Noche robada
Por Teresa Southwick
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Con su buena disposición y sus grandes dotes de persuasión, Sam estaba segura de poder devolver al doctor Mitch al buen camino. Lo que no esperaba era que él también tuviera grandes dotes de persuasión… y de seducción.
Teresa Southwick
Teresa Southwick discovered her love for the written word because she was lazy. In a high school history class she was given a list of possible projects and she chose to do an imaginary diary of Marie Antoinette since it seemed to require the least amount of work. But she soon realized that to come up with any plausible personal entries for poor Marie she needed to know a little something about the woman. Research was required. After all, Teresa sincerely wanted to pass the class. Nowadays, she finds that knowing as much as she can about her characters is more fun than it is work. She is the author of 20 books, four of them historicals for which she had to do research. She s happy to say laziness played no part in the creative process and no brain cells were harmed in the writing of those books. She has no pets as her husband is allergic to anything with fur. Preserving her marriage seemed more expedient to her than having a critter curl up by her desk as she writes. She was conceived in New Jersey, born in Southern California, and got to Texas as quickly as she could, where she s hard at work on a series for Silhouette Romance called Destiny, Texas. Never at a loss for inspiration or access to the male point of view, she s surrounded by men including her heroic, albeit allergy-prone, husband and two handsome sons.
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Noche robada - Teresa Southwick
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2008 Teresa Ann Southwick
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Noche robada, n.º 1771- abril 2019
Título original: Expecting the Doctor’s Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1307-846-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
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Capítulo 1
ESE hombre estaba preparándose para enfrentarse a la muerte.
Samantha Ryan observó como cambiaba la expresión del doctor Mitch Tenney. Pasó de aburrimiento a interés y de interés a pura intensidad cuando recibieron la llamada de aviso. Se trataba de un ahogado y llegaría en cinco minutos.
Comenzó a dar órdenes a las enfermeras que había tras el mostrador.
—Avisen a todo el mundo. Quiero al equipo de traumas aquí abajo. Los servicios de emergencia están a punto de llegar con un niño. Lo han sacado de una piscina y no respira. Han conseguido abrirle una vía respiratoria, pero no han podido ponerle suero. Así que necesitamos abrir. Quiero tener listo el equipo de reanimación y también todo lo necesario para intubarle. También necesitaremos un aparato de ventilación asistida. Avisen al laboratorio para que nos den prioridad. Necesitaremos una valoración del oxígeno en la sangre.
La intensidad de sus palabras se reflejaba en sus ojos azules mientras miraba a la gente.
—Deprisa, es un niño de dos años.
Samantha se quedó sin respiración al ver que se acercaba a ella. Quería ponerse en movimiento y echar una mano, como hacían todos los demás, pero ella no tenía ningún tipo de entrenamiento médico que les pudiera servir de ayuda. Por otro lado, él ni siquiera le hablaba.
Estaba allí para observarlo. Su trabajo era convertirse en su sombra y tomar notas.
Al director de los servicios de urgencia le habían notificado que habría alguien allí de la empresa consultora Marshall. Tenía una etiqueta temporal que evitaba que la echaran del hospital, pero el doctor Tenney la había ignorado por completo hasta ese instante, cuando pasó a su lado y le ordenó de mala manera que se quitara de en medio.
Se sintió completamente inútil, tanto como la planta que decoraba la sala de enfermeras. También se sentía invisible, no como el médico; todos lo miraban con atención y a nadie se le pasaba por alto su presencia. Entre otras cosas, por su imponente apariencia física.
Creía que, si decidía dejar la medicina, podría trabajar como modelo o actor de cine. Pero no creía que fuera a ocurrir. Estaba claro que era un excelente profesional. Aunque también brusco, condescendiente y beligerante. Había molestado a demasiadas personas y ahora su puesto de trabajo en el hospital Mercy estaba en peligro.
La administración del centro sanitario había contratado a su empresa para que evaluara su comportamiento e intentara salvar su puesto.
Se abrieron en ese momento las puertas de entrada y se aplastó contra la pared para no molestar. Los enfermeros metieron una camilla mientras informaban rápidamente del estado del niño. Eran palabras, siglas y números que no significaban nada para ella.
