Una Bofetada
Una Bofetada
Una Bofetada
[cuento]
Horacio Quiroga
Pasaron dos aos. El mens abofeteado haba trabajado en varios obrajes, sin serle permitido poner una
sola vez los pies en Puerto Profundidad. Ya se ve: el
antiguo disgusto con Korner y el episodio del palo
mayor, haba convertido al indiecito en persona poco
grata a la administracin. El mens, entretanto,
invadido por la molicie aborigen, quedaba largas
temporadas en Posadas, vagando, viviendo de sus
bigotitos en punta que encendan el corazn de las
mensualeras. Su corte de pelo en melena corta, sobre todo, muy poco comn en el
extremo norte, encantaba a las muchas con la seduccin de su aceite de violentas
lociones.
Un buen da se decida a aceptar la primer contrata al paso, y remontaba el Paran.
Chancelaba presto su anticipo, pues tena un magnfico brazo; descenda a este puerto,
a aqul, los sondaba todos, tratando de llegar adonde quera. Pero era en vano. En todos
los obrajes se le aceptaba con placer, menos en Profundidad; all estaba de ms. Le entraba entonces nueva crisis de desgano y cansancio, y tornaba a pasar meses enteros en
Posadas, el cuerpo enervado y el bigotito saturado de esencias.
Corrieron an tres aos. En ese tiempo el mens subi una sola vez el Alto Paran, habiendo concluido por considerar sus medios de vida actuales mucho menos fatigoso que los
del monte. Y aunque el antiguo y duro cansancio de los brazos era ahora reemplazado por
la constante fatiga de las piernas, hallaba aquello de su gusto.
No conoca o no frecuentaba, por lo menos de Posadas, ms que la Bajada, y el puerto.
No sala de ese barrio de los mens; pasaba del rancho de una mensualera a otro; luego
iba al boliche, despus al puerto, a festejar en coro de aullidos el embarque diario de los
mens, para concluir de noche en los bailes a cinco centavos la pieza.
Ch amigo! le gritaban los peones. No te gusta ms tu hacha! Te gusta la bailanta,
ch amigo!
El indiecito sonrea, satisfecho de sus bigotitos y su melena lustrosa.
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Un da, sin embargo, levant vivamente la cabeza y la volvi, toda odos, a los conchabadores que ofrecan esplndidos anticipos a una tropa de menss recin desembarcados. Se trataba del arriendo de Puerto Cabriuva, casi en los saltos del Guayra, por la
empresa que regenteaba Korner. Haba all mucha madera en barranca, y se precisaba
gente. Buen jornal, y un poco de caa, ya se sabe.
Tres das despus, los mismos menss que acababan de bajar extenuados por nueve meses
de obraje, tornaban a subir, despus de haber derrochado fantstica y brutalmente en
cuarenta y ocho horas doscientos pesos de anticipo.
No fue poca la sorpresa de los peones al ver al buen mozo entre ellos.
Opama la fiesta, ch amigo! le gritaban. Otra vez la hacha, amb!...
Llegaron a Puerto Cabriuva, y desde esa misma tarde
su cuadrilla fue destinada a las jangadas. Pas, por
consiguiente, dos meses trabajando bajo un sol de
fuego, tumbando vigas desde lo alto de la barranca
al ro, a punta de palanca, en esfuerzos congestivos
que tendan como alambres los tendones del cuello
a los siete menss enfilados.
Luego el trabajo en el ro, a nado, con veinte brazas
de agua bajo los pies, juntando los troncos, remolcndolos, inmovilizados en los cabezales de las vigas
horas enteras, con la cabeza y los brazos nicamente fuera del agua. Al cabo de cuatro,
seis horas, el hombre trepa a la jangada, se le iza, mejor dicho, pues est helado. No es
extrao, pues, que la administracin tenga siempre reservada un poco de caa para estos
casos, los nicos en que se infringe la ley. El hombre toma una copa, y vuelve otra vez al
agua.
El mens tuvo as su parte en este rudo quehacer, y baj con la inmensa almada hasta
Puerto Profundidad. Nuestro hombre haba contado con esto para que se le permitiera
bajar en el puerto. En efecto, en la comisara del obraje o no se le reconoci, o se hizo
la vista gorda en razn de la urgencia del trabajo. Lo cierto es que recibida la jangada,
se le encomend al mens, conjuntamente con tres peones, la conduccin de una recua
de mulas a la Carrera, varias leguas adentro. No peda otra cosa el mens, que sali a la
maana siguiente, arreando su tropilla por la picada maestra.
Haca ese da mucho calor. Entre la doble muralla de bosque, el camino rojo deslumbraba de sol. El silencio de la selva a esa hora pareca aumentar la mareante vibracin del
aire sobre la arena volcnica. Ni un soplo de aire, ni un po de pjaro. Bajo el sol a plomo
que enmudeca a las chicharras, la tropilla aureolada de tbanos avanzaba montonamente por la picada, cabizbaja de modorra y luz.
