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Frente al espejo
Frente al espejo
Frente al espejo
Libro electrónico324 páginas3 horas

Frente al espejo

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Información de este libro electrónico

¿De verdad crees conocer la historia de la madrastra de Blancanieves? Descubre lo que nunca te contaron.
Seguro que ya os han contado el cuento. La dulce princesita, la malvada madrastra, el heroico príncipe, el espejo parlanchín, la manzana envenenada…
Sí, no me cabe duda de que creéis saberlo todo; de mi vida y, también, de mí.
Pero dejad que os aclare algo: la historia la escriben los vencedores. Como imaginaréis, no es una versión imparcial. Per eso, si alguien se tomara la molestia de oír a los vencidos… Si hubiese una persona lo bastante audaz para adentrase por una senda diferente a la que ha sido marcada, tened por seguro que descubriría una historia de amor que jamás habría imaginado.
 

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IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 ago 2022
ISBN9788411411349
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    Vista previa del libro

    Frente al espejo - Adriana Andivia

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

    Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

    28036 Madrid

    © 2022 Adriana Andivia Reyes

    © 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

    Frente al espejo, n.º 335 - agosto 2022

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

    I.S.B.N.: 978-84-1141-134-9

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Cita

    Prólogo

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Epílogo

    Si te ha gustado este libro…

    Una bruja es una persona que ha

    explorado su luz y ha evolucionado

    para celebrar su oscuridad.

    Dacha Avelin

    Prólogo

    Soy consciente del papel que juego en la historia. Por supuesto que lo soy.

    Juventud y belleza son una combinación letal, irresistible para el populacho. A una chiquilla de rostro encantador se le perdona todo. En ella, los defectos resultan adorables y los errores son prueba de su inocencia. No hay corazón que no se enternezca con las meteduras de pata de un ser angelical.

    ¿Cómo no iba a tocarme a mí ser la mala?

    Lo que olvida la gente es que yo también fui joven una vez. Muy joven. Lo era cuando, para satisfacer intereses ajenos, me vi forzada a contraer matrimonio con un hombre mucho mayor que yo.

    —¡Un rey! —me dijeron, creyendo que el título bastaría para contentarme. Pero no fue así, no bastó. Ni de lejos lo hizo.

    El de reina es un destino que jamás ambicioné, implica demasiada responsabilidad. A la muchacha que fui le gustaba cambiar las almidonadas enaguas de sus vestidos por pantalones de montar para salir a cabalgar, devoraba cualquier novela de aventuras que cayera en sus manos y soñaba con conocer a los héroes que las protagonizaban. Un desarrapado pirata me habría complacido más que el poderoso monarca al que fui entregada.

    Pero no me preguntaron, nadie lo hizo. Ni una sola persona quiso saber mi opinión sobre un asunto que me incumbía de pleno, que cambiaría mi vida para siempre. Creo que fue así como comenzó. De este modo mi vida terminó convertida en un relato narrado y protagonizado por terceros.

    Me pregunto si, acaso, querríais darme la oportunidad de contar mi versión del cuento.

    Capítulo 1

    Permitidme que comience con la frase típica para estos casos. Un cliché, lo sé, pero me hace ilusión. Será algún tipo de complejo de inferioridad. Un pretexto para reivindicar mi rol de protagonista, ahora que por fin tengo la ocasión de serlo en mi propia vida. Aun así, dejadme hacerlo a mi manera.

    Ahí voy: érase una vez, en un país muy lejano, un aguerrido general casado con una bella dama. Quizás no fueran la pareja más enamorada del mundo. Probablemente no lo eran, porque el amor es un accesorio poco frecuente en los matrimonios nobles, pero vivían felices y tranquilos amoldados el uno al otro. Fruto de esta acomodada vida marital vinieron al mundo tres hijos, el último de ellos fue una niña. Una preciosa bebé de mofletes rellenos, boquita sonrosada y grandes ojos verdes. Una criatura a la que bautizaron con el nombre de Ofelia.

