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Galvan Guillermo - El Aliento Del Lobo

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Dos jóvenes escritores adquieren fama y prestigio gracias a un seudónimo

común. Hasta que ese seudónimo se hace carne y comienza para ellos una
pesadilla. ¿Qué es verdad y qué es mentira en una novela, en una brillante
aunque anónima carrera literaria? Un turbio juego de identidades que
Guillermo Galván desarrolla a ritmo de thriller en «El aliento del lobo».
Guillermo Galván

El aliento del lobo


ePub r1.0
Titivillus 17-10-2023
Guillermo Galván, 2015

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
Un jurado presidido por Reyes Monforte y compuesto por Antonio Barrantes
Lozano, María de las Cruces González, Marisol Ortiz de Zárate, Beatriz
Olivenza Bernardo, Isabel Román Román y Serafín Portillo Mordillo otorgó
a la novela El aliento del lobo, de Guillermo Galván, el XXXIII Premio
Felipe Trigo de Narración Corta, que fue convocado por el Ayuntamiento de
Villanueva de la Serena.
A cada uno de los otros
que viven en nosotros
Sólo el primer asesinato es un crimen. El segundo, el tercero y
el enésimo son meras consecuencias.

János Székely
Pablo Gúrpide tenía la vista perdida, clavada en un espacio inconcreto
delimitado por los lechosos muros de la mezquita y una curva de la autovía
de circunvalación donde el atasco dibujaba gusanos de luces blancas y rojas
sobre el asfalto. Bien entrenados en el trato diario con la cámara, en sus ojos
se adivinaba la falsa mirada del autocue, dirigida ahora a una audiencia ciega
y absolutamente sorda, incapaz de percibir sus inexistentes palabras, sus
anónimos pensamientos.
Le pregunté, o más bien me pregunté a mí mismo en voz alta, si él creía
en la existencia de la maldad, de una maldad que pudiera ser escrita con
mayúscula. Porque nada más que eso podía haber matado a Mario, un pedazo
de pan, alguien incapaz de hacer ni desearle daño a nadie. Mario, el amigo
casi padre. El buen Mario, forzado inquilino de la sala número seis del
tanatorio norte.
Pablo calló. Si creía o no en la maldad, se lo quedó para sí. Quise
decírselo, pero también yo guardé silencio limitándome a maldecirlo sin abrir
la boca: «Ya sólo quedamos dos. Tú y yo. Lo que significa, y no sabes cómo
me duele descubrirlo, querido amigo, que eres el culpable de lo que nos está
pasando».
PRIMER AULLIDO

Tan sólo me pertenecen los recuerdos, todo aquello que no he


conseguido olvidar. Escribir es un modo de sujetarlos a mí, de
que no escapen. O quizá, por el contrario, la única forma que
conozco de dejarlos ir, de quedarme por fin desnudo de tiempo
y de historia.

Herida de papel,
Guillermo Chao

Todo había comenzado cuatro días atrás, un sábado de junio.


No, no es cierto, y sería imperdonable añadir a esta historia una mentira
más, por involuntaria que fuese. Había comenzado mucho antes, pero mi
primer contacto con la pesadilla sobrevino entonces.
Una mañana fresquita que aliviaba un poco el pegajoso calor de la
semana previa. Eran las doce. Y unos pocos minutos, muy pocos. Lo
recuerdo perfectamente porque en ese preciso instante empezó a cambiar mi
vida, a encogerse como una hoja de papel que se arruga sobre sí misma bajo
el efecto de una presión inesperada.
Escuché la noticia en el boletín de mediodía mientras viajábamos desde la
sierra para comer en casa de mis suegros. Un boletín insulso, de los que oyes
por compromiso como obligado paréntesis en la programación musical.
Después de lo de siempre —⁠ desempleo, tensión política, desencanto
generalizado⁠ —, un festival de cine en la costa sur y la Feria del Libro en la
capital.
Y ahí, justo ahí, lo soltaron: que Guillermo Chao había publicado su
nueva novela. Nada extraordinario teniendo en cuenta que ese autor había
editado previamente otras tres. Algo normal en apariencia, excepto por dos
detalles: que la obra hubiera sido presentada en la Feria, y que yo no supiese
nada en absoluto al respecto. El primer hecho resultaba sorprendente y
sospechoso; el segundo era dramático, porque venía a dar fe de una falsedad.
Mucho más que eso: de una estafa, un imposible que me obligó a un esfuerzo
suplementario por dominar el coche para que el sobresalto que la locutora
había causado en mi interior no se trasladase de las manos al volante.
—Soy un torpe, cariño —mascullé mientras un sudor helado me
empañaba la vista, intentando que la voz no sonase demasiado impostada por
el desconcierto.
Lorena me miró con una sonrisa de extrañeza al tiempo que me dedicaba
un gesto en demanda de silencio para poder apurar la noticia hasta el final.
Ella era una reverente seguidora de Chao, de su literatura, de su recóndito y
oscuro universo narrativo y biográfico. Compartíamos el gusto por el autor,
desde luego, si bien con perspectivas muy diferentes, partiendo de premisas e
intereses bien distintos, aunque ella estuviera tan lejos de imaginar los
motivos profundos de tal disparidad.
Tras la pausa impuesta por ella me preguntó si es que había olvidado en
casa el regalo de cumpleaños para su padre. Rober, encajado en la sillita de
seguridad del asiento posterior, salió en mi auxilio: le había encargado
defender ese paquete de todos los peligros hasta ponerlo en manos de su
abuelo, y ahora lo levantaba bien alto para que su madre retirase sus recelos
sobre mi imprevisión.
—Pablo —alargué el nombre de mi amigo mientras elaboraba una excusa
convincente⁠ —. Tenía que haberlo llamado. Se me fue el santo al cielo.
—¿A estas horas? Vas a sacarlo de la cama, Luismi; o de la orgía, porque
no creo que ese desperdicie durmiendo una semana en Cancún.
—Un informe urgente.
Yo y mis informes urgentes. ¿Hasta cuándo podría sostenerse en pie tan
frágil argumento?
El domingo por la mañana no podía con mi alma tras una noche
desastrosa en la que no había logrado quitarme de la cabeza lo sucedido. Tras
el cumpleaños en casa de los padres de Lorena quise respetar los planes
trazados a pesar de todo: dejar al niño en casa de sus abuelos, salir al cine,
tomar algo y acabar a las tantas en algún local donde iniciar los preámbulos
de una larga noche íntima. Pero esa intimidad había concluido con un
gatillazo del que ambos quisimos culpar al alcohol, y desembocado por fin en
un insomnio por mi parte del que ni ella ni yo conocíamos precedentes.
—No has dejado de dar vueltas —⁠ me recordó en el desayuno⁠ —. ¿Tan
grave es lo del maldito informe?
Asentí con un gruñido.
—¿Pero no hablaste con Pablo ayer?
Claro que había hablado con Pablo. Y con Mario. Y ellos entre sí. Pero
estaban tan confusos como yo, y hasta el lunes no había posibilidad de
reunirse para intentar poner un poco de luz en tan inexplicable situación. Sólo
quedaba morderse las uñas o tomarse doble ración de Valium.
Acepté encargarme de la comida mientras ella bajaba a la ciudad a por
Rober, y pasé tres horas deambulando por la casa como un oso enjaulado.
Cuando, cerca ya del mediodía, Lorena apareció por la puerta, lo primero que
hizo fue encender la radio.
—Pon la mesa, anda —dijo, en tanto ella disponía el aparato en lugar
preferente del comedor⁠ —. Han anunciado una entrevista con Chao como
cierre del magacín.
La noticia me zarandeó.
—¿Estás segura? No concede entrevistas.
—Ya lo sé —admitió mientras acomodaba a Rober⁠ —. Por eso no
quiero perdérmela.
Tanto interés como ella tenía yo en tan extraño acontecimiento, aunque
por razones muy distintas a las suyas. Con el primer plato, la presentadora del
programa anunció a bombo y platillo que era la primera entrevista que el
escritor concedía a un medio audiovisual, y pasó a enunciar brevemente su
currículo literario.
Había publicado su primera novela, Herida de papel, a los cuarenta y
nueve años. Tres años más tarde vio la luz Letargo y, tras seis más de espera,
Contra la melancolía. Considerado como heredero tardío de la llamada
generación de los cincuenta, Chao ofrecía ahora su última obra, La inercia,
presentada en la Feria del Libro por su nueva editorial y, como de costumbre,
sin su presencia.
—Muchos años escribiendo en solitario —⁠ inició la entrevista⁠ — y
publicando después cuatro novelas en trece años, desde el anonimato
personal, sin el calor directo de los lectores. ¿A qué se debe este cambio de
actitud, tan inesperado ascenso a la superficie?
—He decidido tomar en mis manos mi propia vida, emerger a esa
superficie que usted dice y asomar la nariz sobre el oleaje.
La voz, madura y sólida, llegaba a través del teléfono y tenía toda la
apariencia de estar grabada. Escucharla me robó el poco apetito que me
quedaba.
—¿Cómo es Guillermo Chao?
—Depende de la versión que elija. La ajena o la propia.
—Empecemos por la ajena.
—Un personaje egoísta, mitómano y fullero; alguien con quien resulta del
todo imposible relacionarse de manera sana.
—¿Cree en serio que ésa es la imagen que proyecta sobre quienes lo
conocen?
—Desde luego.
—¿Y la visión personal?
—Un tierno Quijote que degenera a veces en Sancho fundamentalista.
Pareja imposible, como si un ácrata y un guardia civil convivieran en el
limitado e infinito espacio que hay entre el corazón y la cabeza.
—Dos visiones con puntos en común, al parecer. Y dígame, ¿por qué hay
que leer su última novela?
—Porque es la última que he publicado. Ya sabe que pertenecemos a una
especie fetichista por naturaleza: el último beso, las últimas voluntades, la
última carne del brazo incorrupto de un santo, el último exabrupto de Cela
envasado al vacío, el último suspiro de Luis XVI frente a la guillotina antes
de diñarla. Pues ésta es mi última novela, y por eso hay que leerla.
—¿Apela usted a la novedad como virtud?
—Tampoco es mala como virtud. Al fin y al cabo, es lo que queda si
dejamos de darle al futuro la importancia que no merece. Y lo que quede
atrás no vale: la vida sólo es un montón de basura cuyo único objetivo es
llegar a lo postrero.
—Lo postrero. Parece una afirmación bastante dramática. ¿Significa eso
que se retira, que no volverá a escribir?
—Quién sabe lo que haré. Pero no, de momento queda una próxima
novela pendiente de salir. Tal vez ésa sí que sea la última.
—¿Otra más? —protesté sin poder refrenarme. Y Lorena me hizo callar
con gesto enérgico para no perder el hilo de la entrevista:
—Supongo que, a pesar de su voluntario aislamiento, ha seguido de cerca
el pálpito de la literatura en nuestro país. ¿Se considera un producto de su
época? Quiero decir que si desde el anonimato se pueden asumir corrientes,
tendencias y, cómo no, polémicas.
—No me interesa la literatura como elemento de estudio. Vamos, que no
es mi cometido participar en debates más o menos eruditos. Ni soy ni quiero
ser un especialista en nada.
—Valiente imbécil —esta vez clamé a conciencia. Lorena se extrañó de
mi reacción, pero no hizo el menor comentario cuando me levanté de la mesa
y desaparecí del comedor: ella sólo tenía oídos para Chao.

