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Mientras Buscaba Perderme (Volumen 2)
Mientras Buscaba Perderme (Volumen 2)
Mientras Buscaba Perderme (Volumen 2)
Libro electrónico437 páginas5 horas

Mientras Buscaba Perderme (Volumen 2)

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Información de este libro electrónico

A veces, encontrar un gran amor no es suficiente para descubrir la felicidad duradera. La segunda parte de esta novela nos permite comprender que el ser humano pocas veces hace lo que desea, sino que debe conformarse con lo que le toca en suerte, debiendo hacerse cargo de las consecuencias de dictámenes ajenos a su propio alcance. Descubriremos cómo la muerte y la barbarie ilógica de un régimen militar salvaje acechaba a todos en la época histórica en que se enmarca el relato; aunque esa sombra podría alcanzar especialmente a Santiago, quien, si se convierte en uno más de los miles de desaparecidos, no solo su vida correrá peligro, sino que se verá obligado a renunciar a su amado y a todo aquello que tanto le ha costado construir. ¿Será suficiente el amor para vencer al irracional odio que lo acorrala? ¿Puede una pesadilla terminar convirtiéndose en el sueño de toda una vida?

“El relato es tan verosímil que obliga al lector a involucrarse, a enamorarse irremediablemente de los protagonistas, de su fragilidad que es, al mismo tiempo, su fortaleza. Tan reales son, tan sublime es el amor que se profesan, que es imposible contener la congoja ante el desgarro que sufren los personajes previo al desenlace.” - Julia Chaktoura

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 oct 2022
ISBN9781005598471
Mientras Buscaba Perderme (Volumen 2)
Autor

Gastohn Barrios

Gastohn Barrios es un artista, fotógrafo y creador de contenido online nacido en Buenos Aires, Argentina. Debido a su carrera como actor y modelo vivió varios años en los Estados Unidos, en Chile, en España y Brasil, donde paulatinamente mudó sus actividades desde el frente de la cámara para ubicarse detrás de la misma. En 2009, después de pasar casi media vida por el mundo, volvió a su ciudad natal, desde donde ha generado fotografías que mezclan lo sensual con lo fashion, dándole un marcado acento artístico y personal a cada una de sus obras. Desde allí ha visto su trabajo impreso en numerosas revistas especializadas de diferentes rincones del globo, como París, Nueva York, Atlanta, Sídney, Madrid, México, Bucarest, São Paulo, Montevideo y Bogotá, entre otras. En junio de 2014 ganó el quinto Concurso Anual de fotografía de la Revista neoyorquina NEXT, por lo que su obra fue expuesta con gran éxito en el Museo Leslie-Loham de Nueva York. También ese año obtuvo su primera tapa de muchas en la importante revista brasileña Júnior y su obra es reconocida en todo el mundo a través de Internet. Sus fotografías y videos pueden ser encontrados en portales en cinco continentes, convirtiéndolo en toda una celebridad en línea y un referente para el público LGBTIQ+, con tres canales de YouTube, superando los 200.000 seguidores. Ha sido entrevistado por las más grandes revistas orientadas a esta audiencia, como la francesa Têtu, la estadounidense The Advocate, la australiana DNA y la mencionada brasileña Júnior, entre muchas más. Actualmente se encuentra radicado en la Ciudad de México, donde divide su tiempo entre sus grandes pasiones artísticas: la fotografía, la creación de videos y la escritura.

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    Mientras Buscaba Perderme (Volumen 2) - Gastohn Barrios