    Podría decir que esa niña soy yo, pero la verdad es que no lo tengo muy claro. Han pasado tantos años, he cambiado hasta tal punto, que apenas me reconozco en aquella chiquilla. Pero el nombre sí es mío, solo mío. Aunque es otra de las muchas cosas que me ha robado la historia. La madrastra, la bruja, la reina malvada… La gente me llama de muchas maneras, pero jamás se han referido a mí como Ofelia.

    La pequeña creció colmada de todo, afecto y comodidades materiales. Convertida en el ojo derecho de su padre, Godofredo Mangual; el valiente general de Su Majestad, quien siempre la antepuso a sus hermanos por ser la única niña. También acaparando la atención de sus madres, porque ella siempre consideró que tenía dos: la biológica y el aya que la crio como si lo fuera. Ambas mujeres vivían entregadas al cuidado de la chiquilla con un esmero especial. Más dedicado que el requerido para la cría de los otros dos retoños de la casa. Educar a una hija es siempre más difícil que educar a un hijo. Ya se sabe que la virtud de una mujer es algo en extremo delicado y que puede quebrarse con un mal viento. De ahí lo conveniente de tener a las niñas en casa; resguardadas de las brisas del invierno, las de la primavera, el otoño y también el verano.

    Una reclusión constante que, sin embargo, la pequeña Ofelia rompía cada vez que se le presentaba la ocasión. Se las apañaba bastante bien, de hecho, para violar la vigilancia de los dos pares de ojos que se coordinaban para no perderla de vista. Un imposible, por otra parte. Sería por las concesiones que le permitía su padre, quien a pesar de ser una chica la dejaba participar a menudo en el entrenamiento castrense al que sometía a los varones.

    —Son juegos, solo es una niña —se defendía el general Mangual ante su esposa, cuando esta se escandalizaba al ver a su pequeña empuñando una espada en el patio trasero de la casa.

    —Por eso, porque es una niña, no deberíais dejarla acercarse a las armas —lo amonestaba su desesperada señora—. ¿Cómo se supone que haga de ella una dama?

    —Ese es vuestro problema, no el mío.

    Con esta absoluta falta de solidaridad para con el trabajo de mi madre, mi padre me enseñó a blandir una espada, a disparar el arco y a montar. Esto fue lo más valioso que aprendí de él: cabalgar a horcajadas. No a mujeriegas, como las demás niñas de buena familia. La sensación era distinta, más liberadora.

    Me encantaba montar, hacerlo del mismo modo que mis hermanos. Aún hoy sigue siendo una de mis actividades favoritas. Cabalgar con el cabello suelto hondeando al viento, sin más ropa que una camisa y los pantalones vetados para mi sexo. Nada me relajaba más, en ningún otro momento era más yo que subida al caballo igual que una amazona.

    Al atardecer, cuando mi madre y el aya se relajaban en el salón entre labores de costura, me acostumbré a escaparme a la cuadra y sacar a mi yegua favorita, Buttercup, para recorrer en su lomo las tierras de la propiedad. Lo hacía a toda velocidad. De un modo temerario, como lamentaban las mujeres cuya vigilancia había burlado. Espoleaba los arneses con una saña inconsciente solo para sentir que cortaba el viento. Que era más rápida que él, más libre que el aire.

    Luego me detenía, ataba mi montura a un tocón cualquiera y me sentaba bajo la sombra de un árbol cercano a leer el libro que llevase conmigo, guardado en el morral que me colgaba en bandolera. Historias de perdedores, de hombres al margen de la ley. Filibusteros, bandidos o mercenarios que iban de guerra en guerra vendiendo su brazo al señor que pagara el jornal más alto. Esas eran mis novelas favoritas. Me gustaban porque estaban cargadas de aventuras y riesgo. También porque envidiaba la vida que llevaban esos antihéroes que no se doblegaban a ninguna ley, ni humana ni divina.

    Al hacerme mayor, un tercer interés se unió a los anteriores para terminar de definir mi predilección por aquellos relatos. De alguna manera, mi mente empezó a fabular con la posibilidad de toparme con un barrabás de esos que entretenían mis fantasías. Sería durante una de mis escapadas a caballo, al volver a casa. Él me asaltaría tras un recodo, de improviso. Comencé a desear con fervor que aquello ocurriera, que uno de esos indeseables se cruzara en mi camino y me llevara con él, permitiéndome formar parte de sus aventuras y de esa vida en libertad que yo envidiaba. Soñaba con perderme con uno de ellos y compartir las caricias de las que había oído hablar a las doncellas más jóvenes de mi casa. Las que se prodigaban en los rincones oscuros con los muchachos de la propiedad. Un componente romántico que llegó de la mano de la adolescencia para completar mis fantasías infantiles.

