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Fuera de La Ley

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Fuera de La Ley

HAMPA, ANARQUISTAS,
BANDOLEROS Y APACHES.
LOS BAJOS FONDOS EN ESPAÑA
(1900-1923)
:: PRIMERA EDICIÓN:
septiembre, 2016

:: CONTACTO CON LA EDITORIAL:


Calle Cava Alta 17, 2º izquierda
28005, Madrid
lafelguera@nodo50.org

 Los autores
 De la presente edición: La Felguera Editores

:: EDICIÓN, DISEÑO, MAQUETACIÓN Y CORRECCIÓN:


La Intendencia

Fotografía en portada: retrato de la ficha policial de Cándido


Sáenz Meranza, alias «El abuelo», primeros años del siglo XX,
de quien se dice que «es de muy malas costumbres». En la so-
pala trasera, retrato de la ficha policial de Celestino Pérez Me-
rino, primeros años del siglo XX, de quien se dice igualmente
que «es muy malo». En la solapa delantera, interior de la choco-
latería San Ginés (Madrid). Imagen publicada en Crónica el 16
de febrero de 1930. Las ilustraciones con las que se abre
la obra pertenecen a The Crime of a Christmas Toy.
A detective story, etc., de Henry Herman (1893)

ISBN: 978-84-944208-8-7
Depósito Legal: M-27875-2016

:: IMPRIME: Kadmos
Impreso en España

El contenido de esta obra puede ser distribuido, copiado y co-


municado libremente, siempre y cuando su uso no sea comercial.
Se prohibe la obra derivada. Para cualquier otro uso o finalidad,
se requerirá expresa autorización de la editorial.
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN: UN PAÍS EN LLAMAS 15

I. HAMPA

ARMAS PROHIBIDAS 29
SOMOS LA BRIGADA CRIMINAL 35
NUESTRO SHERLOCK HOLMES ESPAÑOL:
FERNÁNDEZ-LUNA DISFRAZADO DE APACHE O VAGABUNDO 47
GOLFOS 51

EPISODIOS DE LA GUERRA CONTRA LA GOLFERÍA:

EL LADRÓN URBANO, CONSIDERADO EN GENERAL,


Y EN PARTICULAR EL RATERO 59

LOS BAJOS FONDOS DE BARCELONA 73

EL UNIVERSO DEL HAMPA:

RANDAS Y RATEROS 91
RATAS DE HOTEL 97
ESTAFADORES Y TARUGUISTAS 103
DRONISTAS Y SIRLEROS 117
ENTERRADORES 121
ESPADISTAS 127
TOPISTAS 133

ANTIGUOS COMBATIENTES DE LA GUERRA DE CUBA 137


ANTONIO LLUCIÀ, LAS AVENTURAS DEL PRÍNCIPE
DE LOS ESTAFADORES 141
RAFAEL COBA, EL LADRÓN DE ARTE 147
SHERLOCK HOLMES CONTRA FANTÔMAS:
UN COMBATE EN PLENO CENTRO DE MADRID 153
ROBÉ UN BANCO Y LA LEY NO ME ATRAPÓ 161
BANDAS Y SOCIEDADES SECRETAS:

LOS CABALLEROS DE LA LUNA 165


SOCIEDAD DE JÓVENES DE LA INDUSTRIA 170

LA OTRA BANDA NEGRA: ATRACADORES DE TRENES 173

LOS LUGARES DEL HAMPA:

CAFÉS CANTANTES 179


CABARETS Y TABERNAS 185
LAS CASAS DE DORMIR O «HOTELES DEL HAMPA» 201
CASAS DE JUEGO 205
TROGLODITAS 209

II. CUADERNO DE FICHAS POLICIALES 225

III. ANARQUISTAS

¿ERA UN ANARQUISTA? 331


EL EJÉRCITO DE LA BANDERA NEGRA 339
LA BANDA NEGRA 361
CÓMO FUNCIONABAN LAS BANDAS TERRORISTAS 411
SE METIERON A LADRONES 415
SECRETOS INCONFESABLES: UNA LISTA DE ASESINABLES 419

IV. BANDOLEROS

ENTREVISTA CON PASOS LARGOS 431


LOS ÚLTIMOS BANDOLEROS 441
EL BANDOLERISMO ANDALUZ, SU HISTORIA
Y SUS ÚLTIMOS DESTELLOS... 463
UN ROMANCERO PARA PERNALES 466
V. APACHES

¡APACHES! ¡APACHES! ¡APACHES!


