación continuos. Estas opiniones aparecen expuestas en muchos
escritos, el primero de los cuales, The Wages Question (1876), contiene quizá la
exposición más vigorosa. La estructura general de las teorías de Walker parece acercarle
más a los pensadores continentales europeos de principios del siglo XIX, en particular a
los alemanes del grupo de Lotz, Von Hermann y Hufeland, mencionados en el capítulo
VII. Pero demostró darse más claramente cuenta de las posibilidades pesimistas de la
escuela clásica, como lo comprueba su oposición a la doctrina del fondo de salarios.
También fue muy influido per oppositionem por el creciente movimiento socialista
norteamericano. Su Political Economy (1883), que fue un libro de texto muy usado en
su tiempo, hoy nos parece notable, sobre todo por el vigoroso lenguaje que usa en sus
ataques al número rápidamente creciente de escritos adversos al orden existente de
cosas, incluso los planes del impuesto único formulados por Henry George y en Utopía
de Edward Bellamy; clama en él, patéticamente, por un “nuevo Adam Smith u otro
Hume”, súplica que fue colmada algunos años después con John Bates Clark.
Se dice que Walker tuvo un gran sentido de lo justo y que evitó caer en una fe
intransigente en el laissez faire. Pero su ignorancia del movimiento teórico europeo y su
fuerte antipatía por todo lo que oliera a radical forman un contraste manifiesto y extraño
con el hecho de haber aceptado el cargo de primer presidente de la American Economic
Association, pues esta entidad fue fundada en 1885 como organización de la nueva
escuela. Sin embargo, la paradoja se desvanece cuando se examina el carácter de esa
“nueva escuela” contra el fondo de las circunstancias existentes en el momento de su
aparición. Los comienzos de la nueva escuela pueden situarse en el decenio de 1870,
cuando el número rápidamente creciente de cátedras universitarias se cubría con jóvenes
que se habían preparado en Alemania. Estos jóvenes habían recibido la influencia de los
dirigentes de la escuela histórica alemana y del incipiente movimiento del
Kathedersozialismus. La American Economic Association nació bajo el impulso de esas
dos influencias y parece haberse formado siguiendo muy de cerca el modelo que le
ofrecía la Verein für Sozialpolitik. Su oposición a la tradición ricardiana, la importancia
que concedía a los estudios históricos, y su interés por la reforma social la pusieron en
pugna con el modo de pensar que prevalecía entre los economistas académicos de la
generación anterior.
La hostilidad de los economistas conservadores se intensificó por el hecho de que
estaban consagrados al intento de detener la marea ascendente de los escritos socialistas.
Fue aquélla una época en que los Estados Unidos empezaron a experimentar los
desórdenes que parecen señalar siempre la aparición del capitalismo industrial. El
desarrollo del movimiento obrero norteamericano fue acompañado por una masa de
escritos que reflejaba fielmente la confusión y los tanteos en busca de una teoría crítica
345
coherente sobre el capitalismo que Inglaterra y la Europa continental habían mostrado
unos decenios antes. Su analogía con la evolución europea es tan marcada que hace
innecesario estudiarla aquí. También en los Estados Unidos consistió en la mezcla más
heterogénea de teorías y planes que iban desde la reforma monetaria hasta las ideas
cuasimarxistas.
No obstante, debemos mencionar a uno de los pensadores de ese grupo que alcanzó
fama internacional y que es bastante representativo de una gran parte de la obra crítica
de aquel tiempo. Fue, además, el objeto más frecuente de los ataques de los ortodoxos.
La obra de Henry George (1839-1897), aunque todavía circula ampliamente, ha dejado
de suscitar mucho interés y de ser una fuerza importante en el mundo actual. Los
economistas académicos no la consideran ya tan peligrosa que sea necesario condenarla
y refutarla, y en el movimiento obrero ha sido remplazada por otras teorías. La vida de
Henry George explica en cierta medida sus ideas. El ambiente en que se movió recuerda
algo al de Proudhon, aparte las diferencias de tiempo y lugar. George también procedía
de una familia de la clase media baja, y a través de todas las vicisitudes de una vida dura,
accidentada y asediada por la pobreza, siempre fue lo que puede llamarse propiamente
un pequeño burgués. No perteneció nunca a la clase de los asalariados, que ya estaba
formada y crecía rápidamente en su tiempo. Su relación con el movimiento obrero se
produjo desde afuera: George le brindó una panacea.
También él fue impresionado por un síntoma muy perceptible de desorden
económico, aunque muy distinto del síntoma que absorbió la atención de Proudhon. Su
larga permanencia en California quizá contribuyó a llevarle al convencimiento de que era
el monopolio de la tierra lo que causaba la pobreza entre los hombres: un fuerte fondo
religioso, cierta arrogancia innata, un estilo fácil y una carrera periodística quizá se
combinaron con la experiencia de la dura pobreza para inspirarle un celo de misionero en
la propagación de esta idea. Parece que su primera exposición, en Our Land and Land
Policy (1871), fue escrita sin ningún estudio previo de la economía política clásica. Pero
después de este primer manifiesto George leyó las obras de los clásicos y le encantó
encontrar en Ricardo una teoría de la renta, una defensa de la libertad de comercio y una
teoría del desarrollo económico que constituían una demostración más rigurosa de las
teorías sobre las cuales se basaban sus proposiciones.
La obra más famosa de George, Progress and Poverty (1879), y su obra póstuma,
Science of Political Economy (1897), contienen exposiciones más detalladas y revelan el
conocimiento más extenso que el autor había adquirido de la bibliografía económica.
Pero la médula de su pensamiento es la misma. Todo el mundo —dice George— tiene
un derecho natural a aplicar su trabajo al cultivo de la tierra. La propiedad privada y el
monopolio de la tierra anulan ese derecho. Además, a medida que la comunidad
progresa, los terratenientes exigen un tributo cada vez mayor en forma de renta. De aquí
la paradoja del progreso y la pobreza. El remedio está en gravar la tierra. Y el
movimiento inspirado por George se fue interesando cada vez más por el plan de un
impuesto único, aunque el mismo George lo incluía con frecuencia en un proyecto de
reforma más amplio, particularmente en ocasión de sus campañas electorales.
346
Hemos de recordar que esa teoría no era original de Henry George, y que su
influencia se limitó al movimiento del impuesto único como tal. Los orígenes de la teoría
misma se remontan a los conceptos fisiocráticos que fueron muy comunes en muchos
países durante el siglo XVIII. Su aplicación a los fines de un programa de política
económica se encuentra también en pensadores muy anteriores, como los discípulos
inmediatos de Ricardo y sus contemporáneos franceses. James Mill, Cherbuliez y otros
se inclinaban por una utilización análoga de la teoría ricardiana de la renta.
No es fácil formular un juicio valorativo de George. Es innegable que ejerció una
influencia poderosa, aunque pasajera, de carácter crítico y radical, por lo menos en la
esfera de las ideas. Puede mencionarse como cosa sabida que Veblen aceptó las ideas de
George en sus primeros años.4 Sin embargo, en sus escritos posteriores no hay ni el
menor indicio de esa influencia. Tampoco fue muy profunda la huella de George en el
movimiento obrero. El ascenso meteórico y la casi igualmente rápida caída de su
influencia, se explican por la mera combinación de su insistencia en una sola idea, su
cerrazón ante los problemas económicos en general y su presunción profética. Parece
que George participó en buena medida de la ceguera que produce una idea fija. Si bien
dirigió su atención a los problemas suscitados por el capitalismo industrial, nunca se le
ocurrió advertir que esos problemas no eran menos agudos en los Estados Unidos que en
Europa, aunque la situación de la tierra en que tuvo lugar el desarrollo del capitalismo
era, desde el punto de vista de su teoría, mucho más favorable en el lado norteamericano
del Atlántico. La agitación de los “no rentistas” en Nueva York durante los decenios de
1830 y 1840 también pudo influir en sus ideas, pero no parece haber sido ése el caso.5
La importancia de George desde el punto de vista de la evolución que estudiamos
aquí, es la de un símbolo. Se le puede considerar como representante de la masa de
doctrina sin base que tanto inquietó a los economistas del último cuarto del siglo XIX. Los
más miopes de los educados en la tradición se mostraban dispuestos a ver en la nueva
escuela otra inyección de fuerza a la heterodoxia, sumamente peligrosa porque afectaba
el pensamiento mismo y a la enseñanza académica. Puede haber sido la casualidad o una
visión de gran alcance lo que hizo que Francis Walker ignorase esos escrúpulos y se
adhiriese a la nueva Association. Su osadía estaba justificada. No tardaron mucho ambos
bandos en dar muestras de un espíritu más conciliador.6 La Association desistió de la
importancia que concedía a la reforma social; la nueva escuela, originariamente producto
de la influencia histórica alemana, se volvió hacia la teoría con renovado entusiasmo, y
nació el marginalismo en los Estados Unidos.
2. LA ESCUELA MARGINALISTA
Reseñar la versión norteamericana de la doctrina de la utilidad marginal es labor ingrata.
Gran parte de los primeros escritos de este movimiento padece una grave incapacidad
desde el punto de vista del plan que seguimos en este libro: no se distingue
suficientemente del trabajo inglés y del europeo continental anteriores para merecer un
347
estudio detenido. En cuanto a las manifestaciones más recientes en el campo de la teoría
pura nacidas de las doctrinas aparecidas en el último cuarto del siglo XIX, tienen un
carácter demasiado detallista o, desde un punto de vista histórico amplio, son demasiado
insignificantes para ocuparse de ellas extensamente. En consecuencia, es inevitable que
concedamos escasa atención a la obra de muchos autores.
En los Estados Unidos el marginalismo es, en parte, un producto indígena y, en
parte, importado de Austria y de Inglaterra. Su aparición espontánea en el continente
americano es casi por completo obra de un pensador, John Bates Clark (1847-1938). En
este breve resumen tenemos que darle un lugar de honor, pues puede decirse que
desarrolló el principio de la utilidad marginal de una manera independiente y, además, dio
a los problemas de la producción y la distribución una aplicación muy importante
históricamente. Clark pasó dos años en Alemania como discípulo de Roscher y de Knies,
y gran parte del halo ético y teleológico de su obra hay que atribuirlo a esa influencia. Sin
embargo, cuando inició a los 30 años su carrera en el magisterio y asentando por escrito
su pensamiento, reveló rápidamente su interés teórico.
Entre 1877 y 1882 escribió una serie de artículos para el New Englander, que revisó
y reeditó en 1885 como su primer libro, The Philosophy of Wealth. Esta obra contiene al
mismo tiempo su primera formulación del principio de la utilidad marginal y su hostilidad
hacia algunos de los dogmas de la economía política clásica, adquirida sin duda mientras
estudió con los historiadores alemanes. Clark se quejaba de los clásicos por tres razones.
Afirmaba que, al postular un hombre económico, habían ignorado los móviles más altos
de la conducta humana, que eran, de hecho, extremadamente importantes. Otro dato
fundamental erróneo de la teoría clásica era creer en la competencia; en primer lugar, era
evidente que la competencia iba desapareciendo; en segundo lugar, había que insistir en
que la competencia sólo existia porque lo permitían las fuerzas morales, pues la controlan
y atemperan los valores morales de la sociedad, que son, en definitiva, los más
poderosos. Y, por último —y aquí es muy visible la influencia del Historismus alemán—
la teoría clásica no comprendió que la sociedad era un organismo.
La nueva filosofía de la riqueza propugnada por Clark pretendía remediar esos
defectos. En cierto sentido, su libro era el manifiesto de la nueva escuela, y su autor lo
consideraba una parte de la extensa rebelión contra “el espíritu general de la antigua
economía política”. Clark abandonó las limitaciones del hombre económico dejando a un
lado la distinción de los clásicos entre trabajo productivo e improductivo y definiendo la
riqueza en términos muy amplios. En cuanto a la competencia y al concepto “orgánico”
que los clásicos habían destacado en primer término, Clark creía que producían la
mejora necesaria el espíritu ético en el comercio, el desarrollo de la cooperación
voluntaria y el aumento del uso común de los bienes “inapropiables”, tales como las
obras de arte. De la aportación más notable hecha después por Clark a la teoría
económica, o sea la doctrina de la productividad marginal, no hay indicios en esta
primera obra, salvo la afirmación de que tanto los salarios como el interés tienen su
fuente en el producto. Pero dio expresión a la teoría de la utilidad marginal. El valor —
dice— es la medida de la utilidad; pero hay que distinguir la utilidad “absoluta” de la
348
“efectiva”. Esta última es medida por la alteración de las condiciones subjetivas
ocasionada por la desaparición o la adición de algún objeto. En esta definición se halla
contenida la esencia de todo el punto de vista marginalista desde Gossen hasta Menger.
Philosophy of Wealth también es importante, porque en él expone Clark su concepto
del “valor social”, destinado a infundir en la economía la concepción orgánica de la
sociedad de que carecían los clásicos. Esta doctrina no se diferencia mucho de la de
Wieser, aunque no está tan minuciosa ni tan coherentemente desarrollada como la del
“valor natural” de éste. La teoría de Clark equivalía a decir que, aunque la utilidad
efectiva parece un fenómeno subjetivo individual, es la sociedad la que hace la
estimación de la utilidad que constituye el valor en el mercado. Análogamente, la
desutilidad puede ser considerada desde un punto de vista social, produciendo así algo
parecido a una formulación psicológica de la teoría del valor como producto del trabajo.
Aunque el concepto del valor social expuesto por Clark dio origen a abundantes escritos,
ahora ha perdido todo interés, si bien conserva su importancia histórica. Es interesante
como indicio del género de cosas que inquietaban a los primeros exponentes de la
utilidad marginal. Por una parte, había las necesidades puramente teóricas de enlazar la
teoría nueva con la antigua, de “cuantificar” y “socializar” las valuaciones intensivas
individuales. (El ejemplo más ingenioso de esto es, quizá, la teoría de la escala comunal
formulada por Wicksteed.) Por otra parte, había el deseo de conservar algunos de los
elementos eticosociales de la economía que tanto habían subrayado las escuelas histórica
y socialreformista. El interés personal de Clark por esos elementos no duró mucho
tiempo, aunque persistió en todos sus escritos alguna huella de él. En su última obra
adoptó una actitud completamente distinta hacia muchos de los problemas en que se
ocupó.
En los años que siguieron a la publicación de Philosophy of Wealth, un gran número
de artículos indicaron la dirección que tomaban los intereses y las ideas de Clark; pero la
formulación definitiva de las ideas expuestas en esos artículos apareció hasta 1899,
cuando se publicó The Distribution of Wealth, que es el libro más importante de ese
autor, así como el primer libro norteamericano verdaderamente importante según un
criterio moderno. Era sistemático y mostraba un progreso considerable sobre la obra de
los contemporáneos de Clark en el grado de coherencia teórica que ofrecía. Además,
contenía una ampliación importante del principio marginal (que ya gozaba de aceptación
muy extensa en aquel tiempo) al campo del análisis de la producción y la distribución.
La parte más importante de la obra principal de Clark, es, sin duda alguna, la
exposición del principio de la productividad marginal. Pero vale la pena echar una ojeada
a los aspectos más generales del libro. Clark reitera los postulados de la economía que
considera comunes en su tiempo y les añade algunos otros.
Los postulados admitidos, según él, son ciertos supuestos básicos sobre la conducta
humana y sobre la estructura social. Tales supuestos son la propiedad privada, la libertad
individual, la limitación de la actividad gubernamental a aquellos campos que Adam
Smith le había asignado como adecuados para ella, la movilidad del capital y del trabajo
de acuerdo con el estímulo de una remuneración variable y, por último, el deseo del
349
individuo de satisfacer ciertas necesidades objetivas. Sería difícil discutir el buen juicio
de Clark en lo que respecta a la importancia de su elección de esos cinco supuestos
como fundamentales para el cuerpo actual del análisis económico. Pero Clark no estaba
satisfecho en cuanto a su alcance, y les añadió otros tres. Son los siguientes: primero, la
sociedad es un organismo; segundo, en economía hay que distinguir entre análisis
estático y análisis dinámico; y tercero, las leyes de la economía sólo son válidas si el
sentido moral de la comunidad las aprueba. El primero y el tercero de estos postulados
adicionales son restos evidentes de la influencia de la escuela histórica, y revelan el fuerte
interés que Clark sentía por la ética. El segundo es de otro carácter, y desde el punto de
vista de la teoría económica pura quizá ha sido la aportación más fructífera de Clark.
El interés ético encuentra una salida curiosa. Obliga a Clark a subrayar la necesidad
de descubrir las leyes de la distribución, porque es éticamente importante saber si los
hombres reciben todo lo que han creado.7 Por otra parte, sostiene que el problema de si
está justificada la existencia de algunos de esos postulados básicos debe considerarse
como un problema ético, lo cual implica que un economista no puede discutirlo.8 Sin
embargo, de esta declaración de la actitud inicial del propio Clark resulta claro que él
mismo por lo menos formuló su teoría de la distribución esencialmente como una
aportación a los problemas de la justicia social. Pensadores posteriores han sostenido que
no hay una relación lógica necesaria entre la explicación, basada en la productividad
marginal, de cómo se determinan las participaciones en la distribución, y cualquier
justificación política o moral de los resultados del proceso de formación de los precios en
el mercado. Pero conviene recordar que los autores a quienes más se deben las primeras
formulaciones de estas teorías estaban igualmente interesados en “lo que es” y “lo que
debería ser”.
Por lo que hace a metodología, Clark sigue dividiendo la economía en tres partes:
una formula leyes universales, y se ocupa del hombre aislado; la segunda y la tercera
tratan de los fenómenos económicos de carácter social. La primera es estática: supone
que no se producen cambios en los datos básicos de la economía. La segunda es
dinámica: reconoce que hay cambios en los supuestos fundamentales del análisis. En
seguida veremos que son esos cambios los que, según Clark, hacen dinámica a la
economía. Sin embargo, su principal análisis de la distribución se limitó a una situación
estática. Sus supuestos básicos eran cuatro, y pueden resumirse del modo siguiente: en
primer lugar, suponía que actuaba el principio de la utilidad decreciente, y definía este
principio en términos que casi lo identificaban con la segunda ley de Gossen. En segundo
lugar, Clark suponía que la producción se realiza en condiciones de rendimientos
decrecientes, definidos tan materialmente como en términos de valor. Aunque dio a esta
ley un lugar prominentísimo en su sistema, cometió varios errores analíticos al
formularla: no sólo la expuso confusamente, sino que no acertó a formularla de la
manera lógicamente impecable (si no muy fructífera) en que aparece habitualmente en
las exposiciones modernas, a saber, como descripción de una situación de ganancia en un
estado de equilibrio de la competencia con distribución óptima de los recursos
productivos. La formulación de Clark era tan extremosa, que no admitía la posibilidad de
350
que hubiera durante algún tiempo rendimientos crecientes antes de que surgieran los
rendimientos decrecientes. Clark propuso la solución absolutamente inadmisible de
considerar de carácter dinámico los cambios en la combinación de los factores de la
producción que dan por resultado rendimientos crecientes y, por lo tanto, habían de
quedar excluidos ipso facto del análisis.9
El tercer postulado es que los bienes se dividen en bienes para el consumo presente y
bienes que se aplican a crear riqueza en lo futuro. Pero debe advertirse que la existencia
de capital estipulada por Clark se combinaba con la insistencia en las limitaciones de la
economía estacionaria. El capital, según Clark, se crea por abstinencia, por la reducción
del consumo presente en favor de la creación de riqueza en lo futuro. Pero una
economía estacionaria es aquella en que hay un grado determinado de abstinencia, es
decir, que permite una creación de bienes de capital suficiente para sonservar el equipo
productivo existente. En situaciones estacionarias no hay una nueva abstinencia neta.
Como supuesto final, Clark dice que el principio de la utilidad marginal rige
igualmente la producción y el consumo. Dados estos postulados, físicos unos y
psicológicos otros, la competencia (en la cual Clark tenía por aquel tiempo mucha fe)10
distribuiría los factores de la producción hasta que no pudiera obtenerse ninguna ventaja
con un nuevo cambio. Cuando se ha conseguido este ajuste —que llega hasta el
subgrupo más pequeño—, ya no puede haber utilidades. Como veremos, la posibilidad
de un rendimiento distinto del que va al capital y al trabajo está reservada a la economía
dinámica. En el estado estacionario los salarios y el interés son los únicos rendimientos
normales.
Conviene que veamos inmediatamente cómo trata el problema de la tierra. Clark no
admite que la renta sea un rendimiento independiente, pues niega que la tierra sea distinta
de cualquir otro factor impersonal de la producción. Los clásicos habían considerado a la
tierra diferente del capital al subrayar dos propiedades de aquélla: una, que su oferta es
fija, y otra, que hay tierras de diferentes calidades. Según Clark, ésas no son
características especiales de la tierra, sino cualidades comunes a todos los bienes de
capital. En una economía estacionaria puede suponerse que todos los bienes ffsicos de
capital, incluida la tierra, existen en cantidad fija. Además, la movilidad estipulada del
capital (que es necesaria para conseguir el equilibrio de la competencia) también existe en
la tierra en proporciones importantes. Las diferencias de calidad de diferentes partes de
la oferta son también característica común de todos los bienes de capital. Así pues, Clark
sostiene que cualquier elemento diferencial que se encuentre en el rendimiento que va a
la tierra no es peculiar de ésta, sino que puede encontrarse en el rendimiento que va a
cualquier clase de capital.
Pero la parte más importante de toda la teoría es la determinación de los dos
rendimientos “normales”, o sea los salarios y el interés. Aquí es donde en realidad toma
forma la teoría de la productividad marginal. No fue Clark el primero en enunciarla.
Hemos visto sus raíces en muchos precursores, de los que son ejemplos notables
Longfield y Thünen, y también debe reconocerse a otros representantes anteriores del
marginalismo, sobre todo a Marshall, el mérito de haber contribuido en algo al desarrollo
351
de esta doctrina. Pero en la obra de Clark la teoría de la productividad marginal ocupa
una posición muy céntrica, y además alcanzó fama especial por la manera como fue
formulada.
Podemos resumir el razonamiento de Clark del modo siguiente: en régimen de
competencia perfecta, se empleará un servicio productivo hasta el momento en que la
adición al producto de la última unidad empleada sea igual al costo de esa unidad. La
condición estipulada de la competencia perfecta garantiza que el empresario habrá de
pagar al servicio productivo que emplea una cantidad igual al valor del producto que
aquel servicio crea. Así pues, como el rendimiento que corresponde a la última unidad
empleada de un servicio productivo no puede ser inferior al valor de lo que esa unidad
añade al producto, podemos decir que el salario del hombre marginal será igual al
producto marginal.
También puede decirse, basándose en el principio de indiferencia, que el salario de
cada unidad de trabajo empleada será igual al producto marginal del trabajo. En este
punto surge una cuestión que Clark plantea explícitamente: ¿el hecho de que el salario
pagado a cada obrero sea igual al del trabajador marginal, quiere decir que el empresario
obtiene un excedente, esto es, un excedente de productor análogo al excedente de
consumidor que se encuentra en ciertos tipos de análisis de utilidad decreciente? En otras
palabras, Clark se pregunta si la teoría proporciona una nueva prueba de la explotación
del trabajo. Su respuesta es negativa. En primer lugar, presenta el conocido argumento
de que, suponiendo que el trabajo sea totalmente intercambiable (supuesto que estamos
obligados a hacer según los postulados básicos de la teoría), la pérdida de cualquier
obrero siempre significa la pérdida del producto del hombre marginal.
El segundo argumento lleva directamente a la teoría del capital. Según Clark, el
capital se ajusta siempre a la cantidad de trabajo empleado, con el resultado de que, sea
cualquiera la combinación productiva, cada unidad de trabajo opera con la misma
cantidad de capital que cualquier otra. El producto “específico” de cada unidad de
trabajo es, por consiguiente, igual al de cualquier otra. Así, aunque el producto marginal
del trabajo es mayor cuando son pocos los trabajadores empleados y menor cuando se
emplean más unidades de trabajo, estas variaciones del producto marginal se deben a la
variación de la cantidad de capital empleado en la combinación productiva. Por esta
teoría de la productividad “específica” de los salarios se elimina la posibilidad de la
explotación. La teoría, por sí misma, excluye el despojo.11
Hay que advertir una vez más que pensadores posteriores han luchado con grandes
dificultades para eliminar esta connotación ética de la teoría de los salarios basada en la
productividad marginal. En otro lugar de este libro se estudian algunos de los problemas
generales que llevan consigo la relación entre el marginalismo y la política. Pero es
imposible negar que Clark mismo deseó vivamente hacer de su teoría una defensa del
statu quo. A muchos de sus contemporáneos les disgustó eso, y no fueron pocas las
objeciones que se le opusieron. Algunas, como la de F. W. Taussig, eran analíticas.12
Señalaron el hecho, después bien comprobado, de que la noción de una productividad
específica independiente de un factor es una abstracción, y no puede tener relación con
352
problema tan realista como la justificación de una tasa determinada de remuneración. El
producto es el resultado conjunto de factores empleados en combinación, y la
aseveración de que los salarios son iguales al producto marginal neto del trabajo ha de
ser considerada sólo como uno de los elementos de una teoría de los salarios. Otros
autores —el profesor F. A. Fetter, por ejemplo— arguyeron que los problemas de la ética
y los de la economía abstracta son enteramente distintos y que de un análisis económico
no puede deducirse ningún juicio ético. En cuanto al primer punto, la teoría ha sido muy
refinada desde entonces y ha entrado a formar parte del análisis del equilibrio general. En
cuanto al segundo argumento, la discusión, que en aquel tiempo parece haber sido
bastante enérgica, ha perdido hoy todo su sabor. Es interesante observar, sin embargo,
que los economistas norteamericanos que recibieron la influencia austriaca más fuerte
fueron los más decididos a estrechar los lazos entre la ética y el mercado. La versión
austriaca de la teoría de la distribución, por lo menos en su primera forma, era, desde
luego, mucho más fácil de defender contra la acusación de ser apologética, pues una
teoría de la “imputación” de las participaciones en el producto es mucho más fácil de
defender como descripción “neutral” del funcionamiento del mercado abierto a la
competencia, que una teoría que por su mismo nombre sugiere que el trabajador obtiene
el valor que produce.
La teoría de Clark sobre el capital y el interés puede resumirse muy brevemente.
Veremos que la teoría del interés es, en gran parte, la misma de los salarios, pero en
muchos respectos es muy superior analíticamente, en parte quizá, porque está más libre
de la sugestión de que se precisen justificaciones éticas. El estudio de Clark sobre el
concepto de capital es una de sus aportaciones especiales a la teoría económica y,
además, tiene un sabor peculiarmente norteamericano. Nació de las discusiones que
tuvieron lugar en las dos últimas décadas del siglo pasado y, desde los tiempos de Clark,
muchos economistas norteamericanos han mostrado interés especial por él. Ya en 1887,
Clark había señalado, en un libro titulado Capital and Its Earnings, las ambigüedades
del uso del concepto de capital en los autores posclásicos. El ambiente social en que tuvo
lugar la discusión —que duró decenios—, era el mismo que había producido a Carey y
su oposición a la teoría ricardiana de la renta, en la que había nacido la doctrina del
impuesto único sustentada por Henry George, aquél del cual el mismo Clark había
sacado sus ideas sobre la tierra y la renta. Porque en la joven y pujante economía
norteamericana era difícil adherirse a la idea de que la tierra era un factor escaso de
producción. Del mismo modo, era manifiesto a todos los economistas que la propiedad
territorial era una forma importante de inversión y acumulación de capital así como una
fuente importante de ingresos.
Clark empezó por observar, como muchos economistas socialistas habían hecho
antes con otro propósito, que el término capital se usaba para designar dos cosas distintas
e independientes: los bienes concretos empleados como medios de producción, y “un
quantum abstracto de riqueza productiva”.13 El primero era un concepto que abarcaba
ciertos datos técnicos; el segundo era un concepto abstracto de valor peculiar a la
economía. En el continente americano esta distinción entre la forma concreta del agente
353
de producción y la fuente abstracta de una corriente de ingresos era particularmente
obvia en el caso de la tierra. Así pues, el conjunto de la teoría de Clark sobre la
producción y la distribución tiene coherencia lógica.
Pero Clark no formuló de una manera totalmente feliz su distinción de las dos clases
de capital. En primer lugar, identificó los bienes concretos de capital con los bienes
“materiales”, cayendo así en las dificultades innecesarias que Adam Smith no había
sabido evitar. En segundo lugar, después de establecer la distinción hoy notoria entre
medios de producción y valores capitalizados de una serie de ingresos futuros, la
combinó innecesariamente con una declaración relativa al método por el cual el capital,
en el sentido abstracto, se conserva, se acrece o se consume. Los bienes de capital —
dice—, no sólo pueden ser destruidos, sino que deben serlo para que su propiedad de
crear valor no se pierda. El capital, por otra parte, es permanente, en el sentido de que
debe ser conservado si la comunidad no ha de sufrir un desastre.14 Es evidente que esta
formulación es engañosa y que no tiene, en realidad, una relación necesaria con la
distinción lógica y terminológica entre capital y bienes de capital. Es engañosa porque el
capital no es “permanente” por sí mismo, sino únicamente como resultado de cierta
dirección específica del proceso de producción. Por esa razón, también, es motivo de
confusión distinguir entre capital y bienes de capital definiéndolos en términos de
permanencia e impermanencia.
La teoría austriaca del capital asociada al nombre de Böhm-Bawerk no estaba en
armonía con esta tendencia norteamericana iniciada por Clark. La teoría de aquél sobre
los procesos indirectos de producción y el fondo de subsistencia implicaban
inevitablemente la importancia de los aspectos concretos de la producción capitalista. Su
mayor interés parecía centrarse en los bienes concretos de capital, es decir, en los medios
de producción producidos; y la distinción que Clark propugnaba no tenía interés para la
teoría austriaca. Al mismo tiempo, la teoría ricardiana de la renta se conservaba
sustancialmente intacta en la estructura teórica de Böhm-Bawerk; esto contribuyó
también a una aguda divergencia entre las dos ramas de la doctrina marginalista. Así nos
hallamos con el raro fenómeno de que, en este punto particular, los economistas
norteamericanos más antiguos, llamados ricardianos, estaban en un lado, mientras los de
la escuela nueva, que por lo demás habían sido muy influidos por los austriacos, estaban
en el otro. Entre los que compartieron y desarrollaron el concepto de capital en el sentido
de valor sustentado por Clark, podemos mencionar a A. T. Hadley, Irving Fisher y F. A.
Fetter. Este último, aunque muy influido en ciertos aspectos por el análisis económico y
las políticas de la escuela austriaca, puso especial interés en su Principles of Economics
(1904) en la distinción entre capital como inversión financiera relativa a toda especie de
bienes concretos (incluso la tierra) y riqueza, que consiste en bienes concretos (aunque
no necesariamente materiales) que es impersonal y debe ser definida, por consiguiente,
en términos de cualidades económicas más bien que de propiedad y de adquisición
individual. Fetter subrayó también que el “ingreso psíquico” puede consistir en cosas
totalmente diferentes de las que forman la riqueza concreta. Irving Fisher desarrolló
primero en una serie de artículos en el Economic Journal, en 1896 y 1897, un punto de
354
vista parecido que después amplió en varios libros, principalmente en The Nature of
Capital and Income (1908) y The Rate of Interest (1908). Lo mismo que Clark y que
Hadley, Fisher admitía el aspecto valor del dinero y le concedía igual importancia. Pero
su interés especial, sin embargo, lo puso en distinguir entre el ingreso como una corriente
de bienes y servicios a través del tiempo, y el capital como acervo de bienes en un
momento dado, consistentes ambos en las mismas cosas concretas.
Aunque en desacuerdo tajante con la doctrina de los procesos indirectos, la teoría de
Fisher sobre el interés está sustancialmente de acuerdo con la explicación de la existencia
del interés que da Böhm-Bawerk. Para él, el interés es el resultado de preferencias de
tiempo, la preferencia por el ingreso psíquico presente (satisfacción) sobre el ingreso
futuro. La teoría de Clark es, en gran parte, la misma en cuanto a la explicación del
origen primero del interés se refiere; pero contiene una exposición detallada de la
doctrina de la productividad marginal. Según Clark, el interés, en definitiva, se debe a la
existencia de preferencias de tiempo; pero su tasa está determinada por la productividad
marginal del capital, del mismo modo que los salarios del trabajo están determinados por
la productividad marginal del trabajo. La principal diferencia está en que, en el caso del
capital, no hay “zona de indiferencia” tal como la hay en el trabajo, pues no puede haber
empleo de capital sin trabajo. El análisis de la productividad específica es, no obstante, el
mismo que el del trabajo. Clark subraya que cuando pensamos en adiciones al capital,
debemos recordar que cambia toda la naturaleza de la estructura de los bienes de capital.
Así, el último incremento, que mide la productividad marginal, debe ser considerado
desde el punto de vista de la tasa del interés como un aumento de capital más bien que
de bienes de capital. Aunque sea una unidad de un bien concreto, su efecto es cualitativo
más bien que cuantitativo. Su desaparición causaría una redistribución desfavorable de
todas las demás unidades que constituyen la cantidad total de capital empleado: “este
incremento final del capital no puede sacarse físicamente de él”.15 Así pues, el producto
marginal por el cual se mide la tasa de interés es siempre el producto marginal del capital
más bien que el de los bienes de capital.
Para terminar este breve resumen de la aportación de Clark a la teoría económica,
sólo precisa añadir algunos puntos secundarios. Uno de ellos es el desacuerdo entre
Clark y Böhm-Bawerk sobre el problema de la producción capitalista. Esta controversia,
en la que se unieron a Clark, Fisher y Fetter, merece ser citada porque es otro ejemplo
del desacuerdo latente entre los exponentes norteamericanos de las doctrinas de la
escuela austriaca y los austriacos mismos.
La principal crítica de la teoría de Böhm-Bawerk se basa en el papel que la distinción
entre capital y bienes de capital desempeña en la estructura teórica de Clark. Dice éste
que la doctrina de Böhm-Bawerk sobre los periodos de producción es cierta para los
bienes de capital concretos, pero no es válida respecto del capital. Y de lo que trata la
teoría de la producción y de la distribución es del capital, y no de los bienes de capital.
Como el capital, según Clark, es permanente, hay que dar por cosa sabida su
conservación. En una economía estacionaria hay una estructura dada de producción que
relaciona el consumo y la producción. Dada esa estructura, puede constituir un hecho
355
técnicamente importante el que algunos bienes de capital deban pasar por cierto periodo
de producción antes de que lleguen a ser bienes de consumo acabados. Desde un punto
de vista económico esto no importa, porque se supone que la estructura de la producción
es tal que puede mantener continuamente determinado nivel de consumo. La
sincronización de la producción y del consumo es inevitable, y se mantiene en el proceso
capitalista de producción. En una economía estacionaria, la corriente de los bienes de
consumo es uniforme dentro de un periodo de tiempo. Cuando hay nueva abstinencia
neta, se crea capital y se modifica la corriente de los bienes de consumo. Pero aunque
quizá es posible “aumentar las unidades de capital que han de existir a través de los
tiempos…, no lo es aumentar los tiempos en que exista capital”.16
Entre los principales economistas norteamericanos de aquel tiempo existía un sólido
frente de oposición contra la “tercera razón” de Böhm-Bawerk. Clark, Fisher y Fetter la
atacaron, y causaron bastante impresión en la opinión teórica contemporánea. Quizá la
única excepción a esa tendencia que merece ser mencionada aquí es el libro de F. W.
Taussig titulado Wages and Capital. En esta obra se hizo el intento de revivir algo
parecido a la doctrina posclásica del fondo de salarios, pero en forma tan modificada
que, en realidad, se convirtió en una teoría de la producción capitalista no muy diferente
de la de Böhm-Bawerk en lo que se refiere a elementos como el fondo de subsistencia,
el tipo de interés y los efectos de los cambios de amplitud del proceso productivo. La
teoría de Taussig ejerció muy poca influencia a causa de su divergencia respecto de las
ideas corrientes en aquel tiempo. La de Böhm-Bawerk, en cambio, persistió a través de
una poderosa tradición oral y, finalmente, formó la base de una corriente de ideas que
contribuyó a formar la teoría moderna de las crisis.
Otro aspecto de la teoría de Clark sobre la economía estacionaria que puede
mencionarse, es su teoría del costo. Aquí se muestra mucho menos innovador: su teoría
del valor y del costo es superficial. En conjunto, tiende a aceptar el tipo de criterio de
costo de producción que se generalizó después de John Stuart Mill. Aprueba, desde
luego, la teoría de éste sobre los precios;17 pero como era un marginalista con tendencias
hedonistas, aceptó la teoría subjetiva de la utilidad y el cálculo del placer y el esfuerzo de
la teoría psicológica del costo real. Para él, el costo era, en último análisis, esfuerzo; la
utilidad era placer. El esfuerzo, a su vez, era trabajo o abstinencia, y la determinación de
sus recompensas se explicaba según la teoría de la productividad marginal relativa a los
salarios y el interés.
La última parte de la teoría de Clark que mencionaremos es su definición de la
economía dinámica. Es economía estacionaria aquella en la que los datos económicos
fundamentales no experimentan cambio. A la inversa, es economía dinámica, aquella en
la que pueden ocurrir algunos de los cinco posibles tipos de cambios: en la población, en
los gustos, en el capital, en la técnica y en las formas de organización industrial. El
estudio de Clark acerca de los efectos que puede tener sobre las conclusiones teóricas el
supuesto de cambios de esa clase, es superficial. Sin embargo, esa presentación explícita
de un cuerpo de doctrina dinámica y su distincion de la estática económica y su relacicón
con ésta, constituía por sí misma un logro importante, y dio a la economía
356
norteamericana un sabor característico a partir de entonces. La principal importancia
específica de la ampliación de los puntos de referencia está en su repercusión sobre la
teoría de las utilidades del empresario. Clark sostenía que en una economía estacionaria
no podía haber utilidades. Los dos rendimientos normales son los salarios y el interés, y
la renta es un rendimiento diferencial que se encuentra en el ingreso de todos los factores
impersonales de la producción. Pero en las condiciones de cambio que caracterizan a una
economía dinámica, es posible que haya utilidades. En condiciones estacionarias, el
empresario no es más que un inspector o vigilante, un trabajador cuya remuneración no
es de clase distinta de la de los demás receptores de salarios. Pero cuando cambian los
datos, el empresario se enfrenta con nuevos problemas en su tarea de coordinar el capital
y el trabajo, y la medida de su éxito en este proceso de readaptar el proceso de
producción a las condiciones nuevas es la medida de su recompensa especial, es decir, de
sus utilidades.
Esta teoría ha sido criticada muchas veces, aunque ha habido una tendencia
persistente —observable sobre todo en Marshall y sus discípulos— a eliminar las
utilidades del equilibrio estacionario y atribuir al cambio el ingreso del empresario. La
crítica que podemos citar aquí más apropiadamente es la formulada por un teórico
norteamericano actual que en muchos aspectos es discípulo de J. B. Clark. El profesor F.
H. Knight, en la segunda parte de su libro Risk, Uncertainty and Profit (1921), si bien
admite que sin cambios no habría utilidades en el sentido teórico, sostiene que no es el
cambio como tal, “sino la divergencia de las condiciones reales respecto de las que se
esperaban y tomaron como base para organizar los negocios”, lo que produce las
utilidades. Es la ignorancia del futuro, causada por el hecho de que los datos económicos
están cambiando constantemente, lo que produce un ingreso especial de empresario.
Este breve resumen del marginalismo norteamericano ha estado dedicado casi por
entero a la obra de J. B. Clark. Es muy difícil de evitar esta preponderancia, porque en el
primer periodo del marginalismo norteamericano —hasta principios de la tercera década
de este siglo, digamos— la obra de Clark acaudilla y representa el pensamiento
económico de su país. Por otra parte, en la actualidad las aportaciones norteamericanas,
exactamente como las de cualquier otro país, apenas si pueden identificarse por un
marbete nacional. Algunos de los otros exponentes notorios de las nuevas doctrinas ya
han sido mencionados al exponer las teorías de Clark. En general, podemos decir que las
aportaciones de estos pensadores han contribuido a orientar la economía norteamericana
en la misma dirección que la obra de sus contemporáneos europeos, o sea a alejarla de
las formulaciones hedonistas con que estaba tan estrechamente asociado el marginalismo
primitivo. La teoría norteamericana se ha distinguido por un intenso halo “psicológico”,
pero no utilitario. Esta cualidad se halla bien representada en la obra de Fetter; es muy
marcada en las teorías matemáticas de Irving Fisher, paralelas y en algunos aspectos
anteriores a las de Pareto y hasta aparece en las doctrinas marshallianas más ortodoxas
de Taussig. Uno de sus aspectos más importantes fue el desarrollo del concepto del costo
de sustitución, en que tuvo parte tan sobresaliente H. J. Davenport.
Aquí encontramos al pensamiento norteamericano uniéndose a las aportaciones
357
inglesas de Wicksteed y (aunque Davenport no quiera reconocerlo) de Marshall, y con la
reciente contribución austriaca de Wieser. Quizá la expresión más completa y concisa de
la forma final del marginalismo en el campo de la teoría del valor se encuentre en la obra
de un norteamericano. La tercera parte de Risk, Uncertainty and Profit, de F. H. Knight,
contiene quizá la mejor exposición de la teoría de la elección tal como quedó al fin tras
los sucesivos perfeccionamientos operados por una generación de marginalistas.
3. VEBLEN
Ningún economista contemporáneo ha tenido una carrera tan fluctuante en la estimación
de la opinión de su época como Thorstein Bunde Veblen (1857-1929). Entre las muchas
vicisitudes de su vida no fue la menos importante la resistencia de la mayoría de sus
colegas profesionales a sus ideas y, como consecuencia de ello, el estancamiento en su
carrera, juzgado por las normas consagradas del mundo en que vivía. Hacia el fin de su
vida, su influencia tanto dentro como fuera de las universidades llegó a ser
suficientemente grande para ofrecerle un amplio consuelo moral —si lo hubiese deseado
— de los desengaños de toda su vida. Hoy se admite ampliamente la profundidad de su
pensamiento y algunas veces se reconoce su influencia donde menos podía esperarse. En
realidad, lo que impresiona con más fuerza a quien emprende el estudio de Veblen es el
coro de admiración casi unánime que suscita su obra y la aprobación casi universal que
la acompaña.
Aun un examen rápido y superficial de su obra, desde el artículo sobre la Crítica de
la razón pura de Kant, publicado en 1884, hasta su libro Absentee Ownership y su
último artículo sobre economía, publicado seis años antes de su muerte, nos revela
inmediatamente que estamos ante un espíritu excepcional. No es difícil coincidir con
quienes han llegado a considerar la obra de Veblen como una aportación norteamericana
muy notable a la economía política. Según los criterios de originalidad, amplitud y
profundidad de pensamiento, pocos autores hay que tengan tanto derecho a ser incluidos
en la compañía extremadamente selecta de aquellos que durante los 250 años últimos
han añadido algo nuevo a las ideas sobre los problemas económicos y sociales.
Tenemos, naturalmente, que evitar caer en la exageración. Veblen no puede ser
comparado con los clásicos, Smith y Ricardo; ni con Mill en las esferas combinadas de la
filosofía social y la economía; ni con Marshall en esas mismas esferas y en la del análisis
económico peculiarmente aplicable a la política económica; ni, en nuestros mismos días,
con Keynes, preeminentemente el autor de la economía política del siglo XX. Medida por
la influencia inmediata para dar una dirección nueva a la corriente principal del
pensamiento económico, su obra ha de ser considerada mucho menos efectiva que la de
los fundadores del marginalismo. No obstante, si por un sistema de representación
proporcional en el que fuera la cualidad decisiva la originalidad de la aportación, por no
decir su singularidad, hubiera que elegir a un norteamericano para incluirlo entre los
grandes economistas, habría pocos que tuvieron tanto derecho a serlo como Veblen.
358
Tiene en común con la mayor parte de los grandes pensadores de la economía política el
que los componentes individuales de su pensamiento se encuentra en los escritos de
otros muchos autores menos distinguidos que él, y el que, no obstante su deuda con
escritores anteriores, la amplitud de su obra constituye originalidad.
Será necesario examinar más adelante el carácter de la influencia que ha ejercido
Veblen. Pero puede decirse, desde luego, que hoy es imposible señalar alguna escuela
determinada y demostrar que continúa una tradición vebleniana pura. Son también muy
pocos los economistas que pueden llamarse fieles discípulos suyos. A pesar del gran
número de quienes pretenden ser discípulos de Veblen de un modo o de otro, es dudoso
que haya muchos veblenianos en el sentido en que hay ricardianos, marxistas,
marshallianos y keynesianos. La influencia de Veblen hay que buscarla más bien en la
manera como sus escritos y enseñanzas moldearon el pensamiento de unos pocos
discípulos y colegas que después —por razones que también pueden constituir un tema
interesante de especulación en la historia social de los Estados Unidos— ejercieron una
influencia decisiva.
Veblen fue, en gran parte, un producto de su tiempo. Un estudio detallado18 de su
vida y su obra y del ambiente en que se movió, revela claramente lo que absorbió de los
Estados Unidos de su tiempo y en qué medida penetró en ellos. La actitud crítica y
radical hacia los problemas de la sociedad que sustentó desde época temprana, nunca le
abandonó por completo. Se atenuó algo en la fase media de su vida, pero al final de ésta
volvió a manifestarse en la plenitud de su fuerza. No hay que suscribir ninguna
“sociología del conocimiento” fantástica para advertir que esa actitud se formó, en gran
parte, por y en el ambiente agrícola del Medio Oeste en la octava década del siglo
pasado, que entonces estaba siendo sometido a la tensión de una economía industrial y
financiera moderna. Las circunstancias de la familia noruega a que pertenecía, y los
problemas religiosos, culturales y económicos que gravitaron sobre él en los años de la
adolescencia, pueden explicar su modo de ser y su idiosincrasia. Las bases del
escepticismo de Veblen y de su visión de espectador crítico y regocijado que
caracterizaba gran parte de su obra, pero de ningún modo toda, fueron puestas en aquel
ambiente. La explicación que dio después de la preeminencia intelectual de los judíos de
la Europa moderna, es aplicable a él. También él fue un vagabundo intelectual, libre de
las cadenas del “sistema de tradiciones y de verdades convencionales que se trasmiten en
el círculo cerrado de su propio pueblo”,19 que interrogó con una mente abierta el orden
de cosas que encontró en tierras extrañas.
El talento natural y la explicación personal fueron las influencias que le
predispusieron a la heterodoxia; pero los cambios económicos del último cuarto del siglo
XIX que Veblen presenció, con frecuencia desde una incómoda cercanía, explican en gran
parte la esencia de sus opiniones. Todos los economistas norteamericanos importantes
trabajaron en una época en que la economía de su país experimentaba un profundo
desarrollo estructural; pero él es el único cuyo pensamiento consciente fue afectado por
dicho desarrollo y en cuyas preocupaciones intelectuales se refleja la maduración del
capitalismo norteamericano. En su juventud presenció la tremenda efervescencia
359
sentimental del mundo agrícola del Medio Oeste contra “los intereses de los negocios”: la
fiebre de los ferrocarriles, la aparición del movimiento “granjero”* y las controversias
monetarias estrechamente enlazadas con el antagonismo del Este con el Oeste y la lucha
de la granja contra la fábrica. Vio el enorme crecimiento de la producción en masa, el
avance hacia la frontera “intensiva”, el desarrollo de la gran empresa moderna y la
aparición del capitalismo financiero y del absentismo. También vio, y lo describió con
mordacidad incomparable, el crecimiento de una clase ociosa norteamericana, erigida
sobre la base de la industria capitalista pero que se permitía modos de vida establecidos
por las clases ociosas de otras estructuras económicas más antiguas. Estos cambios
constituyeron la materia prima del pensamiento de Veblen.
La obra de Veblen se caracteriza por su extensión y su amplitud. Forma más de diez
volúmenes, algunos de los cuales son colecciones de artículos sueltos publicados
anteriormente. Una rápida mirada a los escritos de este autor revela la gran amplitud de
su interés activo y que su multilateridad no disminuyó con los años. Hay allí reseñas de
libros alemanes de filosofía y de socialismo, ensayos filosóficos, traducciones del alemán
y el islandés, artículos y libros sobre tecnología, economía en el sentido estricto de la
palabra, antropología, estudios sobre la guerra y la paz y otros asuntos innumerables. Ni
el más fervoroso admirador de Veblen puede pretender que todos esos escritos son de
igual mérito. En los asuntos que caían al margen de sus intereses principales, tales como
los problemas de la sociedad, Veblen parece no haber sido siempre capaz de reconocer
lagunas en sus conocimientos ni en sus juicios; pero, en general, la calidad de sus
estudios sobre temas tan diversos es excepcionalmente elevada.
Es innecesario, a los fines de este breve examen, tener presentes los escritos que no
versan sobre materias sociales. Éstos pueden dividirse en escritos que tratan de
problemas de economía política (principalmente críticos), escritos que exponen
elementos positivos de una teoría de la organización industrial moderna y sus relaciones
con la sociedad (que incluyen estudios sobre lo que podríamos llamar Kulturkritik) y,
por último, escritos de carácter más estrictamente político. No es posible, ni necesario,
tratar de todos los que propiamente pertenecen a los grupos citados. Es preciso
seleccionar los más representativos, que revelan la cualidad esencial del pensamiento de
Veblen. Para tal selección, será preferible hacer una división atendiendo al método que
emplea y no a las materias que trata. Podemos, pues, distinguir los escritos críticos, los
que contienen una teoría positiva y los que revelan las actitudes políticas del autor.
La primera categoría contiene, entre otras, obras de mucho interés para el
economista. Gran parte de la economía de Veblen, si no toda, consiste en la crítica de lo
que es usual llamar en los Estados Unidos con el nombre un tanto impropio de
neoclasicismo. Realmente, no sería violentar mucho la verdad el decir que las
aportaciones de Veblen a la economía propiamente dicha consisten únicamente en una
crítica del contenido y el método del marginalismo, combinada con lo que pretendía ser
una condena de las supuestas premisas falsas de la economía clásica. Estos dos ataques
estaban estrechamente relacionados entre sí. Veblen mismo empezó con el prejuicio
(erróneo) de que el marginalismo y la economía política clásica eran idénticos en esencia.
360
Es interesante, pero ocioso, especular sobre lo que habría escrito si hubiera comprendido
que no sólo no había identidad, sino que había contradicción manifiesta, entre la teoría
de Ricardo y la de Jevons. Tal como es, su concentración sobre el marginalismo
(causada quizá por su proximidad al exponente norteamericano más importante de esa
doctrina) parece haberle cegado para las diferencias menos manifiestas pero más
importantes entre la nueva escuela y su antecedente clásico.
Afortunadamente es fácil resumir la crítica que hace Veblen de la teoría económica
“ortodoxa”, tanto porque sobre unos pocos principios sencillos, como porque está
contenida en un pequeño número de artículos escritos en sus primeros años de trabajo.
Los siguientes, en particular, dan una idea clara de la actitud del autor: “¿Por qué no es la
economía una ciencia evolucionista?” (“Why is Economics not an Evolutionary
Science?”, Quarterly of Economics, 1898); “Los prejuicios de la ciencia económica”
(“The Preconception of Economic Science”, serie de tres artículos publicados en
Quarterly of Economics, 1899-1900); “La economía del profesor Clark” (“Profesor
Clark’s Economics”, Quarterly Journal of Economics, 1908); y “Las limitaciones de la
utilidad marginal” (“The Limitations of Marginal Utility”, Journal of Political Economy,
1909). Todos estos artículos han sido convenientemente incluidos en el volumen titulado
The Place of Science in Modern Civilization (1919), que puede considerarse como una
de las mejores fuentes de información sobre el pensamiento de Veblen.
Hasta quien desee acercarse a la obra crítica de Veblen con simpatía, necesita tener
bastante paciencia ante la pomposidad y la prolijidad frecuentes del estilo y cierta afición
a reiterar los razonamientos. Veblen empieza con la conocida crítica de que la economía
está atrasada en comparación con las ciencias naturales, en particular con las disciplinas
biológicas. Hallamos aquí la adopción del punto de vista evolucionista moderno; y allí, la
preocupación por la clasificación de ciertos principios de una situación económica
“normal”, taxonomía basada en “derechos naturales, utilitarismo y prontitud
administrativa”.20 Es característica de las ciencias evolucionistas (y aun de la forma
moderna de una ciencia no tan evolucionista como la química inorgánica) que quienes la
practican planteen siempre esta pregunta: “¿Qué ocurrirá ahora y por qué?” La teoría
que producen esos hombres de ciencia es siempre una teoría de una sucesión genética de
fenómenos.21 La teoría económica, al contrario, se formula desde el punto de vista de
una “adecuación ceremonial”. Sus leyes se basan en el prejuicio de que las cosas tienden
a “producir lo que el sentido común instruido de la época acepta como fin adecuado o
digno del esfuerzo humano”.22 Esta base teleológica de la teoría económica es claramente
manifiesta en la fisiocracia y en la economía política clásica, que se basan fuertemente en
la filosofía del orden natural. La economía política clásica une a esta actitud teleológica y
perfectible del orden social una psicología utilitarista.
Otro de los grandes prejuicios que vician la teoría económica tal y como se enseña de
ordinario, es el hedonismo, con su abstracción irreal del “hombre económico”, cuya
conducta es siempre resultado de contrapesar el placer y el dolor. Incapaz de ser
evolucionista, por basarse en el derecho natural, la ciencia económica se ve
continuamente llevada a falsas concepciones del proceso económico, por traducir toda la
361
actividad humana en términos de ganancia pecuniaria. Sobre este último punto, un
ejemplo que a Veblen le gustaba emplear con frecuencia era el de la “incapacidad de los
clásicos para distinguir entre capital como inversión y capital como instrumentos
industriales”.23 Estas palabras sugieren un punto de vista un tanto análogo al de los
socialistas ricardianos y al de Marx. Pero Veblen no desarrolla el argumento exactamente
del mismo modo, pues no hace de la distinción entre las cualidades técnicas (universales)
de los instrumentos de producción y sus implicaciones sociales (transitorias) la primera
piedra de una teoría de la explotación. Dicho argumento tiene sólo una importancia
secundaria, y sirve para ilustrar la distinción básica entre los elementos técnicos o
industriales y los elementos pecuniarios o financieros del escenario económico
contemporáneo.
Así empieza a aparecer ya en su análisis crítico de la economía ortodoxa esta
distinción en torno de la cual gira toda la parte positiva de la teoría económica de Veblen.
Surge lógicamente de la insistencia de éste sobre los efectos viciosos del “prejuicio”
hedonístico y utilitario de los clásicos. Es de interés señalar aquí la diferencia que hay
entre el modo como ataca Marx los fundamentos del clasicismo y el modo como lo hace
Veblen. Marx rechaza también el hombre económico como dato fundamental en el
análisis del proceso económico, y se refiere muchas veces a la propensión de los clásicos
a moldear al hombre “a imagen y semejanza del burgués” de su época; pero no le
impresionaron ni con mucho tanto como a Veblen la importancia que revestía ese
supuesto en la estructura de la teoría clásica ni la atención que, en consecuencia, había
que prestarle en una crítica de la ortodoxia económica. Por lo tanto, Marx no se vio
nunca llevado a una teoría a la que interesasen primordialmente los móviles y los
instintos humanos, excepto en su concepto de las “clases”. Veblen, partiendo de una idea
un tanto exagerada de la importancia del supuesto hedonístico en la teoría de los clásicos,
se vio obligado a teorizar muy complicadamente sobre el problema de los instintos y de
los móviles. Así, la teoría de Marx llegó a ser institucional sólo en el sentido de que
operaba con categorías sociales absolutamente abstractas forjadas por su autor para
llegar a las conclusiones que se había propuesto desde el principio: teoría en la que la
propiedad privada y sus formas cambiantes y el Estado y sus formas cambiantes son las
categorías principales. Veblen, por el contrario, aunque fundador de una escuela que se
llama institucionalista, en realidad se interesó primordialmente por los móviles humanos
en general.
En efecto, las definiciones explícitas que dio de las instituciones24 revelan este punto
de vista psicológico. Define las instituciones como principios de acción acerca de cuya
estabilidad y finalidad los hombres no tienen prácticamente duda alguna. Así, los
principios de la utilidad marginal son aceptados tan fácilmente por los individuos sin
sentido crítico a causa de que parecen estar muy de acuerdo con las instituciones —las
formas de conducta acostumbradas y convencionales— de una cultura pecuniaria. Una
vez entendido que Veblen y los veblenianos definen las instituciones sociales en términos
ideales más que reales, queda poco lugar para algunas de las intrincadas cuestiones que
inevitablemente surgen respecto de la relación en que está Veblen con Marx. El
362
institucionalismo de Veblen descansa sobre la base de lo que puede hacerse dentro de
una psicología social general, mientras que el marxismo se funda sobre una concepción a
priori de la principal fuerza motriz de la historia cuyo elemento esencial es una
definición especialmente elegida de la clase social. A Veblen le interesan los fenómenos
que en la concepción marxista del análisis social pertenecen a la “superestructura”. Las
instituciones veblenianas son los complejos de ideas religiosas, estéticas, literarias y otras.
Probablemente sus parientes intelectuales más próximos son las derivaciones de Pareto.
En todos sus escritos se evidencia este interés peculiar de Veblen; le permitió hacer
muchas observaciones agudas y memorables sobre ciertos aspectos del capitalismo, al
que llamó significativamente nuestra cultura pecuniaria. Pero es difícil evitar la impresión
de que se interesaba mucho más por los procesos mentales que acompañan al
funcionamiento de nuestra economía, por las racionalizaciones de las conductas que ella
produce, y por los hábitos mentales en que se conservan, que por su funcionamiento
preciso o por las relaciones sociales en que se basa o que nacen de él, y por los objetivos
de progreso humano a los que sirve. De sus obras, las que han tenido más éxito popular
son precisamente las que tratan explícitamente de esos epifenómenos del capitalismo, y
más que ninguna, La teoría de la clase ociosa.25 Aquí su interés psicológico, su método
crítico, su estilo irónico y su punto de vista antropológico se combinan a la perfección
para producir un gran libro. No importa que el estilo sea en ocasiones casi
insoportablemente altisonante y que el libro tenga ese aire de charlatanismo audaz que
impregna tantos de los escritos de Veblen; tampoco importa que muchas de las premisas
sobre las cuales se basa el razonamiento sean muy endebles (por ejemplo, el considerar
axiomática una distinción bárbara entre “hazaña” y “tráfago” que oculta todo un mundo
de problemas). Dentro de los verdaderos límites del estudio (a saber, el análisis de los
atributos funcionales de la clase ociosa moderna), su pincelada siempre es segura. Su
denuncia del carácter extremadamente ficticio de la mayor parte de las funciones sociales
de la clase ociosa es tanto más despiadada por estar hecho con la máscara sutil, pero
deliberadamente transparente de la objetividad más desapasionada. Sus categorías, tales
como la “emulación pecuniaria”, el “ocio conspicuo” y el “consumo conspicuo”, han
demostrado su fuerza al incorporarse al lenguaje del análisis social.
Pero La teoría de la clase ociosa tiene un interés muy limitado por los problemas de
la economía política. Cuando más se acerca a la teoría económica es en las partes en que
vuelve a algo parecido al análisis clásico de la productividad del trabajo. Aun cuando su
conclusión tiene poco en común con el criterio “material” de Adam Smith, contribuye a
eliminar la definición circular y que todo lo abarca que las modernas escuelas
marginalistas dan del trabajo productivo, definición que algunas veces es oscurantista y
con frecuencia carente de vida. Pero la primordial aportación del análisis de Veblen es
cultural. Deriva sus criterios de axiomas tomados de otras esferas, cuyo carácter dudoso
se oculta tras el disfraz de frases como “instinto del trabajo eficaz”,* que, aunque fueran
acertadas, resultarían inadecuadas para las necesidades específicas del análisis
económico. No hay más que comparar el estudio de Veblen con las definiciones del
trabajo productivo con que lucharon Smith, Ricardo, Malthus y, de un modo diferente, la
363
escuela moderna, para ver los fines a que ha de servir semejante instrumento definitorio
en el campo del análisis económico. Veblen renunció a buscar una explicación del
funcionamiento de la economía moderna de que éste forma parte, en favor de la
descripción, más amena pero menos fundamental, del tipo de conducta mediante el cual
conserva su identidad cultural independiente una clase ociosa.
Esta parte de la obra de Veblen, la crítica de una cultura pecuniaria es, sin duda, su
mayor logro positivo. Su estilo era muy apropiado para ello, y no sólo escribió algunos
aforismos deliciosos,26 sino también muchos análisis de gran profundidad. Sin embargo,
una obra de este tipo no sirve bien al interés inmediato del economista. Cuando uno se
pregunta qué es lo que Veblen puso en el lugar de la economía política clásica que
rechazaba, se encuentra con algo que pretende ser una teoría del desarrollo económico.
Verdad que esta teoría no está sistemáticamente expuesta en ninguna parte, pero en este
respecto Veblen puede afirmar que va de la mano con muchos grandes pensadores.
Podemos reconstruirla recogiendo elementos, primero, de la crítica misma del clasicismo
económico; después, de diversas obras que tratan la materia un poco más explícitamente
y, por último, de los escritos en que Veblen hace aplicaciones especiales, económicas o
políticas, de su teoría del desarrollo económico. Ya hemos visto sus opiniones críticas.
Entre las muchas obras de donde puede destilarse una teoría del desarrollo económico
podemos mencionar The Instinct of Workmanship, The Theory of Business Enterprise,
The Engineers and the Price System y Absentee Ownership. Para la aplicación de sus
ideas centrales a diversos temas específicos, podemos recurrir a Imperial Germany and
the Industrial Revolution, An Inquiry into the Nature of Peace and the Terms of Its
Perpetuation, y a los artículos sumamente interesantes escritos para The Dial e incluidos
en Essays in Our Changing Order.
A primera vista, el tema central de la teoría de Veblen sobre el cambio económico es
extraordinariamente parecido al de Marx. Como Marx, Veblen destaca el cambio y el
movimiento; e igual que aquél, construye su sistema en torno a un conflicto entre dos
fuerzas opuestas. La tecnología es uno de los polos del proceso que Veblen describe, la
que debe ser considerada como la suma total de conocimientos, pericia y técnica
disponibles en la comunidad en un momento determinado. Hay que concebirla en
términos de los “hechos tangibles del trabajo eficaz”, cuyo único objeto es hacer la
producción más eficiente y abundante. La tecnología se está desarrollando
constantemente. La impulsa ese “sentimiento de mérito económico o industrial”
inherente a todos los hombres, que es “un impulso o instinto del trabajo eficaz;
negativamente se manifiesta en la aversión al derroche”.27 El desarrollo de la tecnología
es la causa más poderosa de los cambios de las instituciones. Ya hemos visto cómo
define Veblen las instituciones. Están formadas por instintos y reflejos biológicos, y son
resultado del condicionamiento y del hábito. La tecnología, al cambiar el modo de
ejecutar las operaciones materiales de la vida, hace anticuados ciertos hábitos y modos
de pensar (instituciones) y estimula la creación de otros nuevos. Reside en esto una
causa poderosa de conflicto, no diferente del conflicto que existe entre las “fuerzas de la
producción” y las “relaciones sociales de producción” de la teoría marxista, si bien, como
364
hemos visto, situado en la esfera ideológica. La principal manifestación de ese conflicto
en los tiempos modernos es el antagonismo entre “negocio” e “industria”. Forman el
primero los modos de pensar de la comunidad de los comerciantes, los propietarios
absentistas y su séquito, que se hallan muy distantes de la calidad esencial del proceso
mecánico. Han hecho de la ganancia pecuniaria la piedra de toque de su conducta y han
forjado un complicado aparato para someterlo todo a prueba con ese criterio. La
“industria” tiene otros criterios: se ocupa de las mejoras materiales del proceso
productivo, y sus protagonistas son los ingenieros, los inventores, los obreros calificados
y —aunque muy detrás y apenas perceptible en la teoría de Veblen— la clase obrera
industrial en general.
La brevedad de nuestro examen nos impide tratar de los problemas que plantea la
filosofía vebleniana de la historia. Ya hemos señalado antes su relación con la de Marx.28
Tampoco es éste el lugar adecuado para estudiar la moral política que Veblen parece
propugnar en su Engineers and the Price System y que algunos de sus más entusiastas
discípulos han convertido en un credo tecnocrático, con todas sus implicaciones dudosas,
si no perniciosas. Como teoría, la opinión de Veblen sobre la evolución histórica está,
para decirlo suavemente, llena de supuestos inexplicados. Está notablemente sujeta a los
cargos que él mismo formuló contra la economía clásica; pero en sus manos fue un
instrumento útil para el estudio de problemas históricos concretos. Gran parte de
Imperial Germany es errónea y está obviamente llena de psicología y antropología de
aficionado; pero en conjunto es, hasta hoy, un análisis magnífico del efecto retrasado del
capitalismo sobre el feudalismo alemán, cuya agudeza puede muy bien hacer olvidar los
prejuicios del autor. Lo mismo puede decirse de los escritos de Veblen que tratan de la
guerra y la paz, no sólo Nature of Peace, sino también los artículos menores escritos
durante la primera Guerra Mundial y después. Basta leer la reseña, medio olvidada, de
Economic Consequences of the Peace Treatises,29 de Keynes, para advertir que por lo
menos en manos de Veblen su teoría podía dar resultados interesantes.
Pero desde el punto de vista de la teoría económica propiamente dicha, el uso de la
dicotomía vebleniana se agota rápidamente. Puede considerarse su principal aplicación la
distinción entre capital pecuniario y capital industrial, y las consecuencias —parecidas a
las de Sismondi— que Veblen desprende en relación con la ocupación y las crisis. Veblen
afirma que no hay una relación necesaria entre los medios físicos de producción
empleados por la industria y el valor de los bienes de capital, el capital pecuniario que le
interesa al propietario absentista. Estos valores se capitalizan “con base en su capacidad
para proporcionar un ingreso a su dueño”.30 Se veneran en forma de activos —títulos—
que son intangibles y que no sirven a ninguna finalidad productiva material. Ésta es,
pues, otra manifestación del conflicto básico de nuestra economía que se ha presentado
en diversidad de formas y que se acentúa cada vez más en el curso de la historia.
Este conflicto se ha acentuado con el desarrollo del crédito y la aparición de la
empresa moderna. Mediante las finanzas de la empresa moderna, se ha producido un
rápido crecimiento de la brecha que separa “el capital de negocios… el volumen de éstos
medido en términos de precio, etc.”, y “el volumen de la industria… el aparato material
365
total de la industria”.31 No hay razón para suponer que cada vez que se aumentan los
fondos de capital habrá un aumento correspondiente de los “bienes físicamente útiles…
que se encuentran tras esos ahorros acumulados”.32 En realidad, hay muchos motivos
para pensar que no existe esa correspondencia; y basándose en esa disparidad, Veblen
elabora sus dos teorías más específicamente económicas: la relación entre el progreso de
la tecnología y la estructura de la organización de los negocios, y la explicación de las
crisis.
