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Entre Dos Amores
Entre Dos Amores
Entre Dos Amores
Libro electrónico170 páginas2 horas

Entre Dos Amores

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Información de este libro electrónico

Por una estraña casualidad, un acidente llenó de magia la vida de Catherine que estaba recluída en el campo y no estaba acostumbrada a la compañia de un caballero tan ingenioso como el Mayor Adrian Chester. Habia sido una suerte que el se viera obligado a pasar la noche en la casa solariega, pues a la mañana siguiente le reservo a Catherine una nueva alegria: --"No pude dormir pensando en usted " le dijo el Mayor y de pronto sus labios posaron en los de ella y fue un beso tan maravilloso, que Catherine se creyo transportada al cielo. Pensó que él la besaria de nuevo, pero le dijo inesperadamente - --- "Devo irme enseguida.". ¿Será que habria terminado para siempre aquel mágico momento? ¿Que es lo que seria más fuerte que ella, para él tuviera que irse? Su corazón estaba deshecho, no sabia lo que pensar… solo le quedaba esperar por mejor destino…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 jun 2021
ISBN9781788674416
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    Entre Dos Amores - Barbara Cartland

    m-ybooks.co.uk

    CAPÍTULO I

    1802

    El caballero que caminaba por la vereda de grava perdió el equilibrio cuando sus lustrosas botas resbalaron en uno de los innumerables desniveles del camino.

    Lanzando una imprecación en voz baja, se reconvino nuevamente por haber doblado en un lugar equivocado, pues ello ocasionó el percance que averió la rueda de su faetón.

    Cometió un error y no podía culpar a nadie más que a sí mismo.

    Había salido tarde de Londres, después de pasar la noche con una encantadora cortesana, tan seductora, que le había hecho olvidar la larga jornada que le esperaba a la mañana siguiente.

    Sin embargo, había conducido a muy buena velocidad el nuevo tiro de caballos castaños, que respondieron magistralmente a sus riendas. Aun así, ello significó tener que pasar la noche mucho más cerca de Londres de lo planeado y el arribar a la mansión de un amigo, la noche siguiente, mucho más tarde de lo que permitían las reglas de la cortesía.

    Eso le impidió partir poco después del desayuno y, para no parecer descortés, tuvo que inspeccionar los caballos e intercambiar cumplidos con las aburridas hijas de su anfitrión antes de reanudar el viaje

    Le habían indicado un atajo para ganar tiempo, pero ahora comprendía que no sólo había sido un error abandonar el camino, sino un desastre.

    Tuvo que reconocer que había conducido los caballos a una velocidad muy poco prudente para circular por una vereda tan estrecha, y en un recodo del camino se había encontrado con una carreta.

    Únicamente su habilidad para controlar a sus corceles evitó un choque de frente con un viejo caballo de granja.

    Pero una rueda de su faetón se había torcido al rozar con las ruedas de la carreta, impidiéndole proseguir su viaje.

    El campesino que guiaba la carreta le sugirió que pidiera ayuda en la casa solariega, por lo que, dejando a su sirviente a cargo del tiro del carruaje, el caballero caminó por la vereda, pasando junto a un par de desvencijadas rejas, hasta llegar a un camino que no había sido reparado por lo menos en cien años.

    Las lilas y los arbustos, que florecían en una sinfonía de color a lo largo del camino, le daban un aspecto muy pintoresco, pero al caballero no le interesaba contemplar la belleza del paisaje sino reparar su faetón, a fin de proseguir su viaje.

    Caminaba a grandes pasos, pensando que cuando llovía los hoyos y el lodo harían el camino intransitable, cuando, de pronto, al doblar en un recodo, encontró la casa solariega que estaba buscando. A primera vista tenía un aspecto muy atractivo. Tudor, originalmente, pensó, pero las enredaderas que subían por sus paredes hacían difícil precisar su estilo.

    La vereda de grava que conducía a la casa se encontraba en el mismo estado deplorable que el camino, pero las plantas cuajadas de flores relucían entre los antiguos ladrillos maltratados por la intemperie.

    Al mirar hacia la mansión, el Mayor observó que muchas de las ventanas del piso superior habían sido clausuradas con tablas y que en las de la planta baja y el primer piso faltaban varios cristales, que habían sido sustituidos por madera o cartón.

    La puerta principal, que estaba necesitando una capa de pintura, estaba cerrada, pero debajo de la enredadera que la circundaba se veía un cordón para tocar la campanilla y una aldaba de cobre, brillante en otros tiempos pero que ahora se encontraba rota y ennegrecida. El caballero tiró del cordón, y tocó la aldaba y esperó.