ESPAÑA ANTE LA PLAGA APACHE 477
EXPLORACIÓN POLICIACA: EN BUSCA DE LOS APACHES 491
CÓMO SE NOS ROBA, CÓMO SE NOS MATA:
LOS APACHES DE PARÍS 501
LOS APACHES EN BARCELONA 507
ROBOS DE APACHES EN MADRID:
NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA 511
LA REINA DE LOS APACHES 515
PARÍS-EXTREMADURA 519

VI. DICCIONARIO CRIMINAL 523


Fuera de La Ley

HAMPA, ANARQUISTAS,
BANDOLEROS Y APACHES.
LOS BAJOS FONDOS EN ESPAÑA
(1900-1923)
LA FELGUERA | EDITORES
COLECCIÓN TRUE CRIME
INTRODUCCIÓN: UN PAÍS EN LLAMAS
LOS EDITORES

«La Policía detuvo ayer a un extranjero sospechoso, que ha


resultado ser un anarquista y un apache. Se llama Anglade
Cartier, encontrándosele varios documentos y algún dinero.
Tiene todo su cuerpo tatuado. En la espalda aparece una
caricatura de un oficial francés, con cara de cerdo, colgado
de una horca, y se leen en diferentes partes del cuerpo le-
treros subversivos. Ha ingresado en la cárcel a disposición
del cónsul francés»

El Siglo Futuro, 23 de noviembre de 1911


LAS TROPAS HABÍAN REGRESADO DE FILIPINAS Y CUBA desmoralizadas y abati-
das. Los soldados desembarcaron con aspecto harapiento y mal alimentados.
Algunos, paseando una desolación que pocas veces se había presenciado.
Caminaban torpemente, apoyados en muletas o en los brazos de sus
compañeros.
España, tras perder sus últimas colonias, se veía como un país sin im-
perio, una nación empequeñecida y, sobre todo, humillada. En Francia, Es-
tados Unidos o Rusia, en casi todos los lugares de Europa, estallaban las
bombas anarquistas, las «máquinas infernales». También en España. Nada
más comenzar el nuevo siglo, las acciones de la bandera negra se multiplicaron
por todo el país, sobre todo en Barcelona, donde durante 1902 leemos este
prolífico recuento de atentados y tiroteos: «17-21 de febrero: Huelga general:
revueltas con tiroteos y estallidos de dinamita, y un balance indefinido de
muertos; 2 de agosto: detenido un sujeto que llevaba un cartucho de dina-
mita en la plaza de Toros; 3 de agosto: un desconocido hace estallar un pe-
tardo en la sección marítima del parque y se da a la fuga; 19 de agosto: un
vigilante nocturno halla una bomba de hierro colado, al parecer cargada, pro-
vista de una mecha alquitranada de unos dos palmos de larga, frente al nú-
mero 55 de la Ronda San Pedro, esquina Paseo San Juan. La bomba es de
forma esférica y mide diez centímetros de diámetro. El citado proyectil, cuya
carga se desconoce, es de hierro fundido y de reciente construcción, no ad-
virtiéndose en sus paredes señal de haber sido enterrado. La mecha pendía
de la bomba, tiene un metro, aproximadamente, y todo indica que no ha
sido encendida; 20 de agosto: un petardo estalla en una escalera de la calle
de Guardia, donde se celebraba un mitin de propaganda republicana; 8 de
septiembre: explosión de un petardo en el chalet que don César Ortembach
posee en el Paseo de Gracia, esquina a la calle de la Diputación. Ventana y
persianas rotas; 10 de septiembre: un petardo estalla en el interior de la iglesia
de Belén (esquina Carmen con Ramblas). Mínimos estragos, ningún herido;
18 de octubre: estalla un petardo en la escalera de la casa número 25, calle
del Carmen, domicilio del polizonte jefe de polizontes Tresols».*
Perdidas las colonias, aniquiladas las esperanzas de los que soñaron
con una eterna España imperial, se alimentaron los nacionalismos. La Iglesia,
sintiéndose amenazada por nacionalistas, liberales y anarquistas, se revolvió

(*) La Barcelona de la dinamita, el plomo y el petróleo 1884-1909, (Apuntes para un recuento final
de cadáveres), Grupo de afinidad Quico Rivas (página 39).

