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Cuentos de Valores

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Honestidad:

El misterioso caso del niño oruga

Rúpilo era un pueblo feliz. Sus gentes vivían en comunidad


ayudándose entre sí. El jardinero ayudando al panadero con sus
petunias y este llevándole cada fin de semana su mejor y más tierna
hogaza. Era lo que se decía una comunidad bien avenida y
colaborativa. No había nadie que pasase frío ni hambre y todos los
vecinos se ganaban la vida de forma honrada.

Un día, la alcaldesa anunció que, según los científicos, se avecinaba


una plaga de orugas que podrían dar al traste con las cosechas. Lo
que más se cultivaba en Rúpilo eran alcachofas. Sus vecinos las
comían de todas las formas posibles. En ensalada, rehogadas, en pastel de verduras…. Las que no
consumían, las vendían en los pueblos vecinos. Teniendo en cuenta lo importante que era el cultivo
de alcachofa para el pueblo, era lógico que los vecinos se pusiesen muy nerviosos con el anuncio de
la alcaldesa. Tras hablar con los expertos, acordaron usar un producto para evitar el ataque de las
orugas.

Todo parecía ir bien, hasta que una mañana, una de las huertas de alcachofas del pueblo apareció
masacrada. A pesar de que estaban en plena época de recogida, no quedaba ninguna que se pudiera
salvar. Todas estaban o llenas de agujeros o con sus hojas directamente pulverizadas.

Todo el pueblo pensó que se trataba de la acción de las orugas, teniendo en cuenta que los expertos
habían dicho que iban a sufrir una invasión de aquella desagradable especie. Pero al final se
descubrió que no habían tenido nada que ver. Porque se demostró que las orugas comían de todo
tipo de verdura, pero precisamente alcachofas no. Les producían acidez y las evitaban por todos los
medios.

Lo descubrieron gracias a las palabras de un niño que se presentó como el niño oruga. Por culpa de
un maleficio que había caído sobre él cuando era solo un bebé, tenía el rostro rayado como estas
larvas de las que luego surgen majestuosos insectos como las mariposas. Como las orugas, tenía
patas verdaderas y patas falsas. Por eso daba la sensación de que esas larvas tenían miles de
extremidades. Le pasaba lo mismo al extraño niño oruga. De todos modos, gracias a ese conjuro que
pesaba sobre él, conocía muy de cerca a las orugas y pudo demostrar que no habían tenido nada
que ver con el ataque a las cosechas de alcachofas.

Fraternidad:

En busca del miedo:

Luis tenía un hermano que se llamaba Pedro y que era un chico listo y responsable, pero muy
miedoso. Luis era todo lo contrario, nunca tenía miedo a nada. No temía a nada de lo que por lo
general asustaba al resto de los niños. Ni a las tormentas, ni a los ruidos extraños, ni a las sombras
que aparecían por las noches. La cuestión es que el niño sentía curiosidad por saber qué era eso del
miedo. Quería saber qué se sentía.

Con esa idea en la cabeza, Luis preparó su mochila y se lanzó a la


aventura. Metió algo de comida y ropa de abrigo por si acaso y
emprendió la marcha. Su primera parada fue en la tienda de la
esquina. Los niños del barrio decían que bajando las escaleras se
llegaba hasta un sótano oscuro y húmedo. Luis pidió permiso a la
dueña para bajar y ver qué se sentía.

Nada, no notó nada. El espacio estaba lleno de muebles viejos,


telarañas en las paredes y hasta vio una rata. Pero ni se inmutó. Ni siquiera un tímido escalofrío
recorrió su espalda. Decepcionado, se puso a buscar un próximo destino.

Llegó hasta una tienda de animales en la que tenían todo tipo de insectos exóticos. Muchos niños
de su cole saltaban y gritaban cada vez que aparecía una araña en clase. Así que le pidió al dueño
de la tienda que le enseñase la araña más horripilante que tuviese. El hombre le mostró un ejemplar
de largas patas y lengua viscosa. Luis, como le habían dicho que la araña no era venenosa, se la puso
en la mano. Nada, tampoco notó nada.

