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Las novelas portuguesas
Las novelas portuguesas
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Libro electrónico362 páginas5 horas

Las novelas portuguesas

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"Fernando Pessoa se llamaba António también, y había nacido un 13 de junio, día de San Antonio de Padua, quien de cuna se llamaba Fernando. Si no me siguen o comprenden no se preocupen demasiado. Entre escritor y lector, si se quieren bien, con uno de ellos que esté cuerdo es suficiente". El autor, Antonio Mora, trata en esta novela el mundo de la reencarnación, aunque más con preguntas que con respuestas. Ante las sorpresas sin explicación se refugia en el humor, simplemente con una media sonrisa, y construye una narración entre las dudas y el surrealismo que pretende primero entretener y después dejar viva una inquietud. Personajes como Saramago, Fernando Pessoa y Antonio das Chagas, inspiran un mundo de reflexiones de un más allá dudoso. En el más acá se escriben guiones plurales, entremezclados, componiendo un escaparate humano y extravagante. Las novelas portuguesas se estructura en cinco novelas cortas con un personaje común que va cerrando las puertas de cada episodio. Entiende Mora que el estilo es un trabajo y un resultado que da personalidad a cada autor, y huye de la asepsia narrativa en la forma; en el fondo, evita los insistentes argumentos de las conspiraciones y falsas intrigas de la literatura actual. Los misterios están en nosotros: en el hombre, en la mujer. Y entre los dos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 sept 2018
ISBN9788417300432
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    Las novelas portuguesas - Antonio Mora

    GARCÍA

    LA NOVELA DE

    LUCRECIA SINFOROSA

    El uno

    Se metieron el padre y el hijo.

    De momento, al entrar en el ascensor, por atolondramiento o travesura, quizá por fechoría, el hijoputaniño me pisó los pies; ambos pies, que ya es difícil, pero en especial aquella parte en que una uña me martirizaba y sobre la que sentí un dolor de clavo. Tuve unas inmediatas ganas de acogotar al criminal. Me contuve. No me frenó la tolerancia sino el pensar en el castigo que debe tener en estos tiempos la matanza de inocentes.

    Desde siempre he carecido de criterio claro sobre la inocencia de los niños y, si admito que a veces me parecen ángeles candorosos, en otras ocasiones los considero pequeños canallas que ejercen la crueldad entre sus recreos. No lo sé aún, aunque en aquel momento estuve a punto de decidirme.

    De cualquier modo, cuando se me fue pasando el sufrimiento, cuando el tiempo me anestesió el dedo gordo, tomé aire, llamé al cielo y me oyó mandándome una buena dosis de resignación.

    –¿A qué piso va usted?

    –Al doce. No, perdón – corregí enseguida – digo al seis, al seis.

    El niño, decididamente un animalito mal domado, pulsó el botón del piso catorce, residencia según parecía de la bestia y del padre de la bestia. Éste lo disculpó con una sonrisa idiota y le dijo una frase de papá tontito.

    –Podía haberse metido el niño el dedito donde le cupiera – le dije sobre la marcha y todavía con alguna educación.

    –Oiga, que yo no le voy a consentir esa frase...

    No lo dejé terminar y toqué a zafarrancho:

    –Usted no me tiene que consentir ni desconsentir. Y, además, yo me voy a cagar en su puta madre. La de usted – le aclaré para que no hubiera dudas.

    Mi inesperado insulto achicó de momento al rebelde y, seguramente pensando que un ascensor no era ring adecuado ni que tendría escapatoria frente a mi corpulencia y mi desbordado empuje, optó por tocar el botón del tercer piso donde rápidamente se bajaron. El diablo de seis años, siguiendo mi indicación, me miraba con un dedo en la nariz y, antes de irse, el padre se dio la vuelta como para soltarme un desahogo de despedida, instante que yo aproveché para dedicarle una mirada feroz y echar un pasito adelante. Ante este gesto atemperó su última respuesta con una frase que pretendía ser irónica:

    –Usted va al doce, al psiquiatra ¿no? – dijo ya desde fuera.

    –Y usted se va a tomar por culo – le contesté dándole al botón del sexto.

