Las alas del jaguar
Por Fran Vives
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Cuando Nando, el peculiar protagonista algo superficial y con bastante ego, tiene un encontronazo con su propia frustración que casi lo lleva a prisión y le desbarata sus planes de futuro, no será consciente de que aquel acto le descubrirá al amor de su vida. Ahora, con Lis, a varios miles de kilómetros de su ciudad natal, en Cartagena de Indias, está volviendo a ser feliz, al menos aparentemente.
Pero, a pesar de todo, su subconsciente no se lo pondrá fácil. Así, un día, un extraño sueño recurrente será el precursor de un suceso extraordinario. Un trance casi sobrenatural que lo dejará descolocado y le obligará a tomar una decisión crucial que cambiará el curso de sus vidas.
Espectaculares rincones del continente americano serán entonces el escenario de una vibrante y misteriosa historia que sumergirá al protagonista en un mundo de traiciones; redes mafiosas; descubrimientos que desgarrarán su alma; claves escondidas que deberán ser descifradas; investigaciones que darán la vuelta a toda su realidad; donde nada será lo que parece y el amor se convertirá en el protagonista principal.
__________________________
Respecto al personaje principal: Nando no es un personaje plano sino evolutivo. En realidad, él se mostrará al inicio de la novela como dice la sinopsis: superficial y con bastante ego. Su peculiar personalidad, a menudo un tanto cómica, le llevará a verse inmerso en una cadena de situaciones que se irán complicando con el tiempo. Observar cómo evoluciona su mente interior a través de múltiples experiencias y, sobre todo, del amor, añadirá valor y profundidad al misterio y sorpresas que guarda la novela, para comprobar como el Nando del final del libro, mucho más maduro, en poco se parecerá al que comenzó el viaje.
Fran Vives
Amante del misterio y la aventura, ha publicado cuatro libros en diferentes géneros: Romance-Aventura, Misterio-Suspense, Terror y Ciencia Ficción. A lo largo de sus páginas trata de sorprender siempre con alguna idea original atraído por la frontera existente entre ciencia y misterio y por la psicología y el subconsciente. Servirse de ambas afecciones le permite entablar un estimulante juego con la mente del lector.Desde que recuerda le impulsó esa gran pasión por escribir relatos y le sirve, hoy, para crear historias que se mueven con naturalidad en los límites entre la realidad y la ficción. Novelas que aúnan misterios, giros y descubrimientos inesperados, protagonizadas por personajes con una intensa vida interior.Busca, además, que el lector reflexione sobre diversos aspectos de la vida que la ciencia todavía no ha resuelto, de modo que sus libros nunca te dejarán indiferente.
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Las alas del jaguar - Fran Vives
La noche respiraba tranquila, quizá demasiado. No se oía ni siquiera el monótono golpeteo del anclaje exterior de la ventana rota. Era como si la atmósfera se hubiera detenido. Sin nubes en el cielo, la luna brillaba con intensidad, lo suficiente como para hacer visible el apagado salón que parecía sombreado como un dibujo a carboncillo. Allí permanecía él prácticamente a oscuras, con el libro entre las manos iluminado de manera tenue por una pequeña lámpara de escritorio. Mientras terminaba uno de sus capítulos ocurrió algo inusual, escuchó ruido de pasos en el piso de arriba, le extrañó, puesto que se hallaba solo en la casa como era habitual. Preocupado, esperó a que cesaran, dejó el libro en la mesita y caminó hasta las escaleras. No quiso encender ninguna luz. Subió los escalones muy despacio sin hacer el menor ruido, con la mirada siempre hacia arriba.
Al llegar al piso superior, arrimado a la baranda, examinó la oscura estancia calmada y silenciosa. Sin embargo, algo le sobresaltó. El resplandor de la luna le permitió ver al fondo el dibujo de la silueta de un hombre que, con las manos apoyadas en el alféizar de la ventana, miraba hacia la calle inmóvil. ¡Un extraño en su casa! ¿Cómo había entrado? Sobrecogido, con los nervios normales del momento y sin pensar demasiado, se aproximó sigilosamente por detrás. Esperó que aquel hombre no se percatara.
Una vez a su espalda sintió que podía olerle el cabello, era de su misma estatura. Respiró unos segundos deliberando qué hacer mientras contemplaba la imagen, tiempo suficiente para que el hombre advirtiera su presencia y quisiera comprobar quién andaba detrás. Asustado, antes de que pudiera verle, como un impulso instantáneo lo empujó con decisión. Lo vio caer. No hubo gritos. Una ligera satisfacción le embargó. Se asomó a través de la ventana hasta comprobar como aquel hombre golpeaba el pavimento. Dejó de moverse. Había caído de espaldas, por lo que por primera vez le pudo ver la cara y aquella visión le impactó. Se tuvo que esforzar en comprender. El hombre que yacía mirándole desde abajo era, en realidad, él mismo, inerte, sin vida.
Quedó atónito por la turbadora imagen, preguntándose cómo era posible. Confuso, quiso comprobar su reflejo en el espejo que había en la pared. ¿Quién era él entonces? Su angustia aumentó cuando este le devolvió una imagen inquietante. Aquella figura que lo observaba no poseía su rostro. En su lugar, una sombra negra, amenazante y vacía lo miraba, tan sorprendida como él. Impresionado, no pudo articular palabra. La sombra reflejada levantó el brazo despacio y lo señaló desde el otro lado del espejo. El corazón le empezó a latir con fuerza. Temiendo haberse convertido en un monstruo, aterrorizado, bruscamente despertó.
Abrió los ojos en la oscuridad, jadeante, y comprobó que yacía en la cama boca arriba. Sudaba y sentía el corazón acelerado. Movió la cabeza y vio como ella seguía durmiendo. Su imagen lo tranquilizó un poco. Otra noche más aquel maldito sueño. Empezaba a formar parte de su rutina diaria y le comenzaba a preocupar.
La primera experiencia con la insólita pesadilla ocurrió la noche del viernes 13 de marzo, justo una semana antes. En aquella ocasión se incorporó empapado y con el corazón desbocado intentando abrirse paso a través de su pecho. Pero, sobre todo, muy desconcertado, como si aquella experiencia hubiese sido algo más que un sueño. Después de una semana apenas empezaba a controlar mínimamente la angustia que le producía, aunque lo seguía sintiendo tan real que no conseguía obviarlo. Las otras veces consiguió volver a dormirse, pero esta ocasión era distinta, se dio cuenta por primera vez de que algo no marchaba bien.
