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Domingo IV de Adviento (ciclo C) (Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía) • DEL MISAL MENSUAL • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com) • SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org) • FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2018 - Homilía (31.V.16) - Enc. Lumen Fidei, 58-59 • BENEDICTO XVI – Ángelus 2006, 2009 y 2012 • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org) • PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes) • FLUVIUM (www.fluvium.org) • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar) • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org) ─ Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II ─ Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva ─ Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org) • Mons. Ramón MALLA i Call Obispo Emérito de Lleida (Lleida, España) (www.evangeli.net) • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís *** Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes, para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical. Si desea recibirlo directamente a su correo, puede pedir suscripción a doctos.de.interes@gmail.com. Para recibirlo por WhatsApp: https://chat.whatsapp.com/BfPOpiv1Tp02zK168vOLMd. (Nuestras redes sociales) *** DEL MISAL MENSUAL DICHOSO LOS QUE CREEN Miq 5, 1-4; Heb 10, 5-10; Lc 1, 39-45 Domingo IV de Adviento (C) La situación en que vivían los israelitas en tiempos de Miqueas era tan desoladora que resultaba muy difícil dar crédito al mensaje de esperanza del profeta. Los tiempos de las incursiones violentas de los soldados asirios y del pago de tributos que acortaban el pan en las mesas de la gente común, estaban por desaparecer. La tranquilidad estaba tocando a las puertas y se colaría en Judá a través de un jefe animoso, que Dios haría surgir en Belén. Miqueas no imaginaba una paz caída del cielo, sino una paz soportada en el esfuerzo, la vigilancia y la defensa del territorio por parte de la población. Cuando la joven María recién desposada, recibió el anuncio del ángel Gabriel, los tiempos adversos seguían ensombreciendo la vida de Israel. Ella no se dejó abatir por el desaliento, sino que acogió la pequeña oferta de esperanza que Dios le traía a su pueblo. Debía dar su sí para que se concretara aquella esperanza. ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Is 45, 8 Cielos, destilen el rocío; nubes, lluevan la salvación; que la tierra se abra y germine el salvador. ORACIÓN COLECTA Te pedimos, Señor, que infundas tu gracia en nuestros corazones, para que, habiendo conocido, por el anuncio del ángel, la encarnación de tu Hijo, lleguemos, por medio de su pasión y de su cruz, a la gloria de la resurrección. Por nuestro Señor Jesucristo... LITURGIA DE LA PALABRA PRIMERA LECTURA De ti saldrá el jefe de Israel. Del libro del profeta Miqueas: 5,1-4 Esto dice el Señor: “De ti, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel, cuyos orígenes se remontan a tiempos pasados, a los días más antiguos. Por eso, el Señor abandonará a Israel, mientras no dé a luz la que ha de dar a luz. Entonces el resto de sus hermanos se unirá a los hijos de Israel. Él se levantará, para pastorear a su pueblo con la fuerza y la majestad del Señor, su Dios. Ellos habitarán tranquilos, porque la grandeza del que ha de nacer llenará la tierra y él mismo será la paz”. Palabra de Dios. SALMO RESPONSORIAL Del salmo 79, 2ac.3c. 15-16. 18-19 R/. Señor, muéstranos tu favor y sálvanos. Escúchanos, pastor de Israel; tú que estás rodeado de querubines, manifiéstate; despierta tu poder y ven a salvarnos. R/. Señor, Dios de los ejércitos, vuelve tus ojos, mira tú viña y visítala; protege la cepa plantada por tu mano, el renuevo que tú mismo cultivaste. R/. Que tu diestra defienda al que elegiste, al hombre que has fortalecido. Ya no nos alejaremos de ti; consérvanos la vida y alabaremos tu poder. R/. SEGUNDA LECTURA Aquí estoy, Dios mío para hacer tu voluntad De la carta a los hebreos: 10, 5-10 2 Domingo IV de Adviento (C) Hermanos: Al entrar al mundo, Cristo dijo, conforme al salmo: No quisiste víctimas ni ofrendas; en cambio, me has dado un cuerpo. No te agradaron los holocaustos Hilos sacrificios por el pecado; entonces dije porque a mí se refiere la Escritura: “Aquí estoy, Dios mío; vengo para hacer tu voluntad”. Comienza por decir: “No quisiste víctimas ni ofrendas, no te agradaron los holocaustos ni los sacrificios por el pecado “siendo así que eso es lo que pedía la ley; y luego añade: “Aquí estoy, Dios mío; vengo para hacer tu voluntad”. Con esto, Cristo suprime los antiguos sacrificios, para establecer el nuevo. Y en virtud de esta voluntad, todos quedamos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez por todas. Palabra de Dios. ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Lc 1, 38 R/. Aleluya, aleluya. Yo soy la esclava del Señor; cúmplase en mí lo que me has dicho. R/. EVANGELIO ¿Quién soy para que la madre de mi Señor venga a verme? + Del santo Evangelio según san Lucas: 1, 39-45 En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea y, entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel. En cuanto ésta oyó el saludo de María, la criatura saltó en su seno. Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llego tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor”. Palabra del Señor. ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS Que santifique, Señor, estos dones, colocados en tu altar, el mismo Espíritu que fecundó con su poder el seno de la bienaventurada Virgen María. Por Jesucristo, nuestro Señor. ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Is 7, 14 Miren: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien le pondrá el nombre de Emmanuel. ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN Habiendo recibido esta prenda de redención eterna, te rogamos, Dios todo poderoso, que, cuanto más se acerca el día de la festividad que nos tae la salvación, con tanto mayor fervor nos apresuremos a celebrar dignamente el misterio del nacimiento de tu Hijo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos. _________________________ BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com) El Mesías nacerá en Belén (Mi 5, 1-4a) 1ª lectura 3 Domingo IV de Adviento (C) El horizonte, entenebrecido por unos momentos en los versículos precedentes (4,9-14), vuelve a abrirse alegre con el anuncio de un «dominador», o gobernante en Israel, que ha de nacer, «salir», de Belén, una ciudad de la región de «Efrata» (Gn 35,16). Con frecuencia se distingue la región de su ciudad más importante (1 S 17,12), pero en algunos textos ambas se identifican (Gn 35,19). En el estilo típico de los oráculos de salvación abundan los contrastes: el rey anunciado tendrá comienzos humildes, puesto que nacerá en una ciudad pequeña («tan pequeña» podría también traducirse como «la más pequeña», v. 1), pero serán comienzos honrosos, puesto que Belén es la cuna de David y, por tanto, el lugar que confirmaba la pertenencia al linaje davídico; será de origen muy antiguo, pero para percibir su presencia habrá que esperar a que «dé a luz la que tiene que dar a luz» (v. 2); se limitará a reunir a sus hermanos, pero su acción benéfica alcanzará los confines de la tierra (v. 3). Todos estos datos no pueden referirse al monarca contemporáneo al profeta, sino al futuro rey-Mesías. El texto contiene muchos elementos relacionados con los pasajes mesiánicos de Isaías (7,14; 9,5-6; 11,1-4) y también con los que anuncian un futuro descendiente de David (2 S 7,12-16; Sal 89,4). La tradición judía vio en el texto de Miqueas un vaticinio mesiánico, como ha quedado reflejado en varios pasajes del Talmud (Pesajim 51,1 y Nedarim 39,2). El Nuevo Testamento contiene algunas alusiones claras, como la recogida en el Evangelio de San Juan, que muestra la opinión que tenían los contemporáneos de Jesús sobre la procedencia del Mesías: «¿Acaso el Cristo viene de Galilea? ¿No dice la Escritura que el Cristo viene de la descendencia de David y de Belén, la aldea de donde era David?» (Jn 7,40-42); pero sobre todo en el primer evangelio se aplica este texto directamente a Jesús, nacido en Belén (Mt 2,4-6): el evangelista modifica sutilmente la calificación de la ciudad de David (dice «ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá», en lugar de «eres la menor...» del texto de Miqueas), con la intención de ensalzar más la figura de Jesús-Mesías. Siguiendo esta interpretación del Evangelio de San Mateo, la tradición cristiana ha visto en el pasaje de Miqueas el anuncio del nacimiento de Jesús en Belén. Son abundantes las explicaciones de los Santos Padres que intentaban convencer a los judíos de que Jesús es el verdadero Mesías esperado. Así lo mostraba Tertuliano: «Puesto que los hijos de Israel afirman que nosotros erramos al recibir a Cristo, que ya vino, mostrémosles desde las mismas Escrituras que el Cristo anunciado ya ha venido (...). Era necesario que Él naciese en Belén de Judá pues así está escrito en el profeta: Y tú, Belén, no eres la más pequeña...» (Adversus iudaeos, 13). San Ireneo, por su parte, escribía: «A su vez, el profeta Miqueas dice también el lugar donde el Cristo debía nacer, a saber, en Belén de Judá, cuando se expresa así: Y tú, Belén de Judá, tú no eres insignificante entre los jefes de Judá, porque de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo Israel. Pero Belén es también el país de David, de suerte que Él es de la descendencia de David, no sólo por la Virgen que lo ha dado a luz, sino también en cuanto que nació en Belén» (Demonstratio praedicationis apostolicae 63). Aquí vengo para hacer tu voluntad (Hb 10, 5-10) 2ª lectura La eficacia del sacrificio de Cristo radica en la obediencia perfecta a la voluntad del Padre (cfr 5,9). Ésta es la razón de la Encarnación, a la que se alude en los vv. 5-7 con una cita del Sal 40 según la versión griega. Por eso, la liturgia de la Iglesia recuerda este texto (vv. 4-10) en varios momentos, especialmente en la solemnidad de la Anunciación del Señor. «[Las palabras del salmo] nos hacen como penetrar en los abismos insondables de este abajamiento del Verbo, de este 4 Domingo IV de Adviento (C) humillarse por amor de los hombres hasta la muerte de Cruz (...) ¿Por qué esta obediencia, por qué este abajamiento, por qué este sufrimiento? Nos responde el Credo: “Propter nos homines et propter nostram salutem: por nosotros los hombres y por nuestra salvación” Jesús bajó del cielo para hacer subir allá arriba con pleno derecho al hombre, y, haciéndolo hijo en el Hijo, para restituirlo a la dignidad perdida con el pecado (...). Acojámosle. Digámosle también nosotros: Aquí estoy, vengo a hacer tu voluntad» (Juan Pablo II, Audiencia general, 25-III-1981). La Visitación de María a Isabel (Lc 1, 39-45) Evangelio Contemplamos ahora la grandeza de María desde otros puntos de vista. Isabel, llena del Espíritu Santo, proclama que María es «madre de mi Señor» (v. 43). Pero ser «madre de Dios» es también objeto de fe para María, y por ello es felicitada por Isabel (v. 45). Sin embargo, la fe de la Virgen traspasa la mera virtud personal, pues da origen a la Nueva Alianza: «Como Abrahán “esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rm 4,18), así María, en el instante de la Anunciación, después de haber manifestado su condición de virgen, (...) creyó que por el poder del Altísimo, por obra del Espíritu Santo, se convertiría en Madre del Hijo de Dios según la revelación del ángel» (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, n. 14). La montaña de Judea dista unos 130 km de Nazaret. Según una tradición que se remonta al siglo IV, la casa de Zacarías estaba en el actual pueblo de ‘Ayn-Karîm, a unos 8 km al oeste de Jerusalén. Allí el niño Juan salta de gozo en el vientre de su madre. Teólogos antiguos y modernos han visto en esa acción un indicio de la santificación del Bautista en el vientre de su madre: «Considera la precisión y exactitud de cada una de las palabras: Isabel fue la primera en oír la voz, pero Juan fue el primero en experimentar la gracia, porque Isabel escuchó según las facultades de la naturaleza, pero Juan, en cambio, se alegró a causa del misterio. Isabel sintió la proximidad de María, Juan la del Señor; la mujer oyó la salutación de la mujer, el hijo sintió la presencia del Hijo; ellas proclaman la gracia, ellos, viviéndola interiormente, logran que sus madres se aprovechen de este don hasta tal punto que, con un doble milagro, ambas empiezan a profetizar por inspiración de sus propios hijos» (S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, ad loc.). _____________________ SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org) Feliz la que ha creído Es normal que todos los que quieren ser creídos corroboren las razones que les den crédito. También el ángel que anunciaba los misterios, para inducir a creer por un hecho, ha anunciado a María, una virgen, la maternidad de una esposa anciana y estéril, mostrando de este modo que Dios puede hacer todo cuanto le agrada. Desde que oyó esto María, no como incrédula del oráculo, ni como insegura del anuncio, ni como dudosa del hecho, sino alegre en su deseo, para cumplir un piadoso deber, presurosa por el gozo, se dirigió hacia la montaña. Llena de Dios, ¿podía ella no elevarse presurosa hacia las alturas? Los cálculos lentos son extraños a la gracia del Espíritu Santo Aprended también, piadosas mujeres, con qué apresuramiento habéis de ayudar a vuestras parientes que han de ser madres. María, que antes vivía sola en su retiro más estricto; no la retiene ahora de aparecer en público el pudor virginal, ni de su intento la aspereza de las montañas, ni de prestar su servicio la longitud del camino. La Virgen se dispone a subir las montañas, la Virgen que piensa servir y olvida su pena; su caridad la da fuerza y no el sexo; deja su casa y marcha. 5 Domingo IV de Adviento (C) Aprended, vírgenes, a no corretear por casas ajenas, a no entretenerse en las plazas, a no prolongar la conversación en las vías públicas. María es tranquila en casa y se apresura en el camino. Permaneció con su prima tres meses; pues, habiendo venido para hacer un servicio, le salía del corazón. Permaneció tres meses, no por el placer de estar en una casa extraña, sino porque le desagradaba mostrarse en público con frecuencia. Aprendisteis, vírgenes, la delicadeza de María; aprended también su humildad. Ella viene como una parienta a su parienta, como la más joven a la más anciana, y no sólo viene, sino que es la primera en saludar; conviene, en efecto, que cuanto más casta es una virgen, sea también más humilde; aprenda a honrar a las ancianas; que sea maestra de humildad la que hace profesión de castidad. Hay aquí un motivo de piedad, hay también una enseñanza doctrinal: hay que subrayar, en efecto, que la superior viene a la inferior para ayudar a la inferior: María a Isabel, Cristo a Juan; más tarde, para consagrar el bautismo de Juan, Cristo ha venido a este bautismo (Mt 3,13). En seguida se manifiestan los beneficios de la llegada de María y de la presencia del Señor: pues es el momento de oír Isabel el saludo de María, el niño dio saltos en su seno, y ella fue llenada del Espíritu Santo. Considera la elección y precisión de cada una de las palabras. Isabel es la primera a oír la voz, pero Juan es el primero a sentir la gracia; aquélla, siguiendo el orden natural, ha oído; éste ha saltado bajo el efecto del misterio; ella ha percibido la llegada de María, éste la del Señor: la mujer la de la mujer, el hijo la del hijo; ellas proclaman la gracia; ellos la realizan, abordando el misterio de la misericordia en beneficio de sus madres; y, por un doble milagro, las madres profetizan bajo la inspiración de sus hijos. El hijo ha saltado de gozo, la madre ha sido llenada; la madre no ha sido llenada antes que su hijo, sino que su hijo, una vez lleno del Espíritu Santo, ha llenado también a su madre. Exultó Juan, exultó también el espíritu de María. Al saltar de gozo Juan, Isabel es llenada. Sin embargo, no conocemos que María fuese llenada del Espíritu, sino que su espíritu exultó —El, que no puede ser comprendido, obraba en María de un modo incomprensible—. En fin, ella fue llenada después de haber concebido, ésta antes de concebir. Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Y de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a visitarme? El Espíritu Santo conocía su palabra y no la olvida jamás, y la profecía se realiza no sólo en los hechos milagrosos, sino en todo el rigor y propiedad de los términos. ¿Cuál es este fruto del vientre, sino Aquel del que se ha dicho: He aquí que el Señor da por herencia los hijos, recompensa del fruto del seno? (Ps 126, 3). Es decir, la herencia del Señor son los hijos, precio de este fruto que nació del seno de María. Él es el fruto del vientre, la flor de la raíz, de la cual profetizó Isaías al decir: Saldrá una vara de la raíz de Jesé, y la flor brotará de la raíz; la raíz es la raza judía; el tallo, María; la flor de María, Cristo, que, como el fruto del buen árbol, según nuestros progresos en la virtud, ahora florece, ahora fructifica en nosotros, ahora renace por la resurrección del cuerpo. ¿Y de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mí? No habla como una ignorante — sabía ella que existía la gracia y la operación del Espíritu Santo, para que la madre del profeta fuese saludada por la madre del Señor para provecho de su hijo—, sino que ella reconocía que es esto el resultado, no de un mérito humano, sino de la gracia divina. Dice así: ¿De dónde a mí?, es decir, ¿qué felicidad me llega que la Madre de mi Señor viene a mí? Yo reconozco que no tengo nada que esto exija. ¿De dónde a mí? ¿Por qué justicia, por qué acciones, por qué méritos? No son diligencias acostumbradas entre mujeres que la Madre de mi Señor venga a mí. Yo presiento el milagro, reconozco el misterio: la Madre del Señor está fecundada del Verbo, llena de Dios. 6 Domingo IV de Adviento (C) Porque he aquí que, como sonó la voz de tu salutación en mis oídos, dio saltos de alborozo el niño en mi seno. Y dichosa tú que has creído. Observas que María no dudó, sino que creyó, y por eso ha conseguido el fruto de la fe. Bienaventurada tú, dice, que has creído. ¡Mas también sois bienaventurados vosotros que habéis oído y creído!, pues toda alma que cree, concibe y engendra la palabra de Dios y reconoce sus obras. Que en todos resida el alma de María para glorificar al Señor; que en todos resida el espíritu de María para exultar en Dios. Si corporalmente no hay más que una Madre de Cristo, por la fe Cristo es fruto de todos: pues toda alma recibe el Verbo de Dios, a condición de que, sin tacha, preservada de vicios, guarde castidad en una pureza sin detrimento. Toda alma que llega a este estado engrandece al Señor, como el alma de María ha engrandecido al Señor y como su espíritu ha saltado de gozo en el Dios Salvador. El Señor es efectivamente engrandecido, como en otra parte has leído: Engrandece al Señor conmigo (Ps 33,4); no que la palabra humana pueda añadir alguna cosa al Señor, sino que Él es engrandecido en nosotros; pues Cristo es la imagen de Dios (2 Cor 4,4; Col 1,15) y, por lo mismo, el alma que hace obra justa y religiosa engrandece esta imagen de Dios, a cuya semejanza ha sido creada, y, al engrandecerla, participa en cierto modo de su grandeza y se hace más sublime; parece reproducir en ella esta imagen por los brillantes colores de sus buenas obras y por la semejanza de la virtud. Luego el alma de María engrandece al Señor y su espíritu salta de gozo en Dios porque, ofrecida el alma al Padre y al Hijo, ella venera con un piadoso amor al Dios único, de quien vienen todas las cosas, y al único Señor, por quien son hechas todas las cosas (cf. 1 Cor 8,6). Sigue la profecía de María, cuya plenitud responde a la excelencia de su persona. No es sin motivo, parece, que Isabel profetice antes del nacimiento de Juan y María antes del nacimiento del Señor; pues ya comienzan los preparativos de la salvación humana. Pues así como el pecado comenzó por las mujeres, el bien debía comenzar también por las mujeres, a fin de que las mujeres, deponiendo sus costumbres femeniles, renuncien a su debilidad, y que el alma, que no tiene sexo, como María, que no conoció el error, se aplique religiosamente a imitar su castidad. María permaneció con ella tres meses y volvió a su casa. Bien se nos dice que María prestó sus servicios y que guardó un número místico: pues su prima no es la única causa de esta larga estancia, sino también el provecho de un profeta tan grande. Efectivamente, si al entrar se ha realizado un resultado tan grande que, al saludo de María, el niño ha dado saltos de gozo en el seno y el Espíritu Santo ha llenado a la madre del niño, ¡qué aumento de gracia no les ha valido la presencia de María durante un espacio de tiempo tan largo! María permaneció con ella tres meses. Así el profeta recibía la unción y, tan buen atleta, era ya ejercitado desde el seno de su madre; pues se preparaba para un gran combate. María permaneció allí hasta que llegó para Isabel el tiempo de dar a luz. Si lo consideras diligentemente, encontrarás que esto no se ha notado más que para el nacimiento de los justos; en fin, se cumplieron los días de dar a luz María, se cumplió el tiempo de dar a luz Isabel, el tiempo de la vida se cumple cuando los santos terminan la carrera de esta vida. La vida del justo tiene una plenitud, los días de los impíos son vacíos. (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (1) nº 19-29, BAC Madrid 1966, pp. 95-101) _____________________ FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2018 - Homilía (31.V.16) - Enc. Lumen Fidei, 58-59. Ángelus 2015 Los lugares del asombro: el otro, la historia y la Iglesia 7 Domingo IV de Adviento (C) Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días! El Evangelio de este domingo de Adviento subraya la figura de María. La vemos cuando, justo después de haber concebido en la fe al Hijo de Dios, afronta el largo viaje de Nazaret de Galilea a los montes de Judea, para ir a visitar y ayudar a su prima Isabel. El ángel Gabriel le había revelado que su pariente ya anciana, que no tenía hijos, estaba en el sexto mes de embarazo (cf. Lc 1, 26.36). Por eso, la Virgen, que lleva en sí un don y un misterio aún más grande, va a ver a Isabel y se queda tres meses con ella. En el encuentro entre las dos mujeres —imaginad: una anciana y la otra joven, es la joven, María, la que saluda primero: El Evangelio dice así: «Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1, 40). Y, después de ese saludo, Isabel se siente envuelta de un gran asombro —¡no os olvidéis esta palabra: asombro. El asombro. Isabel se siente envuelta de un gran asombro que resuena en sus palabras: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (v. 43). Y se abrazan, se besan, felices estas dos mujeres: la anciana y la joven. Las dos embarazadas. Para celebrar bien la Navidad, estamos llamados a detenernos en los «lugares» del asombro. Y, ¿cuáles son los lugares del asombro en la vida cotidiana? Son tres. El primer lugar es el otro, en quien reconocemos a un hermano, porque desde que sucedió el Nacimiento de Jesús, cada rostro lleva marcada la semejanza del Hijo de Dios. Sobre todo cuando es el rostro del pobre, porque como pobre Dios entró en el mundo y y dejó, ante todo, que los pobres se acercaran a Él. Otro lugar del asombro —el segundo— en el que, si miramos con fe, sentimos asombro, es la historia. Muchas veces creemos verla por el lado justo, y sin embargo corremos el riesgo de leerla al revés. Sucede, por ejemplo, cuando ésta nos parece determinada por la economía de mercado, regulada por las finanzas y los negocios, dominada por los poderosos de turno. El Dios de la Navidad es, en cambio, un Dios que «cambia las cartas»: ¡Le gusta hacerlo! Como canta María en el Magnificat, es el Señor el que derriba a los poderosos del trono y ensalza a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y a los ricos despide vacíos (cf. Lc 1, 52-53). Este es el segundo asombro, el asombro de la historia. Un tercer lugar de asombro es la Iglesia: mirarla con el asombro de la fe significa no limitarse a considerarla solamente como institución religiosa que es, sino a sentirla como Madre que, aun entre manchas y arrugas —¡tenemos muchas!— deja ver las características de la Esposa amada y purificada por Cristo Señor. Una Iglesia que sabe reconocer los muchos signos de amor fiel que Dios continuamente le envía. Una Iglesia para la cual el Señor Jesús no será nunca una posesión que defender con celo: quienes hacen esto, se equivocan, sino Aquel que siempre viene a su encuentro y que ésta sabe esperar con confianza y alegría, dando voz a la esperanza del mundo. La Iglesia que llama al Señor: «Ven Señor Jesús». La Iglesia madre que siempre tiene las puertas abiertas, y los brazos abiertos para acoger a todos. Es más, la Iglesia madre que sale de las propias puertas para buscar, con sonrisa de madre a todos los alejados y llevarles a la misericordia de Dios. ¡Este es el asombro de la Navidad! En Navidad Dios se nos dona todo donando a su Hijo, el Único, que es toda su alegría. Y sólo con el corazón de María, la humilde y pobre hija de Sión, convertida en Madre del Hijo del Altísimo, es posible exultar y alegrarse por el gran don de Dios y por su imprevisible sorpresa. Que Ella nos ayude a percibir el asombro —estos tres asombros: el otro, la historia y la Iglesia— por el nacimiento de Jesús, el don de los dones, el regalo inmerecido que nos trae la salvación. El encuentro con Jesús, nos hará también sentir a nosotros este gran asombro. Pero no podemos tener este asombro, no podemos encontrar a Jesús, si no lo encontramos en los demás, en la historia y en la Iglesia. 8 Domingo IV de Adviento (C) *** Ángelus 2018 El dinamismo de la fe y la caridad Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! La liturgia de este cuarto domingo de Adviento se centra en la figura de María, la Virgen Madre, que espera dar a luz a Jesús, el Salvador del mundo. Fijemos nuestra mirada en ella, un modelo de fe y caridad; y podemos preguntarnos: ¿Cuáles fueron sus pensamientos durante los meses de espera? La respuesta proviene del pasaje del Evangelio de hoy, la historia de la visita de María a su pariente anciana, Isabel (cf. Lucas 1, 39-45) El ángel Gabriel le había dicho que Isabel estaba esperando un hijo y que ya estaba en el sexto mes (cf. Lucas 1, 26.36). Y entonces la Virgen, que acababa de concebir a Jesús por la obra de Dios, partió apresuradamente de Nazaret, en Galilea, para llegar a las montañas de Judea y encontrar a su prima. El Evangelio dice: «Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (v.40). Seguramente ella estaba feliz con ella por su maternidad, y a su vez Isabel saludó a María diciendo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?» (Vv. 42-43). E inmediatamente elogia su fe: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que fueron dichas de parte del Señor!» (v.45). Es evidente el contraste entre María, que tenía fe, y Zacarías, el esposo de Isabel, que había dudado y no había creído la promesa del ángel y, por lo tanto, permaneció en silencio hasta el nacimiento de Juan. Es un contraste. Este episodio nos ayuda a leer con una luz muy especial el misterio del encuentro del hombre con Dios. Un encuentro que no está bajo la bandera de prodigios asombrosos, sino en nombre de la fe y la caridad. De hecho, María es bendecida porque creyó: el encuentro con Dios es el fruto de la fe. Zacarías en cambio, quien dudó y no creyó, permaneció sordo y mudo. Crecer en fe durante el largo silencio: sin fe, inevitablemente permanecemos sordos a la voz consoladora de Dios; y seguimos sin poder pronunciar palabras de consuelo y esperanza para nuestros hermanos. Y lo vemos todos los días: las personas que no tienen fe o que tienen una fe muy pequeña, cuando tienen que acercarse a una persona que sufre, les dicen palabras de circunstancia, pero no pueden llegar al corazón porque no tienen fuerzas. No tiene fuerza porque no tiene fe, y si no tiene fe, las palabras que llegan al corazón de los demás no vienen. La fe, a su vez, se nutre de la caridad. El evangelista nos dice que «se levantó María y se fue con prontitud» (v. 39) hacia Isabel: apresurada, no ansiosa, no ansiosa, sino con prontitud, en paz. «Se levantó»: un gesto lleno de preocupación. Podría haberse quedado en casa para prepararse para el nacimiento de su hijo, en lugar de eso, se preocupa primero de los demás que de sí misma, demostrando, de hecho, que ya es una discípula de ese Señor que lleva en su vientre. El evento del nacimiento de Jesús comenzó así, con un simple gesto de caridad; además, la auténtica caridad es siempre el fruto del amor de Dios. La visita del evangelio de María a Isabel, que escuchamos hoy en la misa, nos prepara para vivir bien la Navidad, comunicándonos el dinamismo de la fe y la caridad. Este dinamismo es obra del Espíritu Santo: el Espíritu de amor que fecundó el seno virginal de María y que la instó a acudir al servicio de su pariente anciana. Un dinamismo lleno de alegría, como vemos en el encuentro entre las dos madres, que es todo un himno de júbilo alegre en el Señor, que hace grandes cosas con los pequeños que se fían de él. Que la Virgen María nos obtenga la gracia de vivir una Navidad extrovertida, pero no dispersa, extrovertida: en el centro no está nuestro «Yo», sino el Tú de Jesús y tú de los hermanos, 9 Domingo IV de Adviento (C) especialmente aquellos que necesitan ayuda. Entonces dejaremos espacio al amor que, también hoy, quiere hacerse carne y venir a vivir entre nosotros. *** Homilía del 31 de mayo de 2016 en Santa Marta Una actitud (el servicio) y un hecho (el encuentro) Dos «actitudes» se reconocen como «signos» inequívocos del ser cristianos: el «servicio en la alegría» e «ir al encuentro de los demás». En la misa celebrada el 31 de mayo en Santa Marta, el Papa Francisco dio consejos para los cristianos que «creen ser tales» pero en realidad «no lo son plenamente». E invitó a seguir el ejemplo de «mujeres valientes» como María, capaces de afrontar dificultades y obstáculos por servir a los demás. Ante una liturgia del día «llena de la alegría