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El infierno secreto
El infierno secreto
El infierno secreto
Libro electrónico478 páginas4 horas

El infierno secreto

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Información de este libro electrónico

Una novela de misterio, suspense y ciencia ficción.

Philip se encuentra frente a un portal, ha viajado muchos kilómetros, está perdido, su cabeza le ha causado una mala pasada, de pronto no sabe quién es. Solo sabe que recuerda aquel lugar como si fuera ayer que vivió allí, pero no entiende nada, no debería ser así. ¿Quién surgirá tras la puerta?

Mira de reojo a su espalda, ya no hay posibilidad de marcha atrás. Su decisión le descubrirá su verdadera realidad y le abrirá un sorprendente mundo de conspiraciones y secretos que hubiera preferido no conocer, lugares en la sombra donde realizan prácticas que cambiaran su percepción de la vida.

El ingenio y una mente privilegiada le ayudarán a escapar de la trampa en la que se ha metido, aunque lograr su propósito podría acarrear terribles consecuencias para sí mismo y alterar el destino de la humanidad para siempre.

Philip o Henry, dos personajes antagónicos, ¿quién de ellos es él en realidad?

IdiomaEspañol
EditorialFran Vives
Fecha de lanzamiento15 oct 2021
ISBN9781005905538
El infierno secreto
Autor

Fran Vives

Amante del misterio y la aventura, ha publicado cuatro libros en diferentes géneros: Romance-Aventura, Misterio-Suspense, Terror y Ciencia Ficción. A lo largo de sus páginas trata de sorprender siempre con alguna idea original atraído por la frontera existente entre ciencia y misterio y por la psicología y el subconsciente. Servirse de ambas afecciones le permite entablar un estimulante juego con la mente del lector.Desde que recuerda le impulsó esa gran pasión por escribir relatos y le sirve, hoy, para crear historias que se mueven con naturalidad en los límites entre la realidad y la ficción. Novelas que aúnan misterios, giros y descubrimientos inesperados, protagonizadas por personajes con una intensa vida interior.Busca, además, que el lector reflexione sobre diversos aspectos de la vida que la ciencia todavía no ha resuelto, de modo que sus libros nunca te dejarán indiferente.

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    El infierno secreto - Fran Vives

    Capítulo 1

    Philip Anderson liberó otro de los botones superiores de su camisa blanca de cuello italiano, la misma que vestía desde que cruzara el umbral de su casa veinticuatro horas antes. La arrugada tela todavía retenía sutiles partículas de butaca de avión transoceánico. Sin enmendar aquella notoria muestra de elegancia descuidada, se mantenía inmóvil a treinta centímetros de la puerta de roble de una vivienda desconocida, aunque quizá no lo fuera tanto, era pronto para ceder ante la evidencia. De lo único que poseía plena consciencia era de la imposibilidad de olvidar ya aquel 29 de marzo de 2016, su día más inexplicable de todos cuantos había vivido.

    «¿Qué estoy haciendo?», se preguntaba.

    Un dulce aroma familiar le hizo cerrar los ojos. Inspiró despacio hasta sentir las células de sus alveolos hincharse de placer para calmar ligeramente su ansiedad. Puso su dedo índice sobre el mecanismo y lo retiró varias veces sin llegar a presionarlo. Los posibles desenlaces una vez lo pulsara reverberaban de forma insistente en su cabeza. Seguramente no habría marcha atrás y su vida nunca volvería a ser la misma. Las dudas en su cerebro, cual brujas sobre escobas voladoras lanzando hechizos en todas direcciones, estuvieron a punto de hacerle salir huyendo.

    Al bajar la mirada, su vista se topó con la pequeña maleta que lo acompañaba, único testigo de su odisea. Tan solo unos días antes, su mente había decidido escribir una nueva historia en su tranquila existencia. Aquel que piense que la mente conecta de modo preciso a través de una línea recta, inamovible y perfecta, pasado y futuro es muy probable que se equivoque; podría estar viviendo una mera ilusión. Nadie nos puede asegurar cada mañana que todo lo ocurrido el día anterior haya sucedido realmente y no se deba a una memoria externa incorporada en algún momento durante el sueño. La diferencia es que Philip se había hecho consciente de su anomalía.

    Cuatro días antes del vuelo, la calma que se respiraba en su Sídney natal fue, sin duda, premonitoria, como la quietud que siempre antecede a la tormenta:

    —¡Amanda! —clamó Philip desde el jardín de la casa con el rostro visiblemente contrariado—. ¿Dónde está Copper? —añadió en su desconcierto mientras perseguía un fantasma por los rincones de aquel patio trasero que de repente le resultaba extraño—. Siempre está cerca de su caseta esperando a que aparezca —murmuró para sí desalentado.