Un enfermero apretaba intermitentemente y sin parar una especie de bolsa de goma sobre la cara del pequeño. Había visto suficientes películas para saber que estaba ayudándolo a respirar. Del niño sólo podía ver una mata de pelo castaño y una cara demasiado pálida.
Se cerraron las puertas y un ejército de profesionales, dirigido por el doctor Tenney, rodeó la camilla. Era una batalla por su vida.
Todos llevaban sus uniformes azules y no podía distinguir quién era quién. Sólo reconocía al doctor Tenney. No podía oír nada, pero se dio cuenta de que cada vez que el médico hablaba, alguien obedecía inmediatamente sus órdenes, no se limitaban sólo a escucharlo.
Algún tiempo después, Tenney salió de la sala y fue directamente hacia el mostrador de las enfermeras.
—¿Ha llegado ya la familia, Rhonda?
—La madre viene de camino, pero le ha pillado un atasco de tráfico —repuso la curvilínea enfermera—. El hermano adolescente del niño está aquí. Él estaba a cargo del pequeño.
La expresión en su rostro, que ya era rígida, se intensificó un poco más.
Lo siguió a la sala de espera. No fue difícil reconocer al hermano. Era el que tenía los pantalones empapados y sostenía la cabeza entre las manos. Al lado estaba sentada otra joven.
El chico se puso de pie cuando Mitch llegó a su lado. Sabía que eso iba a ser otra batalla. No quería verlo, pero no tenía más remedio. En parte, estaba allí para ver cómo se enfrentaba el doctor Tenney a ese tipo de situaciones. Después, su jefa desarrollaría un plan para ayudarlo a corregir cualquier actitud que pudiera considerarse ofensiva.
Se apartó a un lado para poder ver y escuchar sin molestar a nadie.
—¿Cómo está mi hermano Ty?
—Hemos conseguido estabilizarlo. Está conectado a un respirador artificial.
—¿Va a ponerse bien?
—Eso parece. Los servicios de urgencia llegaron a tiempo.
—Lo saqué de la piscina…
La joven se acercó más al chico.
—Él le hizo los primeros auxilios mientras yo llamaba a una ambulancia.
—Decídselo al alcalde —replicó Mitch de malos modos—. Puede que os dé una medalla.
—¿Qué es lo que le pasa? —preguntó la chica.
Mitch miró a los dos adolescentes con el ceño fruncido.
—¿Qué habéis tomado?
—Nada, tío —repuso el chico mientras apartaba la vista.
Tenney había dado en el clavo porque el joven ni siquiera le preguntó a qué se refería. De un modo u otro, algún tipo de droga había sido la culpable de esa situación.
—Claro, nada… ¿Siempre tienes las pupilas tan dilatadas? —preguntó el médico con sarcasmo—. Tu hermano no tiene ninguna lesión en el cuerpo. ¿Qué es lo que ocurrió?
—No lo sé. Estaba allí con nosotros y de repente desapareció.
—Os daré un consejo que es puro sentido común. Nunca se le quita la vista de encima a un niño tan pequeño. Sobre todo si estáis cerca de una piscina.
—¡Nosotros no hicimos nada!
—¡Exacto! —replicó Mitch.
—Venga, hombre, déjalo ya. Lo importante es que se pondrá bien —dijo el joven mientras se pasaba una mano temblorosa por el pelo.
—Reacciones lentas y torpes… —describió el médico sin dejar de mirarlos—. ¿Qué habíais tomado? ¿Hierba? ¿Algo más fuerte?
Los jóvenes empezaron a protestar. Él cortó sus excusas levantando la mano.
—Intentad venderle esa moto a otro. Parte de mi trabajo es saber estas cosas. Y soy muy bueno en mi trabajo. Igual que los policías. También son muy buenos y ya vienen de camino.
—¿Policías? ¿Para qué? Todo lo que hicimos fue entrar un segundo en la casa… El teléfono sonó… —repuso ella intentando defenderse.
