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Vampiro de Emilia Pardo Bazan

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Vampiro

[Cuento. Texto completo]

Emilia Pardo Bazán

No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y qué milagro! ¿Sucede todos los


días que un setentón vaya al altar con una niña de quince?

Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la


sobrina del cura de Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del
santuario de Nuestra Señora del Plomo -distante tres leguas de Vilamorta-
bendijo su unión con el señor don Fortunato Gayoso, de setenta y siete y
medio, según rezaba su partida de bautismo. La única exigencia de Inesiña
había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y usaba
siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como el
novio no podía, ¡qué había de poder, malpocadiño!, subir por su pie la
escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y
Vilamorta, ni tampoco sostenerse a caballo, se discurrió que dos fornidos
mocetones de Gondelle, hechos a cargar el enorme cestón de uvas en las
vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la reina hasta el templo.
¡Buen paso de risa!

Sin embargo, en los casinos, boticas y demás círculos, digámoslo así, de


Vilamorta y Cebre, como también en los atrios y sacristías de las
parroquiales, se hubo de convenir en que Gondelle cazaba muy largo, y en
que a Inesiña le había caído el premio mayor. ¿Quién era, vamos a ver,
Inesiña? Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos brillantes, de carrillos
como rosas; pero qué demonio, ¡hay tantas así desde el Sil al Avieiro! En
cambio, caudal como el de don Fortunato no se encuentra otro en toda la
provincia. Él sería bien ganado o mal ganado, porque esos que vuelven del
otro mundo con tantísimos miles de duros, sabe Dios qué historia ocultan
entre las dos tapas de la maleta; solo que.... ¡pchs!, ¿quién se mete a
investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son como el buen
tiempo: se disfrutan y no se preguntan sus causas.
Que el señor Gayoso se había traído un platal, constaba por referencias
muy auténticas y fidedignas; solo en la sucursal del Banco de Auriabella
dejaba depositados, esperando ocasión de invertirlos, cerca de dos millones
de reales (en Cebre y Vilamorta se cuenta por reales aún). Cuantos pedazos
de tierra se vendían en el país, sin regatear los compraba Gayoso; en la
misma plaza de la Constitución de Vilamorta había adquirido un grupo de
tres casas, derribándolas y alzando sobre los solares nuevo y suntuoso
edificio.

-¿No le bastarían a ese viejo chocho siete pies de tierra? -preguntaban entre
burlones e indignos los concurrentes al Casino.

Júzguese lo que añadirían al difundirse la extraña noticia de la boda, y al


saberse que don Fortunato, no sólo dotaba espléndidamente a la sobrina del
cura, sino que la instituía heredera universal. Los berridos de los parientes,
más o menos próximos, del ricachón, llegaron al cielo: hablose de
tribunales, de locura senil, de encierro en el manicomio. Mas como don
Fortunato, aunque muy acabadito y hecho una pasa seca, conservaba
íntegras sus facultades y discurría y gobernaba perfectamente, fue preciso
dejarle, encomendando su castigo a su propia locura.

Lo que no se evitó fue la cencerrada monstruo. Ante la casa nueva,


decorada y amueblada sin reparar en gastos, donde se habían recogido ya
los esposos, juntáronse, armados de sartenes, cazos, trípodes, latas, cuernos
y pitos, más de quinientos bárbaros. Alborotaron cuanto quisieron sin que
nadie les pusiese coto; en el edificio no se entreabrió una ventana, no se
filtró luz por las rendijas: cansados y desilusionados, los cencerreadores se
retiraron a dormir ellos también. Aun cuando estaban conchavados para
cencerrar una semana entera, es lo cierto que la noche de tornaboda ya
dejaron en paz a los cónyuges y en soledad la plaza.
Entre tanto, allá dentro de la hermosa mansión, abarrotada de ricos muebles
y de cuanto pueden exigir la comodidad y el regalo, la novia creía soñar;
por poco, y a sus solas, capaz se sentía de bailar de gusto. El temor, más
instintivo que razonado, con que fue al altar de Nuestra Señora del Plomo,
se había disipado ante los dulces y paternales razonamientos del anciano
marido, el cual sólo pedía a la tierna esposa un poco de cariño y de calor,
los incesantes cuidados que necesita la extrema vejez. Ahora se explicaba
Inesiña los reiterados «No tengas miedo, boba»; los «Cásate tranquila», de
su tío el abad de Gondelle. Era un oficio piadoso, era un papel de
enfermera y de hija el que le tocaba desempeñar por algún tiempo..., acaso
por muy poco. La prueba de que seguiría siendo chiquilla, eran las dos
muñecas enormes, vestidas de sedas y encajes, que encontró en su tocador,
muy graves, con caras de tontas, sentadas en el confidente de raso. Allí no
se concebía, ni en hipótesis, ni por soñación, que pudiesen venir otras
criaturas más que aquellas de fina porcelana.

