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Mientras Buscaba Perderme (Volumen 1)
Mientras Buscaba Perderme (Volumen 1)
Mientras Buscaba Perderme (Volumen 1)
Libro electrónico468 páginas5 horas

Mientras Buscaba Perderme (Volumen 1)

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Información de este libro electrónico

Han pasado 20 años y Santiago vuelve a Ruca Curá, un lugar al que juró que jamás regresaría y al que había llegado por primera vez a finales de la década de mil novecientos setenta durante la sangrienta dictadura militar argentina. En ese entonces pretendía huir de su país, buscando perderse de aquellos que lo perseguían y de un doloroso pasado. Su paso por ese pequeño pueblo de la Patagonia iba a ser breve, pero se prolongará por mucho más tiempo de lo que podía permitirse. Allí conocerá a Andrés, un apuesto militar retirado y hombre de campo, que vive junto a su esposa y a su hija enferma en una estancia remota llamada Escondido. Él, un joven de veinte años acostumbrado a otras luchas, que huía hostigado por una persecución injusta y feroz, terminará debiendo enfrentarse a sí mismo y a sus propios sentimientos. A orillas de un lago idílico, encontrará a su primer amor en la persona que menos esperaba, lo que lo llevará a cuestionarse su propia sexualidad. Entre la lucha interna por la aceptación personal y el miedo al rechazo de aquel de quien se ha enamorado, la narrativa del protagonista nos hará navegar por sus más intrincados laberintos internos, al tiempo que la sombra de la dictadura se irá agigantando y sus garras parecerán cada vez más cercanas e inevitables.

“Un relato contado en primera persona en donde el desarrollo psicológico del narrador mantiene en vilo al lector, combinando su inseguridad personal con una atroz realidad, en donde Andrés y Santiago viven un amor que nos exigirá poner a flor de piel todas las emociones” - Yamid Zuluaga

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 oct 2022
ISBN9781005803728
Mientras Buscaba Perderme (Volumen 1)
Autor

Gastohn Barrios

Gastohn Barrios es un artista, fotógrafo y creador de contenido online nacido en Buenos Aires, Argentina. Debido a su carrera como actor y modelo vivió varios años en los Estados Unidos, en Chile, en España y Brasil, donde paulatinamente mudó sus actividades desde el frente de la cámara para ubicarse detrás de la misma. En 2009, después de pasar casi media vida por el mundo, volvió a su ciudad natal, desde donde ha generado fotografías que mezclan lo sensual con lo fashion, dándole un marcado acento artístico y personal a cada una de sus obras. Desde allí ha visto su trabajo impreso en numerosas revistas especializadas de diferentes rincones del globo, como París, Nueva York, Atlanta, Sídney, Madrid, México, Bucarest, São Paulo, Montevideo y Bogotá, entre otras. En junio de 2014 ganó el quinto Concurso Anual de fotografía de la Revista neoyorquina NEXT, por lo que su obra fue expuesta con gran éxito en el Museo Leslie-Loham de Nueva York. También ese año obtuvo su primera tapa de muchas en la importante revista brasileña Júnior y su obra es reconocida en todo el mundo a través de Internet. Sus fotografías y videos pueden ser encontrados en portales en cinco continentes, convirtiéndolo en toda una celebridad en línea y un referente para el público LGBTIQ+, con tres canales de YouTube, superando los 200.000 seguidores. Ha sido entrevistado por las más grandes revistas orientadas a esta audiencia, como la francesa Têtu, la estadounidense The Advocate, la australiana DNA y la mencionada brasileña Júnior, entre muchas más. Actualmente se encuentra radicado en la Ciudad de México, donde divide su tiempo entre sus grandes pasiones artísticas: la fotografía, la creación de videos y la escritura.

