Una huella destartalada
Por José Kozer
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Una huella destartalada - José Kozer
appasionato
Largo e Maestoso
De los diarios de José Kozer, vol.18
28 mayo a 21 agosto, 1985
En Alpedrete
28 mayo, martes. Hace dos días que no duermo (mejor no exagerar: hace dos días que duermo pocas horas). Llego a Alpedrete, con las seis horas de diferencia y ahora me encuentro a las siete de la tarde rodeado de un magnífico silencio, los ojos me arden, el piso (ahora nuestro: se nos cede en herencia) impecable; lo único es que cortaron el teléfono y la luz. Lo primero no me preocupa gran cosa; lo otro dificulta todo por unos días pero es parte de una pequeña felicidad (mi coco romántico).
He puesto el piso en orden, con la ayuda de unos amigos ha sido un día provechoso. Calculo que para mañana todo estará en regla y podré empezar a mirar hacia adentro; sentarme (para la dificultad interior un armazón ordenado, casi diría que simétrico).
He vuelto a España, estoy emocionado. Es curioso lo mucho que este país me atrae, cuánto me fundamenta, pese a no tener mucho que ver con su gente (sobre todo de Despeñaperros para arriba). Pero algo de su aura me afecta profundamente y tiene mucho que ver conmigo, tiene mucho que ver con los poemas que año a año he ido escribiendo durante mis estancias de tres meses de verano en España. De algún modo, y sin apenas darme cuenta, esa aura española se viene filtrando en mi trabajo.
En Cuba, los pocos amigos que tenía mi padre eran judíos y españoles. Recuerdo a mi padre hablando siempre de España, como si de una utopía se tratara: parecía soñar con irse a vivir a España, parecía desearla como lenguaje utópico, un lugar para recomponer su vida, su tronchada juventud polaca, su desarraigo profundo. España, las nieves; España, la austeridad: un carácter bronco, una gente de pocas palabras. Esa era su España interior, y así eran sus amigos españoles radicados en Cuba: gente de una sola palabra y por ende, gente de pocas palabras. Gente honrada.
Y yo ahora tiro para España. Es lógico. Siempre fui su heredero, el primogénito de la familia, el varón: y siempre, inconscientemente, supe que mi vida sería compensar los estropicios de la suya, cauterizar sus frustraciones y desniveles. En su nombre fui a los prostíbulos, en su nombre paso estos largos veranos en España.
Aquí estoy.
Del puente de Alpedrete al puente de bambú sobre el río Uji. Dos puentes que se funden, un puente tercero que aparece, arco iris visible en la distancia, pronto dejará de ser puente.
Dos claves de mi poesía: el entramado español fundiéndose en el entramado oriental. Hacia poniente y hacia levante proyecta su sombra el judío: la sombra de mi padre.
Aquí estoy, otro verano, en estos momentos me propongo experimentar; eso es lo que me gustaría intentar este verano, desde una gran tranquilidad interior tratar de experimentar, manipulando estructuras, imágenes, la lengua. Aprender a ignorar los pequeños problemas de la vida cotidiana, la luz que cortaron, el tren que se retrasa, el vuelo charter del otro día atestado de viejas gallináceas chillando y soltando sandeces cluecas. Experimentar me exige el reposo de la efigie.
A partir de mañana ponerme a trabajar: una propuesta austera (o sea, monocorde, obsesiva). Su método: el cansancio; utilizar las limitaciones que impone el cansancio físico para agrandar el espacio interior, sutilizarlo; buscar la quemazón. Días para apuntar (modo de apuntalar) de modo minucioso, minucioso y agotador. Llegar a extremos de cansancio permite alcanzar las estribaciones de la austeridad. La clave está en repetir.
Repetir, por ejemplo, durante varios días consecutivos un preciso ritual a la hora de comer. Comer siempre lo mismo, una ascesis. Desayuno, pan con margarina, mermelada de fresa, café y un vaso de agua mineral. Almuerzo, dos verduras, siempre las mismas, pan y fruta (una manzana). Comida, un cuarto de kilo de pescadilla hervida, dos papas al horno, agua mineral y fruta (un melocotón). He aquí un sistema: manipularlo, las semanas siguientes, cambiando algunos de sus elementos: donde dice agua mineral, vino, o vino rebajado con agua; donde dice fruta, una natilla, su lujo. Evitar la carne roja, las yemas, la cerveza: no fumar, hacer veinte minutos de calistenia, caminar un mínimo de una hora al día. Esto es irreversible, no puede fallar.
