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El narrador y protagonista de este relato vive solo en una casa situada en un remoto pueblo deshabitado, y está dispuesto, según nos confiesa desde la primera frase, a desaparecer. Durante su espera, sólo una lucecita que se enciende cada noche, en algún lugar del lado opuesto del valle, perturba su tranquilidad. Para resolver ese misterio tendrá que romper su aislamiento y recorrer una vegetación espesa y hostil, poblada por animales salvajes. Al llegar al origen de la luz, se encuentra con un niño que parece salido de otra época, incluso de otro planeta. Los encuentros entre el adulto y el niño supondrán la culminación de una búsqueda que habrá llevado al protagonista a plantearse (y a plantearnos también, de la mano de la literatura) el sentido de la existencia, el profundo misterio del universo. Estamos ante una novela breve pero de gran intensidad, que nace de la zona más oscura de nuestro dolor de seres vivos, de esa «caja negra» que cada uno de nosotros lleva en su interior. Desarrollada con un estilo poético que bebe de la trágica visión de la naturaleza leopardiana, con ecos del universo kafkiano en algunos episodios, y que se desborda en un desenlace que está a la altura del mejor Rulfo, la novela de Moresco (Premio Castiglioncello 2013) representa una inmejorable oportunidad para acercarse a un escritor que día a día ha ido haciéndose un lugar en la primera línea del panorama de la novela italiana de nuestro siglo.
Antonio Moresco
Antonio Moresco (Mantua, 1947) vive en Milán. Autor tardío, se convirtió primero en escritor de culto y es ahora considerado unánimemente por la crítica uno de los mejores de su generación. Ha escrito una veintena de títulos de narrativa, ensayo y teatro, entre los cuales están Lettere a nessuno, Canti del caos, Gli incendiati, Gli esordi, La parete di luce e Il combattimento. En castellano se han publicado su novela La cebolla y el volumen de ensayos El volcán; La lucecita es la primera de sus obras que aparece en Anagrama. También ha escrito para niños: en 2008 obtuvo el Premio Andersen por Le favole della Maria.
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La lucecita - Francisco J. Ramos Mena
lucecita
1
He venido aquí para desaparecer, en esta aldea abandonada y desierta de la que soy el único habitante.
El sol acaba de ocultarse tras la cresta. La luz se está extinguiendo. En este momento estoy sentado a unos metros de mi pequeña casa, frente a un despeñadero vegetal. Observo el mundo que está a punto de sumirse en las tinieblas. Mi cuerpo está inmóvil en una silla de hierro cuyas patas se hunden cada vez más en el suelo, y, sin embargo, de vez en cuando me falta el aliento, como si me precipitara sobre un columpio con las cuerdas ancladas en algún punto infinitamente lejano del universo.
El cielo está surcado por las últimas golondrinas que vuelan de aquí para allá como flechas. Me pasan rozando la cabeza, lanzándose en picado sobre vastas esferas de insectos suspendidos entre cielo y tierra. Siento el viento de sus alas contra mis sienes. Veo claramente frente a mí el cuerpo negro de algún insecto más aquillado y más grande en el momento en que se lo traga una golondrina que lo seguía con el pico muy abierto, lanzando gritos. El silencio es tal que hasta logro escuchar el estrépito de su cuerpo, que sigue sufriendo triturado y desmembrado dentro del cuerpo del otro animal, minetras éste remonta embriagado hacia el cielo.
Permanezco todavía mucho rato aquí sentado. La luz desaparece poco a poco, todo este mundo vegetal se vuelve cada vez más oscuro ante mis ojos. Empiezan a surgir de todas partes las voces de los animales nocturnos, invisibles en el negro follaje.
Ni rastro de vida humana.
Sólo cuando la oscuridad se hace aún más densa y empiezan a iluminarse las primeras estrellas, al otro lado de esta estrecha garganta cortada a plomo, en un trecho más llano de la cresta de enfrente, hundido entre los bosques como una silla de montar, cada noche, cada noche, siempre a la misma hora, de repente se enciende una lucecita.
2
«¿Qué será esa lucecita? ¿Quién la encenderá?», me pregunto mientras camino por las calles de piedra de este pueblecito donde no ha quedado nadie. «¿Acaso es una luz que se filtra de alguna casita aislada en el bosque? ¿Acaso es la luz de una farola que ha quedado allá arriba, en otra pequeña aldea deshabitada como ésta, pero evidentemente todavía conectada a la red eléctrica, que se enciende siempre a la misma hora por un simple impulso?»
Sólo se oye el ruido de mis pasos retumbando en las callejuelas, distingo los peldaños de piedra de alguna escalera derruida, la puerta destrozada de algún establo, las ruinas de los tejados de pizarra desplomados y cubiertos de enredaderas, de las que emergen copas de higueras o laureles crecidos entre los escombros, dos pilones de piedra llenos de agua, portones de pintura brillante y desconchada.