Esa misma tarde creció el umbral de mi desesperación. Tras la comida,


ella había intentado sondearme respecto a tan imprevisto cambio de humor y
averiguar los motivos de mi irritabilidad, traducidos en la repentina e
inesperada fobia que parecía haber generado contra un escritor al que siempre
había admirado. Pero no estuve nada convincente en mis excusas.
—Deja de preocuparte —me aconsejó⁠ —. No has pegado ojo. Duerme
una siesta y te sentirás mejor. Me llevo a Rober a dar una vuelta.
Horas después de aquella escena yo seguía tan inquieto, si no más, como
antes de que ellos se marcharan. La soledad, lejos de calmar mi
preocupación, era un perfecto caldo de cultivo para el desasosiego, y el
regreso de Lorena y el niño me permitió al menos distraer mi atención. La
recibí con un beso sincero y una disculpa, y me hice cargo de las bolsas que
traía para llevarlas a la cocina.
—He aprovechado para acercarme al súper. Y tú, ¿has dormido?
—Un poco —mentí.
Al extraer los primeros productos, camuflado entre paquetes de galletas y
cajas de conservas, pude ver el libro. La última obra de Chao. Con pulso
tembloroso, sin creer del todo lo que tenía entre mis manos, corrí al salón
para hojearla con ansia.
—Échame una manita con la compra.
Estaba a dos pasos, pero la escuché como una voz lejana venida de las
nubes y nada podía apartarme de la lectura. Como el sediento que necesita un
largo trago de agua para sobrevivir apuré las últimas páginas de aquella
novela, y muy especialmente el último párrafo, el que ponía punto final:
«La angustia como carcoma. Huecos saturados de aire vacío. Separación.
Repentinamente todo se enfría; hasta los pensamientos se hacen pistas de
hielo, brumosas avenidas bordadas de carámbanos por donde la realidad
resbala imparable hacia la nada. Y en ese extravío descubro la inercia, esa
mórbida indiferencia que ahora me dirige como si mi vida perteneciera a
otro».
Sí, algo parecido a esas impresiones sentía yo frente a aquellas frases, un
vacío de significado, la congelación del pálpito, el irremediable abandono a
un sinsentido, que en mi caso degeneraba en miedo y no en indiferencia.
—Muy bonito —me regañó Lorena—. Te haces el sordo y además te
llevas el libro. Pues nada de eso: lo he comprado yo y te toca esperar a que lo
acabe.
—Sólo quiero leer un poco.
—¿Y empiezas por el final?
—García Márquez confiesa que lo primero que lee de una novela es el
desenlace —⁠ me excusé.
—Te irás a comparar con Gabo, no te digo.
Me arrebató el libro de las manos y se refugió con él en el sillón de
enfrente, dispuesta a sumergirse en la nueva fábula de su autor favorito.
—Anda, dedícale un ratito al niño, que hoy estás desaparecido en
combate.
Esa noche tomé Valium, porque no me quedaban uñas que mordisquear y
me pareció la única forma posible de retirarme del mundo hasta el lunes. Por
la mañana, con varias horas de descanso al menos, aunque con la pesantez y
somnolencia típicas de los ansiolíticos, llamé a la notaría para anunciar un
retraso y dar las instrucciones oportunas.
Como cada día, llevamos a Rober a la escuela infantil y acompañé hasta
la estación a Lorena, siempre con su novela en la mano, decidida a
acapararla, tal y como había amenazado, hasta su conclusión. Compré otro
ejemplar en una librería cercana y me recluí en una cafetería con el espíritu
de un forense ante el cadáver, dispuesto a diseccionar aquel libro hasta donde
fuera capaz antes de acudir a la cita convenida en casa de Pablo. Y si
sorprendentes resultaban sus primeras doscientas treinta páginas, por razones
muy distintas las veinte que cerraban la obra me dejaron boquiabierto.
Pablo me recibió con los ojos cargados de sueño. Había llegado de
madrugada y se sostenía en pie a base de café. Pero en nuestros ojos aleteaba
una misma inquietud, la misma pregunta.
—¿Crees que ha sido Mario? —⁠ le demandé en la puerta, sin haber
intercambiado apenas un saludo.
—¿Quién si no?
—Pero ¿por qué?
No hubo tiempo de respuestas. Si algo distinguía a Mario Benítez Aguiar
era la puntualidad, y en ese mismo instante se apeaba de su coche aparcado
frente al jardín con una agilidad envidiable para sus sesenta y muchos años.
Caminó erguido hasta nosotros sin renunciar a su tradicional elegancia,
aunque su mirada huidiza parecía una bandada de gorriones recelosos y pasó
al interior con un «buenos días» casi inaudible. Tampoco fue necesario
preguntarle, porque enseguida tomó la iniciativa para explicar que desde el
sábado no había parado de recibir llamadas de la prensa interesándose por el
caso.
—Y yo dando largas, pero no sé qué hacer —⁠ se lamentó.
—¿Y la editorial? —se interesó Pablo.
—Pues imagínate. El ridículo más espantoso.
—¿Pero qué coño ha pasado? —⁠ dejé escapar la tensión acumulada en
los dos últimos días⁠ —. ¿Qué farsa es ésta?
—Eso me gustaría saber a mí. A lo mejor vosotros me lo podéis explicar.
—¿Nosotros? —bramó Pablo—. ¿Insinúas que esta jodida estafa es obra
nuestra?
—Tranquilízate —sugirió Mario, y apoyó el consejo con un tono
conciliador⁠ —. Tranquilicémonos todos. No estoy acusando a nadie, pero
parece evidente que aquí, entre nosotros, tiene que estar el origen del
problema.
—Mira —quise sumarme a la cordura⁠ —, llevamos muchos años juntos
y no tiene sentido sospechar de cualquiera de nosotros como causante de un
mal que nos perjudica a los tres.
—Luismi tiene razón —me secundó Pablo⁠ —. En vez de acusamos,
deberíamos averiguar qué ha sucedido, cómo ha podido pasar esto.
—Sí, de dónde ha salido este montaje —⁠ remaché.
—Pero con discreción —aceptó Mario⁠ —. No nos conviene un
escándalo sin conocer un poco el terreno que pisamos y qué personas pueden
estar detrás.
—Qué hijos de puta, querrás decir —⁠ lo corregí. Porque Mario era
exquisito hasta en el lenguaje, y aunque ese calificativo rondara su
pensamiento, jamás saldría de su boca.
—Confieso que cuando me enteré —⁠ apuntó él con un gesto travieso en
los ojillos⁠ —, tuve la impresión de asistir a un acto de justicia poética. Ya
sabéis —⁠ se vio obligado a explicar ante nuestra estupefacción⁠ —: el
personaje literario se revuelve contra el autor.
—¿No se te ocurre mejor payasada en este momento? —⁠ repliqué.
—Era un apunte de humor para rebajar la tensión. Dejadme hacer a mí, a
ver qué consigo como agente interesado. Hasta entonces, calmaos. Podríais ir
pensando en la próxima novela.
—A veces, tus bromas y tu flema resultan cargantes —⁠ le escupió
Pablo⁠ —. ¿Nunca te lo había dicho? Y en este caso, más que sospechosas.

Es todo un placer, entre tanta novedad vertida como de un


surtidor de hacer novelas, encontrarse ante una ópera prima
con la frescura de esta de Guillermo Chao.
Su mismo título, Herida de papel, contundente y expresivo,
proclama unos perfiles que se acomodan a los del conjunto del
relato.
Y ahí radica su valor: tanto en la imaginación del
argumento como en su modelado verbal. Nace este argumento
de un enfoque dramático respecto a la percepción de la propia
realidad. El protagonista, siempre innominado y con elementos
que llevan a sospechar cierta carga de sinceridad
autobiográfica, rasca en la piel de su propia familia tomándola
como alegoría de estructura social en decadencia, incapaz por
tanto de asumir los retos de un mundo nuevo que parece
colarse por cada rendija de la vida cotidiana. Y lo hace desde
la perspectiva del iconoclasta contenido, en un juego de
claroscuros que no se concreta en luz hasta el mismísimo
desenlace…

Gustavo Abreu. Vanguardia

Sí, nosotros creamos a Guillermo Chao. Pablo y yo. Con igual pasión que
cualquier pareja en busca de descendencia, con similar cariño en la deseada
concepción. Un embarazo superior a los nueves meses en este caso, pero con
su preparación para el parto, dolores y emoción compartidos. Y como
maestro de ceremonias, Mario Benítez Aguiar, nuestro celestino. Todo un
proceso de fecundación in vitro.
Yo puse el nombre. Pablo, el apellido.
Fue un día tras salir de clase, durante el penúltimo curso en el instituto.
Su presentación pública se había producido esa misma tarde, porque mi
amigo lo incluyó en un trabajo sobre literatura de posguerra. Allí, emboscado
entre los espesos ramajes que formaban Cela, Sánchez Ferlosio, Delibes o
Martín-Santos, aparecía un modesto novelista llamado Guillermo Chao. Fue
un riesgo calculado, desde luego, porque el padre Lumbreras no llegaba más
acá de san Juan de la Cruz y todo aquello que superase en modernidad al
siglo de oro le sonaba a músicas celestiales.
Ya desde el colegio, Pablo y yo supimos que nos unía algo más que la
amistad, que nos complementábamos en varios órdenes de la vida.
Escribir era el más importante. Vecinos de portal, compañeros de clase,
desde niños jugábamos a contar historias al alimón, inventadas sobre la
marcha, a los amigos. Nuestra capacidad de fabulación se convirtió pronto en
algo más que un divertido pasatiempo. Allí donde yo no era capaz de llegar,
Pablo ofrecía una perspectiva refrescante que variaba mis prejuicios o
carencias sobre la historia. Por mi parte, ordenaba, sistematizaba el torrente
de ideas que él vertía con la fluidez de un verdadero genio sin pulir.
Trabajamos más en serio durante el último curso: historias cortas,
cuentos, media docena de novelas iniciadas y abortadas. Nada consistente, en
realidad, pero allí empezó a gestarse en cierto modo la que luego sería nuestra
primera novela: Herida de papel. La universidad separó nuestros pupitres,
pero nuestras cabezas siguieron funcionando al unísono. La vecindad, como
ventaja añadida, trabajaba a nuestro favor, y rara era la tarde que no
pasábamos al menos media hora dando forma a un pasatiempo que ya para
entonces podía ser considerado verdadera pasión.
No renunciamos por ello a nuestras respectivas vidas, a nuestra
individualidad. Yo elegí el camino del derecho con el objetivo último de
hacerme notario, y fruto de ello era un modesto despacho de pueblo que
cubría todas mis aspiraciones en ese terreno. Pablo tomó la senda del
periodismo, y ahora era un personaje relativamente popular gracias al
informativo semanal que presentaba en una cadena de televisión. A los treinta
y siete años, ambos podíamos sentirnos satisfechos de nuestras carreras
profesionales, yo diría que también de las personales. Y muy especialmente
de nuestra secreta reputación como escritores.
Al principio no teníamos aspiraciones literarias, la verdad. Lo nuestro era
un juego, un divertimento que fue tomando cuerpo con los años y como
consecuencia del inesperado éxito que, desde el primer momento, quiso
acompañarnos. Concluida nuestra primera novela, aprovechamos una
peculiar convocatoria promovida por una consultoría para hallar
desconocidos talentos literarios. También esa decisión formaba parte del
pasatiempo, sin muchas esperanzas de que avanzara más allá.
Remitimos la novela con el nombre de Chao en su portada. En aquel
momento no evaluamos el significado de aquella decisión, fundamentada
básicamente en algo que nos pareció elemental, y es que nadie podía tomar
en serio una historia escrita por jovenzuelos: primero porque éramos dos y,
segundo, porque éramos muy jóvenes; demasiadas cosas en contra a pesar de
la moda renovadora que en esos años parecía haberse impuesto en el
mundillo literario. Así que Chao nació en cierto modo de esa necesidad,
como barrera frente a los pitones de la bestia editorial, como protección ante
los bufidos de la crítica y como pátina de respetabilidad a los ojos de los
presuntos lectores.
En ese momento decidimos cambiar la fecha de nacimiento de nuestro
autor para hacerlo más verosímil. El padre Lumbreras podía tragarse que el
falso novelista hubiera nacido en 1925, pero ninguna editorial se habría
tomado en serio la primera novela de un tipo cercano a los setenta años. Así
que Pablo y yo concluimos que la partida de nacimiento de nuestro hombre
llevase fecha de 1940. Guillermo Chao sería un escritor maduro, no tardío. Su
edad, poco más que la suma de las nuestras por aquellas fechas.
Junto con Herida de papel, Mario Benítez Aguiar, director y propietario
de la empresa convocante, recibió una breve biografía, un somero currículo
que elaboramos con pies de plomo y sin excesivos detalles para darle cierta
credibilidad. Y yo mismo firmé como hombre de contacto con el autor en
caso de necesidad.
A Mario le entusiasmó la novela y se encargó de moverla en varias
editoriales. Enseguida suscitó interés, y ante tan favorables perspectivas se
puso en contacto conmigo, a quien consideraba agente de Chao, para
convenir una cita con éste. Cuando Pablo y yo nos presentamos ante él y
descubrimos nuestras cartas, le pareció un caso demasiado extravagante para
un mercado editorial tan conservador como el que se había interesado por la
obra. Pero era ridículo dejar pasar aquella magnífica oportunidad y
acordamos mantener la firma de un autor único e inaccesible. Él se
convertiría en agente y portavoz de Chao, y nosotros nos comprometimos a
dotar de mayor solidez biográfica al personaje.
Pujaron por la novela tres editoriales, y el buen hacer de nuestro
representante nos colocó en la más conveniente pensando en el futuro. Por
supuesto, Mario era el único conocedor de la verdad. Al fin y al cabo, él iba a
ser el exclusivo punto de contacto de Guillermo Chao con el mundo exterior.
A partir de ese momento nos aplicamos en dibujar un personaje convincente,
lo más elaborado que fuimos capaces de conseguir, con suficientes elementos
que justificasen su radical misantropía. En cierto modo, él fue nuestra mejor
ficción, nuestra historia más brillante.
La editorial se entusiasmó con nosotros, con el éxito de Chao quiero
decir, y ofreció un contrato para otras dos novelas. Un contrato más que
atractivo desde el punto de vista económico. La segunda, Letargo, fue muy
bien acogida por la crítica, aunque su balance comercial resultara algo
decepcionante para las expectativas que nos habíamos creado.

Contra la melancolía, editada seis años más tarde, obtuvo uno de los más
prestigiosos premios literarios, el que convoca anualmente nuestra editorial.
Sabemos que las gestiones de Mario no fueron ajenas a ese galardón, dotado
con un buen pellizco y cuyo principal objetivo es el apoyo a un autor propio
con garantías de futuro para potenciar el ritmo de ventas. La novela se tradujo
a siete idiomas y su estupenda trayectoria en el mercado anglosajón abrió
puertas hasta ese momentos inesperadas. La excéntrica y huidiza identidad de
Chao resultaba ser un valor añadido a su obra literaria, y Mario se encargó de
apretarnos las tuercas en esa labor de perfeccionamiento.
—No podemos vender un fantasma —⁠ decía⁠ —. Detrás de esas novelas
tiene que haber un hombre auténtico, de carne y hueso, una figura creíble
para los editores y para el público que lo lea.
Después de aquello fue imposible la vuelta atrás. No es que la
deseásemos, ni mucho menos. Ni Pablo, ni yo. Nuestra vanidad estaba más
que satisfecha con el éxito de un seudónimo común y nos habíamos
acostumbrado a trabajar en equipo. Desvelar la auténtica identidad de un
autor ya consolidado habría sido como romper un hechizo para los lectores,
reventar de un pisotón la gallina de los huevos de oro para la editorial y
colocarnos gratuitamente ante el paredón para un fusilamiento ejemplar por
parte de la crítica literaria. En aquel momento llevábamos unos cuantos años
engañando al mundo. Una farsa leve y sin malicia que a nadie perjudicaba,
pues en nada cambia una firma u otra la objetiva calidad de una obra literaria.
Pero a nadie le gusta ser engañado, ni siquiera con caviar adquirido a precio
de sardinas.
Mario diseñó una campaña para fortalecer la imagen de Chao. Avances
sobre el futuro manuscrito, alguna que otra falsa noticia sobre el paso del
autor por una ignota librería o un acto cultural poco relevante, breves
declaraciones de vez en cuando, y una supuesta entrevista en profundidad
vendida a una agencia para su distribución que nosotros mismos nos
encargamos de escribir.