¿Por qué digo que no puede fallar? Vaya fallo.
Mi cansancio extremo, un bello apero de labranza. Por ahí, el espíritu, y por ahí la poesía, el espíritu de la poesía. En el cansancio entroncamos con nuestro ser interior, por lo menos con algunas de sus capas y fibras más finas, más íntimas. El cansancio obliga a deambular hacia el interior. A mí me aleja de un mundo exterior que veo lleno de mataduras, rasponazos, tortuosos virajes de la esfera: el antagónico mundo.
El cansancio dulcifica.
Se me cierran los ojos. Apenas puedo seguir con este apunte. Sin embargo, veo claro el camino: austeridad, interioridad, escritura: lo inapelable. Me encamino a mis tareas (bueno, más bien me encamino a la cama, muerto de cansancio): la escritura, monótona en su irregularidad, reiterativa en sus tropiezos. Toda una artimaña. Y mientras la mimo y espero, destender la cama, arrebujarme entre unas sábanas limpias, cerrar la ventana y enfrascarme en un sueño reparador, un sueño jeroglífico de cuya extrañeza, al copular con la muerte, brote poesía.
29 mayo, miércoles. Sigo sin luz. Y la luz no está en otra parte.
La nevera apagada, no me puedo dedicar a uno de los grandes placeres de mi vida, hacer la compra de la semana, avituallar la casa para dos o tres días. Salgo, compro, llego: y voy colocando todas las cosas en su sitio. Los frascos y las botellas con la etiqueta de frente, en hileras que son escuadrones; los congelados en una armonía viva de seres muertos, el pescado y las bolsas de espinacas intercambiando susurros, guiñándose hojas y ojos: todo vivo. En su lugar, fulgurando oscuridad, los vinos, tronchados, pisoteados, enyesados, exasperación de pies desnudos, exasperación de tapones y el hilo de la hez que aguarda al fondo: sabe el corazón alegre lo que le espera. Y lo sabe a través del ritual de la compra, del regreso, de la esmerada colocación horizontal de las botellas, según año, precio, celebración: fúnebre celebración al fondo de la fiesta, al fondo del paladar la uva es hez. Hez, un buen día, sin transición.
A solas, parte del día se me va en hacer la compra, cocinar, fregar la loza y los cacharros de cocina, tender la cama (Tolstoi, Tolstoi, soy Tolstoi, en el cuarto pequeño de Iasnaia Polyana). De regreso pongo el pan sobre la mesa de pino de la cocina, justo donde le dé la luz que penetra tibia y matutina aún por la ventana; así tiene sombra, sombra que comeré. Y descorcho el vino para el almuerzo, que vaya respirando: la fruta en el frutero de cerámica azul oscuro sobre fondo blanco, dos manzanas reinetas, un puñado de cerezas, el medio kilo de fresones (¡Ya viene el cortejo!/ ¡Ya viene el cortejo!
deshaciéndose en diarreas; cuidado no te deshidrates). (Ya se oyen los claros clarines.
, Señor, protégeme, protégeme y tapona los oídos de mi vecino, qué vergüenza de pedos y borborigmos), (de Darío los claros clarines, y de mí los corruscantes cuescos). Y pongo el queso pestoso
sobre el tajo de cedro, que coja aroma de bosques el queso.
Ya está la casa en orden. Y yo.
Muy cansado. Un embotamiento, más lo noto en cuanto me siento, justo lo contrario de lo que me suele ocurrir. Para mí sentarme es consagrarme al movimiento: leer, especular, intimar con la imaginación, aguardar la poesía, suscitarla esquivándola, dejándola señorear, humillarme: emboto el cuerpo al sentarme, abro la fantasía, le doy rienda suelta, tranco, suavizo, no vaya a ser que me despeñe (el heart attack está a la orden del día, mal de sedentarios) (mal de siglo): sentado me reanimo, el desánimo, por el espíritu, sucumbe.