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    Mientras Buscaba Perderme (Volumen 1) - Gastohn Barrios

    Gastohn Barrios es un artista, fotógrafo y creador de contenido online nacido en Buenos Aires, Argentina. Debido a su carrera como actor y modelo vivió varios años en los Estados Unidos, en Chile, en España y Brasil, donde paulatinamente mudó sus actividades desde el frente de la cámara para ubicarse detrás de la misma. En 2009, después de pasar casi media vida por el mundo, volvió a su ciudad natal, desde donde ha generado fotografías que mezclan lo sensual con lo fashion, dándole un marcado acento artístico y personal a cada una de sus obras. Desde allí ha visto su trabajo impreso en numerosas revistas especializadas de diferentes rincones del globo, como París, Nueva York, Atlanta, Sídney, Madrid, México, Bucarest, São Paulo, Montevideo y Bogotá, entre otras. En junio de 2014 ganó el quinto Concurso Anual de fotografía de la Revista neoyorquina NEXT, por lo que su obra fue expuesta con gran éxito en el Museo Leslie-Loham de Nueva York. También ese año obtuvo su primera tapa de muchas en la importante revista brasileña Júnior y su obra es reconocida en todo el mundo a través de Internet. Sus fotografías y videos pueden ser encontrados en portales en cinco continentes, convirtiéndolo en toda una celebridad en línea y un referente para el público LGBTIQ+, con tres canales de YouTube, superando los 200.000 seguidores. Ha sido entrevistado por las más grandes revistas orientadas a esta audiencia, como la francesa Têtu, la estadounidense The Advocate, la australiana DNA y la mencionada brasileña Júnior, entre muchas más. Actualmente se encuentra radicado en la Ciudad de México, donde divide su tiempo entre sus grandes pasiones artísticas: la fotografía, la creación de videos y la escritura.

    Mientras Buscaba Perderme

    de Gastohn Barrios

    VOLUMEN 1

    Número de Registro: 03-2022-042711543900-01

    Trámite: Registro de Obra INDAUTOR

    Ciudad de México, México

    SAFE CREATIVE

    Con código 2004073593931

    Contactos:

    gastohn@gmail.com

    Argentina: (+54) 911 6435 3280  

    México: (+52) 55 8482 6562 

    www.gastohn.com

    Corrección: Julia Chaktoura

    Maquetación: Julio C. Zani

    Publicado por Amazon

    Para todos aquellos que

    nos allanaron el camino hacia la libertad;

    la de amar, la de pensar, la de ser uno mismo.

    El tango nos dice que veinte años no son nada, pero puedo asegurarles que eso no es verdad. Para mí, aquellos últimos veinte años habían sido como toda una vida, dolorosa y larga. Imposible de vivir. Una eternidad inaguantable por haberla transitado escapando, añorando y haciéndome preguntas que quizá jamás obtendrían respuestas.

    Nueve mil cuatrocientos kilómetros pueden parecer una distancia enorme, pero no; nunca es demasiado lejos cuando has dejado media parte de tu ser del otro lado del mundo. Nunca es suficiente el tiempo transcurrido cuando despertás cada mañana con un vacío en tu cama, en tu vida y en tu alma; aunque no estés solo y haya una persona durmiendo a tu lado. Por eso recordaba ese regreso, por haberlo imaginado un millón de veces, por haberlo vivido una y otra vez en pesadillas y sueños, en los que esa vuelta podía tener incontables desenlaces; y siempre, indefectiblemente, me despertaba con la misma sensación de miedo y de impotencia. Miedo a lo que podía encontrar. Miedo al olvido y a su indiferencia. Miedo a que todo lo sucedido solo continuara con vida en mi cabeza y en mis recuerdos. Y ese mismo temor fue el que me contuvo todos esos años en los que preferí la incerteza y en los que, aferrado a mi cobardía, pretendí que podía ir hacia otro lado y, mientras intentaba alejarme, trataba de convencerme de que una mañana iba a despertar y que todos esos fantasmas se habrían desvanecido, como lo hacía el eco en aquellas majestuosas montañas patagónicas. Eso jamás sucedió. Muy por el contrario, los espectros y las sombras fueron creciendo con el correr de los años hasta que un día llegaron a hacerse tan grandes y fuertes, que fueron ellos mismos los que terminaron empujándome a hacer lo que juré mil veces que jamás haría. Fueron ellos los que me obligaron a desandar tantos kilómetros, a buscar respuestas e intentar cerrar viejas heridas. Había llegado a un punto en mi vida en que lo único que podía anhelar era perdonar mi pasado, perdonarme a mí mismo.