La cuarta novela sería el remate, el clavo que faltaba para afianzar la


apacible jaulita dorada que nos veníamos construyendo. La inercia pelearía
por el Premio Nacional de Literatura, y Chao comenzaría a sonar en los
cenáculos próximos al Premio Cervantes. Lejos aún de considerarlo con
posibilidades frente a escritores de más duradera y contundente trayectoria
literaria, desde luego, pero reverberando al menos en los oídos de ciertos
ilustres jurados, sugerido entre líneas por algunas páginas de los medios
culturales. Al fin y al cabo, con menor producción se le había concedido ese
honor a Juan Rulfo, opinaba nuestro ilusionado agente. La editorial nos
ofrecería a partir de ahí un contrato millonario, pero Mario desaconsejaba
firmar acuerdos en ese caso: si entrábamos con tal fuerza en el mercado, sería
preciso escuchar ofertas. Él lo haría por nosotros. Entretanto, y hasta que
llegase ese momento, Chao tenía que seguir trabajando con absoluta
tranquilidad, lejos de tan prosaicas inquietudes, para acabar La inercia con su
acostumbrada destreza.
Tuve que compartir cama con Guillermo Chao. Ya había sucedido en
otras ocasiones, pero esta vez su presencia se me antojaba obscena e
insultante, como si un desconocido se hubiese interpuesto entre Lorena y yo y
ella gozase de él sin importarle en absoluto hacerlo ante mis ojos.
Lorena era una rendida admiradora de Chao. Fiel seguidora desde su
primera novela. Lo elogiaba y discutía conmigo detalles, enfoques y tramas
de cada una de sus obras. Y semejante actitud de pleitesía incondicional hacia
él mantenía en su círculo profesional y de amistades. Sería ridículo ocultar
que yo era el culpable indirecto de esa devoción, ya que descubrió Herida de
papel sobre mi mesilla de noche días después de conocernos. Por si fuera
poco, Roberto nació un par de semanas antes de que se publicara la
galardonada y unánimemente aplaudida Contra la melancolía, así que Chao
era para ella casi como de la familia. En nuestros debates al respecto, yo
siempre forzaba un voluntario distanciamiento exagerando los puntos débiles
de las historias, rebajando méritos al autor y reprochándole cierta tendencia a
la afectación que ella rebatía con argumentos tan sólidos como vehementes.
Tenía Lorena, no obstante, un olfato que algunos analistas ya habían
dejado caer, sin asociarlo, por supuesto, a ninguna sospecha que sonase
peligrosa para mis ocultos intereses. En su opinión, Chao poseía la virtud de
conjugar dos voces, interiores decía ella, como sugerían algunos críticos, que
le fascinaban. Dos voces muy distintas. Por un lado, la dulzura, el sosiego de
sus imágenes, la calidez de ciertos diálogos, la potencialidad de algunos
personajes. Por el otro, la impudicia con que retrataba el mundo, su
concepción devastadora y cínica de la sociedad.
Para mis oídos, esas consideraciones eran un acicate, un piropo lanzado al
viento que yo recogía en silencio y que, una vez cerrado el tema de
conversación, premiaba con mimos y afectos cargados de una oculta gratitud.
En cierto modo, sus palabras resultaban ser toda una confesión de amor
mediante personajes interpuestos, porque yo era la cara dulce y equilibrada de
Chao mientras que Pablo representaba el rostro implacable de nuestras
ficciones. Tal vez sea excesivamente esquemática esta consideración, cierto
que nadie puede arrogarse la pureza ni atribuírsela a los demás, y menos en el
trabajo alquímico que supone una historia escrita a cuatro manos; pero los
nuestros eran, en cierto modo, papeles asumidos, asignados quizá por el otro
y aceptados como algo natural ya desde la adolescencia.
En el fondo, todo había sido un juego para mí, el feraz juego creativo, la
otra cara de Jano de mi propio rostro, un encontrarme a mí mismo a través
del enigma develado. Una realización que nunca conseguí obtener en mi
trabajo oficial y cotidiano; una dialéctica onanista sin demasiados escrúpulos,
por qué negarlo, ejercida en el despacho de casa, el Shambhala de mi
privacidad, un espacio del que jamás había hecho partícipe a Lorena en los
seis años que llevábamos juntos y que ella respetaba sin la menor objeción,
convencida de que la notaría y mis informes profesionales me ocupaban esas
horas frente al ordenador.
Para Pablo, por el contrario, la literatura había llegado a convertirse en la
vida, la única vida cierta. Y con nadie excepto conmigo la compartía. Había
elegido el camino del individualismo, una especie de celibato social y
personal. Nada que ver con una experiencia monástica, sin embargo, pues su
actividad amorosa era tan dinámica como la de un gato suelto por las azoteas
de la gran ciudad en época de celo. Pero la vanidad no era uno de sus puntos
débiles y en ningún momento se dejaba caer en brazos de confidencias en
asunto tan delicado como el que nos unía. Sabía muy bien cómo separar sexo
y vida privada. Y que lo que escribía era suyo a pesar de que llevase una
firma espuria, sin la menor necesidad de gritar por las calles y dormitorios
que era el famoso Chao, al menos la mitad de él.
Mi asociación con Pablo Gúrpide, muy anterior a que Lorena apareciese
en mi vida, era un elemento firme y perfectamente tramado. Oficialmente,
realizábamos informes jurídicos y de mercado para la empresa de Benítez
Aguiar por los que percibíamos de vez en cuando suculentas comisiones; un
modo de justificar los ingresos por nuestras novelas y un universo tan lejano
a la actividad profesional de Lorena que garantizaba que ella jamás tuviese la
arriesgada tentación de hacer más de dos preguntas seguidas al respecto.
Mario, la tercera pata de esta mesa estable y productiva, no necesitaba
fingimientos. Tenía su propia actividad pública, se movía con fluidez en los
mundos editorial y financiero y sabía muy bien que la discreción es garantía
de éxito, al menos en el caso que nos ocupa.
Al ver ahora la novela en manos de Lorena, sus ojos y su atención
embebidos en aquellas páginas, no dejaba de pensar en que ella estaba siendo
víctima de un fraude, de un engaño del que no podía rescatarla sin revelarle
mi propia mentira. Me resultaba tan insoportable como si se entregase a un
amante desconocido delante de mis narices creyendo que se ofrecía a mí. Y
sacarle del error, desenmascarar al intruso, significaba denunciarme yo
mismo.
Pero es que el disfraz era perfecto. Por mucho que el sello editorial fuese
distinto al habitual y con un diseño de cubierta tan diferente al proyectado,
eran nuestros textos. Todo era nuestro excepto el final, esas últimas páginas
que, sin embargo, representaban con sorprendente fidelidad las sensaciones
que perseguíamos en el intento de acabar la novela. Ese final no nos
pertenecía, pero era un cierre inmejorable, y lo mismo opinaba Pablo, que
también había comprado el correspondiente ejemplar apenas puso pie en el
aeropuerto.
Lo peor de todo era que la obra de ese amante al que Lorena se entregaba
con frenesí tenía que haber salido de mi despacho, o de los cajones de Mario
o Pablo, porque nosotros éramos los únicos que disponíamos de ese material,
siempre íntimo y a buen recaudo, como en el caso de las novelas anteriores.
Ambos me habían jurado que nadie, absolutamente nadie, podía acceder a sus
ordenadores sin la debida contraseña, de modo que sólo quedaba pensar que
la entrega de ese material a la competencia, esa notoria traición a nuestro
pacto, a nuestra pasión, a nuestro negocio, se había hecho voluntariamente
por parte de uno de ellos. Pero ¿quién de los dos era el culpable?
La tarde del martes volvimos a vernos. En casa, porque Lorena no
llegaría hasta la noche y yo tenía que hacerme cargo de Rober. Mario traía
noticias, que recibimos con ansia. Esa mañana se había entrevistado con
quien decía ser nueva agente de Chao. Un pez gordo del mundillo, de las que
no levantan el teléfono sin la garantía de tener al otro lado una primerísima
figura de las letras.
—Naturalmente, no he querido decirle de momento que su nuevo fichaje
es un impostor. Me he limitado a representar el papel de agente despechado, a
ver qué podía sonsacarle.
Al parecer, el presunto Guillermo Chao había entrado en contacto con ella
un par de meses atrás, y desde el primer momento le exigió máxima reserva
sobre sus planes.
—¿Pero quién es ese farsante? —⁠ terció Pablo.
—Ella dice conocerlo personalmente, aunque no he podido conseguir
muchos más detalles al respecto para no meter la pata: se supone que yo lo
conozco desde hace años. Pero parecía sinceramente sorprendida de que
Chao no me hubiese informado de sus cambios de planes.
Según Mario, en un encuentro que a ratos parecía más un diálogo de
besugos que la confrontación de dos rivales, ella le había presentado un
documento notarial por el que Chao le concedía plenos poderes como
representante, junto con la denuncia del contrato que hasta ese momento lo
vinculaba a quien había sido su agente.
—¿Qué contrato van a denunciar? —⁠ protesté⁠ —. Nunca ha existido
ese contrato.
—Ya lo sé, pero sí la denuncia, que es firme, en toda regla, con fecha y
firma. O sea, que quedo apartado de cualquier actividad que tenga que ver
con Chao. Seguiré recibiendo los porcentajes acordados por los derechos
pendientes de las anteriores novelas, pero ceso como agente.
—Es el colmo de la desfachatez.
—Por supuesto. Le he advertido de que no me voy a quedar parado y que
haré valer mis derechos ante los tribunales. Lo ha entendido perfectamente:
«Yo haría lo mismo en tu lugar», me ha dicho con toda naturalidad.
—Está bien eso de defender tus derechos —⁠ consideró Pablo cuando
concluyeron sus raquíticas explicaciones⁠ —. ¿Y nosotros? Han publicado
nuestra novela, maldita sea.
—Y perfectamente acabada —asumí con desgana⁠ —, con el final que
barajábamos sin haber podido redondearlo.
—¿Estás seguro de que ninguno de tus ligues te ha metido mano en el
ordenador? —⁠ interrogó Mario a Pablo.
—¿Mis ligues? —repuso éste airado⁠ —. ¿Y por qué no Lorena? —⁠ Y
antes de que yo pudiese protestar, incorporó al propio Mario a la lista de
sospechosos⁠ —. O alguien de tu despacho.
—No, a mí no me metas —se defendió⁠ —. Yo apenas dispongo de unas
decenas de páginas, las que vosotros tenéis a bien entregarme según vuestro
criterio.
—Sea quien sea —remaché la obviedad⁠ —, nos ha robado la novela.
—Y no es eso lo peor —reflexionó Mario⁠ —. Por mucho que duela, que
no es poco, una novela es fruto de un trabajo y su pérdida se puede mitigar
con más trabajo. Lo malo es que nos han robado al autor.
—Esto es ridículo. —Pablo parecía fuera de sí⁠ —. Llevamos cuatro días
de brazos cruzados. Hay que denunciarlo.
—¿Denunciarlo? Lo único que nos vincula a los tres son acuerdos
profesionales que nada tienen que ver con este asunto. ¿Con qué pruebas nos
presentamos en un juzgado?
Por desgracia, Mario estaba en lo cierto: él era el único enlace, el cordón
umbilical con un ser inexistente. Para evitar todo rastro y aislar al inasequible
escritor, habíamos convenido que la editorial le pagase directamente a él los
derechos de autor. A efectos fiscales, Benítez Aguiar era el beneficiario único
de esos ingresos, cantidades que después llegaban a nuestras manos como
pago de supuestas colaboraciones con su consultoría. Chao no existía para
Hacienda, como no existía para nadie. Era Mario quien asumía el pago de los
impuestos correspondientes. Una trama tan simple y nebulosa que algún
crítico había dejado caer la sospecha de que fuese el propio Benítez Aguiar el
autor de esas novelas, intuición apoyada en el hecho de que Chao era el único
escritor representado por tan atípico agente. Comentarios que, lejos de
perjudicarnos, nos hacían sonreír por la publicidad gratuita que significaban y
que él se encargaba de desmentir con toda contundencia en los foros más
convenientes. No, no existía ninguna prueba que acreditase que Pablo y yo
éramos Guillermo Chao. Ni siquiera habíamos registrado las novelas dada la
imposibilidad de facilitar una identidad cierta, y hacerlo bajo nuestro nombre
nos exponía al riesgo de que el engaño saliese a la luz tarde o temprano:
tampoco era necesario, porque no hay mejor muestra de propiedad intelectual
que la publicación firmada de la obra, y el entorno editorial no podía
considerarse sospechoso de presumibles plagios que irían en su perjuicio.
Ahora parecía imperdonable que no hubiésemos tomado semejantes
precauciones, pero ¿quién iba a pensar que algo tan inconcebiblemente
descabellado podría suceder?
—Con tu testimonio, Mario —⁠ apuntó Pablo, aunque en su afirmación
subyacía el peso de la duda⁠ —. Has sido el agente de Chao durante trece
años, y de algo servirá eso.
—Claro, y lo repetiré mil veces si es preciso, pero ¿qué crees que
publicará la prensa?: «Agente despechado inventa increíble patraña con la
complicidad de dos socios». A mí me importa poco, aunque podéis imaginar
cómo afectará esa noticia a vuestros respectivos ámbitos profesionales.
—Pues si no existe documento, podemos crearlo. Lo firmamos mañana
en la notaría de Luismi y santas pascuas. Lo único que hay que hacer es
poner fecha de hace unos años. Y a partir de ahí, tirar de la manta y descubrir
al farsante y a los estafadores.
—¿Una falsificación? —Mario arqueó las cejas.
—No falseamos hechos —se defendió Pablo, irascible⁠ —. Reparamos
un error. El error de tres imbéciles que no lo hicieron en su momento.
—Olvídalo. No puedo intervenir en actos notariales que me conciernen
personalmente. Y ningún notario va a validar lo que propones.
—Las galeradas —exclamó Pablo, con un brillo de esperanza en las
pupilas⁠ —, las pruebas de nuestras anteriores novelas.
—¿Alguno de vosotros las guarda? —⁠ nos interrogó Mario, apoyado en
una mirada de incredulidad que enseguida trocó en una mueca de disgusto al
comprobar que, al menos en mi caso, la respuesta era negativa.
—Quizá tenga algo por casa —⁠ consideró mi amigo sin excesiva
confianza.
—No te molestes, Pablo. Que un agente guarde correcciones de la obra de
su representado entra dentro de lo posible, pero no demuestra en absoluto que
tú y yo seamos Chao.
—Lo único que se me ocurre es un acuerdo privado con fecha antigua
—⁠ medió Mario para salir del atasco.
—¿Un acuerdo privado que afecte a terceros? —⁠ repuse⁠ —. Papel
mojado.
—Ya, pero es lo mínimo si estáis dispuestos a seguir la vía judicial.
Mañana, si os parece, nos vemos en mi despacho y lo formalizamos. Veré
qué documentación puedo aportar como apoyo. Nuestro contrato de
asociación empresarial se firmó en aquellos días. Puede ser un argumento.
—Sin más valor que el de tu propia palabra —⁠ sentencié camino de la
cocina para preparar la cena de Rober⁠ —. Es inútil. Nos tienen cogidos por
las pelotas. Lo que ahora importa es saber quién nos la ha jugado, y cómo lo
ha hecho.
—Con ese documento firmado hablaré con la editorial y os presentaré
como los verdaderos autores —⁠ insistió Mario⁠ —. Espero que al menos
ellos me crean. Al fin y al cabo, también son víctimas de este fraude, ya que
la obra contratada la ha publicado la competencia.
—Lleva preparado el talonario —⁠ repuse⁠ —. Porque lo primero que te
van a exigir es la devolución de los jugosos adelantos que nos dieron por la
novela.
—En ese caso, sois vosotros quienes debéis prepararlo. Al fin y al cabo,
mi parte es sólo un diez por ciento.