Un sueño tan recurrente y extraño no perturba a alguien por nada, tenía que existir una explicación y un significado. Su subconsciente le estaba queriendo insinuar que algo marchaba mal, él lo sabía, pero no era de aquellos que se preguntaban habitualmente qué había más allá de las cosas físicas observables, más allá de unos labios que le besaban, de unos ojos que le miraban o más allá de la línea del horizonte. Él no era de hacerse preguntas trascendentales, de modo que nunca se preguntaría qué se forjaba en las profundidades de su propio ser, donde se ocultaba la verdad.
Su primera reacción, como las otras seis anteriores, fue tratar de olvidarlo. No obstante, esta vez había hecho mella en él, deseaba volver a dormir sin sobresaltos, al menos por una noche. Así que se vio forzado a reflexionar si aquello podía ser provocado por algún hábito que hubiera cambiado. Sabía que el alcohol podía provocar pesadillas o ansiedad, pero él no solía beber, solo muy de vez en cuando. Su alimentación era absolutamente equilibrada, se podría decir que excesivamente controlada y hacía muchos años que no había cambiado ese aspecto de su vida. Por supuesto, no había fumado jamás y el café no era su debilidad. Además, hacía ejercicio casi a diario, uno de los mejores aliados para un sueño reconfortante. Entonces, ¿por qué ahora, si se sentía feliz? ¿Qué extraña idea atormentaba su mente que él desconociera? Completamente desorientado, era incapaz de encontrar el punto débil por dónde atacar el problema para evitarlo.
Así se sentía Fernando Sanchís aquella semana de 2009, completamente perdido.
Nando, como a él le gustaba que le llamaran, notó como el corazón fue aminorando su palpitar. Sus ojos resistían estáticos observando el lento giro de las aspas del ventilador del techo. Hasta que apercibido de su bloqueo, fue bajando la mirada hacia la pared de enfrente, donde la puerta de la habitación se apoyaba en el sencillo armario chapado en roble en el que se repartían sus ropas y efectos personales sin demasiado cuidado. No obstante, su mente hizo una pausa en aquel inconsciente recorrido y se detuvo en la maleta gris sombrío que permanecía cerrada en la parte superior como testigo mudo de su pasado.
Cuántas cosas habían cambiado desde que abrió por primera vez aquella Samsonite hacía casi dos años. Algo de él también había cambiado desde aquel día. Ya prácticamente no recordaba el suceso que frustró su carrera y le obligó a cambiar de planes de manera radical, pero esa noche lo hizo. Todavía no se lo había confesado a ella, no se atrevía, temía que lo pudiera malinterpretar o lo juzgara demasiado duro, y con el tiempo lo había ido olvidando.
Elisabeth Jiménez conocía de su efímera aventura como funcionario de policía, cargo transitorio que ocupó mientras esperaba para dar el salto a su verdadero sueño: entrar en el GEO, el Grupo Especial de Operaciones de la Policía Nacional. Buscaba poder intervenir en operaciones de alto riesgo o acciones antiterroristas. Era consciente de que se trataba de un cuerpo de élite al que habían conseguido acceder muy pocos aspirantes en toda su historia, convirtiéndose, quizá, en el más exigente de todos para entrar. A ella, que había nacido en la famosa ciudad de Escobar y su oscuro cártel, aquel interés pasado suyo le atrajo. Y pese a haber abandonado la idea finalmente, nunca insistió en saber el motivo.
Echado en la cama acarició la duda de si esa pudiera ser la razón por la que le estuviera importunando el subconsciente, el precipitado escape de su ciudad natal. Con ese pensamiento cerró los ojos y la maleta lo transportó varios meses antes de su viaje, al invierno de 2006, el episodio que le obligó a hacer el equipaje.
Capítulo 2
Tras un habitual día de servicio, regresaba a su casa sintiéndose fracasado. Su puesto en la Policía Nacional no había resultado lo esperado: un trabajo rutinario en las oficinas que no iba en absoluto con su carácter. Su única ilusión en aquel entonces era alcanzar el día en que podría acceder a los exámenes del cuerpo especial. Para ello entrenaba duro y se había sacado varios cursos de buceo y de entrenador personal que le daban puntos.
Conducía por las calles de Valencia su Peugeot 307 gris metalizado con el deseo de llegar a casa y echarse a descansar después de un malgastado y aburrido día de curro en el que una vez más había discutido con su compañero. No lo tragaba. Aquel hombre de mediana edad considerablemente grueso, algo que ya de por sí molestaba a la elitista mente de Nando, resultaba desagradable en casi todos sus hábitos. Odiaba verlo comer con la boca abierta y aquella grasa chorreando por la comisura de los labios; grasa que acababa en los cristales de sus propias gafas, el teclado del ordenador o los papeles que gestionaba; peor era a la hora de eliminar gases corporales. Llevaba demasiados años en el mismo puesto sin planes de ascenso y su trabajo se había convertido en una rutina mecánica como la de respirar. Nando debía pasar cada día ocho horas encerrado con él en un pequeño cuarto. Daba igual lo que le dijera o solicitara, hacía siempre caso omiso y eso le hervía la sangre. Conocía las cosas que funcionaban mal por su culpa y era incapaz de ignorarlo, no era su forma de ser y siempre acababa insistiéndole aun reconociendo que era una pérdida de tiempo. Todo ello minaba su energía. No era el tipo de trabajo con el que había soñado cuando se decidió a entrar y realmente confiaba en pasar las pruebas para salir de aquel bucle que lo estaba desgastando.
Aquel día ni siquiera tuvo ganas de llamar a Silvia para que acudiera a su casa a cenar y dormir con él, aunque en su cabeza la idea siempre fuese la de pegar un polvo. Ni a Cristina ni a Lucía… Ninguna sabía en realidad de la existencia de las otras dos. Hoy conducía con la única idea de olvidarse de todo y descansar.
Avanzaba por las habituales calles de regreso a su casa, a media tarde, tras el turno de mañana. Se situó en el carril derecho de los tres con que contaba la avenida Nicasio Benlloch, pegado a la acera. Solía ser el carril más lento y no lo utilizaba normalmente, si bien, en esa ocasión, sin tráfico, le pareció buena idea. Absorto en sus propias frustraciones se encontró el semáforo del cruce anterior al proyectado estadio de fútbol en verde. Como ningún vehículo le interrumpía la marcha apenas redujo la velocidad y no tardó en pisar la intersección. Todo estaba dentro de su anodina normalidad hasta que uno de los automóviles que se movían por el carril de su izquierda ligeramente adelantado a él, un Volkswagen Passat de color verde metalizado, giró bruscamente sin señalización previa y se cruzó por delante del capó de su coche con intención de desviarse a la avenida de doble sentido que se abría a su derecha. Lo hizo demasiado tarde y como si no le hubiera visto.
