Fuera de La Ley
Fuera de La Ley
Fuera de La Ley
HAMPA, ANARQUISTAS,
BANDOLEROS Y APACHES.
LOS BAJOS FONDOS EN ESPAÑA
(1900-1923)
:: PRIMERA EDICIÓN:
septiembre, 2016
Los autores
De la presente edición: La Felguera Editores
ISBN: 978-84-944208-8-7
Depósito Legal: M-27875-2016
:: IMPRIME: Kadmos
Impreso en España
I. HAMPA
ARMAS PROHIBIDAS 29
SOMOS LA BRIGADA CRIMINAL 35
NUESTRO SHERLOCK HOLMES ESPAÑOL:
FERNÁNDEZ-LUNA DISFRAZADO DE APACHE O VAGABUNDO 47
GOLFOS 51
RANDAS Y RATEROS 91
RATAS DE HOTEL 97
ESTAFADORES Y TARUGUISTAS 103
DRONISTAS Y SIRLEROS 117
ENTERRADORES 121
ESPADISTAS 127
TOPISTAS 133
III. ANARQUISTAS
IV. BANDOLEROS
HAMPA, ANARQUISTAS,
BANDOLEROS Y APACHES.
LOS BAJOS FONDOS EN ESPAÑA
(1900-1923)
LA FELGUERA | EDITORES
COLECCIÓN TRUE CRIME
INTRODUCCIÓN: UN PAÍS EN LLAMAS
LOS EDITORES
(*) La Barcelona de la dinamita, el plomo y el petróleo 1884-1909, (Apuntes para un recuento final
de cadáveres), Grupo de afinidad Quico Rivas (página 39).
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La carga, Ramón Casas (1903)
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La literatura y, posteriormente, el cine se alimentaron de la siempre
impactante crónica de sucesos. Tanto la novela policíaca como la folletinesca,
ambas muy de moda entonces, trataban los bajos fondos y todo lo que tenía
que ver con la criminalidad. La primera, obviamente, recurriendo a asesina-
tos, intrigas y sospechas; la segunda, al desarrollarse en el cabaret y las taber-
nas, los lugares del hampa o los ambientes conspiradores. Había multitud
de modelos y ejemplos. Arsène Lupin, el personaje presentado como rey de
los ladrones por Maurice Leblanc para la revista Je Sais Tout (la publicación
francesa similar a la inglesa Strand), se inspiró en el ilegalista francés Marius
Jacob, lo mismo que lo hizo Fantômas en los apaches y la figura del ladrón
Eduardo Arcos, apodado «el fantasma». Son biografías que refuerzan el mito
y la leyenda. El anarquista Jacob vivió como un moderno Robin Hood y
murió como un antiguo romántico: en 1954, después de una pequeña fiesta,
se inyectó una dosis letal de morfina. Falleció con «la sonrisa en los labios y
la paz en el corazón», como escribió en una carta que dejó a sus amigos y, de
paso, a la misma Historia. La carta contaba además con una gran posdata:
«Dejo aquí dos litros de vino rosado. Brinden a mi salud». En su tumba
puede leerse: «Alexandre Marius Jacob peut être Arsène Lupin» («Alexandre Ma-
rius Jacob pudo ser Arsène Lupin»).
Tras Lupin le llegó el turno al escurridizo Fantômas, el primer gran
archivillano, y su tropa de apaches, que al poco de publicarse sus primeras
historietas encontraron su eco en ediciones españolas que lo popularizaron
en nuestro país. Francia había exportado sus ideas sobre el peligro y los mis-
terios que envolvían la vida en las ciudades, todo eso que no vemos (décadas
antes, se inició la moda por producir libros similares al famosísimo Los mis-
terios de París de Eugène Sue, como Los misterios de Barcelona o Los misterios de
Madrid). Eran los años en que se comenzó a llamar al atracador «apache»,
con razón o sin ella, lo mismo que años antes se decía «banda negra» a casi
toda asociación de malhechores. Pero lo cierto es que se vieron a los primeros
tipos tatuados por las calles de Barcelona, Madrid, Bilbao o Valencia, entre
otras, que caían en manos de la policía, tras robos, atracos y agresiones, algu-
nos de los cuales estaban asociados al anarquismo. El cabaret y la morfina
parecían invocarlos, en medio de llamadas a la prohibición y la represión, la
mano dura contra el lupanar y lo que traía la noche. De pronto, la prensa
habló de una «reina apache» y de locales que hacían reclamo con ellos. Hubo
incluso quien, ante el pánico social, alzó la voz en su defensa: «No podéis de-
tenerlos solamente por lucir tatuajes», llegó a proclamar alguno, aunque ya
desde Francia se había identificado a los apaches con los anarquistas y ex-
propiadores. La banda Bonnot y sus atracos fueron considerados «los últimos
apaches», aunque para entonces el fenómeno del apachismo estuviese en de-
cadencia.