Lo siguiente que probó el niño fue subir al edificio más alto de la ciudad y mirar hacia abajo. Nada.
Después, fue a la parte más honda de la piscina y se lanzó. Por supuesto, con manguitos y bajo la
atenta mirada del socorrista. La mayoría de los niños se asustaban en sus primeras clases de
natación. Luis en cambio nunca había sentido miedo, siempre había sido el más valiente del grupo.

Acto seguido, se fue para casa en vista de que no había encontrado nada que le diese miedo. Al
llegar, vio que sus padres estaban muy nerviosos porque su hermano no había vuelto aún de clase
de inglés. Como ya tenía 12 años cogía solo el autobús y ese día se estaba retrasando mucho. Al final
todo quedó en un susto, porque el niño se había entretenido ojeando unos comics en el quiosco de
la esquina. Pero eso sí que le dio miedo a Luis. Durante la media hora que estuvieron buscando a su
hermano por el barrio sí que supo qué era estar asustado.

Responsabilidad:

Los chicos también saben usar la escoba:

Esteban miraba con recelo el suelo de su dormitorio. Estaba


lleno de papeles y bolitas de plástico. El envoltorio del juguete
que le había regalado su tía Ana tenía la culpa. El juguete era
genial, pero con el envoltorio se lo había pasado genial. El
problema es que lo había dejado todo hecho un asco.

Esteban recogió todo lo que pudo y lo tiró a la papelera. Pero


no era suficiente. Así que fue a buscar a su madre, a ver si le
ayudaba.

-Coge la escoba y barre el suelo, Esteban -dijo mamá-. Ya verás


qué bien queda todo.

-Pero no sé barrer, mamá -dijo el niño-. No lo he hecho nunca.

-Dicen por ahí que siempre tiene que haber una primera vez para todo -dijo mamá-. Inténtalo. En
cuanto acabe con esto voy a verte.

Esteban cogió la escoba y fue a su cuarto. Se sentó en la cama y empezó a mirar la escoba.

-Esto es cosa de chicas -pensó Esteban. Y se quedó sentado, observando la escoba.

Un rato después Esteban escuchó a su madre

-¿Qué tal Esteban? ¿Has terminado? ¡Voy en un minuto!

Esteban se levantó dando un respingo y empezó a mover la escoba. Enseguida llegó su madre, y le
preguntó:

-¿Ya has descubierto cómo funciona la escoba?

-No, mamá -dijo Esteban-. Es que esto es cosa de chicas.

-¿Ah, sí? -dijo mamá-. Ponte los zapatos, que vamos a hacer unas cuantas visitas ahora mismo.

No habían pasado ni cinco minutos y ya estaban en la calle.

-Vamos a ir a visitar a unos cuantos amigos míos -dijo mamá-. En su trabajo tienen que usar unos
artefactos muy interesantes sin los cuales no podrían cumplir con su misión.

Esteban conoció a mucha gente esa tarde. Primero conoció a Felipe, un chico que trabajaba en una
empresa de limpieza limpiando oficinas. Felipe barría, fregaba y limpiaba el polvo. Lo hacía con tanta
gracia que parecía que bailaba.

Luego conoció a Juan, un barrendero que, cuando creçía que no le veía nadie, cantaba coplas
mientras barría las calles.

Esteban también conoció Lucio, el dueño de un pequeño bar en el que hacía de todo, incluido barrer
y fregar el suelo, para tenerlo todo limpio.

De vuelta a casa Esteban y su madre pasaron por el taller de coches de Andrés. Y allí lo pillaron
limpiando el garaje, escoba en mano.

-¿Sigues pensando que barrer es cosa de chicas? -preguntó mamá.


-Ya he visto que no. Ahora mismo cojo la escoba a ver qué tal se me da -dijo Esteban.

-Luego paso por tu habitación a ver qué te apañas -dijo mamá.

-Gracias, mamá.

Esteban probó a barrer su habitación con la escoba. Su madre fue por allí al cabo de un rato.

-No me ha quedado muy bien barrido el suelo, mamá -dijo Esteban.

-No te preocupes -dijo mamá-. Al menos está mejor que antes. Y eso es lo importante. Ven, que te
voy a contar un par de trucos.

Esteban practicó con la escoba barriendo el pasillo y el comedor. Y se sintió muy orgulloso de poder
colaborar en casa.

