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REFORMAS Y REFORMADORES
EN LA VIDA DE LA IGLESIA
HILDEGARDA DE BINGEN,
PROFETISA DE LA ARMONÍA
María del Mar Graña Cid*
Fecha de finalización: febrero de 2014
Fecha de aceptación y versión final: febrero de 2014
Resumen
Estas páginas analizan el programa reformista de Hildegarda de Bingen atendiendo a su dimensión como profetisa y maestra pública. Pasan revista a los conceptos sobre los que más insiste en sus cartas y predicaciones: la justicia, plasmada en buenas obras, misericordia y equidad. En conexión con ellos, ofrecen una
valoración sobre su condición conservadora o innovadora en su contexto eclesial
y en diálogo con la actualidad.
PALABRAS CLAVE: profetismo femenino, reforma de la Iglesia, justicia.
Hildegard of Bingen, prophetess of harmony
Abstract
In these pages, we analyze Hildegard of Bingen’s reform program, while looking
at her role as prophetess and community teacher. We take stock of the concepts
*
Universidad Pontificia Comillas (Madrid). <mar.grana@upcomillas.es>.
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that are most heavily featured in her letters and preachings: justice, captured by
solid works, compassion and equality. These shed light on her conservative or
innovative nature within their ecclesiastical context and in dialog with the
present time.
KEYWORDS: Prophetism by women, Church reform, justice.
–––––––––––––––
Cualquier acercamiento a la figura de Hildegarda de Bingen provoca un
cierto pasmo admirativo al comprobar su amplia y variada actividad
creadora y su decidida incidencia eclesial y política. Es habitual subrayar
los muchos campos del saber y de la creación artística que cultivó con
gran capacidad y en los que obtuvo importantes frutos: teología, música, poesía, ciencias naturales, medicina, lingüística, historia... Capacidad
polifacética que sobresale por su carácter poco habitual y que impacta
porque rompe los moldes y las clasificaciones habituales. No es frecuente que una persona reúna tantas y tan variadas capacidades. Mucho menos lo es que se trate de una mujer con público reconocimiento de autoridad en su contexto vital. Las categorías al uso tampoco sirven para
caracterizarla: ¿intelectual?, ¿mística?, ¿científica?, ¿poetisa? Hildegarda
fue todo eso al mismo tiempo y, por esta razón, resulta inclasificable.
Ello contribuye a explicar los diversos acentos valorativos que viene recibiendo, desde santa canonizada y doctora de la Iglesia hasta artista visionaria o sanadora holística.
Tal capacidad de sorprender, de ser valorada y de despertar el interés en
muy distintos ámbitos constituye una pista de comprensión importante:
Hildegarda, una mujer del siglo XII, tiene mucho que decir hoy a muy
diferentes personas. Es esta función profética, capaz de traspasar la barrera de los siglos, el hilo conductor que integra su vida y la hace en buena parte inteligible. Fue así como se presentó y como sus contemporáneos la consideraron: una mediación de la voz de Dios encargada de
anunciar sus mensajes. Se trataba de incidir en la realidad y mejorarla. Si
el profetismo se vincula secularmente a la reforma, ¿sería posible hablar
además de innovación?
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Antes de comenzar, recordemos sus datos biográficos. Hildegarda nació en
1098 en Renania. Sus padres, miembros de la nobleza, decidieron dedicarla al servicio de Dios y, siendo niña, la entregaron a Jutta de Spanheim
para que la educase en una celda de reclusión junto a los benedictinos de
Disibodenberg. En 1148, Hildegarda fundó su propio monasterio en Rupertsberg, cerca de Bingen, del que fue abadesa toda su vida, y después
otro en Eibingen en 1165. Visionaria desde niña, escribió tres grandes
obras teológicas –Scivias (1151), Libro de los méritos de la vida (1163) y Libro de las obras divinas (1173)– en las que puso por escrito los contenidos
de sus visiones, al tiempo que desplegaba una intensa actividad de comunicación epistolar y magisterial. Escribió también sobre ciencias naturales
y medicina, obra científica que combinó con la creación artística, especialmente como original y prolífica compositora musical. Reconocida santa en vida, murió el 17 de septiembre de 1179. Ha sido canonizada y proclamada doctora de la Iglesia por Benedicto XVI en 2012.
