Tiempo de Hiroshima
Por Suso Mourelo
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Hermoso relato y descripción del autor, de una ciudad que lejos de ser una meca del turismo tradicional, se reinventó tras la tragedia y atrae con el encanto de la sutileza y resiliencia de sus gentes y en la historia nueva que se escribe todos los días.
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Tiempo de Hiroshima - Suso Mourelo
SOBRE EL AUTOR
SUSO MOURELO (Madrid, 1964)
Escritor y cronista. Ha trabajado en distintos ámbitos de la comunicación y la cultura como reportero, director de programas divulgativos, gestor cultural y coordinador de exposiciones internacionales. Ha vivido en lugares como Santiago de Compostela, Londres, Basilea e Indianápolis. En la actualidad pasa largas temporadas en Hiroshima.
La literatura de viajes conforma el grueso de su obra publicada y también es autor de la novela de no ficción La frontera Oeste (Caballo de Troya, 2006). En 1999 emprendió un largo viaje por China que supuso un profundo cambio vital. De esa experiencia nació su primer libro, Adiós a china. Catorce mil kilómetros por un gigante en transformación (Espasa, 2001; Interfolio, 2006). En 2011 publicó Las cinco tumbas de Gengis Khan. Un viaje por Mongolia (Gadir) y Donde mueren los dioses. Viaje por el alma y por la piel de México (Gadir). Japón constituye su pasión literaria y vital al que dedicó En el barco de Ise. Viaje literario por Japón (La Línea del Horizonte, 2017); ahora vuelve con este retrato vehemente de la ciudad de Hiroshima.
SOBRE EL LIBRO
A Hiroshima hay que acercarse desde el presente, sin trazos de color sepia, sin negrura, pues lo negro, nos dice el autor, ya está contado. En la ciudad de los seis brazos, los que traza el río Otâ hasta deshacerse en el mar interior de Seto, hace mucho que cicatrizó esa herida abierta infligida a la humanidad, de la que hablaba Kenzaburo Ôe. Los árboles desafiaron malos augurios y hoy se sujetan firmes a la tierra; el agua, omnipresente, marca el devenir de una ciudad que rinde culto a la yurusu bunka, la cultura del perdón.
Hay ciudades narcisistas y presumidas, urbes lujosas y desapacibles como el vestíbulo de un hotel de aeropuerto, villas peligrosas y ciudades que cansan. Unas exigentes, otras desleales, algunas feas y otras coquetas. Hiroshima no tiene de qué presumir y por eso no es ingrata, no exige llegar, sino estar. Si alguien pensó que se doblegaría a su historia, no imaginó con qué fuerza se levantaría de nuevo desterrando la tristeza. Canto a la vida y crónica de la esperanza, este no es un libro de historia sino un relato sobre la capacidad humana de sobreponerse a la tragedia y crear, sobre las cenizas, vida y belleza.
Si algo es bello o querido, no hay razón para sustituirlo. No la hay en una cultura que ha primado lo usado frente a lo nuevo, lo impar frente a lo equilibrado, lo imperfecto frente a lo inmaculado.
SUSO MOURELO
Tiempo
de Hiroshima
SUSO MOURELO
Título de esta edición:
Tiempo de Hiroshima
Primera edición en
LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES:
mayo de 2018
© de esta edición:
LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES:
www.lalineadelhorizonte.com
info@lalineadelhorizonte.com
© del texto: Suso Mourelo
a través de Ángeles Martín Agencia Literaria
© de la maquetación y el diseño gráfico:
Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico
© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá
ISBN ePub: 978-84-15958-95-6 | IBIC: WTL, 1FPJ
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
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Tiempo
de Hiroshima
SUSO MOURELO
A Beatriz
A Laura
El río acuna al sol en su viaje de vuelta. Una mujer descabalga la bici en un paso de ballet, un chiquillo vuela columpiado por ángeles, dos adolescentes se acurrucan junto al río. El tranvía contradice al sol y cruza hacia el este por el puente de piedra.
El nombre de Hiroshima era sinónimo de tristeza. Basta un día para romper la gramática de lo pensado.