    Fue una de aquellas tardes, tras dejar a Buttercup instalada en el establo, cuando me dieron la noticia. La que cambiaría mi vida para siempre y acabaría, poco a poco, con la inocente Ofelia que era entonces.

    Entré en la casa por la puerta trasera, la que daba a la cocina. Me colé en el interior aprovechando la creciente oscuridad del crepúsculo. Con las botas de montar en una mano, descalza para no hacer ruido, enfilé el pasillo de la servidumbre para llegar desde allí a mis aposentos. Tenía el pelo suelto y alborotado y las ropas cubiertas de polvo, no podía dejar que ninguna de las dos madres que me velaban me sorprendieran de semejante guisa. Era por ello que caminaba de puntillas, con tiento, minimizando el sonido de mis pisadas para no ser descubierta.

    —¡Niña del demonio! —Una precaución que no sirvió de nada—. Os he buscado por todas partes. ¿Dónde os habíais metido?

    Fue mi aya quien me interceptó antes de que llegara a la alcoba y, por más que le rogué y le rogué para que me guardara el secreto, ella insistió en que debía presentarme ante mi padre. Y tenía que hacerlo en el acto. Me condujo al salón, sin prestar mientes en que yo lloriqueaba a su espalda como la cría que era. Allí esperaban mis padres, los dos, ambos guardando un solemne silencio hasta que me vieron aparecer.

    —Ofelia —me llamó el general, ocupando el lugar preferente que como cabeza de familia le correspondía—. Tomad asiento, por favor.

    Preparada para la reprimenda que estaba a punto de lloverme, con la misma seguridad de si llevara una nube gris y regordeta apostada sobre la coronilla, caminé con precaución, la vista baja y el gesto sumiso. Lo hice hasta llegar al sillón que mi padre me había indicado con un movimiento de su diestra: de espaldas a la chimenea encendida y de frente a él. No me atreví a mirar a mi madre, sentada en un rincón de la sala como un personaje secundario, sin mucho peso en la escena.

    —Lo siento… —inicié una disculpa con los ojos cerrados y la mandíbula inclinada al suelo. Esperando la inminente descarga de esa nube elevada sobre mí.

    —Hoy es un día grande para la familia Mangual —comenzó mi padre al mismo tiempo que yo, sordo a mi voz y al intento de cualquier otra por hacerse oír sobre la suya.

    —Dichoso —corroboró mi madre, queriendo para sí un poco del protagonismo acaparado por su esposo.

    Yo detuve mi lengua en el acto. Abrí los ojos y, encontrando paz en los rostros de ambos, me permití la licencia de relajar la postura.

    —El Consejo de Nobles os ha otorgado la gracia de elegiros para ser la nueva esposa de nuestro soberano —concluyó el que llevaba el timón de la situación y de nuestro hogar.

    Con esta declaración, la alegría estalló a mi alrededor sin reparar en mi disculpa. Ni siquiera en aquella imagen tan inapropiada que lucía y que valía por una buena regañina. Nadie parecía enfadado por lo que era un habitual motivo de disputa. Respingué en el asiento, sorprendida por las exclamaciones de júbilo de mis progenitores. Los cuales se levantaron para, cada uno siguiendo su senda, venir a mí con los brazos abiertos. Descoordinados y ansiosos por estrecharme contra sus pechos para colmarme con su felicitación.

    Me casaba. Aquel era el hecho feliz que opacaba mi falta. Se había decidido la fecha de mi matrimonio y el prometido que me esperaba en el altar era, ni más ni menos, que Casio de Aldary, soberano de nuestra nación, a quien mi padre servía como alto mando de su ejército.

    —¡Un rey!

    Ni más ni menos que el más principal entre los hombres del país.