A la una los peones hicieron alto para tomar mate. Un momento despus divisaban a su
patrn que avanzaba hacia ellos por la picada. Vena solo, a caballo, con su gran casco
de pita. Korner se detuvo, hizo dos o tres preguntas al pen ms inmediato, y recin
entonces reconoci al indiecito, doblado sobre la pava de agua.
El rostro sudoroso de Korner enrojeci un punto ms, y se irgui en
los estribos.
Eh, vos! Qu hacs aqu? le grit furioso. El indiecito se incorpor sin prisa.
Parece que no sabe saludar a la gente contest avanzando hacia su patrn.
Korner sac el revlver e hizo fuego. El tiro tuvo tiempo de salir, pero a la loca: un revs
de machete haba lanzado al aire el revlver, con el ndice adherido al gatillo. Un instante
despus Korner estaba por tierra, con el indiecito encima.
Los peones haban quedado inmviles, ostensiblemente ganados por la audacia de su
compaero.
Sigan ustedes! les grit ste con voz ahogada, sin volver la cabeza.
Los otros prosiguieron su deber, que era para ellos arrear las mulas segn lo ordenado, y
la tropilla se perdi en la picada.
El mens, entonces, siempre conteniendo a Korner contra el suelo,
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tir lejos el cuchillo de ste, y de un salto se puso de pie. Tena en la mano el rebenque
de su patrn, de cuero de anta.
Levantte le dijo.
Korner se levant, empapado en sangre e insultos, e intent una embestida. Pero el ltigo cay tan violentamente sobre su cara que lo lanz a tierra.
Levantte repiti el mens.
Korner torn a levantarse.
Ahora camin.
Y como Korner, enloquecido de indignacin, iniciara otro ataque, el
rebenque, con un seco y terrible golpe, cay sobre su espalda.
Camin.
Korner camin. Su humillacin, casi apopltica, su mano desangrndose, la fatiga, lo
haban vencido y caminaba. A ratos, sin embargo, la intensidad de su afrenta detenalo
con un huracn de amenazas. Pero el mens no pareca or. El ltigo caa de nuevo, terrible, sobre su nuca.
Camin.
Iban solos por la picada, rumbo al ro, en silenciosa pareja, el mens un poco detrs. El
sol quemaba la cabeza, las botas, los pies. Igual silencio que en la maana, diluido en el
mismo vago zumbido de la selva aletargada. Slo de vez en cuando sonaba el restallido
del rebenque sobre la espalda de Korner.
Camin.
Durante cinco horas, kilmetro tras kilmetro, Korner sorbi hasta las heces la humillacin y el dolor de su situacin. Herido, ahogado, con fugitivos golpes de apopleja, en
balde intent varias veces detenerse. El mens no deca una palabra, pero el ltigo caa
de nuevo, y Korner caminaba.
Al entrar el sol, y para evitar la Comisara, la pareja abandon la picada maestra por un
pique que conduca tambin al Paran. Korner, perdida con ese cambio de rumbo la ltima posibilidad de auxilio, se tendi en el suelo, dispuesto a no dar un paso ms. Pero el
rebenque, con golpes de brazo habituado al hacha, comenz a caer.
Camin.
Al quinto latigazo Korner se incorpor, y en el cuarto de hora final los rebencazos cayeron
cada veinte pasos con incansable fuerza sobre la espalda y la nuca de Korner, que se tambaleaba como sonmbulo.
Llegaron por fin al ro, cuya costa remontaron hasta la jangada. Korner tuvo que subir a
ella, tuvo que caminar como le fue posible hasta el extremo opuesto, y all, en el lmite
de sus fuerzas, se desplom de boca, la cabeza entre los brazos.
El mens se acerc.
Ahora habl por fin esto es para que saluds a la gente... Y esto para que sopapes a
la gente...
Y el rebenque, con terrible y montona violencia, cay sin tregua sobre la cabeza y la
nuca de Korner, arrancndole mechones sanguinolentos de pelo.
Korner no se mova ms. El mens cort entonces las amarras de la jangada, y subiendo
en la canoa, at un cabo a la popa de la almada y pale vigorosamente.
Por leve que fuera la traccin sobre la inmensa mole de vigas, el esfuerzo inicial bast.
La jangada vir insensiblemente, entr en la corriente, y el hombre cort entonces el
cabo.
El sol haba entrado haca rato. El ambiente, calcinado dos horas antes, tena ahora una
frescura y quietud fnebres. Bajo el cielo an verde, la jangada derivaba girando, entraba en la sombra transparente de la costa paraguaya, para resurgir de nuevo, slo una
lnea ya.
El mens derivaba tambin oblicuamente hacia el Brasil, donde deba permanecer hasta
el fin de sus das.
Voy a perder la bandera murmuraba, mientras se ataba un hilo en la mueca fatigada.
Y con una fra mirada a la jangada que iba al desastre inevitable, concluy entre los
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dientes:
Pero se no va a sopapear ms a nadie, gringo de un a membu!
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