    Gastohn Barrios es un artista, fotógrafo y creador de contenido online nacido en Buenos Aires, Argentina. Debido a su carrera como actor y modelo vivió varios años en los Estados Unidos, en Chile, en España y Brasil, donde paulatinamente mudó sus actividades desde el frente de la cámara para ubicarse detrás de la misma. En 2009, después de pasar casi media vida por el mundo, volvió a su ciudad natal, desde donde ha generado fotografías que mezclan lo sensual con lo fashion, dándole un marcado acento artístico y personal a cada una de sus obras. Desde allí ha visto su trabajo impreso en numerosas revistas especializadas de diferentes rincones del globo, como París, Nueva York, Atlanta, Sídney, Madrid, México, Bucarest, São Paulo, Montevideo y Bogotá, entre otras. En junio de 2014 ganó el quinto Concurso Anual de fotografía de la Revista neoyorquina NEXT, por lo que su obra fue expuesta con gran éxito en el Museo Leslie-Loham de Nueva York. También ese año obtuvo su primera tapa de muchas en la importante revista brasileña Júnior y su obra es reconocida en todo el mundo a través de Internet. Sus fotografías y videos pueden ser encontrados en portales en cinco continentes, convirtiéndolo en toda una celebridad en línea y un referente para el público LGBTIQ+, con tres canales de YouTube, superando los 200.000 seguidores. Ha sido entrevistado por las más grandes revistas orientadas a esta audiencia, como la francesa Têtu, la estadounidense The Advocate, la australiana DNA y la mencionada brasileña Júnior, entre muchas más. Actualmente se encuentra radicado en la Ciudad de México, donde divide su tiempo entre sus grandes pasiones artísticas: la fotografía, la creación de videos y la escritura.

    Mientras Buscaba Perderme

    de Gastohn Barrios

    VOLUMEN 1

    Número de Registro: 03-2022-042711543900-01

    Trámite: Registro de Obra INDAUTOR

    Ciudad de México, México

    SAFE CREATIVE

    Con código 2004073593931

    Contactos:

    gastohn@gmail.com

    Argentina: (+54) 911 6435 3280  

    México: (+52) 55 8482 6562 

    www.gastohn.com

    Corrección: Julia Chaktoura

    Maquetación: Julio C. Zani

    Publicado por Amazon

    Para quienes me dieron la vida.

    Capítulo 51

    El Retorno

    A media mañana llegamos a Escondido. Como de costumbre, el primero en recibirnos fue Trasto, que corrió dando saltos y ladridos junto a la camioneta mientras nos acercábamos a la casa. Al estacionarnos, Enrica salió a darnos la bienvenida con un abrazo, su sonrisa era cálida y acogedora, pero al tenerla frente a mí no pude evitar sentir culpa por todo lo sucedido durante el viaje. Miré a mi alrededor porque fui incapaz de sostenerle la mirada. La familiaridad del paisaje me contuvo. Había pasado sólo los últimos tres meses y medio en aquel sitio, pero algo me hacía sentirlo como propio. De algún modo, la nostalgia por dejar atrás los días en Puerto Manso daba lugar a otro sentimiento, el de tener un sitio adonde volver. Mientras Andrés saludaba a su esposa, el perro insistía en llamar mi atención, de modo que me agaché y acaricié su cabeza, me devolvió el cariño con lengüetazos en la cara.

    —¿La nena? —preguntó Andrés.

    —Se levantó y se volvió a acostar —respondió Enrica.

    —Estaba bien el domingo cuando hablamos, ¿qué le pasa?

    —Sí, estuvo bien. Hoy amaneció un poco pálida y cansada.

    Habíamos hablado con ella por teléfono después de la feria el domingo por la tarde, cuando las mujeres habían ido hasta la casa de Héctor para aguardar nuestra comunicación. Luego de conversar con su padre, insistió en querer hablar conmigo. Se la escuchaba alegre y vivaz, como cualquier niña de ocho años.

    Mientras desenganchábamos el tráiler de la camioneta para llevarlo al establo, me animé a preguntar lo que había estado conteniendo por un buen rato.

    —¿No deberíamos llevarla a hacer un estudio a algún hospital, para ver a qué se debe ese cansancio constante?

    Andrés me miró con severidad.

    —¿Sabés cuántas veces lo hemos hecho?

    —Sí, pero…

    —Santi —me interrumpió—, nadie desea más que nosotros que nuestra hija esté bien, ya te lo dije; la oíste a Enrica, estuvo normal estos días, solo hoy amaneció cansada. Además, la semana pasada tuvo consulta médica y estaba todo bien.