    Las agujas del reloj parecían no haberse movido desde la última vez que las había consultado. El tiempo semejaba suspendido, igual que el avión que me transportaba. La ansiedad hacía que tuviera la sensación de que había pasado un siglo desde que abandonara Toronto. Como si mi destino se alejase mientras estaba en viaje, cual vengador huyendo de mí por haber escapado de él durante tanto tiempo.

    En el reflejo de la ventanilla pude ver a un hombre que también me miraba. Su cabello había perdido vigor, los años vividos se evidenciaban en su aspecto. Observé cada marca, cada pliegue en la piel de su rostro. Me detuve un instante en sus ojos pardos, su antiguo brillo era casi inexistente; se me antojaron vidriosos, entristecidos.

    ¿Quién era el hombre en mi reflejo?

    No me reconocía.

    Llegó a mi mente un recuerdo, otro más de los miles que me habían azotado en las últimas horas. Era tan vívido, tan real. Casi podía sentir el viento golpeándome la cara, haciendo que mi melena desgreñada ondulara con él mientras se deslizaba por debajo del vidrio apenas abierto de la ventanilla de un viejo tren a diésel. También podía ver su rostro reflejado, era el de un joven de veinte años. ¡Santo cielo!, su mirar era tan diferente. Él también sentía miedo, pero el suyo era distinto al que me invadía durante ese regreso. Era menos agobiante, porque no provenía de sí mismo o de sus fantasmas, era todo lo externo lo que lo asustaba. Me hubiese gustado poder advertirle, hubiera querido que supiera lo que estaba por venir, pero claro que eso no era posible. Se lo veía nervioso, queriendo disimularlo, sin poder evitar que esa intranquilidad se vislumbrara en cada movimiento que realizaba. El último año de su inexperta vida no le había sido fácil. Aun así, podía sentir cierta esperanza que lo empujaba, cierta confianza en que todo saldría bien; tal vez a causa de esa voluntad inexplicable e intrépida que solo la juventud es capaz de brindarnos.

    Alguien me llamó tocándome el hombro, me di vuelta sobresaltado y vi que era una de las azafatas que me devolvía al presente. Me avisó que estábamos por aterrizar.

    Me sudaban las manos.

    Pude sentir cómo mi corazón se aceleraba, escuchaba mis latidos tan fuertes, que me avergonzaba pensar que alguien más también pudiera oírlos.

    Había llegado el momento.

    Una sofocante sensación me inundó: era arrepentimiento. Los viejos miedos se apoderaron de mí y de todos mis sentidos. Ya no quería estar sentado en esa butaca, pero tampoco podía hacer nada para cambiarlo.

    No había vuelta atrás.

    El avión atravesó una gruesa capa de nubes y, junto con los picos nevados, aparecieron la cadena de lagos, el bosque; una inmensidad de tierra que nunca había dejado de sentir como propia. Desde el aire todo parecería estar tal cual lo recordaba, aunque sabía que eso no era posible. De repente, sentí que había estado a bordo de ese avión los últimos veinte años de mi vida, justo desde el exacto momento en que me había marchado. Como si hubiese estado volviendo desde siempre, en un ciclo infinito en el que intentaba alejarme. Había jurado hasta el hartazgo que no lo haría y, sin embargo, desde el maldito momento en que aquel ferry zarpó del embarcadero, supe que llegaría ese instante. A medida que el muelle se iba haciendo más y más pequeño, no tuve duda de que más tarde o más temprano el momento que estaba viviendo resultaría inevitable. Mi mente lo negaba, pero cada célula de mi cuerpo lo sabía: un día debería volver.

    Capítulo 1

    Ruca Curá

    Si uno no es muy observador podría decir que los cielos son iguales en todo el mundo, pero no es así. Ruca Curá tiene un cielo especial, quizá toda la Patagonia lo tenga, pero algo es seguro: en pocas partes del planeta he visto esa transparencia, esa nitidez en las nubes, ese azul tan profundo que parece producto de nuestra imaginación. Recuerdo que cuando apenas bajé del tren que me traía desde Buenos Aires, allá por el año mil novecientos setenta y siete, eso fue lo que más me llamó la atención. No esperaba que existiera un firmamento como el que me recibió en aquel pueblito. Tan diáfano, tan embriagador.

