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La cuestión indígena en la insurgencia por la tierra Renzo Aroni Columbia University La revolución y la tierra (2019) de Gonzalo Benavente Sacco desentierra la prehistoria y el legado de la reforma agraria, promulgada en 1969 por el general Velasco Alvarado (1968-1975), a través de materiales fílmicos de la época y entrevistas a diversos personajes afines a este proceso. Un eje central del documental es la insurgencia por la tierra iniciada por el campesinado indígena, que luego fue abanderado por dos modos opuestos de revolución peruana, desde la reforma agraria con los militares y por la vía armada con los grupos de izquierda radical. Estos apuntan a las “masas campesinas” para su liberación, pero ignoran su liderazgo autónomo y agencia indígena. La negación de la cuestión indígena respecto de su relación ontológica con las entidades no humanas (tierra, montaña, lago, río, etc.) ha sido recurrente en las políticas del Estado peruano y su racionalidad occidental. Para las poblaciones andinas y amazónicas, la tierra no sólo es un derecho de posesión individual o colectiva. Forman parte de ella como un complemento espiritual, social y natural. En los Andes, por ejemplo, los runakuna (personas, usualmente quechua hablantes) mantienen una relación “socio-natural” con los tirakuna (entidades no humanas) y ambos forman parte del ayllu (la organización comunal de personas que tienen lazos de parentesco y que habitan un territorio en comunión con los otros seres distintos a los humanos).1 En ese sentido, estos seres no humanos o “seres tierra” también participan en la vida política y social de las poblaciones indígenas. 2 Por eso hoy salen a defender la “madre naturaleza” del extractivismo devorador. Los últimos minutos del documental de Benavente apenas dejan entrever este ángulo y me gustaría expandir su discusión, no sin antes explicar la ausencia de lo indígena en el experimento revolucionario de Velasco y los grupos insurgentes de la izquierda peruana. Al margen del fracaso o éxito de la reforma agraria, el general Velasco reconoció oficialmente la participación del llamado “indio”, recategorizándolo como “campesino”, término que la propia población indígena venía adoptando en rechazo al racismo y exclusión social a los que fue sujeta históricamente. En adelante, los campesinos serían los beneficiarios de la revolución agraria. La noción del campesino devino en un ser carente de identidad racial y étnica, cuando en la práctica este aún cultiva sus raíces ancestrales e identidades indígenas, por supuesto, adaptándose a las circunstancias cambiantes del mundo andino.3 Dado que el gobierno militar no tenía un partido político ni una base social, Velasco creó el Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social (SINAMOS) para canalizar y regular la movilización social. No obstante, las poblaciones andinas y amazónicas mantienen sus propias formas de organización comunal y luchas políticas por la recuperación o defensa de sus tierras comunales que en su devenir histórico coincidieron con el proyecto reformista de Velasco, por lo que le dieron su apoyo. Es más, en varias comunidades del centro-sur andino, la reforma agraria oficializó las 1 Marisol de la Cadena, Earth Beings: Ecologies of Practice across Andean Worlds (Durham, NC: Duke University Press, 2015), 5, 43-44. Sobre el ayllu, véase también Catherine J. Allen, The Hold Life Has: Coca and Cultural Identity in an Andean Community (Washington: Smithsonian Institution Press, 1988). 2 Para más información sobre los seres tierra como entidades políticas, véase Marisol de la Cadena, Earth Beings, Story 3, sobre el rol del Nevado Ausangate. 3 Jaymie P. Heilman y Manuel Llamojha, Now Peru is Mine: The Life and Times of a Campesino Activist (Durham, NC: Duke University Press, 2016), 12-13, 190 (footnote 26). 1 tierras que ya habían sido recuperadas de antemano. 4 Y algunas no estaban de acuerdo con la política campesinista, paternalista y autoritaria del Estado modernizador de Velasco, debido a que este y su nueva ley de comunidades campesinas deslegitimaron el sistema tradicional de autoridades indígenas, como los varayuqkuna (los que portan una vara de honor que simboliza el poder local).5 Por lo tanto, los funcionarios del SINAMOS y activistas de izquierda afines al régimen ignoraron la interdependencia socio-natural de los runakuna con los tirakuna dentro del ayllu, limitándose a mostrar su lucha política por la tierra, como unidad de producción agropecuaria, bajo la tutela del gobierno militar. Por ejemplo, intelectuales como Hugo Neira y filmaciones de la época, que reaparecen en La revolución y la tierra, se enfocan en el liderazgo político de Saturnino Huillca, pero invisibilizan su rol social como pampamisayoq (sacerdote andino que tiene una función ritual de interactuar con la naturaleza). 