Lorena se metió en la ducha en cuanto llegó a casa con un lastimero


gemido de cansancio. Despreocupada por un hijo que ya dormía, su único
objetivo era tomar un yogur y correr a la cama tras una jornada de más de
catorce horas de faena, primero en el hospital y luego en el seminario de
formación que cada seis meses se veía obligada a cursar.
Había arrojado bolso y carpetas sobre la mesa. Y el libro. Abandonado
boca abajo sobre el cristal parecía una garita desvencijada por el huracán, las
hojas abiertas y a punto de arrugarse. A pesar de que su presencia me
resultaba repulsiva, me compadecí de él y quise devolverle la digna posición
que todo libro merece. Al cerrarlo, como si aquel objeto odiado hubiese
querido hacerme partícipe de un nuevo secreto, mis ojos quedaron prendidos
del texto escrito en su página de cortesía tras la cubierta. Era una dedicatoria.
Lorena se explicó a distancia, yo en la puerta y ella frente al espejo, con
el zumbido del secador como banda sonora. Dijo que había sido un encuentro
casual cuando comía, en la cafetería de siempre. Chao pasó por allí y se
sorprendió al ver su novela encima de la mesa.
—Me preguntó mi opinión y charlamos un rato. Me ha prometido firmar
las otras tres. ¿Te imaginas qué suerte?
—¿Cómo sabes que era él? No hay fotos en las solapas de sus novelas.
—Porque tiene rasgos filipinos.
—Hay entre nosotros cientos de personas con esos rasgos, Lorena.
—Pero no la misma voz, la que escuchamos en la radio, inconfundible. Y
además, porque solamente un autor puede conocer su obra con tanto detalle.
Y hablar de ella como lo hace.
—¿Y qué dice de su obra?
—Que no le gusta… —El ruido del electrodoméstico encubrió el resto de
la respuesta.
—¿Cómo?
—Que no le gusta nada, que reniega de ella.
—Será gilipollas.
—Dice que sus novelas le parecen escritas por otro.
Me dio un vuelco el estómago al escucharla. Claro que las había escrito
otro, y si aquel hombre que había abordado a Lorena tenía algo que ver con el
fraude, demostraba además un cinismo rayano en la provocación.
—Pues a lo mejor es verdad que no las ha escrito él —⁠ repuse,
recalcando cada sílaba⁠ —, y ese tipo te está tomando el pelo. Nadie critica
con tanta saña su propia obra.
—No sólo la critica —replicó entre risas⁠ —. Asegura que quemaría sus
novelas si pudiese, que la única verdadera de todas es la que está escribiendo
ahora. Y que de la última sólo las veinte páginas finales merecen la pena.
Mira, las que tú querías leer.
Sólo las últimas veinte, las que no escribimos Pablo y yo, las que alguna
pluma mercenaria al servicio del engaño había urdido para redondear una
estafa. Quién sabe si algo más que una estafa. En ese momento tuve miedo y
una tiritona me recorrió la espalda. Miedo por mí, pero también por ellos, por
Lorena y por Roberto. Un miedo abstracto, pero muy sólido, que arrancó de
mi garganta una orden que en estado normal nunca habría podido salir de
ella:
—No vuelvas a ver a ese tipo, sea quien sea.
Lorena detuvo el secador para que pudiera oírla con toda claridad, pero
dejé su frase de protesta en el aire, como si fuera un insulto que hubiese
herido lo más sensible de mi orgullo.
ACECHO

Desde el balcón de casa, su prisión, contaba los coches que


raramente se aventuraban en el polvoriento camino y los
convertía en estrambótica estadística asociándolos por colores.
Si al menos viviese frente a la carretera general, estos datos
podrían considerarse fiables, representativos de una cierta
verdad; uno podría decir: de cada cien coches cuarenta y tres
son negros, veinticinco blancos; el resto, de colores variados.
Pero desde allí no vislumbraba sino una porción marginal de
la realidad, una realidad mísera y limitada por lo previsible,
pues la furgoneta blanca del pescadero que dos veces por
semana llegaba a vender su mercancía deformaba involuntaria
pero drásticamente los datos. Y el viejo hispano-suiza negro de
Marciano, en su esporádica función de taxista, teñía de
razonables dudas el balance final.
Igual sucedía si contaba las personas que se movían por la
casa: sus padres actuaban como factores distorsionadores de
todo pronóstico.
Decidió por fin eliminar estos elementos de su inventario y así,
aunque lenta y tediosa, la compilación adquiría valor
significativamente distinto. Sólo si trataba al mundo como
objeto de estudio al margen de lo habitual la estadística de la
vida adquiría frescura, emoción, valor de certidumbre. Porque
no es computable el tedio. Apenas lo imprevisible puede ser
medido.