    El sol inundaba la parte posterior de la propiedad dando un aspecto luminoso y vivo a los abundantes tonos naturales que brotaban en esa época. Los rayos del atardecer acariciaban su rostro y, sin embargo, la desorientación le impidió saborearlo.

    Aferrado a un gran hueso de ternera, Philip se tocó la vieja cicatriz de su infancia sobre la frente más tiempo de lo normal, se atusó hacia atrás el cabello aclarado por la dispersada luz y regresó al salón con una inexplicable sensación de vacío. Sus andares recordaban a los de un militar que caminara preocupado, espalda recta y mirada baja, como pensando siempre en algún detalle que sucediera fuera de foco. Consciente hacía años de lo que suponía transitar los cuarenta, seguía manteniendo una ligera complexión atlética, una estatura media y un rostro masculino que provocaban cierta ternura en el sexo femenino.

    —¿Me has oído? —preguntó inquieto—. ¿Quién se ha llevado al perro?

    —¿Qué perro, cariño? Si te refieres a Butch estará con Eleonor, se lo lleva normalmente cuando hace jogging —contestó su mujer mientras terminaba de colocar la cubertería en el lavaplatos.

    —No, no me refiero al perro de los vecinos. Me refiero al nuestro, a nuestro Copper, siempre se cobija a la sombra de la jacaranda.

    Amanda alzó sus grandes ojos azules, más acordes con la pálida piel de su rostro que con su oscura melena rizada, detuvo por completo sus quehaceres y lo miró desconcertada.

    —¿De qué hablas, Philip? ¿De dónde has sacado esa idea? —inquirió con una arruga característica en la tez de su frente—. Además, nosotros no tenemos jacaranda, ya sabes que no me va demasiado el violeta. Te referirás a la mimosa, nunca has sido muy bueno distinguiendo árboles.

    La amarga derrota interior le hizo volver a contemplar el exterior en silencio a través del cristal sobre el que proyectó de manera virtual aquel fantasioso árbol de flores moradas. Inmerso en su particular realidad paralela, cual imaginaria bruma gris que lo cegara enturbiando su mente, trató de comprender por qué diablos había salido tan decidido con un hueso en la mano si era cierto que no tenían perro. Habría jurado que disfrutaban de la compañía de un juguetón setter irlandés que lo adoraba, sobre todo, cuando le llevaba aquellos jugosos regalos después de la comida.

    —Philip, ¿te encuentras bien?

    —Dime una cosa, Amanda… ¿Por qué no hemos tenido hijos?

    Amanda terminó por sospechar que algo excepcional sucedía en la mente de su marido al oír aquella singular pregunta de sus labios. Apoyó su trasero en el taburete junto al granito negro de la barra y desde allí recapacitó por unos segundos la respuesta.

    —No sé qué tienes hoy en la cabeza, estás muy raro. A mí me gustaría, es solo que tú nunca… —Se vio incapaz de concluir la frase.

    A él también… Cada vez entendía menos qué le estaba pasando.

    Desanimado por el exótico caos de su cerebro se encerró en el despacho. Allí, acompañado por la cálida luz de su lámpara vintage, se acomodó frente al escritorio y rebuscó por la red con el enigma en mente hasta perder la noción del tiempo.

    —Amor… —Amanda apoyó la mano en su hombro sin saber de él durante horas, tan sigilosa que Philip no reparó en su presencia y consiguió sobresaltarle—. ¿Qué te has hecho en el pelo? —advirtió extrañada a la vez que se lo regresaba a su estilo de siempre sin que él opusiera resistencia.

    —Me quedé abstraído —se excusó minimizando con prisas las ventanas abiertas en el navegador.

    —¿Qué lees? ¿Puedo verlo?

    Le costó acceder a la petición de su mujer, no era algo agradable de reconocer, pese a que, finalmente, volteó la pantalla hacia ella. Se desplazó unos centímetros y le cedió el ratón sobre la almohadilla.

    —¿Alzheimer? —exclamó espantada—. ¡Eso es una enfermedad de la vejez!

    —Por lo visto es más habitual de lo que crees. ¿Sabías que hay casos en los que se ha diagnosticado en personas de treinta años? —le reveló—. Yo ya paso los cuarenta.

    —Ya ¿y qué? ¿Tú tienes Alzheimer?

    —¿Recuerdas que ayer te pregunté por qué habías pintado el coche de rojo?

    —Philip… Una confusión la tiene cualquiera.

    —Sigo convencido de que nuestro coche era metalizado. Y ¿Copper?... ¿Cómo puedo tener ese sentimiento de cariño hacia un animal que ni siquiera tenemos?

    Amanda bajó la mirada cómplice de sus palabras.

    —Esto ya no es normal —insistió él.

    —Deja de leer temas que te pueden sugestionar, Philip. Lo mejor es que te relajes. ¿Y si nos vamos unos días de vacaciones? —sugirió en un intento de quitarle importancia y que todo continuara como siempre.