    Al cerrarse la puerta y subir el aparato, oí un insulto ñoño, algo así como mentecato, y yo le dediqué un sonoro cabrón que resonó por todo el tiro del elevador como una chimenea de malas lenguas.

    Lo que antecede es un simple pero expresivo ejemplo. Se habrán dado cuenta ustedes de que soy un fino polemista y de que mi fuerte es la dialéctica; también de que tengo la sangre combustible y que uso frases contundentes, ninguna lapidaria ni para la historia, de aquellas que no admiten doble sentido y cuyos derechos de autor se pierden en la noche de los tiempos más groseros. Como es ése mi estilo prefiero escribirlo tal como es y suena, sin usar excusas, ni entrecomillados ni cursiva. Es mi carácter.

    Y es que este carácter mío no tiene solución. Me empecé a tratar con el Doctor Lane desde que reconocí que esto pasaba de ser una manía idiota, o una forma de ser, y que podía ser una auténtica enfermedad. A raíz de este convencimiento decidí venir a su consulta donde soy citado más o menos una vez al mes, y de donde salgo mejor de ánimo y peor de dinero, pidiendo en compensación lo que pide todo enfermo y creyente: una curación pronta y definitiva, por ciencia, gracia o fortuna, como sea y que así sea.

    Las esperas de las consultas son todas aburridas. En la antesala, hasta que me atiendan, siempre mato el aburrimiento repasando los cuadros y los apliques de la lámpara o recreándome en lo más banal que se me viene a esta cabeza paciente. Me pierdo en unos pensamientos insustanciales más propios de moluscos que de humanos, por ejemplo que, digo yo, que alguna gente hace preguntas tan necias como inservibles. Las hay clásicas: qué se llevaría usted a una isla desierta o en qué animal le gustaría reencarnarse. Ambas cuestiones, sigo diciendo yo, nacen no del interés sino del tedio más infecundo. Por supuesto que no contienen ninguna curiosidad científica ni titubeos existenciales, sino el simple deseo de agotar el tiempo torturando al prójimo con las estupideces menos originales. El aburrimiento es el padre de todo esto y se presenta cuando el ocio coincide con un espíritu no creativo; es el mismo ocio que, sin embargo, colocado en cuerpos y cabezas eminentes ha sido la madre de las grandes ideas y los progresos, de la filosofía sin ir más lejos, que sólo pudo nacer cuando alguien trabajaba por los siete sabios de Grecia. Nadie es filósofo en un andamio; estoy ocioso, luego pienso.

    Por si le sirve de algo a los taxidermistas de la conducta, y adentrándome en unas de mis dispersiones, quiero decir que el ocio tiene poco que ver con el descanso. Éste sirve para reparar el esfuerzo, para rellenar combustible, mientras que la desocupación disfruta de motivos propios, incluso de justificaciones altruistas. Por ello tiene el ocio sus seguidores ardientes –si es que el ardor no es una contradicción aquí– y yo, sin ir más lejos, soy un perezoso convencido, tan convencido que encuentro en la diligencia un verdadero pecado capital. Sé que con ello contravengo los catecismos y que me arriesgo a no terminar en los cielos, por cierto, el sueño de cuantos esperamos vivir en la indolencia eterna.

    Cuando el ocio genuino dura tiempo el cuerpo tiende al desperezamiento, – palabra quizá nueva que uso para describir la tendencia al estiramiento mental – la mente se arquea como un felino y de aquí al bostezo creativo sólo hay un paso. Si la persona ociosa tiene valores interiores se orienta hacia las grandes inquietudes y da origen a resultados de mérito; por el contrario si el desocupado carece de recreación interna entonces se enfoca al exterior, a las menudencias propias del fisgoneo estéril. Entre ellas se encuentran las preguntas necias. Algún día escribiré sobre todo esto en cuanto considere que me encuentre suficientemente descansado.

