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La Invisibilización de La Violencia

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Universidad Nacional Autónoma de México

Facultad de Ciencias Politi"s y Sociales

LA ,
NORMALIZACION
DELDISCURSmÁ

VD
LEN
CIA Tesis para obtener el grado de
licenciado en Ciencias de la Comunicación

Rubén Hernández Duarte


Asesora: Eva Salgado Andrade

Ciudad Universilaria, 2013


UNAM – Dirección General de Bibliotecas
Tesis Digitales
Restricciones de uso

DERECHOS RESERVADOS ©
PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL

Todo el material contenido en esta tesis esta protegido por la Ley Federal
del Derecho de Autor (LFDA) de los Estados Unidos Mexicanos (México).

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objeto de protección de los derechos de autor, será exclusivamente para
fines educativos e informativos y deberá citar la fuente donde la obtuvo
mencionando el autor o autores. Cualquier uso distinto como el lucro,
reproducción, edición o modificación, será perseguido y sancionado por el
respectivo titular de los Derechos de Autor.
Diseño de portada: Mercedes Flores Reyna
Para Salvador, coautor implícito de esta tesis
y de cinco años de vida universitaria
En una sociedad como la nuestra, pero en el fondo en cualquier
sociedad, relaciones de poder múltiples atraviesan, caracterizan,
constituyen el cuerpo social; y estas relaciones de poder no
pueden disociarse, ni establecerse, ni funcionar sin una
producción, una acumulación, una circulación, un
funcionamiento del discurso. No hay ejercicio
de poder posible sin una cierta economía
de los discursos de verdad que fun-
cionen en, y a partir de esta pareja.
Estamos sometidos a la produc-
ción de la verdad desde el poder
y no podemos ejercitar el
poder más que a través
de la producción de
la verdad

Michel Foucault
(1979)
Índice

Prólogo 11

Introducción: Discurso de la violencia. ¿Qué se normaliza? 15

i. Normalización, violencia y discurso 21


1.1 Vigilar a los demás, vigilarse a sí mismo: la normalización 22
1.1.1 Normalización como mecanismo de interdependencia 25
1.1.2 Vigilancia de sí, vigilancia colectiva 32
1.1.3 El poder de la normalización: valor y efectos de verdad 36
1.1.4 El Estado como universo de referencia de la normalización 40
1.2 Violencia: La paradoja de la pacificación 42
1.2.1 Violencia: entre la contención y la emergencia 48
1.2.2 Un concepto de violencia en el marco
de la normalización estatal 54
1.3 Discurso social y enunciación del discurso 57
1.3.1 El discurso como representación 58
1.3.2 Enunciación del discurso 61
1.3.3 Discurso social: representaciones colectivas 69
1.4 Balance. La normalización del discurso de la violencia 81

ii. La polémica de las representaciones de la violencia.


Entre la normalización y la negociación discursiva 85
2.1 Producir violencia, representar violencia:
Las dimensiones objetivas y subjetivas de lo violento 89
2.1.1 Violencia objetiva 89
2.1.2 Violencia subjetiva 98
2.2 Más allá del cuerpo:
de la violencia física a la ¿violencia moral? 106
2.2.1 Negociación discursiva:
a la búsqueda de los sentidos de la violencia moral 111
2.2.2 No nombrarla para que no exista.
La polémica académica sobre la violencia moral 119
2.3 La hegemonía discursiva de la violencia negativa 124
iii. La inscripción del discurso normalizado de la violencia
en el cuento mexicano contemporáneo (1960-2010) 131
3.1 Del discurso social al texto y del texto al discurso social 135
3.1.1 Textualización literaria de la violencia 140
3.2 Inscripción y tematización de la violencia
en el cuento mexicano contemporáneo 153
3.2.1 Los cuentos como corpus y como tematizaciones 156
3.3 Balance: Los cuentos como discurso literario
y representación colectiva de la violencia 198

Consideraciones finales 203

Bibliografía consultada 209


Prólogo

Sabía que no iba a estar solo. ¿Quién puede escribir en soledad


una tesis sobre normalización, violencia y discurso? Cuando ape-
nas amanecía para este proyecto de investigación y mis afirmacio-
nes no podían ser sino intuiciones, las voces de Norbert Elias y
Michel Foucault ya acompañaban el planteamiento de que la
coerción física no es el único mecanismo social que regula la vio-
lencia, de que el discurso habría de coadyuvar de alguna manera a
normalizar las experiencias, los juicios y las expectativas a propó-
sito de ella.
Pocos meses después del comienzo, al emprender la
búsqueda de referentes teóricos que nutrieran el aparato concep-
tual que deseaba elaborar, mis interlocutores académicos dejaron
de ser sólo dos y se multiplicaron por decenas: Me aproximé a
profesionales de la sociología, la antropología, la filosofía, la his-
toria, los estudios del lenguaje. Tantos que me vi obligado a dejar
de conversar con algunos en pos de la concreción, para darme así
la oportunidad de formular un posicionamiento personal que
discriminara o enfatizara en distintos puntos de las lecturas que
había realizado.
Lo que, por otra parte, nunca preví fue que el diálogo que
se abría al iniciar mi trabajo no se agotaría en las páginas que leía
y en las páginas que redactaba. Hombres y mujeres, a quienes
conocía de antemano o conocí durante la elaboración de este
texto, me encararon. Hicieron preguntas: Querían que les aclarara
a qué me refería con la normalización del discurso de la violencia,
por qué me despertaba interés abordar un problema como éste.
Me criticaron: Aprobaban algunas de mis observaciones; ponían

11
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

en duda otras. Su acompañamiento fue indispensable cuando los


libros y los artículos habían hecho lo suyo o cuando suspendía las
lecturas. De sus inquietudes, de su solidaridad, dependió, en bue-
na medida, que pudiera concluir esta empresa.
Mi memoria repasa rostros. Recuerda facciones de intriga,
entusiasmo, asentimiento. También hace una pausa en los comen-
tarios recibidos. Repensar me hace sonreír. Fijo mi atención espe-
cialmente en dos mujeres y un hombre que, sin lugar a dudas,
merecen mi reconocimiento formal por ser verdaderos motores
de estos pininos científicos. Que sean las siguientes palabras una
muestra de la gratitud que les guardo.
Ana María Duarte Cano, mi mamá, bien podría recapitu-
lar los contenidos de las próximas páginas porque, si bien nunca
los leyó, siempre se mostró ávida de platicar sobre ellos. Al me-
nos una vez a la semana llamaba por teléfono para preguntar
cómo iba la tesis. Hizo las veces de un termostato: Si me notaba
ansioso, promovía la calma; si percibía que me estancaba, insistía
en que no era momento de parar. Gracias a ella ningún titubeo
resultó ser más que una eventualidad superable.
Salvador Mateos Rangel, a quien me atrevo a llamar el co-
autor implícito de esta tesis, es cincuenta por ciento culpable de
mi optimismo en las ciencias sociales, de donde, por cierto, surgió
el afán de teorizar la violencia, la normalización y el discurso. Con
él decidí que la sociología académica sería mi futuro profesional.
A su lado he aprendido incluso más que con cualquier profesor.
Y no es para menos: Se trata de un hombre que no cesa de leer,
de pensar sociológicamente. Su estilo no es complacer, así que
aquí le agradezco las pocas felicitaciones y los múltiples señala-
mientos de inconsistencia a los documentos que le compartí.
Inconsistencias que confío haber subsanado.
Eva Salgado Andrade cierra el triángulo de las personas
fundamentales en mi experiencia como tesista. Distinguir que es
mi asesora no basta para hacer justicia a la labor tan generosa que
emprendió desde que nos aliamos para investigar la dimensión
discursiva de la violencia. De ella recibí comprensión y aliento

12
PRÓLOGO

para proseguir en los diversos momentos del estudio. Recibí, asi-


mismo, sugerencias metodológicas que me permitieron mejorar
los tres capítulos que componen este trabajo. No conforme con
eso, aprovechó nuestra proximidad académica para acercarme a la
comunidad científica de los estudios del discurso, a las discusio-
nes actuales de la disciplina. Mi gratitud por eso.
El Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en
Antropología Social (CIESAS), por último, merece una mención
especial. Desde que fui aceptado en su promoción 2012-2013 de
tesistas externos, la práctica de investigar se convirtió en la tarea
principal de mi vida, en un verdadero empleo. Hago extensivo mi
reconocimiento a la Subdirección de Docencia y a la Comisión de
Becarios por haber dado este impulso a mi trayectoria académica
que, seguramente, no parará aquí. ¡Muchas gracias!

13
Introducción: Discurso de la violencia.
¿Qué se normaliza?

Una de las acusaciones que en los últimos años he escuchado


proferir desde y hacia la sociedad mexicana y, en particular, al
ejercicio periodístico, es que, luego de intensificarse la violencia
como producto del combate al narcotráfico en el país, y luego de
atestiguarla recurrentemente de manera directa o reportada, ésta
se ha normalizado tanto para quienes la viven de cerca como para
quienes se enteran de ella a través de medios de información.
Por normalizado, observo, se hace alusión a un proceso
de resignación, de cotidianidad, de acostumbramiento. Pero en-
cuentro que, al mismo tiempo, quienes visibilizan el fenómeno no
lo hacen “felices” de que la sociedad se habitúe a guerra, a los
asesinatos, incluso a otros daños humanos que, sin provocar la
muerte, siembran huellas en los cuerpos, en las memorias. No.
Antes, quienes señalan la normalización –al menos en el entendi-
do a que refiero– parten del supuesto de que la violencia siempre
debería de indignar, siempre debería de pensarse como lamenta-
ble, como algo que no tendría por qué haber ocurrido y que, por
lo tanto, dejar de enrarecerla es una forma de suspender la lucha
por erradicarla.
El interés de este trabajo no es confirmar ni negar que la
violencia está transitando de la dimensión de lo extraordinario a la
de lo normal. Tampoco avala que ella sea naturalmente negativa y
se comience a tomar por positiva, aceptable. El enfoque que
desarrollo ubica el problema en un nivel de análisis distinto.
Me propongo estudiar una normalización que justo es la
base a partir de la que alguien puede tomar como negativo el in-
cremento de (y la pasividad ante) la violencia. Con ella sugeriré
que existen reglas explícitas e implícitas, consolidadas a partir de

15
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

su puesta en práctica, que gestan maneras sociales de concebir lo


violento. Que los humanos no sólo pensamos en función de las
situaciones que vivimos, sino a partir de repertorios de represen-
taciones colectivas. Que hay un ámbito de saberes socialmente
organizado mediante el cual nos posicionamos frente a los acon-
tecimientos o, incluso, los recuerdos o las imaginaciones relativas
al daño provocado por y hacia los humanos.
La normalización del discurso de la violencia será aquí un
modelo conceptual que problematice las normas y sus efectos de
normalidad al interior y al exterior de un dominio social. Alguien
que está convencido de que la violencia es negativa será entendi-
do como alguien que incorporó conjuntos de reglas y expectativas
a propósito de ella, alguien que ha sido normalizado. Así, asumiré
que nadie es más o menos pacífico por mera casualidad, sino co-
mo resultado de vivir con los otros, de pertenecer a una sociedad
que gesta, en este caso –aunque, ya veremos, la violencia no tiene
un solo sentido–, un tipo de conciencia que asume como negati-
vos los actos de lastimar o ser lastimado.
Para arribar a esta resolución, la ruta será observar a las ob-
servaciones hechas a la violencia por medio de discursos. En ellos
localizaré el funcionamiento de normas que regulan los sentidos
de los actos de dañar y, por extensión, las formas sociales en que
son conocidos, representados. Formas que constituyen una me-
moria colectiva que permite mantener e incluso inspirar ulteriores
formas de concebir lo violento.
Tres niveles analíticos, que corresponden a la organiza-
ción de los tres apartados de esta tesis, me permitirán aproxi-
marme a mis objetivos. Así, presento, en el siguiente orden, un
primer capítulo, de corte teórico, donde se revisan las categorías
principales con que se construyó el objeto de estudio de la nor-
malización del discurso de la violencia; un capítulo segundo que
fue pensado para explorar la amplitud conceptual de la violencia,
sus regularidades y sus polémicas; y un tercero donde se aterrizan
las revisiones precedentes en el estudio de un conjunto preciso (o
corpus) de discursos sobre la violencia.

16
DISCURSO DE LA VIOLENCIA. ¿QUÉ SE NORMALIZA?

En “Normalización, violencia y discurso” emprendo la


tarea de construir un modelo teórico a través de este trinomio de
conceptos, con miras a problematizar de manera científica la di-
mensión discursiva de lo violento. Aquí apenas he echado luz
mínima al problema que constituye la investigación. A lo largo del
acápite inaugural, en cambio, asumiré la tarea de conceptualizar a
la normalización como un mecanismo de interdependencias
humanas que regulan los sentidos de un objeto o acontecimiento
social y a la violencia como un acto de daño que se caracteriza
por ser una posibilidad en el marco de lo poco posible, es decir,
como un daño que sucede donde se espera que no ocurra, pero
que no por eso deja de tener sentidos explícitos e implícitos.
Cerraré ese apartado al caracterizar al discurso como un entrama-
do de representaciones verbalizadas que actualizan saberes y mo-
dos de saber cultivados en sociedad que dan cuenta de maneras
de pensar en colectivo. La reunión de las tres categorías me per-
mitirá organizar, como resultado, el modelo de la normalización
del discurso de la violencia.
En el segundo apartado, al que titulé “La polémica de las
representaciones de la violencia. Entre la normalización y la ne-
gociación discursiva”, ingreso a la discusión de las variantes de
sentido que complican el esclarecimiento del uso social del con-
cepto de violencia. Observo ahí que no existe un consenso abso-
luto que defina lo que se quiere decir al representar verbalmente
lo violento, sino una multiplicidad sentidos que se remiten al
mismo objeto discursivo (la violencia), con direcciones más o
menos comunes, las cuales, sin embargo, se negocian y se deciden
en situación. Con esa afirmación declaro que la normalización es
una tendencia y no un hecho absoluto. Que, en efecto, hay regu-
laciones de sentido que forman parte de otras normalizaciones o,
cuando menos, que no son propias de las expectativas de un tipo
de orden social.
El capítulo final constituye un análisis sobre “La inscrip-
ción del discurso normalizado de la violencia en el cuento mexi-
cano contemporáneo (1960-2010)”. Se aborda ahí a la creación

17
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

literaria como un proceso de textualización, de producción de


sentido escrito. Con un recorrido histórico a través de narracio-
nes breves publicadas entre los años sesenta y dos mil, describo la
relación entre literatura y violencia como un mecanismo de repre-
sentación y de autoconocimiento colectivo que, si bien no está
comprometido con la generación de versiones verídicas sobre
hechos violentos, reelabora puntos de vista, elementos para-
digmáticos, interpretaciones respecto a ellos. Esa información
resulta nodal para confirmar que la normalización del discurso no
opera sólo al momento de otorgar valor a hechos de contacto
cuerpo a cuerpo, sino incluso al explorar los recursos de memo-
ria, de imaginación social, que se re-producen en el universo dis-
cursivo de la violencia.
Huelga decir que esta investigación, como su título lo
anuncia, mantiene una centralidad en la dimensión discursiva de
la vida social, lo cual, es cierto, demerita el acercamiento a los
efectivos actos de dañar que concebimos como violentos. Me
justifico con el argumento de que el diseño de un proyecto de
estudio es una selección que implica, por extensión, múltiples
omisiones. En esta ocasión si decidí poner énfasis en el mundo
del discurso fue porque entiendo que la sociedad no sólo se com-
pone de hechos corporales, que su vigencia depende también de
entramados de representaciones que hacen inteligible la experien-
cia de los humanos en el mundo. Un tipo de representaciones se
manifiestan en forma verbal y refieren a lo que aquí designo co-
mo discurso.
Expreso, por último, que mi convicción de explorar el
universo de la violencia, su normalización discursiva, descansa en
el interés de problematizar de manera científica un fenómeno que
difícilmente se puede separar de convicciones personales, postu-
ras políticas o morales. Conocía y a lo largo de este trabajo conocí
más estudiosos que se acercan a la violencia en aras de encontrar
maneras de extinguirla. Tales planteamientos sugieren de antema-
no que la violencia es deplorable porque causa daños, porque

18
DISCURSO DE LA VIOLENCIA. ¿QUÉ SE NORMALIZA?

lastima a los humanos. Su mirada oscila, de tal suerte, entre la


descripción y la prescripción del objeto de estudio.
Yo –reconozco– tengo una postura personal ante el pro-
blema que investigo. Soy, de hecho, parte de la cadena de inter-
dependencias sociales que mantienen vigente la normalización
negativa de lo violento. Quisiera que hubiera alguna manera de
erradicarlo. Sin embargo, en esta ocasión mi apuesta no es verter
de primera mano experiencias propias, juicios de valor. Sumado al
campo y los preceptos de la investigación sociológica, intento
aquí administrar algunos conocimientos sociales a propósito del
tema que me ocupa para, sobre cualquier otro cometido, com-
prenderlo. No enjuiciarlo. Explorar, antes, las bases sociales que
permiten emitir un juicio sobre él.
Así, quien lea las siguientes páginas no encontrará aquí
una ruta para después emprender un plan correctivo sobre las
personas o los actos violentos. Tampoco para prevenir su emer-
gencia. En cambio, se enterará cuando menos del monstruo de
saberes que subyacen a las representaciones que designan los sen-
tidos del daño provocado, atestiguado o padecido; de cómo invo-
lucrarse en este campo problemático significa aproximarse a un
cúmulo de autoimágenes y expectativas construidas en colectivo
que nos integran como sociedad y nos posicionan frente a esa
cosa llamada violencia.

19
i. Normalización, violencia y discurso

Para observar la regulación social de las representaciones verbales


de lo violento, diseñé el modelo conceptual que da nombre a esta
tesis: La normalización del discurso de la violencia. Se trata de un
punto de vista metodológico, que, al ser un posicionamiento pro-
pio frente a la realidad estudiada, constituye, por extensión, una
“selección” y, en consecuencia, una reducción de la realidad.
Asumo, por ende, que mi problematización, focalizada en
la normalidad normalizante del discurso de la violencia, no da cuenta
de –aunque reconoce– los diversos modos en que opera la vio-
lencia en situación, ni las probables causas generales de su cons-
tante emergencia. Antes bien, esta investigación se centra en ca-
racterizar los mecanismos sociales de saber y práctica que permi-
ten reconocerla y constituirla en un marco de referencias discur-
sivas mediante las que socialmente se tipifica y se le dota de sen-
tidos. Sentidos que, como veremos a continuación, se normalizan
mediante procesos de regulación explícitos e implícitos en los que
participan de manera interdependiente lo mismo instituciones
formales que sujetos en su actuar cotidiano.
Caracterizaré, para tales efectos, y en el siguiente orden,
los conceptos de normalización, violencia y discurso, a los cuales
sólo disocio con fines analíticos, puesto que, en los hechos, ope-
ran en conjunto. Una vez esclarecido cada uno, emprenderé el
ensamblaje de los tres, a la espera de que así se conozca el plan-
teamiento nodal de este trabajo: Reconocer que las representa-
ciones colectivas, en este caso de carácter verbal, participan en la
regulación de los posicionamientos sociales a propósito de lo
violento.

21
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

1.1 Vigilar a los demás, vigilarse a sí mismo:


la normalización

En el mundo social existen formas regulares de pensar y de pro-


ceder. Las tradiciones, los rituales, las doctrinas intelectuales, las
lenguas, las actividades institucionales o, incluso, los grandes sis-
temas organizativos como el capitalismo, son ejemplos básicos
que dan cuenta de cómo la sociedad reproduce ciertos tipos de
funcionamiento que ordenan las relaciones de los seres humanos.
Algunas regularidades son formales, esto es, provienen de normas
expresas de las cuales los individuos pueden tener cuenta; otras,
en cambio, asumen un carácter más bien informal, toda vez que
su reproducción es implícita y se asocia con prácticas consuetudi-
narias atadas a estilos de vida, hábitos, conocimientos adquiridos
en el contacto de los unos con los otros.
Al observar en periodos históricos a la sociedad y atesti-
guar la recursividad de las actividades, de los saberes que la man-
tienen vigente, los investigadores pueden localizar tendencias
colectivas que, en efecto, persisten a lo largo del tiempo y que son
posibles en la medida en que los sujetos coadyuvan a su mante-
nimiento por vía de la participación consciente o no consciente.
Así, lo social ocurre como un entramado de acontecimientos fini-
tos, de fenómenos que, al tiempo en que ocurren, se encadenan a
futuro con próximas prácticas, en la medida en que unas fundan
el curso de otras y/o prolongan la vigencia de determinados co-
nocimientos que ayudan a reproducir lo que es constitutivo,
lo que es necesario para mantener determinados modos de
organización.
Cuando estudiamos a la sociedad en sus diferentes esta-
dios, empero, otra consideración, correlativa a la primera, es
susceptible de ser planteada: Si bien existen regularidades com-
probadas con el paso del tiempo, algunas más rígidas que otras,
asimismo existen excepciones a las tendencias colectivas o, en
otros casos, inclusive regularidades paralelas, esto es, dos o más

22
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

tipos de proceder disímiles que coexisten, tienen contacto, al pun-


to de generar dinámicas sociales, según sea el caso, de conviven-
cia o de conflicto.
Pensemos en el caso de las instituciones de vigilancia y de
procuración de justicia. Ellas bien ejemplifican un tipo regular de
práctica, que, sin embargo, en el curso de su puesta en marcha,
puede verse irrumpida por algún acto extraordinario, no espera-
do, no deseable para los propósitos expresos de la justicia legal,
como la negligencia de alguno de sus miembros. Práctica regular
que, por otra parte, encara órdenes alternos, antagónicos, como
las organizaciones criminales, quienes, antes de excepcionales,
suelen ser regulares, en la medida en que a ellas subyacen saberes
y procedimientos que se reproducen a lo largo del tiempo, aun
cuando su carácter interfiera en las normas expresas del orden
jurídico de algún Estado.
La inclusión de lo imprevisto y de la coexistencia de dife-
rentes prácticas regulares a veces antagónicas, vemos, añade
complejidad analítica a las observaciones de la organización so-
cial. Esta mirada ayuda a relativizar y no tomar como absolutas e
inamovibles a estructuras colectivas que en los hechos se mantie-
nen en tensión con fuerzas sociales adversas y/o se ven afectadas
por acontecimientos no previstos que a la larga pueden
modificarlas.
Introduzco apenas de manera general este marco de ideas
que vincula a lo regular con lo no regular (eso que es excepcional
o adverso), porque me parece un punto de partida pertinente para
comenzar a caracterizar el concepto de normalización, elemento
central de este trabajo, de tal modo que desde un principio se le
comprenda como una efectiva regularidad que opera en la socie-
dad, pero que no por eso está fuera de contacto con otros es-
quemas de pensamiento y práctica que llegan a trastocarla.
Defino a la normalización como un mecanismo social de in-
terdependencia distribuido de forma desigual en actividades y
saberes institucionales y no institucionales que permiten regular y
estabilizar en momentos determinados los sentidos de algún obje-

23
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

to que se conoce en sociedad. Normalización aquí ocupa un doble


lugar semántico, pues refiere a normas cuya aplicación constante
consigue, por otra parte, normalizar, esto es, volver normal, cotidia-
no, recurrente, un tipo de sentido que se designa.
Por supuesto, como líneas atrás se anotó, esta normaliza-
ción, en su papel de regularidad, tiene sólo un estatus de tenden-
cia.1 Al margen de ella, por lo tanto, se distribuyen y se manifies-
tan otro tipo de sentidos que no son propiamente los que se cen-
tralizan en este mecanismo cuya función es justo reducir las posibi-
lidades de que lo normal deje de ocupar un lugar hegemónico entre
los múltiples sentidos que puede tener un objeto de la sociedad.
En la polémica que protagonizan tales sentidos, los nor-
malizados frente a los alternos, se inscribe esta investigación. El
interés primordial que deriva de ella es identificar rasgos constitu-
tivos de la mirada normal y distinguir cómo ésta desempeña a la
vez un papel normalizante frente a las designaciones no normales.
De tal suerte, esta exploración parte del entendido de que existe
en la sociedad un tipo de praxis (saberes y prácticas) que al mis-
mo tiempo en que reproduce determinados sentidos para sí, vigila
a la otredad y no la acepta, sino que, antes bien, la enrarece, se
extraña de ella, habida cuenta de que no corresponde a su propio
dominio de organización.
A continuación, para realizar un examen pormenorizado
que me permita ahondar en la definición apenas ofrecida, ex-
pondré las maneras en que la normalización funciona como (1)
un mecanismo de interdependencias mediante el que (2) la socie-
dad se autovigila, a la vez que (3) dota de verdad ciertos hechos,
hechos normales; para, por último, definir la manera particular en
que (4) el mismo proceso se vincula con la organización del Esta-
do-nación.

1 Enfatizo en la idea de tendencia para sugerir que la normalización no es un


hecho absoluto, del que todas las personas participen sin lugar a excepciones,
sino que se trata de una fuerte orientación social, de una manera común de
proceder.

24
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

1.1.1 Normalización como mecanismo de interdependencia

El principio operativo de la normalización es la interdependencia


social. Parto de la consideración de que no existen normalidades
o anormalidades por sí mismas, producto de una absoluta historia
propia, sino de que sus sentidos son relacionales y emergen de
vínculos recíprocos que las dotan de esa identidad. En tanto que
es un mecanismo, o bien, un instrumento que funciona a partir de
la interrelación de sus partes constitutivas, la normalización a que
me refiero está distribuida y no se vale de una sola dependencia
mutua, sino de la colaboración de múltiples interdependencias.
Así, el diseño conceptual que presento no clausura la ob-
servación de los modos de regulación de lo normal a, por ejem-
plo, instituciones públicas formales, que, por estar diseñadas para
procurar el mantenimiento de ciertas regularidades (la educación,
la salud, la justicia penal), en una primera impresión podrían pare-
cer detentoras exclusivas del control social; antes, en él se consi-
dera que también los individuos coadyuvan a la reproducción de
este mecanismo por vía de su interrelación tácita o explícita con
las instituciones o incluso mediante los vínculos constantes o
casuales que tienen lugar en su vida cotidiana.
Retomo la categoría de interdependencias o configuraciones
desarrollada por el sociólogo alemán Norbert Elias porque consi-
dero que la categoría de normalización, al igual que otros “con-
ceptos de ciencias sociales, como […] ‘familia’ y ‘sociedad’, se
refiere […] a grupos interdependientes, a figuraciones2 específicas
de personas que se integran a otras personas” (Zabludovsky;
2007: 53). La premisa aquí es que el estatus normal se fragua en

2 Tanto el concepto de configuraciones como el de figuraciones refieren a


relaciones recíprocas entre individuos. Fletcher considera que Elias pudo reti-
rar el prefijo “con” de la palabra con-figuración para optar por la categoría de
figuración porque esta segunda evitaba la redundancia de decir que “los seres
humanos forman configuraciones unos ‘con’ otros. Sin embargo, la palabra
configuración es de uso común y su significado es intuitivamente claro”
(Fletcher; 2005: 61).

25
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

un entramado de relaciones del que todos los individuos partici-


pan asimétricamente, al punto en que no se es normal por natura-
leza, porque la normalidad sea inmanente a la condición de un
sujeto que nace y se desarrolla así, sino por consecuencia de los
múltiples vínculos sociales que operan sobre él –vínculos de so-
metimiento e incluso de participación voluntaria– y que lo inmis-
cuyen de manera consciente y no consciente en redes de normali-
dad –o anormalidad–, que, a su vez, son la base sobre la que tam-
bién él, en el mismo procedimiento, se vuelve constitutivo de la
normalización que se ejerce sobre los otros.
“Dependemos de los otros; los otros dependen de noso-
tros”, recapitula Jonathan Fletcher (2005: 57) 3 en su revisión al
legado de Elias. Esto sugiere que no hay una interdependencia
fundamental y otras accesorias que coloquen en el centro de la
vida social a un tipo de relación por sobre las demás como, por
ejemplo, la propia de gobernantes frente a gobernados. No. Unos
podemos volvernos dependientes de los otros “por su uso de la
fuerza o por nuestra necesidad de ser amados, nuestra necesidad
de dinero, de atención médica, estatus, una carrera o simplemente
por entretenimiento” (Fletcher; 2005: 57). Y si bien es cierto que
algunas figuraciones ejercen fuerzas superiores respecto a otras,
en la vida moderna lo que se establece son más bien distintas
“redes de seres humanos interdependientes, con movimientos
asimétricos sobre los balances de poder” (Van Benthem van den
Bergh; 1971: 19, citado en Fletcher; 2005: 60).
De tal manera, aunque estudio a la normalidad como un
proceso que va más allá de las voluntades individuales, porque su
confección no ha sido diseñada de antemano ni se reproduce por
completo como parte de una planificación consciente, no dejo de
considerar que ella se consolida en la medida en que los sujetos la

3 Ésta y todas las citas de Fletcher (2005) son traducciones mías del inglés. Doy
el mismo aviso para el resto de las citas textuales cuya fuente se encuentre
anotada en inglés o en francés. Véase bibliografía.

26
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

alimentan, ya por vía de la enseñanza, de la sanción, la vigilancia o


la autocorrección, actividades todas que resultan de las interrela-
ciones sociales.
Para Elias, “aquello a lo que llamamos ‘sociedad’ no es
[…] un ‘sistema’ o ‘totalidad’ más allá de los individuos, sino que
es, más bien, el mismo entramado de interdependencias consti-
tuido por los individuos” (Elias; 2011: 70). La condición de posi-
bilidad de lo social, por ende, es la persistencia de relaciones
humanas recíprocas. Relaciones variables que por vía del contacto
directo cara a cara pueden configurar el orden de una interacción
espontánea y breve entre dos personas, o relaciones que, vistas
desde otra dimensión analítica, por vía del contacto implícito
pueden también ayudar al mantenimiento de órdenes sociales que
persisten al paso del tiempo y sobre el que las voluntades indivi-
duales poco pueden incidir para alterar su curso. En palabras de
Elias:

A partir de la interdependencia de los hombres resulta un or-


den de una clase completamente específica que es más coerciti-
vo y más fuerte que la voluntad y la razón de los hombres indi-
viduales que forman este entrelazamiento. Es este orden de en-
trelazamiento (Verflechtungsordnung) el que determina el cur-
so del cambio histórico (Elias; 1939,4 II: 325-326, referido por
Leyva, Gustavo; 2002: 134).

Notamos así cómo en el concepto de figuración descan-


san grados de interdependencia, algunos más inmediatos y per-
ceptibles, propios de la interacción, que otros enraizados en pro-
cesos históricos relativos a la organización colectiva y que a veces
sólo por vía de la exploración histórico-sociológica se evidencian.
El sociólogo Eric Dunning, uno de los continuadores de la obra
de Norbert Elias, justo reconoce que las ventajas de acudir al

4Gustavo Leyva hace referencia a El proceso de la civilización en el año original de


su publicación: 1939. En la bibliografía, sin embargo, el lector o la lectora
encontrará la referencia al libro en la versión mexicana de 2011.

27
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

concepto de figuración estriban en que permite, a la vez, observar


a las interdependencias como situaciones y como patrones socia-
les, por la vía de localizar diferentes vínculos entre individuos, lo
cual “nos permite no cosificar estructuras, esto es, dar la impre-
sión de que ellas existen con independencia de las personas que
las constituyen” (referido en Fletcher; 2005: 61).
Las relaciones recíprocas, vemos, son el marco en que los
sujetos pueden desarrollarse y ayudar al desarrollo de los demás,
de lo social. De ahí que la propuesta eliasiana insista en entender
al mismo tiempo a los humanos “como individuos y como socie-
dades” (Elias; 2011: 54) antes que tomarlos como dos existencias
distintas, con el argumento de que las personalidades son abiertas,
se constituyen y se orientan en función de las otras, tanto así que
la experiencia de ser uno mismo deriva del vincularse con los
demás.
En esto radica la consideración de que las interdependen-
cias generan personas que mediante sus reciprocidades producen a
sus pares (sus identidades, sus actividades) produciéndose a sí mis-
mas, y que, por lo tanto, ellas, las dependencias mutuas, no son
menos que la sociedad: Son la sociedad en funcionamiento.

Comoquiera sic que los seres humanos tienen un mayor o


menor grado de dependencia recíproca –anota Elias–, primero
por naturaleza y luego por el aprendizaje social, estos seres
humanos únicamente se manifiestan como pluralidades; si se
me permite la expresión, como composiciones figuraciones5
(Elias; 2011: 70).

A la luz de las anteriores consideraciones, propongo que


la normalización es un entramado de interdependencias situacio-

5 En la traducción al español de El proceso de la civilización elaborada por Ramón


García Cotarelo (2011) se traduce figurationen como “composiciones” en lugar
de “figuraciones”. En una revisión al trabajo de Elias elaborada por Gustavo
Leyva (2002: 142), sin embargo, se puede corroborar que el anterior pasaje
citado refiere, en efecto, a figuraciones.

28
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

nales y recursivas de las cuales los individuos participan ejercien-


do relaciones de poder asimétricas sobre sí y sobre los demás.
Mantener vigente esta configuración estriba en que los registros
de normalidad se regulan mediante grandes interdependencias
duraderas, como la vigilancia y la corrección formal que realizan
instituciones públicas, de igual manera que interdependencias
situacionales constantes, no planeadas, que sirven para reproducir
lo normal mediante la aceptación mutua (implícita o explícita) o
incluso para vigilar, localizar, enrarecer, estigmatizar, sancionar
anormalidades emergentes.
Así, aunque en el desarrollo de esta aproximación a la
normalización del discurso de la violencia me referiré a lo norma-
lizado como un funcionamiento social, a veces sin precisar que su
condición de posibilidad es la interdependencia de quienes lo
gestan, anoto que debe comprenderse que mi interés no es sus-
tancializar a lo normal, abstraerlo de las individualidades. Todo lo
contrario: Al considerar que se trata de un mecanismo de inter-
dependencias institucionales y no institucionales enfatizo que su
composición deriva de una serie de praxis que encadenan a los
humanos en momentos concretos y que, además, esas concrecio-
nes obran sobre un marco de figuraciones mayores que se repro-
ducen a largo plazo por medio de interdependencias conjuntas.
Adelantémonos un poco al caso de la violencia, que se re-
visará en el próximo apartado: Un tipo de figuración particular es
que, por ejemplo, yo, sujeto, no actúe de forma violenta cuando
asisto a una función de cine donde todos guardan silencio. El
hecho mismo de que los espectadores ocupen asientos y se man-
tengan callados por algunos minutos, durante el tiempo en que se
presenta la cinta, configura la situación. Así, esa violencia que no
ocurrió en la sala de proyección de filmes devela un tipo de inter-
dependencia implícita, que forma parte no sólo de la norma ex-
presa de los cines, sino de una configuración más general sobre el
control de las emociones que opera desde y para los individuos.
Por supuesto, la excepción es latente y, ante la violencia, con se-
guridad otro tipo de interdependencias pueden desencadenarse.

29
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

Pero el carácter excepcional de la violencia dice ya mucho de la


normalidad estandarizada sobre un tipo común de figuración
directa entre humanos.
En la medida en que la normalización es un producto
colectivo, se entiende que, por extensión, la anormalidad también
lo es. A veces entre los individuos se naturaliza la idea de que hay
sujetos incómodamente “diferentes”, que nacieron anormales,
que se desviaron de manera inexplicable, cuando, en cambio, lo
que constituye esa distinción no es el hecho en sí mismo de que
un sujeto difiera de un estándar, sino el tipo de mirada
–procedente de la configuración de normalidad– que opera sobre
lo excepcional, lo extraño e inaceptable, lo que hay que controlar.
Si recordamos las anormalidades clásicas que Michel
Foucault se dedicó a analizar, notamos cómo es a partir de un
punto de vista relacional que la normalidad y la anormalidad tie-
nen lugar: La mirada construida como normal opera en interde-
pendencia con lo anormal, designándolo, clasificándolo, ejercien-
do relaciones de poder sobre él. Justo al revisitar su estudio sobre
la demencia, una de las consideraciones del filósofo francés fue
que “la historia de la locura sería la historia de lo Otro –de lo que,
para una cultura, es a la vez interior y extraño y debe, por ello,
excluirse (para conjurar un peligro interior), pero encerrándolo
(para reducir la alteridad)” (Foucault; 2008: 9).
Este tipo de problematización relacional en la que
Foucault localiza tecnologías sociales distribuidas en instituciones
formales al tiempo que en la interacción cotidiana se prolongaría
en su investigación a propósito de otras anormalidades miradas
desde la normalidad normalizante, a saber: el monstruo humano,
el individuo a corregir y el niño masturbador. No es éste el mo-
mento para detenernos a describir cada una de las modalidades de
otredad porque el nivel de explicación de la normalización aquí es
apenas general. Me limito a indicar la recíproca relación entre el
orden y su contraparte (lo anormal, lo extraño) y a recuperar
cómo durante los siglos XVIII y XIX esta relación fundó un poder
normalizante que “gracias al juego que consiguió establecer entre

30
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

diferentes instituciones, extendió su soberanía en nuestra socie-


dad” (Foucault; 2006: 38).
Aquí hay que insistir de nueva cuenta que la normaliza-
ción vale como una tendencia, y que, en ese sentido, la mirada
metodológica está puesta sobre un tipo particular de interdepen-
dencias reproductoras de regularidades que comprometen a los
sujetos, lo cual no evita que al margen de ellas ocurran otro tipo
de vínculos recíprocos, incluso otras normalizaciones. La lectura
del trabajo de Elias elaborada por el sociólogo Jorge Galindo
ayuda a insistir a este respecto en virtud de que dilucida que:

La vida en sociedad implica el establecimiento de relaciones de


dependencia recíproca entre diversos individuos. Si bien esta
dependencia recíproca es un rasgo estructural de toda sociedad,
la forma en que dichas relaciones se estructuran varía de un lu-
gar a otro. De tal forma que puede haber órdenes de interde-
pendencia caracterizados por la laxitud de sus relaciones y
órdenes más estructurados. Para Elias es, justamente, esta di-
versidad de órdenes de interdependencia lo que da cuenta de la
diversidad de comportamientos (Galindo; 2009: 211).

A partir de todo lo aquí expuesto, el mecanismo de inter-


dependencia de la normalización queda caracterizado. Al menos,
delineado. Podemos pasar a un siguiente nivel analítico siempre
que quede claro que la normalización opera a manera de vínculos
recíprocos entre individuos y que aunque a veces parezca que se
gesta sólo desde unos y hacia unos tipos específicos de sujetos, se
trata más bien de un proceso amplio del que se participa de diver-
sas maneras, a veces sin conciencia expresa. “En realidad, los
individuos siempre se presentan como configuraciones y éstas
son irreductibles” (Zabludovsky; 2007: 67). Esto supone flexibili-
zar la dualidad de las instituciones correctoras frente a los sujetos
normales o anormales y abrir el concepto de normalización a un
entramado de relaciones de las cuales los individuos participan en
modos diferentes, siempre unos sobre otros, en un abanico am-
plio de posibilidades, tanto así que quien en una situación se con-

31
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

figura normal puede establecer una interdependencia anormal en


otro momento.

1.1.2 Vigilancia de sí, vigilancia colectiva

Ahora bien, las interdependencias de la normalización se fundan


sobre la base de un proceso permanente y diferenciado de vigi-
lancia. Vigilancia de unos a otros; vigilancia de sí, que tiene por
efecto conservar la “verdad”, la “naturalidad” de algún tipo regu-
lar de organización de saber y proceder.
Vivir en sociedad, según Elias, implica el permanente en-
lazamiento con los demás, lo cual supone que, enredada con
otras, no exista algo tal como una práctica individual, que sólo sea
de y afecte a quien la produce. La praxis de los sujetos es el medio
y el resultado de un ensamble de relaciones, motivo por el cual
jamás ocurre como un acto aislado, al margen de la sociedad.

Las relaciones de las personas entre ellas no son aditivas. La


sociedad no tiene el carácter de un montón de acciones indivi-
duales, comparadas con un montón de arena, ni de un hormi-
guero de individuos programados para la concepción mecánica.
Recuerda más bien una red de personas vivas, que dependen de
forma muy diversa unas de otras. Los impulsos y sentimientos,
los criterios y las acciones de una persona pueden reforzar los
de otros o desviarlos de su objeto inicial (Elias; 1994b, citado
por Zabludovsky; 2007: 64).

De ahí deriva la idea de vigilancia que propongo. No una


vigilancia siempre parecida a la de los policías. Ésa es sólo una de
las manifestaciones posibles. Se trata de un estadio de interde-
pendencia vigilante que da certeza a ciertas actividades y enrarece
a otras en función de la presión que la ordenación de la normali-
dad ejerce sobre las subjetividades. Esto significa que la normali-
zación configura un estado normado, un juego de reglas, del cual
cada parte constitutiva del mecanismo, cada individuo participan-

32
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

te, se ocupa de vigilar y/o sancionar parcialmente. Incluso se trata


de una autoobservación porque los sujetos modernos, sujetos que
se conocen a sí mismos, al entenderse inmersos en la normalidad,
tienen la posibilidad de (re)organizar sus prácticas para que se
adecuen a las figuraciones predominantes.
En el marco de sus trabajos sobre el proceso civilizatorio,
Elias notó cómo al interior de la vida de la nobleza cortesana de
los siglos XVII y XVIII en Francia:

se desarrolló una observación ‘psicológica’ del ser humano, una


observación exacta del otro y de su yo, en series prolongadas
de motivaciones y en secuencias de conexiones, precisamente
porque la vigilancia de uno mismo y la observación permanente
de los demás se contaban entre los presupuestos elementales de
conservación de la posición social (Elias; 2011: 577).

Me parece que esta observación se puede orientar al con-


cepto de normalización para sugerir que lo que se normaliza es el
producto de múltiples interdependencias con carácter coactivo
sobre los demás y sobre el propio sujeto. Ya no sólo relaciones
recíprocas, sino relaciones que codeterminan de manera relativa
los comportamientos humanos, que regulan sus sentidos.
Aquí existen algunas coincidencias entre la obra de Elias y
Foucault que pueden mencionarse. Este segundo autor, bien co-
nocido por su trabajo sobre las relaciones de poder, identificó
redes de vigilancia exteriores e interiores al individuo, a las que
llamó gobierno de los otros y gobierno de sí. Por medio de evi-
dencias históricas criticó la imagen dada por sentada de que lo
que permite el mantenimiento de los órdenes jurídicos como los
Estados son relaciones verticales de poder, donde, por ejemplo,
un ser supremo ejerce total e inminente fuerza sobre sujetos
subordinados.
A través de su Microfísica del poder prefirió sugerir que la
dominación está socialmente distribuida y que por lo tanto la
normalidad, la vigilancia que implica, no emana del “rey en su

33
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

posición central sino [de] los sujetos en sus relaciones recíprocas;


no [de] la soberanía en su edificio específico, sino [de] los múlti-
ples sometimientos, las múltiples sujeciones, las múltiples obliga-
ciones que tienen lugar y funcionan dentro del cuerpo social”
(Foucault; 1979: 142).
Esta vigilancia correlativa, interconectada de manera im-
precisa por medio de la praxis de los individuos, devela la poca
pertinencia de disociar lo social de lo individual, como si los me-
canismos de control colectivo y control individual procedieran de
figuraciones distintas. Así, considera el sociólogo francés Bernard
Lahire, la obra de Michel Foucault constituye una metáfora del
plegamiento de lo social:

En primer lugar, el pliegue designa una modalidad de existencia


del mundo social: lo social en su forma incorporada, individua-
lizada. […] El individuo es producto de múltiples operaciones
de plegamiento (o de interiorización) y se caracteriza por la plu-
ralidad de lógicas sociales que ha interiorizado. Esas lógicas se
pliegan siempre en forma relativamente singular en cada
individuo […].
El segundo interés de la metáfora del pliegue reside en que en-
seguida nos hace pensar que el “adentro” (lo mental, lo psíqui-
co, lo subjetivo o lo cognitivo) no es sino un “afuera” (formas
de vida sociales, institucionales, grupos sociales) en estado ple-
gado. Esta analogía permite dar a entender que para los indivi-
duos no existe ninguna salida posible del tejido social: las fibras
que se cruzan y forman a cada individuo relativamente singular
no son otras que las componentes del tejido social. El “in-
terior” es “exterior” arrugado o plegado, y no tiene ninguna
primacía o anterioridad ni ninguna especificidad (Lahire;
2006: 117).

El plegamiento de lo social en el individuo o, en palabras


de Elias, la posibilidad de ser al mismo tiempos individuos y so-
ciedad, funda la posibilidad de que, al conocer a sus pares, la per-
sona se conozca a sí misma, se ubique en marcos de normalidad y
se pueda ajustar a ellos o incluso hasta trate de vencerlos. La vigi-

34
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

lancia que se produce con la normalización, de tal modo, queda


patentada en figuraciones que, al estar en concordancia con las
regularidades, no suelen provocar conflictos; pero, por otra parte,
esa vigilancia opera también cuando los comportamientos asumi-
dos como correctos, esto es, autocontroles conscientes y auto-
controles automáticos para evitar infracciones a lo aceptado
(Elias; 2011: 538), no se cumplen. Los sujetos, en este sentido,
son susceptibles de vivir experiencias que manifiesten la tensión
que provoca fallar a la normalidad, percibirse implicados en un
desajuste respecto a las expectativas sociales: miedo, vergüenza,
desagrado (Elias; 2011: 593 y ss.).
De ahí que ese tipo de personas que resultan poco pro-
blemáticas para determinadas configuraciones porque no plantean
excepciones a las normas, porque no se desajustan de las expecta-
tivas, no son menos activas que quienes se dedican a vigilar y
sancionar a los infractores. Ellas, las normales, coadyuvan a la
normalización por vía del autogobierno de sus comportamientos.
Justo aquí se hace pertinente mencionar la distinción
analítica que Erving Goffman, a propósito de su estudio sobre el
estigma, introdujo entre las categorías de normalización y normifi-
cación. Aunque el sentido de normalización trabajado en este caso
por el sociólogo estadounidense estriba en la vocación social de
tomar por normales a individuos que no lo son a causa de alguna
desviación que los estigmatiza, la normificación bien caracteriza la
capacidad de autovigilancia, de autoconocimiento, de entendi-
miento propio que se organiza en el marco de las interdependen-
cias sociales, pues ésta sirve para señalar “el esfuerzo que realiza
el individuo para presentarse a sí mismo como una persona co-
rriente, aunque no oculte necesariamente su defecto” (Goffman;
2010: 47).
En la vigilancia de sí, pues, no deja de operar el mecanis-
mo colectivo de la normalización; antes, se trata de una tarea al
interior del individuo, con consecuencias al exterior, complemen-
taria a esas actividades de regulación permanente que las policías,

35
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

los sanatorios, las escuelas, se encargan de realizar de manera


legítima por vía institucional.
Haría falta describir toda una serie más de vigilancias: la
que los padres ejercen de manera recíproca, pero asimétrica, so-
bre los hijos; la que los hermanos configuran entre sí; la compar-
tida por amigos y enemigos. Incluso esas vigilancias anónimas
que sirven para identificar a sujetos o actividades anormales, co-
mo los criminales en relación a los Estados, las diversidades
sexuales en relación a la heteronormatividad, la enfermedad en
relación a los mecanismos sociales de procuración de la salud. No
obstante, con dejar claro que el eje de su operatividad es la inter-
dependencia, el lector o la lectora de esta investigación podrá, por
cuenta propia, intuir otras más, que aquí no tengo oportunidad de
ejemplificar ni de desarrollar.

