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Domingo III de Pascua (ciclo C) (Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía) • DEL MISAL MENSUAL • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com) • SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org) • FRANCISCO – Regina Coeli 2013 y Homilías 2013, 2015 y 2019 • BENEDICTO XVI – Homilías 2007 y 2010 • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org) • PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes) • FLUVIUM (www.fluvium.org) • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar) • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org) ─ Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II ─ Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva ─ Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org) • Rev. D. Jaume GONZÁLEZ i Padrós (Barcelona, España) (www.evangeli.net) • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís *** Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com). Si desea recibirlo directamente a su correo, puede pedir suscripción a doctos.de.interes@gmail.com. Para recibirlo por WhatsApp: https://chat.whatsapp.com/DR9b0DTzR2L5g6uevTmLMP *** DEL MISAL MENSUAL SAN PEDRO SIEMPRE PRESENTE Hech 5, 27-32. 40-41; Apoc 5,11-14; Jn 21, 1-19 Domingo III de Pascua (C) La primera y la última lectura que nos presenta la liturgia dominical nos ratifica el papel preponderante que ejerció el pescador de Betsaida, llamado Simón y rebautizado por Jesús con el nombre de Cefás, es decir, piedra, o Pedro. El narrador nos permite reconocerlo en sus diferentes perfiles, el pescador animoso y entusiasta que lanza y recoge la red repleta de peces; el discípulo apenado por el triple cuestionamiento del Maestro y la consiguiente advertencia sobre los sufrimientos que le sobrevendrían en su vejez. San Lucas nos presenta a un apóstol firme y enérgico que se planta con toda su fuerza y personalidad ante el Consejo de Israel, defendiendo su libertad de creer y de expresar abiertamente su adhesión a Jesucristo muerto y resucitado. La fuerza del Espíritu Santo fortificó a Pedro y lo convirtió en testigo del Salvador. La enseñanza es clara: en adelante hay que obedecen Dios antes que a los hombres. ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 65, 1-2 Aclama a Dios, tierra entera. Canten todos un himno a su nombre, denle gracias y alábenlo. Aleluya. ORACIÓN COLECTA Dios nuestro, que tu pueblo se regocije siempre al verse renovado y rejuvenecido, para que, al alegrarse hoy por haber recobrado la dignidad de su adopción filial, aguarde seguro su gozosa esperanza el día de la resurrección. Por nuestro Señor Jesucristo... LITURGIA DE LA PALABRA PRIMERA LECTURA Nosotros somos testigos de todo esto y también lo es el Espíritu Santo. Del libro de los Hechos de los apóstoles: 5, 27-32.40-41 En aquellos días, el sumo sacerdote reprendió a los apóstoles y les dijo: “Les hemos prohibido enseñar en nombre de ese Jesús; sin embargo, ustedes han llenado a Jerusalén con sus enseñanzas y quieren hacernos responsables de la sangre de ese hombre”. Pedro y los otros apóstoles replicaron: “Primero hay que obedecer a Dios y luego a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien ustedes dieron muerte colgándolo de la cruz. La mano de Dios lo exaltó y lo ha hecho Jefe y Salvador, para dar a Israel la gracia de la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de todo esto y también lo es el Espíritu Santo, que Dios ha dado a los que lo obedecen”. Los miembros del sanedrín mandaron azotar a los apóstoles, les prohibieron hablar en nombre de Jesús y los soltaron. Ellos se retiraron del sanedrín, felices de haber padecido aquellos ultrajes por el nombre de Jesús. Palabra de Dios. SALMO RESPONSORIAL Del salmo 29,2.4. 5-6. 11-12a. 13b R/. Te alabaré, Señor, eternamente. Aleluya. Te alabaré, Señor, pues no dejaste que se rieran de mí mis enemigos. Tú, Señor, me salvaste de la muerte y a punto de morir, me reviviste. R/. Alaben al Señor quienes lo aman, den gracias a su nombre, porque su ira dura un solo instante y su bondad, toda la vida. El llanto nos visita por la tarde; por la mañana, el júbilo. R/. 2 Domingo III de Pascua (C) Escúchame, Señor, y compadécete; Señor, ven en mi ayuda. Convertiste mi duelo en alegría, te alabaré por eso eternamente. R/. SEGUNDA LECTURA Digno es el Cordero, que fue inmolada de recibir el poder y la riqueza. Del libro del Apocalipsis del apóstol san Juan: 5,11-14 Yo, Juan, tuve una visión, en la cual oí alrededor del trono de los vivientes y los ancianos, la voz de millones y millones de ángeles, que cantaban con voz potente: “Digno es el Cordero, que fue inmolado, de recibir el poder y la riqueza, la sabiduría y la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza”. Oí a todas las creaturas que hay en el cielo, en la tierra, debajo de la tierra y en el mar —todo cuanto existe—, que decían: “Al que está sentado en el trono y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos”. Y los cuatro vivientes respondían: “Amén”. Los veinticuatro ancianos se postraron en tierra y adoraron al que vive por los siglos de los siglos. Palabra de Dios. ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO R/. Aleluya, aleluya. Resucitó Cristo, que creó todas las cosas y se compadeció de todos los hombres. R/. EVANGELIO Jesús tomó el pan y el pescado y se los dio a los discípulos. + Del santo Evangelio según san Juan: 21, 1-19 En aquel tiempo, Jesús se les apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Se les apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás (llamado el Gemelo), Natanael (el de Cana de Galilea), los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: “Voy a pescar”. Ellos le respondieron: “También nosotros vamos contigo”. Salieron y se embarcaron, pero aquella noche no pescaron nada. Estaba amaneciendo, cuando Jesús se apareció en la orilla, pero los discípulos no lo reconocieron. Jesús les dijo: “Muchachos, ¿han pescado algo?”. Ellos contestaron: “No”. Entonces él les dijo: “Echen la red a la derecha de la barca y encontrarán peces”. Así lo hicieron, y luego ya no podían jalar la red por tantos pescados. Entonces el discípulo a quien amaba Jesús le dijo a Pedro: “Es el Señor”. Tan pronto como Simón Pedro oyó decir que era el Señor, se anudó a la cintura la túnica, pues se la había quitado, y se tiró al agua. Los otros discípulos llegaron en la barca, arrastrando la red con los pescados, pues no distaban de tierra más de cien metros. Tan pronto como saltaron a tierra vieron unas brasas y sobre ellas un pescado y pan. Jesús les dijo: “Traigan algunos pescados de los que acaban de pescar”. Entonces Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red, repleta de pescados grandes. Eran ciento cincuenta y tres y a pesar de que eran tantos, no se rompió la red. Luego les dijo Jesús: “Vengan a almorzar”. Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿Quién eres?, porque ya sabían que era el Señor. Jesús se acercó tomó el pan y se lo dio y también el pescado. 3 Domingo III de Pascua (C) Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos después de resucitar de entre los muertos. Después de almorzar le preguntó Jesús a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?”. Él le contestó: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis corderos”. Por segunda vez le preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Elle respondió: “Si, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Pastorea mis ovejas”. Por tercera vez le preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?”. Pedro se entristeció de que Jesús le hubiera preguntado por tercera vez si lo quería y le contestó: “Señor, tú lo sabes todo; tú bien sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas. Yo te aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías la ropa e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás los brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras”. Esto se lo dijo para indicarle con qué género de muerte habría de glorificar a Dios. Después le dijo: “Sígueme”. Palabra del Señor. ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS Recibe, Señor, los dones que, jubilosa, tu Iglesia te presenta, y puesto que es a ti a quien debe su alegría, concédele también disfrutar de la felicidad eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor. ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Lc 24, 35 Los discípulos reconocieron al Señor Jesús, al partir el pan. Aleluya. ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN Dirige, Señor, tu mirada compasiva sobre tu pueblo, al que te has dignado renovar con estos misterios de vida eterna, y concédele llegar un día a la gloria incorruptible dela resurrección. Por Jesucristo, nuestro Señor. _________________________ BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com) Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch 5,27b-32.40b-41) 1ª lectura El pasaje en que se inserta este relato presenta un cuadro de contrastes marcado por dos mandatos contrarios que se dan a los Apóstoles: el del ángel (“Salid, presentaos en el Templo y predicad al pueblo toda la doctrina que concierne a esta Vida” v. 20) y el del Sanedrín (v. 28). La respuesta de los Apóstoles es muy significativa: hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (v. 29). Aquí se presenta a los Apóstoles proclamando el núcleo de la doctrina cristiana incluso a los miembros del Sanedrín (cfr vv. 30-32). Piensan más en la salud espiritual de sus jueces que en sí mismos: «Dios ha permitido —comenta San Juan Crisóstomo— que los Apóstoles fueran llevados a juicio para que sus perseguidores fueran instruidos, si lo deseaban. (...) Los Apóstoles no se irritan ante los jueces sino que les ruegan compasivamente, vierten lágrimas, y sólo buscan el modo de librarles del error y de la cólera divina» (In Acta Apostolorum 13). La intervención de Gamaliel poco después (5,34-39) muestra que su actitud era la correcta. Gloria al Cordero inmolado (Ap 5,11-14) 4 Domingo III de Pascua (C) 2ª lectura Cristo glorioso merece la misma adoración que el Padre. La grandeza de Cristo-Cordero viene reconocida y proclamada por el culto que recibe, en primer lugar, de los cuatro vivientes y de los veinticuatro ancianos, luego de todos los ángeles y, por fin, de la creación entera (vv. 11-13). Son tres momentos que San Juan señala para destacar la alabanza de la Iglesia celestial, a la que se une la Iglesia peregrina en la tierra, mediante la oración simbolizada en la imagen de las copas de oro (v. 8). La gran muchedumbre de ángeles rodeando el trono como guardia de honor (v. 11), proclama la plenitud de la perfección divina de Cristo, el Cordero. En efecto, se enumeran siete atributos que reflejan la plena posesión de la gloria divina por parte del Cordero (v. 12). Después del canto de las criaturas espirituales e invisibles, resuena el himno de los seres materiales y visibles. Este cántico (vv. 13-14) difiere del anterior porque se dirige además al que está sentado en el trono. Así se ponen a un mismo nivel a Dios y al Cordero, cuya divinidad se proclama. De esta forma culmina la alabanza universal, cósmica, en honor del Cordero. El Amén rotundo de los cuatro vivientes, junto con la adoración de los veinticuatro ancianos, cierra esta visión preparatoria. Como en otros pasajes del Apocalipsis, se habla del oficio de los ángeles en el Cielo (v. 11), poniendo de relieve su adoración y alabanza ante el trono de Dios (cfr 7,11), su misión como ejecutores de los designios divinos (cfr 11,15; 16,17; 22,6; etc.) y su intercesión ante el Señor en favor de los hombres (cfr 8,4). Ten confianza con tu Ángel Custodio. Trátalo como un entrañable amigo —lo es— y él sabrá hacerte mil servicios en los asuntos ordinarios de cada día (San Josemaría, Camino, n. 562). Pesca milagrosa y primado de Pedro (Jn 21,1-19) Evangelio Este pasaje evoca aquel de la primera pesca milagrosa, cuando el Señor prometió a Pedro hacerle pescador de hombres (cfr Lc 5,1-11). Ahora le va a confirmar en su misión de cabeza visible de la Iglesia. El relato subraya el amor del discípulo amado que reconoce a Jesús (v. 7): «Dios se deja contemplar por los que tienen el corazón puro» (S. Gregorio de Nisa, De beatitudinibus 6). También refleja la fe de Pedro, que precede a los discípulos en llegar a Jesús, y la insistencia en que el Resucitado no es un espíritu, sino el mismo que ha comido antes con ellos y con los que vuelve a comer ahora (vv. 10-13). «Pasa al lado de sus Apóstoles, junto a esas almas que se han entregado a Él: y ellos no se dan cuenta. ¡Cuántas veces está Cristo, no cerca de nosotros, sino en nosotros; y vivimos una vida tan humana! (...). Entonces, el discípulo aquel que Jesús amaba se dirige a Pedro: es el Señor. El amor, el amor lo ve de lejos. El amor es el primero que capta esas delicadezas. Aquel Apóstol adolescente, con el firme cariño que siente hacia Jesús, porque quería a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca, exclamó: ¡es el Señor! Simón Pedro apenas oyó es el Señor, vistióse la túnica y se echó al mar. Pedro es la fe. Y se lanza al mar, lleno de una audacia de maravilla. Con el amor de Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde llegaremos nosotros?» (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, nn. 265-266). Los Santos Padres y Doctores de la Iglesia han comentado con frecuencia este episodio en sentido místico: la barca es la Iglesia, cuya unidad está simbolizada por la red que no se rompe; el mar es el mundo; Pedro en la barca simboliza la suprema autoridad en la Iglesia; el número de peces significa el número de los elegidos. 5 Domingo III de Pascua (C) En contraste con las negaciones de Pedro durante la pasión, Jesús como el Buen Pastor que cura la oveja herida (10,11; cfr Ez 34,16; Lc 15,4-7), confiere a Pedro el primado que antes le había prometido (vv. 15-19). «Jesús ha confiado a Pedro una autoridad específica: “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16,19). El poder de las llaves designa la autoridad para gobernar la casa de Dios, que es la Iglesia. Jesús, “el Buen Pastor” (Jn 10,11), confirmó este encargo después de su resurrección: “Apacienta mis ovejas” (Jn 21,15-17). El poder de “atar y desatar” significa la autoridad para absolver los pecados, pronunciar sentencias doctrinales y tomar decisiones disciplinares en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad a la Iglesia por el ministerio de los Apóstoles y particularmente por el de Pedro, el único a quien Él confió explícitamente las llaves del Reino» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 553). _____________________ SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org) La Iglesia militante y la Iglesia triunfante 1. Después de la narración del hecho en que Tomás, su discípulo, por las cicatrices de las llagas, que fue invitado a tocar en la carne de Cristo, vio lo que no quería creer y lo creyó, inserta el evangelista lo siguiente: “Otras muchas maravillas hizo Jesús en presencia de sus discípulos que no están escritas en este libro. Más todas estas cosas han sido escritas para que vosotros creáis que Jesús es el Cristo, Hijo de Dios vivo, a fin de que, creyéndolo, tengáis la vida en su nombre”. Este capítulo parece indicar el final de este libro, pero en él se narra aún la manifestación del Señor junto al mar de Tiberíades, y cómo en la captura de los peces se recomienda el misterio de la Iglesia, y cómo ha de ser la futura resurrección de los muertos. Creo que contribuye a dar valor a esta recomendación el que esta conclusión sirviese de prólogo a la narración siguiente, para dejarla, en cierto modo, en un lugar más destacado. Comienza así esta narración: “Después se manifestó Jesús junto al mar de Tiberíades, y se manifestó de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro y Tomás, llamado Dídimo, y Natanael, que era de Cana de Galilea, y los hijos del Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Díceles Simón Pedro: Voy a pescar. Ellos le replican: Vamos también nosotros contigo”. 