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Anne, la de Avonlea
Anne, la de Avonlea
Anne, la de Avonlea
Libro electrónico371 páginas8 horas

Anne, la de Avonlea

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Información de este libro electrónico

Anne, la de Avonlea continúa la historia de Anne Shirley, la imaginativa y romántica pelirroja que ya tiene dieciséis años y se ha convertido en una maestra llena de ideales y nobles principios en la escuela de Avonlea. Sin embargo, a pesar de las nuevas responsabilidades, no ha abandonado la costumbre de meterse en problemas.
 
L. M. Montgomery narra con su esmerada prosa los esfuerzos de esta jovencita por inspirar a sus alumnos, ayudar a criar a unos mellizos revoltosos y mejorar su querido pueblo junto con su antiguo rival de la escuela, Gilbert Blythe, a quien ahora mira con otros ojos.
Las aventuras de Anne capturarán los corazones y encenderán la imaginación de los lectores. Un libro tierno y entretenido, con personajes adorables y situaciones divertidas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 jul 2023
ISBN9789878151557
Anne, la de Avonlea

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    Anne, la de Avonlea - Lucy M. Montgomery

    Imagen de portada

    Anne, la de Avonlea

    Anne, la de Avonlea

    Lucy M. Montgomery

    Índice de contenido

    Portadilla

    Legales

    1. Un vecino furioso

    2. Una venta rápida y un arrepentimiento instantáneo

    3. En casa del señor Harrison

    4. Opiniones encontradas

    5. Una maestra de cuerpo entero

    6. Toda clase y condición de hombres... y de mujeres

    7. El sentido del deber

    8. Marilla adopta mellizos

    9. Una cuestión de color

    10. Davy busca emociones

    11. Realidad y fantasía

    12. Un día desastroso

    13. Una excursión dorada

    14. Un peligro esquivado

    15. Comienzan las vacaciones

    16. La esencia de lo que deseamos

    17. Un capítulo de accidentes

    18. Una aventura en el Camino de los Conservadores

    19. Nada más que un día feliz

    20. El modo en que a menudo ocurren las cosas

    21. La dulce señorita Lavendar

    22 Noticias varias

    23. El romance de la señorita Lavendar

    24. Un profeta en su tierra

    25. Escándalo en Avonlea

    26. El recodo del camino

    27. Una tarde en la casa de piedra

    28. El príncipe regresa al palacio encantado

    29. Poesía y prosa

    30. Una boda en la casa de piedra

    Anne, la de Avonlea

    Lucy M. Montgomery

    Título original: Anne of Avonlea

    Con ilustraciones de Pablo De Bella

    Primera edición.

    Ilustración

    Colombia 260 - B1603CPH

    Villa Martelli, Bs. As., Argentina

    info@catapulta.net

    www.catapulta.net

    Coordinación editorial: Florencia Carrizo

    Traducción: Cristina M. Paoloni

    Corrección: Gustavo Wolovelsky

    Diseño de cubierta e interior: Verónica Álvarez Pesce

    ISBN 978-987-815-155-7

    © 2021, Catapulta Children Entertainment S. A.

    Hecho el depósito que determina la ley N.o 11.723.

    Libro de edición argentina.

    No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión, o la transformación de este libro en cualquier forma o por cualquier medio, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

    Digitalización: Proyecto451

    Para mi primera maestra, Hattie Gordon Smith, en agradecimiento a su estímulo y apoyo.

    Las flores florecen donde ella camina;

    los caminos prudentes del deber,

    nuestras firmes y rígidas líneas de la vida,

    con ella son curvas fluidas de belleza.

    WHITTIER

    CAPÍTULO UNO

    Un vecino furioso

    Una alta y delgada muchacha, de poco más de dieciséis años, con ojos grises y serios y un cabello que sus amigos llamaban color caoba, se había sentado una hermosa tarde de agosto sobre el ancho umbral de caliza roja en una granja de la Isla del Príncipe Eduardo, firmemente decidida a traducir unos versos de Virgilio.

