Chantajes y secretos
Por Rachel Bailey
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Beth jamás consiguió olvidar al único hombre al que había amado pero, aunque la atracción que había entre ambos seguía siendo fuerte, sabía que debía resistirse. El hecho de rendirse a él, aunque sólo fuera por una noche de pasión, podía desvelar su secreto.
Rachel Bailey
Rachel Bailey developed a serious book addiction at a young age and has never recovered. She went on to earn degrees in psychology and social work, but is now living her dream—writing romance for a living. She lives on a piece of paradise on Australia’s Sunshine Coast with her hero and four dogs. Rachel can be contacted through her website, www.rachelbailey.com.
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Chantajes y secretos - Rachel Bailey
Capítulo 1
Nico Jordan observó la fachada de la casa donde vivía la viuda de su hermanastro y frunció el ceño. Era una fría mañana de invierno. ¿Cómo había podido Beth dejarlo a él por su hermanastro Kent y aquella pretenciosa vivienda?
En realidad, para ser justos, la fortuna personal de Kent le había reportado a Beth con toda seguridad varias casas aparte de aquélla, junto con gran cantidad de joyas. Todo esto eran cosas que Nico jamás habría podido darle cuando tenía veinticuatro años.
Sin embargo, todo había cambiado bastante en los últimos cinco años. Más de lo que quería recordar.
Desgraciadamente, Kent había fallecido y Beth se había convertido en su viuda. Estos hechos suponían que Nico tenía una tarea de la que ocuparse. Dobló los papeles que tenía en la mano y llamó a la puerta. Se había ofrecido voluntario para terminar el papeleo referente a la parte que tenía su hermano de los viñedos familiares porque tenía que ver a Beth una vez más. Tenerla en su lecho una vez más.
A pesar de lo mucho que se había esforzado, jamás había conseguido controlar el deseo que sentía por la mujer que lo había traicionado.
Levantó el puño una vez más para volver a llamar a la puerta, pero, antes de que pudiera hacerlo, ésta se abrió. Beth apareció en el umbral, más hermosa de lo que recordaba. La boca que tan bien había conocido estaba muy abierta, al igual que los hermosos ojos de color zafiro. De repente, Nico se vio transportado cinco años atrás en el tiempo, hasta el momento en el que hicieron el amor por última vez entre los viñedos de la finca que su familia tenía en Australia. Aquel día, los dos se habían jurado amor eterno. Al día siguiente, ella se había marchado del país para casarse con Kent.
–Nico –susurró. Tenía el rostro muy pálido.
Llevaba el cabello rubio más corto, lo que le daba un aspecto más dulce a su ya hermoso rostro. Nico comprobó que había perdido algo de peso, hasta el punto de estar demasiado delgada, pero esto no evitó que el deseo se apoderara de él por completo. A pesar de todo, no le ofreció más que una cínica sonrisa.
–Buenos días, Beth. He venido para darte el pésame de la familia por la muerte de tu esposo y para hablar de algunos temas referentes a la herencia.
Beth bajó los ojos y, después, dio un paso al frente para salir al porche mientras cerraba la puerta de la casa a sus espaldas.
–Gracias por el pésame. Es muy considerado por... parte de tu familia.
Entre la familia de Kent y Beth no existía mucho cariño, dado que su padre, en parte, la culpaba por el hecho de que Kent se hubiera mudado a Nueva Zelanda para ocuparse de aquel viñedo cortando así todos los vínculos familiares. Sin embargo, ése no era el delito por el que Nico la había condenado.
–Así debe ser por la viuda de nuestro querido Kent.
Al menos, Beth pareció turbada, aunque debería sentirse algo mucho peor que eso por la angustia que lo había causado a él.
–Estoy segura de que los abogados se pueden ocupar de todo lo referente al papeleo –comentó ella, mirándolo–. No era necesario que vivieras hasta aquí desde Australia.
Nico apoyó un brazo sobre la puerta cerrada, gesto que lo obligó a bajar la cabeza unos centímetros más cerca de la de ella.
–No, bella, sí que era necesario.
Beth se estremeció al escuchar aquella forma de dirigirse a ella. Nico le había susurrado aquella palabra en muchas ocasiones, cuando pasaban las calurosas tardes tumbados en la hamaca de la casa de los padres de él o en el punto más álgido de la pasión cuando hacían el amor.
–Si tenemos que hablar, no lo hagamos aquí. Me reuniré contigo en alguna parte –dijo ella. Su voz revelaba nerviosismo, pero también determinación.
–¿Me estás diciendo que no soy bienvenido en la casa de mi hermano? –replicó Nico. No se molestó en ocultar la ironía del tono de su voz. Sabía muy bien que su hermano lo habría apuñalado por la espalda antes de invitarlo a su casa. La amarga rivalidad entre ellos, que había existido toda la vida, alcanzó el cenit cuando Kent se casó con Beth. Ella inmediatamente había atravesado el mar para cortar todos los vínculos con su pasado y, peor aún, para mantener la separación, el hijo de Kent jamás había conocido ni a su abuelo ni a su tío Nico, una situación que éste tenía intención de rectificar.
La recorrió de nuevo con la mirada. Seguramente, Kent había hecho bien en sentir una cierta paranoia referente a su esposa. Si el camino de Beth se hubiera cruzado con el de Nico después de su matrimonio, éste no habría dudado ni un segundo en cazar en el territorio de su hermano. Kent, ciertamente, no se había molestado por ninguna regla.
Sin embargo, Kent ya no estaba.