    Mis padres esperaban que saltara de alegría —como estaban haciendo ellos— al saber de la noticia. Pero no lo hice, no pude. Mi reacción fue la opuesta. Dejando el cuerpo congelado a tal punto que ni siquiera pude borrar el intento de sonrisa, triste y poco convincente, que se dibujó en mi boca.

    —No quiero, aya Hilda. No puedo casarme con ese hombre —me lamenté, algo más repuesta de la impresión, a solas en mi alcoba con mi segunda madre.

    Esta comprobó la temperatura del agua en la bañera que acababa de llenar para mí y, con ninguna consideración a mi tono lastimero, me respondió:

    —¿Por qué no habríais de poder? ¿Acaso sois un pájaro? ¿Un lobo? —me cuestionó a la ligera, haciendo un repaso a los enseres para mi aseo que había dispuesto sobre la mesa auxiliar—. Lo natural para las mujeres es casarse con un hombre. No hay ningún misterio en eso, niña.

    Se dio media vuelta y vino hacia mí que, desoyendo su advertencia, me había sentado en el lecho con la ropa sucia. Ella chasqueó la lengua disgustada al verme allí y, con un gesto de ambas manos, me instó a levantarme. La obedecí, pero seguí quejándome del mismo modo en que lo hice estando sentada.

    —Pero solo tengo diecisiete años.

    Hilda me hizo levantar los brazos y me sacó la camisa.

    —Una edad muy apropiada para convertirse en esposa —apostilló a mi declaración.

    Arrojó la prenda al suelo, asqueada por la suciedad que se adhería a la tela, y descendió las manos a mi cintura para comenzar a despojarme de los pantalones.

    —Soy muy joven —seguí quejándome.

    Mi aya haló de la prenda hacia abajo, dejándola caer a mis pies.

    —¿Joven? ¿Acaso veis alguna joven aquí? —me interrogó, con poca fe en que pudiera darle una respuesta afirmativa.

    Se hizo a un lado y me volvió con brusquedad para que pudiera contemplar en el espejo la imagen de mi cuerpo desnudo. Casi tropiezo cuando el pantalón, afianzado aún en mis tobillos, se enredó en las piernas.

    —Mirad este cuerpo, es el de una mujer adulta —afirmó acariciando uno de mis pechos—, no el de una niña. Estáis más que lista para ser desposada.

    Hundí los hombros en un suspiro que me desarmó, fastidiada por la falta de entendimiento que encontraba en la mujer que era mi confidente. Tenía más confianza con el aya que con mi propia madre. Aunque estricta en el cuidado y las enseñanzas, esta era también más indulgente, más proclive a dejar pasar mis travesuras. Si ni siquiera ella se ponía de mi parte en aquel asunto, si ni mi querida Hilda era capaz de entender lo absurdo que resulta unirse de por vida a un hombre que una ni siquiera conoce… Entonces estaba perdida.

    Terminé de quitarme los pantalones, valiéndome de las plantas de los pies para librarme de ellos. Pisé con el derecho y levanté el izquierdo para sacarlo de la prenda. Luego repetí la estrategia a la inversa.

    —Vuestra madre era un año menor que vos cuando se casó con vuestro padre —me recordó Hilda, ofreciéndome una mano para ayudarme a entrar en la bañera—. Cuanto más joven sea una esposa, mejor. De ese modo podrá parir más hijos.

    Me senté, dejando que el agua tibia cubriera ese cuerpo maduro que me reclamaba para el matrimonio.

    —Él ya tiene una hija.

    —Las niñas no cuentan. Un príncipe, eso es lo que necesita todo rey para perpetuar su linaje y asegurar la prosperidad del reino.

    —Ni siquiera lo conozco —volví a la carga, necesitada de encontrar un aliado a mi causa.

    ¿Tan difícil era entender que no estaba ilusionada? ¿Que me aterraba aquel futuro que me imponían?

    —Lo conoceréis el día de la boda, como manda la tradición —dijo mi cuidadora, colocándome la espesa mata de cabello azabache sobre un hombro para comenzar a lavarme la espalda—. Dejad de quejaros, niña. Habéis tenido una gran suerte. En poco más de un mes seréis la mujer más importante de todo Aldary.