    Pero la tarde de agosto, con las brumas azules que ornaban las cuestas cultivadas, las brisas susurrantes como duendes entre los álamos y un danzarín esplendor de rojas amapolas que brillaban contra el oscuro seto de abetos jóvenes en un rincón del bosque de cerezos, se prestaba más para soñar que para las lenguas muertas. El libro de Virgilio se deslizó descuidadamente al suelo y Anne, con el mentón apoyado sobre las manos y los ojos fijos en un espléndido grupo de mullidas nubes que se amontonaban justo sobre la casa del señor J. A. Harrison como si fueran una gran montaña blanca, estaba muy lejos, en un mundo delicioso, donde cierta maestra de escuela estaba realizando una labor magnífica, modelando los destinos de futuros estadistas e inspirando las mentes y los corazones juveniles con elevadas ambiciones.

    Hablando con franqueza, si se miraba la cruda realidad (cosa que, debemos confesar, Anne hacía muy pocas veces y solo por obligación), no parecía haber material muy prometedor para futuras celebridades en la escuela de Avonlea, pero nunca se sabe qué puede pasar si una maestra emplea su influencia para bien. Anne poseía ciertos ideales de color de rosa sobre qué podía lograr una maestra solo con tomar por el camino correcto e imaginaba una escena, que ocurriría cuarenta años en el futuro, con un famoso personaje (el motivo exacto de su fama era dejado en una conveniente nebulosa, aunque Anne pensaba que sería muy hermoso que se tratara del rector de una universidad o de un primer ministro del Canadá), quien se inclinaba hacia sus arrugadas manos y le aseguraba que ella había sido quien encendiera por vez primera su ambición y que todo el éxito en su vida se debía a las lecciones que ella le había inculcado mucho tiempo atrás en la escuela de Avonlea. Esta placentera visión fue destrozada por una interrupción de lo más desagradable.

    Una vaca jersey apareció corriendo por el sendero y unos segundos más tarde llegó el señor Harrison… si es que llegar era el término apropiado para describir su manera de irrumpir en el jardín.

    Saltó la cerca sin esperar a abrir la puerta y confrontó enojado a la sorprendida Anne, que se había puesto de pie de un salto y lo contemplaba algo perpleja. El señor Harrison era su nuevo vecino y ella nunca había hablado con él, aunque lo había visto de lejos un par de veces.

    A principios de abril, antes de que Anne regresara de la Academia de la Reina, el señor Robert Bell había vendido su granja, que lindaba con la de los Cuthbert por el oeste, y se había mudado a Charlottetown. Su granja había sido comprada por un cierto señor J. A. Harrison, cuyo nombre, junto con el hecho de que era originario de Nueva Brunswick, era todo cuanto se sabía de él. Pero, antes de cumplir su primer mes en Avonlea, se había ganado la reputación de ser un hombre raro, un cascarrabias, como dijera la señora Rachel Lynde. La señora Rachel era, por cierto, una mujer que no tenía pelos en la lengua, como recordarán aquellos que ya la conocen. El señor Harrison era ciertamente muy distinto de las otras personas, y esa es la característica fundamental de un cascarrabias, como todo el mundo sabe.

    En primer lugar, manejaba la casa él solo y había declarado públicamente que no quería en sus posesiones a ninguna tonta mujer. El sector femenino de Avonlea se había vengado mediante horribles historias respecto de su cocina y la limpieza de su casa. Él había contratado al joven John Henry Carter, de White Sands, quien dio origen a las habladurías. Antes que nada, nunca había un horario fijo para las comidas en la granja del señor Harrison. Él comía algo cuando tenía hambre, y si John Henry estaba a mano en la ocasión, se acercaba a comer su parte; pero si no lo estaba, debía esperar hasta el próximo ataque de hambre del señor Harrison. El joven aseveraba tristemente que se hubiera muerto de hambre si no se hubiese ido a su casa los domingos a llenarse bien la panza y si su madre no le hubiese dado siempre una cesta de comida para que llevara de vuelta consigo a la granja los lunes por la mañana.

