Tenerlo por escrito
Por Lucía Lorenzo
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Tenerlo por escrito - Lucía Lorenzo
Libresque
Días así
Hacía calor y no escalarían una montaña. Tomaban cerveza y no hablaban del futuro. Tenía gracia. Tenía gracia estar allí, así, encaramadas, viendo todo desde lo alto, sin pretensiones. Como si el tiempo, o sus vidas hasta ahora, fuesen nada. Debajo, la amplia carcasa viva, iluminada. Tomaban del pico de la botella; la botella, ese deporte; cada movimiento, un movimiento duplicado. ¿Te gusta el cansancio? ¿Cansarte? Hablarían de los trabajos que habían tenido, hasta ahora. No había sido tan malo. Se podía hacer de cuenta que todo eso había sido más que trabajo, vida. Los días habían pasado así. ¿Y cuando vos te escondías en el cuarto de máquinas? Esa sola frase, que la otra agradecía, inspiraba todo tipo de imágenes, diez relatos diferentes sobre un escenario cambiante, y no siempre verosímil. Eso era de cuando trabajamos en Conaprole, decía una después, concreta, bajando a tierra el relato. Tomaban cerveza y repasaban antiguas cosas. Ilaciones vitales breves que sucumbían enseguida. Y la vez que casi te revienta la mano una máquina. Eso también era de la época de Conaprole. Se quedaron calladas; quizá, queriendo cambiar de anécdotas. La ciudad abajo era, también, bastante inverosímil. ¿Dónde está el Salvo? Ni siquiera era posible identificar cúpulas, feas estructuras, grandes fachadas. Puede ser cualquier ciudad, dijo una. Eso era bueno. Se podía soñar, un poco, con estar en cualquier otra parte. No ahí, siempre ahí, envejeciendo despacio. Se miraron y se rieron de eso último. Se reirían de cualquier acotación semejante. Toda esa cosa hilarante sobre las edades, las ciudades, y los cuartos de máquinas. Sobre envejecer despacio. La botella iba, pesada, de una mano, a la otra mano. Y también fumaban. Un cigarrillo y casi enseguida, otro cigarrillo. Se habían convertido en grandes fumadoras. Eso tampoco era raro. La vida era más acorde así. Voy a renunciar y me voy a ir a vivir a Chile, dijo una. ¿A Chile? Hablaron un rato sobre tener dinero y viajar, rellenando los vacíos con imágenes ideales. Casi siempre era así. La cerveza, los vacíos, las imágenes ideales, los cigarros. Escucharon un poco de música en el celular. Sin graves, sólo líneas agudas, ascendiendo, trazando caminos conocidos. Un baile, los bailes, los bonitos bailes. Después, una habló sobre su hijo, eso concreto, vivo, esa enorme dosis de realidad. Y la otra hizo breves acotaciones, simpática pero desinteresada. Vieron quince, treinta fotos en las que un niño chico sonreía en diferentes poses, casi siempre con una gran pared blanca detrás. ¿Con quién lo dejaste?, preguntó una. Hoy le tocaba con el padre, contestó la otra. Y una, o ambas, imaginaron un poco el mundo del padre (siempre algo turbio, como si se cocinaran allí oscuros negocios), y al niño viviendo en ese mundo, siempre otro niño, siempre un niño raro, distinto. Cuando la pantalla se apagó, las dos se quedaron calladas, viendo las luces abajo. Es precioso, dijo una mucho rato después. Tu hijo, aclaró enseguida. La otra le pasó la botella y se inclinó un poco como para ver, con detenimiento, algo abajo. ¿Qué hay? ¿Hay algo? Se quedaron viendo y escuchando nada. Y casi desilusionadas, volvieron a lo de antes. La botella, nuevos cigarros. Calibraron opciones, las futuras, las de ahora, las que habían tenido, un día. ¿O no todos calibraban opciones? Claro que sí. No era impúdico eso. Se miraron entre medio, se rieron con enormes carcajadas, y una rodó, un poco, por el verde pasto. Había sido vida, aquello. Claro que sí. No había sido, únicamente, trabajo. Claro que no. ¿Y qué hacías en el cuarto de máquinas? ¿Dormías, dormitabas? ¿O sólo disfrutabas del engaño? Negarse a ser productivo. No producir todo el tiempo algo. No producir entonces nada. Sólo estados mentales. Un fuego artificial explotó a lo lejos, quizá en la bahía. Gran alboroto de colores, arriba. Después, desfasados, nuevos ruidos como grandes golpes, y unos segundos más tarde, nuevos colores por todas partes. El alboroto se repitió muchas veces más y en todas direcciones. Feliz año. Sí, feliz año. Un abrazo simple, un abrazo rápido, como una broma. Y enseguida se rieron otra vez, por nada. Miraron el cielo, todos aquellos fogonazos desatinados, todo aquel estruendo sin sentido. Qué exagerados, dijo una. Sí, demasiado, dijo la otra. Una abrió la segunda cerveza. ¿Está muy caliente? No tanto. Podría ser peor. Todo podría ser peor, siempre. Se quedaron un largo rato así, tomando del pico y fumando, viendo todo aquel impulso de color y ruido, sin decir nada. Y una pensó en su hijo, el niño chico, quizá ya adormilado, ajeno al ruido y al jolgorio, entregado a su sueño insólito. Y la otra pensó en su sitio, su lugar, el resumen de ella, de sí misma, ¿qué?, ¿qué?, imaginando todavía otra posible, otra insólita vida abajo. Allá está el Salvo, ¿lo ves? Sí, lo veo. Lo vieron, las dos, rápido. ¿Cómo no verlo? La botella, ese hobby, se bamboleó hacia acá y hacia allá. Los fuegos se irían apagando despacio.