La justicia de Dios y la renovación de la Iglesia
En sus escritos y acciones, Hildegarda muestra sentirse plenamente partícipe de la Iglesia de su tiempo: se implicó en los principales problemas
que la aquejaban y no dudó en entablar relación con sus altos dirigentes.
Esa vocación eclesial parece haber sido la palanca que accionó su salto a
la vida pública. Aunque las abadesas medievales podían alcanzar elevadas
cotas de autoridad, el tratarse de una mujer inspirada por el fuego del Espíritu Santo para ser instrumento de Dios en el mundo ofrece la clave.
Como visionaria, se presentó y fue considerada por la autoridad eclesiástica. Demostró gran habilidad política al dirigirse a San Bernardo, el
más influyente eclesiástico del tiempo, para lograr apoyo institucional.
El episodio es conocido: tras experimentar una gran visión en 1141, había comenzado a escribir el libro denominado Scivias. El santo, además
de animarla en su tarea, intervino en su favor ante el papa Eugenio III,
que analizó sus escritos mientras se hallaba celebrando el sínodo de Tréveris (1147), para, finalmente, permitirle «publicar todo lo que el Espíritu Santo le había comunicado».
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El respaldo pontificio cimentó su gran autoridad espiritual y le abrió el
camino para convertirse en la consejera de los responsables de la Iglesia
y la política. Al acceder al oficio petrino, los papas le escribían alabando
sus virtudes, su especial comunicación con Dios y su fama y le pedían
recomendaciones. También los emperadores del Sacro Imperio alemán,
sobre todo Federico I Barbarroja, con quien tuvo una larga y accidentada relación. Ella solía comenzar sus respuestas haciendo referencia a su
capacidad visionaria, a «las palabras que he visto y oído en mi alma y en
mi espíritu y con el cuerpo despierto, cuando miré hacia la verdadera luz
para responder» a los requerimientos que se le hacían.
¿Qué era lo que aconsejaba Hildegarda? La visionaria trabajaba por la reforma de una situación eclesial que describía en términos de extrema necesidad, un mundo que vivía en la cobardía, que «luego lo hará en la tristeza y después estará hasta tal punto en el terror que a los hombres no
les cabrá duda de que todos morirán». Una primera ojeada a su correspondencia muestra pautas recurrentes: el retrato crudo de los males de la
Iglesia y de la sociedad, el reproche admonitorio a los responsables y la
exposición de soluciones. En modo alguno cuestionaba el orden jerárquico y clerical definido por la Reforma Gregoriana: al papa lo denominaba «armadura visible y cumbre de autoridad de la muy adornada
ciudad que ha sido instituida en esposa de Cristo», y se refería a sus «sometidos»; también los sacerdotes estaban «alzados sobre la tierra y separados del común de los hombres», con la obligación de ver, enseñar y reprender «a los que les fueron sometidos». Pero sí recordaba a todos que
debían «hacer sonar la trompeta de la justicia».
La justicia. En este concepto está comprendido casi todo lo que quería
decir y fue el gran tema común de sus admoniciones a eclesiásticos y políticos. Se trataba, principalmente, del ejercicio de las buenas obras o, en
sus propias palabras, de «vivir como es debido», lo que significaba practicar las virtudes y cumplir con la función asignada, por encima de la
propia voluntad, «en la regla instituida y en la obediencia, con santa discreción». Sabiendo además soportar la carga, pues «a nadie se le dará recompensa sin que haya cumplido el trabajo correspondiente». Hildegarda no proponía innovaciones o reestructuraciones en la Iglesia, sino la
preservación del orden vigente mediante el correcto ejercicio de la funSal Terrae | 102 (2014) 241-253
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ción asignada, lo que, en aquel contexto, denota una mentalidad típicamente feudal. Sin embargo, la justicia era también la práctica de la misericordia, y ello permitía introducir matizaciones, asimismo favorecidas
por el concepto de equidad. Sobre esto volveremos después.
