Beethoven: La música del silencio
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Elizabeth Subercaseaux
Elizabeth Subercaseaux (Santiago de Chile, 1945) es periodista y escritora. En la actualidad vive en Pensilvania, Estados Unidos. Ha sido profesora de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile y ha trabajado como reportera, corresponsal y columnista para diversos medios chilenos y extranjeros. Ha publicado una veintena de libros, entre los que destacan Una semana de octubre (Premio alemán Liberaturpreis 2009), Un hombre en la vereda, Asesinato en La Moneda, la biografía de la primera presidenta de Chile Michelle y Evo Morales. El presidente indígena de Bolivia.
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Beethoven - Elizabeth Subercaseaux
Diseño de portada: Amalia Ruiz Jeria
Corrección de textos: Darío Piña
Diagramación interior: Salgó Ltda.
Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco
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Primera edición: noviembre, 2022
ISBN: 978-956-324-990-3
ISBN ebook: 978-956-324-991-0
RPI: trámite ty3zl4
© Elizabeth Subercaseaux, 2022
© Editorial Catalonia Ltda. 2022
Santa Isabel 1235, Providencia
Santiago de Chile
www.catalonia.cl - @catalonialibros
Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com
info@ebookspatagonia.com
A María del Pilar Rodríguez,
mi prima del alma.
Ocurrió que manos invisibles apartaron
de pronto el velo que cubre los ojos de los
músicos, y entonces vieron, errante sobre la
Tierra, el ángel ideal que reposaba
silenciosamente en sus corazones, como un dulce
misterio inexplorado.
E. T. A. Hoffmann
1
Estaba todo oscuro menos el cielo plagado de estrellas. Yo me había tendido en el pasto. Me rodeaba el silencio acostumbrado, el de mi sordera. De pronto ese silencio fue interrumpido y a mis oídos empezó a llegar una música grandiosa, como el fin triunfante de una batalla. Escuché una voz interior. Esta música es el paso de tu vida; desde lo más dolorosamente humano a la serenidad más divina
.
Yo permanecí quieto a la espera de otras palabras.
Poco después una estrella cruzó el firmamento y una lechuza de alas blancas emprendió un vuelo zigzagueante, como una extraña danza…
—Herr Beethoven… despierte, que ha llegado el sacerdote.
Entreabrí los ojos y volví a cerrarlos. No quería abandonar mi sueño. Quería seguir allí, solo frente al universo, escuchando las distintas sonoridades que pueblan el espacio entre el cielo y la tierra.
—¿Le digo que se vaya? —preguntó Frau Gruber, casi gritando cerca de mi oreja.
Tampoco quería que viniera el sacerdote. Me di vuelta hacia la pared.
—Dígame qué debo hacer, Herr Beethoven.
—Yo no sé para qué lo llamó, pero si ya está aquí, ¿no sería grosero despedirlo?
—Le digo que suba, entonces.
—¿Y qué se supone que haga el sacerdote en mi pieza?
—Es solo para acompañarlo en este momento y acercarlo a Dios, que mal no le va a hacer —dijo ella—. Ahora tiene que lavarse, verse bien arreglado para recibirlo. Voy a traerle la jarra con agua.
—Plaudite, amici, comedia finita est.
Las palabras del sacerdote chocaron con la puerta cerrada de mis oídos y solo pude leer el movimiento de sus labios. Dijo que la comedia de mi vida ha terminado o al menos eso fue lo que yo entendí.
¡Vaya! No es un secreto para nadie que mi cuerpo está cansado de la enfermedad y mi espíritu cansado de pelear con Karl, pero no me siento tan débil y no quisiera entregarme. No todavía.
El ama de llaves me dio una mirada acuosa. ¿Estaba contenta de haber traído al sacerdote o no sabía qué hacer con él? ¿Se daba cuenta de que había cedido a uno de sus impulsos y ahora no sabía dónde meterse?
Empecé a sentir hastío por esta especie de ceremonia mortuoria. Todo este asunto no me estaba ayudando, no me estaba haciendo bien y no me sentía más cerca de Dios ni más paciente, al contrario, me desesperé y luego me di por vencido. Si el sacerdote quiere anunciar el fin de la comedia de mi vida, está bien, pero serán mi corazón, mis pulmones, mi hígado quienes tomarán esa decisión, y en último término, mi Creador.
Ayer, tarde en la noche, nos encontrábamos el ama de llaves y yo en mi cuarto, yo sentado en la silla frente a la ventana esperando que la oscuridad lo consumiera todo, y algo raro tiene que haberme pasado en la cara, pues el ama de llaves se arrodilló junto a mí, me tomó de las manos y casi llorando dijo que iba a llamar a un sacerdote. Habrá pensado que me estaba muriendo, en serio me estaba muriendo. Yo me opuse, pero no me hizo caso. No es necesario armar todo este escándalo, le dije, y le rogué que se quedara tranquila, no estoy mucho más enfermo que ayer o que antes de ayer o que el mes pasado. Pero ella siempre acaba por dominarme y yo siempre acabo cediendo. Si sus nervios se calman con la visita de un sacerdote yo lo acepto, porque no me queda otra, pero lo cierto es que mi vida no ha terminado. Acaba de empezar.