    Tanto tiempo después, lo volvía a encontrar tal cual lo recordaba. Me resultó extraño que el cielo de un lugar en el que apenas había estado una pequeña fracción de mi vida pudiera resultarme tan familiar, tan propio. Una profunda sensación de pertenencia me llenaba. Aún no sabía qué era lo que me deparaba ese viaje, pero la certeza de llegar al lugar que sentía que debía estar, me tranquilizaba. Ese sitio había permanecido conmigo todos los años de mi exilio, involuntario primero, por elección después. Ruca Curá había sido el escenario de gran parte de mis pensamientos a lo largo de los años, aunque tratara de esconderlo, de borrarlo de mi mente. Sin embargo, siempre resurgía victorioso, a veces amenazante; escurriéndose sigiloso mientras dormía o en algún pequeño detalle que me transportaba de vuelta a sus calles polvorientas y a sus montañas gigantes.

    Todo había sido muy diferente la primera vez que llegué. No me importaba mucho a donde arribaba, era apenas un lugar de paso. Un conocido me había dado el dato de que el cruce hacia Chile por ese sitio, olvidado por Dios en el medio de los Andes, no tenía controles. Alguien, no sé de qué agrupación a la que él pertenecía, le había dicho que nunca habían atrapado a nadie que intentara salir del país por allí. Claro, pocos querrían huir de una dictadura para meterse en otra, supuse que ese debía ser el motivo por el que a las autoridades no les resultaba importante controlar el bendito cruce. Si lograba pasar sin ser detectado, del otro lado de la cordillera había una persona que me ayudaría a escapar de todo el infierno en que me veía sumido.

    En aquel entonces, Ruca Curá era un pueblo que apenas llegaba a los mil habitantes. Tenía unas pocas calles asfaltadas y el resto era de tierra. La estación de trenes, de estilo inglés como todas las estaciones ferroviarias del país en esa época, poco tenía que ver con la arquitectura de montaña del resto del poblado, que era de casas bajas con paredes de madera, de cemento rústico o de piedra con vigas de troncos, y los techos, en su mayoría, eran de chapas a dos aguas para evitar que en el invierno la nieve se acumulara sobre ellos. La estación del ferrocarril, aunque ubicada en las afueras, no estaba muy lejos del centro. Caminé hasta allí, donde me indicaron cómo debía hacer para llegar hasta el embarcadero. Mi idea siempre había sido bajar del tren y, sin demora, tomar el ferry que me sacaría del país. Sabía que me encaminaba a un destino incierto, pero el instinto de supervivencia era más fuerte. Debí caminar algunas pocas cuadras. Fue fácil llegar hasta la orilla del inmenso lago de aguas cristalinas enmarcado por bosques frondosos e imponentes montañas. Me sorprendió la pequeñez y fragilidad del tan anticipado embarcadero. Nada tenía que ver con lo que había imaginado cada vez que mi cabeza soñaba con el momento de abordar la embarcación que me alejaría de tanto desespero. Frente a mí, un muelle precario que se adentraba unos cuatro o cinco metros en aguas tranquilas. Amarrados a sus troncos verduzcos, apenas cuatro avejentados y descoloridos barcos de tamaño también insignificante. No había nadie allí. Solo el soplido del fuerte viento llegando desde la cordillera y el murmullo del agua golpeteando contra las embarcaciones, acunándolas con delicadeza en un vaivén interminable y monótono. Una desamparada casilla de madera en la entrada del muelle parecía ser una especie de oficina o boletería. Me acerqué hasta ella, la rodeé tratando de no dar crédito a lo que me decía. La tierra se acumulaba en sus vidrios y la herrumbre se había apoderado del candado que protegía su puerta de invasores fortuitos. Parecía llevar largo tiempo en desuso. Sin saber qué hacer, me senté sobre las maderas resecas y blanquecinas del muelle, con los pies colgando sobre el lago, esperando la llegada de alguien que echara un poco de luz a mi desconcierto. El sol, que ya estaba cerca de alcanzar el cénit, era generoso en su tibieza, aunque el viento helado que arribaba desde el sur estaba entumeciendo los dedos de mis manos y mis mejillas. La desolación me invadía y me cuestionaba una y otra vez sobre lo que haría allí, en ese páramo solitario.

