El rey viejo
Por Fernando Benítez
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El rey viejo - Fernando Benítez
Mexico
EL RELOJ
5 de mayo de 1920. A las cuatro de la tarde, Secundino, el más cercano ayudante del Presidente, llamó a la puerta de mi casa y, sin hacerse anunciar, de un modo brusco y hasta inoportuno, entró en la biblioteca. No trató siquiera de excusarse. Simplemente me tendió un sobre con las armas de la república, diciéndome:
—Es urgente.
La carta sólo tenía un renglón escrito por la mano del Viejo: Querido Enrique: ¿Podría usted verme? Su presencia me es indispensable.
En el automóvil de Secundino hice el viaje a palacio. Al entrar en su despacho, el Presidente hablaba por teléfono, y con un ademán me señaló la silla reservada a los ministros.
Sucesos del 5 de mayo. Nota añadida el 15 de junio. Ahora que todo ha concluido y mi cabeza está más despejada, recuerdo con precisión el ambiente angustioso que reinaba esa tarde en palacio. Las antesalas se veían desiertas. Los ayudantes tenían las caras serias y hablaban con aire de misterio. No, no era nada concreto, definido, tangible, sino más bien una cierta tensión, el presentimiento de algo que se gestaba fuera y que repercutía sordamente en el interior del antiguo palacio virreinal. En otras ciudades, la agitación política, los desórdenes, se reflejan en el parlamento, en las calles, quizá en los cuarteles, pero en México, donde la mansión oficial del Presidente es el eje en torno del cual gira la vida del país, los menores cambios toman, dentro de esa desmesurada caja de resonancias, proporciones increíbles.
Las banderas y los gallardetes que afuera colgaban lánguidos de los faroles por ser día de fiesta nacional, aumentaban la deprimente sensación que creí advertir en palacio y que, debido a mi turbación, no incluí en la nota del día 5.
Continúa la nota correspondiente al 5 de mayo. Mientras hablaba el Presidente —por deferencia a él no seguía su conversación— dirigí una mirada a la estancia con la que me había familiarizado los últimos cuatro años. El sol de la tarde entraba por los balcones medio abiertos recortándose sobre la roja y espesa alfombra; los muebles de maderas pulidas, los marcos de las pinturas, brillaban con suavidad y en los prismas de las arañas se encendían arcoíris temblorosos y delicados.
El Presidente colgó el teléfono y se volvió a mí:
—El ministro de Guerra me informa que Escobar, jefe del Regimiento de Ametralladoras, enviado este mediodía a combatir a los rebeldes, se pasó con armas y bagajes al enemigo.
El Presidente hablaba con la voz pausada, neutra y carente de inflexiones a que nos tenía acostumbrados. No advertí el menor signo de alteración en su persona debido tal vez al hecho singular de que a él no le estaba permitido alterarse nunca. Su mano, grande y manchada, ordenó los papeles dispersos en la mesa y se reclinó pesadamente en el respaldo del sillón.
—Es la tercera defección ocurrida el día de hoy —añadió—. En la mañana, un regimiento entero, el Regimiento de Lanceros Supremos Poderes, antes de disparar un tiro, se pasó también al enemigo.
La gravedad de la situación se me reveló de golpe. Escobar, como Riojas, eran el orgullo de nuestro ejército. Aun en épocas de estrecheces, nada se había escatimado para dotar a sus regimientos de los mejores pertrechos y el Viejo, no obstante sus naturales recelos, había depositado en ellos una confianza que no vacilaría en calificar de ilimitada.
—¿Me creerá usted, Enrique —dijo cerrando los ojos—, si le confieso que personalmente no me afectan las traiciones?
Yo sabía que en el fondo lo había herido la traición de Escobar y de Riojas, pero el Viejo se mantuvo impasible, según era ya en él una segunda naturaleza, y preferí callar sabiendo que tan inútil resultaba penetrar en sus verdaderos sentimientos como cargar el momento de un sentimentalismo inoportuno.
