Palomar
Por Italo Calvino
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Del mismo modo que el observatorio que lleva su nombre, el señor Palomar mira y analiza el mundo. El señor Palomar observa y piensa mientras parece no hacer nada, pero una actividad incesante, que se traduce en una evolución de su pensamiento acerca del mundo, bulle en su interior. Las experiencias de Palomar consisten en concentrarse en pequeños objetos y fenómenos a través de cuyo minucioso análisis encontrará una relación entre el objeto y el universo, o entre el yo y el universo, porque este se refleja, se verifica y se multiplica en todo lo que nos rodea. Todo es lo mismo y todo forma parte de lo mismo. El mar, el cielo, las estrellas, un prado, un pequeño queso en la estantería de un supermercado, el mármol ensangrentado de una carnicería encierran las preguntas sobre la existencia. El itinerario de Palomar hacia la sabiduría recrea una historia en la que la anónima vida del protagonista se eleva como ejemplo del vertiginoso viaje interior que muy pocos osan realizar.
Italo Calvino
ITALO CALVINO (1923–1985) attained worldwide renown as one of the twentieth century’s greatest storytellers. Born in Cuba, he was raised in San Remo, Italy, and later lived in Turin, Paris, Rome, and elsewhere. Among his many works are Invisible Cities, If on a winter’s night a traveler, The Baron in the Trees, and other novels, as well as numerous collections of fiction, folktales, criticism, and essays. His works have been translated into dozens of languages.
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Palomar - Italo Calvino
Índice
Cubierta
Portadilla
Nota preliminar
Palomar
1. Las vacaciones de Palomar
1.1. Palomar en la playa
1.1.1. Lectura de una ola
1.1.2. El seno desnudo
1.1.3. La espada del sol
1.2. Palomar en el jardín
1.2.1. Los amores de las tortugas
1.2.2. El silbido del mirlo
1.2.3. El césped infinito
1.3 Palomar mira el cielo
1.3.1. Luna de la tarde
1.3.2. El ojo y los planetas
1.3.3. La contemplación de las estrellas
2.Palomar en la ciudad
2.1. Palomar en la terraza
2.1.1. Desde la terraza
2.1.2. La panza de la salamanquesa
2.1.3. La invasión de los estorninos
2.2. Palomar hace la compra
2.2.1. Un kilo y medio de grasa de ganso
2.2.2. El museo de los quesos
2.2.3. El mármol y la sangre
2.3. Palomar en el zoo
2.3.1. La carrera de las jirafas
2.3.2. El gorila albino
2.3.3. El orden de los escamados
3.Los silencios de Palomar
3.1. Los viajes de Palomar
3.1.1. El arriate de arena
3.1.2. Serpientes y calaveras
3.1.3. La pantufla desparejada
3.2. Palomar en sociedad
3.2.1. Del morderse la lengua
3.2.2. Del tomarla con los jóvenes
3.2.3. El modelo de los modelos
3.3. Las meditaciones de Palomar
3.3.1. El mundo mira al mundo
3.3.2. El universo como espejo
3.3.3. Cómo aprender a estar muerto
Créditos
Nota preliminar
La primera edición de Palomar apareció en el sello Einaudi en noviembre de 1983. El texto que aquí presentamos –inédito durante años hasta su inclusión en el volumen Romanzi e racconti (Mondadori, Milán 1992)– fue redactado por Calvino en el mes de mayo de 1983 para la New York Times Book Review, que había pedido a escritores de todo el mundo un comentario sobre el libro que entonces tuviesen entre manos. Sin embargo, en el número del 12 de junio de 1983 de la revista norteamericana sólo se recogen unas cuantas líneas dedicadas a Palomar.
La idea inicial fue la de construir dos personajes: el señor Palomar y el señor Mohole. El nombre del primero lo tomo de Mount Palomar, el famoso observatorio astronómico de California. El nombre del segundo es el de un proyecto de perforación de la corteza terrestre que, de llevarse a cabo, llegaría hasta profundidades todavía desconocidas de las entrañas de la tierra. Los dos personajes debían seguir direcciones opuestas: Palomar hacia arriba, hacia el exterior, hacia los multiformes aspectos del universo; Mohole hacia abajo, hacia lo oscuro, hacia los abismos interiores. Me proponía escribir diálogos basados en el contraste entre los dos personajes, aquél como observador de las pequeñeces de la vida cotidiana desde una perspectiva cósmica, éste sin más afán que el de descubrir lo que yace debajo para sólo contar verdades molestas.
Intenté escribir un diálogo sobre el secuestro de personas: corrían los años en que en nuestro país esa peste empezaba a ser la más rentable de las industrias. El señor Mohole afirmaba que los únicos que se podían sentir seguros eran los sujetos a los que nadie quería y por los que nadie pagaría jamás un rescate; por consiguiente, la malevolencia recíproca era el único fundamento posible de la sociedad, mientras que el afecto y la compasión se convertían en el sostén del crimen, cuyo acicate lo encontraba precisamente en dichos sentimientos. Así las cosas, releí lo que había escrito, hice una bola con la hoja y la tiré a la papelera, como hago cada vez que sospecho que estoy escribiendo algo sobre lo que tarde o temprano me podría arrepentir. Ahora bien, ¿cómo iba a redactar los diálogos de Mohole si me embargaban escrúpulos de esa clase? Preferí arrinconar el proyecto para dejarlo madurar.