    En lo que se refería a fregar los platos, el señor Harrison nunca encontraba la excusa para llevar a cabo esa tarea a menos que lloviera un domingo; entonces, lavaba todos los platos juntos en el barril del agua de lluvia y los dejaba escurrirse.

    Además, el señor Harrison demostró que era tacaño. Cuando se le pidió que contribuyera para pagar el sueldo del reverendo Allan, dijo que primero esperaría a ver cuántos dólares valía su prédica… Él no creía en eso de comprar las cosas a ciegas. Y cuando la señora Lynde fue a pedirle una contribución para las misiones, y de paso a echar una mirada a su casa, le dijo que había más paganas entre las viejas chismosas de Avonlea que en cualquier otra parte que él conociera y que con muchísimo gusto colaboraría en la misión de cristianizarlas, si es que ella se hacía cargo de esa labor. La señora Rachel Lynde salió furiosa diciendo que era una suerte que la pobre señora Bell estuviera en su tumba, pues le hubiera roto el corazón ver el estado en que se encontraba la casa de la que ella tanto se enorgulleciera.

    —¡La pobre fregaba el piso de la cocina cada dos días —le dijo la señora Lynde a Marilla Cuthbert con tono indignado—, y si pudieras verlo ahora! Tuve que levantarme la falda para poder caminar.

    Y para colmo, el señor Harrison tenía una cotorra llamada Ginger. Nadie en Avonlea había tenido hasta entonces una cotorra; en consecuencia, el hecho fue considerado como muy poco respetable. ¡Y, además, qué cotorra! Según los dichos de John Henry Carter, no había pájaro más hereje, ya que decía muchísimas malas palabras. La señora Carter se hubiera llevado inmediatamente a su hijo de allí si hubiera estado segura de conseguirle enseguida otro trabajo. Además, Ginger le había arrancado un trozo de cuello a John Henry un día en que él se había acercado demasiado a la jaula. La señora Carter le mostraba la marca a todo el mundo cuando el infortunado joven regresaba los domingos a casa.

    Todas estas cosas cruzaron por la mente de Anne cuando el señor Harrison se quedó parado frente a ella, al parecer, mudo de ira. Aun en un estado más amigable, no se podía considerar al señor Harrison como un hombre atractivo: era bajo, gordo y calvo; y ahora, con su redonda cara enrojecida por la ira y sus prominentes ojos azules que casi se salían de las órbitas, le pareció a Anne la persona más horrible que hubiera visto jamás. De pronto, el señor Harrison recuperó el habla.

    —Esto no lo voy a soportar —estalló— ni un solo día más, ¿me oye, señorita? Por mi alma, es la tercera vez, señorita… ¡la tercera vez! La última vez le advertí a su tía que no permitiera que volviera a ocurrir… y ella la dejó… ella hizo… Qué es lo que significa esto, eso es lo que me gustaría saber y por eso he venido hasta aquí, señorita.

    —¿Me hace el favor de explicarme qué es lo que ocurre? —preguntó Anne con su acento más digno. Lo había estado practicando a menudo últimamente para tenerlo bien ensayado cuando comenzaran las clases. Pero el acento pareció no producir ningún efecto sobre el furioso señor Harrison.

    —¿Qué ocurre, señorita? Ya lo creo que ocurre algo, algo muy serio. Lo que ocurre, señorita, es que he vuelto a encontrar la vaca de su tía entre mi avena, no hace ni media hora. Es la tercera vez. Fíjese: la encontré el martes pasado y otra vez ayer. Vine a decirle a su tía que no permitiera que eso volviera a ocurrir. Y ella ha dejado que ocurra otra vez. ¿Dónde está su tía, señorita? Quisiera verla para decirle en la cara lo que pienso… lo que piensa J. A. Harrison.