La violenta maniobra disparó su adrenalina, duplicó sus pulsaciones y le obligó a focalizar su mente. Sin margen de maniobra, la tensión le llevó a pisar el freno enérgicamente esperando que el sistema ABS del vehículo hiciera el resto, mientras sujetaba con firmeza el volante para no acabar dando giros inesperados y acabar golpeando contra otro automóvil. La fina capa de arena depositada de las obras cercanas provocó que el Peugeot deslizara algunos metros más que con asfalto limpio. El ABS bloqueó y desbloqueó intermitentemente el vehículo varias veces hasta que, arrimado al máximo a su izquierda decidió girar bruscamente el volante para tratar de ganar unos metros y golpearlo de lado y no frontalmente.
Antes de concluir la arriesgada acción instintiva pudo observar como el maletero del Volkswagen pasaba a escasos milímetros del morro de su Peugeot. Él, obligado a desviarse, terminó en diagonal al carril tras haber deslizado la parte trasera un par de metros.
En ese instante toda la tensión desapareció y le invadió una placentera calma. Como si hubiera alcanzado la luz tras su muerte. Había salvado lo inevitable. No parecía haber daños. Incrédulo todavía, cerró los ojos y respiró. El incidente le había hecho olvidar por completo lo que le iba perturbando momentos antes.
No obstante, la satisfacción le duró poco, escasos segundos. Con las dos manos todavía sobre al volante, observó atónito como aquel vehículo, lejos de detenerse a comprobar su estado y disculparse por la peligrosa maniobra, continuaba la marcha. Nando, que para entonces llevaba un cóctel letal de sustancias neurotransmisoras y hormonales en su organismo, algunas que traía del trabajo y otras que le habían explotado durante la maniobra, se encendió. Su mirada se concentró en la parte trasera del Volkswagen que se alejaba, entrecerró los ojos, pisó el acelerador a fondo y se dispuso a seguirlo haciendo patinar las ruedas motrices.
Colérico, lo alcanzó antes incluso de que el Volkswagen llegara al siguiente semáforo que se había puesto en rojo en la rotonda. Se colocó junto a él, hizo sonar el claxon y le efectuó señas con el brazo para que hiciera a un lado el coche. Aquel tipo cruzó la mirada con la suya un par de segundos y volvió la vista al frente sin demostrar emoción alguna. Para sorpresa y rabia de Nando, cuando el semáforo se puso en verde, en lugar de detenerse, continuó la marcha. Esa fue la gota que colmó el vaso.
Reanudó la persecución y esta vez lo alcanzó, lo superó y, una vez rebasado, se le cruzó delante obligando al Volkswagen a bloquear las cuatro ruedas en una violenta acción muy parecida a la que lo originó todo.
Por unos segundos el universo se paralizó. El conductor del otro vehículo, asustado, se preguntaba qué había pasado. En cuanto su cerebro reconectó, quiso salir a pedir explicaciones desconocedor del peligro creado por su propia actuación inicial. Sin embargo, observar un hombre completamente fuera de sí que se dirigía hacia él arremangándose las mangas de la camisa, lo detuvo. Nervioso, bloqueó los cierres y buscó con la mirada gente a su alrededor que pudiera darle la tranquilidad de contar con algún testigo. No tenía idea de lo que podía viajar por la mente del perturbado que se acercaba con tanto odio reflejado en la cara.
—¡¿Eres subnormal o qué te pasa?! ¡Estúpido! ¡¿Es que no has visto lo que casi provocas?! —profirió Nando gesticulando con los brazos mientras se acercaba al hombre.
Este no dijo nada y se deslizó ligeramente hacia abajo mirando al frente sobre su asiento.
—¡Sal! ¡Cabrón! —gritó colérico.
Nando había llegado a la altura de la ventanilla y comenzó a golpear con fuerza el cristal con los nudillos mientras le insistía para que saliera.
El hombre, que no entendía aquella actitud y sin posibilidad de escape marcha atrás donde se había formado un pequeño tapón, no vio otra opción que la de salir a apaciguarlo, convencido de que rompería el cristal si no lo hacía. En realidad la actitud de Nando le estaba excitando también a él. Desbloqueó el pestillo y Nando instantáneamente abrió la puerta.
—¡¿Por qué no has parado después del lío que has montado?! —le espetó con tono elevado mientras el conductor del Wolkswagen salía.
—¿Qué lío? —preguntó el hombre extrañado en pie delante de él.
—¡¿Para qué están los intermitentes, «desgraciao»?! ¡En tu caso para lo mismo que tu cerebro! —se replicó Nando a sí mismo con aterradora expresión a escasos centímetros de la cara del hombre que recibió alguna gota de saliva disparada—. ¡¿Tú sabes lo poco que ha faltado para que me estampara contigo?! ¡Inútil!
Lo había conseguido. El tipo de edad y complexión atlética parecidas a las de Nando, aunque algo más alto, estaba intimidado. Sobre su barba recortada deslizaron algunas gotas de sudor que acabaron sobre la chaqueta vaquera de Versace. Al costado de la puerta abierta, uno frente al otro se miraban esperando un sutil movimiento del adversario para comenzar una pelea. En la acera, varias personas se agruparon advertidas por los gritos de Nando. Incluso los vehículos que adelantaban por el carril lateral reducían la marcha extrañados por la situación.
—¡Al menos para e interésate! ¡Coño! ¡¿Qué civismo es ese?!
Nando iba descargando su furia y eso, en realidad, lejos de enojarle más, le iba sosegando. Necesitaba desahogarse.
—La verdad... —dijo por fin el hombre haciendo una pausa con la boca seca—. Perdón —alcanzó a decir casi sin aliento.
El hombre de la chaqueta vaquera había pronunciado la palabra mágica.
—¡Joder! ¡Cómo me los has puesto, tío! Estaba convencido de que nos estrellábamos —exclamó relajando el tono de su voz y separándose un poco.
Aquel «perdón» era lo que había ido a buscar. Seguía cabreado, pero había conseguido asustarlo y que cediera. Para su ego fue una satisfacción. Nando era vehemente con aquello que le parecía injusto, pero no un psicópata. De ese modo, ya con la razón de nuevo operando en su cabeza, entendió que lo más importante era que no había habido daños personales ni materiales y se fue deshinchando.
El hombre se dio cuenta y su mente pareció respirar.
—La próxima vez mira por dónde vas —dijo por último antes de regresar al coche—. ¡Coño! —Aquella última palabra le salió del alma dando el tema por zanjado.
Seguro que la próxima vez se fijaría más antes de hacer una maniobra como esa, pensaba. Seguía enfadado, pero lo superaría.