que colma nuestro corazón» el Pontífice eligió en primer lugar algunos pasajes de la primera lectura tomada del profeta Sofonías (3, 14-18): «¡Lanza gritos de gozo, hija de Sión, lanza clamores, Israel, alégrate y exulta de todo corazón, hija de Jerusalén! El Señor está en medio de ti, no temerás ya ningún mal»; y también: «Dios está en medio de ti, ¡un poderoso Salvador! Él exulta de gozo por ti, te renueva por su amor; danza por ti con gritos de júbilo». Es decir, explicó, «es Dios quien goza con nosotros», quien «nos renueva». Es un pasaje que expresa «una alegría grande, una alegría que llena nuestro corazón y nuestra vida». Luego Francisco recurrió al Evangelio de Lucas (1, 39-56): «En el encuentro de María con su prima» — destacó— se respira el «mismo clima de alegría: “Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios”». También Jesús se alegra y salta en el seno de la madre: «todo es alegría allí, todo». «Este —comentó el Papa— es el aire fresco que hoy nos trae la liturgia: el mensaje de alegría». Y comentó: qué «cosa fea» son «los cristianos con la cara torcida, los cristianos tristes», una «cosa fea, fea, fea». En efecto, «creen» ser cristianos «pero no lo son plenamente». En este clima de alegría «que la liturgia hoy nos da como un regalo», el Pontífice quiso poner de relieve dos aspectos: «una actitud» y «un hecho». La actitud que podemos destacar en el pasaje evangélico es la del «servicio». María, en efecto, «va a servir». Francisco puso de relieve «los dos verbos que introducen esta historia en el Evangelio de Lucas», o sea: «María se levantó», es decir decide: «hago algo», y, por lo tanto, «fue con prontitud». Lo que «asombra», dijo el Pontífice, es precisamente «esta joven de dieciséis años, diecisiete, no más, que va de prisa por este camino, donde seguramente había bandidos, pero era valiente. Se levanta y va». María no encuentra excusas como: «No, estoy embarazada», o también: «Soy la reina del mundo, porque el rey viene a mí». Ella sencillamente «se levanta y va», mostrando, toda su «valentía de mujer». Al respecto el Papa hizo un paréntesis recordando «a las mujeres valientes que hay en la Iglesia» y que «son como la Virgen»: mujeres que «llevan adelante la familia» y «la educación de los hijos», capaces de afrontar «muchas adversidades, mucho dolor», mujeres «que cuidan a los enfermos... Valientes: se levantan y sirven, sirven». En ellas se reconoce el «signo cristiano» del servicio. Y, al recordar que «quien no vive para servir, no sirve para vivir», Francisco destacó en más de una ocasión la importancia de la actitud del «servicio en la alegría». Una alegría que, de todos modos, requiere también «mortificación», es decir no elegir hacer sólo lo que nos gusta. María, por ejemplo, «se levantó y fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá», fue «lejos», y «seguramente lo hizo sola. Era valiente». 10 Domingo IV de Adviento (C) El Evangelio, luego, propone también un «hecho», es decir «el encuentro» entre María e Isabel. «Estas dos mujeres —dijo el Pontífice— se encuentran y se encuentran con alegría, como cuando se encuentran las mujeres que se quieren: se abrazan, se dan un beso...». Un encuentro, en definitiva, caracterizado por la «fiesta». Así, pues, «el encuentro es otro signo cristiano». En efecto, explicó el Papa, «una persona que dice ser cristiana y no es capaz de ir al encuentro de los demás, de encontrarse con los demás, no es totalmente cristiana». Y añadió: «tanto el servicio como el encuentro requieren» la actitud «de salir de sí mismo: salir para servir y salir para encontrar, para abrazar a otra persona». Precisamente con este tipo de servicio y de encuentro, en María —que una semana antes «trabajaba, sin saber que su prima estaba embarazada», luego, con la «alegría grande de la maternidad» suma «la alegría de servir y la alegría del encuentro»— «se renueva la promesa del Señor» y se realiza «en ese presente». Al respecto comentó Francisco: «Si nosotros aprendiésemos esto –servicio e ir al encuentro de los demás, no rechazar los encuentros–, si nosotros aprendiésemos esto, ¡cuánto cambiaría el mundo!». Y concluyó recordando: «Dos cosas solamente, servir y encontrarse, y experimentaremos la alegría, esta alegría grande de la presencia de Dios en medio de nosotros». *** Enc. Lumen fidei, nn. 58 y 59 Bienaventurada la que ha creído (Lc 1, 45) En la parábola del sembrador, san Lucas nos ha dejado estas palabras con las que Jesús explica el significado de la «tierra buena»: «Son los que escuchan la palabra con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia» (Lc 8, 15). En el contexto del Evangelio de Lucas, la mención del corazón noble y generoso, que escucha y guarda la Palabra, es un retrato implícito de la fe de la Virgen María. El mismo evangelista habla de la memoria de María, que conservaba en su corazón todo lo que escuchaba y veía, de modo que la Palabra diese fruto en su vida. La Madre del Señor es icono perfecto de la fe, como dice santa Isabel: «Bienaventurada la que ha creído» (Lc 1, 45) En María, Hija de Sión, se cumple la larga historia de fe del Antiguo Testamento, que incluye la historia de tantas mujeres fieles, comenzando por Sara, mujeres que, junto a los patriarcas, fueron testigos del cumplimiento de las promesas de Dios y del surgimiento de la vida nueva. En la plenitud de los tiempos, la Palabra de Dios fue dirigida a María, y ella la acogió con todo su ser, en su corazón, para que tomase carne en ella y naciese como luz para los hombres. San Justino mártir, en su Diálogo con Trifón, tiene una hermosa expresión, en la que dice que María, al aceptar el mensaje del Ángel, concibió «fe y alegría». En la Madre de Jesús, la fe ha dado su mejor fruto, y cuando nuestra vida espiritual da fruto, nos llenamos de alegría, que es el signo más evidente de la grandeza de la fe. En su vida, María ha realizado la peregrinación de la fe, siguiendo a su Hijo. Así, en María, el camino de fe del Antiguo Testamento es asumido en el seguimiento de Jesús y se deja transformar por él, entrando a formar parte de la mirada única del Hijo de Dios encarnado. Podemos decir que en la Bienaventurada Virgen María se realiza eso en lo que antes he insistido, que el creyente está totalmente implicado en su confesión de fe. María está íntimamente asociada, por su unión con Cristo, a lo que creemos. En la concepción virginal de María tenemos un signo claro de la filiación divina de Cristo. El origen eterno de Cristo está en el Padre; él es el Hijo, en sentido total y único; y por eso, es engendrado en el tiempo sin concurso de varón. Siendo Hijo, Jesús puede traer al mundo un nuevo comienzo y una nueva luz, la plenitud del amor fiel de Dios, 11 Domingo IV de Adviento (C) que se entrega a los hombres. Por otra parte, la verdadera maternidad de María ha asegurado para el Hijo de Dios una verdadera historia humana, una verdadera carne, en la que morirá en la cruz y resucitará de los muertos. María lo acompañará hasta la cruz (cf. Jn 19, 25), desde donde su maternidad se extenderá a todos los discípulos de su Hijo (cf. Jn 19, 26-27). También estará presente en el Cenáculo, después de la resurrección y de la ascensión, para implorar el don del Espíritu con los apóstoles (cf. Hch 1, 14). El movimiento de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu ha recorrido nuestra historia; Cristo nos atrae a sí para salvarnos (cf. Jn 12, 32). En el centro de la fe se encuentra la confesión de Jesús, Hijo de Dios, nacido de mujer, que nos introduce, mediante el don del Espíritu santo, en la filiación adoptiva (cf. Ga 4, 4-6). _________________________ BENEDICTO XVI – Ángelus 2006, 2009 y 2012 2006 Disponibles y dispuestos a recibir a Jesús Queridos hermanos y hermanas: La celebración de la santa Navidad ya es inminente. La vigilia de hoy nos prepara para vivir intensamente el misterio que esta noche la liturgia nos invitará a contemplar con los ojos de la fe. En el Niño divino recién nacido, acostado en el pesebre, se manifiesta nuestra salvación. En el Dios que se hace hombre por nosotros, todos nos sentimos amados y acogidos, descubrimos que somos valiosos y únicos a los ojos del Creador. El nacimiento de Cristo nos ayuda a tomar conciencia del valor de la vida humana, de la vida de todo ser humano, desde su primer instante hasta su ocaso natural. A quien abre el corazón a este “niño envuelto en pañales” y acostado “en un pesebre” (cf. Lc 2, 12), él le brinda la posibilidad de mirar de un modo nuevo las realidades de cada día. Podrá gustar la fuerza de la fascinación interior del amor de Dios, que logra transformar en alegría incluso el dolor. Preparémonos, queridos amigos, para encontrarnos con Jesús, el Emmanuel, Dios con nosotros. Al nacer en la pobreza de Belén, quiere hacerse compañero de viaje de cada uno. En este mundo, desde que él mismo quiso poner aquí su “tienda”, nadie es extranjero. Es verdad, todos estamos de paso, pero es precisamente Jesús quien nos hace sentir como en casa en esta tierra santificada por su presencia. Pero nos pide que la convirtamos en una casa acogedora para todos. Este es precisamente el don sorprendente de la Navidad: Jesús ha venido por cada uno de nosotros y en él nos ha hecho hermanos. De ahí deriva el compromiso de superar cada vez más los recelos y los prejuicios, derribar las barreras y eliminar las contraposiciones que dividen o, peor aún, enfrentan a las personas y a los pueblos, para construir juntos un mundo de justicia y de paz. Con estos sentimientos, queridos hermanos y hermanas, vivamos las últimas horas que nos separan de la Navidad, preparándonos espiritualmente para acoger al Niño Jesús. En el corazón de la noche vendrá por nosotros. Pero su deseo es también venir a nosotros, es decir, a habitar en el corazón de cada uno de nosotros. Para que esto sea posible, es indispensable que estemos disponibles y nos preparemos para recibirlo, dispuestos a dejarlo entrar en nuestro interior, en nuestras familias, en nuestras ciudades. Que su nacimiento no nos encuentre ocupados en festejar la Navidad, olvidando que el protagonista de la fiesta es precisamente él. Que María nos ayude a mantener el recogimiento interior indispensable para gustar la alegría profunda que trae el nacimiento del Redentor. A ella nos dirigimos ahora con nuestra oración, pensando de modo especial en los que van a pasar la Navidad en la tristeza y la soledad, en la enfermedad y el sufrimiento. Que la Virgen dé a todos fortaleza y consuelo. 12 Domingo IV de Adviento (C) *** 2009 La Navidad es la respuesta de Dios a la humanidad que busca la paz Queridos hermanos y hermanas: Con el IV domingo de Adviento, la Navidad del Señor está ya ante nosotros. La liturgia, con las palabras del profeta Miqueas, invita a mirar a Belén, la pequeña ciudad de Judea testigo del gran acontecimiento: “Pero tú, Belén de Efratá, la más pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial” (Mi 5, 1). Mil años antes de Cristo, en Belén había nacido el gran rey David, al que las Escrituras concuerdan en presentar como antepasado del Mesías. El Evangelio de san Lucas narra que Jesús nació en Belén porque José, el esposo de María, siendo de la “casa de David”, tuvo que dirigirse a esa aldea para el censo, y precisamente en esos días María dio a luz a Jesús (cf. Lc 2, 1-7). En efecto, la misma profecía de Miqueas prosigue aludiendo precisamente a un nacimiento misterioso: “Dios los abandonará –dice– hasta el tiempo en que la madre dé a luz. Entonces el resto de sus hermanos volverá a los hijos de Israel” (Mi 5, 2). Así pues, hay un designio divino que comprende y explica los tiempos y los lugares de la venida del Hijo de Dios al mundo. Es un designio de paz, como anuncia también el profeta hablando del Mesías: “En pie pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor su Dios. Habitarán tranquilos porque se mostrará grande hasta los confines de la tierra. Él mismo será nuestra paz” (Mi 5, 3-4). Precisamente este último aspecto de la profecía, el de la paz mesiánica, nos lleva naturalmente a subrayar que Belén es también una ciudad-símbolo de la paz, en Tierra Santa y en el mundo entero. Por desgracia, en nuestros días, no se trata de una paz lograda y estable, sino una paz fatigosamente buscada y esperada. Dios, sin embargo, no se resigna nunca a este estado de cosas; por ello, también este año, en Belén y en todo el mundo, se renovará en la Iglesia el misterio de la Navidad, profecía de paz para cada hombre, que compromete a los cristianos a implicarse en las cerrazones, en los dramas, a menudo desconocidos y ocultos, y en los conflictos del contexto en el que viven, con los sentimientos de Jesús, para ser en todas partes instrumentos y mensajeros de paz, para llevar amor donde hay odio, perdón donde hay ofensa, alegría donde hay tristeza y verdad donde hay error, según las bellas expresiones de una conocida oración franciscana. Hoy, como en tiempos de Jesús, la Navidad no es un cuento para niños, sino la respuesta de Dios al drama de la humanidad que busca la paz verdadera. “Él mismo será nuestra paz”, dice el profeta refiriéndose al Mesías. A nosotros nos toca abrir de par en par las puertas para acogerlo. Aprendamos de María y José: pongámonos con fe al servicio del designio de Dios. Aunque no lo comprendamos plenamente, confiemos en su sabiduría y bondad. Busquemos ante todo el reino de Dios, y la Providencia nos ayudará. ¡Feliz Navidad a todos! *** 2012 La belleza de la acogida ¡Queridos hermanos y hermanas! En este cuarto domingo de Adviento, que se anticipa por poco a la Natividad del Señor, el evangelio narra la visita de María a su pariente Isabel. Este episodio no es un simple gesto de 13 Domingo IV de Adviento (C) cortesía, sino que muestra de modo muy simple el encuentro entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Las dos mujeres, ambas embarazadas, encarnan la esperanza y al Esperado. La anciana Isabel simboliza a Israel en espera del Mesías, mientras que la joven María trae en sí misma el cumplimiento de esta espera, en beneficio de toda la humanidad. En las dos mujeres se encuentran y se reconocen ante todo, los frutos de sus vientres, Juan y Cristo. Comenta así el poeta cristiano Prudencio: “El bebé que está en el vientre anciano saluda, a través de la boca de su madre, al Señor, hijo de la Virgen” (Apotheosis, 590: PL 59, 970). La exultancia de Juan en el vientre de Isabel, es el signo del cumplimiento de la espera: Dios está por visitar a su pueblo. En la Anunciación, el arcángel Gabriel le habló a María del embarazo de Isabel (cf. Lc. 1,36), como prueba del poder de Dios: la infertilidad, a pesar de su avanzada edad, había sido trasformada en fecundidad. Isabel, acogiendo a María, reconoce que se está cumpliendo la promesa de Dios a la humanidad y exclama: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor?” (Lc. 1,42-43). La expresión “bendita tu entre las mujeres” es dicha en el Antiguo Testamento a Yael (Jueces 5,24) y a Judit (Jdt. 13,18), dos mujeres guerreras comprometidas en salvar a Israel. Esta vez, está dirigido a María, jovencita pacífica que está por generar al Salvador del mundo. Así también el salto de alegría de Juan (cf. Lc. 1,44) se refiere a la danza que el rey David hizo cuando acompañó la entrada del Arca de la Alianza en Jerusalén (cf. 1 Cro. 15,29). El arca, que contenía las tablas de la Ley, el maná y la vara de Aarón (cf. Hb. 9,4), era el signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El niño por nacer, Juan, exulta de alegría ante María, Arca de la Nueva Alianza, que lleva en el vientre a Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre. La escena de la Visitación también expresa la belleza de la acogida: donde hay acogida recíproca, escucha, un hacer sitio al otro, allí está Dios y la alegría que viene de Él. Imitemos a María en el tiempo de Navidad, visitando a quienes pasan por dificultades, especialmente a los enfermos, a los encarcelados, a los ancianos y a los niños. También imitemos a Isabel, que recibe a sus huéspedes como si fuera Dios mismo: sin desearlo no conoceremos nunca al Señor; sin esperarlo no lo veremos, sin buscarlo no lo encontraremos. Con la misma alegría de María, que va rápido donde Isabel (cf. Lc. 1,39), también nosotros vayamos al encuentro del Señor que viene. Oremos para que todos los hombres busquen a Dios, descubriendo que es Dios mismo el primero en visitarnos. A María, Arca de la Nueva y Eterna Alianza, confiamos nuestro corazón, para que lo haga digno de recibir la visita de Dios en el misterio de su Nacimiento. _________________________ DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos IV domingo de Adviento 96. Con el IV domingo de Adviento, la Navidad está ya muy próxima. La atmósfera de la Liturgia, desde los reclamos corales a la conversión, se traslada a los acontecimientos que circundan el Nacimiento de Jesús. Un cambio de dirección evidenciado en el Prefacio II del tiempo de Adviento. «La Virgen concebirá» es el título de la primera lectura del año A. Cierto es que todas las lecturas, de los profetas a los Apóstoles y a los Evangelios, giran en torno al misterio anunciado a María por el arcángel Gabriel. (Lo que se dice aquí a propósito de los Evangelios de los domingos y de los textos 14 Domingo IV de Adviento (C) del Antiguo Testamento puede ser aplicado también al Leccionario ferial del 17 al 23 de diciembre). 