    Tal vez sea el horario, pensé.

    Recorrí la lejanía con la mirada. Montañas, rocas y nieves eternas. El cielo azul cargaba algunas nubes difusas esparcidas en su inmensidad, que se reflejaban sobre las aguas también azuladas que tenía enfrente. Sentí la extrañeza que solo puede sentirse cuando se llega por primera vez a un lugar, a otro pueblo, a otro país, a algún rincón desconocido del mundo. Uno sabe que allí no habrá nadie para poder compartir vivencias. Ningún rostro traerá consigo experiencias que nos remitan a un pasado común. Nadie en quien resguardarse, en quien poder confiar. Ninguna persona que con apenas una mirada sepa lo que nos está pasando, aunque tratemos de ocultarlo. Es allí cuando uno pasa a convertirse en un alma vagabunda, sin contención y, sobre todo, sin pasado; lo que no estaba mal en mi caso, pues pretendía dejar atrás una historia que me ponía en riesgo. Lo malo, lo doloroso, estaba en la pérdida del propio ser, obligado por circunstancias que escapaban a mi control. Sin otra alternativa que huir de quien yo era, no porque lo deseara, sino porque un grupo de personas en el poder, un poder aplastante, no querían que existiese. Les molestaba, les aborrecía lo que seres como yo representaban en su imaginario. Había que eliminarlas. Totalitarismo, así es como le llaman. Me veía obligado a renunciar a mi identidad para preservar mi vida. Sobrevivir era el único objetivo. Aunque el precio que debiera pagar fuera el de desgarrar mi propia existencia e ir dejando jirones en el forzado camino de huida; trozos de mí mismo que, como Hanzel y Gretel, en algún momento intentaría recoger, con la esperanza de poder regresar a aquel que otrora había sido.

    De repente, un perro se acercó hasta mí, me olfateó y me trajo de vuelta a ese muelle. Era un animal sin raza, que parecía estar transitando sus últimos años de vida, con el pelaje agrisado y la mirada cansada. Se sentó a mi lado cual reflejo simétrico del sentir errabundo que me embargaba.

    —Somos dos callejeros, amigo —le dije.

    Sonreí imaginando en él a un compañero de aventuras. Quitó la mirada del agua y se volteó hacia mí. Le acaricié la cabeza y, mientras lo hacía, vi que detrás de la casilla aparecía con el paso entrecortado y ayudado por un bastón quien supuse sería su dueño. Un jubilado de muy avanzada edad, cuyo pasatiempo, según me contaría, era dar largas caminatas acompañado por su mascota. Cada uno la única compañía del otro. Sentí cierto alivio por mi fugaz acompañante, me alegraba que no estuviera tan solo como yo me sentía.

    Le expliqué al hombre mi presencia en ese muelle.

    —No, m’ijo... Hasta que no se descongele el paso, los ferris no llegan.

    —Y eso, ¿cuándo será?

    —Depende del clima... Un mes, dos... A veces, recién en el verano empiezan a pasar.

    ¿Un mes, dos? ¡¿En el verano?! Apenas estábamos a mitad de septiembre. ¿Qué iba a hacer durante todo ese tiempo? No tenía casi nada de dinero. No quería levantar sospechas. Traté de que me informara sobre otras maneras de cruzar, pero parecía que todo se había alineado para que me quedara varado en ese sitio. El único paso fronterizo terrestre cercano estaba cerrado por un derrumbe en la alta montaña, llevaba más de un mes en esas condiciones. Ese invierno, me decía, había sido el más frío y lluvioso en mucho tiempo. Tantas tormentas y nevadas habían provocado mil y un inconvenientes que nadie había previsto y las malas condiciones climáticas ni siquiera permitían llegar a las máquinas de vialidad para despejar el camino.

    —Lo que puede intentar —sugirió—, es que algún camión del Ejército lo acerque hasta donde precisa ir; esos están más preparados para los caminos en estas condiciones. Es lo que hace la gente del pueblo cuando necesita moverse por alguna urgencia.