Los testigos suspiraron tranquilos. Parecía que todo volvía a la normalidad en aquella, de nuevo, apacible calle. El hombre de la chaqueta vaquera, con una mano en la puerta abierta y la otra en el techo del vehículo, se quedó observando a Nando alejarse y comprendió que el peligro había pasado. Fue cuando la tensión y el miedo contenidos, al liberarse, le hicieron cometer un error.
—Gilipollas —murmuró débilmente como si de un pensamiento se tratase, convencido de que solo él lo habría escuchado.
Sin embargo, para su sorpresa, Nando detuvo la marcha. Por un momento se congeló el tiempo. No se lo esperaba. Nando, de espaldas, hizo una pausa mental mirando al infinito, instante en el que la adrenalina se adueñó por completo de él. Volvió su torso hacia el conductor del Volkswagen y este, todavía apoyado observó sus movimientos como un agricultor en la India que hubiera visto un tigre y esperase inmóvil sin hacer el menor ruido a que no lo detectara y pasara el peligro. Pero a Nando se le había conectado el interruptor de ataque y en ese momento era imparable.
—¡¿Qué me has llamado?! —preguntó mientras arrancaba su zancada.
Como si la conversación de antes no hubiera tenido lugar y aquel hombre hubiera hecho algo catastrófico, su cara se desencajó.
En cuanto el miedo le permitió reaccionar, el hombre saltó al interior del vehículo. Nervioso, buscó con torpeza el tirador para cerrar la puerta. Un segundo fatal que le bastó a Nando para agarrarla y abrirla del tirón. Lo sujetó de la chaqueta sin pensárselo y de un impulso lo sacó fuera del automóvil.
—¡Eh! ¡Eh! ¡¿Qué hace?!
El hombre trató de sacarse a Nando de encima, pero fue inútil.
Una vez lo tuvo de pie contra el vehículo, sin dejar de sujetarlo por la chaqueta, le golpeó la mandíbula con el puño cerrado varias veces. Acto seguido le castigó las costillas alternando los dos puños. Estaba fuera de sí. La agresión no tenía justificación alguna a menos que se tuvieran en cuenta el estrés y la frustración acumulados a lo largo de su vida y que aquel pobre hombre estuviera pagando por todo ello.
El tipo trataba de parar los golpes con mucha dificultad. No luchaba contra alguien, luchaba contra algo. Lanzó algún intento que hizo blanco en el cuerpo de su agresor, aunque Nando parecía anestesiado. Hubo un momento en que el hombre, retorciéndose de dolor, buscó abrazarse a él para evitar que le siguiera golpeando, pero él, acostumbrado en el ring del gimnasio a ese tipo de tácticas, aprovechó la oportunidad para propinarle un golpe directo a los riñones. Ese instante fue cuando lo vio desplomarse. Mientras el hombre caía al suelo de rodillas doblándose de dolor, su cerebro conectó con los chillidos de varios testigos.
—¡Para! ¡Lo vas a matar!
Alguno más valiente había tratado de acercarse a persuadirlo, pero Nando no respondía a sus plegarias y nadie se atrevió a meterse por miedo a sufrir el mismo castigo.
Tenía agarrada la cabeza del hombre con ambas manos y su rodilla había empezado a levantarse en dirección a su cara. En ese momento, como un poseso al que le hubiera abandonado su demonio en un exorcismo, empezó a entrar en razón.
Jadeante, separó sus manos liberando al pobre hombre que acabó por echarse hacia atrás para quedar sentado con las piernas estiradas sobre el asfalto y la espalda apoyada, exhausto. Nando que ya se había percatado de lo que acababa de hacer se dio la vuelta y regresó a su Peugeot en silencio. Mientras lo hacía, todavía escuchó gritos indignados. Nadie entendía qué había sucedido.
Nada más cruzar el umbral de su casa se tumbó en el sofá y no volvió a levantarse hasta el día siguiente justo antes del mediodía. Por suerte era sábado y libraba. Le dolía alguna zona interna de su cuerpo que todavía no había podido ubicar, pero sobre todo le dolían las manos. Del cajón inferior de la encimera sacó varios medicamentos y optó por tomarse un ibuprofeno, al menos le calmaría el dolor de cabeza que era lo que más le molestaba.
El lunes por la mañana temprano antes de salir hacia el trabajo llamaron a la puerta. No les había llevado más de un par de días localizar su vivienda. Sabía que lo habían cogido. Les abrió y esperó tranquilamente a que subieran. A partir de ese día entendió que algo en su vida y actitud debían cambiar.
Desde la cama recordó con dolor aquel capítulo de su biografía. Parecía obvio que, a pesar de no haber vuelto a tener un encontronazo parecido desde que se encontraba allí y haber tratado de olvidarlo, su mente, por alguna razón desconocida, no quería hacerlo.
Durante el juicio, acabó por conmoverse arrepentido al descubrir que el hombre había pasado varios días en el hospital con roturas en varias costillas, algunos dientes e innumerables contusiones y desgarros internos. Por suerte no hubo órganos duramente afectados ni ninguna función principal dañada. Así, a pesar de haberse escudado en la enajenación mental y de haberse disculpado y expresado abiertamente su arrepentimiento, lo sentenciaron a cinco mil euros y seis meses de prisión por un delito de lesiones.
Al final no necesitó visitar el penal por ser su primer delito, pero quedó marcado para siempre. Con antecedentes, e inhabilitado temporalmente, era evidente que se le iba a hacer muy difícil entrar en las fuerzas especiales algún día. Su sueño se había truncado y lo peor era que no había preparado un objetivo alternativo, un plan B. Se encontró vacío.
Estaba claro que haber llegado a aquel punto no había sido algo fortuito, necesitaba recomponer su vida. Mientras regresaba del juzgado, un autobús le facilitó esa decisión. En el lateral pudo contemplar una foto de la costa de Colombia con una playa paradisiaca y mujeres exuberantes. Era justo lo que necesitaba, cambiar de aires, relajarse. Mientras lo observaba recordó que la patria colombiana tenía fama de conflictiva al ser el refugio de las FARC, las guerrillas narcotraficantes, y tuvo curiosidad por aquel país. La decisión estaba tomada.
Indudablemente no le agradó remover su pasado. Extraño por sus recuerdos se preguntó qué podría hacer para evitar una nueva noche en vela. Quizá contarlo le ayudara. Sí, probablemente lo haría, se lo contaría a Lis. Ella era la razón por la que seguía cuerdo; aquella mujer que yacía a su lado le había hecho saborear una perspectiva de la vida muy diferente. Le había dado una esperanza a su alma atrapada. No obstante, lo más seguro era que aquel suceso, que hoy se había visto forzado a desenterrar, solo fuera la punta de un gran iceberg que ocultaba el verdadero corazón del problema.