Respeto:

Fran no puede comer cereales:

Fran tiene que empezar a quedarse al comedor porque su papá


ha empezado en un trabajo nuevo y ya no lo puede recoger en
el cole a la misma hora que antes. Los abuelos se van de
vacaciones, así que ya no le queda otra alternativa.

A Fran le da mucho miedo quedarse en el comedor del colegio,


porque es celiaco. Eso significa que es intolerante al gluten. El
gluten es una sustancia que se encuentra en las harinas de los
cereales. Por ello no puede comer productos que tengan gluten
y que no sea específico para ellos. No puede comer los
macarrones con tomate, los yogures con cereales, chocolates y
muchas otras cosas… que gustan mucho a los niños. Esto hace
que muchos niños se rían de él porque en los cumpleaños no
merienda lo mismo que los demás y lo tratan de diferente. Por eso le da miedo ir al comedor.

El papá de Fran habló con la directora del colegio y con su tutora para que todos los cuidadores del
comedor y la cocina lo tuvieran en cuenta. Fran pasó la mañana muy nervioso y apenas escuchó lo
que explicó la profesora en las clases de mates y lengua. Además, cuanto más nervioso se ponía más
sensación de hambre tenía y eso que había llevado su bocadillo de pan sin gluten y su trozo de
queso. Su mejor amigo, Carlos, no se quedaba al comedor, pero le decía que estuviera tranquilo que
además era una suerte poder quedarse después de comer una hora a jugar en el patio con muchos
niños que se quedaban y que seguro que hacia amigos nuevos y las profes lo atendían con cariño.

Cuando llegó la hora de pasar al comedor Fran se quedó sorprendido. Una educadora lo sentó en
una mesa, le presentó y además le dijo que no se preocupara que también había otros niños que
tenían intolerancia al gluten. El otro niño que también tenía dieta especial le saludo y luego mientras
llegaba la comida ya empezaron en la mesa a hablar de otras cosas entre todos.

Cuando llegó la comida, todo estaba bien, era parecido a lo que comida que tenía en casa. Cuando
le trajeron el segundo plato otra educadora vino a hablar con él para ver cómo se encontraba y Fran
le dijo que ya más tranquilo que había tenido mucho miedo de que lo miraran como un bicho raro,
de que la comida le sentará mal o que no le pudieran traer diferente comida. La educadora le
tranquilizó y le dijo que hace unos años los niños que tenían esta dificultad era más difícil porque
no se hacía mucha comida sin gluten pero que ahora casi podían comer de todo porque ya se tenía
en cuenta y había muchos supermercados que tenían comida diferente y muy rica.

Fran se sintió tranquilo, se lo paso muy bien en el recreo del comedor y cuando vino su papá a
buscarlo ya le dijo que estaba contento de repetir al día siguiente.

Puntualidad:

El reloj de Mael:

Mael siempre llegaba tarde a todos los sitios. Por eso sus padres
le regalaron un reloj. Mael estaba muy contento con su reloj,
que era la envidia de todos sus amigos.

-Ahora ya no volverás a llegar tarde -le decían todos.

Pero Mael seguía siendo el último en llegar. Antes todo el


mundo le regañaba, pero con reloj ya no tenía excusa, así que
se enfadaban con él. Pero daba igual, Mael seguía llegando
tarde.

A Mael se le ocurrió retrasar su reloj para enseñar a todos la


hora cuando llegara, para demostrar así que no llegaba tarde. Así que, cuando estaba a punto de
llegar, Mael retrasaba el reloj a la hora que habían quedado y lo enseñaba.

Al principio coló el truco, hasta que un día a Mael se le olvidó volver a poner el reloj en hora en todo
el día, con lo que el retraso que se acumuló al día siguiente fue de media hora. Todo el mundo se
dio cuenta del truco y Mael se llevó un buen castigo.

Al día siguiente, con el reloj en hora, Mael volvió a llegar tarde a clase y a todas las citas del día. Los
padres de Mael llamaron a su hijo para tener una de esas charlas serias.

-No sé por qué os enfadáis tanto conmigo -le dijo un día Mael a su padres-. Yo siempre salgo cinco
minutos antes.

