Diez
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Amanda Rosa Pérez Morales
Amanda R. Pérez Morales (La Habana, 1990) es narradora y ensayista. Licenciada en Filosofía por la Universidad de La Habana. Estudiante de Doctorado en Filosofía en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México. Entre otros reconocimientos a su obra literaria, destacan el Premio UNEAC en el concurso Internacional de minicuentos El Dinosaurio 2008, la primera posición en el concurso Internacional de minicuentos Katharisis 2008, en el concurso de relatos eróticos EDISI 2013 y en el concurso de relatos breves Sentimientos 2014. Ha publicado la novela El jazz ácido de Nueva Zelanda (2014, Editorial La Pereza, Estados Unidos). Sus obras se pueden encontrar en múltiples antologías y revistas, tanto de Literatura como de Filosofía, en España, Argentina, Uruguay, Estados Unidos, Hungría Cuba, Japón, Colombia, Chile y México. Ha impartido conferencias y participado en congresos en Francia, España, México y Cuba. Lleva el blog El gato de Monique.
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Diez - Amanda Rosa Pérez Morales
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Derechos reservados © 2018, respecto a la primera edición en español, por:
© Amanda Rosa Pérez Morales
© Editorial Guantanamera
ISBN: 9788417283964
ISBN eBook: 9788417283216
Producción editorial: Lantia Publishing S.L.
Plaza de la Magdalena, 9, Planta 3, 41001, Sevilla
www.lantia.com
IMPRESO EN ESPAÑA-PRINTED IN SPAIN
Uno
La sangre
Yo soy Alicia, hija de Josué. Yo me estoy ahogando por dentro. A duras penas puedo respirar. El aire se acaba. Ya se extingue. Como todo lo demás. Es fácil culpar a la ciudad. Es fácil culpar al río de sangre y a la lluvia de sangre y a los ojos hinchados. Y a la coagulación. Así es más cómodo entender que uno va a morir. Es más fácil justificar la muerte de esa forma. Culpando al otro o mejor aún, culpando a un pueblo entero y a los designios de ESE, que no ha parado de mortificar a todos para resolver sus asuntos personales de autoestima y superioridad.
El punto es que me ahogo.
El primer buche lo tragué el jueves. Fue tragar mi propia sangre, mis propios coágulos. Fue comenzar a vaciar mis venas, para alimentarme de eso mismo que soy yo. De mi sangre. Yo, Alicia, hija de Josué. Y el primer buche me asfixió, pero no lo suficiente para matarme. Para hundirme por completo. Para verlo todo rojo vino, o rojo tomate o rojo corazón BUM BUM. Si al menos viera todo rojo corazón BUM BUM, las cosas fuesen más entretenidas porque una pudiese bailar, una pudiese sonreír un poco. Pero no fue así. Al segundo buche comencé a verlo todo del mismo color de la ciudad. Rojo horrible. Rojo doloroso. Y las estrellas comenzaron a ser rojas. Y el cielo igual. Y al tercer buche, el río de sangre de mi ciudad se hizo más profundo y comencé a ver gente que como yo, se ahogaba, pero dentro del agua rojiza. Mas yo no, yo ni por equivocación me acercaba a esa zona y cuando llovía sangre me guarecía bajo un tejado. Y agarraba a mi gato para que no se embarrara. Pero no hizo falta. El cuarto y el quinto fueron letales, un salto atroz en el estómago. Deseos de vomitar. Miedo a vomitar y a tragarme el vómito. El vómito color sangre.
Esto es un infierno.
Mi garganta ha comenzado a cerrarse. Y mis venas están secas. Pero mi interior no para de albergar peces. Peces rojos, que chapotean y hacen de mí la más acuosa de las personas. He visto morir a mi madre. La he visto caer en el pozo de casa. La he visto flotar ahí, cansada de esperar a que nuestro demon familiar resolviera sus problemas y los problemas con mi padre y los problemas de la ciudad. La he visto a ella, a mi madre. Y se cansó y cayó y vio la muerte y la entendió. Eso es un logro. Pero yo no quiero morir. Yo no entiendo lo que ocurre. Yo solo siento que me ahogo y que no es el momento apropiado para que yo desaparezca. Por eso culpo a la ciudad, porque si fuera por mí, yo no estuviese en este estado. Yo estuviese tejiendo un mantel de flores y tarareando esa canción que me gusta tanto:
Yo
que tenía en mí un aliado,
que pretendía caminar.
Yo
que conduje hasta el hastío
y que aprendí a observar confiada
el habitual recorrido de las nubes.
Yo
Que tejía en silencio
Florecitas en un chal.
Yo
aquella tarde alegre,
me encontré vacía.
Desconocida.
Yo estuviese así. Yo estuviese cantando. Quejándome de todo, pero cantando. No ahogándome, no tragando sangre. No jugando a engullirme a mí misma. No muriéndome.
Mi hermano igual desapareció. Tomó agua contaminada y luego comió un cordero infestado. Pero murió riendo. Y se fue feliz. Eso también es aceptar de buena gana el fin. Y mi amiga se fue, se marchó, escapando de la sangre y no sé dónde está. Pero es difícil huir y terminar ileso, pues estamos condenados. Y a donde vayamos, tras nosotros irá toda esta desdicha. Por eso solo le dije adiós y me quedé. Sabía o suponía, al menos, que sería lo mismo que lanzarse a un pozo, o que comer pescado podrido, o que hacer libaciones con agua de río y miel. Entonces se fue y me dejó y ahora jamás sabrá que esta epidemia me ha atacado. No pondrá flores en mi tumba. No sabrá ni si quiera que tengo una lápida, con una frase bonita. No sabrá nada porque quizás está muerta, o quizás está viva pero ya no será la misma persona. Será alguien que escapó de este pueblo, que escapó de este mal y ya no pensará como uno de nosotros. Ya no será hija de alguien. Será madre de alguien, en otro litoral. Habrá olvidado lo que significaba ser ella. Habrá olvidado que soy Alicia, hija de Josué.
Me duelen las piernas. Y los brazos. Y la cabeza. No hay sangre ahí. Toda se acumula en el cuello, en la nariz y en el estómago. No hay en ningún otro sitio.
He reflexionado sobre lo que he hecho con mi vida. He reflexionado. Y he vuelto a reflexionar.
No he hecho nada.
He cantado, como bien dije. He amado a varios hombres. Me han traicionado. He traicionado. He pensado en estudiar ballet. También pensé en comprar una casa nueva. Una casa sin jardín, porque los odio. También pensé en tener una hija y llamarla Alicia, al igual que yo, y enseñarle a volar, que no es difícil por estos días. He vendido papeletas para la lotería.