6 De otro lado, los movimientos de izquierda radical, liderados por intelectuales mestizos, educados y cosmopolitas, no tomaron en cuenta las visiones y motivaciones indígenas en sus plataformas revolucionarias. Discursivamente, buscaban liberar al indio de la opresión; sin embargo, en la práctica subestimaron su capacidad política e ignoraron su soberanía cultural. Esta desavenencia marcó el derrotero equivocado de buscar el apoyo social en poblaciones andinas y amazónicas sin mayor éxito. “¿Por qué pierde la guerrilla?”, se pregunta Héctor Béjar, el líder de las guerrillas de 1965 y luego funcionario del SINAMOS. “Porque nosotros mismo no conocíamos el país”. Béjar se refiere a ese Perú profundo, diverso y étnicamente complejo, donde su organización guerrillera fue derrotada rápidamente por el Ejército. Años después, Sendero Luminoso pretendió desatar una guerra campesina contra el Estado, pero no le importó la práctica política del campesinado ni, mucho menos, su indigeneidad. Cuando la población nativa e indígena optó por desafiar su “guerra popular”, Sendero respondió con terror y muerte. Por lo menos 215 masacres comprueban su brutalidad contra las minorías étnicas. 7 Aunque Augusta La Torre hablaba el quechua, al igual que sus combatientes ayacuchanos, los líderes guerrilleros mestizos del MRTA no tuvieron el interés de aprender algún idioma indígena, ni mucho menos de conocer su modo de vida. Reclutaban jóvenes indígenas como los ashánincas, pero los tenían como cocineros o guías, no como combatientes. A esto se suma el prejuicio racial contra los indígenas y por último el asesinato de sus líderes, que provocó la expulsión del MRTA del territorio asháninca a fines de 1989.8 Por consiguiente, en el proceso de la insurgencia por la tierra, el campesinado indígena dio su apoyo parcial o nulo a los proyectos revolucionarios, expuestos en los párrafos anteriores, con el deseo de alcanzar la justicia social y ciudadanía plena. Sin embargo, la visión campesinista y clasista de los líderes de estos proyectos requería del campesinado una “conciencia de clase”. En consecuencia, había que instruirlo en el castellano y politizarlo bajo la 4 Ponciano del Pino, En nombre del gobierno: El Perú y Uchuraccay: un siglo de política campesina (Lima: La Siniestra Ensayos y Universidad Nacional de Juliaca, 2017), 230. 5 Ibíd., 115-128. 6 Claudia Arteaga, “Una representación indígena en tiempos revolucionarios velasquistas: Runan Caycu (1973) de Nora de Izcué”, en Memoria del Perú. Actas del VIII Congreso Internacional de Peruanistas en el Extranjero, José Antonio Mazzoti y Luis Abanto Rojas, eds. (Lima: Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, 2018), 168-169. Véase también la historia de los Turpo como altomisayoq en Marisol De la Cadena, Earth Beings, Story 2, 3, 4. 7 Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), Informe Final (Lima: CVR, 2003), tomo 6, 31. 8 Miguel La Serna, With Masses and Arms: Peru’s Tupac Amaru Revolutionary Movement (Chapel Hill, NC: The University of North Carolina Press, 2020), 116-117. Ver también CVR, Informe Final, tomo 1, 94. 2 guía de las clases educadas y los “intelectuales orgánicos”. Si reconocían la capacidad política de un líder campesino, no era por su forma de hacer política y agencia indígena, sino por su espíritu rebelde propio de “la cultura andina, concebida como milenaria y premoderna”. 9 Esta visión también empalmó con la de la clase dominante que pensaba erradicar la indigeneidad –un atraso para el progreso– a través de la alfabetización. Si bien las minorías nativas e indígenas aprendieron a escribir en castellano, no abandonaron sus lenguas originarias y mucho menos sus saberes políticos y culturales. Pero hoy se enfrentan al extractivismo y el calentamiento global que destruyen la naturaleza y contaminan las fuentes de vida como el agua. Para las élites neoliberales, los indios del ayer que hoy defienden sus tierras son el “perro del hortelano”, es decir, los que están en contra de la inversión y el progreso capitalista. La sociedad letrada, culta y elitista hace poco o nulo esfuerzo para comprender la cosmovisión de los indígenas y sus saberes, como la solidaridad y la reciprocidad, no sólo entre los humanos sino también entre estos y otros seres no humanos, como la pachamama. Esta no es sólo el allpa, literalmente tierra en quechua, sino también kawsay, vida para los runakuna. Para terminar, La revolución y la tierra compila la memoria histórica de la reforma agraria y sus desencuentros y tensiones en el imaginario social e intrínseco de los peruanos. Es informativo antes que crítico para que las nuevas generaciones saquen sus propias conclusiones y puedan entender las raíces históricas de las movilizaciones campesinas e indígenas actuales por sus derechos territoriales y colectivos, incluyendo la mejora de sus precarias condiciones de vida, frente al avance del extractivismo. En ese sentido, el documental puede ser el punto de partida para discutir la continuidad de un problema persistente: la ineptitud del Estado moderno de reconocer la vida de los runakuna y poblaciones amazónicas en comunión con los seres naturales. Esto es porque su constitución separa la sociedad de la naturaleza, entendida como objeto. Lo que nos lleva a dos formas diferentes de concebir la naturaleza. Como sugiere Marisol De la Cadena, tal vez es momento de pensar estas diferencias en términos ontológicos y no en la lógica del multiculturalismo neoliberal, que promueve el turismo global y el consumo cultural. Pensar en términos ontológicos implica que el Estado reconozca legalmente los sentidos de la naturaleza para los pueblos indígenas, incluyendo los derechos de los seres tierra. Este puede ser otro modo de nuestra comprensión humana y relación socioambiental en mundos diferentes, pero siempre entrelazados. 10 9 Marisol de la Cadena, Indígenas mestizos: raza y cultura en el Cuzco (Lima: IEP, 2004), p. 212-213. Para más información sobre esta propuesta, véase De la Cadena, Earth Beings, 273-286. 10 3