Compromiso por negocios
Por Merline Lovelace
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Merline Lovelace
Como oficial da Força Aérea estadunidense, Merline Lovelace serviu em postos ao redor do mundo. Quando pendurou o uniforme pela última vez, ela combinou seu amor por aventura com seu dom de contar histórias. Hoje, seus livros já têm de mais de doze milhões de cópias em mais de trinta países, e autora já ganhou um Rita Award.
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Compromiso por negocios - Merline Lovelace
Editado por Harlequin Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
© 2013 Merline Lovelace
Compromiso por negocios, nº. 1998 - septiembre 2014
Título original: A Business Engagement
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4578-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Sumário
Portadilla
Créditos
Sumário
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Epílogo
Publicidad
Prólogo
Ah, qué alegrías proporciona tener dos nietas tan guapas y cariñosas. ¡Y qué preocupaciones! Eugenia, mi alegre Eugenia, es como un gatito juguetón. Se mete en muchos líos, pero siempre cae a cuatro patas. La que me preocupa es Sarah. Tan callada, tan elegante y tan empeñada en soportar las cargas de nuestra pequeña familia. Solo tiene dos años más que su hermana, pero ha sido la protectora de Eugenia desde el día en que mis queridas niñas vinieron a vivir conmigo.
Y, ahora, Sarah se preocupa por mí. Admito que sufro un poco de artritis y que he tenido anginas recientemente, pero ella me cuida una gallina a sus polluelos. Le he dicho muchas veces que no voy a permitir que detenga el curso de su vida por mí, pero no quiere escuchar. Así pues, creo que es hora de actuar con más firmeza. Todavía no sé exactamente qué es lo que voy a hacer, pero se me ocurrirá algo. Es ineludible.
Del diario de Charlotte, la gran duquesa de Karlenburgh.
Capítulo Uno
Sarah oyó los murmullos, pero no les prestó atención. Tenía hasta el mediodía para terminar de maquetar un artículo sobre las mejores estaciones de esquí para gente joven y con estilo. Quería terminar a tiempo para la reunión semanal de redactores de la revista en la que trabajaba, Beguile; si no lo conseguía, Alexis Danvers, la editora jefe, la fulminaría con una de sus miradas de basilisco, aquellas que la habían convertido en una leyenda en el mundo de las revistas femeninas.
Aunque, en realidad, las miradas fulminantes de su jefa no le importaban demasiado. Tal vez Alexis consiguiera provocarle sudores fríos al resto del personal, pero su hermana y ella se habían criado con una abuela que podía apocar a oficiales pomposos o a maîtres altaneros tan solo arqueando una ceja.
En su juventud, Charlotte St. Sebastian se había movido en los mismos círculos que la princesa Gracia de Mónaco y Jackie O. Aquellos días habían pasado, pero su abuela seguía creyendo que los buenos modales y una serena elegancia podían ayudar a una mujer a superar cualquier obstáculo en la vida.
Sarah estaba completamente de acuerdo. Llevaba tres años trabajando de diseñadora y maquetadora en una revista para treintañeras con ganas de ser chic y, durante aquel tiempo, había refinado su discreto estilo de vestir. Llevaba trajes vintage de Chanel y de Dior que había heredado de su abuela y los combinaba con complementos modernos, pantalones vaqueros y botas. El resultado era elegante, con un toque retro que era del agrado, incluso, de Alexis.
Uno de los motivos por los que Sarah se había creado aquel estilo era que no podía permitirse comprar los zapatos, bolsos y ropa de diseño que se mostraban en Beguile, puesto que tenía que hacer frente a los gastos médicos de su abuela. Sin embargo, algunos de los trajes heredados estaban empezando a verse muy desgastados, y...
De repente, los murmullos se acrecentaron y la sacaron de su ensimismamiento. Sarah estaba acostumbrada a las frecuentes exclamaciones de admiración que se producían en la oficina, porque Alexis hacía que las modelos desfilaran por los departamentos de diseño y producción para probar los maquillajes, los peinados y los trajes delante del personal de la revista, que era mayoritariamente femenino.
Sin embargo, el origen de aquel coro de murmullos era inusual. Se notaba cierto nerviosismo en el ambiente, y Sarah hizo girar la silla. Para su absoluto asombro, se vio mirando hacia arriba, hacia el magnífico rostro del «tercer soltero más sexy del mundo».
—¿Señorita St. Sebastian?
Su voz tenía un tono frío, pero sus ojos azules, su pelo negro y sus facciones duras eran increíblemente atractivas. Sarah pensó que Alexis no había dado en el clavo en el número del mes anterior. Aquel hombre debería haber ocupado el primer puesto de la lista de los solteros más sexy del mundo en vez del tercero. Medía más de un metro ochenta, era musculoso y vestía sofisticadamente, con un traje hecho a medida y una corbata de seda italiana.
La artista que había en ella apreció toda la belleza que tenía ante sus ojos. La profesional respondió a su tono de voz frío con la misma cortesía distante.
—¿Sí?
—Quisiera hablar con usted —dijo él, y miró hacia un lado—. A solas.