Puesto que estas dos teorías guardan entre sí una relación muy estrecha, lo mejor es
resumirlas al mismo tiempo. Pueden observarse dos tendencias opuestas: que el aumento
del valor del capital pecuniario es acumulativo y que el capital pecuniario crece en parte
como resultado de la creciente complejidad de la organización de las empresas y de la
banca, y en parte como reacción a todo estímulo externo, tal como una competencia en
armamentos o una guerra. Por otra parte, el progreso de la tecnología tiende
constantemente a reducir el valor de los bienes de capital. La tecnología introduce
medios nuevos de producción, aumenta la eficacia y también la tasa de depreciación del
equipo de capital existente. Esto es lo que constantemente ocasiona la disminución del
valor de los bienes de capital existentes, pues ese valor ha de basarse en último término
en la capacidad de obtener remuneración. Desde el punto de vista pecuniario, que es el
del propietario absentista a quien nuestra economía ha entregado la dirección del proceso
de producción, el progreso de la tecnología es una fuerza hostil, pues socava el valor del
capital y constantemente tiende a crear depresiones económicas.
De ese razonamiento se deduce lógicamente la explicación que da Veblen del ciclo
económico. Las fluctuaciones de las condiciones económicas son simplemente la
expresión de la inflación o deflación excesivas de los valores de capital por encima o por
debajo de la capacidad de obtener ingresos de los activos que se supone esos valores
representan. La tendencia es a que los valores de capital aumenten fuera de toda
proporción con los activos físicos. Las crisis son la consecuencia inevitable de esa
inflación. De aquí que haya de seguirse un proceso de liquidación de revaluación
(writing down), que tenderá a ir demasiado lejos a causa de la relación sumamente
artificial y ligera que hay entre el capital físico y el capital pecuniario. Esto, a su vez,
puede producir un cambio de condiciones e iniciar un nuevo movimiento ascendente de
la situación económica. Sería interesante seguir estas sugestiones en lo que se refiere al
lugar posible de los movimientos sucesivos de inflación y deflación en la historia del
progreso y de la decadencia económicos, quizás en combinación con conceptos
keynesianos (realmente se encuentran algunas insinuaciones en la Teoría general de
Keynes). Sin embargo, Veblen estaba demasiado preocupado con sus instituciones y el
papel histórico de las mismas para preocuparse por las conclusiones estrictamente
económicas a que podía conducir su teoría.
Tampoco creía Veblen en un movimiento ondulatorio continuo de la actividad
económica. Pensaba que existía una tendencia histórica descendente, y que a los
negocios les resultaría cada vez más difícil salir del remolino de la depresión. La
tendencia de la tecnología a progresar era muy poderosa, y además exigía cambios
366
importantes en la estructura y las prácticas de los negocios, que tendían a perpetuar un
estado de depresión. Los progresos de la productividad ocasionados por los avances
tecnológicos han “amenazado siempre con reducir el costo unitario y con aumentar el
volumen de producción más allá del punto de peligro, del punto en que los valores de la
empresa aparecen en forma de gastos fijos ocasionados por los fondos tomados a
préstamo para operar en condiciones industriales que han caído en desuso”. Por
consiguiente, los “custodios del crédito de los absentistas” tienen que practicar un
“sabotaje con apariencia de negocio, un grado prudente de desocupación y de reducción
de la producción”.33 La monopolización de la industria y las complejidades del capital
financiero moderno, que son parte del desarrollo de las cualidades inherentes a la
propiedad absentista, deben ser consideradas también como una respuesta al progreso
tecnológico que tiene por consecuencia mantener a los negocios en un estado perpetuo
de semidepresión. Pero el progreso técnico continúa, sobre todo en las industrias que
producen bienes de capital. Él da a los nuevos inversionistas una ventaja diferencial a
expensas de los antiguos, y revive la competencia al mismo tiempo que provoca la
intensificación de la monopolización defensiva y de la complejidad financiera de las
empresas existentes. Los conflictos inherentes al sistema están condenados a ser cada
vez más agudos.
El posible resultado final de ese conflicto está descrito en tono muy pesimista en The
Theory of Business Enterprise, y más aún en Absentee Ownership. En el primero de
estos libros no se toma aún partido. Es cierto que se considera la empresa comercial
como un fenómeno pasajero, como un deporte biológico. Está condenada a desaparecer
y a que la siga o bien la aparición de una sociedad basada a sabiendas sobre la lógica de
la tecnología mecánica moderna, es decir, de una república industrial, o bien a un
retroceso total feudal. La brusca reducción de las distancias a causa del progreso técnico,
y las agresivas políticas inevitables de la moderna empresa comercial, hacen inevitables
el choque y la elección finales.
The Theory of Business Enterprise termina por dejar al lector que adivine a ciegas
qué tendencia prevalecerá. Pero en su último libro Veblen parece pensar que la más
pesimista de esas dos posibilidades es la más probable. En Absentee Ownership hay un
indicio de desesperanza por parte del autor a causa de la constante disposición de la
“población subyacente” a soportar que el poder del dinero controle sus destinos. De esta
desesperanza brota algo parecido a la convicción de que la empresa comercial seguiría,
fatalmente, el camino del feudalismo. Por lo tanto, está muy lejos de ser totalmente
improbable el colapso definitivo de la civilización. He aquí aún otra diferencia importante
entre Veblen y los socialistas del siglo XIX, que eran más parciales y al mismo tiempo
más optimistas. El tono de desesperanza respecto del futuro está presente en casi todos
los últimos escritos de Veblen, lo cual muy bien puede ser el resultado de aquella actitud
“objetiva” un tanto cínica ante los problemas sociales que el autor cultivó en sus años de
madurez.34
El resumen que acabamos de hacer de la obra de este singular pensador social
norteamericano está muy lejos de ser completo; pero hemos dicho lo suficiente para dar
367
a conocer la calidad de su pensamiento. Sólo nos queda por añadir algo relativo a la
influencia que ejerció. Veblen fue figura muy discutida durante su vida, y en cierta
medida lo siguió siendo después de muerto. En consecuencia, podría esperarse que
tuviera continuadores militantes que acabasen por crear una escuela definida de
pensamiento. En apariencia, eso es precisamente lo que parece haber ocurrido. En la
escena teórica norteamericana apareció una escuela “institucionalista”, y durante algún
tiempo sus dogmas fueron uno de los temas más populares de debate en el campo de la
metodología económica. No es necesario pasar revista a ese debate y a la multitud de
escritos a que dio lugar; porque en la forma en que apareció inicialmente, ahora está
completamente muerto. La razón está probablemente en que los discípulos más notorios
de Veblen se adhirieron sólo a una parte de su obra. Es cierto que hay muchos
pensadores que sustentan una u otra interpretación “institucionalista” de la evolución
social, que o bien destacan las formas y modos legales de pensar como los campos
esenciales del estudio económico, o bien repiten la insistencia vebleniana sobre el
conflicto entre la tecnología y las instituciones. Pero los economistas más influyentes y
activos de entre los que reconocen su deuda con Veblen, han colocado sus teorías en un
plano totalmente diferente. Han hecho de la insistencia en la importancia de los estudios
empíricos en el campo de la economía una característica distinta. Las obras de Veblen no
contienen muchas declaraciones, ni de mucho peso, sobre el valor de un trabajo
cuantitativo, estadístico. Pero quienes conservan la tradición oral insisten en que el
destacar la importancia de los estudios inductivos de los negocios modernos es el
principal precepto que ha impreso en ellos su contacto con Veblen.
No puede haber duda acerca de los resultados de esa supuesta influencia vebleniana.
Las principales aportaciones de la economía norteamericana son, quizá, como veremos
después, las que tuvieron lugar en las ramas estadística y descriptiva de la materia. Esas
aportaciones han procedido de las universidades, y en mayor medida aún de la
interacción entre las universidades, el mundo de los negocios y el Estado, interacción que
constituye un rasgo tan notable del pensamiento económico norteamericano. La
confección de índices de producción, los estudios estadísticos del ingreso nacional y el
útil trabajo cuantitativo acerca de las balanzas internacionales de pagos pueden citarse
como ejemplos del progreso alcanzado en esos sectores. La creación de instituciones
para investigaciones especiales y las grandes dotaciones para realizar trabajos empíricos
en el campo económico son, en ciertos aspectos, los rasgos más sobresalientes del estado
actual de la economía en los Estados Unidos, y muchos de los discípulos de Veblen han
estado íntimamente asociados a esos hechos. En muy pocos de ellos hay indicio de la
preocupación de su maestro en el campo ideológico ni de su actitud radical ante el orden
económico presente. Realmente, el observador se sorprende por la notable paradoja de
que la actitud de muchos economistas norteamericanos que se declaran descendientes
espirituales de Veblen se distinga por un fuerte conservadurismo.
Aun si aceptamos la interpretación de que el principal legado de Veblen es el
reconocimiento de la importancia que tienen los estudios estadísticos, podría decirse, sin
embargo, que sus escritos son casi totalmente teóricos en el mismo sentido en que son
368
teóricas las obras de los clásicos. Serán pocos los economistas sensatos de hoy que
nieguen la importancia del trabajo estadístico de registro de hechos. Por otra parte, como
lo demuestra bien la propia obra de Veblen, nunca se ha hecho nada de valor en ninguna
ciencia por la mera acumulación de hechos sin la guía de la teoría. Por lo tanto, es claro
que el “institucionalismo” tuvo una corta existencia como efecto metodológico serio.
Esto no significa que un tipo de amalgama vebleniana o una yuxtaposición del análisis
de los hechos de la empresa moderna con las principales categorías de la economía
clásica o neoclásica no haya tenido practicantes talentosos. Con frecuencia éstos han
emitido, fuera de esta amalgama, un número de propuestas altamente críticas relativas
tanto a la organización económica contemporánea como a la teoría convencional. La
obra de Keynes, que se discutirá más tarde, se ha prestado fácilmente en repetidas
ocasiones a este tipo de consideraciones, sin duda por su propio enfoque crítico hacia
gran parte de la teoría clásica. Galbraith (véase más adelante) es quizá el ejemplo más
importante de esta tendencia. Un distinguido economista japonés, Shigeto Tsuru, se ha
mostrado vehementemente en favor del resurgimiento, no del institucionalismo como se
entendía hace sesenta años, sino el impulso del análisis institucional hacia el cuerpo de la
teoría económica.35
369
370
1
Joseph Dorfman, The Economic Mind in American Civilization (1946).
Además de la obra de Dorfman, el lector puede consultar E. A. J. Johnson, American Economic Thought in
the 17th Century (1932), para un estudio detallado.
3
Para una exposición detallada, véase E. Teilhac, Pioneers of American Economic Thougth in the Nineteenth
Century (1936).
4
J. Dorfman, Thorstein Veblen and his America (1934), p. 32.
5
Para una apreciación muy interesante, si bien tendenciosa, de Henry George, véase la introducción a la
edición norteamericana (1887) de Friedrich Engels, The Condition of the Working Class in England.
6
Frank A. Fetter, Present State of Economic Theory in the United States, manuscrito inédito, p. 2. Publicado
en alemán en el vol. I de Die Wirtschaftstheorie der Gegenwart (ed. Mayer, Viena, 1926).
7
J. B. Clark, The Distribution of Wealth (1899), p. 3.
8
Ibid., p. 9.
9
Ibid., p. 164.
10
Véase, por ejemplo, ibid., p. 77.
11
Ibid., p. 324.
12
F. W. Taussig, Principles of Economics (1911), vol II, pp. 213-214.
13
J. B. Clark, The Distribution of Wealth, p. 119.
14
Ibid., p. 117.
15
Ibid., p. 251.
16
Ibid., p. 138.
17
Ibid., p. 230.
18
J. Dorfman, op. cit.
19
Thorstein Veblen, “The Intellectual Pre-eminence of Jews in Modern Europe”, Essay in Our Changing
Order (1934), p. 227.
* Movimiento iniciado por Olivier Hudson Kelly en 1867 para defensa de los agricultores. (Véase E. C.
Kirkland, Historia económica de los Estados Unidos, trad. de E. Ímaz, México, FCE, 2a. ed. 1947, pp. 568 ss.)
20
T. Veblen, The Place of Science in Modern Civilization (I919), p. 57.
21
Ibid., pp. 84-85.
22
Ibid., p. 65.
23
Ibid., p. 141.
24
Véase, por ejemplo, ibid., pp. 239, 241 y 250-251.
25
T. Veblen, La teoría de la clase ociosa, trad. de Vicente Herrero, México, FCE, 1944; 2a. ed. 1974.
* La expresión inglesa es “instinct of workmanship”. Se ha discutido mucho la forma de traducirla: M.
Halbawachs se decide por “instinto artesano”; Emile James, después de confesar que ha dudado mucho en
decidirse por una traducción, dice que, aunque sean expresiones demasiado largas, se inclina por “amor al trabajo
eficaz” o “gusto por el oficio”; Pirou prefiere “gusto por el trabajo bien hecho”. Veblen mismo dice en La teoría
de la clase ociosa, p. 21: “Por necesidad selectiva el hombre es un agente. Es, a su propio juicio, un centro que
desarrolla una actividad impulsora —actividad ‘teleológica’—. Es un agente que busca en cada acto la realización
de algún fin concreto, objetivo e impersonal. Por el hecho de ser tal agente tiene gusto por el trabajo eficaz y
disgusto por el esfuerzo inútil. Tiene un sentido del mérito de la utilidad (serviceability) o eficiencia y del demérito
de lo fútil, el despilfarro o la incapacidad. Se puede denominar a esta actividad o propensión ‘instinto del trabajo
eficaz’ (instinct of workmanship).”
26
Para un ejemplo típico, véase la definicion de “snobbery”: The Theory of Business Enterprise (1904), p.
388, n. 2.
27
T. Veblen* Essays in Our Changing Order (1934). p. 81.
28
Para una comparación interesante y bien informada, véase A. Harris, “Economic Evolution Dialectical and
Darwinian”, Journal of Political Economy, vol. XLII, pp, 34 ss.
29
Incluida en Essays in Our Changing Order (1934).
30
T. Veblen, The Place of Science, p. 359.
31
T. Veblen, The Theory of Business Enterprise, p. 99.
2
371
32
Ibid., p. 87.
T. Veblen, Absentee Ownership (1923), p. 97.
34
A resultados un tanto análogos llega Schumpeter en Capitalism, Socialism and Democracy. No obstante ser
sus argumentos totalmente distintos, estos dos autores (tan distintos en antecedentes y en método, aunque
parecidos en la amplitud de sus intereses) llegan a conclusiones igualmente pesimistas sobre la viabilidad que
tenga a la larga el capitalismo tal como lo conocemos.
35
Shigeto Tsuru, “Economics of Institutions or Institutional Economics”. Discurso principal durante la mesa
redonda de Tokio en la Conferencia de la Asociación Económica Internacional (septiembre de 1987) y publicado
en Procedimientos de la Conferencia, 1989.
33
372
373
X. LOS AÑOS DE LA ENTREGUERRA
1. TEORÍA Y REALIDAD
LAS dos décadas desde el fin de la primera Guerra Mundial al inicio de la segunda fueron
muy turbulentas en lo económico y lo político.
Acontecimientos sin precedente —el mapa modificado de Europa, el surgimiento de
los Estados Unidos como la primera fuerza económica (al menos potencialmente) y
militar mundial y su continua intervención en los asuntos europeos, además de la
Revolución rusa y sus contrapartes en otros lugares— señalaron claramente la
desaparición de muchos de las antiguos fundamentos sociales y políticos. La pax
britannica sostenida por su marina había desaparecido y el aequilibrium britannicum
—un patrón del oro controlado desde Londres— se encontraba en proceso de
desaparición. Asimismo, tampoco había surgido una estructura clara de la actividad
económica mundial.
La teoría económica había sido extrañamente inmune al cataclismo; sus doctrinas
centrales, por lo menos tal como se enseñaron a generaciones de estudiantes, eran
equivalentes a como habían sido durante algunas décadas. Pero en otro sentido, entró en
el mundo de la posguerra duramente golpeada y machacada, pues ahora se ponía en tela
de juicio, en todas partes y en todos los momentos, su relación con el mundo de la
realidad y con los apremiantes problemas del momento. Seguían los refinamientos de la
estructura teórica; pero el abismo entre esa estructura y las preocupaciones diarias del
público, de los estadistas y hasta de algunos economistas, se ensanchó dramáticamente.
En la cuarta década del siglo se manifestó un impulso nuevo. Aparecieron señales de
una nueva consolidación del pensamiento económico académico, de una reasunción del
proceso de internacionalización de sus doctrinas, y también, en cierta medida, de
coordinación entre los problemas de la realidad y los escritos de los economistas. Pero en
verdad habría que ser muy atrevido para decir que cuando estalló la segunda Guerra
Mundial la economía se había sacudido por completo la inercia de los años anteriores.
Es imposible tratar detalladamente en pocas páginas del trabajo de ese periodo, es
preciso limitar severamente el alcance del presente capítulo. Mencionar todos los autores
que hicieron aportaciones de importancia convertiría esta reseña en un mero catálogo.
Por otro lado, en cuanto a los temas que han de ser estudiados, están limitados por la
estructura de este libro, que excluye muchas ramas del pensamiento económico. Habrá
que omitir una parte interesante del pensamiento de este periodo: los estudios que no se
limitan a la esfera de los economistas profesionales. Es fácil pasar por alto las
aportaciones más “populares” hechas a esta materia en el pasado. Por ejemplo, está
justificada la omisión, en una reseña breve, de las interesantes ideas de Thomas Atwood
o de la controversia bimetalista; pero ya es un poco más peligroso excluir la materia que
es asunto de discusión económica actualmente en periódicos y revistas. La heterodoxia
374
de hoy puede parecer, en una fecha futura, tributaria indispensable de la corriente
principal de la ciencia económica.
Durante los años de la entreguerra se difundió ampliamente la creencia de que la
teoría económica no estaba destinada a acometer los nuevos problemas planteados por la
guerra. La primera Guerra Mundial misma, naturalmente, dio un fuerte impulso a la
intervención del Estado para reglamentar la vida económica. Esto produjo toda una
cosecha de nuevos problemas específicos en el campo de la política económica, y al
mismo tiempo debilitó la influencia extraacadémica de la teoría económica, porque ésta
era todavía preponderantemente antiintervencionista. El problema de conseguir el
aumento del bienestar social con medidas económicas apropiadas mereció igualmente
mucha atención. Esto fue en parte resultado directo de las obligaciones que se habían
visto forzados a contraer los gobiernos en tiempo de guerra, y en parte, consecuencia de
los trastornos sociales y políticos producidos por la guerra y la revolución. A este
respecto, también, la supuesta indiferencia de la teoría económica consagrada fue causa
de que un público impaciente perdiese gran parte de su fe en dicha teoría.
Aunque hubiera muchas maneras de hacer ver, con justicia, que la teoría económica
todavía era importante, problemas nuevos parecían pedir nuevos métodos. Éste fue,
evidentemente, el caso en dos de los problemas técnicos más importantes de la
posguerra: el comercio internacional y la política monetaria. La dislocación de las vías
normales del comercio, los cambios en las relaciones de deudores y acreedores
internacionales y las nuevas unidades nacionales que se lanzaron a políticas de un
nacionalismo económico extremista, crearon una tensión en el mecanismo prebélico del
comercio y los pagos internacionales que ese mecanismo no pudo resistir. Muchos
economistas sostenían que difícilmente podía afirmarse que la teoría económica hubiera
sido socavada por problemas que fueran consecuencia de prácticas que no tuvieran en
cuenta las conclusiones de la economía. Sin embargo, el efecto neto de concentrar la
atención sobre los problemas prácticos fue ensanchar la brecha existente entre la teoría y
las políticas, porque esos problemas no estaban planteados en forma que pudiera
solucionarlos la doctrina consagrada.
Consecuencia importante de esa situación fue la separación creciente de los mismos
economistas en dos grupos: el de los que siguieron refinando las doctrinas centrales de la
teoría de la elección y la producción, y el de los que se lanzaron al mundo de los
negocios y se dedicaron a los problemas de la estabilización monetaria, del ciclo
económico y de la política del Estado hacia la organización monopolística de los
negocios. El grueso de los escritos económicos del tercer decenio, eruditos y populares,
versó sobre cuestiones de esa clase. Las ideas sobre reformas monetarias fueron
particularmente abundantes. Se revivieron las doctrinas del siglo XIX, e hizo su aparición
toda una muchedumbre de escuelas nuevas de “herejes” monetarios. Iban desde
proposiciones relativamente moderadas, que a veces tenían la aprobación de la opinión
económica “respetable”, hasta programas de reforma de gran alcance, que recordaban
más las ideas de Proudhon y de otros críticos sociales parecidos del siglo XIX. En otro
tipo de libro sería un tema de estudio muy interesante; en particular las raíces sociales y
375
políticas de las doctrinas monetarias de C. H. Douglas, las opiniones místicas del
profesor Soddy sobre la riqueza y las deudas y la propaganda de Silvio Gesell pro “tierra
gratis” y “dinero gratis”. De cualquier manera, la viva discusión que esas opiniones
suscitaron y los muchos partidarios que se les adhirieron, sobre todo en los años que
siguieron inmediatamente a la gran crisis de 1931, fueron tanto un síntoma como una
causa agravante de la decreciente importancia y autoridad de la teoría económica.
No quiere esto insinuar que la teoría económica propiamente dicha no haya sido
afectada por los cambios sobrevenidos en el mundo circundante, pero los reflejos
teóricos de los trastornos económicos y políticos de la última generación aparecieron con
lentitud y, según veremos en el capítulo siguiente, sólo ahora se han hecho plenamente
discernibles después de la segunda Guerra Mundial.
Los efectos más directos se encuentran en el gran volumen de trabajo realizado
durante los decenios tercero y cuarto en los campos, estrechamente relacionados, de la
teoría monetaria y del ciclo económico, y en el del comercio internacional. Además, y no
sin relación con lo anterior, el comienzo del cuarto decenio presenció una larga
controversia sobre la teoría de la economía planificada, así como la revisión de la
metodología de la economía misma.
El examen detallado de las aportaciones nuevas a la teoría del ciclo económico cae
fuera del propósito de este libro. Bastarán unas cuantas palabras para describir el trabajo
intensivo que tuvo lugar en esos campos entre 1925 y 1935. El rasgo más notable de esa
década es la combinación gradual de diferentes corrientes de ideas, en particular de las
escuelas monetaria y no monetaria. En cada una de ellas, independientemente, se realizó
mucho trabajo. Bajo la dirección de Hawtrey, Keynes y Robertson, el estudio de la
relación existente entre los precios y la política monetaria y crediticia, y las
consecuencias de los cambios en una y otra sobre las condiciones de los negocios, se
refinó cada vez más.1 La investigación histórica y las encuestas oficiales reunieron
mucho material para la comprensión de las implicaciones tanto nacionales como
internacionales de las perturbaciones monetarias.2 El cuerpo de teoría que resultó de todo
eso, aunque más refinado, muestra un claro parecido de familia con la doctrina inglesa
tradicional,3 tal como surgió de las controversias que siguieron a las guerras napoleónicas.
Entretanto, construyendo sobre las bases de la teoría böhmbawerkiana del capital,
muchos autores, principalmente en Escandinavia, Austria y Alemania, y en cierta medida
también en los Estados Unidos, habían elaborado un aparato teórico para analizar los
cambios de la estructura de la producción consecutivos a las fluctuaciones del nivel
general de la actividad comercial. En las teorías que de ahí resultaron, se destacaron
especialmente las desproporciones que se producen entre las diferentes ramas de la
producción, principalmente entre las dedicadas a la construcción y producción de bienes
de capital, por una parte, y las productoras de bienes de consumo, de la otra. Estas
investigaciones teóricas se vieron grandemente apoyadas por un aumento muy notable de
estudios estadísticos. En este campo se pusieron a la cabeza los Estados Unidos, que
desde entonces ha conservado ese lugar.4
Los frutos plenos de esta actividad se advierten mejor en la obra final de Keynes.
376
Vista retrospectivamente, puede decirse que una gran parte de ella preparó el camino
para la aparición de Teoría general. Pero ya en los comienzos del cuarto decenio, era
perceptible una fusión importante de varias escuelas ideológicas. El contenido de las
fluctuaciones económicas se advirtió cada vez más en los cambios sobrevenidos en el
uso de recursos entre consumo, existencias e inversión; mientras que a los factores
monetarios se les asignó un papel importante (aunque no exclusivo) en la producción o
en la propagación de dichos cambios. La aspereza de las primeras controversias entre las
diferentes escuelas tendía a desaparecer, y en el periodo que siguió inmediatamente a la
gran depresión, que al principio había exacerbado el debate, se vio una actitud más
tolerante y ecléctica como rasgo característico del pensamiento económico en esta
materia.
No se serenó con la misma rapidez el debate metodológico que estalló en la cuarta
década, debido, en parte también, sin duda, al estímulo de la depresión y el desempleo.
Uno de sus aspectos fue el relativo a la economía de la “planeación”. En términos
puramente económicos, la discusión versó sobre el problema de la medida en que puede
lograrse una distribución racional de los recursos sin emplear el mecanismo del precio; o,
a la inversa, en qué medida y en qué forma sería necesario, y podría ser continuado, el
uso del mecanismo del precio en una economía en que la mayoría de los recursos
productivos son de propiedad colectiva. En su forma más pura, esta discusión tuvo su
origen mucho antes de la primera Guerra Mundial, y su punto de partida teórico fue el
concepto del valor natural sustentado por Wieser. El debate recibió un fuerte impulso
como consecuencia de haberse revivido la atención prestada al problema de la
intervención del Estado, provocada ésta a su vez por las fluctuaciones económicas en los
años de la entreguerra. Los experimentos autoritarios de planificación económica
realizados en Rusia añadieron nuevo interés al problema. Por una parte, se hicieron
algunos intentos para demostrar hasta qué punto podía fijarse desde arriba la norma del
uso de los recursos de una comunidad, sin requerir una reglamentación completa no sólo
de los factores materiales de la producción, sino también del trabajo humano. Por otra
parte, este tipo de intervencionismo fue criticado sobre la base de que no era posible la
“planificación parcial”, y que inevitablemente implicaba una dirección cada vez más
autoritaria, que llevaría al “estado servil”. También se arguyó que aun cuando, per
impossibile, la planificación no llevase a la servidumbre, tampoco garantizaría una
distribución de los recursos tan racional y estable como la economía de mercado.5
En muy poco tiempo, el debate adoptó una forma diferente con las posibilidades y
limitaciones de la autoridad pública asociada con la escuela keynesiana, y de otra, la
experiencia efectiva de la acción gubernamental en tiempo de guerra. Otro efecto de lo
que fue en esencia una reconsideración del juicio económico acerca del laissez faire (que
volvería a surgir en forma muy virulenta en la década de 1960), fue la atención renovada
que se suscitó en torno a los problemas del campo y el método de la economía en
general. Al respecto, la manifestación más notable en el periodo que precedió
inmediatamente a la segunda Guerra Mundial, fue la aparición de un nuevo y más
intransigente formalismo económico. Esto, en parte, puede considerarse como una
377
rebelión contra la aceptación implícita del intervencionismo de gran parte del trabajo
contemporáneo en el campo de la teoría monetaria y del ciclo económico, reforzada por
los evidentes fracasos de muchas políticas gubernamentales restrictivas y nacionalistas en
la tercera y cuarta década del siglo. En parte fue consecuencia de los perfeccionamientos
de la lógica de la economía producidos por el mayor uso de métodos matemáticos. En
resumen, la doctrina equivalía a proclamar la neutralidad de la economía vis-à-vis de los
fines últimos de la conducta humana. Esta actitud fue muy influida por la nueva
Wissenschaftslehre basada en la filosofía neokantiana y desarrollada por pensadores
como Heinrich Rickert y Max Weber. Su obra se dirigía a definir el material de la
economía de una forma que reforzaba el carácter formal de los resultados teóricos.
Quizá es natural que haya sido en la patria de Menger donde primero se comprendió la
importancia de la nueva manifestación metodológica. Podemos considerar como el
manifiesto de la misma el ensayo de Weber, “Die objektivität sozialwissenschaftlicher
und socialpolitischer Erkenntnis” (1904), en el que se convierte en criterio para definir
los campos de las ciencias, no “las relaciones materiales entre las cosas, sino la conexión
intelectual entre los problemas”.6 Según Weber, la función de la ciencia social es
proporcionar “conceptos y juicios que no son realidad empírica, ni representaciones de
ella, pero que nos permiten ordenarla intelectualmente de una manera válida”.7 Esta
actitud la presentó de la manera más clara al mundo de habla inglesa el profesor Lionel
Robbins en Essay on the Nature and Significance of Economic Science. La esencia de
su pensamiento está expresada en estas palabras: “No hay duda del significado del
concepto ‘equilibrio’, el equilibrio es precisamente eso, equilibrio.”8
No debe entenderse que esta frase quiere decir que quienes sustentan esas opiniones
no tengan también algo que decir sobre los problemas particulares de la política pública.
En realidad, el profesor Robbins, para mencionar a alguien, ha sido uno de los
comentaristas más activos y agudos de muchas cuestiones prácticas. Pero,
metodológicamente hablando, podría argüirse, esos comentarios sólo en parte pueden ser
derivados de los teoremas de la economía (que, con datos suficientes, cuando más
pueden demostrar las implicaciones de diferentes acciones). En parte se basan en
muchos juicios prácticos de los cuales puede el economista estar particularmente bien
informado, pero que formula esencialmente como ciudadano y no como economista.
Podría afirmarse que tal actitud no está fundamentalmente en oposición con el elemento
liberal contenido en la tradición de la economía. En los fisiócratas y en los precursores de
los clásicos ingleses, los elementos políticos del razonamiento económico tienen un
carácter manifiestamente metafísico. Pero ya en Adam Smith, y sobre todo en Ricardo,
el carácter providencial del orden natural puede decirse que sólo recibía culto de labios
para afuera. El acontecimiento que finalmente libra a la economía de sus antecedentes
filosóficos podría decirse que es, por lo tanto, consistente con la tendencia a basar los
preceptos relativos a la política pública en el utilitarismo, en su sentido estrictamente
pragmático.9
No tuvo esto efectos duraderos: en Inglaterra y en los Estados Unidos, donde fue
mayor la actividad teórica, la tradicional resistencia a ahondar demasiado profundamente
378
en los aspectos más filosóficos parece haber hecho a los economistas titubear
explícitamente en cuanto a aceptar el reto de las nuevas ideas. Además, las energías
estaban consagradas a los muchos problemas prácticos inmediatos planteados por la
depresión. Sin embargo, de un modo indirecto, el nuevo concepto del papel de la ciencia
económica en el mundo real influyó por lo menos en una de las manifestaciones más
importantes de la teoría económica pura: en la nueva formulación de la teoría del
equilibrio.
Esta notabilísima manifestación teórica específica que vamos a estudiar a
continuación, no apareció hasta mediado el cuarto decenio. Como repercusión de la crisis
y la depresión, hubo un marcado aumento de actividad en el frente teórico. Al principio
apareció un interés por las ramas más recónditas del pensamiento económico, y se
establecieron estrechas relaciones con la nueva discusión metodológica que ya hemos
mencionado. Poco después se hicieron algunos refinamientos particularmente delicados
en la teoría de la elección. Después, las ramas más manifiestamente realistas de la teoría,
las que tratan de la competencia y la producción, empezaron a participar del
renacimiento. Y aun posteriormente, el problema más grande de la economía política
clásica —la determinación del nivel general de la actividad económica— volvió a ser
situado una vez más en el centro de la discusión teórica. Realmente, en este punto
empieza a colmarse otra vez el abismo entre la teoría y la práctica económica.
2. LA TEORÍA DEL EQUILIBRIO
En esencia, la médula de la economía moderna, la teoría de la elección del consumidor y
la teoría del equilibrio del cambio y de la producción, se moldeó en la tercera década de
este siglo en el mismo molde que antes de la primera Guerra Mundial. Hubo algunas
diferencias de formulación, pero la tendencia general fue hacia la unificación. En
Inglaterra persistieron hasta la cuarta década algunas huellas de la teoría del costo real y
la desutilidad. Esto se debió, sin duda alguna, a la arrolladora influencia de Marshall,
cuya obra no logró nunca romper definitivamente con sus antecedentes del siglo XIX.
Tanto en Marshall como en muchos de sus discípulos se encuentra también un gusto,
desaprobado con frecuencia pero evidentemente inextirpable, por postulados éticos
implícitos que dan a la teoría inglesa un característico sabor victoriano.
En los Estados Unidos, como ya hemos señalado, la interpretación no utilitaria del
marginalismo había ganado la primacía más rápidamente; y si Wicksteed hubiera escrito
en el Nuevo Mundo, y no en el Viejo, su Commonsense no hubiera permanecido aislado
y olvidado, para no resucitar sino en la cuarta década. También en Austria se abandonó
el hedonismo, y bajo la influencia de Menger y Wieser (quizá la proximidad de Lausana
actuó como factor favorable) llegaron a ser doctrinas aceptadas el concepto ordinal de la
utilidad y la relación mutua entre costo y valor, inherente al principio del costo de
oportunidad.
La expresión matemática de las relaciones económicas, asociada primero a la escuela
379
de Lausana, también se difundió más. Evidentemente, el concepto de utilidad purificado,
la doctrina del costo de oportunidad y la teoría de las participaciones en la producción,
basada en la productividad marginal, son más apropiadas para el lenguaje neutral de las
ecuaciones funcionales que las doctrinas de John Stuart Mill. Y aunque hasta la cuarta
década no hubo un incremento en la producción de escritos de economía matemática, no
puede dudarse que las formulaciones matemáticas de doctrinas ampliamente aceptadas
fueron un factor importante para la difusión de cierto grado de eclecticismo y para la
internacionalización de la teoría en las tres primeras décadas del siglo XX. Ese
eclecticismo y esa desaparición de las barreras doctrinales nacionales están bien
representadas en una de las mejores exposiciones de la teoría económica de ayer,
Lectures in Political Economy (1901) de Knut Wicksell. Aunque publicado con
anterioridad al periodo que ahora estudiamos, el primer volumen de esa obra fue,
probablemente, la mejor síntesis y exposición de la economía de la utilidad marginal
durante más de un cuarto de siglo. En ciertos respectos, sobre todo en la teoría de la
productividad marginal, contiene muchas aportaciones originales; pero su cualidad más
sobresaliente es la habilidad con que funde en una estructura única elementos de muchos
divergentes (por ejemplo, Walras y Böhm-Bawerk) y la facilidad con que el autor
combina los métodos literario y matemático de análisis y exposición.
El método matemático resultó único para producir los progresos y
perfeccionamientos más decisivos. Los progresos no son, en modo alguno, lo más
importante, y en cuanto a tiempo, son posteriores a otros cambios recientes que han
afectado más profundamente la situación general de la teoría económica; pero
representan el avance más coherente, desde el punto de vista lógico, a partir de la
posición alcanzada por la segunda generación de marginalistas, y quizá sea conveniente,
por lo tanto, presentarlos en primer lugar. Los refinamientos más minuciosos proceden
directamente de la obra de Fisher, Edgeworth y Pareto; en un sentido especial, de
Marshall, en la teoría de la conducta del consumidor; de Walras y Pareto en la teoría
general del equilibrio. Claro está que no son éstos los únicos antecedentes. El concepto
básico de sustitución, implícito en la teoría actual de la elección del consumidor, se
encuentra esencialmente en la misma forma, aunque expresado con palabras y no con
curvas y ecuaciones, en los escritos de Wicksteed y Knight. En las últimas versiones de
la teoría, es muy clara la influencia de Marshall.
Un primer intento de una nueva formulación basada en la técnica de Pareto se
encuentra en un trabajo escrito en 1915 por un autor ruso, E. Slutsky.10 La versión más
conocida entre las posteriores ha sido principalmente obra de economistas ingleses. La
expusieron por primera vez en un artículo J. R. Hicks y R. G. Allen,11 y uno de estos
autores, J. R. Hicks, la expuso más por extenso en su Valor y capital (l939)*. Las partes
primera y segunda de esta obra se proponen hacer una exposición definitiva de la teoría
del valor subjetivo y de la teoría del equilibrio general. También tiene la ventaja sobre el
artículo de mostrar con más claridad los puntos de contacto entre la nueva formulación y
las de Pareto, Marshall y Walras. Quizá convenga hacer aquí un resumen de ella como
indicio de la dirección en que ha evolucionado la teoría de la utilidad marginal.
380
Dicho sucintamente, la nueva formulación se propone dos cosas: primera, demostrar
las deficiencias de la versión antigua, en especial la de Marshall, y poner de manifiesto
que el método de Pareto nos permite superar esas deficiencias; y segunda, desarrollar y
completar el método paretiano de la curva de indiferencia. Afirma que en Marshall la
teoría de la conducta del consumidor equivale a una ampliación relativamente sencilla de
la segunda ley de Gossen. Un consumidor con determinados gustos y un ingreso
monetario dado, cuando se encuentra ante precios formados en un mercado en régimen
de competencia (precios que debe tomar como datos), procurará, si quiere maximizar la
utilidad total, que “la unidad marginal de gasto en cada dirección proporcione el mismo
incremento de utilidad”.12 Esto significa que, en equilibrio, las utilidades marginales serán
proporcionales a los precios, conclusión que destacan no sólo Marshall, sino también
Wicksteed, Wicksell, Knight y otros muchos. En realidad, se ha convertido en un
teorema típico de libro de texto.
Hicks sostiene que la teoría de Marshall tenía el defecto de seguir confiando en los
conceptos de utilidad y de utilidad decreciente; a pesar de la obra de Menger y de la
frecuencia con que después de él se negó la posibilidad de medir la utilidad, la versión
marshalliana todavía implicaba una determinada función de utilidad, es decir, una
intensidad absoluta dada de deseo de una serie de bienes, volviendo así a reintroducir la
mensurabilidad por la puerta trasera. En este punto —se dice— Pareto acude a salvar la
situación. El procedimiento de las curvas de indiferencia ofrece la solución de
proporcionar un determinado sistema de equilibrio con menos supuestos de los que
parece implicar el punto de vista de la utilidad marginal. Si queremos representar
gráficamente al modo marshalliano el principio de la utilidad decreciente de dos bienes,
tendremos que trazar un diagrama tridimensional, señalando las cantidades de los dos
bienes, bienes en dos dimensiones, y sus correspondientes utilidades en la tercera.
Entonces puede señalarse una “superficie de utilidad” uniendo todos los puntos que
representan las utilidades de diferentes series de cantidades de los dos bienes. La
transición a las curvas de indiferencia, de Pareto, es, pues, muy sencilla: es la transición
de un modelo en relieve a un mapa. De este modo se elimina la utilidad, pues no
quedamos únicamente con una serie de combinaciones de cantidades de dos bienes más
preferidos, menos preferidos e indiferentes.
Se afirma que este cambio de lenguaje y de procedimiento expositivos implica un
gran progreso metodológico, porque permite partir del supuesto de que un individuo
prefiere una serie de bienes a otro, sin investigar en que medida lo prefiere. Si dicha
afirmación se limitara a decir que el concepto de relatividad e inmensurabilidad de la
utilidad —que Menger fue el primero en destacar— sólo logra precisión cuando se
abandona el concepto de funciones de utilidad y los teoremas se formulan puramente en
términos de las posiciones preferidas en el mapa de indiferencia, podríamos aceptarla.
Pero apenas puede mantenerse la extravagante sugestión de que ese cambio produce
conceptos básicos nuevos, o que constituye “un cambio positivo en los fundamentos de
la teoría”.13 Siempre ha sido parte aceptada del marginalismo moderno la noción de la
relatividad del concepto de utilidad “mayor o menor”, y no es fácil comprender cómo
381
una formulación pueda producir un mejoramiento sustancial de otra cuando entran en
juego las dificultades que surgen inevitablemente en el proceso de “cuantificación” de los
deseos subjetivos.
Cuando se sustituye la terminología antigua por la nueva, se producen ciertas
consecuencias expositivas interesantes. La utilidad marginal decreciente desaparece,
junto con la utilidad como tal. En su lugar, tenemos la tasa marginal de sustitución. No es
éste el lugar adecuado para definir estos términos nuevos ni los usos que se les dan. Pero
casi todos los teoremas marshallianos encuentran ahora su duplicado o paralelo. Así, la
proporcionalidad de las utilidades marginales con los precios se convierte en la tangencia
de la línea del precio con la curva de indiferencia. En otras palabras, el teorema dice
ahora que la tasa marginal de sustitución entre dos clases (que es expresada por la
pendiente de la curva de indiferencia) ha de ser igual, en equilibrio, a la relación que
guardan entre sí los precios. La utilidad marginal decreciente es remplazada por la tasa
marginal decreciente de sustitución o, en otras palabras, por la condición de que la curva
de indiferencia tiene que ser convexa en su origen. Pero utilidad marginal decreciente y
convexidad de la curva de indiferencia no son proposiciones idénticas, pues cabe
concebir que, en el caso de ciertos bienes (competitivos o complementarios), la relación
de las utilidades marginales pueda ser tal que contrarreste los efectos directos resultantes
de aumentos o disminuciones de la cantidad, produciendo así, en ocasiones, una tasa
marginal de sustitución creciente antes que decreciente, es decir, una curva cóncava. Por
consiguiente, hay que determinar más condiciones, y esto lleva a los autores de la nueva
técnica a un estudio muy complicado de la complementariedad.
Otra “traducción” interesante de la doctrina marshalliana se encuentra en la forma en
que la ley de la demanda se deriva de la teoría de la elección. En Marshall, esta
derivación requiere que se añada un supuesto sencillo: la constancia de la utilidad
marginal del dinero. Dada esta condición, se sigue que la razón entre utilidad marginal y
precio tiene que estar en relación inversa. Hicks procede a demostrar que este supuesto
marshalliano equivale a ignorar los efectos de los cambios del ingreso sobre la demanda
de cualquier mercancía en relación con los cambios de su precio. Mediante una
separación y una unión subsiguiente extremadamente hábiles del análisis de los efectos
del ingreso y del precio sobre la demanda de una mercancía (incluso en el caso en que
dicha mercancía sea de calidad inferior en una pareja de sucedáneos), Hicks presenta
una ley más flexible de la demanda del consumidor. Al mismo tiempo, demuestra que,
para la mayor parte de los casos probables, Marshall tenía razón en pasar por alto los
efectos de ingreso, en concentrarse en los efectos de sustitución de los cambios de
precio, y en deducir su ley general de la inclinación descendente de la curva de demanda.
El estudio pasa a considerar el caso especial del vendedor y a demostrar la existencia de
una asimetría entre la ley de la demanda y la de la oferta en el sentido de los casos
“excepcionales”, en que la curva se inclina en dirección opuesta a la postulada en el caso
general, son más probables del lado de la oferta que del de la demanda.
Otro aspecto interesante de esta revisión de la economía estática (única parte de la
importante obra de Hicks de que podemos tratar aquí) es el análisis del equilibrio del
382
cambio. En general, se basa ampliamente en Walras, y repite la condición que sentó éste
para poder determinar un sistema, a saber: que el número de ecuaciones fuera igual al
número de incógnitas. Se ha señalado muchas veces la impropiedad matemática (y
económica) de una condición tan sencilla,14 pero no podemos estudiar aquí los supuestos
simplificadores que, alegan los críticos, hay que adoptar para que pueda considerar
válida la condición puesta por Walras para la determinación. Después de concluir que el
teorema walrasiano es adecuado, Hicks pasa a demostrar que se le puede apartar a la
terminología de la curva de indiferencia siempre que puedan trazarse curvas de
indiferencia para los individuos interesados, independientemente de los precios. Hay que
excluir, por consiguiente, los mercados especulativos, los ejemplos veblenianos de
consumo conspicuo y los mercados de factores de la producción (en que la demanda ha
de depender de los precios que se prevén para el producto). Para otros casos, entre los
cuales el caso por excelencia muy probablemente sea aquel en que se cambian servicios
personales, se dice que es posible demostrar un sistema determinado.
El profesor Hicks vuelve después al problema de la estabilidad de dicho equilibrio.15
Introduce una serie de perfeccionamiento en las conocidas leyes de la oferta y la
demanda, algunos de los cuales, como el uso especial de la nueva expresión “exceso de
demanda” y el trazado de una curva de exceso de demanda, parecen totalmente
insustanciales. Otros, particularmente aquellos en que se vuelve a recoger la anterior
separación de los efectos de los cambios de precios sobre los ingresos y la sustitución y
se combinan con el análisis de la distinta posición del comprador y del vendedor están
destinados a hacer el análisis pertinente para un gran número de situaciones posibles y,
por lo tanto, de aumentar su “realismo”. La conclusión del estudio de las condiciones de
estabilidad es, según palabras de Hicks, que la “existencia de sistemas estables de cambio
múltiple es enteramente compatible con las leyes de la demanda”, que las “condiciones
de estabilidad son muy sencillas”, y que “la inestabilidad sólo puede proceder de dos
causas: efectos muy asimétricos del ingreso, y complementaridad extremada”.
Sin embargo, esa conclusión tranquilizadora está rodeada de salvedades: se
circunscribe a la parte estática de la teoría; excluye ciertos tipos de cambio; no se aplica,
en este punto, a la producción; y, sobre todo, se basa en el supuesto de que existe
competencia perfecta.
Es cierto que el camino intelectual por el que se llega a las conclusiones es más suave
que los anteriores. Toda la formulación es más elegante, y ha tomado su lugar en el
cuerpo vigente de la teoría general del precio y del equilibrio. Es, pues, una nueva
herramienta intelectual muy útil y, como otras recientes, está libre de las implicaciones
que el “orden natural” tiene para la política pública y que padecían las versiones
anteriores del marginalismo.
En la teoría de la producción, Hicks dedica unas treinta páginas de su libro a ampliar
su análisis del sistema del equilibrio al problema de la producción. Queda excluida toda
situación que no sea la de la competencia perfecta, y Hicks no encuentra dificultad en
remplazar al consumidor por un productor y la curva de indiferencia del consumidor por
una curva de producción que relaciona la cantidad de factor empleada y la cantidad
383
producida. Después pasa a establecer las condiciones del equilibrio de la producción. De
un modo análogo estudia las condiciones en que puede ser estable tal sistema de
equilibrio, halla que no son difíciles de satisfacer y concluye: “Hemos dicho lo bastante
para quedar convencidos de que un sistema perfectamente estable de equilibrio de la
producción es una hipótesis razonable.”16
Sin embargo, un pasaje muy interesante de esta sección trata, de pasada, de las
dificultades que surgen cuando se abandona el supuesto de la competencia perfecta.
Toda la cuestión es despachada en menos de dos páginas. No podemos reprochárselo al
autor, que se ha atenido explícitamente al supuesto de la competencia perfecta. Pero es
señal de la limitación de la economía estática el que hasta una reformulación tan
minuciosa y refinada de ella permanezca intocada, por lo que indudablemente es una de
las dos manifestaciones modernas más importantes de la teoría económica: la teoría del
monopolio y de la competencia imperfecta. Puede servir de introducción útil a un breve
resumen de esa manifestación el mostrar el modo como el profesor Hicks soslaya la
dificultad que ha suscitado su referencia al problema de la competencia en relación con el
equilibrio de la producción. Señala que las condiciones de equilibrio incluyen el postulado
de que en el punto de equilibrio han de estar en alza tanto el costo marginal como el
costo medio. Pero como en el punto en que el costo marginal está en el mínimo, el costo
medio tiene que estar inevitablemente más alto que aquél, es posible que el costo
marginal suba mientras el costo medio esté aún bajando. Si el precio es igual al costo
marginal (lo cual es una condición de equilibrio), entonces, en ese grado, el precio estará
por debajo del costo medio. En otras palabras, el productor venderá con pérdida,
situación manifiestamente incompatible con el equilibrio. El dilema puede ser superado,
desde luego, abandonando el supuesto de la competencia perfecta; porque en un
monopolio el precio puede ser más alto que el costo marginal en un monto determinado
por el grado de monopolio. Pero este paso, como advierte el profesor Hicks, tiene
“consecuencias muy destructoras para la teoría económica”, porque en una situación de
monopolio las condiciones de la estabilidad, tan claramente establecidas, se hacen
indeterminadas, y este “desastre que amenaza abarca la mayor parte de la teoría del
equilibrio general”.17 La solución un tanto débil que el profesor Hicks decide adoptar, es
suponer que el grado de monopolio es tan leve, que el postulado de la competencia
perfecta no violenta mucho la realidad. Aunque admitiendo que esto quizá significa una
grave limitación para los problemas a que puede aplicarse la técnica, Hicks expresa la
duda de que de los problemas que así quedan excluidos “sea posible hacer un análisis útil
de la mayor parte de [ellos] si empleamos los métodos de la teoría económica”.18
La economía poskeynesiana de los últimos años, o la que, a pesar de la
“contrarrevolución” que será discutida después, puede ser llamada la principal corriente
de la economía, mejoró enormemente el papel de J. R. Hicks en la elaboración del
cuerpo de la teoría económica.19 Esta mejora en parte se debe a una mayor
consideración a su trabajo anterior, cuya calidad estimulativa fue reconocida
rápidamente. Hicks continuó aumentando su obra hasta su muerte en 1989 con una serie
de escritos que mostraron —de manera peculiar— no un decremento, sino un aumento
384
del interés a edad avanzada, aunque fue su trabajo previo el que lo hizo merecedor al
Premio Nobel.
No es posible ampliar aquí en detalle lo que se refiere a sus otros escritos, pero
pueden mencionarse los siguientes: Capital and Growth (1965), A Theory of Economic
History (1969), Collected Essays on Economic Theory, 3 tomos (1982) (el volumen II
de Money, Interest and Wages, contiene una colección especialmente útil de ensayos
sobre Keynes y el desarrollo teórico poskeynesiano); y, publicado en el año de su
muerte, A Market Theory of Money (1989).
Una de las tendencias más vigorosas en la literatura económica reciente se ha basado,
por lo menos implícitamente, en la creencia de que la eliminación del principio de la
competencia perfecta era una base importante para un mayor avance teórico.
Probablemente la mayor parte de los escritos de teoría económica “pura” desde 1926
se ha ocupado de las reformulaciones teóricas que son necesarias una vez abandonado el
supuesto de la competencia perfecta. El estudio de estos problemas tardó algo en
iniciarse, se derivó casi por completo de Marshall, y fue consecuencia del hecho de que
hubiera muchos cabos sueltos en el sistema marshalliano del equilibrio de la oferta y la
demanda. Se halló que habían sido usados de una manera ambigua el análisis del tiempo
hecho por Marshall, su concepto de la empresa representativa, el lugar que en teoría
ocupan los costos creciente y decrecientes, y la doctrina de las economías externas. El
intento de aclarar estos conceptos produjo copiosos escritos.
Estas manifestaciones recientes de la teoría del mercado y de la empresa individual
son un buen ejemplo de la relación que hay entre la teoría y la práctica y el desarrollo de
la teoría misma. No sería exacto concluir que los pensadores a quienes principalmente se
debe en los años recientes el desarrollo de los nuevos teoremas han sido llevados
directamente al estudio de las situaciones monopolísticas por el avance de los
monopolios en el mundo real. Lo que precipitó la investigación no fueron la Standard
Oil, la A. T. & T., la Imperial Chemical ni el aumento de artículos patentados. Sin
embargo, fue la realidad lo que produjo insatisfacción con la doctrina marshalliana. Un
hecho de experiencia claro y sencillo contradecía las conclusiones del análisis tradicional
de la oferta y la demanda. En gran número de casos, la experiencia demostraba que no
era la amenaza de los rendimientos decrecientes el verdadero obstáculo a la expansión de
la producción por las empresas individuales. Por el contrario, el productor individual se
encontraba muchas veces con que el costo medio disminuía todavía en el momento en
que él detenía la expansión de su producción. La barrera era el mercado, es decir, la
medida en que él podía dar salida a su producción sin bajar el precio ni incurrir en costos
especiales. Son bien conocidos, desde luego, los obstáculos de esa naturaleza y han sido
extensamente estudiados en la teoría del monopolio.
Esta indicación en el sentido de la teoría del monopolio fue acompañada por el
redescubrimiento de la obra de Cournot, como consecuencia de la mayor atención
prestada a la teoría matemática. Las posibilidades de una competencia a muerte mediante
rendimientos individuales crecientes, que Marshall ya había visto y que tenía el apoyo
poderoso de la historia real de amplios sectores de la organización económica moderna,
385
también condujeron a un estudio renovado de las situaciones monopolísticas. Así pues,
ambas tendencias se reforzaron mutuamente.
Hubo muchos precursores importantes del gran debate en torno a la herencia
marshalliana. El primero en plantearse el problema de su plena pertinencia con los
problemas del mundo real fue Sir John Clapham, quien, en un artículo de 1922, preguntó
a los economistas si sus numerosas gavetas etiquetadas “Rendimientos decrecientes”,
“Rendimientos crecientes”, y así sucesivamente, tenían algo dentro.20 Pero la discusión
no fue continua, y quedó aplazada hasta cuatro años más tarde, cuando recibió poderoso
impulso con un artículo de Piero Sraffa que sigue siendo hoy por hoy la mejor
exposición del problema, sobre todo desde el punto de vista de la historia de las doctrinas
económicas.21 Por lo tanto, lo mejor será hacer un breve resumen del razonamiento de
Sraffa para ver el escenario en que tuvo lugar la controversia. Empieza este autor
exponiendo el lugar que, históricamente, han ocupado las leyes de los rendimientos en la
teoría del valor; no es pues, necesaria una recapitulación. Sabemos que en la teoría
clásica la relación entre el costo de unidad y el volumen de la producción no mereció
mucha atención. Los rendimientos decrecientes se estudiaron, sobre todo, en relación
con la renta, y cómo afectaban al costo de todas las cosas; los clásicos, puesto su mayor
interés en los precios relativos, los pasaron por alto. Los rendimientos crecientes fueron
considerados como una parte de la doctrina de la división del trabajo. La modificación
moderna y marshalliana de esa posición clásica consistió en generalizar las dos leyes y
convertirlas en parte de la teoría del valor, donde proporcionaron la base de la teoría de
la oferta. Los ingresos decrecientes, como es bien sabido, se generalizaron hasta abarcar
todos los factores de oferta fija; y a los rendimientos crecientes se les hizo consistir, para
ese objeto, en lo que Marshall llamó “economías externas”. Esta última restricción era
necesaria, pues se vio que las economías internas basadas en la escala de producción
eran incompatibles con un equilibrio estable de la competencia.
Sraffa señala el carácter poco satisfactorio de leyes expresadas de esa forma.
Tenemos aquí una analogía con la independencia de las curvas de indiferencia respecto
de los precios, estipulada por Hicks. Porque en la teoría de la oferta y la demanda es
esencial que las condiciones de cada una de ellas puedan exponerse independientemente
unas de otras. Aplicando este criterio esencial a las leyes de los rendimientos,
encontramos que esa formulación independiente de las condiciones de la producción y de
la demanda sólo es posible en un número muy reducido de casos. Según Sraffa, se limita
a aquellos en que la producción de una mercancía individual emplea toda la oferta de un
factor escaso, y en los que hay economías internas a toda una industria, pero externas a
la empresa individual dentro de esa industria. Así llegamos al mismo punto que
presentaba un dilema a Hicks. Pero Sraffa propone que se le resuelve valientemente,
abandonando el supuesto de la competencia y aplicando los bien probados métodos del
análisis del monopolio. Éstos pueden aplicarse con precisión a una situación en que la
empresa individual encuentra que el factor limitativo es el mercado, y no sus condiciones
de producción.
Sraffa inicia con gran éxito la reformulación de la teoría del equilibrio del mercado; y
386
sobre las bases por él sentadas, otros, principalmente E. Chamberlin y Joan Robinson,
han levantado una estructura imponente de nueva teoría.22 La iniciación de Sraffa se ha
convertido ahora en una parte aceptada de la historia del pensamiento económico.
Brevemente resumida, es como sigue. El punto de partida es la posición del vendedor
individual. Ya había advertido Marshall que “cuando consideramos un productor
individual, debemos emparejar su curva de oferta no con la curva general de demanda de
su mercancía en un mercado extenso, sino con la curva particular de demanda de su
propio mercado especial”.23 Ahora bien, esa “curva de demanda individual” —o más
bien “curva de ventas”, como se le ha llamado recientemente—24 se inclina hacia abajo
en los casos que estamos considerando; es decir, que el vendedor individual se ve
obligado a reducir el precio si quiere vender más. Por otro lado, ha de incurrir en costos
especiales de venta (publicidad, etc.) que pueden desplazar a la derecha toda su curva de
ventas o reducir su inclinación.
Este último método supone romper en la práctica con una parte esencial del supuesto
de la competencia perfecta, a saber: la indiferencia por parte de los compradores en
cuanto al vendedor a quien compran. O, en otras palabras, implica la creación de la
heterogeneidad entre los productos ofrecidos en venta por productores en competencia.
Si esto puede demostrarse, el mercado único donde rige la competencia se subdivide en
muchos mercados especiales para los productos de cada empresa, separados uno de otro
por las murallas más o menos fuertes y más o menos estables de las preferencias
especiales de los compradores. En esa situación, como señaló Sraffa, cada empresa tiene
que tener en cuenta la demanda de dos clases de compradores: los que son marginales en
su propio mercado especial, y los que son marginales en todos los mercados conexos en
que rige la “competencia monopolística”. Teóricamente, su política puede consistir en
reducir el precio para quitarles compradores a los competidores, o en reforzar su
posición monopolística manteniendo el espesor de la muralla aislante entre ella y las otras
empresas por medio de un aumento continuo de los costos de venta.
El resultado final del análisis de Sraffa es demostrar que en muchos casos en que hay
gran número de vendedores (y en los que, por lo tanto, uno pensaría normalmente que
existe competencia), y en que hay economías internas pero no demasiado marcadas, se
elegirá la segunda de las políticas señaladas. Pero esto significa que es posible un
equilibrio determinado —monopolístico— a pesar de que existan condiciones que hagan
impropio el aparato del análisis del equilibrio competitivo. No será necesariamente un
equilibrio con un precio único, aunque éste puede ser el caso cuando las economías
internas y los grados de preferencia del comprador son ligeros, y cuando las empresas
individuales se encuentran en situación muy parecida. En tal caso, el precio resultante
tenderá al nivel que obtendría con un monopolio único; y la competencia de las empresas
individuales tendrá por objeto conseguir y mantener una parte tan grande como sea
posible del mercado total.
Estas ideas han sido desarrolladas y refinadas muchas veces; lo que quizá es más
significativo, el caso de la competencia perfecta ha sido, desde que Sraffa publicó su
artículo, analizado cada vez más precisamente en los mismos términos que el del
387
monopolio y el de la competencia imperfecta de que trataba la teoría de Sraffa. En la
obra de Chamberlin, por ejemplo, encontramos una exposición muy ingeniosa de las
leyes de la oferta y la demanda, incluyendo el teorema según el cual, en régimen de
competencia, el precio de equilibrio iguala la oferta y la demanda en términos nuevos de
ingreso medio y marginal, los cuales, si hubieran estado antes en uso, indudablemente se
habían reservado para la teoría del monopolio.
Sin embargo, puede agregarse algo acerca de la posición más general que Sraffa
ocupa ahora en la historia moderna de la economía, particularmente desde la aparición
de su avanzada y difícil obra The Production of Commodities by Means of Commodities
(1960). Por muchos años fue conocido casi únicamente por colegas economistas
académicos, y hoy, casi una década después de su muerte en 1983, es aún desconocido
para el público, excepto en su natal Italia, y ahí quizá por sus inclinaciones políticas más
que por sus escritos estrictamente económicos. En gran medida gracias a la obra del
profesor Roncaglia de la Universidad de Roma (véase, por ejemplo, su artículo “Piero
Sraffa and the Reconstruction of Political Economy”, en el Quarterly Review de la
Banca Nazionale Del Lavoro, de diciembre de 1983), su obra cada vez se consulta más.
Por mencionar sólo unos ejemplos, es importante su contribución a la teoría del
equilibrio, su ingeniosa reformulación de los principios de Ricardo y las teorías de flujos
circulares del Tableau Economique o de Marx. Samuelson —quien había alabado el
trabajo de Sraffa con anterioridad— divulgó un importante artículo de la “economía
sraffiana” en el New Palgrave Dictionary of Economics, obra que a su vez contiene un
artículo muy útil y general sobre Sraffa de John Eatwell y Carlo Panico. Curiosamente,
el deseo de Sraffa de regresar al patrón clásico, aparte de la utilidad marshalliana y los
conceptos de equilibrio parcial, encierra una similitud superficial con el patrón
Walras/Arrow/Debreu, aunque sólo en un sentido formal. Será interesante observar
cómo los futuros desarrollos teóricos manejen el “verdadero” retorno al clasicismo de
Sraffa contra la supuesta novedad de la nueva macroeconomía clásica.
No podemos hablar aquí en detalle de estos refinamientos teóricos pero hemos de
mencionar algunos de los rasgos especiales del nuevo análisis. Por ejemplo, la teoría del
equilibrio de la oferta y la demanda en régimen de competencia constituye, en la nueva
versión, una solución interesante de las dificultades expositivas que preocuparon a
Jevons y a Walras. Como hemos visto, el primero fue llevado a emplear el torpe
expediente del “cuerpo comercial” y a aplicar erróneamente el concepto de la “ley de
indiferencia”; el segundo empleó el procedimiento, más sutil pero todavía insatisfactorio,
del prix criè y de los tâtomements o tanteos. En la teoría contemporánea, estas
dificultades han sido superadas en gran parte. La ley de la oferta y la demanda se
formula en términos que hacen mucho más clara la posición del comprador y del
vendedor individual en un mercado de competencia. La formulación de Chamberlin, en
especial, expone de una manera sencilla y clara lo que implica el supuesto de la
competencia perfecta. Emplea el sencillo recurso de dos gráficas: una con curvas
compuestas que representan la demanda y la oferta totales en el mercado; la otra es una
ampliación, por decirlo así, de la parte infinitesimal del mercado total que ocupan el
388
comprador y el vendedor singulares. Esto le permite usar proposiciones y términos
geométricos para dar precisión a las condiciones de un mercado competitivo; la “curva
de ventas” horizontal del individuo se convierte en expresión de las condiciones
postuladas de equilibrio (ausencia de preferencias del comprador y ausencia de influencia
individual sobre la cantidad total ofrecida) y de su consecuencia, a saber: la infinita
elasticidad de la demanda del producto de un vendedor individual al precio corriente de
mercado.
No es necesario examinar todas las reformulaciones que hacen posible este método.
Puede desarrollarse con más precisión la finalidad de lograr un máximo de utilidades; y
las curvas de costos individuales pueden tratarse del mismo modo que las curvas de
ventas individuales, sus equivalentes en el lado de la demanda. La escala de la
producción en condiciones competitivas de las firmas individuales pueden ser analizadas,
como puede serlo la de toda una industria.25 No es necesario decir que la misma técnica
exactamente puede usarse para el monopolio o la competencia monopolística, ya que el
impulso inicial para la reformulación de la teoría vino precisamente del campo del
monopolio. Así en la teoría de Chamberlin como en la de Joan Robinson, el resultado
final es una declaración de las condiciones del equilibrio del mercado en términos tan
generales, que puede aplicarse a la competencia, al monopolio o a cualquier situación
intermedia.
Se sigue una consecuencia importante, que era la más importante de las conclusiones
que sugería Sraffa: como las condiciones del equilibrio son formuladas ahora en términos
parecidos para todas las situaciones del mercado, es posible comparar los resultados (en
términos de precio, producción y remuneración de los factores de la producción) a que
conduce cada una de ellas. Este aspecto de la nueva teoría no se destaca mucho en la
obra de Chamberlin, pero juega papel muy importante en la de Joan Robinson. Es
natural que sea así, pues es a la escuela de Cambridge y a la tradición marshalliana
adonde hay que acudir en lo que respecta a los elementos de importancia para la política
práctica que pueden extraerse de la teoría económica académica contemporánea. Toda la
teoría de Pigou, con su distinción entre producto neto marginal social es un puente entre
Marshall y las conclusiones de la teoría de la competencia imperfecta. Repetimos que
estaría fuera de lugar aquí una exposición detallada de esta parte de la teoría, pero vale la
pena subrayar que los refinamientos últimos no han hecho sino apoyar las críticas de lo
que podríamos llamar el “prejuicio de la distribución óptima de los recursos” de la teoría
económica, implícitas en el artículo de Sraffa. Las tendencias a restringir la producción y
elevar el precio, inherentes al mercado monopolista y de competencia imperfecta, han
sido manifiestas durante mucho tiempo al observador de los cambios estructurales de la
industria moderna. En la actualidad tienen una expresión teórica.
Aun es tema de discusión la medida precisa en que pueden hacerse tales
comparaciones, y todavía no está claro qué progreso representan las nuevas teorías,
particularmente en relación con los preceptos políticos que puedan deducirse de ellas.
Pero es significativo que ya se hayan desprendido algunas conclusiones políticas, que
muestran un parentesco inconfundible con la tradición de reforma social del pensamiento
389
económico inglés, cuyos representantes principales en el siglo XX son Marshall y, sobre
todo, Pigou.26 El aparato técnico de que se dispone hoy en día es mucho más refinado
que el que lo precedió. Las ocasiones en que se pueden probar estas conclusiones se han
presentado con mayor frecuencia durante la última década que con anterioridad: por
ejemplo, los teoremas relativos a la extensión o la restricción del monopolio y la
regulación y el control de diversidad de productos, han resultado útiles en tiempo de
guerra, y después, para los gobiernos que se vieron ante la necesidad de restringir la
oferta de bienes de consumo y de controlar la distribución de recursos escasos.
En lo que respecta a la política pública, todavía es un tanto oscura la dirección
definitiva hacia la que tienden estos avances teóricos. Lo que, sin embargo, es cierto, es
el cambio profundo que han producido dentro de los límites de la teoría misma. Este
cambio tiene, indudablemente, el carácter de un progreso, pues al ampliar la teoría la
hace presentar un cuadro más exacto de la realidad. Consecuencia importante de esto es
que el íncubo del orden natural, principalmente vulnerable hasta ahora a los argumentos
heterodoxos, hoy puede ser exorcizado más fácilmente con medios proporcionados por
la teoría ortodoxa misma. De este aspecto volveremos a hablar más adelante. Pero ya
está claro que cuando Hicks hablaba del posible derrumbe de la mayor parte de la teoría
económica, tenía razón por lo menos en lo que respecta a la tradición del laissez faire
del antiguo análisis del mercado, pues hoy puede demostrarse que las tendencias
espontáneas del mercado no llevan de ningún modo a la distribución óptima de los
recursos escasos. Realmente, habría que ser muy atrevido para hablar hoy de la
“soberanía del consumidor”, en cualquier sentido del “orden natural”, en presencia de
una variedad artificial de productos en un mercado imperfectamente competitivo.