2. Con ocasión de esta pesca de los discípulos suele preguntarse por qué Pedro y los dos hijos del Zebedeo volvieron al mismo oficio que tenían antes de ser llamados por el Señor, pues eran pescadores, cuando les dijo: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres. Entonces ellos, dejándolo todo, le siguieron para entregarse a su magisterio; mientras tanto, se alejaba de El aquel rico a quien había dicho: Vete, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo, y ven y sígueme; por lo cual le dijo Pedro: Nosotros hemos dejado todas las cosas y te hemos seguido. ¿Por qué, pues, ahora, como abandonando el apostolado, vuelven a ser lo que eran y vuelven a tomar lo que habían dejado, como olvidados de las palabras que habían escuchado: Nadie que ponga sus manos en el arado y mire para atrás es apto para el reino de los cielos? Si hubiesen hecho esto después de haber muerto Jesús y antes de haber resucitado de entre los muertos (lo cual no hubieran podido hacerlo entonces, porque el día que fue crucificado los tenía suspensos hasta la hora de la sepultura, que fue antes de las vísperas, y al día siguiente era sábado, en que la costumbre de sus padres no les permite trabajo alguno; y en el día tercero ya resucitó el Señor y les devolvió la esperanza, que habían comenzado a perder), si entonces lo hubieran hecho, pensaríamos que lo hicieron en virtud de aquella desesperación que se había apoderado de sus ánimos. Mas ahora, después de tenerle entre los vivos, después de la evidencia de su carne, vuelta a la vida y ofrecida a sus ojos y a sus manos, no sólo para que la viesen, sino también para que la tocasen y palpasen; después de haber visto los lugares de las llagas, hasta llegar a la confesión del apóstol Tomás, que 6 Domingo III de Pascua (C) había dicho que de otra manera no creería; después de haber recibido al Espíritu Santo por su insuflación; después de aquellas palabras pronunciadas por su boca en sus mismos oídos: Como mi Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros: a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados, y a quienes se los retuviereis, les serán retenidos, repentinamente se hacen pescadores, no de hombres, sino de peces, como antes lo fueron. 3. A quienes por esto se turban, hay que responderles que no les fue prohibido agenciarse lo necesario por medio de un arte lícito y concedido, conservando la integridad de su apostolado, si no tenían otro recurso para obtener lo necesario para vivir. A no ser que a alguno se le ocurra pensar o decir que San Pablo no tuvo la perfección de aquellos que, dejando todas las cosas, siguieron a Cristo, porque, para no ser gravoso a ninguno de aquellos a quienes predicaba el Evangelio, él mismo con sus manos se procuraba su manutención, siendo así que más bien en él se cumplía lo que dice: He trabajado más que todos ellos; añadiendo: Pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo; de manera que a la gracia de Dios atribuye el poder entregarse en cuerpo y alma más que todos ellos al trabajo, hasta el punto de no cesar en la predicación del Evangelio, y, no obstante, no tener necesidad del Evangelio para sostener su vida, cuando con mayor extensión y fruto lo sembraba en tantas naciones que no habían oído el nombre de Cristo. Allí demuestra que a los apóstoles no les fue impuesta la obligación de vivir, es decir, de sacar del Evangelio su sostenimiento, sino que se le dio esa facultad. De esta facultad hace mención el Apóstol cuando dice: “Si nosotros hemos sembrado en vosotros bienes espirituales, ¿será mucho que recojamos vuestros bienes materiales? Si otros participan de vuestras haciendas, ¿no tenemos nosotros mayor derecho? Yo nunca he usado de este derecho”. Y poco después añade: “Quienes sirven al altar, en el altar tienen su parte; y así ordenó el Señor a los predicadores del Evangelio que vivan del Evangelio: yo no he hecho uso de estas facultades”. Queda, pues, bien claro que no fue un precepto, sino una facultad concedida a los apóstoles no vivir de otra cosa que del Evangelio; y de aquellos en quienes con la predicación del Evangelio sembraban bienes espirituales, recogiesen los materiales, esto es, lo necesario para su corporal sustento, y, como soldados de Cristo, recibiesen de sus proveedores la soldada. Con este motivo, este mismo soldado de Cristo había dicho poco antes acerca de esto: ¿Quién sirve en la milicia a sus propias expensas? Y esto es lo que él hacía, porque trabajaba más que todos. Si, pues, San Pablo, por no hacer uso, como ellos, de aquella facultad que le era común con los otros predicadores del Evangelio, sino para militar a sus expensas y no escandalizar a los gentiles, tan ajenos al nombre de Cristo, pareciéndoles venal su doctrina y teniendo él otra educación, aprendió oficios que no conocía para no ser gravoso a sus oyentes y vivir del trabajo de sus manos, ¿cuánto mejor San Pedro, que antes había sido pescador, volvió a ejercer lo que ya conocía, si en aquella ocasión no hallaba otro modo de procurarse el sustento? 4. Quizá alguno pudiera objetar: ¿Cómo es que no tenía, si el Señor lo había prometido, cuando dijo: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura? En esta ocasión cumplió Dios su promesa. Porque ¿quién reunió allí los peces que pescaron? Y puede pensarse que El los redujo a aquella penuria que los obligó a pescar, porque quería hacer a su vista aquel milagro, con el que, a la vez que daba el alimento a los predicadores de su Evangelio, recomendaba el mismo Evangelio con el misterio encerrado en el número de los peces. Y ahora, con el favor de Dios, voy a deciros algo sobre esta pesca. 5. Dice Simón Pedro: Voy a pescar. Dícenle quienes con él estaban: Vamos también nosotros contigo. Salieron y subieron a la barca, y en aquella noche no pescaron nada. Hecha ya la mañana, se presentó Jesús en la playa, sin conocer los discípulos que era Jesús. Díceles, pues, Jesús: Muchachos, ¿tenéis algo para comer? Respondiéronle: No. Les dice: Echad la red a la derecha de la barca y hallaréis. La echaron, y no podían arrastrar la red por la cantidad de peces. Dice 7 Domingo III de Pascua (C) entonces aquel discípulo a quien amaba Jesús a Pedro: Es el Señor. Pedro, habiendo oído que era el Señor, se vistió la túnica, porque estaba desnudo, y se lanzó al mar. Los otros discípulos vinieron en la barca (porque no estaban lejos de la tierra, como unos doscientos codos) arrastrando la red con los peces. Luego que tomaron tierra, vieron unas brasas preparadas y sobre ellas un pez, y un pan. Díceles Jesús: Traed de los peces que habéis cogido ahora. Subió Simón Pedro y arrastró la red a la tierra con ciento cincuenta y tres peces de gran tamaño. Y, con ser tantos, no se rompió la red. 6. Este es el gran misterio en el gran Evangelio de San Juan, y para más encarecerlo, escrito en el último lugar. El haber sido siete los discípulos que tomaron parte en esta pesca: Pedro, Tomás, Natanael, los dos hijos del Zebedeo y otros dos cuyos nombres calló, con su número septenario, indican el fin del tiempo. Todo el tiempo da vueltas en los siete días. A esto se refiere el estar Jesús en la playa ya hecha la mañana, porque la playa es el término del mar, y así significa el fin del tiempo, representado también por la extracción de la red hacia la tierra, esto es, hacia la playa por Pedro. Lo cual explicó el mismo Señor cuando expuso la parábola de la red lanzada al mar, y la traen, dice, al litoral. Y exponiendo el significado del litoral, dice: Así será el fin del tiempo. 7. Más aquélla era una parábola por vía de ejemplo: no era un hecho. Con este hecho quiso el Señor dar a entender cómo será la Iglesia en el fin del tiempo; y con aquella parábola, cómo es la Iglesia en el tiempo presente. Por haber dicho aquélla al principio de su predicación y haberse ejecutado esta pesca después de su resurrección, dio a entender que aquella captura de peces significaba a los buenos y a los malos que ahora hay en la Iglesia, y ésta representa solamente a los buenos, que tendrá siempre al fin del mundo y después de la resurrección de los muertos. En aquélla, finalmente, Jesús no estaba de pie en la playa, como en ésta, cuando mandó pescar, sino que, subiendo a una de las naves, que era la de Simón Pedro, le rogó que la retirase un poco de la tierra, y, sentándose en ella, enseñaba a las turbas. Cuando cesó de hablar, dijo a Simón: Rema hacia adentro y lanzad las redes para pescar. Lo que entonces pescaron, fue recogido en las naves, no como ahora, que fue extraída la red hacia la tierra. Por estas señales y otras que quizá puedan hallarse, aquélla representaba a la Iglesia en este mundo, y ésta a la Iglesia en el fin del mundo. Por eso aquélla tuvo lugar antes y ésta después de la resurrección del Señor, porque en aquélla representó Cristo nuestra vocación, y en ésta nuestra resurrección. Allí no se lanza la red, ni a la derecha, para no significar solamente a los buenos, ni a la izquierda, para no entender solamente a los malos; sino de un modo general: Lanzad, dice, las redes para pescar, dando a entender que están mezclados los buenos con los malos; más aquí dice: Echad la red a la derecha de la nave, para significar que a la derecha estaban solamente los buenos. Allí la red se rompía, recordando los cismas; más aquí, como entonces no habrá cismas en aquella paz suma de los santos, tuvo el evangelista cuidado de anotar que, siendo tantos, es decir, tan grandes, no se rompió la red; como acordándose de cuando se rompió, y encareciendo este bien en comparación de aquel mal. En aquélla fue tan grande la multitud de peces, que, llenas las dos naves, se sumergían, esto es, amenazaban sumergirse; no se hundieron, pero estaban en peligro. ¿De dónde hay tantos males en la Iglesia, sino de que no es posible hacer frente a la avalancha que para hundir la disciplina entra en sus costumbres, enteramente opuestas al camino de los santos? En ésta lanzaron la red a la derecha de la nave y no podían arrastrarla por la cantidad de peces. ¿Qué significa que no podían arrastrarla sino que los que pertenecen a la resurrección de la vida, esto es, a la derecha, y terminan su vida dentro de las redes del nombre cristiano, no aparecerán sino en la playa, es decir, cuando hayan resucitado en el fin del mundo? Por eso no fueron capaces de arrastrar las redes y descargar en la embarcación los peces cogidos, como hicieron con los otros, que rompieron las redes y pusieron en peligro a las naves. A estos que salen de la derecha los guarda la Iglesia en el sueño de la paz, después de salir de esta vida mortal, como escondidos en lo profundo, hasta que llegue a la playa adonde es arrastrada como a unos doscientos 8 Domingo III de Pascua (C) pasos. Lo que allí era representado por las dos naves, es decir, la circuncisión y el prepucio, creo que aquí está representado por los doscientos codos en atención a las dos clases de elegidos, ciento de la circuncisión y ciento del prepucio, porque el número, sumadas las centenas, pasa a la derecha. Finalmente, en aquella pesca no se expresa el número de los peces, como si allí se verificase lo que dice el profeta: Prediqué y hablé y se multiplicaron sin número; más aquí no excede ninguno del número, que se fija en ciento cincuenta y tres. Con la ayuda del Señor os daré la razón de este número. 8. Si quisiéramos representar a la Ley por un número, ¿cuál sería sino el diez? Sabemos muy bien que el decálogo de la Ley, esto es, aquellos diez conocidísimos mandamientos, fueron primeramente escritos por el dedo de Dios en dos tablas de piedra. La Ley, sin la ayuda de la gracia, da origen a los prevaricadores, y se queda sólo en la letra. Por esto principalmente dice el Apóstol: La letra mata, más el espíritu vivifica. Júntese el espíritu a la letra para que la letra no mate a quien el espíritu no da vida. Cumplamos los preceptos de la Ley, apoyados no en nuestros méritos, sino en la gracia del Salvador. Cuando a la Ley se une la gracia, es decir, el espíritu a la letra, se añaden siete al número diez. Y que este número septenario significa al Espíritu Santo, lo atestiguan documentos de las Sagradas Escrituras dignos de consideración. La santidad o santificación pertenecen propiamente al Espíritu Santo; y así, siendo Espíritu el Padre y Espíritu el Hijo, porque Dios es Espíritu; y siendo Santo el Padre y Santo el Hijo, el nombre propio del Espíritu de ambos es Espíritu Santo. Y ¿dónde por primera vez sonó en la Ley la palabra santificación sino en el séptimo día? No santificó el día primero, en que creó la luz; ni el segundo, en que creó el firmamento; ni el tercero, en que separó el mar de la tierra, y la tierra brotó las plantas y los árboles; ni el cuarto, en el cual fueron hechos los astros; ni el quinto, en el cual dio el ser a los animales que viven en las aguas y vuelan por los aires; ni el sexto, en que creó los animales que pueblan la tierra y al mismo hombre; sólo santificó al día séptimo, en el cual descansó de todas sus obras. Convenientemente, pues, el número séptimo representa al Espíritu Santo. Asimismo, el profeta Isaías dice: Reposará en mí el espíritu del Señor. Y a continuación, recomendándolo bajo una operación o don septenario, añade: Espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad, y le llenará el Espíritu del temor de Dios. Y en el Apocalipsis, ¿no se mencionan los siete espíritus de Dios, no siendo más que un solo Espíritu, que reparte a cada uno sus dones cómo quiere? Esta operación septenaria fue así llamada por el mismo Espíritu, que asistía al escritor para mencionar a los siete espíritus. Uniéndose, pues, a la Ley el Espíritu Santo con el número septenario, se forma el número diecisiete; y este número, creciendo con la suma de todos los números que lo componen, da la suma de ciento cincuenta y tres. Así, si a uno le añades dos, dan tres; si a tres le sumas tres y cuatro, son diez; y si después vas añadiendo los números siguientes hasta diecisiete, se llega al número antes dicho; esto es, si a diez, formado por el tres y cuatro a partir del uno, le añades cinco, son quince; súmale seis, y tienes veintiuno; a éste añádele siete, y tendrás veintiocho; súmale sucesivamente ocho, nueve y diez, y serán cincuenta y cinco; añade ahora once, doce y trece, y tendrás noventa y uno; vuelve a sumarle catorce, quince y dieciséis, y sumarán ciento treinta y seis; a éste añádele el que queda, y del cual tratamos, que es el diecisiete, y se completará el número de los peces. Mas no quiere decir esto que sólo ciento cincuenta y tres justos han de resucitar a la vida eterna, sino todos los millares de santos que pertenecen a la gracia del Espíritu Santo. Esta gracia hace como un convenio con la Ley de Dios, como con un adversario, para que, dando vida el espíritu, no mate la letra, antes con la ayuda del espíritu sea cumplida la letra, y si en algo no se cumple, sea perdonado. Cuantos pertenecen a esta gracia son figurados por este número, es decir, son significados figurativamente. Ese número incluye además tres veces al quincuagenario, y tres más por el misterio de la Trinidad. El cincuenta se forma multiplicando siete por siete y añadiéndole uno, porque siete por siete son cuarenta y nueve. Y se le añade uno para indicar que es uno el que se manifiesta a 9 Domingo III de Pascua (C) través de las siete operaciones; y sabemos que el Espíritu Santo, cuya venida fue ordenado a los discípulos esperar, fue enviado cincuenta días después de la resurrección del Señor. 