Y comieron perdices...
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El autor lleva más de treinta años recorriendo el mundo, escribiendo libros y pronunciando conferencias. Parte de esa experiencia asoma en este desfile de personajes, que nos hablan sobre la felicidad en este mundo.
Hacer felices a quienes nos rodean puede ser la clave de una felicidad definitiva.
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Y comieron perdices... - José Luis Olaizola Sarria
1. UNA EXPLICACIÓN
Los niños de la primera mitad del siglo pasado nos educamos leyendo los cuentos que editaba, y en parte escribía, Saturnino Calleja, cientos de ellos, que siempre terminaban igual: «Fueron felices y comieron perdices». Supongo que ese final obedecía a que la mayoría de los relatos se desarrollaban en tiempos pasados, de penurias gastronómicas, en los que el comer perdices era el colmo de la exquisitez y, por ende, de la felicidad.
La felicidad de aquellos cuentos se basaba en motivos nobles, generalmente relacionados con el amor limpio entre hombre y mujer, y aunque yo haya elegido ese título, la felicidad a la que me refiero en este libro, es de otra naturaleza todavía superior, ya que está compuesta de múltiples detalles relacionados con Dios. Y, por lo tanto, es mucho más completa. Es más, en aquellos cuentos de Calleja en ocasiones la coletilla se ampliaba «... y comieron perdices, y a mí me dieron con ellas en las narices» lo que no dejaba de ser algo cruel y poco caritativo. En cambio, cuando Dios está por medio, nadie se queda a las puertas de la felicidad, porque es una puerta abierta para todos los que quieren asomarse a ella.
La felicidad de los que no creen en Dios tiene poco que ver con la que discurre por este libro; no sé bien en qué consiste y se me hace muy difícil de entender. Aunque ellos no creen en Dios, Dios sí cree en ellos y puede que influya en su comportamiento.
Los personajes que desfilan por este libro de algún modo han hecho méritos para ser felices, y pueden ayudarnos a serlo nosotros, dentro de las limitaciones que tiene la felicidad humana.
Algunas cosas de las que cuento en este libro, quizá ya las he contado en otro lugar, bien en una conferencia, en algún artículo, o puede que en otro libro, no estoy muy seguro, porque no soy un erudito que tengo clasificados mis modestos conocimientos, sino un novelista que lleva más de treinta años en el oficio y ha escrito en ese tiempo tantos miles de folios, que es imposible recordar lo que ha dicho en muchos de ellos. Tampoco puedo precisar las fuentes de mis conocimientos, con notas a pie de página, pero de lo que sí estoy seguro es que si saco a relucir de nuevo determinadas situaciones, o personajes, es porque les tengo tanto cariño que me apetece volver a airearlos. Además, dudo de que el lector, por muy avisado que sea, recuerde lo que conté hace años.
2. A VUELTAS CON LA FELICIDAD
¿Somos los cristianos más felices que los que no lo son? Caso afirmativo, ¿por qué somos más felices? ¿Tiene esa felicidad unas características especiales? O ¿a qué clase de felicidad aspiramos?
Hay unos cristianos, los místicos, que tienen mociones que les eleva el alma a la Felicidad plena, que es Dios, y su felicidad es tan inconmensurable, que todos los padecimientos de esta vida les parecen cosa de nada. Esa impresión se saca leyendo a santa Teresa, a san Juan de la Cruz, y al mismo san Pablo, que la única vez que se asomó a los Cielos, fue tal su dicha que le compensó de lo mucho que había padecido a manos de unos y de otros.
Los cristianos corrientes, los buenos cristianos corrientes, que no alcanzan esas cotas de felicidad, deben conformarse con ser felices con los medios que el Señor pone al alcance de todos los mortales. La alegría sobrenatural es muy importante, y a ella debemos aspirar, pero sin soslayar aquellos detalles de alegría humana que sean lícitos, y que nos hagan más grata la vida.