Quedémonos con que el magisterio público de Hildegarda radicó, sobre
todo, en una actividad de sacudida de las conciencias que otorgaba visibilidad a los problemas y errores y recordaba las obligaciones incumplidas. No se achicaba, ni siquiera ante los pontífices, al airear la crudeza de
los pecados ni al amonestar con fuerza, recurriendo en no pocas ocasiones a la amenaza del castigo divino. Mostró en esto gran libertad. Fue
también hábil al animar a la conversión señalando el camino correcto.
Todo ello acompañado, además, de visiones proféticas que tanto podían
ser amenazantes como esperanzadoras. Resulta incluso muy moderna al
hacer llamamientos a la necesaria madurez psicológica de las personas.
Al papa Anastasio IV le reprochaba haber abandonado la justicia que le
había sido confiada y haberse despreocupado de sus obligaciones «por
atender tu ciencia», instándole a correr «rápido hacia la justicia, de manera que delante del Médico supremo no se te acuse por no haber purificado tu rebaño de su suciedad y no haberlo ungido con óleo». En tono
menos duro, recomendaba a su sucesor Adriano IV «imponer freno a
aquellos que te han sido sometidos, y no les permitas hablar mal contra
ti». Exhortaba a Barbarroja a trabajar por el «honor del reino» y a ejercer
con rectitud su oficio, sin dejarse conducir «ni por la amistad ni por el
odio hacia quien sea, sino por el solo respeto de la justicia», siempre despierto en el ejercicio de sus funciones y vigilando con cuidado también
las costumbres de los prelados, «pues todas tus regiones están ensombrecidas por la multitud falaz de los que destruyen la justicia en la negrura
de sus faltas». Había de ser soldado, caballero armado «combatiendo valerosamente al demonio» para que su reino no tuviese que sufrir, rechazar
la avaricia, escoger la abstinencia, «que es lo que el Rey de reyes ama verdaderamente», y ser prudente en todo. También al conde de Flandes le recomendaba que mirase a Dios «con el ojo puro de la justicia... para que
tus discernimientos sean justos y no el fruto de tu caprichosa voluntad».
La promesa final era la salvación si se mantenían en el camino recto, incluso en casos que parecían tan desesperados como el de Anastasio IV.
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Esta intensidad epistolar y su fama creciente explican su actividad como
predicadora. El hecho era novedoso, porque rompía la secular prohibición eclesiástica del magisterio público femenino, con el añadido inaudito de que fueran los propios eclesiásticos quienes lo solicitaran y de
que, con toda probabilidad, predicase en las catedrales. Así, entre 1160
y 1170 realizó cuatro viajes de predicación por Franconia, Lorena, Suabia y a lo largo del Rhin hasta Werden. Su capacidad de impactar era
grande. Tanto el clero de Colonia como el de Kircheim afirmaban que,
tras escucharla, fueron conscientes de que estaban abandonados «a los
deseos carnales» y que eran «indignos». Le pedían por escrito las predicaciones que les había dirigido para que «esas palabras no se borren de
nuestra memoria, sino que llamen más nuestra atención al tenerlas ante
nuestros ojos».
En los sermones dirigidos a jerarcas y teólogos, esos «maestros y prelados» que «duermen sin inquietarse más por la justicia», Hildegarda
muestra sus grandes dotes pedagógicas. Los iniciaba con impactantes
descripciones de la lamentable realidad eclesial, empleando su peculiar
estilo visionario: describía dicha realidad sirviéndose de potentes imágenes simbólicas que asociaba por analogía. Entre sus grandes temas se encuentra la ruptura del equilibrio ecológico que Dios había instaurado en
cada persona en correspondencia con el universo y que podía desestabilizarse por el mal comportamiento. Los eclesiásticos habían caído en el
egoísmo, la soberbia, la hipocresía y el olvido de Dios. En ellos se había
apagado «el Oriente de las buenas obras, que ilumina el mundo entero y
que es como el espejo de la luz» por ser «áridos y sin verdor», de modo
que el cálido viento del Sur de las virtudes era «frío como el invierno»;
además, el Occidente de la misericordia se había vuelto «negrura de cenizas», porque no se interesaban en «vivir como es debido» ni meditaban
«como se debe» la Pasión de Cristo. Por el contrario, en ellos soplaba el
Norte, y desde allí el diablo enviaba tres vientos negros: uno con orgullo y odio contra el Oriente, «que está apagado»; otro contra el Sur, «por
olvido de Dios»; y el tercero contra el Occidente, «por infidelidad».