9. No de balde, pues, se dijo de estos peces que fueron tantos y tan grandes, esto es, ciento cincuenta y tres, y grandes. Y arrastró hasta la tierra la red con ciento cincuenta y tres grandes peces. Porque, habiendo dicho el Señor: No vine a abolir la Ley, sino a cumplirla, y debiendo dar al Espíritu Santo poder cumplirla, como sumando siete a los diez, interpuestas algunas pocas palabras, dijo: Quien desatare el más pequeño de estos preceptos y así lo enseñare a los hombres, éste será llamado mínimo en el reino de los cielos; mas quien los cumpla y enseñe a cumplirlos, será grande en el reino de los cielos. Ese mínimo que con su ejemplo destruye lo que dice con sus palabras, puede representar a la Iglesia, significada en aquella primera pesca, compuesta de los buenos y de los malos, pues a ella se la llama reino de los cielos; y así dice: El reino de los cielos es semejante a la red lanzada a la mar, que recoge toda clase de peces. Donde quiere incluir a los buenos y a los malos, que después en el litoral, esto es, en el fin del mundo, serán separados. Finalmente, para hacernos ver que estos mínimos son los réprobos, que predican el bien con la palabra y lo destruyen con su mala vida, y que no sólo como mínimos, sino que en manera alguna han de estar en el reino de los cielos; después de decir: Será llamado mínimo en el reino de los cielos, añade en seguida: Os digo que, si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Esos son los verdaderos escribas y fariseos, que se sientan en la cátedra de Moisés, de los cuales dice: Haced lo que dicen, mas no hagáis lo que ellos hacen, –porque dicen y no hacen; enseñan con sus predicaciones lo que deshacen con sus costumbres. Y, por consiguiente, quien es mínimo en el reino de los cielos, como entonces será la Iglesia, no entrará en el reino de los cielos, cual entonces será la Iglesia; porque, enseñando lo que no pone en práctica, no pertenecerá a la compañía de los que hacen lo que enseñan, y, por lo tanto, no estará en el número de los peces grandes, pues quien cumple y enseña a cumplir, éste será llamado grande en el reino de los cielos. Y porque éste será grande, estará allí donde el mínimo no podrá estar. Allí serán tan grandes, que el menor de ellos es mayor que el más grande de acá. Sin embargo, quienes acá son grandes, es decir, en el reino de los cielos, donde la red coge a los buenos y a los malos, y hacen lo que enseñan, en aquella eternidad del reino de los cielos serán mayores, perteneciendo a la derecha y a la resurrección de la vida, significados por los peces de esta pesca. Sigue ahora la narración de la comida del Señor con los siete discípulos y de las palabras que dijo después de la comida y la conclusión de este Evangelio. De todo ello trataremos, si Dios nos lo permite; mas no he de abreviarlo en este sermón. (Tratados sobre el Evangelio de San Juan (t. XIV), Tratado 122, 1-9, BAC Madrid 1965, pp. 606-618) _____________________ FRANCISCO – Regina Coeli 2013 y Homilías 2013, 2015 y 2019 Regina Coeli, 14 de abril de 2013 Ante la adversidad responder con amor y la fuerza de la verdad Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Quisiera detenerme brevemente en la página de los Hechos de los Apóstoles que se lee en la Liturgia de este tercer Domingo de Pascua. Este texto relata que la primera predicación de los Apóstoles en Jerusalén llenó la ciudad de la noticia de que Jesús había verdaderamente resucitado, según las Escrituras, y era el Mesías anunciado por los Profetas. Los sumos sacerdotes y los jefes de la ciudad intentaron reprimir el nacimiento de la comunidad de los creyentes en Cristo e hicieron encarcelar a los Apóstoles, ordenándoles que no enseñaran más en su nombre. Pero Pedro y los otros 10 Domingo III de Pascua (C) Once respondieron: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús... lo ha exaltado con su diestra, haciéndole jefe y salvador... Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo» (Hch 5, 29-32). Entonces hicieron flagelar a los Apóstoles y les ordenaron nuevamente que no hablaran más en el nombre de Jesús. Y ellos se marcharon, así dice la Escritura, «contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús» (v. 41). Me pregunto: ¿dónde encontraban los primeros discípulos la fuerza para dar este testimonio? No sólo: ¿de dónde les venía la alegría y la valentía del anuncio, a pesar de los obstáculos y las violencias? No olvidemos que los Apóstoles eran personas sencillas, no eran escribas, doctores de la Ley, ni pertenecían a la clase sacerdotal. ¿Cómo pudieron, con sus limitaciones y combatidos por las autoridades, llenar Jerusalén con su enseñanza? (cf. Hch 5, 28). Está claro que sólo pueden explicar este hecho la presencia del Señor Resucitado con ellos y la acción del Espíritu Santo. El Señor que estaba con ellos y el Espíritu que les impulsaba a la predicación explica este hecho extraordinario. Su fe se basaba en una experiencia tan fuerte y personal de Cristo muerto y resucitado, que no tenían miedo de nada ni de nadie, e incluso veían las persecuciones como un motivo de honor que les permitía seguir las huellas de Jesús y asemejarse a Él, dando testimonio con la vida. Esta historia de la primera comunidad cristiana nos dice algo muy importante, válida para la Iglesia de todos los tiempos, también para nosotros: cuando una persona conoce verdaderamente a Jesucristo y cree en Él, experimenta su presencia en la vida y la fuerza de su Resurrección, y no puede dejar de comunicar esta experiencia. Y si esta persona encuentra incomprensiones o adversidades, se comporta como Jesús en su Pasión: responde con el amor y la fuerza de la verdad. Rezando juntos el Regina Caeli, pidamos la ayuda de María santísima a fin de que la Iglesia en todo el mundo anuncie con franqueza y valentía la Resurrección del Señor y dé de ella un testimonio válido con gestos de amor fraterno. El amor fraterno es el testimonio más cercano que podemos dar de que Jesús vive entre nosotros, que Jesús ha resucitado. Oremos de modo particular por los cristianos que sufren persecución; en este tiempo son muchos los cristianos que sufren persecución, muchos, muchos, en tantos países: recemos por ellos, con amor, desde nuestro corazón. Que sientan la presencia viva y confortante del Señor Resucitado. *** La obediencia a Dios es escuchar a Dios Homilía, 11 de abril de 2013 Es fundamental ser conscientes de que Dios no puede ser objeto de negociaciones, advirtió el Papa Francisco; la fe no prevé la posibilidad de ser “tibios”, buscando, con “una doble vida”, llegar a una componenda con el mundo. Pedro dice ante el Sanedrín: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 27-33). ¿Qué significa “obedecer a Dios”? –se preguntó el Pontífice–. ¿Significa que nosotros debemos ser como esclavos, todos atados? No, porque precisamente quien obedece a Dios es libre, no es esclavo. Y no es una contradicción”. En efecto, “obedecer viene del latín, y significa escuchar, escuchar al otro. Obedecer a Dios es escuchar a Dios, tener el corazón abierto para ir por el camino que Dios nos indica. La obediencia a Dios es escuchar a Dios. Y esto nos hace libres”. “En este momento, lo he dicho, tenemos tantas hermanas y tantos hermanos que por obedecer, oír, escuchar lo que Jesús les pide son perseguidos –señaló el Santo Padre–. Recordemos siempre que estos hermanos y hermanas han puesto la carne en el asador y nos dicen con su vida: “Yo quiero obedecer, ir por el camino que Jesús me dice”“. “¿Dónde tenemos la ayuda para ir por el camino de la escucha de Jesús? –se preguntó–. En el Espíritu Santo” “que Dios ha dado a quienes le obedecen”. 11 Domingo III de Pascua (C) *** Obedecer dialogando Homilía, 16 de abril de 2015 El Papa Francisco recordó a Benedicto XVI en el día de su octogésimo octavo cumpleaños. Y por el Papa emérito ofreció la misa que celebró el jueves 16 de abril, por la mañana, en la capilla de la Casa Santa Marta, invitando a los presentes a unirse a él en la oración «para que el Señor lo sostenga y le done mucha alegría y felicidad». En la homilía, el Pontífice hizo referencia al tema de la obediencia, un tema puesto de relieve por la liturgia del día. Y citó inmediatamente las últimas palabras del pasaje del evangelio de Juan (Jn 3, 31-36): «El que no crea al Hijo no verá la vida». Refiriéndose a la primera lectura (Hch 5, 2733), el Pontífice recordó también el momento en que «los apóstoles dijeron a los sumos sacerdotes: hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». «La obediencia -explicó el Papa Francisco- muchas veces nos conduce por una senda que no es la que yo pienso que debe ser: existe otra, la obediencia de Jesús que dice al Padre en el huerto de los Olivos “que se cumpla tu voluntad”». Obrando así, Jesús «obedece y nos salva a todos». Por lo tanto, debemos estar dispuestos a «obedecer, tener la valentía de cambiar de camino cuando el Señor nos lo pide». Y «por ello quien obedece tiene la vida eterna; y quien no obedece, la ira de Dios permanece en él». Precisamente «en este marco», afirmó el Pontífice, «podemos reflexionar sobre la primera lectura», más precisamente sobre el «diálogo entre los apóstoles y los sumos sacerdotes». Una «historia que había iniciado poco antes, en el mismo capítulo quinto de los Hechos de los apóstoles». Así pues, retomando el tema, «los apóstoles predicaban al pueblo y con frecuencia se reunían en el pórtico de Salomón. Todo el pueblo iba allí a escucharlos: hacían milagros y el número de los creyentes crecía». Pero «un pequeño grupo no se atrevía a unirse a ellos por temor, estaban lejos». Sin embargo, afirmó el Papa, «también de los sitios vecinos, de los poblados vecinos, llevaban a los enfermos a las plazas, en camillas, para que al pasar Pedro, al menos su sombra, los cubriese un poco y los curase. Y se curaban». Y así, continúa la narración de los Hechos, «los sacerdotes y el grupo dirigente del pueblo se enfureció»: de hecho tenían «muchos celos porque el pueblo seguía a los apóstoles, los exaltaba, los loaba». Y así dieron orden «de meterlos en la cárcel». Pero, continuó Francisco, «por la noche el ángel de Dios los libera, y no es la primera vez que hará esto». Por eso cuando «por la mañana los sacerdotes se reúnen para juzgarlos la cárcel estaba cerrada, toda cerrada y ellos no estaban». Después tienen conocimiento de que los apóstoles habían regresado allí, al pórtico de Salomón, a predicar al pueblo. Y los convocaron de nuevo a su presencia. El Pontífice dijo que el pasaje de los Hechos que propone hoy la liturgia cuenta lo que sucede en aquel momento: los comandantes y los sirvientes «condujeron a los apóstoles y los presentaron en el Sanedrín». Y, se lee también en la Escritura, «el sumo sacerdote los interrogó diciendo: “¿No os habíamos prohibido expresamente enseñar en ese nombre? Y habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre». A estas acusaciones Pedro responde: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Y así «repite la historia de salvación hasta Jesús». Pero «al oír este kerigma de Pedro, esta predicación de Pedro sobre la redención realizada por Dios a través de Jesús al pueblo», los miembros del Sanedrín «se enfurecieron y querían matarlos». En realidad, «fueron incapaces de reconocer la 12 Domingo III de Pascua (C) salvación de Dios» aun siendo «doctores» que «habían estudiado la historia del pueblo, habían estudiado las profecías, habían estudiado la ley, conocían casi toda la teología de pueblo de Israel, la revelación de Dios, sabían todo: eran doctores». La pregunta es «¿por qué esta dureza de corazón?». Sí, afirmó el Papa, su dureza «no es dureza de mente, no es una simple testarudez». La dureza está en su corazón. Y entonces «se puede preguntar: ¿cómo es el recorrido de esta testarudez total de mente y corazón? Cómo se llega a esto, a esta cerrazón, que incluso los apóstoles tenían antes de que llegara el Espíritu Santo». Tanto que Jesús dice a los dos discípulos de Emaús: «Necios y torpes para entender las cosas de Dios». En el fondo, explicó el Papa Francisco, «la historia de esta testarudez, el itinerario, es cerrarse en sí mismos, no dialogar, es la falta de diálogo». Eran personas que «no sabían dialogar, no sabían dialogar con Dios porque no sabían orar y escuchar la voz del Señor; y no sabían dialogar con los demás». Esta cerrazón al diálogo les llevaba a interpretar «la ley para hacerla más precisa, pero estaban cerrados a los signos de Dios en la historia, estaban cerrados al pueblo: estaban cerrados, cerrados». Y «la falta de diálogo, esta cerrazón de corazón, los llevó a no obedecer a Dios». Por lo demás «este es el drama de estos doctores de Israel, de estos teólogos del pueblo de Dios: no sabían escuchar, no sabían dialogar». Porque, afirmó el Papa, «el diálogo se hace con Dios y con los hermanos». Y «esta furia y el deseo de hacer callar a todos los que predican, en este caso la novedad de Dios, es decir, que Jesús ha resucitado» es claramente «el signo de que no se sabe dialogar, que una persona no está abierta a la voz del Señor, a los signos que el Señor realiza en el pueblo». Por lo tanto, «no tienen razón, pero llegan» a estar furiosos y a querer matar a los Apóstoles. «Es un itinerario doloroso», insistió el Papa Francisco, también porque «estos son los mismos que pagaron a los guardias del sepulcro para hacer decir que los discípulos habían robado el cuerpo de Jesús: hacen de todo para no abrirse a la voz de Dios». Antes de seguir con la celebración de la Eucaristía -«que es la vida de Dios, que nos habla desde lo alto, como Jesús dice a Nicodemo»-, el Papa Francisco pidió «por los maestros, por los doctores, por los que enseñan al pueblo de Dios, para que no se cierren, para que dialoguen, y así se salven de la ira de Dios que, si no cambian de actitud, pesará sobre ellos». *** Obedecer dialogando Homilía, 5 de mayo de 2019 Queridos hermanos y hermanas, Cristo ha resucitado. Todo el episodio que hemos escuchado, que se narra al final de los Evangelios, nos permite sumergirnos en esta alegría que el Señor nos envía a “contagiar”, recordándonos tres realidades estupendas que marcan nuestra vida de discípulos: Dios llama, Dios sorprende, Dios ama. Dios llama. Todo sucede en las orillas del lago de Galilea, allí donde Jesús había llamado a Pedro. Lo había llamado a dejar su oficio de pescador para convertirse en pescador de hombres (cf. Lc 5,4-11). Ahora, después de todo el camino recorrido, después de la experiencia de ver morir al Maestro y a pesar del anuncio de su resurrección, Pedro vuelve a la vida de antes: «Me voy a pescar», dice. Los