En la punta del mapa
Por Sandra Comino
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Junto a una nueva amiga, se sumergirá en una búsqueda que las llevará a descubrir la importancia de preservar las tradiciones y la memoria de aquellos que habitaron estas tierras antes que ellas.
Sandra Comino
Sandra Comino (Junín, Buenos Aires, 1964) es una escritora, docente, investigadora y crítica literaria argentina. Es conocida por sus libros Nadar de pie y La casita azul, y por haber ganado los premios A la orilla del viento del Fondo de Cultura Económica en 19991 y el Premio Iberoamericano de Novela otorgado en La Habana en 2001.Fue miembro de la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil Argentina.Integró el equipo de investigación Lecturas de infancia en el Río de La Plata en equipo con Graciela Montes, Nora Lía Sormani y María de los Ángeles Serrano.Algunas de sus obras: Así en la tierra como en el cielo, La enamorada del muro, La Casita Azul, Desde las gradas, Encuentros, etc.
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En la punta del mapa - Sandra Comino
Para Ámbar, con todo mi amor
EN EL AEROPUERTO
Sin un pedacito de arrepentimiento por viajar, Olivia pensó que su vida tenía montañas de despedidas. Y con la anticipación del llanto en el rostro de su madre, recordó que las idas y vueltas formaban parte de sus rutinas. Intentó no mirar más hacia atrás y, mucho menos, pensar. Primero, porque era su primer viaje después de la pandemia y su cuerpo lo sabía. Segundo, porque debía estar atenta a varias cosas. Tercero, porque necesitaba pasarla bien. Claro que esa huella de tristeza en la cara de su mamá le volvía a la mente. Pero ¿qué podía hacer? Ella no había elegido esta vida de viajes. Y tampoco su interrupción durante dos años. Por último: necesitaba alejarse un poco de la casa.
Sentía una mezcla de soledad y miedo que compartía con las personas que la rodeaban, a juzgar por los rostros llenos de inquietud. Caminó hacia el control de seguridad. Ya no se veían acompañantes, no había gente del lado de los que no viajaban, despidiendo a otros. Recordó un primer día de clases, años atrás, cuando la cambiaron de colegio. Esa era la sensación. Ser desconocida para un montón de personas y sentirse desprotegida. Tan desprotegida como cuando se enteró del último viaje que haría su padre, que le sonó raro e inminente.
Se concentró en el presente. Ya casi llegaba al escáner por el que se pasaban los bolsos de mano. Se preparó. Pasó. No estaba lista para viajar sin barbijo. Después juntó la mochila, el abrigo y se puso las botas. Esa impresión indefinida, mezcla de desánimo y remordimiento, se diluyó cuando inspiró el olor típico del free shop. Se dejó envolver por el aroma, pero no entró a ninguna tienda. Disfrutó del perfume mientras le duró en la nariz, o hasta que se acostumbró a él, y buscó el número de la puerta del preembarque para no equivocarse. Se sentó, aunque faltara un rato largo para partir.
Olivia intentó leer, sin poder concentrarse, un libro que había sacado de la biblioteca de Bela en el viaje anterior. Ahora lo llevaba para devolvérselo. Lo raro fue que no lo encontraba, hasta que apareció en la biblioteca de su padre. Pensaba que en tres días cumpliría años y que sería el primero que pasaría sin su mamá y su papá. Se sentía extraña, aunque ya no había remedio. Y se repetía que, por una vez, un plan diferente no cambiaría nada. Trató de convencerse.
Leía sin leer. ¿A dónde habría ido su padre? Él, que planificaba tanto todo, de golpe salió así, de urgencia. Y con la excusa de no tener señal no había mandado ningún mensaje. Estaba acostumbrada a los viajes de trabajo sin comunicación, digno hijo de la abuela: los dos trabajaban de lo mismo.
El libro que llevaba era sobre el lugar al que se dirigía. Lo abría. Lo cerraba. Lo volvía a empezar. Luego elegía un fragmento al azar. Se detenía en algún párrafo. Leyó la contratapa. Le llamó la atención una foto que estaba en la mitad, señalando un capítulo. Había páginas con fotos impresas: por ejemplo, una de un naufragio ocurrido a mediados del siglo XVIII al sur del golfo de Penas. A continuación, aparecía un capítulo solo dedicado a contar sobre los sobrevivientes. Sabía de las tempestades del cabo de Hornos. Tenía la manía de detenerse en detalles que luego hilaba con los que encontraba en otros libros. Como si fuera coleccionista de hechos trágicos. Pensar en una nave antigua en medio del viento y el mar revuelto le producía inquietud y alivio por no vivir en un tiempo pasado, en otro siglo, sin confort. A ella le encantaban los relatos que hablaban del fin del mundo, leía todo lo que encontraba sobre ese lugar. Además, era el único libro que llevaba para el viaje. Por eso decidió intentarlo de nuevo; era la tercera o cuarta vez que lo empezaba. A veces las historias requerían de un tiempo para seducirla. Se daba cuenta que avanzaba sin entender. Le molestaba que el autor, cuando se refería a los indios, los llamaba salvajes. A pesar de que los salvajes
les llevaban comida, como mariscos y ovejas, a los que habían naufragado.
De todas formas, estaba segura de que se lo iba a devorar como lo hacía con todas las novelas ambientadas en otros tiempos. Tal vez le atraían tanto porque no había vivido en esa época. Iba a estudiar Historia en la universidad, le fascinaba el pasado. Aunque a veces pensaba que a lo mejor podría intentar con Geografía, porque la volvía loca de curiosidad descubrir sitios, ver mapas. ¿Las dos cosas? Tal vez.
El frío en esas zonas remotas le hacía pensar que debió haber sido insoportable padecerlo sin comodidades. Porque a ella, aunque ese clima a veces le gustara, le parecía demasiado intenso, entonces no podía imaginar lo que habría sido para los antiguos habitantes. Especulaba como si fuera extranjera de un espacio. O desde la perspectiva del tiempo que le tocó vivir. No le molestaba el frío, ni la nieve, ni el viento, ni la lluvia, eso era claro. Sin embargo, era evidente que vivió toda la vida en lugares calentitos con leña crujiente, chocolate espumoso, bufandas suaves, frazadas mullidas, batas gordinflonas, pantuflas esponjosas. Antes, no había diferencia entre el adentro y el afuera. Ella no podía ni pensar en estar lejos de un fuego. Menos aún en la vida al aire libre en pleno invierno, o en cómo los yámanas o los selknam vivieron apenas tapados con pieles de animales. Cómo todo era tan diferente: otra vida, sin internet, sin tele, sin celulares, ni golosinas.
Muchas veces se preguntó cómo alguien se podía asear sin ducha caliente. Los que tenían suerte lo harían en tinas; los que vivían en casas precarias ni se bañarían. Otros, lo harían en el río o en terrenos improvisados. Los indios se metían en el mar helado. Una locura para ella, que nada más bajar a la calle para ir a la escuela le parecía como cruzar la Cordillera.
Estaba por viajar al sur del sur