Letargo, Guillermo Chao

En contra de mis principios, volví a tomar sedantes aquella noche. Y por


fortuna coleteaban sus efectos cuando por la mañana, tal y como habíamos
convenido, llegué al despacho de Mario a preparar nuestra ofensiva contra la
impostura; ofensiva que en realidad era defensa sin demasiadas esperanzas de
victoria. La noticia fue un mazazo que Pablo recibió de mis propios labios
con similar impacto en el rostro y en el ánimo.
Mario había muerto la víspera. Apenas media hora después de irse de mi
casa. Su coche se había empotrado literalmente contra una de las máquinas
que trabajaban en la ampliación de la autovía. Un hecho inexplicable, porque
él jamás era imprudente al volante y menos en un tramo de velocidad
limitada por obras.
Quedamos paralizados en el sofá frente a la secretaria que nos había
pormenorizado los hechos con lágrimas en los ojos. Supongo que por la
mente de Pablo discurrían pensamientos similares a los míos, pero ambos
habíamos enmudecido. Me sentía doblemente desamparado: además del
drama humano, de la absurda y brutal muerte de un amigo, con su pérdida
había desaparecido también toda conexión con la verdad. Porque Mario era la
única persona que podía atestiguar que nosotros habíamos creado a
Guillermo Chao, que ese personaje falsamente materializado en hombre no
era otra cosa que un maldito seudónimo. Ahora no teníamos nada excepto
nuestro débil testimonio y los improbables documentos que pudieran hallarse
entre los papeles del fallecido.
Qué difícil resulta encontrar palabras de reproche o de contrición cuando
el afecto te ata a tu interlocutor. Mucho más si éste no puede responderte
porque está muerto. Eso me sucedía en ese momento respecto a Mario. La
verdad es que mi primer pálpito había recaído sobre él. Sin pruebas, desde
luego, y sin un móvil sólido al que aferrarme, pero nuestro representante
había sido para mí el primer sospechoso en ese inconsistente juego de buscar
un culpable necesario ante la trama fraudulenta que había irrumpido en
nuestras apacibles y perfectas vidas.
Ahora me reprochaba con dureza esa falta de piedad hacia quien siempre
había dado pruebas de lealtad y de cariño, pues a ambos nos había tratado
casi con fervor paternal desde que nos presentamos ante él como un par de
jovenzuelos dispuestos a recibir una merecida regañina. Desde entonces se
había mostrado como un cómplice leal, y tenía casi tanto que perder como
nosotros en tan insensato suceso. De hecho, había sido drásticamente
apartado de cualquier relación con el ficticio escritor. También él era una
víctima.
No, no tenía pruebas contra Mario, ni él parecía tener motivos para la
traición. Pero era la única salida de mi cabeza ante la repentina anomalía,
porque pensar en que el culpable fuera Pablo se me antojaba entonces
imposible. Sin embargo, su actitud esquiva en las horas siguientes al
fallecimiento de nuestro amigo, y muy especialmente durante el tiempo que
pasamos en el tanatorio, hizo tambalearse mi seguridad en él. Pablo
permaneció por completo ajeno durante el sepelio, sin relacionarse con nadie,
ensimismado en sus zozobras interiores cualesquiera que fuesen. Mario era
un hombre casi sin familia, separado de su mujer veinte años atrás después de
una corta relación que no le había dado descendencia, y cuyos únicos
parientes eran un par de sobrinos, hijos de su difunta hermana, y algún que
otro primo lejano. Aun así, resultaba difícil aislarse de la numerosa presencia
de dolientes, integrada por conocidos del mundo profesional, incluidos un par
de representantes de nuestra editorial con quienes intercambié frases tópicas
de condolencia. Pablo, por el contrario, no quiso saber nada de nadie; estaba
allí como una estatua plegada sobre sí misma, reconcomiéndose: suponía yo
que de dolor, aunque presentía un segundo y oculto sentimiento que no me
gustaba en absoluto.
Los días posteriores al entierro fueron un infierno. La documentación
hallada en el despacho de Mario no alivió nuestra perplejidad: las fichas
referentes a Chao no establecían la menor relación personal con nosotros ni
con la sociedad creada por los tres, tal y como se había convenido a efectos
fiscales. Nada podía hacerse excepto consumirnos de impotencia. Sugerí a
Pablo que hablásemos con la editorial, pero mi amigo había entrado en fase
depresiva. No era muy frecuente, aunque ya en alguna ocasión había vivido
de cerca su experiencia. Primero aparecía un recalcitrante mutismo; luego el
alcohol, como si bañadas en licor sus dudas se hicieran más digeribles y esa
gran bola que parecía llevar dentro pudiese ser disuelta. Solían ser dos días,
tres a lo sumo, en los que Pablo no estaba para nadie excepto para mí, aunque
poco podía ayudarlo en tales circunstancias porque ni una palabra salía de su
boca; apenas gruñidos de desaprobación hacia mis intentos de compartir con
él ese repentino paréntesis en su desenvuelta y habitual locuacidad.
Utilicé el nombre de Mario para conseguir una entrevista con la editora de
ficción a la que había saludado en el tanatorio, una mujer inicialmente amable
que cambió su talante a medida que escuchaba de mi boca lo que sin duda le
parecía el argumentario de un chalado. Sólo le expresé una hipótesis, la
posibilidad de que quien decía ser Chao fuese en realidad un hombre de paja
en tanto el verdadero autor permanecía en la sombra. Eso precisamente
sospechaba Mario, argumenté; pero era inútil esperar de ella comprensión
hacia lo que podía sonar a un nuevo intento de estafa o algo parecido. Los
archivos de ordenador con la novela casi acabada y los borradores con los
vanos intentos de concluirla no serían, según ella, pruebas suficientes. Y
tampoco los textos de las tres novelas anteriores.
—Lo único que demostrarían esos documentos es que su presunto
propietario es uno de los muchos frikis que siguen a Chao.
—¿Que ha tecleado literalmente cada una de las novelas en su ordenador?
—Algunos son capaces de eso y de mucho más llevados por su
mitomanía. Y con el software actual ni siquiera es necesario teclearlas. En
todo caso, la relación de ese supuesto poseedor de los archivos con el pobre
Benítez Aguiar podría ser tan estrecha que éste le hacía partícipe de los
progresos de su puñetero pupilo literario. Por desgracia, nunca lo sabremos.
—Pero si las fechas de esos archivos fueran muy anteriores a la
publicación de las respectivas novelas…
—Cualquier experto de medio pelo en informática puede trucar eso.
Olvídese de conspiraciones: esta historia es simplemente la de un cabrón que
ha roto unilateralmente un contrato. Un asunto que en su día resolverán los
tribunales.
—Dos contratos —alegué como si fuera una contundente prueba de mi
teoría⁠ —. También rompió el que le unía al difunto Mario.
—Sí, es cierto. Pero eso no lo exime de devolver los adelantos que le
dimos.
—Que le dieron a Mario, quiere usted decir. Él era, al parecer, la única
persona que conocía a Chao.
—Nuestros abogados son competentes, señor Turiel, y darán los pasos
necesarios. Si no le importa, prefiero ahorrarles sus hipótesis oscurantistas. A
menos que me esté sugiriendo el argumento de una novela. ¿Escribe usted?
—No, no —me defendí—. Bastante tengo con atender la notaría.
Solamente quería hacerles partícipes de las sospechas de Mario.
No era cierto, por supuesto. De haber sido suficiente para mí el trabajo
notarial, habría olvidado en ese mismo instante mis angustias para refugiarme
en el rutinario quehacer y en el cálido amparo que me ofrecía la familia.
Opté, sin embargo, por buscar la verdad, o lo que pudiera existir de verdad en
tan mezquina y cruel maquinación.
Mis llamadas a Pablo tuvieron el mismo resultado que en días
precedentes. Su estado, lejos de mejorar, parecía haberse agravado. Con cajas
destempladas, antes de exigirme que lo dejase en paz, llegó a sugerir mi
responsabilidad directa en el asunto:
—¿No entraron en tu casa el verano pasado? —⁠ balbució como quien
lanza una prueba incontestable.
Aquel episodio, ciertamente, había vuelto también a mi cabeza tras los
recientes hechos, pero nada tenía que ver con ellos. Más que allanamiento
resultó ser un acto vandálico, con un par de cristales rotos y sin constancia de
que sus autores hubieran puesto un pie en el interior de casa, mucho menos
en mi despacho. A pesar de la virulencia con que mi amigo expresaba su
sospecha no quise tenérselo en cuenta: Pablo, impotente, buscaba respuestas
y culpables como lo hacía yo. Y, francamente, las mismas sospechas que él
albergaba sobre mí las tenía yo respecto a él.
Postergando hasta donde me lo permitían mis obligaciones profesionales,
decidí vigilar secretamente a Lorena por si aquel tipo decidía acercarse de
nuevo a ella. Me sentía sucio por lo que estaba haciendo, y culpaba de ello a
la progresiva paranoia que empezaba a instalarse en mis pensamientos. Tras
un par de días de infructuoso merodeo y consciente del deterioro que mi
actitud podía causar en nuestra relación si era descubierto, renuncié a esa vía
como posible solución de mis dudas.
Encerrado en mi despacho, repasé la historia de Guillermo Chao, la
documentación que Pablo y yo habíamos preparado sobre el inexistente
personaje cuya supuesta materialización nos había amargado la vida. Y entre
las viejas notas, muchas de ellas simples apuntes manuscritos, la falsa
entrevista publicada por Trazos:
«A través de ese balcón minúsculo, limitado por la madera de cerezo y la
negritud vertical del hierro forjado, la vista topa con dos escabeles salpicados
de geranios rojos. Desde allí, al atardecer, el brezo asemeja vino tinto, un
añejo burdeos derramado sobre las lomas. Y el picacho calizo al fondo, una
cumbre bicéfala ribeteada por una senda ocre entre musgos y helechos. El
valle abajo, protegido por las lenguas de niebla que desde la cordillera se
deslizan para ocultar a su paso mil matices de verde.
»Dentro, en la sala, suelos pardos de barro antiguo, muros de piedra sin
desbastar. Una chimenea, candelabros de bronce aplicados a las paredes y un
techo casi artesonado sobre el lugar donde, dicen, se acurruca la imaginación
de este hombre».
Estos dos párrafos abrían el prólogo de la amplia entrevista que
inventamos para su distribución masiva por una agencia. Por supuesto, ni una
sola mención al aspecto físico de Guillermo Chao en el preámbulo. Tampoco
en el resto del contenido. Para nosotros estaba claro que era un hombre
condicionado por la enfermedad tras una vida más que perra, y así lo
habíamos reflejado en las dos primeras novelas, de contenido presuntamente
autobiográfico; pero ese detalle quizá importante para los lectores de un
semanario cultural nos obligaba a entrar en terrenos que no dominábamos, y
en este caso parecía preferible pecar por defecto que por exceso: lo
significativo era dar color al lugar donde nuestro hombre creaba en obligada
soledad. Habíamos tomado la decisión sobre las peculiaridades físicas y
sociales de ese entorno antes de concluir nuestra primera novela, con un
mapa abierto frente a nosotros, eligiendo un rincón desconocido para la
mayoría de los ciudadanos del país que acentuaba el aspecto ignoto y
misterioso del autor. Un pequeño municipio elegido al albur en una recóndita
comarca en la falda de la cordillera que antecede a la costa norteña: ésa fue
nuestra elección, sin mayores referencias; aunque años después, cuando
Mario aconsejó consolidar y dar credibilidad al personaje, nos informamos
ampliamente sobre las características de un territorio que desconocíamos.
Al revisar aquellos papeles me asaltó una idea que en aquel momento
consideré brillante: habíamos dejado casi en manos del azar el origen de
Chao. Y yo ni siquiera me había interesado por conocer personalmente ese
lugar, algo imperdonable en quien debería presumir de profusa labor de
documentación en torno a su obra y a su personaje principal. Probablemente
Pablo tampoco lo había hecho, porque en caso contrario me habría
comentado los pormenores. Al principio, cuando todo comenzó, nos pareció
innecesario: bastaban cuatro pinceladas para definir a nuestro hombre; luego,
una vez fueron creciendo su obra y su fama, el descuido de la comodidad
había consolidado en nosotros esa imperdonable carencia.
El origen de Guillermo Chao podía ser una prueba decisiva que
demostrase el fraude de aquella operación urdida a nuestras espaldas. Quizá
nunca llegaríamos a probar directamente que Pablo y yo habíamos creado a
ese autor inexistente y que tanto él como su obra nos pertenecían, pero sí al
menos podríamos demostrar la falsa identidad en que éste se sustentaba. Tal
vez así, de forma indirecta, recuperásemos lo que nos había sido robado.
Docena y media de casas junto a una carretera secundaria, casi
emboscadas entre nogueras, castaños y robles dispersos como a soplidos. Eso
era Condate. Un escenario demasiado decepcionante tras tantas horas de
viaje.
Lo primero que atrapaba la mirada al entrar en el pueblo era una pequeña
y modesta iglesia de color gris y estilo indefinido, o de estilo ecléctico para
dar gusto a pedantes y eruditos. A la derecha, frente al templo, un edificio
llamaba la atención. Más que el inmueble, era la peculiar veleta que coronaba
su tejado, una imagen que me resultó extrañamente familiar. Intrigado por el
descubrimiento, me dirigí a un cuarteto de ancianas sentadas a la sombra de
un castaño centenario y solté la pregunta que me quemaba en la boca.
—Por favor, ¿de quién es esa casa?
—Del Ayuntamiento —respondieron a coro.
—¿Quiere comprarla? —me interrogó de inmediato una de ellas.
—¿Está en venta? Pues no sé si merece la pena —⁠ repuse entre titubeos.
No tenía el menor interés en semejante operación, aunque la oferta me
brindaba una oportunidad inesperada⁠ —. ¿Puedo verla por dentro?
La señora se incorporó, extrajo de su delantal un ramillete de llaves y sin
más preámbulos se dirigió a la casa con la soltura y naturalidad de quien está
acostumbrada a recibir forasteros interesados en la finca.
Franqueada la verja que protegía su fachada, podía observarse con mayor
precisión que era un edificio de dos alturas abandonado a los caprichos del
clima y maltratado por el paso del tiempo, aunque sus muros graníticos casi
ciclópeos le auguraban al menos un siglo más de verticalidad. Sobre el
tejado, aquella peculiar veleta que había llamado mi atención: una vieja
carabina de dos tiros, oxidada e inhábil por su peso para cumplir el cometido
que alguien quiso asignarle tras su jubilación. Junto a la puerta, apoyada en el
muro, una motocicleta de los tiempos de Ángel Nieto, aunque su aura
gloriosa, si algún día la tuvo, había sido suplantada por costras de herrumbre
y un manto de cagadas de paloma.
—Yo debería acompañarlo, pero ya no estoy para tanta escalera, así que
suba usted y ya hablamos cuando salga.
Crucé el umbral con una particular mezcla de aprensión y calma, como si
aquel espacio abandonado me recibiera amistosamente y al tiempo guardase
para mí secretos que casi intuía. Sin prisas, recorrí el inmueble fisgando salas,
armarios y cajones vacíos, hasta llegar a la planta superior, ocupada por