Otras lamentables faltas eran la negligencia pastoral, la ambición y la
avaricia. Insistía Hildegarda en la tendencia del clero a no seguir la justicia y sí, en cambio, la propia voluntad, en lo que ella consideraba, enSal Terrae | 102 (2014) 241-253
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tre otras cosas, una muestra de inmadurez. Los eclesiásticos buscaban
«honor sin esfuerzos y recompensas eternas sin abstinencia», «tener la
gloria sin mérito y el mérito sin obra», y se mantenían «como las culebras desnudas en sus cuevas», «entretenidos en las fantasías de la niñez»,
pues todo lo que sabían parecían haberlo sepultado «para colmar vuestros deseos y engordar vuestra carne, al igual que el niño que, en su inmadurez, no sabe lo que hace». Así, incurrían en desidia y falta de celo
en el cumplimiento de su función y eran «depravados en costumbres y
obras». Sus lenguas estaban mudas «de la voz que suena de la trompeta
de Dios» y carecían de luz «en el firmamento de la justicia de Dios, como cuando las estrellas no brillan» al igual que sus obras, que tampoco
brillaban ante los hombres «con el fuego del Espíritu Santo». El Señor
les había dado senos para amamantar a sus hijos, pero muchos morían
de hambre por no restaurarse sus fuerzas con la santa doctrina.
La Iglesia se quedaba sin apoyos. En el cuarto sermón la presentaba como una bellísima figura de mujer vestida con hermosos ropajes, piedras
preciosas y calzado de ónice, pero con el rostro cubierto de polvo, el vestido rasgado y el calzado sucio, gritando al cielo que carecía de quien la
pudiese sostener. Afirmaba que los sacerdotes, que debían velar por ella
y por su limpieza y brillo, eran los responsables de su desaliño, pues «los
que habrían debido colmarme de adornos por todas partes me han desfigurado en todo» y, además, agravaban las heridas «con su exceso de avaricia, que recorre las iglesias de una a otra».
Pero los sermones no se limitaban al reproche. Tras describir los males,
señalaban los remedios, recordando las obligaciones del clero. Dios ha
puesto a los eclesiásticos, como al sol y a las estrellas, para que alumbren
a los hombres, en sintonía cósmica. Las metáforas asociadas al sol, la luz
y la brillantez eran habituales y tenían una referencia cristológica última.
Los eclesiásticos debían «brillar con el ardor del sol», alumbrar a los
hombres «con el fuego de la doctrina, brillantes en buena fama», preparando «corazones ardientes», y «dirigir los distintos preceptos del mismo
modo que cambia la esfera del Sol», meditando la Pasión de Cristo,
«Aquel que, por humildad, descendió hasta nuestra naturaleza humana
y huyó de su divinidad, tal y como hace el sol, que de vez en cuando se
esconde». Cristo es el que da los maestros, y los hombres buenos son
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quienes lo escuchan «y al escuchar sus palabras obedecieron de buen grado sus preceptos en fe y caridad». La solución a los males era la conversión, que Hildegarda asociaba a la sanación: hacía falta despertarse y purificarse practicando la penitencia para que «las fuerzas, el valor y la salud» volviesen al pueblo.