    Parecía molesto, pero lo conocía tan bien que podía leer en su mirada que también estaba preocupado. De todas maneras sabía que él tenía razón, me sentí un intruso queriendo opinar en un asunto en el que no debía meterme. Toda esa mañana me sentí extraño, con un peso en el pecho y un nudo apretando mi garganta. No lograba darme cuenta de si se debía a la incertidumbre por la salud de la niña o por la culpa que me asaltaba a cada momento. Recién al mediodía, cuando despertaron a Isabella para almorzar y se levantó con el buen humor de siempre y me rodeó con sus bracitos y me repitió varias veces que me había extrañado mucho, fue que pude mejorar el ánimo. Ella quería saberlo todo sobre nuestros días al otro lado de la Patagonia.

    —¿Te gustó el mar?

    —Me encantó —respondí.

    —¿Y pudiste nadar en el agua salada?

    —Sí, algo, aunque como no nado muy bien, las olas me daban un poco de miedo.

    —¿Y viste ballenas, pingüinos?

    —Sí, y lobos marinos, guanacos, liebres, ñandúes y unos animales que no me acuerdo el nombre, pero que me hacían acordar mucho a vos, porque parloteaban sin parar un minuto, creo que eran loritos barranqueros —bromeé.

    Rio con entusiasmo y me retrucó diciendo que en el corral había una oveja que le hacía acordar a mí, porque tenía toda la lana enmarañada.

    —Ah… ¿Querés decir que tengo el pelo hecho un desastre?

    —Antes lo tenías, cuando estaba largo; aunque creo que te lo estás dejando crecer otra vez.

    —Vamos a tener que esquilarlo junto con Copo de Nieve, hija —intervino Andrés—. Aunque esta oveja es descarriada… —esto último provocó en ella una carcajada aguda y exagerada.

    Más tarde, mientras ayudaba a Enrica a secar la vajilla, me detuve a observar su modo cansino al lavar los platos. Parecía ausente, aunque sonreía por las risas de Andrés y de Isabella que llegaban desde el jardín.

    —Miralos —señaló con el mentón a través del vidrio—, parecen dos criaturas. Yo creo que Andrés no va a crecer nunca.

    —Es maravilloso que tengan esa relación, yo hubiera dado cualquier cosa por tener un padre así. Bueno, por tener uno.

    No me miró, seguía entretenida con lo que sucedía afuera.

    —Ahora acá tenés tu familia —soltó finalmente.

    Le sonreí para agradecer el generoso comentario, aunque seguía abstraída por los juegos de padre e hija, echados en el césped junto a Trasto y Copo de Nieve que les pasaban por encima y correteaban a su alrededor. Volví a sentirme ajeno a todo aquello, el forastero que se interponía en la vida de esas tres personas de una manera egoísta y arbitraria. La culpa, que tanto había conseguido evitar estando a cientos de kilómetros, me había estado esperando, agazapada, en Escondido; detrás de cada retrato familiar, de sus historias compartidas, de los vínculos insoslayables que los había mantenido unidos durante tantos años. ¿Qué derecho tenía a interferir? ¿Con qué cara miraba a esa mujer y a esa niña después de todo lo que había pasado en aquella península? Enrica giró hacia mí y me sonrió. Su expresión cambió de repente, frunció el ceño con preocupación.

    —¿Estás bien? —preguntó, posando una de sus manos mojadas en la mía.

    Sentí el impulso de salir de allí. Correr, aunque no supiera adónde. ¿Era yo un hipócrita, traicionando la generosidad de una mujer que me había abierto las puertas de su casa y de su familia como pocas personas harían? Un frío me corrió cortante por la espina dorsal. Sentí entonces su palma sobre mi mejilla.

    —Estás pálido —se preocupó.

    —Debe ser el cansancio del viaje —me excusé, esquivando una vez más su escrutinio.