Muy cansado, un fuerte estreñimiento; pesadez, el cuerpo cortado.
Ya está la casa en orden, desayuno. Pan con margarina, mermelada de fresa, café solo y un gran vaso de agua mineral sin gas (sin Guadalupe, no) (sin gas no, sin luz; y todavía sin teléfono). El café me supo raro, como a fósforo sin encender y a cartón mojado. Al ir a fregar la cafetera me encuentro dentro del recipiente donde cuela el café siete u ocho cajetillas de fósforos, de las habituales en USA, las había metido ahí al empaquetar las maletas, me había olvidado, colé café con fósforos: me supo raro. Boca que todo lo sabes, no hay quien te engañe.
Asimismo, gajes de soltería.
Pobre Rodríguez. Almuerzo un poco de bacalao hervido (ni pescadilla ni tapaculos en todo Alpedrete), una papa al horno, unas zanahorias cocidas y un vaso de Valdepeñas, agujero seguro hasta el fondo del útero: de postre los fresones, todos, ¡ay Darío!
4:30 de la tarde. Sólo ahora puedo sentarme un rato a tomar este apunte. El día se lo comieron los trapicheos de la normalidad, por la boca muere el poeta, n’est pas, Lezama?
Sentado. Alpedrete durante todo junio es un monasterio, su silencio, como el de Forest Hills, es bienhechor, brisa fina del espíritu de Dios. Silencio, y el Buen Dios, frío que de noche, aun siendo junio, se recrudece; amenaza lluvia, el tiempo está húmedo, y el dolor reumático de la cintura, que me empezó hace una semana en Nueva York me fogonea la carne. Soy Santa Teresa, Teresa soy; sólo que en vez de ver a Cristo, a Dios o al Diablo estoy viendo las estrellas, que ya es bastante alto.
Sentado, me noto desorientado. Día segundo del verano, con las seis horas de diferencia sigo embotado: cada año me cuesta más trabajo recuperarme de estos largos vuelos con cambio de horario. Gajes del oficio de vejez. Orientarme: pongo sobre la mesa de trabajo el libro de Ernst Pawel, The Nightmare of Reason, una biografía sobre Kafka. Ya estoy en mi centro.
Me fumo un Partagás. Su ceniza oscura que se desmorona muestra el fracaso de la revolución cubana, puro hecho a máquina, fracaso rotundo: el producto se abarata, aparece el consumidor canalla. Mejor que no esté muy bueno el tabaco, así no fumo o fumo menos: sólo con la escritura. Los burgueses fuman después de la comida, los escritores fuman durante la escritura. Y cuando venden, después de la comida también: por eso nunca se ve a un poeta fumándose un puro después de comer (a menos que un novelista amigo se lo regale).
Fumo, tomo este apunte, Alpedrete, 29 de mayo, 1985, va a llover.
Toda mi existencia está invertida en las cosas cotidianas; toda mi conciencia parece depender de la cotidianeidad; si no palpo, no soy: hago mis cosas lentamente, desde una vertiginosa desesperación interior que a veces se me sale por todos los poros, quiebra los espejos, asusta a mis amigos: y a algún transeúnte desprevenido. Y mi gran sueño, ¿cuál es? Una lenta frialdad apasionada, una quemazón que vuelva cenizas el fuego. Y quedarme quieto; éxtasis de una manzana, y de un rayo de luz, sus motas, al entrar por una ventana, comeré algún día y en un último instante de sus raudales.
Observar. Duplicar. Realzar. Adentro: vivir de manera que no tenga en realidad nada que hacer. Ser nimio, vivir hacia lo nimio, rodeándolo, acariciándolo, madre verdadera de la existencia. Mirar a los ojos lo nimio, duplicarlo en la mirada, reconocerlo en su lealtad: no te miente, no te traiciona. Su casa es la verdad; su verdad está en la casa: un mueble feo, una tranquila cesta de mimbre llena de frutas de cera empercudidas, un camastro que cruje y se hunde, la grandeza de una olla desportillada. Todo lo nimio, que es exterior, se vuelve interior.