    —Si se refiere a la señorita Marilla Cuthbert, ella no es mi tía, y se ha ido a East Grafton para ver a un pariente lejano que está muy enfermo —dijo Anne, subrayando con dignidad cada palabra—. Siento mucho que mi vaca haya irrumpido en su avena; es mi vaca y no de la señorita Cuthbert. Matthew me la regaló hace tres años cuando era una ternera, se la compró al señor Bell.

    —¡Que lo siente mucho! El sentirlo mucho no arregla nada. Vaya a ver los estragos que ha hecho su vaca en mi avena; la ha pisoteado toda.

    —Lo siento muchísimo —repitió firmemente Anne—, pero quizás si usted conservara su cerca en mejor estado, Dolly no hubiera podido pasar. El otro día noté que la parte de la cerca que separa nuestro prado de su avena no estaba en muy buenas condiciones.

    —Mi cerca está bien —gruñó el señor Harrison, más enfadado que nunca ante esta entrada del enemigo en su propio terreno—. La reja de una cárcel sería inútil para mantener fuera a esa vaca endemoniada. Y le digo, pelirroja insignificante, que, si esa vaca es suya, como dice, mejor sería que usted la vigilara de cerca para que no pisoteara el grano de los demás en lugar de quedarse ahí sentada leyendo noveluchas de cubierta amarilla —concluyó echando una mirada al inocente libro de Virgilio con cubierta amarillenta que estaba a los pies de Anne.

    En esos momentos había algo más rojo aún que el cabello de Anne, que, como sabemos, era su punto débil.

    —Prefiero tener el cabello rojo a no tener nada, o solo un poco alrededor de las orejas —contestó.

    El tiro había dado en el blanco, pues el señor Harrison era muy sensible a su calvicie. La ira lo dejó sin habla otra vez y solo atinó a contemplar mudo a Anne, quien recobró su tranquilidad y aprovechó la ventaja.

    —Lo puedo perdonar, señor Harrison, porque tengo imaginación. Puedo imaginar qué difícil debe ser encontrar una vaca en su avena y no le guardaré rencor por lo que ha dicho. Le prometo que Dolly nunca más volverá a entrar en su campo. Le doy mi palabra de honor.

    —Bueno, ocúpese de que sea así —murmuró el señor Harrison en un tono algo más suave. Pero se alejó dando fuertes pisotones y bastante enojado, y Anne siguió oyendo sus protestas hasta que se perdió en la distancia.

    Profundamente alterada, Anne cruzó el jardín y encerró a la traviesa Dolly.

    No hay posibilidad de que salga, a menos que haga pedazos la cerca, reflexionó. "Ahora parece bastante tranquila. Me atrevería a decir que la avena le ha sentado mal. Ojalá la hubiera vendido al señor Shearer cuando me la quiso comprar la semana pasada, pero me pareció que era mejor esperar a la subasta de ganado para venderla junto con el resto. Creo que es verdad que el señor Harrison es un cascarrabias. Por cierto, él no es para nada un alma gemela".

    Anne siempre estaba buscando almas gemelas.

    Marilla Cuthbert entraba en el jardín con el coche justo cuando Anne regresaba del establo y la muchacha corrió a preparar el té. Hablaron sobre el asunto en la mesa.

    —Me alegraré cuando haya terminado la subasta de ganado —dijo Marilla—. Es demasiada responsabilidad tener tanto ganado suelto y nadie, aparte de ese Martin, que es muy poco confiable, para cuidarlo. Todavía no ha vuelto y eso que me prometió que regresaría anoche si le daba el día libre para ir al funeral de su tía. Te aseguro que no sé cuántas tías tiene. Es la cuarta que se le muere desde que lo contratamos hace un año. Estaré agradecida cuando llegue la cosecha y el señor Barry se haga cargo de la granja. Tendremos que tener encerrada a Dolly en el corral hasta que venga Martin, pues debemos ponerla en el prado trasero y las cercas que están allí necesitan arreglo. Tengo que admitir que en el mundo hay muchísimas dificultades, como dice Rachel. Ahí tienes a la pobre Mary Keith muriéndose y no sé qué será de sus dos pequeños. Tiene un hermano en la Columbia Británica y le ha escrito sobre ellos, pero aún no ha tenido noticias.