    Terminé lo que estábamos haciendo, tratando de que no se notaran mis tribulaciones. Abandoné la casa cuando lo creí prudente y caminé hacia el establo. Percibí la mirada de Andrés acompañándome en el trayecto. No dijo nada, no intentó llamarme ni se acercó. Pero él también me conocía bien y debió de intuir lo que me ocurría. Dorado estaba dentro de su caballeriza. Me acerqué hasta él y lo abracé por el cuello, como quien reencuentra a un viejo amigo. Él apoyó el peso de su cabeza sobre mi hombro, mientras yo le acariciaba el pescuezo y las crines. Resopló un par de veces, agitando su cabeza y golpeando con sus cascos el piso de tierra.

    —¿Qué pasa, amigo, no te han sacado en estos días?

    Volvió a resoplar por el hocico y a sacudir la cabeza. Sonreí al imaginar que respondía a mi pregunta. Decidí ensillarlo y salir a pasear con él al campo. Al atravesar la puerta del establo, miré desde el lomo del animal hacia la casa y vi que padre e hija seguían en el mismo lugar. Andrés se detuvo y me miró interrogante. Los saludé bajando la cabeza, mientras con las manos aflojaba de las riendas para echar a andar. El caballo giró y comenzó a correr obedeciendo al golpe de mis talones. Cabalgamos raudos en dirección a los pastizales donde los otros caballos y las ovejas solían pastar. Los observé en la distancia. De algún modo, que estuvieran donde sabía que debían estar me resultó un aliciente. Quise creer que la previsibilidad era una especie de guiño, una prueba de mi propia pertenencia a ese lugar, a la estancia.

    Después de galopar hasta la tranquera de salida de Escondido y de regresar hasta el molino para que Dorado bebiera un poco de agua, decidí buscar la sombra del viejo y retorcido ciprés donde solía descansar de vez en cuando. Como era costumbre, dejé el caballo suelto para que pastara. Aunque esta vez, en lugar de alejarse, comenzó a rascarse el cuello con el añejo tronco. Decidí quitarle la silla de montar para que se le secara la transpiración y pudiera así sentirse más cómodo. Esto pareció satisfacerlo, porque se echó al piso y rascó su lomo con el césped del mismo modo en que suelen hacer los perros. Como permaneció echado, me senté junto a él y comencé a acariciarle el muslo y el costado claro de su panza, que había quedado expuesta. Levantó la cabeza, me miró y volvió a recostarse. Sonreí. Al final, habíamos terminado siendo buenos amigos. Eso me hizo pensar en mi fácil adaptación a las costumbres campestres. Visualicé todo lo que había aprendido desde mi llegada, cuánto había cambiado mi vida. Me sorprendí al darme cuenta de cuán propia sentía la relajada rutina que allí se vivía. Y cuán imposible parecía todo eso algunos meses atrás. Un bostezo interrumpió mis pensamientos, también estaba agotado. Me recosté en el césped fresco y apoyé mi cabeza sobre el cuello del caballo, que no pareció incomodarse. Me tapé la cara con la boina para evitar la luz y me quedé dormido.

    Desperté sobresaltado al sentir algo que me rozaba una mejilla. Abrí los ojos un tanto confundido y lo primero que vi fue el rostro de Andrés sobre el mío.

    —Bello durmiente —dijo sonriente.

    —¿Qué hacés acá? —le pregunté con sorpresa, incorporándome.

    —¿Qué hacés vos acá? ¿Por qué te fuiste?

    —Precisaba pensar…

    —Me dijo Enrica que no te vio bien.

    —¿Sabe ella que me viniste a buscar?

    —Sí, lo sabe.

    —Eso no está bien, Andrés.

    —¿Qué no está bien? —preguntó sentándose junto a mí.

    —Nosotros. Me siento un embustero. Un ladrón que te está alejando de ellas.

    —Eso no es verdad. No te sientas culpable. Los sentimientos no se pueden manejar. Por algo llegaste hasta acá, fue la vida la que quiso que nos encontráramos.

    —Entonces, ¿por qué siento esta angustia? No aguantaría que Enrica o Isabella me odiaran si un día se enteran de lo que pasó.