varios dormitorios. Cuando llegué al salón, sabía lo que iba a encontrar antes
de encender la luz.
Efectivamente, allí estaba el piso de losetas de barro, los apliques de
bronce en las paredes de piedra, la chimenea, el techo de madera oscura. Abrí
las contraventanas del pequeño balcón y contemplé el paisaje con la
tranquilidad de quien recupera una vieja foto del álbum familiar: la cumbre
de dos picos, la ladera teñida de brezo y la senda que lo atravesaba camino
del valle.
Regresé al exterior tambaleante como un boxeador sonado, con la
convicción de haber vivido un imposible. Para mi sorpresa, a las ancianas se
había sumado un grupillo de curiosos, empeñados en conocer personalmente
a quien tal vez se sumaría pronto al escaso vecindario. Durante la hora
siguiente aumentó si cabe mi estupor gracias a las pormenorizadas
explicaciones sobre el origen de la casa que unos y otras me sirvieron con la
infinita paciencia de quien agasaja a un invitado.
Me hablaron de Aurelio Mesa, que luchó en Filipinas, llegó a teniente y
se trajo de allí un chavalillo que algunos decían nacido de su semilla, aunque
no podía ser su hijo porque había pasado tres años en la colonia, y cuando
regresó a Condate el niño tenía al menos cinco. Había quien decía haberle
oído contar, cuando el aguardiente le calentaba la lengua, que estuvo
locamente enamorado de la madre del chiquillo y que ella, antes de morir a
causa de la guerra, le hizo jurar que cuidaría de su crío.
El caso es que Aurelio volvió al pueblo como secretario y mutilado de
guerra, aunque nadie apreció jamás una cicatriz en su cuerpo, ni cojeaba, ni le
faltaba una oreja, ni tenía un muñón retorcido en lugar de dedos; así que
todos sospechaban que la herida causante de su retiro era tan íntima, y tan
innombrable su mutilación, que ni él mismo osaba hacer alarde de ella. Fuera
ese u otro el motivo, se mantuvo célibe, con el filipinito a su cargo y la
continuidad de su apellido a salvo.
Al niño lo apodaron en el pueblo el Conchinchino, o el Chino Patricio; y
así lo llamaban a sus espaldas, aunque oficialmente era ni más ni menos que
el Patri, y Patricio Mesa en los archivos que su padre adoptivo manejaba con
demostrada competencia.
A la muerte de Aurelio, el Chino heredó sus exiguas posesiones. En la
primavera previa a la guerra civil, con los cuarenta bien cumplidos, Patricio
casó con una viuda de una aldea vecina de la que, cuatro años más tarde,
nació Modesto, su hijo unigénito.
De niño, desde luego antes de tomar su primera comunión, Modesto
sufrió un extraño ataque que lo mantuvo en cama durante varios meses entre
la vida y la muerte, sin que los médicos supieran dar con una explicación para
tan altas fiebres y su progresivo debilitamiento.
De resultas del mal, el pequeño perdió la movilidad de las piernas. Una
enfermedad degenerativa de los músculos, concluyeron los doctores de la
ciudad que lo atendieron. La única solución médica fue proveerlo de un par
de muletas, recomendar alimentación sana y aguardar la voluntad de Dios
expresada mediante las sabias maniobras de la natura. En los dos años
posteriores, ni uno ni otra decidieron mejorar la salud del chico, y en vista de
que el futuro campesino de Modesto era cada vez más negro, sus padres
removieron cielo y tierra para garantizarle al menos una educación que le
permitiera valerse por sí mismo en menesteres menos duros que los que
exigía una tierra tan necesitada de sacrificio y desgaste físico. Así, al llegar su
hijo al albor de los nueve años, el Chino Patricio y su esposa, aun con el
dolor que les significaba esa decisión, y gracias a un vecino que tenía una
hermana monja, lo pusieron en manos de una institución educativa, un
internado de la ciudad regentado por esa congregación.
Modesto Mesa vivió seis años entre aquellas paredes de ladrillo húmedo,
baldosines blancos y crucifijos, con esporádicas visitas a Condate durante las
vacaciones. Decían que era un buen alumno y sus calificaciones llenaban de
legítimo orgullo a sus padres. Pero el verano en que cumplió los quince la
enfermedad le lanzó una nueva dentellada. Esta vez la crisis fue más breve, si
bien no menos dramática, y el adolescente quedó tan debilitado que apenas
podía moverse.
Pasó casi un año sin más distracción que sentarse frente al balcón para
contemplar la luz cambiante de las estaciones, los andares cansinos de
vecinos y bestias, el infrecuente petardeo de algún automóvil por la carretera.
Siempre un mismo cuadro ante sus ojos, por mucho que la lluvia, la niebla, el
sol o la nieve elaborasen variaciones que él recibía sin la menor
complacencia.
Los libros de su abuelo, el mutilado secretario Aurelio, apilados en un par
de montones sobre la cómoda del dormitorio, eran lo único que le hacía creer
en la existencia de otros paisajes, en un mundo distinto más allá del alcance
de su vista. Su fuerza de voluntad le devolvió con el paso del tiempo la
capacidad de usar las muletas, pero ya no regresó al internado.
El Chino Patricio murió tres años después del fallecimiento de su esposa.
En ese momento, Modesto llevaba ya tiempo sin moverse de Condate, sin
salir prácticamente de su casa excepto cuando el sol estaba bien alto, porque
casi había perdido la vista como consecuencia de su enfermedad. Enseguida
liquidó la pobre herencia recibida de sus padres: vendió los prados y las
huertas, y la casita de su madre en la aldea vecina a una familia de la ciudad.
Tan sólo se quedó con la casa de Condate y algunos baldíos que nadie quiso
comprarle, y al poco marchó del pueblo.
De eso hacía casi veinte años y no se había vuelto a saber de él, de modo
que no era aventurado creer que hubiera fallecido. Desde entonces, aquella
casa permanecía cerrada.
—¿Qué les hace pensar que ha muerto? —⁠ alegué.
—Porque hace siete años que el Ayuntamiento publicó la expropiación de
su casa y de las cuatro tierras que tenía, y nadie lo ha recurrido —⁠ repuso un
cincuentón que parecía el más informado de los presentes.
—Puede que no se haya enterado, o que no tenga interés. Si venden la
casa y aparece el dueño, meterán en un buen lío al comprador.
—Un condateño nunca desprecia la herencia de sus padres por pobre que
sea —⁠ refutó mi interlocutor con un deje de orgullo⁠ —. Si no ha protestado
es porque está muerto y bien muerto.
—Ya te digo —apuntó otro de los curiosos, cercano a los setenta⁠ —.
Bastante con lo que duró, el pobre hombre. Si daba pena verlo.
—Yo tengo oído que murió en un asilo de la capital un par de años
después de marcharse —⁠ remachó la señora que me había facilitado el
acceso a la casa.
—Puede ser —acepté—. Díganme, ¿les suena el apellido Chao?
—⁠ Guillermo Chao, aquilaté ante su silencio, aunque con el mismo
resultado negativo.
Aquellas gentes me habían contado con pelos y señales la historia de
Modesto Mesa, idéntica a la del personaje inventado por Pablo y por mí, pero
Chao era un apellido desconocido en Condate y ni siquiera pertenecía a la
comarca.
—¿Y Gúrpide? Pablo Gúrpide.
Tampoco les resultaba familiar. El apellido de mi amigo no significaba
absolutamente nada para ellos, ni siquiera asociado a un nombre propio.
Demasiadas coincidencias. Acababa de visitar el agobiante escenario de
Letargo y la casa familiar de Herida de papel, nuestras primeras novelas, que
narraban la historia de Guillermo Chao con ligeras variantes en cuanto a
circunstancias, nombres y localizaciones respecto a la de Modesto Mesa. Por
si fuera poco, nosotros habíamos creado a Chao veinte años atrás, de modo
que nos convertimos en cierto modo en sus padres cuando murió el verdadero
padre de Modesto.
Tal vez me equivocaba y ese plural al hablar de Pablo y yo no era sino
una nueva mentira, una más entre las que me había refugiado para disimular
mi miedo a la incompetencia. Al revivir ahora los momentos de creación de
nuestro seudónimo común y sus circunstancias vitales, tenía que admitir la
decisiva dirección de mi amigo. En realidad, él había sido el verdadero
forjador del personaje.
Al viajar a Condate confiaba en hallar humo, un humo que me permitiese
probar el fraude que nos tenía paralizados. Por el contrario, había encontrado
un incendio de dimensiones colosales. Esperaba un gesto colectivo de
extrañeza cuando pronunciara el nombre de Chao y eso mismo había
sucedido, pero a cambio de un descomunal sinsentido.
Abandoné el lugar intentando convencerme de que las últimas horas no
habían existido, de que aquel pueblo y sus gentes eran algo tan fantástico, tan
irreal, como lo había sido hasta entonces todo lo concerniente a Guillermo
Chao. Una sensación de vacío se había sumado al espacio que antes
pertenecía en exclusiva, con todo derecho, a la indignación y a la rabia.
Durante el viaje de vuelta se acrecentó la impresión de irrealidad, de
haber visitado una especie de universo paralelo que sólo podía existir en
algún recóndito recoveco de la imaginación. Era una opción absurda, sí, pero
al menos salvaguardaba mi autoestima. Porque admitir la versión racional me
convertía automáticamente en víctima de una nueva mentira, y esta vez por
parte de quien menos podía esperarme.
Resultaba más que chocante el hecho de que llevara trece años engañando
al mundo escondido tras un seudónimo mientras Pablo nos engañaba a mí y
al pobre Mario con el mismo personaje. Estaba claro que sabía mucho más de
lo que nos imaginábamos. Reflexionando al respecto había llegado a la
certeza de que la elección del nombre para nuestro seudónimo, aquella tarde
en que Pablo lo incluyó en su trabajo de literatura del instituto, no había sido
del todo limpia. Él decidió el apellido, Chao, y cuando yo propuse un nombre
de pila, ya ni recuerdo cuál era, lo objetó por inapropiado. Debería ser más
literario, argumentó, algo asociable al éxito mundial, del mismo modo que
cuando oías Shakespeare te venía William a la cabeza. Puede que yo fuera
demasiado maleable entonces o se trató simplemente de un acto reflejo, pero
de inmediato traduje su sugerencia y el nombre de Guillermo quedó
incorporado al de Chao con total naturalidad. Realmente, poco importaba
elegir un nombre u otro, pero ahora veía muy claro que ya desde ese
momento él había mostrado su voluntad de dirección.
Del mismo modo que había repescado de la memoria la anécdota del
bautizo de nuestro seudónimo, recordé otros ejemplos similares de inducción
a la hora de decidir escenarios, colores, ambientes, frases: toda una biografía,
en definitiva. Simples puntos de vista expresados como sugerencia, en
realidad, que en su momento no suponían para mí renuncias significativas y
que sin embargo favorecían el crecimiento de una arquitectura acorde con los
presupuestos de mi amigo y estrecho colaborador.
Ahora me daba perfecta cuenta de lo distintos que éramos. Ya lo sabía,
pero en estas circunstancias, cuando la sombra de un abismo infranqueable se
abría entre nosotros, las diferencias poseían virtudes casi terapéuticas que yo
consideraba capaces de explicar por sí mismas la raíz de la traición. Mi letra
era minuciosa, cuidada, casi artística; la suya impulsiva y atropellada, un
criptograma más propio del cuerpo médico-farmacéutico que de alguien que
se dedicaba al mundo de la comunicación. También éramos diferentes como
escritores: mientras él prefería describir personajes y profundizar en sus
sentimientos y motivaciones, yo me dedicaba con sumo placer a la acción, a
crear situaciones y tramas.
Frente a su búsqueda del aplauso, ese ofrecerse al mundo a través de las
cámaras, estaba mi necesidad de discreción, la seguridad que confiere saberte
alejado del ojo del huracán. No era casual haber elegido la notaría como
salida profesional, una labor sorda y anónima; aburrida, ciertamente, aunque
bien remunerada y lejos del trasiego diario de la polémica, de la impúdica
exposición en el solárium público. Fue precisamente esa ausencia de
notoriedad, el anonimato, lo que me animó a participar con Pablo en aquella
aventura literaria que yo nunca habría emprendido por mi cuenta.
Si Pablo me había engañado desde el principio del proceso, por qué no
ahora. Quizá se había cansado de mí y pretendía seguir adelante sólo con
nuevas ideas, sin la rémora que yo pudiera significar para él. O puede que,
llevado por esa necesidad de reconocimiento, se dispusiera al fin a reclamar
para sí la parte que hasta entonces había delegado en un ridículo nombre, en
la biografía de un aldeano muerto. Y para conseguirlo, en vez de decírmelo
abiertamente y poner fin a nuestra colaboración, había elegido el sendero de
una farsa cruel.
Ya me lo había sugerido en cierta ocasión, aunque sin desvelar por
completo sus verdaderas intenciones. Apenas hacía un año. Habíamos
asistido a la celebración del vigésimo aniversario de nuestra salida del
colegio, una de esas fiestas en las que se alardea y se flirtea con el peligroso
juego de compararse con los demás y con aquel que uno mismo fue tiempo
atrás. Pablo estaba muy cargado, no podía conducir y lo llevé a casa en mi
coche. Entre bromas, balbució una frase que recibí como propia de su estado:
—Deberíamos matar a Chao.
—¿Dejar la literatura?
—No, al contrario. En una novela.
—Ningún autor cuenta su propia muerte en una novela —⁠ protesté entre
risas⁠ —. Sobre todo porque la siguiente va a ser poco creíble, a menos que
la firme su ánima errante.
—De eso se trata, precisamente. Tú y yo somos su ánima. La escribimos
y la presentamos en público: Guillermo Chao ha muerto; a partir de hoy
leerán ustedes a Luismi Turiel y Pablo Gúrpide… O Gúrpide y Turiel, ¿cómo
suena mejor?
Su estado no le impidió observar mi perplejidad, el pánico que de repente
asaltó mis ojos. Yo no estaba preparado para semejante paso.
—Vale —resopló con pereza ante mi gesto⁠ —. Era sólo una idea, un
golpe de efecto publicitario.
A los pocos segundos roncaba en el asiento. Cuando al cabo de un par de
días le recordé su comentario, lo había olvidado por completo:
—No me jodas. Si de verdad dije eso es que estaba más borracho de lo
que creía.
Aquella conversación había quedado borrada, convertida en una tonta
anécdota en el fondo del baúl de la memoria. Pero ahora regresaba al presente
con la fuerza de un tornado. Matar a Chao para recuperar la propia identidad,
el primer paso para después deshacerse de mí.
De mi proceso mental, decididamente paranoide, no estaba ausente la
búsqueda de explicaciones absolutorias hacia mi amigo. Quise pensar que por
comodidad había elegido la biografía y los paisajes de un ser anodino a las
puertas de la muerte que ya conocía, presentándomelos como resultado de
nuestra dialéctica imaginativa. Un pecado venial si obviábamos el hecho de
que ahora ese personaje estaba a punto de devorar nuestra obra y mi propia
estabilidad mental.
Sí, probablemente Pablo había maquinado toda esta intriga con la
intención de apartarme, y la desgraciada muerte de Mario, paradójicamente,
le había facilitado las cosas. Incluso su repentino viaje a Cancún podía haber
sido una excusa para apartarse del momento cumbre en que se destapase el
pastel que nos tenía preparado. ¿Cuánto habría pagado a ese payaso por
hacerse pasar por Chao?
EL ALIENTO EN LA NUCA