Ese 21 de marzo, Nando, todavía a oscuras, intuyó con preocupación que aquel día que daba comienzo no sería como los demás; tuvo la corazonada de que iba a suceder algo que cambiaría su vida para siempre.
Capítulo 3
Por fin el sol entró como un rayo de renovación en la habitación de aquel apartamento alquilado en Cartagena de Indias y terminó por despertar a Lis. Nando llevaba varias horas despierto, aunque, agotado anímicamente, no se había levantado todavía. La mañana emergió especialmente luminosa y apacible, sin el habitual eco de las obras al otro lado de la calle. Ella, descansada en cambio, abrió los ojos de buen humor y lo buscó con la mirada.
—Amor, estás despierto —murmuró sorprendida—. ¡Buenos días, madrugador! ¿Qué tal has dormido? —le preguntó antes de darle un beso y recostar la cabeza en su hombro.
—Bien, cariño —contestó él mintiéndole—. Tú ya veo que fenomenal.
—De maravilla —sonrió—. ¡Hoy es sábado! —exclamó ajena a su preocupación mientras sujetaba la cortina y miraba por encima de él a través de la ventana.
Aprovechó que él también lo hizo para observarlo por unos segundos. Era incapaz de verle desmejorado. Así, sin percatarse de su cansancio, pensó que estaba guapísimo de buena mañana. Aquello debía de ser esa felicidad de la que tanto se hablaba tan valorada y esquiva. Le pasó el brazo por el pecho y con los dedos tanteó su bíceps con algo de disimulo sintiendo su firmeza. Adoraba su cuerpo atlético y sexy.
Nando apenas sobrepasaba los treinta y, a pesar de ser un tipo musculoso, no daba una impresión exagerada. Era un asiduo del gimnasio, aunque jamás había tomado anabolizantes. Sobre el parqué de la sala hacía sus pinitos como entrenador personal lo que le permitía ganar unos ingresos extra para complementar los ahorros de haber sido pluriempleado desde muy joven.
—¿Qué quieres desayunar? Con el día que hace podríamos salir fuera —insinuó ella.
Nando la escuchaba, pero llevaba varios días durmiendo poco y se sentía débil. Se le estaba empezando a notar en los párpados, más hinchados de lo normal. Quiso disimularlo para que ella no se diera cuenta, como solía hacer. Sin embargo, esta vez, profundamente afectado, no lo pudo ocultar.
—Imposible. Ya sabes que mi desayuno es sagrado, siempre te lo digo. La comida más importante del día —terminó contestando con el ceño fruncido. Un desayuno equilibrado, saludable y energético que difícilmente se saltaba.
Lis se mordió los labios.
No había bromeado con ella ni una sola vez desde que se despertaran como era habitual en él y comprendió que ella se lo acabaría notando. Respiró profundo y rectificó:
—Aunque, bueno… hace tiempo que no hablamos con Juana, podríamos hacerle una visita —claudicó.
—¡Sí! La última vez me quedé con ganas de ver ese flan de mango típico de su ciudad. Siempre he querido que lo probases.
Ella poseía un metabolismo privilegiado que le permitía algún exceso de vez en cuando. Pero él, que cuidaba su figura como si se tratase del lienzo de un pintor o la arcilla húmeda de un escultor, no era amigo de los pasteles. Su cuerpo vivía encerrado bajo una mente estricta y hasta un poco obsesiva que recordaba a aquel perro de pura raza, confundido, al que su dueño, obsesionado por los concursos, entrenaba colocando sobre la mesa de exposición mientras forzaba su postura e imagen persistentemente. A pesar de que el pobre can no entendiera de tanta obsesión y simplemente quisiera disfrutar con otros de su misma especie sin más pretensión que la de vivir. De modo que molesto de nuevo respondió:
—Si eso, azúcar, lo que me faltaba. ¿Quieres que acabemos pareciendo dos bolas de sebo?
—Vamos, amor, no te enfades. ¿Qué te pasa hoy? —reclamó extrañada tratando de que Nando no la despojara de su alegría—. ¿Cuánto hace que no te comes un dulce? Uno no te va a matar —insistió buscando suavizar el mal despertar que él estaba demostrando.
Nando acabó por sucumbir, agobiado por su propio desanimo y cerró los ojos. Él no era así. Su preocupación por no saber qué le estaba pasando y su falta de sueño gobernaban su psique. Respiró profundo por segunda vez y trató de cambiar el gesto.
—Lo siento, cariño —dijo más calmado—. Vayamos donde tú quieras —añadió besándola suavemente en la cabeza.
—Gracias amor, te quiero —dijo ella antes de devolverle el beso en los labios.
Aunque eran muy distintos, en realidad, ninguno de los dos se complicaba mucho la existencia, ese era posiblemente el secreto de su feliz unión. Se podría decir que ambos habían encontrado la pareja ideal. Eran felices y se les notaba cuando estaban juntos. Lis había pasado por un par de malas experiencias y tenía ganas de encontrar a alguien definitivo y, a pesar de que no era mucho el tiempo que llevaban juntos, así lo sentía; y él, aunque no se lo dijera, también. Ella, con su manera de ser, había conseguido suavizarlo sin que él se diera cuenta y ahora era capaz de aceptar muchas cosas que antes le rompían los esquemas y lo inundaban de prejuicios.
Mientras Lis se arreglaba en el cuarto de baño, Nando pudo observar en silencio su imagen reflejada en el espejo. La brillante melena azabache natural que exhibía a sus veinticinco años y sus facciones de rasgos claros y suaves situados a medio camino entre ambos lados del océano hacían destacar unos grandes ojos rasgados, finamente delineados, que lucían poderosamente luminosos y profundos. Aquellas dos perlas negras naturales habían hipnotizado a Nando mágicamente sin que él prácticamente se hubiera percatado. Aunque, para ser francos, lo que él pensaba que le había enamorado eran sus perfectos y enormes pechos. Seguía creyendo erróneamente, en su orgullo masculino, que él la había conquistado.
Observarla le hizo olvidar su ansiedad y le causó un extraño sentimiento de felicidad al que no estaba acostumbrado. Sonrió inconscientemente. No obstante, enseguida le preocupó como una intensa sensación se adueñaba de su estómago y le hacía considerar que empezaba a necesitarla. Aquello le hizo apartar la mirada rápidamente y buscar una excusa que le despojara de su debilidad.