    Pues, a lo que íbamos, que me pierdo: no sé qué interés puede tener para otro mi propia reencarnación en un animal, a no ser, digo yo, que se piense reencarnar en un depredador y busque presa futura. No obstante, por no dejar en la duda y la descortesía al preguntón, en mi caso particular, acostumbro contestar que en un águila, real o imperial, según me coja el día. No es nada original, lo sé, pero qué quiere que le diga, no entiendo mucho de volátiles, aunque aprovecho la atención de mi respuesta para colocarle mi descripción, mi admiración por el vuelo solemne, la vista amplia, la libertad, la soledad, el sonido del aire y otras pamemas sorprendentes. Quiero reconocer y creo – es hora de confesiones veraces para empezar con buen pie – que todo puede obedecer a un disimulo, a una compensación a mis limitaciones: a pesar de mi fuerte ánimo en otras cosas, me da miedo hasta subir a tender. Me aterran todas las alturas, desde los míseros desniveles hasta los ascensores, los aviones, los balcones atrevidos, los miradores al vacío, ni te cuento las verticales de los cortados. Tengo que sincerarme conmigo mismo y ante el papel para reconocerme vulnerable y rastrero, nunca mejor dicho.

    La situación de mi terror a las elevaciones es una de las dos causas de mi tratamiento. He tomado la determinación de intentar curarme y, como he dicho, para ello frecuento a este facultativo que me trata médicamente de mis dos males esenciales: el miedo a las alturas que ya he descrito y una incontrolable iracundia que explicaré de seguido.

    Puedo empezar de muchas maneras, pero prefiero hacerlo con un resumen: soy un hombre violento, irascible, colérico, airado, rabioso, todos los sinónimos que quieran usar para retratar un mal carácter, y esto, que es poco recomendable para un ciudadano corriente, una complicación para el que intente convivir en la tribu, se agrava con que soy cura, un cura en proceso de secularización, eso sí, distante de la jerarquía y los cánones, pero sacerdote todavía con todas sus órdenes y unciones. Este grave defecto – una avería de la cabeza, estoy seguro – permitiría que me extendiera en descripciones puntillosas donde no faltarían indicios y pruebas que confirmaran mi deterioro, e incluso es posible que los síntomas, en el nomenclátor de las dolencias, tengan nombre particular y vacuna eficaz. Larga sería por lo tanto mi descripción y laborioso el análisis, y es por ello por lo que prefiero resumir contando una anécdota que es expresivo ejemplo de mi vida agresiva. Si le es posible, juzguen ustedes con benevolencia.

    Aquella vez en que cogí por el cuello a otro cura entendí que yo no estaba bien. Lo recuerdo todavía con la frescura dolorida del presente, como reportaje vivo, en directo: se produjo el hecho en la mismísima Parroquia de la Misericordia, un lugar idóneo para la templanza por nombre y culto, y me acuerdo que se había celebrado cierta ceremonia encontrándome desvistiéndome de los hábitos. Adelanto que, por suerte para el menor escándalo, me hallaba en aquel momento al calor de la sacristía, sin que mi arrebato por ello tuviera mayores testigos pues solamente un monaguillo estaba presente cuando se inició el altercado. La criaturita no pudo por menos que sorprenderse y casi petrificarse en la rigidez de sus ropajes, seguramente pensando que aquello no podía ser verdad y que serían alucinaciones del incienso; no podría creerse que un sacerdote zarandeara a otro de la misma tirilla de la sotana; no entendería que tanta maldad cupiera en esos respetables uniformes; a pesar de mis antecedentes, de las muchas collejas y pescozones que le tenía dados como acólito menor, aquello no podía ser realidad, la divinidad no podía permitirlo.

    Quizá lo que más le impresionó fue la desenvoltura con que me dirigí a Don Salvador y cómo sin advertencia lo cogí del pecherín. No se daría cuenta de que intenté además golpearle con mi rodilla en los genitales, dolor de lo más humano, sólo que la sotana me impidió el golpe franco. Mi irritación fue momentánea, sin los preámbulos de una mínima provocación incluso a juicio de una persona puntillosa, pues simplemente se pronunciaron unas palabras, unos comentarios casi leves. Todo vino de que mi víctima puso en duda mi disposición a celebrar matrimonios si no había una congruente limosna, y en los sucesivos segundos, legitimado por la escena con los mercaderes del templo, cogí como modelo, mejor como excusa, la única irritación de Jesús en los evangelios. Don Salvador también se sorprendió y aunque tenía robustez suficiente se quedó amilanado ante un acoso tan impropio.