    —Hay una cosa que no te he dicho… —se le escapó y se dio cuenta tarde del error.

    De pronto, una nueva frase misteriosa presionaba el corazón de la australiana como si alguien le hubiera clavado una aguja. Philip, intranquilo, se mordió los labios, ya no podía detenerse.

    —Ayer vi a una mujer —le costó continuar y acabó por enmudecer.

    —¿A una mujer? ¿Qué mujer? —requirió ella inquieta ante su silencio.

    Él volvió a entornar la mirada y a tocarse las sienes, sabía que no era fácil de plantear.

    —Nada, olvídalo, no sé de qué estoy hablando, es completamente absurdo.

    Movió su cabeza como sacudiéndose aquellas locas ideas.

    —Cuéntamelo, ahora ya no voy a poder estar tranquila si no me cuentas.

    Se miraron. Permanecía tan desconcertado con todo lo ocurrido que estaba teniendo problemas para distinguir qué decir y qué guardarse para él.

    —En Joice, el supermercado, a la salida —titubeó—. Sus facciones me recordaron a otra persona.

    —¿A quién te refieres? Termina, Philip, ¡me estás poniendo de los nervios!

    Había levantado la liebre y ahora iba a ser difícil de reconducir.

    —Alguien con quien estuve hace un tiempo, Amanda, no sé…, es algo muy confuso.

    —¡¿No sabes?! ¿Es una antigua novia? ¡Philip…! —Su mujer no encontraba sentido a lo que estaba escuchando—. ¿Es que sigues enamorado o algo así? Dímelo sin rodeos.

    Él miró hacia el suelo, su mente le estaba jugando una mala pasada y empezaba a afectar a su relación. Esto no tenía ningún sentido.

    —Es como si… —balbuceó consciente de que iba a sonar mezquino—, pero no…, como si nunca me hubiese separado de ella —reconoció aun sabiendo lo irracional que sonaba hasta para sí mismo. Esperaba una regañina.

    Los oídos de Amanda sintieron un eco agudo, el mismo que se debe experimentar al estallar una granada a pocos metros.

    —Me estoy volviendo loco… Son solo sensaciones que rondan mi cabeza, como la del perro y el auto. Algo me está pasando, Amanda, algo grave y no sé qué es.

    —Quizá debería verte un doctor, es probable que estés agobiado. Yo te pedí que lo dejaras y te conozco, sé que no llevas nada bien tanto tiempo alejado del frente. —En ese instante, algo le vino a la conciencia—. ¿Recuerdas lo que le pasó a Harrison? Le diagnosticaron estrés postraumático. A veces aparece con los años.

    Philip asintió desanimado y lanzó un suspiro.

    —Lo cierto es que he empezado a sufrir una pesadilla muy extraña. —No se atrevió a contársela—. ¿Te acuerdas de la película La escalera de Jacob? La vimos juntos —la tanteó—. La he vuelto a ver.

    Amanda apagó su mirada por un segundo.

    —Los militares no deberíais ver ese tipo de películas, ya te lo dije —contestó sin interés por seguirle el razonamiento.

    Sigilosa, se colocó detrás de él apoyando la barbilla en su hombro. Abrió despacio un par de botones de su camisa y le pasó la mano por el pecho mientras acariciaba con los labios suavemente su cuello. Philip cerró los ojos en una larga inhalación, dejándose llevar. Sus lenguas se fundieron en una húmeda caricia envolvente. Ella bajó las manos un poco más, desabrochó la insignia metálica de sus pantalones y deslizó la cremallera antes de introducir la mano dentro de su slip donde pudo percibir la excitación de él.

    —Vamos a la cama. Sé cómo ayudarte a olvidar lo que sea que tengas en mente —le susurró con sensualidad.

    Capítulo 2

    La mañana, tal como Amanda había vaticinado, relajó las tensiones del día anterior. El otoño había hecho acto de presencia en el hemisferio sur y la temperatura aún era agradable. La excepción a aquella paz que se respiraba la ponían las ruidosas cigarras que entonaban su canto sobre la colina. Al unísono podían superar fácilmente los cien decibelios.

    —Cariño, nos están esperando ya con todo preparado, me acaban de enviar un mensaje. ¿Qué estás haciendo?

    Philip miraba hacia el jardín de nuevo. La confusión en su cabeza no lo había abandonado definitivamente y le hacía estar más apático que de costumbre, como perdido. Llevaba puesta una camisa blanca y su pantalón de los domingos, un cómodo vaquero azul envejecido como contrapunto al traje que usaba a diario. En su último regreso del ejército, Amanda le había hecho prometer que no volvería a dejarla y no le había quedado más opción, sin demasiada experiencia en el mundo laboral ordinario, que enrolarse en una compañía aseguradora. Copper seguía sin salir a recibirle. Su mujer tenía razón, seguramente el estrés lo estaba dominando.