—Lo que me afecta —prosiguió—, es no poder confiar ya en el resto del ejército. Los jefes que hemos enviado para sofocar esa rebelión cuartelera han venido a este mismo despacho, me han jurado derramar hasta la última gota de sangre por la causa de la legalidad, me han abrazado llorando… aún tengo las huellas de sus lágrimas en el hombro; y apenas salen de aquí se apresuran a buscar al enemigo y a combatirnos con las armas y el dinero que debían emplear en nuestra defensa.
Después de este desahogo, el único que se permitió en aquellos días de prueba, yo me decidí a hablarle con entera franqueza.
—Señor —le dije—, los militares, en nuestro país, siempre han estado con los más fuertes y los más fuertes son ahora, como lo han sido siempre, ellos mismos, los militares rebeldes.
El Presidente había recobrado su impasibilidad habitual:
—¿Cuál es su bandera? ¿Por qué luchan hoy? ¿Podría usted decírmelo?
Reuní todas mis fuerzas para contestarle, aunque sabía de antemano que la respuesta había de lastimarlo.
—Luchan, sencillamente, porque usted piensa que nuestro embajador en Washington debe sucederlo en la Presidencia de la república.
Tardó un tiempo en replicar y al fin lo hizo, con la voz blanca de siempre.
—Yo creí que podía sucederme nuestro embajador no porque sea el embajador, sino porque es un civil. Podía ser él, podía ser usted o el ministro de Hacienda con tal de asegurar el carácter civil que distingue a mi gobierno. En cambio, estoy en contra del gobierno de un militar, de una imposición por la fuerza de las armas. México, en diez años, ha pagado con un millón de muertos su derecho a sacudirse las dictaduras militares.
—El conflicto, señor, planteado en estos términos, no tiene solución —me apresuré a insistir—. Una cosa es que usted juzgue conveniente y benéfico un gobierno civil y otra muy distinta que los militares le permitan realizar su propósito. El ejército siempre ha sido el gran elector, el único elector, y está dispuesto a todo con tal de no dejarse arrebatar su más jugosa prerrogativa.
—¿Cuántos años hace que usted me conoce? —preguntó abruptamente.
—Seis años, tal vez ocho —respondí vacilante.
—Pues bien, en esos seis, en esos ocho años, me habrá usted oído repetir hasta el fastidio que el ejército debe ser una institución subordinada al Presidente de la república y ajena a las contiendas políticas; es decir, que el ejército no debe tomar parte en las luchas electorales, sino limitarse a esperar la decisión del pueblo y servir a quien resulte electo, sin echar la espada en la balanza del sufragio.
Su terquedad principiaba a irritarme:
—Señor —le respondí—, ese principio, que yo hago mío, no pasa de ser una hermosa utopía. De hecho, todo el ejército se ha sublevado y perdóneme mi crudeza, pero el Presidente, sin el apoyo del ejército, no es nadie. Si usted, en lugar de empeñarse en que lo sucediera un civil, hubiera pensado en uno de los caudillos militares sublevados, no tendríamos que lamentar ninguna traición, no existiría ningún conflicto.
El Presidente se quitó las gafas, principió a limpiarlas con el pañuelo y trató de mirarme, pero sus ojos miopes aparecían de tal modo inseguros, que él mismo, dándose cuenta de su debilidad, apresuróse a montarlas de nuevo en su prominente nariz, suspirando y carraspeando como hacen los viejos en los momentos de embarazo.
—Según usted, la forma de evitar la guerra consistiría en apoyar públicamente la candidatura del general Obregón. ¿Ése es su pensamiento?
—Sí, señor Presidente. No hay otro camino.
—¡No hay otro camino! —exclamó, levantándose sin esfuerzo. Los resortes del sillón, liberados de su peso, lanzaron un gemido prolongado. El Presidente caminó hacia el balcón, y al darme la espalda, advertí que los faldones del jaqué (había asistido a la ceremonia celebrada esa mañana en el Panteón de San Fernando) estaban lamentablemente arrugados, lo que disminuía la solemnidad propia de su corpulenta figura.