Todos tenemos algo que esconder. Hasta el hombre más


honorable sueña alguna vez que guarda un cadáver en el
armario como resultado de una vieja cuenta, y suda de terror
en su pesadilla convencido de que el secreto está a punto de
ser descubierto.

Contra la melancolía,
Guillermo Chao

Quise verlo antes de volver a casa, pero su móvil no respondía. Media


docena de llamadas eran prueba más que suficiente de que no quería hablar
conmigo. Pero yo necesitaba explicaciones. Lo llamé al teléfono del trabajo,
donde me comunicaron que Pablo había adelantado sus vacaciones y no
regresaría a su puesto hasta tres semanas más tarde.
Tampoco estaba en su casa, o no me quiso abrir, así que recurrí a la única
persona que mantenía estrecha relación con él. Su hermana Elvira era año y
medio más joven que nosotros y había sido mi primer amor platónico
adolescente, un sentimiento tan secreto que con nadie, ni con la propia Elvira,
había compartido. Ni siquiera Pablo sospechaba cuánto me gustaba entonces
su hermana pequeña, cuyas apariciones en la habitación de mi amigo eran un
regalo para mis ojos, a pesar de los sistemáticos rapapolvos que ella recibía
de éste por interrumpir nuestro incipiente proceso creativo.
Al contrario que su hermano, Elvira se había casado y ya tenía dos hijas.
Trabajaba en una consultoría y en ocasiones me pasaba clientes, de modo que
nuestro contacto no había llegado a romperse del todo tras los alocados e
independientes años de juventud.
Nada quedaba en mí, sin embargo, de aquella pasión adolescente salvo un
dulce recuerdo y el reconocimiento de que Elvira merecía la pena como
mujer y como amiga, de modo que nuestra relación, habitualmente telefónica
por asuntos profesionales, gozaba de cierta confianza. Fruto de ella fue la
aceptación por su parte de salir a tomar un café en horario laboral cuando le
anuncié mi visita. Pero tampoco sabía nada de Pablo.
—Hablé con él anteayer —dijo—. Desde entonces no me ha llamado, ni
contesta.
Que se ocultase de mí tenía su explicación en un más que seguro
sentimiento de culpa por su parte, pero mantener esa actitud con su hermana
se salía de lo razonable.
—Andaba algo deprimido —quise tranquilizarla.
—Algo borracho, quieres decir.
Así era Elvira, sin pelos en la lengua, incluso para lo más querido. Porque
Pablo, a pesar de sus defectos, era para ella territorio propio, una parcela de
afecto a la que no estaba dispuesta a renunciar por muchos disgustos que su
hermano le provocara.
—Sí, la última vez que hablé con él había bebido —⁠ acepté⁠ —, pero
suele durarle un par de días.
—Ya, y la resaca, física y psicológica, una semana. Lleva una temporada
que no hay quien lo aguante.
—Lo de la muerte de Mario ha sido un palo.
—Eso puede haber sido la guinda del pastel, pero arrastra un par de
meses complicados. —⁠ Mario nos había dicho que hacía precisamente ese
tiempo, un par de meses, que el supuesto Chao se había presentado a su
nueva agente. Podía ser una coincidencia más, o es que yo necesitaba ver
coincidencias para sustentar mi sospecha⁠ —. No me digas que no te habías
dado cuenta.
—Pues no, la verdad. Tampoco nos hemos visto demasiado últimamente.
—¿No te ha pedido dinero?
—Claro que no, nunca —repuse sorprendido por la noticia⁠ —. ¿A ti sí?
—Tres veces el último mes y medio. Solía hacerlo un par de veces al año,
pero últimamente parece que su vida se acelera.
—Bueno, siempre ha tenido gustos caros —⁠ quise quitarle importancia.
—Querrás decir mujeres con gustos caros.
—Eso quería decir.
—Creo que no tiene que ver con las mujeres, y eso es lo que me
preocupa. Temo que se haya metido en algún lío.
Recordé lo sucedido días atrás, cuando decidí vigilar a Lorena. También
Pablo había sido puntual objeto de mis pesquisas. Una tarde lo seguí hasta un
barrio apartado, una zona industrial ruinosa, casi abandonada. Entró en uno
de esos edificios, pero no tuve valor para seguir sus pasos y me quedé en el
coche. Después de casi dos horas, cansado de esperar, volví a casa. Quise
pensar entonces que Pablo habría ido allí en busca de sus placeres favoritos, y
no a reunirse con sus cómplices en el fraude de Chao tal y como me sugerían
ahora mi obsesión y el sórdido escenario.
—Seguro que no es nada grave, Elvira. Estará durmiendo la mona en casa
de alguna amiga, como otras veces —⁠ dije, y tanto por tranquilizarla como
en mi propio beneficio cambié el rumbo de la conversación⁠ —. Oye,
¿conoces Condate?
—¿Qué es eso?
Ni siquiera tras mis explicaciones aceptó conocer un lugar tan insólito
para ella que nunca antes había oído ese nombre. Pero insistí.
—¿Seguro que no has estado allí? No sé, de vacaciones con la familia de
pequeña, alguna excursión…
—Que no, que nunca he ido a ese sitio ni a cien kilómetros a la redonda.
¿Por qué?
—Vengo de recorrer la comarca y algunos detalles me sonaban como si
me los hubiera contado Pablo hace mucho tiempo. Pensé que conocíais el
sitio, que habríais pasado por allí.
—Con la familia no, desde luego. Habrá viajado él.
—¿Él solo, a los diecisiete años?
—¿A esa edad, exactamente, te lo contó? Vaya memoria, chico.
—Y el nombre de Modesto Mesa, ¿no te dice nada?
—Tanto como el de Condate —⁠ admitió tras una breve reflexión⁠ —.
¿También tiene que ver con mi hermano?
—También. Pero olvídalo, son tonterías de adolescencia.
—Vigílate, Luismi —me advirtió con un guiño⁠ —, que vas camino de
los cuarenta y a esa edad las regresiones adolescentes traen consecuencias
fatales para la pareja.
Tal vez fueran esas regresiones de las que me advertía Elvira o más bien
mi notorio estado de ansiedad, pero la vuelta a casa tras una noche ausente no
fue lo pacífica que yo habría deseado. Inapetente, apenas había picado algo a
la espera de que Lorena regresase del trabajo con Rober, tal y como habíamos
convenido. Y en ese rato que estuve a solas en casa hasta que llegó la hora de
su regreso, la ansiedad se transformó en un torbellino de ira.
Sobre la mesa baja del salón estaban mis cuatro novelas, nuestras cuatro
novelas quiero decir, las cuatro publicadas bajo aquel nombre sagrado y
respetable apenas una semana antes y que ahora rondaba como una pesadilla
mis sueños y vigilas para hacérseme insufriblemente odioso. Todas estaban
dedicadas. Repasé con impaciencia una de ellas. —⁠ «A Lorena, desde lo
más sincero de mí»⁠ —, decía el comienzo de una larga dedicatoria⁠ —, y
arrojé furioso el libro contra la pared sin esperar a leerla entera. Como si
practicara un exorcismo, repetí la misma liturgia en todos ellos con la
esperanza de que al estrellarse contra el muro se desprendieran de sus páginas
aquellas estúpidas e ilegítimas palabras.
Pero allí seguían esas frases a pesar de mi cólera, ensuciando unos libros,
motivo de secreto orgullo para mí, que hasta entonces había cuidado con
mimo. Arranqué cada una de las páginas donde la mentira hubiera dejado su
infame huella, troceándolas o convirtiéndolas en amasijos que estampaba
iracundo contra las paredes.
Abatido en el suelo frente a una pequeña colección de tomos
desvencijados, rodeado de ridículos confetis y bolas de papel: así me
encontró Lorena. Alarmada, tuvo al menos los reflejos necesarios para llevar
a Rober a su cuarto y ahorrarle un espectáculo nada edificante, porque el niño
quería sumarse al divertido juego que había iniciado su padre.
De regreso, se arrodilló junto a mí. Sus ojos reflejaban tanto desconcierto
como alarma al interesarse por lo sucedido.
—Volviste a verlo —afirmé como respuesta. No me dijo que sí, pero las
pruebas y su silencio resultaban elocuentes⁠ —. Te dije que no lo hicieras.
—Mira —dijo, acariciándome el pelo⁠ —, no vamos a discutir de nuevo
por esa tontería.
—No es ninguna tontería —grité—. No quiero que te veas con ese tío.
Me miró con gesto atónito antes de incorporarse y contemplar incrédula
el paisaje sembrado por mi furia. Yo seguía en el suelo.
—¿Estás celoso? Vamos, si es un venerable anciano.
—Me pone enfermo saber que te ronda, y no se trata de celos.
—No me ronda. Sólo es gratitud de un autor hacia sus lectores. Seguro
que no soy la primera ni seré la última; o el último, porque el género no tiene
nada que ver con esto.
—Has estado con él, entonces.
—Pues sí, me invitó a su casa. Tomamos café, charlamos y me dedicó las
otras novelas. ¿Es eso ponerte los cuernos?
—¿Dónde vive? —Lorena me miraba con incredulidad, traducida en un
leve balanceo de cabeza⁠ —. ¿Dónde vive? —⁠ grité de nuevo, y ella me dio
la espalda para alejarse unos pasos. Al llegar a la puerta del salón se giró de
nuevo y me habló apoyada en el quicio de la puerta sin ocultar un tono de
reproche:
—Nunca creí que Chao tuviera razón respecto a ti.
—¿Te habló de mí?
—No, hombre, no con nombre y apellidos; pero me dijo, como
bromeando, que no contase mi visita a mi marido porque sin duda se
molestaría.
—¿Eso dijo?
—Eso dijo, y le respondí que si pensaba eso es porque no te conocía. Pero
parece que te conoce mejor que yo.
—Ese hombre no es Chao, Lorena. Es un maldito impostor.
—¿De dónde sacas esa tontería? En todo caso, para ser un impostor me
parece muy real.
—Es un fraude.
—Un fraude que conoce de memoria su obra.
—Cualquiera puede hacerlo si ha leído sus novelas con interés. Tú
misma.
—No, Luismi. Siempre te hablé de esas dos voces. Él las posee. Basta
hablar con él un rato para saberlo.
—Ya, las dos voces. La dulce y la ácida.
—Las dos.
—Parece que has llegado a conocerlo bien.
—Estás muy raro. Tú nunca has sido celoso.
—¡No estoy celoso!
—Pero sí muy nervioso desde la muerte de Mario. ¿Qué sucede?
—Sí —acepté con pesadumbre—. Mario murió y Pablo ha desaparecido.
Y me temo que ese hombre que te tiene seducida no es del todo inocente en
ambos casos.
—Desvarías, cielo. Tranquilízate y descansa. Tómate algo que…
—¡A la mierda los ansiolíticos! ¿No quieres darte cuenta de lo que pasa?
Lorena me observaba con pasmo y una chispa de miedo en los ojos, como
si ante ella bracease desaforado un hombre prácticamente desconocido.
—Puede que no me dé cuenta —⁠ asumió con calma⁠ —. ¿Por qué no
intentas explicármelo?
Sí, ella tenía razón, pero resultaba tan difícil verbalizarlo. Debía quitarme
la careta, no había otra salida. Mi vida paralela y mis dulces coartadas
concluían por fin ante la apremiante necesidad, por la coacción de unos
hechos tan mostrencos que de nada servía meter la cabeza en un agujero. Por
supuesto que era consciente de que algún día tendría que acabar mi benigna
farsa, pero nunca pensé que sucedería de este modo. Había fabulado un final
muy distinto, quizá tras la concesión del preciado Premio Cervantes, al
menos el Nacional de Literatura: una confesión privada respondida con un
gesto inicial de incredulidad por su parte y seguida de una reflexión
admirativa y un epílogo en forma de entregado afecto. Pero qué distinta era
aquella escena —⁠ yo, sentado furioso entre despojos literarios, y ella en pie,
como ofendida esposa⁠ — de la concebida en los entresijos de mi
imaginación.
Le conté todo, desde el principio. Ella escuchaba muda junto a la puerta,
y en las leves muecas que asomaban a sus párpados o a las comisuras de los
labios yo adivinaba el impacto de mis revelaciones en su estado de ánimo. No
me interrumpió, sin embargo, hasta que concluí mi contrita narración de la
mentira con que le había obligado a convivir durante los últimos años, todos
nuestros años juntos. Se tomó su tiempo para responder tras mi silencio; lo
hizo después de una larga inspiración que imaginé alimento para su
paciencia, preludio del perdón que yo creía merecer.
—En serio, Luismi, ¿esperas que me crea una historia tan absurda?
—⁠ Abortó con un gesto de la mano mi intento de protesta antes de reanudar
su reprimenda⁠ —: No sé en qué lío andarás metido; debe de ser muy gordo
para estar como estás y negarte a reconocerlo, pero inventarte lo de ese
seudónimo raya lo enfermizo. ¿Cómo se te ocurre una cosa así?
—¡Es cierto, te lo juro!
—Pero si tú eres incapaz de escribir nada más que expedientes. Y aunque
lo fueras… ¡Compararte con Chao!
—Pregúntale a Pablo, por favor.
—Sí, como para fiarse de ése. ¿Y no dices que ha desaparecido? Oye,
puede que sea nada más que estrés, pero lo tuyo es serio…
Me incorporé de un salto y frené en seco su reproche. La tomé de la mano
y la conduje precipitadamente, a pesar de sus protestas, hasta mi despacho.
—Siéntate y mira —tecleé con ansia la clave de seguridad y le mostré los
archivos de nuestras obras⁠ —. ¿Qué dices ahora? ¿Soy o no soy Chao?
Boquiabierta, repasó durante un rato los textos hasta llegar al de la novela
inconclusa.
—¿No te ha dado tiempo a copiarla entera? —⁠ me espetó sin
piedad⁠ —. Créeme, cielo —⁠ dijo con ternura, deslizando la yema de sus
dedos por mi mejilla⁠ —, debes descansar y buscar apoyo profesional. En el
hospital tenemos buenos especialistas que te ayudarán a pasar la mala racha.
Llevaba dos días sin aparecer por casa ni por la notaría, durmiendo en un
hostal de mala muerte. Los retrasos que pudiera provocar mi ausencia en el
puesto de trabajo me traían al fresco; lo que me desgarraba era la
imposibilidad de comunicarme con Lorena a pesar de sus insistentes
llamadas, esa primera experiencia de ruptura con ella, agravada por su
convicción de que yo estaba poco menos que loco y por mi violenta respuesta
ante su incredulidad. En igual medida, aunque por distintos motivos, me
angustiaba no poder ver a Roberto y mi mente fraguaba mil problemas sobre
las consecuencias de esa huida en la futura relación con mi hijo. Estaba
realmente desesperado, pero vivía aquella distancia como un mal necesario,
una especie de cuarentena autoimpuesta para intentar recuperar, si eso fuera
posible, un ápice del perdido equilibrio. Hice caso, no obstante, al consejo de
Lorena de tomar algo para descansar, hasta el punto de que mi vigilia se
había convertido en una embotada sensación similar al duermevela merced a
los tranquilizantes.
Es complicado explicar el sentimiento de pérdida que me dominaba. En
realidad, había perdido parte de mí mismo, como si me hubiesen amputado
un brazo, medio cuerpo, no sé, un trozo del alma. Una parte decisiva, tan vital
que sin ella me sentía un medio cadáver. No, no la había perdido realmente:
me la habían robado, aunque nadie excepto yo aceptaba esta verdad, ni
siquiera la mujer con quien había compartido mis últimos años; para Lorena
yo estaba tan completo como diez días antes, salvo por la repentina obsesión
que me hacía pensar cosas raras y actuar como un demente. Por celos, decía
ella. Pero no eran celos sino impotencia, porque estaba seguro de que la
aparición en su vida del falso Guillermo Chao era premeditada, un planeado y
tierno acoso, cabal en apariencia y sin embargo amenazador. Lorena no podía
comprenderlo: si negaba la mayor, la falsa identidad de aquel hombre,
difícilmente advertiría el peligro de sus intenciones. Y yo no sabía hacérselo
ver; a veces, la verdad es tan nítida que deslumbra, y resulta más fácil
refugiarse en un parasol para mirarla al abrigo de su tupida malla que
enfrentarse directamente a ella.
Estaba perdido y solo. Al menos, con Mario podría haberme consolado de
semejante pérdida: él era el único vínculo con esa chocante realidad que nos
había sido impuesta; un hilo tenue a través del mundo editorial y los agentes,
pero hilo, al fin, del que quizá podríamos haber tirado para llegar a la confusa
madeja. Pablo, por su parte, permanecía oculto, como ocultas eran sus
intenciones. Tanto Elvira como yo seguíamos sin noticias al respecto; ella,
más alarmada si cabe que el día de nuestra breve entrevista, segura de que
algo grave le había sucedido; yo, por el contrario, indignado, convencido de
que él era el artífice de la trama y que había desaparecido para no tener que
enfrentarse a mí, a la espera de que se enfriase un poco la situación antes de
dar su cínica cara.
Tenía que encontrar al supuesto Chao y acabar con su destructivo juego
de aproximaciones a Lorena, exigirle una explicación y denunciarlo
públicamente aunque en lugar de pruebas contase nada más que con el débil
argumento de mi testimonio. De natural pacífico, y dada mi profesión, había
elegido siempre los parsimoniosos caminos de la ley para solventar cualquier
conflicto, pero en este caso era preciso emplear argumentos más enérgicos y
fulminantes. Porque no sólo me habían robado parte de mi vida, sino que
empezaban a sustraerme a las personas queridas, y ante ese peligro me sentía
capaz de cualquier barbaridad.
Mis intentos de conseguir la dirección del fraudulento autor habían
fracasado, sin embargo. Su agente ni siquiera quiso ponerse al teléfono y dejó
que su secretaria despidiera con las mejores palabras y las peores intenciones
al pesado que solicitaba semejantes datos. Por lo que respecta a la negativa de
la nueva editorial, es posible que mi voz gangosa por las drogas tuviera algo
que ver con las malas maneras del tipo que atendió mi llamada: si quería
entrar en contacto con el señor Chao debía enviar una nota o un correo
electrónico al departamento de prensa, donde gestionarían el asunto. Lo
mandé a hacer puñetas, aunque probablemente ni siquiera me entendió.
Barajaba la posibilidad de encargar a una agencia de detectives la
localización del impostor cuando la sorpresa llegó del lugar más inesperado.
Me llamaron de la notaría con el aviso de que don Guillermo Chao me citaba
para esa misma tarde. Al parecer, sus intentos habían sido mucho más
fructíferos que los míos, aunque a esas alturas estaba seguro de que aquel
individuo conocía mi vida y milagros desde mucho antes de que yo
sospechara siquiera su existencia.
La cita era en un lugar chocante, una pequeña y turística ermita a las
afueras del pueblo, no lejos del hostal donde me alojaba. Dadas mis
circunstancias, decidí no usar el coche y llegar caminando hasta allí. Mientras
emprendía el ascenso a la pequeña cumbre donde se alzaba la capilla, me
preguntaba cómo iba a reconocer a Chao; pregunta paradójica, teniendo en
cuenta que era un personaje largamente definido en mi imaginación, pero
aquel impostor no tenía por qué parecerse al original.
Llegué arriba jadeante, sudoroso y débil, no tanto por la caminata, que en
un atardecer de junio podría resultar hasta gozosa, como por la química
obnubilación que me dominaba. Como era de esperar en una jornada de
diario, cerrada la ermita al público, había escasos paseantes por los
alrededores. Distinguí a un tipo canoso sentado en un banco frente al mirador
y me dirigí directamente a él. De edad indefinida dentro de la ancianidad,
escuálido y con aspecto enfermizo, sus ojos rasgados delataban un origen
asiático y estaba escoltado por un par de muletas apoyadas a ambos lados del
asiento. Retiró una de ellas y me hizo un gesto con la mano para que me
sentase. Elegí, sin embargo, el apoyo que me brindaba frente a él la
balaustrada del mirador para tomar resuello, al tiempo que ojeaba nervioso
los alrededores, seguro de que aquel tipo decrépito no podía estar solo, de que
alguien tenía que haberlo llevado hasta allí, tal vez en alguno de los coches
aparcados en la explanada tras la ermita. Pero no pude advertir la presencia
de un supuesto cómplice.

