La teoría de los sentimientos morales
Por Adam Smith
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La teoría de los sentimientos morales - Adam Smith
1759
INTRODUCCIÓN
EN FILOSOFÍA se ha considerado tradicionalmente que la relación entre el hombre y la verdad era puramente intelectual. Se ha reconocido que, en la vida efectiva del hombre, no toda afirmación era sustentada en un proceso racional, pero ha habido una cierta resistencia a llamar verdad a cualquier afirmación que no tuviese aquel sustento. Esto ha sido tan manifiesto, que aun los filósofos y los teólogos cristianos, a pesar de que han reputado a la fe como algo superior a la razón, han seguido teniendo de la verdad una idea intelectualizada, en tanto que filósofos y en tanto que teólogos. Las excepciones no hacen más que confirmar, por contraste, esa generalidad de la tradición, que viene de Grecia.
Un sentido no puramente intelectual de la verdad lo encontramos, con un matiz peculiar que desemboca en el escepticismo, en los antiguos sofistas; con otro matiz, en las llamadas escuelas socráticas; con otro, en San Agustín; con otro, en Pascal, quien nos habla de las razones del corazón que la razón no entiende; finalmente, y para no hablar de filósofos contemporáneos, lo encontramos también en los moralistas ingleses: Shaftesbury, Hutcheson, Adam Smith. En todos ellos existe la creencia, más o menos explícita y preferente, de que la verdad no es algo puramente intelectual, de que no es un producto de la pura razón, de que en la verdad se implica la vida entera del hombre. Tal vez creyeran esto porque presintiesen que aquella razón no es tan pura como ha pretendido el racionalismo, sino que contiene esas saludables «impurezas» de la carne y de la sangre, o, como dice Pascal, del corazón.
Naturalmente, cualquier sospecha sobre la pureza de la razón pone en crisis la tradicional idea de la verdad. Siendo la verdad un producto puro de la razón, sus caracteres esenciales son la universalidad y la necesidad. Parece al intelectualismo que sólo con estos caracteres puede la verdad ser considerada como tal; es decir, puede surtir esos efectos de convicción que conducen al consenso de todos frente a la evidencia. De este modo, la verdad no sólo es universal, es decir, para todos, sino que, además, es para siempre, es eterna e intemporal, es independiente de quien la formula. ¿Cómo, en efecto, podría ser considerado una verdad aquello que lo fuese ahora, pero no después; aquello que fuese verdad para mí, pero no para ti? Esto parece muy claro. Y, sin embargo…
Sin embargo, no deja de extrañarnos un poco la pluralidad y diversidad de pensamientos que se nos proponen como verdaderos, como definitivos, absolutos, universales, necesarios y eternos en el curso de la historia de la Filosofía. También es tradicional que los escépticos exhiban esta pluralidad de verdades como un argumento para negarlas a todas. Pero, mientras tanto, el racionalismo sostiene esto: que cualquier intromisión del sentimiento o de cualquier elemento vital en la esfera supuestamente pura de la razón, conduce también al escepticismo. Porque, claro: se reconoce que la vida de cada hombre es distinta, y si esta vida se entromete en la verdad, la verdad será distinta para cada hombre. Esto equivaldría, al parecer, a que no hubiese verdad ninguna. La consecuencia para la Ética es que ésta deja de ser posible, y se desvanece en un relativismo subjetivista.
Ahora bien ¿es efectivamente cierto que esto que podemos llamar la vitalización o humanización de la verdad, conduzca al escepticismo? Pienso, por el contrario, que no conduce siquiera al eclecticismo, el cual nos llevaría a pensar que la verdad anda un poco repartida, y que todos guardan alguna parte de ella. No es eso. Sin duda, la verdad es absoluta y sólo puede ser absoluta; pero está por verse que, por ser absoluta, deba ser universal e intemporal. Ante todo, no es la razón pura ni la pura razón la que elabora la verdad, porque no hay razón pura. Y, en segundo lugar, esta verdad que surge de la razón y de todo lo demás que constituye la vida del hombre, es un hombre el que la profiere y quien cree en ella, y es suya propia, como es propia también su vida, de la cual aquella verdad constituye una expresión. Una verdad es absoluta sólo cuando es auténtica.
Este modo de considerar la verdad, además de aceptar los hechos, la historicidad esencial del hombre, es el único camino que queda para eludir el tropo de Agripa que parece interponerse, y según el cual la pluralidad histórica de verdades las anula a todas como tales. Al propio tiempo, esa vitalización de la verdad o, como preferiría decir, esa humanización de la verdad, no disminuye su carácter de absoluta. Lo que ocurre es que al trasladar la verdad del plano puramente lógico, racional, al plano vital, al ser integrada la verdad en la armónica complejidad de la vida humana, el vínculo que une al hombre con la verdad se convierte en un vínculo ético.