Como apoyo a las soluciones, con evidente función didáctica, Hildegarda revisaba la historia de la salvación enfatizando las figuras de sus protagonistas del Antiguo Testamento, tanto positivas como negativas, a
modo de recordatorio de la bondad de Dios y de su capacidad de castigo. Subrayaba especialmente el papel de quienes, como Noé, Abraham,
Moisés o Jonás, despertaron el espíritu de penitencia, pues en ellos Dios
prefiguraba lo que pretendía hacer. También la función de María en la
llegada del Hijo. Este renovó la vieja ley y mostró el camino de la santidad creando un orden nuevo reflejado en el universo: «el Oriente resplandeció con su fuerza, y el Mediodía ardió en su calor, y el Occidente
dejó de ser funesto, y el Septentrión no fue ya golpeado por el Aquilón,
porque se calmaron con la Pasión de Cristo».
Añadía notas proféticas que podían ser esperanzadoras, amenazantes, o
ambas cosas al mismo tiempo, y que, sin duda, tocaban las emociones.
Estaban muy ligadas a la realidad y subrayaban la honda implicación de
Hildegarda en los problemas de su tiempo. Por ejemplo, hacía referencia
a los desmanes del emperador Barbarroja, al que denominaba «tirano», y
a la incipiente herejía cátara, que supo percibir con gran sagacidad. Se
trataba de dos graves amenazas para la Iglesia. Con el primero se habían
manifestado todo mal, injusticia y prevaricaciones, y su poder no tardaría en destruir ciudades y claustros. De la segunda destacaba su crítica
hacia la Iglesia y cómo ponía en evidencia los errores del clero; profetizaba que los jefes seculares se aliarían con ella contra el clero y amenazaba con que, si no se expulsaba a los herejes, «toda la Iglesia será destruida». Sin embargo, tras la purificación se iniciaría una época mejor,
signada por la justicia y la paz.
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El ser humano, «imago Dei»: ¿un nuevo orden socioeclesial?
Si en su acepción primera la justicia de Dios se correspondía con el orden establecido, señalamos líneas atrás que había una segunda: la misericordia. Con ella era posible matizar la manera en que los hombres la
ejercían. Mucho se ha subrayado la mentalidad feudal de Hildegarda. La
hemos mencionado en dimensión eclesiástica y política, pero también se
percibe en el ámbito social, como lo prueba su negativa a admitir en sus
monasterios a monjas que no fuesen de origen noble. Sin embargo, introducía elementos de innovación que iban más allá de los paradigmas
vigentes, al abogar por la misericordia con pobres y herejes y en el ejercicio del poder, matizando la jerarquía y la violencia propias del feudalismo. Matizaba, no eliminaba, y lo hacía tanto por amor a la justicia como por sentido práctico. El rico y el pobre «no pueden considerarse
iguales, pues eso sería no discernir» –importante llamada a la razón–;
además, Dios permite que el rico tenga riquezas y pueda mantener al pobre. Sin embargo, critica que el rico no los trate como si hubiesen sido
hechos de la misma forma que él, con lo cual comete blasfemia, pues «el
hombre es por sí mismo imagen y semejanza de Dios», y «Dios ama la
imagen del pobre, que es su propia imagen». Planteaba lo mismo con
respecto a los herejes, instando a los poderes seculares a privarlos de sus
libertades y expulsarlos, pero insistiendo en que no los matasen, «pues
son la imagen de Dios». Igualmente, el poder había de ejercerse con misericordia, y se atrevía a recordárselo al mismo Barbarroja: debía dirigir
con su «cetro de misericordia» a los perezosos, a los errantes y a los que
tienen crueles costumbres. Y a un señor feudal tan arbitrariamente violento como el conde de Flandes le recomendaba que mirase a Dios «con
el ojo puro de la justicia... para que tus discernimientos sean justos y no
el fruto de tu caprichosa voluntad», y que se refugiase «con el signo de la
cruz en el Dios vivo, que es el camino y la verdad y que dice: “No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva”».