1.1.3 El poder de la normalización: valor y efectos de verdad

Cuando, en Las reglas del método sociológico, Émile Durkheim em-


prendió el análisis de lo normal y lo patológico de los hechos
sociales, uno de sus intereses centrales fue problematizar cómo la
regularidad estadística de un tipo de acontecimientos, de cara a la
irregularidad de otros, está vinculada en determinado momento
histórico a un “signo exterior, perceptible de modo inmediato
pero objetivo, que nos permite distinguir entre esos dos órdenes
de hechos” (Durkheim; 2006: 111).
Si bien su distinción binaria partió del supuesto de que lo
normal sucede con mayor frecuencia en oposición a lo patológico
o mórbido, cuya emergencia se expresa de manera excepcional,
sus consideraciones apuntaron a que la relación de ocurrencia
desigual de ambos polos no sólo expresa una jerarquía numérica,
un tipo de hechos más comunes que otros, sino a su vez una je-
rarquía normativa que es constitutiva de un trato social diferen-
ciado de unos y otros acontecimientos, en tanto que los normales

36
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

“son todo lo que deben ser” y los patológicos “deberían de ser


diferentes a como son” (Durkheim; 2006: 103).
La inclusión de este punto de vista fue clave para explorar
la manera en que exigencias colectivas establecidas con cierta
fijeza tienen efectiva incidencia en lo que finalmente acontece con
mayor frecuencia en la sociedad. Eso permitió concluir que lo que
es genérico a un tipo de estadio social es, al mismo tiempo, nor-
mativamente superior. Normal porque es regular y porque está
regulado por normas sociales exteriores a los individuos. Escribió
en este sentido que la:

generalidad sería inexplicable si las formas de organización más


extendidas no fuesen también las más ventajosas, al menos en
conjunto. ¿Cómo habrían podido mantenerse en una tan grande
variedad de circunstancias si no pusiesen a los individuos en si-
tuación de resistir mejor a las causas de destrucción? Por el
contrario, es evidente que si las otras son más raras en el término
medio de los casos los sujetos que las presentan sobreviven con
más dificultad. Por tanto, la mayor frecuencia de aparición de
las primeras es una prueba de su superioridad (Durkheim;
2006: 115).

El ejemplo del delito sirvió para abundar en la diferencia


simbólica y estadística de esta anomalía respecto a la normalidad
regulada. La comisión de un crimen, vemos, no es ni el hecho
más común ni el mejor valorado. Su ocurrencia es frecuente, sí, y
eso le otorga un tipo de normalidad,6 de regularidad, que, por otra

6 La idea de que el delito es normal (Durkheim; 2006: 123 y ss.) resulta pro-
blemática porque parece desligar la evidencia estadística de que aun cuando se
trata de una práctica constante, no es, por eso, más frecuente a la contención
de los crímenes. Afirmo esto sin conocimiento del universo estadístico de
referencia a que pudiera referirse Durkheim, lo cual podría invalidar mi obje-
ción. Pero de cualquier modo, la escritura del autor francés en este texto per-
mite inferir que el crimen a que se refiere no es el mejor valorado (es, de
hecho, castigado) por la sociedad tipo que caracteriza. Así, de cualquier mane-
ra, aunque se trate de un hecho frecuente, la normalización que opera sobre él
es negativa, la asume como anormalidad. No insisto más sobre este asunto,

37
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

parte, no necesariamente se traduce en normalidad aceptada. En


la polaridad modelada por Durkheim se observa, de acuerdo con
Sandra Caponi, que “si por un lado, lo normal es aquello que es
tenido como media estadística, como tipo específico, por otro
parece significar un valor, vital o social, que le otorga el carácter
de meta, de objetivo a ser procurado” (Caponi; 1998: 188).
Este carácter dual, agrega Caponi, que conjuga instrumen-
tos objetivos de medición (la estadística) con el examen de valo-
res sociales, tiende un puente entre el “ser” y el “deber ser” socia-
les (Caponi; 1998: 191), a partir del cual se arriba a una normali-
dad que es tipo y valor, esto es, un registro de regularidades al
tiempo que un canon social que “le confiere la capacidad de ser
‘normativo’, de ser la expresión de exigencias colectivas” (Caponi;
1998: 188).
Caponi además expone la crítica al modelo de la normali-
dad y la patología de Durkheim elaborada por Georges
Canguilhem, cuyo foco argumentativo estriba en que la regulari-
dad estadística para este filósofo francés no es sino “la expresión
de normas colectivas de vida que son histórica y socialmente
cambiantes” (Caponi; 1998: 195).
Por mi cuenta, me parece que incluir la dimensión norma-
tiva de lo normal al modelo de la normalización no deja de ser
relevante porque con ella se insiste en que los objetos sociales que
se tipifican como normales no lo son por mera naturaleza, sino,
antes, a causa de las fuerzas sociales de interdependencia que so-
bre ellos operan y así los designan. Si una regulación (normas) se
mantiene vigente, entonces, por extensión, se manifestará en cier-
to tipo de regularidad (normalidades) consecuente.
Considero que, asimismo, se trata de pensar a la normali-
zación a través de sus evidencias pasadas, pero también en su
poder a futuro, en los efectos que puede causar; pensarla como
una normalidad normalizante, lo cual no es otra cosa que entender-
la, en el vocabulario foucaultiano, como una verdad.

para que el énfasis de mi revisión permanezca en el ámbito de la dualidad


estadística-normativa de la normalidad elaborada por Durkheim.

38
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

De tal suerte, distingo que mientras que la idea de lo nor-


mal denota una condición de regularidad y de apego a normas, la
normalización consiste en un poder organizativo que coadyuva a la
reproducción de tal normalidad. Eso explica que la polaridad
consecuente que se establece con las llamadas anormalidades no
opere como una mera advertencia, sino como una posición de
antagonismo, un encuentro de sentidos que se disputan en las
instituciones y en las prácticas de los individuos, en las interde-
pendencias, la posibilidad de ser “verdades”.
Verdades, anoto, en el entendido de invenciones naturali-
zadas, de rupturas históricas validadas como certidumbres, que se
deben a conformaciones sociales específicas, pero que, al tiempo,
se comprometen con y comprometen a las prácticas de las insti-
tuciones y de los sujetos, al punto en que generan relaciones de ver-
dad (Foucault; 2001: 32) asociadas con los modos de organizar la
sociedad desde “arriba”, es decir, desde los mecanismos formales
que procuran la reproducción de sistemas organizativos colecti-
vos, así como con las configuraciones de las prácticas desde “aba-
jo”, desde los individuos, quienes también conocen y coadyuvan a
la reproducción de la verdad. Microfísica del poder, de nuevo.
La normalización define así un conjunto de principios
operativos que regulan los sentidos socialmente construidos a
propósito de alguna cosa o alguna situación. Da cuenta de la ins-
cripción de éstos en instituciones de poder y saber, según Fou-
cault, facultadas para establecer criterios artificiales, pero dados
por verdaderos, que postulan asimetrías efectivas entre los indivi-
duos. Distribuye, a través de tales asimetrías, los principios de
conocimiento de la normalidad y la anormalidad, así como las técni-
cas de poder que desde o hacia cada dimensión pueden ejercerse.
Con ella se (re)producen mecanismos de control de lo ti-
pificado como (a)normal. Prácticas regulares –que no unánimes y
siempre exitosas– de vigilancia y disciplinamiento garantizadas
por ejecutores formales, cuya participación en la interdependencia
social es ésa: la de producir criterios de distinción entre lo normal
y lo patológico; la de identificar, reprender, juzgar, defender,

39
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

según el caso. “Después de todo somos juzgados, condenados,


clasificados, obligados a competir, destinados a vivir de un cierto
modo o a morir en función de discursos verdaderos que conlle-
van efectos específicos de poder” (Foucault; 1979: 140).

1.1.4 El Estado como universo de referencia de la normalización

Entiendo que algunas de las críticas que se han formulado al es-


tructuralismo en ciencias sociales descansan en las implicaciones
de pensar a las realidades como oposiciones binarias. Intuyo que
el lector o la lectora de este texto puede, en determinado momen-
to, considerar que la idea de normalización aquí vertida promueve
una mirada dicotómica que, ergo, reduce las interdependencias a
su funcionamiento positivo o negativo, según sea su nivel de
normalidad o anormalidad.
Esa intuición fue el motivo de que comenzara la
redacción del presente capítulo con un aviso de que la regularidad
a que me refiero no es absoluta, sino una de tantas que operan en
la sociedad. Justifiqué, de tal suerte, que bajo la premisa de que la
sociedad es un entramado de interdependencias y la normaliza-
ción uno de sus mecanismos, tan sólo quiero referirme a cierto
tipo de relación que no se reduce a la absoluta normalidad o la
absoluta anormalidad y que, antes bien, se distribuye en gradien-
tes que las situaciones de interdependencia definen.
Ahora bien, no puedo dejar de explicitar que el proceso
de normalización que quise problematizar está en completo con-
tacto con la organización y el modus operandi del Estado, entendido
éste (según la definición de Weber repensada por Elias; 2011: 541
y ss.) como una interdependencia colectiva que monopoliza y
administra la violencia en determinados territorios, a la vez que
consigue orientar el comportamiento afectivo y la estructura de
las relaciones interpersonales hacia la contención del uso inmedia-
to de la fuerza.

40
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

Al interior de las demarcaciones que se consideran parte


de un dominio estatal, sabemos que, sin embargo, operan
–cuando menos en México– regímenes organizativos que, aunque
están ciertamente configurados con el Estado, procuran tipos de
interdependencia separados de éste, a tal punto en que pueden
hasta monopolizar la violencia local para sí: Me refiero desde
comunidades que se rigen por usos y costumbres hasta pueblos
dominados por organizaciones armadas a las que el Estado toma
por delictivas y adversarias, pero que no siempre son vistas como
anormalidades al interior de las demarcaciones en que existen.
Cada uno de los regímenes de interdependencia que pro-
curan mantenerse al margen de los Estados, por lo tanto, pueden
formular sus propias normas y naturalizaciones de lo normal.
Incluso el Estado puede ser para ellos la anormalidad de su nor-
malización. De tal suerte, por más que yo no vaya a problematizar
estos tipos de regímenes, acepto que existen. Una decisión meto-
dológica orientada por mis intereses investigativos fue, en este
caso, la que redujo mi campo de estudio sólo a la normalización
que se genera en las interdependencias producidas en el marco de
la vida estatal.
No es gratuito, por eso, que a partir del modelo de la
normalización del discurso se pretenda estudiar la violencia, una
violencia también relacional, no natural, socializada, puesta en
tensión con un mecanismo social que la normaliza al exterior y al
interior de los individuos: el Estado.

41
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

1.2 Violencia: La paradoja de la pacificación

En 1938 y 1939, Norbert Elias publicó los dos volúmenes que


constituyen El proceso de la civilización. A partir de una investigación
teórica y documental formalizada luego de emigrar de Alemania a
Inglaterra,7 elaboró un trabajo cuya apuesta era mostrar las rela-
ciones de correspondencia entre la formación de los Estados y los
cambios de comportamiento de los individuos, de tal suerte que
sociogenética y psicogenéticamente, esto es, a nivel de los cam-
bios históricos de la organización colectiva y de la organización
subjetiva, consiguió explicar cómo se arribó a un estadio social
caracterizado por la contención relativa de la violencia, por un
“cambio estructural de los seres humanos en la dirección de una
mayor consolidación y diferenciación de sus controles emotivos
y, con ello, también, de sus experiencias … y de su comporta-
miento” (Elias; 2011: 31-32).
Para efectos analíticos, distinguió los niveles de la organi-
zación social, por un lado, y de la personalidad, por otro, sin dejar
de considerarlos mancomunados al mismo proceso, en estrecha
correspondencia uno del otro, motivo por el cual, al problemati-
zar los mecanismos civilizatorios que incidieron en el control de
la violencia, su mirada metodológica sugirió un ensamble de las
restricciones y las autorrestricciones que se reproducen en el
mundo civilizado, esto es, las coacciones externas y las coacciones inter-
nas de los individuos.
Las primeras (externas), argumentó, fueron producto de la
expansión de los reinos, de la ampliación de los dominios territo-
riales conseguida tras sucesivas guerras ganadas y, en ese movi-
miento, mediante la creación de corporaciones que monopoliza-
ron y se especializaron en el uso de la violencia para procurar el
orden interior, así como para atender (o incluso volverse) la ame-
7Arribó a Inglaterra luego de pasar por Basilea y París, motivado en buena
medida por la crisis social previa al desarrollo de la guerra que estalló formal-
mente en 1939.

42
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

naza exterior. Proceso que, con el paso del tiempo, implicó que
esos antiguos pueblos y/o guerreros en lucha o en hostilidad se
pacificaran.
Al respecto, Elias escalonó dos grandes fases:

En primer lugar la fase de la competencia libre o de las luchas


de exclusión, con su tendencia a la acumulación de oportuni-
dades en un número cada vez menor de manos, hasta quedar
concentradas en una sola mano; esto es, la fase de la constitu-
ción del monopolio. En segundo lugar, la fase en la que la fa-
cultad de gestión de las oportunidades centralizadas y monopo-
lizadas, tiende a escaparse de las manos del individuo para pa-
sar a las de un número cada vez mayor y convertirse finalmente
en una función del entramado de seres humanos interdepen-
dientes, considerados como un conjunto; esto es, la fase en que
el monopolio pasa de ser relativamente “privado” a ser un mo-
nopolio “público” (Elias; 2011: 425).

Las otras coacciones, de carácter interno al individuo, se


enarbolaron al paso en que el uso de la violencia se diferenció
socialmente. Toda vez que el empleo de la fuerza fue quedando
en manos de cuerpos armados, especializados, cada vez más po-
derosos, el afán de oponérseles y la capacidad de vencerlos por
vía de la fuerza disminuyó. Se entendió que, al mismo tiempo, la
monopolización de la violencia era una vía de sometimiento y de
protección a los sujetos frente al riesgo de ataques externos o
internos-rebeldes.
Como consecuencia, se produjeron nuevas interdepen-
dencias que al paso del tiempo cobraron mayor relieve y que co-
adyuvaron a desarrollar diversos tipos de funciones no bélicas
para ordenar las relaciones sociales. En tanto las posibilidades y
los beneficios del comportamiento violento comenzaron a ser
menos prudentes, se gestaron así las bases para la moderación de
los hábitos individuales, lo que permitió que el carácter pacificado
de las personas diera lugar a otro tipo de configuraciones sociales,
y, a la larga, que incluso la violencia se enrareciera al emerger, que

43
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

se evitara en aras de la modulación de los impulsos, de eso que


más tarde serían los (buenos) modales.
Tales regulaciones del aparato estatal y de la personalidad,
anota Elias, consiguieron establecer, además de principios del
“actuar correcto”, regularidades, modos cotidianos de proceder,
toda vez que “de esta interdependencia de los seres humanos se
deriva un orden de un tipo muy concreto, un orden que es más
fuerte y más coactivo que la voluntad y la razón de los individuos
aislados que lo constituyen” (Elias; 2011: 536). Así, en El proceso de
la civilización se muestra:

cómo las coacciones sociales externas van convirtiéndose de


diversos modos en coacciones internas, cómo la satisfacción de
las necesidades humanas pasa poco a poco a realizarse entre los
bastidores de la vida social y se carga de sentimientos de ver-
güenza y cómo la regulación del conjunto de la vida impulsiva y
afectiva va haciéndose más y más universal, igual y estable a
través de una autodominación continua. Ciertamente que todo
esto no se remite a una idea racional que hubieran concebido
siglos antes individuos aislados y que luego se fuera implantan-
do a las generaciones sucesivas como finalidad de la acción y
objetivo de los deseos, hasta que finalmente se convierte en
realidad completa en los “siglos del progreso”. No obstante, es-
ta transformación tampoco es un cambio caótico y sin estruc-
tura alguna (Elias; 2011: 536).

De manera sucinta, las anteriores características mencio-


nadas pueden tomarse como las elementales del proceso civiliza-
torio. Quiero detener aquí la revisión de la teoría, sin haberla ago-
tado, porque, sobre la base conceptual delineada, puedo ya acudir
a una discusión particular, de carácter nodal para el presente estu-
dio. Ésta tiene que ver con las críticas a y las reelaboraciones del
pensamiento eliasiano como consecuencia del estudio de las ocu-
rrencias continuas, destructivas, incluso hasta incontenibles o
promovidas de violencia, que, vistas a la luz del siglo XX, época
en que Elias publicó El proceso de la civilización, se tomaron como

44
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

evidencias de un error científico, de una teoría contradictoria que


refería al tendiente mantenimiento de la paz, cuando a lo que se
arribó –en cierto momento– fue a una realidad de guerra y
exterminio.
A propósito de esto, lo primero que vale escribir es que
aun cuando las investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas de
Elias abordan como foco de estudio el proceso de larga duración
que permitió transitar en Europa occidental, en particular la fran-
cesa, de una época feudal a una estatal, civilizada, “conforme los
nobles fueron abandonando el campo y se establecieron en el
palacio como aristocracia cortesana” (Galindo; 2009: 212) duran-
te los siglos XVII y XVIII, resulta preciso prestar suma atención
al hecho de que 1939 es, al tiempo, año del estallido de una de las
guerras más desastrosas de la historia y de la publicación del
estudio.
Johan Goudsblom, sociólogo holandés, recapitula que la
investigación procesual de Elias ha sido con frecuencia calificada
de “a) teleológica, b) eurocentrista, c) ofrecer un cuadro falso de
los desarrollos de Europa, y d) no concordar con los desarrollos
en el siglo XX que contradicen toda idea de un progresivo proce-
so civilizatorio” (Goudsblom; 1998a: 46). Sobre esta última críti-
ca, que es la que me interesa rescatar, Goudsblom observa que
rara vez el investigador social polaco-británico Zygmunt Bau-
mann “deja pasar una oportunidad para declarar que a la luz de
todas las barbaridades que han tenido lugar en el siglo XX, la
teoría de la civilización resulta completamente insostenible”
(Goudsblom; 1998a: 45-46).
Podríamos ingresar a la polémica irresuelta de la validez o
falsedad de las observaciones dirigidas a la idea procesual de la
civilización; permanecer de un lado u otro de la discusión. Sin
embargo, mi interés ahora es reconocer que la atención puesta a
los procesos bélicos y de exterminio, la reemergencia de la violen-
cia exhaustiva, permitió introducir, sobre la base de la teoría del
proceso civilizatorio, la insistencia, sí reconocida por Elias, de que
la pacificación de los Estados es relativa y de que aun cuando las

45
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

interdependencias estatales gestan funciones y comportamientos


no violentos, incluso anti-violentos, éstas no son garantía de que
la violencia no monopolizada se extinga. La relación de civiliza-
ción y violencia, en ese sentido, es de coexistencia, porque la pri-
mera no se instaura sobre la segunda como totalidad, sino como
tendencia fuertemente enraizada, pero tendencia al final de cuen-
tas que no suprime del todo otras posibilidades.
Una paradoja yace aquí. La paradoja de la pacificación.8
Mientras que las evidencias históricas permiten comprobar que a
largo plazo la conformación de Estados ha retirado paulatina-
mente a la violencia del escenario público y la ha monopolizado
para su empleo sólo en casos extraordinarios, por otra parte, se
tiene cuenta de sujetos violentos, agrupaciones violentas, que en
forma regular acuden a la fuerza, al daño, para conseguir sus fi-
nes. Cómo negar que algo a lo que se le ha llegado a llamar “vio-
lencia organizada”, es decir, planificada, agrupada, jerarquizada,
recurrente, ha “sido progresivamente más poderosa” (Gouds-
blom; 1998b: 104) en el proceso de la civilización. La paradoja,
considera Goudsblom, está presente desde la conceptualización
misma de la violencia organizada. Para él,

existe una tensión inherente entre los dos términos que forman
el concepto. La organización tiende a la coordinación y a la
cooperación, sugiere algo constructivo. La violencia se refiere a
todo lo contrario, es por naturaleza destructiva, destruye formas
elevadas de organización (Goudsblom, 1998b: 105).

Sucede así que las tendencias pacíficas instauradas con el


proceso de la civilización se establecen aunadas a tendencias de
insistente violencia, tanto que se puede aludir a (1) procesos civi-
lizatorios, a (2) excepciones dentro de realidades civilizadas y a (3)
procesos descivilizatorios.

8 Retomo la idea de Goudsblom (1998b).

46
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

En la obra de Norbert Elias se elaboraron los primeros


avisos de estas modalidades diversas de interdependencia.9 De
acuerdo con sus argumentos,

En realidad, el resultado del proceso civilizatorio individual


sólo es claramente desfavorable o favorable en un número rela-
tivamente bajo de casos, en los extremos de la curva de adapta-
ción. La mayoría de las personas civilizadas vive en un punto
medio entre estos dos extremos. Los rasgos socialmente favo-
rables y desfavorables, las tendencias satisfactorias e insatisfac-
torias se mezclan en ellos en proporciones diversas (Elias;
2011: 550-551).

No existe una pacificación completa. Antes de erradicar


las prácticas “incivilizadas”, el proceso de la civilización configura
mecanismos de control y autocontrol conscientes y no conscien-
tes que inciden en el sometimiento y la abstinencia de los hechos
violentos no legítimos. No existe manera garantizada de evitar
que alguna forma de ataque efímero o constante emerja en cual-
quier momento. “El peligro principal que supone aquí el hombre
para el hombre es que, en medio de esta actividad interdepen-
dencia, alguien pierda su autocontrol” (Elias; 2011: 539).
En este sentido, los procesos descivilizatorios acompañan
a los civilizatorios, y lo que resulta preciso observar es cuáles de
ambos predominan (Fletcher; 2005: 83). Justo es ésta la tarea a
que se han dedicado algunos seguidores de las propuestas cientí-
ficas de Norbert Elias. De acuerdo con Gina Zabludovsky (2002),
en los últimos años, numerosos investigadores han focalizado su
atención en los procesos de aumento de violencia, con lo cual se
ha abonado más a la comprensión del balance entre el control y la

9 Goudsblom considera que “parece un poco simple pensar que Elias haya
sido tan ingenuo. Él escribió su libro en el exilio y a la segunda edición la ante-
cede la sobria dedicatoria: ‘Dem Andenken meiner Eltern Hermann Elias, gest.
Breslau 1940, Sophie Elias, gest. Auschwitz 1941 (?)’” (Goudsblom; 1998a: 64-
65), cuya traducción al español es “A la memoria de mis padres, Hermann
Elias, muerto en Breslau, 1940. Sophie Elias, muerta en Auschwitz, 1941 (?)”.

47
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

pérdida del mismo en niveles sociogenéticos y psicogenéticos, así


como de la direccionalidad civilizatoria “hacia delante” y/o “hacia
atrás” (Zabludovsky; 2002: 106).
Mientras que la suspensión relativa de la violencia es la
condición de establecimiento del proceso de la civilización, ve-
mos que, de manera opuesta, a partir de la civilización y de la
pacificación más o menos general de los sujetos, de su “incompe-
tencia militar” (Goudsblom; 1998b: 112), quienes emplean la vio-
lencia han podido organizar formas exitosas de proceder y conse-
guir objetivos, toda vez que para que la violencia organizada sea
efectiva se requiere de algún grado de pacificación tanto de las
víctimas como de los victimarios (Goudsblom; 1998b: 105).

1.2.1 Violencia: entre la contención y la emergencia

Bajo el título de “Civilización y violencia”, Elias dictó en 1980


una conferencia que de nueva cuenta proponía pensar sociológi-
camente el fenómeno de la violencia en un marco de auto-
coacciones individuales por encima de la comisión de agresiones;
en la fuerza de las interdependencias de control colectivas, antes
que en las excepcionalidades. “Hoy día –consideró ahí–, la inves-
tigación se concentra en aquellos que ejercen la violencia buscan-
do una explicación de por qué lo hacen. Mi enfoque es, por el
contrario, el siguiente: ¿cómo se puede entender que podamos
convivir tan pacíficamente?” (Elias; 1994a: 142).
Si bien es cierto que el marco de la teoría procesual per-
mitió encauzar observaciones sobre las tendencias descivilizato-
rias, reiteraciones como éstas sugieren que Elias estuvo convenci-
do de que, en efecto, de un proceso principal, el civilizatorio,
escapaban tendencias de comportamiento antitéticas, violentas,
pero secundarias. Su punto de vista era que “todo lo que pode-
mos observar hoy es que con el paulatino proceso de la civiliza-

48
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

ción aparece una serie de carencias civilizatorias específicas; pero


no podemos asegurar con certidumbre que comprendemos por
qué nos atormentamos en realidad” (Elias; 2011: 79).
En El proceso de la civilización se produce, así, una suerte de
teoría de la “normalización de la pacificación”, de la contención
de los ataques, a partir de la que se vigila y se enrarece la violencia
por medio de figuraciones distribuidas entre actores e institucio-
nes diferenciados según sus grados de participación y de poder.
Empero, en la medida en que una normalización, como he dicho,
puede oponerse o coexistir en relación a otras, me parece que es
válido considerar que Elias se centró en estudiar sólo un tipo de
normalidad, la del punto de vista civilizatorio y, por ende, el estudio
de la violencia a través de esa mirada resulta prudente pero no
entero: Hace falta ver otras normalidades. Cuando menos, la con-
traparte: el punto de vista violento.
Aquí suscribo a Jorge Galindo cuando anota que si la ob-
servación de Elias sobre una tendiente pacificación entra en crisis
a la luz de las grandes guerras y exterminios humanos masivos, de
las organizaciones delictivas violentas, esto se debe a que “lo que
efectivamente se civiliza no es el comportamiento, sino las expecta-
tivas de comportamiento” (Galindo; 2009: 230). Estas expectativas
son las que permiten dotar de identidad, desde el pensamiento
civilizado, a las violencias ocurridas y, en consecuencia, calificar-
las, administrarlas, suprimirlas; mas, por otra parte, no consiguen
dar cuenta en todos los casos del comportamiento violento.
Sin negar que la tendencia civilizatoria existe y que el Es-
tado se articula en correspondencia con las subjetividades que
ayudan a mantenerlo, me parece adecuado traer al centro de la
discusión otro tipo de investigaciones sobre las manifestaciones
de violencia que se vinculan al interés de entenderlas como posibi-
lidades de una imposibilidad, o bien, como excepciones a reglas, a
cotidianidades, que, sin embargo, no se explican por la vía de
indicar la mera excepción: Se trata de posibilidades que tienen sus
propias condiciones sociales y subjetivas de ocurrencia.

49
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

De tal suerte, describiré de manera sucinta tres enfoques


sociológicos que enfatizan en los protagonistas y las circunstan-
cias de la violencia o, mejor dicho, las violencias, con el aviso de
que no agotaré los argumentos de cada postura, en tanto que la
apuesta es delinear apenas algunas rutas para conocer prácticas de
ataque, de daño, no sólo como meros acontecimientos de des-
apego a los cánones civilizatorios, sino también como tipos de
proceder que se detonan en función de las situaciones, de los
saberes y las emociones que se juegan en momentos dados. Las
figuraciones, pues, al nivel de la interacción, que es, finalmente,
uno de sus nichos constitutivos.
En primer lugar, recupero el enfoque microsociológico de
Randall Collins en Violence. A Micro-sociological Theory (2008). Bajo
la premisa de que existe un abanico amplio de maneras en que la
violencia se concreta y que, por lo tanto, aun cuando existen tipos
más o menos acabados de clasificarlas, cada emergencia es distin-
ta y se explica a partir de condiciones diferentes, el sociólogo es-
tadounidense propone colocar en el foco de su análisis a las situa-
ciones violentas.
Para él, es en el orden de la interacción donde se definen
las violencias. Enfatiza, por tal razón, en las emociones de tensión
y/o de miedo que se viven al participar de un encuentro hostil, así
como en el control o la exasperación (también emocional) que
interviene para que la violencia se consume o no. “Buscamos
–escribe– los contornos de las situaciones que modelan las emo-
ciones y los actos de los individuos plantados al interior de ellos”
(Collins; 2008: 1).
Propone seguir un enfoque comparativo que, en vez de
reiterar categorías “hechas a priori”, como esas que avisan de la
propensión a la agresión en ciertas edades, sexos, razas o condi-
ciones socioeconómicas, ponga de manifiesto los rasgos constan-
tes en situaciones parecidas de violencia. Así, sus tipificaciones
estriban en las actitudes y las posiciones que los sujetos asumen
ante el riesgo de la violencia, guiadas por factores de efervescen-
cia, temor, riesgo, que, al consumarse, pueden devenir en senti-

50
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

mientos de desprecio, o bien, incluso en aceptación, honor, felici-


dad. Al observar esta propuesta, vemos, no se clausuran los sen-
tidos de la violencia a la dualidad civilizada o incivilizada, sino a
una multiplicidad de resultados, logrados por y a través de las
situaciones.
Asimismo, Collins enfatiza en la importancia de observar
las reglas de la violencia en el momento en que se efectúa, de
ubicarlas en el propio espacio-momento donde son puestas en
funcionamiento. Se trata de investigar un tipo de orden que no es
meramente idéntico al orden civilizatorio –contenerse o ceder a
los impulsos–; que, antes, devela razones particulares que depen-
den de las personas involucradas e incluso de regímenes de
interacción –regulados al interior del proceso de la civilización–
que consienten la creación de actos violentos, como los deportes
de combate o la disciplina militar.
Tenemos, por otro lado, la propuesta del sociólogo
alemán Hans Joas, en Guerra y modernidad (2005), que pone relieve
en la dimensión creativa de la violencia. Para él, en la acción vio-
lenta se expresa determinado tipo de interpretación, de posicio-
namiento de los actores frente a los escenarios en que se encuen-
tran. No hay manera de anticipar el modo exacto en que una per-
sona reaccionará al encontrarse en un momento de tensión que
derive en violencia o no. Antes, emprender un ataque es para Joas
el resultado de poner en práctica, en situación, normas y valores
incorporados por los individuos, pero no de manera meramente
instrumental, como si siempre en toda violencia fueran observa-
bles propósitos claros, como si ésta siempre fuera útil para alguna
causa.
De esta forma, se sugiere que los actos violentos son tan
creativos como los actos que no provocan daño. Que si bien el
sistema de valoraciones a partir del que se evalúa puede designar-
los como negativos, su modo de emergencia implica la agencia del
individuo, un tipo de respuesta construida a partir de la negocia-
ción entre el punto social en que éste se encuentra y los conoci-
mientos que dispone.

51
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

La violencia, en tanto procede de la creatividad, no es un


acto residual, que se comete en la imperfección, en la anomia
social, sino un posicionamiento del individuo, mediante sus actos,
ante lo que pueden ser relaciones evaluadas como sitios de ten-
sión, conflicto, irresolución. Un posicionamiento que, en efecto,
puede ser similar al de sus otros humanos, pero que, al no estar
prediseñado para ser siempre igual, expresa la posibilidad creativa
de quien es violento o violenta para participar de manera no
mecánica en los múltiples escenarios sociales que se le presentan.
Una última propuesta a mencionar es la desarrollada
desde la sociología por el francés Michel Wieviorka en La violence
(2005), cuyo foco argumentativo descansa en el reconocimiento
de distintos niveles de subjetividad al interior de la práctica vio-
lenta. Aunque en este caso el programa de investigación considera
también el estudio de los contextos epocales en que ella emerge,
tanto a niveles institucionales como situacionales, podemos cen-
trarnos en la que él llamó “la hipótesis del sujeto” para hacer la
revisión de su teoría en el marco de las propuestas que observan
la emergencia, el acto circunstancial de la violencia.
De acuerdo con Wieviorka, resulta de nodal importancia
observar de qué manera los actos violentos inciden en la posibili-
dad de que los individuos sean “sujetos”. Hasta este momento, yo
he utilizado de manera indistinta las categorías de persona, indivi-
duo, sujeto, para referirme al ser humano. Sin embargo, en la
teorización de este autor, la distancia semántica que divide al in-
dividuo del sujeto adquiere un matiz conceptual que se precisa
aclarar:

El sujeto, según la fórmula del sociólogo alemán Hans Joas, es


“el carácter creador del actuar humano” (Joas; 1999: 15), la po-
sibilidad de construirse como individuo, como ser singular ca-
paz de formular sus elecciones, y por lo tanto de resistir a las
lógicas dominantes, sean económicas, comunitarias, tecnológi-
cas, políticas u otras. El sujeto, dicho de otra manera, es en

52
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

primer lugar la posibilidad de construirse a sí mismo como


principio de sentido, de posicionarse como ser libre y de pro-
ducir su propia trayectoria (Wieviorka; 2005: 286).

Una apuesta política define esta idea de sujeto. Se incluye


la propuesta de Joas, sí, para reconocer el carácter creativo de la
acción humana, pero, por otra parte, esa creatividad se proyecta
hacia las posibilidades efectivas de que el individuo pueda tomar
decisiones para sí, asumir la responsabilidad de actuar y, entonces,
ser sujeto.
¿Qué lugar tiene la violencia aquí? En este marco de ideas,
justo la producción de ella y, por extensión, su padecimiento, es
clave definitoria de los procesos de subjetivación y desubjetiva-
ción humana. La violencia es para quien la sufre una negación que
limita sus posibilidades de elegir, de ser sí mismo. En cambio,
quienes la crean pueden ser “sujetos flotantes” que pierden el
sentido al violentar, que pierden de manera momentánea el do-
minio de sí; pueden ser “hipersujetos” que debido al exceso de
sentido, como el fanatismo religioso, emprenden sus violencias;
pueden ser “no-sujetos” que hacen las veces del medio de alguien
más para ejecutar una violencia; o bien, pueden ser “anti-sujetos”
que encuentran en la violencia –por más dañina que sea– un me-
dio de expresión, una realización de sí mismos.
Estas tipificaciones una vez más insisten en la pluralidad
de modalidades en que puede ocurrir la violencia. Al apelar al
concepto de sujeto, esta perspectiva, de igual manera que la de
Hans Joas, muestra los sentidos desiguales con que se produce y
se vive lo violento. En ambas propuestas, así como en la de
Collins, “podemos observar el carácter siempre contingente de la
violencia” (Galindo; 2009: 227), pero al mismo tiempo adolece-
mos de una mirada hacia lo que está estructurado en la sociedad,
de los marcos organizativos a partir de los que esas imposibilida-
des se vuelven posibles. De ahí que las teorías revisadas se hayan
ensamblado desde un principio a la idea de contención de la vio-
lencia de Norbert Elias.

53
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

Se tiene, así, las dos partes del problema de la violencia.


Lo que Jorge Galindo (2009) llama “la necesidad y la contingen-
cia” de la violencia. Si bien la interdependencia que se gesta con el
proceso de la civilización tiene como resultado la relativa reduc-
ción de la violencia, así como el enrarecimiento de actos contra-
rios al comportamiento “civilizado”, por otra parte, existen cir-
cunstancias y dominios donde, pese a las expectativas civilizato-
rias, ocurren actos violentos que tienen sentidos no sólo antitéti-
cos a la civilización, sino que se deciden en las situaciones que se
viven y que bien pueden ser utilizados como una artimaña para
producir daño de manera deliberada o inclusive tienen la posibili-
dad de ser justificados, idolatrados, tomados como graciosos.
Bajo estas premisas ya no hay sólo dos tipos de violencias,
a saber, la legítima del Estado y la ilegítima de sus detractores. Se
abre conceptualmente un crisol de posibilidades que no está clau-
surado a la conciencia civilizatoria, pero donde ella, vale notar,
puede cobrar relevancia al momento de vigilar, juzgar o hasta
formular castigos contra lo considerado como no civilizado.

1.2.2 Un concepto de violencia en el marco de la normalización estatal

Con las anteriores líneas intenté problematizar el fenómeno de la


violencia a partir de los principios de contención y enrarecimiento
que supone el proceso de la civilización. No obstante, al tratarse
éste de un aparato conceptual que ubica a los actos violentos
como excepcionales, como anticivilizados, como propias oposi-
ciones, decidí al menos esbozar una serie de miradas sociológicas
que permitieran orientar el estudio hacia los modos en que la
violencia misma ocurre; sus condiciones situacionales, la agencia
de los sujetos. La conclusión es que un ataque, un daño humano,
puede problematizarse a partir de la tensión entre las expectativas
gestadas con el retiro relativo de la violencia del escenario social
y, por otra parte, las situaciones que, no obstante, les permiten

54
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

emerger, en función de las emociones, los posicionamientos, las


posibilidades de decidir de los actores.
Ahora bien, en la medida en que éste es un trabajo sobre
la normalización del discurso de la violencia, y al haber dicho que
el tipo de normalización en que me centraré es el que se enlaza a
las interdependencias de tipo estatal, quiero avisar que sin yo con-
siderar que la violencia sea buena o mala por sí misma, sin clausu-
rar sus sentidos a lo legal o ilegal, su ocurrencia en el marco de lo
no permitido por el Estado tiende a negativizarse. Máxime cuan-
do se trata de un estado democrático, con principios liberales, que
exalta los derechos humanos.
La normalización de la violencia a partir de los principios
civilizatorios gesta un punto de vista, vigilado mediante vínculos
recíprocos de dependencia, que, pese a los sentidos vividos en un
acto violento, a su justificación, toma como inoportunos, inde-
seables, sancionables, a los acontecimientos que provocan daño
humano, según su grado de intensidad.
Aun cuando la normalización de la violencia de un grupo
armado, por ejemplo, tome como exitosa la masacre y muerte a
un individuo, las interdependencias estatales poco aplaudirán el
acto. Antes, es probable que se persiga a manera de delito y se le
reprenda, que a través de los medios de información y los comen-
tarios entre ciudadanos se tache de reprobable ese tipo de
acontecimientos.
Por supuesto, insisto, otro tipo de normalizaciones pro-
bablemente devendrán en distintas evaluaciones y/o consecuen-
cias materiales. Que eso quede claro. Aquí el intento apenas es
esbozar la relación entre interdependencias civilizatorias y violen-
cia, es decir, la que se pauta a partir de un tipo de configuración
caracterizado por la distribución de funciones gubernamentales,
el mantenimiento de instituciones de administración pública, la
división social de labores, el intercambio pacífico de bienes y ser-
vicios por vía de la economía, la tipificación y castigo judicial del

55
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

delito, la educación con vocación democrática, la reproducción de


valores centralizados en la integridad humana, por mencionar
sólo algunos aspectos.
En conjunto, la mirada normalizada de la violencia que se
gesta a partir de estas condiciones permite observar que:

En estas sociedades, el individuo está protegido frente al asalto


repentino, frente a la intromisión brutal de la violencia física en
su vida; pero, al mismo tiempo, también está obligado a repri-
mir las propias pasiones, la efervescencia que lo impulsa a ata-
car físicamente al otro. Y las otras formas de coacción (indivi-
duales), que dominan en los ámbitos pacificados, modelan el
comportamiento de la manifestación de los afectos del indivi-
duo en el mismo sentido. Cuanto más densa es la red de inter-
dependencias en que está imbricado el individuo con el aumen-
to de la división de funciones, cuanto más extensos son los
ámbitos humanos sobre los que se extiende esa red y más cons-
tituyen éstos una unidad funcional o institucional con dicha
red, tanto más amenazado socialmente está quien cede a sus
emociones y pasiones espontáneas, mayor ventaja social tiene
quien consigue dominar sus afectos y tanto más intensamente
se educa a los individuos desde pequeños para que reflexionen
sobre los resultados de sus acciones o de las acciones ajenas al
final de una larga serie sucesiva de pasos (Elias; 2011: 541).

56
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

1.3 Discurso social y enunciación del discurso

Desarrolladas ya las categorías de normalización y violencia, aho-


ra es tiempo de aproximarme al concepto de discurso. Una vez
aclarado a qué me refiero con él, terminaré de caracterizar el mo-
delo teórico con el que propongo observar la regulación de los
actos discursivos que representan la violencia.
De tal suerte, el primer aviso a ofrecer es que el sentido
de la categoría de discurso no es transparente, no es asequible de
inmediato. No estamos ante un referente cuyo uso generalizado
permita, sin mayor explicación, identificar un tipo concreto de
objeto de estudio. Me explico: Mientras que en espacios no
académicos es notorio que su empleo sirve para aludir al acto
formal de pronunciar algún tipo de ideas frente a un público, o
incluso al contenido de eso que se pronuncia, cuando menos en
el ámbito de las ciencias sociales no existe un consenso evidente,
definitivo, que regule el uso del término.
Con frecuencia se le nombra “discursos” a las realizacio-
nes de la lengua (habla) ocurridas en contextos determinados.
Éste podría ser su sentido genérico. Pero, por otra parte, sobre
esta base, diversos estudios del lenguaje han propuesto definicio-
nes no siempre compatibles que asocian al discurso, entre tanto,
con formaciones históricas de saber y verdad (Foucault), con
fronteras de lo decible y lo pensable (Angenot), con la posibilidad
performativa del hablar (Austin), con posiciones y estrategias de
poder y lucha (Bourdieu), con identidades sociales (Gee), con
formas de conversación (Goffman), con relaciones de ideología y
poder (Van Dijk).
A esto además hay que agregar los usos no lingüísticos del
término que entienden como discursos también a las puestas en
práctica de sistemas de signos no verbales, como la fotografía, la
música instrumental, la ropa, la comida, la arquitectura o las arte-
sanías, por mencionar algunos casos.

57
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

De frente a un escenario conceptual tan amplio, es preci-


so, por lo tanto, establecer una caracterización propia de discurso,
una selección, para que, en lo sucesivo, al emplear la categoría no
se me comprometa a suscribir todos y cada uno de los énfasis
puestos por los teóricos del lenguaje. Considero que en la medida
en que describa lo que entiendo por discurso, iré también bor-
dando los límites que me distancian de otras apuestas teóricas.
En primer lugar, este trabajo toma como punto de partida
la idea clásica de discurso, esto es, la que considera que se trata de
una verbalización que tiene lugar a partir de y sobre un contexto
específico. Ya sea en forma oral o escrita, lo que se reconoce en
esta definición es la consumación del lenguaje por vía de la pala-
bra realizada. Me mantengo al margen del estudio de discursos no
verbales, en este sentido, porque me parece que aun cuando se
trata de actos de creación de sentido contextualizados, hay ciertos
matices que precisar respecto al uso de cada código.
En segunda instancia, dimensiono dos niveles analíticos
de discurso (que describiré en los dos últimos apartados de este
subcapítulo) que me permiten escalonar, en consecuencia, dos
niveles de discursividad complementarios uno del otro, a saber:
El nivel social y el nivel de la enunciación individual.

1.3.1 El discurso como representación

Para emprender esta reconceptualización, recupero la idea de


“Representaciones individuales y representaciones colectivas” de
Émile Durkheim ([1898] 2000), con miras a señalar que el discur-
so tiene una función representativa respecto al individuo y la so-
ciedad. A través del discurso, señalo, no sólo se expresan cadenas
de elementos verbales con propósitos definidos: También cono-
cimientos, y más, modos de conocer que son producto del vivir
en sociedad, que se construyen y se reproducen en la interrelación
humana.

58
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

De tal suerte, entender al acto discursivo como una verba-


lización que representa significa desdoblar lo que pareciera ser un
acontecimiento único en una dimensión presente a la vez que
atada al pasado. ¿A qué me refiero? A que con el discurso se pre-
senta de forma particular cierta idea oral o escrita con determinado
sentido, pero al mismo tiempo esa presentación es la activación
de relaciones, categorías, recursos de saber, modos de conocer
que la preexisten y que, por lo tanto, la dejan ver como una re-
presentación, como una vuelta al pasado, a la memoria, como algo
que no es meramente inédito, que está inspirado.
Para Durkheim, tanto “la vida colectiva, como la vida
mental del individuo, está hecha de representaciones” (Durkheim;
2000: 28). Esto sugiere que, ya a nivel psicológico, ya a nivel so-
cial, opera un tipo de retenimiento de saberes, de experiencias;
que no todo acto comienza y termina a cada momento, sino que
forma parte de un continuum, de un sistema de fenómenos repre-
sentativos que “tienen causas que los producen, pero éstos son
causas a su vez” (Durkheim; 2000: 30).
Las representaciones cumplen una función pasado-
presente porque, en el caso de los individuos, componen registros
de conocimiento que se adquieren en la vida social, que se salva-
guardan en la memoria incluso si no se es consciente de ello (a
partir de la posibilidad orgánica de tener un cerebro que cumple
funciones neurológicas) y que no están activos todo el tiempo,
sino que se activan por obra de alguna asociación, alguna detona-
ción que lo permite:

De donde resulta que la memoria no es un hecho puramente


físico, que las representaciones como tales son susceptibles de
conservarse. En efecto, si se desvanecieran totalmente en cuan-
to han salido de la conciencia actual, si no sobreviviesen sino
bajo la forma de una huella orgánica, las similitudes que pueden
tener con una idea actual no podrían sacarlas de la nada
(Durkheim; 2000: 30).