    —No va a ocurrir.

    —Tampoco sé si quiero vivir ocultándome, Andrés.

    —No hablo de eso. Ellas no te van a odiar.

    —¿Cómo podés estar tan seguro?

    —Porque te adoran, Santi; porque sos parte de la familia.

    —Más a mi favor, van a pensar que soy un traidor.

    —¿No fuiste vos el que me dijo en la playa que no podías arrepentirte de lo que había pasado?

    —Sí, pero acá lo siento distinto.

    —Santiago, he pensado mucho en esto; desde antes de besarnos, inclusive. Desde aquella noche en que hablamos en el muelle al volver de la comisaría que no dejo de darle vueltas al asunto en mi cabeza. ¿Por qué te pensás que me tomé ese tiempo para volver a verte? Conozco muy bien mis responsabilidades. Nunca hubiera permitido que pasara lo que pasó en el viaje si ya no hubiese pensado en cómo procedería a la vuelta —hizo una pausa—. Hace rato que tomé una decisión.

    Por un minuto sentí que se me había olvidado respirar. No sabía si estaba listo para escucharlo. No quería sufrir, como tampoco quería sentir aquella culpa agobiante, ni hacer sufrir a nadie más.

    Él suspiró.

    —Tampoco quiero vivir en una mentira. Les voy a contar lo que hay entre nosotros.

    —¡¿Estás loco?!

    —No…

    —¡Andrés, es una locura! ¡¿Qué familia en su sano juicio aceptaría algo así?!

    Se quedó mirándome, sopesando mi reacción.

    —Sos vos el que no lo acepta, entonces —dijo con un gesto sombrío en los ojos.

    Por un instante, intenté entender lo que estaba tratando de decirme. ¿Tenía razón al asegurar que si yo no era capaz de tomar con naturalidad lo que nos unía, nunca iba a entender lo inofensivo de nuestra relación? ¿Habría alguien capaz de entenderlo sin juzgarnos?

    —¿Y vos ya lo aceptaste? —ironicé.

    Se encogió de hombros. Parecía meditarlo.

    —La otra noche, estabas abstraído pensado y mirando el fuego en la salamandra y de pronto dijiste que éramos consumidos por el tiempo, al igual que el fuego consumía a esos leños. Al poco rato te dormiste, pero yo me quedé analizando algo que hace mucho que me lastima. Tengo casi treinta años y pocas veces me he sentido entero, satisfecho conmigo mismo; hoy me doy cuenta que no quiero seguir en este mundo sin haber sido la versión de mí que mejor me hace sentir. Y yo soy este, este que te ama y este que también es padre. Me es imposible elegir entre uno y otro. Soy uno solo. Durante toda mi vida hice lo que se suponía que debía hacer, dejé de lado mis propios planes. No lo quiero hacer más. Un día también dijiste que quien me ama desea que sea feliz y coincido plenamente en eso. Conozco a Enrica y a Isabella, conozco el amor que me tienen y que te adoran; no tengo ninguna duda de que van a entenderlo.

    —No sé, Andrés…

    —No tiene que ser ahora; pero hoy, viéndonos a los cuatro en la mesa, confirmé lo que ya venía pensando: ya somos una familia. Es solo hablar y plantear algunos cambios.

    —No lo sé… no lo sé… Esperemos un poco.

    —Sí. Esperaremos a que pasen las fiestas y después lo vemos.

    Sus palabras no conseguían tranquilizarme; todo lo contrario, su planteo me parecía una locura. Nunca había escuchado que ninguna esposa aceptara a la amante de su marido, muchísimo menos a un amante masculino. El mundo nos condenaría.

    —¿Te puedo dar un beso? —susurró en mi oído.

    —Qué pregunta tonta. Claro que podés.

    Se inclinó sobre mí y lo hizo. Me di cuenta de cuánto había extrañado en esas horas el roce de sus labios. Me rodeó con los brazos y ambos nos recostamos sobre Dorado, que resopló y sacudió su cola un par de veces, golpeándola contra el pasto.