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Por parte de los criminólogos se asoció rebelión social con salvajismo.
El anarquista, el conspirador, el bandolero, era una forma más de delincuen-
cia social. Para todos ellos, en aquella alarma desatada entre los sectores de
la iglesia, los banqueros y los hombres de orden, empeñados en defender el
nacionalcatolicismo como modelo de Estado tras el gran Desastre del 98,
eran enemigos de la sociedad, aunque sus intereses pudieran ser a veces con-
trapuestos. Un país amenazado por una enfermedad.
En aquella sociedad de entonces, hampa, crimen y terror formaban
parte de un mismo territorio. El anarquismo, que alcanzó su punto álgido a
partir de la Semana Trágica de Barcelona y la solidaridad internacional que
provocó la posterior represión y ajusticiamientos, vio en el bandolero a su
bandido social. Los anarquistas depositaron una extraordinaria confianza en
la entrega y determinación del bandolero. Para Bakunin, por ejemplo, «el
bandido es siempre el héroe, el defensor, el vengador del pueblo, el enemigo
inconciliable de toda forma de Estado y de régimen social o civil, es hasta su
muerte un hombre que lucha contra la civilización del Estado, de la aristo-
cracia, de la burocracia y del clero». Sin embargo, la realidad, casi siempre,
fue otra. Eric J. Hobsbawn advirtió de las escasas perspectivas revolucionarias
del tradicional bandolero. Eran, en su mayoría, héroes del pueblo, pero unos
héroes limitados y parciales y, a veces, con un historial sangriento contra los
suyos: «Pero esto mismo manifiesta la tragedia del bandolero social. La so-
ciedad campesina lo crea y se vale de él cuando siente la necesidad de un de-
fensor y un protector —pero este es precisamente el momento en que no
puede ayudarla—. Y es que el bandolerismo social, aunque protesta, es una
protesta recatada y nada revolucionaria. No protesta contra el hecho de que
los campesinos sean pobres y estén oprimidos, sino contra el hecho de que
la pobreza y la opresión resultan a veces excesivas. De los héroes bandoleros
no se espera que configuren un mundo de igualdad. Solamente pueden en-
derezar yerros y demostrar que algunas veces la opresión puede revertirse».*
Y algo muy importante, todo esto sucedía al mismo tiempo.
Mientras en Barcelona se desarrollaban los sucesos de la Semana Trá-
gica de 1909, el mismo año que fallecía Lombroso, en Andalucía aún cabal-
gaban los últimos bandoleros, exponentes de una estirpe de bandidos sobre
los que se escribieron cientos de canciones y poemas. Todo lo que Fuera de
la ley persigue no tiene que ver con una historia detallada de los bandoleros
o los anarquistas, o del hampa como tal. Su pretensión es más bien otra: re-
tratar unos años en los que encontramos una constelación de forajidos de
toda índole, desde rebeldes sociales a falsificadores, activistas y hampones,
los bajos fondos de esa España, en una guerra declarada contra la sociedad
(*) Eric J. Hobsbawn, Rebeldes primitivos. Estudio sobre las formas arcaicas de los movimientos so-
ciales en los siglos XIX y XX (página 44).
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del orden y clerical, la modernización policial, el surgimiento de las brigadas
criminales. Y repetimos: «Todo esto sucedía al mismo tiempo». Y no pasaba
un solo día en que en la prensa no se hablase de Lombroso, del terror y las
bandas negras —que terriblemente recuerdan a Fantômas—, de los jinetes he-
roicos, de aquel falso barón que se codeó con ministros mientras planeaba
asesinatos políticos. Estos fueron los fuera de la ley para la prensa, la policía y
las autoridades. Este tipo de personajes, cada uno de ellos perteneciente a
un universo distinto, son los que combatían Fernández-Luna y sus hombres.