Desde siempre había sido un problema, teórico y práctico a la vez, la adecuación entre la verdad y la vida. La verdad era adecuación del pensamiento y la realidad. Y, luego, la vida tenía que ser adecuación de la conducta con la verdad. Eran, pues, dos adecuaciones distintas: la una, puramente intelectual; la otra, moral; la una, teórica; la otra, práctica. Pero el problema existía por la previa desvinculación de lo teórico y lo práctico, de lo intelectual y lo vital; por la intemporalización de la verdad, que la desvinculaba del hombre y de su vida. Para mí, lo problemático es justamente esta desvinculación; si no desvinculamos a la verdad de la vida, si no enajenamos al hombre de su verdad, no habrá para nosotros problema en adecuar la vida a la verdad, porque la verdad es la vida. Extraemos al logos del resto de la vida, y luego nos extraña que no podamos reconstruirlo en su primaria, original unidad. Porque la verdad es la vida, ella tiene, y tiene el vínculo del hombre con ella, carácter ético. Es un vínculo de fidelidad, razón de ser de la vida, como el que nos arraiga en el suelo que nos vio nacer, como el que nos une y nos mantiene unidos a todo lo que amamos y que consideramos muy nuestro, muy propio; algo que forma parte de nosotros mismos; algo que, cuando se pierde, produce en su ausencia como una mengua de nuestro ser propio, una soledad. La verdad, en las crisis llamadas intelectuales, puede perderse también como se pierde una persona amada, por muerte o por distancia, y su pérdida deja en nuestra alma también un vacío, como la ausencia de la persona. Por esto las crisis intelectuales son crisis existenciales, vitales. Entrar en crisis, es decir, dejar de repente de sentir el sustento de nuestras ideas y creencias, no es algo que le acontezca al puro pensamiento, sino a la persona entera. Hay ahí una ruptura, una dislocación, un naufragio, o como se quiera llamar; algo más análogo de lo que parece a lo que es cometer una infidelidad, o ser víctima de ella. Fieles o infieles, sólo podemos serlo con lo próximo a nuestro corazón, con lo que es muy nuestro, no con lo extraño. Y la verdad, venimos diciendo que es verdad legítima cuando es auténtica o propia; y cuanto más propia o personal, más verdad es, porque las verdades comunes, que son de todos, nos ligan menos que aquéllas a que llegamos por nosotros mismos, y éstas hacen también nuestra vida más auténtica. Por lo mismo, la verdad auténtica es más respetable, porque es, para cada persona, su personalidad misma. Y no parece que haya, por el camino de la reflexión filosófica, otro modo posible, entre los que están hoy a nuestro alcance, de traducir en idea el afán de bondad.
La Razón accede a la divinidad en el siglo XVIII. Pero no es que la Divinidad sea considerada como Razón, porque esto es tan viejo como la Filosofía. Es que la Razón parece substituir a la Divinidad. La Filosofía moderna se inicia, con Descartes, y sigue su marcha como un racionalismo. El siglo XVII ha sido llamado la época de los grandes sistemas: Descartes, Spinoza, Leibniz son, en efecto, los grandes sistemas del racionalismo. En el siglo siguiente parece como si el poder de creación, fatigado por el esfuerzo anterior, se agotase. Y como siempre ocurre en la historia del pensamiento, después de una etapa creadora viene otra de difusión. Pero la difusión de las ideas es el primer signo de su crisis. El siglo XVIII, pues, que asiste a la glorificación de la Razón, asiste también a los primeros embates que contra ella se dirigen. Esta orientación crítica, sin embargo, no anuló al racionalismo, en sus términos tradicionales; no fue todavía una crítica a fondo como la que, por todos lados, se le dirige en nuestros días. Aquellas críticas del siglo XVIII desembocaron a lugares muy distantes: del empirismo se pasa al logicismo de Kant y al psicologismo de los moralistas ingleses. Pero es importante observar cómo la crítica de la razón plantea en ambos el problema ético.
Los moralistas ingleses parecen haberse dado cuenta de que el dogmatismo racionalista ofrecía del hombre una imagen excesivamente descarnada o deshumanizada. Se empezó por considerar que la razón era en el hombre lo distintivo, lo esencial; luego resultó de ahí que era lo superior y excelso, y se estaba ya en camino de pensar que el hombre era sólo razón y que no había en su alma nada más: nada que valiese la pena. Los moralistas ingleses restauran en la consideración filosófica lo concreto de la experiencia humana y proceden a examinar y describir en este plano los sentimientos y los modos de la conducta. Así parece que en sus