—Decididamente no debo, no puedo seguir ese único camino —dijo hablando como consigo mismo. Hizo una pausa—. ¿Sabe usted cuántos pronunciamientos hemos sufrido en un siglo? Más de mil, Enrique, más de mil. Todos querían salvar a la patria, todos trataban de restaurar la democracia, a todos los desvelaba el bienestar de los ciudadanos, pero en el fondo, como ellos mismos se apresuraron a demostrarlo con sus hechos, lo que les importaba era su interés personal, su hambre de poder, su ambición de riquezas. El pueblo, vestido de harapos, compra armas costosas, sostiene un ejército para que defienda sus instituciones, y el ejército, en lugar de defenderlas, aprovecha esas armas para sojuzgarlo y convertirse en su amo. ¿Cree usted ahora que yo deba sumarme a los sublevados?
—Si usted desea evitar la guerra —insistí—, le queda otra salida: su renuncia.
Dejó de observar la plaza y se volvió a mí. La suave luminosidad del crepúsculo envolvía su figura poderosa.
—No puedo desertar del cargo que el pueblo mexicano me ha confiado.
Esta frase, pronunciada con sencillez, terminó conmoviéndome. Los arrugados faldones del jaqué, el pelo escaso y entrecano, ligeramente despeinado, el ajado traje de ceremonias, eran detalles superfluos que en ese momento, más que deteriorar su aire majestuoso, contribuían a acentuarlo. El Presidente —porque era todavía el Presidente— cercado de enemigos y traidores, sin tiempo para descansar, disimulaba su fatiga y procuraba sobreponerse al curso de los acontecimientos mostrando la impasibilidad con que había recibido en el pasado tanto la noticia de una derrota como la de una victoria.
—Y bien —pregunté—, ¿cuál es su decisión?
—Salir de esta ratonera.
—¿Adónde va usted?
—A Veracruz. Allí me quedan tropas leales.
—Señor, la vía del ferrocarril está cubierta por el enemigo. Intentar salir equivaldría a un suicidio.
Se disponía a contestar pero lo interrumpió una descarga lejana y poco después, imponiéndose a la sorda explosión, el reloj coronado por un águila, que se alzaba en un rincón de la sala, anunció las seis de la tarde. Había una distancia tan grande entre aquella dulce, apacible, familiar medida del tiempo y el estado de alarma en que nos encontrábamos, entre el orden antiguo que el reloj evocaba y el espantoso desorden que se había hecho en nuestras vidas, que los dos nos miramos involuntariamente. En apariencia, las cosas no habían sufrido cambio alguno. El Presidente estaba sentado frente a su mesa, en el vetusto palacio que había sido de los virreyes españoles, de dos emperadores y de varias docenas de presidentes republicanos. Sin embargo, ya no existía ninguna relación, ningún nexo entre aquellos dos tiempos. Ahora el pasado y el presente aparecían divorciados, aislados por una serie de tumultuosos y agobiadores acontecimientos y a los dos nos asaltó la certidumbre de que nunca más se realizaría el milagro de que el anuncio del reloj lograríamos asociarlo a las victorias y a la paz que sucedía a esas victorias, a los años, en fin, que lo escuchamos pensando que el gobierno —su obra, su razón de ser— era indestructible.
Sucesos del 5 de mayo anotados el día 6. Anoche me fue imposible registrar los acontecimientos ocurridos ayer. A las tres de la mañana me quedé dormido sobre los papeles. Pasadas las cuatro, Cecilia, mi mujer, tuvo que levantarme, quitarme la pluma de la mano y llevarme, casi inconsciente, a la cama.
Mi primer pensamiento, al despertar, ha sido para el Presidente. Lo dejé a las once de la noche. Vestía el mismo jaqué de faldones arrugados y no había tenido tiempo de quitarse el torturante cuello de pajarita. Nos despidió en la puerta de la sala del Consejo y tengo entendido que volvió a su despacho con el objeto de redactar el manifiesto al pueblo, que debe haberse publicado hoy. (No he leído los periódicos ni he podido salir a la calle por estar ocupado en resolver mis asuntos.)
