Tempestuosa tentación
Por Cathy Williams
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Aggie conoció al multimillonario Luiz Montes enfrentándose a su horrible acusación de ser una cazafortunas. Y las cosas fueron a peor cuando se encontró atrapada en la nieve con el arrogante brasileño.
Luiz no hizo nada para que Aggie mejorara su opinión sobre él. Sí, era increíblemente arrogante. Sí, era tan irresistible como creía ser. Y, para su exasperación, aun conociendo su fama de despiadado, descubrió que no era tan inmune a su letal encanto como había creído…
Cathy Williams
Cathy Williams is a great believer in the power of perseverance as she had never written anything before her writing career, and from the starting point of zero has now fulfilled her ambition to pursue this most enjoyable of careers. She would encourage any would-be writer to have faith and go for it! She derives inspiration from the tropical island of Trinidad and from the peaceful countryside of middle England. Cathy lives in Warwickshire her family.
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Tempestuosa tentación - Cathy Williams
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Cathy Williams. Todos los derechos reservados.
TEMPESTUOSA TENTACIÓN, N.º 2236 - junio 2013
Título original: A Tempestuous Temptation
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3097-4
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Capítulo 1
Luiz Carlos Montes miró el trozo de papel que tenía en la mano, comprobó que estaba en la dirección correcta y, desde la comodidad de su elegante deportivo negro, echó un vistazo a la casa y sus alrededores. Primero pensó que eso no era lo que había esperado, después que había sido un error ir allí en su coche. Le daba la impresión de que era el tipo de lugar en el que cualquier cosa de valor podía ser robada, estropeada o destrozada por simple diversión.
La pequeña casa adosada, iluminada por la farola, libraba una batalla perdida por ofrecer cierto atractivo. El diminuto jardín frontal estaba flanqueado a la izquierda por un cuadrado de cemento ocupado por desordenados cubos de basura, y a la derecha por un cuadrado similar en el que un coche oxidado languidecía, esperando atención. Más adelante había una hilera de negocios que incluían un restaurante de comida china para llevar, una oficina postal, una peluquería, una tienda de licores y una tienda de periódicos que parecía ser el punto de reunión para el tipo de jóvenes que Luiz sospechaba no dudarían en asaltar su coche en cuanto se alejara de él.
Por suerte no sintió ninguna aprensión al mirar al grupo de adolescentes encapuchados que había ante la tienda de licores. Medía un metro noventa y su cuerpo musculoso estaba en plena forma gracias a una rigurosa rutina de ejercicio y deporte cuando encontraba el momento. No le resultaría difícil meter el miedo en el cuerpo a cualquier grupo de adolescentes fumadores de cigarrillos.
Pero era lo último que necesitaba. Un viernes por la noche. En diciembre. Con la amenaza de nieve en el aire y un montón de correos electrónicos que requerían su atención antes de que el mundo entrara en punto muerto durante las fiestas navideñas.
Sin embargo, las obligaciones familiares eran insoslayables. Una vez visto el lugar, tenía que admitir que su misión, a pesar de su inconveniencia, era necesaria.
Resopló con impaciencia y bajó del coche. Era una noche gélida, incluso para Londres. La semana había estado caracterizada por fuertes heladas nocturnas. Una capa de escarcha cubría tanto el coche oxidado como las tapas de los cubos de basura de los jardines que flanqueaban la casa.
Se trataba del tipo de distrito que Luiz nunca visitaba, no necesitaba hacerlo. Cuanto antes solucionara el problema y saliera de allí, mejor.
Con eso en mente, pulsó el timbre hasta que oyó el ruido de pasos acercándose a la puerta.
Aggie estaba a punto de empezar a cenar cuando sonó el timbre y sintió la tentación de ignorarlo, entre otras cosas porque sospechaba quién podía estar pulsándolo. Su casero, el señor Cholmsey, había estado protestando por su retraso en el pago del alquiler.
–¡Siempre pago puntualmente! –había protestado Aggie cuando la había llamado el día anterior–. Y solo llevo dos días de retraso. ¡No es culpa mía que haya huelga de correos!