Me llamo Ludwig van Beethoven. El día en que nací en 1770, Mozart tenía catorce años, Goethe, veintiuno y Napoleón estaba aprendiendo a caminar. Hoy, cincuenta y siete años más tarde, Mozart ya no está, Goethe es un anciano de setenta y ocho años y Napoleón murió hace seis años en la isla Santa Elena.
Entre la vida y la muerte transcurre un río caudaloso capaz de arrastrar el mundo a honduras insondables, pero yo no estoy en condiciones de irme ahora. Mi deseo más profundo no es recobrar la salud —eso ya no tiene remedio—, sino algo de felicidad. Albergo la secreta esperanza de que Karl venga a cerrarme los ojos. Quién sabe cómo podrían cambiar las cosas entonces. Quizás pudiera escuchar mi Misa, o el Himno a la Alegría, esa música nacida en el silencio, que nunca he logrado oír fuera de la cámara cerrada de mi mente.
Cuando el sacerdote se marchó volví a quedar solo en mi cuarto y me sentí aliviado. Recorrí la pieza con la vista. Mis dos pianos se hallaban un poco más allá, uno junto al otro cerca de la ventana. De pronto me pareció que cobraban vida, los vi moverse, pero eran imaginaciones.
Salí de la cama para ir en busca de un vaso de agua y me detuve frente al espejo que me regaló el príncipe Lichnowsky. El azogue me devolvió las facciones toscas del spagnol
. Así me llamaban cuando joven, y no por las mejores razones, el hombre rechoncho, de hombros anchos y cuello corto, con la piel oscura llena de marcas, la cabezota, la nariz aplastada. También vi en mis ojos esa luz. Es posible que los otros no la vieran.
Qué injustos son aquellos que solo ven en mí un hombre triste y cansado de vivir. Si se fijaran en la luz de mis ojos verían otras cosas. Todos se han confundido con el color de mis ojos. Como irradian un fulgor trágico y salvaje creen que son negros, pero son azul grisáceos. A mí me gustan mis ojos, a veces son amables y tiernos, otras, extraviados y amenazantes. La luz, sin embargo, ha estado siempre donde mismo.
2
Las piezas de mi casa están casi vacías. Hay pocos muebles y los que hay no alcanzan para amortiguar el crujido de las tablas cuando el ama de llaves sube a mi cuarto.
—Esta casa parece poblada por fantasmas, Herr Beethoven, cruje el suelo, crujen las paredes, hasta el techo parece crujir.
Es una queja constante de Frau Gruber, yo no escucho nada de eso.
—El punto no es si escucha o no escucha cómo cruje su casa, Herr Beethoven. El punto es que resulta impresentable que el compositor de la corte viva en una casa sin muebles.
La verdad es que en ninguna de mis viviendas se han visto más que los dos pianos, mi escritorio, unas cuantas sillas, el sillón amarillo, un sofá desvencijado y otras pocas pertenencias. ¿Y cuántas casas he tenido en Viena? Yo tengo esta costumbre de cambiarme de alojamiento con frecuencia (tal vez fuera mejor llamarlo manía). Al poco tiempo de tomar posesión de una vivienda me disgusta algo de ella y corro en busca de otra. Nunca añoro la anterior. Considero mi casa como un paradero donde instalar mis pianos, mis libros, el retrato de mi abuelo y unos cuantos recuerdos importantes. Tampoco me he preocupado mucho del lugar donde me toca comer y dormir. Soy un hombre solitario, casi un ermitaño, necesito pocas cosas. Sin una esposa amable esperándote para servirte la sopa, sin ese aroma donde el cariño, la devoción y la belleza se dan cita, ¿qué importancia puede tener el aspecto de la habitación donde vas a echarte un pedazo de pescado a la boca?
Cuando gané la tutela de mi sobrino Karl me empeñé en hacerle un hogar más grato. El niño necesitaba un espacio luminoso, buenos muebles, criados amables, tal vez algún florero. Claro que yo no sabía nada de estas cosas. Aparte de mis amas de llaves, ninguna mujer había vivido en el segundo piso de mi casa y ahora viviría un niño sin padre. Lo hice lo mejor que pude, con mis limitaciones, claro, yo soy un compositor, no un niñero, y al problema que significaba tener que cuidar del niño había que agregar a Johanna, su madre.
Johanna se las ingenió para hacerme la vida imposible, puso a Karl en mi contra, le envenenó el alma, se las arregló para seguir viéndolo aun cuando un tribunal se lo prohibía. ¡Ay, Johanna! Ahora no sé qué diablos siento cuando te menciono. Me he paseado entre el odio, la compasión y de vuelta al odio. Reconozco que no te traté bien y muchas veces me he arrepentido, pero tú deberías reconocer que nunca te aviniste a llevar una vida apropiada para un niño… pero ya está bien, no quiero pensar en todo aquello. Yo sé que alguna vez Karl me quiso. Recuerdo una noche de vuelta a casa. Era muy tarde y los dos estábamos agotados. Yo me senté en el sofá y Karl se quedó dormido con la cabeza apoyada en mi falda. De pronto despertó con una sonrisa en la cara. ¡Es la música de mi tío!