15
La carga, Ramón Casas (1903)

y redobló los tambores. A diario surgían voces que clamaban regeneración.


Lo hacían con palabras grandilocuentes, con discursos radicales que no so-
lamente provenían de las filas anarquistas, como Alejandro Lerroux al frente
de su Partido Republicano Radical, que hizo un llamamiento a destruir el
pasado de forma virulenta y donde los jóvenes eran su vanguardia. En ¡Re-
beldes, rebeldes! (1906) proclamó: «Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en
la civilización decadente y miserable de este país sin ventura, destruid sus
templos, acabad con sus dioses, alzad el velo de las novicias y elevadlas a la
categoría de madres para virilizar la especie, penetrad en los registros de la
propiedad y haced hogueras con sus papeles para que el fuego purifique la
infame organización social, entrad en los hogares humildes y levantad legio-
nes de proletarios, para que el mundo tiemble ante sus jueces despiertos.
Hay que hacerlo todo nuevo, con los sillares empolvados, con las vigas
humeantes de los viejos edificios derrumbados, pero antes necesitamos la ca-
tapulta que abata los muros y el rodillo que nivele los solares. Descubrid el
nuevo mundo moral y navegad en su demanda, con todos vuestros bríos ju-
veniles, con todas vuestras audacias apocalípticas».
Casi a diario se producían alborotos y manifestaciones multitudina-
rias de uno u otro signo. Frente a las corrientes progresistas europeas, la re-
acción exigía mano dura, callar a los disidentes al precio que fuese. Pero
16
existía una juventud que rechazaba al clero, quería quitárselo de encima, de-
volver a esa arcaica España al basurero de la historia. Fueron esos mismos jó-
venes los que abarrotaron el estreno de Electra, la polémica obra de Pérez
Galdós, el 30 de enero de 1901. Y allí los vemos, ocupando los mejores asien-
tos del teatro, airados y emocionados, con la policía y los curas expectantes:
«Comenzó el drama en medio de una gran expectación [narra Pío Baroja,
que estaba entre los asistentes al estreno]. El público temía que pasara algo.
En uno de los momentos en que aparece un fantasma, Azorín me agarró del
brazo, y vi que estaba conmovido. Cuando el joven ingeniero (Máximo) de-
rriba a Pantoja, Maeztu, desde el paraíso, con voz tonante, dio un terrible
grito de “¡Abajo los jesuitas!”». A la proliferación de crímenes cotidianos,
según la prensa conservadora, ahora se sumaba otro crimen peor aún. Al día
siguiente, El Siglo Futuro publicó una columna precisamente titulada «El cri-
men del día»: «O de la noche. Y crimen de todas las especies. Y todo género
de crímenes. Morales, jurídicos, literarios, dialécticos... O, mejor dicho, in-
morales, antijurídicos y literarios, y contra la lógica y el sentido común. El
crimen literario es tal, y tan gordo, que los mismos cómplices y jaleadores lo
tienen que confesar». Crímenes, en definitiva.
Fuera de la ley es el retrato de una época de España que hoy contem-
plamos con perplejidad y confusión. Lo que presenciamos, todo eso que se-
guramente sentirá el lector al leer las noticias, artículos, proclamas, ensayos
y ver las fotografías glaciares de las fichas policiales y las historias que se re-
cogen, será perplejidad. Sin embargo... sucedió aquí. Porque fue aquí, hace
un siglo, donde en ocasiones espiritistas y anarquistas organizaban mítines
juntos y cuyos respectivos ambientes parecían converger; aquí mismo, donde
había espías por doquier y proliferaban los agentes dobles y polizontes, so-
plones y activistas que cruzaban el país y se hospedaban en pensiones y «ho-
teles del hampa». ¿Quién puede saber qu oscuros planes tramaban?, se
preguntaba la prensa conservadora. Este fue el país al que, como podemos
leer en el cuaderno de fichas policiales, llegaban perseguidos por «intentar
asesinar el rey de Prusia» apaches, ocultando sus tatuajes a los ojos de los
agentes, anarquistas, hombres que soñaban imitar al hábil Fantômas.
Desde luego pasaban cosas, muchas cosas. En los cabarets y los nu-
merosos cafés cantantes tipos de mirada aviesa y aspecto patibulario tomaban
tragos con empresarios del delito y, en ocasiones, recibían dinero por destro-
zar locales izquierdistas y periódicos liberales, o incluso perpetrar asesinatos.
A su alrededor, en medio de una atmósfera que era como un oasis en la ciu-
dad de los muertos, sonaba flamenco o se entonaban cuplés, muy de moda
entonces.
En los «hoteles del hampa» habitaba alguno de los golfos retratados
por Baroja en su trilogía de La lucha por la vida. Y más allá, en el reverso te-
nebroso de Madrid, esos trogloditas que vivían en cuevas, justo en el des-
punte del nuevo siglo. «El hampa, que no tiene patria determinada y data de
17
remotísimos tiempos [afirma José Osuna Pineda en Gentes de mal vivir], es el
conjunto de pícaros, truhanes, rameras, ladrones, alcahuetas, matones, in-
vertidos y bravos, que se asocian, guiados por una fuerza misteriosa, para co-
meter delitos y vivir constantemente al margen de la ley». Todos se unieron
para intentar desentrañar la naturaleza de aquella «fuerza misteriosa», pero
pocos se hicieron esta pregunta: ¿dónde quedó para ellos, para la chusma y
los irredentos, la pretendida modernidad de un país que presumía de infraes-
tructuras y exposiciones, con sus visitas de ilustres y científicos de renombre?
Esa España de entonces, a través de sus fuera de la ley, una constelación de
rebeldes sociales y bandidos, apaches, hampones, expertos en el uso del clo-
roformo, criminales encapuchados y dinamiteros, todo ese ejército con sus