Cuando terminaron de arreglarse, Nando, sin ganas de andar, intentó convencerla para que fuesen en la moto; una Honda CBR roja y negra de seiscientos centímetros cúbicos, personalizada, que mantenía impoluta y le hacía sentir orgulloso, más que si fuera un hijo. Pero ella prefirió pasear. Saludaron a Marta, la vecina del bajo, que siempre trajinaba a la puerta de su casa, limpiando, charrando o simplemente observando cómo el mundo pasaba por delante de ella sin que nunca realmente se hubiera subido a él. En cuanto los vio les interpeló.
—Nando, Nando, espera. Necesito que me hagas un favor —dijo con aquel acento particular y unos rasgos mulatos inconfundibles.
—Claro, Marta, ¿de qué se trata? —contestó él sin dudarlo.
—Hay una caja encima del armario que me gustaría bajar y yo sola no puedo, pesa mucho.
Les hizo pasar adentro. La casa olía a limpio, a algún producto de limpieza muy característico. Parecía una casa que no se utilizara, como un antiguo piso piloto preparado para comprobar cómo eran las viviendas típicas de la zona, un museo de los que detienen el tiempo. Paños decorados cubrían los brazos de los sillones y de algunos muebles, alfombras hechas a mano, jarrones con flores, y pinturas y detalles hasta en el último rincón. La conocían bien porque les había invitado a comer varias veces y a cambio ellos le hacían compañía. Su marido había fallecido de improviso hacía mucho y, a pesar de que ella era todavía joven, sus hijos tenían sus propias vidas y solo la visitaban muy de cuando en cuando.
—Esta es, está muy alta. Ahí tienes la escalera.
Sobre los peldaños, la comprobó y no sin esfuerzo consiguió sujetarla.
—Pero, Marta, ¿qué guarda dentro…, piedras? —exclamó al dejarla toscamente en el suelo.
—No, qué va… Son cosas antiguas. Se me había olvidado que estaban ahí. Me parece que las venderé, llevan demasiados años sin que nadie las disfrute… ¿No queréis comer algo? —ofreció para compensarles.
—No se preocupe, íbamos a salir a desayunar —le explicó Lis dejando la escalera otra vez en su sitio viendo que Nando no iba a hacerlo.
—Pues que disfrutéis. Mañana haré arepas, os subiré alguna.
Había confianza y buena relación y les acompañó hasta la puerta para despedirse.
—Nando, muchas gracias como siempre... Es bueno tener un amigo fuerte como tú.
—¿Ha visto? —Aquella adulación fue como un resorte para su particular personalidad que no había crecido al mismo ritmo que su cuerpo—. Usted lo que necesita es un pedazo de hombre como este —dijo mientras se levantaba la camiseta y le enseñaba la tableta de chocolate perfectamente definida que lucía su abdomen.
Ella, medio ruborizada medio riendo, respondió:
—¡No…! —exclamó alargando la silaba exageradamente—. Ya no quiero hombres en mi vida, ya he tenido suficientes desgracias. —Y le dio una palmada en la mano para que se ajustara de nuevo la tela.
—¿Qué ocurre, Marta? —preguntó una vecina que pasaba en ese momento por la acera y vio la extraña escena.
—Que si necesito un hombre, me dice… —contestó riendo con un ademán tajante.
—Pues yo sí, que estoy soltera —respondió la mujer sin cortarse.
—Mira la que has liado… Vámonos, que eres incorregible —exteriorizó Lis resignada. No era la primera vez que su novio disfrutaba con ese tipo de situaciones.
—Déjalas, mujer, que de ilusión también se vive… Toquen, toquen —remarcó envalentonado acercando su bíceps a ambas señoras mientras sacaba músculo con el puño cerrado—. No se corten… A ver cuándo van a tener uno como este tan cerca.
Marta no perdió la sonrisa. A pesar de lo presuntuoso que podía llegar a ser, solía tomarse a broma sus excentricidades y le tenía afecto porque conocía todas sus facetas. Al final aquellas tonterías que exhibía a veces le servían para salir de su rutina diaria.
Por fin Lis logró llevarse a su novio y dejaron a las dos mujeres alborotadas platicando. Ella habitualmente sabía encajar su instinto sin que le llegara a molestar en exceso. Tenía grandes dosis de paciencia y mano izquierda y un don natural para hacer que a su lado no pareciera demasiado lo que indudablemente parecía.
Se alejaron caminando a buen ritmo hacia La Isla, que era como se llamaba la cafetería, sin hacer más paradas por el camino. Al poco de pasar por la «lunchería», con aquel espanglish llevado a su máxima expresión, alcanzaron la fachada. Allí les esperaba Juana, que no fallaba un solo día a su puesto de trabajo, desde muy temprano por la mañana hasta bien entrada la noche.
—¡Vaya, la parejita! ¡Qué alegría me da veros! —exclamó en alta voz sin importarle demasiado el resto de clientes que se volvieron a comprobar.
—¿Cómo está mi primera novia cartagenera?
—Calla, bobo. Que tú y yo nunca estuvimos juntos.
—Pero fuiste la primera persona con la que tuve amistad, te lo confesaba todo… Seguramente sabes más de mí que mi propia madre.
—En eso puede que tengas razón —rió cómplice—. Bueno y ¿qué os trae por aquí?
—Lis, que tuvo una pesadilla con tu flan de mango.
—No le hagas caso —intervino dándole a su novio un toque en el hombro—. Le dije que sería fantástico si lo hubieras preparado esta semana, Nando nunca lo ha probado.
—Ah, pues claro, ya os dije que a partir de ahora lo iba a tener siempre. Bueno… Si no se lo terminan antes los clientes, claro está.
—Pues no se hable más, vamos a matar neuronas —insistió Nando con su usual sarcasmo.
—Precisamente el azúcar es alimento del cerebro —le contradijo Lis.
—Qué le voy a hacer, Juana. ¿Ves? Como siempre, ella tiene la razón —sonrió.
—Claro que la tiene, que lo tuyo de comer de esa forma tan rígida no es nada bueno. Además, no vas a encontrar una mujer más lista que ella, ya lo sabes.
Sentados al lado de la pequeña barra no solo probaron el flan de mango, sino que pudieron degustar un delicioso mielmesabe de leche cortada y panela recién hecho que añadió definitivamente exceso de glucosa a su dieta.
En el rato que aún continuaron en la cafetería, decidieron que esa noche saldrían a celebrar que estaban juntos; en realidad, lo decidió Lis. No era un día señalado, como el día que se conocieron o el que se fueron a vivir juntos, pero era la celebración más importante de todas para ella, la de que seguían un día más compartiendo la vida. Hoy era especial porque seguían juntos y felices y le daba miedo pensar que únicamente se acordaría de aquella idea sí un día perdían lo que tenían.