    Lo que yo menos quería era acercarme a un camión militar o a nada que tuviera que ver con ellos. Me aterraba la sola idea de un intercambio de ese tipo. Cuando me sugirieron que llegara hasta ese punto, nadie me había advertido que en una ciudad vecina se encontraba uno de los regimientos más importantes de esa provincia de la Patagonia argentina. Ahí estaba el verdadero motivo por el que ese paso de frontera estaba tan poco custodiado. ¿Quién, además de mí, iba a ser tan ingenuo como para cruzar por allí si pretendía no ser detectado? Era como subirse por propia voluntad a uno de esos autos fantasmas que llegaban en la madrugada para secuestrar a cuanta persona osara pensar en disidencia a la maldita junta militar, que a la fuerza ostentaba el gobierno hacía ya un año y medio.

    Era tarde para cualquier arrepentimiento. Ya había llegado hasta el confín del territorio y no tenía medios para volver atrás. Debía buscar otra manera de abandonar el país.

    Capítulo 2

    Todo ha Cambiado

    El aeropuerto más cercano a Ruca Curá, inexistente veinte años atrás, se encontraba bastante alejado. Lo idearon en un lugar equidistante para poder ser usado por varias de las localidades vecinas, según me comentó, apenas iniciado nuestro viaje, el chofer que me conducía al lugar donde me iba a hospedar. Se trataba de un hombre un tanto tosco, con un acento extraño, que hablaba arrastrando las palabras al final de la oración y pronunciaba algunas de ellas con tal ceceo que resultaba difícil entenderle.

    Los paisajes se sucedían con rapidez y yo trataba de reconocer algún sitio, cualquier rincón del camino en el que pudiera haber estado en aquel otro tiempo. No sé bien qué podía significar eso, quizás intentaba no sentirme un forastero. O tal vez buscaba algún detalle que me mostrara que Ruca Curá tampoco se había olvidado de mí y que, como un cómplice silencioso, había elegido perpetuar cosas añoradas para dármelas de presente el día en que decidiera, cual hijo pródigo, regresar a él. Sin embargo, encontré todo más gris, menos vivo que en mis recuerdos. A medida que íbamos recorriendo el camino, el clima fue desmejorando. Debía ser por la época del año, era julio, pleno invierno en el hemisferio sur y en la Argentina. Cierta nevisca había aparecido de repente en el aire, tornando el paisaje difuso, como si tuviera un telón pálido y traslúcido enfrente. Las laderas de las montañas se encontraban llenas de nieve, nunca las había visto así. Todo parecía más distante, más gélido. Mucho menos amigable.

    —Y ¿qué hace? —lanzó el chofer.

    —¿Cómo?

    —Usted... ¿a qué se dedica?

    —Ah, soy periodista y escritor...

    —¿Ha escrito algún libro?

    —Así es.

    —¿Algo famoso?

    —No, no... Nada... Nada importante...

    Me di cuenta de que no tenía ganas de hablar sobre mí con un extraño; detallarle mi vida, mi carrera, mis años pasados. Las malas experiencias me habían tornado reservado, de modo que abrí el libro que traía en la mano y comencé a fingir que lo leía, mientras podía percibir la mirada del hombre estudiándome a través del espejo retrovisor. Debió captar la indirecta, ya que seguiríamos en silencio los tantísimos kilómetros que teníamos por delante, mientras alternaba mi mirada entre las páginas del libro y lo que pasaba del otro lado del cristal de la ventanilla.

    —Se hizo largo, pero llegamos —lanzó el chofer.

    Levanté la vista y encontré frente a nosotros aquel mismo arco, una especie de portal de bienvenida que poseía el pueblo. Sendas torres oscuras hechas de piedras extraídas en las cercanías, ambas erguidas a cada lado de la ruta, sosteniendo un enorme trozo de madera en el que alguien había tallado en letra de molde: RUCA CURÁ. Con solo mirarlo, comenzaron a agolparse aún más recuerdos en mi cabeza. Alguno, no sabría decir cuál, me hizo sonreír. Esa era quizás la señal que esperaba. Ese cartel era idéntico al que tenía dibujado en la memoria. Ni un detalle diferente, ni el más mínimo indicio del paso del tiempo. Una paradoja temporal, en la que, habiendo pasado una vida entera para mí, apenas parecía haber transcurrido un segundo para el pueblo.

    Tantos días interminables.

    Tantos eventos sucedidos.