El renovado interés que despierta el análisis de las situaciones monopoloides,
manifestado por vez primera por Cournot, ha conducido a resultados muy parecidos.
Aquí la consecuencia ha sido no tanto socavar el prejuicio “óptimo” del marginalismo,
como provocar dudas muy serias acerca de la capacidad del mercado para producir
espontáneamente un equilibrio estable. Cournot pensaba que había una solución
determinada para el problema del duopolio, es decir, el problema de los dos vendedores.
Demostró que, después de sucesivas reacciones de la política del uno ante la del otro en
relación con las cantidades individuales que habían de llevar al mercado, los dos
vendedores llegarían a una situación de la cual ninguno de ellos tendría interés en
apartarse. Pensadores posteriores han discutido esta solución en el caso tanto de
duopolio como en el más general de oligopolio cuando hay bastante pocos vendedores
para que resulte inaplicable el supuesto de la competencia. El debate ha retrocedido y
adelantado, contribuyeron a él muchos economistas distinguidos, y parece que se han
manifestado dos escuelas ideológicas: una que sostiene el resultado cournotiano de la
determinación; y otra que sigue a Bertrand y Edgeworth, críticos de Cournot, en
considerar como esencialmente indeterminado el caso del duopolio. La historia de este
debate, aunque interesante, tiene un carácter demasiado especial para que lo reseñemos
aquí.27 Sin embargo, es posible señalar que la solución de la determinación requiere
supuestos muy especiales o, por el contrario, que puedan imaginarse casos muy realistas
390
en que lo más probable es una situación indeterminada. En primer lugar, muchas de las
teorías del duopolio posteriores a Cournot que han dado determinados resultados, se han
basado en el supuesto de la “asimetría” de las situaciones, intenciones y políticas de las
dos partes contendientes. Tales supuestos, que un economista alemán llamó
wirtschaftsfriedlich, no son soluciones satisfactorias desde el punto de vista de la teoría
económica pura, porque las condiciones postuladas son restrictivas y no tienen, por lo
tanto, ninguna prioridad sobre otros supuestos que pueden hacerse acerca de la conducta
de los duopolistas. Es preciso excluir acuerdos claros entre los vendedores rivales de los
posibles supuestos, porque transforman la situación inicial del duopolio (que es la que se
está analizando) en una situación de monopolio con características subsidiarias
especiales. La solución de la diferenciación del producto está en un plano distinto, y
puede ser considerada como un postulado legítimo para conseguir determinado equilibrio
del mercado en casos de duopolio y oligopolio. Pero aunque elimina los efectos
desequilibradores de la situación pura de duopolio, revela las implicaciones
socioeconómicas que encontramos en la teoría posmarshalliana de la competencia
imperfecta.
Así, nos hallamos con que estas dos evoluciones paralelas de la teoría del mercado
han constituido en realidad un doble ataque contra dos tradiciones muy caras a la teoría
económica. Ahora hay que adoptar supuestos especiales acerca del mundo real para que
una situación teórica del mercado produzca determinado equilibrio y pueda describirse
como conducente a la mejor distribución posible de los recursos. En realidad, una parte
importante de las situaciones hipotéticas del mercado —seguramente, la mayoría de las
que tienen más semejanza con las circunstancias económicas del momento— no puede
decirse, a priori, que inevitablemente produzca ambas cosas.
En lo esencial, esta tendencia de la evolución teórica llegó a su fin aproximadamente
en la época en que estalló la segunda Guerra Mundial.28 Desde entonces el asunto se
mantuvo pasivo hasta su resurgimiento en las décadas de 1970 y 1980 con enunciados
nuevos sobre la conducta y teoría de mercado.
3. KEYNES
Las páginas que siguen tratarán de una manifestación muy importante de la economía
contemporánea, manifestación que está asociada en gran medida al nombre de una
persona. Sin embargo, no debe considerarse esta sección de nuestro libro como un
ensayo sobre Keynes. Sería muy interesante estudiar la evolución de sus ideas, que
durante casi medio siglo después de su muerte han continuado siendo una fuerza
poderosa en la teoría y la práctica económicas. En cierta medida, eso lo ha hecho R. F.
Harrod en su J. M. Keynes (1951), que es la primera biografía extensa de éste.29 Pero
este libro, sumamente interesante y de agradable lectura, no ha sido concebido
primordialmente para servir los fines de la Dogmengeschichte. Estudios excelentes se
encuentran también en S. Harris (ed.), The New Economics: Keynes’s Influence on
391
Theory and Public Policy (1947), y en L. R. Klein, The Keynesian Revolution (1949).
Estos dos últimos tratan principalmente del último y más grande de los logros alcanzados
por Keynes; y todavía hay que dejar para los historiadores futuros valorar su obra en
conjunto.30
El siguiente brevísimo resumen de su vida y obra conducente a la Teoría general, no
pretende anticiparse al juicio futuro relativo a su importancia intelectual. No es otra cosa
que una breve introducción al profundo cambio en el modo de enfocar los grandes
problemas económicos que inició la obra que acabamos de citar. El cambio, como
veremos en el capítulo siguiente, es tan grande que ha abierto la puerta a la
reintroducción de una nueva economía política que estudia, como la de los clásicos, los
problemas de la economía en su conjunto, y no sólo los del consumidor individual.
John Maynard Keynes nació en 1883 y murió en 1946. Durante cuarenta de esos
sesenta y tres años, es decir, desde que salió de la universidad hasta su muerte, se
mantuvo en constante actividad como economista, en todas las formas que se le
ofrecieron: como pensador, como escritor, como maestro, como funcionario público y
como estadista. Con sólidos fundamentos en la economía marshalliana y una extensa
preparación matemática, inclinado a la filosofía y dueño de los más amplios intereses
literarios y artísticos, Keynes adquirió muy pronto un notable conocimiento del mundo
de los negocios y de los asuntos públicos. Gracias a ese talento, así como a una
personalidad extraordinariamente vigorosa y atractiva, ejerció una influencia en la teoría
y la política económicas no igualadas desde Smith y Ricardo. En realidad, la conexión de
Keynes en sus últimos años con los asuntos del Estado fue tal, que le brindó una
oportunidad única, de que no gozó ningún otro gran economista anterior a él, de hacer
que sus ideas influyesen directamente en la formación y dirección de la política pública.
Aunque enraizadas en la versión marshalliana de la doctrina económica neoclásica,
las teorías de Keynes mostraron casi desde el principio una tendencia fuertemente
original, por no decir heterodoxa. Él mismo no se dio cuenta de la ruptura con su propia
tradición sino al escribir su obra última y más importante. Mas, para el observador, la
evolución de las ideas de Keynes, examinadas ahora retrospectivamente, es un proceso
continuo de renovación y reformulación de las doctrinas establecidas y, al fin, de su
transformación en algo completamente nuevo.
No es sorprendente que ni el autor ni el público comprendiesen toda la importancia
de lo que estaba sucediendo. Desde Economic Consequences of the Peace (1919) hasta
A Treatise on Money (1930), Keynes concedió casi siempre la mayor importancia a las
cuestiones de política práctica. Es verdad que publicó muchos artículos teóricos en
revistas especializadas, alternando libros, folletos y artículos de carácter más popular,
pero aun éstos trataban de temas originados en cuestiones sobre políticas: el problema de
las reparaciones alemanas y de la transferencia, la vuelta de Inglaterra al patrón oro, la
reforma monetaria inglesa. Hasta su Treatise no hay ni el menor indicio de que el autor
fuera a consagrar todo su trabajo a formular un sistema teórico. Pero esa obra, no
obstante los brillantes ensayos sobre temas particulares,31 se convirtió en los
prolegómenos de una obra teórica de gran alcance, y no la obra misma. La gran tarea de
392
Keynes, el deducir la lección contenida en sus luchas con todos los problemas prácticos
y producir una nueva estructura teórica, aún estaba por venir. No fue sino hasta la
publicación de Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero (1936),32 que el
autor no emprendió conscientemente y llevó a término triunfal dicha tarea. Para Keynes,
por lo tanto, la redacción de esta obra representó “una lucha para escapar” de las viejas
ideas, y lo mismo representó para sus lectores en aquel tiempo. Pero, vista
retrospectivamente, la lucha fue continua y la Teoría general no fue sino su conclusión
triunfal.
No es cosa sencilla resumir adecuadamente las aportaciones de Keynes a la
economía anteriores a la Teoría general. Para nuestro objeto, bastará indicar brevemente
las principales preocupaciones que encontrarían plena expresión en esa obra. La primera
obra de Keynes, que publicó a la edad de treinta años, fue Indian Currency and
Finance. Aparte del análisis acertadísimo del asunto especial de que trata, es notable por
una exposición clásica del patrón oro de cambio. Algunos escritores también dicen ver en
dicha exposición (y en el libro en general) una predilección por la administración
monetaria, que fue después tan característica de la actitud de Keynes en política
económica. En el libro, sin embargo, no hay nada que se aparte de los puntos de vista
marshallianos que entonces prevalecían.
Sus tres obras más importantes (dejando a un lado Treatise on Probability, 1921)33
tratan de los arreglos económicos que siguieron a la guerra y de los problemas
monetarios del periodo posbélico. The Economic Consequences of the Peace (1919) y A
Revisión of the Treaty (1921) le ganaron a Keynes —sobre todo el primero de estos
libros— una reputación mundial como difusor de materias político-económicas y como
escritor de una calidad literaria excepcional en este campo. Para los estudiosos de las
ideas económicas de Keynes, esos libros son importantes, ante todo, por la luz que
arrojan sobre la actitud general del autor ante los problemas políticos y sociales.
Demuestran claramente su racionalismo y su humanitarismo vigoroso, su profundo
interés por la amistad y la paz internacionales que, no obstante su apasionada dedicación
a los intereses de su propio país, conservó durante toda su vida; y, sobre todo, su fe
indestructible en el poder de la razón para hallar solución a los problemas más difíciles, y
en la virtud de la persuasión para lograr que esas soluciones tuvieran una aceptación
general.34
Pero fue el tercero de sus libros, el Tract on Monetary Reform (l923), el que más se
acercó a una exposición sistemática de las opiniones del autor sobre los medios de la
política económica. Para quienes deseen conocer los primeros indicios de las teorías que
después aparecieron en Teoría general, Tract es la fuente más informativa. En él se
encontrará, sobre todo, la demostración más clara posible del perseverante interés de
Keynes por estabilizar el nivel de la actividad económica. Después, durante los años de
depresión y desempleo, este interés encontró una expresión aún más notable en sus
folletos semipolíticos sobre cómo evitar el desempleo. Esto lo condujo inevitablemente a
revisar el programa del Estado y a modificar, en consecuencia, la doctrina del laissez
faire (no a abandonarla, como podría sugerir el título de su conocido folleto The End of
393
Laissez Faire, 1926). En toda su obra posterior están presentes el mismo objetivo, un
nivel elevado y estable de la actividad económica; la misma estructura dentro de la cual
hay que considerar los medios de las políticas (“las próximas manifestaciones de la
evolución político-económica surgirán de nuevos experimentos encaminados a
determinar las esferas apropiadas de la acción individual y de la acción gubernamental”).
Aunque análogo en muchos aspectos a su primera obra y con mucho del contenido
que tuvo después desarrollo en la Teoría general, Treatise on Money (1930), era lo
bastante diferente, en concepción y ejecución, del resto de su obra para no encajar
fácilmente en una apreciación del carácter continuado de la evolución intelectual de
Keynes. Para el lector corriente era una obra demasiado técnica: erudita (aunque
característicamente taraceada de conocimientos de pensadores no angloamericanos), con
una terminología difícil y en gran parte nueva y entremezclada con lo que parecía una
serie de monografías; para el estudioso, era una obra brillante y muy instructiva, pero de
carácter sumamente especializado. El público general, pues, ignoró el libro. En cuanto a
los economistas, difícilmente pudieron mantenerse al tanto del diluvio de artículos
especializados (y de controversia) que siguieron a la aparición del libro, cuando supieron
(un año o más antes de su publicación) que una nueva exposición, más revolucionaria,
de la teoría de Keynes iba a ser puesta a su disposición.
Las teorías que Keynes presentó por primera vez al mundo en su Teoría general de
la ocupación, el interés y el dinero (1936), no estaban elaboradas con suficiente detalle
para constituir por sí solas un nuevo corpus general de análisis económico cabal y
completo; pero bastaron para cubrir el camino a nuevos avances de la teoría económica
“pura”, así como al estudio más fructífero de los problemas que trataban explícitamente,
incluso, y sobre todo, los problemas de política. Hay que señalar que las teorías de
Keynes se formaron en un campo de investigación, el estudio del ciclo económico, que
por muchas décadas había estado separado del de la teoría económica general. Las
doctrinas que Keynes expuso en Teoría general descienden directamente de otras
anteriores que formuló mientras buscaba una explicación a los súbitos cambios del nivel
de la actividad económica. Algunos pensadores han podido demostrar sin mucho
esfuerzo que hay una línea clara de descendencia desde las primeras obras de Keynes,
principalmente Treatise on Money, hasta la nueva obra. Pero la impresión que él mismo
tuvo de haber cambiado de punto de vista, la compartieron rápidamente sus lectores, y
muy pronto se advirtieron los términos más amplios de referencia presentes en Teoría
general. Se comprendió que lo que ahora intentaba hacer Keynes era un nuevo examen
de los determinantes del nivel general de la actividad económica.
Keynes mismo se daba perfecta cuenta de la novedad de su intento, y lo creía en
fuerte contraste con lo que consideraba el principal objeto de los economistas clásicos.
Definía la tradición clásica como comprensiva no sólo de Ricardo y de sus discípulos
directos, sino también de los descendientes más lejanos de su escuela, incluso John
Stuart Mill, Marshall y Pigou. Esta definición difiere de la que sirve de base al análisis de
la decadencia del ricardismo que hemos hecho en estas páginas. Pero ahora podemos
dejar a un lado este asunto. Lo que importa es la differentia specifica que Keynes
394
descubre en la tradición clásica y que hace a ésta inaceptable para él.
La economía política clásica —alega Keynes— se ocupó de la distribución del
producto social más que de su cuantía. En apoyo de esta afirmación, cita la famosa
declaración hecha por Ricardo a Malthus, según la cual la economía política no es una
investigación de la naturaleza y causas de la riqueza, sino “de las leyes que determinan la
división del producto de la industria entre las clases que concurren a su formación”.35 En
otras palabras, el clasicismo trataba de explicar los determinantes de las participantes
relativas en el ingreso nacional de los diversos factores de la producción, y no las fuerzas
que determinan el nivel de dicho ingreso (que también puede llamarse nivel de ocupación
o de actividad económica en general). El supuesto implícito del sistema clásico (que se
hace explícito en la ley del mercado formulada por James Mill, Say y, en cierta medida,
Ricardo) es que el sistema económico tiende espontáneamente a producir una ocupación
plena de los recursos de que dispone.
La teoría de Keynes se basa en la negación de ese supuesto. Pero antes de examinar
las consecuencias de esta negación, quizá sea oportuno recapitular brevemente la actitud
clásica ante este problema; como hemos visto, los clásicos ignoraron virtualmente el
problema de las crisis. Tampoco analizaron específicamente la posibilidad de que hubiera
diferentes niveles de actividad económica con la misma cantidad de recursos. Hasta aquí,
el juicio de Keynes sobre el clasicismo es indudablemente exacto; pero cuando los
clásicos desarrollaron su teoría del valor y de la distribución para el que Keynes llama un
caso especial, el de la ocupación plena, lo hicieron porque opinaban que su análisis del
mecanismo del cambio y su teoría de la acumulación de capital habían demostrado ya
que el sistema económico tendía invariablemente hacia la ocupación plena. Esta
tendencia, implícita en la inevitable correspondencia entre la oferta y la demanda, está
expresada más dogmáticamente en la ley de Say; pero esta ley no es sino la continuación
de una larga línea de razonamiento, de la cual pueden encontrarse expresiones en los
escritos mercantilistas y de los fisiócratas. En los escritos de muchos autores del siglo
XVII y comienzos del XVIII se reconoce claramente que la demanda y la oferta se crean
mutuamente, que el ingreso de A, al ser gastado, se convierte en ingreso de B, y así en
una cadena sin fin. Esta interdependencia la expone Say en su forma más tautológica,
hasta el punto de excluir por definición la sobreproducción. Aunque, como hemos visto,
no es del todo justo nombrar a Ricardo al lado de James Mill y de Say como adversario
intransigente de la posibilidad de la sobreproducción general, es cierto, sin embargo, que,
aparte de las implicaciones inarmónicas de su teoría del desarrollo económico, y sus
opiniones sobre la maquinaria, no hay nada en Ricardo que pueda considerarse un
análisis de la economía de la ocupación incompleta.
Así pues, Keynes pisa terreno firme cuando se coloca enfrente de la tradición clásica
al rechazar deliberadamente todo supuesto inicial acerca del nivel “normal” de
ocupación. Keynes reconoce muchos antecesores entre los mercantilistas y los
subconsumistas, desde Malthus hasta la actualidad.36 Sería interesante examinar la
relación que hay entre las críticas del sistema clásico formuladas a principios del siglo XIX
y el propio sistema de Keynes, y muy bien merecería un estudio especial. Sin embargo,
395
importa señalar que hay analogías lo mismo que contrastes entre el método de Keynes y
el de los clásicos. Como éstos, Keynes se ocupa de agregados: ingreso, consumo, ahorro,
inversión, más bien que de la determinación de los precios individuales, que formaba la
médula de la teoría económica como se desarrolló a partir de la última parte del siglo
XIX. El estudio de los determinantes del nivel general de la actividad económica, aunque
fragmentario y olvidado pronto entre los ortodoxos, fue la llamada más importante del
clasicismo antes de que perdiese definitivamente su vigor. Lo que hemos visto acerca de
la dirección que iban tomando las opiniones de Ricardo al fin de su vida, demuestra que
la ley de Say sobre el mercado, igual que gran parte de la economía posricardiana,
detuvo el impulso clásico, más bien que llevarlo más adelante (no obstante el
renacimiento de interés por la ley de Say tras la aparición de la Teoría general de Keynes
y algunos intentos ingeniosos para armonizarlas intelectualmente).37 Sin embargo, Keynes
distinguió claramente entre la dirección del empleo real, que consideró, en términos
generales, bien logrado por el sistema existente, y el volumen total del empleo real,
donde el sistema, en ocasiones, cometió serios errores. Keynes deseaba establecer las
bases en que pudiesen erigirse las políticas que crearían el ambiente macroeconómico
apropiado para que las fuerzas de mercado operaran de tal manera que se asegurara “el
total de las potencialidades de la producción”.
En otras palabras, Keynes no estaba interesado en destruir las principales bases de la
microeconomía, sino establecer junto a ellas los fundamentos nuevos y más básicos de la
macroeconomía. Otra manera de expresarlo es decir que Adam Smith afirmó (en
relación con lo que hoy se llamaría política pública) que “lo que es conducta prudente en
el jefe de la familia puede difícilmente ser estúpido en el jefe de un gran reino”; y
Keynes, por implicación, negó esta correspondencia, pero deseó reconciliar el sistema
clásico (como él lo entendía) con su nueva visión de la economía en su conjunto, lo que
Samuelson ha llamado “síntesis neoclásica”. Esto se expresa claramente en uno de sus
últimos discursos, en la Casa de los Comunes en diciembre de 1945, al defender los
ajustes financieros angloamericanos: “Las características principales de los planes es que
representan el primer intento elaborado y comprensivo de combinar las ventajas de un
libre comercio con una cierta defensa contra las consecuencias desastrosas de un sistema
laissez-faire que no presta atención directa a la preservación del equilibrio, y depende
simplemente del trabajo eventual de fuerzas ciegas. Se trata de usar lo que hemos
aprendido de la experiencia y el análisis modernos, no para vencer, sino para
instrumentar el conocimiento de Adam Smith.” Por consiguiente, puede aventurarse la
opinión de que la actitud de Keynes representa, sobre todo, una vuelta a las
preocupaciones fundamentales de la economía política clásica y una desviación, en igual
medida, de la concentración sobre las implicaciones de la elección individual, que durante
tanto tiempo había sido característica distintiva de la parte central de la teoría económica
moderna. El sistema keynesiano adquiere su mayor importancia por la modificación que
hace de la metodología económica en general más que como mera aportación al estudio
de las fluctuaciones económicas.
El breve esbozo que sigue no debe considerarse un resumen de todo lo que se
396
encuentra en la Teoría general de Keynes. En primer lugar, en esta obra se plantean
demasiados problemas que tienen sólo una importancia secundaria en relación con el
tema principal; en segundo lugar, las ideas keynesianas se han refinado y desarrollado
mucho desde que aparecieron por primera vez. Algunos de estos desarrollos continúan
vigentes a la fecha y sin duda continuarán así en el siglo XXI. Por consiguiente, lo que
sigue es un destilado de la principal esencia de la nueva teoría. El punto de partida de la
nueva actitud —por lo menos en su origen— es el concepto malthusiano de la demanda
efectiva, resucitado y modificado por Keynes. Se define la demanda efectiva como “el
ingreso global (o importe de ventas) que los empresarios esperan recibir, incluyendo los
ingresos que hacen pasar a manos de otros factores de la producción por medio del
volumen de ocupación que deciden conceder”;38 puede representarse por un punto en
una curva de demanda agregada obtenida relacionando “varias cantidades hipotéticas de
ocupación con los rendimientos que se espera obtener de su producto”.39 Puede
establecerse un función de oferta similar relacionando el precio de oferta en conjunto de
la producción obtenida empleando un número variable de hombres con este número.40 El
punto de intersección de las dos curvas nos da el valor de demanda que Keynes llama
demanda efectiva. Es éste un punto de la mayor importancia, pues la expectativa de
ganancias de los empresarios alcanzará en él su máximo. Por lo tanto, es el punto que
revelará la cantidad de ocupación en estado de equilibrio.
De este modo, el volumen de ocupación se traduce en términos de demanda de
mercancías, y la pregunta que puede formularse ahora es la siguiente: ¿qué determina ese
volumen? Para contestarla, la teoría keynesiana instituye un sistema de relaciones
funcionales que, aunque no del todo nuevo en lo que respecta a los elementos que
comprende, pone a estos elementos en una relación muy original y hace de ésta un uso
igualmente original. Grosso modo, el sistema es como sigue: ya hemos visto que, por la
definición que da Keynes de la demanda efectiva, el determinante definitivo del volumen
de ocupación es el grado en que el empresario juzga que tal ocupación es rentable. La
demanda total, en términos de dinero, de mercancías y servicios determina la
rentabilidad. Esta cantidad total de dinero que va al mercado dispuesto a ejercitar la
demanda, no es otra cosa, sin embargo, que el ingreso total que se ha creado dentro de la
economía. Como pagos e ingresos son la misma cosa, el gasto nacional (es decir, la
demanda nominal total) es igual al ingreso nacional. Así pues, hemos avanzado un paso y
relacionado la ocupación con el ingreso nacional.
Después de haber descubierto que la ocupación depende de la cuantía del ingreso
nacional, estamos en situación de emprender la segunda parte del análisis y hacernos,
respecto del ingreso, las siguientes preguntas: ¿qué determina su nivel, y cuáles son sus
características? En este punto, Keynes, revelando algunos vestigios de influencia de la
tradición ortodoxa, pone en juego una ley psicológica que explica la conducta de las
personas en relación con los cambios que experimentan sus ingresos. En primer lugar,
hemos de rectificar un poco nuestra afirmación anterior de que el ingreso y el gasto son
iguales. En cierto sentido, es bastante cierto que lo que gasta un hombre lo recibe otro, y
viceversa. Pero tenemos que recordar que el ingreso se gasta de diferentes maneras, y
397
una de sus principales divisiones tiene lugar entre el gasto de consumo corriente y el
ahorro. ¿Podemos decir algo acerca de esta división del gasto de la corriente total de
ingreso? Keynes responde afirmativamente. Dice que hay una ley definida respecto de
los cambios, consecuente con los cambios de la cuantía del ingreso, en las proporciones
en que el ingreso se divide entre las dos formas de gasto.
Para exponer esta ley se introduce la expresión “propensión a consumir”. Es una
frase que expresa la relación entre ingreso total y consumo agregado. Keynes deja a un
lado los cambios en las inclinaciones personales de la gente (resultantes de causas
individuales y sociales), porque probablemente no cambiarán a corto plazo excepto en
“circunstancias anormales o revolucionarias”; y decide también ignorar, por su escasa
importancia, ciertos factores objetivos que puede decirse que influyen en la propensión al
consumo. De este modo, le queda la doctrina de que la propensión a consumir puede
considerarse como una función bastante estable del ingreso conjunto. ¿Cuál es, pues, la
naturaleza de esa función? La respuesta de Keynes viene a ser ésta: la gente no gasta
todo su ingreso en el consumo diario, salvo la más pobre, y aunque aumente su consumo
al aumentar su ingreso, lo hace en menor proporción que aumenta éste. Así pues, un
ingreso mayor significa un consumo relativamente menor, y viceversa. Esta ley es válida
cuando pensamos en cambios a corto plazo del nivel de ingreso, así como cuando
comparamos dos niveles absolutos de ingreso. La “propensión marginal a consumir”
(expresión que Keynes usa indiferentemente con dos significados técnicamente distintos)
revela cómo se dividirá un aumento del ingreso entre consumo diario o corriente y
ahorro.
De la ley psicológica fundamental de Keynes sobre la propensión a consumir, se
deriva una consecuencia muy importante. Puesto que el ingreso total tiene que ser igual
al gasto total y el consumo diario no absorbe todo el ingreso en ninguna comunidad
medianamente adelantada y rica, el consumo total tiene que ser igual al gasto en
consumo diario más algún otro gasto. Éste es, naturalmente, el que llamamos inversión.
Así pues, tenemos la relación simple de que el ingreso es igual al consumo más la
inversión o, en símbolos que hoy son comúnmente aceptados:
Y=C+I
Ahora podemos expresar esta misma relación de manera que, en realidad, es idéntica
a la anterior, pero que tiene más sentido desde el punto de vista de nuestra finalidad.
Hemos visto que el volumen de ocupación está determinado por el nivel del ingreso.
Podemos decir, por consiguiente, que el volumen de ocupación está determinado
conjuntamente por el nivel de consumo y el nivel de inversión. Lo que a primera vista
parece un mero cambio terminológico que expresa los mismos conceptos, ha llegado a
considerarse como la formulación sumamente reveladora de una relación vital del mundo
real. Según palabras de Keynes, la propensión marginal a consumir ahora “nos dice
cómo se dividirá el siguiente incremento de la producción entre consumo e inversión”.41
Lo interesante de esta formulación es que nos permite hacer algunas afirmaciones
398
muy importantes acerca de las relaciones funcionales de la ocupación, el consumo y la
inversión, dada una cierta propensión marginal al consumo, y que asimismo nos permite
atacar de nuevo el problema del nivel de equilibrio de la ocupación; nos muestra que es
necesario cierto nivel de inversión para conservar determinados niveles de ingreso y de
consumo. Si, partiendo de un nivel dado de ingreso, consumo e inversión, suponemos
que la inversión desaparece, es evidente que disminuiría el gasto total y que el ingreso (y,
por lo tanto, la ocupación) no podría ser mantenido en el nivel anterior. También
disminuiría el consumo, aunque no con tanta rapidez como el ingreso mismo. Pero esto
llevaría a un nuevo descenso del consumo, y el movimiento descendente continuaría
hasta que el ingreso y el consumo descendiesen a aquel nivel bajo en que se igualaran; es
decir, en que todo el ingreso se hubiera consumido. Podría considerarse este nivel bajo
de ingreso y ocupación como un nivel de equilibrio, porque no hay ninguna razón
económica intrínseca para que cambie. Debe hacerse la salvedad de que esto es así
porque en esta etapa del análisis no hemos encontrado factores que indiquen el proceso
por el cual el ingreso pudiera subir de nuevo espontáneamente. El análisis también es
incompleto en otros respectos; pero en breve veremos algunas de las complicaciones que
hay que añadirle. Sin embargo, por el momento podemos recapitular que, dada la
propensión marginal a consumir, hemos encontrado una relación importante entre la
ocupación, el consumo y la inversión.
Ahora podemos generalizar el nivel de equilibrio del ingreso y del consumo que
descubrimos cuando llegamos a la posición de inversión cero, porque como las tres
partidas que forman nuestra ecuación se condicionan mutuamente, y como suponemos
un factor constante de relación (la propensión marginal a consumir) entre dos de ellas —
a saber, el ingreso y el consumo—, tiene que haber un nivel de equilibrio del ingreso para
cada nivel posible de inversión. Cada nivel de ingreso tiene su correspondiente nivel de
consumo. Si el nivel de consumo y el nivel existente de inversión no suman el total de
ingreso, este nivel de ingreso no puede ser conservado. Tendrá que subir o bajar
(subiendo o bajando menos el consumo) hasta que otra vez quede restablecida la
igualdad Y = C + I. De este modo obtenemos una serie de valores del ingreso, el
consumo y la inversión de tal naturaleza que pueden mantenerse mutuamente el uno al
otro; éstos son valores de equilibrio.
Hasta aquí el sistema de Keynes no ha hecho más que establecer un sistema de
relaciones completamente cerrado, circular, sin que, en esta fase, haya una indicación
manifiesta en cuanto a la variable de la ecuación que debe considerarse la variable
independiente; es decir, qué elemento del sistema podría elegirse para fines de política.
Sin embargo, ya podemos discernir una consecuencia importante de estas doctrinas: al
abordar el problema de la ocupación conjunta o total en la forma en que lo hace, evita
adscribirse a ninguna preconcepción relativa al nivel a que “normalmente” tenderá la
ocupación. Realmente, la principal conclusión inicial es mostrar la posibilidad teórica de
diferentes niveles de ingreso (y de ocupación) que pueden ser todos ellos niveles de
equilibrio. Falta ahora por completar este esbozo en tres etapas, la primera de las cuales
es introducir cierto número de otros determinantes del nivel del ingreso, del consumo y
399
de la inversión. En segundo lugar, será necesario ver cómo analiza Keynes el
funcionamiento combinado de todos los determinantes que producen diferentes niveles
de ingreso y ocupación, y en particular cómo explica la existencia de periodos
prolongados de subocupación. Por último, tendremos que examinar las conclusiones
sobre políticas que desprende, tanto en lo que respecta a técnicas económicas, como a
política en el sentido sociofilosófico más amplio. El siguiente resumen se concentrará
sobre la principal estructura del sistema.
Hasta ahora sólo hemos encontrado uno de los determinantes decisivos del sistema
de Keynes: el factor psicológico que llamó propensión a consumir. Hay otros dos que
representan un papel vital: “la actitud psicológica respecto a la liquidez y la expectativa
psicológica de rendimiento futuro de los bienes de capital”.42 El segundo de éstos se
relaciona con uno de los determinantes del volumen de inversión. Cuando un hombre
invierte —dice Keynes—, “adquiere derecho a una serie de rendimientos probables, que
espera obtener de la venta” de la producción del capital que ha invertido “por todo el
tiempo que dure”.43 Keynes llama “eficiencia marginal del capital” a las relaciones entre
el rendimiento futuro que hemos mencionado de una unidad más de aquel tipo de capital
y el costo de producir dicha unidad. Podemos concebir diferentes eficiencias marginales
para diferentes tipos de capital, y “la mayor de estas eficiencias marginales puede, por
tanto, considerarse como la eficiencia marginal del capital en general”.44 Keynes advierte,
además, que el aumento de la inversión tenderá a reducir la eficiencia marginal del
capital, tanto porque descenderá el rendimiento futuro, como porque subirá el costo de
producir más capital de ése. Por consiguiente, es posible llegar a una tabla de eficiencia
marginal del capital (o tabla de demanda de inversión) relacionando las tasas de inversión
con las eficiencias marginales de capital correspondientes que esas mismas tasas fijarán.
Sin entrar en un examen más bien complicado, podemos establecer un paralelo
aproximado entre la tabla de eficiencia marginal del capital, de Keynes, con la tasa de
utilidades del sistema clásico, porque en gran parte está destinada a representar el mismo
papel. Y es evidente que la tabla de la eficiencia marginal del capital es uno de los
determinantes de la inversión, porque influye en el deseo de invertir.
¿Qué otros factores influyen en la inversión? De nuevo habremos de prescindir de
muchos aspectos del análisis keynesiano y de los refinamientos a que ha sido sometido,
para limitarnos a los puntos más importantes. El principal de éstos se refiere a la actitud
de la gente respecto de la tenencia de dinero en efectivo. El análisis que Keynes hace de
este punto proporciona indicios importantes de sus ideas sobre políticas y de su
oposición a ciertas teorías económicas tradicionales, así como un vínculo con las teorías
de las fluctuaciones económicas con que el mismo Keynes ha estado asociado. Según la
teoría nueva, el dinero es esencialmente un eslabón entre el presente y el futuro.45 Desde
este punto de vista, su propiedad sobresaliente en nuestro sistema económico está en que
es un “bien cuya prima de liquidez esté siempre por encima de sus costos de
almacenamiento”,46 o, en otras palabras, que lleva consigo una prima de liquidez
relativamente alta.
No necesitamos estudiar en este lugar el problema de por qué existe la preferencia
400
por la liquidez, aunque Keynes dedica una parte de su análisis a los factores que crean en
la gente el incentivo para conservar una parte de su activo en forma líquida. Pero esta
parte de su doctrina no es del todo nueva, ya que el problema de la demanda de dinero
como “portador de valor” es normal en toda teoría monetaria. Lo importante es el uso al
cual este concepto —con su nombre nuevo de preferencia por la liquidez— está
destinado en la teoría de la ocupación. En el sistema de Keynes es promovido a una
posición central en la teoría del interés. Keynes se opone a las dos doctrinas dominantes
sobre la materia que, siguiendo su costumbre general y un tanto desorientadora, llama
clásicas. La que puede llamarse doctrina marginalista a largo plazo sostiene que el tipo de
interés es determinado por la preferencia de tiempo, es decir, por la preferencia de la
gente por los bienes presentes sobre los futuros. Keynes rechaza esta opinión, así como
la relativa al plazo corto, a saber: que el tipo de interés, como cualquier otro precio, se
fija en el nivel en que la demanda de capital es igual a la oferta de fondos prestables. En
su opinión, el interés es esencialmente un fenómeno monetario. No es una recompensa
por la “espera”, sino una recompensa por no atesorar, es decir, por privarse de liquidez.
Por lo tanto —alega Keynes—, no podemos saber cuál será el tipo de interés a menos
que introduzcamos en el problema datos acerca de la cantidad de dinero y del estado de
la preferencia por la liquidez.
Podemos ampliar algo este punto e introducir otra noción keynesiana del siguiente
modo: según la opinión tradicional, el tipo de interés iguala lo que Keynes llama tabla de
demanda de inversión y la oferta de ahorros; en suma, iguala la inversión y el ahorro.
Ahora bien, en el sistema de Keynes la inversión y el ahorro son siempre necesariamente
iguales. El ahorro puede definirse como el ingreso menos el consumo:
A= Y – C
Ya hemos visto que Y = C + I. Por consiguiente, I = A, inversión igual a ahorro. Este
argumento ha sido motivo de muchas discusiones. Se le ha atacado basándose en que
difícilmente puede servir para algo establecer una relación por definición. Sin embargo,
en los años recientes se ha trabajado mucho sobre este punto, llegando a una aceptación
bastante amplia de la doctrina keynesiana, aunque en una forma modificada. El llamado
“análisis de tiempo” (period analysis), extensamente asociado al nombre de Robertson,
que establece una distinción entre ingreso en un periodo y gasto en el siguiente (que a su
vez se convierte en ingreso en el periodo siguiente), se ha usado en la explicación parcial
del problema de los ahorros y la inversión. De manera análoga, la distinción introducida
por algunos autores suecos entre inversión proyectada e inversión realizada (ex ante y ex
post) puede también traerse a colación. No trataremos aquí más de esta materia; pero el
punto importante es comprender la interdependencia en el sistema keynesiano de
inversión y ahorro mediante el ingreso, interdependencia que hace imposible
considerarlos determinantes del tipo de interés. O, para decirlo de otra manera, Keynes
critica a la teoría tradicional de suponer que el ingreso permanece estable cuando cambia
una de las dos tablas, que relaciona la inversión o el ingreso de tipo de interés. Pero tal
401
supuesto —dice— carece de fundamento, pues significaría que no podría suponerse que
ninguna de las dos tablas pudiera cambiar con independencia de la otra. Un cambio en
cualquiera de ellas significa, por lo general, un cambio en el ingreso. Por analogía con el
argumento de Sraffa sobre las curvas de oferta y las leyes de rendimiento, podemos
afirmar que el análisis tradicional se derrumba. Sin embargo, si (según Keynes)
introducimos nuevos datos que determinen entre ellos el tipo de interés, entonces
estaremos en situación de saber cómo cambiará una curva en respuesta a un cambio
ocurrido en la otra. Estos datos adicionales son la preferencia por la liquidez y la cantidad
de dinero.
Hay en este análisis muchos puntos que pueden ser criticados, y de hecho lo han
sido. En particular, se ha dicho que el tipo de interés, aunque se defina como el precio
pagado por la liquidez, no es independiente del nivel de ingreso; y puesto que el nivel de
ingreso está determinado por la inversión y el ahorro, el tipo de interés no puede ser
considerado independiente de estas dos variables. Lo interesante, sin embargo, es que la
importancia concedida por Keynes a los determinantes monetarios del tipo de interés es
una parte indispensable del conjunto de su sistema sin el cual ni su explicación de las
depresiones ni los medios que sugiere para remediarlas se tendrían en pie. Veamos ahora
estos dos aspectos.
En primer lugar, ya podemos resumir la “teoría general” de la ocupación. Hemos
visto que son teóricamente posibles diferentes niveles de equilibrio. Podemos reformular
la determinación de esos niveles del modo siguiente: hacemos el supuesto (razonable) de
que el consumo es menos del uno por ciento del ingreso en nuestra economía actual. El
establecimiento y conservación de cualquier nivel particular de ocupación exige que sea
rentable para el empresario ofrecer aquella cantidad de la misma. Eso, a su vez, significa
que “debe existir cierto volumen de inversión que baste para absorber el excedente que
arroja la producción total sobre lo que la comunidad decide consumir cuando la
ocupación ingreso se encuentra a dicho nivel”.47 Como hemos visto, si esto no es así, la
cantidad de ingreso (es decir, de gastos o entradas de los empresarios) disminuirá, y se
reducirá la rentabilidad del volumen originario de ocupación. De este modo volvemos al
punto según el cual, dada la propensión a consumir, el nivel de inversión determinará
cuál ha de ser el volumen de equilibrio. Por el momento no existe ninguna prueba en el
análisis de que ese nivel de inversión será tal que produzca la ocupación plena como su
nivel de equilibrio correspondiente. Únicamente un nivel determinado de inversión
producirá eso, y hay que demostrar ahora cómo dicho nivel puede lograrse y cuáles son
las probabilidades de que ello se consiga por la acción automática del sistema económico.
El nivel de inversión lo determinan dos cosas: la eficiencia marginal del capital y el tipo
de interés. A menos de que éstos guarden entre sí una relación tal que cree exactamente
el volumen “justo” de inversión, el equilibrio se alcanzará en un punto inferior a la
ocupación plena. Puede añadirse que no es posible una ocupación superior a la plena,
porque implicaría alzas de precio inflacionarias con las subsiguientes reducciones de
ingreso real de la comunidad. Este punto no está del todo desarrollado en la propia obra
de Keynes y, sin embargo, es extremadamente importante, tanto teóricamente como en
402
muchas coyunturas de las circunstancias reales. Volveremos sobre él más adelante.
Al llegar a este punto, pasa Keynes a examinar el comportamiento de la relación
existente entre la eficiencia marginal del capital y el tipo de interés. Una situación
particularmente reveladora se halla en el momento en que, después de un periodo de
depresión más o menos prolongado, la inversión empieza a revivir de nuevo. En el
transcurso de la depresión, se ha descuidado la renovación del equipo de capital, y ahora
se ha llegado a un punto en que los negocios, ayudados quizá por algún factor extraño,
empiezan de nuevo a adoptar una opinión más optimista del rendimiento futuro de las
inversiones ordinarias. La eficiencia marginal del capital aumenta; pero llevar la inversión
más allá de cierto punto (quizá una vez más con ayuda de algún factor extraño) hará que
baje la eficiencia marginal del capital. Así pues, en el sistema de Keynes parece inherente
a la naturaleza misma del concepto una variación constante del nivel de inversión,
producida por la siempre fluctuante eficiencia marginal del capital (la tasa de utilidades).
Y, lo que es aún más importante, Keynes cree que hay una tendencia a largo plazo a que
disminuya la eficiencia marginal del capital.
La amplitud de las fluctuaciones en el volumen de ocupación que resultan de las
fluctuaciones de la inversión, dependerá de lo que Keynes llama el multiplicador,
concepto que desarrolló por primera vez R. F. Kahn.48 El multiplicador es sencillamente
un término que designa de un modo levemente distinto la relación expresada en la
propensión a consumir. La propensión marginal a consumir es la razón entre un aumento
del consumo y un aumento del ingreso: algebraicamente ΔC/ΔY. Como un aumento del
ingreso tiene que ser igual a un aumento del consumo más un aumento de la inversión
(ΔY = ΔC + ΔI), se sigue que con una determinada propensión a consumir todo
aumento de la inversión será seguido por un aumento determinado en el ingreso. El
factor por el cual será aumentado el ingreso se llama multiplicador. Si lo representamos
con el símbolo k, podemos escribir ΔY = kΔI; y como ΔI = ΔY ΔC, podemos escribir
En otras palabras, el multiplicador es igual de uno menos la propensión marginal a
consumir. Así, por ejemplo, si se consumen dos tercios del ingreso, el multiplicador será
tres; es decir, que todo aumento de la inversión, conducirá a un aumento triple del
ingreso (o de la ocupación).
Además de estas fluctuaciones de la ocupación (que siguen a los cambios de la
inversión y cuya amplitud la determina el factor psicológico de los hábitos de consumo)
hay, según Keynes, una tendencia a largo plazo en la eficiencia marginal del capital. Una
comunidad rica “tendrá que descubrir oportunidades de inversión mucho más amplias
para que la propensión a ahorrar de sus miembros más opulentos sea compatible con la
ocupación de los más pobres”. Pero en una comunidad rica, “debido a que su
acumulación de capital es ya grande, las oportunidades para nuevas inversiones son
menos atractivas”.49 Así hallamos que en el recurso del progreso económico no sólo se
403
debilita la propensión marginal a consumir (disminuye el multiplicador), sino que
disminuye el incentivo para invertir, o la eficiencia marginal del capital. Hay, pues, una
presión constante hacia abajo sobre la inversión, así como una disminución continua del
grado en que la inversión nueva es capaz de crear ocupación.
Pero hasta ahora sólo hemos examinado uno de los factores que influyen sobre el
nivel de inversión. Como sabemos, el tipo de interés es otro determinante. Tiene que ser
evidente que un movimiento descendente de suficiente intensidad en el tipo de interés en
una época de depresión y como tendencia a largo plazo, puede contrapesar los efectos
desfavorables causados sobre la inversión por la decreciente eficiencia marginal de
capital. En opinión de Keynes, las consideraciones teóricas, así como la observación del
comportamiento pasado de los tipos de interés, revelan que el tipo de interés no
descenderá lo bastante de prisa o lo bastante bajo para mantener el nivel de inversión
que puede proporcionar ocupación plena. La razón de esta opinión nace de la definición
que da Keynes del interés como fenómeno monetario: el tipo de interés es determinado
primordialmente por la cantidad de dinero y por la preferencia por la liquidez, y las
condiciones que influyen en esos dos factores puede demostrarse que son desfavorables
al descenso del tipo de interés en la medida necesaria para conseguir una tasa de
inversión de “ocupación plena”. La inversión tenderá a ser impulsada hasta el punto en
que la eficiencia marginal del capital y el tipo de interés son iguales. La tendencia a largo
plazo sería el aumento de la inversión y la disminución de la eficiencia marginal del
capital. Pero la “glutinosidad” del tipo de interés frustra esa tendencia y restringe la
inversión. Por lo tanto, no sólo es teóricamente posible que el equilibrio se consiga sin
ocupación plena, sino que la nivelación de los numerosos factores que entran en juego es
tan delicada, que el logro automático de la ocupación plena debe considerarse como lo
menos probable.
Lo que antecede es un resumen extremadamente breve e inevitablemente incompleto
de una teoría muy complicada. Este resumen ha omitido, entre otras muchas cosas, toda
mención de las complicaciones internacionales del sistema de Keynes y de sus doctrinas
respecto a la relación de los salarios nominales y reales con la ocupación.50 Desarrollos
posteriores de esas ideas han tenido por objeto aclarar ciertas oscuridades de
formulación, o enlazar la nueva teoría con alguna de las doctrinas anteriores relativas a
las fluctuaciones económicas. Parte de ese trabajo ha tenido por consecuencia la
eliminación de controversias sobre puntos que ahora se consideran de poca importancia
o resolubles por una formulación más general (tal como el problema de la igualdad de los
ahorros y la inversión). Otros refinamientos han explorado problemas que todavía siguen
siendo peculiares de la teoría de las fluctuaciones cíclicas. Entre ellos podemos
mencionar la cuestión del “punto superior de inflexión”, las causas que pueden provocar
una recuperación espontánea cuando se está en la sima de una depresión cíclica, y la
relación entre el multiplicador y el “principio de aceleración” que relaciona los cambios
del consumo con los cambios de la inversión.
Muy probablemente, el único avance teórico importante en los últimos años (en parte
estimulado por la crítica monetarista de Keynes, que manejaremos más tarde) ha sido el
404
uso del llamado análisis IS-LM. Estos conceptos pueden ser representados gráficamente
en una curva de inclinación hacia abajo y hacia arriba respectivamente, con las tasas de
interés en el eje vertical y la producción real en el horizontal. La primera curva (IS)
muestra la relación entre las tasas de interés y la producción en puntos en que el ahorro y
la inversión planeados son iguales; la curva LM relaciona la producción y las tasas de
interés en puntos en que la oferta y demanda de dinero son iguales. El punto de
interrelación es aquel donde se encuentra el equilibrio. Este nuevo instrumento teórico se
utilizó para determinar la mejor combinación de política fiscal y monetaria en diferentes
circunstancias; y en cuanto al manejo de “modelos”, algunos autores que representan la
“nueva síntesis” mencionada en un capítulo posterior han logrado un trabajo bastante
interesante. Sin embargo, es imposible afirmar que los problemas que enfrentan quienes
elaboran estas políticas y aquellos economistas que habitualmente hacen comentarios en
los medios de comunicación sean menos contenciosos o se discutan con menos
vehemencia.
405
406
1
Quizá sea odioso mencionar sólo una obra de entre una producción muy voluminosa, pero Banking Policy
and the Price Level (1932) de Robertson debe ser reputada la aportación más importante a ese campo durante
ese periodo.
2
Ejemplo de la primera es el libro clásico de J. Viner, Canada’s Balance of International Indebtedness 19001913 (1924): y de las segundas el informe del Comité Macmillan, Report of the Committee on Finance (1931).
3
Podemos citar como la obra típica de esa escuela y como una que levantó muchas controversias Prices
and Production (1931) del profesor Hayek. Aunque no es pertinente ir a los detalles del debate, más adelante
veremos ciertos aspectos de las diferencias entre los puntos de vista “austriaco”, el tradicional de la escuela de
Cambridge y las últimas innovaciones keynesianas.
4
Como el ejemplo quizás más representativo puede mencionarse Business Cycles and Unemployment (1923),
de Wesley Mitchell.
5
El tema suscitó una vasta bibliografía, más voluminosa y completa del lado adverso a la planificación que
del favorable. La obra más comprensiva de la escuela antiintervencionista es la de L. Mises, Die
Gemeinwirtschaft (1932). Para una apreciación equilibrada, aunque muy escéptica a la vez, de las posibilidades
de la planificación tal como las vieron algunos economistas en aquel tiempo, véase R. L. Hall, The Economic
System in a Socialist State (1937).
6
Max Weber, Gesammelte Aufsätze zur Wissenschaftslehre (1922), p. 166.
7
Ibid., p. 113.
8
L. Robbins, An Essay on the Nature and Significance of Economic Science (1935), p. 143 [Naturaleza y
significación de la ciencia económica, trad. de Daniel Cosío Villegas, FCE, 2a. ed. (1951).]
9
Véase la obra más reciente del profesor Robbins, a la cual ya nos hemos referido: The Theory of Economic
Policy in Classical Political Economy (1952).
10
E. Slutsky, “Sulla Teoria del bilancio del consumatore”, Giornale degli economisti, 1915.
11
J. R. Hicks y R. G. Allen, “A Reconsideration of the Theory of Value”, Economica, 1934, pp. 52-76, 196219.
* Fondo de Cultura Económica, México, 3a. reimpresión, 1974.
12
J. R. Hicks, Valor y capital. Investigacion sobre algunos principios fundamentales de teoría económica. p.
4.
13
Ibid., p. 15.
14
Véase “Professor Hicks on Value and Capital”, de O. Morgenstern, en Journal of Political Economy
(1941), pp. 368-377, donde se hace referencia a J. von Neumann, “Über die eindeutige positive Lösbarkeit der
neuen Produktionsgleichungen”, Ergebnissc eines mathematischen Kolloquiums (1938 y 1935, respectivamente);
véase también, A. Wald, “Über einige Gleichungssysteme der mathematischen Ökonomie”, Zeitschrift für
National-ökonomie (1936).
15
J. R. Hicks, op. cit., pp. 66-85. Como comparación, es curioso ver la formulación de Henderson en Supply
and Demand.
16
Ibid., p. 117.
17
Ibid., pp. 93-94.
18
Ibid., p. 94.
19
Una apreciación brillante, aunque corta, puede encontrarse en un obituario del periódico Independent (mayo
de 1989), por Lord Preston.
20
J. H. Clapman, “Of Empty Economic Boxes”, Economic Journal, 1922.
21
P. Sraffa, “The Laws of Returns under Competitive Conditions”, Economic Journal (1926), pp. 535-550.
22
E. Chamberlin, Teoría de la competencia monopólica, trad. de C. Lara Beautell y V. L. Urquidi, México. FCE
(1946), Joan Robinson, The Economic of Imperfect Competition (1933). Debe consultarse el extenso debate que
tuvo lugar en Economic Journal de 1926 a 1933, en el que tomaron parte el profesor Pigou, G. F. Shove, Allyn
Young y otros muchos. Específicamente deben mencionarse dos artículos más: J. Viner, “Cost Curves and
Supply Curves”, Zeitschrift für Nationalökonomie (1931), y J. Robinson, “Rising Supply Price”, Economica
(1941). Ambos deben ser leídos conjuntamente con el artículo de Sraffa. Estos dos artículos han sido reimpresos
en Readings in Price Theory (1953).
407
23
A. Marshall, Principles of Economics (Libro V, XII, 2).
R. Triffin, Monopolistic Competition and General Equilibrium Theory (1940), p. 5, n. 3.
25
Véase, por ejemplo, E. A. G. Robinson, The Structure of Competitive Industry (1931). Escrito antes de que
la nueva terminología fuera generalmente aceptada, este libro muestra, sin embargo, la influencia de la nueva
tendencia y el refinamiento que representa respecto de la teoría marshalliana.
26
Los ejemplos más interesantes de la tendencia producida por estos nuevos desarrollos teóricos son los que
se encuentran en J. E. Meade, An Introduction to Economic Analysis and Policy (1936).
27
Se encontrará un breve e interesante resumen en H. von Stackelberg, Marktform und Gleichgewitcht
(1934).
28
Un excelente resumen, que contiene mucho material para avances subsiguientes, es el de R. Triffin,
Monopolistic Competition and General Equilibrium Theory (1940).
29
Una nueva biografía por Robert Skidelski, cuyo primer tomo ya ha sido emitido, trata la historia de Keynes
únicamente hasta 1920. Para un libro que incluya reflexiones biográficas de interés y análisis de su personalidad,
así como una descripción de la atmósfera intelectual de Cambridge en los años treinta y después de la guerra,
véase The Shadow of Keynes, de Harry y Elizabeth Johnson (1978). Es, sobre todo, un valioso agregado al
canon.
30
Esto se facilitó desde la publicación de sus obras completas, que ya se ha finalizado: The Collected Writings
of John Maynard Keynes, editada por E. Johnson en 30 volúmenes (1971-1989).
31
Por cierto, vale la pena releer estos trabajos a la luz de las recientes polémicas monetarias internacionales.
32
J. M. Keynes, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, trad. de E. Hornedo, México, FCE,
1974.
33
Aunque estudios recientes han demostrado una relación más cercana entre su enfoque en este libro con su
teoría económica de la que podía pensarse a simple vista. De hecho, en un estudio de gran interés, Keynes Vision
(1988), Arthur Fitzgibbons presenta una interpretación bastante plausible de las bases éticas e ideológicas de la
economía de Keynes en la cual juega un papel mayoritario la teoría de la probabilidad.
34
En este aspecto mostró una gran afinidad con uno de sus grandes contemporáneos, Jean Monnet, que
difícilmente mostró con alguien más.
35
David Ricardo, Obras y correspondencia, VI, FCE, México, 1962.
36
Para una excelente comparación de Keynes con Malthus, véase L. Klein, The Keynesian Revolution, 1949.
37
Anticipation of the General Theory, de Don Patinkin (1982) es un estudio especialmente interesante, que
proviene de uno de los nuevos o poskeynesianos (según la opinión) sobresalientes, de los intelectuales tributarios
que se introdujeron en la realización de la principal corriente keynesiana. Véase también Cambridge Monetary
Thought: The Development of Saving-Investment Analysis from Marshall to Keynes, de Pascal Bridel (1987).
38
J. M. Keynes, op. cit., p. 57.
39
Ibid., p. 57.
40
Ibid., p. 33.
41
Ibid., p. 108.
42
Ibid., p. 218.
43
Ibid., p. 125.
44
Ibid.
45
Ibid., p. 261.
46
Ibid., p. 213.
47
Ibid., p. 35.
48
R. F. Kahn, “The Relation of Home Investment to Unemployment”, Economic Journal, junio de 1931. El
desaparecido Lord Khan dejó en The Making of the General Theory—los discursos de Rafaele Mattioli (1984)—,
un reporte interesante sobre la concepción intelectual y la gestación de la teoría keynesiana.
49
J. M. Keynes, op. cit., p. 38.
50
Más adelante haremos referencia a ellas.
24
408
409
410
XI. MACROECONOMÍA Y DIRECCIÓN ECONÓMICA
1. DE LA GUERRA A LA PAZ
EN EL capítulo precedente nos hemos referido a la influencia inicial de las doctrinas
keynesianas. Su primera expansión, aparecida bajo las convulsiones de la guerra, inició el
florecimiento que las convertiría en una teoría general del proceso económico. Hubo tres
elementos que contribuyeron a que este resultado se diera. En primer lugar, hemos visto
que el impulso inicial que llevó a Keynes a poner en tela de juicio el punto de vista,
explícito o implícito en el cuerpo tradicional de la economía, de que había una tendencia
inherente en la economía hacia un equilibrio de pleno empleo, le vino de la observación
de la realidad de la depresión (y más tarde de las necesidades de una economía de
guerra) y por su propia participación considerable en la formulación de la política
económica. Sin embargo, para Keynes no eran suficientes los documentos de teóricos de
la economía y estadistas sobre cómo acabar con el desempleo o cómo financiar la
guerra. Aunque el primer objetivo fue el encontrar medios para elevar el nivel de la
actividad económica, reabsorber material y recursos humanos no empleados y más tarde
asignarlos de la manera más eficiente a los propósitos de la guerra, también hubo la
necesidad de derivar estos medios de una fuente intelectualmente aceptable. Este
principio pasó rápidamente a formar parte de otro más general: el de reformular los
principios fundamentales de la teoría económica de manera más consistente con los
hechos observados. Una vez que esta semilla había sido sembrada, las fuerzas inherentes
al análisis intelectual se hicieron presentes; esto es, los conceptos enunciados
primeramente en la Teoría general se convirtieron en la materia prima de los análisis de
la nueva generación de teóricos. Se continuó examinando y desarrollando, tanto en
amplitud como en profundidad, cada concepto y en el proceso la teoría se convirtió
inevitablemente aún más en un diseño para explicar los mecanismos económicos en
general. Más adelante estudiaremos algunos de los desarrollos teóricos importantes que,
puede decirse, han tenido su origen en el análisis original keynesiano.
Otro factor que debe ser mencionado por haber influido en el mismo sentido fue el
creciente interés gubernamental en el sistema económico, particularmente en cuanto a su
función tanto en la estabilidad del nivel del empleo como en la producción total de bienes
y servicios a través del tiempo. Hay aquí una semejanza clara con el periodo posterior a
las guerras napoleónicas. En aquella época se dio un estímulo al análisis de la situación
económica y a las necesidades del gobierno (se hiciera énfasis en la estabilidad de la
moneda y del sistema bancario o en el mantenimiento del empleo total) que trajo el
completo florecimiento del sistema ricardiano. El proceso no puede ser comparado en
cuanto a claridad con lo que puede tener lugar en las ciencias físicas, donde una
necesidad especial llevaría a una investigación específica. Sin embargo, también en
economía, no importa qué tan indirectamente, los requerimientos de las políticas, por
ejemplo, en cuanto a las medidas anticíclicas, de bienestar (cada vez más
411
interrelacionadas con el problema del mantenimiento del pleno empleo) o a la
administración financiera nacional o internacional (relacionada de la misma manera) traen
como consecuencia que el analista en el campo de la doctrina pura esté recibiendo
constantemente nuevos impulsos para mayor elaboración y análisis. Algunos de los
desarrollos más importantes en este campo se deben a los especialistas de la primera
generación posterior a Keynes.
Hay, sin embargo, una corriente que contribuyó a la revolución keynesiana que debe
ser vista porque fue diseñada para proporcionar un elemento esencialmente empírico que
faltaba; porque fue, en cuanto a la época, más definitivamente contemporánea al
surgimiento inicial del keynesiano y también porque se ha integrado mucho más
íntimamente que nunca antes al cuerpo general del análisis económico, al punto de dar
nacimiento a una nueva subdivisión de la ciencia, la econometría. Pasaremos a referirnos
a esta nueva contribución de la estadística.
2. LA CONTRIBUCIÓN DE LA ESTADÍSTICA
Hasta este momento no hemos tenido oportunidad de hablar suficientemente del
desarrollo de la estadística en sus aplicaciones a los fenómenos económicos o sobre la
relación de los progresos de los estudios estadísticos en el desarrollo del pensamiento
económico. Puede ser tentador relacionar los esfuerzos precursores de Petty en la
estadística demográfica, con homme moyen de Quétélet y los informes oficiales ingleses
del siglo XIX, por ejemplo, con la aparición de nuevas tendencias en la teoría económica
pura. Sin embargo, sería difícil, aun trazando afinidades cercanas e ingeniosas, que
pudiera quedar establecida alguna relación. En particular, mucho del trabajo estadístico
que precedió a la segunda Guerra Mundial se llevó a cabo en virtual independencia de la
economía aunque, en ocasiones, practicantes individuales hayan trabajado en ambos
campos. Esto no quiere decir que la necesidad de un vínculo no hubiese sido notada (lo
que hizo, por ejemplo, Jevons) o que no hubieran sido encontrados ejemplos en un
campo que enriquecieran al otro. Los puntos de vista de los mercantilistas sobre los
mecanismos de comercio exterior se basaron en buena parte en sus rudimentarios
intentos por recolectar estadísticas de comercio exterior. De los preceptos de sus
políticas, a su vez, surgieron nuevas direcciones para la actividad estadística. Ya en la
época de Petty las teorizaciones sobre economía estaban muy influidas por la
información de las finanzas públicas. Durante todo el siglo XIX la elaboración de
estadísticas sobre, por ejemplo, ingresos y horas trabajadas o, más adelante, sobre
aspectos monetarios, fue sin duda alguna estimulada en parte por la búsqueda de pruebas
cuantitativas de enunciados teóricos. Mucho del material importante de Senior y
Marshall fue resultado de la experiencia de éstos en varias Comisiones de Investigación y
otros encargos públicos. A su vez, ellos utilizaron su conocimiento teórico para
enfrentarse a los problemas que se les presentaban.
Con todo, estos ejemplos permanecen aislados. El reconocimiento de Jevons en
412
cuanto a la necesidad de un vínculo sistemático entre las dos ramas de investigación no
tuvo resultados más allá de su aceptación formal en los libros de texto sobre métodos
más tolerantes. Con el surgimiento de la escuela institucionalista en los Estados Unidos
se da, en cierta forma, un intento de mayor firmeza por establecer ese vínculo. Es de
reconocerse el gran ímpetu que los primeros partidarios de esta escuela dieron al trabajo
cuantitativo,1 mucho del cual fue puramente estadístico, en el sentido de que era
acompañado únicamente de las realidades del sistema económico enriquecería, en último
término, el pensamiento al proporcionar pruebas para confirmar viejas hipótesis o al
sugerir nuevas. Sin embargo, hubo un campo en el que se dio un intento más consciente
por realizar nuevos descubrimientos estadísticos que ayudarán a la evolución de la teoría:
se trata del ciclo comercial en el cual Wesley Mitchell2 es la figura sobresaliente. Bajo la
influencia de Veblen no sólo hizo contribuciones considerables a este campo particular
sino que también, durante muchos años, principalmente a través de su dirección del
National Bureau of Economic Research, estimuló en un grado sin precedentes un nuevo
tipo de trabajo basado en los hechos en todas las ramas de la economía. Es materia de
debate definir hasta qué punto Mitchell y otros que trabajaron en una línea similar
realmente tuvieron éxito en su búsqueda por alcanzar una síntesis entre sus propuestas
deductivas y empíricas. Pero aun haciendo una generosa interpretación de la suma de las
innovaciones teóricas que contiene su obra,3 al menos es cierto que todavía fue necesario
un considerable proceso de “destilación” antes de que su obra cuantitativa pudiera ser
llevada a alcanzar mayores generalizaciones.
Es significativo, sin embargo, el que los problemas surgidos del curso general del
desarrollo de la economía (al menos en el corto plazo) hayan desembocado inicialmente
en un deliberado esfuerzo por combinar el trabajo estadístico y teórico. Desde sus
primeras fases estos esfuerzos tuvieron a todas luces éxito y produjeron, al cabo de
varios años, indicios de una síntesis de gran importancia.
Aun así, otro elemento significativo tuvo participación en esta síntesis: el desarrollo
del análisis del “ingreso nacional”. El concepto de ingreso nacional o “dividendo
nacional”, aunque bajo diferentes nombres y con significados un tanto distintos, no era
una novedad en la historia del pensamiento económico como tampoco lo eran las
exposiciones relativas a los cambios en su distribución o a los factores que provocan
fluctuaciones en el total. A partir del proceso de circulación de los fisiócratas, del fondo
anual de Adam Smith y de las acciones relativas de los factores de producción de
Ricardo, el estudio del ingreso nacional ha estado de hecho al lado de las investigaciones
centrales de la economía como tal. Lo nuevo, sin embargo, es la aplicación de técnicas
matemáticas e información estadística a estos conceptos básicos, la transformación de
los conceptos mismos para hacerlos más apropiados a la realidad de una situación
económica cambiante y compleja y, finalmente, la aplicación tanto de la técnica
estadística como de los dispositivos teóricos a los problemas de las políticas.
Diseminados en diversos estudios previos se encuentran claros indicios de
preocupación por el problema específico implícito en esta síntesis. Irving Fisher se
impuso abiertamente en Nature of Capital and Income (1906) la tarea de desarrollar
413
conceptos adaptables a la contabilidad económica.4 También en el núcleo del análisis del
sistema marshalliano se trata el dividendo nacional y las causas que provocan cambios en
él. Esto es todavía más obvio en Economics of Welfare (1920) de Pigou donde se
examinan políticas particulares casi exclusivamente en relación con sus efectos sobre,
primero, la distribución y, segundo, el volumen total del dividendo nacional.
Fue, sin embargo, por el lado de los estudios fácticos específicos por donde llegó el
mayor ímpetu. Los precursores actuaban en un principio movidos por el deseo de
perfeccionar el material estadístico existente relativo a los cambios en los ingresos totales
de todos los individuos de un país y a su distribución entre las distintas clases que
reciben ingresos. Estos estudios fueron de la mano con intentos por obtener series de
datos más precisas y completas sobre tiempos de producción y de gastos, dado que era
claro desde un principio que, expresadas en términos monetarios, proporcionarían
medidas alternativas y equivalentes para las mismas magnitudes.
Los trabajos iniciales en este campo se dieron en Inglaterra. El primer intento por
obtener una apreciación amplia apareció en 1920 en la obra de Bowley, The Division of
the Product of Industry que se refiere al año 1911. Una versión más elaborada, de
Bowley y Stamp, apareció en 1927 bajo el título The National Income in 1924. Años
después (en 1932) Colin Clark publicó un estudio que fue más allá de los intentos
previos al presentar en forma relacionada el material de un cierto número de años (The
National Income 1924-1931). A este periodo corresponde el primer estudio comprensivo
del gasto nacional, “Spending the National Income” de A. E. Feavearyear, que apareció
en Economic Journal (1931)5 y que vino a ser una tardía continuación del trabajo
exploratorio de Engel, el estadístico alemán del siglo XIX. Para entonces ya se habían
mejorado mucho otras series estadísticas que fueron de gran ayuda para el trabajo sobre
el ingreso nacional. Una buena parte de lo que en los estudios anteriores había tenido que
ser basada en estimaciones bastante vagas pudo ser obtenida de precisas series de
tiempo. En relación con este mismo punto podemos mencionar: British Census of
Production, publicado por vez primera en 1924, American Production Index, obra ya
mencionada, y el material estadístico, cada vez más preciso y vasto, que sobre ingresos,
precios y horas trabajadas apareció tanto en Gran Bretaña como en los Estados Unidos.
A partir de la década de 1930 el tema de los estudios del ingreso nacional, en sus
aspectos cuantitativo y conceptual, fue vigorosamente promovido en los Estados Unidos,
país en el que se dieron las contribuciones de mayor importancia durante algunos años.6
Fue el National Bureau of Economic Research el que, de nueva cuenta, se puso a la
cabeza.7 Aunque este movimiento derivó en un principio de lo que puede ser
denominado como curiosidad objetiva pura y de un deseo de mejorar las técnicas
estadísticas, es evidente que el principio de la gran depresión tuvo un efecto estimulante
considerable. Frente a los cambios de utilidades, precios, empleo, ahorro, inversión y
todas las otras variables económicas nacionales, todos ellos sin precedente en cuanto a
rapidez y magnitud, los mecanismos para recolectar información y disponerla de manera
significativa para la observación “clínica” fueron mejorados grandemente. Las varias
agencias establecidas bajo el programa del New Deal, la Agricultural Adjustment
414
Administration, la National Recovery Administration, el programa de seguro social y los
diversos programas de ayuda, se dieron cuenta de que el éxito de su funcionamiento
dependía de un conocimiento mucho mayor de ciertas áreas de la economía, lo que era
posible gracias al material y a las técnicas estadísticas existentes. Posteriormente se dio
un considerable impulso a la actividad estadística al ser ésta fomentada con decisión o
directamente promovida por el gobierno. La sorprendente cooperación y coordinación de
actividades que se dio entre ésta, las universidades, varios institutos de investigación y
diversas fundaciones y agencias comerciales interesados no sólo fue de gran utilidad en el
momento particular sino que ha permanecido como un rasgo distintivo del panorama
económico norteamericano.