propias denominaciones (golfos, randas, espadistas, enterradores, topistas) y
sus espectrales sociedades secretas (Sociedad de Jóvenes de Industria o Los
Caballeros de la Luna, entre muchas otras), se creía libre de contagio, pero
las pistolas y los cuchillos estaban al orden del día. Se equivocaron.
Todo era una episodio más de una ancestral batalla, un relato tan an-
tiguo como el que nos habla de amos y vasallos, opresores y oprimidos. Polis
contra ladrones y, frente a ellos, los nombres de polis que son casi personajes
de ficción, como el comisario Fernández-Luna, dispuesto a detener a Fantô-
mas, al de carne y hueso, yendo de esquina en esquina, visitando a sus so-
plones, dejándose caer por las tabernas del hampa disfrazado con gorra
apache y bigote postizo, tal y como nos lo describen las crónicas de la época.
En este encarnizado combate entre la Ley y sus más enconados enemigos,
surgieron sus escritores, aquellos que quisieron explicarlo y contarlo, pero
que casi nunca se pusieron en su pellejo: plumillas y criminólogos que inda-
garon en los bajos fondos sin poner el pie nunca en ellos. Libros y folletines,
columnas de opinión y hasta experimentos con delincuentes y rebeldes so-
ciales, son el ejemplo de esta impotencia, pero también de su fascinación.
La moda por el estudio de los bajos fondos alcanzó a España a finales
de siglo. Pedro Dorado Montero tradujo las obras de E. Sighele, cuyos títulos,
como La muchedumbre delincuente (1895), hablaban por sí solos. La sociología
criminal, en especial todos los numerosos seguidores que tuvo Cesare Lom-
broso y sus teorías en España, dio lugar a decenas de ensayos y tratados sobre
los bajos fondos, la mayoría muy parecidos unos a otros, absolutamente cri-
minalizadores, donde el delincuente era presentado con rasgos de criminali-
dad atávica. Bernaldo de Quirós y Rafael Salillas fueron los más célebres,
pero la lista es larga. Las memorias de aquellos policías que habían conocido
y tratado el hampa, al estilo del francés Vidocq, antiguo delincuente conver-
tido posteriormente en infiltrado, se pusieron de moda. Goron, el director
de la policía de París, ciudad de la que provenía la mayor parte del halo de
misterio y atractivo por la vida subterránea (El hampa de París, Los anarquistas,
Los vengadores...), puso su pluma al servicio de un mercado ávido de historias
espeluznante y, sobre todo, de peligro.
18
En este fenómeno confluían muchos factores, como la eterna fasci-
nación por el elemento criminal, pero también el hecho de que en esos años,
proveniente de Francia, se desató en la prensa y en la vida política un gran
debate sobre la pena de muerte. Los anarquistas y su «propaganda por los
hechos», que golpeaban una y otra vez a dirigentes y reyes, eran sistemática-
mente ejecutados. Sin embargo, comenzaron a levantarse voces que critica-
ban una práctica que consideraban arcaica, poco efectiva y, por supuesto,
moderna. Hicieron sus cálculos. La cuenta no salía: a pesar de la represión,
las acciones anarquistas y nihilistas continuaban.
Pío Baroja, el gran escritor de la golfería y los chicos del arroyo, retrató
la vida del arrabal como ningún otro, aunque también estaba influido por
la fuerza de las teorías de Lombroso y su supuesta naturaleza biológica del
crimen. En La busca, primera novela de su trilogía La lucha por la vida, des-
cribe a el Bizco, paradigma del golfo en transición hacia la delincuencia es-
table y, al hacerlo, utiliza recursos lombrosianos: «Su cráneo estrecho, su
mandíbula fuerte, su morro, la mirada torva, le daban un aspecto de bruta-
lidad y animalidad repelentes». Azorín también escribió y se interesó por la
sociología criminal y, especialmente, por los anarquistas. Fue uno de los más
críticos con Lombroso y, en Notas sociales (1895) o La sociología criminal (1899),
lo criticó abiertamente, rechazando su carácter estigmatizador del anarquista
como desviado social y terrorista por naturaleza. Azorín se situó en oposición
a los sociólogos criminalistas conservadores, como Salillas o Quirós, incluso
expresando ideas abiertamente anarquistas. En La sociología criminal afirmó
que «no habiendo ley, no habrá transgresiones de la ley. No habiendo instin-
tos sanguinarios, no habrá homicidio. No habiendo necesidad de robar, no
habrá robos». Pero su oposición a Lombroso no fue total, ni mucho menos.
«A Lombroso corresponde, sin embargo, la gloria de haber iniciado estos es-
tudios [afirmó en referencia a la sociología criminal]. Antes se reprimía el
efecto; ahora se trata de reprimir la causa».
Los anarquistas españoles rechazaron desde un primer momento las
teorías de Lombroso. Uno de estos, Ricardo Mella, bajo el pseudónimo de
«Raúl», publicó La idea libre (1894), una obra en la que reprodujo un inter-
cambio epistolar entre un anónimo anarquista y el mismo Lombroso. «Yo al
corriente de la doctrina criminalista, cogí mis pobres escritos que hallé a
mano, los uní a mi retrato, a cuyo dorso escribí lo siguiente: Sr. Lombroso:
Usted que es tan sabio, ¿haría el favor de decirme los grados de locura o de
criminalidad que alcanza el anarquista cuyo retrato le adjunto?...». Y la res-
puesta de Lombroso: «Sr. De la simple vista del retrato de usted solo se des-
prende una gran energía; pero aunque sus ideas fueran buenas, ¿no le parece
una tontería quererlas implantar en un país como España que no ha evolu-
cionado lo suficiente, y en el que dominan, alternándose y complementán-
dose, el militarismo y el clericalismo?».