Llueve, estoy sentado en la terraza del piso, una primera planta desde la que veo a ras de vista un macizo de caléndulas, en diagonal al alzar los ojos unos álamos grises, encopetados: no me gustan, son simbólicos. No me gustan, son poéticos; y peor, dieciochescos, en pleno siglo XX. Fuera. Miro las caléndulas, a ras, mientras llueve: una lluvia abarcable que me consuela de mi estado de embotamiento, el corazón desapasionado, filtrando cansancio que desemboca en sentimiento.
Centro de escritura.
Centro de escritura el embotamiento, la lluvia, el arriate de las caléndulas (fuego vivo y mental), la urraca posada en el abeto, silenciosa, aguardando, desde su propio embotamiento, la muerte de la lluvia, death by water (Eliot, The Waste Land). Un agua, un embotamiento, unas caléndulas en flor, llameantes en la lluvia, que me acercan al centro: ese centro piadoso de toda verdadera escritura (impalpable; insostenible a veces que entramos).
Hace dos días que no me ducho, no soy nada ducho en estar sucio. Pero hace dos días que el gato no mete un pie en el agua; sólo por los ojos porque llueve. Sucio: centro de piedad, centro de santidad, búsqueda de la escritura. El poema depende de la piedad, su aura, y si sale redondo es porque sale de las manos de la santidad: aunque diga pestilencias escatológicas, hable de la belleza del mármol o cante con letras de basura la razón de la basura.
Me ducharé. Me afeitaré. No seré este monje oscuro y animal que quiero ser. Me lavaré las orejas, desprenderé las legañas, quitaré el sicote de cuello y pies: y me pondré ajorcas en los tobillos para salir por los campos de Alpedrete a danzar, Saba, Esther, Ruth, hembras de Dios en la meseta. ¿Un pífano? Escampó.
La lluvia que cae no habla. Escampó.Y ahora es parca, gotea, se hunde entre las raíces de la tierra, su silencio más bello, a veces imperceptible rumor. Todo está lavado, y yo me voy a quitar esta tarde nueve meses de costra. Y a mi cuerpo limpio le pediré que me aguarde, que no se desespere. Ya voy. Tengo hambre, luego ceno: y al tercer mordisco me habré hartado. Para dormir.
Pronto cae la noche, todo un camino por recorrer: el pájaro concreto en su vuelo se vuelve urraca y el vocabulario al agotarse por embotamiento, reducido al máximo, grazna urraca, urraca, urraca: se marchó.
Su vuelo facilitará el vestigio que quiero ser.
Y los vivos no me reconocen.
Esta noche, dormido soñaré que paso desapercibido delante de una puerta y que a pesar del peso que llevo a cuestas nadie ve el bulto, no me ve nadie: soy un mendigo con una escudilla vaciada y limpia, arroz hervido llueve, unjo un poco de pescado hervido, pan, unas papas, unjo el vino que se transforma en agua, agua mineral y frutas, mis dos manos de madera.
Muy cansado. Pese a que se me cierran los ojos quiero tratar de aguantar hasta las once de la noche antes de irme a dormir.
30 mayo, jueves. De donde se cuenta la conversación con una niña de diez años, se prosigue con las transcripciones de un solitario que se rodea y ampara en las mil y una menudencias de la vida diaria, de lo que sucedió a la hora del desayuno y durante la larga caminata de la casa al pueblo, el regreso incluido, y donde se rememora con acopio de reflexiones la crátera de cobre con las alcachofas en flor durante una estancia en Saltillo, México.