    —Conduce tú, quiero comprobar la avenida Aitken.

    —¿Vas a trabajar el domingo de Pascua? —preguntó ella con manifiesta reticencia.

    —Será solo un minuto. Me gustaría asegurarme de que no han arreglado todavía las alcantarillas y la zona sigue siendo inundable, mañana tengo cita con los Robinson.

    Partieron de las agradables colinas de Dee Why, desde las que se divisaba la bonita playa del mismo nombre, y alcanzaron el barrio de Mosman, cerca de Balmoral Beach, en unos veinte minutos. Aquella zona residencial había crecido tanto como el resto de la ciudad. Su ubicación, a medio camino entre la turística playa de Manly y el famoso teatro de la Ópera, la convertía en un enclave privilegiado. El unifamiliar se erguía acogedor y exhibía una amplia superficie verde en la parte trasera donde los Rossi los recibieron mientras preparaban grandes chuletas de vacuno para asar a la parrilla. Nada más llegar les proporcionaron sendas cervezas locales.

    —¿Oíste que una empresa privada quiere habilitar una plataforma para lanzar cohetes al espacio aquí en Australia? —preguntó su amigo Marco Rossi frente a la barbacoa.

    —Y ¿qué quieren?…, ¿enviar canguros ahora en lugar de monos? —bromeó Philip en tono jocoso.

    —Podrían lanzar algún aborigen, al menos que sirvan para algo. A ver si dejan de beber y drogarse —contestó su amigo sin ningún tipo de reparo—. Precisamente hace poco se me cruzó uno pidiéndome dinero, el muy caradura… Lo mandé a la mierda. ¿Será que el gobierno no los subvenciona suficiente? —Parecía muy enfadado al recordarlo—. Con lo que les dan yo me hubiera abierto un par de negocios y me estaría haciendo de oro a costa de los estúpidos ciudadanos que sí pagamos impuestos.

    —Es verdad, a veces me pregunto cómo eran capaces de sobrevivir antes de que llegásemos…

    De repente, Philip se notó extraño ante la contestación que acababa de brotar de su garganta, como si no fuera él quien hablara. ¿Desde cuándo le parecía que los verdaderos australianos eran unos degenerados? Al fin y al cabo, ¿no habían sido ellos quienes los habían despojado de sus tierras y su vida? Confuso, sintió remordimientos por lo que acababa de decir. No obstante, sin remover la sonrisa de sus labios no se atrevió a exteriorizarlo.

    —¡Leonor! ¡Trae el nuevo juguetito que me he comprado para que lo vea Philip!... Te va a encantar.

    La mujer de Marco llegó al poco con una caja de madera en las manos.

    —Toma. —Su amigo se la entregó con una enorme satisfacción, como si fuera una pieza arqueológica desenterrada por primera vez después de cientos de años—. ¿Qué te dije el último día?

    —Ostia, es guapa, pero… —Con la caja abierta entre sus dedos permaneció dubitativo—. Estás loco. ¡Es semiautomática!

    —Ya, ¿y qué?

    —Que se prohibieron hace años en todo el país. ¿No recuerdas el tiroteo de Port Arthur? Treinta y cinco cadáveres a manos de un solo tío portando una de estas armas.

    —¿Me vas a denunciar ahora, Philip? —preguntó Marco completamente atónito por la reacción de su colega—. ¿Qué te pasa? Creí que te gustaban tanto como a mí. ¿Cuántas habrás usado como esta en Irak o Siria?

    «Coño», se reprimió mentalmente. Era cierto que le gustaban, ¿qué contestación había sido esa? Ni él mismo daba crédito a sus propias palabras.

    —Sostenla, anda. Dos kilos... ¿A que se puede palpar el perfecto acabado?

    Philip continuó contemplando la impecable arma que Marco había depositado en sus manos.

    —Pues claro, joder… No creí que la ibas a conseguir. ¡Una Desert Eagle! —exclamó mostrando, ya sí, la emoción esperada.

    —Bonita, ¿eh?

    —Calibre 44, nada mal.

    —Pruébala, ¡vamos! —contestó señalando hacia la parte trasera.

    —¡Qué dices, loco! Con ese calibre vamos a asustar a todo el vecindario.

    —¿Y quién puñetas va a saber que es el sonido de un arma? Pensarán que ha sido un camión de esos viejos al que se le ha reventado una rueda.

    —Marco, yo, si no te importa, antes comería algo —dijo sin poder evitar interrumpir los deseos de su anfitrión—. Estoy desmayado.

    —Ah, sí, claro, faltaba más —entendió—. Empieza probando una de estas brochetas de ternera, son un pecado prohibido.