Pero según él, sí lo era. Él le había hecho «el favor» de permitirle pagar por cheque, cuando el resto de sus inquilinos pagaban en metálico... Le había dicho que había gente en lista de espera para ocupar esa casa y que no tardaría un minuto en alquilársela a alguien más fiable. «Si no tengo el cheque mañana, tendrá que pagarme en metálico», había concluido.
No conocía al señor Cholmsey en persona. Había alquilado la casa por agencia hacía dieciocho meses y todo había ido de maravilla hasta que el señor Cholmsey había decidido ocuparse de sus propiedades sin intermediarios Desde entonces, Alfred Cholmsey se había convertido en un dolor de cabeza, que tendía a hacer oídos sordos cuando había que hacer reparaciones y le recordaba con frecuencia la escasez de propiedades en alquiler en Londres.
Temía que si no abría la puerta él encontraría la manera de poner fin al contrato de alquiler y echarla. Abrió la puerta con cautela y, sin quitar la cadena, empezó a hablar rápidamente para evitar que lo hiciera su odioso y desagradable casero.
–Lo siento mucho, señor Cholmsey, el cheque ya debería haber llegado. Lo anularé y mañana tendré el dinero en efectivo, se lo prometo –deseó que el hombre tuviera la cortesía de al menos situarse en su reducido campo de visión, en vez de quedarse a un lado, pero no tenía ninguna intención de abrir la puerta. En ese vecindario nunca se podía tener cuidado suficiente.
–¿Quién diablos es el señor Cholmsey y de qué demonios hablas? ¡Abre la puerta, Agatha!
La inconfundible y odiosa voz era ten inesperada que Aggie sintió la necesidad de desmayarse. ¿Qué hacía Luiz Montes allí? ¿Acaso no era lo bastante malo que en los últimos ocho meses hubiera investigado tanto a ella como a su hermano? Los había cuestionado con la débil excusa de la hospitalidad y «llegar a conocer al novio de mi sobrina y a su familia». Había hecho preguntas inquisitivas que se habían visto obligados a sortear y, en general, los había tratado como si fueran criminales en libertad condicional.
–¿Qué estás haciendo aquí?
–¡Abre la puerta! No voy a mantener una conversación contigo desde el umbral –Luiz no tuvo que esforzarse para imaginar su expresión. La había visto las suficientes veces con su hermano y su sobrina para darse cuenta de que desaprobaba todo lo que él representaba y decía. Se había opuesto a cada uno de sus argumentos; era defensiva, peleona y todo lo que él habría hecho lo posible por evitar en una mujer.
Como se había dicho numerosas veces, no se habría sometido a su compañía si su hermana, que vivía en Brasil, no lo hubiera puesto en la desagradable situación de interesarse por su sobrina y el hombre con el que tenía relaciones. La familia Montes tenía una enorme fortuna y Luisa le había dicho que investigar al tipo con el que salía su sobrina era una simple precaución. Aunque Luiz no creía que mereciese la pena, porque estaba seguro de que la relación fracasaría, había accedido a vigilar a Mark Collins y a su hermana, que parecía formar parte del paquete.
–¿Quién es el señor Cholmsey? –fue lo primero que dijo tras entrar en la casa.
Aggie cruzó los brazos y lo miró con resentimiento mientras él miraba a su alrededor con el desdén que había llegado a asociar con él.
Cierto que era guapo, alto, poderoso y sexy. Pero desde el instante en que lo había visto se había sentido helada hasta los huesos por su arrogancia, su desprecio por Mark y por ella y su velada amenaza de que estaba observándolos y más les valía portarse bien.
–El señor Cholmsey es el casero. ¿Cómo has conseguido esta dirección? ¿Por qué estás aquí?
–No sabía que alquilabas. Soy un estúpido. Tenía la impresión de que erais copropietarios de la casa. ¿De dónde sacaría yo esa idea?
Posó en Aggie sus ojos oscuros y fríos.
–También tenía la impresión de que vivías en un lugar menos... desagradable. Otro craso error.