-Mael, hijo -le dijo su madre-, pero no a todos los sitios se tarda en llegar solo cinco minutos. Al
colegio, por ejemplo, tardas casi diez minutos andando.

Mael puso una alarma diez minutos antes. Al principio funcionó, pero con el tiempo Mael se fue
relajando y empezó a caminar más despacio, convencido de que llegaba a tiempo. Antes siempre
iba muy deprisa, porque se daba cuenta de que llegaba tarde. Pero ahora.... El caso es que Mael
volvió a ser el último en llegar, y encima llegaba tarde.

Una tarde, cuando Mael llegó, se quitó el reloj y lo dejó en su mesita de noche, como siempre, y se
fue a merendar, su padres se colaron en su cuarto. Mael los pilló saliendo de allí, pero no dijo nada.

Al día siguiente, Mael llegó puntual a clase nadie se lo creía, ni siquiera él. Mael también llegó
puntual a todas las citas del día. Al día siguiente pasó lo mismo, y al siguiente también.

Todo un misterio para todos, incluso para Mael, que estaba haciendo lo mismo de siempre.

Como estaba siendo tan puntual, los padres de Mael le prepararon una pequeña sorpresa para
celebrar sus tres días seguidos de puntualidad.

Pero en la fiesta, Mael se dio cuenta de que su reloj no marcaba la misma hora que otros relojes
que había por ahí.

-¿Qué pasa aquí? -preguntó Mael.

-Sin que te dieras cuenta -confesó su madre-, adelantamos tu reloj cinco minutos. De esa manera,
saldrías cinco minutos antes sin darte cuenta.

-Pues ha funcionado, vaya que sí -dijo Mael.

Desde entonces, Mael lleva el reloj siempre un poco adelantado. Aunque sabe realmente lo que
pasa, no ha vuelto a llegar tarde. De hecho, suele llegar un poco antes, porque la satisfacción de
llegar puntual le hace sentir muy bien.

Humildad:

Un verano sin juguetes:

Alberto tenía la habitación empapelada de todo tipo de catálogos de


juguetes, videojuegos, móviles y ordenadores. Una vez a la semana le
pedía una recompensa a su madre por cualquier cosa que él
considerara buena conducta: aprobar un examen, poner la mesa,
limpiar su habitación, hacer su cama o volver a la hora del parque. Era
algo que llevaba haciendo desde los 8 años y que ahora tenía diez se
había convertido un poco en una rutina. En el fondo tenía tantas cosas
que ya no sabía qué regalos pedir y por eso siempre acumulaba
catálogos. Para saber qué elegir.

Sus padres que pensaban que era bueno para Alberto el motivarlo con
muchas cosas pero ya no sabían cómo sorprenderlo. Le envolvían los
videojuegos con papel brillante, le hacían bizcochos de fresa para merendar los viernes mientras
abría su recompensa, pero veían que nada hacía que Alberto estuviera feliz.

Cuando llegó el verano su tía Ana decidió que podía ser buena idea que Alberto la acompañara unos
días a su casa de la playa. Los padres de Alberto accedieron y al niño le pareció bien pero tenía dudas
de cómo se sentiría en un lugar donde no tuviera todas sus cosas.

- ¿Y cÓmo voy a pasármelo bien tía Ana si apenas llevo una cuarta parte de mis cosas?
- Descubrirás cosas nuevas que te gusten. Ya verás que bien te lo vas a pasar conmigo.
- ¿Y cómo voy a escoger lo que me gusta si no lo puedo ver antes en ningún catálogo?
- Créeme, no necesitas ningún catálogo.

Alberto miró a su tía extrañado. Si no hay nada mejor en el mundo que escoger y poder tenerlo
inmediatamente. ¿Qué sorpresa sería nueva para él?

Al pasar los cinco días Alberto que volvió a la ciudad en el coche con su tía le dijo:
- Tía, muchas gracias por todo. He disfrutado mucho con los helados que nos tomamos en la playa,
me lo he pasado genial jugando con nuevos amigos que he conocido sin apuntarme a ningún
deporte y cada día hemos hecho cosas diferentes en la playa: un día la cometa, otro día un cuento,
otro día escribir nuestros nombres con conchas…. Gracias por haberme hecho tan feliz este verano.