otros discípulos no se quedan atrás: «Vamos también nosotros contigo» (Jn 21,3). Parece que dan un paso atrás; Pedro vuelve a tomar las redes, a las que había renunciado por Jesús. El peso del sufrimiento, de la desilusión, incluso de la traición se había convertido en una piedra 13 Domingo III de Pascua (C) difícil de remover en el corazón de los discípulos; heridos todavía bajo el peso del dolor y la culpa, la buena nueva de la Resurrección no había echado raíces en su corazón. El Señor sabe lo fuerte que es para nosotros la tentación de volver a las cosas de antes. En la Biblia, las redes de Pedro, como las cebollas de Egipto, son símbolo de la tentación de la nostalgia del pasado, de querer recuperar algo que se había querido dejar. Frente a las experiencias de fracaso, dolor e incluso de que las cosas no resulten como se esperaban, siempre aparece una sutil y peligrosa tentación que invita a desanimarse y bajar los brazos. Es la psicología del sepulcro que tiñe todo de resignación, haciendo que nos apeguemos a una tristeza dulzona que, como polilla, corroe toda esperanza. Así se gesta la mayor amenaza que puede arraigarse en el seno de una comunidad: el gris pragmatismo de la vida, en la que todo procede aparentemente con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad (cf. Exhort. apost. Evangelii gaudium, 83). Pero precisamente allí, en el fracaso de Pedro, llega Jesús, comienza de nuevo, con paciencia sale a su encuentro y le dice «Simón» (v. 15): era el nombre de la primera llamada. El Señor no espera situaciones ni estados de ánimo ideales, los crea. No espera encontrarse con personas sin problemas, sin desilusiones, sin pecados o limitaciones. Él mismo enfrentó el pecado y la desilusión para ir al encuentro de todo viviente e invitarlo a caminar. Hermanos, el Señor no se cansa de llamar. Es la fuerza del Amor que ha vencido todo pronóstico y sabe comenzar de nuevo. En Jesús, Dios busca dar siempre una posibilidad. Lo hace así también con nosotros: nos llama cada día a revivir nuestra historia de amor con Él, a volver a fundarnos en la novedad, que es Él mismo. Todas las mañanas, nos busca allí donde estamos y nos invita «a alzarnos, a levantarnos de nuevo con su Palabra, a mirar hacia arriba y a creer que estamos hechos para el Cielo, no para la tierra; para las alturas de la vida, no para las bajezas de la muerte» y nos invita a no buscar «entre los muertos al que vive» (Homilía de la Vigilia Pascual, 20 abril 2019). Cuando lo acogemos, subimos más alto, abrazamos nuestro futuro más hermoso, no como una posibilidad sino como una realidad. Cuando la llamada de Jesús es la que orienta nuestra vida, el corazón se rejuvenece. Dios sorprende. Es el Señor de las sorpresas que no sólo invita a sorprenderse sino a realizar cosas sorprendentes. El Señor llama y, al encontrar a los discípulos con sus redes vacías, les propone algo insólito: pescar de día, algo más bien extraño en aquel lago. Les devuelve la confianza poniéndolos en movimiento y lanzándolos nuevamente a arriesgar, a no dar nada ni, especialmente, nadie por perdido. Es el Señor de las sorpresas que rompe los encierros paralizantes devolviendo la audacia capaz de superar la sospecha, la desconfianza y el temor que se esconden detrás del “siempre se hizo así”. Dios sorprende cuando llama e invita a lanzar mar adentro en la historia no solamente las redes, sino a nosotros mismos y a mirar la vida, a mirar a los demás e incluso a nosotros mismos con sus mismos ojos porque «en el pecado, él ve hijos que hay que elevar de nuevo; en la muerte, hermanos para resucitar; en la desolación, corazones para consolar. No tengas miedo, por tanto: el Señor ama tu vida, incluso cuando tienes miedo de mirarla y vivirla» (ibíd.). Llegamos así a la tercera certeza de hoy. Dios llama, Dios sorprende porque Dios ama. Su lenguaje es el amor. Por eso pide a Pedro y nos pide a nosotros que sintonicemos con su mismo lenguaje: «¿Me amas?». Pedro acoge la invitación y, después de tanto tiempo pasado con Jesús, comprende que amar quiere decir dejar de estar en el centro. Ahora ya no comienza desde sí mismo, sino desde Jesús: «Tú conoces todo» (Jn 21,17), responde. Se reconoce frágil, comprende que no puede seguir adelante sólo con sus fuerzas. Y se funda en el Señor, en la fuerza de su amor, hasta el extremo. Esta es nuestra fuerza, que cada día estamos invitados a renovar: el Señor nos ama. Ser cristiano es una invitación a confiar que el amor de Dios es más grande que toda limitación o pecado. Uno de los grandes dolores y obstáculos que experimentamos hoy, no nace tanto de comprender que 14 Domingo III de Pascua (C) Dios sea amor, sino de que hemos llegado a anunciarlo y testimoniarlo de tal manera que para muchos este no es su nombre. Dios es amor, un amor que se entrega, llama y sorprende. He aquí el milagro de Dios que, si nos dejamos guiar por su amor, hace de nuestras vidas obras de arte. Tantos testigos de la Pascua en esta tierra bendita han realizado obras maestras magníficas, inspirados por una fe sencilla y un gran amor. Entregando la vida, fueron signos vivientes del Señor sabiendo superar la apatía con valentía y ofreciendo una respuesta cristiana a las inquietudes que se les presentaban (cf. Exhort. apost. postsin. Christus vivit, 174). Hoy estamos invitados a mirar y descubrir lo que el Señor hizo en el pasado para lanzarnos con Él hacia el futuro sabiendo que, en el acierto o en el error, siempre volverá a llamarnos para invitarnos a tirar las redes. Lo que les dije a los jóvenes en la Exhortación que escribí recientemente, deseo decirlo también a vosotros. Una Iglesia joven, una persona joven, no por edad sino por la fuerza del Espíritu, nos invita a testimoniar el amor de Cristo, un amor que apremia y que nos lleva a ser luchadores por el bien común, servidores de los pobres, protagonistas de la revolución de la caridad y del servicio, capaces de resistir las patologías del individualismo consumista y superficial. Enamorados de Cristo, testigos vivos del Evangelio en cada rincón de esta ciudad (cf. ibíd., 174-175). No tengáis miedo de ser los santos que esta tierra necesita, una santidad que no os quitará fuerza, no os quitará vida o alegría; sino más bien todo lo contrario, porque vosotros y los hijos de esta tierra llegareis a ser lo que el Padre soñó cuando os creó (cf. Exhort. apost. Gaudete et exsultate, 32). Llamados, sorprendidos y enviados por amor. _________________________ BENEDICTO XVI – Homilías 2007 y 2010 2007 Sin la gracia divina el trabajo es ineficaz Queridos hermanos y hermanas: “Echad la red... y encontraréis” (Jn 21, 6). Hemos escuchado estas palabras de Jesús en el pasaje evangélico que se acaba de proclamar. Se encuentran dentro del relato de la tercera aparición del Resucitado a los discípulos junto a las orillas del mar de Tiberíades, que narra la pesca milagrosa. Después del “escándalo” de la cruz habían regresado a su tierra y a su trabajo de pescadores, es decir, a las actividades que realizaban antes de encontrarse con Jesús. Habían vuelto a la vida anterior y esto da a entender el clima de dispersión y de extravío que reinaba en su comunidad (cf. Mc 14, 27; Mt 26, 31). Para los discípulos era difícil comprender lo que había acontecido. Pero, cuando todo parecía acabado, nuevamente, como en el camino de Emaús, Jesús sale al encuentro de sus amigos. Esta vez los encuentra en el mar, lugar que hace pensar en las dificultades y las tribulaciones de la vida; los encuentra al amanecer, después de un esfuerzo estéril que había durado toda la noche. Su red estaba vacía. En cierto modo, eso parece el balance de su experiencia con Jesús: lo habían conocido, habían estado con él y él les había prometido muchas cosas. Y, sin embargo, ahora se volvían a encontrar con la red vacía de peces. Y he aquí que, al alba, Jesús les sale al encuentro, pero ellos no lo reconocen inmediatamente (cf. Jn 21, 4). El “alba” en la Biblia indica con frecuencia el momento de intervenciones extraordinarias de Dios. Por ejemplo, en el libro del Éxodo, “llegada la vigilia matutina”, el Señor interviene “desde la columna de fuego y humo” para salvar a su pueblo que huía de Egipto (cf. Ex 15 Domingo III de Pascua (C) 14, 24). También al alba María Magdalena y las demás mujeres que habían corrido al sepulcro encuentran al Señor resucitado. Del mismo modo, en el pasaje evangélico que estamos meditando, ya ha pasado la noche y el Señor dice a los discípulos, cansados de bregar y decepcionados por no haber pescado nada: “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis” (Jn 21, 6). Normalmente los peces caen en la red durante la noche, cuando está oscuro, y no por la mañana, cuando el agua ya es transparente. Con todo, los discípulos se fiaron de Jesús y el resultado fue una pesca milagrosamente abundante, hasta el punto de que ya no lograban sacar la red por la gran cantidad de peces recogidos (cf. Jn 21, 6). En ese momento, Juan, iluminado por el amor, se dirige a Pedro y le dice: “Es el Señor” (Jn 21, 7). La mirada perspicaz del discípulo a quien Jesús amaba —icono del creyente— reconoce al Maestro presente en la orilla del lago. “Es el Señor”: esta espontánea profesión de fe es, también para nosotros, una invitación a proclamar que Cristo resucitado es el Señor de nuestra vida. Queridos hermanos y hermanas, ojalá que esta tarde la Iglesia que está en Vigévano repita con el entusiasmo de Juan: Jesucristo “es el Señor”. Ojalá que vuestra comunidad diocesana escuche al Señor que, por medio de mis labios, os repite: “Echa la red, Iglesia de Vigévano, y encontrarás”. En efecto, he venido a vosotros sobre todo para animaros a ser testigos valientes de Cristo. La confiada adhesión a su palabra es lo que hará fecundos vuestros esfuerzos pastorales. Cuando el trabajo en la viña del Señor parece estéril, como el esfuerzo nocturno de los Apóstoles, no conviene olvidar que Jesús es capaz de cambiar la situación en un instante. La página evangélica que acabamos de escuchar, por una parte, nos recuerda que debemos comprometernos en las actividades pastorales como si el resultado dependiera totalmente de nuestros esfuerzos. Pero, por otra, nos hace comprender que el auténtico éxito de nuestra misión es totalmente don de la gracia. En los misteriosos designios de su sabiduría, Dios sabe cuándo es tiempo de intervenir. Y entonces, como la dócil adhesión a la palabra del Señor hizo que se llenara la red de los discípulos, así también en todos los tiempos, incluido el nuestro, el Espíritu del Señor puede hacer eficaz la misión de la Iglesia en el mundo. (…) “Echad la red... y encontraréis” (Jn 21, 6). Querida comunidad eclesial de Vigévano, ¿qué significa en concreto la invitación de Cristo a “echar la red”? Significa, en primer lugar, como para los discípulos, creer en él y fiarse de su palabra. También a vosotros, como a ellos, Jesús os pide que lo sigáis con fe sincera y firme. Por tanto, poneos a la escucha de su palabra y meditadla cada día. (…) La fatigosa pero estéril pesca nocturna de los discípulos es una advertencia perenne para la Iglesia de todos los tiempos: nosotros solos, sin Jesús, no podemos hacer nada. En el compromiso apostólico no bastan nuestras fuerzas: sin la gracia divina nuestro trabajo, aunque esté bien organizado, resulta ineficaz. Oremos juntos para que vuestra comunidad diocesana acoja con alegría el mandato de Cristo y con renovada generosidad esté dispuesta a “echar” las redes. Entonces experimentará ciertamente una pesca milagrosa, signo del poder dinámico de la palabra y de la presencia del Señor, que incesantemente confiere a su pueblo una “renovada juventud del Espíritu” (cf. oración colecta). *** 2010 El Señor nos llama a una relación de amor 16 Domingo III de Pascua (C) Queridos hermanos y hermanas en Jesucristo (…) Más que cualquier bagaje que podamos tener con nosotros –nuestros logros humanos, nuestras posesiones, nuestra tecnología–, lo que nos da la clave de nuestra felicidad y realización humana es nuestra relación con el Señor. Y él nos llama a una relación de amor. Recordad la pregunta que hizo por tres veces a Pedro en la orilla del lago: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Basándose en la respuesta afirmativa de Pedro, Jesús le encomienda una tarea, la tarea de apacentar su rebaño. Aquí vemos el fundamento de todo ministerio pastoral en la Iglesia. Nuestro amor por el Señor es lo que debe dirigir todos los aspectos de nuestra predicación y enseñanza, nuestra celebración de los sacramentos y nuestra preocupación por el Pueblo de Dios. Nuestro amor por el Señor es lo que nos impulsa a amar a quienes él ama, y a aceptar de buen grado la tarea de comunicar su amor a quienes servimos. Durante la Pasión de nuestro Señor, Pedro lo negó tres veces. Ahora, después de la resurrección, Jesús lo insta por tres veces a confesar su amor, ofreciendo así el perdón y la salvación, y confiándole al mismo tiempo la misión. La pesca milagrosa pone de manifiesto que los Apóstoles dependían de Dios para el éxito de sus proyectos en la tierra. El diálogo entre Pedro y Jesús subraya la necesidad de la misericordia divina para curar sus heridas espirituales, las heridas del pecado. En cada ámbito de nuestras vidas, necesitamos la ayuda de la gracia de Dios. Con él, podemos hacer todo; sin él no podemos hacer nada. (…) En este año dedicado a la celebración del gran don del sacerdocio, quisiera dirigir una palabra particular a los sacerdotes aquí presentes. Dun Ġorġ fue un sacerdote de extraordinaria humildad, bondad, mansedumbre y generosidad, profundamente dedicado a la oración y lleno de pasión por comunicar las verdades del Evangelio. Que os sirva de modelo e inspiración en vuestros esfuerzos por cumplir la misión recibida de apacentar la grey del Señor. Recordad también la pregunta que el Resucitado hizo por tres veces a Pedro: “¿Me amas?” Esta es la pregunta que hace a cada uno de vosotros. ¿Lo amáis? ¿Queréis servirle con la entrega de toda vuestra vida? ¿Deseáis guiar a los otros para que lo conozcan y lo amen? Como Pedro, tened el valor de responder: “Sí, Señor, tú sabes que te amo”; y acoged con gratitud la hermosa tarea que él os ha asignado. La misión confiada al sacerdote es verdaderamente un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere entrar en el mundo (cf. Homilía, 24 de abril de 2005). Al mirar ahora a mi alrededor la gran multitud reunida aquí, en Floriana, para la celebración de la Eucaristía, vuelvo a pensar en la escena descrita en la segunda lectura de hoy, en la cual millares de millares unieron sus voces en un gran canto de alabanza: “Al que se sienta en el trono y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos” (Ap 5,13). Seguid cantando este himno, como alabanza al Señor resucitado y como acción de gracias por sus innumerables dones. Concluyo mi exhortación esta mañana con las palabras de san Pablo, apóstol de Malta: “Os amo a todos en Cristo Jesús” (1 Co 16,24). Alabado sea Jesucristo. _________________________ DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA Los Apóstoles y los discípulos dan testimonio de la Resurrección 642. Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles —y a Pedro en particular— en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. 