Los años de la depresión estimularon grandemente la acumulación y el uso
sistemático de estadísticas como parte central de las políticas económicas. El gobierno
necesitaba información sobre los ingresos totales para poder tomar decisiones, en primer
lugar en el campo tradicional de la política fiscal. Esto era esencial para poder juzgar los
efectos de los diferentes cursos de acción en el campo de la tributación y del gasto
gubernamental. Por lo tanto, se dio un nuevo ímpetu al trabajo relativo a los problemas
centrales del análisis del ingreso nacional y a la organización de mecanismos
gubernamentales adecuados para asegurar su continuidad. En Gran Bretaña hubo
avances paralelos a los de los Estados Unidos. En 1930 se estableció un Economic
Advisory Council cuyas labores incluían un “continuo estudio de las manifestaciones del
comercio y la industria y del uso de los recursos nacionales e imperiales, de los efectos
de la legislación y de la política fiscal en el interior y en el exterior y todos los aspectos
de la economía nacional, imperial o internacional que influyan en la prosperidad del país.
No es el momento ahora de juzgar el grado de eficacia de este nuevo instrumento;8 lo
importante es la manera amplia y mutuamente relacionada en que los diversos factores
que determinan el estado de la economía están expresados aquí, y el reconocimiento
explícito dado al registro y a la ordenación significativa de hechos en la formulación de
las políticas.
La recuperación de la crisis no debilitó el impulso que se había dado. Sin embargo, la
importancia que se había concedido al gasto del consumidor, con sus efectos sobre los
precios, las utilidades y la ocupación, se puso ahora en las inversiones de los negocios.
tanto en capital fijo como en existencias. Fueron estos datos esenciales para tomar
decisiones correctas, no sólo en política fiscal, sino también en el control de la moneda y
del crédito, cuyas misiones cambiaron, naturalmente, una vez que comenzó la
recuperación.
En 1939 ya se habían hecho progresos considerables en todas estas direcciones. La
guerra puso a prueba el mecanismo estadístico existente y proporcionó un estímulo
poderosísimo para mejorarlo. En los aspectos de la política económica nacional
directamente relacionados con el esfuerzo de guerra, se registraron avances de gran
importancia en la actividad estadística, entre los que se contaron cálculos de
abastecimientos y necesidades futuros (alimentos, materias primas, municiones) y
previsiones relativas a mano de obra y producción; en todo esto se perfeccionó
415
notablemente la técnica de confeccionar “presupuestos”. Más importantes para el tema
principal de esta exposición son las mejoras que tuvieron lugar en el centro: la exactitud y
rapidez con que se hacían y presentaban a los responsables de las decisiones de política
estimaciones de los conjuntos del sistema económico, es decir, de estadísticas del ingreso
nacional. Inglaterra se puso a la cabeza, una vez más. En 1941 se creó en la Oficina del
Gabinete una Oficina Central de Estadística que tuvo por misión, aparte de conseguir un
grado de coordinación más alto que hasta entonces de las actividades estadísticas de los
diferentes departamentos del gobierno, elaborar las estadísticas centrales del ingreso y la
producción nacionales sin las cuales se reconocía que no podía llevarse adelante con
éxito una guerra en que estaban comprometidos todos los recursos de la nación. No sólo
es un tributo a la firmeza de juicio de aquellas personas a quienes se debió esta decisión,
sino también un síntoma del reconocimiento dado a la importancia de este tipo de análisis
para la política económica el hecho de que en los días de mayor peligro material haya
sido vigorosamente impulsado un trabajo de carácter a primera vista tan académico.
Desde 1941 el gobierno inglés ha publicado estimaciones anuales del ingreso y del gasto
nacionales, que cada vez muestran mayor amplitud, exactitud y seguridad. En los
Estados Unidos se efectuó un movimiento análogo: en el Departamento de Comercio se
creó una National Income Unit, y cada mes de julio aparece Survey of Current Business
(publicación del Departamento de Comercio) que publica los datos del año precedente.
También en otros países se advierte un movimiento similar, aunque en general un
tanto retrasado. En la Europa occidental y en varios países de la Comunidad Británica, el
movimiento se remonta ya al tercer y cuarto decenio del siglo, y en muchos de ellos la
guerra le dio un impulso especial; pero, sin embargo, en pocos es tan voluminoso el
material disponible, tan refinada la técnica y tan perfecta la organización como en Gran
Bretaña y los Estados Unidos. No obstante, en estos últimos años se han hecho intentos
de gran alcance y con sorprendente éxito para mejorar las cosas a este respecto en países
donde el movimiento ha sido lento, y para aumentar la comparabilidad internacional de
las estadísticas del ingreso nacional.9
El gran progreso de la técnica estadística que acabamos de esbozar también llevó a
importantes perfeccionamientos en los conceptos usados y en la estructura teórica dentro
de la cual se acomoda el material cuantitativo. Es principalmente al economista
norteamericano Kuznets a quien debemos indagaciones en que la investigación
estadística va de la mano con grandes progresos en el aparato teórico. En un breve
artículo escrito en 1933 formuló con gran claridad definiciones y clasificaciones posibles
de las diversas partidas que entran en las cuentas nacionales. Además, la discusión de las
denominaciones iba estrechamente asociada a proposiciones fundamentales sobre teoría
económica relativas a salarios, utilidades, capital e interés.10 En un trabajo posterior nos
provee de una gran riqueza de material histórico.11
Poco antes de la guerra empezó a dejarse sentir la influencia del análisis keynesiano
de la relación entre ingreso, consumo, ahorro e inversión. Los estadísticos dirigieron
entonces sus investigaciones a descubrir series temporales para los conjuntos que
pudieran acomodarse al sistema keynesiano y procurar así pruebas cuantitativas
416
adecuadas. La guerra aceleró este proceso.
En Inglaterra, en los demás países de la Comunidad y en los Estados Unidos, la
pregunta a que había que contestar se refería a la cuantía del esfuerzo de guerra que
podría ser sufragado. Al mismo tiempo, el problema era asegurar que las corrientes
financieras fueran adecuadas al balance del uso de recursos, es decir, asegurar que no
hubiera brecha inflacionaria. En Inglaterra, la obra de la precitada Central Statistical
Office se consagró deliberadamente a esa tarea, y de ella resultaron valiosos progresos
técnicos. Aparecieron denominaciones nuevas: ingreso nacional bruto y neto
(dependientes del tratamiento dado a la autorización para la depreciación y la
amortización); ingreso nacional a precios de mercado o a costo de factor (dependiendo
de que se tomen en general como base los precios pagados por los consumidores, es
decir, incluyendo los impuestos indirectos y los “pagos transferidos”); producción
nacional bruta y neta (incluyendo la producción no sólo del sector privado de la
economía, sino también la del gobierno), etcétera.
Subsisten, indudablemente, muchas oscuridades y desacuerdos.12 La expresión en
términos monetarios de las diversas magnitudes implicadas, suscita muchos problemas
agudos en el campo de los números índices. La comparación de las estimaciones de
países diferentes agrava este problema al introducir la cuestión de los tipos de cambio
como representativos, o no, del verdadero poder adquisitivo o de las paridades de la
balanza de pagos. Además, el tratamiento de las balanzas extranjeras en las cuentas es
todavía asunto discutido, principalmente en lo relativo al modo como han de tenerse en
cuenta los cambios en las condiciones del comercio. Sin embargo, ya es muy amplio el
acuerdo sobre las técnicas generales que deben emplearse en este campo y, sobre todo,
hay unanimidad virtual en cuanto a los fines a que se destinan esas estadísticas. Esos
fines, tomados de una publicación oficial, están muy bien expresados en los siguientes
términos: suministrar “una medida de las mercancías y servicios de que la nación puede
disponer o que aumentan su riqueza”; suministrar “una serie de ‘cuentas sociales’…
registrando toda ‘corriente’ importante de dinero desde su origen en una cuenta hasta su
destino en otra”, “o…de gastos entre diferentes grupos de mercancías”, y analizar
“movimientos en cifras de gastos en mercancías y servicios entre cambios en cantidad y
cambios en precio”.13
El acuerdo acerca de cómo, más allá de esos fines inmediatos, puede utilizarse la
elaboración de cuentas sociales para formular diagnósticos y prescripciones en política
económica también es amplio. Esta nueva finalidad se hizo claramente manifiesta
durante la guerra. El análisis de las cuentas nacionales permitía que, en relación al cuadro
total de la economía, se idearan y administraran de manera razonable tareas como la
planificación de la producción con el objeto de evitar cuellos de botella y capacidades no
empleadas, la canalización de la producción a las industrias esencialmente de guerra, la
restricción del consumo personal y su orientación a canales adecuados para el esfuerzo
total de guerra y, lo que quizá tiene la mayor importancia, las medidas necesarias para
financiar el esfuerzo de guerra.14
Los estudios en esta dirección han continuado después de la guerra. No nos
417
extenderemos aquí en los detalles técnicos de tales avances; lo que interesa, para nuestro
tema general, son las direcciones que tomaron desde el punto de vista del análisis
económico y de la política económica. En esta perspectiva, los dos aspectos más
importantes de los subsiguientes perfeccionamientos en la contabilidad nacional han sido,
primero, en relación con teorías de crecimiento y, segundo, en cuanto a diagnósticos y
políticas conjuntos, esto es, en relación con movimientos económicos cíclicos de corto
plazo. Volveremos a estos dos aspectos en el próximo capítulo cuando veamos la teoría
del crecimiento y, más particularmente, las tendencias recientes que consideran de
manera crítica el crecimiento económico como finalidad de las políticas de los países
desarrollados. Estas mismas tendencias dan un mayor énfasis a ciertas características del
desarrollo de los países menos avanzados distintas de aquellas que pueden ser medidas
por estadísticas de ingreso nacional. Por otra parte, el uso de medidas estadísticas
(derivadas esencialmente de conceptos de contabilidad nacional) relacionadas con la
administración económica en el corto plazo han pasado a ser consideradas críticamente
en la medida en que la administración económica misma es vista con más escepticismo.
De cualquier manera, aunque posiblemente no haya modificaciones fundamentales
en los conceptos o en los métodos de recopilación y presentación de la información, las
estadísticas publicadas por los países más desarrollados a principios de la década de 1970
fueron, sin duda, más completas, más minuciosamente analizadas y aparecieron en un
plazo más breve que las estadísticas de veinte años antes.
Este desarrollo continuó durante algunos años, especialmente en los Estados Unidos,
y los avances logrados en los países de habla inglesa estimularon desarrollos similares en
otros lugares, sobre todo en Francia y Alemania (donde, como ejemplo, los “reportes
mensuales” del Bundesbank, como el “Quarterly Bulletin” del Banco de Inglaterra,
ofrece series particularmente útiles de estadísticas monetarias y financieras). Sin
embargo, de mediados a finales de los ochentas se alteró este patrón por una tendencia
en el Reino Unido, el hogar de las estadísticas modernas, a frenar mayores desarrollos y,
ciertamente, a retroceder sobre terreno ya ganado. Lo anterior se debió en parte al
ahorro de recursos y a los llamados objetivos de eficiencia en el gasto público y la
administración, aunque parece también haber sido causado por el dominio de una actitud
no intervencionista por parte del gobierno en curso que provocó la curiosa creencia de
que si él no tomase parte activa en el manejo económico, no necesitaría, como
anteriormente, un conocimiento tan profundo acerca del curso real de la economía. Pero
esto no previno cambios frecuentes en el método de compilación de ciertas estadísticas
políticamente sensibles, como las del desempleo. Aun en la época de Reagan esta visión
no prevaleció en los Estados Unidos. (Sin embargo, a partir de este último enunciado
surgió por lo menos un ejemplo de un fracaso similar en los Estados Unidos, referente a
los censos. En The New York Times del 10 de febrero de 1990, el profesor Leontief se
queja amargamente por el deterioro.)
3. ¿ECONOMÍA DE SUBOCUPACIÓN O ECONOMÍA DE OCUPACIÓN PLENA?
418
La Teoría general de Keynes, cuyos rasgos principales hemos resumido en el capítulo
anterior, está situada, cronológica y doctrinalmente, en el centro de una discusión que ha
durado cinco décadas —aunque el énfasis haya cambiado de cuando en cuando—, y que
recuerda la de la época ricardiana. Hay un parecido sorprendente en las circunstancias —
en ambos casos se trata de periodos de reajuste de posguerra que estimularon el debate
—, así como en el problema principal —los determinantes del nivel de la actividad
económica y las consiguientes opciones de política— en torno del cual se encendió la
controversia. Como ya hemos dicho, Keynes consideró su aportación como una
innovación metodológica importante, no sólo respecto del interés que anteriormente
ponían los economistas en la formación de los precios individuales (incluso las
participaciones relativas de los factores de la producción), sino también respecto de la
antigua preocupación por los cambios súbitos del nivel de ocupación. La palabra general
en el título de la obra expresa con la mayor claridad la finalidad del autor.
Sin embargo, los estigmas de la nueva teoría fueron notorios durante mucho tiempo.
Fue concebida durante la depresión, y nació en un tiempo en que la subocupación de los
recursos era todavía la regla general. No es sorprendente, por lo tanto, que esta nueva
doctrina continuase siendo por algún tiempo —particularmente para los políticos
prácticos que la empleaban— esencialmente una teoría de la subocupación. Del libro
podía derivarse un planteamiento más general del problema y, sobre todo, una actitud
más comprensiva respecto de los medios de la política económica. Pero durante algunos
años los problemas en que concentraron su atención los discípulos de Keynes fueron,
primero, los relacionados con las fluctuaciones a corto plazo de la actividad económica;
segundo, los medios para salir de una depresión y, finalmente, la supuesta tendencia a
largo plazo del sistema económico hacia el estancamiento. Aplicado a un tiempo limitado,
no es del todo injusto describir el keynesianismo como una “economía de la depresión”.
Es particularmente significativo que los principales avances teóricos de la posición
keynesiana procedan, en gran parte, de los Estados Unidos.15 Principalmente bajo la
dirección del profesor Alvin Hansen, de Harvard, aunque su revisión original de la Teoría
general de Keynes no fue favorable, muchos jóvenes e inteligentes economistas
norteamericanos empezaron a desarrollar diferentes partes del sistema keynesiano. No es
necesario que nos detengamos a mencionar algunas de las muchas aportaciones
particulares realizadas en este campo. Unas están relacionadas con las condiciones
requeridas para asegurar un empleo total a largo plazo (provocando así avance en la
teoría del crecimiento económico). Aquí, el ejemplo sobresaliente es el modelo HarrodDomar, llamado así por los economistas que lo crearon (independientemente uno del
otro), así como la obra posterior de Solow y Kaldor. Otras se refieren directamente al
aparato técnico de Teoría general, especialmente a los medios por los cuales los cambios
en uno de los grandes conjuntos se trasmiten a los otros y, en consecuencia, al nivel de la
actividad económica en general. Como típica de este género de trabajo (y especialmente
útil para “redondear” la teoría) podemos mencionar la doctrina de la “relación” entre el
multiplicador y el principio de aceleración, que relaciona los cambios del consumo con
los cambios de la inversión.16 De manera análoga, numerosos escritos surgieron sobre la
419
base del estudio de Keynes acerca de la relación entre salarios nominales y salarios
reales, tanto en lo que respecta al equilibrio de la subocupación, postulado muy
importante en el sistema keynesiano, como en lo referente al problema más directo de las
negociaciones sobre salarios.17 También se consagró mucho trabajo a dilucidar los pasos
por donde llegan a su fin los periodos de gran actividad y se produce el descenso, y al
mecanismo por el cual la economía sale de las depresiones. Aquí el campo no era nuevo,
pues la mecánica del cambio, en la cima y en el valle del ciclo económico, había sido
parte importante de los escritos sobre la materia durante bastante tiempo. No obstante, la
discusión se desarrolló en términos que había hecho familiares la Teoría general.
La influencia menos inmediata de la Teoría general fue la que ejerció sobre la teoría
de las relaciones económicas internacionales. Es sorprendente, en vista del interés que
durante toda su vida sintió por este asunto (al cual dedicó la mayor parte de sus escritos),
que Keynes no haya dicho prácticamente nada sobre él en su Teoría general. Podemos
ver en ello un síntoma más de la huida deliberada hacia antiguos modos de pensar,
mencionada por él, o una prueba más de su vuelta al sistema clásico, en el que los
problemas económicos internacionales tendían a ser tratados aparte del cuerpo general de
doctrina. Para que Keynes volviera a su primer amor, hubo que esperar a que la guerra y
el inmediato periodo de la posguerra le pusieran en contacto directo con los apremiantes
problemas de la política económica internacional. Sin embargo, tenemos que consignar
que entre los discípulos de Keynes se suscitó una activa discusión acerca de las
relaciones de la nueva teoría de la ocupación con el equilibrio internacional, incluyendo la
trasmisión a través de las fronteras nacionales del ciclo económico. Aquí el principal
punto de contacto fue la teoría keynesiana del multiplicador. La expansión de la actividad
económica en un país produce, inter alia, una demanda mayor de importaciones,
estimulando así las industrias de exportación de uno o varios países extranjeros y, a
través de ellas, el nivel general de la actividad económica. El propósito del análisis
subsiguiente fue demostrar cómo se producía este efecto de multiplicador del comercio
exterior, en qué condiciones, y en qué niveles, se restablecía el equilibrio internacional.18
Pero puede decirse con exactitud que también en este campo el trabajo anterior tendía a
tratar primordialmente sobre la prevención o los remedios de las contracciones a corto
plazo causadas por acontecimientos ocurridos fuera de las fronteras nacionales y que
suspendían el nivel de ocupación plena. Tendremos que volver en seguida sobre este
punto, pero podemos decir aquí que durante algunos años —y desde luego hasta
comienzos del periodo de la posguerra— constituyó una gran preocupación de política
económica, así como una parte importante de la actividad de muchos de los teóricos
keynesianos, el averiguar por qué medios puede mantenerse la ocupación plena en un
sistema económico nacional cerrado; es decir, que la investigación en el campo de la
política económica internacional buscaba los medios de aislar la economía nacional de las
fluctuaciones que tenían lugar en el resto del mundo, mientras que, al mismo tiempo y
con Keynes mismo a la cabeza, se iniciaban algunos intentos por reconstruir el edificio
económico internacional.
Pero los efectos más notables del “keynesianismo” incipiente se dejaron sentir en la
420
dirección general de la política pública a fines del decenio de 1930, y en la opinión
relativa a las tendencias a largo plazo de la economía capitalista. En ambos casos, los
efectos de la nueva doctrina fueron más notables en los países de adopción, sobre todo
en los Estados Unidos, que en el de origen. Es interesante especular acerca de por qué
fue así. Schumpeter ha sugerido,19 teniendo en mientes, sin duda, alguna doctrina general
sobre “trasplante cultural”, que “el keynesianismo práctico es una planta que no puede
trasplantarse a suelo extranjero, pues en éste muere y antes de morir se hace venenosa”.
En esto hay, desde luego, algo de verdad. Separada de la tradición oral, alejada del
íntimo conocimiento de la multilateralidad de su autor y de su coherencia esencial en
medio de un eclecticismo aparente, la nueva doctrina fácilmente crece de un modo
temiblemente exuberante. Pero también contribuyen otros factores. En Gran Bretaña, la
depresión había sido mitigada por ciertos efectos internacionales, principalmente por la
mejoría en los términos del comercio, mientras que, al mismo tiempo, la dependencia de
la economía respecto del comercio exterior y de las transacciones financieras (cuya
comprensión, si no extensa, había sido siempre profunda) limitó el alcance de los
experimentos de la política económica interior. En los Estados Unidos, los
experimentadores encontraron un sistema fundamentalmente cerrado, grandes recursos
potenciales y un campo relativamente virgen en lo referente a gastos en gran escala del
gobierno nacional. Difícilmente podían haber encontrado una realización más cabal las
condiciones de subocupación postuladas en la Teoría general.
Sería erróneo hallar una relación directa entre Keynes y el New Deal de Roosevelt.
Muy bien puede argüirse que gran parte de la política del New Deal, si no toda, se
produjo de una manera puramente ad hoc y primordialmente por hombres poco
versados en la teoría económica keynesiana o en cualquiera otra. En realidad, hay
pruebas directas de que el principal forjador de la política tuvo poco contacto intelectual
con el autor principal de la teoría, y que este último encontró mucho que criticar (con
frecuencia desde un punto de vista muy “ortodoxo”) en las acciones del primero.20 Sin
embargo, hay una fuerte coincidencia entre la prescripción de Keynes por salir de la
depresión y la política desarrollada por el New Deal en los campos esenciales de la
inversión gubernamental y el financiamiento del déficit. Como ha observado Seymour
Harris, “más dinero, tipos de interés más bajos, gastos en préstamos, medidas para
acrecentar la propensión a consumir, cierta libertad respecto de las imposiciones desde el
extranjero: tales fueron los ingredientes con que se hizo el coctel del New Deal”.21
Quizá más significativo como señal del trasplante de esas ideas fue el volumen de los
escritos sobre política económica pública que apareció en los Estados Unidos, a modo de
racionalización o crítica de las políticas adoptadas en Washington y como evolución
reflexiva de los principios teóricos de la Teoría general. Así, el principal avance teórico
fue la gran confianza en la capacidad gubernamental para influir, si no determinar,
mediante las políticas fiscal y monetaria, el nivel de la actividad económica. Se prestó
gran atención, sobre todo, al modo como, mediante los gastos del gobierno, podía
remediarse la subocupación en plazo breve poniendo en juego los efectos del
multiplicador y de la aceleración. Fundadas en la principal proposición keynesiana de que
421
la inversión y la propensión a consumir determinan conjuntamente el ingreso y la
ocupación, y por la insuficiencia manifiesta en tiempos de crisis de la inversión y del
consumo privados, podían encontrarse muchas variedades de tributación y/o de políticas
del gobierno en préstamos, inversiones e interés, para responder, en teoría, a diferentes
condiciones de subocupación.22 Estas opiniones no fueron atacadas sustancialmente
mientras existió desocupación en gran escala y las políticas basadas en ellas parecían
ejercer una influencia apreciable sobre la ocupación. No se comprobó plenamente su
unilateralidad y su insuficiencia teóricas hasta que no se estrellaron contra los
irreductibles problemas económicos y financieros de la guerra y de la posguerra.
Sus implicaciones a más largo plazo resultaron ser más inmediatamente
controvertibles. Aunque en la Teoría general podrían encontrarse muchas expresiones de
carácter contrario, la impresión dominante entre sus discípulos era que Keynes se sentía
pesimista acerca de la capacidad a largo plazo de nuestro sistema económico para
mantener la ocupación plena. La teoría de la decreciente eficiencia marginal del capital,
la petición de tipos de interés más bajos, la referencia a una posible “eutanasia del
rentista”, así como la duda sobre la probabilidad de que el inversionista privado realizara
su parte en el mantenimiento de un nivel constantemente ascendente de ingreso y de
ocupación, llevaron a muchos discípulos de Keynes a formular una teoría de la
“oportunidad decreciente de inversión” o de la “economía madura”. Esta teoría condujo
a ciertas opiniones relativas a las esferas propias de la empresa privada y de la acción del
gobierno y, en consecuencia, tendía a entrar de un modo más directo en el campo de la
controversia cuasipolítica. Probablemente se puede decir que fue en este punto, más que
en los refinamientos del aparato teórico mismo, donde, al menos en un principio, la
“nueva economía” fue discutida más acaloradamente.23
La teoría de la oportunidad decreciente de inversión24 puede resumirse brevemente
en los siguientes términos: el mismo Keynes dijo que mientras en el siglo XIX el
crecimiento de la población, los inventos, la frecuencia de la guerra, la incorporación de
nuevas tierras y el estado general de confianza habían producido una eficiencia marginal
del capital que mantenía la ocupación en un nivel relativamente alto y tipos de interés
razonablemente aceptables para los poseedores de riqueza, “hoy, y probablemente en el
futuro, la curva de la eficiencia marginal del capital se encuentra, por variadas razones,
muy por debajo de la que era en el siglo XIX”.25 La razón para creer que algunos de los
países avanzados de Occidente han llegado a un estado de “economía madura” debe ser,
pues, que los tres principales elementos dinámicos de la inversión, a saber, los aumentos
de población, la rapidez de las innovaciones técnicas y la colonización de nuevos
territorios, han perdido su impulso. El primero y el tercero de ellos no necesitan
explicación (en especial si recordamos que se trata no de aumentos efectivos, sino de
índices de crecimiento). En cuanto a los inventos, Hansen y otros creían que mientras en
el pasado, y especialmente en el siglo XIX, los inventos tendían primordialmente a ahorrar
trabajo, en lo futuro tenderían principalmente a ahorrar capital (por ejemplo, la energía
atómica, el transporte aéreo). Estas opiniones se combinaban muchas veces con cierto
pesimismo suscitado por la creencia de que los ahorros del sector comercial tenderán a
422
ser por lo menos suficientes, y posiblemente excesivos, para financiar sus inversiones en
renovaciones y en aumentos de capital, haciendo así que los estables, si no crecientes,
ahorros personales ejerzan una influencia desalentadora sobre la ocupación. Hay que
subrayar que pocos de los que sustentaban estas opiniones pensaban que el ritmo de
crecimiento de los inventos y de la productividad no continuaría igual que hasta
entonces. Pero es fácil ver cómo, con base en las categorías keynesianas, llegaban a la
conclusión de que si el gobierno no tomaba medidas para contrarrestar esta tendencia, el
nivel de la inversión, a la larga, podía, en los niveles probablemente existentes de los
ahorros y del consumo, ser insuficiente para mantener la ocupación plena.
Estas opiniones podían fácilmente ser exageradas (o tergiversadas) hasta convertirlas
en un ataque a toda escala contra el sistema económico vigente y como alegato en favor
de la intervención del Estado à l’outrance. Por tal razón, no tardaron en aparecer contraargumentos. Fueron primero las objeciones formuladas en términos de la teoría aun
cuando gran parte del ataque lo iniciaron los intereses comerciales,26 que, bajo el rencor
aún vivo producido por el New Deal, se sentían amenazados por las nuevas tendencias.
Sin embargo, el primer argumento de este grupo fue de carácter empírico. Se alegaba
que si la economía norteamericana u otra economía avanzada era considerada senil, al
final de la década de 1930, hubiera sido necesaria la aparición, mucho antes, de síntomas
perceptibles de ello. Pero hasta 1929, esto es, hasta la acometida de la depresión, nadie
había percibido síntomas sino de progreso incesante y de expansión. Este argumento era
particularmente importante en relación con el factor población. La disminución del índice
de crecimiento había sido evidente durante muchas décadas; no había, pues, ninguna
razón particular para basar en esta tendencia sombrías predicciones de carácter general.
Además, aunque la disminución del índice del aumento de población puede tener efectos
depresivos sobre la inversión, también reduce los ahorros, y los dos movimientos pueden
ser suficientemente compensatorios. En lo que se refiere a la apertura de nuevas tierras,
también puede demostrarse que esta tendencia operó durante mucho tiempo (en los
Estados Unidos, por ejemplo, muchos historiadores sostienen que el periodo que siguió a
1890 marca el cambio de la frontera “extensiva” en frontera “intensiva”). En
consecuencia, el argumento tiene que volver, necesariamente, a los problemas de la
innovación industrial y de la propensión a consumir. En cuanto a la primera, los
adversarios de la teoría de la madurez económica atacan la ilusión óptica de unos
cuantos inventos espectaculares que se supone realizaron las revoluciones industriales de
los tres siglos últimos; y, por el contrario, señalan la importancia de una “corriente total
de progreso tecnológico”,27 y mencionan gran número de industrias nuevas de
importancia creciente que quizá dentro de pocas décadas sean consideradas como las
“mensajeras” del gran progreso industrial de este tiempo. Así pues —alegan—, la idea de
una insuficiencia técnica de oportunidad de inversión es un fantasma. Y si en realidad, la
inversión efectiva tiende a ser insuficiente para aprovechar las oportunidades existentes,
la razón hay que buscarla en los aspectos de la política económica, financiera o política
que tienden a ejercer efectos desalentadores.
En este argumento hay, desde luego, otro factor que no debe ser desdeñado. En el
423
sistema keynesiano no es sólo el volumen de la inversión lo que determina el nivel del
ingreso y de la ocupación sino también el consumo. Ya hemos visto que ciertos creyentes
de la tendencia crónica hacia la subocupación se basan en una insuficiencia de la
inversión. Otros (aunque estén dispuestos a conceder que no llegarán a faltar las
oportunidades de inversión) creen que, como el gasto del consumidor está bastante
rígidamente relacionado con su ingreso, puede encontrarse otra tendencia a la
desocupación secular en la estabilidad relativa de los ahorros individuales. Contra esto se
ha argüido que la propensión a consumir no es de ningún modo tan estable como han
supuesto los keynesianos. En particular, los cambios en el ingreso total no pueden dejar
de afectar su distribución (aparte de los cambios en la distribución deliberadamente
provocados por la tributación, etc., como resultado de los cambios en la ideología social
y política); y las modificaciones en la distribución del ingreso tienen un efecto muy
marcado sobre la propensión a consumir. Pero una vez admitida la posibilidad de
cambios en la tabla del consumo (y en la inversión) ya no hay un nivel determinado
único de ingreso ni de ocupación. Sólo hay “un movimiento acumulativo complejo, no
un movimiento hacia una posición fija”.28
Se ha intentado someter a prueba estas opiniones antagónicas por medio de
investigaciones estadísticas. Realmente, quizá es uno de los logros más importantes de la
“escuela del estancamiento” el haber revivido el interés por las tendencias de la
economía a más largo plazo y el haber estimulado grandemente el estudio de los hechos
en este campo: por ejemplo, en los Estados Unidos, los estudios del National Bureau of
Economic Research. Pero las pruebas proporcionadas por los años en que fueron
sembradas las semillas de estas controversias —las dos décadas comprendidas entre las
dos guerras mundiales— no apoyan claramente una teoría ni la otra.29
La guerra produjo un cambio importante de opinión, aunque este cambio no se hizo
plenamente perceptible sino hasta algún tiempo después. El mismo Keynes, bajo el
estímulo de los problemas financieros de tiempos de guerra, de los cuales había
adquirido un conocimiento completo ya en la primera Guerra Mundial, pudo combinar
gran parte de su análisis y sus prescripciones anteriores con los conceptos y la
terminología nuevos. En How to Pay for the War (1940) presentó una ingeniosa mezcla
de argumentos teóricos, fundados en doctrinas derivadas esencialmente de su estudio de
las condiciones del equilibrio de la subocupación, con sólidos consejos prácticos
deducidos de la experiencia de las inflaciones provocadas por la guerra y la posguerra
anteriores. En el terreno monetario, la política que propugnaba no difería en esencia de
sus primeras nociones. Basábanse éstas en la opinión de que no daría resultado ninguna
medida para elevar los ingresos públicos necesarios para continuar la guerra, si la política
no se dirigía a elevar el nivel del ingreso nacional. Así, la expansión monetaria era un
prerrequisito inevitable, y sólo después de ella serían eficaces la tributación y los
empréstitos. Esta opinión no era fundamentalmente distinta de las primeras descripciones
que Keynes había hecho de “virtuoso financiamiento de guerra” que, al fin, habían
prevalecido durante la primera Guerra Mundial. Pero había algunos rasgos
significativamente nuevos que podían atribuirse justamente al nuevo aparato teórico de la
424
Teoría general. Por primera vez apareció la noción de la “brecha inflacionaria”, producto
evidentemente del nuevo análisis que operaba con conjuntos económicos. Keynes decía
que cuando la tributación, los empréstitos, los controles directos tales como el de precios,
la distribución y el racionamiento de los bienes de consumo (cosas no muy eficaces, pero
cada una de ellas indispensable en cierta medida, en la situación existente) se hubieran
empleado plenamente, todavía quedaría una brecha, un exceso de fondos disponibles en
relación con las ofertas también disponibles, que sólo podría salvar un sistema radical de
pagos diferidos. Este sistema de créditos de posguerra tendría la ventaja adicional de
proporcionar una reserva contra la disminución del poder adquisitivo en el periodo
posbélico.
La influencia de estas ideas sobre las políticas a seguir fue grande, sobre todo en
Gran Bretaña. Lo que es aún más importante desde el punto de vista de la historia
intelectual es que fueron adoptadas con entusiasmo por muchos pensadores en cuyas
obras tuvieron desarrollo ulterior tanto el problema general como sus componentes
particulares. Apareció un diluvio de artículos y libros sobre los problemas de la política
económica y financiera en tiempo de guerra. Sería erróneo atribuir a Keynes el papel
exclusivo en cuanto a estimular directamente esos trabajos nuevos sobre el control de
precios, las técnicas de racionamiento, los cambios, el interés o la política fiscal. Sin
embargo, a la larga se hizo manifiesta una gran afinidad entre esos trabajos y su doctrina
general. La mayor parte del trabajo sobre esos temas particulares fue encuadrada cada
vez más en una estructura analítica que toma a la economía en su conjunto, mostrando
así un conocimiento mayor de los efectos de medidas adoptadas en un departamento
sobre otros departamentos y de la ineficacia de las políticas individuales en ausencia de
un equilibrio adecuado de la economía en su conjunto.
Lo más significativo de todo fue la importancia concedida a las medidas para evitar la
inflación, para cerrar la “brecha inflacionaria”. Algunos críticos han pretendido ver en
esto la reversión de las opiniones anteriores de Keynes. Por otra parte, los discípulos de
Keynes han podido citar muchos pasajes de los primeros escritos de aquél, así como de
los suyos, para demostrar que los peligros de la expansión monetaria siempre habían
estado presentes en la mente de Keynes, y que los problemas de la ocupación plena
podían ser tratados con las herramientas de la Teoría general, como lo eran los de la
subocupación. En lo que se refiere al mismo Keynes, es cierto, sin duda alguna, que su
propósito era formular una teoría de la ocupación más que de la desocupación, y
descubrir los medios por los cuales el nivel de la actividad económica pudiera mantenerse
alto en largos periodos, y no sólo los medios por los cuales pudiera salirse de la sima de
la depresión. Sin embargo, la guerra fue, al respecto, una vertiente intelectual y la
doctrina de la “brecha inflacionaria” su expresión más clara. A partir de este punto, se
hizo posible librar a la teoría circulante de prestar una atención excesiva al problema de
la subocupación y generalizarla en la dirección originariamente deseada por su principal
exponente.
425
4. EL SISTEMA MACROECONÓMICO
Aquellos que han estudiado economía a partir de la terminación de la segunda Guerra
Mundial y para quienes el uso corriente de los términos y los conceptos que utilizan es
algo normal difícilmente pueden imaginarse la sensación de emancipación, casi de
revelación, que las generaciones que los precedieron sintieron con el nacimiento de lo
que llegó a ser conocido como la “nueva economía”. No es sorprendente encontrar, al
mirar retrospectivamente, cómo la que ahora debe ser llamada primera generación de
economistas poskeynesianos proporcionó una base sólida para el surgimiento excepcional
de una nueva actividad teórica. En la actualidad es más fácil ver la tajante división que
separa la economía anterior a la década de 1930 de la que la siguió.
Aunque ahora se ignore la continua corriente de escritos sobre temas económicos
específicos de la época, particularmente en los sectores comercial o industrial que en
aquel entonces estaban en desarrollo, quienes participaban activamente en la disciplina
pensaban que había una gran actividad. El tipo de análisis de equilibrio posmarshalliano,
general y parcial, estaba en su pleno apogeo al igual que el cuerpo de la economía del
bienestar que, de acuerdo con Pigou,30 se apoyaba en el primero. Vale la pena señalar, sin
embargo, que el campo de la “economía pública”, tal como la conocemos ahora, estaba
aún en la infancia y que poco se había escrito en relación con la fijación de precios de
bienes de consumo popular o a la economía de las industrias nacionalizadas, de manera
independiente de los debates muy generales (y en retrospectiva un tanto áridos) sobre
“planeación”.
En el bien trillado campo de la teoría del valor se realizaban, como hemos visto,
avances importantes para eliminar los últimos vestigios de filosofía hedonista, y si alguna
vez estuvo justificado decir que “no hay nada en las leyes del valor… por aclarar” fue
después de la obra de Hicks y Allen mucho después de la de John Stuart Mill. En la
teoría del precio (distinguiéndola de la teoría del valor) o, más ampliamente, en la teoría
del mercado, las viejas, rígidas y relativamente infructuosas divisiones entre competencia
perfecta y teoría del monopolio cedían ante los teoremas de competencia monopolística
e imperfecta, mucho más sutiles y flexibles. Pronto aparecieron estudios empíricos sobre
determinaciones reales de precios que mostraron evidencias de los efectos benéficos que
este trabajo teórico tenía de investigaciones prácticas.
No es sorprendente que aun los contemporáneos encontraran poco de qué estar
satisfechos en la teoría del dinero y en lo que entonces era llamado todavía ciclo
comercial. Tal vez deba exceptuarse el Tratado de Keynes por tener, al menos en parte,
el carácter de prolegomena de su trabajo posterior. Desde luego, es posible encontrar
muchos más ingredientes de los que posteriormente serían trabajos de mayor éxito,
aunque de momento no condujeran a una ampliación de lo que se conocía o no fueran
directamente útiles en cuanto a concebir políticas para enfrentar problemas reales. Esto
sucedía en el trabajo que enlazaba la política monetaria con la explicación de las
fluctuaciones comerciales o en aquel que aplicaba la teoría del capital al mismo fin. Sin
426
embargo, el rasgo característico del periodo, al menos retrospectivamente, fue la gran
concentración de esfuerzos en lo que ahora sería llamado el problema microeconómico:
el comportamiento de la empresa o del individuo en ciertas situaciones más bien poco
realistas al mismo tiempo que un completo fracaso para explicar el comportamiento de la
economía como un todo, ya no digamos en cuanto a encontrar medios efectivos para
ocuparse de las considerables equivocaciones en su comportamiento. La impresión global
debe ser calificada, por lo tanto, como estancamiento del tema. Estaba justificado que
Paul A. Samuelson hablara de “los inequívocos signos de decadencia claramente
presentes en el pensamiento económico previo a 1930”.31
La “nueva economía” apareció, como hemos visto, precisamente en este punto. Muy
pronto, en los primeros años de la posguerra, se abandonó el argumento acerca de si
estaba orientada hacia situaciones de desocupación. Esta orientación tendió, en la medida
de su existencia, a ceder bajo la influencia de la escasez de recursos en tiempo de guerra.
Aunque se siguió discutiendo sobre el balance entre la ocupación plena y la subocupación
—y, como veremos más adelante, con un énfasis especial a fines de la década de 1960—
los economistas no se sintieron alentados a comprometerse en discusiones relacionadas
con el cuerpo central de la teoría, a la que pronto se le reconoció su carácter general.32
De igual manera, pronto se olvidó la controversia sobre las oportunidades decrecientes
de inversión y por varios años quienes hablaban del “estancamiento” y quienes lo
negaban permanecieron en silencio. En particular, la facilidad sin precedentes con que se
obtuvo la inmediata transformación de posguerra y las grandes oportunidades que traían
los nuevos avances tecnológicos parecieron indicar que el sistema económico era
particularmente elástico, lo que, por el momento, acallaba los temores anteriores acerca
de un inevitable retraso del avance económico. Es conveniente puntualizar que esto no
significa que estas especulaciones a largo plazo hubieran sido silenciadas para siempre.
Más adelante veremos que hicieron su aparición debates sobre el crecimiento económico
no después de mucho tiempo, aunque de una manera un tanto distinta.
¿Cuál es el rasgo característico de la nueva forma de abordar el razonamiento
económico o más específicamente de esta rama particular de la economía, además de su
importancia inmediata para resolver ciertos problemas de políticas, en especial la cura de
la desocupación? El título que generalmente se le da ahora, macroeconomía, una
indicación útil que demarca con eficacia su separación de la microeconomía arriba
mencionada, fue inicialmente utilizado por Ragnar Frisch, un distinguido economista
noruego.33 Una descripción útil de lo que entiende por ella se encuentra en uno de sus
libros de texto de más amplia difusión: es una rama de la economía “que trata de los
problemas del desempleo, la inestabilidad económica, la inflación y el crecimiento
económico”; aunque también puede ser descrita como el “análisis del ingreso y del
empleo”.34 Samuelson, de cuya obra se habla más adelante y quien es uno de los
principales fundadores y sin duda el “codificador” de la nueva economía, define la
macroeconomía como “el estudio del funcionamiento general de todo el PNB y del nivel
general de precios”.35
La macroeconomía como un sistema de pensamiento en materia económica y dentro
427
de la línea de desarrollo histórico de la materia, tal como ha sido señalado en la sección
sobre Keynes, sólo en parte está basada en un rechazo de la doctrina clásica. La nueva
economía rechazó con razón el clasicismo en la medida en que éste suponía que aquélla
tenía, como norma, a un pleno equilibrio ocupacional. Es materia de discusión si esta
apreciación errónea es atribuible en alguna medida o por completo a la totalidad de la
economía clásica. Por otra parte, en la medida en que los clásicos —y esto incluye a
todos los economistas destacados por lo menos hasta John Stuart Mill— se ocupaban
principalmente de los agregados del sistema económico (producción total, ingreso,
consumo, ahorro, inversión, las participaciones dirigidas al capital, la tierra y la mano de
obra, el movimiento total de la economía como resultado del balance de sus diversos
elementos) la nueva economía o macroeconomía representa un retorno a los orígenes,
una desviación de la preocupación por la microeconomía. No debe ser olvidado, sin
embargo, que en un aspecto central —el relativo a las políticas— este retorno al enfoque
de los clásicos (al menos tal como fue formulado por Adam Smith) no fue total sino que,
por el contrario, implicó un rompimiento radical al demostrar Keynes que la doctrina de
Smith en cuanto a que “aquello que es prudente en la conducta de cada familia
particular, difícilmente puede ser un desatino en la conducta de un gran reino” en
ocasiones puede ser exactamente lo opuesto de la verdad. Aquí el término “en
ocasiones” es importante: el mismo Keynes señaló que lo conveniente por hacer es
“tratar de utilizar lo que hemos aprendido de la experiencia y del análisis moderno, no
haciendo a un lado sino complementando la sabiduría de Adam Smith”.36 Cualquiera que
haya sido la motivación primaria que movió a los pensadores en esta dirección, aun
siendo por completo la preocupación inmediata de los políticos, este retorno a la
economía de Ricardo o de Quesnay debe ser considerado como enteramente saludable.
Antes de pasar a examinar los principales elementos del actual cuerpo de la teoría
macroeconómica y las categorías con las que opera, distintas de aquellas que fueron
fundamentales durante cerca de cien años antes de Keynes, existe una cuestión, tal vez
tangencial respecto al tema principal, que debemos tocar. Durante los ciento cincuenta
años posteriores a La riqueza de las naciones la economía había sido esencialmente una
ciencia británica. La anterior es una afirmación basada en la realidad, sin invocar ninguna
teoría particular de la historia de las ideas, lo que no significa que no hubiera habido
contribuciones importantes de otros países o que no hubiera grandes economistas en
otras partes.37 En capítulos previos se han descrito los diversos ejemplos de teorizaciones
económicas que aparecieron en otros países después de Adam Smith. Se ha hecho
mención especial al surgimiento de la economía en los Estados Unidos y se vio cómo a
partir de la última parte del siglo XIX la contribución norteamericana asume un papel de
importancia creciente. Una historia especializada sobre la economía en los Estados
Unidos tendría mucho más que decir en relación con la obra de la segunda generación de
neoclasicistas norteamericanos, tales como Frank Knight e Irving Fisher.
Lo que no deja de ser impresionante en relación con las últimas tres o cuatro décadas
es la virtual supremacía que la economía norteamericana ha alcanzado. Tal vez en parte
Schumpeter haya tenido razón al calificar al trasplante a los Estados Unidos del
428
keynesianismo como de naturaleza “ponzoñosa”, pero si hubiera vivido más y hubiera
continuado su History más allá de 1949, posiblemente hubiera cambiado de punto de
vista al ver que la obra de los economistas norteamericanos en una proporción muy
considerable trata de la elaboración y de la validez, tanto del nuevo análisis
macroeconómico sobre bases keynesianas como del posterior escepticismo (de lo que
hablaremos en el próximo capítulo).
Esto no significa que la economía se haya convertido ahora en una ciencia
exclusivamente norteamericana. Todavía es posible encontrar figuras importantes en la
escena contemporánea en Gran Bretaña y en otras partes —aunque Francia y
especialmente Alemania tienen todavía camino por recorrer en cuanto se refiere al
aspecto teórico de la economía moderna—. Sin embargo, ningún país se puede comparar
con los Estados Unidos ni en el volumen ni en la calidad de su producción. Sería
interesante especular sobre la razón por la que esto es así. Sin duda la riqueza de los
Estados Unidos y el monto de recursos que ha podido dedicar a la investigación
científica ha repercutido en esta área como en muchas otras; de igual manera, muchas de
las investigaciones en economía por las que los Estados Unidos tienen un justo renombre
han sido realizadas por investigadores europeos que han abandonado sus propios países
debido a una atmósfera nada hospitalaria o que se han sentido atraídos por
oportunidades mucho mejores en los Estados Unidos.
Ésta, sin embargo, no puede ser la única explicación. En cierta medida un historiador
futuro podrá muy bien concluir, por lo menos en lo que respecta a Gran Bretaña, que la
desventaja fue autoinfligida. Durante la década de 1930 cuando Gran Bretaña tenía todas
las oportunidades de avanzar, la mayor parte de los esfuerzos creativos en este campo —
sin duda en lo que respecta a la eficacia de los economistas de mayor talento— fueron
desviados hacia controversias estériles, en ocasiones de carácter totalmente escolástico.
En parte, la poderosa tradición de épocas anteriores, cuando las escuelas de pensamiento
del país eran la palabra suprema, fue un obstáculo considerable para todo lo nuevo
(reflejando mucho de lo que sucedía en la industria y en la economía en general). Por lo
tanto, las perturbaciones de algo nuevo —particularmente en la obra de Keynes y de sus
inmediatos colaboradores— no fueron bien recibidas en su propia casa en Cambridge,
que en ese momento estaba envuelta en las que ahora pueden ser vistas como inútiles
controversias con la London School of Economics, escuela en la que había un reciente
entusiasmo por las últimas versiones de la economía austriaca. También las opiniones
más ortodoxas en hacienda y círculos de banco central retrasaron considerablemente el
examen objetivo de las nuevas ideas, dado que éstas inevitablemente estaban
relacionadas con debates de actualidad sobre políticas económicas y con la política.38 Tal
vez, al final de cuentas, la bienvenida más exuberante (criticada por Schumpeter) que se
dio a las ideas de Keynes en los Estados Unidos del New Deal y del periodo posterior39
aunado a lo que siempre ha sido una característica norteamericana una mayor exposición
de las políticas gubernamentales para ser objeto de debate público, vinieron a constituir
un suelo más fértil para las nuevas ideas. Una vez enraizadas, las economías de escala de
las universidades norteamericanas y de los institutos de investigación comenzaron a dejar
429
sentir su influencia40 en un momento en que Gran Bretaña estaba absorta por completo
en tareas de guerra (que en el campo de la economía —debe reconocerse— produjeron
algunas benéficas “deserciones”).
Describir de alguna manera el corpus de la macroeconomía como una rama
importante de la teoría económica contemporánea exigirá sintetizar alguno de los libros
de texto de uso común. Sin embargo, es posible hacerse una idea analizando la
estructura, ampliamente aceptada en la actualidad, mediante la cual se presenta la
economía en manuales y clases. Dado que el texto más inteligible y ampliamente
utilizado es el de Paul A. Samuelson, tal vez éste es el momento apropiado para decir
algo más general sobre su obra, a la que se han hecho ya algunas referencias.
La carrera de Paul Anthony Samuelson41 no es distinta de la de muchos miembros de
la presente generación de economistas. A los rigurosos vínculos con la economía
prekeynesiana del tipo austero y matemático común en el Chicago de su primera
juventud, siguió una corta estancia en Harvard y, con posterioridad, intermitentes
periodos de íntimo contacto con asuntos públicos gubernamentales y no gubernamentales
(haciendo a un lado un espacio considerable de tiempo en la década de 1950 en el que se
mantuvo alejado de estos asuntos). Escribió su primera obra importante, Foundations of
Economic Analysis, publicada en 1947, a una edad muy temprana y se basó en un
ensayo premiado por Harvard. El libro es, en primera instancia, notable por su método.
Aunque el autor afirma que utiliza exclusivamente herramientas matemáticas elementales
su concepción es matemática y utiliza un mayor número de métodos más avanzados que
los que hasta ese momento habían sido aplicados a un rango tan amplio de problemas
económicos. Al mismo tiempo es una obra de carácter económico (el autor dice
justificadamente que su interés en las matemáticas es secundario) que presenta una hábil
mezcla de método literario y matemático. El libro fue concebido y ha sido utilizado como
fuente de “teoremas significantes”, esto es, de proposiciones que pudieran “concebirse
como refutables, de estar bajo condiciones ideales”, en “distintos campos de cuestiones
económicas”.42 Sin duda ha enriquecido en gran medida los estudios económicos
posteriores, incluyendo, y no en último término, los del propio autor.
Posteriormente Samuelson dirigió su atención por una parte a la elaboración de
ciertos aspectos del sistema keynesiano y por la otra a mejorar la enseñanza de la
materia. En cuanto al primero ya se ha hecho mención de un artículo precursor escrito
en 1939 que relacionaba los efectos multiplicador y de aceleración del análisis
keynesiano y que enriqueció grandemente y generalizó el sistema. Es imposible en un
espacio corto hacer justicia al subsecuente trabajo de Samuelson en ésta y otras áreas
relacionadas. La compilación de sus escritos científicos alcanza ya los cinco volúmenes,43
aparte de la cantidad de artículos más populares que Samuelson ha escrito.44 En 1958
también colaboró en la producción de otra importante obra sobre economía
matemática.45
Sin embargo, Samuelson es conocido como el autor del libro de texto sobre
economía más ampliamente usado y traducido (incluyendo al ruso) de la actualidad. La
primera edición apareció en 1948 (actualmente va en la decimotercera y la segunda a su
430
vez escrita junto a William D. Nordhaus). Desde un principio el libro fue un éxito; marcó
un rompimiento completo con la estructura y la esencia tradicionales de exposición de la
materia y no sólo reflejó la influencia de las ideas de Keynes sino que ayudó
grandemente al establecimiento y posterior desarrollo del análisis macroeconómico que
presentaba. Haciendo a un lado una sección final que trata de problemas económicos de
actualidad (muchos de los cuales caen dentro de la esfera de la macroeconomía),
alrededor de la mitad de la exposición analítica del libro (particularmente la primera
mitad) está dedicada a la naturaleza del ingreso nacional, su determinación, cómo
fluctúan los ingresos, las oportunidades y los niveles de precios y cómo las políticas
monetaria y fiscal “pueden mantener al sistema total funcionando tolerablemente bien”.46
La otra mitad, dedicada a la microeconomía, trata de lo que determina los precios
relativos de bienes particulares y de la separación cuantitativa de los totales del ingreso
nacional en distintos bienes y servicios. La distinción no podía ser puesta con mayor
claridad ni tampoco podía ser más enfática la separación con la tradición anterior (que
dictaba que los libros de texto deberían iniciarse siempre con la teoría del valor y del
precio).47
El texto del profesor Ackley, al que ya se ha hecho referencia, está dedicado en
realidad exclusivamente a la macroeconomía. Después de una descripción inicial de las
categorías principales dedica la parte esencial del libro a una exposición, en primer lugar,
de la macroeconomía clásica y, posteriormente, del sistema keynesiano. Ésta es una
yuxtaposición especialmente útil que nos muestra, primero, los postulados de la ley de
Say en relación con la teoría cuantitativa del dinero y, después, toda la teoría clásica del
equilibrio de la ocupación plena. Todo esto es descrito en términos modernos, esto es,
por medio de una serie de ecuaciones: función de producción, postulado de
maximización de utilidades, la teoría cuantitativa del dinero y, después, toda la teoría
clásica del más claro —y más llamativo— el subsiguiente contraste con el modelo
elaborado por Keynes, que es de un carácter más general dado que introduce conceptos
que, como hemos visto, hacen posible explicar la existencia de un equilibrio ocupacional
no pleno y que llevaron a un nuevo entendimiento de las posibilidades de inflación.
Entre las muchas aplicaciones específicas que se han dado a este esquema hay dos
que merecen especial mención: una está en el centro mismo de las implicaciones de las
políticas de la macroeconomía, la política fiscal en relación con el empleo y la
estabilidad; la otra trata de las prescripciones de políticas en lo que se refiere al equilibrio
internacional de pagos. Para ambos casos da Samuelson la guía más simple y clara. La
característica reciente que destaca en la nueva economía es la idea de que el presupuesto
nacional no puede ser visto como un presupuesto familiar en grande sino que por encima
de los cánones establecidos por Adam Smith, la dirección de las finanzas nacionales tiene
un papel positivo que desempeña en cuanto a dar forma al todo de la economía de la
nación en el conjunto (independientemente de sus efectos “macroeconómicos” en oferta
individual, en la demanda y en la colocación de precios). El descubrimiento de la
probabilidad de una brecha inflacionaria o deflacionaria, esto es, empleo excesivo con
consecuencias inflacionarias en los precios y en los salarios, o subocupaciones de
431
recursos, es la señal para realizar un intento de la política fiscal haciendo uso de dos
elementos del presupuesto nacional, los ingresos públicos y los egresos, para influir la
demanda total de manera que, mediante el manejo de los varios agregados del ingreso
nacional, se corrija la situación antes de que se presente.
De esta simple proposición se han derivado muchos refinamientos en los conceptos y
en las políticas a seguir. Para mencionar algunos es posible decir que existe la noción de
“draga fiscal” o “dividendo fiscal” y los conceptos relacionados de ocupación plena,
excedente del presupuesto o déficit, estos dos últimos midiendo lo que sería la posición
del presupuesto si, dado un cierto patrón de tributación y gasto público, la economía
mantuviera una ocupación plena. La draga fiscal, por una parte, y el dividendo fiscal, por
la otra, pueden producir una situación distinta de la aparente ubicación del presupuesto.
No es posible continuar aquí con estos puntos;48 sin embargo, mencionamos que mucho
trabajo se ha llevado a cabo en la misma línea incluyendo, en particular, detallados
esfuerzos por obtener más información, al igual que estudios empíricos cuyo propósito
es refinar y modificar el aparato teórico. Estas teorías no han permanecido confinadas al
amplio tema de los efectos de la política fiscal sobre el empleo y la inflación; cada vez
con mayor frecuencia han sido aplicadas al tema acerca de su influencia en problemas
específicos de distribución de recursos donde, por una variedad de razones, los
resultados no controlados del mercado pueden acarrear consecuencias insatisfactorias.49
La otra área a la que se ha aplicado el análisis y que vale la pena mencionar dado que
también ha jugado una parte importante en la formación de las políticas es aquella del
comercio y de los pagos exteriores. Ya se ha hecho referencia al multiplicador de
comercio exterior y a las discusiones generales acerca de los lapsos y de la restauración
del equilibrio internacional. Como se dijo antes, el ímpetu inicial se debió al deseo de
aislar la economía nacional de las fluctuaciones originadas en otras partes. Aunque esta
preocupación no ha desaparecido por completo —en realidad se convirtió a finales de la
década de 1960 y a principios de 1970 en un asunto práctico más apremiante— la mayor
parte del trabajo de las dos últimas décadas ha sido dedicado a ensanchar
considerablemente el análisis, asegurando su integración al cuerpo general de la teoría
macroeconómica, y a realizar estudios más profundos e intensivos sobre ciertos aspectos
específicos del problema del comercio y de los pagos. Difícilmente hay un segmento de
la economía internacional que no haya sido enriquecido considerablemente por los
abundantes escritos del pasado más reciente. No únicamente la teoría básica de las
“ganancias”, derivada del comercio y las tendencias de éste, tal como fueron
determinadas por la doctrina original de la ventaja comparativa, sino también los
problemas decisivos de políticas de la economía del “bienestar” han sido examinados por
completo en cuanto relacionados a intervenciones mediante distintas formas de políticas
de comercio.50 Huelga decir que el tratamiento del tema a un nivel más elemental y
expositivo también ha sido virtualmente revolucionado. Para conocer la magnitud del
cambio basta comparar los capítulos importantes de un libro de texto moderno con las
exposiciones más tradicionales.51
Mientras que buena parte del trabajo al que nos hemos referido trata de “modelos”
432
abstractos, la mayoría de los estudios están consagrados a problemas de políticas o
tienen implicaciones relativas a ellas. En el nivel de la teoría no puede haber duda de que
las fronteras del entendimiento han sido ampliadas considerablemente. Se sabe mucho
más, por ejemplo, de efectos finales de los aranceles, subsidios de exportación y políticas
similares en términos de comercio, ingresos nacionales, inversión y consumo en distintas
áreas comerciales; o de las circunstancias en las cuales las modificaciones en los tipos de
cambios —en regímenes que no tienen paridades de cambio relativamente fijas—
pueden contribuir a la estabilización de las relaciones internacionales de pago o a la
desestabilización. De manera similar, en circunstancias diferentes, las consecuencias de la
inversión internacional, por ejemplo, en países en vías de desarrollo, o de movimientos
internacionales de capital en general, tanto a largo como a corto plazo, pueden ser
definidos actualmente de manera mucho más precisa.52
Sin embargo, debe subrayarse que todos estos avances han permanecido confinados
a la teoría de la materia y todavía no han producido ninguna unión importante de puntos
de vista (no sólo entre hombres “prácticos” sino aun entre economistas) acerca de
decisiones de política económica correctas en condiciones distintas que han aparecido en
el mundo real. Esta materia se ha convertido, como veremos en el próximo capítulo, en
una de las áreas de mayor importancia en la que la disparidad entre la teoría y la
confianza en la eficacia de las medidas prácticas que pueden estar basadas en ella
constituye una fuente considerable de inquietud.
Las técnicas keynesianas y poskeynesianas para tratar a la economía como un todo
no son, sin embargo, las únicas. Un indicio más del recientemente recobrado interés en
los agregados de la economía es el examen de otros métodos que varios economistas han
hecho de manera adicional o en sustitución de los keynesianos. Uno que merece especial
atención es el análisis del “insumo-producto” por otro eminente economista
norteamericano, Wassily Leontief, a quien le fue otorgado el Premio Nobel. Por lo
menos parte de la inspiración de este trabajo se encuentra en el sistema de ecuaciones de
Walras. Lo que hizo Leontief fue darle contenido primero haciendo todo esto más
manejable mediante los totales de producción por industrias —45 en un principio y
después expandidas considerablemente— y aplicándolos a los datos verdaderos de los
Estados Unidos. En 1941 publicó por primera vez sus resultados en The Structure of the
American Economy 1919-1929: An Empirical Application of Equilibrium Analysis.
Diez años más tarde, en 1951, actualizó su estudio con datos hasta 1939; y en 1953
publicó un libro más general, Studies in the Structure of the American Economy:
Theoretical and Empirical Explorations in Input-Output Analysis. Al elaborar cuadros
que representan el consumo de la producción por las distintas industrias, es decir
“insumo” de otras industrias, se hace posible el análisis matemático, concebido para
mostrar la relación entre las diferentes cantidades. Este análisis puede entonces ser
utilizado para descubrir patrones “óptimos” de asignación de distintos recursos, técnica
que ha sido considerada aplicable tanto a problemas de micro como de macroeconomía.
De esta manera Leontief pudo integrar al sistema walrasiano de equilibrio general el otro
factor que parece haberlo inspirado siempre, esto es, la investigación empírica y precisa
433
que, aunque claramente no puede ser utilizada de manera tan extensa en la economía
como en las ciencias naturales, es posible en algún grado y, sin duda, muy deseable.53
Lo que aparece con toda claridad aun del más breve examen de la teoría
macroeconómica es su inherente afinidad con el aspecto relativo a las políticas a seguir.
No es sorprendente, por lo tanto, que la característica más notable de este desarrollo de
los últimos treinta o cuarenta años sea su íntima relación en los procesos de dirección de
los asuntos económicos. Esta “institucionalización” resultante de la economía es un
desarrollo suficientemente nuevo como para merecer un tratamiento aparte.
5. DIRECCIÓN ECONÓMICA: LA NUEVA ORTODOXIA
Al considerar la importancia de los recientes desarrollos de la economía que determinan
las políticas, sería equivocado suponer que la aplicación del análisis económico a las
tareas prácticas de gobierno es un hecho totalmente nuevo. Una tesis importante en el
relato que se hace en este libro de la evolución del pensamiento económico ha sido que
la búsqueda intelectual sistemática en el campo de lo “económico” siempre ha sido el
resultado de una motivación práctica y que particularmente la economía de los últimos
doscientos años ha sido siempre concebida, con éxito o no, con una “tendencia al uso”.
Sólo es necesario recordar los propósitos de Adam Smith —y, desde luego, los
resultados cuyo origen puede encontrarse directamente en su actividad teórica— para
darse cuenta de la cercanía de la relación entre las proposiciones más abstractas en
economía y algunas consecuencias muy prácticas en el ambiente legal e institucional que
afecta profundamente las vidas de todos.
El gran logro de la economía política clásica, como ha sido subrayado repetidas veces
en estas páginas, fue el completar la eliminación de las múltiples barreras al comercio y a
la industria, consolidar las reglas del mercado y, por lo tanto, ayudar a establecer
firmemente todo el conjunto de condiciones políticas, sociales, legales, económicas y,
desde luego, culturales que formaron el marco dentro del cual, al menos en los países
desarrollados del mundo, continuaría la vida.
Este proceso tuvo como consecuencia una demarcación más o menos clara del
programa del Estado, en contraste con el del individuo que, no obstante las diferencias
nacionales, siguió siendo válido en todos los países en los que se desarrollaba la industria
moderna; y junto con esta demarcación, la del programa de investigaciones económicas
y de la elaboración de políticas económicas basadas en los resultados de estas
investigaciones. La supremacía del libre juego del mercado (fuera de excepciones
claramente definidas) permaneció en términos generales como el principio guía a través
de todo el siglo XIX y principios del XX. No obstante los intentos de los movimientos
históricos y románticos en la economía o la variedad de escuelas social-reformadoras o
socialistas, las fronteras de la teoría económica continuaron siendo definidas por ese
principio. Claramente el libre juego del mercado impuso una limitación en el grado en
que el consejo económico profesional podía referirse a las tareas prácticas, aun dentro
434
del campo de la acción económica misma.
Esto no significa que la “dirección económica” no se diera en ningún grado o que
economistas individuales no participaran en buena medida y por periodos considerables
en este tipo de actividad gubernamental. Sin embargo, las áreas en las que esto era
particularmente cierto dejan ver el limitado campo para esta proyección de la economía
en el gobierno. En gran proporción la participación directa de los economistas tendió a
situarse en los campos del dinero, banca y comercio internacionales, por una parte, y
finanzas públicas, por la otra; esta última entendida en el sentido muy restringido en el
que esa materia era definida hasta hace muy poco. Más adelante, particularmente
durante las primeras décadas del presente siglo, apareció la propensión a incluir algunos
problemas específicos de lo que ahora sería llamada economía del bienestar. No hay más
que tomar el ejemplo de Alfred Marshall, un economista moderno que proporcionó
asesoramiento al gobierno en una medida considerablemente mayor que la generalidad,
para observar un contraste que sin duda es notable.
Frecuentemente se ha hecho mención en estas páginas al proceso por el cual, en lo
que específicamente se refiere a asuntos económicos, el programa del Estado fue
gradualmente modificado lo mismo que las múltiples ramificaciones del abandono de las
limitaciones impuestas por Adam Smith, los filósofos que lo precedieron y sus
contemporáneos. Una descripción y un análisis completos requerirían un estudio
separado. Lo que debe quedar claro es que uno de los puntos decisivos en la historia
moderna es la aceptación de responsabilidades por parte de los gobiernos —elegidos de
una u otra manera dentro de un sistema democrático— de mantener altos niveles de
actividad económica, evitar fluctuaciones económicas considerables, impulsar el
crecimiento material y quizá también, al menos por implicación, cierto progreso hacia
una mayor equidad económica. Hemos seguido sus consecuencias en lo que se refiere al
pensamiento económico de los últimos 40 años. Igualmente dramáticos han sido el
resultado de la aplicación de la economía a los problemas gubernamentales y los métodos
por los que esto se ha llevado a cabo.
Es en este contexto que la palabra “institucionalización” ha sido utilizada al final de la
sección precedente para denotar una relación completamente nueva. Un reconocimiento
temprano de esto puede ser visto en las siguientes dos citas, ambas de administradores y
no de economistas. En una se dice que la planeación central por parte del gobierno
depende de “qué tanto, y qué tan poco, puede tenerse de los satisfactores
imprescindibles y de las buenas cosas de esta vida, dados los recursos en divisas,
presentes y futuros, …[y dada] una estimación de los recursos productivos nacionales y
una división del producto esperado entre los mercados nacional y extranjero… [que]
necesariamente implica asignación de valores relativos a las variables más importantes de
la economía”.54 En la otra se considera al año 1941 como “la fecha cuando un nuevo
tema fue introducido en la elaboración del presupuesto: la inflación-deflación, un intento
consciente de utilizar medidas fiscales para mantener el balance entre el dinero en los
bolsillos de la gente y lo que podían comprar con él”.55 Éstas son, naturalmente,
descripciones de las preocupaciones centrales de la macroeconomía moderna y, según
435
uno de los primeros de una larga serie de economistas universitarios distinguidos con
participación en el proceso, refiriéndose al papel de los economistas en el gobierno, “el
campo especial del economista en el sistema económico como un todo y la relación entre
las labores de sus diferentes partes”.56
Quizá el signo inmediato más notable de la nueva relación sea el número de
economistas sobresalientes que han sido absorbidos por la maquinaria gubernamental,
particularmente en los países de habla inglesa y en especial en Gran Bretaña y los
Estados Unidos. En los países de Europa continental, en algunos de los cuales
ocasionalmente aparecía casi siempre por breve tiempo, algún economista académico
como ministro de Finanzas o director de un banco central,57 la utilización de más
economistas bajo bases regulares en funciones de asesoría o administrativas se ha
incrementado grandemente.