En el consejo de gabinete, celebrado esa misma noche, se acordó, como yo lo temía, evacuar la ciudad y salir rumbo a Veracruz. Allí el Presidente confía estar a salvo, bajo la protección de los soldados de su yerno el general Aguilar. Pero de aquí a Veracruz, más de cuatrocientos kilómetros, ¡cuántos peligros nos acechan!
Fue inútil que algunos generales insistieran en el hecho, harto evidente, de que las fuerzas del traidor González cubrían por lo menos ciento cincuenta kilómetros de la vía del ferrocarril que se pensaba utilizar. La tenacidad del Viejo no sólo logró vencer nuestras reticencias sino contagiarnos con algo de su inquebrantable fe en la victoria de la buena causa.
A estos desaciertos vino a sumarse uno todavía mayor. Como el Presidente no ha querido dar la impresión de una fuga decidióse el traslado del gobierno en masa a Veracruz, lo que hará más difícil nuestra salida.
Acontecimientos del 6 de mayo anotados a las 2 de la madrugada del 7. La ciudad duerme y yo me pregunto qué ocurrirá dentro de unas horas. Mientras escribo a la luz de la lámpara, acariciado por el silencio nocturno, pienso con temor en los preparativos de la fuga que ahora se realizan. Los mexicanos no estamos hechos para las graves contingencias. Irán con nosotros algunos senadores y diputados —los que integran la Comisión Permanente—, diversos magistrados de la Suprema Corte de Justicia, los empleados indispensables de los ministerios con sus archivos, sus papeles y sus máquinas de escribir —no puedo imaginar una mudanza de semejantes proporciones— y con ellos viajará el Tesoro de la Nación que naturalmente no le dejaremos al enemigo.
Los cadetes del Colegio Militar y las tropas que aún se mantienen leales al gobierno deben proteger a tan crecido número de civiles. ¿No supondremos un estorbo excesivo? ¿Los cuarenta o cincuenta trenes que componen el convoy lograrán moverse con la celeridad necesaria? ¿Podremos contar siquiera con la lealtad del personal ferroviario?
Estas incógnitas me abruman. Soy capaz de analizar los acontecimientos una vez ocurridos, pero cuando la realidad me los enfrenta perentoria y brutalmente, no logro entonces abarcarlos en toda su complejidad ni hallarles una solución adecuada. El pro y el contra del problema pesan tanto en nuestro ánimo, quizá debido a un sentido excesivo de la responsabilidad, que paraliza la voluntad de acción y nos vuelve impotentes.
En medio de este torbellino de incertidumbres sólo sé que debo acompañar al Presidente. Ayer en la noche, al despedirme, me llevó aparte y me dijo:
—Deseo que usted permanezca en la ciudad. Su familia lo necesita.
—Señor, también su familia lo necesita y usted la abandona.
—Yo soy un veterano acostumbrado a la vida de campaña. Usted es un joven intelectual y ni siquiera sabe montar a caballo —añadió en tono de broma—. No quiero exponerlo a un riesgo innecesario.
—Si usted no me lleva en su tren, iré en otro cualquiera. Así lo tengo decidido.
—Bien —comentó el Viejo—, no puedo contrariarlo. ¿Hasta mañana en la estación?
—Hasta mañana —respondí con voz insegura estrechando su fuerte mano manchada.
Al principio, Cecilia se opuso enérgicamente a que participara en lo que ella calificó de viaje absurdo y temerario. Debo reconocer que para disuadirme se valió de punzantes razones, basadas todas ellas en el conocimiento, nada lisonjero, que tiene de mi persona. En primer término, hizo referencia a mi acentuada miopía; luego aludió a mi inutilidad y a mi horror por las armas, ya sean blancas o ya sean de fuego; sin darme tiempo a respirar satirizó mi aversión a las incomodidades castrenses y terminó esa parte de su discurso haciendo una cruel pintura de mi propensión irrefrenable a darme una vida regalada, para emplear sus mismas palabras. Viendo que estos argumentos no lograban quebrantar mi decisión, recordó las anginas de Adelaida —nuestra pequeña de ocho años—, habló largamente de los peligros a que se vería expuesta una mujer