59
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

A nivel colectivo, por otra parte, los individuos hacen las


veces del “cerebro” social; constituyen ese sustrato a partir del
que ocurre un tipo de relaciones de representación que van más
allá de ellos mismos, que instauran hechos sociales exteriores a
sus conciencias (Durkheim; 2000: 48).
Así como se nace con ciertas bases neurofisiológicas que,
sin embargo, por sí mismas no producen las representaciones
individuales, pues son sólo una condición de posibilidad para que
se memorice, para que se retengan ciertas experiencias explícitas e
implícitas, para aprehender ciertos modos sociales de conocer,
por otra parte, las personas en interrelación permiten el desarrollo
de representaciones que sobrepasan su voluntad de conocerlas y
producirlas (Durkheim; 2000: 49).
De esta manera, la vida representativa social planta huellas
de saber, de relación presente-pasado, que se traducen en la per-
sistencia de contenidos y maneras de conocer en sociedad, pero
que también, mediante su movilidad, pueden introducir cambios;
cambios que tampoco dependen de los individuos por sí mismos,
sino de sus relaciones en conjunto.
Las representaciones y las clasificaciones colectivas, de
acuerdo con Héctor Vera (en una revisión a Durkheim), “son
hechos sociales que constriñen a los individuos al mismo tiempo
que los dotan de un lenguaje y un saber, que les sería imposible
alcanzar por sus propias fuerzas” (Vera; 2002: 118). Ergo, la evi-
dencia de que existan individuos que hablan y que conocen con-
firma que la sociedad consigue mantener representaciones que no
son inherentes a los individuos, sino que se (re)producen en so-
ciedad: No se nace ni hablando ni sabiendo.
Bajo estas premisas, encuentro prudente centralizar el
estudio del funcionamiento del discurso en su dimensión repre-
sentativa. Siguiendo esta ruta expondré que en cuanto los indivi-
duos producen un acto de verbalización contextualizada activan
recursos de saber, esto es, representaciones individuales que for-
man parte de su memoria y, de manera paralela, que esta actividad
tiene un rendimiento colectivo, una función social que permite con-

60
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

servar distintos tipos de representaciones supraindividuales, esto


es, que suelen existir antes de que nazcan los individuos y con
frecuencia continúan existiendo luego de su muerte porque, co-
mo señalé, se organizan en sociedad.

1.3.2 Enunciación del discurso

Al afirmar que existen discursos que la sociedad produce y que de


ellos los individuos son sus motores no se quiere decir que al
unísono, de manera planeada y en el mismo momento, se em-
prendan verbalizaciones en conjunto para generar escrituras u
oralidades colectivas. Se trata de un proceso mucho menos evi-
dente de coordinación discursiva. Por vía de su continua reemer-
gencia, la comunicación oral y escrita humana funda relaciones de
representación social, pero, veremos, a través de un entramado de
actos verbales individuales que, en conjunto, son más que un
mero compilado de frases. De ahí que sea menester comenzar
por exponer qué tipo de actividad emprenden las personas, cons-
ciente e inconscientemente, al escribir y al hablar.
La categoría de enunciación, en este entendido, bien sirve
para caracterizar la participación subjetiva en el mundo objetivo
del lenguaje. Si por una parte la escritura y la lengua consisten en
sistemas de reglas y de valores verbales opuestos (diferentes) y
combinables que permiten generar sentido social, por otra, nin-
guno de los dos sistemas se realiza por sí mismo, toda vez que
ambos precisan de la agencia humana. El paso de la latencia a la
patencia, esto es, de la virtualidad a la actualidad, requiere de al-
guien, un yo hablante, escritor, que concrete los elementos y las
reglas del sistema, al menos de manera parcial, para satisfacer su
voluntad expresiva. En este marco de ideas, considera el lingüista
francés Émile Benveniste, “la enunciación supone la conversión
individual de la lengua en discurso” (Benveniste; 2008: 83-84).
Dicha conversión es el resultado de un proceso de apropiación
(Benveniste; 2008: 84) que implica el posicionamiento de un suje-

61
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

to hablante o escritor frente al sistema de conocimientos verbales


que utiliza. Un posicionamiento en el entendido de que, en su
calidad de representación, el discurso enunciado procede de la
activación selectiva, nunca total, de recursos memorizados que
permiten al enunciador generar sentidos verbalizados en relación
a la situación en que se encuentra.
El funcionamiento de este proceso de apropiación, vale
decir, es tanto consciente como implícito: Para incidir en un con-
texto dentro del que se participa se pueden elegir de manera muy
precisa y voluntaria las palabras, su acomodo a manera de oracio-
nes, incluso el tono o el volumen, en el caso de la oralidad; o la
tipografía, la disposición del texto, en el caso de la escritura. Mas,
en el curso del acto discursivo es probable que no se reflexione
sobre las reglas sintácticas y semánticas que condicionan la co-
municación efectuada o hasta que se pase por desapercibido el
esfuerzo motriz que el cuerpo emprende para hablar y/o escribir;
que estos conocimientos puestos en práctica queden eclipsados a
nivel de la percepción aun cuando cumplan sus funciones
plenamente.
Con la enunciación, por lo tanto, se articulan conocimien-
tos implícitos de la mano de intenciones explícitas que permiten
la representación verbalizada de saberes (elementos expresivos y
modos de expresarlos) adquiridos por los individuos en el curso
de su vida en sociedad. Saberes puestos en situación que cobran
relieve en la medida en que consiguen producir sentidos al interior
de las interacciones.
Tales sentidos, me explico, son una categoría sociológica,
una manera de referir al proceso en que las intenciones de un yo
enunciador pueden restituirse en un tú enunciatario, si no de ma-
nera idéntica, cuando menos en una dirección similar. Tal vez
nunca se tenga la certeza entera de saber qué quiere decir, por
ejemplo, un poeta, pero cuando menos se puede comprender que
sus verbalizaciones corresponden a un género literario con carac-
terísticas perceptibles luego de algún tiempo de contacto con el
lenguaje poético. Ése sería un sentido consumado: Saber que se

62
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

está leyendo poesía. Así, construcciones comunicativas como el


lenguaje figurado o metafórico pueden descifrarse, esto es, tener
sentido, en la medida en que los conocimientos compartidos
permitan al oyente o lector del mensaje echar mano de sus sabe-
res para no tomar de manera literal lo que en la práctica depende
del juego de palabras, de conocimientos correlativos a ellas.
Ahora bien, la producción de sentido mediante la enun-
ciación puede cobrar al menos dos rumbos que me interesa resca-
tar. Por una parte, dirigirse hacia un tú que, en los hechos, sea una
persona diferente a quien enuncia –es decir, el yo–, ya sea porque
se trate de un grupo de personas explícitas en el cara a cara o, en
cambio, implícitas, como el caso de los públicos de la literatura o
la radio. Por otra parte, se puede dar la condición de que el yo y el
tú de la enunciación correspondan a la misma persona. Que uno
hable consigo mismo. La primera condición (el yo y el tú ubicado
en personas distintas) cumple una función discursiva de interac-
ción, de conciencia verbalizada en referencia a los otros. La se-
gunda (el yo y el tú en sólo un sujeto), organiza un diálogo interno,
esto es, autoconocimiento, autoconciencia verbalizada.
En efecto, cuando un individuo produce un discurso, la
apropiación del sistema de la lengua o la escritura no sólo condu-
ce a la génesis de un bien comunicativo. Con él se gestan senti-
dos. Sentidos orientados a los demás; orientados hacia sí mismo,
que enarbolan lo que Anthony Giddens denominó “conciencia
discursiva”, o bien, “una aptitud de poner cosas en palabras”
(Giddens; 2011: 80).
La proposición de este sociólogo inglés se contextualiza
en una discusión teórica que problematiza qué es lo que los acto-
res saben que saben y qué es lo que no saben que saben cuando
hacen algo. Para él, existe otro tipo de conciencia, la conciencia
práctica, que opera en conjunto con la discursiva, y que tiene que
ver con el conocimiento incorporado de reglas y recursos para
actuar, con las destrezas y competencias humanas para seguir
rutinas, modos cotidianos de hacer las cosas, o incluso de
modificarlas.

63
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

Sin embargo, vale afirmar que el dominio de la conciencia


práctica no es para Giddens equivalente a motivaciones inmedia-
tas de los sujetos o a intenciones bien demarcadas.
Con esta observación, el autor de La constitución de la socie-
dad propone que no siempre se es consciente de las consecuencias
de lo que se hace, que existen consecuencias no deseadas del
obrar. Un claro ejemplo: Hablar. Me refiero a que incluso cuando
una enunciación sea voluntaria y tenga un interés concreto como
el de saludar o despedirse, al llevarla a cabo el hablante coadyuva
sin proponérselo a la reproducción del sistema de la lengua. De
ahí que la práctica sea atestiguada por la experiencia subjetiva,
pero no por eso el actor tenga cuenta de todos los ámbitos en que
incide con ella.
La conciencia discursiva, en cambio, se desenvuelve en un
plano asequible al pensamiento que acopla lo que se percibe con
lo que se enuncia. Se trata de una conciencia que “presupone ser
capaz de hacer un relato coherente de las propias actividades y las
razones que las movieron” (Giddens; 2011: 80), sin que necesa-
riamente ese relato dé cuenta de las motivaciones estructurales o
involuntarias inherentes al actuar.
En este marco de ideas, Giddens cita la noción de enuncia-
tividad propuesta por Toulmin, a la que encuentra aproximada al
concepto de conciencia discursiva, y que resulta más que perti-
nente en nuestra revisión sobre la enunciación. Recupera el ejem-
plo de un comerciante que a través de promesas falsas comete
“un ‘fraude consciente y deliberado’” (Giddens; 2011: 80). Esta
anécdota le permite referir al ámbito de la producción de discur-
sos que cobran sentido en la medida en que el conocimiento ver-
balizado gesta un dominio de actuación que el enunciador puede
controlar, explicar, del cual se siente dueño y que, en efecto, pue-
de detonar efectos discursivos y prácticos en sí mismo o en un
otro.
Aquí, no obstante, vale hacer la anotación de que la pro-
ducción de discursos se compromete en alguna medida con la
exposición de razones o motivos de los actos, que ahí se asienta

64
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

una parte de la conciencia discursiva, pero que ése no es el espa-


cio entero de su competencia. En los hechos, la enunciación no
sólo dota de sentidos argumentativos al obrar humano. También
se engarza a él, se vuelve parte constitutiva de las cosas que se
hacen; ayuda, en efecto, a producirlas.
Al ser ésta una tesis sobre estudios del discurso, vale con-
siderar, la problematización se centra en las modalidades verbales
de la práctica, pero, por otra parte, no renuncia a encontrarlas en
estrecho compromiso con actividades, procesos, conocimientos,
que ocurren más allá del marco de la oralidad y la escritura. De tal
suerte, no quisiera dejar de suscribir las observaciones de Bernard
Lahire (2004) respecto a lo que él llama “el lugar del lenguaje” en
las formas de vida social.
Esas oposiciones teóricas que dividen lo que se enuncia
de lo que se hace, es decir, la dimensión discursiva y la no discur-
siva, consisten para Lahire más bien en “falsas oposiciones”. Al
observar los cursos de acción no se ubican dos momentos esca-
lonados que disocian al hacer y el decir o, en su caso, el escribir,
sino más bien momentos conexos que operan de manera com-
plementaria y que ayudan a producir la práctica. Así, resulta preci-
so considerar que “ninguna práctica de lenguaje o discursiva es
separable de las formas de vida social de las que emana” (Lahire;
2004: 244).
Hay que colocar a la enunciación, de tal manera, tanto si
coadyuva a configurar la autoconciencia, como si organiza una
conciencia en relación a los otros, en el entendido de un meca-
nismo de producción de sentido que opera en la vida social, en las
prácticas, y no, por el contrario, que resulta añadido a ellas, poste-
rior o secundario. Esto significa insistir en que la ocurrencia de
los discursos emana a la par de –o si no a la par, en correspon-
dencia a– los comportamientos corporales, y que, por lo tanto,
“el lenguaje es, a menudo, un elemento constitutivo de las prácti-
cas o de la acción que, sin él, no existirían. No se opone a la ac-
ción, sino que es uno de sus motores” (Lahire; 2004: 239).

65
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

Con estos argumentos se remarca la idea de que la enun-


ciación organiza un dominio de conciencia verbalizada a partir del
cual se procede, desde el presente en que se piensa, a “serializar
las experiencias, jerarquizarlas, atribuirles sus respectivos valores”
(Lahire; 2004: 236). Y más: Los discursos que elaboran los indivi-
duos, según Lahire, gozan de un carácter polimorfo y plurifun-
cional que incide desde la manera en que se experimentan las
prácticas hasta los recuerdos (pasado) que se recrean o los planes
(futuro) que se formulan a propósito de ellas.
Aquí se puede introducir la categoría de traducción semiótica,
que cobrará relieve en el capítulo tercero de este trabajo cuando
se aborde la relación entre violencia y literatura, y que en este
momento servirá para indicar el estrecho vínculo entre las dimen-
siones de lo lingüístico y lo extralingüístico. Con ella aludiré, asi-
mismo, a la posibilidad de que se traduzca verbalmente eso que
ocurre fuera del dominio oral o escrito (los movimientos, los ges-
tos, los colores), gracias a la articulación de la palabra con la vida
social.
Considero apropiadas las consideraciones del historiador
alemán Reinhart Koselleck para echar luz al respecto. De acuerdo
con él, la historia se forma en acontecimientos que en efecto van
más allá del lenguaje, pero que no encuentran manera de resistir
al paso del tiempo si no es por la vía de acontecimientos correla-
tivos a ella, acontecimientos discursivos que permiten fijar para la
posteridad en formatos orales o textuales eso que se asume como
efectivamente ocurrido.
A esto le llamo una traducción semiótica, en el sentido de
que la enunciación se vuelve un espacio contenedor, presentador,
organizador de cierta realidad abstraída a partir de hechos sucesi-
vos, cuyo mantenimiento incide en la comprensión de los movi-
mientos de una sociedad o alguna parte de ella. Traducción que,
además, puede operar tanto en la historia como en otros domi-
nios decibles, textualizables, a saber: las imágenes, los sonidos musi-
cales, las actividades silenciosas.

66
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

De acuerdo con Koselleck:

La distinción analítica entre un nivel de acción extralingüístico


y otro lingüístico adquiere el rango de principio antropológico
sin el que no es posible plasmar ninguna experiencia histórica
en un enunciado coloquial o científico, dado que solo experi-
mento lo acontecido –más allá de mi experiencia personal–
oralmente o mediante un texto escrito. Aun en el caso de que el
lenguaje haya sido un factor secundario –parcialmente– en la
ejecución de la acción y en su padecimiento, desde el momento
en que un acontecimiento pasa a formar parte del pasado, el
lenguaje se convierte en un factor primario sin el cual no es po-
sible ningún recuerdo ni ninguna transposición científica de ese
recuerdo (Koselleck; 2012: 16).

Lahire, por su parte, incluso propone que una de las fun-


ciones del discurso es proyectar el futuro. Hacer listas de com-
pras, formular un plan a corto o largo plazo, son ejemplos, en
este sentido, de prácticas que encuentran en el discurso un meca-
nismo de orientación que resta contingencia al devenir. Se trate
de traducciones semióticas de la experiencia o pensamientos ver-
balizados desde el comienzo, lo que aquí se reconoce, entonces,
es que la enunciación también es parte de la práctica: Ayuda a
prolongarla o recordarla, pero no por eso es accesoria a los actos
en su conjunto.
Así, el estatus de los discursos ha de validarse como un
estatus de saberes, de representaciones. Activaciones de conoci-
mientos incorporados durante la vida en sociedad en relación a
los momentos que se viven. Modos de proceder. Selecciones vo-
luntarias que ponen en funcionamiento repertorios de expresio-
nes verbales y modos de expresarlas, y que, en consecuencia, de-
jan ver la dualidad virtual/actual de su composición: Los esque-
mas de acción, en este caso discursivos, “no son todos necesarios,
en todo momento, y en todo contexto. Depositados (deponere) en
el stock, se hallan disponibles, a disposición, en la medida en que
puede disponerse de ellos (disponere)” (Lahire; 2004: 55-56).

67
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

Vemos cómo lo que pareciera meros efectos expresivos


de acuerdo con las vivencias, es decir, lo que aquí identifiqué co-
mo discursos, adquiere desde esta problematización un lugar de
recursos de saber que son detonados, puestos en práctica, y que
no nacen, por lo tanto, a partir de una mente vacía, sino una me-
moria subjetiva que se ayuda de la conciencia discursiva.
Considero que a partir de los argumentos referidos ha
quedado al menos delineado el carácter representativo del discur-
so que se enuncia en forma individual. Sólo quisiera agregar un
elemento más a este terreno teórico, a partir del cual se trace un
puente para arribar a la descripción del discurso social. Me refiero
a la idea de la economía de los intercambios lingüísticos de Pierre
Bourdieu.
Pese a que párrafos atrás expuse que los enunciados de-
penden de los contextos en que ocurren, no abundé en el hecho
de que al interior del espacio social existen escenarios en los que,
por supuesto, los actores influyen, pero que han sido de antema-
no estructurados y que en cierta medida orientan los tipos de
discursos posibles.
Así como los saberes se distribuyen de manera desigual
entre los sujetos, porque no todos sabemos lo mismo, no todos
vivimos lo mismo, también las relaciones de poder operan de
manera asimétrica. Para Bourdieu, ésta es una condición que de-
limita lo que los actores pueden expresar y cómo lo pueden ex-
presar. Sería poco desajustado con la realidad afirmar que a todo
sujeto hablante o escritor corresponden las mismas libertades de
crear enunciados, los mismos sentidos. En tanto que el mundo
social está estratificado y jerarquizado, se tiene por consecuencia,
afirma Bourdieu, que los hablantes o escritores ocupen una posi-
ción estratificada y jerarquizada cuando emiten un discurso.
De tal suerte, “existe una competencia por el monopolio
de imposición del modo de expresión legítimo” (Bourdieu; 1985:
27) que no tiene que ver sólo con antagonismos expresos, sino
con la distribución de posiciones que ocupan los hablantes. Rela-
ciones padres e hijos, autoridades frente a ciudadanos, entre ami-

68
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

gos de escuela o de trabajo, entre otros vínculos posibles donde


un condicionamiento de la comunicación procede de la identidad
de los hablantes o escritores.
Sólo dejo esta nota, sin explorar demasiado la obra de
Bourdieu, para anticiparme al estudio de la escritura literaria de la
violencia en el capítulo tercero, donde aludiré a tipos de enuncia-
ción que no se explican solamente por su carácter “creativo” o
“imaginario”, pues también en la ficción narrativa los discursos se
comprometen con la organización social de los intercambios lin-
güísticos. Los escritores, de tal manera, participan de una cons-
tante competencia por el reconocimiento a sus obras, lo cual es-
timula en buena medida su quehacer como enunciadores.

1.3.3 Discurso social: representaciones colectivas10

Haber caracterizado en primera instancia a las enunciaciones in-


dividuales será la base para comprender el modus operandi de las
representaciones colectivas que se gestan, se reproducen y se mo-
vilizan mediante los discursos sociales. La distinción de lo perso-
nal y lo social en el ámbito de los saberes verbalizados, cabe afir-
mar, no refiere a dos instancias excluyentes una de la otra. Al
contrario, las incesantes enunciaciones individuales producen los
encuentros colectivos a partir de los que la sociedad organiza su
discursividad. Esto quiere decir que aunque un discurso social no
consiste en la suma de múltiples discursos individuales, por otra
parte, produce una síntesis de saberes verbalizados, una serie de
principios de representación, que los actos discursivos se encar-
gan tanto de mantener como de movilizar.
Defino al discurso social, de tal manera, como entrama-
dos de sentido verbalizados que la sociedad memoriza y activa a
través de saberes de oralidad y escritura. Entramados que se reali-

10 En lo sucesivo referiré a representaciones sociales y representaciones colec-


tivas a manera de sinónimos. No retomo la lectura de Moscovici que distingue
unas de otras.

69
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

zan por medio de una dualidad cooperativa entre conciencia y no


conciencia discursiva, y que, en resumen, se reproducen a volun-
tad expresa y/o de manera implícita por los individuos, quienes
por sí solos no pueden administrar o regular lo que la sociedad ha
de decir o escribir.
Es cierto que de manera reflexiva algunos sujetos o insti-
tuciones promueven el mantenimiento de determinados discur-
sos, como el de la paz, el nacionalismo o la vida después de la
muerte. Es cierto también que en ocasiones se enuncia por un
mero afán de que perdure algo que se asume como correcto, co-
mo deseable. No obstante, lejos están los discursos sociales de
agotar su funcionamiento en la conciencia de los individuos. Al-
guien que, por ejemplo, pronuncia “déjame en paz” o “qué orgullo
que ese deportista sea mexicano” o “dicen que por aquí vaga un
alma en pena” está ayudando al mantenimiento de representacio-
nes colectivas al margen tanto del interés de colaborar para me-
morizarlas como de participar en las esferas que formalmente
promueven discursos concomitantes: el activismo por la paz, los
las instituciones oficiales de un Estado o las asociaciones
religiosas, según el caso.
Esto es a lo que aludí con la idea de Giddens sobre las
consecuencias no planeadas del actuar humano. No tenemos total
percepción de los ámbitos en que incide nuestro hacer, en este
caso, discursivo. No tenemos cuenta completa de las estructuras
sociales que a través de la más cotidiana de nuestras frases ayu-
damos a reproducir.
Concuerdo con la propuesta del filósofo Marc Angenot
al tomar en consideración la exterioridad y la extraindividualidad
de los discursos sociales, esto es, su vigencia por sobre los
intereses conscientes de los hablantes o los escritores, para sugerir
que se trata de construcciones colectivas a las que bien puede
entenderse, en el marco de la teoría de Émile Durkheim, como
hechos sociales.

70
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

Apunta Angenot:

Hablar de discurso social es abordar los discursos como hechos


sociales y, a partir de allí, como hechos históricos. También es
ver, en aquello que se escribe y se dice en una sociedad, hechos
que “funcionan independientemente” de los usos que cada in-
dividuo les atribuye, que existen “fuera de las conciencias indi-
viduales” y que tienen una “potencia” en virtud de la cual se
imponen. En consecuencia, mi perspectiva retoma lo que se
narra y se argumenta, aislado de sus “manifestaciones indivi-
duales”, y que sin embargo, no es reducible a lo colectivo, a lo
estadísticamente difundido: se trata de extrapolar de esas “ma-
nifestaciones individuales” aquello que puede funcionar en las
“relaciones sociales”, en lo que se pone en juego en la sociedad
y es vector de “fuerzas sociales” y que, en el plano de la obser-
vación, se identifica por la aparición de regularidades, de previ-
sibilidades (Angenot; 2012: 23).

El modelo de discurso social que recupero es dual, enton-


ces, no sólo en tanto se produce de forma consciente y no cons-
ciente. Es dual además porque se desempeña como un mecanis-
mo de retroalimentación. Me explico: En tanto que el discurso es un
“ya allí” (Angenot; 2012: 24), un conjunto de representaciones
que preexisten al individuo, una serie de saberes construidos a los
cuales se incorpora en algún momento de la vida y que es muy
posible que permanezcan cuando esta misma vida se acabe, no
resulta erróneo proponer que, por una parte, el discurso social
consiste en un antes social que vuelve al presente, una memoria
colectiva, un repertorio de verbalizaciones que aguarda a ser em-
pleado y que se extiende, entre tanto, a lo largo de documentos y
conversaciones.
La conciencia discursiva no podría forjarse si no fuera por
la incorporación de lo exterior (el mundo social) en lo interior (el
sujeto), por el paulatino y permanente aprendizaje de conoci-
mientos distribuidos socialmente en forma verbal. Pero, por otra
parte, el incorporar los discursos sociales supone que, a su vez,

71
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

los individuos sean agentes activos que retribuyan mediante sus


enunciaciones a esos saberes que los forjaron. Así, de formas
planeadas o contingentes, esas conciencias discursivas que incor-
poraron lo exterior, exteriorizan su interior, sus saberes verbaliza-
dos, con lo cual develan la herencia que la sociedad ha cultivado
en ellas, al tiempo en que prolongan esa misma herencia. La dua-
lidad del discurso social es que él nutre a los individuos y los indi-
viduos lo nutren a él en un proceso complejo, no planeado for-
malmente, multifactorial, histórico, de retroalimentación. Como
consecuencia, se garantiza ese diálogo en el que se habla porque
se conoce y se conoce porque se habla.
De ahí que la caracterización de los discursos sociales no
pueda prescindir de una alusión a la memoria colectiva. Lo que
un investigador de las realidades discursivas observa no es única-
mente la contingencia o los contextos que sirven de marco a un
acto comunicativo, toda vez que en cada enunciación subyacen
reglas y elementos expresivos que se adecuan al momento vivido,
pero que no son inéditos; que son, antes bien, continuidades
históricas, representaciones colectivas.
Por eso, huelga decir que tanto los más breves comenta-
rios como los más elaborados escritos son acontecimientos úni-
cos a la vez que hechos históricos. Son emergencias dentro del
curso del tiempo cronológico –el que se cuenta con minutos y
con segundos– que participan paralelamente de un tiempo social
que es recursivo (cfr. Giddens; 2011: 71): El tiempo de las repre-
sentaciones, ese que se mantiene vigente a través de la recurrencia
del proceder humano. Dicho de manera breve, se trata de voltere-
tas, repeticiones, retenimientos a partir y sobre eso que Norbert
Elias denominó la quinta dimensión del mundo (correlativa al tiem-
po y el espacio físicos): la dimensión de conocimiento social, esto
es, “el propio mundo de los hablantes” (Elias; 1994b: 189).
El proceso de memoria social así explicado puede parecer
un eterno retorno del pasado que, por lo tanto, valide la idea de
que en la sociedad nada cambia, que el futuro de los individuos
está decidido de antemano por el peso que ejerce lo social sobre

72
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

ellos. No voy a desdecirme de los anteriores argumentos porque


su razón se garantiza en tanto el seguimiento histórico de cual-
quier discurso sólo es posible en virtud de sus continuidades, de
su reiteración, lo cual es, en efecto, una suerte de constante retor-
no, pero, en cambio, diré que la memorización social se extiende
de manera desigual entre las representaciones que los individuos
enuncian, que hay maneras más rituales y otras más contingentes
de mantenerla, que incluso existe la probabilidad de que algo que
hacía mucho tiempo no se decía vuelva a decirse o que algo que
se dijo de manera reiterada desaparezca para no volver. La me-
moria es una tendencia que cobra fuerza dependiendo de la orga-
nización y las eventualidades del mundo social.
Además, vale la pena pensar que los discursos sociales no
son el equivalente a las palabras, a las etiquetas que sirven para
abstraer objetos enunciables. Identificar un discurso, como más
adelante veremos en el caso de la violencia, no está dado por las
ocasiones en que se menciona el término. Un punto de vista que
se redujera a la contabilidad de elementos verbales repetidos
eclipsaría el énfasis sociológico de la normalidad que conservan los
hechos sociales en virtud de las reglas que les permiten emerger,
de las interdependencias que coadyuvan al mantenimiento de
determinadas expectativas colectivas.
Antes que palabras, por lo tanto, la localización de un dis-
curso consiste en una apuesta por observar las concomitancias de
sentido entre diferentes enunciaciones, sea si se tiene un indica-
dor verbal común (“violencia”) o no (“ataque”, “daño”, “lasti-
mar”, “agresor”). Es una apuesta también por estudiar clasifica-
ciones, valoraciones, enjuiciamientos, modos de descripción que
socialmente se construyen para traducir en discurso tanto prejui-
cios, experiencias pasadas o actos extralingüísticos que, justo al
ser traducidos, se vuelven cognoscibles, se instauran en la memo-
ria social.
Esto nos conduce a un siguiente aspecto por caracterizar,
a saber: la participación de la memoria social, de las representa-
ciones que son constitutivas a los discursos, en la construcción de

73
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

autoimágenes colectivas, de autoobservaciones sociales. Me refiero a meca-


nismos discursivos mediante los que la sociedad se evalúa a sí
misma, se conoce a sí misma. Porque, en efecto, las verbalizacio-
nes no sólo resuelven situaciones de comunicación o intenciones
conscientes de los individuos: También ofrecen avisos de las ma-
neras en que la sociedad se concibe, se interpreta.
La lengua, asegura Benveniste (2008: 99), es “el interpre-
tante de la sociedad”. Un interpretante sensible al dinamismo de
lo social que verbaliza el presente, pero no dilapida el pasado y,
más bien, lo mantiene vigente mediante representaciones. Esta
posibilidad de que los recursos lingüísticos sean leídos desde las
ciencias sociales como manifestaciones de la comprensión colec-
tiva, de la conciencia que se tiene de la composición de la vida en
común, constituye un principio operativo de los discursos socia-
les que deja ver a la memoria no sólo como un residuo, sino co-
mo una parte activa; no sólo como huella, sino como aparato de
identificación.
De la misma manera en que los individuos disponen de
una conciencia discursiva, se puede argumentar que la sociedad
goza de una conciencia colectiva. En ella se formulan representa-
ciones a manera de descripciones o ideales propios que dotan de
sentido a lo social. Justo a eso se refiere Elias al introducir la idea
de autoimagen o autoconciencia colectiva (cfr. Elias; 2011: 83,
Fletcher; 2005: 62). Categoría que expresa los modos en que las
colectividades se valoran a sí mismas respecto a otras y que deja
ver cómo en la vida social cobra un gran relieve la autointerpreta-
ción, cómo las versiones de sí que los grupos construyen y ayu-
dan a circular mediante sus discursos conforman identidades-
representaciones. Saberes que se traducen en historias, califica-
ciones o expectativas a las que se avala por verdaderas,
pertinentes.

En la formación de la identidad de una sociedad –apunta Jo-


setxo Beriain– lo importante, no olvidemos, no es la masa de
individuos que la componen, ni el territorio que ocupan, ni la

74
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

lengua […] que hablan o la religión que profesan, sino más


bien la idea (hoy sólo esbozable en común) que la sociedad
tiene sobre sí misma, la autoimagen colectiva, en los términos
de Norbert Elias (Beriain; 2000: 221).

Por supuesto, hay que tomar en consideración que en Stu-


dien über die Deutschen (Los alemanes) –la obra a que refiere Beriain–,
Elias se dedicó a explorar el nacionalismo alemán, caracterizado
por una autoimagen de exaltación fuertemente enraizada entre los
individuos. La disposición de la conciencia colectiva, por lo tanto,
variará de acuerdo con el universo de referencia que se trate. En
este momento lo que quiero remarcar es que, de manera profun-
da o apenas con avisos distinguibles, las sociedades producen
discursos que ayudan a formular interpretaciones propias, mismas
que a lo largo de la historia se arraigan en la memoria o van que-
dando desplazadas.
Así, existen representaciones predominantes, más difun-
didas, más incorporadas, más aceptadas conscientemente, frente a
otras que resultan marginales o poco socorridas por los indivi-
duos. Algunas se toman como verdades, otras como falsedades.
Algunas exaltan, otras demeritan al grupo que las produce. Las
autoobservaciones colectivas que los discursos sociales organizan
no son, entonces, unitarias; varían y se distribuyen en función de
cada grupo.
Ahora, una pregunta: ¿Qué tipos de autoimágenes son las
que el discurso social mantiene en la memoria colectiva? Buena
parte de ellas, en comienzo, derivan de procesos de traducción
semiótica, como se expuso en el apartado anterior de este sub-
capítulo (1.3.2). Es decir que mediante distintas verbalizaciones, el
discurso ayuda a interpretar lo que ocurre en sociedad. A través
de la prensa, la literatura, las declaraciones oficiales, la conversa-
ción, se generan versiones que reportan eso que en efecto aconte-
ce en el mundo social. Pero por otra parte, la relación entre dis-
curso y mundo, al ser una relación de representación, de saber, no
sólo se define en el campo de los acontecimientos evidentes, ma-

75
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

teriales, sino además en el terreno de las imaginaciones. De


acuerdo con Elias, muchos conceptos “son representaciones no
de hechos, sino de especulaciones sobre hechos o de mezclas de
hechos y fantasías” (Elias; 1994b: 87).
Esto debe quedar claro si no se quiere caer en la equivo-
cación de que el dominio de la representación es siempre un des-
doblamiento de la realidad registrada por la experiencia. De
hecho, habría que revisar cada caso, pero en términos muy gene-
rales puede decirse que muchas de las categorías que los indivi-
duos utilizan para expresarse son productos históricos sintetiza-
dos, con cierto grado de abstracción, que al paso del tiempo fue-
ron modificadas y que en un tiempo específico ayudan a incorpo-
rar unas u otras experiencias, a referir de una u otra manera a las
cosas del mundo.
Lo que intento exponer es que en el ámbito del discurso
social no hay veredictos definidos, pues más bien se trata de ten-
dencias observables mediante métodos científicos. Que la
conciencia colectiva lograda con ayuda de la verbalización no está
escrita en un documento que todo lo considera. Que, antes bien,
hay una pluralidad de voces, de versiones incluso contrapuestas,
que generan polémica, que ponen en crisis a las verdades más
difundidas.
Justo la propuesta teórica de Marc Angenot consiste en
entender que la potencialidad expresiva de los humanos es tal que
en un mismo instante puede haber en escena, ocurriendo en for-
ma oral o escrita, miles de enunciaciones. Tantas que no hay suje-
to que pueda comprenderlas a todas a la vez. Ese entramado de
discursos se presenta, entonces, como un ruido del que apenas
puede distinguir algunas de sus voces.
“A primera vista, el vasto rumor de los discursos sociales
da la impresión de barullo, de cacofonía, de una extrema diversi-
dad de temas, opiniones, lenguajes, jergas y estilos” (Angenot;
2012: 24). Sólo hace falta pensar en que de los millones de habi-
tantes que habitan en un país cada uno diga una frase para prede-
cir un compilado de enunciaciones prácticamente inadministrable,

76
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

inclasificable, cuando menos para la experiencia individual. Por


supuesto, como he planteado, esto no significa que los discursos
no estén regulados de manera social, a partir de múltiples proce-
sos. De tal modo que la imposibilidad de comprenderlos en su
totalidad no es evidencia de un desorden, sino de una limitación
perceptiva.
No es casual que a la hora en que los analistas del discurso
o de los conceptos emprenden sus actividades de investigación,
desde un principio acoten sus campos de estudio a lo que aquí
podría llamarse “discursos sociales tematizados”. Estudios discur-
sivos del amor, la discriminación o, en nuestro caso, la violencia,
son reducciones que, ante la imposibilidad de interpretar todo el
universo discursivo de una sociedad, aíslan determinado afluente
temático para proceder a analizarlo. La tarea, hay que afirmar, es
válida, pero el riesgo que se corre es tomar por efectivamente
aislados los dominios estudiados, como si cada discurso tematiza-
do no estuviera de hecho interconectado con otros tipos de reali-
zaciones verbales, con el todo social, como si fuera autónomo y
no estuviera vinculado al todo discursivo por medio de diversas
relaciones intertextuales e interdiscursivas.
Angenot agrega que “hablar del discurso social será des-
cribir un objeto compuesto, formado por una serie de subconjuntos
interactivos, de migrantes elementos metafóricos, donde operan
tendencias hegemónicas y leyes tácitas” (Angenot; 2012: 25). En
ese sentido, lo que se reconoce es que si bien no hay una frase,
una palabra que lo diga “todo”, el “todo” se dice a partir de
múltiples enunciaciones que ocurren de manera tanto planeada
como imprevista y que, por tal razón, resultan difíciles de clasifi-
car, pero que no por eso suponen desorden.
Aquí el legado arqueológico de Michel Foucault resulta
más que pertinente para aclarar cómo es posible que dichos y
escritos que parecieran dispersos e inconexos hagan las veces de
emergencias discursivas concomitantes, que forman parte de un

77
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

mismo objeto de saber, de “unidades más consistentes” (Foucault;


1995: 44) de organización a las que la conciencia discursiva no
tiene necesario acceso.
La posibilidad de que desde diversas “posiciones de subje-
tividad”, esto es, distintos roles sociales, los actores consigan emi-
tir enunciados vinculados a un orden del discurso, atados a un mismo
dominio social de saber y organización, deja ver cómo el discurso
“habla” a través de ellos, cómo las verbalizaciones están supedi-
tadas a regulaciones que preceden y condicionan su participación
en sociedad.
Detectar la regularidad de un discurso, detectar su mante-
nimiento en la heterogeneidad social, implica por ende que quie-
nes coadyuvan a su reproducción compartan un cuerpo de reglas
de formación discursiva que estriban “no en la ‘mentalidad’ o
conciencia de los individuos, sino en el discurso mismo” (Fou-
cault; 1995: 102). ¿Qué supone esto? Que a prácticas empírica-
mente diferentes corresponden, por fuerza de un orden colectivo
superior, principios organizativos similares.
La argumentación foucaultiana podría hacer pensar que,
en lugar de individuos que hablan o escriben, lo que existe en los
hechos son actos de habla y escritura que requieren a los indivi-
duos para realizarse. No se trata de una consideración con conse-
cuencias teóricas menores. Sin embargo, me parece que podría-
mos no introducirnos en un debate filosófico de tal envergadura
si reconocemos que, por una parte, existe representaciones colec-
tivas organizadas mediante distintos mecanismos sociales de ver-
balización que con frecuencia corresponden a escenarios prácti-
cos observables: el discurso médico, el discurso jurídico, el dis-
curso político, el discurso filosófico, el discurso deportivo; y que,
por otra parte, los individuos pueden tener o no conciencia de los
contenidos e implicaciones representativas de sus discursos, de lo
que con ellos se reproducen, de las consecuencias resultantes.
Una última consideración sobre el discurso social tiene
que ver con el tipo de análisis que realizaré en los siguientes dos
capítulos. Como el lector o la lectora sabe ya, el presente trabajo

78
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

no es una investigación sobre la totalidad discursiva, sino tan sólo


un abordaje de una parte constitutiva de él: la violencia. No estu-
dio el discurso social. Estudio un discurso social.
De tal manera, parto del entendido de que la violencia es
un objeto discursivo que se forma a través de prácticas sistemáticas
(Foucault; 1995: 81) de verbalización. Esto quiere decir que pre-
tendo aproximarme a un dominio en el que están implicados los
individuos que disponen de recursos de saber para pronunciarse
en relación a ella, a la vez que instituciones y tipos de actividades
que acaparan buena medida del discurso, que lo hegemonizan
para ellas. Hegemonía en el sentido que propone Angenot: “Un
conjunto complejo de reglas prescriptivas de diversificación de lo
decible y de cohesión, de coalescencia, de integración” (Angenot;
2012: 24).
A la institución que daré mayor prioridad es al Estado y
sus dependencias de monopolización de la fuerza física, con el
propósito de confirmar que, en la medida en que la violencia se
normaliza, en la media en que se supedita a un orden de interde-
pendencias que puede someterla por obra de coacciones externas
e internas al individuo, los discursos que se producen para repre-
sentarla se orientan en función de la organización social y dejan
ver asimismo hegemonías y versiones discursivas antagónicas.
Estamos de frente a lo que Dominique Maingueneau de-
nominó un campo discursivo, esto es “un conjunto de discursos que
interactúan en un dominio dado” (Maingueneau; 1983: 15) y que
resulta de la puesta en contacto de distintos posicionamientos o
versiones respecto al objeto que los congrega. O bien, como se
revisará en el tercer capítulo, frente a un discurso transverso, según la
semántica propuesta por Régine Robin y Marc Angenot (1991),
que refiere a la idea de la reiteración, la persistencia de discursos
en determinado período histórico que atraviesan el rumor social y
pueden ser estudiados a partir de que cobran relevancia en rela-
ción con la hegemonía discursiva.

79
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

Ya veremos cómo en la época contemporánea de México


es relativamente sencillo aislar –respecto a otras representacio-
nes– al discurso de la violencia, habida cuenta de la incesante
producción de discursos que emergen a propósito de ella. Ya
veremos, asimismo, cómo a partir de la revisión aquí elaborada,
distintas obras literarias publicadas en distintos momentos histó-
ricos no son partículas solitarias que dan cuenta de lo violento;
son, antes bien, enunciaciones correlativas de un mismo hecho
social: la normalización del discurso de la violencia.

80
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

1.4 Balance. La normalización del discurso de la violencia

Para efectos analíticos, expuse de manera separada 1) el meca-


nismo de la normalización, 2) la dualidad de la violencia y 3) el
discurso en su carácter de enunciación y hecho social. Desde un
comienzo, sin embargo, señalé que el trinomio resulta ser un con-
junto operativo que sólo es preciso disociar al momento de su
descripción. Ahora es momento de restituir estos tres órdenes a
un dominio mancomunado, el de la normalización del discurso de
la violencia, para sugerir de qué manera cada uno colabora en la
regulación de las representaciones verbales de los actos, las ima-
ginaciones y la memoria social de la violencia.
Acaso la principal interrogante que hay que resolver aquí
es si las interdependencias colectivas estatales que coaccionan,
que vigilan de manera externa e interna al individuo, a su cuerpo,
y que reducen su propensión a la violencia, inciden efectivamente
en lo que se enuncia a propósito del universo de lo violento; si en
efecto se producen interdependencias comunicativas que, de manera
correlativa a la regulación de los ataques desde y hacia los cuer-
pos, normalizan los discursos.
Tomo como referencia la observación de que existen “fi-
guraciones comunicativas”, sugerida por Elias (1994b: 91), para
afirmar que un nivel de la vigilancia del sí mismo y de los otros
ocurre a partir de los intercambios verbales, de la conciencia
discursiva.
Asimismo, observo que la educación formal de los niños,
los argumentos jurídicos, los posicionamientos morales, entre
tantos más, son tipos de interdependencias que coadyuvan a la
normalización de la violencia y que en buena medida se articulan
con ayuda del discurso. Que el discurso les permite instaurarse y
re-producir sus efectos sobre distintos dominios sociales.

81
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

De acuerdo con Foucault,

en una sociedad como la nuestra, pero en el fondo en cualquier


sociedad, relaciones de poder múltiples atraviesan, caracterizan,
constituyen el cuerpo social; y estas relaciones de poder no
pueden disociarse, ni establecerse, ni funcionar sin una produc-
ción, una acumulación, una circulación, un funcionamiento del
discurso. No hay ejercicio de poder posible sin una cierta eco-
nomía de los discursos de verdad que funcionen en, y a partir
de esta pareja. Estamos sometidos a la producción de la verdad
desde el poder y no podemos ejercitar el poder más que a
través de la producción de la verdad (Foucault; 1979: 139-140).

Un discurso normal y normalizante de la violencia, por lo


tanto, no constituye un mero régimen de regulación de los enun-
ciados y las modalidades de enunciación de lo violento. No con-
siste en un puro escenario de actos de habla y actos de escritura.
Su dominio, más aún, es correlativo de la normalización social
que ejerce el modo de vida civilizado –tendiente a la pacifica-
ción– sobre las prácticas violentas tomadas desde ilegales, ilegíti-
mas, negativas, hasta positivas, necesarias, aceptables.
Si bien podemos reconocer un tipo de coerciones corpo-
rales que apelan a la fuerza física para administrar ciertas violen-
cias, la dimensión discursiva de la normalización no es ajena a la
producción de límites externos o internos al individuo. Algunas
de sus funciones parecieran “inocentes”, “inofensivas”, respecto
al trato colectivo de le violento, porque no inciden de manera
directa en la percepción o el tratamiento de determinados actos
de daño –tal como se verá en el tercer capítulo, con el estudio de
la textualización literaria de la violencia–, pero incluso a través
ellas se pone de manifiesto –y, por lo tanto, se reproducen– re-
pertorios de representaciones colectivas que son propias del pun-
to de vista normalizante. A partir de la enunciación de la violen-
cia, por lo tanto, se mantienen vigentes los posicionamientos, las
preocupaciones, el estado de alerta frente a ella, por más que sea
en un plano meramente hipotético, imaginado.

82
NORMALIZACIÓN, VIOLENCIA Y DISCURSO

Además, vale la pena pensar en prácticas que requieren de


la enunciación para dar lugar y organizar diversas modalidades de
coerción física que regulan la violencia. Una sentencia de reclu-
sión penal o de pena de muerte, ¿qué es si no una complicidad
entre el discurso de la violencia y su normalización efectiva, vía el
cuerpo?
La manera en que la violencia se monopoliza en el marco
del tipo de vida estatal, de tal suerte, engarza a las coerciones y los
padecimientos corporales con una red de elaboraciones discursi-
vas que de manera directa o indirecta inciden en el tratamiento
social de lo que se vive, se recuerda, se sospecha y se imagina
como violento.
En este sentido, la distribución del discurso bien ayuda a
generar autoobservaciones, interpretaciones propias que reportan
las maneras en que la sociedad se concibe como colectivo, y, por
otra parte, a no sólo calificar, nombrar, categorizar, sino incluso a
dotar de validez, de legitimidad, a ciertas verbalizaciones por en-
cima de otras. A mantener, por lo tanto, el estatus de ciertas
prácticas, a colaborar en su reproducción.
Sentadas estas bases, no preciso prolongar más la concep-
tualización del modelo teórico que guía la presente investigación.
Asumo que no sólo el proceso de la civilización ocurre sobre los
cuerpos, sino también sobre las representaciones colectivas que
se patentan en el discurso. De tal suerte, propongo, a manera de
cierre, la siguiente definición:

La normalización del discurso de la violencia concep-

“ tualiza un mecanismo social que regula, que norma las


representaciones verbalizadas de lo violento. Refiere a
un proceso histórico que se gesta de manera intencional
y no intencional por medio de interdependencias socia-
les de vigilancia externa e interna a los individuos, cuyo potencial
es capaz de reproducir expectativas sobre lo decible, sobre lo
susceptible de ser escrito para referir a la violencia. Estas expecta-
tivas generan puntos de vista colectivos con validez de verdad

83
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

que operan a manera de normas normalizantes, es decir, que yacen


en los discursos, se prolongan mediante ellos e inducen a la gene-
ración de ulteriores actos de verbalización normalizados.
Los discursos de la violencia, por tanto, son el medio y el
efecto de su normalización. Con ellos se vuelve inteligible cierta
conciencia colectiva frente a la ocurrencia y la imaginación de la
violencia. Esta normalización, cabe afirmar, no es unánime. Ocu-
rre al margen de otras regulaciones, pero suele posicionarse frente
a ellas, intentar negarlas, sancionarlas. Es una tendencia social,
por lo tanto.
En una forma particular, por último, vale reconocer que
los discursos normales y normalizantes que se producen en el
marco del Estado tienden a enrarecer la violencia que emerge de
manera ilegal o que atenta contra la relativa pacifica-
ción social, a tomarla como excepcional, como de-
plorable, como nociva. Estamos frente a una
normalidad no natural, sino socialmente construida. ”

84
ii. La polémica de las representaciones
de la violencia. Entre la normalización
y la negociación discursiva

Uno de los aspectos que vuelven sugerente la lectura de El proceso


de la civilización es que, al adentrarse en él, el lector o la lectora no
sólo se entera de cambios a largo plazo que permitieron la relativa
contención de la violencia. Sobre la base de la reconstrucción
histórica, Norbert Elias pone énfasis en la función que desempe-
ñaron los conceptos mismos de cultura y civilización en Francia y
Alemania. Emprende la tarea de explorar los sentidos de ambas
categorías en el marco de su uso y llega a la conclusión de que
han sido indicadores del “modo en que el mundo humano ha de
considerarse y valorarse como una totalidad” (Elias; 2011: 86).
Encuentra, de tal manera, que la “civilización” constituye una
serie de movimientos en la forma de comportamiento de los
humanos, al tiempo que una representación verbal, una idea que
“expresa la autoconciencia de Occidente” (Elias; 2011: 83), el
afán de superioridad y de orgullo que una sociedad percibe por
sobre otras.
En este capítulo me propongo exponer una investigación
análoga, que ahora ubique a la violencia como un concepto en el
que también se siembran expectativas y modos de autointerpreta-
ción colectivos. No se tratará propiamente de una historia de
largo aliento de la conceptualización de lo violento, sino más bien
de un esfuerzo por problematizar cómo el mismo objeto verbal
–la violencia– está revestido de múltiples sentidos que lo vuelven,
antes bien, un concepto polisémico, polémico.