En Gran Bretaña y en los Estados Unidos cualquier lista de aquellos que han
prestado sus servicios o siguen haciéndolo en puestos como los mencionados, parece una
relación de algunos de los más distinguidos economistas modernos. En Gran Bretaña
inicialmente colaboraron (y aún colaboran) figuras destacadas en el Departamento
Económico de la oficina del Gabinete, nombre bajo el cual fue conocido durante y
después de la guerra, y más adelante como asesores económicos en el Ministerio del
Tesoro o en otros departamentos económicos centrales de Londres en puestos
permanentes o para resolver tareas específicas. Entre ellos, para nombrar a algunos,
encontramos a Lionel Robbins, James Meade, Robert Hall, Alexander Cairncross,
Donald MacDougall, Austin Robinson y Brian Reddaway. En los Estados Unidos
Algunos economistas que han prestado sus servicios como directores o miembros del
Consejo Norteamericano de Asesores en Economía o como consejeros más cercanos a
presidentes tenemos a Arthur Burns, Walter Heller, Arthur Okun, James Tobin y
Gardner Ackley, además de muchos otros a los que ya se ha hecho referencia y que han
puesto su habilidad profesional al servicio de aquellos encargados de las decisiones
políticas. Lo anterior nos muestra la enorme diferencia en escala y en profundidad en
cuanto a la participación de los más destacados talentos del pensamiento económico en
los asuntos prácticos de gobierno en comparación con lo que sucedía hace cincuenta
años.
Pocos de los interesados podrían dejar de reconocer que la economía ha salido
beneficiada de estas actividades58 aunque también es cierto que una gran parte de su
trabajo, en ocasiones quizá su mejor trabajo, está desparramado en documentos e
informes oficiales y con frecuencia también recogido en documentos de comités en los
que las contribuciones personales son casi imposibles de determinar. Otra característica
más que vale la pena mencionar para ilustrar el ambiente cambiante en el que hoy
trabajan los economistas es la movilidad mucho más grande de los especialistas entre las
tareas académicas y gubernamentales. Durante mucho tiempo ésta ha sido una
característica de la escena norteamericana; actualmente se ha hecho mucho más general.
Una contribución importante en la esfera económica es la de organizaciones
internacionales que han sido generosas en su política de reclutamiento de especialistas en
436
el campo económico y que han suministrado de sus propios presupuestos considerables
sumas de dinero para investigación, muy frecuentemente de un carácter particularmente
teórico. De este modo, junto al considerable aumento en el número y tamaño de los
departamentos de economía en las universidades y de diversas organizaciones de
investigación asociadas con ellas, el crecimiento de organizaciones intergubernamentales
y el desarrollo en una escala sustancial de institutos y asociaciones de investigación
nacionales e internacionales ha incrementado inmensamente las áreas de competencia del
trabajo económico, las oportunidades para que los economistas continúen con sus
investigaciones y ha incrementado grandemente las economías de escala en la materia.
Es posible preguntarse qué diría un economista como Marshall —cuya producción de
trabajos “oficiales”, que aunque considerable de acuerdo con patrones contemporáneos,
sería definida como escasa por las normas de hoy día—59 al ver la corriente de material
proveniente de, por ejemplo, las Naciones Unidas, el Banco Mundial y el Fondo
Monetario Internacional, el OCDE, la Comunidad Económica Europea, el Instituto
Nacional para Investigaciones Económicas y Sociales, la Institución Brookings, los
bancos centrales o la mayoría de los grandes bancos comerciales de cualquier parte, al
igual que si se enterara del número de economistas académicos autores de estos trabajos.
¿Cuál es el valor de toda esta actividad? ¿Hay algún tema común a través de toda
ella, por el que puedan identificarse y explicarse los términos generales de la relación
entre el análisis económico y la política económica como existe hoy en día? Aquí
podemos distinguir tres ramales distintos para ser investigados. En primer lugar, existe la
organización, la estructura en la que esta relación es establecida y a través de la cual
opera. En segundo lugar, existen los procedimientos y métodos por los cuales se lleva a
cabo la traducción de teoremas económicos abstractos o exposiciones realistas
mensurables relativas a situaciones reales, la deducción de las conclusiones de las
políticas y por los cuales las medidas que se creían apropiadas son aplicadas. En tercer
lugar, existe el efecto que este proceso tiene en los economistas que toman parte en él: la
manera en la que ellos mismos conciben el nexo creado de esta forma entre el análisis
económico “positivo” y las políticas anheladas, y la manera en que conciben su
participación en el proceso.
El primero de estos ramales no pertenece estrictamente al área que trata este libro.
Las estructuras dependerán de factores constitutivos, de circunstancias políticas, de
tradiciones y de individuos; diferirán de un país a otro y se modificarán con el tiempo
como respuesta a cambios en los factores enumerados y a las presiones de necesidades
económicas. Más aún, al igual que en la mayoría de los asuntos de organización política
y constitucional, la realidad y la forma no siempre coinciden y los cambios en la balanza
de poder, tal como son expresados en la práctica entre diferentes sectores del sistema,
tienen lugar todo el tiempo sin que necesariamente afecten la apariencia formal. Debe ser
recordado también que aquellos que tienen el poder para tomar decisiones o que
participan de este poder reciben asesoría de una infinidad de fuentes y que el grado en
que se basan en esta asesoría o en que consideran que dependen de aquellos encargados
formalmente con la tarea de asesorarlos variará mucho de persona a persona, y de una a
437
otra época.
Con todo, se observa mucha similitud en la manera en que se organiza la asesoría
económica en la mayoría de los países industrializados del mundo y hoy en día en grado
considerable —quizá simplemente por imitación— en los países menos desarrollados,
independientemente de la vasta cantidad de consejos, solicitados y no solicitados, que
reciben de especialistas y de misiones visitantes o de otros organismos. De esta manera,
existe en los Estados Unidos un Consejo de Asesores en Economía, instituido como
consecuencia de la ley de empleo de 1946; en Gran Bretaña un Servicio Económico
Gubernamental (actual heredero de toda una serie de predecesores de diferentes
nombres) hoy localizado sobre todo en el Ministerio del Tesoro; una organización del
“plan” en Francia, responsable directamente ante el presidente de la república, un
Consejo Económico en Canadá, un Sachverstaendigenrat en Alemania, y organismos
similares en otros países. Todas estas organizaciones, y otras similares, de ninguna
manera son, como ha sido señalado, las únicas fuentes de asesoramiento económico en
sus respectivos países, como tampoco son necesariamente las más poderosas pero,
hablando en términos generales, tienden a ser los sitios donde se produce el
asesoramiento económico más profesional, esto es, aquél más estrechamente derivado
del análisis económico y relacionado con los estudios que se llevan a cabo en los círculos
académicos no gubernamentales.
Hay, naturalmente, diferencias entre estas organizaciones. El Consejo
Norteamericano de Asesores en Economía está formalmente muy ligado a la oficina de la
Presidencia, aunque sucesivos presidentes han tendido, en este caso como en otros, a
crear un centro separado de asesoramiento en alguna otra parte del sistema o en la
misma Casa Blanca; en Gran Bretaña, la estructura general de los departamentos de
Estado y los ministerios rara vez es pasada por alto en cualquier sentido formal. Los
patrones cambiantes que se han dado en los años recientes generalmente se han
manifestado en la creación, amalgamamiento o eliminación de departamentos pero con
asesores profesionales casi siempre integrados a algún departamento administrativo
regular, generalmente, como ahora, en el Ministerio del Tesoro;60 En Francia, el “plan”
trata principalmente los problemas a largo plazo, mientras que el asesoramiento
económico sobre las cuestiones del momento viene de los departamentos, normalmente
del Ministerio de Finanzas; en Alemania, el Consejo de Expertos es bastante más
independiente del gobierno que organismos similares en otras partes. Es posible predecir
que estos patrones continuarán sufriendo cambios, reales o aparentes, pero que en
esencia el tipo de estructura que se ha erigido continuará.
Al tocar el tercer aspecto del punto que tratamos se llega, naturalmente, a la relación
fundamental entre la teoría económica y la política económica —para no decir la política
— y, por lo tanto, mucho más allá de un análisis sobre cómo se logra que la
macroeconomía aborde los problemas económicos presentes. Algunas reflexiones sobre
esto serán dadas en la conclusión de este libro, relacionada en forma más general con los
fines de la economía. Lo que puede decirse en este momento es que un cierto número de
los más eminentes y experimentados practicantes de este nuevo arte de asesoramiento
438
económico oficial —comprendiendo escritores y pensadores— han trasmitido, felizmente
para los estudiosos de estas materias, sus propias reflexiones.61 En ellas hay con
frecuencia una mezcla de lo viejo con lo nuevo, de la definición tradicional de economía,
de los problemas a los que puede ser aplicada y un reconocimiento de las nuevas tareas
del gobierno. Heller dice que “el método del economista es descomponer en factores los
costos, los beneficios y las ventajas o desventajas de distintos cursos de acción”;62 y
Okun, en la misma línea, dice que “el economista busca las oportunidades sacrificadas
en la selección de cualquier optativa”.63 Pero el primero agrega que el asesor en materia
económica está enfrascado “en opciones de valor, en la defensa de los programas
presidenciales y en equilibrar lo que es ideal con lo que es viable”;64 y Okun de nuevo
complementa diciendo que “cuando [los economistas] llegan a Washington no pueden
dejar atrás sus ideologías. Y, por cierto, no deberían hacerlo.”65
Sin embargo, lo que está más directamente relacionado a nuestro tema es ver por qué
medios se consigue que los principios de la teoría macroeconómica sirvan a los objetivos
generales de la política económica, es decir, el aprovechamiento de los recursos,
crecimiento, estabilidad y equilibrio internacional que continúen, por lo menos en teoría,
teniendo aceptación general, aunque existen ciertas diferencias fundamentales al
considerar cómo pueden lograrse. Por desgracia, no es fácil hacer una estimación sucinta
que al mismo tiempo tenga significado real. Por sí misma no sería muy esclarecedora
una descripción íntegra del método mediante el cual es reunido y ordenado el material
estadístico de manera que muestre la posición real existente en la economía nacional, o
los métodos por los cuales los proyectos son rehechos independientemente de los
periodos apropiados de planeación o el itinerario de las operaciones subsecuentes en las
que intervienen no sólo economistas sino también administradores y políticos. Más aún,
la descripción, ya no digamos el análisis de este procedimiento, difícilmente es separable
del juicio que se hace de sus resultados. En realidad, algunas de las mejores
explicaciones pertenecen a análisis críticos de administraciones particulares.66 Además,
aunque existe un amplio acuerdo acerca de los objetivos generales, hay una diferencia
considerable en los márgenes de selección, por ejemplo, en cuanto al grado de
inestabilidad tolerable como respuesta a cierto incremento en el crecimiento, etcétera.67
Con todo, es posible percibir un patrón general, tanto en las operaciones de la
maquinaria gubernamental como en los métodos empleados por pronosticadores y
críticos no oficiales.68 Su esencia es la tributación y los pronósticos económicos apoyados
en la responsabilidad reconocida por los gobiernos en cuanto a influir en el nivel de
responsabilidad en la actividad económica, el cual algunos grupos políticos consideran
mejor logrado mediante un alto grado de inactividad gubernamental. Esto significa que se
conoce el pasado inmediato, la situación presente y el camino que posiblemente siga la
economía en el futuro a corto plazo, dadas las políticas existentes. Se acepta como algo
común y corriente que la determinación de estas políticas, dependientes de predicciones,
puede estar sujeta a error. Ni siquiera el pasado y el presente son alguna vez
perfectamente conocidos; cuando más son instantáneas de una situación que está en
proceso de cambio, incluso cuando la fotografía es tomada. Los retratos son, por lo
439
tanto, inevitables: hay un lapso entre el suceso y su registro; entre el diagnóstico, la
prescripción y la administración del remedio (si éste es juzgado necesario); y entre las
medidas de las políticas y sus efectos visibles en la economía.69 En ocasiones se ha
sostenido que los proyectos deben ser abandonados dadas las dificultades técnicas que
trae el utilizarlos como base para establecer políticas a seguir (aunque algunas veces
debido más bien al argumento eminentemente ideológico de que aun su utilización
implica una planeación excesiva). En oposición a esto se ha dicho que no actuar con base
en planes sistemáticos es hacerlo con base en planes no sistemáticos, dado que toda
acción destinada a afectar el futuro implica una visión de lo que éste sería si no se
adoptara tal medida.
En la mayoría de los países que han desarrollado este arte, la técnica de planeación
se refiere esencialmente al equilibrio entre la demanda total esperada y la oferta total.
Implica estimaciones de los cambios probables en el producto nacional bruto y en sus
principales componentes, en los precios en general (mediante pronósticos en términos
reales), en los salarios e ingresos, en la productividad, en las exportaciones e
importaciones tanto como en los invisibles componentes de la balanza de pagos, etc. El
primer objetivo es llegar a una estimación de la presión de la demanda que nos permita
valorar las “brechas” inflacionarias y deflacionarias potenciales bajo las bases en las que
se hace una primera apreciación de lo que debe ser “puesto dentro” o “sacado” de la
economía. Esta apreciación es posteriormente refinada, tanto como es posible,
“desagregando” los diversos elementos del PNB de manera que se puedan ajustar con
mayor exactitud diversos medios disponibles de las políticas o los objetivos generales
deseados. Éstos son, en el área fiscal, el funcionamiento de la recaudación y del gasto,
orientado en ambos casos a los pormenores, haciendo referencia a los desequilibrios de
la oferta o la demanda; y en el área monetaria, las tasas de interés y las políticas de
suministro de dinero. En los países en los que las deliberaciones sobre la balanza de
pagos tienen importancia considerable (como en Gran Bretaña, donde la práctica se ha
seguido por mucho tiempo) se hace un intento por ajustar las políticas en concordancia.
Además de la dificultad obvia inherente a cualquier proceso de este tipo que se basa
en datos que están sujetos al tipo de lapsos a que nos hemos referido hay dos más que
deben ser subrayadas. Si bien el objetivo general de estabilización por medio de la
dirección de la demanda puede ser entendido con facilidad en grado suficiente (funciona
no únicamente en agregados sino también con base en —y en realidad sólo a través de—
los elementos individuales de la economía total, aun si no está específicamente refinada
como para afectar de manera deliberada a éstos en los diferentes grados deseados, será
inevitable la aparición de un antagonismo, y con frecuencia un enfrentamiento, con los
programas gubernamentales existentes, resultado de políticas pasadas ideadas con
propósitos muy específicos: por ejemplo, infraestructura social o física (hospitales,
escuelas, caminos) u objetivos sociopolíticos (mejoramiento de los ingresos de ciertas
categorías de asalariados o desalentamiento de ciertos tipos de consumo). Hay por lo
tanto, una “viscosidad” considerable en estas materias que contribuye a una
incongruencia entre los objetivos macroeconómicos generales y los efectos
440
microeconómicos específicos que necesariamente deben ser producidos por las políticas
de los primeros.
El segundo problema es el relativo a la regulación del tiempo, no tanto desde el punto
de vista de los lapsos ya mencionados sino en cuanto a los requerimientos del mismo
proceso político y administrativo. La actividad de la mayoría de los gobiernos
democráticos está sujeta a ciertos periodos impuestos por el calendario electoral y avanza
a través de ciclos definidos de sesiones parlamentarias o congresionales así como de
acuerdo con la inexorable periodicidad de los planes ejecutivos. Casi inevitablemente el
presupuesto anual se convierte en el punto central de las decisiones más importantes en
el campo de la dirección económica. Esto, a su vez, impone un ciclo de vida a la
compilación de la información, a su asimilación, análisis, presentación y refinamiento
para una valoración y a sus proyecciones para hacer estimaciones y formarse juicios de
acuerdo con las necesidades de la situación imperante.70
De esto se desprende que las energías están enfocadas casi exclusivamente a refinar
el proceso a fin de satisfacer itinerarios exigentes y requerimientos de presentación
rigurosos en una forma especialmente adaptada para las necesidades de legos. Éstos, sin
embargo, deben expresar juicios y tomar decisiones en un marco que en gran medida es
prescrito e inmutable: una traducción del análisis a la acción por medio de un diccionario
particularmente restrictivo y estilizado, por así decirlo. Es un logro importante el que este
refinamiento haya sido llevado realmente a un nivel muy alto. La forma en la que el
“juicio presupuestario” —la valoración básica del balance de la demanda— aparece, por
ejemplo, en Gran Bretaña, sin duda ha alcanzado un alto grado de refinamiento. En los
Estados Unidos el proceso quizá ha sido llevado aún más lejos. Por ejemplo, excepto en
este país, en ningún otro existe hasta hoy el tipo de series de datos computarizadas que
pueden ayudar a diagnosticar la tendencia de la economía para la siguiente fase.71 Los
resultados no son, desde luego, necesariamente aceptados por todos, ni siquiera por los
analistas económicos que trabajan fuera del gobierno. Ya se ha hecho referencia a los
proyectos independientes del Instituto Nacional Británico. En los Estados Unidos la
institución Brookings proporciona a través de sus muchas publicaciones una alternativa
efectiva a los pronósticos y las evaluaciones de la maquinaria oficial; y en Canadá, el
Comité Canadiense sobre Política Económica, establecido en 1969 bajo el patrocinio de
la Asociación de Planeación Privada del Canadá, produce regularmente sus propios
informes, como contrapartida de aquéllos del Consejo Económico.
El proceso ha continuado durante las últimas dos décadas o tal vez desde antes sin
que surja una preocupación considerable por las críticas de los expertos, con algún
cambio, quizá, en el énfasis desde la llegada, al menos en los Estados Unidos y Gran
Bretaña, de gobiernos cuyas opiniones sobre el manejo económico estaban basadas en la
“revolución” de la “nueva macroeconomía clásica” (véase infra). Además de los
requerimientos mecánicos que traen el organizar y administrar una serie de ejercicios
intelectuales y administrativos muy complejos y exigentes, la preocupación principal ha
sido naturalmente alcanzar con éxito los objetivos básicos. En el primer frente sin duda
se ha logrado éxito. En muchos países existe ahora una integración mucho más íntima,
441
en un grado nunca antes visto, entre estadísticos, economistas teóricos, economistas
administradores, administradores y políticos respecto de las tareas de la dirección
económica. Quienes toman las decisiones y sus asesores se han hecho mucho más
dependientes entre sí y más dependientes del funcionamiento del mecanismo total del
que forman parte. De esta manera, todo el proceso ha adquirido inevitablemente algo de
la naturaleza de un ritual, en el que a veces es difícil distinguir entre sustancia y forma.
Dada la vasta cantidad de material que debe ser asimilado, aquellos que dominan y
operan la maquinaria (aunque en un sentido puedan ser sus esclavos) fatalmente se
convierten en sus denodados defensores en contra de cualquier crítica. Aparece así una
nueva ortodoxia —no menos poderosa que aquélla con un programa de acción del
Estado mucho más limitado—, en la que la relación entre pensadores y actores y la
conducta de ambos es completamente distinta de la que dominó el pensamiento
económico y la conformación de políticas durante tanto tiempo y que en la actualidad
parece existir de nuevo. Esta conciencia de sí, en un principio por su novedad y después
por la superioridad de su técnica es, naturalmente, un fenómeno familiar en los altibajos
de las tendencias culturales. Sin duda, en este caso también estuvo presente un logro
sustancial. No es sorprendente, por lo tanto, que la nueva economía, en su expresión
práctica dentro de la dirección macroeconómica, adquiriera seguridad de sí, de
complacencia incluso. Pero esto, como veremos, no ha durado mucho.
442
443
1
Como buen ejemplo de un trabajo innovador notable en esta categoría puede mencionarse la elaboración de
un Índice de Producción. Véase Walter W. Stewart, “Index of Production”, American Economic Review (1921).
Otros ejemplos de trabajos precursores en el campo de la estadística son: E. E. Day, “Measurement of Variations
in the National Real Income”, Journal of the American Statistical Association (1921), y los estudios de J. H.
Williams sobre la balanza de pagos de los Estados Unidos que permitieron un nuevo enfoque sobre el tema y que
comenzaron con “The balance of international payments of the United States for the year 1920”, Review of
Economic Statistics (1921).
2
Su primer volumen importante es Business Cycles (1913). Otros tres que deben recordarse son: W. C.
Mitchell, Business Cycles: The Problem and its Setting (1927); W. L. Thorp, Business Annals (1920); y A. F.
Burns y W. C. Mitchell, Measuring Business Cycles (1946).
3
Para una interpretación un tanto entusiasta véase M. Friedman, “Wesley Mitchell as a Theorist”, Journal of
Political Economy (1950). Por otra parte, éste es el lugar adecuado para recordar la contribución altamente
estimulante de Wesley Mitchell a la historia de la economía: Types of Economic Theory (compilación de J.
Dorfman, 1969).
4
En una obra reciente, A Review of Economic Doctrines 1870-1929 (1953). p. 274, T. W. Hutchinson
acertadamente ha llamado la atención acerca del esfuerzo precursor de Fisher al respecto.
5
Al que siguió “National Expenditure 1932”, Economic Journal (1937).
6
Sin embargo, no debe dejarse en el olvido la aportación canadiense. En 1919 apareció “National Wealth and
Income of Canada”, de R. H. Coats, en Monetary Times, 3 de enero de 1919. A partir de 1931 la Oficina de
Estadísticas del Territorio Canadiense, a la que se deben muchos estudios en otros campos, ha elaborado
estadísticas del ingreso nacional.
7
W. I. King, The National Income and its Purchasing Power (1930). Debe mencionarse también una obra
anterior del mismo autor: Wealth and Income of the People of the United States (1915).
8
Para una estimación remitimos al lector a la Stamp Memorial Lecture de Sir E. Bridges, Treasury Control
(1950), pp. 13-15. The Economic Advisory Council 1930-1939 (1977) es un estudio completo, producido por
Susan Howson y Donald Winch. Además de ser un resumen detallado y una descripción crítica de la actitud de
los políticos y economistas profesionales en torno a los primeros pasos titubeantes hacia la creación de un
servicio de asesoría económica gubernamental, es a su vez un análisis fascinante de la sutil interacción entre las
preocupaciones de los economistas y las necesidades de los políticos. Como tal, la lectura debería ser una
obligación para todos aquellos interesados en la materia; lleva consigo una valiosa lección hasta el presente, y
más allá.
9
Más adelante se hará referencia al progreso de la cooperativa económica internacional desde la guerra y a
sus efectos sobre ei pensamiento y la política económicos. Mucho del trabajo innovador fue realizado por la Liga
de las Naciones. En años recientes las Naciones Unidas y sus agencias especializadas han contribuido
considerablemente a extender y perfeccionar las estadísticas económicas. En especial debe ser mencionado el
trabajo de la Organización para la Cooperación Económica Europea y de su Unidad de Investigación de
Cómputos Nacionales por su influencia en el mejoramiento de las estadísticas y en el análisis del ingreso
nacional. Entre las muchas publicaciones de este organismo que tratan el punto o que tienen alguna relación con
él podemos mencionar: A Simplified System of National Accounts (1951) y A Standardized System of National
Accounts (1952).
10
S. Kuznets, “National Income”, Encyclopaedia of the Social Sciences (1933), vol. XI. Este artículo sigue
siendo indispensable hoy.
11
S. Kuznets, National Income and its Composition 1919-1938 (1941). El logro innovador de este autor,
honrado con el Premio Nobel, puede ser apreciado en su totalidad hoy bajo la perspectiva de cinco décadas de
trabajo intelectual.
12
Para una exposición más detallada de las diferentes maneras de medir y presentar estos datos remitimos al
lector a: M. Gilbert y G. Jaszi “National Product and Income Statistics as an Aid in Economic Problems”, Dun’s
Review (1949); J. E. Meade y J. R. N. Stone, National Income and Expenditure (2a. ed., 1918); el número de
julio de 1947 de Survey of Current Business; R. Ruggles, National Income Accounting and its Relation to
Economic Policy (1949); Central Statistical Office, National Income and Expenditure 1948-1951 (1952) (en este
último se presenta una exposición particularmente útil de método).
444
13
Central Statistical Office, National Income and Expenditure 1948-1951, p. 3.
Al respecto, para una breve demostración de cómo un simple esquema teórico puede ligarse con éxito a
datos estadísticos véase J. E. Meade y J. R. N. Stone, National Income and Expenditure, pp. 42-44.
15
Tal vez fue en este periodo —a finales de la década de 1930 y durante la de 1940— cuando los Estados
Unidos se convirtieron en el hogar por excelencia de la economía moderna.
16
El trabajo inicial en este campo es de P. A. Samuelson, “Interactions between the Multiplier Analysis and the
Principle of Acceleration”, Review of Economic Statistics (1939), pp. 75-78, reimpreso en The Collected
Scientific Papers of Paul A. Samuelson (compilación de Joseph E. Stiglitz, 1966), pp. 1107-1110. Hacia 1986
habían aparecido ya cinco grandes tomos de esta importante colección.
17
Entre un gran número de escritos (principalmente en revistas) podemos mencionar: J. Dunlop, “The
Movement of Real and Money Wage Rates”, Economic Journal (1938); J. Keynes, “Relative Movement of Real
Wages and Output”, Economic Journal (1939); L. Tarshis, “Changes in Real and Money Wages”, Economic
Journal (1939); y A. Smithies, “Effective Demand and Employment”, The New Economies (compilacion de
Harris, 1947).
18
Véase R. F. Harrod, International Economics (a partir de la edición de 1939); W. A. Salant, “Foreign Trade
Policy in the Business Cycle”, Public Policy (compilación de C. J. Friedrich y E. S. Mason, 1941); F. Machlup,
International Trade and the National Income Multiplier (1943); Liga de las Naciones, Economics Stability in the
Post-War-World (1945); R. Nurkse, “Domestic and International Equilibrium”, The New Economics (compilación
de Harris, 1947); y S. Laursen y L. A. Metzler, “Flexible Exchange Rates and the Theory of Employment”,
Review of Economic Statistics (1950).
19
J. A. Schumpeter, The Great Economist (1952), p. 275.
20
Para una discusión interesante véase S. E. Harris, The New Economics (1947), pp. 15-22. El autor señala
acertadamente las inconsistencias entre las políticas norteamericana y británica en relación con las ideas de
Keynes, sobre todo en lo que se refiere a los tipos de cambio. Las cartas de Keynes a The New York Times (31 de
diciembre de 1933) y al Times de Londres (3 de enero de 1938) proyectan luz aclaratoria sobre sus ideas en
relación con los problemas norteamericanos (tanto antes como después de su Teoría general).
21
S. E. Harris, The New Economics, p. 18.
22
En este campo la obra más destacada y más amplia es sin duda la de Alvin Hansen. Entre sus muchos libros
deben mencionarse los dos siguientes: Full Recovery or Stagnation (1938) y Política fiscal y ciclo económico,
México, FCE, 1945.
23
Como veremos, éste es, de hecho, el punto en el cual la discusión entre keynesianos y antikeynesianos
surge en ocasiones. Hoy es especialmente virulento no sólo como materia teórica adecuada para disputas
analíticas, sino como tema principal en política práctica y no únicamente sobre el ámbito, condiciones y bases de
los servicios públicos, sino también, bajo el nombre de “privatización”, sobre las ventajas, desventajas y técnicas
para utilizar en el cambio de la propiedad y el manejo de empresas industriales y comerciales por el Estado a la
iniciativa privada.
24
Puede llamársele así o bien teoría de la economía madura o teoría del estancamiento secular. Los rasgos
esenciales son los mismos. Su más distinguido exponente fue Alvin Hansen. Para discusiones breves y útiles
véase S. E. Harris, The New Economics (1947), “Introduction”, y A. Sweezy, “Declining Investment
Opportunity”; también P. A. Samuelson, Economics (1952), pp. 402-408.
25
Teoría general, p. 274.
26
Véase G. Terborgh, The Bogey of Economic Maturity (1945) y The American Industrial Enterprise System
(1960). El primero es un análisis particularmente agudo hecho por un economista competente aunque con la
deficiencia de que en distintos puntos se embarca en actitudes polémicas que exageran los puntos de vista
atribuidos a sus oponentes.
27
Ibid., p. 89.
28
A. F. Burns, Economic Research and the Keynesian Thinking of our Time (1946), p. 10. Este breve trabajo,
que es un informe de la Oficina Nacional de Investigación Económica, contiene un excelente estudio sobre el
tema.
29
Ibid.
30
Para una breve, interesante y amena apreciación de la frecuentemente ignorada importancia de Pigou, véase
14
445
el obituario de Harry Johnson en el Canadian Journal of Economics and Political Science, vol. 26.
31
P. A. Samuelson, Foundations of Economic Analysis (1947), p. 4.
32
Naturalmente, esto no sucedió de pronto y cuando algunos de los seguidores de Keynes, en circunstancias
muy distintas a aquellas que prevalecían cuando Teoría general fue escrita, abogaron por políticas sociales o
monetarias “prudentes” y fueron acusados de inconsistencia. Fue Alvin Hansen quien hizo notar la consistencia
de un hombre que usa abrigo en invierno y sombrero de paja en el verano: S. E. Harris, “Keynes in Economic
Policy”, The New Economics (1947), p. 207.
33
El profesor Frisch fue el primer economista (junto con su colega holandés Jan Tinbergen) en ser premiado
con el Premio Nobel de economía. También se debe al mismo especialista el término “econometría”, área de
estudio en la que hizo contribuciones de importancia.
34
Gardner Ackley, Macroeconomic Theory (1961), p. 3. Para aquellos que entienden un tratamiento
matemático considerablemente avanzado, Macroeconomic Theory, A Mathematical Treatment (1967) de Sir Roy
Allen probablemente la exposición disponible más completa. Una excelente exposición elemental del núcleo
central de la nueva teoría puede encontrarse en Charles L. Schultze, National Income Analysis (1964).
35
P. A. Samuelson, Economics (8a. ed., 1970), p. 193.
36
De un discurso en la Cámara de los Lores sobre los Acuerdos Financieros Anglonorteamericanos del 18 de
diciembre de 1945.
37
En realidad, Schumpeter considera a Walras el más grande economista no británico del periodo. Debe
agregarse, sin embargo, que este juicio proviene de una definición muy especial de lo que es la economía.
38
Un análisis interesante en extremo que describe los acontecimientos sobre la evolución del pensamiento
económico, escrito no específicamente desde el punto de vista de su rumbo, pero que arroja mucha luz sobre
ellos puede ser encontrado en: Robert Skidelsky, Politicians and the Slump, The Labour Government of 19291931 (1967).
39
Un ejemplo interesante que tuvo mucha influencia en su momento aunque no menciona a Keynes es: An
Economic Program for American Democracy, obra de siete economistas de Harvard y Tufts (1938). Este
pequeño folleto, casi totalmente olvidado en la actualidad, es especialmente útil como una de las primeras
expresiones de una tendencia que continúa exhibiendo los aspectos más intervencionistas de la nueva
“economía”. Lo separan 28 años del enunciado más formal del presidente del Consejo Norteamericano de
Asesores en Economía, Walter Heller —mencionado más adelante— pero la relación intelectual es perfectamente
clara.
40
La ‘’comunidad de Cambridge” (Mass.) que comprende a Harvard, el Instituto Tecnológico de
Massachusetts y otras instituciones de enseñanza superior ha permanecido como un ejemplo sobresaliente de
estas economías de escala en la amplitud y diversidad de las contribuciones que sus miembros han hecho.
41
El profesor Samuelson del Instituto Tecnológico de Massachusetts, quien obtuvo el Premio Nobel en
ciencia económica el segundo año que éste fue otorgado (siendo el primer norteamericano en alcanzar tal
distinción), sigue siendo considerado, a los 75 años, entre los seis más distinguidos e influyentes economistas del
mundo.
42
P. A. Samuelson, Foundations of Economic Analysis (1949), pp. 4, 5. Una nueva y más completa edición
apareció en 1983.
43
The Collected Scientific Papers of Paul A. Samuelson (compilación de Joseph E. Stiglitz, 1966) es una
invaluable colección de artículos a los que ya se hizo mención, con frecuencia muy difíciles de localizar en su
forma original.
44
Dos publicaciones con las que colabora regularmente son la revista norteamericana Newsweek y The
Financial Times de Londres.
45
Robert Dorfman, Paul A. Samuelson y Robert M. Solow, Linear Programming and Economic Analysis
(1958).
46
P. A. Samuelson, Economics (8a. ed., 1970), p. 357.
47
Más adelante se hará referencia al cambio en el equilibrio de intereses del autor en las distintas áreas
evidente en las sucesivas ediciones de este libro.
48
Vale la pena mencionar que, independientemente del aspecto de dirección macroeconómica que tiene la
política fiscal, la nueva economía también ha influido benéficamente el área general de las finanzas públicas. Es
446
sumamente improbable que un libro como Federal Tax Policy —última edición (quinta), 1987— de Joseph A.
Pechman pudiera haber sido escrito antes de Keynes, aun ignorando la parte relativamente pequeña dedicada a la
tributación y a la política económica. Aunque la principal obra de Pechman era en el área de la política fiscal
(tanto en teoría como en su aplicación a problemas del control del Estado, que él mismo ponía en práctica como
consejero del gobierno), también se extendió de manera amplia en el campo de la política económica práctica,
especialmente durante los 21 años que fue director de estudios económicos en Brookings Institution. Una de las
obras más efectivas de esa distinguida institución, un volumen anual llamado Setting National Priorities, fue
editado durante siete años por Joseph Pechman, y en la actualidad continúa bajo la dirección editorial de Henry J.
Aaron (1991). Al último libro de Pechman, publicado pocos meses antes de su prematura muerte, se hará
referencia más adelante: The Role of the Economist in Government: An International Perspective (1989). Otro
libro que puede ser mencionado en relación con el mismo punto es el de Richard Goode, The Individual Income
Tax (1964).
49
Un ejemplo reciente e interesante el de Kenneth J. Arrow y Mordecai Kurz, Public Investment, The Rate of
Return, and Optional Fiscal Policy (1970). En el próximo capítulo se hará referencia a escritos recientes sobre
la economía del bienestar.
50
Entre los precursores pueden ser mencionados: A. Lerner, “The Diagrammatical Representation of Demand
Conditions in Intemational Trade”, Economica (agosto de 1934) y también autor de “The Symmetry between
Import and Export Taxes”, Economica (agosto de 1936); T. Scitovsky, “A Reconsideration of the Theory of
Tariffs”, Review of Economic Studies (verano de 1942) y J. Marcus Fleming, “On Making the Best of Balance of
Payments Restrictions on Imports”, Economic Journal (marzo de 1951). En cuanto a la relación más general
entre los pagos internacionales (incluyendo su operación bajo regímenes con distintas tasas de cambio) y el
ingreso nacional pueden mencionarse algunos ejemplos: Lloyd A. Metzler, “The Process of International
Adjustment under Conditions of Full Employment: A Keynesian View” leído ante la Sociedad de Econometría en
diciembre de 1960 e incluido en Readings in International Economics, recopilación de Richard E. Caves y Harry
S. Johnson (1968), pp. 465-486; G. D. A. MacDougall, “British and American Exports: A Study Suggested by
the Theory of Comparative Costs”, Economic Journal (1951/1952); S. Laursen, “Production Functions and the
Theory of International Trade”, American Economic Review (1952); J. R. Hicks, “The Long-Run Dollar
Problem”, Oxford Economic Papers (junio de 1953); y del mismo Keynes un artículo publicado póstumamente,
“The Balance of Payments of the United States”, Economic Journal (1946).
51
Economics, de Samuelson, puede servirnos de nuevo. Véase la 2a. ed., 5a. parte, pp. 621-705.
52
Lo que se ha escrito sobre estos temas ha alcanzado proporciones enormes en los últimos años por lo que
sólo es posible presentar una pequeña (y arbitraria) selección de ejemplos: J. H. Williams, Post-War Monetary
Plans (1944), lo mismo que numerosos artículos; Robert Triffen, Europe and the Money Muddle (1957), Gold
and the Dollar Crisis (1960), para escoger sólo dos libros de una producción voluminosa pero consistentemente
importante; Richard N. Gardner, Sterling-Dollar Diplomacy (edición 1969); Robert V. Roosa, Monetary Reform
for the World Economy (1965) y The Dollar and World Liquidity (1967); Jaques Rueff —un participante
importante en estos temas que también es un teórico sobresaliente—, Balance of Payments (1967); y Milton
Gilbert, The Gold-Dollar System: Conditions of Equilibrium and the Price of Gold (1968). También debe
hacerse mención de las continuas contribuciones hechas por uno de los fundadores del sistema de la posguerra,
Edward Bernstein, y de la obra de un distinguido teórico, Fritz Machlup, quien prestó un servicio notable al
organizar una serie de debates sobre problemas monetarios mundiales entre funcionarios públicos, maestros
universitarios y banqueros que funcionó durante algunos años.
53
En una conferencia dictada en 1953 esta necesidad fue expresada con claridad: Wassily Leontief,
“Mathematics in Economics” incluida en Essays in Economics, Theories and Theorizing (1966), pp. 22-44.
54
Sir Oliver Franks (ahora Lord Franks), Central Planning and Control in War and Peace (1947), pp. 32-33.
55
Sir E. Bridges (posteriormente Lord Bridges), Treasury Control (1950), p. 18.
56
Sir Robert Hall (ahora Lord Roberthall), “The Place of the Economist in Government”, en la Sidney Ball
Lecture de 1954, incluida en Oxford Economic Papers (junio de 1955), p. 125.
57
Es interesante —y quizá paradójico en vista de lo dicho antes— que la designación como secretario del
Tesoro de los Estados Unidos de George Schultz, un distinguido maestro universitario y primer economista que
llega al puesto, haya sido tan comentada, y quizá de manera más notable su posterior designación como
447
secretario de Estado.
58
Véase, por ejemplo, el generoso homenaje que hace Lionel Robbins: Lord Robbins, Autobiography of an
Economist (1972), p. 185; Sir Alexander Cairncross, “The Work of an Economic Adviser”, Public
Administration (primavera de 1968), p. II; y todo el contenido de la Sidney Ball Lecture de Lord Roberthall ya
citada.
59
Alfred Marshall, Official Papers (recopilados por J. M. Keynes, 1926). Este volumen contiene la totalidad
de las contribuciones de Marshall a las investigaciones oficiales excepto lo producido sobre la Comisión del
Trabajo.
60
La existencia durante un tiempo de un Cuerpo Revisor de la Política Central en el actual Gobierno Británico
del cual era directamente responsable el primer ministro, ilustra el hecho de que la ubicación administrativa de
estas unidades de asesoría, que con frecuencia indica su relación con las principales fuentes del poder, varía al
igual que su ciclo de vida.
61
En realidad, lo escrito sobre el papel de los asesores económicos ha adquirido proporciones considerables
por lo que sólo algunos ejemplos pueden ser mencionados aquí. Además de las conferencias ya citadas de Sir
Alexander Cairncross y Lord Roberthall los siguientes dos libros escritos por anteriores directores del Consejo
Norteamericano de Asesores en Economía deben ser consultados para conocer declaraciones completas y
abiertas sobre cómo ven los autores la relación entre la economía y la política y cuál es la posición que adoptan
en relación con ello: Walter W. Heller, New Dimensions of Political Economy (1966); Arthur M. Okun, The
Political Economy of Prosperity (1970). Una comparación interesante de los sistemas norteamericano y alemán
es: Henry C. Wallich, “The American Council of Economic Advisers and the German Sachverstaendigenrat. A
Study in the Economics of Advice”, The Quarterly Journal of Economics (agosto de 1968). Aquellos que deseen
estudiar la función más tradicional del gobierno en el “sector público” dentro del nuevo contexto de la dirección
económica, deben consultar la Stamp Memorial Lecture 1964 de Sir Richard Clarke, The Management of the
Public Sector of the National Economy; y para la descripcion de un breve experimento en una nueva estructura
departamental en la Gran Bretaña, véase E. Roll, “The Department of Economic Affairs”, Public Administration
(primavera de 1966). La cantidad de libros y artículos sobre este tema ha seguido en aumento en los últimos
años, sobre todo por el acelerado incremento en el número de economistas que, de una forma u otra, son
miembros de la maquinaria administrativa. (En Gran Bretaña, por ejemplo, donde este movimiento se ha quedado
atrás comparado con el de los Estados Unidos, existen actualmente cerca de cuatrocientos economistas al
servicio del gobierno, comparados con prácticamente ninguno en 1939.) Del material reciente, pueden
mencionarse los siguientes libros: The Economic Section 1939-1951, de Cairncross y Watts (1989), The Role of
the Economist in Government, An International Perspective, de Pechman (ed. 1989): The Robert Hall Diaries
1947-1953, editado por Cairncross (1989-1990): An Industrialist in the Treasury: The Post-war Years, de
Plowden (1989). Véase también Crowded Hours (1985) y The Uses and Abuses of Economics (1978) de Roll.
Walter Heller, uno de los más distinguidos y, en su momento, de los más efectivos economistas que trabajaron
para el gobierno (presidente del Consejo Norteamericano de Asesores en Economía durante los años de Kennedy
y Johnson), ofrece un estudio particularmente interesante sobre la aplicación del asesor económico de
macroeconomía keynesiana en su New Dimensions of Political Economy (1966), ya mencionado. Este libro es,
quizá, la máxima huella de la influencia de economistas keynesianos en la elaboración de política práctica.
62
Walter W. Heller, op. cit., p. 5.
63
Arthur M. Okun, op. cit., p. 4.
64
Walter W. Heller, ibid., p. 18.
65
Arthur M. Okun, ibid, p. 23.
66
Véase por ejemplo, Andrew Shonfield, British Economic Policy since the War (1958); J. C. R. Dow, The
Management of the British Economy 1945-1960 (1964); Samuel Brittan, The Treasury under the Tories (1964) y
Steering the Economy (1971); y Wilfred Beckerman (recopilador), The Labour Government’s Economic Record
(1972). Para valorar las experiencias norteamericanas véanse los libros ya mencionados de Heller y Okun.
67
Una interesante exposición de este problema se encuentra en: Michael Lipton, Assessing Economic
Performance (1968).
68
Por ejemplo, los métodos utilizados por el Instituto Nacional de Investigaciones Económicas y Sociales —
tal como son descritos en la obra de M. J. C. Surrey, The Analysis and Forecasting of the British Economy
448
(1971)— no son básicamente distintos de los oficiales, aunque el Instituto con frecuencia llega a conclusiones
distintas.
69
Véase la introducción de C. W. McMahon, Techniques of Economic Forecasting, OECD (1965).
70
En lo que a Gran Bretaña se refiere, este proceso está bien descrito en los libros de Daw y Brittan ya
citados.
71
Véase Julius Shiskin, Signals of Recession and Recovery. An Experiment in Monthly Reporting (1961).
449
450
XII. LA ERA DE LA INCERTIDUMBRE Y UNA NUEVA
CONTRARREVOLUCIÓN
1. DE LA AUTORIDAD AL DESCONTENTO
CONFORME nos acercamos al final del siglo, tenemos la suficiente perspectiva histórica
para volvernos hacia su tercer cuarto y verlo como un periodo apacible en el que la
nueva economía fue objeto de aclamaciones sin precedente tanto en extensión como en
intensidad. La economía se había convertido en una industria notablemente desarrollada
que se expandió a una velocidad no concebida antes como campo de estudio académico,
como disciplina aplicable a una variedad de actividades prácticas incluyendo los negocios
(particularmente al ser combinada con la instrucción impartida en las escuelas de
administración de negocios, cuyo número se ha incrementado enormemente) y como
medio para abastecer al gobierno de asesores expertos. De todos estos desarrollos tal vez
el más notable sea, como ya hemos visto, la participación de gran número de
economistas en la elaboración de políticas centrales o su transmutación en
administradores generales. En muchos países desarrollados del mundo se creó una
alianza cercana entre economistas, estadísticos y sus híbridos, los econometristas, por
una parte, y los burócratas, por la otra. La relación entre este grupo combinado y los
políticos en quienes descansaba la tarea de tomar la decisión final se hizo más cercana y
mucho más sistematizada.
Como siempre que la evolución de una naturaleza cultural amplia que implica
cambios sutiles en la influencia relativa de diferentes grupos, sólo después de algún
intervalo de tiempo se puede notar que se ha dado un cambio importante, y aun así sólo
como resultado de una serie de pequeños pasos, que en el momento en que se toman no
parecen especialmente significativos. Si se desea tener una apreciación de la manera
totalmente distinta en que las ideas económicas influyeron en aquellas decisiones
políticas que tienen un contenido o un efecto económico vale la pena comparar la
relación entre economistas y la maquinaria gubernamental (administrativa y política) de
la época de la gran depresión con la que se dio en la década de 1950.1
Lo anterior no significa que no puedan encontrarse muchos ejemplos en la historia de
los últimos doscientos años en varios países acerca de economistas que por una
diversidad de razones tuvieron una influencia considerable, algunas veces decisiva, en los
más importantes avances políticos. El mismo Keynes, a quien está indisolublemente
ligado el surgimiento de la nueva economía, mantuvo a lo largo de toda su vida una
relación cercana con muchos políticos. Debido a su interés en los asuntos públicos actuó
como asesor del Ministerio del Tesoro durante varios periodos críticos, la segunda
Guerra Mundial y la época inmediata de la posguerra, por ejemplo, en los que se
convirtió en un participante directo de los procesos formales de gobierno.
451
Sin embargo, uno podría sostener que hay una diferencia de clase entre, digamos, los
primeros intentos previos a la guerra ejemplificados por la creación en Gran Bretaña del
Consejo de Asesores Económicos o en los Estados Unidos del New Deal Brains Trust
que se formó alrededor de Franklin Roosevelt y que atrajo a varios economistas al papel
de asesores económicos, y el patrón existente en la actualidad, altamente
institucionalizado, en todos los países desarrollados. Es posible agregar que la situación
en los llamados países en desarrollo, aunque algo distinta en cuanto a la relación entre
asesores y políticos —con frecuencia los unos son indistinguibles de los otros—, de
cualquier manera muestra la posición realzada que en ellos tiene la economía. Algunos
detalles de este patrón han sido dados en el capítulo anterior. También se ha señalado el
creciente énfasis en el uso del análisis económico para resolver los problemas de las
políticas. Aunque sería difícil medir estadísticamente la producción de los economistas
en los asuntos “puros” en relación con la producción en los asuntos “aplicados” durante
los últimos veinticinco años, una somera visión parece suministrar evidencias
considerables en cuanto a la preponderancia de los segundos.
Es de esperarse que esta participación mucho más íntima de un gran número de
economistas en la elaboración de políticas y de la cercana relación —con frecuencia
comercial— del gobierno con organizaciones de investigación en universidades o fuera
de éstas, desemboque inevitablemente en un interés mayor en los problemas de política
económica.
Otro síntoma de este desarrollo al que ya se ha hecho referencia (y que, como es de
esperarse, fortalece a su vez la tendencia que le dio nacimiento) es el creciente espacio (o
tiempo) que varios medios de comunicación dedican a los problemas de la política
económica y a los subyacentes problemas del análisis económico. No es sorprendente
que el material utilizado para colmar este espacio (o tiempo) sea proporcionado en buena
parte por los economistas profesionales más renombrados —cuya celebridad es así
incrementada— de quienes se solicita no sólo comentarios o críticas sobre las políticas
del momento o sus propias prescripciones sino también versiones populares de
teorizaciones económicas complejas que determinan las diferencias en las políticas. Nada
de esto es completamente nuevo: ya Ricardo y los economistas posricardianos aparecían
con frecuencia en publicaciones, al igual que los fundadores de la escuela vienesa o los
grandes economistas norteamericanos de principios de siglo. Pero la escala de esta
participación en el debate público a través de la prensa diaria y semanal, de la radio y la
televisión es tal que puede considerarse justamente como diferente en tipo más que en
grado. Sin duda, la aparición semana tras semana, y durante un tiempo considerable, de
tres de los más distinguidos economistas académicos norteamericanos que, por turno,
escriben para una revista popular de noticias es indicativo de una nueva situación.
Además de la aparición de un gran número de economistas en el gobierno y de su
influencia mucho más fuerte en la formación de la opinión de la gente en general,
muchos de quienes trabajan diariamente en el campo de la información y de la formación
de opiniones se han hecho mucho más conocedores del análisis económico como parte
de su oficio y en relación con sus ocupaciones diarias como comentaristas de la política
452
económica. La información económica y financiera también ha sido una industria en
crecimiento y ha atraído a algunos de los mejores economistas, en particular de la
generación más joven, aquellos que de no haber abandonado el mundo académico —por
la razón que haya sido— sin duda se habrían distinguido sans phrases dentro de él.
Como ya ha sido dicho, este proceso no se ha limitado a ningún país determinado, y
de no ser por pequeñas diferencias debidas a factores históricos y al cuadro general
social y cultural, es común a muchos países. En cada uno de ellos ayudó al surgimiento
de un desarrollo similar a escala internacional que a su vez intensificó el proceso a escala
nacional. Otra característica notable del periodo que analizamos es el crecimiento y
proliferación de organismos internacionales dedicados a propósitos económicos
específicos o generales. Como vimos en el capítulo precedente, cierto número de
avances en economía, particularmente en el campo de la econometría, en la estadística y
en la economía monetaria, se han debido a estos organismos o por lo menos han sido
estimulados por ellos. El punto a subrayar aquí es que al aparecer mercados amplios y
competitivos para quienes destacan en el campo económico, se han ampliado
enormemente las posibilidades de los egresados de las escuelas de economía.
En suma, durante por lo menos 30 años después de la aparición de Teoría general de
Keynes, la posición de la economía, en gran medida del tipo asociado a este economista
y a su método general, progresivamente se hizo más sólida hasta alcanzar una posición
de autoridad, como rama de la ciencia social y como herramienta reconocida para
ordenar mejor los asuntos humanos, sin paralelo en su historia y en un grado no igualado
por ninguna de las otras ciencias no físicas. Sin embargo, en la última fase de este
periodo la autoridad de las opiniones de los economistas ha comenzado a ser puesta en
duda, hasta el punto que la incertidumbre invade las declaraciones de los economistas
mismos tanto en las cuestiones prácticas como en los límites de entendimiento de todo su
aparato intelectual. Sin duda, cualquier visitante de otro planeta que en los últimos años
visitara universidades, organizaciones gubernamentales, nacionales y extranjeras, oficinas
de diarios y empresas de negocios encontraría estas dudas ampliamente difundidas.
Existen algunos economistas que (al igual que los de una generación anterior, más
terminante en sus opiniones) culpan de las deficiencias del funcionamiento económico a
una falta de estricta obediencia a las “leyes” económicas más que a las deficiencias en las
leyes mismas. Sin embargo, muchos economistas contemporáneos probablemente
admitirían que, haciendo a un lado algunos logros recientes importantes, todavía está
muy lejos de alcanzarse una perfecta congruencia entre la economía y la dirección
económica.
¿Cómo se puede explicar este cambio? ¿Cuáles son los factores que han provocado
que lo que había sido la nueva ortodoxia se ponga en tela de juicio y que su autoridad se
vea erosionada en el mundo de la acción? Si hemos entrado a una nueva era de
incertidumbre ¿cuáles son las causas de ella? y ¿qué consecuencias —si es posible
pensar en alguna— pueden percibirse en cuanto a la dirección de la investigación
económica en el futuro inmediato? Para entender correctamente esta nueva fase de la
economía es importante tratar de separar diferentes aspectos de la nueva crítica y
453
escepticismo en cuanto a las formas que adoptan, en cuanto al grado en el que están en
conflicto con el cuerpo general del pensamiento económico tal como surgió de la
revolución keynesiana y en cuanto a su significado amplio tendiente a un propósito
permanente y, en primera instancia, práctico: la superación humana.
Por desgracia, esta separación no es sencilla, en parte porque distintos pensadores no
son necesariamente clasificables con facilidad respecto a la crítica de que son
responsables. Para tomar un ejemplo sobre el que volveremos: si bien Samuelson en un
sentido no debería ser en absoluto considerado como crítico, sino, más bien, como
alguien que ha hecho avanzar las fronteras de la nueva economía y que la ha consolidado
de una manera sumamente completa y efectiva, un estudio de las sucesivas ediciones de
su libro de texto muestra modificaciones tan marcadas en las preocupaciones del autor
que casi constituyen una revolución. Una comparación de la primera edición de 1948
con la duodécima es notable —no porque las ideas principales del autor o su enfoque
general hayan cambiado—, pero la nueva edición (la penúltima) muestra su
preocupación por la forma en que el panorama general ha cambiado con un punto de
vista antikeynesiano. Por otra parte, Joan Robinson, una de las más distinguidas
iniciadoras del movimiento keynesiano (que, sin embargo, desde un principio ha abrigado
ciertas dudas trascendentales acerca del cuerpo total o aun de la forma keynesiana del
neoclasicismo), desarrolló posteriormente un ataque en gran escala no tanto contra el
keynesianismo como contra las preocupaciones de keynesianos y anti-keynesianos por
igual. Por su parte, Galbraith se ha lanzado repetidas veces por nuevos caminos de
investigación sin preocuparse indebidamente en ningún momento de la posición de
alguna parte particular del cuerpo general de la economía.
Sin embargo, debe hacerse un intento por ordenar estas diversas tendencias para lo
cual lo que sigue puede servir como método conveniente de análisis. Un posible camino
podría ser distinguir entre aquellos desarrollados alejados de la doctrina aceptada y
aquellos endógenos a la teoría misma, esto es, imperfecciones de algún teorema
particular que dieron origen a desarrollos en nuevas direcciones teóricas. Si bien sería
posible erigir un análisis de tendencias divergentes sobre esta base, no produciría los
resultados más significativos desde el punto de vista de querer explicar el declinamiento
de la autoridad de la nueva ortodoxia o los aspectos esenciales de las recientes tendencias
críticas o aun las posibles o probables direcciones futuras de la economía. Tal vez pueda
aclarar un poco las cosas el comparar la revolución keynesiana con las circunstancias en
las que se dio. En la década de 1920 la economía, aunque todavía no tenía la autoridad
en asuntos prácticos que tendría treinta años después, ya era respetable, estaba
establecida y podía sentirse satisfecha. La calma fue rota por las hiperinflaciones
posteriores a la primera Guerra Mundial, por la gran depresión, por el desgarramiento del
sistema monetario internacional y por el desempleo masivo y la paradoja de la pobreza
en medio de la riqueza, todo esto característico de los primeros años de la década de
1930. En este preciso momento ocurrió la revolución keynesiana, trayendo, sobre todo,
una manera completamente nueva de ver el sistema económico. Descartó la propensión
establecida por Adam Smith relativa a equiparar el comportamiento de toda la economía
454
con la conducta del individuo o de una sola empresa, o a derivar políticas para una de lo
que se considera como preceptos tradicionales de la otra. El propósito de esta
emancipación fue rigurosamente práctico (como lo había sido el de la revolución clásica,
siglo y medio antes): hacer frente a la desocupación de recursos humanos y materiales.
El desligamiento que se produjo del cuerpo de la nueva ortodoxia en la que el
keynesianismo se había constituido y que avanza hacia distintos puntos debe ser
atribuido nuevamente de manera especial al descontento, producto de la decreciente
capacidad del sistema para enfrentarse a los problemas económicos prácticos. Hemos
visto que el gran logro que se sostenía había alcanzado el sistema de la dirección
económica basado en el análisis macroeconómico había sido el poder mantener la
economía en un nivel estable, esto es, haber evitado por completo el desempleo y la
inflación y haber asegurado de este modo un crecimiento constante, al mismo tiempo
que se mantenía un sistema internacional económico y financiero en orden; en suma,
haber aumentado su campo de acción y haber extendido sus beneficios. A pesar de que
buena parte del trabajo de Keynes y de los economistas posteriores se refería a
cuestiones como las divergencias entre los ingresos reales y nominales, no habían sido
estudiadas en absoluto las implicaciones de las políticas de las nuevas formas de
administración económica con propósitos distintos al crecimiento, a la búsqueda de un
alto nivel de actividad económica y a la ausencia de inflación, en particular en lo que
respecta a la regulación de las porciones del producto total asignadas a los distintos
factores de la producción. En cuanto a los medios utilizados por las políticas, el énfasis
—derivado justificadamente o no de Keynes— fue puesto esencialmente en los
instrumentos fiscales, esto es, en el presupuesto anual y en las políticas fiscales
asociadas. La política monetaria no fue explicablemente excluida, pero durante un tiempo
considerable en realidad desempeñó un papel muy secundario. Más aún, dado que la
política fiscal es más específicamente “intervencionista” que la monetaria y dado que
ésta es más general y “creadora de nuevas condiciones”, el énfasis en la política fiscal,
aunque en un principio excluyó otras formas de intervención, naturalmente creó una
predisposición a buscar nuevos medios en esta dirección.
No obstante los éxitos que obtuvo la dirección económica en relación con los
objetivos establecidos por las políticas, a mediados de la década de 1980 comenzó a
sentirse una decepción. En Gran Bretaña, por ejemplo, siendo el país donde, después de
los Estados Unidos, la dirección de la nueva economía había sido llevada a la práctica
con un virtuosismo creciente, se vio, cada vez más con mayor claridad, que ciertas
deficiencias en el funcionamiento de la economía persistían. La creencia en la eficacia de
la dirección de la demanda comenzó a ser puesta en duda debido al lento crecimiento en
periodos en los que el comercio mundial se incrementaba considerablemente al mismo
tiempo que los más importantes competidores tenían incrementos rápidos del producto
nacional bruto y debido también a las periódicas crisis de la balanza de pagos. Estas
últimas dieron paso a fases de estimulación y restricción en las que los instrumentos de la
dirección económica probaron ser razonablemente eficaces en cuanto a generar un
crecimiento escalonado, pero no sostenido, de la actividad económica. También en los
455
Estados Unidos la dirección de la demanda, principalmente a través de medidas fiscales,
tuvo éxito sólo parcialmente. Aquí, la posibilidad de alcanzar el éxito completo fue
disminuida más por la tardanza con que respondieron las políticas al diagnóstico y a la
prescripción, tardanza debida en gran parte a retrasos constitucionales y políticos.
Después de un periodo excepcionalmente prolongado de ausencia de inflación el
conflicto entre la estabilidad continua y la ocupación plena apareció en forma acentuada
para ser resuelto como lo había sido, o lo iba a ser, en otros países: con un desempleo y
una inflación simultáneos junto con la aparición sin precedentes de graves problemas de
balanza de pagos.
Debido a experiencias como las anteriores surgieron los puntos de vista distintos de la
nueva economía. El desencanto tomó varias formas. En primer lugar (no necesariamente
cronológico) se atacó la excesiva dependencia en la política fiscal y se preparó una
contrarrevolución “monetarista” en gran escala. Por otra parte, las aparentes limitaciones
de la dirección de la demanda llevó a algunos a buscar una intervención más directa para
estimular el empleo, ya fuera en todas direcciones o solamente en algunas, que condujera
a varias formas de política industrial o regional designadas como guías para la expansión
o la contracción. Esto incluye actitudes gubernamentales en cuanto a la estructura
industrial, esto es, en cuanto a consorcios, situaciones monopólicas y similares. La
periodicidad o la persistencia de las presiones inflacionarias también estimuló una
búsqueda de medidas más directas para influir precios y determinar salarios.
También en la esfera internacional lo inadecuado de las formas existentes de
dirección de la demanda y de los métodos establecidos de cooperación internacional
pareció ser demostrado por la aparición o la persistencia de problemas de balanza de
pagos y de intercambio. Hemos visto que uno de los grandes logros de Keynes mismo y
de su escuela es haber sido responsables en gran parte de la creación de los mecanismos
financieros internacionales de la posguerra conocidos como de “Bretton Woods”.
Ayudados por una maquinaria adicional de un carácter ad hoc, como lo fue el plan
Marshall, sin duda contribuyeron a estimular y mantener una tasa elevada de crecimiento
del comercio mundial y a facilitar el desarrollo de mercados internacionales de dinero y
capital altamente perfeccionados y efectivos. Pero la fácil suposición de que la dirección
de la demanda no sólo podría reconciliar los objetivos del crecimiento, estabilidad y alto
empleo sino también afectar el “proceso de ajuste” designado para mantener la economía
nacional al mismo paso que la evolución del sistema internacional —tal como fue
demostrado por la ausencia de severos problemas de balanza de pagos— no podía estar
justificada en el caso británico y muy pronto se hizo insostenible también en relación con
otras economías. Aquí apareció otra área en la que la duda y el descontento se
aposentaron, aunque, como veremos, sin que necesariamente significara un alejamiento
de Keynes, sino un acercamiento a algunas características de su propio pensamiento,
incluso a algunas de épocas anteriores.
De esta manera, deberemos examinar en las siguientes secciones de este capítulo la
contrarrevolución monetarista, las diversas nuevas controversias en el sistema financiero
internacional y la sugerencia de una intervención más directa ya sea en la estructura
456
industrial o en la determinación de los precios y los salarios.
Sin embargo, éstas no son las únicas áreas en las que la duda es evidente. En un
sentido todas están situadas dentro del sistema y mucho del criticismo que se oye hoy va
más allá de ellas. De una manera general, las dudas pueden clasificarse como
estructurales y sociológicas. Los cambios en la estructura industrial junto con las nuevas
formas de finanzas corporativas y su relación con el proceso industrial como tal han
conducido a que aparezca un nuevo interés en un área de investigación cultivada por
última vez por Veblen. Otros problemas han surgido, en parte como resultado de los
desarrollos tecnológicos, tales como la contaminación, los congestionamientos urbanos y
otros similares que impiden un ambiente aceptable y estimulan planteamientos acerca del
contenido propio del crecimiento económico como tal. El malestar general que se
extiende por la sociedad moderna y que quizá es visto más claramente en las dificultades
de comunicación sobre estas cuestiones entre la generación joven y la anterior ha llevado
a revivir el interés en esas teorías que se interesan en primer lugar por la relación entre el
individuo y la sociedad en cuanto al proceso económico. De aquí nace el renovado
interés en Marx, no tanto en la economía marxista como en las ideas filosóficas y
sociológicas de Marx, el joven hegeliano. Finalmente, también se han expresado dudas
acerca de si la economía como un todo se ocupa de los problemas adecuados.
2. EL DINERO Y EL NEXO INTERNACIONAL
Parece apropiado en esta sección que aquellos desarrollos que tendieron a orientar la
dirección macroeconómica hacia un camino alejado de la tendencia que estipulaba
confiar en primer lugar en los medios fiscales sean relacionados con otros desarrollos
recientes relativos básicamente al funcionamiento del sistema financiero internacional.
No debe pensarse que esta liga refleja una similitud en el carácter de ambas tendencias
que las haga contrarrevoluciones antikeynesianas. Si Keynes es identificado con el
sistema financiero de la posguerra (y por ello susceptible de ser criticado si se piensa que
el sistema no funciona perfectamente) es debido a su participación real en las
negociaciones de los acuerdos que, al respecto, delinearon el mundo de la posguerra. Las
serias fisuras en este sistema aparecidas a partir de la década de 1960 y que casi llevaron
al colapso a principios de la de 1970, lógicamente no pueden ser relacionadas con los
propios puntos de vista teóricos de Keynes en el campo, distintos de los compromisos
prácticos a los que tuvieron que subordinarse en el curso de lo que eran negociaciones
altamente políticas. Entre los escritos de Keynes de la preguerra, en particular en
Treatise on Money aparecen muchas ideas que hoy día darían a su autor la categoría de
crítico del sistema tal como ha operado recientemente.
La liga, por lo tanto, se encuentra más bien primero en el hecho de que muchos de
aquellos que han dirigido la contrarrevolución monetarista contra la dirección
macroeconómica fiscal también han expresado opiniones definidas sobre la organización
adecuada del sistema financiero internacional al igual que sólidas críticas a su estructura
457
presente. Esto no es sorprendente dado que para el fluido funcionamiento de cualquier
orden económico y financiero internacional se requiere del mantenimiento de cierta
congruencia entre las fluctuaciones de la economía de un país y su posición
internacional. Por consiguiente, tanto los objetivos como los medios de la dirección
económica, por una parte, como el alcanzar el balance internacional junto con los medios
para lograrlo, por la otra, necesariamente están muy relacionados.
El segundo aspecto que hace conveniente tal liga descansa a un nivel más profundo.
Mientras que el renovado énfasis en la política monetaria y la oposición a la
administración fiscal ha tomado muchas formas, lo que es común a todas ellas, visto más
claramente en los escritos de su más distinguido exponente, el profesor Milton Friedman,
es una diferencia básica con Keynes en cuanto al programa del Estado. La mayoría de
los monetaristas, si no todos, no aceptaría por ejemplo, las afirmaciones que Keynes
hace en relación con estos asuntos en The End of “Laissez Faire”. La confianza en la
política monetaria proviene, en gran medida, de un deseo, de nuevo más claramente
expresado en la formulación de Friedman, de reducir las posibilidades de intervenciones
específicas por parte de la “autoridad”, al introducir un alto grado de regulaciones
automáticas en aquellos aspectos del medio social que determinan fundamentalmente la
operación de la economía. Sus protagonistas se refieren a ese automatismo como
superior a la sabiduría que tal vez pueda aparecer en acciones humanas deliberadas.
De manera similar, en la esfera internacional muchos críticos del sistema de la
posguerra recurrieron a un grado mayor de automatismo. Aquí también varía la
prescripción de cómo puede ser esto alcanzado. En su expresión más consistentemente
lograda y persuasiva, aquélla del profesor Friedman, toma la forma de defensa de tasas
de cambio completamente flexibles, formadas, como cualquier otro precio, por el libre
juego del mercado.2 Como veremos, otros no-intervencionistas han asumido un punto de
vista diferente y argüido en favor de una liga más rígida de las paridades de cambio con
el oro, mientras que otros, que han estado en favor de tasas de cambio más flexibles, tal
vez paradójicamente, tienen una fuerte predisposición en favor de la intervención en las
políticas nacionales, lo cual proviene en buena parte de Keynes. Sin embargo, la doctrina
puramente monetarista tiene una afinidad particular, en lo que se refiere a facetas
internacionales afectadas, con los argumentos en favor de tasas de cambio flotantes.
¿Cuál, entonces, es el argumento monetarista negativo—escepticismo en cuanto a la
eficacia de la administración macroeconómica fiscal— y positivo —una prescripción
propia para lograr empleo pleno, crecimiento y ausencia de inflación—?3 Aunque hay
numerosas declaraciones, tanto de Friedman como de otros miembros de la escuela de
Chicago, la más clara, simple y corta se encuentra en The Counter-Revolution in
Monetary Theory de Friedman.4 Las características esenciales de las opiniones ahí
expresadas son: el elemento principal de la escuela monetarista actual es la teoría
cuantitativa del dinero, teorema de larga historia, particularmente en el pensamiento
económico anglosajón, que relaciona precios y dinero. Entre sus exponentes iniciales
destacados se encuentra un número de economistas presmithianos, en especial David
Hume. Entre los economistas modernos, como afirma Friedman con justicia, Irving
458
Fisher debe ser considerado como su principal exponente. Puede decirse que la forma en
que este último expuso sus puntos de vista dominó ese segmento del pensamiento
económico, incluyendo en grado considerable el pensamiento del propio Keynes hasta las
últimas fases de la gran depresión. Su más simple exposición es la tradicional ecuación
DV=PC, esto es, la suma del dinero en circulación multiplicado por su velocidad de
circulación equivale al nivel general de precios multiplicado por el volumen del comercio
(o, mejor aún, por el número de transacciones). De aquí se sigue que el nivel general de
precios debe estar siempre inversamente relacionado al monto del dinero y a su
velocidad. Este último aspecto fue considerado generalmente como muy estable o al
menos como influido independientemente de los otros términos, con lo que el
determinante de mayor importancia del nivel de precios pasaba a ser el monto del dinero,
esto es, algo dependiente de las operaciones de las autoridades monetarias. De aquí se
dedujo que la inflación o la deflación eran esencialmente fenómenos monetarios,
resultado de políticas monetarias particulares.