—¿Qué tal su esposa? —dijo a modo de saludo e interrumpiendo mis


cavilaciones. Su voz consistente no guardaba relación con su edad ni con el
deterioro físico que mostraba.
—Déjela en paz —le advertí con un gesto amenazante del índice.
—No soy yo quien la busca.
—¿Ah, no? ¿Quién coño es usted?
—Supongo que es una pregunta retórica. Pregúntele a ella.
—Tampoco hace falta: es usted un maldito impostor, porque Guillermo
Chao no existe. Ahora me dirá que su encuentro fue casual.
—Desde luego que no lo fue; tampoco la invitación a mi casa para
firmarle mis novelas.
—¿Sus novelas? ¿A quién representa?
—A mí mismo, por primera vez en muchos años.
—Está haciendo un trabajo sucio para alguien y tarde o temprano lo
pagará, pero no voy a permitir que mezcle en esto a mi familia.
—Recomendé a su mujer que no le mencionase a usted nuestro
encuentro, aunque sabía que esa sugerencia sería para ella, por el contrario,
un acicate para contárselo. —⁠ Sonrió con irritante suficiencia⁠ —. Debería
cuidarla, amigo, o la perderá.
—Usted es el origen del conflicto y se permite, además, darme consejos.
El colmo del cinismo.
—¿Y por qué no? Ha entrado en una dinámica peligrosa, está tensando
una cuerda muy frágil: si se rompe, no habrá vuelta atrás.
—Mi vida privada es asunto mío. ¿Qué pretende?
—¿Usted me lo pregunta? —Suspiró profundamente y dejó vagar su
mirada por la sierra antes de clavar sus ojos en los míos⁠ —. Vengo de una
tierra de lobos. Al lobo no le gustan las largas persecuciones; prefiere la
paciencia, el merodeo a la espera de que su presa esté desprevenida. Le basta
con una precisa dentellada en el cuello para liquidarla. Eso pretendo, cumplir
con mi naturaleza.
—Está completamente loco. O algo peor.
—Si así fuera, alguna responsabilidad tiene usted en ello. ¿Por qué me
concibieron así?
—¿Así? ¿Qué quiere decir?
—Podían haber imaginado un hombre razonablemente normal, pero me
negaron la bondad de la vida, el amor, la salud; hasta quisieron robarme la
luz de estos ojos.
Boquiabierto, confuso, no sabía qué responder. Aquel hombre asumía ser
una obra de ficción y me acusaba, como autor de ella, de todas sus
desgracias. Sin duda, se había aprendido bien el papel y lo representaba con
eficacia.
—Fueron ustedes muy crueles conmigo —⁠ me reprochó⁠ —. Debieron
matarme cuando se presentó la oportunidad.
—Sí, quizá debimos matarlo —⁠ decidí hacer frente al farsante con sus
propios argumentos⁠ —. Aunque ese privilegio le correspondía a Pablo, el
único que conocía su existencia.
—¿Piensa que Gúrpide sabía de mí? Bueno, aun a costa de herir su ego,
debo admitir que él fue el verdadero creador en este caso. Usted actuó de
mero comparsa.
—Tampoco él creó nada. Se limitó a recrear un escenario que conocía y
adaptó la semblanza de un pobre desgraciado fallecido.
—Le aseguro que Pablo nunca estuvo en Condate. Ni oyó una palabra
sobre Modesto Mesa. Cuanto escribió sobre mí era pura tabulación. Eso es
tan cierto como que estoy vivo.
Antes de que pudiera responderle, el tipo me tendió unos folios. Ni
siquiera hice ademán de recogerlos.
—Quiero que lea esto —insistió—. Lo hago como ejercicio de confianza
hacia usted, como un gesto de simpatía, de complicidad.
—¿Cómplice suyo? No sabe lo que dice…
—Cuando le hizo a Pablo aquella pregunta en el tanatorio, ¿recuerda? Le
preguntó si creía en la maldad, y él se negó a responder por no seguir su
juego, lo que entonces él imaginaba un infame y rastrero juego por su parte.
Reaccioné con sorpresa y estupefacción, sin una frase de protesta. ¿Acaso
estaba Guillermo Chao en el velatorio de Mario, agazapado como un
carroñero entre las visitas?
—Pablo tenía que ser el culpable, ¿no es cierto? —⁠ agregó⁠ —. Eso
creía usted entonces, eso mismo cree ahora. Sin duda, él pensaba lo mismo
respecto a su buen amigo Luismi.
Quise contestar a su intento de confundirme: pretendía eximir a Pablo de
su responsabilidad con una nueva maniobra; pero callé, y de mala gana recibí
en mis manos su oferta. Eran unos cuantos folios impresos sin numeración,
como elegidos al azar, tal vez del borrador de un relato más amplio.
—¿Su próxima novela? ¿La única verdadera después de toda la basura
precedente? —⁠ dije con sarcasmo.
—Se titula El aliento. Los nombres propios pueden cambiar en su versión
definitiva, pero de momento los he conservado para su mejor comprensión.
Afronté aquellas líneas con una mezcla de interés y despecho, aunque de
inmediato prevaleció la primera sensación sobre la segunda:
«Mario Benítez Aguiar tiene sus puntos débiles, como los tenemos todos.
Y a medida que cumplimos años se hacen tan evidentes como esas manchas
oscuras que aparecen en la piel. La emoción es uno de ellos.
»Se lo digo, que Pablo es culpable de traición, que nos la ha jugado. Que
piensa que él es demasiado viejo y blando para el competitivo mundo
editorial y que yo soy una rémora para su proyección. Que Guillermo Chao
seguirá adelante gracias a su influencia mediática y al trabajo de una nueva
agente. Por el auricular puedo oír cómo traga saliva y apenas saca fuerzas
para preguntarme quién soy en realidad.
»Mario no puede creer lo que escucha, como no puede ver la máquina
niveladora que sale lentamente del lateral de la autovía ni al hombre que,
como un muñeco nervioso, intenta llamar su atención con la señal roja. Pero
no hay nadie al volante que pueda verlo, al menos nadie capaz de controlar su
desconcierto y cuanto lo rodea. El hombre que avisa salta tras la barrera de
hormigón mientras el coche se estrella contra la máquina, que recibe el
impacto como si fuera la picadura de un insecto. Y entre el amasijo de
chatarra queda una víctima más de los teléfonos móviles en carretera».
—Usted hizo esa llamada, maldito cabrón.
—Quién sabe. Lo importante es lo que en su día cuente la novela.
Ansioso, seguí leyendo bajo la luz crepuscular. Allí se contaban en
primera persona y en mi nombre aspectos de mi propia historia y de mi
relación con Pablo, detallados con tanta precisión que sólo mi amigo o yo
mismo podríamos haberlos escrito. En párrafos sueltos, sin nexo narrativo
entre ellos, se exponían con meridiana claridad tanto mis pensamientos más
ocultos como ciertas intimidades con Lorena. Nadie más que yo podía haber
escrito semejante cosa.
Se abría luego un largo paréntesis biográfico para desembocar en el
presente inmediato con párrafos sobrecogedores:
«Pablo estaba abatido. Debía mucho dinero a mucha gente, y la noticia de
la nueva deuda contraída por nuestra empresa con la editorial, ante el
inesperado cambio de opinión de Guillermo Chao, había roto definitivamente
el equilibrio de sus nervios.
»Acudió a su cita en aquel astroso edificio de Los Encuartes con el pulso
acelerado. Lo intentó de nuevo, pero la suerte, como de costumbre, le mostró
la espalda y volvió a perder. Sus acreedores también habían perdido; en su
caso, la paciencia. De la discusión consiguiente derivó una pelea, y de la
pelea una huida. Pero Pablo fue alcanzado en el montacargas y se cebaron
con él. Allí quedó solo, sangrante y roto, como un pobre monigote de guiñol
sin cuerdas. Murió dos días después, abandonado en aquella ratonera húmeda
y oscura.
»Lo incineraremos. Con él estarán la familia, sus amigos, sus furtivas y
públicas amantes y muchos admiradores de su rostro ante la pantalla del
televisor; también su hermana Elvira, mi secreto amor adolescente. Aunque
sería más exacto decir que nos incinerarán: en mi caso, al menos una parte de
mí, porque la muerte de Pablo es como si hubiese perdido un brazo, medio
cuerpo, no sé, un trozo del alma».
Aquel hombre transcribía ideas, frases casi textuales que pertenecían en
exclusiva a mi pensamiento. Incluso sentimientos ocultos. Pero, más allá de
la perplejidad que semejante hecho me producía, estaba la cruel mentira de la
muerte de Pablo.
—¿Cómo se atreve a escribir esta barbaridad? —⁠ le escupí.
—Demasiado tarde para mí: apenas veo ya; seguiremos en contacto
—⁠ dijo ignorando mi ácido reproche⁠ —. Pero déjeme añadir que estaban
ustedes equivocados. Yo no formo parte de su ficción; bien al contrario, son
ustedes quienes me pertenecen como obras de mi pensamiento. Guillermo
Chao les da forma, los acomoda en el mundo y decide cuándo y cómo se
despiden. No soy su obra sino su respiración, el único hálito que los mantiene
en pie. Y cuando éste se me agota para convertirse en aliento de lobo tras la
nuca, desaparecen. Justicia poética lo llamó el difunto Benítez Aguiar.
Se incorporó con pesantez y dio un par de pasos indecisos con sus
muletas, su imagen recortada sobre la fina línea de luz en el horizonte. Sin
embargo, todo parecía opaco como una negra pesadilla cuando lo empujé
sobre la balaustrada del mirador. Ni siquiera me asomé al abismo para
comprobar que Guillermo Chao había salido definitivamente de mi vida.
Hubo testigos. Y elementos suficientes como para acusarme de intento de
asesinato; sólo de intento, porque al parecer el miserable sobrevivió a su
vuelo en el vacío, al brutal impacto sobre las peñas, y por desgracia podrá
continuar con sus planeadas maldades. Aquellos folios guardados en el
bolsillo de la chaqueta durante mi atolondrada huida sirvieron para cerrar sus
fauces alrededor de mi cuello.
De las muertes de Mario y Pablo no podía ser acusado directamente,
aunque el anuncio del lugar donde se encontraba el cadáver de mi amigo
desaparecido me presentaba al menos como sospechoso de ocultación y del
delito de denegación de auxilio. Porque a Pablo lo encontraron por fin en el
montacargas de aquel edificio abandonado al que se refería el texto. Llevaba,
efectivamente, varios días muerto. No pude, por razones obvias, asistir a sus
exequias.
De nada sirvieron mis alegaciones en el sentido de que esos textos no
eran obra mía sino de mi víctima. Especialmente porque los dos últimos
folios, los que me quedaban por leer cuando Chao se despidió y yo decidí
acabar con él, eran todo un compendio de argumentos a favor de mi
culpabilidad. Redactados, como los anteriores, en mi nombre y en primera
persona, narraban de forma diabólicamente pormenorizada mi supuesto odio
por el escritor. Según aquella ficción, Chao era un hombre aborrecible que
supuraba maldad y a quien apenas soportaba a pesar de los beneficios
económicos que su obra me proporcionaba mediante la secreta sociedad que
Pablo y yo manteníamos con Mario Benítez Aguiar.
Aquella trama de mentiras escritas aseguraba que la decisión de Chao de
abandonarnos había desencadenado en mí un patológico deseo de venganza,
acrecentado por un ataque de celos al descubrir los privados encuentros de
aquél con mi mujer. En un par de párrafos se resumían mis enfermizos
proyectos para matarlo, cerrados con otro definitivo:
«Ya no están Pablo Gúrpide ni Mario Benítez Aguiar. Todo queda
reducido a un asunto entre dos. Y es mi voluntad que Guillermo Chao
desaparezca para siempre. Dice ser un hombre, pero no es nada más que una
quimera, un seudónimo, una malvada mentira. No hay delito en restaurar la
verdad».
Así que la Policía encontró toda una confesión escrita en mi bolsillo sobre
mis supuestos móviles y planes de asesinato. Falsa, pero, al margen de otras
consideraciones, coincidente con mis nebulosos impulsos de aquel momento,
con mis actos. Demasiadas pruebas en contra.
Mi única esperanza ahora es que tengan en cuenta mi demencia, que mis
abogados se agarren a esa última frase del texto de Chao, de las pocas que
reflejan la verdad, en la que considero a éste un ente irreal, un seudónimo
creado por mi mente; y que, por lo tanto, actué contra un ser imaginario que
se había rebelado contra mis propósitos.
Aunque sé que ni siquiera cambiar la cárcel por un psiquiátrico puede
llamarse esperanza. Despojado de Lorena, ni siquiera me dejan ver a Roberto
para consolarme. Los límites de la realidad son tan difusos que ya no sé
dónde está la verdad y dónde la ficción, si he sido autor o mero personaje
superviviente de la obra de otro. Toda mi vida parece falsa, y mientras respiro
el aire denso que me rodea, su repentino e inexplicable olor a tinta y papel, no
estoy seguro de poder seguir viviendo así, con el aliento del lobo en la nuca,
eternamente a la espera de lo que la imaginación de Guillermo Chao decida
hacer conmigo.
SOBRE EL AUTOR

Guillermo Galván nació en Valencia. Periodista. La mayor parte de su


carrera se desarrolló en la agencia Efe, con diversos cometidos tanto en La
modalidad escrita como en la radiofónica. Abandonó el periodismo activo en
2005 para dedicarse en exclusiva a la literatura, obteniendo premios
importantes tanto en novela como en relato. Ha publicado las novelas Cuida
de Chester, Sombras de mariposa, Antes de decirte adiós, Llámame Judas,
De las cenizas, Aislinn. Sinfonía de fantasmas, El aire no deja huellas y La
mirada de Saturno. Es también autor de relatos y ha participado en obras
colectivas como La Translatio Xacobea y Literaria, Muelles de Madrid y
Cuentos solidarios III.
El aliento del lobo es su primera experiencia en novela corta.

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