85
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

A la luz de la normalización del discurso, sin embargo,


propondré que los debates conceptuales no extinguen cierta
compatibilidad, cierto vínculo constante entre múltiples usos ver-
bales del término, o que hay, además, tendencias que otorgan
predominancia a unos sobre otros. El esfuerzo estará orientado a
poner en concordancia las regularidades y las paradojas factuales
derivadas de las expectativas civilizatorias (ver 1.2) con, por otra
parte, las designaciones, históricamente conformadas y heredadas,
que verbalizan tales regularidades y tales paradojas. Mi premisa
será seguir a Elias cuando afirma que “las experiencias ancestrales
pueden depositarse en los conceptos de un idioma y pueden
transmitirse así a lo largo de una línea de generaciones de longitud
considerable” (Elias; 1994b: 50).
En primer lugar, parto de la hipótesis de que la violencia es
lo que socialmente se convino que fuera violencia a través de procesos
históricos de representación discursiva que permitieron estabilizar
conocimientos e interpretaciones en huellas verbales desencade-
nadoras de sentidos. Huellas listas para activarse cuando la situa-
ción lo permite. En este entendido, abordo al concepto a manera
de un codificador social, es decir, como un compendio de saberes
que, sobre la base de conocimientos previos, incorporados a par-
tir de la vida en sociedad, permite imaginar o designar cierta reali-
dad que ocurre.
Lo violento, caracterizado así, adquiere sus márgenes in-
mediatamente en los procesos históricos de representación, en las
funciones discursivas que tiene para designar algo de la sociedad.
Pero, a su vez, se trata de una construcción social susceptible de
vencer esos márgenes, de ramificarse. Eso que aquí he decidido
llamar los “desbordes” de sentido de la violencia ocurre como un
resultado del cambio social, de nuevas exigencias o interpretacio-
nes colectivas que encuentran en un mismo concepto ciertas ma-
neras de ser expresadas.
En el México contemporáneo no podríamos proponer
una definición única e inapelable de violencia porque, de hecho,
las circunstancias mismas en que sus sentidos se han organizado

86
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

en el país son múltiples e involucran posicionamientos morales,


científicos, religiosos, políticos y hasta regionales no siempre
compatibles e incluso contradictorios. Cabe preguntarse aquí, en
consecuencia, cómo ha sido posible que tales ramificaciones de
sentido hayan conseguido vincularse para coexistir en el seno de
la conceptualización de la violencia.
De acuerdo con Elias, el modo de organización colectiva,
así como las relaciones de poder,

juegan un papel considerable y a menudo decisivo, no sólo en


lo que se regulariza como medio simbólico de comunicación en
una sociedad determinada, sino también en los matices emoti-
vos y valorativos asociados con muchos símbolos lingüísticos y
en la forma de regularización en general (Elias; 1994b: 92).

Ésta es, para el tema que me ocupa, una afirmación que


bien puede ayudar a justificar el estudio de las violencias y su
concatenación al escenario discursivo mexicano contemporáneo
como un estadio histórico específico (y, por lo tanto, diferente a
otros) que genera interpretaciones propias en relación a las condi-
ciones de vida y la memoria social acumulada.
Observo, cabe anotar, que el discurso de la violencia es
más bien una construcción que trasciende a la mexicanidad y que
se ha colocado y desenvuelto en expectativas globales asociadas
con proyectos como el progreso, la modernización o la relativa
pacificación del mundo, de las cuales alguna parte de los mexica-
nos participa de maneras directas e indirectas. Espero, de tal ma-
nera, desarrollar un análisis que, si bien centra sus argumentos en
México, asuma las tendencias mundiales que enmarcan al país.
Si miramos en retrospectiva la historia que permitió con-
formar el Estado Mexicano contemporáneo nos enteramos de
que ni con las victorias políticas de unos sobre otros, ni con las
alianzas, ni las traiciones, ni la represión gubernamental, se ha
logrado delinear una sociedad homogénea. Lo que puede rastrear-
se, y que de alguna manera sirve para observar las variaciones del
uso verbal de la violencia, es cómo a largo plazo se han configu-

87
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

rado “hegemonías” del sentido, esto es, coexistencia de sentidos


que, sin embargo, son eclipsados por “uno” –o más, según el
caso–, dado por superior, en el que se concentran relaciones de
poder que le otorgan ventajas sobre los otros, como veremos que
sucede con el tratamiento negativo de la violencia.
Pues bien, así como hay determinadas formas recurrentes
o emergentes de organización social en México, donde unas pue-
den sobresalir en relación con otras, la violencia, esa representa-
ción discursiva polisémica, es trazada socialmente según criterios
que la “normalizan” en direcciones más o menos claras de distin-
guir. La de hoy, la predominante violencia contemporánea de
México, es un conjunto de representaciones colectivas de violen-
cia negativizada, trágica, escandalizante y politizada. Lo es, claro,
con matices propios de cada situación. Pero hace falta ver cómo
ese punto de vista negativo es negociado socialmente, cómo no es
absoluto e incluso puede producir interpretaciones contradicto-
rias, según el caso que se trate.
Presento, a continuación, un análisis de la violencia que,
en primer lugar, ubica el problema en la dimensión objetiva-
subjetiva de las representaciones, y, en segunda instancia, desarro-
lla el debate entre la normalización y la negociación de los senti-
dos de lo violento.

88
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

2.1 Producir violencia, representar violencia:


Las dimensiones objetivas y subjetivas de lo violento

¿Cómo se identifica una violencia? ¿En razón de actos que esen-


cialmente son violentos, como podríamos afirmar que es el caso del
golpe o el cuchillazo? ¿Gracias al veredicto de un sujeto o grupo
de sujetos que resuelven, según su criterio, lo que tiene carácter
de violento? No hace falta desarrollar una pesada discusión teóri-
ca, de la que sólo una de las propuestas –la esencialidad o la posi-
bilidad de decisión– salga avante, para advertir los riesgos meto-
dológicos que supone asumir una u otra concepción. Se sabe que
toda observación científica, desde que es una reducción de la rea-
lidad, empobrece de alguna manera los objetos de estudio que, de
hecho, son más abundantes, más complejos de lo que una teoría
tiene competencia para avisar. El desafío aquí es asumir que una u
otra decisión condiciona los resultados científicos a los que se
puede llegar.
Mi intención, por eso, lejos de proponer el divorcio de
una u otra mirada, descansa en asumir que la violencia que hoy
conocemos se dimensiona en y desde la concurrencia de fenóme-
nos específicos a los que se ha asumido como inherentemente vio-
lentos –pero que, veremos, penden de una objetividad socialmen-
te lograda–, a la vez que desde modos subjetivos de encararla,
localizarla, dejar de verla –y que también son variaciones ocurri-
das en el devenir social, en función de modos de organizar y valo-
rar la vida colectiva–. Comenzaré por reflexionar en la dimensión
objetiva de las representaciones de lo violento.

2.1.1 Violencia objetiva

Al momento de trabajar con el discurso de la violencia como una


entidad que hace posible, a través de huellas sociales desencade-
nadoras de sentido, al conocimiento y la interpretación del mun-

89
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

do social, me desmarco de las disputas teóricas que interrogan la


predisposición genética del humano para ser violento, y más bien
propongo que si miramos como formas genuinas de violencia al
bebé que rasguña a sus pares, a los sacrificios rituales en las orga-
nizaciones prehispánicas o al estadio histórico que algunos pen-
sadores políticos han definido como “estado de naturaleza” –la
guerra de todos contra todos–, es gracias a un procedimiento de
analogía de un orden social hacia otro tipo de orden.
Analogía en el sentido de que, por anacronismo y/o por
extrapolación de nuestro discurso y de nuestros sentidos de la vio-
lencia, pareciera que se postula que alguien –un bebé, un pre-
hispánico, un primitivo– puede ser violento sin saberse violento.
Que todo humano, sin importar el nivel o el tipo de socialización
en que se encuentra, puede comportarse violentamente, aun
cuando lo haga al margen de las representaciones de violencia que
le permitirían evaluar, como nosotros lo hacemos, el carácter de
ciertos actos propios y ciertos actos de los demás.
Así, si me refiero a que puede haber hechos objetivos o
esencialmente violentos, lo hago a la luz de los procesos colectivos
que permitieron encuadrar en una imagen de “naturalidad” (natu-
ralidad inventada) a las que más bien son construcciones sociales
logradas en el devenir histórico. Mi idea es que una de las dimen-
siones a que accedemos cuando entramos en los dominios repre-
sentativos de la violencia es esa donde los hechos se nos presen-
tan inminentes, indiscutibles, como si no hubiera que dar argu-
mentos para justificar nuestra observación: sabemos que algo es
violento y ya.
Se trata de una dimensión que pasa por “objetiva” en el
entendido de que pone en ejercicio esquemas de percepción, de
interpretación, que son comunes a la polisemia de la violencia y
que, por lo tanto, aunque se alimenta también de los sentidos que
las personas concretas y los contextos imponen (ya abordaré la
subjetividad), halla una base conceptual común, poco problemáti-
ca para el sujeto que la localiza, a la que me atrevería a definir de
la siguiente manera:

90
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

Objetivamente, la violencia representa la acción o conjunto


de acciones dirigidas desde un sujeto o grupo hacia sí mismo o
hacia otro(s), a través de la voluntad creativa o mediante desig-
nios institucionales,11 con miras a producir daño (físico12).
Esta base conceptual común al discurso de la violencia,
que aquí más bien pareciera ser la definición de un diccionario de
uso de la lengua, no agota, hay que decir, sus sentidos. Lo sé: Ni
siquiera hace justicia teórica a la superproducción de violencias que
atestiguamos en el mundo contemporáneo, y parece más bien
restringir su ámbito de concurrencia al ataque (físico) que daña.
Pero afirmar la existencia de este suelo representativo nos
permite inferir que en él cohabitan, cuando menos en mínima
parte, lo que conocemos como violencias. Y si la violencia no ha
terminado por desgajarse en otros conceptos como agresión, po-
der, fuerza, manipulación, terror, es porque sus sentidos no han
dejado de remitirse a eso que hay de común entre ellos: el daño
intencional ocasionado por humanos.
Si hacemos el ejercicio de pensar cuáles son las violencias
que ahora son más fáciles de administrar, de contar, incluso de
estudiar científicamente, nos acercamos, por extensión, al terreno
de la objetividad: ahí donde hay consecuencias nocivas detecta-
bles en los perjuicios que producen.
De ahí, tal vez, que Elsa Blair, socióloga colombiana, se
refiera, sin desdeñar la importancia del escudriñamiento concep-
tual y más bien preocupada por él, a que alguna parte de los análi-
sis elaborados en su país ha tendido a dar por sentado la objetividad
antes que la multiplicidad de sentidos trazados sobre la violencia:

11 Cuando escribo “designios institucionales” pienso en un actor que produce


violencia en función del campo social del que participa. Por ejemplo, un militar
que va a la guerra. Se trata, en ese caso, de una persona que decide cuándo
disparar, cuándo golpear, pero que no lo hace por obra de una voluntad sin
contexto, sino que se orienta por propósitos colectivos, en este caso, vencer a
un enemigo político.
12 En el siguiente apartado de este capítulo me encargaré de problematizar el

“más allá” de lo físico en la violencia contemporánea.

91
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

… lo que hemos hecho en Colombia –escribe Blair–, más


que definirla, es describir su presencia como fenómeno. La ma-
yoría de trabajos sobre el tema en el país no dice qué es la vio-
lencia, sino cómo se manifiesta y, sobre todo, qué podría expli-
carla (Blair; 2009: 21).

Es ésta la objetividad formal de la violencia. Violencia que


se conoce en el acto o en las consecuencias del mismo, que no
requiere repasar conscientemente en su concepto. El relieve pues-
to en el acontecimiento y no en los sentidos morales, políticos,
psicológicos, rituales, que permitieron ya producirla, ya asumirla
como tal.
En ese orden de ideas, el sociólogo francés Michel Wie-
viorka considera que es preciso, como requisito de estudio y no
como solución del problema, observar la objetividad de la violen-
cia a partir de su dimensión “empírica, su racionalidad, su realiza-
ción, en última instancia bajo sus formas contables –el número de
víctimas de una guerra, de un atentado, las estadísticas de la delin-
cuencia y del crimen, por ejemplo” (Wieviorka; 2005: 13). El re-
gistro conjunto de manifestaciones dadas por violentas supone
aquí una actividad que, por supuesto, podría mejor dividirse en
análisis circunstanciales de cada acontecimiento, pero que al enfa-
tizar en la objetividad revela ciertos factores de identidad a que,
por vía de las representaciones colectivas, están atados hechos
ocurridos en diferentes contextos.
Coincido con Wieviorka y propongo, desde la mirada teó-
rica que sostengo, ver cómo sobre esa base dada por objetiva
descansa formalmente el discurso de la violencia. Ahí lo tenemos
accesible a la experiencia. Ahí está para que lo conozcamos e in-
terpretemos en su nivel de concepto, de hecho colectivo, y no de
acontecimiento singular.
Pongo el caso de México a merced de la objetividad de la
violencia. ¿Qué tenemos? Si hacemos una operación matemática,
una adición, el resultado es eminente: un país violento. Violento,

92
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

claro, en términos de la frecuencia de producción de esas formas


concretas de daño humano que se conciben implícitamente como
propias de la violencia.
Encuentro que, a manera de mecanismo de autoobserva-
ción, en nuestro país se ha organizado una suerte de esquema de
jerarquías “objetivas” que hace las veces de (lo que en un juego
de palabras podríamos llamar) un sensor social de la violencia al
que contribuyen y estilan referirse los medios de difusión, las
organizaciones civiles y las instituciones de gobierno, en particular
las vinculadas a la seguridad pública. Este mecanismo no es, em-
pero, una institución formal ni un registro efectivo, sino, más
bien, una especie de colecta, de irregular canasta socialmente or-
ganizada, donde se anotan las violencias objetivas al alcance del
ojo público.
El conteo que se realiza sobre la base del sensor social de
la violencia, cabe decir, no es general y sin matices. Atiende más
bien a, como expuse, jerarquías específicas. Jerarquías “objetivas”
que representan distinciones efectivas donde se destaca, de me-
nos a más, la gravedad de las violencias –y por lo tanto, la priori-
dad pública de su atención, asunto no menos relevante.
Grosso modo, tenemos así, primero, y con la magnitud me-
nos relevante, al ataque que propicia un leve daño, con posibili-
dad de cura total; después, al que origina la degeneración del
cuerpo o la mente humana al punto en que sus secuelas pueden
prolongarse por largos periodos de tiempo; y, finalmente, al que
de todos es el insuperable: ese que conduce a la muerte.
Tipifico tres niveles sólo con fines especulativos, pero a la
vez pienso en las otras probabilidades que podrían emerger, en
especial si pensamos en acontecimientos sociales que involucran a
más de una persona: Una guerra, por ejemplo, que deja muertos,
heridos graves, traumas emocionales y destrozos materiales
severos.
La anotación aquí es que el sensor de la violencia al que
me refiero canaliza las observaciones por un cauce que es cualita-
tivo –en función de que considera la gravedad de los daños

93
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

humanos que pueden ser ocasionados en una persona–, a la vez


que por otro de tipo cuantitativo: Si el asesinato supone el nivel
de violencia más grave a que se puede llegar, la muerte provocada
de cincuenta personas, cien, mil, no dejará de ser más relevante.
En ese sentido, declaré que México es objetivamente violento: la
suma de sus muertos lo pone de relieve frente a naciones donde
se asesina menos, en menor proporción.13
En México, el sensor social de la violencia suele trabajar a
través de focalizaciones: Toda vez que sus provincias no están
homologadas o interconectadas de tal suerte que escenifiquen la
misma magnitud de violencias, sucede que lo que conocemos
como “violencia en México” es más bien un compilado –no
siempre apegado a los hechos– que registra cifras de personas
muertas o lesionadas según zonas de alerta donde, por algún mo-
tivo, incrementó la frecuencia objetiva de tales actos.
Es decir que si, por ejemplo, en Torreón, que ha sido en
los últimos años una de las demarcaciones donde se tiene cuenta
de mayor cantidad de muertes violentas, ocurre un asesinato (cua-
lesquiera que sean sus causas), la centralización de la mirada obje-
tiva sobre la ciudad de seguro ayudará a registrar ese asesinato y
con mucha probabilidad el acontecimiento formará parte de los
registros de violencia en el país, cuando, en cambio, tal vez no
ocurriera lo mismo con un campesino de Veracruz que hubiera
matado a uno de sus vecinos a causa de un conflicto personal
asociado con la tenencia de un terreno.
Aunque ésta parezca una observación esquizofrénica, di-
rigida hacia la sospecha de que acaso vivimos en un país que ocul-
ta sus violencias ante el ojo público que las mide, lo que me in-

13 Las cifras, como anoté, son variables, sólo pretendidamente objetivas, por-
que en ellas no se da cuenta de todas las muertes, sino sólo de algunas, esas
que son susceptibles de serlo, debido al lugar, el tiempo y las circunstancias
sociales en que ocurrieron. Así, el sensor social de la violencia que operó du-
rante del gobierno de Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012), presentó cifras
variables, según las fuentes de información, y llegó, en uno de sus topes es-
tadísticos, a los 88,361 asesinatos (Díaz; 2012, 2 de junio).

94
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

teresa remarcar es cómo los procesos de objetivación, cuando


menos en México, ocurren con base en estructuras sociales de
priorización más o menos evidentes, y que, por lo tanto, lo que
ante el discurso mediático y de rendición de cuentas se exhibe
como reportes fidedignos de la violencia total, es más bien una
representación aproximada de las zonas donde más personas
mueren asesinadas fundamentalmente por causas asociadas con la
confrontación o ataques de organizaciones criminales.
Y lo que se hace en reportes como el del Consejo para la
Seguridad Pública y la Justicia Penal, en su “Ranking de las 50
ciudades más violentas del mundo en 2012”, es contribuir a esas
focalizaciones –que yo no caracterizo como erradas, sino como
encauzadas–, desde que el criterio primordial que ahí se utiliza
para calcular la concurrencia de violencias es cuantificar la pro-
porción de asesinatos efectuados por año, según la población
total de una demarcación.14
Así, en relación con otras ciudades de otros 188 países
considerados, Acapulco llegó a ser en 2012, de acuerdo con el
citado Consejo para la Seguridad Pública, la segunda ciudad “más
violenta” del mundo, al terminar el año con un registro de 142.88
asesinatos por cada 100 mil habitantes del poblado. Un resultado
objetivo en términos de promedio de asesinatos y, sin embargo,
poco esclarecedor para dar cuenta de la violencia en su entera
magnitud. ¿A qué me refiero? A que si bien el esquema de priori-
dades que presenté ubica en la cabeza de las jerarquías a los
homicidios, no desconoce otro tipo de realizaciones de lo violen-

14 Para la elaboración del reporte se calculó una tasa de asesinatos por cada
cien mil habitantes en ciudades con más de trescientos mil residentes. Se tomó
como criterio la información publicada como oficial en cada país seleccionado.
Y, además, fue considerado que “los datos sobre homicidios deben correspon-
der a las definiciones universalmente aceptadas de los homicidios dolosos u
homicidios intencionales o muertes por agresión (con la excepción de muertes
en operaciones de guerra o la muerte legalmente justificada –no en ejecuciones
extrajudiciales– de agresores por parte de agentes del orden). No se incluyen
cifras sobre homicidios en grado de tentativa” (Consejo Ciudadano para la
Seguridad Pública y la Justicia Penal; 2012: 19).

95
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

to. Realizaciones que en el informe se excluyen, como parte de


los criterios técnicos de cálculo.
La interrogante aquí es cómo contabilizar en los mismos
registros de violencia otras manifestaciones del mismo universo
representativo como las bofetadas, los empujones o los rasguños,
que, al fin de cuentas, también son maneras de dañar. ¿Acaso no
podrían alterarse los rankings mundiales de violencia al agregar a
los asesinatos la cantidad de heridas que se producen en los hoga-
res, en los espacios públicos, en las estancias de educación o de
trabajo, como producto de ataques humanos intencionales? Y
más: Quien se atreviera a realizar la empresa de ensamblar las
violencias en todas sus manifestaciones, ¿cómo jerarquizaría sus
operaciones? ¿Un punto para asesinatos y medios puntos para
otros actos nocivos?
Vemos, pues, cómo estamos de cara a una objetividad que
es más bien la ilusión de una objetividad y que, sin embargo, para
fines sociales como la difusión mediática o la justificación de polí-
ticas públicas no deja de ser un referente aceptable a seguir.
Ahora, ¿qué sucede si sustituimos Acapulco, una ciudad
que ha despuntado sus producciones de violencia y se ha señala-
do como una zona “peligrosa” en los últimos años, por un caso
que, para México, resulta paradigmático en su historia contem-
poránea?: Ciudad Juárez.
Nos enfrentamos al hecho de que objetivamente, cuando
menos si comparamos los datos del “Ranking de las 50 ciudades
más violentas del mundo en 2012”, Ciudad Juárez fue, durante el
año referido, “menos” violenta que Acapulco. Su tasa de 55.91
asesinatos por cada 100 mil habitantes representa menos de la
mitad de la proporción que consiguieron los acapulqueños en el
mismo año: 142.88 asesinados por cada 100 mil habitantes.
Incluso, en la misma lista, Torreón, Nuevo Laredo, Cu-
liacán y Cuernavaca alcanzaron en 2012 mayores índices de “vio-
lencia” que Ciudad Juárez. Pero, alejándome de la ilusión objetiva
de las cifras, y a la luz de la focalización que ha puesto a Juárez
muy cerca del ojo público, quisiera atrever un par de preguntas y

96
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

su posible respuesta: ¿Estamos en condiciones de decir que se


trata de un municipio que inminentemente está dejando de ser
violento? En comparación de sí misma, ¿Ciudad Juárez es menos
violenta ahora que en los años noventa, cuando los feminicidios
la pusieron en el centro de atención del horizonte de la violencia
en México?
Me parece que el caso deja ver un buen punto de crisis
donde la objetividad a que me he referido no sujeta por sí misma
todos los sentidos que alberga el discurso de la violencia, a menos
que sea acompañada por una subjetividad o, en otras palabras,
por una interpretación de lo dado por objetivo.
Si bien existen hechos concretos que ayudan a medir el
pulso de las violencias, como los registros numéricos, las noticias,
las fotos, los rumores, es preciso aceptar que resulta poco proba-
ble que accedamos a una idea integral del problema que nos ocu-
pa a no ser que convengamos que a cada ocurrencia de la violen-
cia le acompañan procesos de representación social engarzados a
los conocimientos, los valores y los modos de organización de un
grupo en un momento de su desarrollo.
Separadas para el análisis, pero mancomunadas en su mo-
dus operandi, objetividad y subjetividad de la violencia organizan
una comunión representativa donde los hechos adquieren sentido
en función de conocimientos y modos de interpretar particulares,
al mismo tiempo en que los conocimientos y modos de interpre-
tar se mantienen vigentes gracias a la persistencia de determina-
dos hechos.
Y a veces, por eso, una ciudad como Juárez se mantiene
tipificada como una de las más violentas de México y el mundo,
acaso aunque disminuya la proporción de asesinatos en la región,
por la potencialidad de las representaciones subjetivas que recaen
sobre el municipio.
Desde la mirada de Clara Eugenia Rojas Blanco, investi-
gadora juarense,

97
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

la violencia que vivimos en Ciudad Juárez no es circunstancial,


sino histórica, tampoco es privativa de esta comunidad, está
presente en todo el país. Este núcleo urbano es sólo una corti-
na de humo que no permite ver más allá; espacio ya de por sí
estigmatizado y utilizado para mantenerla simbólicamente loca-
lizada” (Rojas; 2010: 11).

Subjetividad es de lo que escribe. Enmascaramiento de los


hechos objetivos con rumores, emociones, estigmas. Violencia
que se desborda y que no traza sus fronteras sobre el número de
asesinados, sino sobre valoraciones regionales, a veces incluso
personales, de carácter científico, religioso, periodístico, político,
artístico o de sentido común.
A propósito de esa subjetividad esbozaré algunas notas a
continuación.

2.1.2 Violencia subjetiva

Las maneras, socialmente posibles, pero particularmente experi-


mentadas, en que la violencia es “sentida, vivida, observada, re-
presentada, deseada o sufrida por los individuos, los grupos, las
sociedades” constituyen, según Wieviorka (2005: 13), la dimen-
sión subjetiva de lo violento.
Desde que lo social se organiza en un mundo diferenciado
y diverso tanto colectiva como individualmente, y en ese marco
de organización ocurren, entre tantos otros, los hechos a los que
interpretamos como violentos, no es un atrevimiento infunda-
mentado postular que en cada situación, y según la percepción de
las personas que forman parte de ella, la violencia ocurre como
un acontecimiento concreto, objetivable, pero al mismo tiempo
sometido a un régimen de valoraciones plurales que emergen en
razón de los contextos sociales en que se encuadra a quienes la
producen, la padecen o la observan con mayor o menor distancia.
Consideremos, por ejemplo, un acontecimiento que invo-
lucró cobertura mediática, la práctica política y la realización de lo

98
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

violento, a saber: La muerte de dos hombres, resultado de un


enfrentamiento armado entre miembros del ejército y delincuen-
tes, en la ciudad de Monterrey, el 19 de marzo de 2010.
Éste es, en la historia reciente del país, uno de los casos
que mayor concentración de tiempos y de voces en los espacios
informativos ha propiciado a razón de la polémica que se derivó
debido de la equivocada tipificación pública de los asesinados:
Primero se dio a conocer que se trataba de criminales alcanzados
por las balas en medio de la confrontación, cosa que, con todo y
la emitente violencia en ella inscrita, no dejaba de ser un logro
positivo para los fines de las políticas de seguridad pública. Lue-
go, que no: Que se trataba, para vergüenza de los funcionarios
que dieron a conocer la primera “identidad” de las víctimas, de
estudiantes del Instituto Tecnológico de Monterrey (ITESM)
“con beca de excelencia y excelente desempeño académico” (Re-
dacción de La Jornada; 2010, 21 de marzo: 9).
El resultado: Disculpas públicas. Lluvia de declaraciones
de funcionarios públicos y del ITESM. La labor mediática de
“esclarecer” el acontecimiento. El pésame del rector de la casa de
estudios, del gobernador de Nuevo León y del presidente de
México. La pretendida nota positiva para la “lucha contra el cri-
men” volcada, después, hacia lo contrario: Escándalo e indigna-
ción pública o, por lo menos, suceso del que ninguna voz pública
se confesó orgullosa.
Un par de interrogaciones por la subjetividad de la violen-
cia puede esbozarse al respecto: ¿Es posible que el acontecimien-
to hubiera trascendido, tal como sucedió, aun cuando los muertos
registrados sí hubiesen sido criminales perseguidos? ¿Valdría me-
jor afirmar que las muertes, en el contexto mexicano actual, no
adquieren su valor en sí mismas, sino a partir de cadenas de con-
figuraciones sociales, de donde, cabe decir, también emergen sus
sentidos?
Arriesgo un no como respuesta a la primera cuestión. Su-
giero incluso que, de haberse mantenido la primera versión de los
hechos, el acontecimiento hubiera trascendido como una nota de

99
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

relevancia media, tal y como sucede con las que con frecuencia se
publican en los diarios y las televisoras, en un ejercicio de “sensi-
bilidad” informativa sin mayor investigación, para actualizar los
registros de violencia nacional. Respondo a la segunda interrogan-
te con el argumento de que hay en toda muerte un sentido ele-
mental –el daño fulminante–, pero sus sentidos son, de hecho,
variables según las circunstancias de interdependencia.
De ahí, pues, que se precise un estudio de la subjetividad
de lo violento. Uno que, sin dejar de considerar los lazos discursi-
vos comunes a toda violencia, esos a los que me referí al escribir
sobre objetividad, apueste por observar que, en efecto, “lo que es
calificado como violento es susceptible de variaciones considera-
bles en el tiempo y en el espacio, según las personas y los grupos”
(Wieviorka; 2005: 13), pero no por eso vuelva a la percepción de
la violencia un asunto aislado, exclusivo de procesos psíquicos
ocurridos en las mentes de los actores.
Más bien, la subjetividad que yo quisiera esbozar es una
tal que mire a lo social incorporado y, asimismo, puesto en ten-
sión con las situaciones a encarar; lo individual sí como ejercicio
voluntario de las capacidades humanas, pero también como
actualización negociada de saberes, de experiencias y de sentidos
adquiridos en, con y para la socialización. Subjetividad, por lo
tanto, construida y reformulada en la interdependencia, en el estar
con otros, donde las representaciones se realizan, manifiestan sus
sentidos y dejan ver, como afirma Elias, que “el significado de
una acción está codeterminado para el actor por el significado que
puede tener para los otros” (Elias; 1994b: 93).
La subjetividad de la violencia, entonces, manifiesta (algu-
na fracción de) los sentidos conocidos que un actor puede otor-
gar al acto propio o ajeno, según la situación vivida y los contex-
tos de socialización en que continuamente se confirman y (en
alguna medida) se refiguran sus impresiones respecto a lo violen-
to. Por eso, digamos, un individuo encara la violencia, hasta la
más inesperada, con conocimientos. Y de tal suerte, el sujeto no

100
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

se vale de invenciones sin precedentes o aisladas. Echa mano de


la memoria de su experiencia en sociedad.
De los conocimientos sobre la violencia, propongo que
uno resulta básico o común a toda violencia: el que la observa
como ataque, como daño; y que otros, a los que asumo como
subjetivos, dejan ver más bien un carácter contextual y se trazan
sobre matices sociales que pueden ser religiosos, políticos o inclu-
so de carácter más “biográfico” (sin ser por eso menos sociales),
como sucede con las experiencias traumáticas derivadas de daños
memorables ocasionados por humanos. Esos conocimientos aca-
so son a los que Jonathan Fletcher (2005: 48) se refiere cuando
avisa que distintas identidades pueden asociarse a distintas
violencias.
Ahora, aunque podríamos jugar con diferentes identida-
des, roles y posiciones de las personas involucradas, me parece
que es posible trazar un triángulo más o menos incluyente que
considere, de modo muy general, las subjetividades que participan
en un acto violento, en su representación: Tenemos, así, al victi-
mario, a la víctima y al testigo (directo o secundario). A cada una
de ellas dedicaré algunas ideas. Comencemos por el victimario.
Al ser éste un trabajo donde enfatizo el carácter discursi-
vo de la violencia, a través de la puesta en ejercicio de saberes que
permiten encararla, me declaro incompetente para referir a un
sujeto violento que es caracterizado como irracional o como anti-
sujeto. En párrafos anteriores me referí a que si un bebé o un
prehispánico no disponen de un repertorio de representaciones
de la violencia que los guíe, yo, por extensión, tomo a bien consi-
derarlos violentos sólo desde la mirada de quien así los identifica,
por medio de una extrapolación, y no desde la fórmula del saberse
violento o violenta. Para mí, alguien sólo es efectivamente violento
cuando actúa en relación a uno o más sentidos del discurso de la
violencia.
Ahora bien, si validamos al sujeto violento como un co-
nocedor del discurso y (en alguna fracción) de la polisemia de lo
violento que actúa en función de tales saberes, en arreglo a los

101
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

contextos que vive, podemos ofrecer una descripción ad hoc a la


línea argumentativa que sigo y que defiendo.
Wieviorka, conforme con la noción de “el carácter crea-
dor de la acción humana” de Hans Joas (1999: 150, citado por
Wieviorka; 2004: 23), postula que el sujeto emerge en el recono-
cimiento de la alteridad yo/el otro, y que, a partir de de esa base,
tiene la posibilidad de elegir, de construirse a sí mismo. Sin em-
bargo, agrega que el sujeto no es “un electrón libre, cuya trayecto-
ria personal escaparía de toda coacción, de toda norma, de toda
relación con aquellos que él eligiera. Él no existe sino en la capa-
cidad de relacionarse” (Wieviorka: 2004: 23).
El sujeto violento, observado desde tales directrices, es
uno que puede constituir sus acciones de manera voluntaria, pero
que, no obstante, decide con arreglo a las relaciones sociales de
las que participa, porque no vive aislado. Es así que se precisa
estudiar la figura del violento desde una metodología integradora
que localice a la subjetividad en un marco de los saberes que lo
posicionan frente al daño y que permiten la contención o el estí-
mulo de la violencia (ver capítulo 1).
Pensemos enseguida en la dimensión subjetiva de la
víctima, esa donde lo que se juega no son los motivos, sino las
consecuencias de la violencia, donde el daño que era latente se
materializa en la experiencia de una o más personas concretas.
Wieviorka atiende con particular atención a la figura de
los violentados porque considera que en ella se consuma un pro-
ceso de “negación del sujeto” en el que triunfa el poder individual
o colectivo por sobre aquellos en quien recae un daño provocado.
Al realizarse la violencia se afecta negativamente a una persona
que, si bien no es anulada siempre en el sentido de “aniquilamien-
to”, por los menos es menospreciada en relación a la conciencia
colectiva que sugiere (como valor común) evitar el sufrimiento de
los pares.
Pero aquí vale la pena dudar si el discurso de la violencia
que refiere a la víctima se agota en la vivencia del daño o si, más
aún, se enarbola de voces adicionales que evidencian y gestan la

102
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

denuncia pública del mismo. Esto es, interrogar si la condición


del violentado es una experiencia clausurada al cuerpo que padece
la degradación o si más bien está abierta al escrutinio público, en
una suerte de conciencia colectiva que es a la vez testigo y juez de
la violencia.
Para Wieviorka,

la emergencia de la víctima significa también el reconocimiento


público del sufrimiento soportado por una persona singular o
por un grupo, así como de la experiencia vivida durante la vio-
lencia sufrida, aunado a la puesta en consideración del trauma-
tismo y de su impacto ulterior (Wieviorka; 2005: 100).

Aquí el autor francés, me parece, establece una relación de


concomitancia entre el daño que el sujeto registra para sí y la pos-
tura social que se asume al respecto, como si fuese necesario el
reconocimiento público de una violencia para dar fe de la
victimización.
Estoy de acuerdo con Wieviorka porque, aunque no lo
expresa en tales términos, sus argumentos permiten dilucidar
–desde una lectura a partir de la representación de la violencia–
cómo incluso la sensación, intransferible entre humanos, de pa-
decer daños ya físicos, ya mentales, puede “abrirse”, no obstante,
al sentimiento colectivo mediante un discurso común a los testi-
gos directos o indirectos de la violencia,15 donde los sentidos que
consuman una postura a favor o en contra del sufrimiento se
actualizan en formas colectivas de organización, a saber: las dis-
posiciones legales, los movimientos de protesta, la información
mediática o la opinión de líderes políticos o intelectuales.

15En ésta, la segunda década del siglo XXI, por ejemplo, todavía se realizan
protestas públicas en México para exigir justicia en relación a matanzas o
desapariciones de líderes sociales en los años sesenta, setenta y ochenta. Ve-
mos, pues, testigos indirectos que, en función de las representaciones históri-
cas, miran en retrospectiva y manifiestan su indignación.

103
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

La emergencia de las víctimas, en este sentido,

marca la presencia del sujeto personal en la consciencia colecti-


va, en la política, en la vida intelectual (y que) evidencia una
sensibilidad creciente a los problemas no solamente de funcio-
namiento social y de la socialización, sino de la subjetivación, y
de los riesgos de desubjetivación (Wieviorka; 2005: 100).

Representaciones distribuidas también en un abanico de


sentidos que permiten inferir cómo, en un juego de correspon-
dencias, las representaciones del dolor individual organizadas
socialmente se actualizan, asimismo, en maneras de comprender
el sufrimiento propio.
La subjetividad de una víctima, por eso, ha de ser paralela
a la del victimario: Una fórmula de conocimiento socialmente
organizada que provee a la víctima de un registro al que se podría
denominar el saberse violentada, y que, en este entendido, se define
como un malestar breve o duradero, de mayor o menor intensi-
dad, que puede tener sede en el cuerpo, a la vez que realizarse en
juicios derivados de las representaciones colectivas adquiridas.
La subjetividad de un testigo, en cambio, y aunque a veces
suele involucrarse con la de víctima, al punto de confundir sus
fronteras, supone la activación de determinados sentidos en con-
cordancia con la composición de una sociedad, pero no la degra-
dación física de su cuerpo ni el daño a su integridad emocional
por medio del ataque directo. Lo que, aun así, resulta interesante
de observar es cómo se establece entre la subjetividad de la vícti-
ma y del testigo una complicidad que permite la emergencia de
variados discursos de la violencia cuyo valor, en una sociedad
mediatizada como el México contemporáneo, ha llegado a poner-
se de relieve incluso en los más altos niveles de la política.
Ahí donde se juega la administración pública e incluso la
justicia penal, la memoria reciente del país puede dar cuenta de
casos de violencia que, vistos en función de su relevancia estadís-
tica, han afectado de manera muy liviana, casi invisible, a la po-
blación, pero que a la luz de las representaciones subjetivas, ex-

104
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

tendidas con ayuda de la difusión mediática, lograron movilizar


de manera inusual recursos políticos, materiales y económicos.
Recordemos, por ejemplo, el Movimiento por la Paz con
Justicia y Dignidad, detonado por la muerte del hijo del poeta
Javier Sicilia en marzo de 2011, pero al que, con el tiempo, y con
la inflación de interpretaciones del acontecimiento, se adhirieron
otros sectores y otras voces inconformes con el desenvolvimiento
de la violencia armada en el país. En un par de meses, la organi-
zación tuvo el poder de convocatoria, la presencia mediática y la
relevancia política para realizar aquella marcha con destino en el
Zócalo del Distrito Federal, donde participaron decenas de miles
de personas (Pérez y Ballinas; 2011, 9 de mayo: 4), y, tiempo des-
pués, incluso consiguió abrirse lugar en la agenda del presidente
Felipe Calderón, quien participó en una reunión pública con
miembros del movimiento durante junio del mismo año.
En la dimensión subjetiva de la violencia donde descansan
las víctimas y los testigos no hay, pues, dolor que comienza y
termina en el acto de padecerlo o presenciarlo. Nos damos cuenta
de que ahí se gestan enunciaciones cargadas de sentido y que se
articulan para encarar propósitos específicos que la organización
social puede llegar a respaldar o no, según el caso. De ahí que el
ejercicio de lo violento no pueda agotarse en la voluntad de un
agresor por lastimar, sino que precise de una añadidura, de índole
política, donde, si la violencia es una manera de anular la subjeti-
vidad de un otro, “la emergencia de la víctima esté ahí para signi-
ficar e invitar a nuestras sociedades a hacerle frente” (Wieviorka;
2005: 101).
Sentadas, de tal manera, las bases para integrar y no
disociar las relaciones de objetividad y subjetividad de la violencia,
podemos pasar a un siguiente punto de la problematización don-
de se debatirá cómo incluso la noción de daño producido entre
humanos constituye un sentido polémico, susceptible de múlti-
ples interpretaciones y debates conceptuales.

105
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

2.2 Más allá del cuerpo:


de la violencia física a la ¿violencia moral?

Ahora, durante la segunda década del siglo XXI, no parecería un


abuso conceptual, una transgresión de (y a) la palabra, el hecho de
que un mexicano, una mexicana, optara por definir a la violencia
como el daño físico o psicológico que afecta a una o más perso-
nas por medio de ataques ya directos sobre sus cuerpos: golpes,
relaciones sexuales forzadas, lesiones con armas; ya indirectos, en
detrimento de su integridad emocional: desde insultos o entona-
ciones de voz consideradas como agresivas, pasando por diferen-
tes modalidades de acoso o chantaje, así como de perjuicios a
posesiones o personas queridas, hasta incluso actos de exclusión
social como la discriminación, la negligencia o el confinamiento.
Una definición tan amplia de la violencia sería –y de
hecho es– posible toda vez que la amplitud de un discurso des-
cansa en la polisemia de sus sentidos. Sentidos que se construyen
socialmente para disponer de medios de conocimiento, interpre-
tación y comunicación ad hoc a los modos de convivencia y orga-
nización colectiva.
Si algo es expresable en términos verbales, en la materiali-
dad del discurso, es porque ese algo encuentra una corresponden-
cia observable (que no “visible”) en el mundo social. Me parece
que así, y jugando con los sentidos de las palabras, la definición
de violencia de uso no especializado, esto es, la que se postula en
la vida cotidiana, hace “justicia interpretativa” a las numerosas
modalidades del daño –virtuales o efectivas, directas o indirectas–
que se representan en el acontecer del México actual.
¿Qué sucede, sin embargo, si miramos en retrospectiva a
los sentidos de la violencia en el México contemporáneo? Atesti-
guamos un discurso más o menos constante centralizado en la
noción del daño que, por otra parte, a la luz de los movimientos
ideológicos y las mudanzas organizacionales en el devenir del
país, no es idéntico a lo largo de la historia nacional, sino que ha

106
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

experimentado variaciones, prolongaciones y nuevos enraiza-


mientos de sentidos sobre el territorio de su representación. A
este dinamismo “acumulativo”, de movilidad a la vez que de
coexistencia de usos discursivos de la violencia, bien podemos
caracterizarlo como un proceso de inflación de sentidos.
Se trata, en términos generales, de la confección de una
serie de puentes discursivos que han permitido la “aplicación cada
vez más extensiva del término” (Platt; 1992: 173), al transitar de la
noción de violencia como ejercicio exclusivo de la fuerza física
realizado para dañar el cuerpo humano, hacia nuevas y cada vez
más variadas representaciones de transgresión no necesariamente
acaecidas sobre la materialidad humana o extrahumana.16
Encuentro, en este sentido, que una suerte de atadura re-
presentativa entre el comportamiento humano y la valoración del
mismo ha conducido a que se valide lo que en términos concretos
es una analogía lograda socialmente. Esto es: el parentesco inven-
tado entre lastimar al cuerpo y lastimar las emociones.
Me refiero a que la percepción de la degradación física,
plantada sobre la base de un sistema nervioso que registra el do-
lor corporal, es empíricamente diferente a la percepción de de-
gradación emocional,17 cuyo funcionamiento además de depender
de un cuerpo-sede predispuesto biológicamente a sentir, estriba
en las representaciones del malestar (que son construcciones so-
ciales) y su puesta en tensión con la vida del sujeto que las asimila
a su experiencia.

16 Con “extrahumana” me refiero a otros recursos materiales, como los in-


muebles, el dinero, los vehículos, la vestimenta, las obras de arte, incluso las
plantas y los animales, cuya existencia no es la del humano mismo, pero que
forman parte de la vida social y, por lo tanto, adquieren valores más o menos
jerarquizados.
17 En términos analíticos distingo lo físico de lo socialmente construido, aun-

que seguro estoy, bajo los supuestos de la construcción de las representaciones


de la violencia, de que el dolor físico también se organiza en referencia a repre-
sentaciones sociales. La tortura, por ejemplo, qué es si no un juego efectuado
desde la degradación física como pie de otra degradación, de tipo emocional,
orientada a concretar fines sociales como la venganza, la confesión, el castigo.

107
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

No pretendo esbozar una explicación neurológica de la


subjetividad del dolor para distinguir la violencia física de la emo-
cional –un propósito como tal escapa de mis posibilidades–, pero
al menos deseo enrarecer los lazos de representación que vincu-
lan a ambas dimensiones perceptivas. Mi intención, aclaro, no es
otra que la de hacer notar cómo, vistos en retrospectiva, ni los
mexicanos ni muchas otras naciones dispusieron originalmente de
un discurso tan abierto a la polisemia de la violencia como el vi-
gente, donde se ha asimilado en un mismo repertorio de repre-
sentaciones el malestar físico y el socialmente definido.
Espero, por extensión, que mis argumentos sirvan para
comprender al modus operandi del discurso de la violencia no como
un orden estático, sino como un mecanismo en constante actuali-
zación, del que vale especular, pregunta Fletcher, “si ha sido cre-
cientemente aplicado a otros fenómenos no físicos en el curso del
proceso de una civilización” (Fletcher; 2005: 190, n. 21).
La violencia en la pluralidad de sus sentidos. Ése es el re-
to. Reconocerla a lo largo de su movilidad discursiva. Desafío
que, anticipo, no comienza al rastrear la “inauguración” de la vio-
lencia indirecta –cuando pareciera que el significado original se
“desbordó”–, sino incluso en las manifestaciones mismas que es
posible incluir dentro de la violencia meramente física. Porque
podríamos concebir concreta y sin lugar a ambigüedades la pro-
posición extensiva de que todo ataque físico se evidencia como
violento, cuando incluso en la dimensión material pueden efec-
tuarse innumerables daños intencionales a partir de recursos y
posibilidades tanto recurrentes como fuera de lo común. Porque,
en cierta medida, ¿no da lugar también a confusiones y dilemas la
definición que recluye a la violencia en la noción de ataque físico?
En la medida en que ni la violencia más trivial y menos
nociva ocurre fuera de contexto, es decir, fuera de un marco so-
cial de referencia (en el que se incluyen recursos materiales y de
conocimiento, y al individuo mismo) sobre el que el sujeto tiende
sus acciones, es previsible que la comunión de factores históricos,

108
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

políticos, profesionales, morales, técnicos, abra un abanico de


amplias posibilidades de efectuar una violencia física.
Pensemos, por ejemplo, en un grupo que dispone de
armas de fuego o de técnicas de ataque que pueden prescindir del
enfrentamiento cuerpo contra cuerpo, frente a otro grupo que no.
Fuera de la polémica, no menos relevante, de si el primero es
virtualmente más violento que el segundo porque posee los me-
dios para producir daños con mayor gravedad y recurrencia, quie-
ro poner sobre la mesa el argumento de que en esta distinción se
evidencia cómo incluso las violencias físicas concuerdan con –y
varían según– los estadios de sociales donde se producen.
No se trata de una causalidad, anticipo, porque yo no he
afirmado que más armas conduzcan necesariamente a más muer-
tes,18 sino, en cambio, de detectar compromisos de posibilidad
donde se anclan tanto los medios para generar violencia como las
representaciones para encauzarlas hacia sentidos específicos, co-
rrespondientes con valores y actividades epocales, regionales.
El gatillo, finalmente, ¿quién lo diseña, lo adquiere, lo
detona?