Por eso, en el cuaderno que se adjunta, en su centenar de fichas policiales,
pueden leerse sus clases, nombres atropellados y rostros que sorprenden. De
ellos, en el apartado «Observaciones», se dice que son «anarquistas, muy anar-
quistas» o «blasfemos», burlones ante toda autoridad, tipos dedicados al ban-
didaje como forma de vida en esta España noir que, sorprendentemente,
tanto desconocemos. Es la plebe maldita, los irredentos, incómodos y algu-
nos casi suicidas, calificados como la «chusma encanallada», como aparecie-
ron en la prensa alrededor de 1918-1919, cuando la furia proletaria sacudía
las ciudades del país. Incluso se publicó un periódico llamado La Chusma
Encanallada.*
El libro recoge el periodo que va desde 1900, fecha escogida por la
llegada del nuevo siglo y la tan pretendida modernidad, a 1923, con la im-
plantación de la dictadura de Primo de Rivera y la aparición de otro tipo de
anarquismo, más organizado y también conocido, como fueron Los Solida-
rios con Durruti, Ascaso o García Oliver al frente, tras pasar este por Crisol
y Los Justicieros, todos ellos grupos de autodefensa armada para hacer frente
a los pistoleros del llamado Sindicato Libre. Pero sus antecedentes también
se reflejan, lo mismo que sus estertores y consecuencias. Si en esos años vi-
sitásemos los bajos fondos, podríamos encontrarnos a apaches, golfos, pisto-
leros y chivatos, cuya «fuerza misteriosa» hizo redoblar esfuerzos a los agentes
del orden, en un país que avanzaba a golpe de star (la pistola de los anarquis-
tas) o de cotú (el cuchillo favorito de los dronistas, herederos del bandolero),
donde hubo bandas parapoliciales que reclutaron a sus miembros en tene-
brosas tabernas y en cuyas trastiendas, en habitaciones cochambrosas que a
(*) Dirigido por Tomás de la Llave, un sargento expulsado del ejército próximo a CNT. La
Chusma Encanallada estaba orientada a los soldados disidentes con el gobierno. Sus redac-
tores eran antiguos soldados expulsados de las Juntas de Sargentos en enero de 1918, un
año antes de la aparición de su primer número. El nombre del periódico fue el resultado de
las continuas descalificaciones por parte de periodistas y políticos derechistas a los obreros
y soldados rebeldes, a todos los que se amotinaban, y que lograron poner de moda la expre-
sión «chusma encanallada» de manera denigratoria.
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veces se alquilaban como «casas de dormir», también se realizaban reuniones
clandestinas de anarquistas. Eran los sitios de peor fama del barrio Chino
de Barcelona, o en cafés como el Candelas, en la calle de Alcalá de Madrid,
lugar habitual para escritores y modernistas, donde Ricardo Baroja y Valle-
Inclán confesaron haber conocido al mismísimo Mateo Morral, quien al igual
que otros como él frecuentaban y, a veces, entablaban encendidas discusio-
nes. Estos eran los días previos al atentado contra Alfonso XIII. Luego,
cuando su recuerdo era una sombra negra, un demonio aniquilador para la
conciencia de España, Valle hasta la dedicó un emocionante poema: «¡Tú
fuiste en mi vida una llamarada / Por tu negro verbo de Mateo Morral! /
¡Por su dolor negro! ¡Por su alma enconada! / ¡Que estalló en las ruedas del
Carro Real!...» (Rosa en llamas).
Y la historia se prolonga tanto que nos conduce hasta 1934, en plena
República, año en que fallece Pasos Largos, el sin duda último bandolero.
Todo eso. Aquí mismo. En este país en llamas.
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I. HAMPA
Un ejército del crimen dispuesto a impugnar la preten-
dida modernidad española con la llegada del nuevo
siglo. Criminólogos, escritores y policías describieron la
situación como una guerra sin cuartel contra golfos, ran-
das, espadistas, ratas de hotel, enterradores, dronistas,
sirleros y topistas.
«La mala vida es un término de calificación de la conducta, un
adjetivo que adjudicamos a la de todas las clases sociales e indi-
viduos, en cuanto se desvía de la normalidad elaborada por la
especie, merced al desarrollo de sus energías, en todos esos ejer-
cicios que se llama la Moral, la Ciencia, el Arte... Pero cuando
este término de calificación llega a aplicarse a cierta clase de gen-
tes que, haciendo de los modos reprobados de vivir su profesión
y estado, forman grupo, más o menos disgregado del organismo
social, se personaliza de improviso, convirtiéndose así en el nom-
bre específico de una clase: la clase de las gentes de mal vivir»