«¿Dónde me encuentro?», me pregunto. «¿Qué es lo que veo? ¿Existe de verdad este lugar fuera del mundo que están viendo mis ojos? Aunque nadie más que yo, en todo el universo, sabe que existe, sabe que en este momento hay un hombre absolutamente solo que mueve su cuerpo entre estos restos de piedra sobre los que no cesa un solo instante, día y noche, el tormento vegetal de las enredaderas.»
Enfilo un angosto camino cuesta abajo que lleva a un pequeño cementerio. Cuando hay luna se ven claramente, al borde del camino invadido por la vegetación, iluminados casi como si fuera de día por su luz espectral, los barrancos de los que surge el ruido del agua excavando su propio lecho en las anfractuosidades sonoras de las montañas impregnadas de lluvia y en las gargantas, las grandes siluetas de los árboles que se recortan contra el cielo. Sólo de noche, a la luz de la luna, se entiende de verdad qué son los árboles, esas columnas de madera y espuma que se proyectan hacia el espacio vacío del cielo.
Si no hay luna, se tiene que andar a tientas en la oscuridad, bajo la sobrecogedora bóveda celeste acribillada de miríadas de estrellas deshabitadas y otras manchas de luz.
Una noche, cuando bajaba por ese mismo camino, justo después de un recodo donde la oscuridad es aún más densa, oí un ligero ruido entre el follaje. Me volví a mirar. Eran dos tejones. Me miraban con sus ojos cercados de blanco, casi reflectantes en la oscuridad. Me detuve asombrado. Uno de los dos tejones cruzó velozmente el camino, completando un movimiento que probablemente ya había iniciado antes de verme aparecer. El otro permaneció inmóvil y siguió mirándome fijamente, aterrorizado por aquella presencia humana en su territorio.
También yo me quedé quieto, para darle tiempo de cruzar también a él y alcanzar al primer tejón, que estaba ya al otro lado. Pero no se movió. Seguía mirándome fijamente con sus grandes ojos cercados de blanco, sin apartarse del borde del camino, al descubierto, tan aterrorizado que ni siquiera era capaz de esconderse entre el follaje.
–¡Venga! –le exhorté en voz baja–. ¡Cruza tú también! Hay alguien que te espera al otro lado. Yo me quedo aquí quieto, no tengas miedo, no te voy a hacer daño.
Pero el tejón no se movía: yo seguía viendo aquellos dos círculos blancos en la oscuridad. Entonces retrocedí unos pasos para aumentar la distancia entre nosotros y tranquilizarlo. Pero parecía clavado. Retrocedí aún más. No bastó. Seguí retrocediendo hasta antes del recodo para que ya no me viera y se decidiera a cruzar. De vez en cuando me asomaba a mirar, para ver si por fin se había decidido. Pero seguían estando aquellos dos grandes círculos blancos y, en medio de ellos, dos brillantes ojos que miraban fijamente hacia mí, adivinando mi presencia en la oscuridad.
Aquella noche tuve que retroceder hasta la aldea para que el tejón, al oír el ruido de mis pasos alejándose cada vez más, se decidiera finalmente a dar alcance al otro tejón, que le esperaba oculto entre el follaje.
Esta noche está todo negro, no hay luna. Ando por este camino cuesta abajo, hasta un último recodo después del cual se ven de repente las lamparillas del cementerio. Desciendo aún más, contemplo de lejos esa pequeña galaxia de luces en la oscuridad. Llego ante la verja cerrada. Observo de cerca las lamparillas encendidas frente a los nichos, de un color indefinible entre el anaranjado y el rojo, que palpitan intensamente en la oscuridad de esta noche sin luna. «De alguna parte saldrá un impulso que enciende también estas lamparillas...», me digo. «Pero ¿por qué hay un cementerio precisamente junto a esta aldea deshabitada? ¿Quiénes serán las personas sepultadas aquí dentro, en la tierra y en los nichos? ¿De dónde vendrán? Hombres, mujeres, creo que hasta niños, por esos montones de tierra más cortos que los demás y por las pequeñas fotografías iluminadas apenas por las lamparillas...»
Vuelvo a mi casa, por el camino negro, bajo ese bullicio de estrellas. Junto a los pilones de piedra, quizá surgido de una vieja rejilla de hierro bajo la que se escucha gorgotear el agua, distingo el perfil achaparrado y oscuro de un sapo, que huye a pesados saltos al oír mis pasos.
Entro en casa. Cierro la verja, aunque no haya nadie. Me bebo un par de vasos de agua en la cocina. Subo el breve tramo de escaleras de madera. Entro en mi reducido dormitorio. Me desnudo, me pongo el pijama. Me meto en mi pequeña cama, que chirría un poco cuando me acuesto. Me zumban los oídos en esta absoluta ausencia de sonidos. Me quedo un rato así, con los ojos muy abiertos en la oscuridad. No sabría decir cuánto tiempo. Probablemente me encuentro ya entre la vigilia y el sueño cuando me parece percibir crujidos procedentes de abajo: ruiditos secos, repentinos, quizá la madera de los muebles y de los cajones que se contrae y se dilata en la