18 Una discusión que tuve con Salvador Mateos Rangel y Thomas Hesslow
sobre el poder de agencia de las armas (en el entendido de la agencia de las
cosas que propone Bruno Latour) y la interrogante de si es pertinente afirmar
que una sociedad que cuenta con más armas de fuego per capita generará, en
consecuencia, más daños, más muertes, me ayudó a darme cuenta de la com-
plejidad del problema de la producción técnica de violencia porque, en los
hechos, las consecuencias observables de la posesión de armas no son las
mismas en tres sociedades como Estados Unidos, México e Islandia. Un repor-
te de The New York Times (referido por Gutiérrez, David; 2012, 24 de diciem-
bre) permite comparar cómo durante 2012 el país cuya población poseía más
armas de fuego en el mundo (Estados Unidos, con 88.8 armas por cada cien
personas) no fue en el que se registró más homicidios al año con esos instru-
mentos. Ése fue México, donde se poseía 15 armas de fuego por cada cien
habitantes y murieron a razón del daño de las balas 11,309 personas. Para
ampliar la comparación, se puede incluso presentar el caso de Islandia, donde
se disponía de 30.3 armas de fuego por cada cien personas, el doble respecto a
México, y ninguna persona, según el registro, fue asesinada por la vía de dispa-
ros en el mismo periodo (2012).

109
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

Ese sentido, estoy de acuerdo con Willem de Haan cuan-


do advierte que “aunque la violencia puede connotar un ataque
físico, la noción de violencia física representa un sorprendente
campo de incidentes” (Waddington, Badger & Bull, 2004: 149,
referidos por De Haan; 2008: 27) que pueden ir, si consideramos
la tipificación de Eric Dunning (2008: 230-232), desde la realiza-
ción actual o virtual del acto (¿las películas que recrean guerras,
luchas, matanzas son o no violentas?); su efectuación en términos
“serios”, “reales” o, en cambio, de tipo ritual, lúdico o deportivo
(una riña callejera, por ejemplo, no es igual a una lucha de karate
regulada); así como desde la utilización de técnicas con armas o
sin armas, que implican el contacto de los combatientes o no (las
guerras con fusiles o bombas no suponen la copresencia de los
combatientes, sino la emisión de un ataque a la distancia); hasta
otras cuestiones, no menos trascendentes, pero sí variables según
la sociedad en que se concreten, como la utilización o no de ani-
males, la legitimidad o ilegitimidad del acto, o si el ataque se
efectúa por una persona o en grupos.
Al observar a la violencia física en la concreción de su ma-
terialidad y atestiguar cómo se extiende a través de una red amplia
de posibilidades de realización y de consecuencia, noto que los
puentes que permiten vincular a la pluralidad de sus variaciones,
esto es, desde el genocidio hasta el deporte de contacto, consisten
en ataduras de saber –conocimientos e interpretaciones incorpo-
rados– que vuelven familiares actos evidentemente dispares, gra-
cias al filtro representativo del daño intencional: el núcleo de lo
violento.
La localización de ese factor “elemental”, para efectos de
análisis, permite identificar el rendimiento tan extensivo del senti-
do básico de la violencia (dañar), y, además, avisa la polisemia que
subyace a la amplitud de su modalidad física, a la que acaso el
prejuicio nos induciría a ver como homogénea, fácil de detectar y
de organizar en una sola clasificación.
Encuentro, asimismo, otra condición de lo violento: Raras
veces el perjuicio constituye el valor completo de una violencia.

110
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

¿O existe “el daño por el daño”, sin motivos, sin conocimientos,


sin interpretaciones? Yo, confieso, no encuentro hasta ahora una
violencia que se agote en la identificación-producción de actos
nocivos, y tengo la impresión de que, por lo tanto, las interroga-
ciones sociológicas sobre las violencias han de seguir una
búsqueda del daño reconocido en sociedad más la búsqueda adi-
cional de los sentidos complementarios a ese reconocimiento:
Dañar para matar; dañar para controlar; dañar para proteger; da-
ñar como un acto de enemistad; dañar para obtener fines que no
se pueden conseguir de otra manera; dañar en ejercicio de un
poder; dañar sobre la base de valores, de jerarquías, de instruc-
ciones; dañar como consecuencia de una situación.

2.2.1 Negociación discursiva:


a la búsqueda de los sentidos de la violencia moral

El marco de operación de la violencia, pues, no se reduce a efec-


tos de degradación. A consecuencias observables en víctimas.
Empero, por otra parte, localizar un perjuicio puede ser el primer
paso aproximarnos a la organización y la dirección de una violen-
cia. A sus sentidos constitutivos.
Propongo entonces que la violencia, antes que anclarse en
una noción absoluta, se negocia históricamente, en función de relaciones
sociales y representaciones colectivas; y se negocia, a su vez, situacionalmente,
según contextos de interacción y conocimientos incorporados que los actores
ponen en juego. Sostengo que se “negocia” en atención al hecho de
que nuestra sociedad no castiga ni a todas las violencias ni de la
misma manera a cada una. Tampoco las premia por igual. A ve-
ces, incluso, hay actores a quienes se reconoce como violentados,
cuando ellos mismos no asumen haber sido dañados. Y viceversa.
Se trata, en este sentido, de un juego de valoraciones que
sólo puede ser efectuado cuando se dispone del capital suficiente
y las relaciones necesarias: La moneda “del daño”, los actos por

111
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

los que es susceptible de intercambiarse (bofetadas, groserías) y el


sector social en el que quiere ser invertido (en la guerra, la escue-
la, el trabajo, el hogar).
De ahí la inflación del discurso. De ahí que nuestra socie-
dad ejercite una mirada inclusiva y movediza de la violencia que,
de hecho, permite distinguir las acciones humanas que perjudican
de las que no, a la vez que dotar esa distinción de uno o más sen-
tidos: triunfo, repugnancia, (i)legitimidad, (in)justicia, castigo,
venganza, sadismo, masoquismo, superioridad, degradación. De
ahí, entonces, que limitar las representaciones de la violencia al
uso exclusivo de la fuerza física sea negar buena parte del territo-
rio donde hoy realiza sus transacciones de valor y de sentido.
Llego, de tal modo, a la dimensión problemática de la vio-
lencia moral. Después de entretejer evidencias que dan cuenta de
que lo común a las violencias no son ni los medios utilizados para
atacar ni la gravedad de los resultados de una ofensiva, pues su
sentido básico descansa en una noción más amplia que es la de
dañar, la de perjudicar intencionalmente a una persona, encuentro
los argumentos necesarios para validar la existencia de un campo
representativo afín a la violencia, donde las modalidades del daño
no ocurren con referencia al malestar corporal, sino, por otra
parte, en detrimento de representaciones sociales del bienestar
emocional, de la integridad psicológica de las personas, de valores
construidos en torno a la figura humana, como la dignidad o la
igualdad.
No quiero presentar a los daños morales como una pro-
longación de la violencia física. Antes, prefiero indicarlos como
un desarrollo de representaciones, propio de una construcción
discontinua y multidireccional de autoimágenes colectivas, que ha
conseguido incluir dentro de un mismo discurso, con distintos
énfasis y sentidos, diversas modalidades de la degradación huma-
na no corporal.
Me refiero a una construcción discontinua y multidirec-
cional a razón de que podemos encontrar sus primeras manifesta-
ciones acaso (y lo escribo con titubeo, pero tratando de ver los

112
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

avisos de un discurso que no es recién nacido) en el México fun-


dacional, la otrora Nueva España, durante las disputas por el re-
conocimiento de los derechos indígenas, o con la evangelización
como modo de incorporación al proyecto cristiano occidental, a
la vez que en desarrollos incluso muy recientes, propios de fines
del siglo XX y comienzos del XXI, como el desagrado con que se
observa públicamente el acoso laboral o el bullying escolar.
Por supuesto, no quiero decir con lo anterior que el dile-
ma novohispano sobre cómo mirar y cómo tratar a los indígenas
se haya resuelto sobre la base de una reflexión de la violencia
moral de por medio. Yo más bien la supongo apenas emergente
en la Nueva España y pienso en que lo que es posible recolectar
en términos históricos son rastros de una sensibilidad sobre el
daño material e inmaterial a partir de la repugnancia de un grupo
social no bélico, como los misioneros católicos, al fungir como
testigos de la degradación de la población indígena y sus formas
de organización social.
Con este argumento histórico, mi idea es hacer notorio
cómo la violencia moral ha sido posible, si localizamos puntos de
emergencia, gracias al reconocimiento público de vulnerabilidades
epocales, a saber, los indígenas, las mujeres, los niños, los trabaja-
dores, los pobres, así como de su complementaria victimización:
La detección de acciones concretas o sistemáticas en detrimento
de la integridad emocional, o contrarias a la satisfacción de expec-
tativas predominantes en una formación sociohistórica, llámense
libertad, felicidad, acceso al poder o a las riquezas, igualdad, de-
mocracia, respeto a la vida, derechos humanos.
No me parece lo más pertinente proponer que todo grupo
vulnerable es, en consecuencia, violentado moralmente. Más bien
sostengo que el discurso relativo a la violencia moral se construye
de la misma manera que la violencia física: a través de valoracio-
nes negociadas de acuerdo con la representación del daño y de los
sentidos del daño. Arbitrariedades que fungen como expectativas
colectivas que sugieren cómo interpretar ese tipo de relaciones
sociales caracterizadas por el perjuicio intencional.

113
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

De tal suerte, lo que hoy podemos llamar o conceptualizar


como violencia moral responde a la inclusión –dentro de la mis-
ma configuración representativa– de modos de afectación huma-
na que no aterrizan directamente sobre el cuerpo o que, aunados
a la degradación física, se enarbolan alrededor de percepciones
construidas de daño emocional: En la medida en que se reconoce
que cada vez más personas son relevantes ante el escenario colec-
tivo –el fin de las esclavitudes, de los colonialismos, por ejemplo,
supuso el reconocimiento inicial e inestable de nuevas subjetivi-
dades– y que éstas adquieren, cuando menos ante las instituciones
colectivas jurídico-políticas, el carácter de “iguales” entre sí, la no-
violencia se convierte en una expectativa y, de manera parcial, en
una búsqueda formal que, sin embargo, históricamente pudo
haber sido negada, por ejemplo, a minorías étnicas o laborales, o
a grupos subordinados como las mujeres o los niños. Me refiero
en específico a aquellas y aquellos que han tenido que esperar
reformas legales o institucionales para velar por o asumir –con el
amparo del Estado– la igualdad que supuestamente garantiza la
democracia contemporánea.
Hay que avalar, pues, para atestiguar el nacimiento de la
violencia moral, una configuración discursiva ampliada que res-
ponde a un doble vínculo de representación donde se fijan tanto
las nuevas sensibilidades ideológicas de las sociedades cuanto su
afinidad con desarrollos formales inaugurados y puestos en movi-
lidad hasta nuestros días por hegemonías político-intelectuales-
empresariales, como el Estado y sus adeptos.
Esto es: ni un materialismo ni un idealismo exacerbados
como rutas metodológicas para observar la violencia moral. Pri-
mero, un planteamiento desde las representaciones colectivas
verbalizadas que reconozca la negociación histórica (la alianza de
lo durable con lo cambiante) antes que la resistente estabilidad de
un tipo de violencia, y que lo haga a la luz de una complementa-
riedad tanto de las configuraciones sociales dadas por la interde-

114
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

pendencia organizativa como de las configuraciones personales


fraguadas en la participación dentro de uno o más espacios de
una vida colectiva dada.
Sin trazar un énfasis en el contexto mexicano, y más bien
desde una mirada que prioriza el desarrollo histórico europeo,
Georges Vigarello caracteriza a la sociedad de fines del siglo XX,
a la cual los habitantes del XXI podemos reconocer con relativa
familiaridad, como una en la que la sensibilidad moral acompaña
los juicios sobre las violencias, a razón de que el escenario público
deja ver:

Una igualdad mayor entre hombres y mujeres, que siempre


hace más intolerables las violencias antiguas y el modelo de
dominio en el que se concretan; una recomposición de la ima-
gen del padre y de la autoridad, que hace más creíbles las sos-
pechas o acusaciones; un lugar cada vez mayor para el niño:
inocencia absoluta y comienzo del mundo al tiempo que se
hace más frágil la imagen del padre; un desplazamiento de la
atención sobre el daño íntimo causado a las víctimas, que trans-
forma en trauma irremediable lo que antes era ante todo ver-
güenza moral y ofensa social (Vigarello; 1999: 10).

Las nuevas interdependencias laborales, gubernamentales,


económicas, comunicativas, desde intra hasta interestatales, que
durante el siglo XX permitieron la inclusión formal de nuevos
actores, como las mujeres, o la redefinición de otros, como los
obreros, en el contexto de la participación política y de la demo-
cratización, explica en alguna medida la reformulación ideológica
consecuente que, cuando menos en México, abrió paso a una
dimensión –todavía en movimiento– del discurso de la violencia,
caracterizada por el rechazo a los detentores hegemónicos del
poder de lastimar, desde el gobierno, los ejércitos, los criminales
organizados, hasta los llamados “machos”.
Pero al mismo tiempo, y por extensión, las nuevas inter-
dependencias dibujaron también tipificaciones representativas de
carácter antagónico, reconocidas como víctimas ante la mirada

115
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

pública, mismas que permitieron la organización de espacios pro-


pios para la autodefensa o la defensa de los no defendidos, a sa-
ber: los trabajadores, las minorías políticas, las víctimas del delito,
las mujeres, los niños.
Me refiero, sin embargo, a nuevas puertas que fueron
abiertas y quedaron fijadas en el repertorio de representaciones de
la violencia. No a cambios definitivos ni homogéneos en las es-
tructuras institucionales que alteraron la posición de los victima-
rios frente a sus víctimas. Porque, sin desconocer la emergencia y
continuidad de tendencias moralistas en nuestro país que subra-
yan el valor de la dignidad humana universal, sería ingenuo validar
que las simetrías sociales adquirieron una firmeza tal que las je-
rarquías desaparecieron o que es posible declarar efectivo el acce-
so libre e indiscriminado de cualquier persona al abanico de acti-
vidades políticas, laborales, académicas, familiares que se desarro-
llan en nuestra demarcación.
Justo de ahí deriva –me arriesgo a suponer– la evaluación
histórica que se está fraguando en la memoria social de los mexi-
canos, tendiente a la autodeterminación de que, según los cáno-
nes de nuestra representación ampliada de la violencia, somos un
país incapaz de pacificarse.
Lo que, no obstante, es preciso reconocer sin mayor des-
confianza es la presencia, observable sobre todo en instituciones
judiciales, de una sensibilidad adicional que ya no deduce violen-
cias sólo en función de heridas abiertas o cicatrices, sino que
además se vale de exploraciones emocionales sobre los sujetos,
quienes, se considera, pueden ser también víctimas de degrada-
ción no corporal. El cambio en las maneras de evaluar a la violen-
cia parece más extendido que la contención efectiva de los actos
que representa.
Y esas maneras de evaluarla permiten a los observadores
científicos reconocer cómo la noción clásica de violencia, esa de
carácter exclusivamente físico, “cambia (…) cuando la vertiente
psicológica se suma a los aspectos más visibles pero más superfi-
ciales que predominaron durante tanto tiempo. Las consecuencias

116
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

se hacen más definitivas, se pone en juego lo que vive la persona,


lo que constituye su identidad” (Vigarello; 1999: 10).
Coincido, en este entendido, con el autor de Historia de la
violación cuando sugiere que la violencia moral no ha acompañado
siempre a los ataques físicos, a la degradación del cuerpo, sino
que se construyó. Ocurrió como una invención –a la que yo des-
cribiría como múltiple y movediza, en constante reinvención y
extensión–, habida cuenta de un nivel de desarrollo social tal que
le permitió a algunas sociedades como la mexicana no sólo modi-
ficar en alguna medida sus prácticas sociales, sino reorganizar
parcialmente la manera de mirarlas, al punto en el que fue posible
“expandir el territorio de la violencia hacia una brutalidad no di-
rectamente física” (Vigarello; 1998: 186, citado por Wieviorka;
2005: 83).
La inflación discursiva de la violencia, pues, caracterizada
por la acumulación cada vez mayor de sentidos que responden al
mismo objeto discursivo, le debe gran parte de la su amplitud a la
ramificación moral que, con el advenimiento de las voluntades y
los proyectos llamados democráticos, modernos, liberales, pacifis-
tas, humanistas, ha puesto de manifiesto el desdoblamiento de la
noción del daño no sólo como una posibilidad material, sino
emocional.
Expuse algunos párrafos atrás que aun cuando una ilusión
nos haga suponer que la violencia física es concreta y se reduce a
pocas posibilidades, en los hechos se trata más bien de una di-
mensión simbólica abierta a múltiples variables de imaginación y
realización. Añado ahora que lo mismo sucede con la violencia
moral, salvo con la particularidad de que su emergencia puede
resolverse en la negociación subjetiva de sentidos, bajo la premisa
de que los padecimientos emocionales son exclusivos del indivi-
duo y lo que para uno es degradante puede no serlo para otro.

117
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

Yo no quisiera encarar con temor el problema de la va-


guedad de la violencia moral y, mejor, preferiría destacar que, aun
con el riesgo de que se vuelva un concepto “caprichoso”,19 lo que
como científicos sociales vale la pena analizar es que, con toda la
inflación semántica que le caracteriza, su modus operandi es social.
Y ésa no es una observación menor: Una víctima, pensemos en
un indígena, puede luchar por el reconocimiento de una violencia
no física, vivida como producto de la discriminación, y ésta puede
tal vez ser reconocida o respaldada por otros indígenas o por
instituciones gubernamentales o de la sociedad civil porque la
representación de la violencia opera efectivamente: Se realiza como
conocimiento e interpretación común, como un producto colec-
tivo del que se puede echar mano a razón de la situación que se
vive.
De la actualidad mexicana, en este sentido, me gustaría
presentar una vertiente de la violencia moral que en el siglo XXI
ha generado particular interés y atención pública, casi con escán-
dalo y sensacionalismo, a saber, el bullying o también llamado aco-
so escolar.
Puesto de relieve a través de la difusión de estadísticas, 20
pero también de una representación colectiva donde los niños no
son asumidos ya solamente como presas inocentes del maltrato
de los padres o de figuras de autoridad como los profesores, sino
precisamente como víctimas-victimarios, creadores también de
violencia, la articulación de este discurso en las primeras dos
décadas del siglo XXI muestra, si no la modificación de las
prácticas escolares –porque se sabe que el “bulleo” no es exclusi-

19 Y hasta “peligroso”, considera Tomas Platt, cuando anota que “el peligro
inherente al proceso de extensión neológica del término ‘violencia’, es que
acabe proporcionando a quienes lo emplean en su sentido amplio un número
creciente de situaciones, en las cuales pueden alegar el comportamiento violen-
to de los demás para justificar su respuesta violenta” (Platt; 1992: 179).
20 Por ejemplo, una investigación publicada por la CEPAL (Román y Murillo;

2011: 45) dio cuenta de que, de una muestra representativa, el 56,88 por ciento
de los niños mexicanos que cursan sexto de primaria declararon haber vivido
algún “episodio de violencia”.

118
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

vo de nuestros días, sino un tipo de relación cuando menos de


similar antigüedad al de la educación escolar pública–, sí la activa-
ción de sensores de la violencia más abiertos a la detección de
daños emocionales que otrora.
Lo que en México se reconoce, y comienza a trabajarse a
través de programas subsidiados con recursos materiales, logísti-
cos, humanos, financieros, tanto de organizaciones internaciona-
les (la ONU), como de instituciones público-gubernamentales del
país (el Instituto Mexicano de la Juventud o la Secretaría de Edu-
cación Pública), o incluso de asociaciones civiles (Fundación en
Movimiento), es un desgajamiento de la figura frágil y victimaria
de los niños, para priorizar, en cambio, la noción de la degrada-
ción psicológica, de la calidad de vida.
El daño como eje elemental de la violencia, independien-
temente de los detentores. Un daño que no se evalúa como posi-
tivo desde las instituciones de gobierno ni desde la representación
de la prensa: Un daño que es moral, no deseado, y que, por lo
tanto, ha de ser erradicado. “Por primera vez en la historia, la
violencia, esta conducta típicamente humana, ya no puede ser
justificada” (Domenach; 1980: 42). Se debe atender, se debe de
denunciar, aun cuando el adversario a vencer sea, paradójicamen-
te, una típica figura vulnerable de antaño: la niña, el niño.

2.2.2 No nombrarla para que no exista.


La polémica académica sobre la violencia moral

Hasta este momento sólo he caracterizado a la violencia como un


cuerpo discursivo dinámico, ad hoc a la sociedad que lo utiliza
como medio de conocimiento e interpretación para referir a un
tipo de relaciones sociales evaluadas como dañinas, obviando que
este recurso es postulado por sujetos empíricos, con evaluaciones
propias, y sin dejar lugar a un matiz que reconozca a los obser-
vadores de la observación: los científicos, los filósofos, como si

119
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

éstos connotaran a la violencia de la misma manera que alguien lo


haría en una interacción cotidiana.
Mi interés en esta tesis, justifico, no es explorar las discu-
siones científicas que definen cuándo algo es o deja de ser violen-
to, a través de proposiciones “ideales”, “esencialistas”, no porque
me parezca un trabajo menos relevante, sino porque esta vez me
seduce con mayor fuerza la posibilidad de acercarme a los puen-
tes discursivos que, aun con sus vaguedades, permiten a los mexi-
canos representar y encarar de maneras más o menos concomi-
tantes el amplio repertorio discursivo de la violencia.
Por tal razón, toda vez que pude localizar en los discursos
sobre la violencia en el México contemporáneo voces que la de-
signan, que la hacen patente incluso fuera de las reglas del contac-
to físico, di por válida, por existencia efectiva, a eso que aquí de-
nominé violencia moral. No quise imponer fronteras a una con-
ceptualización que no me es propia o no es sólo mía, puesto que
es el resultado de una tendencia histórica, negociada en el contex-
to mexicano y, aun más, en contextos regionales del país.
Esa decisión metodológica, sin embargo, puede no resul-
tar pertinente ante los ojos de todo investigador o toda investiga-
dora que se dedique al estudio de la violencia. Incluso, tal vez
podría despertar la crítica desfavorable o el desinterés de quienes,
hasta ahora, niegan que existan otras violencias más allá de la
física.
¿Por qué anoto lo anterior? Porque me parece relevante
destacar la falta de consenso en torno al problema de la violencia
en las disciplinas que estudian lo humano. Mientras que unos
presuponen o ignoran las opiniones de los sujetos que participan
de las violencias porque avalan, a priori, que las fronteras de su
estudio comienzan y terminan con el daño brutal acaecido en el
terreno físico, y por lo tanto, visible ante el observador, otros
incluyen las representaciones sociales que guían los juicios y las
interpretaciones de lo violento, pero que no siempre se pueden
localizar en la materialidad.

120
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

Investigaciones planteadas desde puntos de vistas diferen-


tes, en consecuencia, producen resultados diferentes, lo cual no
supone que unos sean errados y otros no, sino, más bien, diferen-
tes implicaciones epistemológicas. Yo quisiera referirme aquí tan
sólo a la implicación de omitir la dimensión moral o emocional
dentro de los análisis sobre la violencia en general.
Algunos estudiosos han preferido, a fin de salvar la va-
guedad del concepto de violencia comúnmente usado, restringir
su campo discursivo al ataque físico, máxime mientras sea más
grave, más palpable en estragos, en cicatrices. De ahí que tenga-
mos un cuerpo sólido de investigaciones sobre crimen, asesinatos,
maltrato físico-doméstico o guerras. Con diferentes matices, al-
gunas de ellas enfatizan en causas, en consecuencias, en tenden-
cias estadísticas del problema. Evitan, no obstante, arriesgar ob-
servaciones sobre daños invisibles. “Las palabras son palabras y
las balas son balas”, propone, por ejemplo, Pieter Spierenburg
(2008: 13), para referir que los ataques verbales y los físicos no
dañan de la misma manera y, por lo tanto, han de suponer estu-
dios diferentes.
Yo más bien concuerdo con Reilan cuando propone que
“extender los límites del concepto es parte del propio uso del
término” (Reilan; 2001: 44, citado por de Haan; 2008: 35) y asu-
mo que para analizar lo violento como un problema social y no
sólo como el encontronazo de una fuerza sobre una superficie es
fundamental incorporar las interpretaciones colectivas que permi-
ten reconocer las violencias e incluir dentro de un mismo reperto-
rio de representaciones a actos disímiles como, precisamente, el
daño de una palabra y el daño de una bala.
Se trata de atrever un análisis sobre la arbitrariedad de las
construcciones sociales. De poner a la violencia en contexto. O,
de lo contrario, se corre el riesgo de caer en anacronismos o ex-
trapolaciones: postular violencias donde no existen, desde que no
hay una entidad lingüística que dé cuenta a los actores del valor
de sus actos.

121
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

Sucede, sin embargo, que pese a que socialmente se ha


conformado un espacio representativo de violencia moral que no
aplasta, sino que acompaña la noción del daño físico, la postura
de algunos investigadores ha sido dejar fuera ese desarrollo po-
lisémico logrado en el devenir sociohistórico de naciones como
México.
La razón, me parece, es que se toma a la violencia como
etiqueta-palabra y no como portadora de interpretaciones del
mundo, como cuerpo de conocimientos donde se condensan
maneras de ser en y con la vida social. Y, a la inversa, se asume
que los hechos violentos “hablan por sí mismos”, que no es nece-
sario preguntar por las formas de organización social y de repre-
sentación a partir de las que ocurren, pues se presentan “eviden-
tes” a la observación.
Yo me pregunto si siempre, en cualquier lugar y cualquier
tiempo, todo golpe ha sido indiscutiblemente violento y/o ha
tenido el mismo sentido ante sus testigos. Según la revisión que
he tratado de exponer, la respuesta es no. Por eso me parece que
vale la pena, con miras a enriquecer los análisis de las ciencias
sociales, aceptar el dinamismo de los discursos como una condi-
ción para entender tanto las entidades que representan como los
sentidos que les otorgan.
El esfuerzo por restringir el sentido de la violencia a uno
de tipo físico, además, puede ser una tarea exitosa para la reduc-
ción de ambigüedades o de incertidumbres, pero se limita, por
otra parte, a un mero criterio de estudio. Porque el procedimiento
en todo caso no elimina la polisemia vigente de lo violento, toda
vez que “la vaguedad del concepto de violencia … no se debe a
ninguna consideración epistemológica; se trata, más bien, de una
vaguedad esencial a razón del carácter evaluativo y el ‘significado
emotivo’ del concepto” (Burgess-Jackson; 1995: 421, citado por
De Haan; 2008: 36).
Es por eso que reconozco en este trabajo la existencia de
la violencia moral. No por deseo propio de encontrarla, sino a
razón de que un punto de vista representativo me permite obser-

122
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

varla en la movilidad del discurso de lo violento, del cual ésta es


una ramificación con particulares características –al mismo tiem-
po que un puente que toca a la violencia física por vía de la no-
ción del daño humano.
Se trata, en el entendido de Willem de Haan (2008), de
una problematización de tipo inclusiva, donde se asume la exis-
tencia de un sentido común a la pluralidad de violencias, que lo
que evidencia es la persistencia de esa familiaridad de sentido
básica aun en los actos que se presentan más disímiles ante la
experiencia, y que lo hace a la luz de los cambios organizativos y
emotivos de la sociedad (en este caso, mexicana).

123
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

2.3 La hegemonía discursiva de la violencia negativa

Concluyo este capítulo con un balance entre la polisemia, esto es,


la pluralidad de sentidos, y la regulación del discurso de la violen-
cia a través del proceso de normalización que se desarrolló en el
primer capítulo.
Afirmar que la violencia opera a partir de una normaliza-
ción discursiva que organiza tendencias que dotan de verdad a
ciertas representaciones y les permiten ejercer poder coactivo
sobre otras puede ocasionar múltiples interpretaciones que acaso
demeriten la propuesta a que trato de invitar con la introducción
de tales categorías. Quiero por eso aclarar dos puntos desde aho-
ra. Lo hago a manera de interrogaciones.
Primera cuestión: ¿Estoy postulando que existen dos tipos
de violencia, uno que es normal frente a otro que no lo es?
Respondo que no. No existen sólo dos tipos de violencia.
Existe un cúmulo de realizaciones posibles de la violencia a través
del discurso. Esas realizaciones responden a sentidos particulares
que tienen que ver con las situaciones en que ocurren, pero, a la
vez, tienen lugar en el marco de una distinción social que las po-
siciona como normales o no.
La normalidad estriba en el punto de vista (que toma por
normal lo propio y enrarece lo diferente), en las formulas sociales
que dotan de verdad a cierto sentido y, por el contrario, invisten
de extrañeza a otros. Verdad, en el entendido de que algo se con-
cibe como correcto, de que se concede por válida cierta interpreta-
ción colectiva. Así, la noción de lo normal descansa en el hecho
de que un discurso se ha regulado, es decir, que responde a reglas
de representación comunes a un grupo social y que, además, tales
reglas se ejecutan con frecuencia, de tal modo que son detectables
y, por eso, a menudo dadas como naturales, incuestionables.
Afirmo, entonces, que la violencia es un discurso normal
de dos maneras: En sentido histórico, porque se ejerce con regu-
laridad. Esto es que la normalidad, en primer lugar, denota pre-

124
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

sencia constante. Pero dentro de esa normalidad que es presencia


continua, opera una normalización que no sólo descansa en la
frecuencia con que ocurre lo violento, sus interpretaciones, sino
en la normatividad (normas), la regulación (reglas) que la permite.
¿Qué es esto? Que al margen de si son recurrentes o no
las violencias, existen reglas de distinción, de observación, de
realización, que comprometen los sentidos de las mismas con
criterios de verdad. Así, un conjunto de sentidos se posiciona
hegemónico frente a otros, y, en lo siguiente, los sujetos a través
de prácticas institucionales y/o cotidianas asumen a tales sentidos
hegemónicos como la evaluación conveniente para observar el
campo de realizaciones discursivas de un objeto: El resto de los
sentidos configura lo antagónico.
De ahí, una segunda cuestión: ¿La polaridad entre norma-
lidad y la anormalidad supone que unas violencias sean correctas
y otras no?
Respondo ahora que sí, pero no para formular una atadu-
ra en donde lo normal es lo válido y lo anormal lo inválido. Las
verdades que se construyen mediante la normalización pueden ser
tanto verdades negativas como verdades positivas, según los mar-
cos sociales en que ocurran. Sin embargo, lo que es preciso notar
es que si una verdad se normaliza negativa o positiva, las realiza-
ciones normalizadas del discurso inducirán a que a partir de tales
parámetros se observen las violencias: Si se normaliza positiva-
mente a la violencia, los sentidos negativos de lo violento serán
anormales, y viceversa. ¿Qué quiero decir? Que la normalización
es un poder hegemónico que fuerza a que los sentidos que ocu-
rren al margen de esa hegemonía se evalúen como antagonismos,
como anormalidades a las que se enrarece y no siempre se
perdona.
Suscribo a Marc Angenot (2012: 32):

Entendemos entonces por hegemonía el conjunto complejo de


diversas normas e imposiciones que operan contra lo aleatorio,
lo centrífugo y lo marginal, indican los temas aceptables e, indi-
sociablemente, las maneras tolerables de tratarlos, e instituyen la

125
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

jerarquía de las legitimidades (de valor, distinción y prestigio)


sobre un fondo de relativa homogeneidad. La hegemonía debe
describirse formalmente como un “canon de reglas” y de im-
posiciones legitimadoras y, socialmente, como un instrumento
de control social, como una vasta sinergia de poderes, restriccio-
nes y medios de exclusión ligados a arbitrariedades21 formales
y temáticas.

Ahora bien, ¿cuáles son los sentidos hegemónicos de la


violencia en el México contemporáneo? (Y aquí la categoría de
“contemporáneo” adquiere relevancia en el esquema argumenta-
tivo de este trabajo porque responde a un estadio social que bien
puede distinguirse de otros más donde acaso la violencia se ha
normalizado según otros parámetros incluso, tal vez, inversos).
Para Philip Smith, “la aceptación de la violencia puede ir y
venir con una rapidez desconcertante” (Smith; 1997: 111, citado
por Wieviorka; 2005: 76). Frase que acaso resulte obvia para el
lector, la lectora, a la luz de una consideración histórica elemental:
Todo cambia, a través del tiempo, cuando menos de circunstan-
cias. Pero frase también que pone de manifiesto una duda que
parecía ya resuelta: ¿Acaso la violencia no ha sido siempre algo
inaceptable y repugnante, algo sin lugar a dudas negativo?
No.
Justo la hegemonía discursiva se evidencia cuando somos
incapaces de dudar del carácter siempre repugnante de la violen-
cia. Porque ésa es la resolución contemporánea al menos en el
Estado Mexicano:22 Que sea indeseable, intolerable, decepcionan-

21 En la traducción al español del texto de Angenot, Hilda H. García utiliza la


palabra “arbitrarios” en lugar de “arbitrariedades”. Decidí hacer la modifica-
ción porque me parece más pertinente su empleo como sustantivo que como
adjetivo. Reproduzco intacto el resto de la cita.
22 Apunto Estado Mexicano para reconocer un marco jurídico, administrativo

y judicial amplio compuesto no sólo de regulaciones legales, sino de valores


consumados en la práctica consuetudinaria en, al menos, núcleos poblacionales
donde se tiene acceso, entre otros recursos, a medios de información pública

126
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

te. Que sólo se justifique como un medio legítimo para aplacar su


emergencia ilegítima. Que, en una palabra, sea negativa.
Hoy es vigente en México una normalización de la violen-
cia que se reconoce en el daño provocado entre humanos y que,
en la misma representación, enviste de sentidos negativos a los
hechos prácticos y/o de lenguaje que emergen en su dominio.
Los efectos de verdad de esta normalización conducen a que, de
manera proclive, aquellos individuos –adscritos a instituciones
públicas o no– que profesan empatía por la vida política de-
mocrática, por el Estado de Derecho, por la división de poderes y
el monopolio de la administración pública, den fe, en consecuen-
cia, de su rechazo a la violencia en cualquiera de sus expresiones,
máxime cuando no provienen del Estado mismo –o sí del Esta-
do, pero injustamente– y lastiman el cuerpo o llevan a la muerte.
Se engendra así un rechazo colectivo como resultado de la
coordinación de las subjetividades con la normatividad vigente
–en este caso, el Estado–, mediante la aceptación de que la fuerza
pública y la utilización de armas sean competencia exclusiva de
grupos policiacos y militares habilitados para cumplir la tarea;
mediante la validación de que quien recurra a la violencia fuera
del marco estipulado por las normas jurídicas debe ser condenado
o por lo menos señalado como un detractor de las expectativas
democráticas. Se trata de un punto de vista relacional, en el que
la hegemonía del discurso de la violencia se compromete con la
hegemonía de los medios de producción y justicia de la violencia
que regula el Estado. “La violencia de los individuos y de los pe-
queños grupos –por lo tanto– debe ser puesta en relación con la
violencia de los Estados; la violencia de los conflictos, con aque-
llas de los órdenes establecidos” (Domenach; 1980: 37).
Lo que aquí queda evidenciado es, pues, que el sentido
negativo de la violencia tiene que ver no sólo con el conocimiento
social, la designación de lo violento, sino con condiciones mate-
riales y representativas de organización, con modos de vida. Si la

nacionales, o donde las relaciones burocrático-políticas permiten a las personas


hacerse de una imagen del gobierno federal como símil de la identidad del país.

127
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

observación científica es que “mucha gente que comete, presencia


o piensa en la violencia puede experimentar sentimientos de re-
pulsión” (Fletcher; 2005: 49) y que esa repulsión se asocia con la
tensión que se produce al infringir determinadas normas grupales,
ciertas expectativas colectivas, ¿no valdría la pena preguntar si la
normalización de su discurso opera en oposición a esas normas, a
esas expectativas, y que entonces la negatividad de sus sentidos es
posible gracias a que ocurre en un marco organizativo más gene-
ral, donde descansan normas y valores? En todo caso, ¿cuál
podría ser ese marco social?
Para Jean-Marie Domenach, “es el progreso del espíritu
democrático el que hace nacer al concepto moderno de violencia
y lo colorea al mismo tiempo de una sombra peyorativa” (Dome-
nach; 1980: 32). El escritor francés piensa desde y para Europa,
pero el marco de conciencia discursiva puede considerarse exten-
sivo al caso mexicano, que, para la segunda década del siglo XXI,
bien puede observarse como un Estado abierto a la participación
global, a la injerencia de proyectos internacionales y de homolo-
gación de determinadas políticas entre países y a los valores cada
vez más extensivos de la democracia y la libertad.
Yo no he tratado de generalizar el estudio del discurso de
la violencia en México al del mundo entero porque, me parece,
sería una negligencia dar por hecho que, a priori, la negatividad
con que éste se ejerce en un territorio permeado de ideales liber-
tarios y democráticos puede ser evidencia de cómo se representa
en toda la humanidad. Ese veredicto, en todo caso, ofrecería la
afirmación equivocada de que en todo el mundo se piensa de
la misma manera y se producen los mismos discursos. Que la
humanidad comparte el mismo repertorio de conocimientos y
experiencias.
Tan sólo quiero reconocer que, como parte de un proceso
mundial, donde participan de manera desigual las naciones, el
Estado Mexicano ha dado por verdadera y tomado como suya la
bandera de las políticas neoliberales, modernas, y, que, en ese
sentido, la manera en que hegemoniza los medios para producir y

128
LA POLÉMICA DE LAS REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA

regular los discursos de y sobre las violencia se asemeja al que


tiende a ser también canon del orden mundial, o, dicho de otra
manera, de los países más influyentes en el Globo.
De tal suerte, el veredicto es que “la violencia parece
haber perdido toda legitimidad en el espacio político, al punto de
significar el mal absoluto” (Wieviorka; 2005: 67). ¿Qué sucede
con los criminales que recurren a la fuerza para lograr su cometi-
do, con las personas que tienen a dañar a sus pares, con las regio-
nes sitiadas por enfrentamientos armados? A ellos, los que ponen
en función esos esquemas de acción e interpretación positivos de la
violencia, se les detecta, se les estudia, se les trata de controlar, se
les mira de manera extraña, se les juzga, se les castiga.
¿Por qué? Porque la conciencia civilizada no tolera el es-
pectáculo de la violencia (Domenach; 1980: 38). Y no lo tolera
porque pone en riesgo los compromisos sociales de vivir organi-
zados de una manera, de mirar de una manera, y aceptar ese or-
den como El Sentido, El Nosotros, La Verdad propia. Aunque,
como revisé, ésa no sea otra cosa que una construcción social a
manera de autoimagen y expectativas colectivas, resultado de
movilidades históricas en la configuración de la vida en conjunto.

129
iii. La inscripción del discurso normalizado
de la violencia en el cuento mexicano
contemporáneo (1960-2010)

La normalización del discurso de la violencia es un modelo teóri-


co que no deja de nutrirse de evidencias empíricas e históricas. Su
relación con la materialidad discursiva es doble: Por una parte,
indica la síntesis de un cúmulo de experiencias vividas y de repre-
sentaciones de la violencia que actualizan determinados senti-
mientos (la repugnancia, por ejemplo) que no anulan pero que,
vimos, proceden de una fuerza normalizante capaz de enrarecer a
otros modos de valorar lo violento (como la exaltación o la indi-
ferencia). Por otro lado, el modelo consiste para la observación
científica en un punto de vista a partir del cual discursos ulterio-
res de la violencia son susceptibles de estudio, de categorización,
habida cuenta de que no emergen sobre la nada, sino en un cam-
po de interpretaciones ya reguladas que los posicionan frente a la
normalidad construida en sociedad, bien como su parte o como
su contraparte.
Persigo en este capítulo explicitar mediante el análisis de
producciones discursivas significantes cómo opera esa materiali-
dad doble. En la medida en que la síntesis que ha dado lugar a la
normalización (negativa) del discurso de la violencia se enarboló y
continúa ramificándose a partir de mecanismos discursivos plura-
les –desde las conversaciones, pasando por las artes, hasta llegar
incluso a leyes jurídicas escritas–, y que como investigador se me
presenta imposible dar cuenta de todos y cada uno de ellos, sólo
esbozaré algunos compromisos de la literatura narrativa breve (el
cuento) con la organización global del discurso, pensando en que
si bien se trata de una tarea mínima para dar cuenta de un proce-

131
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

so tan complejo, la pretensión radica en considerar a las eviden-


cias que se ofrecen como representativas del diálogo entre, por un
lado, el repertorio social de discursos de la violencia (lo ya dicho)
y, por otro, las prácticas discursivas emergentes que en él se inspi-
ran (lo decible).
¿A qué me refiero? A que daré por logrado mi propósito
si consigo hacer patente que un cuento textualiza a la violencia, y
que este acontecimiento, aun con los grados de novedoso e irre-
petible que pueda tener, procede de un acervo social de saberes
sobre la práctica literaria y sobre contenidos discursivos, al mismo
tiempo que trastoca, alimenta y se vuelve parte constitutiva de ese
acervo. A través de la revisión de algunos cuentos estableceré
puntos de localización que permitan mirar de qué manera aconte-
cimientos singulares e irrepetibles coadyuvan a –y son posibles
por– la conformación y la movilidad de un universo de sentido
socialmente compartido, a saber, el discurso de la violencia, que
pone en comunión diversas representaciones de diversos tiem-
pos, de diversas procedencias, de contextos siempre únicos e
irrepetibles.
Me interesa de manera central argumentar que, desde un
punto de vista sociológico, la producción de cuentos de la violen-
cia constituye una materialidad discursiva que resulta ser algo más
que la suma de cada uno de ellos. Ninguna obra literaria, por más
minuciosa que sea en sus descripciones, traduce a cadenas verba-
les escritas la realidad social por entero. En cada una, sin embar-
go, hay avisos de esa realidad, por lo que una lectura colectiva de
las mismas puede servir para reconstituirla parcialmente, para
presenciar el juego discursivo en que la más mínima frase desplie-
ga necesariamente saber construido en sociedad a lo largo del
tiempo.
Las próximas páginas, vale afirmar, no servirán para pro-
bar que el cuento mexicano contemporáneo donde la violencia
tiene lugar es un “espejo” fiel de ella. Mi guía argumentativa, en
cambio, es esa que acabo de avisar: El discurso narrativo reconsti-
tuye la violencia –la memoria, la percepción que de ella se tiene– a

132
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

través de la textualización. Mediante ese procedimiento desdobla


la realidad que representa en una dimensión de sentido donde se
reproducen o se continúan las experiencias vividas o imaginadas
de lo violento.
Localizo y reconozco los límites de la práctica narrativa
porque me resulta importante no refrendar la idea de que sólo
hace falta emprender estudios literarios –bajo el supuesto de que
la literatura refleja la sociedad– para estudiar en toda su extensión
a una realidad social como el discurso de la violencia. Antes, opto
por observar al cuento en un marco de límites y posibilidades de
producción social de sentido para afirmar que, aun con sus barre-
ras comunicativas inmanentes, tiene cierto potencial para poner
en juego, registrar y mantener a manera de repertorios sociales
tanto 1) ideas –ideas verbalizadas– sobre sucesos materiales de la
violencia como 2) ideas –también verbalizadas– sobre ideas de
la violencia.
El cuento, de tal suerte, es un mecanismo social de actua-
lización (escrita) de recursos de saber sobre acontecimientos dis-
cursivos y no discursivos que nutre e inspira –de la mano de otros
mecanismos de representación– la reproducción del discurso
social de la violencia.
Que sea este capítulo, agrego, una propuesta para mirar la
dimensión discursiva de la violencia como un estadio no sólo de
emisión de sentido, sino también de autoconocimiento colectivo,
donde la representación supone al mismo tiempo vigilancia y
enjuiciamiento de la realidad representada. Los cuentos, hay que
decir, no han sido dotados de poder coactivo sobre las subjetivi-
dades, como sí en cierta medida el discurso jurídico o el psiquiá-
trico. Sin embargo, a través del estudio conjunto de ellos es posi-
ble atestiguar ese procedimiento social mediante el que la socie-
dad se observa a sí misma y se evalúa, se atribuye valores. Es po-
sible también notar cómo esa observación es plural al mismo
tiempo que estandarizada. Plural porque no se garantiza que ope-
re una definición unánime de la violencia y porque de diferentes
emisores discursivos pueden proceder diferentes evaluaciones de

133
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

la misma. Estandarizada porque, aun con la variabilidad interpre-


tativa, es posible identificar tendencias que, en lo diverso, orien-
tan las interpretaciones colectivas de la violencia. Ese factor, al
que se entiende como una hegemonía discursiva, es el sentido de
negatividad, de repugnancia.
Comprender a la práctica del cuento como autoobserva-
ción que reproduce esquemas de saber sobre el modus operandi de
la violencia y que por hacerlo reproduce también la vigilancia
normalizante que sobre él opera es la última apuesta de este capí-
tulo. Propongo que si los cuentos no son entidades coactivas, su
rendimiento discursivo sí es constitutivo de la mirada social que
normaliza sus sentidos bajo esquemas de negatividad. Sería inge-
nuo buscar demostrar que ocurre un tránsito efectivo entre la
violencia que se imagina y que se escribe en un cuento y la violen-
cia que se castiga jurídicamente. Sin embargo, ubicada en un es-
quema de concomitancias, la narrativa, desde su dominio, nutre la
organización social de la violencia y mantiene vigente una dimen-
sión complementaria a los ejercicios de violentar, de castigar, de
juzgar, que es la de representar desde un punto de vista estético,
mediante signos escritos, los sentidos de la violencia.
El cuento mexicano, así visto, deja de ocupar un lugar pa-
sivo y se ubica como constitutivo de la vigilancia que la sociedad
tiene de sí misma, por más que esa vigilancia, en el caso de la lite-
ratura, no reporte hechos concretos –como la Historia–, sino
hechos representados que permiten localizar experiencias vividas,
miedos, imposibilidades imaginadas, cotidianidades que vienen de
y van al universo discursivo de la violencia.