Su tía Ana le contestó:


- Me alegro Alberto de que hayas conocido las cosas de la vida que no se pueden comprar.

Generosidad:

El ogro rojo:

Había una vez un ogro rojo que vivía separado del mundo,
en una enorme cabaña también de color rojo en la falda de
una montaña, muy cerca de una aldea. El ogro era tan
grande que todo el mundo le temía y nunca se acercaba
nadie a él. Lo que no sabía la gente del pueblo es que en
realidad aquel ogro era pura bondad. De hecho, estaba
deseando tener amigos, pero no sabía cómo demostrarlo.
En cuanto ponía un pie en la calle, todos los habitantes del
pueblo empezaban a gritar y a correr en dirección contraria.
Al final, al pobre ogro no le quedaba otra opción que
quedarse encerrado en su cabaña triste y aburrido.

Pasaron los años y llegó un momento en el que el ogro ya no


pudo aguantar más la soledad tan grande que le invadía. Se le ocurrió repartir folletos entre los
buzones de las casas de la aldea. En ellos podía que no era peligroso y que solo quería vivir como el
resto de las personas. Pero unos niños lo vieron entre los buzones y corrieron la voz de que estaba
en la aldea, así que volvió a cundir el pánico entre los aldeanos. Desesperado, el ogro volvió a
encerrarse en su casa, esta vez más triste que nunca. Le dolía mucho que le juzgasen por su aspecto
sin querer llegar a conocerle.
Un día vino a visitarle su primo lejano. También era un ogro, pero este de color azul. Escuchó sus
llantos y le preguntó qué le pasaba. El ogro rojo le explicó a su primo que era incapaz de que la gente
dejase de tenerle miedo. El ogro azul decidió ayudarle. Le dijo que iría hasta la plaza del pueblo y
allí se pondría a asustar a la gente para que después el ogro rojo apareciese para calmarlos y quedar
así como el salvador. La verdad es que el ogro rojo no estaba muy convencido del plan, pero al final
aceptó.

Todo salió como estaba previsto. En cuanto el ogro azul apareció en la plaza, la gente echó a correr
despavorida por las calles buscando un escondite. El ogro rojo, siguiendo el plan, llegó a toda
velocidad y se enfrentó al azul. Lo hizo tan creíble que nadie en el pueblo sospechó que se trataba
de una farsa. Al final el ogro azul escapó y todo el pueblo empezó a aplaudir. El ogro rojo empezó a
vivir como un ciudadano más del pueblo y estuvo eternamente agradecido a su primo y a su
generosidad.

Tolerancia:

El capitán barbalechuga:

Había una vez un capitán pirata al que todos llamaban


Barbalechuga. En realidad, no tenía ninguna lechuga en la
barba, ni tampoco tenía la barba de color verde. A este
pirata le llamaban Barbalechuga porque era vegetariano y
no había día que no comiera una o dos veces ensalada de
lechuga.

Barbalechuga comía todo tipo de verduras y frutas,


legumbres y tofu. Y siempre había muchos alimentos de
estos en el barco, aunque los otros piratas preferían comer
otras cosas como carne y pescado. Además, Barbalechuga
también comía cereales, huevos y leche.

Los piratas de vez en cuando se burlaban de su capitán y le escondían el tofu y las legumbres para
hacerlo rabiar. Pero le respetaban, porque aunque estaba un poco más flacucho de lo normal en
un pirata, era un pirata valiente y fuerte.

Un día, sin saber cómo, la carne y el pescado en salazón de las despensas del barco
desaparecieron, y no había manera de que los peces picaran el anzuelo.

Alguien había robado la comida a los piratas del Capitán Barbalechuga y había asustado a los
peces. Y estaban en alta mar, sin viento para navegar.

- ¿Qué haremos ahora? -se lamentaban los piratas.

Estaban muy lejos de cualquier puerto, y sin viento, el barco no podía avanzar.
Barbalechuga les ofreció compartir su comida, pero los piratas dijeron que preferían seguir
esperando a que algún pez picara. Mientras tanto, fueron comiendo cereales, huevos y leche, pero
pronto se acabó.

Viendo a sus hombres cada vez más débiles, Barbalechuga decidió preparar él mismo algo de
comer para todos usando sus verduras y legumbres. Cuando los piratas se encontraron con aquel
festín, ni se lo pensaron. En un abrir y cerrar de ojos se lo comieron todo.