    Al ser imposible golpearle los bajos o desestabilizar a aquel energúmeno, no me desbravé lo suficiente y, quedándome todavía ira por cumplimentar, me decidí a abofetearlo con dos sonoras guantadas. Don Salvador se quedó ofendido o estupefacto, no sé cuál de las dos palabras es la más adecuada para la situación, y yo, aunque estaba casi satisfecho, esperaba, deseaba, una mínima respuesta para lanzarme ya sin miramientos a la lucha libre. Sin embargo la víctima tragó saliva o quina, o se armó de la paciencia del santo Job, y simplemente se quedó pasmado, apretando las mandíbulas, digo yo que por aguantar el llanto o frenar la desesperación. Después bajó la cabeza y se volvió para marcharse sin decir palabra, como un santo huido que muestra en su espalda la humildad digna de su gesto. Mientras, el monaguillo seguía hipnotizado, y solamente con una colleja leve pude sacarlo desde el ensimismamiento y la incredulidad hasta la certeza de la crueldad humana.

    No quiero cansarles con otros casos semejantes, a ustedes les aburrirían y a mí me hundirían en la vergüenza o el resentimiento contra mí mismo, porque, así de pasada, recuerdo otras muchas veces enfrentamientos hasta con los propios asistentes a las celebraciones. Para sonrojarme sería el citar las múltiples tentaciones de bajarme del púlpito, del estrado, y despertar a algunos; he querido descender a coger de la chaqueta a muchos que se me distraían en los sermones; he increpado sin compasión a quienes asistían por costumbre a los cultos de las hermandades y a los pregones de compromiso; me rebelaba pensar que yo no estaba allí para ronronear al oído de tanto indiferente, que no había dedicado mi vocación para sacar vidas del limbo sino para elevarlos a otro nivel. En fin, prefiero no seguir, aunque admito en una síntesis pesarosa que nunca he sido un modelo de mansedumbre ni un ejemplo de docilidad e indulgencia.

    Mi médico es el Doctor Lane, un personaje curioso, especialista en sufrimientos generales que, nacido en la Gibraltar de los ingleses, ha venido precisamente a instalar su consulta en un decimosegundo piso de la ciudad de Madrid. Decimosegundo, repito. El ascensor del edificio es de esos artilugios montados al aire, aventanados a la rosa de los vientos, frágiles de vidrios, que suben rampantes por el hueco de un patio y que ofrecen al usuario el temor del vacío y la perspectiva de la gravedad. Lane, que tiene salidas para todo, me dice que es por buscar la Luz, con mayúscula, que el ascender a su consulta es parte de la terapia, y yo pienso por el contrario que estas razones, ambas, son insuficientes, y hasta sádicas en mi caso. De todos modos no entro en mis habituales discusiones violentas ya que llego sin aliento ni valor. Por mi aprensión, cuando me toca la cita suelo entrar en el piso, como reciente víctima del remonte, sumido en ahogos y ansiedades. Para atacar subidas menores, hasta un cuarto por ejemplo, me decidiría por las escaleras, pero reconozco que para los doce pisos necesitaría oxígeno y sherpa, no tengo salud para tanto. Sin otro remedio, cada seis plantas detengo el ascensor, salgo al campamento base para respirar y realizo unas flexiones que me dan algún ánimo. Naturalmente me avergüenzan ante terceros estas debilidades y las formas extrañas en que las resuelvo por lo que, si alguien comparte conmigo el aparato, aclaro inicialmente que voy al sexto, y desde allí, tomando tierra, me quedo admirando la desenvoltura con que algunos continúan y se lanzan a los vuelos orbitales, envidiando a las parejas desenfadadas, a las mujeres desenvueltas, o esos niños que con tan mala educación, pulsan al decimocuarto sin preguntar.

    Este ascensor, además de un listado de prohibiciones, avisos y emergencias, tiene todos sus lados de acero y cristal, más cristal que acero. Se puede disfrutar de una luminosidad y vistas que en caso de parada aliviaría algo la fobia del claustro, pero lo que gano en paisajes lo pierdo en precipicios. Por recordar tormentos, ahora me viene a la memoria una visita al Museo Vaticano y un ascensor de maderas, con crujidos de su viejo aparataje, que tuvo un fallo y una parada. Se me produjo una angustia incontrolable. Había asientos tapizados y sospeché que aquella comodidad sería para las largas esperas. Mi miedo no tuvo dominio. Aún lo recordará el guía que entendió, o lo tenía visto en alguna película, que debía abofetearme por aquello de remediar la histeria. Afortunadamente me entretuve luchando pero cuando pisé tierra firme salí corriendo y feliz. Entendería mi contrincante que perdía por abandono.