Keynes no disintió en sus primeros escritos de la relación fundamental expresada en
la teoría cuantitativa. Sostuvo, sin embargo, que la velocidad de circulación no era una
variable constante o independiente sino que se adaptaba, elevándose o decreciendo, a
diferentes circunstancias para compensar tanto la ausencia de modificaciones en el
monto del dinero como las modificaciones en direcciones opuestas o para intensificar los
cambios en una o en otra dirección.
Más aún, en sus “ecuaciones fundamentales” en Treatise on Money Keynes había
expresado la necesidad de un equilibrio entre el ahorro y la inversión. Si se alcanza este
equilibrio —condición para la estabilidad de los precios— el concepto crítico no es más
el monto total del dinero sino los usos a los que se destinan las corrientes de dinero de
distintas clases. En particular, lo que es importante es esa parte del uso del dinero que no
está directamente relacionada al ingreso corriente, esto es, la inversión privada y pública
como distinta del gasto por consumo. En realidad, esta línea de pensamiento fue la que
llevó directamente a los conceptos de los principios multiplicador y de aceleración y a las
otras ideas aparecidas en Teoría general que explican las fluctuaciones en el nivel general
de la actividad económica.
Tal vez los monetaristas tengan razón cuando afirman que algunos poskeynesianos
fueron culpables de haber confiado excesivamente en la política fiscal al aplicar los
conceptos anteriores a los problemas de las políticas. Las exageradas políticas de “dinero
barato” de algunos gobiernos de la posguerra que sí contribuyeron a la generación de
presiones inflacionarias, si bien difícilmente pueden ser consideradas como evidencia de
que la política monetaria había llegado a ser de nula importancia, sí muestran que la
política monetaria estaba subordinada a otras políticas, que en términos generales pueden
ser descritas como fiscales. Sin embargo, aunque los efectos combinados de las políticas
que entonces se seguían buscaban sin duda hacer la transición de la guerra a la paz
infinitamente más suave y conducente al recobramiento y al subsecuente avance que lo
que había sido después de la primera Guerra Mundial (y, por lo tanto, evitando las
probabilidades de algunos acontecimientos sociales y políticos sumamente
459
amenazadores), puede argumentarse que había la propensión a suponer que la política
monetaria tenía una influencia poco autónoma y que podía ser encuadrada en cualquier
patrón de lo que esencialmente era dirección de la política fiscal. Esto se hizo evidente de
manera especial en el grado en que los requerimientos gubernamentales de
financiamiento, principalmente como consecuencia de una política fiscal expansionista,
predispusieron a las autoridades a iniciar operaciones de mercado destinadas a mantener
las tasas de interés a un bajo nivel, situación que se dio tanto en los Estados Unidos
como en Gran Bretaña en los años inmediatamente posteriores a la posguerra.
Los monetaristas también afirman no sólo que es equivocado negarle un papel a la
política monetaria sino que debe asignársele a la política fiscal un papel menos efectivo.
Con frecuencia se hace mención al respecto de la tardanza habida para que surtiera
efecto la reducción fiscal introducida por el presidente John F. Kennedy. Sin duda, los
monetaristas quedan aquí en un terreno mucho menos firme al tender a ignorar las
rigideces políticas, con el agravante, en este caso, de la presencia de dificultades
particulares de una naturaleza práctica resultado de factores constitucionales que
imposibilitaron la acción en el momento preciso. Sea como fuere, producto del
desencanto causado por la ineficacia de la dirección económica para movilizar con
rapidez recursos poco utilizados o, por otro lado, prevenir el surgimiento o la persistencia
de presiones inflacionarias, los monetaristas tuvieron éxito primero en los Estados Unidos
y después en Gran Bretaña al influir la opinión en favor de un mayor grado de confianza
en los recursos monetarios. En el proceso se afinó mucho el aparato teórico y estadístico
y se sustituyeron los métodos anteriores, más toscos, para definir y medir los cambios —
particularmente los aumentos— en la oferta de dinero por conceptos más complejos,
tales como la Expansión Nacional del Crédito.
Por otra parte, por lo menos algunos “fiscalistas” han tendido a negarse a reconocer
que la política monetaria pueda tener cualquier incidencia significativa en el nivel total de
la actividad económica o ejercer cualquier influencia autónoma en el equilibrio entre una
actividad considerable y la inflación; tal vez, yendo a un extremo, puedan negarle la
influencia contributoria que se le reconoce a otros instrumentos de políticas.
Evidentemente, con relación con la dirección de la demanda y a la esfera más estrecha
de la dirección de los mercados de dinero y de capital mediante tasas de interés y
políticas de mercado abierto, se han dado en años recientes numerosos episodios en
muchos países que podrían ser citados en apoyo de estos puntos de vista de manera tan
efectiva como podrían serlo para los propósitos de los monetaristas.
En un estudio de teoría monetaria más especializado sería pertinente continuar
trabajando sobre las complejidades de estos argumentos y sobre la obra de algunos
economistas que han intentado, frecuentemente con éxito, integrar las dos tendencias en
el nivel teórico. Lo importante para nuestro tema es el hecho de que, en cuanto a los
propósitos de la política económica, ambas escuelas de pensamiento, alternativamente,
simplificaron en exceso el argumento y subrayaron un solo aspecto, ya fueran los
cambios reales (y psicológicos) o los cambios en las condiciones monetarias no sólo
como explicación de las fluctuaciones en la actividad económica sino sobre todo como
460
prescripción de remedios para las fluctuaciones no deseadas.
Por un tiempo, no demasiado prolongado, pareció como si esto fuera a convertirse
en otra célebre Dogmenstreit, como las ocurridas periódicamente en la historia de las
ideas económicas, y, desde luego, de otras ideas. La razón no es difícil de encontrar: se
trataba de una materia que no podía haber sido más importante, dado que la prosperidad
de millones de personas dependía de un análisis y una práctica correctos; y además
estaba el hecho de que su logro parecía estar continuamente, excepto por breves
momentos, fuera del alcance de aquellos interesados. Johnson5 ha dado razones
adicionales que explican el que este argumento se haya hecho tan fiero como se hizo.
Parece que el debate entre los dos extremos, particularmente intenso en los últimos
25 años, muestra signos de moderación (aunque todavía no debe desaparecer por
completo). Por lo tanto, es menos azaroso ahora de lo que podría haber sido en el
pasado reciente, tratar de llegar a una opinión equilibrada.
Es claro que, como tan frecuentemente ocurre al calor del debate, ambas facciones
han tendido a exponer sus puntos de vista de una manera exagerada; así, se dice que el
lema de los fiscalistas es “el dinero no importa”6 mientras que la esencia del pensamiento
monetarista sería “la inflación es un fenómeno puramente monetario”. De igual manera,
al ser contradichas, ambas tendencias propenden a introducir atributos especiales o
buscar refugio en la semántica, definiendo sus términos de manera tal que
inevitablemente conduzcan a sus propias conclusiones (tautológicas). También los
argumentos sobre evidencias históricas o estadísticas han avivado la discusión. En
términos generales los fiscalistas o neokeynesianos han mostrado un mayor deseo de
transigir que los monetaristas. Aceptan que basarse exclusivamente en la política fiscal ha
resultado inadecuado no sólo por la contribución que podría haberse esperado de la
política monetaria, sino también en relación con otras políticas que debieron ser puestas
en juego (punto del que hablaremos en la próxima sección). Aunque han insistido en la
verosimilitud de los cambios monetarios como producto más que como causa de otros
cambios, tales como los fiscales, en los demás sentidos han tendido a ser menos
intransigentes que sus oponentes.7
Los monetaristas, particularmente aquellos de círculos de bancos centrales y de
algunos bancos comerciales, han sido por lo general más extremistas en sus opiniones,
recurriendo a formulaciones que dan al dinero una fuerza activa reminiscente de las
opiniones de algunos metalicistas. En sus recomendaciones de políticas prácticas se han
inclinado a urgir un mayor uso de la política monetaria, basándose en delicados cambios
equilibrados en la cantidad del dinero para producir la estabilización deseada en la
economía. Sin embargo, la conclusión obtenida del análisis monetarista es más bien
distinta en manos de su maestro. Friedman no cree en una “sintonización adecuada” ni
siquiera por medio de las políticas monetarias. Aunque continúan insistiendo que la
“inflación” es siempre y dondequiera un fenómeno monetario, también cree que la
relación entre dinero, precios y producción no es (o todavía no es) suficientemente
entendida como para hacer posible la predicción de los efectos precisos de cualquier
medida particular y que, por lo tanto, es arriesgado encomendar a las autoridades
461
monetarias la tarea de mantener la economía a un nivel estable. Se declara por completo
en contra de las medidas monetarias a discreción y en favor de una tasa moderada pero
firme de crecimiento del suministro de dinero como la contribución con mayores
probabilidades de ser de provecho para la estabilidad que puede brindar la política
monetaria.
Parece que cualquier intento por sustituir algo como la prescripción de Friedman,
para no hablar de la “sintonización adecuada”, utilizando exclusivamente medios
monetarios ha visto su momento más propicio llegar e irse. Dado el desencanto general
con la dirección económica tal como ha sido practicada en los años recientes es
sumamente improbable que el monetarismo pase de pronto a ser considerado como la
panacea. El debate entre los monetaristas y los fiscalistas debe ser considerado
meramente como un síntoma limitado del malestar más general en la política económica
cuando es vista, como veremos en la siguiente sección, como un intento de encontrar
medios para reconciliar los cuatro diferentes objetivos de la política económica: pleno
empleo, crecimiento, ausencia de inflación y un sistema financiero internacional que
funcione con uniformidad. La discusión entre los puntos de vista de fiscalistas y
monetaristas ha merecido ser mencionada aquí no sólo por su significado como un
debate económico de importancia de las décadas de 1960 y 1970. También ilustra en
algún grado diferencias profundamente arraigadas en la forma en que “intervencionistas”
y “expansionistas” por una parte, y “no intervencionistas” y “deflacionistas” por la otra
tratan de resolver los problemas de la economía como un todo. Aunque la discusión de
mayor fuerza tal vez esté ahora por concluir, pueden encontrarse reminiscencias de ella
en distintas partes en las actitudes discrepantes de departamentos del Tesoro (y
ministerios de finanzas) y bancos centrales frente a situaciones específicas.
Por otra parte, sería erróneo aceptar la clasificación simplista de este debate en
“revolución” y “contrarrevolución”, y no sólo porque aparezca ahora como un episodio
más bien de corta duración en la controversia acerca de las políticas económicas en
boga. No es posible equiparar seriamente la embestida de los monetaristas con la
verdadera separación del antiguo pensamiento económico que había estado vigente por
décadas (y casi siglos), separación asociada al nombre de Keynes en los últimos años de
la década de 1930. Los monetaristas no tienen nada que ofrecer al pensamiento
económico que remotamente pueda equipararse en importancia al descubrimiento de
Keynes de que la idea de Adam Smith (lo que es prudente en la conducta de una sola
familia difícilmente puede ser un desatino en la conducta de una nación) sólo en
ocasiones puede ser verdad. En comparación a este cambio revolucionario central en la
forma de abordar la economía —en la cual el papel preciso a ser asignado en particular a
la política fiscal y a otras políticas no es un elemento crucial— el debate monetarista
debe ser considerado como periférico.8
Antes de que dirijamos nuestra atención al problema más general del conflicto entre
los diferentes objetivos de la política económica y los medios para alcanzarlos, entre los
que la controversia de monetaristas contra fiscalistas es sólo una, es necesario hablar un
poco más de la seria preocupación de muchos economistas en años recientes sobre el
462
funcionamiento del sistema financiero internacional. Ésta es también una materia
sumamente especializada y no sería apropiado darle un tratamiento extenso aquí.
Algunas de las razones para hacer referencia a ella ya han sido mencionadas. Por otra
parte, al igual que el debate monetarista como tal recuerda la gran polémica de principios
del siglo XIX de las escuelas metalistas y exhibe dilemas de política económica lo mismo
que actitudes de diferentes economistas hacia ellos, iluminadoras en el contexto general
de la presente confusión en el pensamiento económico.
El debate trata de cierto número de temas, interrelacionados aunque distintos, que
incluyen la naturaleza de las reservas que deben ser mantenidas por países individuales
con el propósito de hacer ajustes finales en las balanzas de pagos internacionales.
También trata del proceso por el cual se asegura el crecimiento de la liquidez
internacional, esto es, el total de las reservas que se piensan necesarias dado el
incremento general de la actividad económica y del comercio mundial, lo mismo que del
proceso por el cual la economía nacional debe adaptarse a las fluctuaciones
internacionales de pagos de otro país y del papel que las organizaciones internacionales
deben desempeñar en esta complejidad de temas.
La respuesta dada a estos puntos al final de la segunda Guerra Mundial en los
acuerdos internacionales de Bretton Woods fue, muy brevemente, la siguiente: los
activos de reserva iban a consistir en oro, ciertas llamadas monedas clave, principalmente
el dólar y la libra esterlina, y ciertas facilidades crediticias de las cuales podían servirse
los países, incondicionalmente o bajo ciertas condiciones, en el Fondo Monetario
Internacional. En un principio no se dio una respuesta clara al segundo punto, sin duda
porque no se pensó de manera suficientemente seria en la posibilidad de una deficiencia
en la liquidez a nivel mundial, o porque no se apreció la gravedad del problema que
surgiría en caso de tal deficiencia. En cuanto al tercer punto, tampoco se dio una
respuesta sistemática. El “mecanismo” clásico claramente inapropiado para la situación
existente después de la guerra, por el cual, bajo el patrón oro, los déficit (o superávit) de
pagos ocasionaban mermas (o incrementos) en las reservas de oro que automáticamente
daban lugar a contracciones (o expansiones) en la oferta de dinero y a incrementos (o
reducciones) en las tasas de interés, y de este modo alteraban niveles de precios
relativamente hasta que la balanza de pagos internacionales era restaurada. Los
desequilibrios del periodo inmediato de la posguerra eran tan grandes que cualquier
intento de eliminarlos por estos medios habría producido violentas oscilaciones en la
política económica nacional con repercusiones sociales y políticas incalculables. Además,
la “revolución” keynesiana ya se había dado fortaleciendo el deseo de una política
económica autónoma a nivel nacional y la posibilidad de llevarla a la práctica por medios
fiscales. La misma institución de facilidades crediticias a través del FMI por una parte, y,
por la otra, de una articulación cuidadosa de condiciones bajo las cuales diversas
restricciones en transacciones internacionales podían o no ser toleradas, testifican la
determinación explícita de recortar la liga automática entre la política nacional y el
equilibrio internacional para sustituirla por una maquinaria que, aunque preservara la
relación entre las dos, pudiera estar sujeta a intervención humana mediante una
463
maquinaria internacional que operara bajo un código internacional.
En relación con el último punto se llegó a un acuerdo. Bajo un mecanismo clásico,
mientras los países estuvieran dispuestos a aceptarlo, podía decirse que se renunciaba a
parte de la soberanía nacional, esto es, a la autonomía para influir sobre el nivel de
precios y la actividad económica nacionales, en favor de la operación de ciertas
regulaciones internacionales virtualmente automáticas. Bajo el nuevo sistema también se
dispusieron igualmente a ceder parte de su soberanía pero a un grupo de regulaciones
mucho más complejas, sujetas a la interpretación, la aplicación y el reforzamiento de un
organismo internacional del cual ellos mismos fueran miembros. Por lo tanto, la renuncia
fue, por una parte, más deliberada y explícita, dado que fue menos automática; aunque,
por lo menos en cuanto al propósito, fue de proyección más limitada y de menor
capacidad para permitir una esfera de acción más amplia a la actividad nacional. Por otra
parte, la reforma no llegó —como Keynes hubiera querido— a aproximar el sistema
financiero internacional a uno de naturaleza nacional haciendo del FMI un banco central
internacional que operara como un prestamista de último recurso y que controlara las
condiciones del crédito en general.
Durante sus primeros veinticinco años este sistema funcionó con grados variables de
éxito y, con frecuencia, sólo como resultado del uso, deliberado o fortuito, de motores
auxiliares. Entre las muchas características del periodo de la posguerra que deben ser
tomados en cuenta para juzgar la eficacia del sistema de Bretton Woods se cuentan las
siguientes: el prematuro intento, abandonado rápidamente, de introducir la convertibilidad
de la libra esterlina; el crecimiento constante del dólar como la principal moneda de
reserva y las periódicas devaluaciones de ciertas monedas, incluyendo de manera
particular la libra esterlina; el plan Marshall y otras formas de ayuda que mantuvieron la
liquidez mundial; la tolerancia de periodos —quizá más prolongados de lo que hubiera
estado justificado de seguirse una interpretación estricta de los códigos internacionales—
de prácticas comerciales restrictivas y discriminatorias de la posguerra; y los varios
intentos, finalmente exitosos, de regular el uso de balances de guerra en libras esterlinas.
Lo que se ha escrito sobre la materia, demasiado voluminoso para ser mencionado aquí
en detalle, es, a través de todo el periodo, una evidencia de la sensación subyacente de
descontento, de la existencia de cierto rumor constante de la crítica, lo que no es
sorprendente en vista de la naturaleza algo variada de las soluciones que el sistema
ofrecía para los cuatro puntos básicos y de su discutible fuerza para asimilar
acontecimientos críticos importantes.
Esta tendencia subyacente de controversia cubrió todos los aspectos principales: la
naturaleza de las reservas y la idoneidad de la liquidez, el papel del FMI y el proceso de
ajuste, o en forma más general, el grado en que podía preservarse la libertad de acción
en relación con las políticas nacionales no obstante pertenecer al sistema internacional.
Una característica interesante de este ininterrumpido debate es el grado en el que ocupó
no sólo a economistas académicos sino también a políticos, funcionarios públicos y
hombres prácticos empleados por la banca y otras empresas de negocios. Una
característica más es la amplitud que alcanzó al ser tratado en público. La escala en la
464
que estas cuestiones muy difíciles eran discutidas en foros nacionales e internacionales,
oficiales, semioficiales y académicos, aunque no era algo completamente desconocido
antes (por ejemplo, durante la guerra napoleónica y los periodos de posguerra o, en este
siglo, con la Liga de las Naciones, organismo alrededor del cual se dieron muchas
discusiones públicas) se hacía ahora en una escala sin precedentes, y con frecuencia
participaban grupos heterogéneos de funcionarios públicos, profesores universitarios,
banqueros y, en un grado muy considerable, con acceso del público a las discusiones.9
Un estímulo todavía más se dio en la década de 1960 cuando la balanza de pagos
norteamericana comenzó a mostrar una serie de déficit masivos crecientes que si bien
permitían que el mundo disfrutara todavía de un incremento mayor de liquidez (lo que
también era obtenido por la creación de medios adicionales en el FMI: los derechos
especiales de giro) hicieron que el dilema planteado por los objetivos de las políticas
nacionales dentro de un marco de equilibrio internacional fuera más agudo que antes.
Por lo tanto, las amplias divergencias de opiniones se hicieron aún más marcadas de lo
que habían sido. La actitud hacia el oro, por ejemplo, se polarizó considerablemente:
unos defendían la completa desmonetización en un plazo cercano y otros la valoración
sustancial del oro en las reservas monetarias (en términos de todas las monedas, aunque
especialmente de la moneda de reserva más importante) lo que habría no sólo
consolidado la posición del oro como activo de reserva sino también incrementado
grandemente su importancia.
Por otra parte, la duda general sobre la eficacia de la dirección macroeconómica
como se había practicado durante una generación quedó ligada al aspecto más específico
del grado en el que la dirección macroeconómica debería ser guiada por criterios
derivados de la cercanía del nexo internacional, esto es, dirigida de manera primaria a
alcanzar cierto resultado en la balanza de pagos, como lo había estado durante tanto
tiempo particularmente en Gran Bretaña. A partir de este brote renovado que puso en
tela de juicio el valor de un régimen de paridades de cambio relativamente fijas —el
elemento más obvio en el mecanismo financiero internacional existente— surgió la
defensa de tasas de cambio más flexibles —o, llevado esto al extremo, de libre flotación
— aunque, como ya ha sido indicado, no sólo por parte de aquellos de acuerdo con
puntos de vista que podían entrar en conflicto con los criterios internacionales. Todo esto
coincidió, primero, con los inicios y después con un impetuoso surgimiento de tendencias
nacionalistas en los sucesos económicos internacionales, particularmente en Europa, por
lo que no es sorprendente que el debate se haya extendido también a este aspecto.
No es posible continuar tratando estos temas aquí; sin embargo, debe subrayarse que
han cobrado importancia en el ordenamiento de los sucesos prácticos y en las
preocupaciones intelectuales de economistas, después de ciento cincuenta años o más de
no darse. El debate de la época de Ricardo tiene alguna similitud con el de nuestros días,
especialmente en cuanto que los economistas clásicos que participaban en él estaban tan
interesados como la mayoría de los economistas contemporáneos en ver el problema en
el contexto del comportamiento general de la economía como un todo. Por otra parte, el
aspecto internacional estuvo lejos de ser tan agudo dada la posición dominante de
465
Inglaterra en el comercio mundial y las finanzas y en vista de que el debate era
virtualmente y por completo británico.10 Tal vez la diferencia más significativa sea que a
principios del siglo pasado, no obstante la violencia del debate, no hay indicios de que
fuera un síntoma de una duda más general acerca del cuerpo del pensamiento
económico. Por el contrario, la economía política clásica estaba a punto de entrar a un
periodo de completa aceptación y obediencia ciega. Hoy la incertidumbre sobre la
manera correcta de proyectar y operar el sistema monetario internacional es un síntoma
particularmente llamativo no sólo del deterioro de patrones de política económica
nacional e internacional aceptados durante mucho tiempo sino también del grado
considerable de rechazo del cuerpo aceptado de la doctrina económica.
3. EMPLEO E INFLACIÓN
Hemos visto que probablemente la característica más vívida del nuevo interés en el
pensamiento económico después de la segunda Guerra Mundial fue el abierto
reconocimiento de algunos países —de manera más explícita, los Estados Unidos y Gran
Bretaña— acerca de la tarea del Estado en cuanto a mantener un alto nivel de actividad
económica o, para decirlo de manera más breve, del empleo. Éste fue un cambio
verdaderamente azaroso no sólo porque redefinió radicalmente el campo de acción de la
responsabilidad del Estado en relación con el juego de las fuerzas del mercado, sino
también porque significó que quienes elaboran las políticas, y los economistas,
reconocían una nueva y capital preocupación. La magnitud del cambio puede ser
verdaderamente apreciada cuando uno recuerda que habían pasado veinte años apenas
desde la época en que se había dado el tremendo esfuerzo de mediados de la década de
1920 para superar la inflación y restaurar la estabilidad financiera nacional e internacional
y que esto había sido alcanzado por los únicos medios entonces disponibles, o al menos
aceptables, esto es, mediante un clásico proceso deflacionario. Los métodos entonces
empleados, caídos en descrédito debido a la depresión y desempleo masivos que
produjeron lo mismo que a sus intolerables concomitantes sociales y políticas, crearon la
atmósfera propicia para las ideas de la “nueva economía” y produjeron el violento giro
de la inflación al empleo.
Sin embargo, sería equivocado suponer que la inflación fue olvidada por completo.
Entre los más conservadores especialistas del campo de la economía, particularmente
entre un grupo de monetaristas, continuaron elevándose voces de advertencia durante
todos los primeros años de la posguerra, que no disminuyeron en los años siguientes.
Aun en las declaraciones en las que el hincapié era puesto en la necesidad de mantener
empleo pleno, por ejemplo, en algunos documentos oficiales británicos tales como las
“Encuestas económicas” del periodo, o en los Informes Económicos Anuales del
presidente norteamericano casi invariablemente se mencionaba la necesidad de “cuidarse
de las tendencias inflacionarias” o de “mantener una estabilidad financiera interna”. Estas
recomendaciones, sin embargo, tendieron a ser consideradas como apenas un poco más
466
que conjuros rituales, incluso, tal vez, hasta por algunos de sus autores.
En distintos lugares es posible discernir señales más válidas de que la inflación
continuaba siendo considerada como el peligro real alternativo al desempleo. De alguna
manera el caso más significativo, ya que no era la obra exclusiva de una escuela de
economistas teóricos ni de banqueros alarmistas, fue un informe preparado en los
primeros años de la posguerra sobre estabilidad financiera interna por un grupo de
trabajo instituido por la Organización para la Cooperación Económica Europea,
organismo explícitamente dedicado a alentar altos niveles en el comercio y en la actividad
económica. Sin embargo, el dilema (o, por lo menos, el aparente dilema) con que en
general el mundo se familiarizaría tanto: conseguir un empleo pleno o evitar la inflación,
definitivamente no estaba en el centro de las discusiones. Aparte de las razones
principales —a las que ya se ha hecho referencia— para que se diera este estado de
cosas hubo la participación de ciertos factores contribuyentes. El más importante de
todos éstos fue que para muchos países, en particular los países desarrollados de Europa
occidental, había otro dilema, más urgente, que debía ser resuelto: aquél entre el empleo
pleno y la balanza internacional de pagos.
Esto puede ser visto de manera particularmente clara en la historia de la posguerra de
Gran Bretaña, donde por muchos años el factor que restringía el mantenimiento del
empleo pleno y el crecimiento económico era una balanza de pagos en deterioro (o, por
lo menos, el periódico temor de ello) que de tiempo en tiempo imponía una carga de
austeridad en las reservas insuficientes y que llevaba a la práctica limitaciones a
intervalos regulares. El ciclo escalonado de la economía, característico de la economía
británica durante virtualmente toda esta fase de los últimos veinticinco años, no fue
intentado en ninguna otra parte de Europa occidental. En Gran Bretaña el dilema
equilibrio-empleo fue menos agudo debido a la combinación de la asistencia del plan
Marshall, al monto de las reservas monetarias, a las devaluaciones periódicas, a un
principio de mayor tolerancia política y social en relación al desempleo y quizá a unos
antecedentes generales sociales que posiblemente incluyen los efectos de la guerra, la
ocupación y la frustración, factores que produjeron un patrón de asignación de recursos
más orientado al crecimiento. En cierto número de países se agregaron también
problemas especiales que actuaron como factores complicatorios: el subdesarrollo de
ciertas regiones, como el sur de Italia, o la posición especial de la agricultura, como en
algunas partes de Alemania y Francia. Al mismo tiempo, un factor claramente constante
en los objetivos de las políticas de cierto número de países, producto tal vez de la gran
intensidad con que se recordaban las grandes inflaciones del periodo entre las dos
guerras, fue el mantenimiento de la estabilidad financiera interna. Como consecuencia las
oscilaciones en las preocupaciones de los responsables por las políticas fueron menos
dramáticas.
En los Estados Unidos, aunque por razones un tanto distintas, el cambio de actitud
también siguió un camino bastante diferente. Durante algunos años ni el equilibrio
internacional ni los intentos por evitar la inflación puede decirse que hayan planteado un
problema de principios en relación al objetivo de asegurar el empleo pleno. Fueron más
467
bien las fluctuaciones en el vigor con que la dirección macroeconómica fue aplicada y en
la sincronización de medidas específicas tendientes al mismo objetivo lo que dominó la
escena en las primeras dos décadas de la posguerra.
Ahora bien, desde el punto de vista de la historia intelectual general la situación en
todo el mundo occidental no es distinta; es la misma, con cierto grado de complacencia,
no sólo, como ya hemos visto, en relación con la fuerza de la dirección económica sino
también en relación con la posibilidad de mantener el empleo sin engendrar presiones
inflacionarias. Como siempre sucede en estas cuestiones, no es fácil situar la
modificación en el énfasis en un momento dado, ya que periódicamente surgía una
preocupación en torno a la estabilidad de los precios. Si bien a principios de la década de
1950 ya se hacían intentos prácticos por contener la espiral de salarios-precios, es posible
decir que en lo que se refiere al clima general de opinión, comienza a operarse un cambio
marcado a partir de los primeros años de la década de 1960, con ligeras diferencias en
distintos países en cuanto al inicio al igual que en cuanto a la forma que tomó. A partir de
este periodo se observa no únicamente una lenta pérdida de fe en la dirección económica
sino también una creciente presión en favor de un uso mayor de la política monetaria,
concomitante natural del entonces creciente temor a la inflación.
Desde el punto de vista de la evolución del pensamiento económico propiamente
dicho, el cambio en el énfasis no fue tan marcado. Aun desde antes se había dado un
intento más decidido por definir la inflación, por diferenciar sus distintos tipos, su origen
y sus consecuencias, y por distinguir entre diferentes grados de inflación según ciertos
niveles de tolerancia sobre el carácter y la velocidad de difusión de sus repercusiones. El
propósito de estos perfeccionamientos de formulaciones anteriores menos complejas fue
el proporcionar un instrumental analítico más efectivo del que pudieran ser derivadas
prescripciones de políticas.
Mucho de este trabajo se remonta al patrón definido por Keynes en Treatise on
Money que distingue entre “inflación causada por ingresos” e “inflación causada por
utilidades”, y a sus intentos y a los de algunos de sus contemporáneos por analizar las
presiones de los salarios en términos de demandas de salarios reales en contraposición a
las demandas de los salarios nominales.
De este trabajo emergieron dos grupos de conceptos que todavía desempeñan un
papel importante en el análisis económico en la medida en que están directamente
relacionados con la formulación de políticas: la noción de “déficit” o “superávit” del
presupuesto de “empleo pleno” (como, desde luego, de “déficit” o “superávit” de la
balanza de pagos de “empleo pleno”) que ya hemos tocado en nuestra exposición de la
economía poskeynesiana, y la distinción entre la inflación debida al “empuje de los
costos” o al “tirón de la demanda”.
Esto último, en particular, es de considerable importancia en el debate actual. El
interés por ambos tipos de inflación apareció por vez primera vez debido a la
preocupación por la relación entre inflación y crecimiento. Ya en 1922 Dennis Robertson
había analizado casos de niveles de precios estables, decrecientes y “suavemente
crecientes” y llegado a la conclusión de que el último “producirá de hecho los mejores
468
resultados asequibles, no sólo para ellos” (los directores de la industria cuyas energías y
actividades se verán estimuladas) “sino para la comunidad como un todo”.11 A partir de
entonces periódicamente se han debatido los pros y los contras de diferentes
movimientos de precios en relación al crecimiento.12
Más recientemente se ha tendido a estudiar la relación, particularmente en términos
del movimiento de los precios y/o salarios, a partir de una posición en la que la cantidad
total de recursos disponibles (que es fija en cualquier momento lo mismo que su
productividad) es utilizada plenamente. Si en esta situación la demanda total excede la
producción total de los recursos empleados a plenitud ya sea debido a un gasto
gubernamental excesivo (consecuencia, por ejemplo, de una guerra o de un programa
social demasiado ambicioso) o debido a especulaciones exageradas por parte de
empresarios acerca de utilidades futuras que lleven a una inversión privada muy alta o
debido a un brusco incremento del consumo privado, alimentado tal vez por el temor de
un futuro incremento en los precios, entonces los precios se elevarán; serán
incrementados por la demanda excesiva. El alza en los precios que la demanda excesiva
provoca, dondequiera que aparezca, se extenderá finalmente a toda la economía. Este
incremento en los precios no se autocorrige a base de determinación, esto es, mediante la
suposición de que hay un pleno empleo de los recursos, dado que esto no produce un
incremento en la oferta. Sólo puede ser detenido mediante una reducción de la demanda.
Esto es, desde luego, si consideramos a la economía como un todo y por un espacio de
tiempo suficiente que permita que los efectos totales de la demanda excesiva se filtren
por completo. Mientras tanto, antes de que este estado de cosas haya sido alcanzado por
completo, es posible que producciones individuales sean aumentadas si algunos sectores
de la economía hacen mejores ofrecimientos por materiales, medios y, sobre todo, mano
de obra al considerarse —equivocadamente o no— mejor capacitados para ofrecer los
precios y los salarios más altos necesarios para permitirles expandir su producción. Como
regla, en el curso de la inflación producto del incremento de la demanda, tal cual acaba
de ser descrita, los salarios tienden a elevarse más rápidamente que los precios en
general, dando por resultado un incremento en los salarios reales.
Para entender el concepto semejante de la inflación producto del alza de los costos,
es necesario partir de una situación general de estabilidad de precios (en lugar de una
situación con empleo pleno) en la que los salarios de algún sector o sectores son elevados
como resultado, por ejemplo, de las presiones de una organización sindical
excepcionalmente fuerte. Esto ocasiona un incremento en algunos precios en el momento
en que los industriales afectados trasladan sus costos incrementados. Conforme adquiere
impulso este movimiento y el incremento en los precios se generaliza es muy probable
que las presiones por incrementar los salarios para hacer frente a los aumentos de precios
—y realmente para equipararlos o con frecuencia para anticiparlos— se haga general.
No es necesario para nuestro propósito continuar detallando los caminos que siguen
las inflaciones producto de incrementos en los costos o en la demanda o sus efectos en la
productividad en la distribución del ingreso o en otras áreas. Lo importante es advertir
los debates que estos análisis produjeron entre economistas en cuanto relacionados
469
particularmente al empleo y a la inflación y también en cuanto se refiere a las
correspondientes consideraciones de las políticas, dado que esto es lo que no permanece
confinado al campo de los economistas y tiene, por lo tanto, los más profundos efectos
en la conformación de la opinión pública y de las distintas opiniones de los responsables
de las políticas.
La primera de las exposiciones modernas de la materia la ofreció un economista
francés, M. Jacques Rueff, quien después se distinguiría de manera especial en el campo
monetario por su rigurosa defensa de una política monetaria rígida y de la continuación
de la dependencia sustancial en el oro. En 1925 publicó tablas y gráficas que mostraban
una cercana correlación de movimientos entre los salarios reales y el desempleo en el
periodo de los años 1919 a 1925, análisis que complementó en estudios posteriores
publicados en 1931 en Revue d’Economie Politique. Estos estudios disfrutaron de una
publicidad excepcional por el momento y por la manera como los presentó al público
inglés Sir Josiah Stamp (más tarde Lord Stamp) en dos artículos aparecidos en The
Times en el apogeo de la depresión.13 La teoría expuesta en estos artículos fue, primero,
que había una correlación extremadamente cercana entre los salarios reales y el
desempleo, de donde concluía que la flexibilidad de los salarios era condición esencial
para evitar el desempleo persistente. En segundo lugar, argüía que una posible
explicación de que los salarios no hubieran declinado después de 1923, a pesar de la
persistencia de un alto desempleo, era la existencia de beneficios de desempleo que
impusieron un límite mínimo a los salarios e impidieron la disminución del desempleo
una vez que los salarios habían caído lo suficiente. Si bien sería equivocado dar mucha
importancia a esta teoría de este autor particular, el punto de vista general que expresaba
coincidía con opiniones ampliamente sustentadas entonces acerca de los métodos propios
para contrarrestar la depresión. De hecho, en el programa total de reducción de los
gastos públicos propuesto por el Comité de “Mayo” y adoptado por el Gobierno
“Nacional” Británico pocos meses después de la aparición de estos artículos se incluyó
una reducción en los beneficios de desempleo.14
A la luz de los acontecimientos presentes y de la historia de las ideas en los 25 años
que siguieron a la traumática experiencia de la gran depresión, no es sorprendente que las
ideas expuestas, al menos en su formulación original, hayan permanecido casi olvidadas.
No fue sino hasta 1958 cuando se dio un nuevo y más bien diferente intento de ligar
movimientos de salarios y precios con niveles de empleo en la llamada curva de
Phillips.15 No es exagerado afirmar que la relación que Phillips buscaba establecer ha sido
uno de los puntos centrales en los escritos económicos de los últimos años en cuanto a
su relación con los problemas de la política económica. Muchas modificaciones y
reformulaciones han sido aplicadas a esta relación con base en la experiencia. Ahora
bien, dado que se trata de uno de los temas más importantes de la economía aplicada de
nuestros días, vale la pena exponer brevemente el concepto básico y las conclusiones
que en un principio fueron derivadas de él.
Claramente el sencillo esquema de las inflaciones por incremento de la demanda, o
de los costos, que se ha bosquejado no corresponde a situaciones que puedan darse en la
470
realidad salvo en circunstancias verdaderamente excepcionales. Si el incremento en la
demanda coincidiera con el patrón teórico, el objetivo macroeconómico de “mantener la
economía en un nivel estable”, que se estudió en el capítulo precedente, se simplificaría
grandemente. Aun podrían aparecer diferencias de opinión acerca de las correcta
“mezcla” y sincronización de las políticas monetaria y fiscal; sin embargo, hablando en
términos generales, las posibilidades de dirigir con éxito la economía para producir un
razonable empleo pleno con una razonable estabilidad de precios serían alentadoras. Lo
cierto es que la completa flexibilidad en los salarios en relación al empleo o la completa
flexibilidad de los precios en mercados de competencia perfecta son condiciones
idealizadas que no existen en la realidad. De igual manera, en las condiciones postuladas
por una inflación producto exclusivo del incremento de los costos, es decir, un aumento
“independiente” en los salarios por sobre cualquier incremento en la productividad e
independientemente de cualquier modificación en la demanda, será inevitable el deterioro
del empleo a menos que se adopten medidas para incrementar la demanda por medios
fiscales o monetarios cuyo propósito sería el mantenerse a la par con una continuada
inflación. Una visión superficial, ya no digamos una investigación estadística detallada,16
muestra que las condiciones reales tienden a ubicarse en algún punto intermedio entre los
dos extremos teóricos y que la situación con mayores posibilidades de darse es aquella en
la que no siempre se pueden separar con facilidad las influencias que nacen del lado de la
demanda de aquellas provenientes del lado de los costos y en la que, con el tiempo, se
generan movimientos secundarios del lado opuesto a las originales.
Phillips trató de mostrar, a partir de información estadística considerable que
correspondía a un largo periodo, que la relación cuantitativa entre el empleo y los
movimientos de salarios y precios posiblemente indicaran posibilidades viables o
“transacciones” tal vez aprovechables para los responsables de la política económica.
Haciendo a un lado la información cuantitativa específica, producto de las series de
tiempo particulares usadas, una curva “realista” de Phillips sería de pendiente negativa, y
estaría situada por encima de un eje horizontal, que mide el nivel de desempleo y entre
dos ejes verticales que miden respectivamente precios promedio y salarios promedio
(este último se distingue del primero sólo por el incremento de productividad postulado).
Siempre hay, por lo tanto, una “transacción” posible, en el que el desempleo tiende a
limitar la extensión en que los salarios pueden elevarse por sobre los incrementos de la
productividad y en el que las medidas que afectan la demanda tal vez influyan en la
inflación de salarios y precios.
La dificultad práctica no es únicamente encontrar la “dosis” apropiada en un
momento dado sino también determinar la elección, políticamente decisiva, entre tasas
de desempleo “aceptables” y tasas de inflación “aceptables”. El problema se complica,
además, por el hecho de que tanto con base en la teoría como en la evidencia histórica,
debe darse por hecho que la posición de la curva de Phillips tal vez sufra modificaciones
como resultado de cualquier política particular, lo mismo que, es de suponerse, como
resultado de causas “externas”, al menos cuando esto se aplica a cualquier periodo dado.
Un desempleo prolongado, por ejemplo, puede producir una curva que muestre salarios
471
y precios más sensibles a los cambios en el desempleo, mientras que una inflación
prolongada puede producir resultados opuestos provocando una ausencia de sensibilidad
del tipo de aquella que muchos observadores creyeron descubrir en la experiencia de
algunos países desarrollados a finales de la década de 1960 y principios de la de 1970. Es
razonable suponer que causas exógenas pueden alterar el clima social y con ello las
expectativas económicas y el carácter de las “transacciones” por desempleo-inflación.
La relación entre el precio y el movimiento de los salarios, por una parte, y el
desempleo por la otra, que establece la curva de Phillips, sigue siendo una parte básica
de la teoría en la materia, y las transacciones entre la inflación y el empleo que la misma
curva postula aún se aceptan como un importante teorema que describe posibles
desarrollos a corto plazo. En las dos décadas recientes, sin embargo, ha surgido un
análisis más complicado a partir del concepto original, para delimitar mejor situaciones
económicas reales. Estos análisis funcionan con conceptos como el índice de desempleo
“natural”, es decir, aquél con el cual precio e inflación no tienden a la aceleración; con el
índice de inflación “inerte”, o sea, el índice proyectado, del cual el índice de inflación
real puede diferir a causa de impactos inesperados de oferta y demanda. Lo que causa
cambios en la curva de Phillips a corto plazo es la fluctuación del índice real de inflación
aparte del índice inerte.
A largo plazo la teoría moderna determina que la inflación se estabilizará cuando el
desempleo se encuentre en su índice natural. Esta diferencia entre la relación de la curva
de Phillips a corto y largo plazos significa que mientras sean posibles las transacciones
entre inflación y desempleo, se desenvuelven en contra de los límites a largo plazo
impuestos por la coalición de los índices real e inerte de inflación. Las consecuencias
prácticas de esta doctrina original para la elaboración de estrategias son importantes hasta
cierto punto. Al tiempo que abren la posibilidad de una intervención práctica por medio
de diversos instrumentos de política en la lucha contra la inflación o el desempleo, no
ofrecen una prescripción adecuada para la acción en condiciones reales específicas, y
dejan abierta la certeza de diferencias sustanciales y de intenso debate en el campo de la
política pública.
En realidad, gran parte del trabajo más reciente en este campo ha estado orientado a
establecer si de hecho han ocurrido cambios en la curva de Phillips y a determinar, de ser
posible, las causas de tales cambios que claramente podrían tener repercusiones de gran
importancia en las políticas.17 En buena medida estas discusiones —que como muchas
otras cuestiones de la economía relacionada con las políticas han surgido particularmente
en los Estados Unidos— se llevan a cabo con un alto grado de tecnicismo y con la
utilización de técnicas matemáticas en considerable proporción.
Haciendo a un lado algunas de las discusiones más complejas y debatidas parece
haber un acuerdo entre gran número de economistas acerca de que ha habido “un
desplazamiento hacia la derecha” en la curva de Phillips en los últimos años. Se piensa
que los salarios y los precios se han hecho menos sensibles que antes al desempleo. Otra
manera de plantearlo es: desde el punto de vista de las políticas, alcanzar un alto nivel de
empleo sin inflación se ha hecho más difícil; la elección entre los dos objetivos es ahora
472
más aguda.18
Si se aceptan como buenos estos resultados numéricos, la siguiente pregunta es por
qué ocurrió el cambio. Muchas de las causas inmediatas han sido señaladas en obras
recientes. El proceso ha consistido en desagregar las estadísticas de desempleo, por
ejemplo, ponderando cada grupo de distinto sexo y edad por sus horas de trabajo y
niveles de salario relativos, al igual que introduciendo un índice que mida las variaciones
de desempleo entre grupos de distinta edad y sexo. Pueden entonces rastrearse los
efectos de los cambios en la estructura del mercado ocupacional lo mismo que las
distintas experiencias en relación con la incidencia del desempleo en diferentes sectores
de la fuerza de trabajo y puede demostrarse como se expresan en la relación
desempleo/salariosprecios. Sin embargo, más allá de esto, por así decirlo, del aspecto
econométrico, de las sutilezas, el problema se hace mucho más complicado tanto en
relación con el diagnóstico como con la cura. Por una parte el problema consiste en
determinar razones más firmes para la coexistencia de niveles de desempleo e inflación
relativamente altos y por la otra el determinar cuál es el mal mayor (dado que uno u otro
no pueden ser evitados por completo) o qué políticas pueden ser aplicadas para mitigar el
rigor de la elección.19
Poco trabajo “científico” se ha hecho en relación con el aspecto de este problema. El
debate ha tendido a confinarse en el campo sociológico, en torno a aspectos como el
poder de los sindicatos y el equilibrio del poder que existe dentro de ellos, el
acaparamiento de fuerza de trabajo por el comercio en gran escala (que puede verse
mucho más motivado por el temor de una interrupción de actividades y las posibles
consecuencias de esto en las acciones puestas en el mercado, en el flujo de efectivo,
etc.), las actitudes de los trabajadores sindicalizados frente al trabajo, particularmente la
de los más jóvenes, y los efectos de beneficios sociales más sustanciales, incluyendo
pagos a desempleados en los “umbrales” del desempleo.20 Éstas son, naturalmente,
cuestiones que trascienden lo puramente económico y para las cuales aun las áreas
colindantes de las ciencias sociales no ofrecen, por lo menos hasta ahora, una teoría
sistemática. Sin embargo, éstos son el tipo de problemas que con facilidad conforman las
opiniones populares y que fácilmente se integran en la conciencia (o, tal vez —lo que
sería más peligroso—, en el inconsciente) del “hombre práctico”.
Lo que está claro es que independientemente de lo inadecuado que pueda ser nuestro
instrumental intelectual para analizar la “transacción” entre empleo e inflación, no puede
negarse la existencia de un problema práctico que debe ser resuelto en términos
prácticos. Desde el punto de vista de la política, el debate concierne, primero, la
proporción de intercambio, por así decirlo, que debe ser considerada aceptable entre
estos males optativos y, segundo, los medios para llevar a cabo la proporción escogida.
En relación con el primer punto es posible decir que en la actualidad hay
relativamente pocos economistas que adopten cualquiera de las dos posturas extremas,
esto es, que rechacen hasta el más mínimo grado de inflación que pueda ser generado
por el objetivo de lograr un empleo pleno. Quienes toman tales posiciones extremas las
sostienen no únicamente poniendo de relieve los indiscutibles males sociales de la
473
inflación y el desempleo respectivamente, sino que también echan mano de argumentos
económicos sobre los efectos autodestructivos de la inflación, esto es, la destrucción final
de las bases del crecimiento, o del desempleo al impedir la producción destruyendo por
último las bases de precios más estables.
La vasta mayoría de los economistas, sin embargo, asumen ahora una posición
intermedia. Sus posturas individuales difieren según se inclinan a un lado o al otro. Esto
no significa que las diferencias carezcan de importancia. Por el contrario, al menos desde
el punto de vista práctico de la política económica, son de mayor importancia que las
posiciones extremas que en las sociedades democráticas modernas y avanzadas casi por
definición tienden a no ser tomadas en cuenta en los preparativos de los asuntos
prácticos de gobierno o aun de los negocios. Los diferentes grados de aceptación de uno
y otro mal son reflejados primero en la evaluación que hacen economistas
gubernamentales o expertos independientes acerca de cualquier situación existente y
segundo en sus pronósticos sobre el probable camino futuro de la economía en relación
con niveles de desempleo e inflación. Muchos de los trabajos que abordan estas materias
se encuentran en publicaciones científicas, otra buena parte en publicaciones
gubernamentales y discursos de políticos (ocasionalmente de sus asesores profesionales).
Sin embargo, existen pocas exposiciones sistemáticas y comprensibles.
Es posible darse cuenta del grado en que este problema se ha “politizado” aun en una
visión casual a publicaciones como los Informes del Consejo Norteamericano de
Asesores en Economía, los testimonios dados por funcionarios públicos y por
economistas investigadores a los comités congresionales norteamericanos, los discursos
sobre el presupuesto británico, los informes periódicos del Ministerio del Tesoro y la
revista del Instituto Nacional de Investigaciones Económicas y Sociales británico y de la
Institución Brookings de los Estados Unidos, para no mencionar las excursiones cada vez
más frecuentes de economistas académicos en publicaciones populares.
En los dos países de habla inglesa y también, aunque no siempre al mismo ritmo, en
Francia y Alemania, pueden observarse oscilaciones en el énfasis relativo puesto por las
políticas públicas en cada uno de los males gemelos del desempleo y la inflación. Las
diferencias en actitudes, como ya ha sido indicado al considerarse los cambios en la
posición de la curva de Phillips, pueden ser dilucidadas, si es que no explicadas por
completo, por las diferencias en la estructura de la población en edad y sexo, la
distribución de ingresos y las experiencias recientes y por las actitudes más tradicionales
hacia la “ilusión del dinero” y, en consecuencia, por el ahorro, el consumo corriente, el
trabajo y el ocio y por las propias experiencias del desempleo y la inflación. Dado que los
políticos necesariamente deben tratar de calibrar el estado de ánimo prevaleciente en sus
electores (con lo que no son libres ellos mismos de asumir actitudes en estos temas) no
es sorprendente ver que el rumbo general de la dirección macroeconómica se modifica
de vez en cuando y que las diferentes tendencias son consideradas alternativamente
como el objetivo principal. Dado el relativo subdesarrollo de lo que estrictamente es el
aparato económico para enfrentarse a estos problemas (completamente independiente del
hecho de que en un grado considerable se refiere a áreas fuera de lo que estrictamente es
474
la economía) no es sorprendente encontrar que los economistas académicos —
particularmente ahí donde han sido más directamente identificados con las políticas
gubernamentales— también propenden a “tomar partido” con mayor énfasis en este
aspecto que en otros. La defensa de un “nivel de precios suavemente ascendente” que
ya se encuentra en fecha tan temprana como 1922 en la obra de Dennis Robertson21 es
repetida en estos días por aquellos que, especialmente si han aceptado que la alternativa
que presenta una curva de Phillips actualizada es más angustiante de lo que solía ser,
están preparados para “tolerar” un cierto grado de inflación.22
Las opiniones de los economistas tienden a ser menos específicamente derivadas del
análisis económico cuando se trata de seleccionar instrumentos de política para alcanzar
el equilibrio adecuado entre un alto empleo y una estabilidad de precios. En la búsqueda
de una solución para el dilema del empleo y la inflación, las políticas fiscal y monetaria,
no obstante la “mezcla” en la que participen, pocas veces han demostrado ser —con
todo respeto para los extremistas de ambas partes— adecuadas para todas las
circunstancias que puedan presentarse. Después de años de una notable estabilidad en
los precios, alto empleo y una tasa de crecimiento respetable han aparecido
simultáneamente —para plagar la economía— desempleo y alza de precios (al igual que
déficit masivos en la balanza de pagos). Los dos primeros fenómenos (y posteriormente
el tercero) han coexistido en Gran Bretaña mucho más tiempo de lo que podría ser
considerado tolerable sobre bases económicas o sociales. Aunque en los principales
países de Europa continental la situación no ha sido tan definida, el problema también se
ha presentado de vez en cuando.
No es sorprendente, por lo tanto, que los responsables por las políticas hayan
buscado nuevos medios para complementar los instrumentos de la dirección
macroeconómica, esto es, que trataran de sustituir o de modificar la forma de las curvas
de oferta y demanda más que, como es el caso más general con la política fiscal y
monetaria, inducir movimientos a lo largo de las curvas de oferta y demanda
“existentes”. En esta búsqueda los gobiernos han recibido hasta el momento poca ayuda
de los avances en la teoría económica. Las áreas de políticas sobre recursos humanos,
por ejemplo, o de desarrollos regionales23 o el espectro general de la política “industrial”,
esto es, el intento directo por influir la inversión o la estructura industrial, siempre han
propendido a estar un tanto separadas del cuerpo general del análisis económico.24 Esto
es visto particularmente en esa área de las políticas que más se ha preocupado por
mitigar los aspectos de la opción entre empleo e inflación: la acción sobre precios e
ingresos. No es necesario seguir en detalle la historia reciente de los intentos
emprendidos por las “autoridades” para asegurarse de que los precios o los salarios
alcancen niveles distintos de los que se formarían por el simple juego de las fuerzas del
mercado. En cuanto a los precios o salarios individuales, tales intentos pueden
encontrarse en muchos países y en épocas distintas. Tampoco estamos aquí interesados
con controles amplios como a los que se acudió en tiempo de guerra, aunque la
combinación de medidas financieras y de control directo adoptadas durante la segunda
Guerra Mundial (y que debieron mucho a Keynes y a su escuela), sin duda guardan una
475
relación intelectual con ideas más recientes sobre políticas de precios e ingresos. Los
experimentos con uno u otro tipo de políticas —que fluctúan de la exhortación a la
compulsión— concebidos para hacer que la gente actúe de manera distinta de la forma
en que, con base exclusivamente en las condiciones del mercado, podrían actuar, se han
extendido en todo el periodo de la posguerra. Es posible encontrar ejemplos en Austria,
Suecia, Noruega, Holanda, Gran Bretaña, Canadá y, más recientemente, en los Estados
Unidos, Francia y Alemania. Mientras que las medidas particulares adoptadas por estos
países varían en buena proporción —lo mismo que la extensión y duración de su éxito—
todas ellas son testimonio elocuente de la seriedad del dilema empleo/inflación al igual
que de lo inadecuado de la dirección macroeconómica de la demanda a través de los que
ahora pueden ser considerados como medios tradicionales.25
Un resumen razonablemente desapasionado de la historia de estas políticas26
mostraría que, por lo menos durante un tiempo, han tenido algunos resultados
favorables. Aun el alza de precios o salarios que ha seguido a la terminación deliberada
de las políticas, o a su suspensión práctica, no son necesariamente evidencia contra las
políticas en sí. Sin embargo, nuestro objetivo aquí no son los aspectos prácticos sino más
bien las contribuciones que los economistas han hecho y normalmente hacen al análisis
de los problemas de políticas de precios e ingresos, contribuciones que hasta la fecha son
escasas. Como ya se ha mencionado antes, mucho del trabajo ha quedado dentro del
campo de especialistas de ciertas ramas de la economía aplicada, como los especialistas
en asuntos laborales quienes han estudiado técnicas de contratos colectivos, políticas
sobre la fuerza de trabajo y aspectos similares.27 Sin duda que gran cantidad de
conclusiones útiles han sido derivadas del estudio cuidadoso de las experiencias de
distintos países en asuntos prácticos, como: la relación entre los controles voluntarios y
obligatorios, la relación, tanto cuantitativamente como en sincronización, de las medidas
relacionadas con los salarios y los precios, el aspecto de las diferenciales del salario y el
de aquellos particularmente mal pagados. Por otra parte, ni con mucho hay en este
campo la cantidad de estudios, en general de carácter más analítico, que se encuentran
en escritos modernos sobre dirección fiscal y monetaria.28
En conjunto, las reacciones iniciales, al menos de la mayoría de los teóricos en
economía, acerca de las posibilidades de una intervención directa en la formación de los
precios —y de los salarios— estuvieron, presumiblemente, ligadas de manera íntima a la
actitud general de ellos en relación con el intervencionismo en sí y al alcance de la
dirección con los instrumentos de la “nueva economía”. En cierta medida estas
reacciones también estuvieron relacionadas al énfasis que se le daba a la controversia
política fiscal versus política monetaria (ya se ha hecho notar algún grado de afinidad en
esta pugna con actitudes intervencionistas y de laissez faire, respectivamente) y, en
forma más general, a las preferencias en cuanto a la estabilidad de precios o al empleo
pleno como el objetivo más deseable de las políticas.29
Tal vez aquí, como en el caso del trabajo analítico mismo, otro factor que ha tenido
alguna influencia en la formación de las opiniones de los economistas ha sido el que
hayan participado o no en las tareas gubernamentales y, por lo tanto, el que hayan o no
476
experimentado directamente las presiones prácticas a las que están sometidos los
responsables por las políticas en su búsqueda de medios más efectivos para hacer frente
a aspiraciones ampliamente sustentadas aunque no fácilmente reconciliables.30
4. CRECIMIENTO, BIENESTAR Y ESTRUCTURA ECONÓMICA
Aunque muchos de los problemas que hemos tratado en las secciones precedentes de
este capítulo —consecuencia en buena medida del objetivo ahora generalmente aceptado
de mantener un nivel de actividad económica elevado —están también íntimamente
relacionados al crecimiento económico (y, en realidad, son difícilmente separables de él);
el crecimiento mismo se ha convertido en años recientes en un área de la economía
cultivada con especial dedicación. No es de ninguna manera una nueva materia dentro de
la economía. Por ejemplo, para no remontarnos más allá de Adam Smith, en La riqueza
de las naciones ya encontramos una exposición detallada de la acumulación del capital.
La teoría del desarrollo económico es una de las partes más importantes de los
Principios de Ricardo que, transformada en un grado considerable, fue también decisiva
en El capital de Marx. El libro IV de los Principios de Mill está dedicado en su totalidad
a una exposición del desarrollo económico, incluyendo la famosa disquisición del capítulo
VI sobre “el estado estacionario”.
Después del gran surgimiento de la economía clásica y posclásica, esto es, después
de mediados del siglo XIX, relativamente poco se ha sumado al cuerpo general de
doctrina en relación con el desarrollo económico. Schumpeter estaba claramente en lo
cierto al afirmar que todos los grandes economistas de la segunda y tercera generación
posclásica: Jevons, Walras, Menger, Wicksell, Clark y aun Marshall (quien tuvo bastante
más que decir sobre la materia que los otros), continuaron tratando el “progreso” como
era generalmente llamado, en una forma muy similar a la anterior; “todo esto” (lo que
contribuye al progreso) “no va fundamentalmente más allá de J. S. Mill o aun de A.
Smith”.31 Sin embargo, Teoría del desenvolvimiento económico del propio Schumpeter,
publicada por primera vez en 1912,32 fue una excepción sobresaliente a este juicio. Ahora
bien, lo que en realidad caracteriza la propia teoría de Schumpeter es algo sólo
parcialmente distinto en clase respecto a teorías anteriores. En realidad, en un sentido
guarda una gran afinidad con la obra de Marx. Ambos atribuyen un lugar importante al
cambio tecnológico aunque Schumpeter agrega una definición de innovación más amplia
para incluir los cambios en calidad y en el mercado y aquellos en las fuentes de
abastecimientos. Sobre todo, también dio en la explicación del proceso de evolución una
posición especial al empresario, esto es, al hombre que tiene el talento de apoderarse de
las posibilidades que estos cambios ofrecen y de transformarlos en realidades
económicas. Al ver nuevas posibilidades de inversión estos empresarios son responsables
de impulsar, a través de la creación de crédito y de la inflación, la generación de ahorros
suficientes (y forzados) para financiar nuevas empresas hasta que finalmente aparezca la
sobreproducción y siga la recesión. De esta manera, el progreso de la economía a través
477
del tiempo está ligado a una teoría de las fluctuaciones económicas, idea que aparece
también en la obra de otros autores que escribieron en los primeros veinticinco años de
este siglo, tales como Speithoff y Cassel. Además de este rasgo, la característica esencial
de la teoría del crecimiento durante ese periodo fue que, al igual que en la teoría clásica,
el interés estaba en mostrar el posible camino de crecimiento en la realidad, más que en
la construcción de modelos abstractos como se puso en boga después.
Es interesante especular no sólo por qué ocurrió este cambio de enfoque sino, y
quizá aún más, acerca de la razón por la que en los últimos quince o veinte años se ha
dado tan asombroso incremento en el análisis de crecimiento “realista” y en el más
austero tipo de teoría “modelo”. Es posible insinuar cierto número de razones
explicativas de por qué se ha dado este incremento general en el interés en la materia,
aunque, sin duda, distintos observadores posiblemente den un valor distinto a cada
factor. El interés puesto en el empleo pleno en los países industrializados avanzados al
igual que una mayor sensibilidad en relación con las demandas basadas en la justicia
social —esto es, mayor igualdad de oportunidades, ingresos y riqueza— han llevado sin
duda a una mayor preocupación sobre el tamaño del “pastel” a ser distribuido y los
medios para hacerlo más grande. Posiblemente otro factor haya sido la mayor conciencia
en relación con el progreso de la economía, posible gracias a los conceptos más refinados
de contabilidad nacional y a las mejores técnicas para la presentación del material
estadístico. No es casual que Simon Kuznets, uno de los más importantes economistas
entre los autores de los adelantos modernos en la teoría de las cuentas nacionales y en el
campo estadístico, haya estado también a la vanguardia de la moderna teoría del
crecimiento.33 Otras causas del mayor interés en los fenómenos del crecimiento y su
explicación es la moda de establecer comparaciones internacionales (elaborar “cuadros
comparativos”—posible debido al progreso de las técnicas de contabilidad nacional y, sin
duda, estimulada por factores cuasipolíticos— y la relativa actuación de países con
distintos sistemas económicos, políticos y sociales. Otro poderoso incentivo para estudiar
la economía del “crecimiento” proviene de la mayor conciencia de las necesidades de los
países pobres de la Tierra. Tal vez, además, algunos ímpetus hayan llegado de un
renovado interés en la historia económica, principio de una nueva comprensión de que la
búsqueda de una teoría económica sin modificaciones posiblemente no sea, en último
término, completamente satisfactoria.34
Cualquiera que sea la razón, no se puede dudar que los escritos sobre el crecimiento
constituyen una industria creciente en los últimos años.35 Sería imposible en un breve
espacio ofrecer una exposición completa de lo que se ha hecho hasta la fecha o, dada la
continua corriente de publicaciones, hacerse una idea cierta sobre cuáles tendencias
posiblemente sean duraderas y cuáles efímeras. Sin embargo, tal vez pueda ser de
utilidad una clasificación breve sobre los tipos de investigaciones que normalmente se
llevan a cabo. En primer lugar, ha habido un continuo trabajo en lo que se ha descrito
antes como la escuela realista, esto es, aquella constituida por los pensadores interesados
principalmente en descubrir los factores que operan en el mundo real y que están en
posibilidades de promover el crecimiento o de actuar en contra del mismo.36 Esto está en
478
la tradición de los clásicos hasta Schumpeter y su aplicación más extensa ha sido a los
problemas de los países pobres.37 El volumen de los escritos específicamente
consagrados a países en desarrollo particulares o al mundo subdesarrollado como un
todo es ya enorme y no puede ser discutido aquí provechosamente. Lo que sí es posible
hacer es dirigir la atención a los estudios patrocinados por el Banco Mundial y por los
muchos “institutos” y “centros” existentes en numerosas universidades,38 y que se
ocupan de los problemas del desarrollo.
El análisis más general de la escuela realista tiende a orientarse, por las predilecciones
de los autores, hacia un enfoque sociológico-institucional o bien histórico-estadístico.39
Este grupo tiende actualmente, por lo tanto, a fusionarse con el enfoque puramente
histórico. Trabajos modernos al respecto sin duda han aumentado y enriquecido
grandemente el campo de acción del análisis en comparación, por ejemplo, con aquel
que se encuentra en la obra de Schumpeter. Se han esclarecido diversas materias como
los respectivos papeles en la determinación de tasas y direcciones del crecimiento de
diferentes patrones de distribución de ingresos o del estado de desarrollo de los mercados
financieros y de la disyuntiva entre gasto público y consumo privado en diferentes tipos
de marcos de instituciones sociales y políticas. Una buena cantidad de estímulos vienen
de investigaciones que tratan de relacionar el crecimiento a tipos de políticas económicas
generales, incluyendo la dirección macroeconómica en un medio de fluctuaciones
cíclicas.40 Naturalmente aquí el trabajo colinda, por una parte, con la teoría del
crecimiento más formal, elaboradora de modelos y, por la otra, con todo el cuerpo de
discusiones de políticas para mantener altos niveles de actividad económica sin inflación
y con temas similares.
Por lo tanto, la escuela “realista” desemboca de manera completamente natural, por
una parte, en lo histórico y, por la otra, en lo teórico. En lo que toca a la escuela
histórica, intentos como el de Marx o de Schumpeter para erigir sistemas comprensivos
no han sido muy abundantes en los últimos años. La misma historiografía ha tendido a
ser cautelosa con la “erección de sistemas” y los economistas se han mostrado aún más
renuentes a aventurarse en esta área. Cuando lo han hecho su interés ha estado, como en
el caso de J. K. Galbraith,41 más en relación con la estructura económica que con el
crecimiento como tal.42
Sin embargo, W. W. Rostow intenta en Las etapas del crecimiento económico43
presentar en una visión amplia la explicación histórica del desarrollo económico como un
todo. El libro, planeado como una “alternativa a la teoría de Marx sobre la historia
moderna”, está basado en la distinción de cinco etapas de crecimiento: la sociedad
tradicional, las precondiciones para el despegue, el despegue, la conducción a la madurez
y la era de un alto consumo masivo. Es posible decir que al menos en la manera en que
son presentadas estas etapas no aparecen como categorías destinadas de un vasto
volumen de material estadístico-histórico sino que son propuestas más bien de manera
previa al examen de su aplicación a diferentes países en diferentes puntos históricos.
Aunque el autor afirma que el modelo es el resultado de un proceso mental inductivo y
no obstante que su método particular de procedimiento no es desconocido (siendo, por
479
ejemplo, en buena parte el de Marx) la prueba práctica de las categorías no es de
ninguna manera fácil. Requiere una buena proporción de generalizaciones amplias de
datos cuidadosamente seleccionados, y la aceptabilidad de estas generalizaciones debe
permanecer en buena medida como un asunto de preferencias personales y de
temperamento.44 En realidad, los economistas y los historiadores del campo económico
han propendido cada vez más a dejar este tipo de erección de sistemas a practicantes de
otras ciencias, algunos de los cuales han mostrado una buena disposición para caer en la
tentación.45 Los economistas, en el estricto sentido del término, se han mostrado, ya se
ha dicho, renuentes,46 aunque ocasionalmente la tentación resulta demasiado grande aun
para ellos. Uno de estos intentos es el de Kaldor que con base en la llamada ley
“Verdoorn” (que afirma que una tasa más alta de crecimiento de la producción implica
una tasa más alta de incremento de la productividad y del empleo) y a un análisis de la
relación entre el crecimiento de la producción industrial y el del producto interno bruto
como un todo trató de descubrir las causas de la baja tasa de crecimiento económico de
Gran Bretaña.47 Merece una mención especial aquí no únicamente porque la teoría en la
que está basada en un aspecto particular tuvo, temporalmente al menos, un efecto
directo y considerable en la elaboración de políticas en Gran Bretaña48 sino también
porque representa cierta amalgama de las escuelas “realista” y “abstracta” del
crecimiento.
Esta última —los comienzos de la fase moderna— se sitúa, de común acuerdo, en
1939, fecha en que aparece un artículo de Sir Roy Harrod “An Essay in Dynamic
Theory”49 más adelante ampliado en su libro Towards a Dynamic Economics (1948). E.