    Philip pudo salir del paso esta vez, no obstante, su pasado surgía cada vez más intenso. Un tiempo diferente, desconocido por él hasta hace unos días, que lo angustiaba. No podía ya evitar lo obvio, en su cerebro dos memorias completamente antagónicas estaban librando una incomprensible batalla en la que solo una de ellas podía acabar por ocupar su mente.

    —¿Cómo está Clara? —intervino Amanda una vez se sentaron los cuatro a la mesa—. ¿Continúa en Europa estudiando?

    —Allí sigue, en Francia, encantada —reconoció Leonor sin demasiada ilusión por el hecho—. Ya veremos cuando acabe si quiere regresar.

    —A su edad es lo que tiene sentir esa libertad.

    —¿Y vosotros? ¿No queríais iros también a Europa de vacaciones?

    —A mí sí me apetece —admitió Amanda—. La idea era recorrer Italia, Suiza, Alemania, Holanda, Francia y España en quince días. ¿Verdad, cariño?

    Philip permanecía callado atormentado por todo lo que estaba experimentando y la pregunta le pilló por sorpresa.

    —Eh… Sí, sí… —contestó con cierto esfuerzo mental.

    —Toma, aquí tienes el Vegemite —le anunció Marco—. Se generoso, no te cortes.

    —Ufff. —El olor lo echó para atrás—. No, gracias, no me apetece.

    —Que no le apetece, dice. ¡Qué cachondo! —La expresión de Marco se fue transformando en cuanto se dio cuenta de que iba en serio—. Pero si a ti siempre te ha… ¡Serás el primer australiano al que no le gusta el Vegemite, joder! —exclamó mirando con perplejidad a su mujer.

    —Disculpa —Philip advirtió que estaba decepcionando a sus amigos y comenzó a sentirse indispuesto—, no te había entendido, creí que te referías a esa puta salsa avinagrada que está tan de moda ahora, ya sabes, la que gastan los afeminados en los aperitivos —rectificó—. Trae acá, hombre.

    Intentó no fruncir el ceño mientras la amarga y extraordinariamente salada pasta oscura iba recorriendo sus papilas gustativas mezclada con la saliva que, en mayor concentración de lo normal, trataba de diluir la desagradable sensación sin ningún éxito. Solo alcanzó a darle un pequeño mordisco al pan untado con aquella salsa australiana de olor nauseabundo. «¿A quién diablos podía gustarle?», pensó con preocupación a la par que trataba de mostrar su mejor cara.

    La situación se le estaba yendo de las manos, comenzó a sudar y se vio incapaz de afrontarla. De pronto, todo lo que le rodeaba le asaltaba como desconocido, como si no encajara en aquella mesa con aquellas tres personas.

    —Amanda, ¿puedo hablar contigo un segundo? —susurró tomándola del brazo—. ¿Nos disculpáis?

    Pasaron adentro de la vivienda ante la atónita mirada de la pareja de anfitriones y Philip cerró el ventanal tras él.

    —Cariño, te quiero, sé que lo estás pasando genial, pero necesito ir a casa, me encuentro mareado.

    —¿Qué te ocurre? —Amanda no adivinaba los motivos.

    —Esto es demasiado. No lo puedo controlar.

    —¿No puedes controlar el qué? Si estamos de maravilla. Te encantan tus amigos.

    —No puedo asegurar que no vaya a meter la pata más veces. Se van a dar cuenta.

    —¿A dar cuenta de qué?

    Amanda lo miraba fijamente a los ojos, alterada por sus últimas reacciones y él sentía un nudo en el estómago que le producía vértigo.

    —¡De que no soy Philip! —soltó sin poder aguantarlo más en su interior mientras ella lo recibía sin apenas tenerse en pie.

    Ambos se contemplaron en silencio durante unos interminables segundos.

    —¿Quieres que mañana vayamos a un médico? —preguntó extraviada ante la sarta de locuras de su marido—. Me estás preocupando.

    —No es cuestión de médicos, Amanda. —Se miró nervioso las palmas de las manos—. Estoy empezando a sentir como si no fuera tu marido…

    Aquella frase sería recordada en los anales de la insensatez como la más estúpida de todas, así lo percibió él al vomitarla.

    —Y si no eres mi marido, ¡¿quién coño eres?! —Su insistencia le estaba haciendo daño y empezó a sufrir la ira calentando su cuerpo desde sus entrañas.

    Philip, callado, bajó la mirada sin atreverse a contestar.

    —Está bien, vayámonos… Les diré que estás enfermo.

    Se disculparon sin que ni Marco ni Leonor pudieran quitarles la idea de la cabeza, completamente desalentados y con exceso de comida en la mesa. De esa brusca forma regresaron a casa antes de tiempo. No se dirigieron la palabra en todo el trayecto, tenían miedo de lo que se veía venir y no deseaban empezar una discusión que se dibujaba irremediable. Sin embargo, a las puertas de la casa, Amanda no pudo esperar más.

    —¿Qué diablos es todo esto, Philip?