Mañana
Estos son los minutos. Los miran. Los cuentan. Los señalan. Traeme un libro. ¿Qué libro? Uno, el que sea. ¿Cualquiera? Sí. La espalda duda. Se mece frente a la biblioteca. Demora, se mece, demora, duda. No hay libros, al parecer, en la biblioteca. Sólo estantes y minutos; estantes y minutos. Uno cualquiera, repite él. La mano choca contra uno. Lo elige por el color. Azul, ¿o rojo?, (recién era azul). Lo desempolva, lo refresca, le habla al oído, le da una orden mínima de consecución. Este, dice y se lo entrega con cierta agonía, de la mano o del brazo, del centro cerebral que ya indica error (libro equivocado). Lo devolverá. Dirá que ya lo leyó. Que lo leyó ayer. ¿Ayer, martes? Sí, ayer martes. Pero si ayer fue lunes. Sólo ella va a reírse. Él la mirará de soslayo, odiándola un poco. Esa es la escena. Esos, los minutos.
La espalda ya está otra vez frente a la biblioteca. Demora, se mece, demora. Abrí la ventana, ordena él. Ella mira la ventana, a un costado, a quince pasos de donde está, y piensa en, precisamente, ventanas. La abre. Mira para afuera. Crecen los niños de golpe. Se estropean las cosas, los vestidos. Caen y se pudren los higos. El libro, dice él. Lo mira. Está acostado, tiene tres almohadas en la espalda, los brazos delgados, quietos, a los lados. Deja de mirarlo y vuelve a los estantes. Le da el azul (¿o el rojo?, ¿otra vez el rojo?). Lo hojea. Lo ve hojearlo. Pasar las páginas, olerlo, meter su nariz allí, sacar su nariz de allí, buscar el índice, pasar un dedo por encima, reprocharle al índice algo, abrirlo en cualquier parte, y fingir leer.
Ella vuelve a la ventana. Es más joven cuando vuelve a la ventana; tiene un trabajo mejor, cierta belleza, y los hombres que ella conoce son como espigas tiernas por las que ella avanza, acariciada, ida, vuelta de regreso de un sitio que. Tose. Lo oye toser. Entonces, morirá por el pulmón. Le pedirá agua, para distraerla. Le pedirá cosas, cualquier cosa, para distraerla. Deja de toser. Se pasa la mano por el pelo mohoso. La viscosa mano por el mohoso pelo. Esa es la imagen. Oye su respiración. Es tensa, abigarrada. La respiración de un hombre que está dormido, que ya está dormido. Lo mira. Finge que lee (¿o no todos fingen que leen?). Vuelve al afuera. Vuelan pequeñas cosas. Se agitan por segundos. No pesan nada. ¿Qué?, lo oye decir. Lo mira. Se miran.
-¿Qué pensás?
Ella duda (no sabe decirle la verdad).
-En el temporal -dice.
Él la mira, incómodo, la cabeza esforzándose por mantenerse de perfil, desacomodado.
-Dicen que va a haber un temporal.
Él continúa mirándola, esperando.
-En eso y en mañana -agrega ella.
-¿Mañana? -pregunta él, la cabeza en el aire ahora.
Ella sonríe, le sonríe.
-¿Quiere agua? -pregunta.
-Agua no -dice él, volviendo la cabeza a su lugar.
Un día entrará a la habitación y él estará muerto. Piensa eso mientras cierra la ventana y mira (amarillo, dice para sí, ya todo es amarillo). Él estará muerto y ella sin trabajo; despedida de la forma violenta de los que cuidan, de los que cuidaron algo, mucho, un día. Será vieja entonces, aunque no lo sea. Él pide que le acomode un poco las almohadas. Ya se hace la hora. El enfermero, un hombre grande, casi musculoso, llegará en un rato para hacerle la higiene. ¿Quién es, cómo se llama ese hombre?, le pregunta, para testear su memoria. Con R. Es con R. ¿Raúl? No. ¿Ricardo? No. Se llama Roberto, dice ella y le sonríe. Le sonríe, mirándolo y despidiéndose, ahora que ya casi está afuera, en la calle, del otro lado de la ventana. Y enseguida se inclina para acomodarle las almohadas y él la mira acomodándole las almohadas. Y siente su olor básico, ajeno, su delicioso olor básico, ajeno. ¿Mañana?, le pregunta. ¿Mañana qué?, dice ella, olvidada ya del resto de aquella conversación. Mañana qué. Se sostiene eso en el aire. Ella sonríe. Mueve los brazos alrededor suyo y esparce su perfume personal. Amarillea. El libro, le dice después, y ella lo lleva y lo coloca en algún lugar de la biblioteca. ¿Otro? ¿Uno marrón? ¿Uno anaranjado? (si es que todos fingían leer). Él niega sin mirarla. Sabe que ya se va, que ya está afuera. Sabe que eso se termina. Sabe que se terminó.
Épocas
La soledad, como la fiebre, medra en la noche
Truman Capote
Los niños volvían a la escuela después de unos días de ausencia y decían: se murió mi abuelo. Si estabas cerca, podías intentar imaginártelo. Pero era imposible. La palabra murió al lado de la palabra abuelo era un error del lenguaje. Ni siquiera se podía sentir lástima por el niño. Sólo se podía identificarlo después en medio del patio. Y mirarlo correr en la distancia, subiendo y bajando, desplazándose hacia los costados, con todas las características de un niño pero siempre demasiado liviano, demasiado imposible, como si sólo fuese el viento arrastrando y empujando algo. Eso es todo lo que había sabido sobre duelos, durante su infancia. Y ahora ella lo vivía, ahora lo vivía