97. En el Evangelio del año B se lee la narración de la Anunciación de Lucas; a la que sigue, en el mismo evangelio, la Visitación, que se lee en el año C. Estos acontecimientos ocupan un lugar destacado en la devoción de muchos católicos. La primera parte de la oración, el Ave María, considerada entre las más hermosas, se compone de las palabras dirigidas a María por el Arcángel Gabriel y por Isabel. La Anunciación es el primer misterio gozoso del Rosario; la Visitación, el segundo. La oración del Ángelus es una meditación ampliada de la Anunciación, recitada por muchos fieles cada día (por la mañana, al mediodía y por la noche). El encuentro entre el arcángel Gabriel y María, sobre la que desciende el Espíritu Santo, está representado en múltiples obras del arte cristiano. En el IV domingo de Adviento, el homileta tendría que trabajar sobre esta sólida base de la devoción cristiana y, así, conducir a los fieles hacia una comprensión más profunda de estos admirables acontecimientos. 98. «El Ángel del Señor anunció a María. Y concibió por obra del Espíritu Santo». El poder y la fuerza de aquella hora nunca han disminuido. Ahora se siente de nuevo mientras de ella se impregna la asamblea en la que se proclama el Evangelio. Forja la hora peculiar de la celebración comunitaria. Estamos absortos en su Misterio. En cierto modo estamos presentes en la escena. Vemos al ángel que se presenta delante de la Virgen María en Nazaret de Galilea (también la Iglesia está contemplando la escena, siguiendo con estupor el drama de su encuentro, su intercambio de palabras). Mensaje divino, respuesta humana. Pero, mientras observamos, tomamos conciencia de que en esta visión no estamos aceptados sólo como simples espectadores. Cuanto ha sido ofrecido a María (acoger al Hijo de Dios en su seno) nos es ofrecido, en cierto modo, a cada una de las asambleas de fieles y a cada uno de los creyentes en la Liturgia del domingo IV de Adviento. En Navidad, ya dentro de pocos días, se nos va a entregar. Justo como ha dicho Jesús: «El que me ama guardará mi Palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). 99. La primera lectura del Año B, del segundo Libro de Samuel, nos invita a dar un paso atrás respecto a esta escena, incluso manteniendo la mirada fija en ella. La lectura nos ofrece una visión más amplia, la historia de la dinastía de David. La intención es la de ayudarnos a mirar con atención en los siglos que han transcurrido en esta historia hasta que surge, finalmente, el ángel delante de María. Es útil, por tanto, para el homileta ayudar a las personas a observar todo el escenario del acontecimiento. El generoso David está inspirado por un pensamiento noble, es decir, construir una casa para el Señor. ¿Por qué, se pregunta David, ahora que se ha establecido en su casa y ha obtenido una tregua en torno a sus enemigos gracias a la intervención del Señor, por qué Él tendría que continuar viviendo en el arca debajo de una tienda? ¿Por qué no una casa, un templo, para el Señor? Pero el Señor da a David una respuesta del todo inesperada. A la generosa oferta de David, el Señor responde con su generosidad divina superando enteramente lo que David ofrecía o nunca habría podido imaginar. Revocando la oferta de David, el Señor dice: «Tu no construirás una casa para mí», «el Señor te anuncia que te va a edificar una casa» (cf. 2 Sam 7,11), refiriéndose así a la dinastía de David que «dure tanto como el sol, como la luna, de edad en edad» (Sal 72,5). 100. Volviendo a la escena central de esta narración, vemos cómo la promesa hecha a David se ha cumplido de manera definitiva y, una vez más, de manera inesperada. María está «desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David» (Lc 1,27). El Ángel anuncia a María que dará a luz un Hijo, diciendo: «El Señor Dios le dará el trono de David su padre» (Lc 1,32). María misma es, de este modo, la casa que el Señor construye para el auténtico Hijo de David. Incluso, el deseo de David de construir una casa para el Señor se cumple de modo misterioso: con las palabras «hágase en mí según tu Palabra» (Lc 1,38), la Hija de Sión, por medio de su consentimiento de fe, en un instante 15 Domingo IV de Adviento (C) construye un templo digno para el Hijo del Dios Altísimo. 101. El misterio de la Concepción Virginal de María es también el tema del Evangelio del Año A pero, en este caso, la narración se desarrolla desde el punto de vista de José, como nos narra Mateo. La primera lectura es un breve pasaje de Isaías en el que el profeta pronuncia la conocida frase: «Mirad, la virgen concebirá y dará a luz un Hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel». Esta lectura puede ofrecer al homileta la ocasión para explicar cómo la Iglesia ve, justamente, el cumplimiento de los textos del Antiguo Testamento en los acontecimientos de la vida de Jesús. En el pasaje de Mateo, la asamblea escucha los detalles referidos, que circundan el Nacimiento de Jesús, concluyendo con la frase: «Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta». Un profeta habla en la historia, en circunstancias concretas. En el 734 a.C., el rey Acaz tenía que hacer frente a un enemigo poderoso; el profeta Isaías le exhortó a tener fe en el poder que Dios tenía para liberar Jerusalén, y ofreció al rey un signo enviado por el Señor. Cuando el rey, con hipocresía, lo rechazó, el contrariado Isaías le anunció que le sería dado, de todas formas, un signo, el signo de una Virgen, cuyo Hijo sería llamado Emmanuel. Pero ahora, por medio del Espíritu Santo, que ha hablado por el profeta, cuanto tenía sentido en aquellas precisas circunstancias históricas se amplía para conformarse en una circunstancia histórica mucho mayor: la Venida del Hijo de Dios que se hace carne. Todas las profecías y toda la historia, en definitiva, hablan de esto. 102. El homileta, una vez presentado este argumento, puede considerar la narración bien construida de Mateo. El evangelista se preocupa de mantener en equilibrio dos verdades sobre Jesús: que es el Hijo de David y que es el Hijo de Dios. Ambas son verdades esenciales para comprender quién es Jesús. Tanto María como José interpretan un papel preciso en el cumplimiento de este entrelazarse armónico del misterio. 103. Como hemos visto en la Anunciación en el contexto de la Historia de Israel, también la genealogía que precede a este Evangelio ofrece una clave importante para su interpretación. (La genealogía se lee el 17 de diciembre y en la Misa de la Vigilia de Navidad). El Evangelio de Mateo inicia solemnemente con estas palabras: «Genealogía de Jesucristo, Hijo de David, Hijo de Abrahán». Continúa la narración tradicional de todas las generaciones: Abrahán engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, y así en adelante, pasando por David y sus descendientes, hasta José, donde el relato sufre un imprevisto y marcado cambio: «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo». Resulta singular y extraordinario cómo el texto no prosigue diciendo: «José engendró a Jesús», sino que especifica cómo José es el esposo de María, de la cual nació Jesús. Es precisamente en este punto sobre el que recae el peso del IV domingo de Adviento, como viene indicado en el primer versículo: «El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera». Es decir, en circunstancias notablemente diferentes a todos los nacimientos precedentes, exigiendo, por tanto, esta narración peculiar. 104. La primera información se refiere al hecho que María, antes de ir a vivir con José, estaba encinta por obra del Espíritu Santo. Es claro, por tanto, para los que escuchan y leen el pasaje que el niño no es de José sino que es el mismo Hijo de Dios. En la narración, además, esto no está todavía claro para José. El homileta podrá constatar el drama que soporta José. ¿Sospecha la infidelidad de María y por eso decide «repudiarla en secreto»? O quizá ¿tiene alguna intuición de la obra divina, que le lleva a temer de recibir a María como su esposa? Es desconcertante también el silencio de María. Ella, claramente, mantiene el secreto que existe entre ella y Dios, y será Dios quien clarificará la situación. Ninguna palabra humana sería suficiente para explicar un misterio tan grande. Mientras José consideraba estas cosas, un Ángel le revela en sueños que María ha concebido por obra del Espíritu Santo y que no debe temer. La Liturgia del Adviento invita a los fieles a no temer y a 16 Domingo IV de Adviento (C) acoger, como José, el misterio divino que se está desarrollando en su vida. 105. Un Ángel confirma en sueños a José que María ha concebido por obra del Espíritu Santo. Así, de nuevo, todo se explica: Jesús es el Hijo de Dios. Pero José tendrá que cumplir dos gestos, dos actos que legitimarán el Nacimiento de Jesús a los ojos de la cultura y de la fe judías. El Ángel se dirige a él de modo explícito con estas palabras: «José, Hijo de David», y le ordena llevar a María a su casa, permitiendo que el misterio de ella le trasforme. Después, él tendrá que dar nombre al niño. Estos dos gestos hacen de Jesús «el Hijo de David». La narración de Mateo habría podido continuar con estas palabras: «Cuando José se despertó hizo lo que le había mandado el ángel del Señor», mientras que, por el contrario, la narración viene interrumpida por la profecía de Isaías: «Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta», para citar después el versículo profético que hemos escuchado en la primera lectura. Lo que Isaías dijo a Acaz es poca cosa al respecto. Ahora la palabra «Virgen» se toma al pie de la letra, y Ella concibe por obra del Espíritu Santo. Y qué decir del nombre que tendrán que dar al niño ¿Emmanuel? Mateo, a diferencia de Isaías, explica su significado: «Dios-con-nosotros». También estas palabras, como indican las circunstancias, están tomadas al pie de la letra. José, el Hijo de David, lo llamará Jesús; pero el misterio más profundo de su nombre es «Dios-con-nosotros». 106. En la segunda lectura de este mismo domingo, tomada de la carta de san Pablo a los Romanos, escuchamos un lenguaje teológico más antiguo y primitivo que el de Mateo pero que ya nos revela la importancia del equilibrio armónico en los títulos que expresan el Misterio de Jesús. San Pablo habla del «Evangelio que se refiere a su Hijo, nacido, según lo humano de la estirpe de David; constituido, Hijo de David, con pleno poder por su Resurrección de la muerte». San Pablo ve ratificado el título de «Hijo de Dios» en la Resurrección de Jesús. San Mateo, como hemos visto con anterioridad, cuando explica el nombre del Emmanuel con el significado de «Dios-con-nosotros», expresa tal comprensión del Señor resucitado, haciendo referencia al principio de su existencia humana. 107. A pesar de ello, es Pablo quien muestra directamente el modo de relacionar lo que escuchamos en estos textos. Después de haber llamado con solemnidad a aquel que es el centro de su Evangelio «Hijo de David e Hijo de Dios», Pablo designa a los gentiles como los que están llamados «por Cristo Jesús». Además, los define como «a quienes Dios ama y ha llamado a formar parte de su pueblo santo». El homileta debe mostrar cómo este lenguaje se aplica también a nosotros. Los cristianos escuchan la maravillosa historia del Nacimiento de Jesucristo que cumple de modo admirable lo que había sido prometido por medio de los profetas, pero después escuchan también una palabra sobre ellos: estamos llamados a pertenecer a Jesucristo, estamos llamados por Dios y estamos llamados a ser santos. 108. El Evangelio del Año C se refiere a lo que María realizó inmediatamente después del encuentro con el Ángel que le anuncia la concepción del Hijo de Dios. «En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña», a ver a su pariente Isabel que estaba encinta de Juan Bautista. Y al oír el saludo de María el niño saltó en el seno de Isabel. Es este el primero de tantos momentos en los que Juan anuncia la presencia de Jesús. Es instructivo reflexionar también sobre cómo María se comporta cuando es consciente de llevar al Hijo de Dios en su seno. Ella «aprisa» va a visitar a Isabel, para poder constatar que «nada es imposible para Dios»; y actuando así, aporta un gran gozo a Isabel y al Hijo que está en su seno. 109. En estos días convulsos de Adviento la Iglesia entera asume la fisonomía de María. El rostro de la Iglesia lleva impresos los signos distintivos de la Virgen. El Espíritu Santo actúa ahora en la Iglesia, como ha actuado siempre. Por tanto, mientras la asamblea en este domingo entra en el 17 Domingo IV de Adviento (C) misterio eucarístico, el sacerdote reza en la oración sobre las ofrendas: «El mismo espíritu, que cubrió con su sombra y fecundó con su poder las entrañas de María, la Virgen Madre, santifique, Señor, estos dones que hemos colocado sobre tu altar». El homileta debe extraer el mismo nexo evidenciado por esta oración: a través de la Eucaristía, por el poder del Espíritu Santo, los fieles llevarán en su propio cuerpo lo que María llevó en sus entrañas. Como Ella, tendrán que hacer «deprisa» el bien al prójimo. Sus buenas acciones, realizadas siguiendo el ejemplo de María, sorprenderán entonces a los otros con la presencia de Cristo, de modo que dentro de ellos se produzca un salto de gozo. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA La “Visitación” María: “Dichosa la que ha creído” 148. La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que “nada es imposible para Dios” (Lc 1,37; cf. Gn 18,14) y dando su asentimiento: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Isabel la saludó: “¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lc 1,45). Por esta fe todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (cf. Lc 1,48). La maternidad divina de María 495. Llamada en los Evangelios “la Madre de Jesús” (Jn 2, 1; 19, 25; cf. Mt 13, 55, etc.), María es aclamada bajo el impulso del Espíritu como “la madre de mi Señor” desde antes del nacimiento de su hijo (cf Lc 1, 43). En efecto, aquél que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios [“Theotokos”] (cf. DS 251). IV. EL ESPIRITU DE CRISTO EN LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS Juan, Precursor, Profeta y Bautista 717. “Hubo un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan (Jn 1, 6). Juan fue “lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre” (Lc 1, 15. 41) por obra del mismo Cristo que la Virgen María acababa de concebir del Espíritu Santo. La “visitación” de María a Isabel se convirtió así en “visita de Dios a su pueblo” (Lc 1, 68). 2676. Este doble movimiento de la oración a María ha encontrado una expresión privilegiada en la oración del Ave María: “Dios te salve, María [Alégrate, María]”. La salutación del Ángel Gabriel abre la oración del Ave María. Es Dios mismo quien por mediación de su ángel, saluda a María. Nuestra oración se atreve a recoger el saludo a María con la mirada que Dios ha puesto sobre su humilde esclava (cf Lc 1, 48) y a alegrarnos con el gozo que El encuentra en ella (cf So 3, 17b) “Llena de gracia, el Señor es contigo”: Las dos palabras del saludo del ángel se aclaran mutuamente. María es la llena de gracia porque el Señor está con ella. La gracia de la que está colmada es la presencia de Aquél que es la fuente de toda gracia. “Alégrate... Hija de Jerusalén... el Señor está en medio de ti” (So 3, 14, 17a). María, en quien va a habitar el Señor, es en persona la hija de Sión, el arca de la Alianza, el lugar donde reside la Gloria del Señor: ella es “la morada de Dios 18 Domingo IV de Adviento (C) entre los hombres” (Ap 21, 3). “Llena de gracia”, se ha dado toda al que viene a habitar en ella y al que entregará al mundo. “Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”. Después del saludo del ángel, hacemos nuestro el de Isabel. “Llena del Espíritu Santo” (Lc 1, 41), Isabel es la primera en la larga serie de las generaciones que llaman bienaventurada a María (cf. Lc 1, 48): “Bienaventurada la que ha creído...” (Lc 1, 45): María es “bendita entre todas las mujeres” porque ha creído en el cumplimiento de la palabra del Señor. Abraham, por su fe, se convirtió en bendición para todas las “naciones de la tierra” (Gn 12, 3). Por su fe, María vino a ser la madre de los creyentes, gracias a la cual todas las naciones de la tierra reciben a Aquél que es la bendición misma de Dios: Jesús, el fruto bendito de su vientre. El Hijo se ha encarnado para cumplir la voluntad del Padre II. LA ENCARNACIÓN 462. La carta a los Hebreos habla del mismo misterio: Por eso, al entrar en este mundo, [Cristo] dice: No quisiste sacrificio y oblación; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo... a hacer, oh Dios, tu voluntad! (Hb 10, 5-7, citando Sal 40, 7-9 LXX). III. CRISTO SE OFRECIO A SU PADRE POR NUESTROS PECADOS Toda la vida de Cristo es ofrenda al Padre 606. El Hijo de Dios “bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado” (Jn 6, 38), “al entrar en este mundo, dice: ... He aquí que vengo... para hacer, oh Dios, tu voluntad... En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo” (Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús “por los pecados del mundo entero” (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: “El Padre me ama porque doy mi vida” (Jn 10, 17). “El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado” (Jn 14, 31). 607. Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús (cf. Lc 12,50; 22, 15; Mt 16, 21-23) porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: “¡Padre líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!” (Jn 12, 27). “El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?” (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz antes de que “todo esté cumplido” (Jn 19, 30), dice: “Tengo sed” (Jn 19, 28). Artículo 1. EN EL ANTIGUO TESTAMENTO 2568. La revelación de la oración en el Antiguo Testamento se inscribe entre la caída y la elevación del hombre, entre la llamada dolorosa de Dios a sus primeros hijos: “¿Dónde estás?... ¿Por qué lo has hecho?” (Gn 3, 9. 13) y la respuesta del Hijo único al entrar en el mundo: “He aquí que vengo... a hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb 10, 5-7). Así, la oración está ligada con la historia de los hombres, es la relación con Dios en los acontecimientos de la historia. III. HÁGASE TU VOLUNTAD EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO 2824. En Cristo, y por medio de su voluntad humana, la voluntad del Padre fue cumplida perfectamente y de una vez por todas. Jesús dijo al entrar en el mundo: “He aquí que yo vengo, oh 19 Domingo IV de Adviento (C) Dios, a hacer tu voluntad” (Hb 10, 7; Sal 40, 7). Sólo Jesús puede decir: “Yo hago siempre lo que le agrada a él” (Jn 8, 29). En la oración de su agonía, acoge totalmente esta Voluntad: “No se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42; cf Jn 4, 34; 5, 30; 6, 38). He aquí por qué Jesús “se entregó a sí mismo por nuestros pecados según la voluntad de Dios” (Ga 1, 4). “Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo” (Hb 10, 10). _________________________ RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org) Ha mirado la humillación de su esclava El último domingo de Adviento es el que nos debe preparar inmediatamente a la Navidad. Ahora las compras ya debieran estar terminadas y estamos quizás un poco más disponibles a pensar también en el sentido religioso de la fiesta. La liturgia del Adviento nos presenta dos grandes guías para la Navidad: Juan el Bautista y María. En las iglesias ortodoxas los respectivos iconos están colocados uno a la derecha y otro a la izquierda de la puerta, que introduce en la parte más sagrada del templo en donde está situado el altar del sacrificio. Son como los dos «ujieres», que introducen ante la presencia del rey. Hemos ya recogido el mensaje de Juan el Bautista en uno de los domingos precedentes. Ahora, el precursor nos entrega a la madre para que sea ella la que complete nuestra preparación para la Navidad. Y, en efecto, el Evangelio de hoy es el de la Visitación de María a Isabel, que se concluirá con el Magnificat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha visto la humillación de su esclava» (Lucas, 1,46-48). El pasaje evangélico termina aquí, pero el Magnificat prosigue diciendo: «Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lucas 1, 52-53). Con estas palabras María nos ayuda a acoger un aspecto importante del misterio natalicio sobre el que yo quisiera insistir: la Navidad como fiesta de los humildes y como rescate de la gente pobre. En el mundo de hoy se van perfilando dos nuevas clases sociales, que ya no son las mismas con las que se razonaba en el pasado, es decir, los patronos y los proletarios. Son, más bien, por una parte, la sociedad cosmopolita, que sabe el inglés, que se mueve a su antojo en los aeropuertos del mundo, que sabe usar el ordenador y «navega» en Internet, para la cual la tierra es ya el «pueblo global»; por otra, la gran masa de quienes apenas han salido del país, en el que han nacido, y tienen un acceso limitado o sólo indirecto a los grandes medios de comunicación social. Son éstos, hoy, respectivamente, los nuevos «potentados» y los nuevos «humildes». María nos ayuda a poner las cosas en su sitio y a no dejamos engañar. Nos dice que frecuentemente los valores más profundos se escondan entre los humildes; que los acontecimientos que más inciden en la historia (como el nacimiento de Jesús), sucedan en medio de ellos y no sobre los grandes teatros del mundo. Belén era la más «pequeña entre las aldeas de Judá», dice la primera lectura de hoy; y, sin embargo, fue en ella en donde nació el Mesías. Grandes escritores, como Manzoni y Dostoevskij, han inmortalizado en sus obras los valores y las historias de la gente pobre. Profundicemos este mensaje del Magnificat, que es tan cercano al que Jesús proclamará más tarde con las Bienaventuranzas. «Ha mirado la humillación de su esclava» (Lucas 1,46): ¿qué quería 20 Domingo IV de Adviento (C) decir con esto la Virgen? Seguramente no que «ha mirado mi virtud de la humildad» (si hubiese intentado decir esto, ¡la Virgen no hubiera sido en verdad humilde!) sino más bien que «Ha mirado mi pobreza, mi contar tan poco». Había tantas jóvenes ricas, bellas, cultas, espléndidamente vestidas en Jerusalén (por no hablar de Roma), hijas de nobles o de sumos sacerdotes, y el Señor se ha dignado volver su mirada sobre una pobre muchacha de ¡la más olvidada aldea de Galilea! Esto quería decir María. La «elección preferencial» por los pobres es algo que Dios ha hecho mucho antes del concilio Vaticano II. La escritura dice que «el Señor es sublime, se fija en el humilde» (Salmo 138,6) y que «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes» (1 Pedro 5,5). A través de toda la revelación él se nos presenta como un Dios que se inclina sobre los humildes, los afligidos, los abandonados y sobre aquellos, que no son nada a los ojos del mundo. El apóstol Pablo escribe: «Ha escogido Dios a los débiles del mundo, para confundir a los fuertes» (1 Corintios 1,27). Todo esto contiene una lección actualísima. En efecto, nuestra tentación es hacer exactamente lo contrario de lo que Dios ha hecho: querer mirar a quien está en lo alto, no a quien está en lo bajo; a quien está bien, no a quien se encuentra en la necesidad. En su comentario al Magnificat, Lutero ha expresado con gran fuerza esta verdad: «Todos los días debemos constatar cómo se esfuerza cada uno en elevarse sobre sí mismo a una posición de honor, de potencia, de riqueza, de dominio, a una vida acomodada ya todo lo que es grande y soberbio. Y cada uno quiere estar con tales personas, corre tras de ellas, les sirve con gusto, cada uno quiere participar en su grandeza. Nadie quiere mirar hacia abajo, en donde está la pobreza, la humillación, la necesidad, la aflicción y angustia; por el contrario, todos quitan la vista de una tal condición. Cada uno huye de las personas probadas así, las evita, las deja solas, nadie piensa en ayudarles, asistirles y hacer que ellas lleguen a ser algo. Deben permanecer en lo bajo y ser despreciadas». De este diagnóstico, una cosa no responde a la verdad: no es verdadero que nadie piense en ayudar a las personas necesitadas. Gracias a Dios, hay muchísimos que, empujados por la palabra del Evangelio o por un sentido de solidaridad humana, se acercan a quien está en situación de necesidad. Pero, no podemos contentamos con recordar que Dios mira a los humildes, o con mirar nosotros mismos a los humildes. Debemos llegar a ser nosotros mismos los pequeños y los humildes, al menos, de corazón. La basílica de la Natividad de Belén tiene una sola puerta de ingreso y es tan baja que no se pasa por ella si no es encorvándose profundamente. Alguno dice que fue construida así para impedir que los beduinos entrasen dentro a la grupa con sus camellos. Pero, la explicación, que siempre se ha dado (y que contiene, en todo caso, una profunda verdad espiritual), es otra. Aquella puerta debía recordar a los peregrinos que para penetrar en el significado profundo de la Navidad era necesario abajarse y hacerse pequeños. Si no podemos hacemos pequeños delante de Dios al que no vemos, hagámonos pequeños delante del hermano al que vemos. «Haceos imitadores de Dios» nos exhorta san Pablo (Efesos 5, 1). Imitar lo que Dios ha hecho significa en la Navidad abandonar todo pensamiento de hacerse justicia para sí solos con cada recuerdo de injuria recibido, cancelar del corazón todo resentimiento hacia todos (¡Dios no ha guardado rencor con el hombre!). No admitir voluntariamente ningún pensamiento hostil contra nadie ni contra los vecinos, ni contra los lejanos, ni contra los pequeños, ni contra los grandes, ni contra criatura alguna que exista en el mundo. Si no conseguimos hacer esto a lo largo de todo el año, esforcémonos al menos para poderlo hacer en este tiempo navideño. Si lo hacemos así, veremos que la fiesta será mucho más luminosa. Descenderá asimismo en nuestro corazón la paz anunciada por el ángel a los hombres «de buena voluntad» (cfr. Lucas 2,14). 21 Domingo IV de Adviento (C) En los próximos días oiremos cantar muchas veces la antigua melodía: «Tú desciendes de las estrellas, oh rey del cielo». Pero, si Dios ha descendido «de las estrellas», ¿no deberíamos nosotros descender de nuestros pequeños pedestales de superioridad y de dominio, de estar, como se dice, «sobre lo nuestro», para vivir como hermanos reconciliados entre nosotros? Es necesario descender de los «camellos» para entrar en el portal de Belén... Ante el pesebre nos vuelven a la mente las palabras de Jesús: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños» (Mateo 11,25). Hablando de pequeños y de humildes, no podemos pasar en silencio la categoría de los pequeños por excelencia, que son los pequeños también físicamente, los niños. A este respecto, no se puede dejar de mencionar un hecho tristísimo: los abusos que se cometen contra ellos. Es una plaga, que se revela cada día más vasta y profunda: la pedofilia, el trabajo infantil, la violencia sobre los menores... ¡Un estrago de inocentes y un estrago de inocencia! El niño es un indefenso; no está en disposición ni siquiera de darse cuenta del mal, que se le está haciendo. Por esto, al niño se le debe, decía el refrán antiguo, «el máximo respeto» (máxima debetur puero reverentia). Jesús ha dicho, a este propósito, una de sus palabras más duras: «Al que escandalice a uno de estos pequeños, que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino, que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar» (cfr. Mateo 18,6). Si no es posible parar a los autores de estas cosas, gente frecuentemente enferma o sin conciencia, al menos, abramos los ojos nosotros para defender a nuestros niños. Si no nos es posible inclinarnos materialmente ante el Niño Jesús en la gruta, portal o pesebre, como lo hicieron los pastores y los Magos, inclinémonos delante del «niño Jesús» de hoy. Jesús ha dicho: «En verdad os digo que cuanto hicisteis con uno de estos más pequeños, también conmigo lo hicisteis» (cfr. Mateo 25,45). _________________________ PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes) Dichoso el que crea «Dichoso el que crea, porque se llenará del Espíritu Santo y se cumplirá en él la voluntad de Dios. Dichoso el que crea que el Hijo de Dios fue engendrado por obra del Espíritu Santo y encarnado en vientre virgen y puro de mujer, para nacer en medio de los hombres, para vivir, morir y resucitar para la salvación de los hombres. Dichoso sea el que crea en que la Madre del Señor ha venido a visitarnos en diferentes momentos y lugares, para traer a sus hijos el mismo mensaje de esperanza, de amor, de misericordia, de paz, que muestra un camino de conversión a través de la penitencia, la oración y la consagración a su Inmaculado Corazón, para llevarnos al encuentro con Cristo, para que encontremos en Él la vida eterna. Dichoso el que crea que es verdadero Hijo de la Madre de Dios. Dichoso el que crea en ella, y la considere y reciba como Madre. Pero el que crea en la maternidad divina de la Virgen María, también debe creer en su Virginidad Perpetua, en su Inmaculada Concepción, y en su Bendita Asunción; y debe creer también 22 Domingo IV de Adviento (C) en su misión corredentora con Cristo, en su presencia viva acompañando a sus hijos en todo momento como Reina de cielos y tierra, y en que es faro de luz para volver al mundo de las tinieblas a la luz. Cree tú, y acepta el auxilio de tu Madre del cielo, que es la Omnipotencia Suplicante, y consigue para ti el favor de Dios en tus necesidades. Acude a ella humillándote como lo hizo ella, ofreciendo tu vida para servir como siervo de la Sierva del Señor, para ser instrumento de misericordia, dócil a la voluntad de Dios, para llevar al mundo el mensaje de esperanza, de misericordia, de amor y de paz, que ha venido a traer la Madre de Dios, para que todos los hombres crean en Él y se salven. Eleva tus ojos al cielo, mira la Estrella, mira a María, y alaba a Dios diciendo: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!”