    Philip no tenía ganas de hablar sobre ello, en realidad, no sabía cómo hacerlo.

    —¿No vas a hablar? ¿Así, cómo vamos a solucionarlo?

    —Esto no tiene solución, ya te lo he dicho… Hoy los recuerdos son mucho más intensos. ¡¿Qué quieres que haga?! —sollozó apretando los ojos contra la palma de su mano—. Amanda… yo no soy Philip.

    —Ya estamos de nuevo… y ¿quién se supone que eres?

    Sus pupilas se agrandaron saturadas por la enorme carga emocional.

    —Henry… Henry Johnson.

    Capítulo 3

    Acababa de poner nombre a sus visiones y Amanda sintió un doloroso fracaso, incapaz de enfrentar lo que estaba sucediendo en la cabeza de su marido.

    Entraron en la vivienda mudos y se sentaron uno frente al otro a ambos lados de la mesa en la que solían comer al mediodía, con la vista perdida hacia el jardín. Philip se sentía incapaz de mirarla a los ojos.

    —¡¿De qué Henry Johnson hablas, Philip?! ¿Estás delirando?

    Él negó repetidas veces.

    —Hace una semana que empecé a sentir cosas extrañas: gustos diferentes, recuerdos lejanos que no debían estar en mi cabeza, sentimientos incompatibles… —comenzó a relatar visiblemente abrumado—. Ha ido pasando todo muy despacio hasta que ha desbordado. No lo controlo, sé que es absurdo… No es que hubieses pintado el coche, es como si siempre hubiera tenido un coche distinto y no es que me haya vuelto loco pensando en un perro imaginario, es que siento que tengo un perro al que quería y al que no veo en demasiado tiempo… Estoy olvidando mi pasado, Amanda…, el de Philip…

    —Pero de qué… ¡Me has engañado! ¿Es lo que me estás queriendo insinuar?

    Philip se sujetó las sienes con fuerza.

    —No te estoy engañando, joder... Mi vida contigo ha sido… —se detuvo sin querer herir a su amada— auténtica —balbuceó con esfuerzo— hasta hace una semana —se dio cuenta de las barbaridades que salían de su propia boca—. Ahora no sé qué es verdad y qué no lo es —se derrumbó aplastado por un relato que parecía estar jugando con él—. Llevo días luchando por oponerme a esos recuerdos, pero cada vez son más numerosos y claros y hoy en casa de Marco… —comenzó a gimotear—. Me veo incapaz de eludirlos, es como si fuera otra persona, como si no me reconociera. No puedo evitarlo, ¡y quiero, créeme!... Pero me siento cada vez más como ese Henry, ¡aunque no sepa por qué coño está en mi cabeza!

    Amanda lo miró con dureza y muchas ganas de llorar.

    —¡No será todo esto una patraña para dejarme! —expresó con rabia sin entender la que para ella sonaba a inadmisible historia—. Creo que está claro quién eres. No sé de qué Henry hablas. Tú eres Philip Anderson. ¿Cómo puedes dudarlo después de todo lo que hemos pasado juntos?

    —Amanda, por favor, te quiero... Sé que parece una locura, pero necesito tu comprensión o voy a enloquecer.

    Philip se agarró la cabeza con las dos manos, apoyó los codos en las rodillas y estiró de su cabello en un claro signo de desesperación.

    Amanda se iba derrumbando. No adivinaba aquel enigma descabellado y no sabía cómo seguirle el juego a su marido.

    —No sigas, Philip, por favor…

    —Mi mente es un caos de eventos sin orden cronológico y me va a estallar. ¿Tú sabes lo que es dudar de tu propia existencia?

    —Me estás haciendo mucho daño.

    —A veces cuando me miro al espejo veo alguien distinto que no es Philip —su tono volvió a atenuarse—. No puedo engañarme más a mí mismo, Amanda, esta es la estúpida realidad pese a que no la entienda.

    Ella, destrozada, se limpió las lágrimas que habían comenzado a brotar de impotencia de sus ojos. Los cimientos de toda su vida se resquebrajaban y no recibía el consuelo deseado.

    Sin embargo, Philip no tenía respuestas. Continuaba en su caída libre particular por un oscuro agujero al que ni siquiera se explicaba cómo había ido a parar, como un alma que se hubiera despertado de pronto en un cuerpo equivocado.

    —Solo hay una opción.

    —¿Qué opción? —inquirió ella sin detener el llanto.

    —Para entender la realidad necesito saber qué me sucede. —Tragó saliva para lo que estaba a punto de decir—. Ella es la única que puede ayudarme.

    —¡Ella! —exclamó Amanda que ya no soportaba más emociones—. Ya estamos otra vez, ¿quién es ella?

    El nombre de la mujer se proyectó en el interior de la cabeza de Philip repetidas veces en un bucle infinito.