    Un mes, ese era el plazo fijado para la boda. El mismo tiempo que tardé en poner cara al hombre con el que estaba llamada a pasar el resto de mi vida. Aquel al que se esperaba que debía entregarme por entero, sin reservas.

    Tal y como me adelantó Hilda, conocí a Casio, gran soberano del reino de Aldary, en el altar. Al cual llegué vestida de blanco, cubierta por un velo y portando un ramo de azucenas. Ataviada con todos los símbolos que gritaban al mundo mi pureza a punto de ser mancillada. Recorrí el pasillo de la iglesia del brazo de mi padre, encargado de entregarme al que en un momento se convertiría en mi esposo. Pasé de la tutela de un hombre a la de otro, como un ser incapaz de pensar por mí misma.

    El general puso mi mano sobre la del rey, juntando palma con palma, y con un «os entrego mi bien más preciado, Majestad», me dejó allí. Frente a Dios y a punto de hacer una promesa hacia la que no sentía predisposición, ni para la que me encontraba preparada.

    A través del velo blanco que me cubría, difuminando mi figura bajo él como si fuera un fantasma, los rasgos del hombre junto al que me habían dejado se veían borrosos. Pero, pese a esta dificultad, mi primera impresión sobre él fue que no era muy diferente de mi padre. No porque ambos guardaran similitudes físicas, pues no era este el caso. Sino porque el aura que envolvía a los dos caballeros era la misma. La edad que los separaba —si es que existía— no debía de ser muy acusada. Tanto uno como otro tenían el cabello gris y la piel marcada por los años, el cuerpo robusto, pero con la carne cediendo a la fuerza de la gravedad, la mirada severa de quien está empachado de realidad y desprovisto de sueños.

    Cuando el obispo terminó de pronunciar los votos que sellaban nuestra unión, y el que era ya mi esposo levantó el velo, confirmé todo lo que había supuesto sobre él. Vi con claridad lo que la tela solo me había permitido intuir.

    —En verdad sois hermosa, muy hermosa. —Su voz, cuando me habló, sonó tan falta de encanto como su imagen.

    Mi ya marido sonrió, complacido con la adquisición que acababa de hacer. Yo quise imitarlo, pero no me salió. Al igual que la tarde en que me anunciaron el compromiso, mis labios se quedaron a medio camino. Suspendidos en un intento de alegría desprovisto de esta. Dio igual, nadie reparó en la tristeza de la novia. En su rostro, aún infantil, descorazonado y lívido.

    Mi matrimonio fue un contrato, no el acto de amor con el que cualquier jovencita sueña. Mi familia ganó poder e influencia gracias a él, mi nuevo marido una madre para su hija y la promesa de engendrar de nuevo. Mi obligación era parir al príncipe heredero que todo reino necesita. Una tarea con la que se me exigió cumplir desde mi primera noche como reina consorte.

    Mi flamante esposo se reunió conmigo en el lecho nupcial después de compartir tragos y bromas con los demás hombres. Con los altos cargos del ejército a los que dirigía como cabeza y capitán de las tropas del reino. Con ellos había estado intercambiando chascarrillos de dudoso gusto que se recreaban en la noche que le esperaba. Mientras, yo aguardaba por él en el dormitorio, tan ignorante de lo que estaba por suceder como se espera de una joven novia. Como todo el mundo, desde que tuve uso de razón, me preparó para ser.

    Casio subió con las ropas revueltas y apestando a alcohol. Traía la mirada un tanto vidriosa y los ánimos encendidos por la charla entre hombres que dejaba atrás. Se presentó ante mí anhelante por conseguir aquello que le pertenecía, y que no era otra cosa más que mi cuerpo.

    Me forcé a estar preparada para aquello. Para soportar su cercanía y su contacto; los besos y las caricias de las que había oído hablar, a hurtadillas, a las siervas jóvenes de mi casa. Sin embargo, lo que obtuve de él estuvo muy lejos de aquel esbozo de intimidad fraguado por mi mente inocente. Casio no fue ni tan delicado ni tan paciente como yo había esperado. No gastó tiempo en ganar una confianza fraguada en el conocimiento mutuo a través del tacto y la vista, del uso de los sentidos de un modo pausado y amigable. Su comportamiento estuvo muy lejos de cualquier muestra de gentileza.

