Las hermanas Bunner
Por Edith Wharton
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Edith Wharton
Edith Wharton (1862–1937) was an American novelist—the first woman to win a Pulitzer Prize for her novel The Age of Innocence in 1921—as well as a short story writer, playwright, designer, reporter, and poet. Her other works include Ethan Frome, The House of Mirth, and Roman Fever and Other Stories. Born into one of New York’s elite families, she drew upon her knowledge of upper-class aristocracy to realistically portray the lives and morals of the Gilded Age.
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Las hermanas Bunner - Edith Wharton
Saga
Las hermanas Bunner
Original title: Bunner Sisters
Original language: English
Copyright © 1916, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726672749
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
I
En los días en que el tráfico de Nueva York avanzaba al ritmo de los languidecientes coches de caballos, en que la buena sociedad aplaudía a Christine Nilsson en la Academia de Música y disfrutaba de los atardeceres de la Escuela del Río Hudson que colgaban en las paredes de la Academia Nacional de Diseño, había una discreta tienda de un solo escaparate conocida estrecha y favorablemente por la población femenina del vecindario que limitaba con la plaza Stuyvesant.
Se trataba de una tienda muy pequeña en un destartalado semisótano de una calle tranquila ya condenada a la decadencia; a tenor del carácter misceláneo de lo expuesto detrás del cristal y de la parquedad del cartel que lo coronaba (un mero «Hermanas Bunner» en borrosas letras de oro sobre un fondo negro), para un no iniciado habría sido difícil adivinar la naturaleza exacta del negocio que se desarrollaba en el interior. Aunque eso carecía prácticamente de importancia, puesto que su fama era tan puramente local que las clientas de cuya existencia dependía conocían de forma casi congénita y exacta cuál era el surtido de «artículos» de los que disponía el establecimiento de las hermanas Bunner.
La casa cuyo semisótano ocupaban las hermanas era un edificio de viviendas particulares con una fachada de ladrillo, contraventanas verdes de goznes sueltos y el cartel de una modista en la ventana inmediatamente superior a la tienda. A cada lado de sus humildes tres pisos se alzaban edificios más altos de fachadas de piedra marrón, agrietada y desconchada, balcones de hierro forjado y franjas de césped que asediaban los gatos detrás de unas verjas torcidas. Esas otras edificaciones también habían sido domicilios particulares, pero ahora una casa de comidas barata ocupaba el semisótano de una de ellas; y la otra se anunciaba, por encima de la tupida glicina que atenazaba el balcón central, como el hotel familiar Mendoza. Resultaba evidente, al ver la acumulación crónica de basura en la entrada y la superficie desvaída de las ventanas sin cortinas, que las familias que frecuentaban el hotel Mendoza no eran de gustos muy exigentes, aunque no cabe duda de que demostraban toda la puntillosidad que el dinero les permitía, mucha más de la que el dueño pensaba que tenían derecho a expresar.
Esos tres edificios representaban de forma bastante precisa el carácter general de la calle, que, a medida que avanzaba al este, se iba alejando de lo destartalado y se aproximaba a la miseria; en ella iban apareciendo con frecuencia cada vez mayor unos letreros muy visibles y puertas de vaivén que se cerraban o se abrían silenciosamente al ser empujadas por hombres de nariz roja y por chiquillas pálidas con jarras agrietadas. El centro de la calzada estaba lleno de depresiones irregulares, muy adecuadas para contener los amplios remolinos de polvo, paja y papeles arrugados que el viento arrastraba por toda esa calle triste y descuidada; al final del día, si habían pasado muchos transeúntes, el pavimento agrietado componía un mosaico de octavillas de mil colores, tapas de latas de tomate, zapatos viejos, colillas y cáscaras de plátano, amalgamados en una capa de barro o cubiertas por un velo de polvo, según dictasen las condiciones climatológicas.
El único refugio que se vislumbraba al contemplar ese basural deprimente era la imagen del escaparate de las hermanas Bunner. Los cristales siempre estaban muy limpios y, pese a que el muestrario de flores artificiales, las tiras de franela festoneada, las hormas de alambre para sombreros y los tarros de conservas caseras presentaban la indefinible tonalidad gris de los objetos preservados durante mucho tiempo en la vitrina de un museo, por el escaparate se atisbaban, al fondo, unos mostradores ordenados y unas paredes encaladas que suponían un agradable contraste al lado de la suciedad adyacente.
Las hermanas Bunner estaban orgullosas de lo cuidada que estaba su tienda y se sentían satisfechas con su modesta prosperidad. El establecimiento no era tal y como lo habían imaginado, y, pese a que no constituía sino una imagen reducida de sus primeras ambiciones, les permitía pagar el alquiler, ganarse la vida y no contraer deudas: sus esperanzas no habían volado más alto desde hacía mucho tiempo.
