Pasión argentina: 'La seducción del dinero'
Por JENNIFER LEWIS
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En un momento de locura, Susannah había cedido, tanto a la exigencia de él como a su propio deseo. Ahora tenía que volver a Sudamérica para tratar de nuevo con aquel hombre persuasivo y sensual… así como para afrontar las consecuencias de aquella inolvidable noche que había pasado en la cama de un extraño.
JENNIFER LEWIS
Jennifer Lewis has always been drawn to fairy tales, and stories of passion and enchantment. Writing allows her to bring the characters crowding her imagination to life. She lives in sunny South Florida and enjoys the lush tropical environment and spending time on the beach all year long. Please visit her website at http://www.jenlewis.com.
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Pasión argentina - JENNIFER LEWIS
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2009 Jennifer Lewis
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pasión argentina, n.º 1708 - agosto 2022
Título original: In the Argentine’s Bed
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1141-299-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Epílogo
Capítulo Uno
¿Cómo lograr que un completo extraño entregue una muestra de ADN?
El coche que Susannah Clarke había alquilado ya casi se había quedado sin gasolina. Ella había sabido que la hacienda Tierra de Oro estaba bastante alejada de Mendoza, Argentina, y había previsto todo con cautela. Pero tanto el vehículo como su depósito de gasolina eran muy pequeños… en comparación con las enormes distancias que había entre un lugar y otro en aquel país.
Enormidad que también se aplicaba al propio temor que se había apoderado de ella.
Miró a la derecha y pudo ver cómo brilló el sol sobre los picos nevados de los Andes. A su alrededor se expandía la fértil tierra en la que se encontraban enclavados algunos de los viñedos más importantes del mundo.
Cuando se desvió de la carretera principal, la señal que marcaba el nivel de gasolina bajó por debajo de cero. Susannah pidió silenciosamente que el coche aguantara un poco más. No quiso tener que ir andando hasta la casa a la que se dirigía para dar una tremenda noticia.
–Oye, creo que eres el hijo ilegítimo de mi jefe… ¿tienes un bidón de gasolina que puedas prestarme?
Tragó saliva con fuerza al comenzar a ver una edificación y respiró profundamente.
Dejó de pisar con fuerza el acelerador del vehículo ya que se sintió ansiosa por no gastar la poquísima gasolina que quedaba. Una hilera de cipreses se extendía a ambos lados de la carretera secundaria por la que estaba circulando. Una elegantemente pintada señal indicaba hacia la derecha. Por fin había llegado a Tierra de Oro.
Entonces se dirigió hacia la casa. Por primera vez no acudió a aquella zona para hablar con el jefe viticultor de alguna hacienda acerca de qué uvas crecían con fuerza en las tierras del lugar o de cuántos pedidos quería Hardcastle Enterprises para su restaurante insignia.
Llegó a un majestuoso jardín que rodeaba a una preciosa casa antigua de techo de tejas rojas y grandes ventanales.
Detuvo el vehículo frente a la puerta principal de la vivienda. Abrió la puerta del coche y se bajó de éste mientras sintió lo revolucionado que tenía el corazón.
En ese momento escuchó unos ladridos, ladridos que cada vez parecieron más cercanos. Dos enormes perros blancos se acercaron a ella desde la vivienda.
Susannah se atemorizó. Se echó para atrás y trató de abrir de nuevo la puerta del coche mientras se imaginó ser devorada por aquellos perros en la propiedad de Amado Álvarez.
La puerta del vehículo no se abría…
–¡Ayuda! –gritó al observar cómo el primero de los perros se acercó a ella.
El animal saltó sobre su cuerpo y la echó sobre el coche mientras el otro perro ladró y gruñó desde cierta distancia. Susannah sintió cómo un profundo dolor se apoderó de su codo al chocar éste contra la ventanilla del vehículo.
–¡Ayuda!
En ese momento la puerta principal de la vivienda se abrió y pudo oír la orden que dio una profunda voz de hombre. De inmediato, los perros se echaron para atrás y se sentaron. Comenzaron a jadear inocentemente. Todavía apoyada en el lateral de su vehículo alquilado, ella trató con todas sus fuerzas de recuperar el aliento.
Observó cómo un hombre alto se apresuró a acercarse a ella.
–Disculpe el extremadamente efusivo recibimiento que le han dado mis perros.
Aquel hombre le habló en castellano. Susannah se dijo a sí misma que era normal ya que él no sabía quién era ella.
El pelo castaño oscuro de aquel extraño cayó seductoramente sobre sus ojos color almendra. La ropa que llevaba puesta, unos pantalones caqui y una camisa color crema, revelaba sus anchos hombros y sus delgadas caderas, así como sus largas y poderosas piernas.
Era un hombre guapo.
Y tendría alrededor de treinta años… que era la edad del hijo perdido de Tarrant Hardcastle.
El corazón de Susannah, que ya estaba acelerado debido al cercano encuentro con la muerte que había tenido, comenzó a latir con más fuerza aún.
–Por lo menos no tiene que preocuparse por los ladrones –comentó.
El hombre sonrió. Esbozó una ligeramente torcida sonrisa que mostró el contraste entre sus blancos dientes y su broceada piel. Al darle la mano aquel atractivo desconocido, ella sintió cómo le dio un vuelco el corazón por razones que no tuvieron nada que ver con el miedo.