A este respecto hay algunos modelos interesantes. El cardenal de Cracovia, Estanislao Dziwisz, que fuera secretario de Juan Pablo II durante cuarenta años, publicó un libro titulado Una vida con Karol, en el que cuenta que al Papa polaco, amante de la naturaleza, le costó muchísimo adaptarse a la reclusión obligada en el Vaticano. Mientras la salud se lo permitió hizo escapadas para esquiar en las montañas más próximas a Roma. Para lo cual tenía que zafarse de la Guardia Suiza encargada de su seguridad. Salía del Vaticano en el coche de algún amigo cómplice y escondía su rostro fingiendo que leía un periódico. Al llegar a las pistas se vestía de esquiador, se tapaba el rostro con un pasamontañas y así lograba esquiar en el más absoluto incógnito. Y esto no lo hizo una vez, sino ¡más de cien veces!, según cuenta don Estanislao. Y cada vez que regresaba de una de esas escapadas, exclamaba radiante: «¡Lo hemos conseguido!».
Es una buena lección que la alegría del cristiano es, en ese aspecto, como la de los demás mortales, ya que no es incompatible con disfrutar de los placeres sencillos de la vida. Es más, puede ser muy conveniente para mantener el equilibrio interior.
A otro Papa, que lleva camino de ser declarado santo, Juan XXIII, también le costó mucho encerrarse en el Vaticano. Cuenta en su Diario que el médico le había recomendado pasear y que le hubiera gustado hacerlo por Villa Borghese, como cualquier ciudadano romano, pero su secretario, Loris Capovilla, le advirtió que sería necesario poner sobre aviso a la Vigilancia Vaticana, a la policía italiana, al mismo alcalde de Roma... En suma, desistió, y Loris Capovilla para compensarle, le propuso ver media hora de televisión, pero no con programas religiosos o culturales, sino con los cómicos más famosos del país, Pepino de Filipo, Totó, Vittorio de Sicca, Aldo Fabrizi, con los que se lo pasaba muy bien y se reía. Luego Juan XXIII cuidaba de que les llegara su felicitación, entre otras razones para que supieran que tenían al Papa como espectador y, por tanto, cuidaran de no extralimitarse en sus bromas y chistes. Y daba gracias a Dios por haberle concedido el don de disfrutar de las cosas pequeñas.
Cuenta, también, que en el Seminario tenía un compañero tan estricto en todo, que no probaba la cerveza, y no levantaba los ojos del suelo ni tan siquiera para recrearse en las bellezas de la naturaleza. Años después se lo encontró perdido, alcoholizado y mal casado. El exceso de rigor puede llevar a la perdición. Juan XXIII dejó escrito en su Diario: «De muchas cosas me arrepiento de mi vida pasada, de tantas pequeñas miserias, ruindades, orgullos y vanidades, faltas de caridad, omisiones por doquier, pero no de haber sabido disfrutar de las menudencias que el Señor ha puesto en mi camino. Y de no haber desaprovechado cuantas ocasiones he tenido de reír, siempre que no fuera a costa del prójimo».
RAFAEL NAVARRETE, JESUITA, LICENCIADO en Filosofía y Teología hace una oportuna consideración sobre la felicidad cristiana: los cristianos estamos educados para rechazar todo cuanto pueda parecer egoísmo pero, ¡ojo!, «cuando un hombre o una mujer se sienten satisfechos, empiezan a mirar a los demás con amor; solo una fuente que está llena deja pasar gozosamente el agua. Ningún hombre feliz puede hacer daño a otro».
Es una reflexión que nos invita a un razonable egoísmo. Cuando dejamos de hacer algo que nos mortifica, y disfrutamos de ello, es una forma de dar gracias a Dios que nos permite ese placer, siempre que no le ofenda. Nunca podemos sentirnos culpables de pasarlo bien. Muy por el contrario, ser felices para hacer felices a los demás, es una medida de hondas raíces cristianas.
UN CRISTIANO, RAZONABLEMENTE FELIZ, contempla el mundo con una visión optimista porque lo considera bueno, como salido de las manos de Dios.