    Había conocido tantas personas desde que me había tenido que ir de ese lugar y, sin embargo, allí estaba el cartel, incólume; igual a la última vez que lo había visto. Y aunque pasamos demasiado rápido por debajo de él, mi mente se quedó suspendida ahí. Contemplándolo.

    Nada ha cambiado, pensé.

    Pero todo había cambiado. Y si no hubiese sido por ese arco de bienvenida y por los magníficos edificios del Centro Cívico que vi más adelante, hubiera jurado que estábamos surcando las calles de una ciudad desconocida. Pero la plaza, esa plaza, era sin lugar a dudas la misma de otrora. Un lugar trascendental en mi vida. Me llegaban miles de imágenes, aún más sensaciones confusas. Tantas antiguas palabras, tantos momentos inolvidables. Cada pequeño detalle reconocido representaba una infinidad de cosas imposibles de enumerar o de contener. Todos los sentimientos que había intentado enterrar durante años, me llenaron por completo.

    Veinte años atrás era una eternidad y, sin embargo, parecía ayer por la tarde. Y ayer por la tarde, cuando salí de mi departamento en Canadá, parecía ser otra vida. Pero no podía dejarme engañar. Llevaba las cicatrices de todo lo que había pasado. Habían viajado conmigo. Estaban marcadas a fuego en mi alma, también en mi piel. Tan imborrables como lo vivido durante aquella temporada, allí mismo, en las cercanías de Ruca Curá.

    Seguimos avanzando y no conseguía distinguir ni una sola cara conocida, ni una tienda que perdurase desde aquel otro tiempo. Inclusive, el barrio al que estábamos llegando, donde se ubicaba mi hospedaje, ni siquiera existía entonces. El pueblo se terminaba a unas pocas cuadras del centro, se lo podía cruzar caminando en apenas quince minutos y toparse siempre a las mismas personas. Cuando el auto se estacionó en el ingreso de la hostería, una mujer de mediana edad y cuerpo rollizo salió a recibirme. Saludó a mi chofer con familiaridad, quien dejó un recado para su esposo y se marchó ni bien terminé de bajar el único equipaje que llevaba conmigo.

    —Sea bienvenido, señor Di Giovanni, llega usted en un momento perfecto; yo siempre les digo a mis huéspedes que el invierno es la mejor época del año para venir; hace mucho frío, sí, pero el calor del verano por aquí es terrible. Insoportable. Aparte, el cerro está siempre nevado ahora. Eligió usted el momento justo, acaban de inaugurar la nueva pista de esquí. Bah... Seguro que es por eso que está aquí, ¿no? Viene usted a esquiar, ¿verdad señor Di Giovanni?

    —No, no sé esquiar... Solo vengo de paseo.

    —Ah, sí, pero puede aprender. Dicen que es una pista magnífica, yo todavía no pude conocerla porque trabajo todo el día. Vivo encerrada como una esclava en este lugar, pero me dijeron que la han hecho como los mejores centros de esquí de Europa. Es que el turismo ha crecido mucho últimamente... Lo que había antes era una porquería... ¿Usted ya había estado en Ruca Curá?

    —No, es mi primera vez.

    —Ah, estoy segura de que le va a encantar...

    Me sorprendí con mi propia mentira mientras completaba con mis datos el libro de la recepción para proceder al ingreso. La mujer seguía hablando, sin importar si la estaba escuchando o no; comenzó a enumerar una cantidad sin fin de cosas que podía realizar para aprovechar los alrededores, muchas que ya conocía. Alcé la mirada como si estuviera prestándole atención, aunque veía sin mirar a través de ella. Me seguía preguntando por qué le había mentido.

    Quizá sea mejor así, traté de convencerme. Menos preguntas indiscretas, menos explicaciones para dar.

    —Me gustaría poder alquilar un auto —la interrumpí.

