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El regalo de Navidad del señor Mendieta
El regalo de Navidad del señor Mendieta
El regalo de Navidad del señor Mendieta
Libro electrónico239 páginas3 horas

El regalo de Navidad del señor Mendieta

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Información de este libro electrónico

El robo de los huesos de Hernán Cortés el conquistador de México, una serie de misteriosos asesinatos consumados según el ritual azteca de arrancar el corazón, el linchamiento de un mendigo en plena Ciudad de México. Todos los hechos tienen lugar en un corto espacio de tiempo y en el mismo barrio residencial durante los días previos a la Navidad. El testigo de estos hechos es un extraño escritor que reparte su tiempo entre una simpática y culta librera que colecciona objetos antiguos y viejos libros, un profesor de la Universidad Nacional (conocido e influyente anticlerical) y una joven y hermosa asistente universitaria, madre de una hija discapacitada.
Los personajes de la novela, y los eventos aparentemente misteriosos y sin ninguna relación entre sí, se van conectando y adquieren gradualmente un significado congruente. Y completamente inesperado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 feb 2022
ISBN9789878140414
El regalo de Navidad del señor Mendieta

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    El regalo de Navidad del señor Mendieta - Alver Metalli

    A Salvatore Caffarelli, de Nicaragua al Paraíso

    LOS HUESOS DEL CONQUISTADOR

    Prólogo

    Se abrió la puerta de la sacristía y el sacerdote se confundió con la penumbra de la iglesia. Los pasos cansados se arrastraron hasta el altar; inclinó el cuerpo hacia adelante y subió con esfuerzo los tres escalones apoyando una mano sobre la rodilla temblorosa; abrió el gran libro sobre el atril en la página de ese día, memoria de los santos Cornelio y Cipriano en el misal romano. Repasó en silencio las lecturas, como hacía siempre para preparar la homilía de la santa misa. Leyó que Job acusaba a Dios de desear su destrucción, del gemido de los moribundos y del alma de los heridos que piden auxilio, y que Dios no prestaba atención a sus súplicas. Pasó después a Juan, cuando exhorta a los creyentes de su tiempo a perseverar en la fe frente a los ataques del maligno. Con las últimas palabras del evangelista amado por el Señor, el sacerdote levantó la cabeza hacia el tabernáculo buscando inspiración. Cuando sus pupilas se acostumbraron a la oscuridad, la mirada se deslizó perezosamente sobre la superficie de la pared.

    Era una costumbre –lo hacía todas las mañanas– para comprobar, con la inercia de los años, que todo estaba en su lugar, donde debía estar. Pero esta vez tropezó a la derecha del ábside con algo fuera de lo normal. Una mancha… un boquete… un agujero fuera de lugar… De pronto comprendió y después vio el abismo que asomaba como una horrible garganta abierta.

    El sacerdote miró atónito la oscura cavidad en la pared.

    Los siglos se condensaron en un solo instante, aspirados por lejanías inmemoriales, los hombros se encorvaron bajo la carga del tiempo. Los pequeños ojos oscuros se llenaron de desaliento y la nariz, de un penetrante olor a copal. La piel del rostro, amarillenta por los años y la penumbra donde había envejecido, vibró de indignación.

    Se dejó caer de rodillas, abrumado por un peso indescriptible.

    Miró las mismas imágenes sagradas de siempre como si las viera por primera vez. La Virgen pisaba la cabeza de la serpiente en el centro del altar como señala la antigua devoción. Otra Virgen, la de Guadalupe, abría su manto milagroso al arrepentimiento de los pecadores.

    ¡Cuántas veces se había refugiado en aquel lugar! ¡Cuántas veces había puesto su pereza a los pies de aquella pieza de tela misteriosa ante la cual hasta la ciencia había levantado las manos en señal de rendición! ¡Cuántas veces las debilidades mortales de su existencia allí habían encontrado ayuda!

    El sacerdote dio un paso hacia adelante.

    Las manos temblorosas se aferraron a la madera de la barandilla y la sujetaron con fuerza. La cabeza se hundió entre los hombros. Un momento después se irguió altiva.

    Dios mío… son ellos. ¡Han vuelto!, gritó.

    I

    –Un sábado… un sábado a la tarde… ¡Pum! ¡Pum!. –Los labios remedaron una explosión sofocada; la corpulenta señora apretó el puño, separó el índice y el pulgar y lo apuntó a la sien–. Un tiro a la cabeza de ella, dos tiros a los padres de él, otro a su propia cabeza, ¡Virgen santísima de Guadalupe! –exclamó con una vocecita quejumbrosa que parecía salir de las arrugas flácidas del cuerpo.