¡Asistir al viejecito! Vaya: eso sí que lo haría de muy buen grado Inés. Día
y noche -la noche sobre todo, porque era cuando necesitaba a su lado,
pegado a su cuerpo, un abrigo dulce- se comprometía a atenderle, a no
abandonarle un minuto. ¡Pobre señor! ¡Era tan simpático y tenía ya tan
metido el pie derecho en la sepultura! El corazón de Inesiña se conmovió:
no habiendo conocido padre, se figuró que Dios le deparaba uno. Se
portaría como hija, y aún más, porque las hijas no prestan cuidados tan
íntimos, no ofrecen su calor juvenil, los tibios efluvios de su cuerpo; y en
eso justamente creía don Fortunato encontrar algún remedio a la
decrepitud. «Lo que tengo es frío -repetía-, mucho frío, querida; la nieve de
tantos años cuajada ya en las venas. Te he buscado como se busca el sol;
me arrimo a ti como si me arrimase a la llama bienhechora en mitad del
invierno. Acércate, échame los brazos; si no, tiritaré y me quedaré helado
inmediatamente. Por Dios, abrígame; no te pido más».

Lo que se callaba el viejo, lo que se mantenía secreto entre él y el


especialista curandero inglés a quien ya como en último recurso había
consultado, era el convencimiento de que, puesta en contacto su ancianidad
con la fresca primavera de Inesiña, se verificaría un misterioso trueque. Si
las energías vitales de la muchacha, la flor de su robustez, su intacta
provisión de fuerzas debían reanimar a don Fortunato, la decrepitud y el
agotamiento de éste se comunicarían a aquélla, transmitidos por la mezcla
y cambio de los alientos, recogiendo el anciano un aura viva, ardiente y
pura y absorbiendo la doncella un vaho sepulcral. Sabía Gayoso que
Inesiña era la víctima, la oveja traída al matadero; y con el feroz egoísmo
de los últimos años de la existencia, en que todo se sacrifica al afán de
prolongarla, aunque sólo sea horas, no sentía ni rastro de compasión.
Agarrábase a Inés, absorbiendo su respiración sana, su hálito perfumado,
delicioso, preso en la urna de cristal de los blancos dientes; aquel era el
postrer licor generoso, caro, que compraba y que bebía para sostenerse; y si
creyese que haciendo una incisión en el cuello de la niña y chupando la
sangre en la misma vena se remozaba, sentíase capaz de realizarlo. ¿No
había pagado? Pues Inés era suya.

Grande fue el asombro de Vilamorta -mayor que el causado por la boda


aún- cuando notaron que don Fortunato, a quien tenían pronosticada a los
ocho días la sepultura, daba indicios de mejorar, hasta de rejuvenecerse. Ya
salía a pie un ratito, apoyado primero en el brazo de su mujer, después en
un bastón, a cada paso más derecho, con menos temblequeteo de piernas. A
los dos o tres meses de casado se permitió ir al casino, y al medio año, ¡oh
maravilla!, jugó su partida de billar, quitándose la levita, hecho un hombre.
Diríase que le soplaban la piel, que le inyectaban jugos: sus mejillas
perdían las hondas arrugas, su cabeza se erguía, sus ojos no eran ya los
muertos ojos que se sumen hacia el cráneo. Y el médico de Vilamorta, el
célebre Tropiezo, repetía con una especie de cómico terror:

-Mala rabia me coma si no tenemos aquí un centenario de esos de quienes


hablan los periódicos.

El mismo Tropiezo hubo de asistir en su larga y lenta enfermedad a


Inesiña, la cual murió -¡lástima de muchacha!- antes de cumplir los veinte.
Consunción, fiebre hética, algo que expresaba del modo más significativo
la ruina de un organismo que había regalado a otro su capital. Buen entierro
y buen mausoleo no le faltaron a la sobrina del cura; pero don Fortunato
busca novia. De esta vez, o se marcha del pueblo, o la cencerrada termina
en quemarle la casa y sacarle arrastrando para matarle de una paliza
tremenda. ¡Estas cosas no se toleran dos veces! Y don Fortunato sonríe,
mascando con los dientes postizos el rabo de un puro.

FIN

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