    —Esther —murmuró al fin—. Es la única persona que puede despejar mis dudas.

    —¿Esa mujer que has comenzado a recordar? —preguntó ampliamente superada.

    —Exacto. Quizá sepa quién es Henry Johnson. Solo ella puede ayudarme a entender este laberinto psicológico en el que me encuentro.

    Amanda era incapaz de mantener contacto visual sin dejar de ver en sus ojos al ser que amaba, a su marido, pese a lo hiriente que este estaba siendo.

    —¿Y dónde está? —sollozó.

    Un nuevo e incómodo silencio los envolvió sin piedad.

    —En algún lugar de California.

    Aquel territorio lejano sonó a despedida y el estómago de Amanda se encogió.

    —¿Y tienes la intención de ir hasta allí?

    Él agachó la mirada y encogió muy levemente los hombros.

    —Llevo días pensando sobre esto, no he dormido casi —expresó intimidado por la situación—. He luchado contra esos putos recuerdos que me están amargando la vida… y no encuentro otra solución. Si me quedo sin hacer nada me volveré loco y haré que te vuelvas loca tú también.

    —No puedes irte ¿y tu reunión con los Robinson? —preguntó ella con inocencia desesperada en busca de una excusa para retenerlo.

    —La pospondré.

    —Pues te acompaño.

    Negó débilmente con la cabeza.

    —Déjame solucionar esto a mi solo, me pondrás más nervioso, podrías echarlo todo al traste. No sé lo que pueda encontrar una vez allí. ¡¿No lo entiendes?!

    —¿Y si te quedas y nunca vuelves? —se lamentó—. ¿Y si cuando llegas dejas de recordarme? ¿Y si nunca más piensas en regresar porque no te queden memorias mías?

    La conversación la fue desgastando hasta hacerle perder por entero su fuerza interior. Una tristeza profunda se apoderó de ella.

    —No sé qué pensar de ti ahora mismo, Philip.

    Él estaba roto, perdido. No entendía nada el caos de su cabeza y le hería hacer pasar ese mal trago a su mujer. La amaba. Pero sus recuerdos lejanos se iban disipando, borrados, junto a la forma de ser de Philip. Henry aumentaba una hegemonía imparable sin que él fuera capaz de desterrarlo de su ser. Ella tenía razón, era una absoluta locura, no obstante, lo último que deseaba era que un matasanos lo atiborrara a pastillas con el fin de inducirle una felicidad forzada que lo inutilizaría para siempre. Lo había visto en otros compañeros. Hoy parecían vivir en mundos paralelos desconectados de este, siempre con una sonrisa, incapaces de encadenar dos palabras interesantes seguidas en cualquier conversación.

    Pero su caso era distinto, él tenía datos, datos consistentes que crecían en su cabeza y que podía rastrear. Y eso era una ventaja, así lo veía. Si no había nadie en el lugar de sus memorias que confirmara su problema mental regresaría y calmaría su espíritu buscando como olvidarlo.

    En su cerebro no había opción, no era algo que hubiera escogido él.

    —¿Crees que me inventaría una cosa así simplemente para engañarte? No he dejado de quererte, Amanda, eres mi mujer.

    Amanda lo miró por completo abatida. Él entornó los ojos sin atreverse a añadir nada más.

    —¡No!... ¡Quiero que vuelva Philip conmigo! —balbuceó de pronto ella golpeando su pecho—. ¡Prométeme que va a regresar!… ¡Prométemelo!

    En su desespero se leía un amor que lo hacía todo más duro. Él asintió abrazándola, abochornado mientras contemplaba la enorme desolación provocada y le enjuagó las lágrimas. Decidió besarla y ella volvió la cabeza para evitarlo.

    —Te prometo que será un breve viaje. Regresaré antes de que te des cuenta.

    Amanda sentía un miedo atroz y empezaba a dudar de la cordura de su marido y de su sinceridad. Miles de ideas recorrieron su mente: desde que pudiera tener una segunda mujer que nunca le hubiera contado, al fin y al cabo, antaño destinaba muchos meses fuera de casa; hasta que un golpe o una explosión en el frente le hubieran forzado a olvidar un capítulo lejano… Pero lo que más temía era soportar un percance como el sufrido años atrás cuando estuvo a punto de perderlo para siempre.

    —Sabía que esto iba a pasar algún día… —susurró ella completamente desgarrada.

    El cerebro de Amanda terminó por quebrarse. Aquel estado de incertidumbre oprimió su esternón con virulencia. La sola idea del abandono la aterraba. Una corazonada le dijo que nunca más volvería a verlo y la terrible sospecha la terminó ahogando, lo que provocó en ella una crisis de ansiedad. Philip tuvo que socorrerla. La abrazó con fuerza. Ella no dejó de llorar en su regazo suplicándole que no se marchara, que regresara su marido. Aún confiaba que no fuese cierto, que todo hubiese sido una nube de locura pasajera, una secuela de sus años en la guerra. Ambos, aferrados, sufrieron aquella traidora maldición que se interponía en sus, hasta ahora, felices vidas.