Se había hecho de noche mientras aguardaba frente al mar. No esperaba nada, si eso es posible; siempre se espera algo en un puerto: una singladura, una nasa, un pirata, a un viajero.
Acababa de llegar sin saber qué me había llevado allí al rato de atracar en la ciudad. Ni siquiera tenía certeza de por qué había cambiado mi peregrinación por Japón y virado a Hiroshima.
Entonces, en el puerto, sentí que tomaría un barco: es decir, que zarparía y volvería. En ocasiones los lugares, como los extraños, saben de nosotros lo que nosotros desconocemos.
Antes de que el mar se volviera negro, ese joven pasajero que volaba cruzó el ocaso; sin duda, solo corría para llegar a la cena. Pero la realidad es lo que se percibe. Ni eso, solo lo que se interpreta.
Acababa de tocar Hiroshima y no quería irme, pero, al mismo tiempo, deseaba tomar un barco. Lo haría un día, lo haría más veces.
Eso fue tiempo atrás, dos años antes.
Quien regresa a un lugar lo hace por un motivo: un recuerdo, un paso pendiente, una cita, el placer de mostrar a otros el espacio en el que se sintió feliz o extraño. O las razones se engarzan, como la manzana y la harina del pastel que saboreo en el café del puerto.
Volví en invierno y primavera, vivo en otoño en ella. Me dije que lo hacía, también, para contar la vida in situ. No es posible: el cuaderno, el manantial de la escritura, engorda cada día, los papeles sueltos se pegan a sus hojas y, en esa demora, el manuscrito aguarda. La realidad zancadillea a lo previsto y ahora sé que tendré que abandonar la ciudad para que lo sentido se decante. La ciudad era el destino, pero puede ocurrir que el destino se convierta en el lugar del que se parte.
Me dije que volvía para contar la alegría que había encontrado tras mi prejuicio y, por eso, iba a narrar lo bello frente a lo triste. Luego descubrí que una flor no se abre si se le amputan las raíces, que debía partir de la oscuridad para exhumar la claridad. Y, de nuevo, me dispuse a vagar.
Anduve muy despacio para escuchar las voces de mujeres, de hombres, de viejos y de niños. Un día estuve con quien era un niño el 5 de agosto de 145: había ido a ver a su madre, que acababa de parir en un pueblo a las afueras de la ciudad; le había prometido a sus abuelos, con quienes vivía, que estaría de vuelta esa noche. Rompió la promesa y se quedó junto a su hermanito recién nacido; horas después, en la parada del tranvía a Hiroshima, vio un relámpago que no se apagaba y, aturdido, se dio la vuelta; oyó el trueno más grande y echó a correr.
Era un hombre afortunado, le dije, y me miró sin alegría ni afectación. No, no lo era, se sentía culpable; si no hubiera incumplido su promesa no habría vivido para contarlo un día, tras muchos años de silencio. Haber disfrutado momentos de felicidad, los que no pudieron tener sus compañeros de clase, le había llenado de confusión y cargo de conciencia.
Para mí resultaba difícil entender los sentimientos de personas como el viejo Noboru y el mutismo que había sustituido al odio en los habitantes.
Dos años antes había quebrado mi primer prejuicio: la idea de que Hiroshima era tristeza. Ahora debía romper el segundo: el deseo de contar solo la vida nueva, como si el pasado no hubiera existido.
El meridiano de la vista es una pincelada marengo. Por debajo llamean pajaritas de plata, juegos efímeros de luz sobre agua. La mirada descubre un lienzo duplicado: en los cuadrantes superiores se suceden unos árboles, unas rocas, un bosquecillo de bambú, una colina, unos edificios irregulares y una torre; en los inferiores, arces y ciruelos, un pedregal, ramas algodonosas, un otero blando, bloques de apartamentos y un rascacielos. Ambas imágenes son idénticas, lo sorprendente es que la invertida delimita con más precisión cada contorno, la altura de las casas, el color de las hojas. Solo una barca saca al espectador del ensueño y le dice que se