    Hace cinco años que asciendo a esta consulta. El Doctor Trinidad Lane es más o menos de mi edad y tenemos otras coincidencias. Odiamos la medicina oficial y preferimos creer en la eficacia de lo mágico, en las razones del azar y sobre todo en la fuerza de la palabra. Hablamos de todo lo opinable aunque suelo repetirle mensualmente los detalles de mis neurosis, para las que siempre tiene unas frases de consuelo. Después me prescribe unos preparados que los homeópatas llaman glóbulos y en la calle les dicen bolitas. Desde que nos conocemos charlamos con tanta comodidad que no daríamos desde fuera la idea de una consulta, al menos no de una consulta al uso, sino más bien de una tertulia, eso sí, una tertulia en la que yo siempre pago el convite.

    Tampoco el decorado es el tradicional. A Lane nunca lo he visto de bata blanca ni se sabrá colgar el fonendoscopio, si es que lo tiene. Usa vaqueros descosidos y en verano anda descalzo sin justificaciones ni permisos. No se ven armarios de puertas de cristal para el instrumental y le he dicho alguna vez que cuando le toque ver sangre se mareará. Pero ni contesta ni se calza. Salvo alguna excepción, unos cuantos cuadros ajenos a la medicina ocupan las paredes. Llama la atención un grabado de Hipócrates de Cos que, por causas que desconozco, no lleva manto sino que posa en cueros, con un falo desproporcionado, presumo que será por lo de la mucha salud. Casi arrinconado con la exhibición aparece también su título de médico de una universidad inglesa.

    Aquí lo habitual es sufrir largas esperas que me sirven para oxigenarme y tranquilizarme. Se tarda mucho en las consultas – él siempre va con retraso – aunque en general los pacientes suelen ser pacientes, creo que me explico. Para entretenerme las horas pienso en las insensateces de que he hablado antes o examino a los extraños personajes que allí coincidimos. Tienen en común que no son quejosos o por lo menos aseguran que están mucho mejor que antes, un humilde síntoma de alivio. Los ya muertos – que no asisten, por muy surrealista que sea esta historia – envían desde el más allá, por medio de familiares y clientes, unos noticias donde recuerdan sus últimos momentos en los que hubo paz y conformidad, ningún sufrimiento. Lane, de vez en cuando y para entretener la espera, interrumpe una sesión y sale a leernos los detalles de una defunción; otras veces, la dignidad de un testamento. Entonces nosotros, por respeto, nos ponemos de pie para escucharlo y los más nuevos o cumplidos hasta le dan el pésame como a un doliente más. El doctor se retira y guarda el texto en una colección morbosa que dice conservar.

    Si se da la circunstancia de encontrarme sólo en la antesala comienzo con unas posturas de relajación bastante impresentables. Después trasteo entre unas publicaciones sobadas y antihigiénicas que hay en una mesa baja. No hace muchas semanas me interesó allí un libro de Antonio Escohotado, cuya lectura une filosofía y amenidad. Entre sus hojas leí un interesante cuento que aprovecho para contarlo y distraerme.

    Dice que escuchó de su padre que un marino mercante solía hacer el trayecto regular entre Málaga y Melilla. A pesar de tener esposa e hijos, felices todos en la España de su residencia, por estas cosas de la vida y la literatura, se llegó a enamorar de una mora que como no puede esperarse de otro modo era bellísima. Nació la atracción y el caso es que los trayectos alternativos le ofrecían de momento la ocasión de atender ambos frentes. Pero lo que comenzó siendo un simple agrado terminó en eso que se le llama amor o algo muy parecido. Muchas veces se quiere sin mayor razón, no la hay para el querer, quizá por la química, quizá por la piel, dicen los que no entienden de química ni de peletería.