    —¿Cómo son los niños? ¿Qué edad tienen?

    —Poco más de seis años… son mellizos.

    —¡Oh, como la señora Hammond tuvo tantos, siempre me interesaron los mellizos! —dijo Anne—. ¿Son lindos?

    —Te aseguro que no lo sabría decir; estaban muy sucios. Davy había estado fuera jugando con barro y Dora salió a buscarlo. Davy la metió de un empujón dentro de un montículo de barro y entonces, como ella lloraba, se metió él también y se revolcó ahí dentro para demostrarle que no había motivo para llorar. Mary dijo que Dora era realmente una buena niña, pero que Davy hacía muchas diabluras. En realidad, no ha tenido nunca una educación. Su padre murió cuando era apenas un bebé y Mary ha estado enferma casi siempre desde entonces.

    —Siempre siento pena por los niños que no han tenido educación —dijo Anne seriamente—. Usted sabe bien que yo tampoco la había tenido hasta que se hizo cargo de mí. Espero que su tío se ocupe de ellos. Dígame, ¿qué parentesco hay entre la señora Keith y usted?

    —¿Entre Mary y yo? Ninguno. Su marido era… primo tercero nuestro. Ahí viene la señora Lynde. Supongo que vendrá a preguntar por Mary.

    —No le cuente lo del señor Harrison y la vaca —imploró Anne. Marilla lo prometió, pero la promesa fue innecesaria, pues la señora Lynde no había terminado de sentarse cuando dijo:

    —Vi al señor Harrison echando a tu vaca de su campo de avena cuando regresaba a casa desde Carmody. Me pareció que estaba bastante enojado. ¿Hizo mucho alboroto?

    Anne y Marilla intercambiaron furtivamente una sonrisa divertida. Pocas cosas en Avonlea podían escapársele a la señora Lynde. Aquella misma mañana, Anne había dicho: "Si uno entrara a su propia habitación a medianoche, cerrara la puerta, bajara la persiana y estornudara, la señora Lynde le preguntaría al día siguiente cómo estaba del resfrío".

    —Creo que se enfadó mucho —contestó Marilla—. Yo no estaba en casa. Le dio un buen sermón a Anne.

    —Me parece un hombre muy desagradable —dijo Anne, con un movimiento resentido de su rojiza cabeza.

    —Nunca has dicho una verdad más grande —confirmó solemnemente la señora Rachel—. Supe que habría problemas cuando Robert Bell vendió su granja a un hombre de Nueva Brunswick, eso es. No sé qué será de Avonlea, con tanta gente nueva. Pronto, ni siquiera estaremos seguros en nuestra propia cama.

    —¿Es que vienen más forasteros? —preguntó Marilla.

    —¿No lo sabías? Ahí tienes a la familia Donnell, en primer lugar. Alquilaron la vieja casa de Peter Sloane. Peter contrató al marido para que se ocupe de su molino. Vienen del este y nadie sabe nada de ellos. Luego está la familia del vago de Thimothy Cotton, que se mudará desde White Sands y será una carga pública. Él consume mucho alcohol… cuando no roba… y su mujer es una comodísima criatura que no mueve ni un dedo. Lava los platos sentada. La señora Pye se ha hecho cargo del sobrino huérfano de su marido, Anthony Pye. Será uno de tus alumnos, Anne, de manera que puedes esperar problemas por ese lado; eso es. Y también tendrás otro alumno forastero. Paul Irving viene de los Estados Unidos a vivir con su abuela. ¿Recuerdas a su padre, Marilla… Stephen Irving, el que dejó plantada a Lavendar Lewis de Grafton?