Sarah siguió su mirada. Todas las mujeres de la oficina lo estaban mirando, algunas de ellas asomadas por encima de las pantallas de sus cubículos, con expresiones que iban de la curiosidad al embobamiento.
Ella se giró de nuevo hacia el número tres. Era una lástima que sus modales no estuvieran a la altura de su atractivo físico. Aquella agresividad contenida de su voz era completamente injustificada e irritante.
—¿De qué quiere hablar, señor Hunter?
No pareció que a él le sorprendiera mucho que ella conociera su apellido. Después de todo, sabía que trabajaba en la revista que lo había convertido en objeto de deseo de una buena parte de la población mundial femenina.
—De su hermana, señorita St. Sebastian.
¡No! A Sarah se le encogió el estómago. ¿Qué había hecho Gina en aquella ocasión?
Miró la fotografía que tenía sobre el escritorio. Allí estaba ella misma, con el pelo moreno, los ojos verdes y la expresión seria y protectora de siempre. Y, a su lado, Gina, rubia, afectuosa, llena de vida y completamente irresponsable.
Su hermana tenía dos años menos que ella, y también tenía la tendencia a cambiar de carrera profesional con la misma frecuencia asombrosa con la que se enamoraba y desenamoraba. Pocos días antes le había enviado un mensaje de texto en el que hablaba efusivamente del guapísimo magnate con quien se había emparejado. Omitiendo, como de costumbre, detalles sin importancia, como el nombre del afortunado y cómo se habían conocido.
En aquel momento, Sarah encajó todas las piezas del rompecabezas. Devon Hunter era el fundador y consejero delegado de una empresa aeroespacial con sede en Los Ángeles. Gina estaba en Los Ángeles en busca de otra oportunidad de trabajo, en aquella ocasión, como planificadora de fiestas para los ricos y famosos.
—Creo que lo mejor sería que tuviéramos esta conversación en privado, señorita St. Sebastian.
Sarah asintió con resignación. Las aventuras de su hermana eran, normalmente, cortas e intensas. La mayoría terminaba amigablemente, pero en algunas ocasiones, ella había tenido que aplacar algún ego masculino. Parecía que aquella era una de esas ocasiones.
—Acompáñeme, señor Hunter.
Sarah lo llevó a una sala de juntas acristalada, cuyos ventanales ofrecían una magnífica vista de Times Square.
—¿Le apetece tomar un café o una botella de agua?
—No, gracias.
Aquella respuesta tan seca la disuadió de invitarlo a que se sentara. Sarah se cruzó de brazos y dijo:
—¿Quería usted hablar de Gina?
Él la observó.
—No se parece usted mucho a su hermana.
—No.
Ella estaba muy cómoda con su complexión esbelta y sus rasgos faciales que, según su abuela, eran de una belleza clásica, pero sabía que no se acercaba al físico deslumbrante de Gina.
—Mi hermana es la única belleza de la familia.
—¿Y también es la única ladrona?
A ella se le cayó el alma a los pies y se quedó boquiabierta.
—Le ruego que me perdone, pero ¿qué ha dicho?
—Podría hacer algo más que rogarme que le perdone, señorita St. Sebastian. Podría usted ponerse en contacto con su hermana y pedirle que me devuelva la valiosa figura que robó de mi casa.
Al oír aquella acusación, a Sarah se le cortó el aliento.
—¿Cómo se atreve a hacer una acusación tan difamatoria y absurda?
—No es difamatoria ni absurda. Es un hecho.
—¡Está usted loco! Es posible que Gina sea superficial y un poco descuidada algunas veces, ¡pero nunca se llevaría nada que no le pertenece!
—Tal vez se convenza usted de lo contrario después de ver este vídeo de una de mis cámaras de seguridad —replicó él, mientras sacaba su iPhone.
Abrió el vídeo y le mostró a Sarah la pantalla del teléfono. Ella vio una imagen de algo que parecía una biblioteca o un despacho; la cámara enfocaba una estantería de cristal con varias repisas. Los objetos que había sobre ellas estaban perfectamente iluminados y colocados para conseguir la mayor espectacularidad posible. Eran una mezcla ecléctica: Sarah se fijó en una máscara africana de búfalo; en un pequeño disco de esmalte situado en una peana de laca negra; y algo que parecía una estatua de la fertilidad precolombina.
Mientras Sarah seguía observando la imagen, apareció una melena rubia y rizada en la pantalla, y a ella se le aceleró el corazón cuando la propietaria de aquella melena platino se acercó a la estantería. Al verla de perfil, constató que se trataba de su hermana.
Gina miró por encima de su hombro, toda inocencia y despreocupación, sonriendo. Cuando desapareció de la pantalla, el medallón de esmalte ya no estaba en su sitio. Hunter detuvo la imagen, y Sarah se quedó mirando la peana vacía como si fuera una pesadilla.
—Es un esmalte bizantino —dijo él, secamente—. De principios del siglo , por si le interesa. Uno muy parecido a este se vendió en Sotheby’s, en Londres, por más de cien mil...
Sarah tragó saliva.
—¿Dólares?
—No, libras.
—¡Oh!
Había rescatado a Gina de muchos líos, pero aquello... Sarah estuvo a punto de dejarse caer en una de las sillas de la sala de