D. Domar lo complementó en “Capital Expansion, Rate of Growth and Employment”50
formándose así el modelo Harrod-Domar que puede ser considerado como típico de un
sector de la producción económica en el que han participado casi todos los
“poskeynesianos” y los “neokeynesianos”.51 Los ingredientes básicos de la teoría son,
primero, la razón capital/producción, esto es, el número de unidades de capital necesarias
para elaborar una unidad de producción —en el modelo original Harrod-Domar se asume
que el capital es el único factor de producción, con el que el trabajo se combina en
proporciones fijas y en el que el crecimiento de la población afecta únicamente en cuanto
al incremento del ingreso per capita— y, segundo, la igualdad keynesiana ahorroinversión y una suposición acerca de la propensión al ahorro. El patrón de crecimiento de
la economía puede ser entonces determinado matemáticamente con facilidad,
subrayándose que el modelo no pretende ser una representación de la realidad.
Estudios posteriores han consistido en modificaciones de los supuestos subyacentes
en el modelo original con el propósito de hacer que éste pueda ser aplicado con un grado
mayor de realismo a diferentes situaciones. Por lo tanto, es posible estipular diferentes
proporciones de suministro de capital y de trabajo o agregar la complicación del efecto
de distintas formas de distribución de ingresos comenzando, por ejemplo, con la
situación extrema en la que todas las utilidades son ahorradas y todos los salarios
consumidos. De esta manera, la teoría de la distribución del ingreso puede fructificar en
la teoría del crecimiento y viceversa.52 Sin embargo, otra serie de variaciones puede ser
480
agregada al tratar de considerar las posibilidades del avance tecnológico —lo que es
distinto al efecto de un monto de capital per capita más grande— de una manera
“prototipo”, esto es, abstracta, más que a la manera de la escuela “realista”. No es
sorprendente que buena parte de la discusión que se ha generado en este punto se haya
orientado a definir el cambio tecnológico, proceso que de ninguna manera puede
afirmarse que se haya alcanzado finalmente. En relación con estos temas es de esperarse
que se dé una colaboración fructífera entre aquellos economistas ocupados
primordialmente en acumular y evaluar datos reales para distintos países y varios
sectores de la economía y los diseñadores de modelos. Esto parece estar sucediendo
particularmente al estudiarse los países subdesarrollados.53
Como puede verse, a pesar de estos intentos con un grado de realismo mayor en las
suposiciones, todavía hay un abismo entre la teoría del crecimiento en el estricto sentido
del término y las preocupaciones de aquellos interesados en la aplicación de los avances
de la economía a los problemas realistas del fomento del crecimiento económico.
Curiosamente, sin embargo, la reacción más importante no ha sido tanto contra la
austera (y por lo tanto sujeta a que se le identifique como árida) economía del
crecimiento como metodología. La rebelión real ha tomado la forma de un
cuestionamiento del crecimiento como tal o, al menos, de ciertos aspectos del
crecimiento material. La singularidad de esta reacción, con su frecuente temor de
crecimiento excesivo, está en vivo contraste con los temores de finales de la década de
1930: se decía que la economía “madura” había llegado a los límites del crecimiento y
estaba condenada, por lo tanto, al estancamiento. En relación con esto es posible
mencionar en primer lugar dos líneas de pensamiento: una que pone en tela de juicio la
validez del crecimiento en términos de los “costos” incurridos; la otra, los efectos del
crecimiento continuado o, al menos, algunos de los factores que hacen posible el
crecimiento. Podemos referirnos a los primeros como los “escépticos del costo del
crecimiento” y a los segundos como los “alarmistas de los límites del crecimiento”.
Ambas escuelas de pensamiento, aunque en algún grado enfrascadas en razonamientos
económicos (particularmente la primera), acuden a consideraciones obtenidas de otros
muy distintos universos de ideas. Como típico de la primera escuela podemos tomar The
Costs of Economic Growth (1967) de E. J. Mishan, y de la segunda Los límites del
crecimiento (1972)54 de Donald L. Meadows et al.
Este libro forma parte integral del conjunto de la obra de su autor por lo que será
tratado más adelante con más detalle. La tesis del primero guarda cierta semejanza con
una tesis desarrollada varios años antes por John K. Galbraith en su famoso libro La
sociedad opulenta. En un sentido es, sin embargo, más general dado que surge de
“dudas acerca del valor que tiene para el bienestar humano el flujo creciente de la
expansión económica de la posguerra”.55
E. J. Mishan, uno de los que se han dedicado a trabajar en el campo del análisis de
costos-beneficios y en la economía del bienestar, utiliza el aparato de deseconomías
externas en un grado considerable para identificar las circunstancias en las que éstas
pueden sobrepasar las ventajas de crecimiento tal como pueden parecer al individuo; y le
481
es poco difícil mostrar que estas circunstancias pueden ocurrir con mucha frecuencia en
el mundo real. Estas secciones esencialmente están en la tradición general del cuerpo de
la economía del bienestar tal como ha sido desarrollada de Marshall y Pigou en adelante56
y, sin duda, expresadas con mayor mordacidad y aplicadas con mayor vigor a ciertas
situaciones, por ejemplo, el problema de las áreas con muchas construcciones, que otros
escritos sobre estas cuestiones. El libro de Mishan tiene, sin embargo, un efecto especial
debido a sus firmes opiniones, decididamente expresadas, basadas en razonamientos que
van más allá de lo que normalmente se entiende como económico para entrar al campo
de lo que tal vez pueda ser llamado crítica cultural. Esto se ve, por ejemplo, en la
exposición del mito de la soberanía del consumidor y las verdaderas posibilidades de
elección que se suponen aumentan con el crecimiento económico: “en todo lo que
contribuye de una manera trivial… nuevos modelos de automóviles… alimentos
preparados… y una serie cada vez mayor de artefactos automáticos, el hombre tiene
amplias posibilidades de selección; de todo lo que destruye su disfrute de la vida no tiene
ninguna”;57 y asimismo que “las principales fuentes de bienestar social no se encuentran
en el crecimiento económico per se, sino en una forma de desarrollo mucho más
selectiva”.58 Este tema, presentado en una forma un tanto distinta es, como veremos, el
de La sociedad opulenta de Galbraith. Aparece en los escritos de cierto número de
autores en el campo de la economía además, naturalmente, de la continua reiteración que
de él se hace en las obras de ecólogos cuyo interés por el ambiente ha cautivado de
pronto la imaginación de grandes sectores de la opinión pública. Por ejemplo, Shigeto
Tsuru,59 distinguido economista japonés, también ha puesto en duda el equilibrio explícito
o implícito entre el crecimiento del PNB y el incremento del bienestar humano,
principalmente con base en que el desarrollo tecnológico moderno ha deteriorado los
supuestos en los que esta identificación fue hecha. Distingue cinco tipos de “votos
monetarios” entre los que eligen los consumidores y que “por lo tanto forman parte de
los componentes del PNB… cuya significación como incrementadores de bienestar
puede ser puesta en duda”.60 Incluyen, por ejemplo, costos excesivamente variables
debido a la expansión urbana; una dependencia considerable en la asesoría legal que
produce una generación de ingresos por servicios tal vez institucionalmente
indispensables, pero que no contribuyen al bienestar; la depauperación de la riqueza
social (que es donde mucho del daño ambiental quedaría situado); e ineficacia en los
arreglos dinámicos, por ejemplo, la reclamación de tierras costeras en Japón en
comparación con cambios en la utilización de tierras agrícolas que han dejado de ser
necesarias en la producción de arroz. Es posible predecir sin temor de incurrir en error
que estos puntos de vista y otros igualmente escépticos de los ingredientes del PNB, y
por lo tanto del crecimiento, continuarán originando nuevos e interesantes estudios
analíticos en el campo de la economía del bienestar. Para quienes están interesados en
“montos comparativos de prosperidad económica que una comunidad obtiene después
de largas series de años”61 el caso que presenta Tsuru, por ejemplo, significa, por
considerarlos más apropiados, un retorno al uso de los conceptos de capital y de ingresos
desarrollados por Irving Fisher, tal como Pigou (quien los criticó) hizo notar.
482
El otro tipo de reacción hacia el crecimiento moderno es de distinto orden. En cierto
grado se deriva de la preocupación por los estragos causados en el medio, naturales o
producto de las medidas sociales tomadas por el hombre. Su mayor interés, sin embargo,
como lo indica el título de su principio manifiesto, estriba en los límites del crecimiento.
Este pequeño libro que ha alcanzado una gran publicidad al punto de poner el tema,
cuando menos por un tiempo, en la agenda del debate público, no es la obra de un solo
economista o científico social. Es el trabajo colectivo de un equipo de miembros de
distintas áreas del Instituto Tecnológico de Massachusetts que recurrieron a modernas
técnicas de computación. El trabajo de equipo fue iniciado de manera personal por un
grupo de individuos, procedimiento que tal vez es también típico de una nueva tendencia
en la investigación social. Brevemente, el estudio trata de establecer la interrelación entre
población, producción industrial per caput, el suministro de alimentos per caput, los
recursos no renovables y la contaminación. Por medio de computadoras se elaboraron
cuadros que mostraban la interrelación entre estas cinco variantes durante los últimos 90
años y los próximos 110, esto es, hasta el año 2100. La conclusión principal es una
nueva versión del malthusianismo: la población y el capital crecen de manera
“exponencial” (la progresión geométrica de Malthus) mientras que los recursos no lo
hacen así (el incremento aritmético de los alimentos de Malthus). Se sigue que a menos
que la población se estabilice y sea detenido el crecimiento que está en vías de agotar los
recursos materiales habrá un exceso de población y un colapso cuyo resultado será un
nuevo equilibrio con niveles de vida muy bajos. Aunque explícitamente se afirma que las
conclusiones no son una predicción, la manera en que son presentadas por sus autores
—y por aquellos que han estado difundiendo sus ideas— tiene un alto grado de
persuasión en cuanto a las probabilidades de que se llegue a tal resultado.
Si bien las conclusiones son presentadas de una manera mucho más compleja y se
ocupan en el proceso de muchos problemas ambientales similares que son objeto de
considerable atención pública en esta época, la tesis básica es tan parecida a la de
Malthus sobre el choque entre la población y el suministro de alimentos que su validez
económica tiene poca importancia. Los críticos han señalado que extrapolaciones
similares hechas, por ejemplo, hace cien años o aun cincuenta habrían producido
resultados igualmente sobrecogedores y que, sin embargo, el curso de los hechos, tanto
en relación con el desarrollo efectivo de la población en distintas partes del mundo como
en cuanto al progreso de la tecnología, las habrían hecho irreales. No puede negarse que
el problema que el grupo señala es grande —como lo fue la formulación de Malthus— y
que debe ser tomado seriamente en cuenta en la formulación de las políticas. Sin
embargo, puede sostenerse que el carácter de las conclusiones no cambia simplemente
porque son exhibidas en términos de resultados computados; y en lo que toca a las
conclusiones más amplias de los autores, esto es, no exclusivamente económicas, está
lejos de quedar claro que una detención completa de todo crecimiento sea
necesariamente la mejor prescripción intelectual o lo mejor desde el punto de vista de la
política práctica.
Tal vez sería conveniente en este punto, en el que las ideas ventiladas se
483
entremezclan con problemas sociológicos más amplios, en particular con aquellos
concernientes a la relación entre el individuo y la sociedad, volver brevemente a Marx, el
economista par excellence del siglo XIX que intentó combinar inter alia una teoría de la
sociedad con un análisis de su estructura económica. Hay poco que agregar a la detallada
exposición de las ideas económicas de Marx presentada en el capítulo VI. Ahora bien, al
considerar el curso —o el destino— de las ideas marxistas en el pasado más reciente es
posible adoptar cierto número de criterios. En primer lugar está lo relativo a los escritos,
esto es, el continuado estudio de las mismas obras de Marx y de Engels con objeto de
llegar a una comprensión mejor de sus propias ideas. En los países occidentales el flujo
de escritos aunque constante no es considerable ya que, desde luego, esto es
primordialmente el trabajo de aquellos que han aceptado las ideas básicas de Marx.
Existe, en segundo lugar, las obras de marxistas que “continúan” el trabajo del maestro
aplicando técnicas marxistas a nuevos datos económicos. Fuera de la Unión Soviética y
de otros países comunistas la producción en esta área no es muy considerable y ha sido
inspirada en gran medida por Das Finanzkapital (1927) de Hilferding,* e Imperialismo,
última etapa del capitalismo (1917) de Lenin, cuya primera continuación importante fue
el New Data for Lenin’s lmperialism de Eugene Varga. Por lo general estos estudios62
han tratado de mostrar que los elementos esenciales del análisis marxista y las
predicciones en relación con el desarrollo futuro del capitalismo, incluyendo la
propensión a crisis periódicas, no han sido modificadas por las alteraciones estructurales
en la moderna organización industrial, tanto en relación con la empresa como con la
mano de obra, o por cambios en la relación del Estado, directamente o a través de sus
diversos órganos, con la maquinaria industrial.63
Otra área es el estudio del desarrollo económico en aquellos países que han pasado a
través de revoluciones inspiradas en la visión del capitalismo de Marx y han establecido
regímenes comunistas. Esto es, naturalmente, de un orden completamente distinto al
estudio de los “textos” originales o al intento de probar su validez permanente en los
países capitalistas. Los mismos escritos de Marx contribuyen sólo mínimamente a
resolver la pregunta de cómo puede ser organizada la economía en una sociedad
comunista (o, como dirían los marxistas, en la sociedad intermedia, la socialista) ya que
él, además, explícitamente rechazó la idea de escribir “recetas para la cocina del futuro”.
Esta discusión tiene poco que ver con el marxismo como tal; propende a estar más
relacionada con las técnicas de planeación, la dirección central de la economía, la
autonomía regional, la autonomía de las empresas particulares, etc. Hay cierto número
de puntos de contacto de carácter técnico en las preocupaciones de economistas que
trabajan dentro de las economías capitalistas en el campo de la economía pública y las
preocupaciones de sus colegas en los países comunistas, de manera que el diálogo entre
ellos se está haciendo más frecuente.64
Finalmente, existe la actitud en los economistas no marxistas frente a la economía
marxista. Es posible declarar que no ha habido un reavivamiento de interés, como el que
se dio en la década de 1930, fecha en que muchos economistas acudieron al estudio de
Marx, bajo la influencia de la secuela social y política de la depresión económica en los
484
países capitalistas y cuando la Unión Soviética alcanzaba sus primeros éxitos. Hablando
en términos generales los desarrollos poskeynesianos de la macroeconomía han dejado
de lado el marxismo. Sin embargo, hay ejemplos que muestran que algunos economistas
modernos, entre ellos Joan Robinson, están dispuestos a tratar a Marx, el hombre de
estudio, con un gran respeto. Aunque no es marxista, Joan Robinson siempre se ha
sentido un tanto escéptica acerca de los supuestos de la teoría económica “ortodoxa” y
consecuentemente ha mostrado cierta simpatía por el marxismo. Ya desde 1942 pensaba
que “la esperanza para el progreso de la economía” reside “en el uso de métodos
académicos (esto es, presumiblemente, las técnicas de la teoría económica moderna)
para resolver los problemas planteados por Marx”.65 W. Leontief, uno de los pensadores
más originales en la teoría económica actual, aunque escéptico acerca de los “logros
analíticos de Marx”, sí hace notar la fuerza de su pensamiento en el “conocimiento
realista, empírico, del sistema capitalista” y piensa que “el significado de Marx para la
teoría económica moderna es el de una fuente de observación directa inagotable”.66 Aun
Paul A. Samuelson, la cabeza de la moderna economía neoclásica, en varias ocasiones
ha mezclado sus críticas al marxismo con referencias a algunos de sus logros, tales como
cierta anticipación al análisis de insumo-producto de Leontief y al esquema marxista de
reproducción ampliada, precursor de algunos modernos modelos de crecimiento.67
Éstos, sin embargo, son ejemplos aislados. En general es necesario concluir, como lo
hace un moderno economista que ha mostrado una simpatía considerable por Marx, el
científico social, “que las condiciones objetivas han sido más importantes que los méritos
intelectuales abstractos para el surgimiento y la declinación de la economía marxista”. El
mismo autor subraya dos factores que han actuado en favor del marxismo: “su
englobamiento en un impresionante sistema de filosofía social y la disponibilidad de un
amplio rango de materiales efectivos para un rango igualmente amplio de intereses y
niveles intelectuales”.68
Ahora bien, si ha habido un renovado interés en Marx en los últimos años,
ciertamente no ha incrementado el estudio de la economía marxista sino, más bien, de
sus ideas más generales acerca de la sociedad. En relación con esto la joven generación
de marxistas contemporáneos ha acudido al joven Marx en busca de inspiración,
apasionadamente preocupado por el problema hegeliano de la “enajenación”.69 La
palabra y el concepto se originaron en Hegel quien, de hecho, utilizó dos palabras, que
pueden ser traducidas como enajenación y alienación. La primera es el proceso por el
cual la mente toma conciencia de sí por medio de la actividad, al actuar sobre un objeto.
La segunda denota las divisiones en la mente humana cuando el hombre confronta sus
propios productos exteriorizados. Para Hegel la historia es el progreso de la mente a
través del trabajo, la exteriorización, la oposición, esto es, la alienación de la armonía
final en la autoconciencia. Marx, quien utilizó los dos términos indistintamente, afirmó
haber situado a Hegel en el punto correcto al hacer de esto un proceso material más que
mental. Comenzando con una mano de obra enajenada y una economía consistente en
bienes de consumo, incluyendo una fuerza de trabajo con valor de uso y valor de
cambio, desarrolló toda su teoría de la evolución del capitalismo. La última derrota de
485
éste sería consumada por los conflictos “reales” producto de una era en la que habrá
terminado la enajenación del hombre por el hombre, del hombre por sus productos y de
la mente por los objetos.70 No es difícil entender que el énfasis en este enfoque haya
tenido un atractivo especial para una generación aturdida por el creciente (y casi
absoluto) carácter impersonal del moderno proceso económico que con frecuencia ha
propendido a rechazar muchos de sus subproductos, no solamente en lo que concierne a
la reacción individual hacia la economía sino también a través de los efectos adversos
directos en el medio o a través del tipo de valores que alienta —punto en el que se
enlazan buena parte de la desilusión de la generación joven con la crítica al crecimiento
económico del que ya se ha hablado.
Sin embargo, la actitud crítica hacia la economía moderna no está de ninguna manera
limitada a los marxistas por una parte y a los escépticos acerca de la evaluación propia
del incremento del PNB por la otra. Durante más de cuatro décadas una corriente
continua de análisis críticos ha provenido de la pluma de un economista académico cuya
influencia en la generación actual ha sido considerable.
John Kenneth Galbraith no encaja fácilmente en una descripción convencional.71 Ha
sido considerado no como un economista sino como un periodista y político (no obstante
haber desempeñado cierto número de cargos académicos incluyendo aquel codiciado
puesto en Harvard), como el único economista original que trabaja en nuestros días,
como un profeta social o como un enfant terrible aparecido para escandalizar a los de
ideas más convencionales. No hay duda acerca de su condición de economista, a menos
que el término sea rigurosamente reservado a los elaboradores de modelos
macroeconómicos que utilizan en el proceso complicadas técnicas matemáticas. Las
dudas que queden tal vez habrán sido eliminadas por el hecho de que Galbraith fue
elegido como presidente de la Asociación Norteamericana de Economistas.72 Dado que
en sus inicios se sintió interesado por la economía agrícola más que por la teoría pura tal
vez no sea exagerado suponer que su experiencia en un área de la economía en la que las
tradiciones del laissez faire nunca han sido particularmente poderosas y en la que lo
político y lo económico tienden a estar inseparablemente interrelacionados contribuyó a
determinar la dirección que han tomado sus subsecuentes intereses. Sin duda otro factor
fue su participación en los procesos de control de precios durante la guerra que debe
haberle proporcionado profundas lecciones sobre la acción recíproca entre la política y
los negocios y que sin duda debe haber contribuido a su actitud divertida —para no decir
cínica— en cuanto a las pretensiones de algunos de los grandes oficiantes de la economía
de mercado. El practicar periodismo por un tiempo le ayudó a adquirir fluidez y estilo.
Su gran contraparte en Cambridge (Massachusetts), localizado en el otro extremo del
conocimiento económico, P. A. Samuelson (él mismo un estilista), ha señalado que
Galbraith constituye una excepción a la regla que parece prevalecer entre los científicos
sociales, esto es, la de escribir con indiferencia.73 Con frecuencia se ha igualado Galbraith
a Veblen, en parte por la amplitud de sus análisis, y en parte por su estilo, que ha
enriquecido enormemente el idioma con frases como “la sociedad opulenta” o “la
sabiduría convencional”, estilo que al mismo tiempo que es extremadamente lúcido casi
486
llega a la mofa de la propia sabiduría de su autor. Probablemente exista una influencia
consciente. En cualquier caso, de lo que no hay duda es de que Galbraith está
estrictamente en la tradición de Veblen (sin mucha intervención de veblenianos
posteriores tales como Mitchell y Commons, aunque es muy afín a Clarence Ayres), una
tradición particularmente norteamericana. Es difícil decir si la mezcla de origen
escandinavo en un caso y escocéscanadiense en el otro son ingredientes esenciales de la
forma particular en que se expresa esta tradición.74
Haciendo a un lado colaboraciones para la prensa, un diario elaborado durante un
periodo como embajador, una novela y escritos similares, y excluyendo también The
Great Crash, 1929 (1959), básicamente una brillante obra periodística, y A Theory of
Price Control (1952), resultado directo de sus experiencias durante la guerra, los libros
de Galbraith sobre temas económicos, que llegan a ser 20 a la fecha, han tratado
principalmente sobre la estructura económica y, dentro de la materia, esencialmente de la
economía norteamericana. Su primer intento por desarrollar una teoría para explicar el
cambio en las condiciones generales de las empresas en su relación con el Estado fue
American Capitalism. The Concept of Countervailing Power (1951). Después apareció,
en 1959, La sociedad opulenta, libro que lanzó de inmediato a su autor a la fama
mundial, y más tarde El nuevo Estado industrial (1967). Es en estos dos últimos libros,
que son quizá los más importantes, donde puede apreciarse la dirección general del
pensamiento económico de Galbraith. Es necesario tener en mente al acercarse a ellos
que el autor claramente está más interesado en influir las opiniones de grandes sectores
de un público razonablemente bien instruido, y a través de éstos a los políticos, que en
convencer a sus colegas profesionales. En sus obras siempre está presente la tendencia a
exagerar una tesis con formulaciones cuyo objeto es lograr un máximo impacto
omitiendo requisitos que hayan sido cuidadosamente equilibrados. El riesgo que corre es,
por lo tanto, que su propósito sea incomprendido en cierta forma.
La tesis principal de La sociedad opulenta es que el cuerpo de la economía
tradicional, y el acuerdo común que refleja y ejerce su influencia, desarrollado en
circunstancias cuando las necesidades iban en persecución de las mercancías, no
funciona de manera apropiada cuando lo opuesto se convierte en realidad, tal como ha
sucedido en los países industrializados y avanzados del mundo. Galbraith relaciona el
surgimiento de la economía tradicional (que se convertiría en parte importante de “la
sabiduría convencional”) con las circunstancias del ascenso de la industria moderna a
finales del siglo XVIII y principios del XIX, después de siglos de estancamiento, y muestra
que la “tradición de desesperanza” con que se inició la economía moderna no
desapareció ni siquiera en la fase más optimista de finales del siglo XIX. Actualmente las
cosas son diferentes: “Ahora las mercancías son abundantes; en los Estados Unidos
mueren más seres humanos por exceso de alimentación que por falta de ella”.75 A
continuación lista los bienes de consumo convencionales que fluyen copiosamente en
una corriente siempre creciente de una maquinaria de producción que se ha convertido
en un fin en sí misma. Sin embargo, esta opulencia privada aparece junto a una “pobreza
pública”, producto de la negación de estos satisfactorios públicos al consumo colectivo,
487
lo que mejoraría el nivel de vida. Ésta es una tesis que, como hemos visto, ha sido
sustentada por toda una escuela de escépticos sobre el contenido y la calidad del
crecimiento económico.
Estos puntos de vista de Galbraith han sido criticados sobre la base de que si bien
pueden ser ciertos en los países ricos y de los ricos en los países ricos, no son aplicables
a aquellos que todavía no padecen de un exceso de bienes —opulencia privada—, sean
los pobres de cualquier lugar, sean, más generalmente, los países pobres. Tal vez haya
una justificación superficial de este punto de vista en relación con el mundo en
desarrollo. Sin embargo, es necesario recordar que el libro se ocupa de los países
desarrollados y, más particularmente, de los Estados Unidos. Las ocasionales referencias
que hace de Asia o del Cercano Oriente, para no decir nada de muchos otros escritos de
Galbraith, muestran, sin lugar a dudas, que está completamente consciente del problema
de las áreas menos desarrolladas del mundo.
No hay justificación para el punto de vista que afirma que Galbraith, al poner de
relieve los problemas de la opulencia, ignora la posición de los pobres, de aquellos cuyas
necesidades permanecen insatisfechas a un nivel muy bajo de consumo privado. En los
capítulos sobre desigualdad y pobreza (“una vergüenza… en los Estados Unidos
contemporáneos”)76 deja ver sus opiniones de manera sobradamente clara. Sería más
justo decir que el fracaso en mejorar los niveles de vida de los pobres y en disminuir la
desigualdad debe ser contado entre los elementos de esa pobreza pública que él contrasta
con la opulencia privada.
En El nuevo Estado industrial son expuestas y examinadas de manera más
sistemática las indicaciones dadas en el libro anterior acerca de las características
estructurales de nuestra economía que crearon y perpetuaron los defectos sociales y
culturales que ya había señalado el autor. De nueva cuenta, nuestro lenguaje es
enriquecido con términos tales como “la tecnoestructura” y “el estado científico y
educacional”. También se habla de la “secuencia modificada”, esto es, la sustitución de
la antigua proposición económica acerca de la soberanía del consumidor —las
necesidades que provocan la producción— por una situación en la que las grandes
corporaciones crean mercados y determinan el comportamiento de los consumidores en
interés del mantenimiento de cierto ritmo de producción; se mencionan, además, las
consecuencias financieras que esto implica. El “mercado” —como categoría de libro de
texto de economía— es sustituido por una planeación que hace posible “el uso
organizado de capital y tecnología”.77 Ésta es la esencia del sistema industrial y Galbraith
reconoce que lleva a cabo sus tareas con un alto grado de competencia. Lo que cuestiona
son los propósitos a que sirve más que la manera en la que los sirve ya que, cuando
menos (trayendo de nuevo el tema de La sociedad opulenta), descuida mucho otros
propósitos de la existencia humana al no estar diseñado para servirlos.
En este libro, más que cualquier otro escrito por Galbraith, hay reminiscencias de
Veblen en la sustancia y en el método de abordar el asunto, en particular de The Theory
of Business Enterprise o de Absentee Ownership.78 También se encuentran aquí
vestigios de una vieja tradición del análisis económico norteamericano: la actitud
488
escéptica hacia las grandes corporaciones, el temor a los monopolios y el interés en
investigaciones realistas sobre la estructura económica. Estas características que han
continuado floreciendo en los Estados Unidos a la par con un sorprendente incremento
en la teoría económica absoluta y totalmente pura tal vez provengan de un ímpetu
ininterrumpido de ciertas características de la estructura política norteamericana: un
interés marcado, permanente y divulgado de la legislatura en los aspectos específicos de
la economía, por una parte, y las acciones del ejecutivo, por la otra.
Lo anterior se concentró brevemente en los dos libros aquí considerados como los
más representativos del enfoque general del autor. Esto no significa que la obra, asumida
íntegramente, no contenga otras contribuciones valiosas. Pueden distinguirse quizá
Economics and the Public Purpose (1973) y A View from the Stands (1986). Esta
última es una colección particularmente útil de escritos varios que demuestra claramente
el amplio interés de Galbraith y su talento especial para la escritura humorística, aunque
altamente instructiva a la vez. Su última obra sobre tópicos económicos de esta época
(Economics in Perspective, 1987) es una historia muy vivaz de la materia. La discusión
con que concluye es acerca de la relación entre la economía y la política, tópico sobre el
que se hablará más tarde.
El interés en las aplicaciones de los nuevos desarrollos económicos, particularmente
en la medida en que afectan la estructura industrial, no ha estado restringido a los
Estados Unidos. Nuevos estudios sobre las nuevas grandes corporaciones han aparecido
en cantidades considerables,79 particularmente cuando sus operaciones trascienden las
fronteras nacionales. Aunque mucho de esto es de naturaleza especializada, bastantes
economistas también se han ocupado de las implicaciones de la concentración en
relativamente pocas manos del poder de decisión en materia económica. Este fenómeno
abarca problemas como la colocación internacional de la inversión y la producción con
sus consecuencias en la incidencia del empleo en distintos países y en las corrientes de
comercio a largo plazo lo mismo que en las balanzas de pagos internacionales. No
pueden olvidarse otras implicaciones que invocan el reexamen de cierto número de
factores que tradicionalmente han tenido su parte en el análisis económico, tales como la
motivación de la utilidad o el significado de la empresa, cuando las decisiones se
encuentran en gran medida en manos de directivos profesionales y no de los accionistas
(es decir, los propietarios), junto con el aparato teórico que se construye sobre ellos.
489
490
1
Politicians and the Slump de Robert Skidelsky (1967), a la que ya se ha hecho referencia, es un fascinante
relato de las políticas de dirección económica de preguerra; contiene también interesantes referencias al punto
antes mencionado.
2
M. Friedman, “The Case for Flexible Exchange Rates”, Essays in Positive Economics (1953). Ya antes el
mismo Friedman había señalado la relación entre sus puntos de vista sobre las políticas nacionales e
internacionales: “A Monetary and Fiscal Framework for Economic Stability”, American Economic Review (junio
de 1948).
3
Harry G. Johnson, miembro de la escuela de Chicago, ha escrito un análisis muy interesante de la
revolución keynesiana y de la contrarrevolución monetarista utilizando argumentos no incompatibles con los que
se presentan aquí pero yendo mucho más lejos al desarrollar una teoría de cómo surgen las revoluciones y las
contrarrevoluciones de estas ideas: “The Keynesian Revolution and the Monetarist Counter Revolution”,
Encounter (abril de 1971).
4
Conferencia dictada en la Universidad de Londres y publicada por el Instituto de Asuntos Económicos en
1970. Entre las muchas exposiciones anteriores y más elaboradas pueden mencionarse: Don Patinkin, Money,
Interest and Prices (1956); M. Friedman y W. W. Heller, Monetary versus Fiscal Policy (1968), relato de un
debate en la Universidad de Nueva York; la serie de ensayos en The Optimum Quantity of Money (1969), de
Friedman y el esfuerzo monumental para darle fundamentos históricos a la teoría en: M. Friedman y A. J.
Schwartz, Monetary History of the United States 1867-1960 (1963). Para una exposición anterior desde el
punto de vista monetarista véase H. C. Simons —autor que ha tenido mucha influencia en la formación de las
opiniones de Friedman—, Economic Policy for a Free Society (1948).
5
En la conferencia Richard Ely, reproducida en Encounter, y a la que ya se ha hecho referencia.
6
Una inferencia posiblemente no descabellada del análisis contenido en el Informe del Comité Radcliffe de
1959 (que debe ser comparado con el informe de 1931 del Comité Macmillan).
7
Véase el debate entre Friedman y Daldor en Lloyds Bank Review (julio y octubre de 1970), así como aquél
entre Heller y Friedman al que ya se ha hecho referencia.
8
En el artículo al que se ha hecho referencia previamente, Johnson considera que los keynesianos
escogieron un mejor argumento desde un punto de vista político —el desempleo— que los monetaristas —la
inflación—. Esto es sin duda cierto, ya que se quiera o no y se admita o no, el énfasis en la política fiscal tiende
a ir acompañado del temor al desempleo, y el énfasis en la política monetaria con el temor a la inflación. La
observación es, sin embargo, más profunda.
9
Es significativo que buena parte de los escritos haya sido de carácter “colectivo”, esto es, producto de
grupos oficiales y no oficiales.
10
Véase J. A. Schumpeter, Historia del análisis económico I, pp. 585-586. México, 1971, FCE.
11
D. R. Robertson, Money (1922), p. 125. Este pasaje sobrevivió un cierto número de ediciones corregidas,
1924, 1928, 1932, aunque sería equivocado olvidar que el autor pensó principalmente en términos de “coquetear
con un uso poco juicioso de la maquinita de hacer dinero, y considerar al mismo tiempo correcto el mantenerse
muy cerca de la decisión obvia de preservar estable el nivel de precios”. [Edición en español del FCE, México.
1955.]
12
Para una exposición útil véase N. Kaldor, “Economic Growth and the Problem of Inflation”, Economica
(agosto y noviembre de 1959), reimpreso en Essays on Economic Policy (1969). vol. I, pp. 166-199.
13
Sir Josiah Stamp, “Work and Wages”, The Times (11 y 12 de junio de 1931).
14
Para una generosa admisión del error de esta política véase Lord Robbins, Autobiography of an Economist
(1971), pp. 152-155.
15
A. W. Phillips, “The Relation Between Unemployment and the Rate of Change of Money Wage Rates in the
United Kingdom 1861-1957”, Economica (noviembre de 1958).
16
Pueden citarse algunos ejemplos anteriores: J. C. R. Dow, The Management of the British Economy 19451950 (1952); G. D. N. Worswick y P. H. Ady (compiladores), The British Economy in the 1950s (1962).
17
Algunas exposiciones particularmente iluminadoras son: George L. Perry, “Changing Labour Markets and
Inflation”, Brookings Papers on Economic Activity (marzo de 1970), pp. 411-441; Charles E. Schultze, “Has the
Phillips Curve Shifted? Some Additional Evidence”, Ibid. (febrero de 1971), pp. 452-467; Robert E. Hall,
“Prospects for Shifting the Phillips Curve through Manpower Policy”, ibid. (marzo de 1971), pp. 656-701.
491
18
En la obra de Perry arriba mencionada los resultados parecen indicar que una tasa total de 4% de desempleo
(nótese que es un 4% de acuerdo con las medidas norteamericanas) produciría una inflación de 1.5% mayor que
en la década de 1950.
19
Vale la pena señalar la importancia de las dificultades que esto presenta no sólo en relación con el problema
general de la dirección macroeconómica sino más particularmente en cuanto a lo adecuado y, desde luego, la
eficacia de la política monetaria sobre todo en sus formas más extremas, como lo predican los monetaristas.
20
Particularmente en Gran Bretaña las exposiciones populares y semipopulares de los años recientes han
considerado estos puntos y —mutatis mutandis— han reproducido las discusiones de principios de la década de
1930. Para una exposicion admirablemente clara y balanceada de estas cuestiones, así como de la mayoría de los
temas de esta sección, véase Gardner Ackley, Stemming World Inflation (1971).
21
Otro ejemplo —éste sobre los Estados Unidos— puede ser encontrado en la obra de Sumner H. Slichter.
Debe señalarse que ni Robertson ni Slichter pueden de ninguna manera ser considerados como economistas de
“izquierda”.
22
Véase, por ejemplo, William S. Vickrey, “Stability through Inflation”, Post-Keynesian Economics (1955),
Kenneth K. Kurihara (compilador). Una explicación reciente, particularmente definida, en relación con este punto
de vista puede ser encontrada en James Tobin y Leonard Ross. “Living with Inflation”, New York Review of
Books (6 de mayo de 1971), pp. 23-26. Una exposicion más equilibrada, aunque claramente simpatizando más
coneste punto de vista que con el contrario, puede ser encontrada en Arthur M. Okun, Inflation: The Problem
and Prospects Before Us (1970) y en “The Mirage of Steady Inflation”, Brookings Papers on Economic Activity
(febrero de 1971), pp. 485-498, del mismo autor.
23
La economía regional es un ejemplo particularmente claro de un cierto retraso. No obstante el agudo interés
práctico en esta materia y la existencia de muchos estudios detallados en áreas específicas, por ejemplo el sur de
Italia, el cuerpo general de teoría sobre la materia o está limitado a la economía del desarrollo como tal o todavía
está limitado en buena medida a la teoría de la localización y a la teoría del comercio interregional.
24
Esto no significa que no los haya habido en buena medida en ciertos aspectos de política pública de un tipo
micro/macroeconómico. Véase, por ejemplo, un informe de una conferencia organizada por la Asociación
Económica Internacional: J. Margolis y H. Guitton (compiladores), Public Economics (1969). Otros ejemplos en
campos específicos son Stuart Halland (compilador), The State as Entrepreneur, New Dimensions for Public
Enterprise: The IRI State Shareholding Formula (1972); C. D. Foster, The Transport Problem (1963); Edwin T.
Haefele, Transport and National Goals (1969).
25
Un examen interesante acerca de las medidas adoptadas en distintos países junto con un buen análisis puede
ser encontrado en una publicación de la OCDE, Inflation: the Present Problem (1970). Véase también E. Roll, The
World after Keynes (1968), pp. 79-84. El punto de vista pesimista ahí adoptado sobre la disminución de “la
posibilidad de un conflicto surgido entre las expectativas de asegurar el empleo, la posición de negociación
fortalecida de los sindicatos, producto del compromiso del gobierno a este objeto, los peligros inflacionarios
inherentes a esa situación y las demandas que piden se satisfagan ideales de justicia social” permanece, ¡ay!,
justificado hasta el momento de escribir esto.
26
Tales como el informe ya mencionado de la OCDE, al que ya se ha hecho mención, de Gardner Ackley,
Stemming World Inflation (1971), pp. 77-83 y en la publicación del Comité Norteamericano para el Desarrollo
Económico, Further Weapons against Inflation: Measures to Supplement General Fiscal and Monetary Policies
(1970).
27
Una de las primeras exposiciones sobre el problema fue hecha por economistas suecos e incluye
discusiones de los aspectos económicos más generales: Ralph Turvey (compilador), Wages Policy Under Full
Employment (1952). Aunque no quedan directamente encuadrados dentro de este examen pueden ser
mencionados otros estudios específicos: H. Clegg, How to Run an Incomes Policy (1971); Santos Mukherjee,
Making Labour Markets Work: a Comparison of the UK and Swedish Systems (1972); John Sheahan, The WagePrice Guideposts (1967); Edward F. Denison, Guidepost for Wages and Prices: Criteria and Consistency (1968);
Robert E. Hall, “Why is the Unemployment Rate so High at Full Employment”, Brookings Papers on Economic
Activity (marzo de 1970), pp. 369-402 y “Prospects for Shifting the Phillips Curve through Hanpower Policy”,
Ibid. (marzo de 1971), pp. 659-701; Charles C. Duncan MacRae, Stuart O. Schweitzer y Ralph E. Smith,
“Manpower Proposals for Phace III”, ibid., pp. 703-734; John Dunlop, “Guideposts, Wages, and Collective
492
Bargaining”, Guidelines, Informal Controls and the Market Place (1966), George P. Schultz y Robert Z. Aliber
(compiladores).
28
Por ejemplo, en Gardner Ackley, op. cit., Arthur M. Okun, op. cit., o el tratamiento dado a este aspecto de
la política pública en una de las más autorizadas exposiciones de la moderna dirección macroeconómica: Walter
W. Heller, New Dimensions of Political Economy (1966), pp. 42-47. Véase también en las referencias que se
hacen a este problema en la obra de otro especialista experimentado: Arthur M. Okun, The Political Economy of
Prosperity (1970), passim.
29
Para un punto de vista escéptico en general véase: Paul McCracken, “Economic Policy and the Lessons of
Experience” Republican Papers (1968), M. Laird (compilador) y más específicamente sobre política de precios e
ingresos; y Arthur F. Burns, “Wages and Prices by Formula?”, Harvard Business Review (marzo y abril de
1965). Ambos autores expresan sus opiniones, como puede esperarse, de una manera moderada. Tal vez sea
justo agregar que ambas exposiciones fueron escritas antes de que sus autores asumieran muy grandes
responsabilidades en la elaboración de políticas en su país. Ciertamente, Burns casi desde el momento en que
tomó posesión de la dirección del Consejo de Administradores del Sistema Federal de Reservas se convirtió en
uno de los defensores más enfáticos y persuasivos de una política activa de precios e ingresos.
30
El deseo implícito en lo que escribí hace algunos años al hablar de política económica posiblemente no
pueda realizarse hasta que la economía misma haya sido transformada (si acaso, pero véase más abajo): “El
primer economista que desarrolle una teoría general… sobre cómo realizar estos cambios —algunas veces
masivos— en el modelo de distribución de recursos, teniendo en cuenta los derechos y las aspiraciones
tradicionales y que diga cómo equilibrar —en términos colectivos— las demandas de los distintos sectores de la
comunidad … en una atmósfera en la que el proceso democrático mismo haga que la sola confianza en las
fuerzas del mercado, aun siendo algo deseable, sea imposible, merecerá un gran premio”: E. Roll, “The Uses and
Abuses of Economics”, The Sidney Ball Lecture, 1968 (reimpreso en Oxford Economic Papers, noviembre de
1968, p. 301).
31
J. A. Schumpeter, Historia del análisis económico II, p. 123, FCE, México, 1975.
32
La edicion inglesa, revisada, fue publicada en 1934. Llama la atención que en su libro mencionado antes
sólo se haga referencia a éste en notas al pie de página de los editores. Hay versión castellana, FCE, 1967.
33
Véase, por ejemplo S. Kuznets, Six Lectures on Economic Growth (1959) y Modern Economic Growth,
Rate, Structure, and Spread (1966).
34
Posiblemente es significativo que uno de los teóricos modernos más austeros se haya aventurado a entrar a
este campo con un libro particularmente estimulante al respecto: J. R. Hicks, The Theory of Economic History
(1969).
35
Otro aspecto importante fue el establecimiento en Yale en 1961 de un “Centro de Crecimiento Económico”
“para llevar a cabo un análisis comparativo más completo de la estructura y desarrollo de las economías
nacionales”. Aunque, no obstante su nombre, el centro no se ha restringido a problemas de “crecimiento”, ha
producido un número considerable de contribuciones importantes a la materia.
36
Posiblemente la obra particular más importante de este grupo sea: Edward F. Denison (con la colaboración
de Jean-Pierre Pouillier), Why Growth Rates Differ, Post-War Experience in Nine Western Countries (1967); y del
mismo tipo aunque tratando más específicamente ciertos factores particulares: Richard P. Nelson, Merton D.
Peck, Edward D. Kalachek, Technology, Economic Growth and Public Policy (1967).
37
Un examen útil que explícitamente excluye —lo que es significativo— la teoría del crecimiento tipo
“modelo” puede ser encontrado en M. Abramovitz, “Economics of Growth”. A Survey of Contemporary
Economics II (1952). Para un repaso de desarrollos posteriores, particularmente de teoría más formal, véase: F.
H. Hahn y R. C. O. Matthews, “The Theory of Economic Growth: A Survey”, Surveys of Economic Theory II
(1965).
38
Son específicamente útiles los informes anuales del Cómité de Asistencia para el Desarrollo y las
publicaciones del Instituto Británico de Desarrollo de Ultramar. Véase también el informe de la “Comisión
Pearson”, Partners in Development (1969), producido por un grupo de distinguidos políticos. Dos libros de un
mismo autor que combinan la precisión del análisis con propuestas prácticas merecen más atención de la que han
recibido: David Horowitz, Hemisphere North and South: Economic Disparity among Nations (1966) y The
Abolition of Poverty (1969). Finalmente, si yo tuviera que escoger de entre la extensa y variada producción de
493
Thomas Balogh, el economista británico más versátil, principalmente interesado en los problemas de las políticas
de actualidad, el área de valor más duradero, me decidiría por sus estudios sobre los problemas de los países
subdesarrollados. Véanse, por ejemplo, The Economics of Poverty (1966) y Unequal Partners (1963).
39
Un buen ejemplo de uno de los primeros estudios comprensivos de la materia a lo largo de la línea de la
primera de estas tendencias es: W. Arthur Lewis, Teoría del desarrollo económico (1955) (México 1971, FCE);
mientras que en la línea de la segunda está una obra ya mencionada: S. Kuznets, Modern Economic Growth,
Rate, Structure, and Spread (1966).
40
Ejemplos interesantes de un intento sistemático de relacionar el crecimiento y la política económica en
general son: Thomas Wilson, Planning and Growth (1964) y M. Dobb, An Essay on Economic Growth and
Planning (1960). El profesor Kaldor, además de su trabajo en el campo más teórico, ha escrito bastante sobre
este punto, frontera entre lo “realista” y lo analítico. Véase por ejemplo, “Capitalist Evolution in the light of
Keynesian Economics”, “The Relation of Economic Growth and Cyclical Fluctuations”, ambos incluidos en
Essays in Economic Stability and Growth (1960).
41
Para una exposición más detallada de su obra, véase más adelante.
42
Una de las primeras excepciones que puede mencionarse es: C. E. Ayres, The Theory of Economic Progress
(1944), análisis brillante, hermosamente escrito, que forma un puente entre Veblen y Galbraith y que merece ser
releído ahora.
43
México, 1970, Fondo de Cultura Económica.
44
Si bien hay mucho de estimulante en el estudio de Rostow, no hay evidencias de que su esquema haya
probado ser particularmente productivo para investigaciones posteriores; y muchas de sus proposiciones, por
ejemplo la del despegue, han sido criticadas por arbitrarias y aun por tautológicas. Como ejemplo contrastante
véase la explicación simple y vigorosa del crecimiento de la economía norteamericana que, aunque también utiliza
algunos conceptos sociológicos e históricos, es completamente distinta en tono y tratamiento: Paul M. Mazur,
The Dynamics of Economic Growth (1965).
45
Véase, por ejemplo, C. D. Darlington, The Evolution of Man and Society (1969), E. R. Leach, A Runaway
World (1968) y T. Dobzhansky, Mankind EvoIving (1962), obras que muestran que aun botánicos, antropólogos
y biólogos están preparados en diferente grado para abarcar las ciencias sociales.
46
Ya se ha señalado la excepción interesante, el ensayo de Sir John Hicks, A Theory of Economic History
(1969).
47
Título de su conferencia inaugural en la Universidad de Cambridge, el 2 de noviembre de 1966.
48
Generalmente considerado no benéfico del todo.
49
Economic Journal (marzo de 1939).
50
Econometrica (abril de 1940).
51
Son suficientes algunos ejemplos tomados de entre una vasta producción: la importante obra, a la que ya se
ha hecho referencia, de P. A. Samuelson, Foundations of Economic Analysis (1947), en particular la parte II; P.
A. Samuelson y R. M. Solow, “Balanced Growth under Constant Returns to Scale”, Econometrica (julio de
1953); M. Kaldor, “A Model of Economic Growth”, Economic Journal (diciembre de 1957); R. M. Solow, “A
Contribution to the Theory of Economie Growth”, Quarterly Journal of Economics (febrero de 1956); R. M.
Solow, Capital Theory and the Rate of Return (1963); P. Sraffa, Production of Commodities by Means of
Commodities (1960), Joan Robinson, La acumulación de capital (1956) (México 1960, FCE) y Ensayos sobre la
teoría del crecimiento económico (1962) (México, 1973, FCE); Kenneth K. Kurihara, “Distribution Employment
and Secular Growth”, en K. K. Kurihara (compilador), Post-Keynesian Economics (1955); R. F. Kahn, (junio de
1959). Una excelente colección de documentos sobre esta materia general, compilada por el profesor Heller y que
contiene una interesante introducción suya es: Perspectives of Economic Growth (1968).
52
Véase, por ejemplo, Martin Bronfenbrenner, Income Distribution Theory (1971), particularmente pp. 87-91
y 416-422.
53
P. N. Rosenstein-Rodan, “Problems of Industrialization of Eastern and South-Eastern Europe”, Economic
Journal (junio de 1943); “Notes on the Theory of the Big Push”, Economic Development for Latin America,
Proceedings of a Conference held by the International Economic Association (1961); H. B. Chenery, “The
Interdependence of Investment Criteria” en M. Abramovitz et al. The Allocation of Economic Resources (1959).
54
Debe agregarse, en justicia, que mientras el libro de Mishan es una pieza de erudición de un economista
494
profesional completamente versado en las técnicas del moderno análisis neokeynesiano, el simposio de Meadows
es esencialmente un “documento público” designado principalmente con el propósito de crear una reacción
pública inmediata. (Publicado en español por el Fondo de Cultura Económica, México, 1972.)
55
E. J. Mishan, op. cit., p. IX.
56
Una colección muy útil de escritos en este campo puede ser encontrada en: J. Kenneth Arrow y Tibor
Scitovsky (compiladores), La economía del bienestar (1969) (México 1974, 1975, FCE). El mismo Mishan ha
hecho cierto número de contribuciones importantes, particularmente en relación con el concepto de excedentes
del consumidor, por ejemplo, “Realism and Relevance in Consumer’s Surplus”, Review of Economic Studies, vol.
15 y La economía del bienestar (1969). Debe hacerse mención especial del innovador artículo de A. Bergson, “A
Reformulation of Certain Aspects of Welfare Economics”’, Quarterly Journals of Economics (1938). Para una
reexposición sobre la imposibilidad de reconstruir el índice del PNB de manera que refleje prosperidad, véase
Edward F. Denison, Welfare Measurement and the GNP ”, Survey of Current Business (enero de 1971).
57
Mishan, op. cit., p. 85.
58
Ibid., p. 8. Las reflexiones, emocionales en exceso, que el autor hace en este libro y en muchos otros
escritos sobre la juventud moderna o sobre la pornografía dejan ver que el impulso detrás de las opiniones de
Mishan debe provenir como veremos más adelante de consideraciones “ideológicas”, por lo menos en la misma
medida que del descontento por la pertinencia de las categorías económicas.
59
“In Place of GNP ”, en Towards a New Political Economy, Collected Works, vol. XIII (el único en inglés), pp.
73-93.
60
Op. cit., pp. 8 y 9.
61
A. C. Pigou, The Economics of Welfare (1932), p. 36.
* Hay edición en español: El capital financiero, México.
62
Dejando de lado lo que puede calificarse de folletín de carácter político, una o dos obras eruditas pueden
ser citadas: Paul M. Sweezy, Teoría del desarrollo capitalista (1942) (México 1974, FCE); Paul A. Baran, La
economía política del crecimiento (1957) (México 1973, FCE); Paul A. Baran y Paul M. Sweezy, Monopoly
Capital, An Essay on the American Economic and Social Order (1966) (hay edición en español) y, en un aspecto
un tanto distinto, M. H. Dobb, On Economic Theory and Socialism (1955) y An Essay on Economic Growth and
Planning (1960), ya mencionadas.
63
Un simposio interesante que explícitamente plantea la pregunta, más que asumir y luego tratar de probar, es
Shigeto Tsuru (compilador), Has Capitalism Changed? (1961) en la que cierto número de autores, de los cuales
sólo algunos son marxistas, dan sus respuestas personales.
64
Véanse dos interesantes documentos y la discusión acerca de ellos en: J. Margolis y H. Guitton
(compiladores), Public Economics (1969) y que son V. P. Glouskov, “New Methods of Economic Management
in the USSR, Some Features of the Recent Economic Reform” y A. Pokrovski, “Socialist Planning and Capitalist
Programming: An Analytical Comparison of the Procedures”. Véase también: Vladimir S. Treml, “Interaction of
Economic Thought and Economic Policy in the Soviet Union”, History of Political Economy, vol. I, núm. 1
(primavera de 1969), pp. 187-216, que habla de un “renacimiento de la economía” en la Unión Soviética y
menciona numerosos ejemplos de la difusión de las ideas y técnicas “occidentales”. En relación con este mismo
punto es aclaratorio: J. M. Letiche, “Soviet Views on Keynes: A Review Article Surveying the Literature”,
Journal of Economic Literature (junio de 1971).
65
Joan Robinson, An Essay on Marxian Economics (1942) (hay edición en español), p. 115.
66
Wassily Leontief, en una conferencia de 1937, reimpresa en Essays in Economics (1966), pp. 82-83.
67
Paul A. Samuelson, “Marxian Economics as Economics”, American Economic Review (mayo de 1967), pp.
616-623.
68
Martin Bronfenbrenner, “The Vicissitudes of Marxian Economics”, History of Political Economy, vol. 2,
núm. 2 (otoño de 1970), pp. 207, 223.
69
La fuente básica está formada por los llamados “Manuscritos económicos-filosóficos de París”. El primero
en llamar la atención sobre ellos fue Peter Mayer: J. P. Mayer, “Über eine unveröffentlichte Schrift von Karl
Marx”, Rote Revue (1931) núm. 5, posteriormente incluidos en una colección compilada por él (junto con S.
Landshut), Der Historische Materialismus (1932). Recientemente se ha generado una enorme cantidad de
controversias de un carácter en buena medida esotérico en cuanto a si las preocupaciones “humanistas” del joven
495
Marx fueron abandonadas posteriormente cuando fue absorbido en el análisis económico de El capital o si, por
el contrario, hay una línea intelectual ininterrumpida que lleve de la rebelión contra la opinión hegeliana sobre
enajenación a la teoría posterior de la explotación capitalista, de las crisis y de la crisis final, todo esto
comprendido en la interpretación materialista de la historia. En apoyo del último punto de vista con frecuencia se
hace referencia a otro grupo de manuscritos que Marx escribió alrededor de trece años después, Grundrisse der
Kritik der politischen Ökonomie (1857/1858) que fueron publicados por vez primera en Moscú poco antes de la
guerra, en 1939, y permanecieron relativamente desconocidos en Occidente hasta la década de 1950. (Hay varias
versiones en español.) Este argumento no es especialmente significativo para una apreciación de las ideas
mismas, aunque naturalmente estimula las distintas tendencias entre los seguidores de Marx.
70
Una reciente exposición que simpatiza con el marxismo y que hace énfasis en los aspectos sociológicos es
Henry Lefebure, The Sociology of Marx (1968). Para un análisis crítico, particularmente de la filosofía marxista,
véase H. B. Acton, The Illusion of the Epoch, Marxism-Leninism as a Philosophical Creed (1955).
71
Aunque yo claramente lo situaría entre la media docena de economistas “semifinales” en actividad.
72
Para un análisis detallado de las actitudes de la “profesión” hacia Galbraith, véase “What is Economics,
What is an Economist?” de E. Roll y “El caso de J. K. Galbraith” en Unconventional Wisdom de Samuel Bowles,
Richard O. Edwards y William S. Shepherd ed. (1989).
73
En cuanto al aspecto general del “estilo” económico véase Walter S. Salant, “Writing and Reading in
Economics”, Journal of Political Economy (julio/agosto de 1969).
74
Su autobiografía, A Life in Our Times (1981), es una compilación sincera y de gran interés de su desarrollo
intelectual.
75
J. K. Galbraith, The Affluent Society (1958), p. 97.
76
Ibid., p. 259.
77
J. K. Galbraith, The New Industrial State (1967), p. 354.
78
Sin embargo, se da el caso de que Veblen, con toda su inteligencia, no puede compararse a Galbraith como
economista. En un sentido Veblen no estaba interesado en la economía como tal; esencialmente era un crítico de
la cultura. Cuando escribió más claramente como economista, por ejemplo, en The Engineers and the Price
System, tomó y condujo a otros por el camino errado.
79
En ediciones anteriores el nombre de Berle se dejó fuera inexplicablemente: Adolf A. Berle (con Gardiner C.
Means), The Modern Corporation and Private Property (1932). Esta obra tuvo una influencia indudable sobre
Galbraith y es reconocida como de gran importancia.
496
497
XIII. ¿UNA NUEVA CERTIDUMBRE?
1. DE LA NUEVA ECONOMÍA A LA NUEVA MACROECONOMÍACLÁSICA
USUALMENTE es confuso y a veces incluso peligroso utilizar las etiquetas de la historia
política para representar con ellas sucesivas incrustaciones de interpretación a la amplia
historia de las ideas, y la economía no es la excepción. Sin embargo, después de la
“revolución” de los clásicos y de la “revolución marginal” de finales del siglo XIX, se
acostumbra continuar la distinción con nombres similares a lo que parecen ser —ya sea
en opinión de los contemporáneos o más frecuentemente en retrospectiva—, las
tendencias principales hacia las que la disciplina es proclive. De este modo, desde hace
unas décadas se habla de la revolución keynesiana y de la contrarrevolución
antikeynesiana, y este patrón continúa en los últimos capítulos. Pero mientras en la
historia política a las revoluciones y contarrevoluciones siguen periodos de relativa
estabilidad con una y otra tendencias dominantes, esto no es así en la historia del
pensamiento económico de los cincuenta años recientes. Ciertamente, como subrayé en
las distintas ediciones de este libro, pocas ideas económicas, por lo menos en sus formas
más generalizadas, desaparecen simultáneamente; por lo general, continúan formando
parte del pequeño cambio del discurso político cotidiano, aun si han perdido crédito o
han sido abandonadas por los expertos.
Lo cierto es que la revolución keynesiana fue suficientemente exitosa como para
imponerse por un cierto periodo, y, por cierto, sin desafío alguno por parte de los
académicos; aunque también, en alto grado, fue aceptada en el mundo real de la acción
económica. Esto no parece tener mucho sentido después de la contrarrevolución masiva,
particularmente en su apariencia monetaria, por lo menos en el campo de la teoría.
Donde efectivamente adquirió un alto grado de autoridad incuestionable —no universal y
tampoco, hasta lo que podemos decir, en su duración secular— fue en la influencia que
ejerció sobre ciertos políticos en algunos países, y, por consecuencia, en la política
económica de éstos.
Pero antes de intentar determinar la longevidad de la contarrevolución, conviene
describir sus más recientes manifestaciones de forma más detallada y analítica.
Ciertamente, la brecha entre las convicciones aceptadas por la gran mayoría de los
profesionales y las creencias de los políticos fue intensamente subrayada en marzo de
1981, cuando 364 importantes economistas británicos, muchos con gran renombre,
publicaron una carta en la que afirmaban que las políticas del gobierno británico estaban
mal dirigidas, y que en ninguna teoría económica existían bases para su validez (The
Times, 29 de marzo, 1981). Por un momento, sus opiniones diferían de la experiencia
económica real. Sin embargo, en marzo de 1988, el grupo expuso de nuevo que la
realidad apoyaba sus opiniones. No se quedaron sin respuesta. En la introducción de una
detallada encuesta acerca de la opinión de los economistas en 1990, la original frase fue
498
calificada de “infame” (Ricketts and Shoesmith, eds., British Economic Opinion,
Instituto de Asuntos Económicos, 1990), palabra que incidentalmente parece abundar
entre la “nueva derecha”: el profesor Minford, por ejemplo, describió el Reporte Delors
sobre la unión económica y monetaria europea con este adjetivo al comentar un discurso
del director del Banco de Inglaterra, coautor de dicho informe (The Future of Monetary
Arrangements in Europe, Instituto de Asuntos Económicos, 1989). Tal vez el término se
usó para expresar lo opuesto a “famosa”. Sin embargo, según el Oxford Dictionary —y
el uso común— significa “notoriamente vil, malvado, abominable”.
La “nueva economía clásica” o la “nueva macroeconomía clásica” son
denominaciones que definen el desarrollo de los últimos veinte años, caracterizado por
una visión muy general; en ocasiones, se afirma que requiere de un tratamiento algo más
completo por el significado tan fundamental que tiene para la base entera de la ciencia
económica. Un elemento de importancia en ella son las “expectativas racionales”, y
conviene comenzar con esto. Sin acercarse demasiado a los rasgos iniciales de esta
escuela, es posible seguir la práctica general de la aceptación, como sus fundadores
Robert Lucas, de la Universidad de Chicago, y Thomas Sargent, de la Universidad de
Minnesota, junto con Robert Barro, también de la Universidad de Chicago (y ahora
Harvard), como tercer miembro del grupo original; aunque puede encontrarse evidencia
previa en “Rational Expectations and the Theory of Price”, de J. F. Muth en
Econometrica (julio, 1961).
La difusión en la materia ha aumentado rápidamente y hoy es muy amplia; la
siguiente selección, aunque modesta, debe ser suficiente: R. E. Lucas y T. J. Sargent,
After Keynesian Macroeconomics, 1978, en “After the Phillips Curve: Persistence of
High Inflation and Unemployment”, Banco de Reserva Federal de Boston; editado por
los mismos autores, Rational Expectations and Econometric Practice, 1981; el artículo
“Rational Expectations”, de Sargent, en el nuevo Dictionary of Economics de Palgrave,
1987; Rational Expectations in Macroeconomics: An Introduction to Theory and
Evidence, de C. L. E. Attfield, Demery y Duck, 1985; de Willes, “Rational Expectations
as a Counterrevolution”, en The Public Interest, edición especial: “Economics in Crisis”,
1980; Macroeconomics, de R. J. Barro, 1984; de Hoover, The New Classical
Macroeconomics: A Sceptical Enquiry, 1988, que es particularmente útil no sólo porque
abarca la totalidad del campo y no únicamente expectativas racionales, sino también
porque su enfoque es “escéptico”; de Lejonhufvud, “What Would Keynes Have
Thought of Rational Expectations”, con comentarios de L. Pasinetti y P. A. Samuelson;
Keynes and the Modern World, G. D. Worswick y J. S. Trevithik, eds. 1983 —
documentos presentados en una conferencia durante la celebración del centenario del
nacimiento de Keynes—. Para aquellos interesados en los aspectos metodológicos más
recónditos, podemos mencionar Macroeconomic Thought: A Methodological Approach,
de Sheila C. Dow, 1985; y, finalmente, The New Classical Macroeconomics:
Conversations with the New Classical Economists and Their Opponents, de A. Klamer,
1984, con un análisis más revelador que los escritos más formales de varios autores.1
De cierto modo, las expectativas racionales, por lo menos en su relevancia práctica
499
esencial, fundamentan la nueva macroeconomía clásica. Por ello conviene determinar
brevemente lo que tratan. La teoría tiene su raíz en el concepto de conducta racional —y
su historia más o menos sustancial— y literatura relacionadas con ella. La cobertura de
esta materia es mucho más amplia que la del análisis económico, y nos saldríamos del
tema al examinar todos sus aspectos e implicaciones. En lo que a economía se refiere, se
considera que su origen es la noción de elección —por ejemplo en las doctrinas de la
escuela austriaca, particularmente la de Wieser— como la esencia de la conducta de
hombre económico, o el “agente económico”, como es usual llamarlo ahora. (Esta nueva
palabra que describe al individuo en su actividad económica podría ser sujeto por sí
misma de un análisis filosófico-psicológico de las nuevas tendencias teóricas —
¿“agentes” de quién o de qué?—)
Ciertamente, en la formulación de algunos economistas austriacos, Mises y Hayek,
por ejemplo, la elección se convierte en la esencia de toda acción humana como tal. El
término “conducta racional” puede usarse para definir tanto lo que es en realidad —y es
probable que sea (i.e. pronóstico)— la conducta individual, como lo que debería ser, si
cada individuo actuara con el fin de satisfacer sus propios intereses, considerado esto al
menos por implicación, sea su principal motivo (en cierto modo contrario a Adam
Smith), el más frecuentemente utilizado en el análisis de conducta económica, o incluso
como el que “debería ser” (de alguna manera) para sobresalir de los demás.
La “expectativa racional” es la proposición de que los pronósticos afectan los
resultados y éstos las expectativas, causando así una “gratificación” de expectativas a
expectativas. Los “agentes económicos” notarán en algún momento si cometieron algún
error e intentarán revisar sus métodos de predicción hasta lograr el equilibrio, es decir,
una situación en la que de hecho hayan dado forma a expectativas racionales. De manera
más racional, debemos suponer que todos los “agentes económicos” actúan con base en
la mejor información a que tienen acceso así como en los principios de la teoría
económica (por lo menos los fundamentales); así, sus principios serán “imparciales” y
esperarán racionalmente las consecuencias de cualquier intervención por parte de las
autoridades. Como resultado, y suponiendo además la existencia de precios y salarios
flexibles, será imposible para el gobierno (o, de manera más amplia, “la autoridad”)
intervenir en el proceso económico de modo que no sea frustrado inmediatamente por la
acción de los “agentes económicos”.
Esta teoría ha sido desarrollada en gran medida en relación con la eficacia de la
política monetaria; y buena parte de la literatura existente está dedicada a demostrar la
inutilidad de la política monetaria para tratar de influir en las principales categorías
económicas, pues las expectativas racionales frustrarán (de nuevo, se supone que “tarde
o temprano”) la acción de la autoridad monetaria. De hecho, la teoría va más allá, al
menos como Barro la formuló, en cuanto a que una no efectiva etiqueta similar se aplica
a la política fiscal. En un artículo titulado “Are Government Bonds Net Wealth?” del
Journal of Political Economy (noviembre de 1974), el profesor Barro afirma (al igual
que Ricardo, pero negándolo posteriormente) que no había diferencia entre financiar el
gasto del gobierno mediante impuestos o mediante préstamos. De ser así (ya que los
500
diversos grupos financieros no consideran los contratos con el gobierno como parte de su
riqueza), los gobiernos no pueden estimular el crecimiento por el financiamiento de un
déficit. Más precisamente, los agentes económicos considerarán los préstamos al
gobierno simplemente como posponer la implicación de impuestos, e incrementará, como
consecuencia, sus ahorros para solventar los impuestos previstos, y para compensar la
falta de ahorro que significan los préstamos al gobierno.
Por supuesto, este análisis de ningún modo ha carecido de desafíos. No es apropiado
detallar aquí este debate, pero es interesante subrayar esta implicación de la escuela de
las expectativas racionales para una política económica no intervencionista. Aunque no
todos los autores antikeynesianos comparten todos los enfoques de las escuelas de
expectativas racionales o monetarista, existe una cierta relación familiar entre todos ellos,
como el rechazo al manejo macroeconómico, sea de tipo keynesiano o de cualquier otro
perteneciente a lo que el profesor Samuelson ha llamado la “síntesis neoclásica”.
Antes de examinar más a fondo las consecuencias en el manejo económico
(obviamente con una diferencia de 180 grados entre las de la economía neo o
poskeynesiana), debemos tratar de insertar el concepto de expectativas económicas en la
corriente general de la macroeconomía neoclásica. Ésta es la forma más actualizada que
la teoría de clarificación de mercado acepta con su origen —de alguna manera equívoco,
como hemos visto— en Adam Smith, después simplificada al punto de tautología por
Say y Bastiat, modificada en forma más compleja y matemática por Walras, y
representada en la actualidad por Arrow y Debreu. Ya se ha hecho referencia a esto, así
como a las estrictas condiciones necesarias para que sus proposiciones sean una
representación correcta y relevante de la realidad. En términos teóricos, el nexo entre la
nueva formulación de la tendencia inevitable de los mercados hacia una posición de
equilibrio, y la proposición de las expectativas racionales (que la intervención de la
autoridad es inútil, particularmente en política monetaria, pues inevitablemente será —
¿tarde o temprano?— frustrada por los agentes económicos actuando bajo expectativas
racionales) fundamenta un completo cuerpo de teoría no intervencionista.