134
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

3.1 Del discurso social al texto y del texto al discurso social

Si obviamos o eclipsamos la memoria social, ese conjunto de me-


canismos de retención y re-presentación de lo sucedido en y lo
imaginado por una sociedad, para priorizar que lo que existe son
discursos únicos e irrepetibles, detonados en contextos siempre
disímiles, obviamos o eclipsamos también que detrás de lo especí-
fico, lo singular, subyacen condiciones de posibilidad –no sólo
definidas por la situación, sino de carácter social, histórico, que
pueden incluso operar fuera del dominio consciente de los suje-
tos–, a partir de las cuales emergen hechos discursivos que pare-
cieran suceder, tener origen sólo en la mente creativa de los indi-
viduos, y, sin embargo, están vinculados por marcos sociales de
representación, esto es, recursos de saber conscientes e incons-
cientes que orientan los comportamientos y los procesos discur-
sivos de las personas.
Dos acontecimientos enunciativos que ocurrieron sin
relación causal directa, en dos dominios de interacción distintos,
como pudiera ser la escritura de un reportaje sobre los feminici-
dios en el Estado de México, por un lado, y la conversación de
dos padres de familia sobre el bullying escolar, por otro, mantie-
nen un vínculo –no voluntario–, un encadenamiento social, que
los mancomuna al universo de las representaciones colectivas de
la violencia, por más que sus protagonistas no tengan cuenta si-
quiera de esa vecindad. Ambos actos tienen lugar como discursos
particulares, con trayectorias propias, rastreables empíricamente,
y, sin embargo, echan mano de un repertorio común de sucesos e
imaginaciones memorizados en el devenir social y heredados de
formas desiguales por cada persona. Esa que denuncia en la pren-
sa el aumento de feminicidios; esas que dialogan indignadas sobre
el bullying.
El repertorio social a que aludo, por supuesto, sólo es
analizable mediante una reducción metodológica –no está con-
centrado en un documento, sino esparcido a lo largo de la socie-

135
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

dad– que permite distribuir y clasificar en repisas conceptuales lo


que en los hechos se presenta más bien como una mescolanza de
fragmentos de esa memoria colectiva. Me refiero a que aquí con-
sidero al reportaje sobre el feminicidio y a la plática sobre el
bullying como partícipes de un mismo campo discursivo, el de la
violencia, cuando en los hechos, sin negar ese encadenamiento,
cada uno de esos dos acontecimiento se nutre además de otros
recursos –situacionales o genéricos– que proceden del mismo
horizonte de saberes sociales, pero a los que yo no hago alusión
porque no están contemplados en el dominio de la violencia, al
que aíslo para su análisis, pero no dejo de considerar hermanado,
implicado con otras realidades, otros discursos sociales, como la
política, la corrupción, el periodismo, la educación escolar o las
relaciones de padres e hijos.
En ese sentido, lo que observo es un discurso transverso, en
el entendido que proponen Régine Robin y Marc Angenot.
Múltiples voces convergen en el discurso social de la violencia
porque quienes las producen echan mano de conocimientos co-
lectivos que a ella refieren, y al hacerlo “atraviesan el espesor de
los discursos con sus propios axiomas y sus funciones instituidas,
dirigiendo por vías de retornos temáticos, cognitivos y figurales,
lo que se dice en una sociedad” (Robin y Angenot; 1991: 54).
Discurso transverso, añado, porque un factor de identidad en esas
voces, la violencia, genera un encadenamiento social que las
agremia, por más que hayan sucedido en contextos distantes, fue-
ra de la percepción de sus partícipes, en un terreno de parentes-
cos virtuales, que son, al mismo tiempo, el origen y el destino de
las mismas: el saber. Me refiero a un saber sintetizado en el deve-
nir de la historia social de las experiencias vividas y representadas
de la violencia que, distribuido entre los individuos, permite usar
repertorios de conocimientos –de manera más o menos inmedia-
ta–, ya para identificar, ya para producir discursos de la violencia.
Aun cuando las enunciaciones individuales, esos discursos
producidos por sujetos concretos, dejen ver cierta autonomía,
cierta creatividad personal, por otra parte, sometidas a un marco

136
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

de representaciones colectivas, se observan más bien comprome-


tidas con la historia que las preexiste y que si bien no las induce a
ser meros “mimos” de discursos anteriores –al punto en que la
historia sólo se repite una y otra vez de manera idéntica–, sí las
inspira o las provee de sentido, de intención, de normalidad. Así,
las representaciones colectivas producen, en relación con la vio-
lencia, puntos de vista, criterios de clasificación, por medio de los
cuales emergen y se perciben ulteriores discursos que robustecen
el universo de acontecimientos registrados en la memoria social
de la violencia.
Notamos, pues, que lo violento no se articula sólo en
hechos materiales concretos, sino también como categoría, como
recursos de saber que, vistos a la luz del discurso, ayudan a com-
prender la sensibilidad social con que se vigilan y se reportan los
actos de daño. Sensibilidad que es constitutiva, entre tanto, de la
representación social que sugiere que “estamos viviendo hoy en
uno de los periodos más violentos de la historia” (Dunning; 2008:
228), gestada gracias a la operatividad permanente de mecanismos
sociales de autoobservación, mediante los cuales percibimos –al
tiempo que juzgamos–, recreamos y multiplicamos en variadas
voces los acontecimientos violentos.
Me explico: Como sociedad atestiguamos episodios de
violencia, distribuida en golpes, matanzas, insultos. Como socie-
dad, además, registramos esos episodios en saberes, algunos de
los cuales se asientan en discursos. Así, una persona que jamás ha
presenciado un asesinato tiene idea de lo que éste es. El flujo de
discursos conserva los registros de actos violentos, los distribuye
y los retraduce –a veces una agresión se formula como rumor,
llega a la prensa y de ahí inspira una obra artística que después,
eventualmente, puede suscitar diálogos académicos–, al punto en
que la sensación de que “somos violentos” tiende sus ramas so-
bre actos concretos que, sin embargo, se robustecen en el univer-
so de las representaciones.

137
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

No podríamos formular la autoevaluación de que nuestra


sociedad es violenta, de que produce sin detenimiento daños y
sufrimientos, sin el auxilio de recursos sociales de registro y dis-
tribución de saberes sobre los acontecimientos que fundan la
violencia. Yo, insisto, aquí sólo doy cuenta de los que ocurren en
una dimensión discursiva. Pero no es cosa menor. Hagamos el
ejercicio mínimo de imaginar algunas representaciones formula-
das como discursos únicos, en contextos propios, que provienen
de y alimentan al discurso social de la violencia: Registros históri-
cos, polémicas mediatizadas, diálogos públicos, conversaciones
privadas y, lo que en esta ocasión nos interesa tratar, textualiza-
ciones literarias.
Justo al reconocer el amplio campo de ejercicio del dis-
curso resulta pertinente avisar la estrecha relación entre éste y las
prácticas sociales que no recurren al lenguaje sino como cómpli-
ce: Las prácticas no centralmente discursivas. Un reporte de
homicidio, ya judicial o periodístico, por ejemplo, es la traducción
en signos gráficos –fotografías, texto– del hecho objetivo de loca-
lizar un cuerpo asesinado, que, claro, en alguno de sus estadios
necesitó del lenguaje –la orden de matar o la amenaza verbal de
muerte, por ejemplo–, pero que, además, al ser reportado, genera
otro discurso que no es inmanente a la práctica del homicidio –las
órdenes, las ofensas–, sino posterior, accesorio, recreador de él.
Al ser puesto “en el expediente”, “en la nota periodística”,
el homicidio es desdoblado de su dimensión material –un cuerpo
muerto– hacia una organización discursiva donde lo que habita
no es el cuerpo inerte, sino esa evidencia, ora textualizada en da-
tos (la hora, el lugar, la identidad de la víctima) y especulaciones
(las causas, los responsables del delito), ora fotografiada como
mímesis (copia) de una entidad corporal que se degradará con el
tiempo, se entregará a los familiares, pero que quedará registrada
en un espacio visual para la posteridad.
Pensemos, además, en que esos expedientes, esas notas
periodísticas, serán después la base para elaborar informes es-
tadísticos que den fe de los niveles de violencia objetivada en

138
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

homicidios ocurridos sobre determinadas demarcaciones territo-


riales. El eco discursivo, vemos, coadyuvará en buena medida a la
reproducción de los sensores de la violencia y será, al tiempo que
la representación en abstracciones gráficas o escritas de aconte-
cimientos materiales, probablemente la justificación de decisiones
con consecuencias también materiales sobre la organización social
de algún sitio, como la intervención policiaca o militar o la migra-
ción de la población en busca de seguridad.
Así, argumento que el discurso de la violencia no sólo es
transverso para el análisis social, pues también la sociedad misma
procura su observación particular al margen de otras representa-
ciones sociales, gracias, en alguna parte, a la existencia de institu-
ciones diseñadas para cumplir funciones exclusivas o relativas a la
vigilancia de la violencia, pero también porque los individuos
disponen de categorías de clasificación heredadas en sociedad que
les permiten elegir y representar actos e imaginaciones propias del
campo discursivo de la violencia.
De hecho, eso que aquí llamo discurso social de la violen-
cia, es decir, el cúmulo de representaciones sociales a partir del
que los individuos perciben, designan y crean discursos singulares
sobre ella, es en cierto modo la precisión científica de lo que en la
vida cotidiana se conoce y se difunde como un “tema”. La vio-
lencia constituye un tema cuando alguien intenta definirla a partir
de información histórica o experiencias propias, cuando los noti-
ciarios generan una cobertura especial sobre ella en cierto mo-
mento y lugar, cuando los catálogos de una biblioteca clasifican
ciertos documentos bajo la etiqueta “violencia”, cuando se com-
para el daño que ejerce una persona tanto al ofender con palabras
como con golpear, cuando se vinculan asesinatos ocurridos en
diferentes tiempos y en diferentes estados de una nación –lo cual
supone implicaciones causales distintas–, cuando se dice que todo
es violencia.
Opto por la categoría de discurso social antes que por la
de tema a causa de los atributos científicos implicados en la pri-
mera, con central interés en sus compromisos con la idea de re-

139
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

presentación. Pero, preciso, en esa elección emprendo también


un diálogo: Reconozco que gracias a la tematización de la violen-
cia, es decir, su detección y registro a manera de acervos virtuales
y documentales en espacios de vida cotidiana y en espacios espe-
cializados, puedo construir un modelo teórico que reporta cómo
se administran en sociedad los actos discursivos de la violencia en
un marco de encadenamientos de saber que vinculan hechos
disímiles, inconexos de manera inmediata, a un conjunto de re-
presentaciones sociales (como la repugnancia, el miedo), que son
más que un mero compendio, aglomeración: que conforman pun-
tos de vista colectivos.

3.1.1 Textualización literaria de la violencia

El universo discursivo que constituye la memoria social y la


actualización de constantes nuevas representaciones de la violen-
cia es amplio e impreciso, tanto que sus enteras dimensiones no
son asequibles a la mirada empírica. ¿O existe alguien que cuando
menos conozca (o si se lo propone pueda conocer) todo lo que se
ha dicho, lo que se está diciendo de la violencia, desde cada frase,
cada recreación literaria, cada documento que la registra? La so-
ciedad, incluso, si bien ha generado mecanismos de registro de
discursos de la violencia, como los expedientes documentales
gestionados por instituciones relacionadas con la violencia, los
acervos de recursos bibliográficos o artísticos, o las “historias”
(libros, artículos, ensayos, antologías, enciclopedias) basadas en
archivos-discursos, emplea esos sensores a manera de “colado-
res”, cuyas funciones de reunión, por más acaparadoras que se
pretendan, suponen la elección de unos discursos por otros.
He señalado que los discursos sobre la violencia hacen las
veces de autoobservaciones sociales. Refieren a lo ocurrido e
imaginado por la sociedad donde emergen. Ahora bien, vale decir
que esas autoobservaciones no son siempre prediseñadas, como
si estuvieran a la espera de un acto violento para reportarlo, sino

140
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

que se detonan de manera indeterminada, según circunstancias


más o menos contingentes. Estoy pensando en la mancuerna de
monitores formales de violencia, como la prensa o los grupos de
seguridad pública, y de monitores no formales, como los rumo-
res, las obras artísticas. ¿O están dispuestos con antelación los
golpes, los insultos y los asesinatos que ocurrirán, así como las
percepciones y las traducciones discursivas que se producirán al
respecto, tanto en su contenido como en su formato? No olvido
que la normalización negativa de la violencia orienta en buena
medida los juicios y, por ende, los sentidos de los discursos que a
partir de ella se emprenden. Pero aun así, considero que no está
predicho con qué vigor, con qué palabras y a partir de qué agen-
tes esa normalización surtirá efectos.
En ese marco de ambigüedades y de límites de percep-
ción, considero que lo que puede delinearse es el modus operandi –y
no la totalidad de actualizaciones– del discurso social de la vio-
lencia, en tanto procedimiento de re-articulación de un cuerpo
transverso, tematizado, de acontecimientos discursivos plurales
que configura un repertorio, una memoria colectiva, por medio
de la cual se inspiran nuevos discursos, y que permite, a la larga,
su mantenimiento y su modificación paulatina.
Yo ahora me contentaré con esbozar ese modus operandi a
partir de uno de sus afluentes. Éste, por supuesto, no deja de
tener particularidades que lo oponen a otros, que le dan un carác-
ter único, y que, por esa razón, es preciso reconocer y caracteri-
zar. Lo haré. Pero, anticipo, el interés no es centralizarme en él de
manera exclusiva, sino en el rendimiento, en la complicidad que
supone para la organización del discurso social de la violencia,
pensando en que su funcionamiento conserva paralelismos con el
de otros hilos constitutivos de esa madeja social indeterminada
que enreda las representaciones colectivas de lo violento y que, de
hecho, se trata de una “práctica simbólica que obra dentro de la
compleja topología de discursos desde el oral en todas sus for-
mas, el conversacional, hasta los grandes géneros discursivos de
aparato” (Robin y Angenot; 199: 51-52).

141
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

Pienso que la literatura narrativa, en particular el cuento


mexicano contemporáneo, bien puede ser problematizada como
un mecanismo de traducción semiótica de la violencia que engrosa
cada que se manifiesta los dominios discursivos de la misma por-
que siempre es un “algo más”, porque siempre llega para sumarse
a lo ya dicho; pero mecanismo que también es reiteración de cier-
tas condiciones de posibilidad, esto es, de ciertas preinterpreta-
ciones que constituyen los marcos de lo decible de la violencia. El
cuento, en este sentido, representa la violencia concreta (la ocu-
rrida o imaginada en un momento, bajo ciertas circunstancias), así
como representa también la síntesis de saberes que permiten
identificarla y entenderla como propia de un campo discursivo.
Se trata de un movimiento doble: El cuento que represen-
ta a la violencia, por más que se sugiera como único e irrepetible,
procede del discurso social y, una vez que emerge, se integra a él,
se convierte en memoria social, se vuelve constitutivo de la sínte-
sis de experiencias y representaciones que conforman el universo
discursivo de lo violento, al punto en que coadyuva, siendo tan
particular, al mantenimiento de las representaciones colectivas,
históricas, de la violencia.
Así, desde una mirada discursiva, los cuentos adquieren
estatus de puntos de convergencia de la participación individual
con las representaciones sociales de la violencia, y ya no son vis-
tos como meros átomos que deambulan en el ambiente literario,
como resultado de la creatividad total de un autor. Observados,
asimismo, a partir de los compromisos que establecen con la
memoria social de donde proceden, enredados en el universo
discursivo, notamos cómo son más que meros acontecimientos
empíricos que responden a la identidad de sus participantes, a las
situaciones que les permitieron ocurrir. Son también, por eso,
hechos que ponen en movimiento y garantizan la latencia, la
permanencia, del repertorio social de representaciones que consti-
tuyen lo violento.

142
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

Porque todo discurso concreto (enunciado) descubre siempre


el objeto de su orientación como algo ya especificado, cuestio-
nado, evaluado, envuelto, si así pudiera decirse, por una bruma
ligera que lo oscurece o, al contrario, como algo esclarecido por
palabras ajenas a su propósito. Está envuelto, penetrado por las
ideas generales, las perspectivas, las apreciaciones y las defini-
ciones de otros (Bajtín; 1978: 100, en Angenot; 2012: 24).

Esto es que la práctica literaria del cuento, sin que sea por
medio de propósitos voluntarios, se alimenta de (al tiempo que
alimenta a) la conciencia social y los posicionamientos construi-
dos ante la violencia. Las referencias a ella que un escritor redacta
no agotan sus sentidos en la descripción de la anécdota; más aun,
ponen en escena los posicionamientos sociales frente a ella, no
sólo al nivel de los juicios –que toman lugar en la voz narrativa o
la voz de los personajes–, sino también de la sensibilidad con que
esos actos son seleccionados como dignos de contarse, ya por la
admiración o el revuelo que provocan.
Si bien un autor elije a albedrío personal lo que será rele-
vante en la fábula que ha decidido narrar, y puede afirmarse que
le es propia la arbitrariedad tanto en la confección de la trama co-
mo en las variantes estéticas de su obra, vale considerar que no es
completamente autónomo o “creativo” para representar los pun-
tos de vista sociales que se tejen en sus discursos.
Aun si se tratase de representaciones “contrahegemóni-
cas” o reacias a los estereotipos sociales, la actividad literaria
abriría la posibilidad de rearticular la memoria social mediante la
agencia de un sujeto, el autor, que se posiciona frente a ella, co-
nociéndola (parcialmente, según su trayectoria personal). Y de tal
suerte, la historia de un cuento es, asimismo, producto de la his-
toria de su autor, invadido a su vez por la historia social de que
participa. La práctica discursiva se entiende, pues, como un diálo-
go entre lo pasado y lo presente. Por eso, “sin que voluntariamen-
te, intencionadamente, conscientemente lo haya buscado, el actor
autor es invadido por un pasado que se le impone bajo el efecto
de ínfimos estímulos externos” (Lahire; 2004: 107), estímulos que

143
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

pueden ir desde recuerdos personales, valoraciones morales fren-


te a un acontecimiento –como la violencia–, hasta recursos de
saber implícitos, como la vocación de escribir lo nunca antes es-
crito, de esforzarse por ser “innovador”.
Incluso si consideramos, por ejemplo, ese tipo de cuentos
que se desenvuelven a partir de una organización de la trama de
tipo introducción-conflicto-desenlace, y lo vemos a la luz de la
violencia, notamos que un acontecimiento violento puede ser útil
en términos narrativos (como recurso de saber traducido en re-
curso literario) para articular puntos de tensión dramática que
generen conflicto, y que esto es posible desde que la normaliza-
ción social de la violencia enlaza sentimientos de repugnancia a
las representaciones que sobre ella se producen; sentimientos
antitéticos a la paz, el orden –y que por lo tanto se asume que hay
que resolver o controlar, sin que el autor siquiera tenga que refe-
rirse a ellas como “repugnantes” o negativas–. En la literatura no
hace falta insistir en las reglas de lo normal y lo extraño para que
el lector comprenda los conflictos; esas reglas son, de hecho, co-
nocimientos implícitos que subyacen a la existencia de un cuento
tematizado sobre el horizonte de lo violento.
Pero tenderíamos hacia un determinismo estructuralista
–el sujeto no es más que un reproductor de reglas sociales– si
agotáramos la exposición del discurso literario de la violencia con
el argumento de que se trata sólo de una ejecución individual de
saberes que, a fin de cuentas, se comprometen con representa-
ciones colectivas heredadas. La observación, por eso, ha de ser
complementada con una mirada a la pluralidad de los ejercicios
literarios en el marco de los parentescos discursivos.
Si hemos dicho que, con todo y sus similitudes, los dis-
cursos de la violencia se bifurcan, a partir de la base general de
referir al daño, en un abanico amplio de posibilidades de repre-
sentación definidas por el contexto en que ocurren, y que enton-
ces, además de ser una síntesis sociohistórica de conocimiento, el
discurso social de la violencia consiste en un campo de aconteci-
mientos que cumplen funciones específicas mancomunadas a la

144
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

función general de la representación, vale entonces preguntar al


respecto del asunto que nos ocupa:

¿Qué puede hacer la literatura operando sobre el discurso so-


cial? ¿En qué las absorciones, reinscripciones y transformacio-
nes que ésta realiza concurren ya sea a reforzar la entropía
dóxica, las representaciones hegemónicas, lo transverso, ya sea
a cuestionar el orden del discurso, dislocándolo, ‘decons-
truyéndolo’ si se quiere, pero reconstruyendo también con el
material disperso una figura inaudita, retotalizando en una obra
el discurso social según una lógica problemática que perturba el
orden dominante? (Robin y Angenot; 1991: 67).

Esto es que si bien la práctica literaria consiste, en térmi-


nos generales –y sin hacer énfasis en las experiencias de quien
escribe y quien lee–, en la producción, circulación y recreación de
discursos-acontecimientos que, por otra parte, prolongan en su
singularidad las redes de representaciones que constituyen a los
discursos sociales, en este caso, la violencia, no hay manera de
fundamentar que cada realización discursiva cumple la misma
tarea que las demás o que genera rendimientos idénticos para el
mantenimiento de la dimensión colectiva del discurso.
En comienzo, desde que la literatura establece un formato
de discurso que se vale de signos específicos, signos alfanuméri-
cos, para articular representaciones de hechos o de ideas, se gene-
ra una primera oposición funcional respecto a otros códigos, co-
mo la música o la fotografía, quienes pueden organizar otro tipo
de sentidos, a partir de otro tipo de experiencias, como oír me-
lodías o ver imágenes icónicas.
Mientras que la música “musicaliza”, el cine “cinematiza”,
la foto “fotografía” o el teatro “teatraliza”, la literatura “textua-
liza” la violencia. Esta vocación de textualidad indica que los
marcos de representación literaria se supeditan a lo decible median-
te combinaciones de letras y otros caracteres, es decir, mediante
texto.

145
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

El texto –vale precisar– es un dispositivo interdiscursivo e in-


tertextual que absorbe y vuelve a poner de modo específico (la
textualización, el trabajo de ficción, el efecto de texto, el aspec-
to valor del texto, el trabajo sobre la lengua y en particular so-
bre el significante) y singular las representaciones de lo real pre-
sentes en el ‘ya-allí’ del discurso social (Robin y Angenot;
1991: 77).

Todo lo que suena, se habla, se mueve en un cuento, todo


lo que tiene una dimensión asequible a los ojos humanos como el
color, la textura o el tamaño, todas las experiencias corporales, los
sentimientos que pueden representarse en la literatura, son evoca-
ciones materializadas o “llamadas” al presente –de maneras implí-
citas y/o explícitas– mediante el texto. Los sentidos que se enar-
bolan en la textualización, de tal suerte, deben su emergencia a los
juegos gramaticales, narrativos y estéticos de la escritura.
En los cuentos, la relación representado-representante,
esto es, la que existe entre los objetos susceptibles de textualiza-
ción (no sólo objetos materiales, sino ideas o funciones verbales)
y la escritura que los concreta en discursos, ocurre en el seno de
una relación semiótica entre lenguaje y mundo que permite al
humano que escribe posicionarse frente a ese mundo, establecer
una relación sujeto-objeto,23 por la vía del ejercicio de la palabra
escrita. Émile Benveniste, al referirse al problema de la enuncia-
ción, es decir, al procedimiento mediante el que un sujeto produ-

23Un distanciamiento en el que la posibilidad humana de representar a un otro


o a sí mismo supone convertir a ese otro o a sí mismo, cualquiera que sea el
caso, en un objeto del lenguaje. Objeto en tanto ese objeto-persona, objeto-
animal, objeto-función, objeto-cosa, son todos una representación producida
por el sujeto, y entonces, no pueden ser ni el sujeto mismo ni las cosas del
mundo, sino su traducción escrita. “Las prácticas de escritura y gráficas intro-
ducen una distancia entre el sujeto hablante (o el actor ejecutante) y su lenguaje
y le aportan los medios para dominar simbólicamente lo que ya dominaba
prácticamente hasta entonces: el lenguaje, el espacio y el tiempo” (Lahire;
2004: 176).

146
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

ce discursos en función de la situación en que se encuentra, ya


consideraba que:

en la enunciación, la lengua se halla empleada en la expresión


de cierta relación con el mundo. La condición misma de esta
movilización y de esta apropiación de la lengua es, en el locu-
tor, la necesidad de referir por el discurso, y en el otro, la posi-
bilidad de correferir idénticamente, en el consenso pragmático
que hace de cada locutor un colocutor. La referencia es parte
integrante de la enunciación (Benveniste; 2008: 85).

Con su modelo teórico, Benveniste sugiere que las refe-


rencias al mundo, a lo que existe en tanto hay un dominio lingüís-
tico para aludir a él, son en realidad correferencias,24 referencias
compartidas en la vida social, producto del saber común enuncia-
do, distribuido en indicadores léxicos (nombres) y funciones ver-
bales (representaciones de acciones, relaciones). Correferencias
que, sin embargo, y en esto es muy insistente el lingüista francés,
no adquieren sentido sino en la apropiación que de ellas realizan
los sujetos al emplearlas en situaciones particulares.
Así, por correspondencia, al ser los cuentos modalidades
de enunciación y de organización de correferencias por la vía de
la agencia de los escritores, vale considerar que las textualizacio-
nes literarias no dejan de ser situaciones de enunciación. Momen-
tos precisos que detonan las elecciones de los escritores, quienes
se saben en un momento, en una posición, justamente, la de es-
critor, y desde esa posición construyen sus observaciones
escritas.25

24 En un juego de palabras, vale decir que las referencias al mundo configuran,


por otra parte, el mundo de las referencias.
25 Priorizo la posición de escritor en el sujeto que realiza la práctica literaria,

aunque, claro, no es prudente olvidar la trayectoria personal del mismo, habida


cuenta de que ésta se inscribe (explícita o implícitamente) también en la textua-
lización, lo cual implica tomar en cuenta factores como su historia familiar, sus
disposiciones de sexo y género, su profesión, su nivel económico, sus expe-
riencias vividas, sus conocimientos escolares, sus conocimientos tácitos, como

147
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

En el seno de estas condiciones de producción discursiva,


a las que se deben de añadir los repertorios individuales de saber
ganados durante la vida en sociedad, se emprende un tipo de
práctica que establece una relación de representación textual del
mundo y “que supone que el lenguaje sea objeto de una atención
específica” (Lahire; 2004: 163). Pero, en tanto situación, el escri-
tor no vacía sus conocimientos sobre el papel de manera indis-
criminada. Los confecciona temática y estilísticamente. Elije per-
sonajes o voces, comportamientos, problemas y desenlaces. Elije
el abordaje de los mismos: sus diálogos y sus gestos. Además,
organiza la fábula (historia) en un discurso narrativo, un dominio
textual donde, antes que secuencias de referencias a aconteci-
mientos, ocurren secuencias de ideas controladas por el autor
como parte de una estrategia narrativa y estilística de comunica-
ción (Eco; 1996: 45). “Ello implica también y sobre todo un trabajo
específico sobre el lenguaje en tanto que tal, trabajo históricamen-
te posibilitado por la invención de la escritura y los múltiples des-
pliegues cognitivos de los saberes ligados a ella” (Lahire;
2004: 163).
Un cuento es el producto, entonces, de una situación fun-
dada bajo condiciones históricas de la sociedad y del escritor. Es
un producto que patenta el conocimiento social encarnado en los
sujetos. Y es, al mismo tiempo, el resultado de una decisión vo-
luntaria que supone la activación de recursos conscientes e in-
conscientes de saber. En función de eso, no se trata de un “refle-
jo” del mundo, sino de un encadenamiento (representación) a él,
pasado por un tipo particular de pluma: la literaria; un producto
de ese mundo organizado que tiene la función social de autoob-
servar a la comunidad en que emerge. Por eso, si vamos a usar la
metáfora del retrato para caracterizar la función representativa del
cuento, en todo caso se trata de un retrato similar al de tipo pe-
riodístico: Editorializado, afectado por la identidad y los propósi-
tos de quien lo toma.

el de escribir, por ejemplo, que en algún momento llegan a parecer algo


natural.

148
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

El mundo textualizado se organiza a través de un cúmulo


de acontecimientos que acaecen en la experiencia subjetiva, como
resultado de, por un lado, la apropiación de la escritura (técnica)
y, por otro, su uso para proceder a la objetivación subjetiva (estéti-
ca) de las representaciones colectivas de lo material y lo
inmaterial.
En este tenor, una entidad como el universo discursivo de
la violencia se recrea en el cuento, sucede en él, se conoce en él,
no sólo se relata. El propósito de la práctica literaria, afirman
Robin y Angenot:

Es ‘conocer’ lo real, dar cuenta de ello, expresarlo, dejar verlo


con el material que le es propio y que no es de ninguna manera
lo real, sino las diversas manera en que lo real ya está tematiza-
do, representado, interpretado, semiotizado, en los discursos,
lenguajes, símbolos, formas culturales (que también forman
parte de lo real) (Robin y Angenot; 1991: 52).

Desde un enfoque discursivo, una función primordial del


cuento es, entonces, posicionarse frente a la realidad, siendo, de
suyo, ya una muestra de realidad. Una realidad, por supuesto,
construida en el devenir social. Pero, al mismo tiempo, una reali-
dad que no “cabe” en ningún enunciado, sino que es dispuesta de
manera impredecible en la extensión del discurso social.
Esto es que si bien hay cuentos en los que la violencia
ocurre como el acontecimiento fundamental de su discurso narra-
tivo y en otros sólo es un recurso accesorio del escritor, en nin-
guno de los casos se agota el sentido social de la violencia. Hay
que pensar en las relaciones que entre los acontecimientos discur-
sivos se establecen para, de manera intuitiva, reconstruir las re-
presentaciones sociales de la violencia esparcidas en depósitos
formales de memoria (acervos documentales, archivos, catálogos)
y en las memorias de los individuos.
Las violencias traducidas en la escritura, pues, no ocurren
en la extensión empírica, multifactorial, que les caracteriza cuando
son materiales y dañan efectivamente a alguien. Esas violencias

149
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

–sin pensar que sean representaciones “menores”, y que más bien


se trata de otro dominio representativo– se organizan en secuen-
cias verbales, en cadenas textuales, que “seleccionan” algo que
narrar, por más que sea producto de la fantasía. Violencias que, a
merced de la escritura, rearticuladas en el discurso literario, se
confecciona en un universo que “tiene que ver sólo con referen-
tes textuales” (Robin y Angenot; 1991: 51), donde todo lo que es
el violento, es, justamente, lo que puede escribirse al respecto.
Aquí me gustaría hacer una pausa aclaratoria que me per-
mita finalizar con este apartado. Aunque anoté que la literatura
textualiza la violencia y he señalado algunas particularidades de la
actividad narrativa, por el contrario, no he expuesto cuáles son
los componentes de la escritura literaria que derivan en un tipo de
discurso diferente al de, por ejemplo, la prensa y la escritura
científica. Puede que debido a esa omisión, parezca que, entonces,
todo texto sobre la violencia se manifiesta de la misma manera en
todos los casos, que tiene las mismas intenciones y las mismas
consecuencias.
Mientras que la función de referencia (hacer que algo del
mundo sea referido mediante el texto) en la literatura, la ciencia y la
prensa es común a los tres formatos discursivos, porque los tres
fungen como observatorios sociales, y entonces, comparten la
tarea general de representar a la violencia, por otra parte, los me-
canismos de generación y consumo de los mismos son distintos
al menos en su dimensión pragmática, en lo concerniente a la
relación que vincula al escritor, los medios de circulación de sus
obras y los lectores. Voy a señalar sólo dos aspectos al respecto
para explicarme.

a. Se asume, como parte de la división funcional de la socie-


dad, que lo que se escribe en la literatura forma parte de
un dominio donde las representaciones de la violencia son
representaciones-ficción. Si bien, es claro que aconteci-
mientos concretos, históricos, prolongan su extensión re-
presentativa con los favores de la publicación de un cuen-

150
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

to que desdobla sentidos adicionales al hecho ocurrido, y


que, en ese sentido, los historiadores incluso podrían con-
siderar a este tipo de documentos como una fuente de in-
formación que nutra sus indagaciones, el escritor literario
no reporta pruebas de verdad. Tiene la libertad de saltar
entre recuerdos fehacientes y construcciones imaginarias
sin que por ello gane el reproche público. Nadie le exige
que demuestre que ocurrió lo que escribe, como sí podría
suceder, bajo ciertas condiciones, en la prensa o en la
ciencia. Así se patenta, siguiendo a Umberto Eco, que

la regla fundamental para abordar un texto narrativo es


que el lector acepte, tácitamente, un pacto ficcional con el
autor. … El lector tiene que saber que lo que se le
cuenta es una historia imaginaria, sin por ello pensar
que el autor está diciendo una mentira (Eco; 1996: 85).

b. Por otra parte, las relaciones de producción, circulación y


consumo de literatura dejan ver una relación estético-
pragmática distinta a la de otros géneros escritos. Mien-
tras que algunos estudiosos del lenguaje han propuesto
“definir la literatura no con base en su carácter novelístico
o imaginario sino en su empleo característico de la len-
gua” (Eagleton; 1998: 5), habida cuenta de que “la litera-
tura transforma e intensifica el lenguaje ordinario, se aleja
sistemáticamente de la forma en que se habla en la vida
diaria” (Eagleton; 1998: 5), otros han insistido en que lo
que define a la actividad literaria es la relación, de ante-
mano, que guardan los lectores con los textos. Una rela-
ción que trasciende a la idea de si lo que se lee es ficción o
realidad o si se caracteriza por ser una prosa elaborada o
simple. Se trata del consenso implícito de que literatura
“puede referirse, en todo caso, tanto a lo que la gente
hace con lo escrito como a lo que lo escrito hace con la
gente” (Eagleton; 1989: 8). Esta segunda consideración

151
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

no insiste en el valor estilístico de los textos, sino en los


medios sociales que dan sentido a la práctica de escribir y
de leer, desde que hay un mercado formal de la literatura,
catálogos literarios, hasta personas que crean cuentos, no-
velas, a la espera de ser leídos. Una obra literaria es esa
que se produce para ser consumida como literatura. Esto
es, un tipo de textualización donde prima, antes que el
afán de encontrar hechos comprobables, la entrada a un
universo interreferencial, guiado por una voz narrativa
(que no es la voz misma del autor), que conduce a los lec-
tores a vivir experiencias varias, derivadas de su contacto
con las representaciones escritas de un sujeto particular: el
escritor.

152
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

3.2 Inscripción y tematización de la violencia


en el cuento mexicano contemporáneo

Con el cuento, vemos, se emprende una actividad de reconstruc-


ción discursiva mediante la que “el escritor trabaja sobre lo real ya
semiotizado y no sobre un mundo objetivo representable” (Robin
y Angenot; 1991: 78). Eso “real ya semiotizado” consiste en la
memoria social, en las representaciones sociales que preexisten a
los individuos o que se mantienen más allá de la voluntad indivi-
dual de cada uno.
La violencia, en ese sentido, es real antes de textualizarse y
es real en tanto se textualiza. Pero, vale notar, la condición para
que pueda llegar a un cuento, para que se inscriba en él, es que el
escritor sea capaz de objetivarla, por una parte, como unidad de
representación, esto es, como un conocimiento sintético cons-
truido en sociedad, caracterizado por una identidad (el daño) a
partir de la cual se pueden reconocer y representar acontecimien-
tos concretos, y, por otra parte, como entidad susceptible de ver-
balización, ya bajo la etiqueta léxica de “violencia” o bajo otras
etiquetas que encubren el mismo sentido: “le pegó”, “disparó a
matar”, “genocidio”.
Los autores, por eso, y según los argumentos de Robin y
Angenot (1991), son quienes realizan lo que aquí llamo “la ins-
cripción de la violencia en el cuento mexicano contemporáneo”.
Mediante la práctica de la textualización literaria, cada escritor
consuma ese procedimiento doble que párrafos atrás esbocé: la
representación como acontecimiento y al mismo tiempo como
memoria. Escribir literatura sobre la violencia no sólo es un acto
de redacción arbitraria; es, también, una posibilidad que deriva de
las representaciones sociales ancladas en la memoria colectiva. El
escritor, por ende, escribe “sabiendo” cosas que sabe que sabe y
cosas que no sabe que sabe o que sabe implícitamente. La suma
de esos conocimientos permiten que lo social se fije inintencio-
nadamente en lo que parece que es mera voluntad del sujeto, y

153
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

que los cuentos de la violencia configuren observaciones colecti-


vas matizadas, estilizadas, recreadas, no obstante, por el autor
literario.
“El escritor enuncia escribiendo, y, dentro de su escritura,
hace que se enuncien individuos”, sugiere Benveniste (2008: 91),
pero los sucesos que se narran al interior de su obra no pueden
deberse sólo a las decisiones de una voz creativa. Justo es preciso
poner sobre la balanza esa creatividad que da paso a la inscripción
de la violencia en el cuento mediante la idea de que quien narra es
tanto voz como oído. ¿O puede haber textualizaciones a partir de
la nada, de información nula? No: “El escritor es primero alguien
que escucha, desde el punto en el que se sitúa en la sociedad, en
el inmenso rumor fragmentado que figura, comenta, conjetura,
antagoniza el mundo” (Robin y Angenot; 1991: 52).
El discurso transverso de la violencia, ese conjunto de
acontecimientos comunes en tanto que refieren a la misma repre-
sentación, ¿qué es si no la suma de un tipo de oídos sociales que
luego traducen, semiotizan en diversos formatos, una preocupa-
ción colectiva que encuentra –en función de la heterogeneidad del
mundo y de la distribución desigual de recursos materiales y re-
presentativos– múltiples maneras de emerger convertida en
discursos?
Con la confección de un cuento se patenta, además de la
competencia humana de elegir lo que se quiere expresar, la com-
petencia para discriminar lo que escucha; para, dentro del espesor
de la sociedad, identificar una de sus partes (la violencia) y enten-
derla como objeto de saber. “El mundo para el escritor ‘realista’
no es ni una figura visible desde siempre, ni un definitivo enigma
caótico, sino el incierto esfuerzo del paso del enigma a la figura”
(Robin y Angenot; 1991: 54).
Así, mencionado lo anterior, tengo condiciones de llegar
al último nivel teórico antes de proceder al análisis de la cuentísti-
ca mexicana de la violencia. Se trata de la relación entre los escri-
tores y lo que en algunos estudios literarios se conoce como
sociogramas.

154
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

Si acordamos que, así como en la vida cotidiana las mani-


festaciones de violencia están acompañadas de “algo” adicional al
daño, por ejemplo, condiciones económicas específicas, relacio-
nes desiguales de poder, costumbres, estigmatización, conflictos
políticos o culturales, prácticas institucionales (como las policía-
cas), del mismo modo los cuentos no tienen manera de ser textua-
lizaciones exclusivas de la violencia y, antes bien, son abordajes mul-
tifocales en los que puede ubicarse a la violencia en medio de
otras representaciones, entonces resulta preferible aludir a la exis-
tencia de “sociogramas de la violencia distribuidos en los cuen-
tos” antes que a cuentos meramente violentos.
Un sociograma, en el entendido de Calude Duchet, es un
“conjunto borroso, inestable, conflictivo de representaciones
parciales centradas en torno de un núcleo, en interacción unos
con otros” (referido por Robin y Angenot; 1991: 55). Se trata de
un campo de acontecimientos discursivos sin fronteras cerradas y
que vale como un “conjunto de las tematizaciones que la ficción y
otros discursos inscriben en un sujeto dado, conjunto de vectores
discursivos que tematizan ese objeto” (Robin y Angenot;
1991: 59).
Ahí está el punto que me interesa rescatar: La violencia
textualizada en los cuentos es una violencia tematizada, una vio-
lencia que es un núcleo de representaciones sobre el daño, abra-
zada a otras representaciones no precisamente de ella.
En los cuentos mexicanos contemporáneos, la violencia
se inscribe al tiempo en que se inscriben también otras realidades,
no siempre iguales, con las mismas posibilidades de ser textuali-
zadas por el autor con distintos niveles de consciencia e incons-
ciencia, a causa de la operatividad en él de saberes sociales incor-
porados y reflexivos. Ella, la violencia, es entonces un sociograma
vinculante al que hay que explorar, precisamente, en su relación
con otras representaciones para así localizar su funcionamiento
compartido, para identificar la extensión de sus realizaciones, lo
cual, en última instancia, será clave para notar los compromisos
de la normalización discursiva de la violencia con actores, institu-

155
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

ciones, lugares, estilos paradigmáticos de ejecución, nada menos


que las materializaciones concretas de lo que hasta aquí he explo-
rado como una abstracción.

3.2.1 Los cuentos como corpus y como tematizaciones

A continuación, procederé al análisis de veinticinco cuentos


mexicanos, sedes discursivas del sociograma tematizado de la
violencia, distribuidos en cinco cortes históricos: las décadas de
los sesenta, setenta, ochenta, noventa y dos mil. El propósito de
la tarea es, tal como apunté líneas atrás, comprobar la articulación
bilateral de las textualizaciones, en tanto creaciones individuales
envestidas, sin embargo, de saberes sociales tácitos. Asimismo,
presto particular atención a la idea de que los sociogramas de lo
violento, aunque no dejan de ser selecciones mías, permiten visi-
bilizar cómo los cuentos hacen las veces de observatorios sociales
que, vistos en relación unos con otros, pueden servir para recons-
truir la normalización del discurso de la violencia en las relaciones
paradigmáticas propias, al menos, de la memoria social mexicana.
Paradigmáticas, digo, en el entendido de manifestaciones si no
estructuralmente idénticas, por lo menos típicas (tipos de sujetos,
tipos de situaciones, tipos de detonantes) en las representaciones
sociales de lo que se considera violento.
Antes de emprender la tarea, empero, es preciso explicitar
la ruta que seguí para decidir que, de cincuenta años de publica-
ciones literarias, sólo veinticinco cuentos se incorporaran a este
trabajo. Cómo, a partir de un cúmulo de documentos, confec-
cioné un corpus para el análisis del discurso, esto es, “una selección
de material que ha estado presidida por una interrogación de tipo
histórico y de carácter específico” (Carbó; 2001: 34), y cómo ese
corpus, ya veremos, al poner de manifiesto las relaciones de repre-
sentación que vinculan acontecimientos aparentemente inco-
nexos, sólo explicables en función de las biografías de los autores,
confirma que:

156
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

el fragmento léxico, lo que recoge ‘el oído’, no son portadores


de un sentido inmanente ni estable, sino portadores también
oscuramente de las marcas de origen, de las huellas de las
apuestas, de las reinscripciones en varios contextos, de las per-
manencias que forman cierta memoria de la doxa (Robin y
Angenot; 1991: 53).

En principio, para poder trabajar con enunciaciones con-


cluidas, es decir, con obras completas y no sólo con fragmentos
de las mismas, que acaso cegaran o fragmentaran mis análisis,
decidí trabajar con un producto literario que, dado su formato
generalmente breve y concreto en su temática, así lo permitiera: el
cuento. Si bien parece que el prestigio del arte de escribir ha en-
cumbrado a la novela como el gran género de la literatura
–discusión de la cual me pongo al margen–, el cuento a su vez
tiene una larga tradición que en México no es invisible y que, de
hecho, ha caminado de la mano de las tendencias del género no-
velesco. Este estudio, por lo tanto, no impondrá distancias dis-
cursivas que, en determinado momento, anticipen como sustan-
cialmente distintos los resultados de visitar el cuento y la novela a
la luz de la violencia.
El procedimiento de selección de cuentos, he de decir, no
se valió del azar (de un azar intencional). Antes, se apoyó de otros
criterios asociados con algunas condiciones de la producción lite-
raria, o bien, del reconocimiento de los principios que permiten la
emergencia y la circulación de un cuento, según el entendido de
lo que la literatura contemporánea es.
Básicamente, fueron tres los pasos que antecedieron la
elección semifinal de los cuentos que constituirían el corpus del
presente estudio:
En primera instancia, (1) consulté una base de datos: la
Enciclopedia de la literatura en México (en línea), de la Fundación para
las Letras Mexicanas (dependiente a su vez de CONACULTA),
de la cual extraje una lista de autores (así como de sus respectivas
obras) que publicaron antologías personales de cuentos entre
1960 y 2010.

157
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

En otro momento, (2) me apoyé de algunos estudios de-


dicados a registrar y analizar el cuento mexicano, en específico los
de los especialistas Russell Cluff, Lauro Zavala y Héctor Perea,
quienes me ayudaron a depurar el primer borrador de lista de
autores, hacer énfasis en algunos de ellos y observar aconteci-
mientos del campo de la literatura relevantes para el presente
análisis, como la recepción al interior y al exterior del círculo lite-
rario mexicano de determinadas obras o, por otra parte, los pa-
rentescos estilísticos o temáticos de algunos escritores según el
momento en que produjeron su obra.
Por último, (3) recurrí también a algunas antologías dedi-
cadas a reunir distintas manifestaciones del cuento mexicano con-
temporáneo. En ellas pude localizar desde obras calificadas como
“célebres” o “memorables” por los antologadores, hasta narra-
ciones inéditas y cuentos que, por haber sido publicados en revis-
tas, no habría tenido la posibilidad de identificar, habida cuenta
de que no consulté publicaciones periódicas.
Fueron varias las antologías que consulté. Sin embargo,
algunas de ellas nutren fuertemente el corpus semifinal que orga-
nicé. Resulta conveniente especificar cuáles son. Se trata de Cuen-
tos mexicanos inolvidables (tomo uno: 1993 y dos: 1994), compilados
por Edmundo Valadés; Lo fugitivo permanece, publicada bajo la di-
rección de Carlos Monsiváis (2009); los dos tomos del Cuento
mexicano moderno, dirigidos por Russell Cluff, et. al. (2003); la Anto-
logía de la narrativa mexicana del siglo XX, de Christopher Domín-
guez (1991); y, para la revisión del siglo XXI, los cuatro tomos de
Sólo cuento (2009, 2010, 2011 y 2012), editados por la UNAM, así
como Grandes Hits, de editorial Almadía, que coordinó Tryno
Maldonado (2008).
Con el auxilio de tales herramientas, logré pasar de una
lista de alrededor de doscientos cuentos a una de veinticinco:
cinco cuentos por década. Al respecto, reconozco que la decisión
estuvo orientada, en primer lugar, por los comentarios de los
antologadores y los estudiosos del cuento que consulté y, poste-
riormente, por la lectura que hice de alrededor de setenta cuentos,

158
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

de los cuales extraje la lista semifinal. A eso se añade el hecho de


que durante el proceso de selección mantuve vigente el afán por
entrever el paradero de lo violento al interior de cada cuento, y,
por tal razón, cada una de las obras escogidas alude a algún tipo
de emergencia discursiva de la violencia. 26
También hubiera sido interesante elaborar el corpus en
función de los cuentos más destacados de la literatura contem-
poránea sin importar si tematizaban o no la violencia en su dis-
curso narrativo. Eso, por supuesto, hubiera implicado una mirada
aguzada tal vez no siempre útil para hallar violencias representa-
das, porque así como los autores pueden seleccionarlas para sus
discursos, puede elegir no hacerlo. La violencia, en este sentido,
no es omnipresente, aunque sí tiene una clara recurrencia en cin-
cuenta años de creaciones textuales.
Por mi parte, no procedí con antelación a la búsqueda
formal de “cuentos violentos”, como si se tratase de una categoría
ya hecha en las bibliotecas, en los acervos electrónicos, ya prese-
leccionada como un género literario. Quise primero hacerme de
manifestaciones relevantes del cuento mexicano contemporáneo,
manifestaciones reconocidas desde dentro como “legítimas” y va-
liosas para la literatura, para luego explorar cómo las obras que
han sido tomadas como importantes, canónicas para la narrativa
nacional, establecen puentes discursivos con la violencia, cómo
mientras que se puede ver en ellos estilos y abordajes temáticos
seductores para la comunidad literaria, yo, por otra parte, tuve la
posibilidad de localizar, en la extensión de sus recursos verbales,
el sociograma tematizado de lo violento.