Rocío tiene diez años, bata rosa de poplín que le llega a los tobillos, una trenza rubia recogida en castaña sobre la cabeza, medias blancas, sandalias. Siéntate. ¿Y dónde está Susana? Ahorita viene, se está acabando de acicalar. ¿Y qué es eso? No te lo digo. Y se sonríe. Oye, ¿has leído a Hobbes? No. ¿Y a Schopenhauer? No. Wittgenstein, ¿lo has leído? Tampoco. A ver, más fácil: ¿has leído a Alejandro Dumas? No. ¿Balzac? Tampoco. A ver, a ver, más fácil todavía. ¿Julio Verne? Me suena, me suena. ¿Te gusta la poesía? Sí, mucho. ¿Leíste a Paul Celan? No. A Stevens, ¿has leído a Stevens? No. ¿Algo del Romancero? Algo sí. Recítame unos versos, a ver si puedes. Sólo me sé una cosa: Conde Olinos, conde Olinos, es niño y pasó la mar. Levantóse conde Olinos, mañanita de San Juan: llevó su caballo al agua, a las orillas del mar. ¿Alguna otra cosa, Rocío? Ésta: Pinto, pinto, gorgorito, saca la vaca, de veinticinco, en qué lugar, en Portugal. ¿Te sabes el tilingo tilingo? Sí, pero no me lo sé todo. Me sé uno corto muy chistoso. A ver. Te conozco, bacalao, aunque vengas disfrazao. Bravo Rocío. ¿Y tú qué te sabes, José? Pues uno que dice así: Hermana Marica, mañana, que es fiesta, no irás tú a la amiga ni iré yo a la escuela. ¿Te gusta? Claro que sí. Oye como acaba: Bárbola, la hija de la panadera, la que suele darme tortas con manteca, porque algunas veces hacemos yo y ella las bellaquerías detrás de la puerta. No entendí. Mejor.
¿Qué son bellaquerías? Bueno, vamos a ver si eres una niña inteligente. Escucha. Te voy a hacer una pregunta muy difícil, a ver si la puedes contestar. Rocío, ¿qué es lo primero lo primero que hace Rocío todas las mañanas cuando se levanta? Eso es fácil, pues desayunar. No no, antes. ¿Antes? Pues vestirme. No, antes, mucho antes. Pues lavarme la cara. Antes, antes. ¿Cepillarme los dientes? No, chica, no, antes más. Pues, darle un beso a mi mamá. Rocío, más antes todavía, piensa, piensa. Ya sé, ya sé. Bajarme de la cama, a que sí. No. Antes de ese antes. Ay, no sé. Me doy por vencida. Piensa. Me doy por vencida, dime tú. Pues Rocío, está claro: lo primero que haces todas las mañanas al levantarte es abrir los ojos. Y me mira estupefacta unos instantes, los ojos como platos, sonríe, de pronto se sonríe, me agarra de la mano, y echándoseme encima se empieza a reír, riendo se desternilla, ríe a carcajadas conmigo, me zarandea, le hago cosquillas, me las hace, batir de alas, un cuervo, las urracas, hola Susana, cómo estás, mira qué linda está Susana, nos vamos a la piscina, adiós, que se diviertan, oigo cerrar la puerta, dos estelas, un mismo brío, oigo caer una castaña sobre el césped mullido del jardín, oigo y oigo, 1985, Alpedrete, Urbanización Las Rocas, 30 de mayo, jueves. Me despierto.
Tender la cama. Palomas. Tai Chi. Sacudes la sábana, huele a espliego sólo que huele ácido a las pesadillas de anoche. Lento proceso tender la cama: el embozo, tundir las almohadas, alisar, remeter, las fundas las sábanas remeterlas, contemplar. La blancura en precisión aguarda: la noche, el amor, la muerte: retozos, silencio. Tiendo la cama al paso, marcando dentro de mí un ritmo blanco, las estructuras del reposo. Tender la cama es inaugurar el día en reposo. Una intimidad. La verdadera intimidad es reposo, carece de poder. Al tender la cama me ejercito, procurando una intimidad, una lentitud, reposo: no pretender. No pretender con Guadalupe, mis hijas, mis sombras; que te conozco, bacalao, aunque vengas disfrazao (de sombras). La sábana, austeridad. Tendiendo la cama oigo el rumor de algunos de mis fantasmas: la presencia de Tolstoi tendiendo todas las mañanas su catre, irrisorio conde ridículo, hazmerreír mío, amado Tolstoi. Y oigo en puntillas entrar a la habitación el cadáver de mi tía Perla, lo colocan sobre el piso para velarlo, según el ritual sefardita, tendido, tía Perica en su blancura, última sábana.