    —¿Qué le hiciste al pobre animal? —preguntó riendo.

    —Nada, debe estar cansado. Estuvimos galopando bastante tiempo.

    —Un caballo no se somete así a cualquier persona, por más que esté cansado.

    —Bueno, debe confiar en mí.

    —¡Está loco por vos, como todos los que te conocen! —bromeó.

    Me reí tratando de acentuar lo ridícula que me parecía tal afirmación. Siempre me había sentido insignificante, que pasaba inadvertido, invisible ante los ojos del mundo. Mi timidez y mis inseguridades estaban siempre causándome dilemas tontos. El que Andrés me creyera poseedor de tal carisma, era una estupidez que solo a él podía ocurrírsele.

    Esa noche, mientras ayudaba a Enrica con los preparativos para la cena, también mientras comíamos y cuando le leía a Isabella para que se durmiese, traté de ver todo desde la perspectiva que él me había planteado. No lo veía plausible ni lo creía tan simple. Recordé lo que me habían dicho en aquella casa innumerables veces: Aquí tenés tu hogar. Bienvenido a tu casa. Sos uno más de la familia. Sin embargo, todo ese asunto familiar se terminaba cuando debía despedirme de Andrés, que se quedaba allí, con ellas, mientras yo debía irme a dormir a otro lugar. Solo.

    Capítulo 52

    Vacío

    El viernes por la noche Trasto me acompañó hasta la entrada de la cabaña. Intenté invitarlo a que pasara, su compañía me ayudaba a espantar la soledad. El perro me miró sin entender, dio media vuelta y se marchó. Tampoco había conseguido que se quedara el día anterior, lo que había sido terrible. Toda una madrugada de angustia y llanto. Otra vez sin saber qué provocaba semejante estado de ánimo. ¿La ausencia de Andrés? ¿Los remordimientos por lo que habíamos vivido? ¿El capricho de no poder tenerlo conmigo? ¿O la incertidumbre de no saber lo que nos esperaba? Cerré la puerta, y el sitio me pareció frío, demasiado vacío. Di un par de vueltas. Me bañé recordando aquella ducha juntos, dos noches antes, en Bariloche. Lo extrañaba tanto. Preparé una taza de café y me senté junto a la ventana que daba al lago con un libro en la mano que intentaría retomar por tercera vez. Miré el reflejo del cielo sobre sus aguas calmas y me di cuenta de que echaba de menos el sonido agitado del mar y sus noches ventosas y a las ballenas cantando y el saber que él estaba a unos pocos pasos, solo para mí. Me pregunté qué estaría haciendo en ese momento. No estaba celoso de Enrica, sino que lo quería ahí, conmigo. Tocándome. Esos dos días en que casi no nos habíamos visto más que para trabajar me provocaron un enorme vacío, no sabía qué hacer con las horas del día, me resultaba interminable. Volví al libro que casi se me caía de las manos, no conseguí leer más de un par de páginas. Tampoco pude escribir nada en mi cuaderno, aunque tenía una idea clara de lo que quería decir. Mis pensamientos se habían tornado cíclicos, siempre en torno al viaje, a él, a cuánta falta me hacía. Nadie me había dicho que el amor podía doler tanto.

    Esa misma tarde, la idea de marcharme y dejar de interferir en la vida de la familia había vuelto a mi mente. No quería lastimar, causarle mal a nadie, pero tampoco era capaz de dominar lo que sentía. Se había desatado una puja frenética entre mi mente y mi corazón. Quizás intentaba huir del dolor y de la insoportable carga de tener que sentirme avergonzado por algo que me había hecho tanto bien. Trataba de disimular mi estado en los momentos que compartía con él y con los suyos. No quería presionarlo a hacer nada, buscaba evitarle ese agobio permanente que me asaltaba y me impedía concentrarme en otra cosa. Andrés debía intuir lo que me ocurría, su mirada indulgente y temerosa me decía que así era. Y yo le sonreía, porque la sonrisa siempre ha sido mi refugio, mi muralla, mi escudo protector. Sabía que él debía tener su lucha interior, una batalla irresoluble entre el deber y el deseo, entre el instinto egoísta y el amor hacia los demás. Era evidente su esfuerzo por no alejarse. Notaba, inclusive, cómo quería integrarme aún más a las actividades familiares; al igual que intentaba que su esposa y su hija participaran de algunas de las cosas que solíamos hacer solos. Nada me resultaba suficiente. Y me sentía peor porque él daba cuanto podía, pero yo necesitaba más.