19
La literatura y, posteriormente, el cine se alimentaron de la siempre
impactante crónica de sucesos. Tanto la novela policíaca como la folletinesca,
ambas muy de moda entonces, trataban los bajos fondos y todo lo que tenía
que ver con la criminalidad. La primera, obviamente, recurriendo a asesina-
tos, intrigas y sospechas; la segunda, al desarrollarse en el cabaret y las taber-
nas, los lugares del hampa o los ambientes conspiradores. Había multitud
de modelos y ejemplos. Arsène Lupin, el personaje presentado como rey de
los ladrones por Maurice Leblanc para la revista Je Sais Tout (la publicación
francesa similar a la inglesa Strand), se inspiró en el ilegalista francés Marius
Jacob, lo mismo que lo hizo Fantômas en los apaches y la figura del ladrón
Eduardo Arcos, apodado «el fantasma». Son biografías que refuerzan el mito
y la leyenda. El anarquista Jacob vivió como un moderno Robin Hood y
murió como un antiguo romántico: en 1954, después de una pequeña fiesta,
se inyectó una dosis letal de morfina. Falleció con «la sonrisa en los labios y
la paz en el corazón», como escribió en una carta que dejó a sus amigos y, de
paso, a la misma Historia. La carta contaba además con una gran posdata:
«Dejo aquí dos litros de vino rosado. Brinden a mi salud». En su tumba
puede leerse: «Alexandre Marius Jacob peut être Arsène Lupin» («Alexandre Ma-
rius Jacob pudo ser Arsène Lupin»).
Tras Lupin le llegó el turno al escurridizo Fantômas, el primer gran
archivillano, y su tropa de apaches, que al poco de publicarse sus primeras
historietas encontraron su eco en ediciones españolas que lo popularizaron
en nuestro país. Francia había exportado sus ideas sobre el peligro y los mis-
terios que envolvían la vida en las ciudades, todo eso que no vemos (décadas
antes, se inició la moda por producir libros similares al famosísimo Los mis-
terios de París de Eugène Sue, como Los misterios de Barcelona o Los misterios de
Madrid). Eran los años en que se comenzó a llamar al atracador «apache»,
con razón o sin ella, lo mismo que años antes se decía «banda negra» a casi
toda asociación de malhechores. Pero lo cierto es que se vieron a los primeros
tipos tatuados por las calles de Barcelona, Madrid, Bilbao o Valencia, entre
otras, que caían en manos de la policía, tras robos, atracos y agresiones, algu-
nos de los cuales estaban asociados al anarquismo. El cabaret y la morfina
parecían invocarlos, en medio de llamadas a la prohibición y la represión, la
mano dura contra el lupanar y lo que traía la noche. De pronto, la prensa
habló de una «reina apache» y de locales que hacían reclamo con ellos. Hubo
incluso quien, ante el pánico social, alzó la voz en su defensa: «No podéis de-
tenerlos solamente por lucir tatuajes», llegó a proclamar alguno, aunque ya
desde Francia se había identificado a los apaches con los anarquistas y ex-
propiadores. La banda Bonnot y sus atracos fueron considerados «los últimos
apaches», aunque para entonces el fenómeno del apachismo estuviese en de-
cadencia.