17 Domingo III de Pascua (C) Como testigos del Resucitado, los Apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y de los que la mayor parte aún vivían entre ellos. Estos “testigos de la Resurrección de Cristo” (cf. Hch 1, 22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los Apóstoles (cf. 1 Co 15, 4-8). 643. Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por Él de antemano (cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, nos presentan a los discípulos abatidos (“la cara sombría”: Lc 24, 17) y asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y “sus palabras les parecían como desatinos” (Lc 24, 11; cf. Mc16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua “les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado” (Mc 16, 14). 644. Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver un espíritu (cf. Lc 24, 39). “No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados” (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, “algunos sin embargo dudaron” (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un “producto” de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació —bajo la acción de la gracia divina— de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado. 857. La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido: — fue y permanece edificada sobre “el fundamento de los Apóstoles” (Ef 2, 20; Hch 21, 14), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (cf. Mt 28, 16-20; Hch1, 8; 1 Co 9, 1; 15, 7-8; Ga 1, l; etc.). — guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (cf. Hch 2, 42), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los Apóstoles (cf 2 Tm 1, 13-14). — sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, “al que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia” (AG 5): «Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (Prefacio de los Apóstoles I: Misal Romano). 995. Ser testigo de Cristo es ser “testigo de su Resurrección” (Hch 1, 22; cf. 4, 33), “haber comido y bebido con él después de su Resurrección de entre los muertos” (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como Él, con Él, por Él. 996. Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones (cf. Hch 17, 32; 1 Co 15, 12-13). “En ningún punto la fe cristiana encuentra más 18 Domingo III de Pascua (C) contradicción que en la resurrección de la carne” (San Agustín, Enarratio in Psalmum 88, 2, 5). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna? Cristo resucitado y Pedro 553. Jesús ha confiado a Pedro una autoridad específica: “A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 19). El poder de las llaves designa la autoridad para gobernar la casa de Dios, que es la Iglesia. Jesús, “el Buen Pastor” (Jn 10, 11) confirmó este encargo después de su resurrección: “Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15-17). El poder de “atar y desatar” significa la autoridad para absolver los pecados, pronunciar sentencias doctrinales y tomar decisiones disciplinares en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad a la Iglesia por el ministerio de los Apóstoles (cf. Mt 18, 18) y particularmente por el de Pedro, el único a quien Él confió explícitamente las llaves del Reino. 641. María Magdalena y las santas mujeres, que iban a embalsamar el cuerpo de Jesús (cf. Mc 16,1; Lc 24, 1) enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado (cf. Jn 19, 31. 42) fueron las primeras en encontrar al Resucitado (cf. Mt 28, 9-10; Jn 20, 11-18). Así las mujeres fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles (cf. Lc 24, 9-10). Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce (cf. 1 Co 15, 5). Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 31-32), ve por tanto al Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24, 34). 881. El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella (cf. Mt 16, 18-19); lo instituyó pastor de todo el rebaño (cf. Jn 21, 15-17). “Consta que también el colegio de los apóstoles, unido a su cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro” (LG 22). Este oficio pastoral de Pedro y de los demás Apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los obispos bajo el primado del Papa. 1429. De ello da testimonio la conversión de san Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia él (cf Jn 21,15-17). La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: “¡Arrepiéntete!” (Ap 2,5.16). San Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, «en la Iglesia, existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia» (Epistula extra collectionem 1 [41], 12). La Liturgia celestial 1090. “En la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero; cantamos un himno de gloria al Señor con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos participar con ellos y acompañarlos; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste Él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos con Él en la gloria” (SC 8; cf. LG 50). Los celebrantes de la liturgia celestial 19 Domingo III de Pascua (C) 1137. El Apocalipsis de san Juan, leído en la liturgia de la Iglesia, nos revela primeramente que “un trono estaba erigido en el cielo y Uno sentado en el trono” (Ap 4,2): “el Señor Dios” (Is 6,1; cf Ez 1,26-28). Luego revela al Cordero, “inmolado y de pie” (Ap 5,6; cf Jn 1,29): Cristo crucificado y resucitado, el único Sumo Sacerdote del santuario verdadero (cf Hb 4,14-15; 10, 19-21; etc), el mismo “que ofrece y que es ofrecido, que da y que es dado” (Liturgia Bizantina. Anaphora Iohannis Chrysostomi). Y por último, revela “el río de agua de vida [...] que brota del trono de Dios y del Cordero” (Ap 22,1), uno de los más bellos símbolos del Espíritu Santo (cf Jn 4,10-14; Ap 21,6). 1138. “Recapitulados” en Cristo, participan en el servicio de la alabanza de Dios y en la realización de su designio: las Potencias celestiales (cf Ap 4-5; Is 6,2-3), toda la creación (los cuatro Vivientes), los servidores de la Antigua y de la Nueva Alianza (los veinticuatro ancianos), el nuevo Pueblo de Dios (los ciento cuarenta y cuatro mil [cf Ap 7,1-8; 14,1]), en particular los mártires “degollados a causa de la Palabra de Dios” [Ap 6,9-11]), y la Santísima Madre de Dios (la Mujer [cf Ap 12], la Esposa del Cordero [cf Ap 21,9]), y finalmente una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas” (Ap 7,9). 1139. En esta liturgia eterna el Espíritu y la Iglesia nos hacen participar cuando celebramos el Misterio de la salvación en los sacramentos. 1326. Finalmente, por la celebración eucarística nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna cuando Dios será todo en todos (cf 1 Co 15,28). _________________________ RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org) Jesús se aparece en el mar de Tiberíades Una parte considerable del Evangelio se desarrolla en el mar y en un ambiente de pescadores: la llamada de los primeros discípulos, la tempestad calmada, la pesca milagrosa, Jesús caminando sobre las aguas... Los pescadores de Galilea estaban asociados en pequeñas cooperativas y, en general, tenían una vida austera debiendo pagar casi todas sus ganancias a los publicanos (los banqueros de la época), que financiaban su actividad. La cooperativa inmortalizada por el Evangelio es la de la familia de Jonás, con los hijos Simón y Andrés, y la familia del Zebedeo, con los hijos Santiago y Juan. De esta cooperativa de pescadores Cristo reclutó a sus primeros cuatro apóstoles. Los encontramos a todos, con alguno más, en el fragmento evangélico de este Domingo. Este nos presenta dos episodios unidos, pero, distintos entre sí: la pesca milagrosa y el diálogo en el que Jesús le asigna a Pedro el mandato de apacentar sus ovejas. Nos encontramos en el período de los cuarenta días siguientes a la resurrección. Pedro y sus compañeros han vuelto a pescar; (pero, ¡mientras tanto debían comer!); al alba, estando volviendo a la orilla sin haber cogido nada, es cuando un hombre, desde la orilla, les grita: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». Lo hicieron y cogieron ciento cincuenta y tres peces grandes. ¡Cuántas veces este hecho del Evangelio se repite, de distinto modo, en nuestra vida! Nosotros, también, hemos echado repetidamente y en vano la red desde una cierta parte de la barca y no hemos recogido nada. Esto es, hemos buscado la solución a nuestros problemas en una cierta dirección: luchando, cargándonos de trabajo, quizás actuando siempre por decisión propia y sin escuchar los consejos de nadie. Jesús, también, nos grita a nosotros: «Echa la red hacia la otra parte: busca en otro lugar o busca de otro modo. Con más calma, con más confianza en mí. Busca con la fe y con la oración, y encontrarás lo que hasta ahora has buscado en vano con todo tu rostro malhumorado». 20 Domingo III de Pascua (C) El número de peces recogidos tiene aquí un valor simbólico. Ciento cincuenta y tres eran las clases de peces, que se creía haber en el mar de Tiberíades. Era como decir que había en la red cada una de las clases de peces, toda bondad de Dios. Pero, quizá el evangelista tiene en el recuerdo una verdad más importante. La red, que los apóstoles echarán a continuación en el mar del mundo, está destinada a recoger, también ella, cada clase de peces: los hombres de toda raza, pueblo y nación. No debe sorprender que, también esta vez, ellos no reconocieran a Jesús a las primeras de cambio. Él no ha vuelto, igual como Lázaro, a la vida de antes sino que ha entrado en una vida nueva. Ha resucitado hacia delante, hacia lo nuevo, no hacia atrás. Por ello, para reconocerle es necesario abrir otros ojos distintos, los de la fe, que a veces se abren lentamente. La primera parte del fragmento evangélico tiene su culminación con la invitación de Jesús, cargada de anuncios simbólicos y sacramentales: «Vamos, almorzad»; a la que sigue la descripción de la singular comida en la playa; entonces, «Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado». Leyendo el Evangelio de Juan se entiende que originariamente éste terminaba en el capítulo 20. Si se le añadió este nuevo capítulo 21 es porque el evangelista mismo o alguno de sus discípulos han sentido la necesidad de insistir todavía otra vez sobre la realidad de la resurrección de Cristo. Ésta es, en efecto, la enseñanza principal del fragmento: que Jesús no ha resucitado como un modo de manifestarse o expresarse sino realmente, esto es, en su verdadero cuerpo. «Nosotros hemos comido y bebido con él después de su resurrección de los muertos», dirá Pedro en los Hechos de los Apóstoles (10,4), refiriéndose probable y precisamente a este suceso. Pero, pasemos sin más al segundo cuadro, en el que tendremos que paramos más largamente. Se trata de un diálogo a cuatro ojos entre Jesús y Pedro, que queremos escuchar como si se desarrollase, ahora, delante de nosotros: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». «Apacienta mis corderos... Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». «Pastorea mis ovejas... Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Llegados a este punto, Pedro entiende por qué Jesús le pide por tercera vez si lo ama: quiere darle la posibilidad de cancelar su triple negación durante la pasión. Y si a las dos primeras preguntas ha respondido inmediatamente, pero, tal vez un poco superficialmente: «sí, Señor, tú sabes que te quiero», ahora reflexiona dentro sí mismo, toma conciencia de lo que ha hecho y de la increíble posibilidad que el Maestro le ofrece. La tercera respuesta es la única verdadera y consciente, porque viene de un corazón contrito y humillado: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Jesús concluye diciéndole a Pedro, por tercera vez: «Apacienta mis ovejas». Con estas palabras le confiere a Pedro, de hecho, según la interpretación católica, y también a sus sucesores, el deber supremo y universal de pastorear el rebaño de Cristo. Le confiere el primado, que le había prometido cuando le había dicho: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia... A ti te 21 Domingo III de Pascua (C) daré las llaves del Reino de los Cielos» (Mateo 16, 18-19). Entonces, los verbos estaban en futuro; ahora están en presente: «Apacienta». Lo que más emociona de esta página del Evangelio es que Jesús permanece fiel a la promesa hecha a Pedro, no obstante que Pedro le hubiese sido infiel a la promesa hecha a Jesús: «Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré» (Mateo 26, 35). Dios siempre da a los hombres una segunda posibilidad; frecuentemente, hasta una tercera, una cuarta e infinitas posibilidades. No tacha de su libro a las personas ante su primer error. Entretanto, ¿qué sucede? La confianza y el perdón del Maestro han hecho de Pedro una persona nueva, fuerte, fiel hasta la muerte. Él ha apacentado el rebaño de Cristo en los difíciles momentos de sus comienzos, cuando era necesario salir de Galilea y lanzarse a correr por los caminos del mundo. Finalmente, estará en disposición de mantener su promesa de dar la vida por Cristo. En el tiempo de la primera persecución de Nerón, efectivamente, dará la vida por el Maestro, dejándose crucificar con la cabeza hacia abajo según la tradición. Si aprendiésemos la lección contenida en el actuar de Cristo con Pedro, dando confianza a quienquiera, también después de que se haya equivocado una vez ¡cuántas personas derrotadas y marginadas habría menos en el mundo! Pero, no hemos agotado con esto toda la enseñanza contenida en el diálogo entre Jesús y Pedro. De todo ello el apóstol ha aprendido una cosa esencial. El suyo será un «servicio de amor». Jesús no le ha encargado un rebaño sobre el que dominar sino al que servir. El rebaño es y permanece de Cristo. «Apacienta mis ovejas». Él solamente debe apacentadas, ponerse a su servicio. Antes de conferir a Pedro el deber de pastor, Jesús ha hecho lo que haría hoy un buen propietario de una hacienda al designar a su administrador-delegado. Le ha aleccionado bien sobre las residencias y las competencias de su oficio: «El buen pastor conoce a sus ovejas; las conduce fuera; camina delante de ellas; ofrece la vida por las ovejas» (cfr. Juan 10, 3-11). De ahí que haya dicho: «Si uno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Marcos 9, 35). En su libro, Don y Misterio, escrito con ocasión del 50° aniversario de su ordenación sacerdotal, Juan Pablo II expresa con una imagen vigorosa este sentido de la autoridad en la Iglesia. Se trata de algunos versos compuestos por él mismo durante el tiempo del Concilio, cuando él todavía no era el sucesor de Pedro: «Eres tú, Pedro. Quieres ser aquí el Pavimento sobre el que caminan los demás... para alcanzar allá donde tu guías sus pasos ¡como la roca sostienes el duro calzado de sandalias de un rebaño! » Los jefes de las naciones caminan sobre alfombras; la cabeza de la Iglesia debe ser como una alfombra sobre la que caminen los demás. Y hoy, gracias a Dios, frecuentemente es precisamente así. Pero, también, la palabra «servicio» no lo expresa todo. Muchos dicen que están «en servicio»: el policía está de servicio, el soldado presta el servicio militar, el comerciante sirve a sus clientes... Aquí se trata de un servicio diferente: no de intereses o de obligaciones sino de amor. Amor, ante todo, por Cristo. «¿Me amas? ¡Apacienta mis ovejas!» Jesús hace consistir el amor para con él en el servir a los demás. No quiere ser él quien reciba los frutos de este amor sino que quiere que sean sus ovejas. Él es el destinatario del amor de Pedro; pero, no el beneficiario. Es