    Como nadie respondió, llegó a pensar que tal vez los ocupantes de la casa se encontraban ausentes, por lo que decidió probar en la puerta trasera.

    Al rodear la mansión, vio a través de una abertura en una antigua pared de ladrillo, un jardín contiguo a la cocina en el que trabajaban dos personas. Esa perspectiva era mucho más prometedora y se acercó. Una de ellas era una mujer que usaba un desteñido vestido de algodón y un sombrero para el sol.

    Estaba plantando unas semillas, inclinada sobre una línea marcada en una hilera de tierra recién cavada.

    El caballero se acercó a ella.

    —Deseo— dijo en tono autoritario—, hablar con el dueño de la casa, pero no obtuve respuesta al llamar a la puerta del frente.

    Al escuchar su voz, la mujer se enderezó y se volvió para mirarlo, y él pudo ver que se trataba de una joven muy hermosa.

    Los ojos que lo miraban interrogantes parecían demasiado grandes bajo el ala del sombrero y eran del mismo azul intenso que las flores que crecían entre la hierba junto al camino.

    Por un momento, la joven se quedó sorprendida, y cuando pudo hablar, su voz se escuchó suave y educada.

    —Lo siento— dijo—, la campanilla está rota, y aunque Annie estuviera en la cocina, no hubiera escuchado la aldaba.

    Dándose cuenta de que ella no era lo que había pensado al principio, el caballero se quitó el sombrero al instante.

    —¿Es usted la dueña de la casa?

    —Efectivamente.

    —He venido a solicitar ayuda. Tuve un accidente con mi faetón en un camino estrecho, como a unos trescientos metros de aquí, y necesito un carretero.

    —Espero que nadie haya salido lastimado.

    —No; no se trató de un accidente serio, pero me ha impedido proseguir mi camino y, a decir verdad, tengo mucha prisa.

    La muchacha lo miraba llena de. asombro y, un poco más tarde, él comprendió que había solicitado ayuda con demasiada precipitación.

    —Mi nombre es Chester, Mayor Adrián Chester, y me dirijo al Castillo Kirkby.

    —Yo me llamo Catherine Buckden y, como supongo que ya sabrá, esta es la Mansión Buckden.

    —Es el mismo nombre de la aldea de donde provenía el tonto campesino que me indicó que viniera hasta aquí.

    Ella lo miró, algo sorprendida por el tono de su voz.

    —Supongo que sería Ned, si es que estaba conduciendo una carreta.

    —Así es— asintió el Mayor Chester—, y, en caso de que esté preocupada por él, puedo asegurarle que ni Ned ni la carreta sufrieron ningún daño— habló en un tono sarcástico, que hizo subir el rubor a las mejillas de Catherine.

    Depositó en la tierra las semillas que tenía en la mano y se dirigió a un anciano que estaba cavando a cierta distancia en el jardín.

    —¡Adam! Este caballero necesita a Ben para que le repare una rueda. ¿Sabes dónde puede estar?

    El hombre a quién se dirigía enterró el azadón en la tierra y avanzó hacia ella lentamente.

    —¿Preguntó por Ben, señorita Catherine?

    —Sí, Adam.

    —Estará con Jarvis, si es que no se ha ido a otro lado.

    —¿Puedes ir a buscarlo? Dile que ha habido un accidente.

    —Me llevará un buen rato caminar hasta la granja, señorita Catherine.

    —Entonces llévate la calesa, pero ve despacio. Bessie salió esta mañana y ya se está poniendo demasiado vieja para hacer dos viajes diarios.

    —Sí, señorita.

    Adam regresó a buscar el azadón, moviéndose tan despacio que el Mayor taco con impaciencia, pero se contuvo, para no demostrar que tenía mucha prisa.

    —Dudo que Ben pueda regresar en menos de una hora—dijo Catherine—. ¿Por qué no trae sus caballos a las caballerizas? Si la rueda está muy torcida, él tendrá que llevársela a su taller.

    —¿Y dónde queda eso?— preguntó el Mayor Chester, esperando escuchar malas noticias.

    —Al otro lado de la aldea.

    —¡Debí habérmelo imaginado!

    Catherine río.

    —Me temo que encontrará que en Buckden, al igual que en todos los lugares pequeños del condado de Yorkshire, las cosas se hacen bien, pero toman tiempo.

    El Mayor sacó un reloj del bolsillo de su chaleco.

    —Acaban de dar las tres y media de la tarde. ¿Cuánto tiempo cree que me tomará llegar al Castillo de Kirkby?