20
Por parte de los criminólogos se asoció rebelión social con salvajismo.
El anarquista, el conspirador, el bandolero, era una forma más de delincuen-
cia social. Para todos ellos, en aquella alarma desatada entre los sectores de
la iglesia, los banqueros y los hombres de orden, empeñados en defender el
nacionalcatolicismo como modelo de Estado tras el gran Desastre del 98,
eran enemigos de la sociedad, aunque sus intereses pudieran ser a veces con-
trapuestos. Un país amenazado por una enfermedad.
En aquella sociedad de entonces, hampa, crimen y terror formaban
parte de un mismo territorio. El anarquismo, que alcanzó su punto álgido a
partir de la Semana Trágica de Barcelona y la solidaridad internacional que
provocó la posterior represión y ajusticiamientos, vio en el bandolero a su
bandido social. Los anarquistas depositaron una extraordinaria confianza en
la entrega y determinación del bandolero. Para Bakunin, por ejemplo, «el
bandido es siempre el héroe, el defensor, el vengador del pueblo, el enemigo
inconciliable de toda forma de Estado y de régimen social o civil, es hasta su
muerte un hombre que lucha contra la civilización del Estado, de la aristo-
cracia, de la burocracia y del clero». Sin embargo, la realidad, casi siempre,
fue otra. Eric J. Hobsbawn advirtió de las escasas perspectivas revolucionarias
del tradicional bandolero. Eran, en su mayoría, héroes del pueblo, pero unos
héroes limitados y parciales y, a veces, con un historial sangriento contra los
suyos: «Pero esto mismo manifiesta la tragedia del bandolero social. La so-
ciedad campesina lo crea y se vale de él cuando siente la necesidad de un de-
fensor y un protector —pero este es precisamente el momento en que no
puede ayudarla—. Y es que el bandolerismo social, aunque protesta, es una
protesta recatada y nada revolucionaria. No protesta contra el hecho de que
los campesinos sean pobres y estén oprimidos, sino contra el hecho de que
la pobreza y la opresión resultan a veces excesivas. De los héroes bandoleros
no se espera que configuren un mundo de igualdad. Solamente pueden en-
derezar yerros y demostrar que algunas veces la opresión puede revertirse».*
Y algo muy importante, todo esto sucedía al mismo tiempo.
Mientras en Barcelona se desarrollaban los sucesos de la Semana Trá-
gica de 1909, el mismo año que fallecía Lombroso, en Andalucía aún cabal-
gaban los últimos bandoleros, exponentes de una estirpe de bandidos sobre
los que se escribieron cientos de canciones y poemas. Todo lo que Fuera de
la ley persigue no tiene que ver con una historia detallada de los bandoleros
o los anarquistas, o del hampa como tal. Su pretensión es más bien otra: re-
tratar unos años en los que encontramos una constelación de forajidos de
toda índole, desde rebeldes sociales a falsificadores, activistas y hampones,
los bajos fondos de esa España, en una guerra declarada contra la sociedad