Termino de tender la cama, me repliego.
Desayuno. A la hora del desayuno me sucedió una cosa extraordinaria, extraña aventura. Había pan sobre la mesa, y de la cafetera, luego de la ebullición, el agua se convirtió en café. Y el trigo se hizo pan, el agua café. Y la semilla se hizo trigo, el trigo harina, la harina pan, y el agua café. Y el café estaba recogido y quieto en una taza, el pan estaba recogido y quieto en una hogaza. Lo unté. Y el gesto amarillo de la mano amasa, redondea, criba, trilla, recorre el periplo de una luna, mira a levante, teme a poniente, unta. Está bueno el pan, muy bueno el café Java. Java, naguila Java. Y me pongo a canturrear. En verdad extraordinario, toda una aventura.
No tenía mucho apetito esta mañana. Abluciones. Hago mis necesidades, corrijo. Cuba: ensuciar, corregir, magnífica relación entre exterior e interior; ensucias mundo, papel higiénico, el agua del inodoro. Te desembarazas hacia afuera de pestilencias, detritos, la residual turbulencia que todavía te vincula a los ajetreos, los torbellinos del día anterior. Habiendo expulsado, has corregido el cuerpo interior. Las vísceras, los redaños están limpios, reordenados. El sobrante ya no retuerce, no distiende con su exceso el organismo interior. Las vísceras ocupan de nuevo su verdadero espacio, regresan a su natural condición tranquila, operarias naturales. Están los redaños a punto para el holocausto; si viene la muerte recibes limpio por fuera y por dentro a Dios.
Pasó el estreñimiento. Y me siento de nuevo a desayunar. Pan de molde tostado con margarina, café, una fruta, agua mineral.
Los cubanos decimos ensuciar y corregir, somos modestos y realistas. Los mexicanos dicen obrar, como si aquella materia prima pudiera modelarse en escultura Henry Moore de perfección, alta obra maestra. Henry Moore has been internationally hailed as Britain’s most original sculptor and was awarded The Order of Merit in 1963.
Henry Moore, Family Group, toda una obra. Chilaquiles, enchiladas, tacos, refritos, guacamole, nopal, mole, bájalos con tortillas, bájalos con tequila y pulque, bájalos y bájalos a la mañana siguiente, toda una obra.
Me voy andando al pueblo, cruzo el puente, llegó a la inmensa casona de piedra berroqueña que rezuma castillas y más castillas, ya crucé los dos parques, llegué a Alpedrete. Las diez de la mañana, el pescadero abarrotado, pido la vez, todas me miran. Soy el único hombre entre un ciento, un millar de mujeres cacareando, hablando, chismes van chismes vienen. Me pongo rojo como un tomate. Y cuando me llega el turno pido temblando un cuarto de kilo de atún. No hay. Una platija. No hay. Congrio. No hay. Merluza. Tiene 300 gramos, ¿no le importa? No me importa, no. Colorado como un tomate. Pago. El vuelto que me entrega apesta a pescado, me lo echo al bolsillo, salgo, los bolsillos me apestan a pescado, su olor baja por las perneras del pantalón, penetra el tiro, atraviesa el calzoncillo, unta, embadurna mis timbales. Más rojo que un tomate, camino de regreso.
Me siento a leer en el parque de los álamos y las acacias, unas niñas juegan con aros y muñecas, un chiquillo de pantalón corto, piernas regordetas pasa vuelta tras vuelta en un triciclo. Una vez me caí. Y mi padre, pobre, se desmayó. Kafka, Ernst Pawel. Ay, Joseph K. Oigo dar el mediodía en el campanario de la iglesia del pueblo, madre mía, el pescado, con este calor estará ya podrido. Ay, Joseph K.
Me voy pisando firme, al trote, acelerando, me huele mal el pescado, con este calor, cómo es que me entretuve, ya es mediodía y yo sin hacer el almuerzo ni la colada, maldito libro, los libros, doy dos zancadas, corro, los pies en polvorosa.