26 El proceso de selección del corpus definitivo estuvo orientado a reunir la


textualización de distintos tipos de violencia, motivo por el cual, antes de elegir
los cuentos “más violentos”, “más sanguinarios”, mi criterio fue hacerme de
un panorama de los múltiples dominios de violencia representados mediante el
cuento mexicano. De tal suerte, varios de los textos –no todos– que quedaron
fuera de la lista final inscriben la violencia de maneras centrales o periféricas a
sus fábulas. Aclaro lo anterior porque es probable que parezca que el resto de
los doscientos documentos a que tuve acceso prescinden de alusiones a lo
violento.

159
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

En los siguientes cuadros, clasifico los veinticinco cuentos


que finalmente elegí, organizados a propósito de la década en que
fueron publicados:

Años sesenta
No. Cuento Autor(a)
1 La tumba india (1962) José de la Colina
2 La culpa es de los tlaxcaltecas (1964) Elena Garro
3 Las dos Elenas (1964) Carlos Fuentes
4 La sunamita (1965) Inés Arredondo
5 La ley de Herodes (1967) Jorge Ibargüengoitia

Años setenta
No. Cuento Autor(a)
1 Lección de cocina (1971) Rosario Castellanos
2 La fiesta brava (1972) José Emilio Pacheco
3 Hegel y yo (1974) José Revueltas
4 El montón (1975) Adela Fernández
5 Desnuda (1978) Guillermo Samperio

Años ochenta
No. Cuento Autor(a)
1 El verano y sus mosquitos (1980) Juan Villoro
2 Joven Madre (1981) María Luisa Puga
3 El Rayo Macoy (1984) Rafael Ramírez Heredia
4 A la sombra de una muchacha en flor (1987) Agustín Monsreal
5 ¿Qué no ves que soy Judas? (1987) Emiliano Pérez Cruz

Años noventa
No. Cuento Autor(a)
1 La peor señora del mundo (1992) Francisco Hinojosa
2 La extremaunción (1994) Enrique Serna
3 Operativo en el trópico (1994) Carlos Montemayor
4 Valeria (1997) Guillermo Fadanelli
5 Nightmare (La noche de Mara) (1999) Silvia Molina

160
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

Años dos mil


No. Cuento Autor(a)
1 Violanchelo (2002) Blas Valdez
2 Un asunto pesado (2004) Héctor de Mauleón
3 Pieza Tocada (2005) Vicente Leñero
4 Reunión en la escalera (2008) Guadalupe Nettel
5 El gusto por los bailes (2009) Daniel Sada

Debo señalar que, dispuestos de esa manera, cinco cuen-


tos por década, parece que lo que presento es un corpus meramen-
te diacrónico, que vuelve pertinente la estratificación en etapas
históricas de las textualizaciones literarias mediante el cuento
mexicano contemporáneo.
En un comienzo, confieso, una de mis hipótesis era que
con el devenir del tiempo, a lo largo de cincuenta años, la norma-
lización del discurso de la violencia había sufrido alteraciones que,
en consecuencia, habían quedado registradas en los cuentos.
Tenía en ese entonces la intuición de que los cuentos funciona-
ban como espejos del tiempo en que se producían. Sin embargo,
al obtener la selección final de textos y ponerlos en correspon-
dencia con la construcción metodológica del discurso social,
incluida la mirada del sociograma a que se inscriben mediante la
textualización, pronto abandoné la idea para preferir la apuesta de
que el corpus elaborado podía servir para aproximarme a una serie
de representaciones no aisladas de la violencia, concretadas en su
tematización con otras unidades discursivas, lo cual, para la pre-
sente investigación, se traduciría en oportunidades para delinear el
fenómeno de la normalización en sus formas particulares de
enunciación.
Me refiero a que aun cuando la elección de cuentos se de-
limita en un tiempo histórico específico al que podemos nombrar
“contemporáneo”, lo que ellos me permiten visibilizar es, prime-
ro, las posiciones que ocupan los escritores, como sujetos socia-
les, y, por lo tanto, reproductores de regímenes de orden y de
saber mediante su práctica, en “el proceso de recepción, de re-

161
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

configuración y de remisión transformada de ese inmenso rumor


del discurso social” (Robin y Angenot; 1991: 54) de la violencia.
Esto es, un discurso con tendencias a la normalización, pero plu-
ralizado en sus realizaciones gracias a la agencia de los escritores.
Elaboré, de tal suerte, una reorganización de dicho corpus
en catorce tematizaciones o regímenes de operatividad del socio-
grama de la violencia, para explorar así catorce estadios discursi-
vos donde se transita de la virtualidad a la actualidad de las repre-
sentaciones de la violencia, y donde, por eso, otras representacio-
nes colectivas adquieren valor y modifican el sentido de la violen-
cia. Donde, además, se materializan los saberes que, hasta aquí,
sólo habían sido delineados como condiciones de posibilidad de
los cuentos.
Vale decir que se trata de catorce tematizaciones posibles,
no clausuradas y, antes bien, interrelacionadas (ya veremos cómo
sus fronteras flexibles permiten que la distribución en cajones
temáticos se venza y los cuentos de una tematización puedan
dialogar con los de otra). Otro investigador pudiera haber priori-
zado el material a través de otros encadenamientos discursivos.
Éstas sólo son, a título personal, las que la mirada teórica em-
pleada me permitió detectar, mismas que presento en un orden ya
no cronológico, sino a partir de un recorrido de lo “masivo” a lo
“íntimo”, es decir, desde las representaciones de hechos violentos
gigantescos, como las guerras, hasta las de acontecimientos muy
personales, como los sueños. Así, me parece, se muestra más
evidente la amplitud –tan difícil de delimitar– del discurso que me
ocupa. Sin más, presento dicha reorganización en el siguiente
cuadro y, de inmediato, procedo al análisis de los textos.

162
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

Tematización de
Cuento(s) Autor(es)
la violencia

Violencia, tragedia
fundacional y La culpa es de los tlaxcaltecas (1964) Elena Garro
estigmatización La fiesta brava (1972) José Emilio Pacheco
étnica

Operativo en el trópico (1994) Carlos Montemayor


Violencia
¿Qué no ves que soy Judas? (1987) Emiliano Pérez Cruz
político-militar
Hegel y yo (1974) José Revueltas

Violencia y La ley de Herodes (1967) Jorge Ibargüengoitia


sentimiento de Las dos Elenas (1964) Carlos Fuentes
dominación Desnuda (1978) Guillermo Samperio

Violencia como
El gusto por los bailes (2009) Daniel Sada
regularidad regional

Violencia y guerra
Un asunto pesado (2004) Héctor de Mauleón
del narcotráfico

Violencia y Pieza Tocada (2005) Vicente Leñero


venganza La extremaunción (1994) Enrique Serna

Violencia regulada: El Rayo Macoy (1984) Rafael Ramírez


los deportes, Heredia
la escuela El verano y sus mosquitos (1980) Juan Villoro

163
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

Tematización de
Cuento(s) Autor(es)
la violencia

Violencia infantil
La peor señora del mundo (1992) Francisco Hinojosa
hacia y desde
Reunión en la escalera (2008) Guadalupe Nettel
los niños

El montón (1975) Adela Fernández


Violencia doméstica
La sunamita (1965) Inés Arredondo

Violencia sexual Valeria (1997) Guillermo Fadanelli

Autoviolencia, Lección de cocina (1971) Rosario Castellanos


violencia de género Joven Madre (1981) María Luisa Puga

La tumba india (1962)


Violencia en José de la Colina
A la sombra de una muchacha en flor
interacción Agustín Monsreal
(1987)

Nightmare (La noche de mara)


Pensar la violencia Silvia Molina
(1999)

Soñar
Violanchelo (2002) Blas Valdez
la violencia

164
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

Violencia, tragedia fundacional y estigmatización étnica

Un primer compromiso del sociograma aquí explorado se temati-


za en las representaciones de la violencia originaria, civilización con-
tra civilización, que dio lugar a eso que ahora conocemos como
México. El proceso bélico que en el siglo XVI entrelazó para la
posteridad a los españoles invasores y las comunidades indígenas
conquistadas en un nuevo régimen político, con todo y que se
debió a múltiples alianzas y traiciones, es observado, representado
con frecuencia, como una tragedia en detrimento siempre de los
prehispánicos: A ellos “vinieron” a dominarlos, a despojarlos de
lo que era suyo.
Mediante algunas de sus textualizaciones, la literatura con-
temporánea constata cómo la memoria social reviste sobre la
historia formal de la fundación de la Nueva España –al menos la
dada por cierta en ámbitos académicos– determinados traumas
colectivos, condenas dirigidas de nuestro tiempo hacia nuestra
historia, posicionamientos que dejan ver a la mirada contemporá-
nea, híbrida de esos dos mundos en guerra, como la propia de
una sociedad que extraña lo que no extrañaron los combatientes
invasores: repugnancia a la violencia.
Más de cuatro siglos después, sintiendo que es nuestra esa
tragedia, que nos es constitutiva, pero que la despreciamos, y que
de ahí deviene la estigmatización indígena que aún subordina
simbólica, social y económicamente unos a otros, emergen en el
discurso, porque las condiciones sociales lo permiten, voces que
aún atienden el eco de gritos y de sangre derramada durante la
invasión, voces que se posicionan al respecto, rehaciendo las re-
presentaciones de la historia fundacional.
Tenemos, así, dos cuentos que prueban la reactualización
de la violencia originaria en el campo de las representaciones
literarias mexicanas, a saber: “La culpa es de los tlaxcaltecas”

165
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

(1994 [1964]),27 de Elena Garro, y “La fiesta brava” (2003 [1972]),


de José Emilio Pacheco.
En el primer caso, la señora Laurita es sede verbalizada de
las disputas del tiempo social y el tiempo cronológico. Vive en la
época contemporánea acosada, sin embargo, por una época, la de
la conquista, que reemerge ante sí, y que la pone en conflicto con
su presente vivido, al punto en que llega a ser considerada como
una mujer que “no era de este tiempo” (Garro; 1994: 108).
A través de la imagen de un indígena de “piel ardida por
el sol y el peso de la derrota sobre los hombros desnudos” (Ga-
rro; 1994: 89) al que Laura ama en medio de la guerra de españo-
les versus indios, pero que reencuentra en sus días como señora
del siglo XX, la protagonista regresa al escenario bélico de anta-
ño: “Volví a escuchar los alaridos y salí corriendo en medio de la
lluvia de piedras y me perdí hasta el coche parado en el puente del
lago de Cuitzeo” (Garro; 1994: 92). Su permanencia es oscilante
entre el ayer y el ahora. En sus ojos renace la lucha, pero, asimis-
mo, renace de nueva cuenta el siglo XX, lugar donde, por otra
parte, el guerrero que ama e idolatra no es sino desdeñado por la
sociedad. Sujeto que halla la máxima expresión de su estigmatiza-
ción en la representación periodística referida en el cuento: “La
señora Aldama continúa desaparecida.” “Se cree que el siniestro
individuo de aspecto indígena, que la siguió desde Cuitzeo, sea un
sádico” (Garro; 1994: 100).
Elena Garro creó así un texto en el que el presente se su-
pedita al pasado, y la memoria se asume como el puente vinculan-
te de ambos extremos. La violencia fundacional no se olvida en
tanto alguien la recuerda, por más que sea cuatro siglos después:
Ésa podría ser la premisa de los juegos narrativos en este cuento y

27 Entre paréntesis señalo el año de la publicación que consulté; entre corche-


tes, el de aparición de la obra. De aquí en adelante, sólo la primera vez que
refiera a un cuento escribiré ambas fechas, para, en lo sucesivo, cuando anote
citas textuales, sólo referirme al año de la publicación que revisé y que se cita
en la bibliografía.

166
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

a la vez la premisa de las relaciones míticas que el discurso social


establece con nuestra historia originaria.
“La fiesta brava”, por su parte, participa de la misma te-
matización. Es un cuento que también dialoga con dos tiempos,
tanto el ancestral como el del presente de José Emilio Pacheco en
los setenta. Ahí, el capitán Keller, un militar estadounidense reti-
rado que visita México, seducido por el arte prehispánico, es invi-
tado para “ser el primer blanco” que vea “la más grande escultura
azteca, la que conmemora los triunfos del emperador Ahuizotl y
no pudieron encontrar durante las excavaciones del Metro” (Pa-
checo; 2003: 73) porque “los españoles la sepultaron en el lodo
para que los vencidos perdieran la memoria de su pasada grande-
za y pudieran ser despojados de todo, marcados a hierro, conver-
tidos en bestias de trabajo y de carga” (Pacheco; 2003: 73).
La violencia, sin embargo, aquí no sólo ocurre como una
tragedia, sino como un impulso a la venganza. Una venganza sui
generis que no recae sobre algún español y más bien elige a un
nuevo imperialista (estadounidense), un conquistador contem-
poráneo que, por cierto, se había retirado después de intervenir
en la guerra de Vietnam. La venganza, empero, ha de ser obser-
vada con el matiz del ritual. No el ojo por ojo. Otro propósito,
más bien, bajo premisas religiosas, que consiste en la extracción
del corazón de Keller, ayudados los indígenas de un cuchillo de
obsidiana, al tiempo en que “abajo del Templo Mayor danzan,
abajo tocan su música tristísima, y lo levantan para ofrecerlo co-
mo alimento sagrado al dios-jaguar, al sol que viajó por las selvas
de la noche” (Pacheco; 2003: 76).
En “La fiesta brava”, vale decir, no puede asumirse a la
violencia como el tema central porque una lectura completa del
texto aproxima a quien la emprende hacia otros rumbos discursi-
vos también. Los sociogramas, como avisé antes, no son absolu-
tos. Se presentan tematizados en contextos disímiles y, en este
caso, aun cuando la tragedia fundacional no es el centro argumen-
tativo del cuento, lo que puede reconocerse es que visibiliza en su
textualización la apropiación de una representación social que

167
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

pone de manifiesto los compromisos de las violencias bélicas del


siglo XVI con la memoria y la autoimagen del pasado nacional
mexicano a la luz de la normalización de la violencia.

Violencia político-militar

En esta segunda tematización del sociograma referido se repre-


sentan las relaciones del Estado contemporáneo –entendido co-
mo un monopolio de violencia y de recursos para administrarla–
con proyectos político-militares que, fraguados desde instancias
gubernamentales, consiguen someter a las minorías sociales o las
oposiciones al interior y/o al exterior de una demarcación estatal.
La tematización, en este caso, vincula el universo de posi-
bilidades de realizaciones violentas que, por el lugar institucional
que ocupan, pueden emprender (sin esperar castigo legal) los
cuerpos militares y/o policiacos en detrimento siempre de un
sujeto que puede ser, según las circunstancias, el criminal, el insu-
rrecto, el enemigo.
Desde “La fiesta brava”, que revisé en la tematización
anterior, ya observaba la manera en que se enuncia a un capitán
Keller que “se encuentra a miles de kilómetros de aquel infierno
que envenena de violencia y de droga al mundo entero y usted
(Keller) contribuyó a desatar” (Pacheco; 2003: 68), a saber:
Vietnam. Ahí, toda referencia al proceder violento está encauzada
por la premisa de que ocurre una guerra, una intervención militar,
que no se supedita al desprecio mutuo de los partícipes, sino a los
proyectos políticos que colocaron a los combatientes en esa
posición.
Ese mismo sentido adquiere el cuento Operativo en el trópico
(1994), de Carlos Montemayor. Narración desde la voz atacante,
desde un militar estadounidense temeroso y arrepentido, Stephen,
que se describe en la selva, entre el resonar de detonaciones de
armas, “perdido en un país que no era el mío, en un país nunca
mío. Y nosotros, siempre perseguidos y ahora persiguiendo, sofo-
cados siempre por la muerte y ahora matando” (Montemayor;

168
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

1994: 12). Aquí, Montemayor suplanta su voz con la de un solda-


do, y mediante el procedimiento textualiza la expresión de su-
praindividualidad de los conflictos políticos armados. Éstos, ve-
mos, escapan de las voluntades personales y se configuran a
través de mecanismos institucionales que precisan, bajo los argu-
mentos que sean, de personas atacantes.
Existen tipificaciones de militares, como el comandante
Keller, orgullosos de su tarea, pero también representaciones del
descuadre entre propósitos de gobierno y propósitos personales,
como ocurre con Stephen, que dejan ver esa convicción de des-
precio a la violencia, esos efectos de la normalización negativa,
aun cuando su creadora sea, precisamente, la institución que en el
devenir histórico la ha monopolizado y administrado: el Estado.
Además, también puede referirse a un tipo de violencia
dada por legítima, avalada por el Estado, que es la policiaca, y que
opera como mecanismo de vigilancia y control de crímenes o
negligencias de los civiles. Pero violencia que, como puede verse
en el cuento “¿Qué no ves que soy Judas?” (1988 [1987]), de
Emiliano Pérez Cruz, no siempre es empleada para garantizar la
armonía, sino que incluso puede ir en detrimento de los civiles a
los que supuestamente se salvaguarda. En esa construcción del
discurso narrativo se alude a una patrulla que cerca de un río de
aguas negras se detiene para que dos oficiales abandonen el cuer-
po de un joven “sangrado, cabizbajo, desmadejado” (Pérez; 1988:
997), al que tiempo antes los mismos policías secuestraron sin
aval judicial y golpearon. En la textualización no se ofrecen ma-
yores datos para establecer puentes causales claros que justifiquen
el ataque al joven referido, mas sí se dimensiona la representación
social de los policías como sujetos que, cuando menos, cuentan
con los recursos materiales para someter a quienes, por indicación
expresa o por corrupción, toman bajo su poder.
Es preciso, sin embargo, remarcar que las confrontaciones
bélicas o los ataques policiacos ilustran sólo de manera parcial las
relaciones de sometimiento político-militar. Al explorar esta te-
matización en la literatura, localizamos, cuando menos, un ele-

169
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

mento más, que en el cuento “Hegel y yo” (1997 [1974]), José


Revueltas se encarga de textualizar, y que consiste en la reclusión.
Ser condenado a permanecer en una cárcel, por más que el com-
portamiento humano lo amerite y exista un marco jurídico que lo
respalde, es un acto de supresión de libertad que, al tiempo en
que se toma como medio de readaptación social, involucra a los
presos en dinámicas de violencia derivadas del confinamiento.
Los policías vigilantes, ocupan, nuevamente, una posición mate-
rial y jurídica de superioridad. A esto se agrega la latencia de las
rivalidades entre los reclusos. Narra el protagonista del cuento,
por ejemplo, que Hegel, “el muy cabrón quiso matarme, para
quedarse con la celda solo” (Revueltas; 1997: 244).
Lo que se observa en esta tematización, desde el combate
hasta la reclusión, es que la violencia política se configura como
una práctica de la que participan humanos habilitados para la
tarea (policías, militares), pero supeditados a un orden que no es
el que ellos deciden, sino el que es decidido desde instancias gu-
bernamentales a las que ellas sirven como sujetos anónimos, co-
mo recursos.

Violencia y sentimiento de dominación

Desde que la violencia es un medio legal para el sometimiento de


la población rebelde o criminal, al tiempo en que es el recurso
último que puede emplearse para mantener vigentes determinadas
reglas de convivencia, y desde que buena parte de esa población
sabe cuáles de sus actos podrían ser susceptibles de coacción físi-
ca, se funda una relación típica de dominación. Dominación no
sólo en acto, sino en latencia. La certeza relativa de que cualquier
ataque material e inmaterial a los intereses del Estado será contro-
lado activamente, o al menos eso se intentará.
En ese sentido, la tematización que violencia y sentimien-
to de dominación configuran refiere a los posicionamientos que
los sujetos han generado para poner en discurso la experiencia de
subordinación al régimen estatal, esto es, de inferioridad material

170
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

e intelectual respecto a las instituciones ya de vigilancia y castigo o


de procedimientos burocráticos. Asimismo, pero referida a otro
tipo de orden (el de las costumbres, el de la moral), se funda tam-
bién un vínculo entre sentimiento de dominación y violencia táci-
ta que anuda la percepción humana con la representación de que
no se puede fallar a ciertas normas, so pena de castigo moral. En
ambos casos, íntimamente vinculados a las actividades de la vida
diaria, lo que queda de manifiesto es el saber social del orden, de
lo permitido, de la libertad limitada, en relación con los mecanis-
mos de mantenimiento o control de los desvíos, de lo no permi-
tido. Veamos a qué me refiero.
En “Desnuda” (2003 [1978]), de Guillermo Samperio, un
recuerdo persigue a Bernardo: “la chinga que le habían puesto a
Rafael” (Samperio; 2003: 637). No se precisan las causas de la
golpiza, mas sí la crueldad empleada en el acto, tanta que “en el
momento en que le propinaban los primero golpes a Rafael las
ingles se le empaparon, […] los orines se le escurrieron por los
muslos” (Samperio; 2003: 637). Esa escena violenta no llega a
repetirse en el discurso narrativo, y sólo opera como memoria del
personaje. Sin embargo, el recuerdo adquiere sentido en el con-
texto en que se encuentra Bernardo. Se trata de un activista, un
militante de la revolución sexual, con afinidades sentadas en la
lucha proletaria y contra los moralismos, que, aunque no se aclara
en el texto, parece ser perseguido políticamente a causa de esas
convicciones: Tanto Bernardo como su esposa, Georgina,
“entraban en un remanso esperanzador. A no ser por las deten-
ciones de la semana pasada” (Samperio; 2003: 640).
La violencia patente en el ataque a Rafael no existe sino
como violencia latente en la trama de que participa Bernardo. Ahí
descansa el sentimiento de dominación. Sentimiento que se pro-
longa a lo largo de la anécdota con que concluye la narración: El
personaje principal se da cuenta de que es perseguido, mientras
viaja en el transporte público, por un grupo de hombres “more-
nos”, con “bigotito de padrote”. Todo su trayecto es especula-
ción y ansia: “Ya nos jodieron”, piensa (Samperio; 2003: 640). En

171
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

un “tic del labio superior se concentraba el temor y un poco de


coraje” (Samperio; 2003: 644). Al final, Bernardo no es intercep-
tado. Pero la latencia de la violencia se textualiza de manera evi-
dente en las últimas líneas del cuento: Uno de los hombres que lo
siguen aborda el mismo vagón del Metro en que él se transporta.
Aguarda dos estaciones. Y al llegar a la tercera, se pone de pie, se
acomoda el pantalón, y, en el acto, deja ver que “en la cintura […]
llevaba acomodada una pistola” (Samperio; 2003: 647). Eso no
parece una coincidencia. Antes bien, un aviso.
La presencia paradigmática de los coartadores de libertad,
de los emisarios de la coacción, y, en consecuencia, activadores
del sentimiento de dominación, sin embargo, no consiste sólo en
hombres armados, fuertes. Como expuse al describir la presente
tematización, la percepción de ser dominado o dominada se diri-
ge también al orden moral o por vía de instituciones no necesa-
riamente de coerción. “Desnuda” es un claro ejemplo, toda vez
que –se anuncia en el cuento– otra característica de la pareja pro-
tagonista es que redistribuye los roles de género en su hogar para
deshacerse de costumbres dadas por válidas, no cuestionadas,
impuestas; pero también los cuentos “Las dos Elenas” (2009
[1964]), de Carlos Fuentes, y “La ley de Herodes” (2002 [1967]),
de Jorge Ibargüengoitia, echan luz a la tematización.
El primero, “Las dos Elenas”, es un contrapunto entre
dos mujeres, madre e hija, que se exacerba en la medida en que
las convicciones tradicionales de una contrastan con la posición
reacia a la moral de la otra, la menor. El conflicto reviste su ma-
yor expresión como consecuencia de que la Elena hija no reprime
su valor para opinar frente a su padre que “una mujer puede vivir
con dos hombres para complementarse” (Fuentes; 2009: 141) y la
Elena madre, mediadora, acude a Víctor, su yerno, para solicitarle
que “por su propio bien usted debe sacarle esas ideas de la cabeza
a su mujer” (Fuentes; 2009: 141). En el desarrollo del discurso no
se llegan a liberar las tensiones, pero vale considera que los posi-
cionamientos de las Elenas es el nivel mismo en que el consenti-
miento o no de la moral deja ver la búsqueda constante de la

172
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

normalización. Si bien la madre no se presenta como una figura


de autoridad tirana, en su insistencia por normalizar a su hija deja
ver esa operación de micropoder a la que se refería Foucault
cuando consideraba que la vigilancia y el control social se consi-
guen no sólo por la vía de instituciones judiciales, sino también
gracias a la participación de todos y cada uno en la reproducción
del orden esperado.
Asimismo, resulta relevante notar que la textualización del
sentimiento de dominación ocurre aquí en referencia a un espacio
civilizado, donde no se señalan ataques físicos, donde todo se
desenvuelve en el escenario de la discusión pacífica, pero donde
la desobediencia de la Elena menor estriba en su percepción de
los encadenamientos morales, de la coerción que ejerce la socie-
dad, “los otros” (léase: la familia), sobre las posibilidades de em-
prender elecciones tan íntimas como la de una pareja amorosa.
En el caso de “La ley de Herodes”, por otra parte, pode-
mos explorar cómo la tematización de lo violento y el sentimiento
de ser dominado está enlazada a un juego político-ideológico in-
ternacional al que se subsumen los sujetos. En él, la representa-
ción de la hegemonía política estadounidense y los mecanismos
institucionales e informales de que se vale para relacionarse con
otros países (como México), bajo una implícita subordinación,
textualiza la dimensión de la violencia que ahora observo. Tan
sencilla es la anécdota como un examen médico aplicado como
requisito para que dos mexicanos pudieran estudiar becados en
Estados Unidos. Pero en esa sencillez, el énfasis de que “este
examen médico es otra de tantas argucias de que se vale el FBI
para investigar la vida privada de los mexicanos” (Ibargüengoitia;
2002: 17) y de que además es un procedimiento que implica la
“humillación” de pasar por una exploración anal de “úlceras en el
recto”, redirige la representación de un estadio médico a un esta-
dio político, donde la incapacidad de vencer al orden establecido
se traduce en impotencia y la prueba fehaciente –pensada por el
individuo– de que no se puede vencer lo institucionalizado, y de
que permitir que la mano de un médico explore una parte íntima

173
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

del cuerpo puede dar fe de que “yo me había doblegado ante el


imperialismo yanqui” (Ibargüengoitia; 2002: 20).

Violencia como asunto regional

El sociograma de la violencia tematizado en la literatura también


deja ver una evaluación que con frecuencia se da por objetiva,
como si al mismo tiempo no tuviera que ver con la existencia de
representaciones sociales al respecto. Me refiero a la observación
de que en México hay regiones más violentas que otras. Que, por
ejemplo, las tendencias en el norte (o cuando menos en la provin-
cias rancheras) del país orientadas a resolver los problemas por
vía de la agresión son cotidianas. Que en esas zonas es común
una balacera para saldar cuentas. En 2013, estados como Sinaloa,
Tamaulipas, Chihuahua, fueron focos de atención periodística
porque, en efecto, ahí han ocurrido asesinatos con frecuencia.
Esto en el contexto de la llamada guerra de y contra el narcotráfi-
co. Sin embargo, al leer “El gusto por los bailes” (2010 [2009]),
de Daniel Sada, recreado en la ciudad de Saltillo en 1900, bien
pareciera que el tiempo transcurre, pero acontecimientos similares
continúan sucediendo en las localidades norteñas del país.
En buena medida los narcos contemporáneos y los mato-
nes de antaño se vinculan por la representación social del “ma-
cho” mexicano, del individuo que, impulsado por el prestigio de
ser reconocido como valiente o por los bienes sociales y econó-
micos que consigue al así ser, no cede, en términos de Elias, ya a
las coacciones del Estado o a las autocoacciones de que debería
ser presa (Elias; 2011: 548), aun con las consecuencias que eso
pueda originar. El macho, de tal suerte, es violento no sólo por
impulso, sino por la negociación de ese impulso con el crédito
social (o ahora también, el dinero) que obtiene al no contenerse.
Así, en el cuento de Sada se textualiza a un:

174
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

macho ejemplar retetosco, dado que adrede portaba una pistola


preciosa, hartos brillos repentinos tras la funda, en la cintura, y
Rosita, temblorosa, le preguntó si aquella arma estaba llena de
balas, a lo que él nomás sonrió, y dijo muy circunspecto:
–¿Cómo crees que voy a andar con una arma descargada? No,
mi reina, eso jamás. Soy un hombre de respeto. Conóceme
desde ahora. Soy Hipólito Cantú (Sada; 2010: 403).

Macho que, al final, con esa pistola que deja ver, asesina a
Rosita Alvírez, la protagonista, en medio de un tumulto de dan-
zantes que asistían a un tradicional baile local, por haberse resisti-
do a bailar con él. Macho que es enviado a prisión, como
coacción externa a su actuar, pero que en su proceder reitera esa
imagen social del hombre en lucha constante por el prestigio.
Un dato adicional que puede brindarse al respecto, pero
que no deja de ser relevante para esta tematización, es la relación
intertextual, interdiscursiva e intersemiótica del cuento citado con
relación al corrido mexicano “Rosita Alvírez”. Toda vez que los
corridos han confeccionado un espacio de producción de sentido
verbalizado en regiones norteñas de México y, asimismo, un me-
dio típico de expresión de representaciones sobre acontecimien-
tos memorables en torno a, por ejemplo, la figura del macho vio-
lento, Sada retoma la anécdota de la canción, la hunde en las pro-
piedades discursivas de la literatura, donde la textualización
prescinde de acompañamiento musical; pero al mismo tiempo
dialoga con el corrido por medio de la métrica en octasílabos y
eneasílabos que emplea para su prosa. El contacto entre discursos
no es gratuito para observar el sociograma de la violencia, y antes
bien permite ver cómo, en efecto, ciertas demarcaciones territo-
riales emplean medios verbales, como la música, para hacerse de
una imagen propia, a la que los demás pueden tener acceso, don-
de no siempre la violencia es negativizada, por más que la hege-
monía discursiva dicte que así sea.

175
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

Violencia y guerra del narcotráfico

Justo algunos argumentos que esbocé a propósito de “El gusto


por los bailes” en relación al macho narcotraficante encuentran
un cauce para prolongarse en el cuento “Un asunto pesado”
(2004), de Héctor de Mauleón, éste sí propiamente tematizado en
el contacto de la violencia con el mundo del narco.
Ahí, un ex boxeador, apodado El Tiburón, es contratado
por El Muerto, secuaz de Lino Zambrano, para golpear a otro
traficante enemigo, Ibarrola, con miras a que la agresión de uno
conduzca a la confesión del otro:

–Éste es mi amigo Ibarrola –le informó El Muerto–. Mañana


temprano su gente va recibir a un hombre que viene de Guada-
lajara. Trae 16 kilos. Llega totalmente solo.
–Pero da la casualidad de que a Lino Zambrano no le gusta que
ningún jalisquillo venga a meterse al estado. Así que Ibarrola va
a decirnos quién trae la mercancía, a dónde va a llegar, cuántos
judiciales van a estarlo esperando.28

El escenario de traiciones y alianzas, de empleo positivo


de violencia como parafernalia y como recurso del quehacer de
los narcotraficantes, articula en este discurso narrativo una repre-
sentación que ocurre al margen de la normalización. ¿A qué me
refiero? A que los contenidos textualizados no insisten en la
hegemonía del discurso de la violencia, donde la negatividad es el
canon. Antes, se dota de naturalidad a la práctica criminal, sin
repasar por escrúpulos o lamentos. Así como sucede con el box,
entendido como una práctica de daño justificada por la técnica
deportiva y el espectáculo avalado por los participantes, los pro-
tagonistas de la violencia derivada del tráfico de drogas no son
representados desde el discurso político o moral que los designa,
sino desde la certeza propia que a los narcos les genera disputarse

28 No se anota la página porque el texto fue consultado en línea. La referencia


se encuentra en la bibliografía.

176
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

territorios y mercados por vía de la tortura, los enfrentamientos


armados y, en última instancia, la muerte.
Esto confirma la normalización del discurso de la violen-
cia en dos sentidos: Primero, en tanto deja ver su calidad de ten-
dencia, es decir, regulación no absoluta que puede ser desafiada
por otros órdenes. Y segundo, como vigilancia de la normaliza-
ción hacia la otredad, como una mirada social dispuesta en el
texto del autor literario que le permite verbalizar eso que es pre-
ocupante para la sociedad, esas violencias irresueltas que se re-
producen, como las del narcotráfico, y no satisfacen las expectati-
vas civilizatorias de entera pacificación.

Violencia y venganza

Una tematización más que se ha confeccionado en la literatura


mexicana contemporánea descansa en el hecho de que la violen-
cia puede ser un medio para infringir daño intencional, con miras
a que ese daño salde cuentas pendientes; que sea una forma de
intercambio simbólico, llamado venganza, a través del cual una
experiencia violenta o no del pasado, pero que ha dejado la im-
presión de deuda abierta, encuentre su moneda de cambio.
Mientras que en el mundo de relaciones bélicas del nar-
cotráfico –como ya lo veíamos desde el cuento de Héctor de
Mauleón– puede ser considerada a la venganza violenta como una
forma cotidiana de proceder, por otra parte, hay evidencias que
prueban que este medio –la violencia– no le es exclusivo al narco
y, antes bien, lo comparte –no sin implicar ciertas diferencias–
con otras interacciones, como las propias de la vida cotidiana, de
las historias personales.
En “Pieza tocada” (2011 [2005]), de Vicente Leñero, un
duelo de ajedrez conduce, por la intensidad del combate intelec-
tual, a la agresión verbal y, más tarde, a la violencia material, trági-
ca. Don Camilo, un cubano ex guerrillero, de modales rudos y
vivaz para las contiendas sobre el tablero, vence en una partida al
personaje principal del cuento (que, aunque no es identificado,

177
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

parece ser un Vicente Leñero de ficción), entre insultos: “Ya te


hice mierda: chúpate esa [sic]” (Leñero; 2011: 59).
La experiencia de derrota se textualiza en la narración del
protagonista, quien enuncia que pagó cincuenta pesos de apuesta
“y nunca más volví a jugar contra don Camilo. Pero juré vengar-
me” (Leñero; 2011: 59). En este caso, la venganza se planea simé-
trica: Conseguir a alguien que reprodujera la humillación vivida,
alguien que venciera al cubano. Sólo eso. En efecto, después de
una serie de intentos fallidos, es Miguel López Campos, campeón
mexicano de ajedrez, quien, por invitación expresa del narrador
del cuento, desafía y vence a don Camilo. Se consuma la vengan-
za sobre el tablero. Pero los aplausos de los espectadores en de-
trimento del ahora derrotado, así como la exigencia de que se
pague la apuesta, desatan la furia de aquel misterioso ajedrecista,
quien, sintiéndose ofendido, responde con un certero disparo de
pistola –que guardaba por debajo de su gabardina– en la cabeza
de su último oponente.
Un desajuste entre la causa y la consecuencia del asesinato
descrito en “Pieza tocada” conduce a un jaque mate sangriento,
inesperado, un “escándalo público que sacudió a la Ciudad de
México durante semanas” (Leñero; 2011: 76), y que, a la luz de la
relación entre violencia y venganza, pone de manifiesto uno de
los sentidos del daño: lastimar para sopesar una ofensa sufrida
que no se olvida.
El ejemplo descrito, sin embargo, puede ser una de las
últimas consecuencias del sentimiento de venganza. En la plurali-
dad del mundo, las posibilidades de consumar una violencia para
saldar un perjuicio anterior son amplísimas y varían según los
contextos. Aquí, al estudiar la literatura, no me aproximo, desde
una mirada causalística, a los motivos que desencadenan uno u
otro acontecimiento. Tan sólo localizo la manera en que el socio-
grama se reconstituye en las representaciones literarias, al punto
en que emergen en ellas las figuras paradigmáticas que participan
del acto de vengar, ya con violencia letal o no letal.

178
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

“La extremaunción” (2011 [1994]), de Enrique Serna, en


este sentido, textualiza un acto violento que no conduce a la
muerte, pero que implica violencia para consumar la venganza.
Ahí, un sacerdote que en su juventud fue separado de la mujer
con quien planeaba casarse se reencuentra con la señora que es-
tropeó los planes: la tía de su enamorada, vieja ahora, postrada en
la cama, desahuciada, ya sólo a la espera de la bendición sacerdo-
tal antes de morir. Espera que, por otra parte, el padre se encarga
de dejar abierta, inconclusa, porque viola el ritual católico de la
extremaunción violando –sí, violando– a la anciana. En palabras
del protagonista:

Estoy dándote lo que me pedías. ¿No era esta tu fantasía de


minusválida cachonda? ¿Qué te molesta entonces? ¿Que te la
cumpla tan a destiempo? Sí, tú ahora quieres el perdón de Dios,
no estas manos vengadoras de su ministro que te frotan los se-
nos arrugados como higos secos, no estos dedos que se intro-
ducen a la telaraña de tu sexo, no este dolor de morirte con to-
do el cochambre en el alma. (…) Querías irte al cielo por la ruta
de los oportunistas y yo vine a impedírtelo con un sacramento
nuevo. Esta es la extremaunción que te mereces, esta tu gloria:
la de viajar al infierno con el vientre lleno de mis santos óleos
(Serna; 2011: 175).

En este ejemplo, aun cuando la fatalidad de la muerte se


anuncia de manera implícita, la representación de la violencia
consiste, antes que en matar, en el acto de violar un cuerpo que
no puede defenderse, pero no como resultado de un impulso
sexual incontenible, sino de la consciencia verbalizada de las con-
secuencias al menos míticas que eso tiene: Que la mujer muera
sin esperanza de salvación divina. No perdonada. Sucia.
Y al poner sobre la mesa un discurso donde se objetivan
–desde el lenguaje– los medios violentos como recursos para la
venganza, por extensión se visibiliza esa representación de la vio-
lencia donde no ocurre como un proceder irracional, sino, en

179
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

ciertos casos –bajo ciertas condiciones–, como un saber planea-


do, calculado, intencionado.

Violencia regulada: los deportes, la escuela

En esta siguiente tematización, donde reúno con cierta arbitrarie-


dad, pero con una justificación de por medio, a los deportes y las
prácticas disciplinarias escolares, planteo que existen ciertas vio-
lencias dadas por positivas o “civilizadas”, toda vez que no
desafían órdenes deseables. Las representaciones que se producen
en torno a ellas, en este sentido, pueden ser polémicas, porque no
dejan de ser referencias al daño, algo poco deseado por las socie-
dades que negativizan la violencia, pero con frecuencia pasan por
aceptables.
Respecto a los deportes, Norbert Elias y Eric Dunning se
preguntaban de qué manera tuvo lugar una civilización “de los
juegos-competiciones” caracterizada por “limitaciones impuestas
a la violencia sobre los otros por medio de normas sociales que
demandan una gran dosis de autocontrol” (Elias y Dunning;
1996: 36). Las observaciones de los autores, que no pueden ser
resumidas en una frase, y que aquí no es momento de delinear,
reconocen la tensión entre actividades de combate o de ocio y las
“reglas para mantener tales prácticas bajo control” (Elias y
Dunning; 1996: 31), así como, por otra parte, la organización
social de un escenario público, de un tipo de actividades, donde el
daño se supedita a la técnica o al espectáculo, motivo por el cual
la negativización de la violencia se eclipsa también.
A través de esta mirada podemos centrar la atención en la
normalidad con que dos representaciones de violencia no toma-
das por negativas se textualizan. Una relativa al box; otra, a la
disciplina escolar.
“El Rayo Macoy” (1991 [1984]), cuento escrito por Rafael
Ramírez Heredia, es la historia de un boxeador, Filiberto Macario
Reyes, que asciende a la fama y a la riqueza luego de una serie de
victorias sobre el ring que comienzan con un triunfo en Los

180
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

Ángeles. Al contrario de El Tiburón, ese personaje que migra del


box al narco en “Un asunto pesado”, se trata de un personaje que
triunfa por la vía del espectáculo y que mediante golpes permiti-
dos, daños regulados por la técnica boxística, emerge a un mundo
de recursos y relaciones que contrasta con su vida pasada como
repartidor de paquetes en bicicleta. Un personaje al que, dada su
profesión, le es permitida la violencia explícita sobre el cuadriláte-
ro, pero que, por otra parte, tiene que arreglárselas para lidiar con
los compromisos negativos, hasta judiciales, de agredir fuera del
espectáculo, como sucede con la golpiza que le propina a su pare-
ja, y de la que sí tiene que dar cuentas.
En “El verano y sus mosquitos” (2009 [1980]), de Juan
Villoro, por otra parte, el punto de tensión violenta se articula en
torno a la normatividad escolar, al confinamiento no penal vivido
por estudiantes. Un par de mexicanos permanecen en un interna-
do de verano en Estados Unidos. No pueden salir de ahí, por lo
que se ven obligados a llevar el ritmo de vida que se les dicta. La
disciplina no es militar, pero se supedita al humor de los dos vigi-
lantes de la escuela (uno menos estricto que el otro). Se come tan
poco al interior del lugar que hasta los estudiantes se perciben
más flacos que antes. El hecho de que estén semirecluidos y de
que cuando menos su libertad de tránsito quede cancelada, no se
presenta como una bestialidad, como una violencia negativa, sino
como parte de un orden establecido.
La fábula encuentra su punto conflictivo cuando, no obs-
tante, en la primera oportunidad que se presenta para que los
protagonistas emprendan la huída, éstos, sin titubear, cruzan ese
lago que divide al internado de su “libertad”, mostrando así que
“lo que nos pasara en realidad no tenía tanta importancia porque
iba a ser algo tan trivial como salir del agua, secarnos y no volver
a la escuela. Lo importante era seguir imaginando el escape” (Vi-
lloro; 2009: 309).
De tal suerte, el confinamiento escolar, que a primera vis-
ta no parece ser un espacio de violencia, pues a lo que se apela ahí
es a la disciplina, a la enseñanza, es puesto en crisis. Si bien, se

181
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

esperaría que la educación formal impartida en el internado resul-


tara enriquecedora y positiva para los estudiantes, en el escape se
revela la ansiedad, la negatividad, con que los internos viven la
suspensión de su libre tránsito, esto es, la restricción de acceder a
otros medios de interacción que no sean los que se ofrecen –casi
obligadamente– en el centro educativo del que consiguen huir.

Violencia infantil hacia y desde los niños

La violencia hacia los niños se elabora en una dimensión doble,


tanto física como moral. En el estadio civilizatorio actual de la
sociedad, provista de mecanismos legales, de procuración del
bienestar infantil y de vigilancia colectiva permanente, no se foca-
lizan ni se investigan sólo los daños corporales de que pueden ser
víctimas los menores. Se va más allá: al nivel de las afectaciones
morales, de la degradación emocional, ejercidas como resultado
de la operación de representaciones colectivas que hacen visibles
diferencias sociales derivadas de diferencias biológicas (tener ma-
yor o menor edad). El hecho de que se golpee a un infante genera
desprecio porque rige de por medio la normalización negativa de
la violencia y, aunado a esto, el perjuicio se contextualiza en un
tipo de sujeto identificado como vulnerable, de pocas defensas,
sensible, al que la sociedad, mediante sus mecanismos formales y
sus discursos sociales, asume que debiera proteger.
Emerge así, en esta tematización, una polaridad de la rela-
ción víctima-victimario casi maniquea, severa con el adulto y
condescendiente con el niño, que, en una ficción literaria no muy
realista, pero sí nutrida de la representación paradigmática y bina-
ria de la violencia infantil, podemos atestiguar de manera clara: La
peor señora del mundo (2007 [1992]), de Francisco Hinojosa.
Al ser una obra destinada al público menor de edad, en
este cuento no prima la sangre ni la descripción pormenorizada
de los dolores que ocasiona esa mujer, “la peor”, descrita como
un ser siniestro, “gorda como hipopótamo”, que tenía “uñas
grandes y filosas con las que le gustaba rasguñar a la gente”

182
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

(Hinojosa; 2007: 7). En lo que la construcción narrativa insiste es


en tipificar la maldad, la rareza con que los sujetos que se enun-
cian en el texto la conciben encarnada en una persona anormal,
una que socialmente se espera –se representa– como maternal,
cariñosa, pacífica y que, en este caso, se textualiza –porque el
autor tiene esa posibilidad de posicionarse de manera antagonista
a las representaciones dominantes– como un mala madre, mala
vecina, mala mujer por el mero afán de dañar. Hay que estar en
contra de las construcciones morales que proveen de atenciones a
los niños por sobre otros sujetos para ser alguien que:

A sus cinco hijos les pegaba cuando sacaba malas calificaciones


en la escuela, y también cuando sacaban dieces. Los castigaba
cuando se portaban bien y cuando se portaban mal. Les echaba
jugo de limón en los ojos lo mismo si hacían travesuras que si
le ayudaban a barrer la casa o lavar los platos de la comida
(Hinojosa; 2007: 8).

Consideran Robin y Angenot que “la literatura se resiste a


la hegemonía mediante el exceso” (Robin y Angenot; 1991: 78).
En “La peor señora del mundo” se confirma la observación gra-
cias a que su discurso narrativo no textualiza a manera de espejo a
la madre que se quiere, la normal, sino que, teniendo como con-
trapunto la supremacía de las representaciones optimistas de la
mujer, señala a su antítesis, y mediante esa estrategia, pone en
vigencia la composición del discurso normalizado de la violencia:
negatividad ante el daño, máxime si éste se propina a seres consi-
derados indefensos, como los niños.
Pero, por otra parte, esta tematización considera también
una ampliación de la típica dimensión víctima-victimario en la
violencia infantil, donde siempre el victimario es un sujeto mayor.
A la luz del llamado bullying escolar, que ha reconfigurado la no-
ción de daño hacia niños, habida cuenta de que ya no sólo los
infantes se representan y fungen como receptores del mismo,
sino también como sus creadores, el universo discursivo de la

183
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

violencia es susceptible de entenderse al mismo tiempo como un


campo de representaciones de violencia desde y hacia los niños.
Tenemos, así, “Reunión en la escalera” (2008), cuento de
Guadalupe Nettel que textualiza un ritual escolar que “tenía lugar
el primer día de clases […], año con año” (Nettel; 2008: 209): A
lo alto de las escaleras que conducen a una primaria, dos niños y
dos niñas se encuentran para decidir quién del resto de los alum-
nos será “el elegido” de ese periodo escolar: Alguien no muy
fuerte ni que parezca valiente para denunciar al equipo. Alguien a
quien humillar. Una presa para esos atacantes, victimarios, ansio-
sos de causar daño a sus pares:

Tanto el sexo de la víctima, como el color de su piel o de su


vestimenta, no estaba determinado de antemano. Era una cues-
tión de azar únicamente, porque ni Marina ni yo, aficionadas al
fútbol y a imponer nuestra voluntad de manera física, nos
sentíamos solidarias con las mujeres y, entre aquellos seres
débiles y encalcetados, había varias que hubiéramos querido ver
devoradas por el irremediable salvajismo de nuestros compañe-
ros (Nettel; 2008: 210).