- ¡Uhm, qué bueno está esto! -decían mientras devoraban la comida.

Al día siguiente, Barbalechuga volvió a preparar la comida, y los piratas volvieron a comer con
apetito, y enseguida recuperaron las fuerzas.

A los pocos días volvió el viento y pudieron navegar, por lo que emprendieron viaje al puerto más
cercano para reponer víveres.

Entonces, a alguien se le ocurrió preguntar:


- ¿Qué hemos estado comiendo estos días?
- La comida del Barbalechuga -respondió el capitán.
- ¿En serio? -dijeron los piratas, todos a la vez?
- Vaya, no era tan mala ¿verdad? -preguntó Barbalechuga.
- Carguemos más legumbres, frutas y verduras entonces! -dijeron los piratas.
- Un momento, ¿No os gustaron las hamburguesas? -dijo el capitán.
- ¡Nos encantaron! -dijeron los piratas.
- Pues vais a tener que cargar más tofu entonces -dijo el capitán.

Los piratas se miraron los unos a los otros, extrañados. Después de unos segundos, se echaron a
reír y dijeron:
- ¡Más tofu!

Y así fue como los piratas del capitán Barbalechuga empezaron a comer de todo. Y, aunque no le
quitaron el mote a su capitán, dejaron de burlarse de él.

De la comida robada nunca se supo nada, aunque hay quien piensa que fue el propio capitán
quien la escondió, cansado de burlas sobre su forma de comer, para darles una lección. Pero eso,
solo son rumores.

Perseverancia:

Lula quiere ser pintora:

Había una vez una jirafa llamada Lula que soñaba con ser pintora. Todos sus amigos se reían
cuando ella les hablaba de sus aspiraciones artísticas.

-Qué tontería -le decían unos-. ¡No hay pinceles ni atriles para jirafas!

- Qué pérdida de tiempo -decían otros-, si nadie va a querer los cuadros pintados por una jirafa
habiendo verdaderos pintores profesionales por todo el
mundo….

Pero la jirafa Lula seguía persistente con su ilusión. Poco a poco


fue juntando ahorros y se compró material de pintura. Unos
pinceles y brochas, aguarrás para limpiarlos, lienzos de varios
tamaños y grosores, acuarelas, pinturas al óleo y al pastel, etc.
La verdad es que Lula se gastó casi todos sus ahorros en su
nueva afición. Primero quería probar todas las técnicas para
ver cuál se le daba mejor y después centrarse en una.

-El que mucho abarca poco aprieta, Lula- le decía una vecina.

Pero Lula solo quería probar para ver dónde se encontraba más
cómoda. Si pintando paisajes con acuarela o retratos con óleo. Solo quería probar.

Una vez recopilado todo el material, empezó a pintar sus primeros cuadros. Muchos se reían al
verla aparecer con la brocha en la boca y teniendo que colgar el lienzo en lo alto de una palmera
para trabajar cómodamente. A pesar de las burlas y de que nadie parecía creer en el talento de
Lula, ella no se rindió.

Se levantaba temprano y se iba a zonas solitarias a pintar. Primero hacía los bocetos con lápiz y
después empezaba a darle color al lienzo. Le gustaba pintar paisajes porque le encantaba dejarse
llevar por los tonos de la naturaleza. El verde de los árboles, el ocre de las dunas, el azul de los
ríos, el rojo intenso de algunas flores….

Un día por la mañana llegó hasta Lula un loro de casi tantos colores como el arcoíris. Le pidió que
le retratase. Al principio la jirafa dijo que no porque no se atrevía. El loro, que se llamaba Jack, le
dijo que, si hubiera querido un pintor profesional, habría ido a otro sitio. Que lo que buscaba era a
alguien con una técnica novedosa.

Lula se puso manos a la obra y en un par de semanas de trabajo intenso, acabó el cuadro del loro.
Quedó tan contento con el resultado que pronto la noticia corrió como la pólvora. A los pocos
días, decenas de animales hacían cola para ser retratados por Lula. Ella, que no era rencorosa, lo
hizo con gusto a pesar de que muchos se hubiesen reído de ella al principio. Porque, además de
perseverante, era una jirafa fiel a sí misma y en su cabeza no cabía la posibilidad de ser vengativa.