    Di vueltas en la cama, deseando no pasar otra noche en vela. Casi no había dormido durante las últimas cuarenta y ocho horas. Traté de convencerme de que el viaje nunca había existido y de que debía volver a la rutina que solía hacerme feliz en Escondido. Me enfurecí con cada pensamiento. Lloré. Maldije. Busqué refugio en las vetas de las maderas del techo, intentando blanquear mi mente. Estábamos a poco menos de tres kilómetros uno del otro, una distancia insalvable de tanto que ardía y asfixiaba. En algún punto, después de que ya me había resignado a no dormir, concilié el sueño. Durante la madrugada me pareció escuchar la puerta abrirse, pasos caminando hacia el cuarto y una mano quitando las sábanas que me cubrían. Nuevamente este sueño, pensé. Pero cuando sentí su roce inconfundible, el aroma inequívoco a almendras y verano de su piel y el toque único de sus labios en mi cuello, supe que era real. Aún sin abrir los ojos pude saber que estaba ahí, que era él.

    —¿Qué hora es? —pregunté medio dormido.

    —No importa —murmuró—, vine porque te extrañaba.

    —¿Y si Enrica se despierta?

    —Nunca se levanta durante la noche.

    —Todo esto me da miedo, Andrés.

    —Lo sé. A mí también, pero necesitaba venir.

    Suspiré. El corazón desbocado dentro de mí por su presencia y por el temor a estar obligándolo a obrar erróneamente. Sus ojos seguían buscándome en la oscuridad a la espera de mi reacción, de una respuesta. Lo abracé. Sabía del enorme valor de su gesto, de haber salido a buscarme en medio de la madrugada.

    —Estás loquito vos —le recriminé.

    —Loquito por tu culpa —respondió riendo.

    Y esas, que debían ser recibidas como palabras de amor o devoción, se convirtieron en cuatro filosas dagas que abrieron un abismo entre nosotros. No éramos los mismos, no logramos serlo hasta que se marchó antes del amanecer.

    Durante la hora de la siesta volvió a la cabaña acompañado por Isabella. Compartimos una hermosa tarde de playa los tres. Ella se veía feliz, disfrutando de una actividad que normalmente le estaba vedada. Enrica la había enviado con un gigantesco sombrero de paja para que la protegiese del sol. Aun así, su padre desplegó una sombrilla que clavó en la arenisca junto al pequeño muelle, donde permaneció sentada casi todo el tiempo; negándose a entrar en el agua por estar muy fría. Su presencia nos relajó a ambos. Por algunas horas volvimos a ser los de antes, riéndonos y divirtiéndonos para hacerla sonreír. Cuando el sol ya había perdido su fuerza, fuimos a dar una vuelta en el bote, llevando con nosotros los elementos de pesca.

    —Papá, así no se pone la carnada. Tenés que colocar la lombriz a lo largo del anzuelo, porque si no se cae cuando entra en el agua. Así me enseñó el abuelo.

    Andrés me miró y apretó una sonrisa socarrona, mordiendo sus labios.

    —Con razón nunca pescamos nada —me burlé.

    —Bueno, eh… porteñito; que vos no sabías ni nadar cuando llegaste a la estancia —se quejó.