como si le dijese: «Considero como hecho a mí lo que harás a mi rebaño». Pero, en este punto, es claro que el diálogo entre Jesús y Pedro viene trasladado a la vida de cada uno de nosotros. San Agustín, comentando este fragmento evangélico, dice: «Interrogando a Pedro, Jesús nos interrogaba también a cada uno de nosotros» (Sermón 229). La pregunta: «¿Me amas» 22 Domingo III de Pascua (C) está dirigida a cada discípulo. El cristianismo no es un conjunto de doctrinas y de prácticas, es algo mucho más íntimo y profundo. Es una relación de amistad con la persona de Jesucristo. Así, al menos, lo concibe Jesús cuando dice: «Ya no os llamo siervos sino amigos» (cfr. Juan 15, 15). Es significativo que Jesús sólo ahora plantee la pregunta: «¿Me amas?» Tantas veces durante su vida terrena había preguntado a las personas: «¿Crees tú?», pero nunca: «¿Me amas?» Lo hace sólo ahora, después de que con su pasión y muerte ha dado la prueba de cuánto nos ha amado él. También, nuestro amor por Cristo, como el de Pedro, no debe permanecer como un hecho intimista y sentimental. Se debe expresar en el servicio a los demás, en hacer el bien al prójimo. «¿Me amas?», dice Jesús a un padre y a una madre: cuida de tus hijos, que también son mis hijos. No sólo de su salud física, sino también de su salud moral. «¿Me amas», dice a alguien que ofrece trabajo: sé justo y respetuoso con tus dependientes. «¿Me amas?», nos dice a nosotros los sacerdotes: escucha, consuela, anima, perdona a la gente, estate cerca de quien está de luto, de quien sufre. Si no puedes de otro modo, hazlo con la oración. «¿Me amas?», dice a quien ha recibido una ofensa: ¡perdona! «¿Me amas?», dice a cada uno de nosotros: ¡guarda mis mandamientos! _________________________ PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes) Hacer todo por amor de Dios «¿Me amas? Qué pregunta tan profunda nos hace el Señor. Y todos deberíamos de darle una respuesta, pero no sin antes meditarla, porque Dios nos ha creado para amar y para amarnos. Ese es el fin de nuestra existencia. Y Jesús ha venido a enseñarnos. Nos ha dado un nuevo mandamiento: amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Y nos ha dejado ejemplo, dando la vida por nosotros en la cruz, pagando el precio de nuestro rescate, derramando su sangre hasta la última gota, despojándose de todo, hasta de sí mismo, equiparando su amor por los hombres al valor infinito de la vida del Hijo de Dios. Y en esa pregunta revela también la misión del Papa, a quien pone al frente de su familia, que es la santa Iglesia: establecer la paz entre su rebaño, dirigiéndolo, fomentando la unidad, manifestando su amor a Dios a través del martirio de amor por el prójimo. Pregúntate si tú verdaderamente amas a Dios por sobre todas las cosas, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas; si lo demuestras amando al prójimo tanto como te amas a ti mismo, y si te sientes capaz de dar la vida por Cristo. Respóndele al Señor no sólo con palabras, sino con obras, permaneciendo unido al Papa, rezando por él, por los obispos y sacerdotes, y por toda la Iglesia, pidiendo al Espíritu Santo sus dones, frutos y carismas, trabajando por la paz, y haciendo todo por amor de Dios». _________________________ FLUVIUM (www.fluvium.org) Habitual confianza del cristiano 23 Domingo III de Pascua (C) Sin dejar las escenas pascuales de la vida del Señor, seguimos aprendiendo de Él y de sus Apóstoles y fomentamos la virtud de la esperanza, por la que estamos seguros de la gloria eterna y de la felicidad en este mundo si, apoyados en la fe, le somos fieles. Conviene que en nuestra relación con Dios, que debe ser continua –lo corriente en nuestra vida–, queramos habituarnos a sucesos extraordinarios, vistas las cosas con ojos solamente humanos. Así lo ha querido el Señor, que ha enviado a sus apóstoles –a cuantos deseamos serle fieles– en medio de todos los afanes e intereses humanos para que triunfemos en su nombre. No es posible que trabajando con el Señor seamos vencidos por los poderes del mundo, como no es posible que el tiempo domine a la eternidad, ni la materia al espíritu que la ideó. Aún después de la Resurrección sigue Jesús inculcando en sus Apóstoles el convencimiento de que tienen garantizada la victoria sobre toda fuerza que se oponga a su señorío. Ya ha vencido a la muerte, pero este milagro, con ser el más clamoroso y extraordinario, no es un hecho aislado. La fuerza de su poder permanece inalterable aunque pareciera, pocos días antes, que era vulnerable como cualquiera. Para que se manifieste por las manos de ellos el poder de Dios basta la confianza. Siendo dóciles a Jesús y no dudando, que es tanto como actuar convencidos de hacerlo en nombre de Dios, está asegurado el triunfo. No importa el desaliento por haberse fatigado sin éxito en el tiempo oportuno. No importa que el lugar –junto a la orilla– sea el menos propicio para la pesca. ¿Por qué a la derecha? Porque es lo que quiere Dios, Señor del mundo, que quiere actuar por sus hijos amados y que ellos triunfen y se gocen con Él. Y, no se rompe la red por extraño que parezca. Y son todos peces grandes, contados – los que Dios quiso–, aprovechables. Es el momento de renovar la fe, de confirmarse en la certeza indudable –de otras veces– de sentir la fuerza de Dios. Es el momento de proponerse de nuevo, más definitivamente, la confianza y la fidelidad, aunque vuelva a parecer claro –vistas las cosas humanamente– que de lo que se trata es de seguir criterios “prácticos”: la propia experiencia, el consejo de los “expertos”... Y, junto a la fe, el arrepentimiento. Pedimos perdón porque hemos dudado, porque hemos confiado más en nosotros mismos y en los demás que en el poder de Dios y en su bondad, mil veces probados ya en la historia. Nos arrepentimos de reclamar continuamente pruebas, como aquellos otros judíos, extraordinarias, que se salgan espectacularmente de lo normal, como condición para confiar en Él. ¡Que el orgullo herido no nos impida volver a Dios! ¡Seamos como Pedro!: obediente al Maestro, llena sus redes en un instante tras una noche entera de esfuerzo suyo tan experto como inútil. No le importa su pobre condición, que Otro le haya enseñado a pescar, a él, profesional de la pesca. Acepta humilde la realidad, la clara verdad de su pequeñez, frente a la majestad divina de Jesús, que lo recibe en la orilla y, poco después, confía tanto en él, a pesar de sus pecados, que lo confirma a la cabeza de su Iglesia. Bienaventurada tú que has creído, dice Isabel a María, porque se cumplirá lo que se te ha dicho de parte del Señor. Con cada cristiano cuenta Dios para la extensión de su Reino en el mundo. No dudemos más. Obedezcamos hasta en el detalle como Pedro, para que a través de cada uno actúe Dios y nos gocemos con los frutos. _____________________ 24 Domingo III de Pascua (C) PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar) El ministerio de Pedro en la Iglesia En estos domingos después de Pascua, la liturgia nos hace leer, uno tras otro, un fragmento de los Hechos de los Apóstoles y un trozo del Apocalipsis; el primero nos describe los primeros pasos de la Iglesia en la historia, el segundo la Iglesia que vive más allá de la historia, en adoración eterna frente al Cordero (la primera lectura está ambientada en la ciudad de Jerusalén, la segunda en la Jerusalén celeste). Este enfoque es muy importante y sugestivo: nos permite contemplar al mismo tiempo el camino y la meta, la Iglesia de ahora y la Iglesia del fin. Es como si, cada domingo, la liturgia nos hiciera subir, como Moisés, al monte Nebo para ver “de lejos” la tierra prometida (cf. Deut. 32, 48 ssq.). Todavía estamos en la Iglesia peregrina y debemos ocuparnos sobre todo de las cosas que tienen que ver con esta “nuestra” Iglesia. El Evangelio de hoy nos dice una cosa importantísima en cuanto a la Iglesia de aquí abajo: nos dice que tiene una guía y un pastor establecido por Dios; nos habla, en suma, del ministerio de Pedro en la Iglesia. Resulta difícil decir todas las reflexiones que suscita este fragmento evangélico; tratemos por lo menos de desarrollar algunas. En primer lugar, este ministerio no puede referirse solamente a la “persona” de Pedro; si continúa la función —la grey para apacentar— debe continuar también el ministerio y por lo tanto se habla de Pedro, pero también del sucesor de Pedro que, para nosotros los católicos, es el papa en tanto Obispo de Roma. ¿Qué se dice del ministerio de Pedro? Lo esencial está con tenido en estas tres frases: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Él le respondió: Sí Señor, tú sabes que te quiero. Apacienta mis ovejas. Este trozo es paralelo al famoso texto de Mateo 16,17-19, que habla del primado de Pedro; pero mientras allí —en Cesarea de Filippo— ese primado está ligado a una profesión de fe (Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo) aquí está ligado a una profesión de amor (Tú sabes que te quiero). El de Pedro no es un encargo, un ministerio como cualquier otro: es una representación; debe representar en medio de la Iglesia y para la Iglesia la presencia del Resucitado, de aquel que dio la vida por las ovejas, que “estuvo muerto pero ahora está vivo”. Por lo tanto, Pedro es realmente “vicarius amoris Christi”, el que hace visible el amor con el cual Jesús amó a su Esposa; por eso, no dice: ¿Pedro, amas a éstas? sino, ¿Pedro me amas? Las ovejas no son confiadas al amor que Pedro puede tener (¡O no tener!) por ellas, sino al amor de Cristo que pasa y se expresa a través de Pedro. Decía: representación; pero se trata de una representación también especial, porque la persona representada —Cristo— no está ausente; resucitó, está vivo y es él mismo, con su Espíritu, la guía interior de la Iglesia que sigue estando con nosotros “hasta el fin del mundo”. No hay ninguna “alienación” de la grey: las ovejas siguen con Jesús (¡Apacienta “mis” ovejas!). Él mismo es el centro de unidad y el fuego de convergencia de todos los redimidos. Pedro no representa a un muerto, sino a un vivo; no a un ausente, sino a un presente. Por lo tanto, más que un representante, o un vicario, es un signo de Cristo; su función es hacer visible esa guía interior del Espíritu y expresar la unidad de todos los carismas y de todos los ministerios en la edificación del único cuerpo de Cristo (cf. 1 Coro 12. 4ssq.; Ef. 4,11 ssq.). No debe asombramos que el signo elegido para algo tan grande sea tan pequeño: un hombre con los límites de cualquier hombre, aunque sea un santo (¡también el agua del Bautismo, y el pan de la Eucaristía son signos tan desproporcionados!). Está dentro del estilo de Dios obtener efectos extraordinarios con medios muy humildes, para que se vea que la potencia viene de él (d. 2 Cor. 3,5) y que “ningún hombre pueda gloriarse delante de Dios” (cf. 1 Cor. 1,29). Hay una profunda diferencia entre el modo de mirar al papa de los creyentes católicos y el de los no creyentes, los así llamados “laicos”: 25 Domingo III de Pascua (C) sólo estos últimos, sin darse cuenta, corren el riesgo de convertir al papa en mito y caer en el fanatismo o el divismo que reprochan a los creyentes, porque ellos lo juzgan del mismo modo que un poderoso de la tierra, mientras que para los creyentes, como toda la grandeza del papa procede de Jesús, todo el honor va a Jesús (cuando no es así, es porque han hecho propio, incautamente, el juicio del mundo). La autoridad de Pedro y sus sucesores, que realmente existe y es grandísima (Te daré las llaves del reino de los cielos...) es una autoridad que brota del amor (¿Me amas?) y Jesús reveló anticipadamente, con una palabra, cómo se llama y cómo se ejercita una autoridad que brota del amor: ¡Servicio! Yo —¡el Maestro, el Señor, el Pastor!— estoy entre ustedes como el que sirve (Lc. 22,27). Es cierto: el papa es “el siervo de los siervos de Dios” y no sólo de los siervos de Dios, si con esta expresión entendemos los creyentes bautizados; Jesús, tiene de hecho otras ovejas “que no son de este corral” (cf. Jn. 10,16): el papa es siervo también de los no creyentes, en el sentido de que debe echar sus redes también a él, buscarlos y ofrecerles la imagen de Cristo que los ama y vino también para ellos. Cristo es de todos y por ende también el papa es de todos; nadie puede instrumentalizarlo para sí. Esto nos lleva a descubrir otras cosas en el texto evangélico: ¿cómo debe ejercitarse en concreto el ministerio de Pedro? El episodio evangélico contiene en relieve dos verbos: “pescar” (Echar las redes) y “pacer” (Apacienta mis ovejas); se trata de dos operaciones que, también en el Evangelio de hoy, aparecen sucesivamente: Pedro debe apacentar a los que pescó, o sea, debe nutrir con la doctrina y los sacramentos a aquellos que se convirtieron al Evangelio. En cuanto a lo segundo —el apacentar y el oficio de los pastores— la liturgia nos permite volver sobre esto en tres ocasiones (véase domingo 4° del Tiempo ordinario); limitémonos hoy al primer oficio de Pedro: el de ser pescador. Pedro y sus sucesores echan las redes cuando proclaman la palabra de la verdad que es el Evangelio de la salvación. Desde este punto de vista, la primera lectura nos hace ver el ministerio de Pedro en acción: proclama, con extremo coraje, el kerygma pascual de la cual de la muerteresurrección de Cristo, denunciando el pecado del mundo (Ustedes lo mataron) y llamando, al mismo tiempo, a la gente a la conversión. El deber primero y fundamental de Pedro es por lo tanto el testimonio que debe dar a Jesús en Espíritu y potencia: De estos hechos somos testigos nosotros y el Espíritu Santo. Más tarde, aflorará en la Iglesia otro deber ligado al anterior: el de velar por la autenticidad y la exactitud del testimonio relativo a Jesús: ¡la ortodoxia, y, por lo tanto, el magisterio! Pero lo más importante —no habría que olvidarlo— es, y sigue siendo, lo primero: dar testimonio de que Jesús resucitó y es Señor; o sea prolongar a lo largo de los siglos el testimonio dado a Jesús en Cesarea de Filippo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo (Mt. 16,16). Así como este testimonio encontró oposición entonces (Nosotros les habíamos prohibido expresamente predicar en ese Nombre), también hoy lo encuentra; el “mundo” se altera por la proclamación de la Potestad de Cristo porque ésta relativiza y pone en crisis todos sus distintos señoríos o idolatrías; en cuanto el sucesor de Pedro pronuncia un “Non licet” en nombre de los principios evangélicos (como ocurrió con el aborto y otros problemas), asistimos puntualmente, especialmente en la prensa, a un brusco paso del ¡Hosanna! al ¡Crucifixión! El testimonio de Pedro, como el de Jesús, es un testimonio “que es signo de contradicción” (cf. Lc. 2, 34) y por eso tiende, por su naturaleza, al martirio, como le hace comprender el mismo Jesús a Pedro al final del Evangelio de hoy. Es necesario recordar continuamente las palabras de Pedro: Hay que obedecer (y complacer) a Dios antes que a los hombres. Una cosa importante sobre el ministerio de Pedro, que deriva tanto del Evangelio como de la 26 Domingo III de Pascua (C) primera lectura, es ésta: Pedro no es el único que pesca y apacienta: con él están los otros apóstoles: Simón Pedro les dijo: “Voy a pescar”. Ellos (los otros apóstoles) le respondieron: “Vamos también nosotros”. En la primera lectura, leemos: Pedro, junto con los Apóstoles, respondió... Pedro es el jefe del colegio