—¿Y se necesitan dos personas para contestar el teléfono? —preguntó Mitch mientras sacudía la cabeza—. Aunque eso fuera verdad, que no lo creo, no hay llamada telefónica lo suficientemente importante como para dejar de vigilar a un niño de dos años al lado de una piscina.
—Espera un poco, hombre…
—No me hables así. Llámame «doctor» o no me llames nada. Ese niño debería estar jugando ahora mismo o viendo dibujos animados. Y mirad dónde está —les dijo con un dedo acusador—. Se supone que teníais que protegerlo y habéis metido la pata.
—Pero acaba de decirnos que se pondrá bien —repuso la chica.
—Aún tenemos que hacerle unas pruebas para asegurarnos de que es así. Y durante las próximas cuarenta y ocho horas tendrá que estar en observación. Aún no está fuera de peligro. Avisadme cuando llegue su madre —les dijo mientras los fulminaba con la mirada.
Se dio media vuelta y desapareció tras las puertas dobles.
Exhaló con fuerza. Acababa de ver al infame Mitch Tenney en acción. El hospital tenía una política bastante estricta en cuanto a conducta. Tres quejas podían significar el despido. Tenney ya había recibido dos y aquélla podía ser la tercera. La situación era muy complicada y se dio cuenta de que estaba de parte del médico, pero también sabía que Tenney debería haberse callado sus opiniones y dejar que la policía se encargara de ellos.
Era un alivio que Darlyn Marshall, su jefa, fuera a ser la consejera de Mitch Tenney. Ella era bastante nueva en su empresa y él era el primer cliente que tenía en el hospital Mercy. Ese centro tenía más de dos mil empleados, podía ser un contrato muy lucrativo para su firma. No quería echarlo todo a perder sólo porque no estaba siendo todo lo profesional que debía. Pero no podía dejar de pensar en que ese hombre era un héroe.
En manos menos hábiles que las suyas, ese pequeño no se habría salvado. Pero la actitud del médico no era la más adecuada y el objetivo de la empresa consultora Marshall era salvarlo a él.
Mitch miró el nombre sobre la mesa de despacho. Samantha Ryan…
Recordaba haberla visto en la sala de urgencias el día que le tocó asistir al pequeño Ty. El niño había estado a punto de morir ahogado. Sintió náuseas al recordarlo. Sabía mejor que nadie que todos los días pasaban cosas y existían los accidentes. Pero algunas cosas ocurrían por negligencia y estupidez. Su tolerancia era muy baja para ese tipo de individuos.
La miró a los ojos. Le dio la impresión de que su nombre iba bien con su aspecto. Tenía el pelo castaño claro con mechones dorados por el sol. Sus ojos marrones estaban llenos de optimismo. Bajó la vista hasta su boca y le sorprendió la sensualidad de sus labios. Una ola de deseo lo atravesó en ese instante. Su boca tenía forma de corazón y sintió la absurda urgencia de probar sus labios. Se los imaginó dulces y suaves. Pero no podía distraerse con esas cosas, tenía que concentrarse en sacarla de quicio.
Y eso era lo que estaba haciendo en ese instante. Acababa de entrar en su despacho y se habían estado mirando a los ojos más tiempo de lo normal. El silencio empezaba a resultar embarazoso. No para él. Dominaba completamente la situación, pero no le costó darse cuenta de que ella estaba cada vez más tensa e incómoda.
Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que ella sucumbiera y necesitara llenar el silencio con palabras. La señorita Ryan se aclaró la garganta, tragó saliva y se recolocó en su silla.
—Bueno, doctor Tenney…
—Llámeme Mitch.
Ella se quedó pensativa un segundo.
—¿Se sentiría más cómodo si lo llamara así?
—¿De verdad le importa que me sienta cómodo?
—¿Siempre es así de combativo?
Se cruzó de brazos y la miró con intensidad.
—¿Cree que estoy siendo combativo?
—Sólo quiero conocerlo mejor y entender cómo trabaja en el hospital.
—¿De verdad?
Un lado de su sensual boca se elevó formando media sonrisa. Pero fue un gesto muy breve.
—Si insiste en responder cada pregunta con otra, este proceso va a ser muy poco productivo.