    —No creo que la dejara plantada. Tuvieron una pelea… Supongo que fue culpa de ambos.

    —Bueno, de todos modos, no se casó con ella y la pobre se ha vuelto muy rara desde entonces, según dicen, vive sola en esa pequeña casa de piedra a la que llaman la Morada del Eco. Stephen se fue a los Estados Unidos y se dedicó a los negocios con su tío; allí se casó con una yanqui. Desde entonces, nunca volvió a su casa natal, aunque su madre fue a visitarlo un par de veces. Su mujer murió hace dos años y él mandó a su hijo para que se quedara aquí, con su abuela, por un tiempo. Tiene diez años y no sé si será un alumno muy recomendable. Nunca se sabe con esos yanquis.

    La señora Lynde contemplaba a todos aquellos que habían tenido la desgracia de nacer fuera de la Isla del Príncipe Eduardo con un decidido aire de duda. Podían ser buenas personas, desde luego, pero era preferible dudarlo. Tenía un prejuicio en particular contra los yanquis. Una vez, su marido había sido estafado con diez dólares por una persona para la que él trabajaba en Boston y ni los ángeles ni los príncipes ni poder alguno sobre la Tierra podrían haber convencido a la señora Rachel de que todos los Estados Unidos no eran responsables por aquello.

    —A la escuela de Avonlea no le hará mal un poco de sangre nueva —dijo Marilla secamente—, y si este chico se parece en algo a su padre, será un buen chico. Steve Irving era el muchacho más agradable que haya vivido por estos lugares, aunque algunos lo tildaban de orgulloso. Creo que la señora Irving estará muy contenta de recibir a su nieto. Ha estado muy sola desde que murió su marido.

    —Oh, el chico podrá ser bueno, pero será distinto de los niños de Avonlea —dijo la señora Rachel, poniendo punto final al tema. Sus opiniones sobre cualquier persona, lugar o cosa eran siempre contundentes y definitivas—. ¿Qué es eso que he oído de que vas a formar una sociedad de fomento en el pueblo, Anne?

    —Solo hablé del tema con mis compañeros en el Club de Debates —dijo Anne ruborizándose—. Les pareció muy bien, al igual que al señor Allan y a su esposa. Muchos pueblos tienen sociedades de fomento para mejorarlos hoy en día.

    —Bueno, tendrás un sinfín de dificultades. Es preferible que no te metas, Anne, eso es. A la gente no le gusta que la mejoren.

    —Pero no vamos a tratar de mejorar a la gente, sino al pueblo de Avonlea. Hay muchísimas cosas que podrían hacerse para embellecerlo. Por ejemplo, ¿no sería algo bueno que pudiéramos convencer al señor Levi Boulter de que derribara esa horrible vieja casa que hay en sus tierras?

    —Por cierto que sí —admitió la señora Rachel—. Esa vieja ruina es una vergüenza para la comarca desde hace años. Pero si los de la sociedad de fomento logran instar a Levi Boulter a que haga algo por la comunidad sin cobrar nada, me gustaría estar allí para verlo y oírlo, eso es. No quisiera descorazonarte, Anne, pues hay algo de bueno en tu idea —aunque supongo que la habrás sacado de alguna inútil revista yanqui—, pero estarás muy ocupada con la escuela y te aconsejo, como amiga, que no te preocupes por mejorar nada. Aunque sé que seguirás adelante si se te ha metido en la cabeza. Siempre fuiste de las que llevan adelante lo que se proponen.

    Algo en el gesto decidido de los labios de Anne sugería que la señora Rachel no estaba errada en sus aseveraciones. Anne estaba decidida a formar la sociedad de fomento del pueblo. Gilbert Blythe, que enseñaría en White Sands pero regresaría a casa los viernes por la noche y se quedaría hasta los lunes por la mañana, estaba entusiasmado con la idea y los demás jóvenes apreciaban cualquier cosa que significara reuniones ocasionales y, en consecuencia, algo de diversión. Ahora bien, respecto de cuáles serían las mejoras, nadie, excepto Gilbert y Anne, tenía una idea muy clara. Ellos habían conversado sobre el tema y habían planeado todo hasta crear una Avonlea ideal, aunque solo existiera en su imaginación.