Veracidad:

Juanito y sus mentiras

Juanito era uno de los muchos niños que vivían en Peñafuerte, un pueblo muy tranquilo donde se
respiraba la paz y alegría en cualquiera de sus calles; sin embargo Juanito no era igual que el resto
de sus compañeros… Juanito era simpático y tenía bastantes amigos. Le gustaba dibujar y bailar,
irse a dormir pronto y ducharse con agua caliente; Juanito era un niño normal excepto por una
cosa: era un mentiroso. Cada mañana se despertaba, se duchaba e iba a desayunar; pero no le
gustaban los huevos fritos, que era lo que su madre le
preparaba cada mañana para desayunar, así que cuando nadie
le veía se los daba a su perro Max y cuando su madre le
preguntaba decía que se los había comido y que estaban muy
buenos.

Al llegar al colegio la profesora le pedía su tarea, pero el


siempre decía que se la había dejado en casa cuando realmente
no la había hecho. Cuando llegaba del colegio decía a su madre
que estaba haciendo su tarea cuando en verdad estaba viendo
la televisión y jugando con la computadora. Con sus amigos
pasaba exactamente lo mismo, les mentía para hacer creer a los
demás que tenía mejores cromos, mejores juegos y mejores historias que contar, hasta que un día
su suerte cambió de rumbo y uno de sus mejores amigos le pilló mintiendo, su madre se dio
cuenta de que no hacia sus tareas y su profesora encontró ejercicios sin hacer en su maleta. Ese
día Juanito se dio cuenta del efecto que tienen las mentiras ya que, desde entonces ninguna de
esas personas han confiado plenamente en él, no creen sus historias ni se fían de lo que dice.

Laboriosidad:

Katrina, la brujita caprichosa

Katrina era la brujita más caprichosa y pedigüeña que se podía


imaginar. Todo lo quería al momento y sin esfuerzo, y no dudaba
en gritar y patalear para conseguir lo que fuera. Tanto, que de vez
en cuando su papá agitaba la varita para concederle alguno de
sus deseos. Hubo un día en que su papá estuvo tan concentrado
en una de sus pociones que salió a toda prisa y olvidó la varita
sobre la mesa. Así que la pequeña bruja no tardó en poner a
prueba su magia.

Aquello era como un sueño para Katrina. La brujita no dejó de


usar la varita mágica ni un solo momento, y ante ella aparecieron
vestidos de princesa, príncipes encantados, duendes, animales y
todo tipo de objetos mágicos y maravillosos, tantos como le dio tiempo a desear en un solo día.

A la mañana siguiente, un murmullo de quejas y lamentos despertó a Katrina. Adormilada, se


asomó a la ventana, y apenas podía creer lo que veía: cientos de seres y criaturas del bosque
protestaban enfadadísimos ante su casa. Caminó hasta la puerta y les preguntó qué deseaban.

- ¡Has secuestrado a mi tío! - gritaba un duende.


- Devuélveme mi dragón- protestaba un ogro.
-.¡Ahí está mi corona!- decía una dulce princesa.

Y así, todos cuantos se agolpaban a su puerta habían acudido allí para que Katrina les devolviera
aquellas cosas que había hecho aparecer en su casa el día anterior, pues todas les habían
desaparecido a sus propietarios. Algunos habían sufrido problemas muy gordos, y Katrina se sintió
fatal por haber causado aquel estropicio.
Así, formaron una gran hilera, y uno a uno, les fue devolviendo todo lo que había hecho aparecer
el día anterior, pidiendo disculpas por no haber pensado en las consecuencias de sus caprichos, y
prometiendo su ayuda para reparar todos los daños que hubiera causado. Cuando, bien entrada la
noche, le llegó el turno al último de la fila, Katrina descubrió con miedo que era su padre, quien
venía a recuperar su varita.

Pero ya no estaba enfadado, porque gracias a aquella travesura, Katrina había aprendido que las
cosas hay que conseguirlas con esfuerzo, porque nunca aparecen como por arte de magia, sino
que siempre salen del trabajo y dedicación de alguien.

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