Eso era lo que pretendía. Se suponía que iba a reunirse con la consultora principal, Darlyn Marshall, pero al parecer se había encontrado mal y había tenido que irse a casa. Le alegró saberlo, no quería estar allí. Pero, antes de que pudiera marcharse, la recepcionista lo había llevado hasta ese despacho. Le pareció que observar a Samantha Ryan era una buena manera de entretenerse mientras perdía el tiempo.
Pero estaba muy claro que ella no se sentía igual. Hacía lo imposible por no mostrarlo, pero parecía muy incómoda con la situación.
—¿Lleva mucho tiempo en este negocio del asesoramiento profesional, señorita Ryan?
—¿Por qué no me llama Samantha?
Tuvo que contener una sonrisa ante tal respuesta. Le daba la impresión de que llevaba poco tiempo dedicándose a ese tipo de trabajo, pero estaba claro que era rápida e inteligente.
—Muy bien, la llamaré Samantha.
—¿Por qué no se sienta? —le preguntó ella mientras señalaba el sillón situado frente a ella y al otro lado de la mesa.
—Gracias —repuso él con educación.
Pensó que sus buenos modales conseguirían confundirla. Ni él mismo entendía por qué quería ser difícil, pero así era como se sentía.
Echó un vistazo al despacho. La empresa estaba en un gran edificio de oficinas y muy cerca del hospital Mercy. El despacho de la señorita Ryan no era más que un pequeño cubículo sin ventanas al exterior. Las paredes estaban llenas de marcos de caoba. Pero, en vez de pinturas o paisajes, enmarcaban frases que intentaban motivar a la gente. En uno de esos cuadros se leía que el éxito era el uso inteligente de los errores.
Se quedó reflexionando unos segundos. El no podía permitirse el lujo de cometer errores. Alguien podía morir si fallaba. Otro de los cuadros afirmaba que los obstáculos no eran otra cosa que lo que uno vería si apartaba los ojos de su objetivo final.
Sus objetivos no eran nada complicados. Sólo quería mantener a los pacientes con vida y no involucrarse de manera personal. Ni con esos pacientes ni con nadie.
En la pared tras la señorita Ryan había un gran cuadro con un puente y una puesta de sol.
Debajo estaban escritas las palabras: «Sé un puente. Los problemas se convierten en oportunidades cuando las personas adecuadas se unen».
Samantha Ryan levantó la vista en ese instante y vio que estaba mirando ese cuadro.
—¿Qué le parece esa idea?
Sabía que iba a arder en el infierno. Pero, cuando vio sus labios, no pudo evitar pensar en otro tipo de unión que no tenía nada que ver con el puesto de trabajo.
—Es una idea bonita que no tiene sentido en el mundo real —repuso él encogiéndose de hombros.
—Me alegra ver que ha venido a verme con la mente muy abierta. ¿Le resulta útil ser así?
—Sarcasmo —repuso él—. Me gusta eso en las mujeres.
Vio como apretaba los labios. Con algo de nerviosismo, se recolocó el cuello del jersey dorado que llevaba debajo de una chaqueta de ante. El optimismo de sus ojos se había esfumado. Se imaginó que había conseguido herirla de algún modo con sus palabras.
—Es irrelevante si le gusta como soy o no, Mitch. Necesita concentrarse en sus objetivos.
—Si tengo que concentrarme en usted, estoy dispuesto a hacerlo —le dijo con una sonrisa.
La señorita Ryan apartó la vista al verlo sonreír y se puso unas gafas de marco grueso y negro. Se las ajustó sobre la nariz y revisó los papeles que tenía frente a ella en la mesa.
—Muy bien. ¿Sabe por qué está aquí?
—Sí.
—¿No quiere desarrollar un poco más esa respuesta?
—No.
—¿Conoce la estricta política del hospital en cuanto a la conducta de sus empleados?
—¿Se refiere al hecho de que te despiden si se presentan tres quejas contra ti?
—Sí, a eso me refiero.
—Pues sí, conozco esa norma.
—Y, ¿es consciente de que está a punto de que lo inviten a salir por esa puerta y le den con ella en el…? ¿En el trasero?
Samantha bajó la vista hacia esa