. _____________________ FLUVIUM (www.fluvium.org) Aprendiendo a querer Dios mío, mientras aguardamos –ya impacientes– la inminente venida de Jesucristo, quisiera escucharte yo también, con mi oído interior atento, sin filtros de prejuicios. No vaya a ser que casi sólo oiga lo de siempre: lo mío, mis palabras, muy razonadas –eso sí–, pero no las tuyas. Necesito librarme de ese monólogo, casi permanente, aunque pierda la tranquilidad y la seguridad de no tener quien se me oponga. María, que es la misma inocencia y no desea otra cosa sino agradar a su Dios, alienta sin cesar su disposición de servir a su Señor. Vive todos los días de la ilusión por complacerle en cada detalle, poniendo todo su ser en amarle. Se siente contemplada por su Creador y a la vez segura, sabiendo que Él conoce hasta el más delicado movimiento de su espíritu, mientras ella, llena de paz y alegre como nadie, va plasmando en sus obras el amor que le tiene. María se turbó, dice el evangelista. Acababa de escuchar un singular saludo, que era la más grande alabanza jamás pronunciada. Con su clarísima inteligencia había entendido bien: era un saludo de parte de Dios, un saludo afectuoso a Ella de parte del Creador. Las palabras que escucha indican que el mensajero viene de parte del Altísimo, que conoce la intimidad habitual entre Dios y Ella; por eso se dirige a María, pero no por su nombre. En María, lo más propio, más aún que su nombre, es su plenitud de Gracia. Así la llama el Ángel: Llena de Gracia. Es la criatura que tiene más de Dios, a quien el Creador más ha amado. Y María correspondió siempre, del todo y libremente, con su amor al amor divino. A partir de la disposición de María el Ángel le transmite su mensaje. Como decía Juan Pablo II, Dios “busca al hombre movido por su corazón de Padre”: no debemos temer a Dios. Las palabras de Gabriel –tan intensas– y lo inesperado del mensaje, posiblemente sobrecogieron a Nuestra Madre, pero no tenía por qué temer, le dice el Ángel. Su presencia ante ella, por el contrario, era motivo de gran gozo: el Señor la había escogido entre todas las mujeres, entre todas las que habían existido y las que existirían: el Verbo Eterno iba a nacer como Hombre, para redimir a la humanidad, y Ella sería su Madre. ¿Tenemos miedo a Dios? De Él sólo podemos esperar bondades, aunque nos supongan una cierta exigencia. ¿Tememos preguntarnos si nuestras conductas son de su agrado, no sea que debamos rectificar? Queramos mirar al Señor cara a cara, francamente, como mira un niño ilusionado el rostro de su padre, esperando siempre cariño, comprensión, consuelo, ayuda... 23 Domingo IV de Adviento (C) No se puede pensar en la respuesta de María como en algo independiente de sus disposiciones habituales; su sí a Dios vino a ser la formalización actual de lo que siempre había querido. Señor, que vea; te pido como Bartimeo, aquel ciego al que curaste. Que Te vea. Que vea qué esperas de mí. Quiero escuchar tu llamada, en cada circunstancia de mi vida y, como María, para mi vida entera... Entiendo que conoces los detalles de mi andar terreno y prevés lo que llamo bueno y lo que llamo malo y que todo es ocasión de amarte. Ayúdame a intentarlo sinceramente, de verdad. Enséñame a hacer tu voluntad, porque eres mi Dios, te pido con el Salmista. Enséñame a confiar en tu Bondad omnipotente. No temas, María –le dice Gabriel, antes incluso de manifestarle en detalle la Voluntad del Señor. Y, luego, el mensaje mismo incluye los motivos de seguridad y optimismo: que cuenta con todo el favor de Dios y que será obra del Espíritu Santo la concepción y mantendrá su virginidad... Finalmente, recibe también una prueba de otra acción poderosa de Dios: la fecundidad de Isabel, porque para Dios no hay nada imposible, concluye el arcángel. Cuando nos habituamos a contemplar a Dios –Señor de la historia: de la mía– presente en los sucesos de cada jornada, tenemos paz. Lo sentimos como un Padre inspirando y protegiendo cada paso nuestro: queriéndonos. Porque nos comprende y nos sonríe con el cariño afectuoso de siempre. También cuando, quizá sin darnos mucha cuenta, tratamos rebajar la exigencia, “escurrir el bulto”. Es que no es obligatorio, pensamos. Y le escuchamos en el fondo del alma: ¿Me quieres? Y ya sabemos que a la pregunta por el amor se responde con la vida: “que obras son amores...” Ayúdame, Señor, a decirte siempre que sí. Auméntame la fe para ver más claramente qué esperas de mí cada mañana y cada tarde. El “sí” de María, el día de la Anunciación, fue a ser Madre de Dios. El Verbo se hizo humano en sus entrañas, por el Espíritu Santo y su consentimiento. Nuestros “sí” a Dios de todos los días se parecen a los que Nuestra Madre pronunciaba de continuo, amando a Dios en cada momento y circunstancia de la vida. Eran en María enamoradas afirmaciones –silenciosas casi siempre– de una conversación que no termina, como no terminan nunca las palabras de los enamorados aunque sólo se miren. Madre mía enséñame a querer. _____________________ PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar) María y el Adviento: El “Magnificat” En el período de Adviento, la liturgia nos habla y nos instruye a través de tres grandes guías: Isaías, Juan Bautista y María; el profeta, el precursor, la madre. Hoy es el turno de María; en los tres ciclos litúrgicos, el IV domingo de Adviento está dominado por su figura dulce y silenciosa. Ella nos ayuda a intensificar y concentrar nuestra espera. En los domingos anteriores, contemplábamos al Redentor casi de lejos: con la mirada de Isaías que lo veía descender como consuelo de los cielos, o con la mirada de Juan Bautista que lo esperaba en el desierto. Hoy somos invitados a fijamos en un punto preciso; más bien en una persona: María; “El que debe venir” ya vino; el misterio que estaba oculto desde siempre en Dios (Ef. 3,9) ¡oculto desde hace nueve meses en María! Si Adviento significa espera de Cristo, María es la espera en persona; la espera tuvo para ella el sentido muy real y delicado que la palabra tiene para cada mujer que espera el nacimiento de su hijo. Es así como debemos representamos a María ante la inminencia de la Navidad: con la mirada dulcísima, vuelta más hacia adentro que hacia afuera de sí misma que se nota en el rostro de la mujer que lleva en su seno una criatura y parece contemplar la y dialogar ya con ella. Entre María y Jesús hubo una comunicación ininterrumpida de amor, como en quien acaba de recibir la Eucaristía. Jesús 24 Domingo IV de Adviento (C) venía evangelizando desde el interior a la Madre con su gracia. El Evangelio ya estaba totalmente dentro de ella; María es la madre del Evangelio porque estaba en ella la Palabra misma, única, total y personal; el Verbo del Padre como hombre crecía en su seno de madre y como Dios iba imprimiéndose por fe en su alma (san Agustín: “Prius concepit mente quam corpore”). Por eso en cuanto María abre la boca para expresar sus pensamientos y sus sentimientos, lo que sale es un soplo de Evangelio vivo: el Magnificat es un Evangelio en miniatura; resuenan en él todas las beatitudes, especialmente la de los pobres de espíritu. En el Evangelio de hoy, el Magnificat es apenas entonado (los primeros dos versículos), pero es como si lo escucháramos en su totalidad. Hay dos formas de leer el Magnificat: la primera consiste en leerlo en relación con el pasado, por lo que contiene del Antiguo Testamento; la segunda, en relación con el Nuevo Testamento, por lo que anticipa el Evangelio. La primera forma es propia de los exégetas y los doctos que buscan las fuentes del Magnificat y las descubren en Isaías (29,14, etc.), en el Cántico de Ana, la madre de Samuel (1 Sam. 2, 1-10) Y un poco por doquier en la Biblia (María se nutrió de la Biblia; todo lo que sabe es la historia de su pueblo; por eso no es inverosímil —por más que se quiera dar un papel importante a la intervención posterior del evangelista— que ella se exprese así, con palabras y frases toma das de la Escritura, como por otra parte, lo hacemos también nosotros hoy cuando rezamos con la oración espontánea). A nosotros nos interesa sobre todo la segunda forma de leer el Magnificat: el que busca en él lo “nuevo” del Evangelio. Mi alma canta la grandeza del Señor: con este grito de alabanza y alegría, María proyecta su mente directamente a Dios; se eleva por encima de todo el mundo e incluso por encima de sí misma; fija la mirada en la fuente de la luz; se pone en presencia de Dios; esto es lo que invoca el “Gloria a Dios” de los ángeles, el “Santificado sea tu nombre” del “Padrenuestro”. También nosotros, cuando somos alcanzados por la gracia, sentimos esa necesidad de elevarnos por sobre todas las cosas, los intereses y las exigencias y dar gracias a Dios por sí mismo, por lo que es, más que por lo que nos da; porque existe; “por su inmensa gloria”, como decimos justamente en el “Gloria”. Porque miró la pequeñez de su servidora: María no está ensalzando su virtud de la humildad; aquí no se trata, de hecho, de la humildad subjetiva, sino de la humildad objetiva, o sea de la pequeñez y la insignificancia reales de la creatura frente a Dios que María reconoce. También Jesús un día oró así al Padre: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños (Mt. 11,25). A partir de ese momento, el canto de María se concentra totalmente en ese tema: Dios que rechaza a los soberbios y exalta a los humildes. Es como si su mirada se fijase, sucesivamente, en dos puntos extremos: Dios, el Santo, el Omnipotente y ella, pequeña y desconocida esclava del Señor. Pero esta distancia infinita no la apabulla porque está llena de la misericordia y la condescendencia de Dios: Dios se inclina con ternura, como ha ce un padre, hacia esa pequeñez reconocida y aceptada en la ver dad. La humildad evangélica aparece aquí como es realmente en sí misma: vale decir como una forma de estar frente a Dios, más que un modo de estar frente a nosotros mismos o a los demás. Dispersó a los soberbios... derribó a los poderosos... despidió a los ricos con las manos vacías: la voz de la Madre casi se con funde con la del Hijo que dice: ¡Ay de ustedes los ricos...ay de ustedes, los que ahora están satisfechos! (Lc. 6.24sq.). Esta categoría de los satisfechos no comprende sólo a los ricos de bienes materiales, sino también a los auto-complacientes, o sea los satisfechos con su propia posición, su propia conducta de vida: en una palabra, consigo mismos. De esto se intuye quiénes son los “hambrientos”: son los que tienen hambre y sed de justicia (Mt.5,6), porque no confían en la propia justicia; son los que tienen los ojos fijos en Dios, sin mantener con 25 Domingo IV de Adviento (C) todo las manos inactivas sino haciendo todo lo que está a su alcance por cumplir la voluntad del Padre y pro curarse el alimento material si tienen necesidad también de él. Esta humildad-pequeñez evangélica no excluye la magnanimidad; no contrae sino que dilata el corazón hasta a hacer decir a María: En adelante, todas las generaciones me llamarán feliz... el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas. Y fue así: todas las generaciones la llamaron feliz. El Magnificat nos habla sobre todo de Dios, de su estilo, de su acción. ¿Dónde encontramos, en la liturgia de hoy, algo que hable de nosotros y para nosotros, algo que podamos hacer nuestro y llevar a cabo en la vida cotidiana? La aclamación en el Evangelio nos puso frente a la respuesta de María a la acción de Dios: Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mi lo que has dicho. En el trozo evangélico, Isabel declara bienaventurada a la Madre del Señor, justamente por ese “Yo soy la servidora” pronunciado en la Anunciación: Feliz de ti por haber creído. En el fondo de toda beatitud, está la de la fe: Felices los que creen sin haber visto (Jn. 20,29). Creer es confiar en Dios, es confiarse a Dios; María se confió a Dios, sin “ver”, o sea sin comprender de golpe todo lo que estaba ocurriendo y adónde terminaría. Si releemos con atención la segunda lectura, descubrimos que también nos habla de un “¡Heme aquí!”: Aquí estoy yo vengo para hacer tu voluntad. Nuestra redención se inicia con dos “¡Aquí estoy!” con dos “sí” dichos a Dios: el de Jesús y el de María; ellos interrumpieron, respectivamente, los dos “no” antiguos: el de Adán y el de Eva. El sí de María es radicalmente distinto del sí de Cristo: expresa sólo la humilde aceptación de la creatura y es fruto mismo del sí de Cristo. Sin embargo, misteriosamente, este sí que María pronuncia en nombre de todos nosotros también era indispensable porque expresa el consenso de la libertad humana que Dios respeta. Dios no nos quita la libertad, sino que la salva. Decía hace un momento: algo que debamos hacer nosotros en las lecturas de hoy. Eso es precisamente el “¡Aquí estoy!” de María. Es la palabra más pequeña que podemos decir, ¡pero qué valiosa! Con ella decimos: Estoy aquí, estoy aquí para ti, ¿qué quieres que haga? Lo importante, con todo, no es decirlo sino ponerlo en práctica. ¿Cómo hacemos para decide a Dios “¡aquí estoy!” con hechos? Obedeciendo minuto a minuto sus inspiraciones, o sea los impulsos e iluminaciones interiores del Espíritu Santo que, cuando estamos atentos, nos hace comprender qué quiere Dios de nosotros en esa precisa situación. Para