Por fin regresaron al cuarto piso en aquella zona céntrica de la ciudad, donde disfrutaban de una pequeña vista de parte de la urbe y del gran azul desde su balcón. Su ubicación les permitía sentirlo todos los días, algo fundamental para Nando, habituado a su vida en Valencia cerca del mar y a sus entrenamientos a pie de playa. Su aroma a veces imperceptible entraba fácilmente en resonancia con sus acostumbradas neuronas y le calmaba el espíritu, relajando su mente como si de música se tratara. Nando cada vez se sentía más cómodo e integrado en aquella ciudad, ya no echaba de menos su tierra natal. Se había ido dando cuenta con el tiempo de que el país que lo recibió era más pacífico y acogedor de lo que su mente había imaginado.
Tumbado en el sofá, miraba sin demasiado interés la televisión encendida, mientras Lis a su lado se pintaba las uñas con filigranas dibujadas que parecían obra de un especialista pintor de cerámica. En cuanto ella se alejó hacia la habitación para ver qué se ponía esa noche, él rebuscó en una caja escondida y se le acercó por detrás. Sin más preámbulos le mostró desde su espalda una prenda que ella se encontró de golpe ante sus ojos. Al verla, la tomó rápidamente entre sus manos y se volvió hacia él.
—¿Qué es esto? —preguntó emocionada y curiosa a la vez.
—Una tontería que te compré. Pruébatela.
—¡Me encanta! Azul, mi color favorito.
Lis se puso la blusa sin nada más debajo y… ¡cómo le quedaba! Nando permaneció inmóvil y se le dibujó una sonrisa tonta en la cara.
—¿Qué tal? ¿Cómo me está?
La caída de la tela sobre sus pezones le dibujaba una silueta terriblemente sexy, como dos cascadas gemelas que brotaran de sendos montes simétricos, hermosos, exagerando su tamaño natural y su belleza. Sus bonitos hombros asomaban suaves y delicados y recostó las manos sobre sus estilizadas caderas semidesnudas. Al estirar el tejido, dibujó un vientre que podría ser la envidia de Halle Berry y un terso y precioso trasero perfectamente esculpido. Aquella erótica figura curvilínea provocó que el excitado sistema límbico de Nando inundara de dopamina su cerebro y le hiciera observarla con lujuria como si fuera la primera vez que lo hacía.
—Ay, amor, ¿qué me dices? —insistió ella.
—Que no voy a poder esperar a que se te sequen las uñas.
Sin darle tiempo para asimilar la frase, excitado, dio un paso hacia ella, le tomó la cara con ambas manos mirándola a los ojos y la besó larga y apasionadamente. Ella quiso pronunciar un «no» que se quedó en un sonido sordo y él, haciendo caso omiso, la agarró suavemente del pelo por la nuca y apretó ligeramente mientras la besaba en el cuello, lo que hizo que ella se erizase y le devolviese un enérgico y apasionado beso. Sus lenguas y labios se degustaron suavemente robándose por un instante sus personalidades, sus sentimientos, su sensualidad y su amor. Detuvieron el mundo durante esos minutos, provocando su particular singularidad en el espacio–tiempo, creados ambos, según la física quántica, por aquellos que los observan y los sienten. De modo que, absortos y ajenos al espacio que les rodeaba, durante esa fracción de su realidad, el mundo dejó de existir, perdiendo conciencia de sí mismo.
Tras el beso continuó acariciando con sus labios y su lengua la oreja y el hombro de Lis suavemente al principio aunque con algún pequeño mordisco cerca de la espalda. Le desabrochó los primeros botones de la blusa dejando entrever sus senos desnudos, permitiendo que asomase uno de sus perfectos y erectos pezones cual centro de su sexualidad. Se detuvo a saborear la escena unos segundos antes de descender despacio la mano por su cintura buscando el pliegue final de la blusa donde se encontraba la parte que más estimulaba a ambos. Ella se empezó a excitar tanto como él y lo abrazó apasionadamente. Había transcurrido poco tiempo, pero todo parecía distinto, ninguno de los dos dijo nada. Los sentidos de ambos se habían hiperdesarrollado y cualquier caricia o roce lo sentían amplificado.
Al mismo tiempo que saboreaban sus labios y sus lenguas jugaban, Nando introdujo su mano bajo la ropa interior de ella y descendió hasta encontrar su zona más húmeda que ya se mostraba sin pudor. Mojó la punta de los dedos recreándose un instante para después rozar su clítoris, lo que le arrancó de Lis un primer y débil gemido. Deslizó ambas manos para acariciar su redondo y suave trasero y le bajó de golpe las bragas. Estas quedaron sobre sus muslos dejando su pubis cuidado a la vista, excitando aún más sus retinas. Sin detenerse, mientras su lengua jugaba con uno de sus pezones, la penetró con el dedo anular hasta introducirlo por completo. Ella dio un grito de placer y le agarró del pelo en un movimiento reflejo.
No se habían movido todavía, seguían en pie al lado de la cama. Solo unos minutos habían bastado para transformarles y absorberles, ya no había marcha atrás. Sin más preliminares, que no eran su fuerte, le levantó la blusa como si se tratara de un suéter, dejando completamente desnudos ambos senos y su erótica cintura. Y cuando la tela se encontraba a medio camino cubriéndole la cara y la obligaba a mantener los brazos en alto, lanzó a Lis de espaldas sobre el colchón. Sin aguardar a que ella se compusiese, se le echó encima y sujetando sus brazos con la blusa a medio subir, impidiendo que ella pudiera ver con claridad, la penetró una y otra vez completamente encendido. A ella le encantaba que fuera enérgico, lo sabía bien, así que los gritos de placer de ambos pudieron sentirse en todo el vecindario, despertando seguro la curiosidad de muchos.
Capítulo 4
El sexo les relajó bastante, aunque Nando había esperado que aquella sensación extraña que empezó de madrugada se fuese con él y no fue así.
Permaneció un buen rato en el baño retocándose el cabello, a menudo tardaba poco menos que ella en arreglarse. Le encantaba llevar su pelo siempre perfecto, un cabello oscuro, poblado y sin entradas que solía llevar con el estilo típico de los lugares que frecuentaba, corto y acompañado de fijador o gomina, algo que no faltaba nunca en su equipo personal. A veces, cuando pasaba por delante de un espejo no podía evitar pasarse la mano al estilo «Grease». A pesar de todo, no traspasaba la línea que él consideraba de metrosexual y nunca se depiló ni usaba cremas o productos típicamente femeninos. Digamos que había encontrado un punto intermedio donde se encontraba a gusto sin mancillar su ego masculino que, en su caso, era una pieza fundamental de su carácter.