(*) Eric J. Hobsbawn, Rebeldes primitivos. Estudio sobre las formas arcaicas de los movimientos so-
ciales en los siglos XIX y XX (página 44).

21
del orden y clerical, la modernización policial, el surgimiento de las brigadas
criminales. Y repetimos: «Todo esto sucedía al mismo tiempo». Y no pasaba
un solo día en que en la prensa no se hablase de Lombroso, del terror y las
bandas negras —que terriblemente recuerdan a Fantômas—, de los jinetes he-
roicos, de aquel falso barón que se codeó con ministros mientras planeaba
asesinatos políticos. Estos fueron los fuera de la ley para la prensa, la policía y
las autoridades. Este tipo de personajes, cada uno de ellos perteneciente a
un universo distinto, son los que combatían Fernández-Luna y sus hombres.
Por eso, en el cuaderno que se adjunta, en su centenar de fichas policiales,
pueden leerse sus clases, nombres atropellados y rostros que sorprenden. De
ellos, en el apartado «Observaciones», se dice que son «anarquistas, muy anar-
quistas» o «blasfemos», burlones ante toda autoridad, tipos dedicados al ban-
didaje como forma de vida en esta España noir que, sorprendentemente,
tanto desconocemos. Es la plebe maldita, los irredentos, incómodos y algu-
nos casi suicidas, calificados como la «chusma encanallada», como aparecie-
ron en la prensa alrededor de 1918-1919, cuando la furia proletaria sacudía
las ciudades del país. Incluso se publicó un periódico llamado La Chusma
Encanallada.*
El libro recoge el periodo que va desde 1900, fecha escogida por la
llegada del nuevo siglo y la tan pretendida modernidad, a 1923, con la im-
plantación de la dictadura de Primo de Rivera y la aparición de otro tipo de
anarquismo, más organizado y también conocido, como fueron Los Solida-
rios con Durruti, Ascaso o García Oliver al frente, tras pasar este por Crisol
y Los Justicieros, todos ellos grupos de autodefensa armada para hacer frente
a los pistoleros del llamado Sindicato Libre. Pero sus antecedentes también
se reflejan, lo mismo que sus estertores y consecuencias. Si en esos años vi-
sitásemos los bajos fondos, podríamos encontrarnos a apaches, golfos, pisto-
leros y chivatos, cuya «fuerza misteriosa» hizo redoblar esfuerzos a los agentes
del orden, en un país que avanzaba a golpe de star (la pistola de los anarquis-
tas) o de cotú (el cuchillo favorito de los dronistas, herederos del bandolero),
donde hubo bandas parapoliciales que reclutaron a sus miembros en tene-
brosas tabernas y en cuyas trastiendas, en habitaciones cochambrosas que a