Sin embargo, de vez en cuando, en medio de las horas más grises aparecía un instante carente de la luminosidad necesaria para ser denominado brillante, pero que sí presentaba ese matiz argénteo, propio del ocaso, con el que a veces concluye un día de tormenta. Ann Eliza, la mayor de la tienda, se hallaba precisamente disfrutando con serenidad de uno de esos momentos en una tarde de enero, sentada en la trastienda que ella y su hermana Evelina utilizaban como dormitorio, cocina y salón. En el comercio se habían bajado las persianas, los mostradores se habían despejado y los artículos del escaparate se habían cubierto con una sábana vieja y fina, pero la puerta no se cerraría hasta que regresara Evelina, que había llevado un paquete al tintorero.
En esa trastienda una tetera burbujeaba en el fogón; Ann Eliza había colocado un mantel en un extremo de la mesa que ocupaba el centro de la estancia, y cerca de la lámpara de costura con tulipa verde había dispuesto dos tazas, dos platillos, un cuenco de azúcar y una porción de bizcocho. El resto de la estancia se hallaba sumido en una penumbra verdosa, que velaba discretamente el contorno de una anticuada cama de caoba coronada por la cromolitografía de una muchacha en camisón que se agarraba, con ojos elocuentemente vueltos hacia el cielo, a un peñasco que unas letras historiadas identificaban como la Roca de la Eternidad; delante de las ventanas sin persianas se recortaban las siluetas de dos mecedoras y de una máquina de coser.
Ann Eliza, cuyo rostro menudo y normalmente angustiado mostraba una serenidad infrecuente y cuyos mechones de cabello pálido sobre las sienes venosas brillaban con fuerza a la luz de la lámpara, se había sentado delante de la mesa y empaquetaba, con su acostumbrada y torpe parsimonia, un objeto abultado y envuelto en papel. De tanto en tanto, mientras luchaba con el cordel, que era demasiado corto, le parecía oír el ruido de la puerta de la tienda y se detenía para descubrir si había llegado su hermana; como no llegaba nadie, se colocaba bien las gafas y se enzarzaba en una nueva contienda con el paquete. Para conmemorar algún acontecimiento de importancia evidente se había puesto el vestido de seda negra, teñido dos veces y de costura triple. El paso del tiempo, pese a que había conferido a esa prenda una pátina digna de un bronce renacentista, también le había borrado las curvas que la figura prerrafaelita de la portadora le había podido dibujar en una época anterior; pero esas líneas rígidas brindaban a la prenda un aire sacerdotal que parecía recalcar la importancia de la ocasión.
Vista así, con ese sacramental vestido de seda negra, un volante de encaje en torno al cuello y sujeto con un broche de mosaico, y el rostro sereno para que no desentonase con el atuendo, Ann Eliza parecía diez años más joven que cuando se situaba detrás del mostrador, en medio del fragor y de las tareas de la jornada. Su edad aproximada habría resultado tan difícil de aventurar como la de la seda negra, pues mostraba un aspecto tan gastado y tan brillante como su vestido; no obstante, un leve matiz rosáceo aún asomaba a sus mejillas, como el reflejo de una puesta de sol que a veces colorea el occidente mucho después de que haya terminado el día.
Cuando quedó satisfecha con el envoltorio del paquete, lo colocó con precisión furtiva al lado del plato de su hermana y se sentó, con un gesto de indiferencia evidentemente fingida, en una de las mecedoras que había cerca de la ventana; al cabo de un instante se abrió la puerta de la tienda y entró Evelina.
La menor de las hermanas Bunner, algo más alta que la mayor, tenía una nariz más prominente, pero una boca y un mentón menos marcados. Todavía se permitía la frivolidad de ondularse el cabello pálido, y llevaba los apretados ricitos, tiesos como los cabellos de una estatua asiria, aplastados bajo un velo moteado que le terminaba en la punta de la nariz enrojecida por el frío. Con la fina chaqueta y la falda de cachemira negra que vestía presentaba un aspecto singularmente ajado y marchito, pero no parecía imposible que, en circunstancias más felices, aún pudiera irradiar una relativa juventud. —Caramba, Ann Eliza —exclamó con una voz frágil y caracterizada por un tono de inquietud crónica—, ¿se puede saber por qué te has puesto tu mejor vestido de seda?
Esta se había puesto en pie con un rubor que no casaba bien con sus gafas de montura de acero.
—Oh, Evelina, ¿y por qué no me lo iba a poner, si se puede saber? ¿Acaso no es tu cumpleaños, querida? —Extendió los brazos con la torpeza de las emociones habitualmente reprimidas.
Evelina, que no parecía haber advertido el ademán, se descubrió la espalda estrecha.
—Qué más da —respondió, menos enfurruñada—. Deberíamos olvidarnos de