¿Qué decir con respecto a la condición femenina? En su tiempo, aun
cuando las mujeres fuesen también imagen de Dios, se subrayaba la inferioridad del sexo femenino. El deán de Colonia expresaba la admiración que tanto él como el clero de su iglesia habían sentido «por lo que
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Dios ha obrado... en un tan frágil sexo de la humanidad», aunque esto
lo explicaba el hecho de «el Espíritu sopla donde quiere». Se trataba de
un «topos» habitual relativo a los carismas femeninos. Pero también ella
esgrimía la dificultad de su sexo como «desdichada y más que desdichada, en mi nombre de mujer», para lograr el apoyo de San Bernardo, además de presentarse como «tímida y sin audacia» frente al santo, «que mira al sol sin temor». En su carta a Eugenio III llegaba a afirmar que muchos hombres prudentes desperdiciaban lo que ella escribía, «debido a
que ha salido de una pobre forma que fue hecha de una costilla y que no
ha sido enseñada por filósofos».
No podemos detenernos a analizar la antropología de la santa alemana. Pero sí es importante recordar que actualmente es considerada la
primera autora que expone una teoría completa de la complementariedad entre los sexos reconociendo las diferencias en la unidad. Varón y
mujer han sido creados a imagen y semejanza de Dios, pero aquel con
mayor fortaleza, y esta con un vigor más muelle. En su última obra teológica, el Libro de las obras divinas, admitía la mayor debilidad y su
sometimiento al hombre, que, a su vez, debía cuidarla. Sin embargo,
subrayaba la complementariedad: ambos son uno, «ya que el hombre
es como el alma, pero la mujer, como el cuerpo», y existen gracias al
otro: «la mujer es obra del varón, y el varón es la forma de la consolación de la mujer, y ninguno podría existir sin el otro». Y, además, como viene subrayando la crítica especializada, compensaba la inferioridad de las mujeres acentuando las connotaciones simbólicas positivas
de la feminidad: como no podía ser menos, la diferencia sexual humana tenía su correspondencia en Cristo, y así «el varón significa la divinidad, pero la mujer significa la humanidad del Hijo de Dios». Por lo
demás, el sexo débil femenino se hacía superior al masculino por la
gracia en la persona de María y en el hecho decisivo de la Encarnación,
cuestión que continuamente subraya en sus obras. Ello venía a recordar que «por la mujer el hombre está destinado a entrar en la gloria del
paraíso celeste».
Estas fueron cuestiones más tratadas en sus escritos teológicos que en su
actividad de animación pública, pero, indudablemente, eran parte importante del orden querido por Dios que ella había venido a visibilizar y diSal Terrae | 102 (2014) 241-253
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fundir. Su aplicación habría podido subvertir el orden social. Hildegarda
se limitó a innovar en sus formas de actuación, constituyendo un signo de
libertad y autoridad femeninas en el mundo. Su audacia a la hora de relacionarse con las altas instancias –masculinas– del poder y su voluntad expresa de lograr su apoyo son buena prueba. Ello comportó que desarrollase actividades en principio vedadas a su sexo, especialmente el ejercicio de
la palabra pública, tanto escrita como hablada. Sin embargo, aunque no
cabe duda de que Hildegarda se sabía y sentía mujer, compartía también
las características de todo ser humano, entre ellas esa inteligencia por la
que el hombre «tiene la posibilidad de hacer lo que quiera», dado que ha
sido creado con razón y puede hacer uso de ella con discernimiento.
La armonía de la creación
Estrechamente trabada con la misericordia estaba la equidad: con ella
disponía Dios todas sus obras. Un problema de obediencia que tuvo Hildegarda en la recta final de su vida muestra que, si no se ejercía la equidad, podía actuar contra el orden establecido, al menos en parte. Se trató del famoso conflicto que la enfrentó al obispo de Maguncia, del que
dependía jurisdiccionalmente, por haber enterrado en su monasterio a
un caballero excomulgado: se le ordenó exhumarlo y, ante su negativa,
cayó sobre ella y sus monjas la pena de entredicho, lo que implicaba no
poder celebrar la eucaristía ni cantar. Hildegarda justificó por escrito su
rebeldía: tras recibir la orden, miró hacia la verdadera luz y vio en su alma, «con los ojos abiertos», que, si obedecían, caería sobre ellas una gran
oscuridad que las rodearía como una nube negra; así, «no nos plegamos a
las órdenes de los que de ello nos querían persuadir o nos lo querían ordenar». No se trataba de que despreciasen «el consejo de los hombres justos o de nuestros prelados»; era una cuestión de equidad. Ellas habían
obrado bien, porque el fallecido se había reconciliado con la Iglesia antes de morir y, tras recibir los sacramentos, había sido enterrado sin contradicción de nadie. En cambio, los eclesiásticos habían obrado injusta y
apresuradamente, sin conocer los hechos.