Beth lanzó una mirada furtiva hacia la puerta y levantó una mano para cubrirse el cuello.
–Nico, hazlo por mí. Si quieres que hablemos, reúnete conmigo otro día, en otro lugar.
¿Qué estaba ocultando? ¿Acaso seguía pensando en mantener a su hijo apartado de la familia o es que tenía ya un amante escondido en alguna parte? Tal vez se trataba de las dos cosas.
–Cinco minutos y ya me estás pidiendo favores, bella –dijo Nico. Dejó caer la mano que había apoyado sobre la puerta y consideró sus opciones. A pesar de su determinación por mantener duro el corazón, la súplica que se había reflejado en los ojos de Beth le llegaba de una manera que le imposibilitaba negarle nada. No obstante, debía recordar que era una buena actriz. Era la misma mujer que lo había tenido pendiente de un hilo durante once meses y que no había dudado en dejarlo cuando descubrió que su hermanastro más rico le ofrecía mejores posibilidades.
Aun así...
Decidió concederle aquel único favor.
–Sólo voy a estar aquí el fin de semana. Por lo tanto, hablaremos hoy, dentro de una hora, en la habitación de mi hotel.
–¿Dentro de una hora? –replicó. Echó la mano hacia atrás y agarró el tirador de la puerta como si quisiera apoyarse en ella–. Eso me va a resultar bastante difícil. ¿Qué te parece mañana?
Nico decidió que ya había cedido lo suficiente. Se dio la vuelta para marcharse.
–Si no estás allí dentro de una hora, regresaré. También, requeriré a un tribunal que tu hijo pueda ver a su abuelo. Ya tengo los papeles redactados en el coche y no tengo más que presentarlos.
Nico y aquel niño eran la única familia que le quedaba a su padre, lo que suponía una verdadera tragedia para un hombre como Tim Jordan. Nico siempre se había sentido muy unido a su padre, por lo que él sería capaz de cualquier cosa con tal de alegrarle la vida al anciano, en especial en aquellos momentos, cuando estaba tan enfermo.
–Nico, no lo comprendes...
Su voz, tensa y aterrorizada, no lo conmovió. Nico no tenía tiempo para escuchar sus excusas.
–Una hora, Beth. Me alojo en The Imperial.
Con eso, se dirigió hacia su coche sin mirar atrás.
Una hora más tarde, Beth estaba de pie frente a la puerta de la suite que Nico tenía en el ático del hotel.
Le resultaba imposible conseguir que su turbado cerebro pudiera pensar con claridad. Nico, el único hombre al que había amado, había vuelto. El hombre al que ella había protegido sacrificando así sus propias esperanzas de felicidad.
En cuanto él se marchó de su casa, Beth había ido corriendo a buscar a su hijo para llevarlo a la casa de sus padres, que estaba muy cerca de la de ella. Kent les había comprado la vivienda no por ser generoso con ellos, sino para asegurarse de que ella no tenía razón alguna para regresar a Australia. Los padres de Beth ya habían accedido a ocuparse del niño esa noche y el día siguiente para que ella pudiera asistir a la presentación del último vino blanco de Kent, que iba a tener lugar por la tarde, pero no les había importado en absoluto tener que cuidar también aquella mañana del pequeño Marco, o Mark, como Kent lo había bautizado. Sin embargo, ella prefería llamar a su pequeño de cuatro años de la manera que sentía más cercana a su corazón.
Estaba segura de que sus padres sabían perfectamente quién era el padre del niño. El cabello rubio y la piel clara de Beth ni las similares características de Kent jamás habrían podido producir un niño con fuertes rasgos mediterráneos. La piel olivácea de Marco, los ojos color chocolate y el oscuro cabello reflejaban claramente los rasgos que Nico había heredado de su propia madre. Sin embargo, los padres de Beth jamás habían dicho nada y ésta, en silencio, les había dado las gracias por su discreción.
Pero si Nico veía al pequeño...
No. Todavía, no. No podía dejar que Nico se acercara a su propio hijo hasta que fuera seguro. Las consecuencias para Nico eran aún demasiado importante como para que se enterara. Sólo necesitaba mantener el secreto mientras estuviera de viaje allí. No faltaba mucho tiempo para que Beth por fin pudiera sincerarse con todo.
Mientras tanto, aunque no le resultara conveniente, si Nico quería verla aquel día, no le quedaría más remedio que ceder. Ella sabía lo que estaba en juego. Nico no.
Con una pesada sensación en el corazón, llamó a la puerta. Oyó pisadas al otro lado, justo antes de que se abriera.
Nico apareció al otro lado, alto, corpulento y dueño de una belleza de rasgos oscuros. El pulso de Beth se aceleró sin necesidad de que él hiciera nada. Su rostro no revelaba en absoluto lo que pensaba ni la animaba en modo alguno, pero ella lo necesitaba. Sólo verlo la llenaba de dicha, tal y como le había ocurrido hacía una hora. Tal y como le había ocurrido siempre, cuando los dos eran más jóvenes.
–Dame el abrigo –le dijo él extendiendo la mano.
Beth se desabrochó el cinturón y se lo quitó. Nico tomó la prenda y la colgó en la percha que había en la pared. Entonces, el deseo se reflejó en sus ojos oscuros mientras la miraba de la cabeza a los pies. Por fin, sonrió con satisfacción y la miró a los ojos.
Beth se miró a sí misma. Iba ataviada con un vestido de color rosa, de lana, de corte suelto y que le llegaba hasta la rodilla. Toda