, exclamó como si yo no estuviese allí.
En ese momento sentí que mi música había tocado una fibra de su alma.
Me asomo a la ventana y mis ojos se pierden en un lugar lejano. Tal como se perdían los ojos de mi madre.
La memoria es una fuerza que ordena a sabiendas y excluye con juicio; no retiene esto o aquello por casualidad, por lo tanto, serán solo algunos recuerdos quienes den cuenta de esta ola del tiempo que me ha traído desde la cuna hasta la sepultura.
Lo primero que viene a mi mente es la buhardilla donde jugaba con mis hermanos, Kaspar y Johann, en Bonn. En aquel tiempo no éramos lo que se dice pobres, en la casa había muebles cómodos, la mesa de comedor era maciza, lo mismo las sillas. Los Beethoven nos parecíamos a cualquier familia que se las arregla para sobrevivir de manera medianamente digna, pero era justamente esa mediocridad lo que mordía mi corazón. Yo no quería ser mediocre, ni ser igual a cualquiera de nuestros vecinos. Tampoco quería ser como mi padre, Johann Beethoven.
Vivíamos en una casa de tres pisos en la Bonngasse, una calle que no era ni elegante ni extremadamente humilde. Era la casa del abuelo y el abuelo era Kapellmeister. Vestía una capa de terciopelo rojo con bordes dorados. Ganaba tal vez no mucho dinero, pero lo suficiente para mantener a su familia. Cuando entraba en la iglesia, la gente se ponía de pie y en la calle lo saludaban sacándose el sombrero. Era un músico respetable. Yo lo admiraba. Su retrato, realizado por el pintor de la corte Radoux, es lo único que me traje de Bonn a Viena y me ha acompañado toda mi vida desde la cabecera de mi cama.
La música formaba parte en la vida de nuestra casa, es cierto, pero si en la casa de Mozart la música era el pan de cada día, en la nuestra era la manera de ganarlo. Era más frecuente escuchar los gritos de mi padre borracho y el llanto de mi madre que el pianoforte.
Mis padres y mis hermanos ocupábamos el piso superior. Cuatro habitaciones relativamente espaciosas de las cuales tengo una imagen borrosa. De la buhardilla, sin embargo, me acuerdo perfectamente bien. Desde la ventana podía ver las siete colinas. Me encaramaba en un taburete y las miraba embobado; me producían una especie de embrujo. Algo me decían esos cerros, como si me estuviesen llamando, como si esas colinas de colores bermejos, amarillos y verdes, fuesen el puente que empezaba a establecerse entre yo y el mundo más allá de las montañas. Hay momentos en que me embarga una sensación de cansancio, aguanto de pie unos minutos y enseguida tengo que sentarme. Recién después de un rato puedo caminar despacio hasta mi escritorio.
Este es mi escondrijo. Aquí compongo, aquí recuerdo, leo, tomo notas. Aquí se encuentran mis tesoros; las obras completas de Händel, que hace unos días me han hecho llegar desde Inglaterra (poseerlas ha sido uno de mis más ardientes deseos); mi cuaderno con las anotaciones sobre Napoleón, algunas partituras, mis dos violines arrimados a la pared, el pequeño busto de Cicerón y un sinfín de cuentas viejas atadas con cintas. No sé para qué guardo esos papeles si ya no sirven para nada. Tal vez lo hago como un recordatorio de que siempre me he ganado el sustento de manera honesta. O para enseñarle a Karl a ser ordenado con sus cuentas. Un esfuerzo inútil. Karl se ha empeñado en hacer justamente lo contrario de lo que trato de inculcarle. Ahora no estoy seguro de si mi sobrino tenía talento para algo. Si lo tenía, no hacía nada por demostrarlo y a mí me indigna la gente indiferente a sus propias capacidades. Es lo que más me desesperaba de mi padre. Estoy convencido de que mi padre tenía talento musical, pero le faltó voluntad para hacerlo crecer.
Una vez me preguntaron qué es el talento. En ese momento era joven, inexperto, vigoroso, mis oídos estaban perfectamente sanos y las tempestades de mi vida, si bien se habían insinuado, no estaban desatadas sobre mi alma como llegaron a estarlo muy pocos años después. Si me hicieran esa pregunta hoy, la respuesta sería disciplina. Sin disciplina, el talento corre el riesgo de quedar como esa larva que no llega a ser mariposa. El genio se compone del dos por ciento de inspiración y el noventa y ocho por ciento de perseverancia.
En este mundo silencioso nunca sé si hay alguien mirándome desde la puerta. A ratos me doy vuelta con la esperanza de que mi sobrino esté ahí. Pero Karl no ha parado en la casa desde hace varias semanas y sabe Dios dónde se encuentra. Andarás vagabundeando por las calles, jugando al billar, emborrachándote, diciendo palabrotas y contando chistes sucios. Estarás aturdiéndote para borrarme de tu mente. Pero no quiero tener malos pensamientos contigo. No en este momento. Lo que tengo que hacer ahora es recordarte con cariño y recuperar mi energía para