    Presuroso, y sin mediar palabra alguna, se acercó a mí y me empujó, derribándome encima del lecho sin ningún miramiento. Se abalanzó encima de mi cuerpo y comenzó a despojarme de la ropa sin reparar en que esta quedaba hecha jirones en sus garras. Me desnudó de manera ruda, falta de cualquier delicadeza, y me penetró del mismo modo. Indiferente al daño que me infringía, preocupado solo por su placer.

    Decir que me amó es lo más cerca del eufemismo que puede estar un ser humano. Ese hombre se adueñó de mi cuerpo sin contar con mi consentimiento. Buscó su placer no solo descuidando el mío, sino mostrándose inmune al dolor que me causaba.

    Terminó pronto. Gracias a Dios, la tortura no se prolongó mucho. Mi esposo acabó rápido y se quedó dormido, roncando igual que un cerdo junto a esa Ofelia que, desde aquella noche, comenzó a agonizar. Sucumbiendo en una muerte lenta y dolorosa.

    Capítulo 2

    Mi vientre, aunque joven, resultó no ser tan fértil como se esperaba. Tras meses de matrimonio, y de soportar las visitas a mi alcoba de ese hombre que se amparaba en sus derechos maritales para tomarme cuando le venía en gana, la preñez seguía sin arraigar en mí. Una mala ventura que atormentaba a mi aya mucho más de lo que afectó a la Ofelia herida de muerte que era yo por aquella época.

    —¿Es que no os dais cuenta de lo que supondría para vos no ser capaz de dar a luz un hijo? —preguntaba Hilda, alteradísima por mi inconsciencia y por la magnitud de la tragedia que ella sí alcanzaba a calibrar.

    Desde mi enlace, mi vientre no había dejado de derramarse en sangre mes tras mes, cumpliendo con su ciclo natural. Evidenciando así que era inmune a la semilla de Casio de Aldary. Una falta de fecundidad que me provocaba un orgullo insensato y altanero. Era así porque, en lo que supondría una desgracia para cualquier matrimonio, para cualquier mujer, yo interpretaba una victoria sobre el dominio de ese hombre al que había sido ofrendada como un objeto o un animal. El que el obispo había convertido en mi esposo podía asediarme y traspasar mis fronteras, pero no implantar su dominio dentro de mí. Ese era mi triunfo.

    —No quiero tener hijos —respondía yo, con aquel orgullo que se hacía fuerte en el dolor que estaba obligada a tragar, a mi aya. La única persona de la casa de mi padre que me acompañó cuando me instalé en el castillo—. No aún.

    «Y nunca, jamás, con ese hombre».

    Abandoné el lecho entre cuyas mantas estaba aún cobijada y planté los pies desnudos en el suelo. El aya me siguió, ejerciendo el papel de voz de la razón, en mi camino al ventanal rematado por vidrieras de vistosos colores.

    —Creéis que os sobra tiempo, niña. Pero la reina tiene una función y, cuanto antes cumpláis con ella, mejor.

    «Niña», ella misma lo había dicho. Lo hacía cada vez que me llamaba. Yo era una niña. ¿Cómo esperaban que diera a luz un bebé? ¿Cómo podría cuidar de uno, si aún me sentía necesitada del afecto y la protección de mi aya y de esa familia de la que había sido arrancada de cuajo?

    Entendí la urgencia que Hilda había intentado inculcarme una mañana de enero. Rodeada por la nieve y las siniestras gárgolas que vigilaban los muros del jardín del este, donde el rosal estaba en flor sin importar la estación del año. Perpetuadas en su hermosura por el espíritu de Arabella, la difunta reina, quien las sembró y consagró su vida al cuidado de aquellas flores. Sin duda, para implantar un poco de belleza en su terrorífica vida marital.

    La leyenda decía que su alma seguía aún allí, y que por eso las rosas jamás se marchitaban. Pero a mí, más que la fantasmal historia, lo que me infundía pavor era imaginar a la mujer encerrada entre los oscuros muros de

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