    —No tengo idea. Varias horas, por lo menos.

    Ella sabía que el castillo Kirkby era el hogar del Conde de Kirkby, Magistrado del Condado de Yorkshire.

    —Me parece— dijo el Mayor —, que voy a llegar un poco tarde, si es que llego hoy. ¿Hay alguna posada cerca?

    —No hay ninguna donde pueda hospedarse y, por supuesto, ninguna donde pueda acomodar a sus caballos.

    Por un momento, el Mayor miró a Catherine con gesto contrariado, como si ella fuera la culpable de las inadecuadas facilidades. Pero un instante después sonrió, con una sonrisa que transformó su rostro. Ella había pensado que se trataba de una persona autoritaria, pero ahora comprendió que era un hombre muy atractivo.

    Cuando lo vio aparecer, le había impresionado su apariencia. Nunca imaginó que un caballero pudiera estar tan elegantemente vestido y verse tan masculino.

    Su corbata estaba anudada en una forma magistral y las puntas del cuello apenas sobresalían de su mandíbula cuadrada, de acuerdo con la última moda. La levita gris se le ceñía a los hombros a la perfección y ella estaba segura de que el corte de su cabello respondía al estilo dictado por el Príncipe de Gales.

    Como se sintió empequeñecida por su apariencia y comprendió que, en comparación, se veía andrajosa, le dijo con timidez:

    —Si desea ir a buscar a sus caballos, haré desalojar lo

    que guardamos en las caballerizas. Ahora sólo queda Bessie, y en esta época del año la dejamos pastar en los campos.

    —No quisiera causarle molestias— dijo el Mayor—, y espero que cuando aparezca el carretero pueda ponerme en camino en seguida.

    Catherine no respondió y él pensó que era muy difícil que sus deseos se realizaran y que debía sacar el mejor partido posible de su situación, tratando de controlar su enfado.

    Siguió a Catherine hasta un edificio en la parte posterior de la casa, donde estaban las caballerizas.

    Estas se encontraban en un lastimoso estado de abandono. Algunas tejas del techo se habían caído, dejando al descubierto grandes agujeros, por los que sin duda entraba la lluvia.

    Cuando Catherine abrió la puerta, el Mayor observó que cabían allí una docena de caballos y que los pesebres estaban intactos, aunque cubiertos de polvo, y las arañas habían tejido sus nidos en las vigas.

    —Conduce usted un par de caballos, supongo —dijo ella.

    —No, cuatro.

    Los ojos de Catherine se iluminaron.

    —Nunca he viajado con un tiro de cuatro caballos. ¡Debe ser maravilloso moverse tan aprisa!

    —Lo es, cuando se viaja por los caminos.

    Al pronunciar estas palabras, el Mayor comprendió que no estaba siendo muy cortés, pero todavía se encontraba enfadado, no sólo por la demora, sino por haberse visto envuelto en un accidente por su propia culpa. No debía haber abandonado el camino principal ni transitado a tanta velocidad por la vereda. Pero, ¿de que servía recriminarse?

    Debía tratar de sacar el mejor partido posible a su situación y estar agradecido de que, al menos, había encontrado un carretero.

    Por fortuna, encontraron cuatro pesebres que no estaban abarrotados de viejos implementos de labranza, cajas y maderos.

    —Adam traerá una poca de paja cuando regrese —dijo Catherine—, y aunque me temo que sus caballos no estarán muy cómodos, por lo menos podrán descansar.

    —Es usted muy amable, señorita Buckden, y le estoy muy agradecido por su gentileza.

    —¿No le gustaría tomar algún refresco antes de ir por sus caballos? Tenemos sidra en la casa, o té, si lo prefiere.

    —Un vaso de sidra estaría muy bien— dijo el Mayor, queriendo mostrarse cortés.

    Catherine se dirigió hacia el frente de la casa. A pesar de su descolorido vestido de algodón, el hombre que la seguía observó que los movimientos de aquella joven poseían una flexible gracia que él no esperaba encontrar en una mujer que vivía en el campo.

    Las hijas de su anfitrión de la noche anterior tenían movimientos torpes y pesados. Las había clasificado en su mente como toscas y recordó cómo se movía la cortesana que le hizo demorar su partida.

    Dios me libre de una mujer de pies pesados al caminar, había pensado entonces.

    Catherine parecía flotar en vez de caminar, y cuando abrió la puerta y penetraron al fresco vestíbulo de techos bajos, se desató las cintas de su sombrero. Se lo quitó con

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