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Más Microrrelatos 2

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Hablaba y hablaba, de Max-Aub

Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y


venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía
más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y
empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba.
¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además
hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto,
que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se
callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por
dentro.

Carta del enamorado, de Juan José Millás

Hay novelas que aun sin ser largas no logran comenzar de verdad hasta la
página 50 o la 60. A algunas vidas les sucede lo mismo. Por eso no me he
matado antes, señor juez.

La manzana, de Ana María Shua

La flecha disparada por la ballesta precisa de Guillermo Tell parte en dos la


manzana que está a punto de caer sobre la cabeza de Newton. Eva toma una
mitad y le ofrece la otra a su consorte para regocijo de la serpiente. Es así
como nunca llega a formularse la ley de gravedad.

Amenazas, de William Ospina

-Te devoraré -dijo la pantera.

-Peor para ti -dijo la espada.

La verdad sobre Sancho Panza, de Franz Kafka

Sancho Panza, que por lo demás nunca se jactó de ello, logró, con el correr de
los años, mediante la composición de una cantidad de novelas de caballería y
de bandoleros, en horas del atardecer y de la noche, apartar a tal punto de sí a
su demonio, al que luego dio el nombre de Don Quijote, que éste se lanzó
irrefrenablemente a las más locas aventuras, las cuales empero, por falta de un
objeto predeterminado, y que precisamente hubiese debido ser Sancho Panza,
no hicieron daño a nadie.

Sancho Panza, hombre libre, siguió impasible, quizás en razón de un cierto


sentido de la responsabilidad, a Don Quijote en sus andanzas, alcanzando con
ello un grande y útil esparcimiento hasta su fin.

Las gafas, de Matías García Megías

Tengo gafas para ver verdades. Como no tengo costumbre no las uso nunca.

Sólo una vez…


Mi mujer dormía a mi lado.

Puestas las gafas, la miré.

La calavera del esqueleto que yacía debajo de las sabanas roncaba a mi lado,
junto a mí.

El hueso redondo sobre la almohada tenía los cabellos de mi mujer, con los
rulos de mi mujer.

Los dientes descarnados que mordían el aire a cada ronquido, tenían la


prótesis de platino de mi mujer.

Acaricié los cabellos y palpé el hueso procurando no entrar en las cuencas de


los ojos: no cabía duda, aquello era mi mujer.

Dejé las gafas, me levanté, y estuve paseando hasta que el sueño me rindió y
me volvió a la cama.

Desde entonces, pienso mucho en las cosas de la vida y de la muerte.

Amo a mi mujer, pero si fuera más joven me metería a monje.

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