En la voz de la niña narradora, que enuncia también las


voces de sus secuaces, se actualiza la configuración de la violencia
escolar fraguada entre personajes de similares condiciones jerár-
quicas y biológicas, donde, al contrario de La peor señora del mundo,
se invierte la representación de la maldad adulta por la maldad
infantil y, en esa textualidad, se recrea de paso una representación
más amplia de los niños, en la cual, vemos, éstos ocupan un lugar
negativo, antagonista, que desdice –pero no vuelve falso– el dis-
curso predominante de la inocencia y la vulnerabilidad que típi-
camente los arropa, cuando menos, ante la ley.

184
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

Violencia doméstica

El daño a los niños es también una constante de la violencia


doméstica, aunque la participación de la pareja o, en su caso, los
padres, reviste aquí nodal importancia. En esta tematización, sin
embargo, el contexto casero define la representación, toda vez
que el hogar supone el punto de referencia que, en su carácter de
privado, resguarda de manera relativa las violencias entre familia-
res, en la variedad de direcciones que se pueda manifestar.
En el caso de la pareja, un conocido cuento mexicano que
procede y alimenta al discurso de la violencia es “La sunamita”
(1994 [1965]), de Inés Arredondo. Anécdota de un tío y una so-
brina que se casan in artículo mortis, esto es, en la víspera de la
muerte del familiar mayor, con la intención de que la segunda
herede los bienes del primero (Arredondo; 1994: 124). Anécdota
que de los beneficios materiales que gana la sobrina se vuelca
hacia los compromisos matrimoniales a que se somete, porque el
tío enfermo no muere y antes bien mejora, tanto así que recupera
la energía necesaria para exigir a su ahora mujer que cumpla los
deberes sexuales derivados de sus nupcias, aun contra la voluntad
de ella. Textualización que verbaliza la estructura costumbrista del
matrimonio en el siglo XX, apoyada en buena medida por la pre-
sión enunciada desde fuera de la pareja, desde los otros (“enco-
miéndate a la Virgen, y piensa en tus deberes” –Arredondo; 1994:
132), pero consumada con violencia tras los muros de la
intimidad.

Narra la protagonista:

Luchando, luchando sin tregua, pude vencer al cabo de los


años, vencer mi odio, y al final, muy al final, también vencí a la
bestia: Apolonio murió tranquilo, dulce, él mismo.
Pero yo no pude volver a la que fui. Ahora la vileza y la malicia
brillan en los ojos de los hombres que me miran y yo me siento
ocasión de pecado para todos, peor que la más abyecta de las
prostitutas (Arredondo; 1994: 132).

185
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

Es aquí el daño enunciado lo que constata el daño vivido


y que, por el hecho de ser representado en un formato textual, no
se conoce sino por la referencia verbal, aun cuando los signos de
la violencia doméstica, en los hechos, se distribuyen en gestos, en
actitudes, en miedos implícitos, en comportamientos corporales.
Los agravios que sufre “La sunamita”, desde el punto de
vista de la normalización, son despreciables, por más que la única
que los enuncie sea la víctima. En este caso, la vida en hogar sin
hijos u otros parientes reduce los marcos de representación de la
violencia intrafamiliar a un lío sexual, de pareja. Incluir más
víctimas, victimarios o testigos al ámbito doméstico, ampliaría, en
consecuencia, la magnitud de lo violento.
Eso es lo que ocurre en “El montón” (1993 [1975]), de
Adela Fernández. En esta textualización, el protagonista, un niño,
confiesa que de grande quiere ser “encarcelado” porque, dice,
“pienso matar al cabrón de mi padre” (Fernández; 1993: 35). Un
hombre agresivo, borracho, dominante, que dispone la cama para
él solo, mientras sus hijos duermen “en el suelo, amontonados
como cadáveres envueltos en trapos” (Fernández; 1993: 36). Un
hombre que golpea y viola a su esposa, y que lo hace justo al in-
terior de los muros de la casa, donde parece que su violencia se
eclipsa del dominio público o se vuelve propia, no de los demás,
al punto en que quien interviene para intentar controlar los ata-
ques del padre hacia la madre es uno de sus hijos.
El discurso narrativo de este cuento engarza a las dos fi-
guras básicas de la familia nuclear: la pareja y sus descendientes.
Focaliza la negativización de la violencia en el discurso de uno de
los niños que presencian la historia, casi típica del machismo
mexicano, donde un ser somete y el otro permite el sometimien-
to. Hay sangre y golpes. Hay agresión verbal. Los hechos se en-
marcan en un campo de pobreza y marginalidad. Concluye con
una nueva violación sexual a la mujer de la casa –que poco tiem-
po atrás había parido– ante la presencia del niño narrador que
quiere defenderla. Y, en conjunto, todos estos elementos que se
recrean en el discurso narrativo, por más ficcionales que sean,

186
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

delinean a los sujetos y las condiciones paradigmáticas con que


opera de la violencia doméstica en el país, una violencia que, al
contrario de “La sunamita”, tiene más de una víctima, y de mane-
ras directas e indirectas lastima a quienes comparten ese lugar
llamado casa.

Violencia sexual

En el dominio de las representaciones sociales de la violencia


sexual no todos los discursos refieren al hogar porque, en los
hechos, no todas las violaciones tienen lugar ahí. La susceptibili-
dad de que un sujeto –que no tiene que ser forzosamente mujer y
joven– sea violado, acosado, corresponde a causas que pueden
variar según los contextos, y por lo tanto el fenómeno no es ex-
clusivo de un tipo de sexo, ni de clase social, ni de región geográ-
fica. Lo que me interesa mencionar en esta tematización es cómo
una vez que se dispone de recursos de saber para identificar qué
es una violación, la posibilidad discursiva de que ésta pueda
recrearse se debe a un marco de conocimientos sobre la todavía
no garantizada autocoacción sexual, que coloca al placer indivi-
dual por sobre la voluntad de otro, y emplea a la violencia física
como recurso.
“Valeria” (2011 [1997]), de Guillermo Fadanelli, justo
ayuda a visibilizar lo anterior: Un soldado que viaja de noche en
autobús cerca de la protagonista de la historia encuentra la oca-
sión oportuna para satisfacer sus deseos sexuales por vía de la
violación. No hay amor de por medio, no hay consentimiento
para que el cuerpo femenino sea tocado. Hay, en cambio, silencio.
El grito encapsulado de Valeria que “deseaba pedir ayuda, empu-
jarlo, escupir en ese rostro que atravesaba la oscuridad como una
media luna opaca, llena de cráteres y sombras, pero no podía
hacer que la vida volviera a su cuerpo” (Fadanelli; 2011: 201).
Así, en la narración no hay descripción de alborotos ni de
aparatosos movimientos para resistir al daño sexual que se perpe-
tra. La textualidad de la violación emerge en otro dominio, invisi-

187
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

ble para el atacante, pero dispuesto en los enunciados del cuento,


a saber: la mente de la víctima. Y en ese sentido, la presente tema-
tización enlaza en la literatura a la violencia con el padecimiento
corporal, así como la degradación emocional derivada de que la
intimidad corporal sea infringida para el beneplácito sexual de
alguien más.
La presencia del dolor, dolor negativizado, por lo tanto, es
inminente, desde que el principio que subyace a la violación es la
no aprobación del contacto sexual por una de las partes. Pero no
cualquier dolor, como el que se produce como resultado de una
accidental caída, sino

ese dolor que le rasgaba los muslos (de Valeria), la vagina, ese
dolor intenso que se escabullía por todos sus órganos era el gri-
to que no había podido dar, el aullido de todo el cuerpo que
volvía tan solo para morirse y quedar allí tendido, chorreado de
sangre (Fadanelli; 2011: 200).

Autoviolencia, violencia de género

¿Violenta y violentada pueden ser una misma persona? Sí. Sí, en


tanto que la noción genérica de la violencia descansa en el sentido
de daño provocado, por más que éste proceda de y aterrice en
quien lo produce. Etiquetada con el sello de “autoviolencia”, esta
tematización del sociograma estudiado puede, no obstante, suge-
rir cuando menos una contradicción: Si la normalización negativa
de lo violento supone que la víctima se posicione en contra del
dolor provocado, al cual considera repugnante por ser producto
del ataque, de la intención de dañar, ¿cómo puede al mismo tiem-
po estar a favor del mismo, tanto así que lo genera? Dos respues-
tas posibles, textualizadas en la literatura, tienen sede, por una
parte, en “Joven madre” (1991 [1981]), de María Luisa Puga, y,
por otra, en “Lección de cocina” (1993 [1971]), de Rosario
Castellanos.
En el primer cuento, la autoviolencia es resolución fatal,
instrumento (aun con su carácter nocivo) para desembarazarse de

188
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

líos personales. Es una suerte de negación de la subjetividad, de


“despersonalización, de desintegración de la personalidad, de
ruptura o de discontinuidad en la trayectoria personal” (Wievior-
ka; 2005: 100), que tiene por propósito “terminar” (de ahí la ne-
gación), mediante un daño letal, con esa sede de pensamientos y
emociones –donde convergen la conciencia y la vida– que es el
cuerpo humano propio.
Se textualiza, de esta manera, a “una joven madre que
sufría de depresión posnatal [y que] saltó por la ventana del cuar-
to piso de un hospital de entrenamiento en Londres, con su bebé
de tres días” (Puga; 1991: 1023). A una joven que la narración no
describe como obligada o influida de manera formal al acto suici-
da por alguien más, sino que es árbitro de la violencia a que se
somete. El referente de la depresión es nodal aquí porque articula
una causalidad no absoluta, no definitiva, pero que incide en la
representación de la autoviolencia como salida, como remedio,
como un saber para hacer que, pese a sus costos, deja ver fines
concretos.
Incluso cuando la joven madre haya inspirado su decisión
en “la ventana abierta en el baño, el trajín de las enfermeras en la
sala, el ruido de los coches abajo, el imaginar los días y los días y
los días” (Puga; 1991: 1022), la justificación verbalizada no anula
que el cuento devele, al describir el salto casi mortal, una repre-
sentación del autodaño dirigido, no casual, a sabiendas de sus
consecuencias, por más que derive de una consciencia trastocada
por la depresión.
En “Joven madre”, de tal suerte, la conciencia es constitu-
tiva del autodaño textualizado. No así sucede, como notaremos a
continuación, con “Lección de cocina”.
En esta última narración tiene lugar más bien una repre-
sentación de violencia dirigida a sí misma, a esa mujer tipificada
en el discurso, que, sin embargo, se violenta sin expreso saber o
afán. Violencia antes simbólica que física y voluntaria. Violencia
de género que la mujer de la segunda mitad del siglo XX se pro-
voca en el hogar y fuera de él como fruto del sometimiento a su

189
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

marido por la vía de encadenamientos morales, estereotípicos, a


los que la narración de Castellanos, no sin cierta burla, caracteriza
como propias de una “abnegada mujercita mexicana que nació
como la paloma para el nido” (Castellanos; 1993: 85).
La traducción textual de una conciencia femenina verbali-
zada que explica su padecer como consecuencia de “las responsa-
bilidades y las tareas de una criada” (Castellanos; 1993: 90) a que
su posición de ama de casa la comprometen, en contrapunto con
la pasividad, con la subordinación ante a su pareja, constata la
autoviolencia, una autoviolencia además normalizada, que es re-
presentada como lo no ideal (negativo) de cumplir un ideal: El da-
ño que se vive por obra propia no ocurre porque se cause a vo-
luntad, sino porque está atado a la incapacidad de renunciar a un
modo de vida, así como al hecho de que “yo lo acepté al casarme
y estaba dispuesta a llegar hasta el sacrificio en aras de la armonía
conyugal” (Castellanos; 1993: 96).
No por ser pasiva, sugiere la “lección de cocina”, se es
menos responsable de la violencia que una mujer dedicada al
hogar suscribe en su proceder ad hoc a las enseñanzas morales. En
palabras de Nahum Megged:

“Lección de cocina” traslada al lector a otra época. Ya no los


dolores del hambre, frío y la búsqueda de un techo y un hogar
para los hijos. El dolor de existencia se convirtió en dolor exis-
tencial. La violencia continúa, mas es verbal, refinada. Desapa-
recieron los golpes y las terribles borracheras. En lugar de la
palapa están los hoteles de Acapulco como escenario del in-
fierno. En lugar de la infame labor de atajadora, están los traba-
jos creados por la nueva sociedad industrial e intelectual. Mas
las puertas que se abren al infinito Hades, muestran que para
que haya infierno se necesitan sólo dos personas que deben re-
presentar la comedia del convivir (Megged; 2008: 6-7).

190
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

Violencia en interacción

La violencia que podríamos explorar si éste no fuera un trabajo


sobre sus representaciones textuales, la violencia que ocurre en la
práctica cotidiana o por razones contingentes en el cuerpo a
cuerpo, es, al necesitar de sujetos que la protagonicen, una vio-
lencia vivida en interacción.
Desde luego, esta tematización podría incluir al resto de
las que he delineado hasta el momento, habida cuenta de que en
ellas participan sujetos víctima y sujetos victimarios que en su
coexistencia se causan daño, al que, cuando la normalización rige,
se entiende como negativo. El propósito de delimitar al socio-
grama analizado en un estadio de interacción es, sin embargo,
mostrar cómo el texto es capaz de recrear situaciones donde la
violencia no está anunciada de antemano (como sí en la guerra o
en la práctica policiaca), sino que es producto de la afectación
correlativa de unos sujetos a otros.
Así sucede con la hostilidad no prevista que deviene en
violencia cuerpo a cuerpo en “A la sombra de una muchacha en
flor” (2003 [1987]), de Agustín Monsreal. Ahí, dos mejores ami-
gos, Benito y Fernando, comienzan a distanciarse después de que
uno –Benito– establece una relación formal con otra joven llama-
da Ludmila. Lo que antes fue una amistad estrecha, de complici-
dad, comienza a desmoronarse, e incluso a volverse conflictiva,
en la medida en que el compromiso de Benito y Ludmila
progresa.
El lector o la lectora del cuento puede intuir que el pro-
blema de fondo en la fábula no descansa completamente en el
reciente noviazgo, pues desde el comienzo de la narración se
textualizan diversas evidencias de algún tipo de celo entre los
amigos.
Mientras más se agrava la relación de los personajes, pue-
de notarse, más recurrente es la textualización de discusiones y
actos de violencia verbal. La discordia se vuelve un estado de
ánimo común. Finalmente, cuando se anuncia que los novios van

191
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

a casarse, Fernando encara a Benito. Quiere saber qué está pa-


sando, por qué tanto distanciamiento. Benito da la razón: Está
enamorado, pero no de Ludmila, sino de él, de Fernando. A par-
tir de ahí, de la confesión enunciada, la violencia crece exponen-
cialmente en la interacción. El desconcierto provoca ofensas ver-
bales, y de las ofensas verbales se arriba al daño físico:

Primero fue el ardor de la bofetada que [Benito] me acertó en


la cara, luego su garra encajada entre mis cabellos domando
mis intentos de embestida, su pierna como una palanca clavada
en medio de mis muslos, y la furiosa avidez de sus labios
chupándome los labios, el cuello, mordiéndome con bestiali-
dad, con una cólera sanguinaria, y su cuerpo y sus manos
catéandome, hiriéndome, humillándose y humillándome, lu-
chando por vencer mi resistencia hasta que mi cabeza desespe-
rada se estrelló contra su nariz y lo hizo retroceder (Monsreal;
2003: 506).

La amistad queda concluida con una riña, ese formato de


violencia que en cualquier momento puede emerger, por razones
más o menos comprensibles. Ese acto de dañar y ser dañado o
dañada. Un acontecimiento efervescente, emotivo, recíproco,
que, en este caso, selló un conflicto irresuelto, dejando “sembrada
en mi alma una amargura definitiva” (Monsreal; 2003: 506), según
Fernando.
Algo similar ocurre con el duelo verbal no previsto en “La
tumba india” (1993 [1962]), de José de la Colina. El cuento, escri-
to a manera de diálogos entrelazados que no se interrumpen por
acotaciones del narrador, pone de manifiesto a un par de (ex)
amantes en la escena de una cita donde ella le confiesa a él que se
casará con otro hombre. Una vez que la información desalenta-
dora para el hombre es develada, cada enunciado nuevo com-
promete al siguiente, al punto en que durante la conversación se
pasa en diferentes momentos de la sorpresa a la ironía, de la
ironía al reproche y del reproche a la ofensa. Como ejemplo, léase

192
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

el final de la interacción textualizada (el primer enunciado lo


emite él):

– ¡Ja!
–Si al menos no me guardaras rencor, si no me odiaras.
–¿Rencor? ¿Odio? ¿De qué hablas? Todo esto son tonterías,
amor mío. Ven. Vamos. Vamos al departamento y olvidemos
esas tonterías. Te amo y te deseo. Y luego me dirás si aún quie-
res casarte con ese animal. Ven, vamos al departamento.
Vamos.
–No querido, sabes que no iré. No terminemos mal esto.
–Sí, sé que no irás. No irás. Porque esta vez sería por amor, y
no hay que mezclar en esto eso que llaman amor, ¿verdad? Pe-
ro no puedo prometerte que no voy a guardarte rencor, que no
voy a odiarte. Porque quiero odiarte. Eso será lo que me quede
de ti. Tu odiado nombre, tu odiado rostro, tus odiados labios.
Y vete mucho al demonio, puta (De la Colina; 1993: 57).

No todo estadio de una discusión es violencia. No necesa-


riamente. Antes, la violencia se presenta como un horizonte al
que se puede arribar como consecuencia de una interacción que se
subsume, entre tanto, a la molestia, a la inconformidad, al autori-
tarismo, al antagonismo. En la textualización de “La tumba india”
los enunciadores enunciados por José de la Colina se asumen
como contendientes, como amigos al que la interacción, paso a
paso, conduce a la enemistad y al repudio, lugar propicio para el
ataque. Si bien en el texto se describe la historia de una relación
amorosa ambigua, “sin compromisos”, la inesperada declaración
de la mujer, que lapida ese romance, así como los deseos del
hombre, dota a la pareja de un recurso de saber compartido a
partir del que se enarbola, por la discordia que provoca, la
violencia.
Cuando la voz de él pronuncia “Y vete mucho al demo-
nio, puta” en el texto, la verbalización informa dañando. Las conno-
taciones de ir al demonio, de llamar a una mujer “puta”, son ne-
gativas desde la lente de la normalización de la violencia. Hay en

193
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

todo ello un sentido de degradación del uno a la otra. Pero lo que


esta tematización visibiliza es, de manera central, cómo la violen-
cia se produce en situación; cómo no estaba avisada con antela-
ción en el discurso narrativo, sino que es consecuencia de la mu-
tua afectación de los actos de la mujer sobre el hombre y vicever-
sa; cómo, aunque se “comprenden” las causas de la confronta-
ción, se toma por extraordinaria la violencia verbal efectuada;
cómo, finalmente, el discurso normalizador se mantiene en ope-
ración. Desde los atisbos de la eminente violencia, ella, la atacada,
ya va perfilando su posición de negatividad ante las ofensas de
que es objeto: “Por Dios, no hables así”. “Hablas como un per-
fecto cínico”. “Estás haciendo esto muy desagradable” (De la
Colina; 1993: 56).

Pensar la violencia

De hecho, en “La tumba india” no sólo se textualiza la violencia a


manera de actos verbales de los que los interlocutores son o emi-
sores o receptores. Una característica interesante de la construc-
ción narrativa de este cuento descansa en que, aunado al diálogo
yo-tú, la voz masculina enuncia también una conversación interna
consigo mismo (o que parece que piensa pero no dice a su acompa-
ñante, como en una suerte de autocontención).
En la textualización, al lector o la lectora se le presenta
una conversación escrita con los mismos diálogos dos veces, pe-
ro, en la segunda ocasión, los comentarios masculinos –aunados a
las oraciones originales– se prolongan con nuevas ideas verbali-
zadas escritas con letras cursivas, como si eso que se anota en
cursivas fuera lo que el hombre evita decir y, sin embargo, está
pensando mientras conversa con su contraparte. Así se dimensio-
na una violencia –resultante de la interacción– que apenas emer-
ge, pero no alcanza a dañar porque no aterriza en su destino.
Ocurre una manifestación de eso que Norbert Elias refirió como
una modelación del comportamiento civilizado que “obliga a los
seres humanos a calcular sus acciones” (Elias; 2011: 545), donde

194
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

la violencia no es siempre inmediata, sino mesurada, tanto así


que “el campo de batalla se vuelve al interior del individuo”
(Elias; 2011: 547).
Para ilustrar esta tematización, a saber, violencia y pensa-
miento, voy a referir a un cuento más: “Nightmare (La noche de
Mara)” (2012 [1999]), de Silvia Molina. La premisa es esa que ya
se avisaba: encontrar la violencia que se piensa y, por ende, no
provoca daño.
En la narración, los pensamientos de la protagonista con-
feccionan un lío mental que pocas veces emerge a manera de de-
claraciones exteriorizadas y que se mantiene mejor en el monólo-
go interior, no pronunciado. Los celos la invaden, la hacen titu-
bear en sus decisiones, la vuelven inestable frente a su esposo,
Rafael, luego de que Mara irrumpe en sus vidas. Mara es la aman-
te de Rafael. Y aunque enterarse del engaño le impone a la tam-
bién narradora, sin embargo, “el control del individuo por medio
de las coacciones permanentes de funciones pacíficas, orientadas
en función del dinero y del prestigio social” (Elias; 2011: 543), sus
comportamientos oscilan entre la moderación de sus impulsos
violentos y el escaparate de algunos.
Su duda es –dirigiéndose a una Mara con la que no habla,
sino que representa en su monólogo interior– “cómo actuar
cuando está frente a ti la mujer que persigue a tu pareja, o que
está intrigada por el alejamiento de que la ha hecho objeto tu
compañero”.29
Aquí, la tensión entre la violencia y la paz radica, pues, en
que el antagonismo de las dos mujeres, como fruto de la disputa
por el mismo hombre –disputa implícita que jamás llega al con-
tacto directo– se actualiza en la protagonista a manera de frustra-
ción vivida por no poder ceder a sus deseos de dañar: “¿Qué me
lastima? No ser capaz de lanzarle el tequila a la cara”. Es así que
el escenario de la violencia no puede ser otro que la mente, ese
espacio donde el pensamiento y el discurso se alían para desaho-
29 No se anotan las páginas de este cuento porque el texto fue consultado en
línea. La referencia se encuentra en la bibliografía.

195
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

gar lo que el cuerpo coaccionado no exterioriza, lo que las expec-


tativas civilizatorias acotan de antemano: “Súbitamente me invade
un impulso de jalar el mantel, de tirar las bebidas; y lo que hago es
pedir otro tequila”.
Sólo una violencia efectiva se verbaliza hacia fuera de la
narradora, pero no se dirige hacia Mara, sino a su esposo, esa
noche que es una pesadilla, “la noche de Mara”, cuando se en-
cuentran en una cena los tres, y la protagonista no resiste la humi-
llación de estar cerca de su rival: “¿Por qué no te la coges allí
mismo delante de todos? Eso es lo que busca –grito fuera de mí”.
Ese “grito fuera de mí” justo resulta fundamental para
alimentar los argumentos que expuse en esta tematización. La
referencia a gritar hacia fuera es un contrapunto en relación con
lo que hasta ese entonces habían sido gritos hacia dentro, conten-
ciones, comportamientos civilizados. Muestras de cómo opera la
normalización de la violencia, esto es, a manera de una modela-
ción de la personalidad que enrarece, que entiende como negati-
vo, el proceder que daña a los demás, incluso cuando va dirigido
hacia un sujeto que se detesta.

Soñar la violencia

Como parte del proceso de la civilización, de la relativa pacifica-


ción, Elias considera que los sueños se convierten en “sustitutos
de la violencia” (Elias; 2011: 547). En contraste con otras épocas,
caracterizadas por menores restricciones para que el humano
produzca daño, y no sin notar cierta relatividad, el autor alemán
localiza un tipo de sociedad donde se regula la producción de
actos violentos gracias tanto a la existencia del monopolio de la
violencia (el Estado), como de las autocoacciones individuales.
En este sentido, la literatura y los sueños no sólo repre-
sentan, sino que encauzan, lo que determinados sujetos no son
capaces de producir, pero, en cambio, pueden imaginar. Esta
última tematización vincula ambos dominios: La violencia que se
sueña, pero que, al ser íntima, sólo propia de la experiencia indi-

196
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

vidual, se articula en el texto literario para así pasar de la imagen


mental a la textualidad que puede ser comprendida por todo
lector estándar.
En “Violanchelo” (2012 [2002]), Blas Valdez construye
con referentes textuales a Chelo, una mujer que desde hacía va-
rios años “venía soñando con un hombre alto y delgado, de ros-
tro fino pero ojeroso”30 y que, inquieta, creyó hallarlo, aun cuan-
do no lo conocía fuera de sus fantasías. El discurso narrativo
desborda los límites de la imaginación y la realidad material vivida
para, en un acto de ficción literaria, enlazar ambas dimensiones en
la textualización. Chelo, sin embargo, se encuentra con un des-
bordamiento no placentero. De sus sueños, aquel hombre se ma-
terializa para intentar matarla porque “creo, se dijo […], creo que
soy la pesadilla del hombre de mis sueños”. Al final, en una suerte
de inversión donde lo fantasioso se proyecta sobre lo real, la pro-
tagonista “mata” a ese producto de su imaginación para no ser
primero ella asesinada.
¿Qué son las pesadillas violentas que se recuerdan si no
consecuencias reales de la imaginación sobre los sujetos que las
viven? Bernard Lahire (Cfr. 2004) ha expuesto que los sueños,
aun cuando son asumidos más como actos pasivos que activos,
son prácticas sociales. Prácticas que activan y son posibles gracias
a saberes incorporados en el transcurso de los humanos por el
mundo social. En este sentido, la violencia soñada, los miedos
que ella provoca, no procede de un dominio meramente fantasio-
so, independiente de las experiencias de los sujetos, sino que se
abraza también a la normalización que aquí ha sido estudiada.
Una cadena de posicionamientos respecto a la violencia, adquiri-
dos y contextualizados en la socialización que, al ser puestos en
discursos, llámese sueños o cuentos, visibilizan como negativa la
experiencia de ser víctima de un daño provocado.

30 No se anotan las páginas de este cuento porque el texto fue consultado en


línea. La referencia se encuentra en la bibliografía.

197
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

3.3 Balance: Los cuentos como discurso literario


y representación colectiva de la violencia

¿De qué ha servido este recorrido por el sociograma de la violen-


cia anclada en la cuentística mexicana contemporánea? ¿Qué in-
formación aportan las tematizaciones desarrolladas al conoci-
miento del objeto de estudio? Si bien ésta no fue una exploración
exhaustiva que pretendió agotar todas las tipificaciones posibles
de la violencia, porque un propósito como tal escapaba de mis
intenciones, habida cuenta de la magnitud tan amplia del entra-
mado de representaciones que la constituyen, lo que sí se consi-
guió desarrollar fue una aproximación a ese proceso social que,
enarbolado de actos singulares de enunciación, en este caso litera-
rios, reproduce al discurso colectivo de la violencia, así como los
múltiples sentidos que se asocian con él, ya porque se comprome-
ten o porque ocurren al margen de la normalización que le es
propia.
Se trató de una compilación de saberes constitutivos de la
memoria de los autores de cada cuento, pero al mismo tiempo
saberes que, al ser mirados a la luz del discurso, develan clasifica-
ciones de antemano clasificadas que, justo por esa razón, por preexistir
a las textualizaciones narrativas, por tener una historia colectiva,
resultan ser manifestaciones de la incorporación individual de lo
social, del movimiento doble en el que los sujetos conocen
por/para sí y por/para la sociedad. ¿O alguna de las narraciones
analizadas devela cierta clase de violencia que hasta su emergencia
escrita resultaba inconcebible?
Reconocí, en ese sentido, que los autores inciden en el
discurso social mediante posicionamientos frente a él. Que los
abordajes temáticos y estilísticos son decisiones que ciertamente
construyen miradas subjetivas, particulares, en relación con los
sentidos predominantes establecidos por la sociedad. Pero esos
abordajes al ser relacionales, al tomar como referencia los saberes
sociales a la mano de los individuos, no dejan de ser puntos de

198
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

vista respecto a universos de conocimiento similares, comparti-


dos, no exclusivos del escritor.
De ahí que las tematizaciones, desde las guerras hasta los
sueños violentos, se hayan presentado como manifestaciones
paradigmáticas, típicas, del discurso normalizado. ¿A qué me re-
fiero? A que los personajes enunciados y las situaciones narradas
constituyen novedades, actualizaciones, formas particulares de
articular modelos de violencia que son, sin embargo, modelos
históricos, con pasado, arraigados a procedimientos instituciona-
les, a reglas sociales implícitas, a formas consuetudinarias de pro-
ceder y de poner en relación a los sujetos que dañan y son
dañados.
Una batalla textualizada puede tener nombre, cambiar de
lugar, de momento, e involucrar a sujetos más o menos disímiles
en la contienda. Sus representaciones paradigmáticas, sus marcos
generales de ocurrencia, empero, son más estables, menos afecta-
dos por las decisiones de un autor: Ella –la batalla– consiste, grosso
modo, en bandos contrarios que se enfrentan con el fin de resultar
victoriosos unos sobre otros. En ese sentido, el modelo de explo-
ración del corpus elaborado surcó una trayectoria que permitió
asimilar una dualidad: Posicionamientos individuales de los crea-
dores literarios en estrecha relación con las clasificaciones de la
violencia construidas de antemano, sin las cuales, vale decir, no se
dispondría de un marco de referencia, de un campo discursivo a
partir del cual crear discursos ulteriores.
Así se probó que sin necesidad de que los escritores ten-
gan voluntad expresa de reproducir las clasificaciones sociales, los
saberes o las modalidades paradigmáticas de la violencia, por otra
parte, con sus enunciaciones alimentan la organización del discur-
so social que garantiza la vigencia de las representaciones de lo
violento. Esta observación es extensiva incluso a los textos que
consiguen volverse polémicos –de cara a sentidos más o menos
estables– porque parecen rebeldes, marginales, huérfanos. En los
hechos, ellos también reproducen la violencia. No la desdicen;
sólo exploran otros de sus dominios.

199
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

Concluyo este apartado con cuatro afirmaciones:


Uno. El estudio de la violencia textualizada en los cuentos
mexicanos contemporáneos demuestra, en primer lugar, que existe
–ergo, no se trató de una suposición errada– un conjunto de re-
presentaciones literarias que proceden y nutren al universo dis-
cursivo de la violencia.
Dos. Esta observación avala que la sociedad ha diseñado
saberes para reconocer y dotar de sentido a los actos de daño
intencional producido por humanos, tanto así que en la literatura
esos saberes se rearticulan, incluso sin necesidad de referir a acon-
tecimientos vividos, hasta llegar al punto de confeccionar repre-
sentaciones de ideas, de creaciones imaginarias concebidas y con-
cebibles según un marco de conocimientos sociales.
Tres. Esto demuestra que las prácticas literarias de textua-
lización de la violencia constituyen un mecanismo de observación
o, mejor dicho, de autoobservación colectiva. ¿A qué me refiero?
A que sin ser espejos de las violencias cuerpo a cuerpo, es decir,
sin suplantar necesariamente con signos textuales a otras violen-
cias ocurridas, y sin confeccionar una violencia “pura”, sino más
bien paradigmáticamente similar y bifurcada en múltiples aborda-
jes estéticos y temáticos, los cuentos reportan sentires sociales,
modos de percepción y clasificación con los que no se nace, sino
que son adquiridos (e incluso puestos en crisis) durante el paso
por la sociedad.
Cada cuento, en ese sentido, conforma una autoobserva-
ción que, en el mismo acto, tiene consecuencias dobles: En la
inmediatez de la percepción es concreto, contextualizado y se
construye tematizado, es decir, en relación con personajes, situa-
ciones específicas, recursos de lenguaje particulares, motivo por
lo cual sus sentidos se deben al conjunto de elementos textuales,
pretextuales e intertextuales que lo integran. Así, el cuento obser-
va sólo lo que los marcos de referencia de su autor, en un proce-
dimiento de selección, permiten observar. Pero la misma obra
colabora a la vez, junto con similares narraciones, al manteni-
miento de un autoobservatorio social que se encarga de poner a

200
LA INSCRIPCIÓN DEL DISCURSO NORMALIZADO DE LA VIOLENCIA…

circular las representaciones que la sociedad tiene de sí, y que son


tanto el medio como la consecuencia de que los humanos poda-
mos objetivarnos para conocernos y de que esa objetivación no
sea momentánea, sino una historia, una memoria que se mantiene
y se robustece con nuevas emergencias discursivas.
A través de los cuentos tenemos acceso a la violencia, pe-
ro no en su emergencia nociva, sino en una dimensión textual que
se engarza a la configuración de saberes sociales que designan al
daño. Esto no deja de ser un autoconocimiento que es constituti-
vo de la violencia en toda su extensión: dañar efectivamente,
identificar un daño, representar el daño.
Cuatro. Los veinticinco cuentos, procedentes de cinco
décadas del México contemporáneo, organizados en catorce te-
matizaciones literarias construidas para fines analíticos, por últi-
mo, son constitutivos de la normalización del discurso de la vio-
lencia. A veces los posicionamientos frente a ella son expresos y
emanan a través de las voces de los personajes hechas enunciar
por los literatos, quienes recrean las justificaciones o las descalifi-
caciones que se verbalizan en los textos. A veces, por otra parte,
es preciso implicar las narraciones, las anécdotas, en los marcos
sociales que organizan una u otra violencia, ya a partir de regula-
ciones formales, como las instituciones, o implícitas, como las
costumbres, los modos de ser, para así atestiguar la poca inocen-
cia de las violencias, lo mucho que éstas se comprometen con
miradas sociales que las designan desde despreciables hasta
elogiables.
Yo privilegié un tratamiento sobre la normalización nega-
tiva porque mi interés, aunado al de reconocer la polisemia de los
sentidos de la violencia, se fijó en analizar cómo incluso las vio-
lencias positivas pueden ser vistas como negativas en la medida
en que el tipo de interdependencia social vigente no tiene en el
centro organizativo de la vida común a la violencia de todos con-
tra todos, sino a su relativa contención. De tal suerte, la aproxi-
mación a lo violento condujo, por extensión, a entrever esas re-
presentaciones del comportamiento “correcto” que, según argu-

201
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

mentos de Norbert Elias, consiste en “autocontroles conscientes


y autocontroles automáticos para evitar infracciones a lo acepta-
do” (Elias; 2011: 538). Lo que el discurso normalizado de la vio-
lencia se encargó de mostrar, entonces, es una dimensión de esa
norma social de la no violencia que, al ser vista desde fuera o en el
lugar de la víctima, manifiesta puntos de vista colectivos que –con
tendencias más o menos antagónicas– observan, evalúan, justifi-
can o descalifican los actos humanos de dañar.

202
Consideraciones finales

La historia de la humanidad no podría reducirse a la historia de la


violencia porque, más que un mundo de ataques, su devenir esce-
nifica un entramado enorme de interdependencias de diversos
tipos, donde ocurren tanto acontecimientos hostiles como pacífi-
cos. En cambio, lo que por otra parte no hay manera de negar es
que pese a esfuerzos formales y tendencias implícitas de regula-
ción, hasta ahora no se ha garantizado la suspensión definitiva de
los actos violentos, habida cuenta de que su emergencia ni puede
ser siempre controlada de manera inmediata ni puede ser prevista
con antelación exacta.
En el marco del proceso civilizatorio definido por Nor-
bert Elias, la recurrente manifestación de formas antagónicas a la
pacificación, al autocontrol de las emociones, no pasa desaperci-
bida y genera, además de consecuencias directas como el miedo o
la represión, posicionamientos colectivos frente a ella. De tal
suerte, observar en conjunto los hechos descivilizatorios o de
daños provocados no previstos supone la confección de una histo-
ria de la violencia a partir de acontecimientos verídicos sucesivos
(guerras, genocidios, venganzas), pero al mismo tiempo implica
reconstruir una historia de los pensamientos a propósito de ella, esto
es, de las representaciones, de los saberes que dan lugar a una
conciencia y una memoria colectiva que la vuelven inteligible y la
dotan de valores, de sentidos.
Aquí, sin negar la primera historia, se exploró con mayor
énfasis a la segunda. Adentrarme en ella, en el universo de las
verbalizaciones que actualizan y mantienen vigente el mundo
representativo de lo violento, significó desafiar (y vencer) el juicio

203
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

casi naturalizado con que inicié este proyecto de investigación: La


violencia –pensaba– siempre es negativa. Qué equivocación. En
la medida en que avancé en la revisión de documentos teóricos,
así como en el examen de los sentidos del concepto, por una par-
te, y de manifestaciones efectivas de su uso en la creación litera-
ria, por otro, caí en la cuenta de que, más bien, la violencia no
tiene un sentido único, preestablecido, sino que éste varía en fun-
ción de los sujetos y las situaciones que lo gestan. Así comprendí
que conceptualizar el problema a partir de un solo criterio, la ne-
gatividad, negaba por consiguiente el amplio marco de saberes y
contextos por medio del que éste se realiza.
Reconocer la diversidad de sentidos, sin embargo, no fue
suficiente para desvanecer un tipo de regulación, de orden, al que
denominé normalización, cuyo funcionamiento en la sociedad se
vale de dependencias recíprocas y que, a pesar de la polisemia del
concepto de violencia y del peso que tienen las situaciones sobre
la manera en que se percibe un hecho, regula relativamente las
representaciones que designan tales sentidos de lo violento.
Por vía de la educación formal y de la incorporación de
reglas implícitas del orden social, los individuos que participan de
un Estado, ubiqué, participan también de un tipo de normaliza-
ción. Al identificar el proceso histórico de monopolización de la
violencia y de la administración pública de territorios, de pobla-
ciones, de recursos materiales y simbólicos, reafirmé que existe un
tipo de configuración colectiva –enraizada en la vida estatal– que
normaliza la violencia, o bien, las experiencias y las expectativas
que de ella se tienen.
¿Qué intenté argumentar? Que aun cuando en un país
como México, donde existen órdenes colectivos que se oponen al
Estado, que se gobiernan por usos y costumbres propias, que
generan monopolios de coerción para sí (de carácter ilegal), la
permanencia de instituciones gubernamentales, de sujetos que
dependen y participan de ellas, organiza un marco social que,
asumido de manera implícita y explícita, ayuda a reducir el abanico
de sentidos de la violencia.

204
CONSIDERACIONES FINALES

Esta reducción fue descrita como un punto de vista colec-


tivo que tiende a considerar negativa la mayor parte de las violen-
cias, máxime cuando éstas provocan la muerte de una o más per-
sonas y cuando la crueldad está de por medio. Un punto de vista
que, como argumenté, no yace expreso en un documento escrito,
pues opera a manera de un mecanismo de vigilancia distribuido
entre los individuos que avalan el tipo de vida estatal, donde la
pacificación supone una expectativa de la conciencia colectiva.
Ahora bien, dicho punto de vista constituye una fuerza
social, una inercia que se reproduce de formas directas e indirec-
tas y que está orientada a localizar las excepciones, los puntos de
vista antagónicos, para buscar incluirlos, someterlos o excluirlos,
según el caso. Se trata de una serie de comportamientos de los
individuos que no es indiferente a la otredad, que se planta frente
a ella. Comportamientos que, en el ámbito del discurso, se tradu-
cen en representaciones normalizadas de la violencia (expectativas
y valoraciones) que encaran a otros regímenes sociales que la jus-
tifican, la enaltecen, la toman como cotidiana, como necesaria.
En un ejercicio de autoevaluación, me parece que este
trabajo presentó lo que podemos llamar una “economía de los
discursos de la violencia”. Con él reconocí la pluralidad de senti-
dos del fenómeno estudiado a partir, no obstante, de un campo
de reglas que lo delimitan. Preferí poner en una balanza la infla-
ción de sentidos de lo violento respecto a la evidente densifica-
ción, hegemonía o predominancia de la negatividad que se repro-
duce a razón de la conciencia colectiva procedente de la dupla de
coacciones externas e internas propias del proceso de la
civilización.
Señalé en la introducción de la tesis que me proponía ex-
plorar tres niveles analíticos de mi objeto de estudio, a saber: una
dimensión teórica, una dimensión conceptual y una observación
de discursos concretos. Encuentro que es el momento pertinente
para anotar los resultados generales de cada propósito.

205
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

Uno. En relación al aparato conceptual que se empleó pa-


ra problematizar la violencia, observo que el modelo de la norma-
lización del discurso permitió insistir en el criterio metodológico
de no definir a los actos o el concepto de violencia por sí mismos.
Resulta preferible ubicarlos respecto a otros procesos, a situacio-
nes, a contextos históricos. De ahí que la idea de la normalidad
normalizante sirviera para pensar el problema de estudio en rela-
ción tanto de los mecanismos que evitan su manifestación como
de los que le dan cauce. La dimensión de las representaciones
orales y escritas complementó la empresa en tanto que fue una
ruta para observar saberes que hay de por medio entre los acon-
tecimientos de daño y los discursos que los interpretan, que los
hacen permanecer en la memoria colectiva.
Con el diseño teórico-conceptual que dio lugar al punto
de vista de la normalización discursiva se reafirmó, asimismo, y
sin ser éste un propósito central del estudio, el potencial de la
teoría social para construir explicaciones de la realidad. A través
de un entramado austero de categorías, nutrido principalmente
por argumentos de Norbert Elias, Michel Foucault y Émile
Durkheim, reduje mi marco de observación al de la regulación de
la violencia mediante representaciones verbales. Así, no agoté el
campo de exploración de lo violento, pero, en cambio, enfaticé en
una de sus dimensiones constitutivas, que, me parece, aún requie-
re esfuerzos analíticos para ser esclarecida.
Dos. A nivel conceptual, fue preciso aceptar que el uni-
verso discursivo en que se objetiva lo violento es variable, hete-
rogéneo. Esto es, que se trata de una entidad polisémica, resisten-
te a una definición absoluta. De tal suerte, introduje la idea de
negociación para pensar a la normalización en tensión con los
intereses que se derivan de las situaciones de producción de
sentido.
Si bien, procuré contextualizar el problema de la inflación
discursiva de violencia en el caso mexicano, vale decir que el es-
fuerzo fue insuficiente para emprender una verdadera historia
nacional del concepto. Me conformé con indicar el proceso de

206
CONSIDERACIONES FINALES

variación de sentidos de lo violento en función de sus contextos


de utilización –no sin dejar de hacer énfasis en mecanismos de
normalización que inciden en la hegemonía de algunos sentidos,
como la negatividad–, y, por otra parte, con reconocer la ampli-
tud creciente de su dominio conceptual, ya no sólo para señalar
daños físicos, sino también de carácter moral. La polémica de la
violencia descansa en buena medida en que a partir de la noción
de daño se ha generado un cúmulo de representaciones que vuel-
ven concomitante el padecimiento corporal y la degradación
emocional. Una incertidumbre que emerge en consecuencia es
cómo será posible detectar, clasificar e incluso –en el caso de las
instituciones de seguridad y salud– atender públicamente el
problema de la violencia moral cuando –en cierta medida– las
huellas de su producción están más allá del cuerpo, cuando los
testimonios de las víctimas o los testigos son la única vía para
acceder a ella.
Tres. Una aproximación discursiva a la violencia, realizada
en el tercer capítulo, mostró que el campo problemático del daño
entre humanos no está clausurado a los golpes, los asesinatos y
las humillaciones públicas o privadas. No está clausurado tampo-
co al estudio de las motivaciones de los agresores ni al padeci-
miento de las víctimas. Tampoco a la experiencia de ser especta-
dor directo de un ataque. Esta investigación fue un intento de
vincular a lo violento con el dominio correlativo de su articula-
ción verbal. Justo la recuperación de las observaciones de observadores
del fenómeno, a saber, los creadores literarios, coadyuvó a no
reportar violencias específicas, sino tipos de sentidos compartidos
para tipificarlas y valorarlas.
La apuesta al interrogar el mundo textualizado de lo vio-
lento fue mirar uno de los dominios correlativos de la violencia
efectivamente padecida. Porque, recuperando una vez más el
pensamiento de Durkheim, si la vida social está hecha de repre-
sentaciones, no basta con registrar y sistematizar acontecimientos
materiales: Se amerita explorar el pensamiento colectivo.

207
LA NORMALIZACIÓN DEL DISCURSO DE LA VIOLENCIA

Para finalizar, quiero anticipar que, gracias a que esta tesis


abrió muchas más interrogantes de las que resolvió, aquí concluyo
solamente la fase inicial de una investigación más amplia que es-
pero prolongar en futuros proyectos. Estoy convencido de que
abordar como problemas científicos a los problemas de interés
público es uno de los desafíos paralelos a la búsqueda de solucio-
nes de lo que en sociedad se toma como indeseable, alarmante o
mejorable. Comprender al menos por qué se generan algunas
preocupaciones colectivas puede ayudarnos a reconocer las ma-
neras en que participamos, directa o indirectamente, en la repro-
ducción de esas cosas que quisiéramos desaparecer o controlar.
Repetidas veces sugerí que nuestra sociedad es una socie-
dad que se autoobserva, que genera autoimágenes. Este texto,
concluyo, se suma desde ahora al tumulto de discursos académi-
cos y no académicos que mantiene en circulación las preocupa-
ciones y las interpretaciones desde la humanidad hacia la humani-
dad, en particular, las proferidas a propósito de ese hecho colecti-
vo tan complejo, tan polémico, tan reacio a desaparecer, que a
veces nos aterra y a veces nos entusiasma; que en momentos pa-
rece insoportable y en otras ocasiones, paradójicamente, se asume
como inofensivo… Cuántos sentidos alberga esa construcción
normalizada, aunque polisémica; polisémica, aunque normalizada:
la violencia.

208
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