Aunque Luiz prefería a las morenas altas de piernas largas y carácter sumiso, no podía negar que Agatha Collins era muy bonita. Medía poco más de metro sesenta, tenía el pelo rizado y muy rubio y la piel suave como el satén. Sus ojos eran de color aguamarina, enmarcados por pestañas muy oscuras, como si el creador hubiera elegido un pequeño detalle y lo hubiera hecho muy distinto, para que destacara entre la multitud.
Aggie se sonrojó y se maldijo mentalmente por haber seguido el juego a su hermano y a Maria. Cuando Luiz había hecho su primera e indeseada aparición en sus vidas, había accedido a quitarle importancia a su situación financiera, guardándose de decir la verdad.
–Mamá insistió en que el tío Luiz investigara a Mark –le había dicho Maria–. Y él lo ve todo blanco o negro. Sería mejor si cree que sois... No exactamente ricos, pero tampoco pobres.
–Todavía no me has dicho qué estás haciendo aquí –dijo Aggie.
–¿Dónde está tu hermano?
–Él no está aquí, ni tampoco Maria. ¿Cuándo vas a dejar de espiarnos?
–Empiezo a pensar que mi espionaje empieza a dar dividendos –murmuró Luiz–. ¿Cuál de vosotros me dijo que vivíais en Richmond? –se apoyó en la pared y la miró con esos profundos ojos oscuros que siempre conseguían que su sistema nervioso entrada en caída libre.
–No dije que viviéramos en Richmond –se zafó Aggie con culpabilidad–. Probablemente te dije que paseábamos mucho por allí en bicicleta. Por el parque. No es culpa mía que te hayas hecho una idea equivocada.
–Yo nunca me hago ideas equivocadas –su escaso interés por la tarea que le había parecido innecesaria se multiplicó, convirtiéndose en sospecha. Ella y su hermano habían mentido sobre su situación financiera y probablemente habían convencido a su sobrina para que los apoyara. Para Luiz, eso solo apuntaba en una dirección.
–Cuando conseguí esta dirección, me extrañó que no coincidiera con lo que me habíais dicho –empezó a quitarse el abrigo mientras Aggie lo miraba con consternación.
Siempre que había visto a Luiz, había sido en algún restaurante de moda de Londres. Mark, Maria y ella habían sido invitados a la mejor comida italiana, tailandesa y francesa que se podía comer en la ciudad. Advertidos por Maria de que su tío lo hacía para evaluarlos, habían sido corteses pero evitado dar detalles personales.
A Aggie la había irritado la idea de que estuviera evaluándolos y más aún sospechar que no le habían parecido lo bastante buenos. Pero una cosa era aguantarlo en un restaurante; que apareciera en su casa era excesivo. La inquietaba que estuviera poniéndose cómodo.
–Podrías traerme algo de beber –sugirió él–. Mientras espero a tu hermano, podemos explorar las otras mentiras que me quedan por descubrir.
–¿Por qué es tan importante que hables con Mark? ¿No podías haber esperado? ¿Invitarlo a cenar para analizar sus intenciones otra vez?
–Por desgracia, las cosas han cambiado –pasó a la sala. La decoración no era mejor que la de la entrada. Las paredes eran color queso viejo, deprimentes a pesar de los pósters de películas que las adornaban. El mobiliario era una desagradable mezcla de muebles viejos y usados y modernos de mal gusto. En un rincón había una vieja televisión sobre una mesita de pino.
–¿Qué quiere decir «las cosas han cambiado»? –exigió Aggie. Él se sentó en un sillón.
–Supongo que sabes por qué he estado pendiente de tu hermano.
–Maria mencionó que su madre puede ser algo sobreprotectora –murmuró Aggie. Resignándose a que Luiz no iba a irse, se sentó frente a él.
Como siempre, se sentía mal vestida. En las ocasiones en las que la habían arrastrado a esos lujosos restaurantes, incluso con su mejor ropa, se había sentido desvaída y pasada de moda. En ese momento, con pantalones de chándal y un enorme jersey de Mark se sentía como un espantajo.
–Hay que ser prudentes. Cuando mi hermana me pidió que