    La señora Rachel tenía otra noticia.

    —Le han dado la escuela de Carmody a una tal Priscilla Grant. ¿Tú no fuiste a la Academia de la Reina con alguien con ese nombre, Anne?

    —Sí, así es. ¡Priscilla va a enseñar en Carmody! ¡Qué bien! —exclamó Anne, y sus ojos grises se encendieron como estrellas en la noche, de modo que la señora Lynde se preguntó si alguna vez podría decidir a su entera satisfacción si Anne Shirley era o no una chica hermosa.

    CAPÍTULO DOS

    Una venta rápida y un arrepentimiento instantáneo

    Anne fue de compras a Carmody la tarde siguiente y llevó a Diana Barry consigo. Diana era, desde luego, un miembro activo de la sociedad de fomento del pueblo y las dos muchachas no hablaron de otra cosa durante el viaje.

    —Lo primero que debemos hacer tan pronto empecemos es pintar ese salón —dijo Diana cuando pasaron frente al salón de actos de Avonlea, un edificio algo destartalado construido en una hondonada del bosque con abetos a su alrededor—. Es un lugar de aspecto desagradable y debemos arreglarlo antes de que consigamos que el señor Levi Boulter derribe la casa de su terreno. Papá dice que no tendremos éxito en eso. Levi Boulter es demasiado mezquino para emplear su valioso tiempo en hacerlo.

    —Quizá deje que los muchachos la derriben si le prometen que cargarán las maderas, las hacharán y le darán la leña —dijo Anne esperanzada—. Debemos hacer cuanto podamos y contentarnos con ir lentamente al principio. No podemos esperar que todo salga bien de improviso. Primero debemos educar el sentimiento popular.

    Diana no estaba muy segura de qué significaba exactamente eso de educar el sentimiento popular, pero sonaba bien y se sentía orgullosa de pertenecer a una sociedad de fomento que tuviera tales miras.

    —Anoche pensé algo que podíamos hacer, Anne. ¿Has visto el terreno triangular donde se juntan los caminos de Carmody, Newbridge y White Sands? Está cubierto de maleza, ¿pero no quedaría bien si lo limpiáramos y dejáramos solo los dos o tres abedules que hay allí?

    —Espléndido —dijo Anne alegremente—. Y colocaremos un asiento rústico bajo los abedules. Y, cuando llegue la primavera, haremos un cantero de flores en el medio y plantaremos geranios.

    —Sí, pero debemos inventar algo para lograr que la anciana señora Sloane no deje su vaca suelta en el camino o, de lo contrario, se comerá los geranios —rio Diana—. Empiezo a comprender lo que significa educar el sentimiento popular. Ahí tienes la vieja casa de Boulter. ¿Has visto algo más destartalado? Y está ubicada muy cerca del camino. Una casa vieja, sin ventanas, siempre me hace pensar en algo muerto y sin ojos.

    —Creo que una casa vieja y desierta es un espectáculo muy triste —dijo Anne soñadoramente—. Siempre me da la impresión de que la casa debe estar pensando en su pasado y que llora al recordar sus antiguas alegrías. Marilla dice que una gran familia vivió en esa vieja casa hace ya muchos años y que era un lugar muy bonito, con un hermoso jardín y rosales que trepaban por todas partes. Estaba llena de niños, risas y canciones, y ahora está vacía y nada vaga por allí, excepto el viento. ¡Qué triste y solitaria debe sentirse! Quizá todos ellos regresan en las noches de luna, los fantasmas de los niños de otros tiempos y de las rosas y de las canciones… y por un ratito la vieja casa puede soñar que es otra

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