Llegué.
En la cocina, a la mesa de pino sin barnizar, tranquilo, desvaino guisantes, pelo zanahorias, una papa. Miro sobre la mesa yacer naturaleza muerta el puñado de guisantes, las zanahorias descortezadas y en carne viva, la oronda papa señora. Verde anaranjado blanco tépido de la papa. Tengo hambre.
Almuerzo, mastico y digiero. Todo obra por dentro con la mayor naturalidad. Obra, ensucia, corrige. Dios es grande.
Corrijo Alpedrete remontándome a Saltillo, México, 1983, en la casa de adobe del rancho de Bilo y de Magolo (Cárdenas) Sheridan. Una crátera enorme de cobre sobre la mesa de pirul o de ocote o troeno, qué sé yo de árboles mexicanos, qué sé yo: en la crátera habían plantado siete u ocho alcachofas que florecieron, aterradoras. Una floración astral, aterradora. Bestia fusiforme, de medio metro de altura, la comestible cabezuela no coronó y en su lugar siete u ocho gigantescas flores milenarias, anhelando sus abortadas brácteas metálicas, su pasado ancestral, al-kharshuf, siete u ocho Pithecantropus erectus aguardan al pie de la crátera a que la floración corone para saciar el hambre. Hambre siempre ancestral, hambre por antonomasia y por astronomía que me recuerdan las alcachofas en flor.
Saltillo, en casa de los (Cárdenas) Sheridan: una sala enorme, en penumbra, vigas gruesas en los altos techos de la casona de adobe, gruesos muros eternos que dan la impresión de estar a punto de desmoronarse: tantas cosas se desmoronaron aquel verano; habrá sido la maldición de la flor de la alcachofa. En la inmensa chimenea de la sala duerme un tronco grueso de pino, oloroso a trementinas: quemó aquel verano, verano de biznagas, huipil y huitlacoche, verano de milpas y de membrillos cuajados de fruta.
Los muros gruesos, altos, de la casa de adobe. Una mesa, y en su centro una crátera de alcachofas en flor, su sombra abarca toda la mesa, y crece, se desborda, siete u ocho sombras en flor trepan por las paredes, se deshilvanan por los techos, descienden, y ovillándose retrepan y bajan de nuevo, ansiosas de su floración.
Cuatro buenos amigos hablando de sus cosas, sus cosas y sus muertos: México, adentro, precipita el espanto, el recuerdo de nuestros muertos. Nuestros hombres y nuestras mujeres muertos.
Por la pelvis se les reconocerá.
3 junio, lunes. EL VIENTRE DE LA MAÑANA. Lo único que me interesa es despertar. Las primeras horas de la mañana las recibo, feliz, a cámara lenta. A partir de la una, como mucho las dos de la tarde, el día decae: carece de gracia, está tocado por manchas de grasa, jaspeado por el tizne de dos digestiones.
Entro en la mañana, despierto: encajo la luz, y por la cuenca vacía de los ojos entra el vano de la ventana, y entra el cristal, con su marco: me acerco despierto a una ventana, quiero mirar. Todo transparente: el cráneo, el corazón, la molleja, la cloaca, el ano de la urraca; y las raíces adventicias, el líber, médula y duramen, los círculos concéntricos del álamo. La urraca alza vuelo al acercarme a la ventana, se posa en las ramas del álamo: revuelto el universo cae una hoja, su caída se transparenta ante mi mirada: su envés, parénquima, haz vascular, los nervios. Soy un intruso.
Aquél que despierta es un intruso.
Recibo el golpe de la mañana, abro los ojos, estoy despierto: salí del vientre de la noche, entro en el vientre de la mañana. Atrás el sueño de la buena muerte (dormir). Despierto, la buena suerte. Y cruzo los dedos al despertar todas las mañanas para que se retrase la muerte, la mala muerte.
El sueño es la buena muerte.
Despertar la buena suerte.
Morir es la mala muerte.
Horario matutino (mis horarios son un exorcismo): desayuno frugal, abluciones según el ritual judaico, cinco minutos de movimientos imitando el paso de la grulla, dos, tres minutos ídem