    La mujer se frotó las manos regordetas en el delantal, una, dos veces. La tercera hizo el gesto de secárselas.

    –¡Sangre, sangre por todos lados, Virgencita nuestra! –prosiguió, como si quisiera limpiar la prenda salpicada de sangre. Se inclinó sobre la maceta de retamas y la arrastró algunos metros sobre las baldosas del patio; las corolas amarillas se balancearon en señal de protesta.

    –Sangre en las paredes, en el techo, y esa pobre criatura… nunca más volvió a ser la misma después de todo lo que pasó en esa casa. ¡No la ha visto, señor Vicente! Siempre con esos condenados animales dando vueltas alrededor de ella…

    El terrible episodio era uno de los relatos preferidos de doña Celia, algo más que una empleada por horas, algo menos que un ama de llaves de tiempo completo.

    –Un hombre como Dios manda, el doctor Reynoso. Una excelente persona como no hay muchas en estos días. Del trabajo a su casa, nada de cosas raras, esas de los hombres maduros con las jovencitas, usted ya entiende lo que quiero decir –insinuó la empleada simulando un poco de vergüenza por esa alusión atrevida que no correspondía a una mujer decente como ella–. Después pasó lo que pasó, Madre bendita. ¡Vaya uno a saber lo que pasa en la cabeza de la gente!

    El señor Mendieta ya había escuchado el relato de la masacre de la calle del Progreso más de una vez y sabía de memoria cómo continuaba. La hermosa hija de los Reynoso no quiso abandonar la casa paterna a pesar de la tragedia, hasta la solícita insistencia de quienes se habían apiadado de tan terrible luto debió ceder ante la compostura con que la sobreviviente defendió su deseo de soledad. Ella seguía viviendo en su casa con la única compañía del ama de llaves, Juana Merina Chamula, una india de largas trenzas, flaca como un palo de escoba, a quien ni siquiera doña Celia había conseguido enredar en los chismes del barrio y que probablemente por esa misma razón miraba con cierto respeto. Sin embargo, la relación entre ellas no era muy amistosa debido a los perros que infestaban el barrio y con los cuales doña Chamula era inflexiblemente hostil, incluyendo el viejo caniche de doña Celia. Doña Chamula no daba confianzas a nadie. Enérgica, taciturna hija de cholos, nacida cuando las tierras todavía pertenecían a sus padres, participaba de la discreción de su desafortunada señora sumada al recelo por el mundo de los blancos propio de su raza.

    –Todo sobre las espaldas de la pobre Juanita, Juanita Chamula, todo… Le hace de madre, de padre, de hermana, y ella… –siguió diciendo doña Celia mientras se acercaba a la jaula en el otro extremo del patio, donde dos loritos colgaban con la cabeza para abajo y desde esa posición la giraban hacia un lado y otro, como en el teatro de marionetas en la plaza del barrio.

    La robusta empleada abrió la jaula con brusca habilidad, sacó la cazuela con semillas apoyada en el fondo con un movimiento seguro repetido mil veces.

    –Y ella, ella solo piensa en los gatos, Virgen santa de Guadalupe.

    El señor Mendieta había optado por dejarla hablar, cada vez que volvía sobre aquellos oscuros y dolorosos acontecimientos, cuando comprendió que la mujer interpretaba cualquier interrupción como una señal de interés y eso prolongaba su relato mucho más que si la escuchaba en silencio. Probablemente por eso el relato de la masacre había quedado grabado en su memoria con toda su carga de inexplicable violencia.

    Doña Celia introdujo la mano en el frasco del alimento y la retiró sujetando un puñado de minúsculas semillas. Las dejó caer en la cazuela hasta que quedó llena hasta el borde y volvió a introducirla en la jaula de los loritos que observaban la escena colgados de los barrotes.

    –Chimalistác ha cambiado, señor Vicente, ya lo creo que cambiado. –Se indignó la criada, criticando la falta de seguridad en la zona.

    –Hay que matarlos, matarlos –mascullaba en ese momento masticando las palabras para moderar el exceso de ira, de manera que resultara prácticamente incomprensible la ferocidad de la amenaza a los oídos de quien pudiera escucharla.

    Estaba obsesionada con los ladrones y su receta era el exterminio instantáneo de los malvivientes. Doña Celia también era de la opinión, a diferencia de doña Lupita, de que la pena de muerte debía ser precedida por una buena, pública y solemne excomunión de las autoridades de la Santa Madre Iglesia para que el delincuente no pudiera escapar ni siquiera de la condenación eterna en la otra vida.