    No obstante, como siempre, las culpas nunca perdonan y suelen amargar todas nuestras satisfacciones. El marido marino, pasado el deslumbramiento, empezó a vivir en un sinvivir. El remordimiento y la incertidumbre lo acosaron y así, lo mismo pasaba de decidir el abandono de la relación africana como a reincidir en ella. En estas alternativas estaba cuando, con ocasión de una reconciliación y con el fondo de las montañas rifeñas, al calor de los calores, ya se sabe cómo, quedó embarazada la bella melillense. Los ovarios no entienden de singladuras, ni tienen por qué respetar otros calendarios que sus propias reglas. Tampoco creo que sea necesario aclarar que el padre era el propio marino porque si el lector ha estado atento recordará que no he mentado a ningún otro, ni moro ni cristiano, en las cercanías de la hurí.

    Aumentaron los dilemas y las vacilaciones corroyeron tanto el ánimo del marino que decidió acabar de una vez con tanto sufrimiento. Prefirió el descargo de decirle a su familia de origen, aquella de los papeles y en español, que iba a tener un hijo y una mujer en Marruecos. Aunque tuviera que escuchar lo que fuera.

    El viaje de vuelta lo hizo con la decisión y el malestar, con las esperanzas, las vergüenzas y los miedos, un verdadero vía crucis sobre agua. Sin embargo el bálsamo de sincerarse y sacarse el clavo lo llevaba adelante. Durmió mal hasta el desembarco.

    Cuando llegó el momento, se sinceró de un tirón ante su familia.

    Sucedió no lo previsto. Uno de sus hijos, con la madre delante, le contestó que ya lo sabían, pero que simplemente querían que fuera feliz y que, si así eran las cosas, intentara amar en los dos continentes. La mujer sólo dijo que sí con la cabeza y el marino al escuchar estas palabras lloró de alegría, los besó a todos y se embarcó hacia Melilla para darle la noticia a su otra.

    Pero quiso la fortuna, la mala, que un fallo de su corazón, tan castigado por todo tipo de vaivenes, le produjera la muerte, precisamente en medio del mar. Y siguiendo las antiguas normas de la marinería, su cadáver fue lanzado dentro de una sábana a los abismos del estrecho. Termina el cuento diciendo que se sabe que el cuerpo – supongo que por las sales incorruptibles del amor – hay días que se aproxima a Málaga y otros a Melilla, como imán vivo que no termina por decidirse entre los polos del cariño. Las sirenas de generación en generación han contado y contarán esta historia que posiblemente no sea ni verdad.

    Sigue tardando mucho. Me distraigo contándome cuentos, recordando lecturas pasadas. Ahora caigo en un relato parecido, o que alguna coincidencia tiene con el anterior, lo leí en Montaigne y también es demasiado bonito para ser cierto.

    Dicen que un noble francés se dirigió al Oriente para luchar contra los sarracenos. Describe el ensayista muchos detalles previos y coherentes con el viaje, ya se sabe, la hidalguía, los santos lugares, el espíritu cruzado y la manía de la cristianización por cojones, pero no hay que detenerse demasiado en los pormenores. El caso es que metido en la faena militar, sea por impericia de los franceses o sea porque fueran menos en la batalla, – dicen que Dios premia a los malos cuando son más que los buenos – el resultado fue que ganaron los musulmanes. El protagonista, para no dar por terminado el cuento prematuramente, diremos que sobrevivió pero que fue hecho prisionero y sometido a la vejación de la esclavitud. Mal se presentaba el porvenir, y nuestro noble, cautivo y encadenado, pronto empezó a echar en falta la libertad y las comodidades de su rango. Añoraba además, entre otros deleites, el disfrute de su esposa a la que pintan tan ausente como encantadora, y seguimos sin los pormenores.

    Pasado algún tiempo – pocas historias carecen de amor – la atracción se presentó encarnada en una hermana del sultán que era a su vez el amo del esclavo. Si bella era la melillense del cuento anterior, más bella sería la sultana, y ésta, con la rapidez de la punzada, se enamoró entera y sin dudas del preso francés. Las veleidades de los corazones están en muchos proverbios, la literatura está llena de dichos sobre el particular, pero resumiremos diciendo que simplemente surgió y que, como la pasión se desboca a menudo, este sentimiento no tuvo freno o no quisieron ponérselo.