Empecé a escribir fragmentos dedicados sólo al señor Palomar, personaje que persigue la armonía en medio de un mundo todo él estruendo y miserias. Los publicaba en el Corriere della Sera, periódico para el que entonces colaboraba, convencido de que en algún momento introduciría al señor Mohole –pero sólo una vez que hubiese delineado bien el personaje de Palomar–, como ese contrapunto que antes o después debía imponerse por necesidad. Pero nada cambió. Seguía con Palomar, es decir, con un tipo de experiencias y de reflexiones que llegaban a mí de forma natural y que atribuía a aquel personaje, mientras que el señor Mohole se quedaba en el limbo de las intenciones. Dicho de otro modo, los pensamientos y razonamientos «en clave Mohole» que de vez en cuando se me ocurrían no llegaban nunca a trasponer el umbral que conduce a la necesidad de darles una forma escrita.
En los distintos proyectos de libro que de cuando en cuando esbozaba como continuación de la serie Palomar, siempre tenía prevista una sección de «Diálogos con el señor Mohole», para la que sólo contaba con el título. Arrastré el proyecto durante años, sin abandonar la idea de que la culminación del libro sería la aparición de aquel personaje antitético, sobre el cual todavía no había escrito una sola línea.
Únicamente al final comprendí que Mohole no era en absoluto necesario porque Palomar era también Mohole: el lado oscuro y desencantado que aquel personaje, bien dispuesto por regla general, anidaba en su interior no tenía la menor necesidad de exteriorizarse en otro. Me di cuenta entonces de que el libro estaba hecho: en efecto, en Palomar [...] no quedan trazas de lo que he contado hasta aquí.
Se me podrá preguntar por qué en lugar de referirme al libro que he escrito, hablo del que no he escrito si encima entre ambos no hay nada en común. Es probable, con todo, que uno no pueda referirse a su propio libro (que no debería requerir explicaciones del autor) sino «en negativo», es decir, hablando de los proyectos de libros que han sido descartados para llegar a éste.
Palomar aparece ahora como un libro de poco grosor, pero en el curso de su elaboración ha sentido varias veces la tentación de convertirse en enciclopedia, en «discurso del método», en novela. Sin embargo, en vez de extenderse, lo que ha hecho es reducirse y condensarse progresivamente. De entrada, disponía de los artículos que, bajo el epígrafe «El observatorio del señor Palomar», había escrito de forma esporádica para el Corriere della Sera entre 1975 y 1977, pero sólo algunos de ellos valían para el libro, a saber, los basados en la atención a terrenos de observación limitados –una jirafa en el zoológico, el embate de una ola, el escaparate de una tienda– que se convierten en narración a través de una obsesión de plenitud descriptiva.
Ésta y no otra es la «experiencia Palomar», presente también en otros artículos que originalmente publiqué en primera persona en el diario La Repubblica en los años siguientes, cada vez que se me presentaba la ocasión de describir, por ejemplo, las bandadas de aves migratorias que se veían en Roma en el mes de noviembre o los planetas contemplados a través de la lente de un telescopio. Desde hace mucho tiempo tengo el empeño de revalorizar un ejercicio literario caído en desuso y que se juzga inútil: la descripción. Cuando tengo ganas de escribir sobre algo que he visto, procuro plasmar mis impresiones desde «la realidad», impresiones que la mayoría de las veces quedan olvidadas en agendas y cuadernos de notas.
Para la composición de Palomar emprendí la búsqueda de mis notas; así encontré, por ejemplo, una descripción de tortugas en el acto de copular, que ha pasado al libro sin cambios. Esta descripción es casi idéntica a la que figura en un poema de Giuseppe Conte, joven poeta y paisano mío; al releerlo en el hermoso volumen L’oceano e il ragazzo (editado por Rizzoli), me doy cuenta de que puedo pasar por un plagiario, dado que su poema se publicó antes. Sin embargo, para mí se trata de una prueba de la objetividad de la descripción, cuya fuerza se impone a las distintas expresiones literarias.
Había además puesto a punto muchas páginas de experiencias de viaje sobre civilizaciones antiguas y lejanas: las he descartado todas porque el libro de impresiones de viaje del escritor italiano es un género del que todos nos sentimos saturados. Además, los mínimos datos culturales que irremediablemente hay que ofrecer sobre todo cuanto se describe en textos de ese tipo, desentonaba en un libro como éste, planteado sobre la base de una relación directa con lo que uno ve.
Sea como fuera, el problema de hacer frente a campos del saber que no domino sino en medida limitada era el más arduo de todos, pues Palomar no debía exhibir nunca aptitudes que no posee ni ineptitudes que por sí mismas carecen siempre de interés. En la sección que constituye el meollo del libro, «Palomar hace la compra», podrá comprobarse si he sabido resolverlo; en esta parte, sobre las tiendas de alimentación de París, se aborda uno de los temas que más me atraen y que definiría como «las bases materiales de la existencia».
Porque, desde que acometí la tarea de recopilar estos textos, se me ocurrió definir determinados temas que veía aflorar repetidamente, por ejemplo, «orden y desorden en la naturaleza», «necesidad, posibilidad, infinito»,