Según Romano Guardini, Dios ama tiernamente el mundo. No solo al hombre, su criatura preferida, sino también a todas las cosas creadas. «El amor que Dios tiene por las cosas es algo esencial a la fe cristiana. A todas esas cosas sin alma humana y mudas para nosotros, el sol, las estrellas, los árboles, Dios las ama con tierno amor». Es decir, tienen una dignidad inferior al hombre, pero la tienen, y por eso es inmoral destruirlas por capricho.
El mundo, por tanto, es una buena noticia, pero si nos asomamos a los medios de comunicación, podemos sacar la impresión de todo lo contrario, de que es un desastre, y concluir que lo que predomina en ese mundo son las guerras, los desacuerdos entre naciones y particulares, y una maldad generalizada, de la que no quedan excluidos ni los que debían dar ejemplo, vg: los sacerdotes. Esto es así ya que, por desgracia, las malas noticias venden más que las buenas. En el mundo hay más buena gente que mala, pero parece ser que interesan más las noticias que se refieren a los malos, y que incluso los buenos se inclinan por informarse sobre los malos.
Hay un periodista, Antonio Coll, que ha salido al paso de esa visión pesimista mediante la publicación de un libro titulado Dios y los periódicos, en el que sostiene que si se lee con atención la prensa se aprecia que está llena de buenas noticias y que, obviamente, detrás de cada una de ellas se encuentra Dios. Y cita un montón de buenas noticias, que quizá pasan desapercibidas por no estar presentadas con grandes titulares.
En la misma línea se encuentra Eduardo Biosca, humorista y humanista —así se califica—, que se declara optimista global. En unas declaraciones manifestó que había recopilado doscientas buenas noticias aparecidas en la prensa durante el año 2009, y que el único problema era que esas buenas noticias aparecían en un rinconcito del periódico, mientras que las malas ocupaban portada. Su conclusión era que los pesimistas eran gente mal informada, que no sabían leer las buenas noticias que aparecen entre líneas. Y se refería a temas tan negativos como el hambre en el mundo, o el trabajo forzado de los niños, en los que se había mejorado y no dudaba de que se seguiría mejorando.
Los ateos se suelen mover en la antítesis de esa postura. Por regla general arremeten contra un Dios, en cuya existencia no creen, lo cual no deja de ser una incongruencia. Y es denominador común de buena parte de ellos hablar mal del hombre, lo cual tiene su lógica, ya que, como dice Benedicto XVI en su Jesús de Nazaret, «la difamación del hombre es, en definitiva, una difamación de Dios, una justificación para rehusarlo».
La soledad del hombre, cuando excluye a Dios de su vida, puede llegar a ser muy grande. Santiago Martín, sacerdote, en su libro «El camino de la felicidad», se refiere a esa soledad y a la conversación que mantuvo con un ateo, que le confesaba: «Ustedes, los creyentes, piensan que nosotros echamos en falta a Dios cuando lo estamos pasando mal y no podemos pedir ayuda a ningún ser superior. Yo, cuando echo en falta la fe, es cuando me gustaría dar gracias por algo y no tengo a quien hacerlo, pues solo creo en la casualidad». Cualquier buen cristiano tiene la experiencia de que cuando las cosas le salen bien, instintivamente su corazón se eleva a Dios. Un buen cristiano está en permanente disposición de acción de gracias, porque el ser agradecidos es el camino de la felicidad.
Un cristiano debe estar en la antítesis de ese pesimismo, y mostrar un buen concepto del mundo y de la gente: tener la mirada y el corazón abiertos a tantas cosas buenas como nos rodean, y caridad para lo que no es tan bueno. Lo cual, además de ser más cristiano, nos hace la vida mucho más agradable.
SEGÚN VAMOS ENVEJECIENDO Y, POR TANTO, ACERCÁNDONOS AL MOMENTO CRUCIAL de nuestra vida, deberíamos esmerarnos en ser más alegres, pero en ese camino podemos