Al final de la tarde ella había cambiado la blusa nueva, algo maltrecha tras el escarceo amoroso, por una de color rosa y la combinó con unos pantalones blancos ajustados. Él, con vaqueros azul claro y camisa de manga larga de finas rayas arremangada ligeramente en el antebrazo, iba muy a su estilo. Así, cogidos de la mano, salieron a la penumbra de unas calles iluminadas sutilmente por antiguos faroles de diseño que producían una luz acogedora y cálida, el perfecto ambiente para aquella fresca y agradable noche que les acogía con seducción.
Mientras caminaban, pudieron admirar algunos de los edificios del casco antiguo que soportaban cientos de años y revelaban un gran valor. El centro histórico, fortificado y construido piedra sobre piedra desde el siglo XVI, hacía de la urbe una de las visitas obligadas del sur del continente americano por su alto valor histórico y la belleza que el tiempo, como a los buenos vinos, le había ido confiriendo. Aunque actualmente destacaba más por el turismo de sol y playa, el cual había ido desplazando poco a poco, en los barrios más céntricos, a sus gentes de siempre que la vestían dándole un sabor especial. Una ciudad que iba perdiendo de esa manera su esencia nativa año tras año, para dar paso al frenético influjo del turismo que la llenaba de hoteles y servicios asociados, dividiendo a sus habitantes. A Nando por su manera de ser, lejos de preocuparle, le ayudaba a sentirse integrado.
Su clima cálido conseguía, además, sin proponérselo, ser la combinación perfecta para poder apreciarla mejor, más pausadamente, permitiendo saborearla en todos sus detalles. Gracias a esa calidez humana y urbana, los que recorrían sus calles se sumían en un estado distinto del que habían llegado, olvidando fácilmente que se encontraban ya en pleno siglo XXI.
Desde la muralla vislumbraron la bahía iluminada, donde el mar y sus fortalezas evidenciaban la verdadera importancia que tuvo la ciudad en una época en la que distintos países pugnaban por entrar en la historia y de la que piratas y corsarios ambicionaban poseer sus riquezas. Considerada en otra época un epicentro mundial, no parecía que los fines del hombre moderno hubieran cambiado mucho desde entonces. Al final la invasión se había acabado produciendo, alentada por la obsesión del ser humano actual en recibir el sol desde la arena y refrescarse en sus tranquilas aguas, como si el significado de la palabra felicidad fuera ese. Una búsqueda que conducía año tras año a miles de extranjeros y locales a la urbe. Los había que, una vez la conocían, ya no regresaban nunca a sus lugares de origen o al menos volvían a buscarla año tras año, enganchados como si fuera una amante que los hubiera marcado de por vida.
No tuvieron prisa por llegar al restaurante y disfrutaron de las calles empedradas, de los muros cubiertos de enredaderas y flores y de la gente que paseaba esa noche por la ciudadela. Lis lo abrazaba constantemente estrujándolo como si le empujara una necesidad inconsciente y él la llevó entre sus brazos durante algunos pasos mientras ninguno disimulaba su alegría. Al llegar a la muralla se encontraron con algunos carros de época tirados por caballos para turistas.
—¿Te acuerdas cuando hicimos nuestro primer paseo en carromato? —preguntó Nando.
—¡Sí! Qué bello. Te dije que tenía frío para poder arrimarme más a ti y que me abrazaras —recordó Lis escenificándolo.
—Es verdad. No veas lo caliente que me ponías.
—¡Qué malo! Yo lo vi tan romántico…
Nando quiso rectificar su frase salida de tono.
—Creo que ese día fue cuando me di cuenta de que te quería de verdad —reconoció finalmente.
La noche estaba siendo especialmente emotiva para ambos, lucían un brillo especial en la mirada y habían olvidado por completo al resto de paseantes que, como ellos, aprovechaban las mejores horas para degustar la ciudad.
—¿Recuerdas aquel tipo? —preguntó Nando unos metros más adelante—. ¿El guía que dirigía los caballos en el carruaje y nos iba contando la historia de cada casa, de cada recodo, del pasado de la ciudad y de los personajes que tuvieron que ver con ella?
—¡Ah, sí!… ¿Cómo se me iba a olvidar? Era un tipo muy curioso, quizá esté por aquí todavía.
—El tío decía: «Aquí en 1628 el 23 de agosto los españoles levantaron tal casa, allí el 15 de abril de 1712 ocurrió tal cosa», así cada pocos metros nos daba un hecho asociado a una fecha exacta. ¿Recuerdas? Demasiada exactitud nos hizo sospechar que fácilmente podía estar inventándose la historia sin que pudiéramos contradecirle...
—¡Es verdad! —rio Lis—. Tú comenzaste a imitarle improvisando fechas y hechos absurdos. Casi no podías articular palabra de la risa. Con voz de documental decías cosas como: «En mil quinientos… hmmm… setenta y ocho, el sábado veinte de noviembre a las dos y cuarto de una tarde soleada, con treinta y cinco grados a la sombra, el gobernador… Fernández de Castro y su séquito de ingenieros…»
—«…comprobaron la alineación de la muralla dándose cuenta de que habían errado en cero coma seis grados norte su posición…» —continuó Nando en medio de alguna que otra carcajada—. Recuerdo también que cuando nos dio una de sus fechas tan exactas le pregunté muy serio: «¿Está usted seguro de que el 6 de septiembre estuvo aquel personaje en la ciudad? Porque, según la información de la que dispongo, no llegó hasta el día 8 a las doce y cuarto…». El tío se quedó pensativo, paró el caballo y todo, ¿recuerdas? Y tras unos segundos de incertidumbre con aquella voz acelerada dijo: «Lo miraré, lo miraré». «Sí, sí, mírelo, que es superimportante». Cómo nos reímos, se lo tomaba muy en serio.
—Qué bien lo pasamos —rio Lis apretándose a Nando—. ¿Y aquel argentino que conocimos luego que andaba solo por aquí? ¿Qué habrá sido de él? Parecía un chavalín de veintitantos y al final resultó tener casi cuarenta. Qué tío más simpático. Si no recuerdo mal era enfermero y, para costearse el viaje, se ganaba algún dinero chequeando a la gente en la calle con el medidor de tensión que llevaba en la mochila. ¿Todavía lo tendremos en el Facebook?
Nando había cancelado su cuenta en aquella red social hacía varios años, antes incluso de conocer a Lis, empujado por los problemas que le habían causado algunas amigas celosas que no