Entonces se preguntó a sí misma si se lo había imaginado o si aquel hombre le había apretado la mano de manera provocadora. La travesura se reflejó en los pícaros ojos marrones de él.
Aquel hombre tenía unas facciones aristocráticas, elegantes. Tenía una larga y ligeramente aguileña nariz. Todo acerca de él denotaba tranquilidad. Chascó los dedos y los dos enormes sabuesos se levantaron y se acercaron a su lado. Entonces lo miraron con adoración.
–Disculpaos con la señorita –ordenó, haciendo un gesto con la mano.
Los perros se dieron la vuelta de inmediato. El hombre chascó los dedos y ambos se tumbaron a los pies de Susannah.
–Estoy muy impresionada.
–Cástor y Pólux normalmente se comportan muy bien. No sé por qué se han alterado tanto con usted –comentó aquel atractivo hombre. Entonces hizo una pausa y se permitió el lujo de dirigir su arrogante mirada hacia la chaqueta y la falda de ella–. Bueno, quizá sí que lo sepa –añadió con la insinuación reflejada en los ojos–. ¿En qué puedo ayudarla?
–¿Es usted Amado Álvarez?
–A su servicio –contestó él, inclinando la cabeza en una burlona reverencia–. ¿Y usted cómo se llama?
–Susannah Clarke –contestó ella, respirando profundamente–. Yo… tengo que hablar de algo privado con usted… contigo.
–¡Qué intrigante! Pasa –indicó él, tuteándola a su vez. Señaló las anchas escaleras de piedra que había delante de la puerta principal de la casa.
Se apartó a un lado para permitirle el paso a Susannah y para que ésta subiera primero las escaleras. A ella todavía le dolía el codo debido al golpe que le había dado el perro contra su vehículo.
Pero pensó que la noticia de la que era portadora quizá fuera a dejar a Amado Álvarez con muchas más heridas que un simple codo lesionado.
Cuando entraron en la vivienda él la guió hasta un gran salón en el cual había unos cómodos sofás alrededor de una chimenea. Los dos enormes perros de él les siguieron.
–¿Has dicho que es un asunto privado? –preguntó Amado, indicándole a Susannah que se sentara en uno de los sofás de cuero. Entonces se sentó junto a ella, pero respetó una mínima distancia entre ambos para ser educado.
Los perros se echaron sobre una alfombra que había frente a la chimenea, la cual estaba apagada.
–Sí –contestó Susannah, entrelazando los dedos–. ¿Has oído hablar alguna vez de Tarrant Hardcastle?
Tras preguntar aquello se sintió muy intranquila.
Amado se encogió de hombros.
–No, ¿debería haber oído hablar de él?
–Bueno… –ella pensó que si estropeaba aquello podía perder su trabajo–, no estoy muy segura de cómo decirte esto, pero él cree que es tu padre y le encantaría conocerte.
Amado frunció el ceño y sonrió.
–¿Es esto una broma? ¿Quién te ha mandado para que hables conmigo? ¿Tomás?
Ella respiró profundamente.
–Me temo que no es una broma. Tarrant asegura que mantuvo un romance con tu madre en Manhattan en el año 1970… y que tú eres el resultado de aquella unión.
La cara de Amado reflejó gran diversión.
–¿Manhattan? ¿En Nueva York?
–Sí. Tu madre estaba allí estudiando Arte. Por lo menos así es como lo recuerda Tarrant.
Amado la miró como si ella acabara de decirle una gran tontería.
–¿Mi madre… estudió Arte en Nueva York? –preguntó, emitiendo a continuación una sonora risotada.
Entonces giró la cabeza.
–¡Mamá! –gritó.
Susannah sintió mucha vergüenza ante todo aquello. La madre de él seguramente era una mujer de cincuenta años que vivía una vida respetuosa… y que estaba a punto de enfrentarse con seguramente la única indiscreción que había cometido, indiscreción que podía llegar a alterar todas sus vidas.
Se echó para atrás en el sofá.
–¿Qué ocurre, cariño? –dijo alguien con una dulce voz.
Susannah se levantó al entrar en ese momento en el salón la madre de Amado. Ésta era una mujer bajita y regordeta de pelo canoso. Llevaba puestas unas gafas de montura gruesa y unos zapatos ortopédicos.
Susannah parpadeó. La señora Álvarez suponía un impresionante contraste con la tercera esposa de Tarrant, la cual había sido reina de la belleza.
Amado se levantó y le dio un beso.
–Mamá, te va a encantar esto, pero primero permíteme que te presente a Susannah Clarke. Susannah, ésta es mi madre, Clara Álvarez.
–Encantada de conocerte –comentó Clara, estrechando la mano de Susannah. Su piel era tan delicada como su voz y sus brillantes ojos azules reflejaron gran amabilidad–. ¿Has venido desde muy lejos?
Susannah tragó saliva con fuerza.
–Vengo de Nueva York.
–Mamá, ¿has estado alguna vez en Nueva York?
A Susannah le dio la impresión de que aquella mujer mayor, que parecía cercana a los setenta años, cambió repentinamente. Se puso tensa y una cierta dureza se reflejó en la expresión de su cara.
–Nunca.
–Pues parece que Susannah piensa que en el año 1970 estuviste allí estudiando Arte.
Clara Álvarez se rió. Pero