    Al regresar a la orilla, vimos que Enrica había llegado en su auto y nos saludaba desde el muelle agitando sus brazos en alto. Había traído mates y una torta recién horneada, que disfrutamos hasta que el sol se hubo retirado y las luciérnagas comenzaron a centellear, como si el cielo hubiese bajado al alcance de nuestras manos. Andrés propuso que cenáramos en la cabaña y que yo cocinara, para eso debió ir hasta la casa por algunos ingredientes que necesitaba. Al volver, y ante la insistencia de Enrica de ayudar en la cocina, aseguró que esa debía de ser una noche diferente: que las mujeres descansarían y que nosotros las agasajaríamos con un banquete inolvidable. Se lo veía radiante y vivaz mientras me ayudaba a picar la carne y las hortalizas que compondrían el guiso al estilo de mi abuela.

    —No saben lo delicioso que lo prepara. Lo hizo durante el viaje y estaba para chuparse los dedos —aseguró.

    El viaje. Tan difícil me resultaba alejar esos recuerdos una vez que llegaban. Quería sentir esa misma felicidad suya porque estuviéramos allí los cuatro, a punto de hacer algo distinto. Como si su mayor deseo hubiera sido el de un nuevo comienzo, una nueva partida en la que las cartas debían volver a repartirse y todos saber acomodarnos al cambio de reglas.

    ¿Era eso lo que yo quería?

    ¿Por qué me costaba tanto aceptar sus esfuerzos?

    ¿En qué tipo de persona me estaba convirtiendo?

    Capítulo 53

    Navidad

    El veinticuatro de diciembre solía ser una fecha dolorosa para mí. Siempre recordaba mis primeros años, cuando mi madre aún vivía y solíamos reunirnos con el resto de la familia. La pasábamos de maravilla hasta entrada la madrugada, siendo esa una de las pocas noches en que no me mandaban a dormir ni bien daban las veintidós horas. Recuerdo también a mi tío distrayéndome justo antes de las doce para que mi mamá colocase los regalos bajo el árbol de Navidad, y mi frustración de siempre al descubrir que Papá Noel ya se había marchado y que, otro año más, no había podido verlo. Muchas escenas, vívidas e inmortales, que se hacen presente cada año cuando se aproxima la medianoche. El tiempo pasa, pero las sensaciones de pérdida y de nostalgia no se disipan.

    Estaba ayudando a Andrés con el cordero asado que cenaríamos esa Nochebuena, cuando Isabella se unió a nosotros.

    —¿Estás ansiosa para que sean las doce? —le pregunté.

    Me miró con una sonrisita burlona y se encogió de hombros. Miré al padre, que apretaba los labios intuyendo hacia dónde se dirigía la conversación.

    —¿No querés saber qué te va a traer Papá Noel? —insistí.

    Esa vez fue ella quien buscó la mirada cómplice de su progenitor y se acercó para decirle algo al oído.

    —No creo —respondió él—. Preguntale.

    —¿Vos… eh… creés en Papá Noel? —pronunció cada palabra con inseguridad.

    —Yo… ya soy grande —dudé, intuyendo estar metiéndome en un terreno peligroso—. Papá Noel solamente visita a los chicos que se portaron bien.

    —Bueno, a mí no me visita porque yo sé que no existe; ya no soy una bebé para creer en esas cosas.

    Me dejó helado, siempre conseguía sorprenderme con sus respuestas. Intenté encontrar una explicación otra vez en Andrés, que había ampliado su sonrisa, a la vez que movía su cabeza de un lado al otro y levantaba sus cejas en un evidente: Traté de advertirte. Cuando la niña regresó a la casa, porque su madre la llamaba para entrar a la ducha y vestirse antes de la llegada de los invitados, le pregunté al padre cómo era que siendo tan pequeña le habían roto la ilusión que todo niño tiene en Navidad esperando al bendito Papá Noel.

    —Ella sola se dio cuenta —respondió Andrés, riendo.

    —¿Cómo sola?

    —Un día recibió un regalo que había visto escondido en el auto de su madre y sacó sus propias conclusiones. Encima se enojó porque le mentíamos.

    —Es muy inteligente —reí.

    —Lo sacó del padre…

    —Lo dudo —le di un codazo—, la humildad es la que debe haber sacado del padre.

    Ambos reímos. Me detuve en sus ojos que llevaban ese brillo especial con el

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