    —Ay, no tenemos agencias acá en el pueblo, dicen que van a abrir una el año que viene... Pero podemos tratar de hacer que le traigan uno desde Bariloche, aunque pocas veces hay disponibles; tienen pocas unidades, vio. La otra opción, aunque mucho más lejana y habría que esperar más, sería Puerto Manso…

    Puerto Manso, repetí para mí, separando las sílabas como si quisiera deshilar, fonema por fonema, el enorme significado que poseía ese lugar en mi pasado. Qué mágico había resultado en mi vida. ¡Hacía tantos años que no lo escuchaba nombrar! Algunos de mis días más felices los había vivido allí. Siete días, que luego parecieron meses por la enorme cantidad de recuerdos vívidos, tan llenos de detalles. Cada segundo guardado inalterable en mi memoria, como se guarda una preciada reliquia familiar. Remembranzas claras, palpables, únicas, que he repasado miles de veces en mi cabeza, como quien mira una misma película de modo incansable. Durante una semana había alcanzado una felicidad que no solo no había conocido antes, sino que tampoco creía que pudiera existir. Felicidad que perseguí desde el momento en que nos marchamos de sus costas y que, aunque nunca volví a encontrar, me mantuvo en pie hasta el instante presente.

    —¡Listo! Todo arreglado —dijo la señora colgando el teléfono—, en dos o tres días le van a traer un auto desde Bariloche.

    Dos o tres días. La ansiedad me embargó de nuevo. Quería resolverlo todo rápido, me urgía. Pero nada podía hacer, otra vez debía esperar. Ruca Curá parecía tener siempre sus propios tiempos, indiferente a lo que yo pudiera pretender. Decidí aceptar lo que el destino me tuviera preparado. Tomaría las cosas con calma. Quizá fuera mejor darme ese lapso, asimilar todo lo que me ocurría. Aprovecharía para intentar poner en orden las ideas y los sentimientos. Me reencontraría con el lugar. Debía estar muy seguro de lo que haría y diría en el momento en que diera ese paso tan anhelado para el que había vuelto.

    Capítulo 3

    Un Encuentro

    Durante la noche nevó sin cesar y al despertarme encontré todo cubierto por un interminable manto blanco. Desayuné tranquilo en la pequeña sala de la hostería, sabiendo que no había nada por lo que apresurarme. Volví a subir a mi habitación y, luego de resolver una cuestión de trabajo, salí a caminar un poco. La dueña del lugar me había recomendado con insistencia que almorzara en un restaurante llamado Edelweiss, situado en una de las esquinas de la plaza principal. Aunque no pensaba hacerlo, el viento y el frío tornaron imposible seguir más tiempo a la intemperie, por lo que me refugié en aquel sitio.

    —Hacen unas empanadas de ciervo celestiales —había dicho.

    Desde la mesa donde me encontraba sentado podía ver el Centro Cívico. Ese sector lucía tal cual lo recordaba, salvo por la nieve que cubría todo lo que tenía al alcance de mis ojos, dándole a la postal un aspecto inhóspito y aletargado. La enorme plaza circular se extendía desierta apenas cruzando la calle. Los añejos pinos y las araucarias parecían resguardar al lugar de los vientos que llegaban en ráfagas a través del lago cercano. Los senderos de piedra guiaban mi mirada hacia el centro de la enorme circunferencia donde se encontraba, como antaño, el máximo héroe nacional montado orgulloso sobre su caballo de bronce. Del otro lado, asomaba siempre imponente la torre de paredes de piedra de la alcaldía local con los pequeños relojes dispuestos sobre sus cuatro caras. La bandera argentina, un poco descolorida, era sacudida con violencia por la tormenta que nos visitaba. Y también estaba allí, frente a mí, aunque con sus ramas desnudas y soportando el pálido peso del invierno, aquel ciruelo que tantas veces había dibujado en pensamientos.

    Un árbol magnífico.

    Un lugar inolvidable.

    El sitio donde había comenzado todo.

    Bajo su sombra lo había visto por primera vez.

    Por un momento, me sentí otra vez trasladado en el tiempo. Como si me hubiera convertido en testigo presencial de mi propio pasado, me vi sentado bajo la protección de su entonces florecida y enorme copa, tratando de traducir en un poema la angustia y el pesar por los que me sentía embargado, incapaz de decidir qué hacer o qué camino podía ser el más seguro. Es que, después de saber que no había manera de atravesar la frontera y que debía esperar para poder hacerlo, el futuro parecía haberse esfumado en mis narices. Sin suerte, había estado tratando de conseguir un trabajo. Me urgía un ingreso de dinero, aunque fuera

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