Aunque sería incorrecto acusar a los autores de estas construcciones teóricas
(notablemente a alguien como Kenneth Arrow) de ignorar la enorme discrepancia entre
las condiciones postuladas en teoría y aquellas del mundo económico real (e.g. en lo
concerniente al establecimiento de los salarios en los mercados de trabajo), es evidente
que ellos se prestan fácilmente a lemas políticos simples y, varias veces, a la consiguiente
experimentación política. Como ya notamos anteriormente, algunos de los excesos
intervencionistas por parte de algunos seguidores de Keynes —de nuevo, en particular
quienes en política usan (y abusan de) sus teorías, resultado de una especie de insolencia
producto del éxito inicial de estas teorías (por lo tanto, igualmente excesiva)—
demuestran que el no intervencionismo podría florecer, al menos durante un tiempo.
Por supuesto, existen algunas alianzas curiosas y no analizadas a la ligera, así como
diferencias, no sólo en el campo teórico (lo cual no sorprende), sino también en el de la
práctica. Es imposible recorrer aquí todas las variedades de combinaciones entre quienes
creen en la teoría de las expectativas racionales —la doctrina pura del equilibrio
501
macroeconómico surgida de un nuevo tipo de “mano invisible” (brillantemente analizada
por James Tobin en “The Invisible Hand in Modern Macroeconomics”, mencionado
antes)— y el duro centro de los monetaristas, que por lo común creen firmemente en un
laissez faire extremo pero no siempre se enfrentan a otros (aunque, como ya se
mencionó, existe una relación familiar entre ellos). Toda esta área de la teoría económica
y de la teoría de política económica simula en ocasiones un baile simétrico en el cual las
posiciones y las parejas se sujetan a cambios frecuentes.
Si consideramos a largo plazo el presente y el futuro de la economía, existe, sin
embargo, una diferencia perfectamente definida entre un grupo de economistas de la
corriente principal cuyos análisis aún conservan mucha de la teoría keynesiana, a partir
de la cual construyen las versiones más recientes y refinadas, y, por otra parte, aquellos
que de diversas formas han llevado adelante la contrarrevolución antikeynesiana.2
Es interesante observar que, aunque Jevons pensó que Ricardo había comenzado la
economía por el camino errado, ningún keynesiano —de cualquier época— ha sugerido
que Walras haya hecho lo mismo. Al contrario, muchos de ellos demuestran gran
admiración por Walras; incluso, algunos podrían estar de acuerdo con Schumpeter al
considerar el sistema de Walras como la “Carta Magna de la teoría económica”, pues,
como él creía, el problema central de la economía es determinar las condiciones del
equilibrio general. Por supuesto, no sería correcto ignorar el trabajo ralizado desde
Walras hasta Arrow, el cual ha establecido esta “teoría general”; pero es difícil sostener
que éste constituye toda la esencia y el fin de la economía como ciencia. En primer lugar,
de aceptarse, significaría la eliminación —por no tratarse realmente de economía— de la
parte más voluminosa del trabajo actual, aquel relacionado con muchos tópicos de
política práctica, particularmente sectores de la economía o las finanzas. Éstos no se
ligan fácilmente con las austeras proposiciones del equilibrio general, pero,
implícitamente, y con frecuencia explícitamente, incluyen algún tipo de acción
intervencionista; o, también, postulan imperfecciones del mercado, en los más de los
casos condicionadas históricamente, sin juicio de valor alguno, excepto el de su efecto en
procesos económicos en particular. Si se afirmase que la nueva macroeconomía clásica
es en verdad el pináculo de un desarrollo económico que convierta a la economía en el
equivalente, digamos, de la física de Newton, surgiría, inevitablemente, la cuestión de
cómo y dónde podría encontrarse (en las varias ramas de la tecnología moderna) una
aplicación práctica equivalente. Es éste el punto en el cual la naturaleza y el propósito de
la economía se convierten otra vez en la pregunta que ha existido en anteriores
momentos críticos en la historia de la materia.
502
503
1
Un interesante artículo de este libro emite algunos valiosos comentarios y críticas de la “nueva economía
clásica”: Wowitt, “Conversations with Economists”, Journal of Monetary Economics (1986).
2
Para una estimación breve aunque comprensible de la escuela de las expectativas racionales por el principal
exponente del poskeynesianismo (o, como él lo llamaría, keynesianismo “reconstruido”) consulte a Samuelson
en la discusión “What Keynes would have thought of rational expectations”, iniciada por Axel Lejonhufvud en
G. D. Worsick y J. S. Trevithick (eds.), Keynes and the Modern World (1983), volumen que contiene la
conferencia del Centenario de Keynes, en King’s College, Cambridge, en 1983, ya aludida.
504
505
CONCLUSIÓN: LA ECONOMÍA AYER, HOY Y
MAÑANA
Pero los límites de la economía nacional como ciencia son demasiado
estrechos… pues dejan fuera la política, lo que no debe ser.
LUDWIG BÖRNE, Von dem Gelde (1809)
Este lamento del ensayista y periodista del siglo XIX (no economista, sino crítico literario
y social), elaborado de manera significativa en un ensayo sobre el dinero, era, por
supuesto, una verdad a medias en su tiempo. Desde su origen, en el periodo clásico,
hasta el día de hoy, la separación de los “analistas” del método (por tanto,
inevitablemente, de la política) ha sido un fenómeno fluctuante —con periodos de
“politización” más intensiva del cuerpo teórico alternando con una separación (o por lo
menos un intento) más diversa y consciente entre los dos—. En cierto modo, Börne
estableció el problema de manera incorrecta. ¿Puede la economía incluir a la política?
¿Lo ha hecho en algún momento? De que la política incluya la economía, no puede
haber duda. En ocasiones, en sociedades democráticas, los problemas que no sean
económicos (aun en su sentido más amplio) han provocado el debate político, aunque los
económicos jamás se han mantenido lejos, y con frecuencia en los últimos cien años han
sido los temas cruciales.
Por otro lado, afirmar que la economía, es decir, la ciencia tal como se ha
desarrollado, puede incluir a la política de una manera lógica y dentro de las categorías y
el método que ha creado para convertirse en ciencia, es una cuestión digna de mayor
debate, a pesar de que la promoción del bienestar material es implícita y explícitamente
el objetivo final; a éste la economía ha de contribuir mediante la creación de un mayor
entendimiento de los procesos económicos. Si abandonamos por un momento el examen
de la factibilidad de la integración “sistemática” de la política en el cuerpo del análisis
económico, no hay duda de que en varios periodos de su historia, y de manera notable
en nuestros días (en los treinta o cuarenta años desde mediados de la década de 1930
hasta mediados de la de 1970), la mayoría de quienes practican esta ciencia creían haber
desarrollado un conjunto de herramientas de manejo macroeconómico (aparte de la
materia prima de sus categorías analíticas) que podría ser utilizado por los políticos para
el logro de metas muy deseables: crecimiento y empleo total sin inflación y —más allá de
la autoridad de un determinado gobierno nacional— un comercio internacional en
expansión, junto con flujos financieros razonablemente estables. La evolución de esta
creencia, su apoteosis y su declive han sido descritos en los capítulos XI y XII.
Como ya vimos, han existido ataques al cuerpo general de la teoría económica en las
décadas de 1960 y 1970 por muchos sectores que, en parte, reflejan frustración por la
relevancia tan similar de la economía a la expresada por Börne a principios del siglo
pasado.
506
El patrón de la dirección económica basado primordialmente en un análisis del papel
del presupuesto con su consecuente énfasis en la política fiscal ha sido atacado desde
dentro, por así decirlo, por los monetaristas. En otro sentido, sufrió otra embestida desde
dentro: Joan Robinson continuó la erosión del sistema neoclásico iniciado en su famosa
obra The Economics of Imperfect Competition. En el prólogo a la segunda edición1
afirma que “la competencia perfecta, la oferta y la demanda, la soberanía de los
consumidores y los productos marginales aún prevalecen como lo supremo en la
enseñanza ortodoxa”, y recuerda al lector que, en su libro, logró “probar dentro del
marco de la teoría ortodoxa que no es cierto que los salarios sean normalmente iguales al
valor del producto marginal del trabajo”. En una obra posterior, Economic Heresies,
Some Old Fashioned Questions in Economic Theory (1971), lleva más lejos su disputa
contra todo el esquema teórico de la obra admitida en la economía.2
Además de los ataques que vienen de los mismos profesionales y que cubren un
amplio espectro, continúan y crecen en amplitud e intensidad las acometidas externas,
radicadas en lo que en términos generales se piensa son las insuficiencias del análisis
económico, y de las políticas generadas por éste para enfrentarse a los problemas
urgentes del mundo real. Las críticas cubren los importantes puntos de la inflación, el
empleo y el crecimiento, en su relación entre sí, así como la definición adecuada y una
evaluación más amplia del crecimiento y su contenido en lo que atañe al bienestar
humano, todo esto directamente relacionado con el papel del gobierno en el manejo de la
economía, es decir, el viejo problema de la agenda del Estado.
A la luz del necesariamente breve relato del capítulo XII acerca de algunas de las
áreas más importantes de duda, la impresión final de incertidumbre, tanto en el frente
analítico como —lo más obvio— en el frente político. Hace unos sesenta años se pasó
por una situación a la cual pudo aplicarse esta palabra, incertidumbre. Ésta fue eliminada
esencialmente con la aparición de la nueva teoría keynesiana y su desarrollo hasta el
punto en que la confianza en sí misma fue el sello distintivo de la nueva economía. Los
considerables logros del periodo siguiente contribuyeron a justificar la esperanza de que
los fantasmas de la hiperinflación y el desempleo masivo nunca más reaparecerían.
Con todo, la incertidumbre surgió de nuevo. En una edición anterior de esta obra
afirmé: “en suma… el estado de los distintos aspectos de la teoría económica es bastante
tranquilizador”, y fue necesario, ya entonces, llamar la atención hacia “ciertos peligros
inherentes a la nueva economía”, pues “pensar en términos de conjuntos del sistema
económico tiende a alentar un punto de vista mecanicista”. Se advirtió contra la creencia
de que el juicio prudente con respecto al método podía ser automáticamente asegurado
por la teoría económica, sin importar qué tan refinada fuese.
Desafortunadamente, aunque quizá resultó inevitable, cierto grado de pensamiento
mecanicista invadió la economía, al menos en cuanto a su aplicación a la política. En el
caso de algunas escuelas de economía imbuidas de un arraigado respeto hacia las
virtudes de la no intervención del Estado, como la monetarista, se nota, paradójicamente,
una tendencia similar hacia una fe absoluta en el “piloto automático” de la fuente de
dinero, en cuya posición “puede ser asegurada” y mantener así el navío en el curso
507
deseado. Dicha fe provoca, como se dijo antes, una peligrosa “arrogancia” por parte de
los intervencionistas, quienes confían en que las estadísticas y el análisis pueden
perfeccionarse al punto en que los cambios necesarios en las políticas sean automáticos
y, después, se apliquen los ajustes apropiados a los controles con el cuidado suficiente
para producir los resultados deseados. Un canciller del Ministerio del Tesoro inglés, más
tarde primer ministro, se quejó de que esperaran que él guiara la economía con
estadísticas antiguas, pues era como manejar un tren con un itinerario atrasado, y esta
actitud demuestra hasta qué grado los políticos comparten la impresionante fe de algunos
economistas y administradores respecto a que la respuesta a sus problemas está en una
mayor perfección de los mecanismos de su nave.3
Esta posición ha sido más generalizada y propuesta con especial rigor en los diez
años pasados. Llega más allá del monetarismo como tal en forma de un resurgimiento de
una doctrina no intervencionista extrema (en su forma más extrema, incluye un rechazo
al monetarismo mismo y apoya la “privatización” del dinero). No hay duda de que el
extremismo de algunos autores y políticos intervencionistas causa a su vez una reacción
aún más extrema, pues contrasta fuertemente con los pobres resultados prácticos
evidentes en la descripción de la economía, para los cuales la palabra “estanflación” es
ampliamente aceptada hoy día, y que ciertamente no ha permanecido ausente en los
países en los cuales el intervencionismo había sido muy perseguido. El concurso
resultante se agudizó de hecho en la arena política, donde constituyó el elemento
característico del debate económico público de la década pasada. Por razones que
requerirían de un estudio muy elaborado, sus manifestaciones más vehementes se dieron
en los países de habla inglesa, en particular en los Estados Unidos y Gran Bretaña,
ambos considerados tradicionalmente (en especial por ellos mismos) no partidarios de
doctrinas extremas, y por lo general pragmáticos en conducta política. Son comunes en
ambas naciones lemas como “ampliar las fronteras del Estado”, y tuvieron sus
consecuencias en política fiscal, y los cánones de la política económica fueron el elogio al
lado de la oferta causante de una baja fijación de impuestos,4 la eliminación del apoyo a
industrias débiles, la privatización de las industrias estatales controladas bajo un principio
general de no intervención, y, finalmente, confianza absoluta en el mecanismo del
mercado.5
Por desgracia, la economía no es un laboratorio en el cual se puedan medir y analizar
los resultados de los experimentos. Lo único seguro es que no son tranquilizadores los
resultados en términos de los criterios usuales —crecimiento, empleo, ausencia de
inflación o desequilibrio en la balanza de pagos— después de diez años de aplicarse una
proclamada política no intervencionista (que en muchos países trascendió las
tradicionales divisiones políticas entre izquierda y derecha). Ciertamente, parece un
mejor papel el de los países en que la batalla doctrinal y su expresión práctica en política
fue mucho menos virulenta, como Alemania y Japón (y Francia después de 1983).
Tampoco la confianza excesiva en la política monetaria fue el impactante acontecimiento
que a veces se anunció.6 Incluso en la lucha contra la inflación, el restriccionismo
monetario ha tardado mucho tiempo en establecer su sello, y aún no se puede determinar
508
si será totalmente exitoso ni cuál sería el precio en desempleo en caso de serlo.7 Por lo
tanto, ni la confianza en las fuerzas del mercado hasta la exclusión de todas las
estrategias que intenten la mínima estigmatización intervencionista, ni el monetarismo
(que es, por supuesto, intervencionista, y sin embargo tiene alguna relación “filosófica”
con el laissez faire), pueden considerarse triunfantes en su lucha contra la “estanflación”
—fenómeno que a la postre nulificó mucho del gran éxito de casi veinte años de
poskeynesianismo, la parte de la teoría no dedicada a los problemas de la depresión, es
decir, la asociada con (tomados al azar) Samuelson, Solow, Okun, Hicks, Meade, Tobin
y muchos más—.
Algunos economistas han tenido relación directa como protagonistas, por ejemplo,
como consejeros de políticos o comentaristas en este concurso de filosofías de política
económica, sin aludir necesariamente a un gran trabajo analítico. Sin embargo, como se
ha visto en los tres capítulos anteriores, los golpes de la realidad han penetrado hasta en
las actividades más teóricas de la profesión, y produjeron (por lo menos) una nueva ola
de duda filosófica.
Hasta cierto punto, la incertidumbre que surgió de este modo, tanto entre los
profesionales como entre el público no especializado, es un claro reflejo de un mayor
malestar social y cultural que se expresa en la actualidad de muy diversas maneras, por
ejemplo, en una más extendida irreverencia por todo lo “establecido” y en una
“enajenación” más profunda de la juventud de cualquiera de los países más
industrializados del mundo desde hace más de cien años. No podemos examinar aquí las
causas más importantes de este estado de cosas. Posiblemente presenciamos, como
sostiene Macpherson, el resultado de una evolución que comenzó a mediados del siglo
pasado y que apenas alcanza la madurez. Tal vez mediante este proceso las bases de la
“sociedad de mercado posesivo” que “dejan a cada hombre a su suerte”, y que “son
reflejadas claramente en los supuestos del individualismo posesivo”, se han deteriorado
al punto en que “la estructura de la sociedad de mercado ya no proporciona las
condiciones necesarias para deducir una teoría válida de obligaciones políticas de tales
supuestos” (los del individualismo posesivo).8 Ciertamente no es fácil, frente a los
grandes cambios estructurales de la economía —con su efecto en el equilibrio entre el
esfuerzo individual y la dirección general de la economía privada y nacional—,9
reconocer la opinión implícita aún sobre la sociedad y el individuo en los teoremas
básicos de esta ciencia. En un mundo de tecnología cada vez más complicada, con
procesos productivos automatizados y grandes corporaciones cuyas complejas técnicas
financieras, organizativas y administrativas operan con frecuencia por sobre muchas
fronteras nacionales, no es fácil para el individuo, independientemente de las facultades
con las que participe en el proceso, apreciar de inmediato la importancia que tiene para
su propio destino todo lo que está más allá de los más elementales principios
microeconómicos, como tampoco la relación de éstos con el análisis macroeconómico de
conjuntos o la manipulación de los mismos por medio de políticas públicas. Esto es
explicación suficiente para el escepticismo popular, además de los fracasos —por lo
menos, éxitos a medias— de esa política por reconciliar distintos objetivos. En realidad,
509
la posición dominante que la macroeconomía —y la dirección basada en ella— había
logrado no es sólo un indicador importante de los grandes cambios en la estructura
socioeconómica, sino que agrava el dilema de mantener la idea de la supremacía del
individuo y, al mismo tiempo, manejar economías grandes y complejas —el gemelo de la
historia intelectual de la economía política clásica—, todo en una era de rápido
crecimiento de la población, dentro de un marco político democrático y con acelerados
cambios tecnológicos.
No es extraño que el economista quede perplejo cuando examina, en los
relativamente pocos momentos en que dispone de tiempo y siente la inclinación, los
trascendentales puntos mencionados. Muchos economistas, como es natural, evitan tal
confrontación para refugiarse en un trabajo teórico cada vez más refinado, y tienden a
desaprobar —al igual que las escuelas dominantes de la década de 1920— las
preocupaciones por estos aspectos pertenecientes a la filosofía social o política, pues los
consideran inferiores a las tareas más “precisas” de la economía positiva. Reconocen,
por supuesto, que más allá del campo de la economía positiva está el de la política. En
relación con este campo la actitud tradicional requiere del economista no tanto una
abdicación de sus intereses políticos, sino que los separe de su trabajo analítico; que
reconozca las fronteras entre lo que dice pura y simplemente como economista y lo que
pueda decir como un economista que ha aplicado algunos juicios políticos, esto es,
normativos, al problema que se discute. Esta separación, por así llamarla, del cuerpo de
la teoría en relación con los juicios sociales es puesta de manifiesto de manera clara en
un enunciado de Frank Knight relacionado con el sistema de libre empresa: “No se puede
negar que la libre empresa está lejos de ser un sistema perfectamente ideal de
organización social… [pero] las fallas y debilidades del sistema… se encuentran fuera del
campo de la mecánica del intercambio bajo condiciones teóricas de competencia
perfecta”; y “Los valores de la vida no se pueden reducir, en general, a las satisfacciones
obtenidas del consumo de bienes y servicios intercambiables”… pues… “los deseos de
bienes y servicios… [son] el producto de una influencia social”, y “las capacidades
productivas… se derivan de una mezcla incierta de esfuerzo consciente, herencia, simple
suerte y fuerza y fraude instantáneos”.10 En términos generales, la gran mayoría de los
economistas de los últimos cincuenta años o más secundaría alguna declaración
semejante.
Lionel Robbins explícitamente dedicó una conferencia a este aspecto y adoptó en
general la misma línea —“los economistas como economistas… no tienen nada qué decir
acerca de las verdaderas finalidades de la vida; sus proposiciones relativas a lo que es o a
lo que puede ser no implican en sí mismas proposiciones en cuanto a lo que debería
ser”—.11 Sin embargo, también adopta el punto de vista de que “un número sustancial…
de nuestros juicios políticos son hechos en absoluta ignorancia de las consecuencias…; el
análisis económico, al apuntar a los resultados de la acción, más que a la acción
considerada intrínsecamente…” puede contribuir a la acción racional.12
Es discutible el grado en que es practicable cierta personalidad dividida en el
economista; no es claro hasta dónde esto es una prescripción basada en el enfoque
510
correcto —de manera implícita, al menos— acerca del proceso por medio del cual se ha
desarrollado todo el cuerpo de la economía, por lo menos de Smith a Keynes.
Ciertamente es satisfactorio que esta disciplina, en sus versiones más recientes, aparezca
más o menos emancipada de sus antecedentes filosóficos y se convierta, genuinamente,
en una ciencia positiva, libre de los supuestos implícitos de carácter normativo, aunque lo
suficientemente madura para introducir necesidades de carácter social, relacionando la
teoría económica y las políticas virtualmente como, por ejemplo, la física, con la química
por una parte y la ingeniería por la otra.
Aun el más eficiente de los representantes de la “síntesis neoclásica”, es decir,
quienes están activos en sus proposiciones teóricas relacionadas con temas específicos de
política, quedaría poco satisfecho con tal punto de vista. Curiosamente, son aquellos que
representan una concepción diametralmente opuesta del enfoque analítico, los
economistas de la escuela de macroeconomía neoclásica, quienes adoptarían un punto de
vista diferente y más complaciente con respecto a la situación de la economía. Para ellos
el prospecto del equilibrio general, con los mercados en clara aunque lenta mejoría y,
dados los dogmas de la escuela de las expectativas racionales, la intervención es inútil; es
decir, más que moralmente ofensiva para quienes creen en el laissez faire, es suficiente
para constituir no sólo una economía positiva, sino que automáticamente nos provea de
normas para la acción —la inacción—.
Esta opinión usualmente es vista en su forma más cruda en lo que concierne al
mercado laboral. Como dijo hace algunos años un notable directivo del Times de
Londres, “lo que todo comerciante sabe”, es muy simple: debemos bajar el precio si
existe la posibilidad de que nuestro producto (o servicio) no se venda. Incluso
empresarios realmente interesados en los beneficios de la acción de las fuerzas de
mercado completamente libre meditarían la analogía de la coliflor del agricultor aún en
venta al final de la tarde, mientras varios miles de trabajadores de una planta de acero
escocesa cuyos empleos fueron producto de decisiones corporativas de inversión, quizá
estimuladas por compras excesivas o por acciones del Estado para la creación de
empleos, se enfrentan, como resultado de un cambio de estrategia, con una inminente
pérdida de empleo. Algunos —aunque de ninguna manera la mayoría— de los
economistas profesionales se han refugiado en la doctrina de la supremacía del mercado.
Para unos, esto ha adquirido casi tanta fuerza filosófica como la lucha de clases y su
predestinado curso histórico en el sistema marxista, o como lo que el “fine tuning”
amenazaba con convertirse entre lo que Samuelson ha llamado “keynesianismo no
reconstruido”.
La búsqueda del “piloto automático” parece ser una necesidad insoslayable. Puede
tomar diferentes formas, pero su esencia continúa: un simple y único principio de
explicación para una política que, si se le permite “asumir el control”, salvará a la
sociedad y sus instituciones de opciones que de otro modo serían extremadamente
difíciles; es pues comprensible el deseo de los políticos que se enfrentan con una confusa
y caleidoscópica serie de problemas y están siempre —en los países democráticos—
atentos al ciclo electoral. Esta búsqueda es más problemática cuando se presenta —
511
afortunadamente no con frecuencia— entre autores académicos y sus dependientes
periodísticos; entonces, adquiere ciertos atributos de religión y nos lleva —igual que el
marxismo— a calificar diferentes enfoques de vicio o virtud. Debe subrayarse, sin
embargo, que esta forma de irracionalismo, tan brillantemente penalizada por Lecky, no
aparece en la obra de muchos eminentes autores poskeynesianos, algunos de los cuales
ya han sido mencionados en estas páginas.13
¿Existe, entonces, una crisis en la economía? Esta palabra ha sido aplicada en
algunos puntos anteriores en la historia de la materia; recientemente se enfatizó en una
colección de artículos publicada en 1980 por el periódico The Public Interest, en la
edición de su decimoquinto aniversario, bajo el título inequívoco de “The Crisis in
Economics” (editada por Irving Kristol y Daniel Bell).14 Una segunda lectura, después de
diez años, de esta colección que conjuntó a muchos eminentes economistas, desde
monetaristas puros hasta neo o poskeynesianos, desde los proponentes de las
expectativas racionales hasta un solitario marxista, no deja en el lector la sensación de
que el desorden e incertidumbre entonces demostrados han sido finalmente disipados. De
hecho, el compendio presentado en éste y los dos capítulos anteriores, demuestra que en
muchos puntos básicos relacionados con la naturaleza, el propósito y el método del
análisis económico existen todavía considerables diferencias de opinión.
Esto es así no obstante el hecho de que el volumen actual de trabajo controvertido y
polémico dentro de esta área ha sido hasta cierto punto abatido. El desarrollo ha sido
binario. Por una parte, el debate político sobre la política económica se ha tornado, sin
duda, más vociferante y agudo en una década que ha visto el surgimiento (¿y la caída?)
de las reaganomics y el thatcherism, las dos formas más definidas de la
contrarrevolución a lo que fue concebido —con frecuencia erróneamente— como un
movimiento keynesiano que incorpora todo, es decir, un movimiento de dinero
debilitado, “dirigista” e inflacionario. Por la otra, en el trabajo analítico, los nuevos
macroeconomistas clásicos y los representantes de la gran síntesis poskeynesiana
continúan su trabajo en áreas más o menos separadas. Debe mencionarse que hasta
ahora hay poca evidencia de que estos últimos hayan logrado establecer sus teorías (que
emplean cada vez más avanzadas técnicas matemáticas, y amplían así la brecha entre
ellos mismos y los no profesionales), es decir, aplicarlas a problemas prácticos, en
contraste con las conclusiones más elementales de la economía neoclásica, como el
principio de oportunidad-costo, que se ha mantenido bien establecido durante por lo
menos un siglo.
Sin embargo, los “sintetistas” tienen muchos adelantos a su favor, pues continúan
pacientemente no sólo el desarrollo de las doctrinas poskeynesianas, sino su aplicación
en problemas prácticos donde sea posible, tanto de la economía privada como del
Estado.15
Algunos críticos de la teoría moderna que reconocen sus considerables
contribuciones no sólo a la mejor comprensión del proceso económico sino también a la
formación de mejores instrumentos de política y, en ocasiones, a su aplicación, abrigan la
esperanza de que así como Burke, hace dos siglos, vio cómo la época de la caballería fue
512
desplazada por “aquella de sofistas y especialistas en economía y cálculo”, tal vez
nosotros veamos ahora que “la era de las calculadoras se ha ido para dar paso a la de los
humanistas”,16 lo que implica claramente la habilidad para infundir valores morales a los
teoremas de la economía, a los cálculos del PNB y a sus componentes, o, desde un
punto de vista más neutral, para asumir objetivos aceptables desde un punto de vista
humano (¿o político?).
Independientemente de que no todos compartan esta esperanza, el hecho de que
exista es un indiscutible signo del continuado vigor de la disciplina. Pero aun si esta
esperanza estuviera en vías de materializarse, aun si fuera posible el desarrollo de una
nueva economía “normativa” —que hiciera uso total de los avances analíticos—
permanecería sin resolver el dilema final de la relación entre política y economía, esto es,
entre aquellos que esgrimen el poder, aunque sea temporalmente, y los que asesoran
directamente o mediante la influencia de su trabajo teórico. Platón, al hablar de los
reyes-filósofos, adoptó otro punto de vista; Kant fue más pesimista: “No es de esperarse
que los reyes filosofen o que los filósofos se conviertan en reyes; tampoco es algo
deseable, pues la posesión del poder ineludiblemente corrompe el juicio puro de la
razón.”17
513
514
1
1969.
Joan Robinson habla de una segunda crisis en la economía (siendo la primera vez la prekeynesiana, relativa
al empleo) en relación con la “forma de inversión” (p. XIV). En general cree que la economía ha mostrado ser
incapaz de manejar los problemas de la época, por lo que lleva más adelante algunas dudas anteriores,
expresadas particularmente en Economic Philosophy (1962). El profesor Gunnar Myrdal en un discurso acerca
de las “Crisis y ciclos en el desarrollo de la economía” ante la Asociación Norteamericana de Economistas en
una reunión en Nueva Orleans el 28 de diciembre de 1971 comparte el punto de vista de Joan Robinson en
cuanto a que “la ciencia económica está frente a una seria crisis … mucho más revolucionaria en relación con
los enfoques de nuestras investigaciones que lo que fue la revolución keynesiana hace tres décadas”. Samuelson
todavía no ha repetido las palabras de crítica que utilizó hace veinticinco años al hablar de la ciencia económica
de la década de 1930 aunque, como ya se ha señalado, las sucesivas ediciones de su Economics contienen
signos inequívocos de un creciente interés por los asuntos socioeconómicos y politicoeconómicos, aunque más
recientemente se ha añadido en reconocimiento a ciertas tendencias políticas un mayor énfasis al mecanismo de
mercado. Es significativo que los discursos presidenciales de 1971 tanto a la Sociedad Económica Real como a
la Sección F de la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia hayan reflejado opiniones sumamente
escépticas sobre el estado de la ciencia: E. H. Phelps Brown, “The Underdevelopment of Economics” y G. D.
N. Worswick, “Is Progress in Economic Science Possible”, ambos en Economic Journal (marzo de 1972). En
el aspecto de “crisis”, véase infra.
3
Para un análisis del “fine tuning”, consulte “Fine tuning” de Bator, en The New Palgrave Dictionary of
Economics (1987), vol. 2.
4
Véase el breve pero devastador análisis de la teoría del lado de la oferta en “A Critical Look at Supply-side
Theory”, de Walter S. Salant en International Money Problems and Supply-side Economics: Essays in Honour
of Lorie Tarshis (1986).
5
Obviamente, esa impetuosa sequía fue, en práctica, abatida con una gran cantidad de agua. Como subrayó
el historiador conservador Lord Blake: “Ellos (los políticos) saben cuánto del arte de la política es ceder tras una
careta de adhesión rígida a principios inviolables. Esas desviaciones o retrocesos, eventos y responsabilidades
obligan con frecuencia los actos del gobierno.” Robert Blake, Disraeli (1966), p. 764.
6
Para una justa y concisa comparación del monetarismo y el keynesianismo, incluyendo un juicio sobre los
efectos prácticos del monetarismo puro, véase Modigliani, The Debate over Stabilization Policy, Rafaele
Mattioli Lectures (1986).
7
Durante un discurso hace veinte años, subrayé: “Es posible, supongo, imaginar que la adopción de una
política monetaria más restrictiva podría cambiar las expectativas sobre futuros prospectos para la inflación y
los mercados de productos, y que las tendencias inflacionarias de los salarios bajarían espontáneamente sin que
tuviese que causar un gran desempleo. Todo lo que puedo decir es que quienes crean eso pueden creer cualquier
cosa, siempre y cuando exista un final feliz.” (E. Roll, Economic Policy an the U. K. Financial System,
Universidad de Reading, 1970.)
8
C. B. Macpherson, The Political Theory of Possessive Individualism (1962), pp. 271, 275.
9
Véase Andrew Shonfield, Modern Capitalism, the Changing Balance of Public and Private Power (1965),
exposición interesante acerca de la importancla de estos cambios.
10
Franik H. Knight, “Some Fallacies in the Interpretation of Social Cost”, Quarterly Journal (l942) reimpreso
en: Kenneth J. Arrow y Tibor Scitowsky, La economía del bienestar, I, pp. 286-287. México 1974, FCE.
11
Lord Robbins, Politics and Economics, Papers in Political Economy (1963), p. 7.
12
Ibid., p. 22.
13
Para un estudio equilibrado y útil de los diferentes enfoques hacia la macroeconomía, véase Bator, “The
State of Macroeconomics”, Employment and Growth, Steinherr y D. Weiserbs (1987).
14
La colección es discutida en detalle en un artículo de revisión: “Economics in Crisis”, Encounter (1978),
que llegó a conclusiones algo pesimistas.
15
Puede mencionarse un ejemplo, el cual, aunque se encuentra a distancia del trabajo teórico, está relacionado
con él. A partir de 1970, la institución Brookings ha preparado un análisis anual, utilizando en gran medida a
economistas con ese fin, del presupuesto presidencial, desde el punto de vista de sus prioridades y los medios
para alcanzarlas. El octavo de éstos, de Henry J. Aaron y otros, Setting National Priorities (1990), es un
2
515
documento por demás impresionante en el cual los objetivos explícitos de política y métodos alternativos para
lograrlos se comparan con una estrategia gubernamental propuesta. Esto se inspira claramente en una teoría
económica actualizada y está basado en un trabajo estadístico considerable.
16
Shigeto Tsuru, In Place of GNP, op. cit.
17
Immanuel Kant, Zum Ewïgen Frieden, p. 48.
516
517
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Aarón, H.: 569, 484
Abramovitz, M.: 537, 541
Ackley, G.: 478, 483, 490, 528, 532, 533
Acton, H. B.: 548
Ady, P. H.: 525
Agustín, San: 44, 45
Alemania: 17, 79, 86, 131, 194, 195, 196, 208, 209, 210, 211, 216, 230, 231, 232, 233,
277, 278, 291, 296, 298, 300, 329, 383, 417, 465, 479, 492, 493, 521, 530, 532,
564
Aliber, R. Z.: 533
Allen, Sir R.: 422, 476, 478
América: 79, 199
Antonio, San: 46
Aquino, Sto. Tomás de: 39, 44, 45, 46, 47, 48, 49
Aristóteles: 14, 22, 26, 31, 32, 33, 34, 35, 38, 39, 40, 43, 44, 45, 48, 49, 92
Arrow, K. J.: 359, 432, 484, 542, 558, 566
Ashley, W. J.: 13, 47, 284, 326
Asia: 551
Atenas: 27, 28, 30
Attfield: C. L.: 555
Atwood, T.: 415
Austria: 207, 209, 210, 338, 386, 417, 421, 532
Ayles-bury, Ricardo: 66, 69
Ayres, C. E.: 538, 549
Bacon, sir F.: 69, 70, 83, 84, 85, 133, 214
Bailey, S.: 165, 305, 306, 307, 308, 310, 316, 318, 337
Balogh, T.: 537
Baran, P. A.: 545
Barbon, N.: 63
Barro, R.: 555, 556, 557
Barriel: 235
Barton, J.: 177
Bastiat, F.: 277, 558
518
Bator: 563, 568
Becher, J. J.: 63
Beckerman, W.: 495
Bélgica: 216
Bell, D.: 568
Bellamy, E.: 383
Bentham, J.: 140, 184, 225, 226, 323, 324, 346, 361
Bergson, A.: 542
Berle, A.: 553
Berlín: 201, 230
Bernardi, Marie de: 296
Bernstein, E.: 486
Bertrand, J.: 435
Bladon y Robson: 326
Bland, A. E.: 66
Blanqui, A.: 122
Blake, R.: 563
Bodino, J.: 56, 57, 58, 74, 81, 82, 83, 84, 85
Böhm-Bawerk, E. von: 318, 350, 355, 356, 367, 368, 370, 371, 372, 394, 395, 396,
397, 422
Boisguillebert, P.-P. A.: 93
Bonar, J.: 163
Boon: 230
Börne, L.: 560, 561
Bortkiewicz, L. von, 252, 373, 374
Boulton, M.: 89, 128
Boven, P.: 375
Bowles, S.: 549
Bowley, Sir A.: 298
Bowley, M.: 146, 189, 190, 285, 310, 317, 318, 321
Bray, F.: 215, 224, 225, 227
Brentano, L.: 44, 47, 48, 93
Bridel, P.: 443
Bridges, Sir E.: 461, 489
Bright J.: 277
Brittan, S.: 495, 497
519
Bronfenbrenner, M.: 540, 547
Brown, E. H. P.: 561
Brown, P. A.: 66
Bruselas: 231, 232
Buccleuch, duque de: 132
Bukharin, N.: 337
Bülow, F.: 195
Buridan, J.: 50
Burke, E.: 194, 197, 198, 199, 200, 569
Burns, A. F.: 457, 473, 490, 534
Cairncross, Sir A.: 490, 493, 494
Cairnes, J. E.: 265, 284, 332
California: 384
Calvino, J.: 49
Cambridge: 417, 434, 437, 480, 481, 549
Campbell, I. R. H.: 132
Canadá: 492, 498, 532
Cannan, E.: 22, 58, 318
Cantillon, R.: 105, 113, 114, 115, 116, 117, 118, 119, 120, 129, 134, 143, 145, 146, 152
Carey, H. C.: 161, 174, 277, 381, 382
Carey, M.: 381
Carner, J.: 85
Cassel, G.: 376, 535
Caves, R. E..: 485
Cecil, W., Lord Burleigh: 69
Chamberlin, E.: 430, 432, 433, 434
Chenery, H. B.: 541
Cherbuliez, V.: 385
Chicago, 481, 509
Child, Sir J.: 55, 63, 64, 65, 78, 79, 108, 112
Cicerón: 133
Clapham, Sir J.: 429
Clark, G. H.: 83
Clark, J. B.: 370, 383, 386, 387, 388, 389, 390, 391, 392, 393, 394, 395, 396, 397, 398,
403
Clarke, Sir R.: 494
520
Clegg, H.: 533
Clístenes: 27
Cliffe Leslie, T. E.: 284
Coats, R. H.: 460
Cobden, R.: 277
Cockayne: 55
Colbert, J. B.: 125
Coleridge, S. T.: 194, 324, 325, 326
Colón, C.: 62
Columella: 37
Commons: 549
Comte, A.: 326, 330
Condillac, E. B. de: 292, 293, 308
Condorcet, A.: 180
Constantinopla: 40
Cosenza: 70
Cosío, V. D.: 419
Cournot, A.: 296, 297, 298, 300, 345, 357, 361, 363, 364, 372, 376, 429, 435, 436
Cray: 224
Cristo: 39, 40, 43, 44, 46
Crossman, R. H. S.: 28
Crusoe, Robinson: 23, 337
Culpepper, sir T.: 64, 65, 108, 112
Cuvillier A.: 221, 222, 224
Daire, M. E.: 122
Daldor: 513
Darlington, C. D.: 539
Davanzati, B.: 93
D’Avenant, C.: 63, 79, 80
Davenport, H. J.: 369, 399
Daw: 497
Day, E. E.: 457
Debreu, G.: 359, 432, 558
Demery: 555
Denison, E. F.: 533, 537, 542
521
Diez-Canedo Ma. Luisa: 221
Dion: 30, 31
Dionisio II: 28
Dobb, M.: 185, 261, 538, 545
Dobzhansky, T.: 539
Dogmenstreit: 512
Domar, E. D.: 466, 539, 540
Dorfman, J.: 379, 385, 400, 458
Dorfman, R.: 482
Douglas, C. H.: 416
Dow, J. C. R.: 495
Dow, S. C.: 556
Dublín: 309, 310
Duck: 555
Dühring, E.: 22, 72
Dunlop, J.: 467, 533
Dupuit, J.: 296
Eatwell, John: 19, 432
Echavarría, Salvador: 43
Eck: 49
Edimburgo: 142
Edgeworth, F. Y.: 348, 349, 358, 376, 422, 435
Edwards, R. O.: 549
Ely, R.: 512
Engels, F.: 22, 72, 93, 122, 217, 231, 232, 241, 251, 252, 256, 260, 261, 265, 386, 545
Epicteto: 133
Escandinavia: 417
España: 77
Esparta: 27, 28, 30
Estados Unidos: 14, 278, 378, 379, 382, 384, 385, 386, 400, 402, 414, 417, 420, 421,
457, 460, 462, 465, 466, 469, 472, 473, 479, 480, 487, 490, 492, 494, 497, 498,
501, 505, 506, 511, 519, 521, 527, 530, 532, 550, 551, 552, 563
Europa: 41, 199, 380, 382, 384, 385, 401, 414, 462, 490, 518, 520, 531
Evelyn, J.: 93
Fetter, F. A.: 386, 393, 395, 396, 398
522
Fichte, J. G.: 31, 194, 197, 198, 199, 201, 202, 206, 207, 381
Fisher, I.: 296, 376, 395, 396, 398, 422, 458, 479, 510
Fitzgibbons, A.: 439
Fitzmaurice, Lord: 93
Fleming, J. M.: 485
Florencia: 78
Foster, C. D.: 531
Fourier, Ch.: 10, 215
Francfort: 62
Francia: 13, 14, 77, 80, 81, 83, 86, 93, 105, 119, 131, 132, 193, 210, 215, 216, 232,
233, 276, 277, 291, 295, 296, 298, 379, 465, 492, 493, 521, 530, 532, 564
Franco, Gabriel: 13
Franklin, B.: 93, 380
Franks, Sir O.: 489
Friedman, M.: 458, 508, 509, 510, 513, 514
Friedrich, C. J.: 468, 477
Frisch, R.: 477
Funk: 47
Galbraith, J. K.: 413, 504, 538, 542, 548, 549, 550, 551, 552, 553
Galiani, F.: 93
Gallatin, A.: 380
Gardiner, C. M.: 553
Gardner, R. N.: 486
Gentz, F.: 198, 199, 200, 201, 202
George, H.: 381, 383, 384, 385, 386, 393
Gesell, S.: 416
Gide, C.: 10, 13, 22, 122, 278
Gilbert M.: 463, 486
Glasgow: 132, 133
Gloushkov, V. P.: 546
Godwin, W.: 180
Goode, R.: 484
Gossen, H. H.: 300, 341, 342, 343, 346, 347, 351, 352, 354, 357, 360, 388, 390, 423
Gotinga: 201, 279
Granada, 235
Gray, A.: 34, 58, 122, 161, 215
523
Gray, J.: 15, 225, 226, 227
Grecia: 26, 35, 61
Green, T. H.: 110
Gregory, T. E.: 188
Gresham’s law: 50, 67
Grosse, T. H.: 110
Guillebaud, C.: 361, 366
Guitton, H.: 531, 546
Haberler, G.: 308
Hadley, A. T.: 395
Haefele, E. T.: 531
Hahn F. H.: 537
Hales, J.: 56, 57, 58, 62, 68, 69, 74, 76, 78
Halbawachs, M.: 406
Halévy, E.: 274
Hall, Robert E.: 490, 493, 533, 527
Hall, R. L.: 418
Halland, Stuart: 531
Halley: 116
Hamilton, A.: 380
Hampshire: 93
Hansen, A.: 466, 470, 471, 477
Harris, A.: 408
Harris, S. E.: 437, 467, 468, 469, 471, 477
Harrod, Sir R.: 437, 466, 468, 539, 540
Harvard, 466, 480, 481, 549, 555
Hawtrey, R. G.: 417
Hayek: 417, 556
Heaton, H.: 69
Heckscher, E. F.: 59, 62, 63, 70, 74, 78, 80, 109
Hegel, J. G.: 221, 231, 232, 233, 548
Heller, W. W.: 480, 490, 494, 495, 509, 513, 533, 540
Henderson, H. H.: 426
Hermann, von: 383
Herrero, V.: 405
524
Hessen: 83
Hicks, J. R.: 422, 423, 425, 426, 427, 428, 430, 435, 476, 485, 536, 539, 564
Higgs, H.: 113
Hildebrand, B.: 278, 280, 281, 300
Hill, C.: 81
Hobbes, T.: 84, 85, 94, 95, 133, 214
Hodgskin, T.: 215, 224, 226, 227, 228, 229
Holanda: 65, 79, 532
Hollander, T. H.: 169, 188
Hornedo, E.: 438
Hornick, P. W.: 59
Horowitz, D.: 537
Howson, S.: 461
Hufeland, J.: 299, 383
Hull, C. H.: 93
Hume, D.: 104, 105, 110, 111, 112, 113, 114, 117, 118, 134, 180, 383, 510
Hutcheson, F.: 133
Hutchison, T. W.: 459
Imaz, E.: 401
India: 73, 87, 197
Indias Occidentales: 79
Indias Orientales: 55, 70, 73, 74, 75, 78
Inglaterra, 14, 53, 55, 74, 77, 78, 79, 80, 83, 85, 86, 88, 93, 100, 102, 103, 104, 108,
128, 130, 131, 141, 146, 189, 193, 198, 199, 210, 211, 215, 216, 219, 231, 233,
274, 275, 276, 277, 278, 285, 288, 291, 296, 303, 320, 324, 329, 341, 343, 344,
378, 379, 381, 382, 384, 386, 420, 421, 438, 461, 463, 465, 518, 563
Ingolstadt, Universidad de: 49
Ingram, J. K.: 284
Irlanda: 96, 102, 320
Isaías: 38
Italia: 83, 93, 216, 432, 521, 531
Jacobo I: 55
Jamaica: 62
James E.: 406
Jaszi, G.: 463
525
Japón: 564
Jefferson, T.: 380
Jenofonte: 29, 144
Jerónimo, Sn.: 44
Jesús: 38
Jevons, W. S.: 113, 161, 297, 336, 337, 341, 343, 344, 345, 346, 347, 348, 349, 350,
351, 352, 355, 357, 359, 361, 366, 382, 402, 433, 457, 535, 559
Johnson, E. A. J.: 55, 73, 103, 379, 437
Johnson, H. G.: 476, 509, 512, 515
Johnson, H. S.: 437, 485, 494
Jones, R.: 77, 278, 284, 285, 286, 287, 288, 289, 290, 298
Kahn, R. F.: 451, 452, 540
Kalachek, E. D.: 537
Kaldor, M.: 540
Kaldor, N.: 467, 522, 538, 539
Kant, I.: 221, 399, 570
Kaulla, R.: 45
Kautski, K.: 232
Kelly, O. H.: 401
Kennedy, J. F.: 494, 511
Keynes, J. M.: 9, 15, 16, 17, 112, 192, 194, 235,
437, 438, 439, 440, 441, 442, 443, 444, 445,
453, 455, 456, 465, 466, 467, 468, 469, 470,
479, 480, 482, 483, 484, 485, 501, 502, 505,
522, 532, 556, 558, 559, 567
King, W. I.: 460
Kirkland, E. C.: 401
Klamer, A.: 556
Klein, L. R.: 437, 442
Knapp, G. F.: 34, 200
Knies, K.: 278, 280, 281, 283, 387
Knight, F. H.: 398, 399, 422, 423, 479, 566
Kowalkowski, Leszek, 263
Kristol, I.: 568
Kugelmann, S.: 240
Kurihara, K. K.: 530, 540
526
238,
446,
471,
506,
400,
447,
473,
507,
409,
448,
474,
508,
410,
449,
475,
509,
413,
450,
476,
510,
417,
451,
477,
514,
428,
452,
478,
516,
Kurz, M.: 484
Kuznets, S.: 462, 463, 536, 537
Laird, M.: 534
Landshut, S.: 231, 547
Lara, B. C.: 430
Laski, H. J.: 82, 91, 197
Laursen, S.: 468, 485
Lausana: 360, 372, 421
Law, J.: 104, 105, 109, 110, 116
Leach, E. R.: 539
Lecky, W. E. H.: 272, 568
Lefebure, H.: 548
Lejonhufvud, A.: 556, 559
Lenin: 231, 545
Leontief, W.: 465, 486, 487, 547
Lerner, A.: 485
Lessing, G. E.: 83
Letiche, J. M.: 546
Lewis, W. A.: 537
Lipton, M.: 495
List, F.: 196, 208, 209, 210, 211, 277, 381, 382
Lloyd, W. F.: 310, 316
Locke, J.: 85, 86, 104, 105, 106, 107, 108, 110, 111, 112, 113, 114, 115, 116, 118, 133,
134, 184, 197, 199, 214
Londres: 93, 99, 232, 285, 313, 414, 490
Longfield, M.: 310, 311, 312, 316, 317, 391
Lotz, J. E.: 298, 299, 383
Lucas, R. E.: 555
Lutero, M.: 49, 62
McCracken, P.: 533
McCulloch, J. R.: 168, 169, 274, 275, 304, 305, 306, 315, 318, 337
McDougall, G. D. A.: 485, 490
Machlup, F.: 486, 468
McMahon, C. W.: 496
Mcpherson, C. B.: 81, 565
527
McRae, C. C. D.: 533
Magno, Alberto, 45
Malthus, D.: 180
Malthus, Th., R.: 10, 15, 117, 130, 131, 154, 161, 163, 167, 173, 175, 178, 180,
182, 184, 185, 188, 189, 190, 191, 192, 193, 194, 195, 212, 215, 216, 217,
224, 285, 286, 295, 303, 305, 318, 329, 380, 406, 441, 442, 544
Malynes, G.: 62, 63, 64, 65, 67, 68, 69, 70, 71, 73, 74, 77, 101, 108
Manchester, 231
Manley, T.: 64, 65
Maquiavelo: 82, 83, 85, 214
Margolis, J.: 531, 546
Markowitz, H.: 19
Márquez, J.: 189
Marshall, A.: 161, 238, 284, 313, 318, 340, 348, 355, 360, 361, 362, 363, 364,
366, 367, 369, 373, 379, 391, 398, 399, 400, 421, 422, 423, 425, 428, 429,
431, 434, 441, 457, 488, 491, 542
Marshall, plan: 506, 517, 520
Martínez, A. E.: 185
Marx, K. H.: 13, 22, 62, 72, 93, 99, 111, 120, 122, 124, 150, 152, 164, 166, 168,
183, 190, 191, 212, 217, 220, 221, 224, 225, 226, 227, 228, 229, 230, 231,
233, 234, 235, 236, 237, 238, 239, 240, 241, 242, 243, 244, 245, 246, 247,
249, 250, 251, 252, 253, 254, 255, 256, 257, 258, 259, 260, 261, 262, 263,
265, 266, 267, 268, 269 270, 271, 273, 274, 283, 305, 306, 320, 370, 377,
405, 407, 408, 432, 507, 534, 535, 538, 539, 545, 546, 547, 548
Maon, E. S.: 468
Masone, Sir J.: 60
Massachusetts: 481, 544
Massie, J.: 113
Matthews, R. C. O.: 537
Mattioli, R.: 452
Mayer, H.: 347, 359
Mayer, J. P.: 231, 547
Mayronis, F. de: 48, 49
Mazur, P. M.: 539
Meade, J. E.: 434, 463, 464, 490, 564
Meadows, D. L.: 541
Melanchthon: 56
528
181,
219,
365,
430,
174,
232,
248,
264,
404,
Menger, C.: 278, 279, 281, 282, 283, 336, 341, 351, 352, 353, 354, 355, 356, 357, 360,
361, 367, 368, 373, 388, 419, 421, 423, 424, 535
Mercier de la Rivière, 134
Methuen, Tratado de, 78
Metternich: 200, 201, 207
Metzler, L. A.: 468, 485
Midas: 63
Miguélez, V.: 82, 197
Milgate, Murray: 19
Mill, J.: 130, 161, 178, 185, 186, 187, 224, 274, 275, 304, 305, 306, 315, 385, 441, 442
Mill, J. S.: 161, 194, 274, 275, 276, 284, 313, 322, 323, 324, 325, 326, 327, 328, 329,
330, 331, 332, 333, 334, 335, 344, 361, 367, 397, 400, 421, 441, 476, 478, 534,
535
Miller, Merton: 19
Minford: 555
Mirabeau, V. R., Marqués de: 122
Mises, L.: 109, 418, 556
Mishan, E. J.: 541, 542, 543
Misselden, E.: 55, 62, 63, 69, 70, 71, 73
Mitchell, W.: 417, 457, 458, 549
Modigliani, F.: 19, 564
Molinaeus, C.: 56
Monnet, Jean: 439
Monroe, A. E.: 44, 45, 50, 56, 62, 71
Montanari, G.: 93
Moore, H. L.: 343
Morgenstern, O.: 425
Moscú: 232, 548
Mukherjee, S.: 533
Müller, A.: 31, 195, 199, 200, 201, 202, 203, 204, 205, 206, 207, 208, 210, 279, 283
Mun, T.: 55, 59, 62, 63, 65, 69, 70, 72, 73, 74, 76, 77, 78, 95, 102, 104, 108
Muth, J. F.: 555
Myrdal, G.: 224, 264, 561
Navarro, 48, 56
Nazaret, 38
Nef, J. U.: 88
529
Nelson, R. P.: 537
Neumann, J.: 425
Newman, P.: 19
Newton, Sir I.: 83, 559
Nordhaus, W. D.: 482
Norteamérica: 197
Nort, Sir D.: 104, 105, 106, 107, 108, 110, 112, 118, 129, 134
Noruega: 532
Nueva Inglaterra, 79
Nueva York, 386
Nürkse, R.: 468
O’Brien, G.: 44, 49
O’Gorman, E.: 132
Okun, A. M.: 490, 494, 495, 531, 533, 564
Oncken, A.: 63
Oresme, N.: 50, 51, 57, 58, 74
Ortiz, T.: 181, 322
Orwell, G.: 271
Osorio, A.: 375
Owen, R.: 10, 215, 226
Oxford: 93, 132, 309, 310, 313
Panico, Carlo: 432
Pareto, V.: 10, 17, 30, 372, 373, 374, 375, 376, 377, 379, 399, 405, 422, 423
París: 231
Pasinetti, L.: 556
Patinkin, D.: 443, 509
Patten, S. N.: 162
Pechman, J. A.: 484, 494
Peck, M. D.: 537
Penn, W.: 380
Perry, G. L.: 527
Petty, Sir W.: 63, 92, 93, 94, 95, 96, 97, 98, 99, 100, 101, 102, 103, 104, 105, 106,
108, 110, 112, 113, 115, 116, 118, 120, 129, 134, 143, 144, 145, 152, 380, 456
Phillips, A. W.: 525, 526, 527, 530
Pigou, A. C.: 364, 430, 434, 441, 475, 476, 542, 543
530
Pirenne, H.: 43
Pirou: 406
Pisístrato: 27
Platón: 26, 28, 29, 30, 31, 32, 35, 39, 44, 85, 270
Plinio: 36, 37
Plowden: 494
Pokrovski, A.: 546
Pouillier, J. P.: 537
Power, E.: 69
Prestón, L.: 428
Proudhon, P.-J.: 15, 215, 220, 221, 222, 223, 224, 225, 227, 232, 253, 384, 416
Prusia: 209
Quesnay, F.: 120, 122, 123, 124, 126, 127, 134, 479
Quétélet, L. A. J.: 456
Rae, J.: 381
Rau, K. H.: 299
Reagan, R.: 465
Reddaway, B.: 490
Renania: 231
Ricardo, D.: 14, 15, 81, 99, 104, 120, 121, 124, 129, 130, 131, 146,
154, 158, 159, 160, 161, 162, 163, 164, 165, 166, 167, 168, 169,
173, 174, 175, 176, 177, 178, 179, 180, 182, 183, 184, 185, 186,
190, 192, 196, 200, 208, 209, 211, 213, 219, 224, 225, 237, 238,
267, 268, 269, 273, 274, 275, 276, 277, 279, 281, 283, 285, 286,
294, 295, 302, 303, 304, 305, 306, 307, 313, 314, 316, 317, 318,
336, 337, 340, 361, 366, 381, 384, 385, 400, 402, 406, 420, 432,
458, 479, 502, 518, 557, 559
Ricardo II: 66
Rickert, H.: 419
Rist, C.: 10, 13, 22, 122, 278
Robbins, L.: 133, 134, 276, 419, 420, 490, 524, 566
Roberthall, Lord, ver Hall, R.
Robertson, D. H.: 417, 449, 522, 530
Robinson, A.: 490
Robinson, E. A. G.: 433
Robinson, J.: 268, 430, 433, 434, 504, 540, 546, 547, 561
531
147,
170,
187,
243,
289,
319,
438,
152,
171,
188,
246,
290,
323,
441,
153,
172,
189,
260,
291,
334,
442,
Roces, W.: 62, 93, 109, 190, 225, 241, 274
Roll, E.: 132, 494, 532, 534, 549, 564
Roma: 35, 37, 38, 40, 41, 42, 61, 432
Roncaglia, profesor: 432
Roosa, R. V.: 486
Roosevelt, F.: 469, 501
Roscher, W.: 13, 200, 277, 278, 279, 280, 281, 285, 387
Rosenstein-Rodan, P. N.: 541
Ross, L.: 530
Rostow, W. W.: 538, 539
Rousseau, J. J.: 180
Rueff, J.: 486, 524
Ruggles, R.: 463
Rusia: 232, 418
Saint-Simon, H. de: 10, 215, 359
Salant, W. A.: 468
Salant, W. S.: 549, 563
Samuelson, P. A.: 10, 11, 432, 443, 467, 471, 476, 477, 478, 481, 482, 483, 485, 503,
540, 547, 549, 556, 558, 559, 561, 564, 567
Sánchez, M. S.: 85, 114, 210
Sargent, Th.: 555
Savigny, F. C. de: 279
Say, J. B.: 175, 176, 178, 185, 186, 187, 190, 220, 277, 291, 293, 294, 295, 296, 298,
307, 308, 312, 313, 315, 317, 337, 353, 381, 441, 442, 483, 558
Schmoller, G.: 59, 278, 281, 285
Schultz, G.: 490, 533
Schultze, C. L.: 478, 527
Schumpeter, J. A.: 10, 22, 232, 235, 238, 278, 279, 411, 468, 479, 480, 519, 535, 537,
538, 559
Schwartz, A. J.: 509
Schwartz, P.: 335
Schwitzer, S. O.: 533
Scitovsky, T.: 485, 542, 566
Scoto, D.: 47, 48
Scott, W. R.: 67, 117, 132, 135, 147
Seligman, E. R. A.: 308
532
Séneca: 133
Senior, N. W.: 284, 309, 310, 312, 313, 314, 315, 316, 317, 318, 319, 320, 321, 322,
330, 331, 333, 337, 362, 457
Serra, A.: 62, 70, 71, 72, 73
Sharpe, W.: 19
Sheahan, J.: 533
Shepherd, W. S.: 549
Shiskin, J.: 498
Shonfield, A.: 495, 565
Shove, G. F.: 430
Simons, H. C.: 510
Siracusa: 28, 30
Sismondi, J. C. L. S. de: 15, 178, 187, 215, 216, 217, 218, 219, 220, 224, 253, 409
Skidelsky, R.: 437, 480, 500
Skinner, A. S.: 132
Slichter, S. H.: 530
Slutsky, E.: 422
Smith, A.: 13, 29, 55, 61, 73, 81, 97, 101, 103, 104, 105, 110, 112, 117, 119, 120, 121,
124, 128, 129, 130, 131, 132, 133, 134, 135, 136, 137, 138, 139, 140, 141, 142,
143, 144, 145, 146, 147, 148, 149, 150, 151, 152, 153, 154, 155, 156, 157, 158,
159, 160, 161, 162, 163, 164, 165, 166, 167, 168, 169, 171, 172, 174, 178, 179,
183, 185, 187, 188, 190, 191, 196, 197, 199, 200, 202, 203, 205, 208, 209, 211,
213, 215, 216, 224, 238, 243, 269, 273, 277, 281, 283, 285, 288, 291, 293, 294,
298, 299, 300, 303, 306, 308, 313, 317, 338, 346, 355, 381, 383, 389, 394, 400,
406, 420, 438, 443, 458, 478, 479, 483, 488, 489, 504, 514, 534, 535, 556, 558,
567
Smith, R. E.: 533
Smithies, A.: 467
Soddy, F.: 416
Soden, J.: 298
Soho: 89
Solón, Constitución de: 27
Solow, R. M.: 467, 482, 540, 564
Speithoff: 535
Spinoza, B.: 84
Sraffa, P.: 162, 175, 429, 430, 431, 432, 434, 450, 540
Stackelberg, H.: 435
533
Stamp, Lord: 524
Steinherr: 568
Steuart, Sir J.: 105, 113, 117, 118, 119, 121, 127, 129, 133, 134, 146, 151, 238, 287
Stewart, W. W.: 457
Stiglitz, J. E.: 467, 482
Stone, J. R. N.: 463, 464
Suaudeau, R.: 122
Suecia: 77, 532
Suiza: 210, 216
Surrey, M. J. C.: 495
Sweezy, A.: 471
Sweezy, P. M.: 545
Taussig, F. W.: 392, 397, 399
Tawney, R. H.: 46, 49, 56, 60, 66, 68, 69
Teilhac, E.: 381
Terborgh, G.: 472
Tertuliano: 44
Texas: 220
Temístocles: 27
Theseus, Constitución de: 26
Thompson, W.: 215, 224, 225, 226, 227
Thornton, H.: 334
Thorp, W.: 457
Thünen, J. H. von: 300, 301, 302, 303, 361, 391
Tinbergen, J.: 477
Tobin, J.: 142, 490, 530, 558, 564
Tocqueville, A. de: 265
Torrens, R.: 304, 306, 315, 318
Treml, V. S.: 546
Trevithick: 556, 559
Triffin, R.: 431, 436, 486
Tsuru, S.: 413, 545, 569
Tubinga: 279
Tucker, D.: 91
Turgot, A.-R. J.: 120, 125, 127, 180, 182, 287
534
Turvey, R.: 533
Unwin, G.: 87
Urquidi, V. L.: 430
Vanderlint: 111
Varga, E.: 545
Vasconcelos, S.: 55, 73
Veblen, T.: 278, 337, 385, 399, 400, 401, 402, 403, 404, 405, 406, 407, 408, 409, 410,
411, 412, 413, 457, 507, 538, 549, 552
Vickrey, W. S.: 530
Viena: 201
Viner, J.: 70, 417, 430
Waentig, H.: 301
Wald, A.: 425
Walker, F. A.: 382, 383, 386
Wallich, H. C.: 494
Walras, A.: 353, 558, 559
Walras, L.: 10, 297, 336, 341, 348, 357, 358, 359, 360, 361, 364, 369, 372, 422, 423,
425, 432, 433, 535
Ware, N. I.: 120
Washington: 469
Watt, J.: 128
Watts: 494
Webb, S. y B.: 322
Webb, W. P.: 265
Weber, M.: 419
Wedgwood, J.: 89
Weiserbs, D.: 568
Wells, H. G.: 30
Whately, R.: 309, 310
Whewell, W.: 287
Wicksell, K.: 176, 348, 359, 360, 376, 422, 423, 535
Wicksteed, P. H.: 351, 364, 388, 399, 421, 422, 423
Wieser, F. von: 355, 357, 367, 368, 369, 370, 388, 399, 418, 421, 556
Willes: 555
535
Williams, J. H.: 457, 486
Williams, R.: 380
Wilson, T.: 56, 64, 67, 538
Winch, D.: 143, 186, 461
Worswick, G. D. N.: 525, 556, 559, 561
Würtemberg: 210
Yale: 536
Young, Allyn: 10, 430
Young, Arthur: 10
Zuckerkandl, R.: 106, 146
536
537
ÍNDICE GENERAL
Prefacio a la quinta edición
Introducción
I. Los principios
1. El Antiguo Testamento
2. Grecia: Platón y Aristóteles
3. El Imperio Romano y el cristianismo
4. La Edad Media y el derecho canónico
II. El capitalismo comercial y su teoría
1. La decadencia del escolasticismo
2. Características del mercantilismo
3. Metalismo y mercantilismo
4. Tomás Mun
III. Los fundadores de la economía
1. Los filósofos políticos
2. El desarrollo del capitalismo industrial
3. William Petty
4. Locke; North; Law; Hume
5. Cantillon; Steuart
6. Los fisiócratas
IV. El sistema clásico
1. Las características del clasicismo
2. Adam Smith
3. Ricardo
4. La teoría de la población de Malthus
V. Reacción y revolución
1. Las limitaciones del clasicismo
2. Crítica de Malthus a la acumulación
538
3. Los románticos alemanes
4. Crítica socialista
VI. Marx
1. Vida y fuentes
2. Método
3. Teoría del valor-trabajo
4. La plusvalía
5. Teoría de la competencia capitalista
6. Teoría del desarrollo económico
7. Apreciación crítica
VII. La transición
1. La herencia clásica
2. La escuela histórica
3. Jones
4. Escisión de la teoría del valor-trabajo
5. Senior
6. Mill
VIII. La economía moderna
1. Carácter de la economía moderna
2. La utilidad marginal
3. La segunda generación
IX. El inicio de la economía norteamericana
1. El escenario
2. La escuela marginalista
3. Veblen
X. Los años de la entreguerra
1. Teoría y realidad
2. La teoría del equilibrio
3. Keynes
539
XI. Macroeconomía y dirección económica
1. De la guerra a la paz
2. La contribución de la estadística
3. ¿Economía de subocupación o economía de ocupación plena?
4. El sistema macroeconómico
5. Dirección económica: la nueva ortodoxia
XII. La era de la incertidumbre y una nueva contrarrevolución
1. De la autoridad al descontento
2. El dinero y el nexo internacional
3. Empleo e inflación
4. Crecimiento, bienestar y estructura económica
XIII. ¿Una nueva certidumbre?
1. De la nueva economía a la nueva macroeconomía clásica
Conclusión: la economía ayer, hoy y mañana
Índice onomástico
540
541
542
Índice
Prefacio a la quinta edición
Introducción
I. Los principios
1.
2.
3.
4.
9
13
22
El Antiguo Testamento
Grecia: Platón y Aristóteles
El Imperio Romano y el cristianismo
La Edad Media y el derecho canónico
22
26
34
37
II. El capitalismo comercial y su teoría
50
1.
2.
3.
4.
La decadencia del escolasticismo
Características del mercantilismo
Metalismo y mercantilismo
Tomás Mun
50
55
60
65
III. Los fundadores de la economía
77
1.
2.
3.
4.
5.
6.
Los filósofos políticos
El desarrollo del capitalismo industrial
William Petty
Locke; North; Law; Hume
Cantillon; Steuart
Los fisiócratas
IV. El sistema clásico
1.
2.
3.
4.
119
Las características del clasicismo
Adam Smith
Ricardo
La teoría de la población de Malthus
119
122
144
159
V. Reacción y revolución
1.
2.
3.
4.
77
81
85
95
102
106
168
Las limitaciones del clasicismo
Crítica de Malthus a la acumulación
Los románticos alemanes
Crítica socialista
168
170
176
191
VI. Marx
210
1. Vida y fuentes
2. Método
210
213
543
3.
4.
5.
6.
7.
Teoría del valor-trabajo
La plusvalía
Teoría de la competencia capitalista
Teoría del desarrollo económico
Apreciación crítica
216
220
225
231
235
VII. La transición
1.
2.
3.
4.
5.
6.
248
La herencia clásica
La escuela histórica
Jones
Escisión de la teoría del valor-trabajo
Senior
Mill
248
251
257
262
279
286
VIII. La economía moderna
303
1. Carácter de la economía moderna
2. La utilidad marginal
3. La segunda generación
303
307
322
IX. El inicio de la economía norteamericana
1. El escenario
2. La escuela marginalista
3. Veblen
341
347
358
X. Los años de la entreguerra
374
1. Teoría y realidad
2. La teoría del equilibrio
3. Keynes
374
379
391
XI. Macroeconomía y dirección económica
1.
2.
3.
4.
5.
341
De la guerra a la paz
La contribución de la estadística
¿Economía de subocupación o economía de ocupación plena?
El sistema macroeconómico
Dirección económica: la nueva ortodoxia
XII. La era de la incertidumbre y una nueva contrarrevolución
1. De la autoridad al descontento
2. El dinero y el nexo internacional
3. Empleo e inflación
411
411
412
418
426
434
451
451
457
466
544
4. Crecimiento, bienestar y estructura económica
XIII. ¿Una nueva certidumbre?
477
498
1. De la nueva economía a la nueva macroeconomía clásica
Conclusión: la economía ayer, hoy y mañana
Índice onomástico
Índice General
545
498
506
538
537