María, decir “¡Aquí estoy!” significó levantarse e ir a reunirse rápidamente con la pariente necesitada de ayuda y aliento. Dios nos llama a toda hora del día, ya sea para dirimir una disputa o para prestar ayuda a alguien, o para recogemos en oración, o para decir una palabra o callarla. Es necesario que nos acostumbremos a oír a Dios cuan do pronuncia nuestro nombre, para responderle, como le respondía Samuel: Aquí estoy porque me has llamado (1 Sam. 3.8); sí, Dios mío, hago lo que me pides, voy adonde me mandas. “Feliz de ti por haber creído —dijo—; pero felices también ustedes por haber oído y creído: porque cada alma que cree concibe y genera el Verbo de Dios” (san Ambrosio, In Luc. II. 26). Y ¡esa es nuestra verdadera Navidad! Si hay en nosotros esa disposición de fe y obediencia, entonces también todas las demás cosas bellas y delicadas que acompañan la fiesta de Navidad adquieren significado y alimentan la alegría. En caso contrario, son pobres sustitutos que no bastan para poner de fiesta el corazón de nadie, ni siquiera —contrariamente a lo que se piensa— el de los niños. Cerremos nuestra reflexión volviendo a contemplar a María con el pensamiento. “La Virgen es el mismo camino real por el que llegó a nosotros el Salvador. Debemos tratar de ir hacia nuestro Salvador por el mismo camino por el cual él vino hasta nosotros” (san Bernardo, Serm. de Adventu, 5). Ahora mismo, en la Eucaristía, vayamos al encuentro de Jesús con aquélla a través de la cual él 26 Domingo IV de Adviento (C) vino a nosotros. El cuerpo de Cristo que recibimos es “el verdadero cuerpo nacido de María virgen”. “Que en cada uno es té el alma de María para cantar la grandeza del Señor; que en cada uno esté el espíritu de María para alabar a Dios” (san Ambrosio, In Luc. II,26). _________________________ BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org) Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II Homilía en la parroquia romana de San Gregorio Barbarigo (22-XII-1985) – El Señor está cerca “¡El Señor está cerca!” (Flp 4,5). Con estas palabras nos saluda la Iglesia en la liturgia de los últimos días antes de Navidad. Estos son los días en los que la Iglesia fija la mirada particularmente en Aquél que debe venir la noche de Belén. Hallamos su expresión en la liturgia del último domingo de este período. A través de la lectura de la Carta a los Hebreos percibimos las palabras del Hijo de Dios: “Aquí estoy... Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo... Aquí estoy... ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad” (Hb 10,5,7). En estas palabras, la venida de Dios en medio de los hombres toma la forma del misterio de la Encarnación. Dios ha preparado este misterio desde la eternidad, y ahora lo realiza. El Padre manda al Hijo. El Hijo acoge la misión. Por obra del Espíritu Santo se hace hombre en el seno de la Virgen de Nazaret. “Y el Verbo se hizo carne” (Jn 1,14). El Verbo es el Hijo eternamente amado y eternamente amante. El amor significa la unidad de las voluntades. La voluntad del Padre y la voluntad del Hijo se unen. El fruto de esta unión es el Amor personal, el Espíritu Santo. El fruto del Amor personal es la Encarnación: “me has preparado un cuerpo”. – Misterio de la Encarnación “El Señor está cerca”. El Padre “ha preparado” al Hijo el “cuerpo humano” por obra del Espíritu Santo, que es Amor. El misterio de la Encarnación significa una especial “efusión” de este Amor: descendimiento del Espíritu Santo sobre la Virgen de Nazaret. Sobre María. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios” (Lc 1,35). El Espíritu Santo con su fuerza divina actúa ante todo en el corazón de María. De este modo la fuente del misterio de la Encarnación se hace la fe de Ella: obediencia de la fe. “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). En la Visitación –de la que habla el Evangelio de hoy–, Isabel alaba antes de nada la fe de María: “¡Dichosa tú que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1,45). En efecto, en la anunciación María pronuncia su “fiat” en la obediencia de la fe. Este “fiat” es el momento clave. El misterio de la Encarnación es misterio divino y al mismo tiempo humano. Efectivamente, Aquél que asume el cuerpo es Dios-Verbo (Dios-Hijo). Y al mismo tiempo el cuerpo que asume es humano. “Admirable commercium”. En este momento, cuando la Virgen de Nazaret pronuncia su “fiat” (hágase en mí según tu palabra), el Hijo puede decir al padre: “Me has preparado un cuerpo”. 27 Domingo IV de Adviento (C) El Adviento de Dios se realiza también por obra del hombre. Mediante la obediencia de la fe. La liturgia de hoy nos pone ante los ojos no sólo la eterna obediencia del Hijo: “Aquí estoy, ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad”, no sólo la obediencia de Aquella que ha sido elegida para ser su Madre terrena..., sino que nos pone ante los ojos también el lugar en el que se debe realizar el misterio de la Encarnación. En el centro de la profecía de Miqueas aparece el topónimo: Belén. Este es precisamente el lugar en el que el Eterno Hijo debía por primera vez revelarse en el cuerpo humano. El Hijo de Dios como Hijo del hombre: Hijo de María. El Profeta dice: “Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial” (Miq 5,1). Dicho origen “desde lo antiguo”: de tiempo inmemorial (¡y sin comienzo!) es participado por el Hijo-Verbo. “Hasta el tiempo en que la madre dé a luz” (cfr. Miq 5,2) –anuncia posteriormente el Profeta– “y el resto de sus hermanos retornará a los hijos de Israel”. – El Espíritu Santo y María Este nacimiento humano del Hijo de Dios de la Virgen da comienzo al nuevo Israel: al nuevo Pueblo de Dios. Será éste el pueblo de los “hermanos” de Cristo: de aquellos que mediante la gracia, nos convertiremos en “hijos en el Hijo”. Recibirán “poder para ser hijos de Dios”, como dirá San Juan en el prólogo de su Evangelio (cfr. Jn 1,12). El lugar en el que todo esto se cumplirá: donde se cumplirá y al mismo tiempo se recordará siempre de nuevo en la historia de la salvación, es precisamente esa Belén de Efrata. Cuando Cristo entró en el mundo dijo: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije...: Aquí estoy, ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad” (Hb 10,5-7). El misterio de la Encarnación significa el comienzo del nuevo sacrificio: del perfecto sacrificio. El que es concebido en el seno de la Virgen por obra del espíritu Santo, que nace en la noche de Belén, es Sacerdote Eterno. Lleva al Sacrificio y realiza el Sacrificio ya en su Encarnación. Es decir, el Sacrificio que “es agradable a Dios”. Agrada a Dios el sacrificio en el que se expresa toda la verdad interior del hombre: el sacrificio de la voluntad y del corazón. El Hijo de Dios asume la naturaleza humana, el cuerpo humano, precisamente para comenzar dicho sacrificio en la historia de la humanidad. Lo realizará definitivamente mediante su “obediencia hasta la muerte” (cfr. Flp 2,8). Sin embargo, el comienzo de esta obediencia está ya en el seno de la Virgen María. Ya en la noche de Belén: “Aquí estoy, ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad”. Al rodear al recién nacido, en la noche de Belén y durante todo el período de Navidad, demos desahogo a la necesidad de nuestros corazones. Gocemos de esa alegría, que el tiempo de Navidad lleva consigo. 2,14). Cantemos “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama” (Lc 28 Domingo IV de Adviento (C) Y sobre todo: aprendamos hasta el final la verdad contenida en este misterio penetrante: “Aquí estoy... ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad”. Aprendamos del Hijo de Dios a hacer la voluntad del padre. En efecto, ésta es la vocación de los que se han convertido en “hijos en el Hijo”. Esta es vuestra vocación cristiana. Este es fruto del Adviento de Dios en la vida humana. *** Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva ¿Quién se ha preparado y esperado con más amor que María la llegada a la Tierra de Jesús? Ella “le concibió en la mente antes que en su seno: precisamente por medio de la fe”, como enseña S. Agustín entre otros Santos Padres. María es el modelo para abrirse con fe al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, fe que no es aparcar la razón, pero sí el racionalismo. Hay que pedir al Señor este don a través de María. “Cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe” (Rom 16,26). María confió sin reservas en Dios y “se consagró totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo” (L. G. 56) desde el instante en que el ángel le expuso lo que Dios quería de Ella. Por ello Isabel, llena del Espíritu Santo, le dijo: “¡Dichosa tú que has creído!”. Isabel tenía motivos para alabar la fe de María porque su marido, Zacarías, también recibió una comunicación de Dios a través del ángel, pero dudó de que, debido a su ancianidad y ante la esterilidad de su mujer, pudiera realizarse. María no sólo cree sin vacilación en algo absolutamente increíble en aquel tiempo: dar a luz un hijo sin intervención de varón, sino que, al aceptar el plan de Dios, asume un riesgo gravísimo para su reputación e incluso para su vida, en una sociedad tan poco tolerante como la de entonces. El peligro de que la acusaran de adulterio y pudiera morir apedreada no puede descartarse. Nazaret era una aldea de pocos habitantes, donde todo el mundo se conocía. En esos lugares, donde suelen menudear las críticas, las pequeñas rencillas y donde no faltan los fanáticos, María, con su sí a Dios, exponía mucho. “La fe de María puede parangonarse a la de Abraham, llamado por el Apóstol ‘nuestro padre en la fe’ (cf Rom 4,12)... Como Abraham, ‘esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones’ (cf Rom 4,18), así María, en el instante de la anunciación, después de haber manifestado su condición de virgen (‘¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?’), creyó que por el poder del Altísimo, por obra del Espíritu Santo, se convertiría en la Madre del Hijo de Dios según la revelación del ángel” (Juan Pablo II). Necesitamos una fe más robusta, capaz de afrontar con éxito las distintas, y a veces graves, situaciones que se nos presentan a diario. La fe amplía nuestros conocimientos y agranda el corazón. La fe mueve montañas, ayudándonos a superar dificultades, penas y dolores. La fe da sentido a la vida y a la muerte, y es promesa de vida eterna. Pidamos a Dios, por intercesión de su Madre, lo que pedían los Apóstoles: “Señor, auméntanos la fe” (Lc 17,5). *** Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica «Enviad cielos vuestro rocío» I. LA PALABRA DE DIOS 29 Domingo IV de Adviento (C) Mi 5, 2-5a: «De tí saldrá el jefe de Israel». Sal 79, 2 y 3. 15-16. 18-19. «Oh Dios, restáuranos». Hb 10, 5-10: «Aquí estoy para hacer tu voluntad». Lc 1, 39-45: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?». II. LA FE DE LA IGLESIA «Dios envió a su Hijo» pero para «formarle un cuerpo» quiso la libre cooperación de una criatura. Para esto desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo a una hija de Israel (488). A lo largo de toda la antigua alianza, la misión de María fue preparada por la misión de algunas santas mujeres (489). «La misión del Espíritu Santo está siempre unida y ordenada a la del Hijo. El Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundarla por obra divina» (485). III. TESTIMONIO CRISTIANO «En verdad, Virgen Santísima, que tu alabanza supera toda alabanza, por haberse encarnado Dios en Ti...» Por Ti hoy llena de gracia, es conocida en la tierra la Trinidad beatísima (S. Pedro Damiano. Sermón 44; PL. 144, 738 ss.) Dichosa María que unió virginidad, fecundidad y humildad. «Venerad, pues, los casados la integridad y pureza de aquel cuerpo mortal; admirad vosotras vírgenes consagradas, la fecundidad de la Virgen; imitad, hombres todos, la humildad de la Madre de Dios; honrad ángeles santos a la Madre de vuestro Rey...a cuya dignidad sea dada toda gloria y honor». (S. Bernardo. Homilía I, sobre el «Missus est»). IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA A. Apunte bíblico-litúrgico En el texto del Profeta Miqueas se anuncia al Mesías «Jefe de Israel» que «pastoreará con la fuerza del Señor» y realizará la unión de todos los hombres. María, después del anuncio del Ángel, se entregó a Dios: «Hágase en mi según tu voluntad». Inmediatamente después: «fue a prisa a la montaña». Y se entregó al servicio de su prima. El Hijo de Dios, encarnado ya en sus entrañas, dice al Padre: «Aquí estoy para hacer tu voluntad» ... conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación del Cuerpo de Cristo (Segunda lectura). Se entregó al Padre y se hizo servidor de todos los hombres. El «fruto bendito» del vientre de María llenó de Espíritu Santo a Isabel y a la criatura de su vientre, Juan. Lo cual nos estimula a pedir a Dios, contemplando a toda la humanidad, «Oh Dios, restáuranos que brille tu rostro y nos salve» (Sal 79). Que se muestre hoy al hombre el fruto bendito de la Virgen María. B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica La fe: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti»: 484-489. La respuesta: La oración de la Virgen María: 2617-2619. 30 Domingo IV de Adviento (C) C. Otras sugerencias La celebración del IV Domingo de Adviento nos invita a prepararnos a la gran fiesta de Navidad unidos a María y con el mismo espíritu de adoración y alabanza que manifestó ella en el Magníficat. Exige de nosotros, además, un compromiso para imitar el gesto de caridad que Ella tuvo con su prima Santa Isabel, en el día a día de nuestra existencia, haciéndonos solidarios de nuestros hermanos más necesitados. ___________________________ HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org) Adviento, tiempo de esperanza – Santa María, Maestra de esperanza. Origen del desánimo y del desaliento. Jesucristo, el bien supremo. I. El espíritu del Adviento consiste en buena parte en vivir cerca de la Virgen en este tiempo en el que Ella lleva en su seno a Jesús. La vida nuestra es también un adviento un poco más largo, una espera de ese momento definitivo en el que nos encontraremos por fin con el Señor para siempre. El cristiano sabe que este adviento ha de vivirlo junto a la Virgen todos los días de su vida si quiere acertar con seguridad en lo único verdaderamente importante de su existencia: encontrar a Cristo en esta vida, y después en la eternidad. Y para preparar la Navidad, ya tan cercana, nada mejor que acompañar en estos días a Santa María, tratándola con más amor y más confianza. Nuestra Señora fomenta en el alma la alegría, porque con su trato nos lleva a Cristo. Ella es Maestra de esperanza. María proclama que la llamarán bienaventurada todas las generaciones (Lc 1, 48). Humanamente hablando, ¿en qué motivos se apoyaba esa esperanza? ¿Quién era Ella, para los hombres y mujeres de entonces? Las grandes heroínas del Viejo Testamento –Judit, Ester, Débora– consiguieron ya en la tierra una gloria humana (...). ¡Cómo contrasta la esperanza de Nuestra Señora con nuestra impaciencia! Con frecuencia reclamamos a Dios que nos pague enseguida el poco bien que hemos efectuado. Apenas aflora la primera dificultad, nos quejamos. Somos, muchas veces, incapaces de sostener el esfuerzo, de mantener la esperanza1. No cae en desaliento quien padece dificultades y dolor, sino el que no aspira a la santidad y a la vida eterna, y el que desespera de alcanzarlas. La primera postura viene determinada por la incredulidad, por el aburguesamiento, la tibieza y el excesivo apegamiento a los bienes de la tierra, a los que considera como los únicos verdaderos. El desaliento, si no se le pone remedio, paraliza los esfuerzos para hacer el bien y superar las dificultades. En ocasiones, el desánimo en la propia santidad está determinado por la debilidad del querer, por miedo al esfuerzo que comporta la lucha ascética y tener que renunciar a apegamientos y desórdenes de los sentidos. Tampoco los aparentes fracasos de nuestra lucha interior o de nuestro afán apostólico pueden desalentarnos: quien hace las cosas por amor a Dios y para su Gloria no fracasa nunca: Convéncete de esta verdad: el éxito tuyo – ahora y en esto– era fracasar. –Da gracias al Señor y ¡a comenzar de nuevo!2. No has fracasado: has adquirido experiencia–. ¡Adelante!”3. 