    Cuando ella comprendió que aquello era imparable, le confesó al hermano el destino de su amor y fueron tan grandes y sentidas sus palabras, tan denso el cariño del que la morita hablaba, tan respetable la distancia de sus cuerpos, que el sultán, en vez de caer en el enfado y la dureza cayó en la blandura más esponjosa. No en balde era el hermano mayor y único de una princesa huérfana a cuya felicidad dedicaba sus cuidados. Consideró la nobleza del infiel, sus méritos y, después de una corta reflexión, el mandamás accedió a liberarlo, aunque les impuso la condición de que se casaran, lo cual no dejaba de ser lógico en un tutor responsable. También lo era que el rito fuera el de la ley del Profeta, pero ni siquiera le pidió una conversión sospechosa.

    El prisionero por esencia o por definición a lo primero que no tiene que hacer ascos es a la libertad. Es norma de cajón, como suele decirse, e incluso hasta la obligación primordial del penado, y por ella se han hecho túneles e inventado las limas. Además, en este caso el premio se presentaba triple, la libertad en sí misma, el disfrute del amor de la belleza mora y la regalada vida de un sultán, o mejor quizá, de cuñado de sultán.

    Las tentaciones empezaron a ser grandes y entraron en las tragaderas de su conciencia las excusas del destino y el cautiverio. Empezó a contemplar aceptablemente la unión y día a día, noche a noche, se fueron aliviando sus reparos. Sin embargo, por aquello de la nobleza no quería engañar a la mora Mariam, con este nombre la bautizamos (permítanme advertir que sabemos que los musulmanes no gastan de este sacramento pero que prefiero cristianarla por darle más cercanía a la persona).

    Como digo, no le agradaba a sus escrúpulos pensar en huir de ella cuando obtuviera un hueco, una trampa, una tapia accesible y las ligaduras sueltas. Tampoco, a costa de su felicidad africana, quería penar con el sufrimiento de incumplir otro deber: la fidelidad a su esposa real y primera, la francesa que enviudaba poco a poco en los campos húmedos del marquesado. Y de nuevo los remordimientos que no nos dejan vivir.

    La tortura de estas dudas lo llevó a una decisión, también a unas frases heroicas, puede que teatrales, diciéndoles en la cara a los dos hermanos que mucho valoraba el cariño, que mucho la quería él también, pero que era la propuesta una idea sin posibilidades: estaba casado por la iglesia con otra mujer. El musulmán y la musulmana pienso que se encogieron de hombros y no se amedrentaron con este problema menor ya que el mismísimo Profeta se casó cuatro veces y ahí está en los cielos sin ni siquiera cruzar por una esquina del purgatorio. Le pidieron ratificación y juramento sobre si el amor por la princesa existía, a lo que el francés dijo que sí con dulzura a la vez que con categoría, quiero decir que categóricamente.

    Una vez reconocido esto, los hermanos se decidieron y comenzaron el papeleo. Prescindiendo de intermediarios, le escribieron al Papa de Roma para que al marqués le dejara tener dos esposas. No había antecedentes recordados, sería una excepción en la doctrina, pero el francés, aunque con pocas esperanzas, admitió el intento.

    Seguramente a susantidá le pareció de entrada una broma moruna y hasta muy propia de infieles la impertinencia de la petición. Dijo que no en primera y en segunda instancia, pero después, cuando por el tiempo y la insistencia, comprobó que estaban en serio, se lo pensó también en serio. Vaciló en la duda y contestó que sí, o por qué no, que viene a ser lo mismo. Parece que lo decidió a aceptar un franciscano sencillo y práctico, harto de los escrúpulos de confesiones timoratas, el cual dijo que si no se aceptaba la propuesta serían desgraciadas tres personas, todas hijas de Dios, o de Alláh, se nombrara como se le nombrara.

    Al Papa le costó algo la aceptación, pero el razonamiento del fraile era impecable y optó en definitiva por la felicidad de todos. Dejó claro que era un caso singular que disfrutaría de un insólito privilegio, y que por lo tanto no se tuviera como antecedente canónico para polígamos aprovechados.

    Tomada y comunicada la decisión se concluyó el expediente admitiéndose que la boda fuera por ambos ritos. Aceptó el sultán y

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