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Apoyaba esta segunda afirmación en su famosa exposición de la teología
de la música. Ellas habían desobedecido, pero no del todo, pues respetaron el entredicho, lo cual hizo que comenzasen a vivir en gran amargura y tristeza. Precisamente, Adán había perdido por desobediencia la voz
que tenía en estado de inocencia y que era parecida a la de los ángeles,
pero Dios decidió que, cuando derramase el Espíritu profético sobre algunos hombres, les devolvería «un poco» de aquella voz. Así, los profetas inventaron los salmos, los cánticos y los instrumentos musicales para
que «los hombres pudieran instruirse interiormente», de modo que el ser
humano había empezado a cantar por inspiración de Dios. Con eso «se
le llamaba a recordar la dulzura de los cánticos de la patria celestial», quedando reducidas a nada las maquinaciones del diablo, que buscaba cómo perturbarlos o impedirlos «a través de disensiones y escándalos o con
órdenes injustas». Los eclesiásticos debían reflexionar con extrema atención y discutir las causas antes de «cerrar con una sentencia la boca de
todos aquellos que en la Iglesia cantan las alabanzas de Dios». Pues los
que hacen una cosa así sin verdadera razón y privan injustamente a Dios
de la belleza de su alabanza «no gozarán en el cielo de la compañía de las
alabanzas angélicas, a no ser que se corrijan con una verdadera penitencia y una humilde satisfacción».
Hildegarda acababa afirmando que «el alma es de naturaleza sinfónica»
y que el hombre a menudo suspira y gime al recordar la armonía celeste; por ello, «conviene que el cuerpo y el alma canten con su voz las alabanzas del Señor». Hildegarda no era original al afirmar la unidad del
cuerpo y del alma, pero sí al enfatizar su integración. Otra muestra interesante es su tercer sermón, donde argumentaba contra el dualismo cátaro afirmando que «el alma y el cuerpo son uno, con sus fuerzas particulares y sus nombres. Lo mismo que la carne y la sangre. Y con los tres,
es decir, con el cuerpo, el alma y la racionalidad, el hombre se encuentra
completo y produce sus obras». Tal visión integrada coincidía con su visión cósmica y con la interrelación de todos los elementos creados, entre
ellos el ser humano y los elementos del universo.
Esta integración se correspondía con la equidad, la justicia y la misericordia. Todas eran manifestaciones de la armonía del universo creado
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por Dios, armonía fundada en la interrelación y el equilibrio, aun respetando las diferencias, y en la que, por ello, era posible la matización de
las jerarquías injustas. Hildegarda había venido a reivindicar ese orden
armonioso y a hacerlo visibilizando y explicando esas «cosas espirituales»
que los clérigos alemanes admitían no ver ni entender por sí mismos y,
por ello, dejarlas fácilmente en el olvido. Importantes claves proféticas
también para el mundo de hoy.
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El misterio del encuentro
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Son muchas las personas que anhelan mantener una relación personal que
las haga felices. Al mismo tiempo, muchos sufren al ver que sus relaciones, a veces tras un corto periodo de tiempo, entran en crisis y con frecuencia incluso se rompen. Algunos psicólogos afirman que la falta de
relaciones personales es la auténtica enfermedad de nuestro siglo. Y sostienen que son numerosas las personas que no tienen relación consigo
mismas. Anselm Grün nos presenta 25 actitudes que pueden capacitarnos para entrar en relación con nosotros mismos, con los demás, con las
cosas y con Dios.