1 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, 286. IDEM, Camino, n. 404. 3 Ibídem, n. 405. 2 31 Domingo IV de Adviento (C) Dentro de pocos días veremos en el belén a Jesús en el pesebre, lo que es una prueba de la misericordia y del amor de Dios. Podremos decir: “En esta Nochebuena todo se para en mí. Estoy frente a Él: no hay nada más que Él, en la inmensidad blanca. No dice nada, pero está ahí... Él es Dios amándome”4. Y si Dios se hace hombre y me ama, ¿cómo no buscarle? ¿Cómo perder la esperanza de encontrarle si Él me busca a mí? Alejemos todo posible desaliento; ni las dificultades exteriores ni nuestra miseria personal pueden nada ante la alegría de la Navidad que ya se acerca. – El objeto de nuestra esperanza. II. La esperanza se manifiesta a lo largo del Antiguo Testamento como una de las características más esenciales del verdadero pueblo de Dios. Todos los ojos están puestos en la lejanía de los tiempos, por donde un día llegaría el Mesías: “los libros del Antiguo Testamento narran la historia de la Salvación, en la que, paso a paso, se prepara la venida de Cristo al mundo”5. En el Génesis se habla ya de la victoria de la Mujer sobre los poderes del mal, de un mundo nuevo6. El profeta Oseas anuncia que Israel se convertirá y florecerá en el amor antiguo7. Isaías, en medio de las decepciones del reinado de Ezequiel, anuncia la venida del Mesías8, Miqueas señalará a Belén de Judá como el lugar de su nacimiento9. Faltan pocos días para que veamos en el belén a Nuestro Señor, a quien todos los profetas anunciaron, la Virgen cuidó con inefable amor de Madre, Juan lo proclamó ya próximo y lo señaló después entre los hombres. El mismo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría al misterio de su Nacimiento, para encontrarnos así, cuando llegue, velando en oración y cantando su alabanza10. Jesucristo proclama, desde el pesebre de Belén hasta el momento de su Ascensión a los cielos, un mensaje de esperanza. Jesús mismo es nuestra única esperanza11. Él es la garantía plena para alcanzar los bienes prometidos. Miramos hacia la gruta de Belén, “en vigilante espera”, y comprendemos que sólo con Él nos podemos acercar confiadamente a Dios Padre12. El Señor mismo nos señala que el objeto principal de la esperanza cristiana no son los bienes de esta vida, que la herrumbre y la polilla corroen y los ladrones desentierran y roban13, sino los tesoros de la herencia incorruptible, y en primer lugar la felicidad suprema de la posesión eterna de Dios. Esperamos confiadamente que un día nos conceda la eterna bienaventuranza y, ya ahora, el perdón de los pecados y su gracia. Como una consecuencia, la esperanza se extiende a todos los medios necesarios para alcanzar ese fin. Desde este aspecto particular, también los bienes terrenales pueden caer en el ámbito de la esperanza, pero sólo en la medida y en la manera con que Dios los ordena a nuestra salvación. 4 J. LECLERQ, Siguiendo el año litúrgico, Madrid 1957, p. 78. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 55. 6 Cfr. Gen 3, 15. 7 Os 2, 16-25. 8 Is 7, 9-14. 9 Cfr. Miq 5, 2-5. 10 Prefacio II de Adviento. 11 Cfr. 1 Tim 1, 1. 12 1 Tim 3, 12. 13 Mt 6, 19. 5 32 Domingo IV de Adviento (C) Vamos a luchar, estos días y siempre, con todas nuestras fuerzas contra esas formas menores de desesperación que son el desánimo, el desaliento y el estar preocupados casi exclusivamente por los bienes materiales. La esperanza lleva al abandono en Dios y a poner todos los medios a nuestro alcance, para una lucha ascética que nos impulsará a recomenzar muchas veces, a ser constantes en el apostolado y pacientes en la adversidad, a tener una visión más sobrenatural de la vida y de sus acontecimientos. “En la medida en que el mundo se canse de su esperanza cristiana, la alternativa que le queda es el materialismo, del tipo que ya conocemos; estoy nada más. Su experiencia del cristianismo ha sido como la experiencia de un gran amor, el amor de toda una vida... Ninguna voz nueva (...) tendrá ningún atractivo para nosotros si no nos devuelve a la gruta de Belén, para que allí podamos humillar nuestro orgullo, ensanchar nuestra caridad y aumentar nuestro sentimiento de reverencia con la visión de una pureza deslumbradora”14. – Confianza en el Señor. Nunca llega tarde para darnos la gracia y las ayudas necesarias. III. Escuchadme, los desanimados, que os creéis lejos de la victoria. Yo acerco mi victoria; no está lejos, mi salvación no tardará15. Nuestra esperanza en el Señor ha de ser más grande cuanto menores sean los medios de que se dispone o mayores sean las dificultades. En cierta ocasión en que Jesús vuelve a Cafarnaúm, nos dice San Lucas16 que todos estaban esperándole. En medio de aquella multitud sobresale un personaje que el Evangelista destaca diciendo que era un jefe de sinagoga y pide a Jesús la curación de su hija: se postró a sus pies; no tiene reparo alguno en dar esta muestra pública de humildad y de fe en Él. Inmediatamente, a una indicación del Señor, todos se ponen en movimiento en dirección a la casa de Jairo. La niña, de doce años, hija única, se estaba muriendo. Debe de estar ya agonizando. Precisamente entonces, cuando han recorrido una parte del camino, y al amparo de la multitud, una mujer que padece una enfermedad que la hace impura según la ley se acerca por detrás y toca el extremo del manto del Señor. Es también una mujer llena de una profunda humildad. Jairo había mostrado su esperanza y su humildad postrándose delante de todos ante Jesús. Esta mujer pretende pasar inadvertida, no quería entretener al Maestro; pensaba que era demasiado poca cosa para que el Señor se fijara en ella. Le basta tocar su manto. Ambos milagros se realizarán acabadamente. La mujer, en la que había fracasado la ciencia de tantos médicos, será curada para siempre, y la hija de Jairo vivirá plena de salud a pesar de que cuando llega la comitiva, después del retraso sufrido en el trayecto, haya muerto. Durante el suceso con la hemorroisa, ¿qué ocurre con Jairo? Parece que ha pasado a segundo plano, y no es difícil imaginarlo un tanto impaciente, pues su hija se le moría cuando la dejó para buscar al Maestro. Cristo, por el contrario, no aparenta tener prisa. Incluso parece no dar importancia a lo que ocurre en casa de Jairo. Cuando Jesús llega, la niña ya había muerto. Ya no hay posibilidad de salvarla; parece que Jesús ha acudido tarde. Y precisamente ahora, cuando humanamente no queda nada por hacer, cuando todo invita al desaliento, ha llegado la hora de la esperanza sobrenatural. 14 R. A. KNOX, Sermón sobre la Navidad, 29-XII-1953. Cfr. Is 46, 12-13. 16 Lc 8, 40-56. 15 33 Domingo IV de Adviento (C) Jesús no llega nunca tarde. Sólo se precisa una fe mayor. Jesús ha esperado a que se hiciese “demasiado tarde”, para enseñarnos que la esperanza sobrenatural también se apoya, como cimiento, en las ruinas del esperar humano y que sólo es necesario una confianza sin límites en Él, que todo lo puede en todo momento. Nos recuerda este pasaje nuestra propia vida, cuando parece que Jesús no viene al encuentro de nuestra necesidad, y luego nos concede una gracia mucho mayor. Nos recuerda tantos momentos junto al Sagrario en que nos ha parecido oír palabras muy semejantes a éstas: No temas, ten sólo fe. Esperar en Jesús es confiar en Él, dejarle hacer. Más confianza, cuanto menores sean los elementos en que humanamente nos podamos apoyar. La devoción a la Virgen es la mayor garantía para alcanzar los medios necesarios y la felicidad eterna a la que hemos sido destinados. María es verdaderamente “puerto de los que naufragan, consuelo del mundo, rescate de los cautivos, alegría de los enfermos” 17. Pidámosle que sepamos esperar, en estos días que preceden a la Navidad y siempre, llenos de fe, a su Hijo Jesucristo, el Mesías anunciado por los Profetas. “Ella precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor (cfr. 2 Pdr 3, 10)”18. ____________________________ Mons. Ramón MALLA i Call Obispo Emérito de Lleida (Lleida, España) (www.evangeli.net) ¡Feliz la que ha creído! Hoy es el último domingo de este tiempo de preparación para la llegada —el Adviento— de Dios a Belén. Por ser en todo igual a nosotros, quiso ser concebido —como cualquier hombre— en el seno de una mujer, la Virgen María, pero por obra y gracia del Espíritu Santo, ya que era Dios. Pronto, en el día de Navidad, celebraremos con gran alegría su nacimiento. El Evangelio de hoy nos presenta a dos personajes, María y su prima Isabel, las cuales nos indican la actitud que ha de haber en nuestro espíritu para contemplar este acontecimiento. Tiene que ser una actitud de fe, y de fe dinámica. Isabel, con sincera humildad, «quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: ‘(...) ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?’» (Lc 1,41-43). Nadie se lo había contado; sólo la fe, el Espíritu Santo, le había hecho ver que su prima era madre de su Señor, de Dios. Conociendo ahora la actitud de fe total por parte de María, cuando el Ángel le anunció que Dios la había escogido para ser su madre terrenal, Isabel no se recató en proclamar la alegría que da la fe. Lo pone de relieve diciendo: «¡Feliz la que ha creído!» (Lc 1,45). Es, pues, con actitud de fe que hemos de vivir la Navidad. Pero, a imitación de María e Isabel, con fe dinámica. En consecuencia, como Isabel, si es necesario, no nos hemos de contener al expresar el agradecimiento y el gozo de tener la fe. Y, como María, además la hemos de manifestar con obras. «Se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1,39-40) para felicitarla y ayudarla, quedándose unos tres meses con ella (cf. Lc 1,56). 17 18 SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, Visita al Stmo. Sacramento, 2. CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 68. 34 Domingo IV de Adviento (C) San Ambrosio nos recomienda que, en estas fiestas, «tengamos todos el alma de María para glorificar al Señor». Es seguro que no nos faltarán ocasiones para compartir alegrías y ayudar a los necesitados. ___________________________ EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís Bendecir a la Madre y al Señor «Bendita tú eres entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre». Eso dicen las Escrituras, y habla de la Madre de tu Señor. Dichoso el que bendice a la Madre y al Hijo de Dios. Dichoso el que cree, y repite estas palabras. Y tú, sacerdote, ¿qué tanto bendices a la Madre de Dios, y al fruto de su vientre? ¿Acostumbras decir esas palabras con el amor de quien recita una oración desde el fondo de su corazón? ¿Eres consciente, sacerdote, de que esas palabras son la respuesta a la Madre de Dios que acude con prontitud a la llamada de quien solicita su auxilio? Alégrate, sacerdote, porque ante tu necesidad, tu Madre acude con prontitud a tu encuentro para llevarte su caridad. Bendice a la llena de gracia, sacerdote, cuando acudas a ella, implorando su favor. Y salta de gozo, porque ella siempre te lleva al encuentro con tu Señor. Alégrate, sacerdote, porque tu Señor ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava, y ha hecho en ella grandes cosas, para que su misericordia llegue a ti, y a través de ti, de generación en generación, al mundo entero. Bendice a tu Señor, sacerdote, y glorifícalo, porque ha puesto sus ojos en ti, y te ha llamado para servirlo. Acude con prontitud, sacerdote, porque el llamado es todos los días. Deja todo, toma tu cruz y síguelo con alegría. Dichoso tú eres, sacerdote, porque has creído, y siendo tan solo un siervo, tu Señor te ha llamado amigo. Agradece, sacerdote, la delicadeza que ha tenido tu Señor contigo, sirviéndolo con fidelidad, porque eso es lo que hace un amigo. Bendice a la Madre de tu Señor, sacerdote, porque eso es lo que hace un siervo fiel y prudente, y ante la necesidad de su favor, acude a ella, porque eso es lo que hace un hombre inteligente. Toma conciencia, sacerdote, y pregúntate ¿quién soy yo para que la Madre de mi Señor venga a verme? Tú eres el portador de la verdad, el precursor de tu Señor, el que anuncia la buena nueva, el constructor del reino de los cielos en la tierra, tú eres el que ha sido consagrado desde antes de nacer, 35 Domingo IV de Adviento (C) y constituido profeta de las naciones, el que rige, el que dirige, el que enseña, el que santifica al pueblo de Dios, el que lo reúne en un solo rebaño y con un solo pastor. Tú eres el que hace bajar el pan vivo del cielo. Tú eres sacerdote, víctima y altar. Tú eres el que celebra el memorial de la pasión y muerte de tu Señor, y el que celebra su resurrección. Tú eres el que predica, llevando la verdad a través de la palabra, a cada alma, el que alimenta al hambriento y da de beber al sediento, el que viste al desnudo y acoge al peregrino, el que visita al enfermo y al preso, el que da santa sepultura a los muertos, el que aconseja, el que corrige, el que perdona, el que soporta con paciencia, el que consuela, el que ora por los vivos y por los muertos. Tú eres un instrumento fidelísimo de Dios que lleva a las almas los dones y gracias del Espíritu Santo, a través de los Sacramentos. Tú eres hijo de Dios, sacerdote para la eternidad, configurado con tu Señor, para ser como Él: Cristo: sacerdote, profeta y rey. Glorifica tu alma al Señor, porque se ha dignado poner sus ojos en la humildad de su esclavo, que era tan solo un hombre, indigno y pecador, que ha sido llamado, y ha sido elegido como discípulo, para ser en todo igual que su Maestro: la alegría y el fruto bendito de la Madre de Dios. (Espada de Dos Filos I, n. 21) (Para pedir una suscripción gratuita por email del envío diario de “Espada de Dos Filos”, -facebook.com/espada.de.dos.filos12enviar nombre y dirección a: espada.de.dos.filos12@gmail.com) _______________________ NUESTRAS REDES SOCIALES: +52 1 81 1600 7552 www.lacompañiademaria.com La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes Espada de Dos Filos Lacompaniademaria lacompaniademaria01@gmail.com espada.de.dos.filos12@gmail.com 36 Domingo IV de Adviento (C) La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes 37