    –No, el barrio ya no es el mismo de antes, no, no; las criaturas inocentes podían jugar en la calle desde que salía el sol hasta la noche… juegos, fiestas a toda hora y amores ocultos en los rincones oscuros. Usted es un caballero, eso está muy claro, pero también es un hombre de mundo y sabe a lo que me refiero… Ahora, en cambio… siempre con el corazón en la boca… –La mano de la corpulenta criada barrió el aire, después volvió a caer inerte sobre el delantal expresando el infinito desconsuelo de su alma de madre frente a la violencia del mundo.

    –¿Ha visto ese tipo mal entrazado, ese alto y flaco que anda todo el día por las calles del barrio? ¿Ese que tiene una campera azul? ¡Pero sí, ese vago, bueno para nada que da vueltas por el vecindario! Que gruñe como un cerdo en un chiquero, ¿no lo ha visto?

    El silencio del señor Mendieta fue interpretado como un asentimiento y doña Celia, visiblemente satisfecha, caminó hasta la jaula de los canarios.

    –¿Quién es? ¿De dónde viene? ¡Vaya uno a saber! Apareció por aquí de un día para otro. ¡Puff! Y ahí estaba, caminando por las calles, lo más campante. ¿Permitiría usted que una hija suya saliera sola con uno como ese dando vueltas, almas santas del paraíso?

    La pregunta flotó en el aire unos segundos. El tiempo suficiente para condensarse y precipitar sobre la cabeza del hombre a la que estaba dirigida.

    En la vida del señor Mendieta, devastada por la muerte de su esposa, ¿acaso había alguna descendencia? Y si la había, ¿dónde vivía? ¿Y por qué nunca lo había escuchado hacer referencia al respecto, desde que se había mudado a ese barrio de Ciudad de México no mucho tiempo antes? Doña Celia, resignada al misterio de la desaparición de la esposa de su patrón, descolgó la jaula y la apoyó sobre un banco.

    –¡A dónde hemos llegado! –canturreó poniendo fin a la breve interrupción, mientras la ancha cabeza en forma de pera se le encajaba entre los hombros– Tanto escribir y escribir, tocar puertas y puertas, y por fin las autoridades se decidieron a abrir un destacamento de policía. Mandaron a un capitán del norte, de la frontera… Un buen hombre, seguramente. Con el vicio del juego, dicen. Pero tendría que venir el ejército y no un solo oficial, Madre de todos los santos.

    Doña Celia sacó la pequeña bañera de plástico por la puertita de la jaula y cambió el agua.

    –Nada, nada, ya no respetan nada, ni siquiera las limosnas de las iglesias, señor Vicente, ni siquiera eso –suspiró repitiendo su lamento preferido–. Ni a los muertos los dejan en paz, ¡ni siquiera los huesos de los difuntos, Virgencita santa! Al paso que vamos, también van a desnudar a los santos en las iglesias –protestó doña Celia mostrando las palmas regordetas de sus manos para certificar la inocencia de su propio rencor.

    La escandalizada exclamación aludía a los huesos robados en la iglesia del Jesús dos días antes; un robo tan inesperado como curioso, que había contribuido a exasperar la obsesión de los vecinos, volviéndolos tan desconfiados que veían malvivientes y ladrones por todos lados.

    –Nada, nada, ya no respetan nada, no tienen ninguna consideración, ni siquiera por los muertos. ¡Al infierno hay que mandarlos, para que ardan en el fuego eterno!

    Con la maldición divina contra los delincuentes, el monólogo de la doméstica llegó a su fin y el señor Mendieta siguió volcando su tristeza en el trabajo que lo ocupaba y que ese día lo conduciría a una librería de la zona, recientemente descubierta.

    II

    Escuchó el golpe sordo del diario que caía en la entrada. Los ojos enrojecidos se desviaron de las páginas del libro. Lo apoyó sobre el brazo del sillón y se levantó. Las logias del Nuevo Mundo se mantuvo en precario equilibrio, la foto del profesor Marcelo Espinosa espió el cielorraso. El señor Mendieta escuchó la moto que arrancaba en dirección a la siguiente entrega y se apresuró a salir. Abrió la puerta de su casa con la puntualidad de siempre.