apostólico; habla y actúa casi siempre en nombre de todos los demás. Hoy, todo esto se expresa en el redescubrimiento de la colegialidad de los obispos: “Así como San Pedro y los demás apóstoles constituyen, por voluntad del Señor, un Único colegio apostólico, del mismo modo el Romano Pontífice, sucesor de Pedro y los Obispos, sucesores de los apóstoles, están unidos entre sí” (Lumen Gentium, 22). Unidos en el ejercicio del triple oficio pastoral: de enseñar, santificar y gobernar la grey de Cristo (ibid. 24-27). Y no sólo teóricamente, a nivel de principios, sino también concretamente, a través de las formas de colaboración y de corresponsabilidad que se van constituyendo en la Iglesia (Conferencias episcopales, Sínodo de los Obispos, etc.). Frente al Evangelio de hoy, no podemos hablar del ministerio de Pedro sin hablar también del de Juan. Tres veces, por lo menos, encontramos en el Evangelio un acercamiento misterioso entre los dos apóstoles: en la última Cena, Pedro necesita volverse al discípulo que Jesús amaba para saber quién lo traicionará (cf. Jn. 13, 23ssq.); el día de Pascua, los dos corren al sepulcro, el discípulo que Jesús amaba corre más rápido, pero espera a Pedro antes de entrar (cf. Jn. 20,2ssq.); en el Evangelio de hoy el mismo discípulo es el primero en reconocer al Señor, pero es Pedro el que va primero hacia él; a uno Jesús le dice: Sígueme, del otro: Quiero que él se quede. Esta insistencia no puede ser casual; hay un misterio; ya San Agustín lo había entendido y se había esforzado por explicarlo; Pedro y Juan representan las dos caras de la Iglesia: la Iglesia que lucha y se esfuerza (vida activa) y la Iglesia que contempla (vida contemplativa): “La Iglesia conoce dos vidas: una en el esfuerzo, la otra en el reposo; una a lo largo del camino, la otra quieta; una en el trabajo de la acción, la otra en el premio de la contemplación... La primera está simbolizada en el apóstol Pedro, la otra, en Juan” (san Agustin, Tract. in Io. 124,5). Aplicando esta distinción a la Iglesia concreta de aquí abajo, podemos hablar de una Iglesia que difunde el Reino y una Iglesia que anticipa el Reino y, por ende, de la misión y de la profecía en la Iglesia. La intención —que de alguna manera se remonta ciertamente al evangelista Juan— es sacar a la luz la relación entre jerarquía y santidad en la Iglesia, entre la Iglesia ministerial y la Iglesia del amor. El primado —decía ya san Agustín— es de la contemplación y por lo tanto, del amor, de la santidad (“Los más grandes en el reino de los cielos no son los ministros sino los santos”, leemos en el “Documento sobre el sacerdocio de la mujer”). Pero la santidad es para la Iglesia, y por ende, en esta vida, está, de alguna manera, sometida al ministerio que preside la unidad de la Iglesia; por eso, Juan espera a Pedro antes de ingresar en la tumba vacía como le habría sugerido el corazón. Y así toda la Iglesia cree en la resurrección. Por eso Ignacio de Antioquía define a la Iglesia de Roma como “la que preside el banquete” (Ep. ad Rom. inscr.), o sea, que preside toda la Iglesia que encuentra en el amor su fundamento y su esencia. Por eso, los más grandes místicos y carismáticos se sintieron siempre “hijos de la Iglesia”, ligados por afecto y obediencia profundos al sucesor de Pedro. Y sin embargo no se puede insistir en una dirección sola, por ende, en la dependencia de la santidad respecto del ministerio; es necesario insistir también en la dependencia del ministerio respecto de la santidad. El ministerio es en función de la santidad, como lo que pasa es en función de lo que queda y la Iglesia presente en función de la Jerusalén celestial. Es necesario incrementar esa interdependencia: Pedro necesita a Juan que tiene la cabeza sobre el corazón de Cristo para saber los deseos de Cristo mismo; Juan es el profeta que escucha y luego refiere “lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Apoc. 2.7). Sin esta escucha recíproca, la vida de la Iglesia sufre. Digamos también la 27 Domingo III de Pascua (C) palabra que a esta altura ya no debería prestarse a equívocos: es necesario integrar entre sí carismas y ministerios, autoridad y santidad, para que la Iglesia, por un lado, reciba proféticamente “lo nuevo” de Dios en la historia, y, por el otro, sepa integrarlo a lo antiguo, para una riqueza y una belleza siempre mayores de la Esposa. En aquel texto, San Agustín, advertía: “Que nadie divida a estos dos apóstoles... Fue ventajoso para todos los fieles que Pedro recibiera la potestad de unir y separar los pecados; y al mismo tiempo fue para conducir a los mismos fieles al puerto tranquilo de esa vida íntima y secreta que Juan descansó sobre el pecho de Cristo” (ibid. 124,7). Pedro y Juan son constantemente recordados en el Nuevo Testamento como los discípulos distintos, y sin embargo siempre juntos (cf. Lc. 22,8; Hech. 3,1; 4,13; 8,14). La distinción no es tanto de personas (uno puede ser contemplativo y carismático pese a estar constituido en autoridad), sino de funciones. Ahora sabemos qué gran significado se ocultaba en ese acercamiento, señalado al comienzo, entre la lectura de los Hechos y la del Apocalipsis; ahora, al pasar a la Eucaristía, anticipamos el fin; estamos frente al trono del Cordero y hacemos eco a lo que se canta allí arriba: El Cordero que fue inmolado es digno de recibir poder y riqueza, sabiduría y fuerza, honor, gloria y bendición. _________________________ BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org) Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II Homilía en la parroquia romana de San Felipe Apóstol (17-IV-1983) – Cristo triunfa sobre el pecado y la muerte Qué quiere decir ser cristiano. Deseo llamar vuestra atención sobre tres expresiones de las lecturas bíblicas de la liturgia de hoy. La primera de estas frases se encuentra en el Evangelio de San Juan: “¡Es el Señor!”. Así dice a Pedro “el discípulo que Jesús tanto quería” (21,7), como sabemos por el Evangelio. Y lo dice cuando, afanados en la pesca en el lago de Genesaret, oyeron una voz bien conocida que les llegaba desde la orilla. El personaje aparecido en la orilla les pregunta primero: “¿No tenéis nada que comer?” (21,5), y cuando contestan “no”, les manda que echen la red a la derecha de la barca (cf.21,6). Se verifica el mismo hecho que había tenido lugar ya una vez cuando Jesús de Nazaret se hallaba en la barca de Pedro en el lago de Tiberiades. Entonces les mandó que echaran las redes para pescar y –si bien no habían cogido nada antes– la red se llenó de peces hasta el punto que no podían sacarla (cfr. Lc 5,1-11). Esta vez dice Juan: “¡Es el Señor!”. Y lo dice después de la resurrección; por ello esta frase reviste un significado particular. Jesús de Nazaret había manifestado ya su dominio sobre lo creado cuando estaba con los Apóstoles como “guía” y “Maestro”. Pero en los inolvidables días transcurridos entre el Viernes Santo y la mañana del “día después del sábado”, reveló su dominio absoluto sobre la muerte. Es decir, que ahora se acerca a los Apóstoles en el lago de Genesaret como el Señor de su propia muerte. Ha vencido la muerte padecida en la Cruz, ¡y vive! Vive con su propia vida, con una vida que es la misma que antes y, a la vez, de tipo nuevo. 28 Domingo III de Pascua (C) A esto se refieren las palabras “es el Señor”. Estas palabras las pronunciaron los labios de los Apóstoles. La pronunció la primera generación de cristianos y después todas las generaciones sucesivas. También nosotros pronunciamos las palabras: “El Señor, Cristo-Señor”. Es Aquel que ha revelado en cuanto hombre un tremendo aspecto del poder divino, el poder sobre la muerte. – Testigos de la verdad que salva La segunda expresión de la liturgia de hoy hacia la que quiero atraer vuestra atención es la palabra “obedecer”: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29). Así se expresan Pedro y los Apóstoles ante el Sumo Sacerdote y el Sanedrín cuando estos les ordenaban que no continuaran enseñando en el nombre de Jesucristo (Hch 5,27-28). De la respuesta de Pedro es preciso deducir que “obedecer” quiere decir “someterse a causa de la verdad” o simplemente “someterse a la verdad”. Esta verdad, la verdad salvífica, está contenida en la misión de Cristo. Está contenida en la enseñanza de Cristo. Dios mismo la ha confirmado con la resurrección de Cristo. “La diestra de Dios lo exaltó para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen” (Hch 5,31-32). Nosotros damos testimonio de esta verdad que Dios nos ha permitido conocer con nuestros ojos. Damos testimonio de esta verdad y no podemos obrar de otro modo. Es menester obedecer a Dios antes que a los hombres. – Jesús llama: “Sígueme” La tercera expresión de la liturgia de hoy es la palabra “sígueme” (Jn 21,19). Cristo Señor la dirige a Simón Pedro de modo definitivo después de la resurrección. Antes ya le había llamado y le había hecho Apóstol; pero ahora, después de la resurrección, le vuelve a llamar. Primero hace esta pregunta tres veces a Pedro: “¿Me amas?”, y recibe la contestación. Tres veces la repite: “Apacienta mis corderos”, “Apacienta mis ovejas” (cfr. Jn 21,15-17). Y Cristo añade a continuación: “Te lo aseguro, cuando eras joven tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras” (Jn 21,18). Así habló Cristo Señor a Simón Pedro. Y el Evangelista prosigue: “Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios” (Jn 21,19). Y precisamente tras estas palabras, tras esta explicación, Cristo dice a Pedro “sígueme”. En cierto sentido fue como llamado a Roma, a este lugar donde Pedro iba a dar la vida por Cristo. Son tres frases de la liturgia de hoy: “Es el Señor”. “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”, “Sígueme”. Conviene que meditemos sobre ella dentro de nuestro corazón y de nuestra conciencia. Cada una de ellas nos indica qué quiere decir ser cristiano. El tiempo de Pascua nos obliga a responder con fe renovada a este reto concreto: Cristo ha resucitado y yo soy cristiano. Dios nos ha amado en Cristo Jesús no sólo de palabra, sino con el don tangible de su Hijo (cfr. Jn 3,16). Al mismo tiempo se nos recuerda el valor destructor del pecado, o sea, de nuestro alejamiento del Dios de la vida. “Ha resucitado Cristo, el que ha creado el mundo y ha salvado a los hombres con su misericordia. Aleluya” (Canto del Evangelio). 29 Domingo III de Pascua (C) *** Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva En el almuerzo que siguió a esta segunda pesca milagrosa, Jesús sostuvo un diálogo con Pedro que comenzó con esta pregunta que también nos hace a cada uno en esta Eucaristía: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”. Esto es, ¿más que nadie y que a nadie? Pedro no era alguien dotado de una gran cabeza, pero poseía algo infinitamente más valioso y envidiable: tenía un corazón enorme, era profundamente humano. Por eso, su respuesta, atemperada ahora por el dolor –las lágrimas enseñan muchas cosas– es realmente hermosa: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. No dice cuánto sea su afecto ni si es de mayor calidad que el de otros, porque el Señor conoce sobradamente lo que hay en el corazón de toda criatura. Tras una breve indicación, Jesús insiste por tres veces en la misma pregunta. Esta insistencia de Cristo, que no ha apartado su penetrante mirada del discípulo escuece a Pedro que se entristeció “de que le preguntara por tercera vez si lo quería”. En esos ojos que están clavados en él, que le quieren, le exigen, le acosan, porque el amor es pasión, locura, Pedro está viendo el agua que apaga la sed del corazón humano, el pan que alimenta y da la vida, un corazón que ama con una pasión infinita, un amigo verdadero, y, comprendiendo que una ofensa cometida en un momento de debilidad no es razón para dejar de querer a quien tanto se ha amado, contestó: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”. Es un diálogo extraordinario, del que debemos hacernos protagonistas, no dilatando la confesión de nuestras faltas o abandonando el trato y el compromiso con el Señor cuando no nos hemos portado bien, porque Jesús añadió: “Apacienta mis ovejas”. ¿Me amas? ¡Bien! ¡Cuida de los míos! ¡Preocúpate de los demás! ¡Siente como tuyos los problemas de mi Iglesia! Nada de lo que concierne a los demás nos debe resultar indiferente, porque los demás son hijos de Dios. Son mi mujer, mi marido, mis hijos, mis familiares, mis buenos amigos..., por cada uno de ellos Jesucristo derramó su sangre. Cada uno de nosotros ha de sentir la responsabilidad de sostenerse y sostener a los que tiene a su alrededor. Tenemos obligación grave de no privar a quienes están cerca de la ayuda de nuestra oración, del buen ejemplo, del servicio desinteresado. Todos deberíamos hacer nuestro aquel grito del Apóstol. “¿Quién enferma, que yo no enferme con él?” (2 Co 11,29). *** Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica «¡Es el Señor!» I. LA PALABRA DE DIOS Hch 5, 27b-32.40b-41: Testigo de esto somos nosotros y el Espíritu Santo Sal 29,2 y 4.5 y 6.11 y 12a y 13b: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado (o Aleluya) Ap 5, 11-14: Digno es el Cordero degollado de recibir el poder y la alabanza Jn 21, 1-19: Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio; lo mismo el pescado II. LA FE DE LA IGLESIA «Con mucha frecuencia, en los evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole “Señor”... En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: “Señor mío y Dios mío”... 30 Domingo III de Pascua (C) Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propia de la tradición cristiana: “¡Es el Señor!” (Jn 21, 7)» (448). «El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella... lo instituyó pastor de todo el rebaño... Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los obispos bajo el primado del Papa» (881 y 765). III. TESTIMONIO CRISTIANO «... no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (MR, Prefacio de los apóstoles)» (857). IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA A. Apunte bíblico-litúrgico La Resurrección «acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío [Domingo de Pascua] y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado [Domingos II y III], no por ello... pertenece menos al centro del Misterio de la fe...Por eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf Jn 14, 22) sino a sus discípulos, “a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo” (Hch 13, 31)» (647). También en esta perícopa hay que tomar conciencia de la riqueza del anuncio evangélico: la presencia peculiar del Resucitado (cf 645), el banquete del Pez y del Pan, símbolos primitivos eucarísticos, el descubrimiento del Señor por los discípulos pero manteniendo El su misterio, la misión de Pedro en la Iglesia y su futuro martirial. (Cf Liturgia de las Horas II, 778-780). B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica La fe: Sentido y alcance salvífico de la Resurrección: 651-655. El ministerio de Pedro en la Iglesia: 553 (también 551-552). La respuesta: El encuentro con el Señor resucitado en la Iglesia por la oración: 2626-2643. Toda la Iglesia es apostólica: 863-865. C. Otras sugerencias Pascua es el Tiempo del gozo profundo, de la alegría desbordante y de la paz del corazón. El deseo de felicidad «es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia El, el único que lo puede satisfacer... Dios nos llama a su propia bienaventuranza... a cada uno... al conjunto de la Iglesia» (cf 1718). ___________________________ HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org) Constancia en el apostolado (Viernes de la Octava de Pascua) – La pesca milagrosa. Junto al Señor, los frutos son siempre abundantes. Distinguir al Señor en medio de los acontecimientos de la vida. 31 Domingo III de Pascua (C) I. Jesucristo... es la piedra angular: ningún otro puede salvar; bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos1. Los Apóstoles han marchado de Jerusalén a Galilea, como les había indicado el Señor2. Están junto al lago: en el mismo lugar o en otro semejante donde un día los encontró Jesús y los invitó a seguirle. Ahora han vuelto a su antigua profesión, la que tenían cuando el Señor los llamó. Jesús los halla de nuevo en su tarea. Acaeció así: estaban juntos Simón Pedro y Tomás, llamado Dídimo, Natanael, que era de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos3. Son siete en total. Es la hora del crepúsculo. Otras barcas han salido ya para la pesca. Entonces, les dijo Simón Pedro: Voy a pescar. Le contestaron: Vamos también nosotros contigo. Salieron, pues, y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada. Al alba, se presentó Jesús en la orilla. Jesús resucitado va en busca de los suyos para fortalecerlos en la fe y en su amistad, y para seguir explicándoles la gran misión que les espera. Los discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús, no acaban de reconocerle. Están a unos doscientos codos, a unos cien metros. A esa distancia, entre dos luces, no distinguen bien los rasgos de un hombre, pero pueden oírle cuando levanta la voz. ¿Tenéis algo que comer?, les pregunta el Señor. Le contestaron: No. Él les dijo: Echad la red a la derecha de la barca, y encontraréis. Y Pedro obedece: La echaron y ya no podían sacarla por la gran cantidad de peces. Juan confirma la certeza interior de Pedro. Inclinándose hacia él, le dijo: ¡Es el Señor! Pedro, que se ha estado conteniendo hasta este momento, salta como impulsado por un resorte. No espera a que las barcas lleguen a la orilla. Al oír Simón Pedro que era el Señor, se ciñó la túnica y se echó al mar. Los otros discípulos vinieron en la barca, pues no estaban lejos de tierra, sino a doscientos codos, arrastrando la red con los peces. El amor de Juan distinguió inmediatamente al Señor en la orilla: ¡Es el Señor! El amor, el amor lo ve de lejos. El amor es el primero que capta esas delicadezas. Aquel Apóstol adolescente, con el firme cariño que siente hacia Jesús, porque quería a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca, exclamó: ¡es el Señor!4. Por la noche –por su cuenta–, en ausencia de Cristo habían trabajado inútilmente. Han perdido el tiempo. Por la mañana, con la luz, cuando Jesús está presente, cuando ilumina con su Palabra, cuando orienta la faena, las redes llegan repletas a la orilla. En cada día nuestro ocurre lo mismo. En ausencia de Cristo, el día es noche; el trabajo, estéril: una noche más, una noche vacía, un día más en la vida. Nuestros esfuerzos no bastan, necesitamos a Dios para que den fruto. Junto a Cristo, cuando le tenemos presente, los días se enriquecen. El dolor, la enfermedad, se convierten en un tesoro que permanece más allá de la muerte; la convivencia con quienes nos rodean se torna junto a Jesús un mundo de posibilidades de hacer el bien: pormenores de atención, aliento, cordialidad, petición por los demás... El drama de un cristiano comienza cuando no ve a Cristo en su vida; cuando por la tibieza, el pecado o la soberbia se nubla su horizonte; cuando se hacen las cosas como si no estuviera Jesús junto a nosotros, como si no hubiera resucitado. Debemos pedirle mucho a la Virgen que sepamos distinguir al Señor en medio de los acontecimientos de la vida; que podamos decir muchas veces: ¡Es el Señor! Y esto, en el dolor y en 1 Primera lectura. Hch 4, 12. Cfr. Mt 28, 7. 3 Jn 21, 2 y ss. 4 San Josemaría, Amigos de Dios, 266. 2 32 Domingo III de Pascua (C) la alegría, en cualquier circunstancia. Junto a Cristo, cerca siempre de Él, seremos apóstoles, en medio del mundo, en todos los ambientes y situaciones5. – El apostolado supone un trabajo paciente. II. Cuando descendieron a tierra vieron unas brasas preparadas, un pez puesto encima y pan. Jesús les dijo: Traed algunos de los peces que habéis pescado ahora. Subió Simón Pedro y sacó a tierra la red llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y aunque eran tantos no se rompió la red. Los Santos Padres han comentado con frecuencia este episodio diciendo que la barca representa a la Iglesia, cuya unidad está simbolizada por la red que no se rompe; el mar es el mundo; Pedro, en la barca, simboliza la suprema autoridad de la Iglesia; el número de peces significa los llamados6. Nosotros, como los Apóstoles, somos los pescadores que han de llevar a las gentes a los pies de Cristo, porque las almas son de Dios7. “¿Por qué contó el Señor tantos pescadores entre sus Apóstoles? (...) ¿Qué cualidad vio en ellos Nuestro Señor? Creo que había una cosa que apreció particularmente en quienes habían de ser sus Apóstoles: una paciencia inquebrantable (...). Han trabajado toda la noche y no han pescado nada; muchas horas de espera, en las que la luz gris de la aurora les traería su premio, y no lo ha habido (...). “¡Cuánto ha esperado la Iglesia de Cristo a través de los siglos (...) extendiendo pacientemente su invitación y dejando que la gracia hiciera su obra! (...) ¿Qué importa si en un sitio o en otro ha trabajado duramente y recogido muy poco para su Maestro? Sobre su palabra, pese a todo, volverá a echar la red, hasta que su gracia, cuyos límites no guardan proporción con el esfuerzo humano, le traiga de nuevo una nueva pesca”8. No sabemos cómo ni cuándo, pero todo esfuerzo apostólico da su fruto, aunque en muchas ocasiones nosotros no lo veamos. El Señor nos pide a los cristianos la paciente espera de los pescadores. Ser constantes en el apostolado personal con los amigos y conocidos. No abandonarlos jamás, no dejar a nadie por imposible. La paciencia es parte principal de la fortaleza y nos lleva a saber esperar cuando así lo requiera la situación, a poner más medios humanos y sobrenaturales, a recomenzar muchas veces, a contar con nuestros defectos y con los de las personas que queremos llevar a Dios. La fe es un requisito imprescindible en el apostolado, que muchas veces se manifiesta en la constancia para hablar de Dios, aunque tarden en venir los frutos. Si perseveramos, si insistimos bien convencidos de que el Señor lo quiere, también a tu alrededor, por todas partes, se apreciarán señales de una revolución cristiana: unos se entregarán, otros se tomarán en serio su vida interior, y otros –los más flojos– quedarán al menos alertados9. – Contar con el tiempo. Poner más medios humanos y sobrenaturales cuanta más resistencia ofrezca un alma. III. Jesús llamó a los Apóstoles conociendo sus defectos. Los quiere como son. A Pedro le dirá, después de haber comido con ellos aquella mañana: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que 5 Cfr. F. FERNANDEZ CARVAJAL, La tibieza, Palabra, 6ª ed., Madrid 1986, pp. 157 y ss. Cfr. SAN AGUSTIN, Comentario sobre San Juan, in loc. 7 Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, 267. 8 R. A. KNOX, Sermón predicado en la festividad de San Pedro y San Pablo, 29 - VI - 1947. 9 San Josemaría, Surco, n. 207. 6 33 Domingo III de Pascua (C) éstos?... Apacienta mis corderos... Apacienta mis ovejas10. Cuenta con ellos para fundar su Iglesia; les da el poder de realizar en su nombre el Sacrificio del altar, el poder de perdonar los pecados, les hace depositarios de su doctrina y de sus enseñanzas... Confía en ellos y los forma con paciencia; cuenta con el tiempo para hacerlos idóneos para la misión que han de desempeñar. El Señor también ha previsto los momentos y el modo de santificar a cada uno, respetando su personal correspondencia. A nosotros nos toca ser buenos canales por los que llega la gracia del Señor, facilitar la acción del Espíritu Santo en nuestros amigos, parientes, conocidos, colegas... Si el Señor no se cansa de dar su ayuda a todos, ¿cómo nos vamos a desalentar nosotros, que somos simples instrumentos? Si la mano del carpintero sigue firme sobre la madera, ¿cómo va a ser reacia la garlopa en realizar su trabajo? No es corta la senda que conduce al Cielo. Y Dios no suele conceder gracias que consigan inmediatamente y de forma definitiva la santidad. Nuestros amigos, de ordinario, se acercarán poco a poco hasta el Señor. Encontraremos resistencias, consecuencia muchas veces del pecado original, que ha dejado sus secuelas en el alma, y también de los pecados personales. A nosotros nos corresponde facilitar la acción de Dios con nuestra oración, la mortificación, el quererles de verdad, el ejemplo, la palabra oportuna, la amistad sincera, la comprensión, el pasar por alto sus defectos... Si nuestros amigos tardan en responder a la gracia, nosotros debemos prodigar las muestras de amistad y de afecto, hacer más sólido el soporte humano sobre el que se apoya el apostolado. Afianzar el trato humano con esa persona, que parece no querer comprometerse en aquello que pueda acercarle a Cristo, es señal por nuestra parte de amistad verdadera y de rectitud de intención, de que nos mueve verdaderamente el deseo de que Dios tenga muchos amigos en la tierra, y el bien de nuestros amigos. El Evangelio nos muestra cómo el Señor era Amigo de sus discípulos, dedicándoles todo el tiempo necesario: les pregunta si tienen algo que comer, para iniciar el diálogo, les prepara luego una pequeña comida a la orilla del lago, se marcha con Pedro mientras Juan les sigue, le dice que continúa confiando en él. No nos debe extrañar que unos amigos así tratados por el Amigo, den luego la vida hasta el martirio, por Él y por la salvación del mundo. Pidamos a Santa María que nos ayude a imitar a Jesús, de modo que en la amistad no seamos un elemento pasivo tan sólo. Tienes que convertirte en verdadero amigo de tus amigos: “ayudarles”. Primero, con el ejemplo de tu conducta. Y luego, con tu consejo y con el ascendiente queda la intimidad11. ____________________________ Rev. D. Jaume GONZÁLEZ i Padrós (Barcelona, España) (www.evangeli.net) Jesús les dice: ‘Venid y comed’ Hoy, tercer Domingo de Pascua, contemplamos todavía las apariciones del Resucitado, este año según el evangelista Juan, en el impresionante capítulo veintiuno, todo él impregnado de referencias sacramentales, muy vivas para la comunidad cristiana de la primera generación, aquella que recogió el testimonio evangélico de los mismos Apóstoles. Éstos, después de los acontecimientos pascuales, parece que retornan a su ocupación habitual, como habiendo olvidado que el Maestro los había convertido en “pescadores de hombres”. Un error que el evangelista reconoce, constatando que —a pesar de haberse esforzado— «no pescaron nada» (Jn 21,3). Era la noche de los discípulos. Sin embargo, al amanecer, la presencia conocida del Señor le da la vuelta a toda la escena. Simón Pedro, que antes había tomado la iniciativa en la pesca 10 11 Jn 21, 15 - 17. San Josemaría, Surco, n. 731. 34 Domingo III de Pascua (C) infructuosa, ahora recoge la red llena: ciento cincuenta y tres peces es el resultado, número que es la suma de los valores numéricos de Simón (76) y de ikhthys (=pescado, 77). ¡Significativo! Así, cuando bajo la mirada del Señor glorificado y con su autoridad, los Apóstoles, con la primacía de Pedro —manifestada en la triple profesión de amor al Señor— ejercen su misión evangelizadora, se produce el milagro: “pescan hombres”. Los peces, una vez pescados, mueren cuando se los saca de su medio. Así mismo, los seres humanos también mueren si nadie los rescata de la oscuridad y de la asfixia, de una existencia alejada de Dios y envuelta de absurdidad, llevándolos a la luz, al aire y al calor de la vida. De la vida de Cristo, que él mismo alimenta desde la playa de su gloria, figura espléndida de la vida sacramental de la Iglesia y, primordialmente, de la Eucaristía. En ella el Señor da personalmente el pan y, con él, se da a sí mismo, como indica la presencia del pez, que para la primera comunidad cristiana era un símbolo de Cristo y, por tanto, del cristiano. ___________________________ EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís Alimento de vida «Muchachos, ¿han pescado algo?» Eso preguntó Jesús a sus discípulos. Y eso mismo te pregunta a ti, sacerdote. Y te envía a echar las redes al mar, para que consigas el alimento con tu trabajo y el sudor de tu frente. Y tú, sacerdote, ¿has pescado algo? ¿Escuchas la palabra de tu Señor y lo obedeces?, ¿o echas las redes al mar y pretendes pescar con tus propias fuerzas? ¿Confías en la providencia de un Padre misericordioso y amoroso, que te da todo, hasta su heredad por filiación divina? ¿Pides al Padre con humildad y con la insistencia de un hijo? Confía, sacerdote, porque ¿qué padre hay que, si su hijo le pide un pez, le dé una piedra? Y disponte a recibir, uniendo tu voluntad y tu trabajo, a la voluntad y la providencia de tu Padre, para que ofrezcas el fruto de tu trabajo a tu Señor, y Él lo una a su sacrificio redentor, y sea una sola ofrenda agradable a Dios. Transforma, sacerdote, la ofrenda, en alimento de vida y en bebida de salvación. Tú tienes el poder en tus manos, de transformar tu trabajo y el trabajo de los hombres, en el Cuerpo y en la Sangre de tu Señor, en el único y eterno sacrificio que renuevas todos los días en cada celebración. Participa, sacerdote, de la mesa de tu Señor. Mira que está a la puerta y llama. Si tú le abres la puerta, Él entrará y cenará contigo y tú con Él. Escucha, sacerdote, las palabras de tu Señor, y echa las redes al mar, para que puedas pescar, y lleves en tu ofrenda muchas almas al altar, para que sean transformadas en acción de gracias, en don, en comunión, en alimento, en sacrificio, en ofrenda, en sacramento, en Eucaristía. 35 Domingo III de Pascua (C) Permanece atento, despierto, en vela, porque tu Señor viene a tu encuentro en todo momento, para que lo reconozcas cuando escuches su voz, cuando parta para ti el pan, cuando coma contigo, compartiendo todo con alegría, como lo hacen los amigos. Realiza tu trabajo, sacerdote, buscando la perfección, practicando con virtud tu ministerio, pero dedicando siempre un tiempo para la oración, porque muchas cosas son importantes, pero sólo una es necesaria: escuchar a tu Señor. Acude, sacerdote, con prontitud, cuando tu Señor te llama, pero procura nunca ir con las manos vacías. Llévale al altar tu ofrenda de cada día, fruto de tu trabajo y de tu sacrificio, pero siempre con alegría, para unirla a la cruz de tu Señor, para que sea transformada en la vida de su resurrección. Pero recuerda, sacerdote, que tu Señor ha dicho: “misericordia quiero y no sacrificios”. Dale de comer al hambriento, y dale de beber al sediento. Y reconoce que ese alimento y esa bebida es tu Señor, y lánzate a su encuentro. ¡Reconócelo! Tu Señor está vivo. ¡Atrévete! Échate al mar. Deja las redes y síguelo. (Espada de Dos Filos II, n. 61) (Para pedir una suscripción gratuita por email del envío diario de “Espada de Dos Filos”, -facebook.com/espada.de.dos.filos12- enviar nombre y dirección a: espada.de.dos.filos12@gmail.com) _______________________ 36