(*) Dirigido por Tomás de la Llave, un sargento expulsado del ejército próximo a CNT. La
Chusma Encanallada estaba orientada a los soldados disidentes con el gobierno. Sus redac-
tores eran antiguos soldados expulsados de las Juntas de Sargentos en enero de 1918, un
año antes de la aparición de su primer número. El nombre del periódico fue el resultado de
las continuas descalificaciones por parte de periodistas y políticos derechistas a los obreros
y soldados rebeldes, a todos los que se amotinaban, y que lograron poner de moda la expre-
sión «chusma encanallada» de manera denigratoria.

22
veces se alquilaban como «casas de dormir», también se realizaban reuniones
clandestinas de anarquistas. Eran los sitios de peor fama del barrio Chino
de Barcelona, o en cafés como el Candelas, en la calle de Alcalá de Madrid,
lugar habitual para escritores y modernistas, donde Ricardo Baroja y Valle-
Inclán confesaron haber conocido al mismísimo Mateo Morral, quien al igual
que otros como él frecuentaban y, a veces, entablaban encendidas discusio-
nes. Estos eran los días previos al atentado contra Alfonso XIII. Luego,
cuando su recuerdo era una sombra negra, un demonio aniquilador para la
conciencia de España, Valle hasta la dedicó un emocionante poema: «¡Tú
fuiste en mi vida una llamarada / Por tu negro verbo de Mateo Morral! /
¡Por su dolor negro! ¡Por su alma enconada! / ¡Que estalló en las ruedas del
Carro Real!...» (Rosa en llamas).
Y la historia se prolonga tanto que nos conduce hasta 1934, en plena
República, año en que fallece Pasos Largos, el sin duda último bandolero.
Todo eso. Aquí mismo. En este país en llamas.

Danza apache. Fotografías de 1920

23
I. HAMPA
Un ejército del crimen dispuesto a impugnar la preten-
dida modernidad española con la llegada del nuevo
siglo. Criminólogos, escritores y policías describieron la
situación como una guerra sin cuartel contra golfos, ran-
das, espadistas, ratas de hotel, enterradores, dronistas,
sirleros y topistas.
«La mala vida es un término de calificación de la conducta, un
adjetivo que adjudicamos a la de todas las clases sociales e indi-
viduos, en cuanto se desvía de la normalidad elaborada por la
especie, merced al desarrollo de sus energías, en todos esos ejer-
cicios que se llama la Moral, la Ciencia, el Arte... Pero cuando
este término de calificación llega a aplicarse a cierta clase de gen-
tes que, haciendo de los modos reprobados de vivir su profesión
y estado, forman grupo, más o menos disgregado del organismo
social, se personaliza de improviso, convirtiéndose así en el nom-
bre específico de una clase: la clase de las gentes de mal vivir»

La mala vida en Madrid, Bernaldo de Quirós y Llanas Aguila-


niedo
ARMAS PROHIBIDAS

«¿Revólver? ¿Cuchillo? Si un ladronzuelo se os echa


encima para robaros el reloj, ¿os vais a exponer a
tener que justificar ante el juzgado la legítima de-
fensa, porque se os acuse de la muerte de un hom-
bre? Aparte de eso, el revólver exigiría ir siempre
con el dedo en el gatillo; de otro modo de nada os
sirve en una agresión rápida e inesperada. Poco
más o menos, lo mismo os ocurre con el cuchillo.
Y el bastón de estoque aún es mucho más engo-
rroso»
Modos de defenderse en la calle, sin armas,
Dr. Saimbraum (1914)
«La navaja en la liga». Ilustración que alertaba de
la proliferación de apaches en España, lo que había
dado lugar a la comercialización y popularidad de
un afilado estilete pensado para las mujeres y su
defensa personal ante las agresiones del apachismo
(Nuevo Mundo, 29 de diciembre de 1910).

Publicado en Museo Criminal el 1 de octubre de 1904

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