    Los vecinos podían poner en hora su reloj guiándose por el momento en que aparecía aquel inquilino distinguido venido de lejos. La señora Abascal, que vivía al lado, lo hacía precisamente de ese modo. Son las siete y media, termina con el baño, ¡apúrate!, gritaba apenas sentía el chirrido de las bisagras de la puerta de su vecino. Por lo general, del baño no llegaba ninguna respuesta y la señora Abascal agregaba siempre alguna otra cosa, algo que se refería a la puerta de la escuela, a que estaba por cerrarse, al fastidio que significaría tener que presentarse ante las autoridades del colegio para justificar el atraso de su hijo. Las tres cosas con un tono de voz y en un orden diferente cada mañana, según el humor con que se hubiera despertado.

    El señor Mendieta salió.

    La temperatura había subido apenas un poco, un sol menos apagado secaba el rocío sobre las hojas de los arbustos de mahonias. La lucha, la misma lucha de siempre, volvía a empezar con cada nuevo amanecer. Nunca conseguía descansar como hubiera necesitado, nunca más desde el día que murió Verónica. Con ella, una fuente de ternura había dejado de fluir para siempre y su vida se había vuelto árida como los agaves del desierto, madurando propósitos oscuros.

    La percepción de su presencia subyacía en cada una de sus acciones, hasta en el más pequeño movimiento de la consciencia, cualquier nimiedad era suficiente para evocarla.

    Juntó los bordes de su sobretodo y recogió El Universal del piso, donde todas las mañanas, a esa misma hora, minutos más, minutos menos, lo lanzaba el repartidor haciéndolo volar sobre la reja del portón. Se incorporó y levantó la vista hacia la ventana de la casa vecina; las cortinas se cerraron con un movimiento furtivo. Abrió la tapa del buzón, controló el correo y volvió a colocarla en su lugar. Luchó con la cerradura del portón de entrada sujetando el portafolio de cuero negro bajo el brazo, hasta que el chasquido metálico le advirtió que se había abierto. En el vivero del frente los empleados alimentaban con aserrín una pequeña fogata, un joven con delantal blanco descargaba bidones de agua frente a un almacén, doña Celia conversaba con los barrenderos del barrio mientras se acercaba por la acera para empezar su día de trabajo. En los últimos días la había escuchado hablarles a las plantas del patio, pero miraba con indulgencia esa extravagancia, así como aceptaba con indulgencia la curiosidad del joven Abascal que lo espiaba desde la ventana de la casa de al lado.

    –Juan Pedro, Juan Pedro Abascal. Mucho gusto.

    Un adolescente de aspecto torpe apareció de pronto a sus espaldas. El señor Mendieta reconoció por la corpulencia al chico que lo observaba poco antes desde la ventana.

    –Ha bajado la temperatura; ¿siempre pasa lo mismo en diciembre? –le preguntó el señor Mendieta estrechándole la mano rojiza con amabilidad.

    –Es difícil que baje a menos de diez grados; unos pocos días en todo el año, no más de seis o siete –contestó el chico con petulancia sin sacarle los ojos de encima, como si la continua observación a la que lo sometía necesitara algún tipo de verificación de cerca.

    –Entonces hoy es uno de esos días –comentó el señor Mendieta cerrando el penúltimo botón del sobretodo. Estudió el cielo y obtuvo la no necesaria ratificación de su propia afirmación–: Y no va a mejorar –aventuró.

    Siguió un silencio incómodo. El señor Mendieta lo rompió con lo primero que encontró en la canasta de los pensamientos matutinos.

    –¿Sabes que hace un mes que estoy aquí, pero todavía no termino de entender en qué barrio nos encontramos?

    –En Coyoacán en el límite, pero estamos en el barrio de Coyoacán. Allá. –El dedo gordezuelo de Abascal se extendió para señalar un punto no muy exacto hacia la derecha–. Empieza el barrio de Cuauhtémoc. ¿No se fijó en el monumento?

    –¿Esa estatua de un indio con un gran tocado de plumas? ¿Es el jefe que ocupó el lugar de Moctezuma?

    –Es el general indio que desafió al español Cortés cuando el conquistador tenía prisionero al rey de los aztecas –confirmó el muchacho–, el mismo Cortés de los huesos… Se lo escuché decir a mi padre. Él suele prender el televisor a la mañana temprano, porque después va a trabajar a la estación del subterráneo. Es ingeniero y debe estar allí cuando los trenes empiezan a moverse. Antes de salir de casa dijo que habían robado los huesos de un Cortés. Pienso que debe ser el mismo Cortés.

    Juan Pedro Abascal se acomodó la mochila en el hombro.

    Después de haberle confirmado la identidad de los huesos desaparecidos, el señor Mendieta se despidió y se dirigió en sentido contrario hacia la meta

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