    Una situación tan irracional era difícil de entender, no obstante, la realidad era que allí estaba y no podía ser ignorada. Y Philip no iba a ser capaz de continuar sin hacer algo por salir de dudas. Cotejar al menos esos recuerdos para poder poner nombre a su locura. Necesitaba averiguar qué sucedía en California que lo conectara con su pasado, descubrir de una vez por todas qué hacían aquellos recuerdos interfiriendo su mente cuando él, supuestamente, jamás había estado en aquel rincón del mundo.

    Capítulo 4

    El miedo, la duda y el incoherente desajuste neuronal fueron sus compañeros de viaje durante todo el vuelo. Aterrizó en el aeropuerto de San Francisco, la ciudad de la bahía y de las empinadas cuestas, un día de cielos cubiertos y ambiente bastante fresco. Amenazaba lluvia y, mientras observaba el tono gris del firmamento por la pequeña ventana redondeada, rezó para que esta empapara su cuerpo, como una especie de penitencia para su alma desesperada.

    Apoyado en el pasamanos se sintió solo mientras asomaba hacia el piso de abajo donde el aparente desorden de viajeros en movimiento se comportaba como un fluido en el interior de su mente ajena al transcurso del tiempo. La preciosa melena de Amanda, sus luminosos ojos del azul del cielo, su delicado cuerpo y su rostro de suaves líneas proporcionadas, llenaron su conciencia. La quería, quería a su mujer, ¿qué estaba haciendo? En realidad, escondía un miedo atroz a lo que pudiera encontrar y le costó bajar a por la maleta.

    Cuando lo hizo, un funcionario del aeropuerto la tomaba para apartarla entre las extraviadas. No era grande, apenas llevaba muda para dos o tres días. Amanda se había querido asegurar así de que no tuviera la tentación de quedarse para siempre. Le pidió que la llamara nada más llegar, pero no pudo hacerlo. En su lugar le envió un escueto mensaje y apagó el móvil. Todavía no era consciente de lo que se podría encontrar y los nervios lo atenazaban. ¿Existiría ese tal Henry de su memoria o sería una invención de su mente del todo desequilibrada?

    Tomó un taxi. Su idea antes de partir era acercarse al hotel, descansar y al día siguiente con calma acudir a esa casa de su imaginación a comprobar, en todo caso, si existía. No obstante, con la maleta en la mano en la cola del taxi cambió de planes. No podía esperar. Necesitaba salir de dudas y escapar corriendo de aquel suplicio que atormentaba su intelecto. Volver con su mujer y explorar la manera de olvidar todos aquellos nuevos pensamientos que lo estaban torturando.

    Pidió al taxista que se dirigiera al final de la Panoramic Highway, el lugar que ambientaba los recuerdos pasados. El avezado conductor le habló de una zona residencial a las afueras de la ciudad perteneciente a la pequeña población de Stinson Beach, cerca de la playa.

    Para alcanzarla atravesaron el famoso Golden Gate y los recuerdos se superpusieron bombardeando su cabeza. Aquella estructura metálica pintada de rojo le trajo una nube de imágenes y sentimientos que el corazón de su sistema nervioso se vio incapaz de gestionar de manera apropiada. Continuaron, sin abandonar la carretera, y ascendieron entre imponentes bosques de sequoias atravesando una reserva natural que terminó por engancharlo, definitivamente, a aquel rincón del mundo cada vez más familiar. El olor a conífera y a niebla impregnó sus más internos recuerdos.

    Durante el trayecto se le ocurrió que aquellas memorias del pasado podían ser las de una especie de reencarnación anterior y que hoy, tras muchos años, en aquella casa solo iría a encontrar familiares de una lejana mujer con la que estuvo casado o quién sabe si algún hijo o nieto desconocido. Incluso podía descubrir que todo hubiera cambiado demasiado y nada de lo que recordara existiera ya. Con cada nueva reflexión sus pulsaciones aumentaban sin dar la impresión de alcanzar el límite máximo.

    Tras una hora y bastantes dólares americanos corriendo en el taxímetro, la carretera que serpenteaba sobre la sierra comenzó a descender. Transitaban la frondosa Panoramic Highway dirección a la costa con la vista del mar a un lado. En cuanto aparecieron las primeras edificaciones solicitó al conductor reducir la velocidad, temía no recordar la casa entre muchas otras. Sin embargo, aquella ruta le era demasiado familiar. A velocidad limitada, durante el último kilómetro de recorrido antes de alcanzar la población, Philip le dio el alto.

    —¡Esa es! —exclamó con la vista fija en un punto.

    El conductor se detuvo a un lado

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