Galvan Guillermo - El Aliento Del Lobo
Galvan Guillermo - El Aliento Del Lobo
Galvan Guillermo - El Aliento Del Lobo
común. Hasta que ese seudónimo se hace carne y comienza para ellos una
pesadilla. ¿Qué es verdad y qué es mentira en una novela, en una brillante
aunque anónima carrera literaria? Un turbio juego de identidades que
Guillermo Galván desarrolla a ritmo de thriller en «El aliento del lobo».
Guillermo Galván
János Székely
Pablo Gúrpide tenía la vista perdida, clavada en un espacio inconcreto
delimitado por los lechosos muros de la mezquita y una curva de la autovía
de circunvalación donde el atasco dibujaba gusanos de luces blancas y rojas
sobre el asfalto. Bien entrenados en el trato diario con la cámara, en sus ojos
se adivinaba la falsa mirada del autocue, dirigida ahora a una audiencia ciega
y absolutamente sorda, incapaz de percibir sus inexistentes palabras, sus
anónimos pensamientos.
Le pregunté, o más bien me pregunté a mí mismo en voz alta, si él creía
en la existencia de la maldad, de una maldad que pudiera ser escrita con
mayúscula. Porque nada más que eso podía haber matado a Mario, un pedazo
de pan, alguien incapaz de hacer ni desearle daño a nadie. Mario, el amigo
casi padre. El buen Mario, forzado inquilino de la sala número seis del
tanatorio norte.
Pablo calló. Si creía o no en la maldad, se lo quedó para sí. Quise
decírselo, pero también yo guardé silencio limitándome a maldecirlo sin abrir
la boca: «Ya sólo quedamos dos. Tú y yo. Lo que significa, y no sabes cómo
me duele descubrirlo, querido amigo, que eres el culpable de lo que nos está
pasando».
PRIMER AULLIDO
Herida de papel,
Guillermo Chao
Sí, nosotros creamos a Guillermo Chao. Pablo y yo. Con igual pasión que
cualquier pareja en busca de descendencia, con similar cariño en la deseada
concepción. Un embarazo superior a los nueves meses en este caso, pero con
su preparación para el parto, dolores y emoción compartidos. Y como
maestro de ceremonias, Mario Benítez Aguiar, nuestro celestino. Todo un
proceso de fecundación in vitro.
Yo puse el nombre. Pablo, el apellido.
Fue un día tras salir de clase, durante el penúltimo curso en el instituto.
Su presentación pública se había producido esa misma tarde, porque mi
amigo lo incluyó en un trabajo sobre literatura de posguerra. Allí, emboscado
entre los espesos ramajes que formaban Cela, Sánchez Ferlosio, Delibes o
Martín-Santos, aparecía un modesto novelista llamado Guillermo Chao. Fue
un riesgo calculado, desde luego, porque el padre Lumbreras no llegaba más
acá de san Juan de la Cruz y todo aquello que superase en modernidad al
siglo de oro le sonaba a músicas celestiales.
Ya desde el colegio, Pablo y yo supimos que nos unía algo más que la
amistad, que nos complementábamos en varios órdenes de la vida.
Escribir era el más importante. Vecinos de portal, compañeros de clase,
desde niños jugábamos a contar historias al alimón, inventadas sobre la
marcha, a los amigos. Nuestra capacidad de fabulación se convirtió pronto en
algo más que un divertido pasatiempo. Allí donde yo no era capaz de llegar,
Pablo ofrecía una perspectiva refrescante que variaba mis prejuicios o
carencias sobre la historia. Por mi parte, ordenaba, sistematizaba el torrente
de ideas que él vertía con la fluidez de un verdadero genio sin pulir.
Trabajamos más en serio durante el último curso: historias cortas,
cuentos, media docena de novelas iniciadas y abortadas. Nada consistente, en
realidad, pero allí empezó a gestarse en cierto modo la que luego sería nuestra
primera novela: Herida de papel. La universidad separó nuestros pupitres,
pero nuestras cabezas siguieron funcionando al unísono. La vecindad, como
ventaja añadida, trabajaba a nuestro favor, y rara era la tarde que no
pasábamos al menos media hora dando forma a un pasatiempo que ya para
entonces podía ser considerado verdadera pasión.
No renunciamos por ello a nuestras respectivas vidas, a nuestra
individualidad. Yo elegí el camino del derecho con el objetivo último de
hacerme notario, y fruto de ello era un modesto despacho de pueblo que
cubría todas mis aspiraciones en ese terreno. Pablo tomó la senda del
periodismo, y ahora era un personaje relativamente popular gracias al
informativo semanal que presentaba en una cadena de televisión. A los treinta
y siete años, ambos podíamos sentirnos satisfechos de nuestras carreras
profesionales, yo diría que también de las personales. Y muy especialmente
de nuestra secreta reputación como escritores.
Al principio no teníamos aspiraciones literarias, la verdad. Lo nuestro era
un juego, un divertimento que fue tomando cuerpo con los años y como
consecuencia del inesperado éxito que, desde el primer momento, quiso
acompañarnos. Concluida nuestra primera novela, aprovechamos una
peculiar convocatoria promovida por una consultoría para hallar
desconocidos talentos literarios. También esa decisión formaba parte del
pasatiempo, sin muchas esperanzas de que avanzara más allá.
Remitimos la novela con el nombre de Chao en su portada. En aquel
momento no evaluamos el significado de aquella decisión, fundamentada
básicamente en algo que nos pareció elemental, y es que nadie podía tomar
en serio una historia escrita por jovenzuelos: primero porque éramos dos y,
segundo, porque éramos muy jóvenes; demasiadas cosas en contra a pesar de
la moda renovadora que en esos años parecía haberse impuesto en el
mundillo literario. Así que Chao nació en cierto modo de esa necesidad,
como barrera frente a los pitones de la bestia editorial, como protección ante
los bufidos de la crítica y como pátina de respetabilidad a los ojos de los
presuntos lectores.
En ese momento decidimos cambiar la fecha de nacimiento de nuestro
autor para hacerlo más verosímil. El padre Lumbreras podía tragarse que el
falso novelista hubiera nacido en 1925, pero ninguna editorial se habría
tomado en serio la primera novela de un tipo cercano a los setenta años. Así
que Pablo y yo concluimos que la partida de nacimiento de nuestro hombre
llevase fecha de 1940. Guillermo Chao sería un escritor maduro, no tardío. Su
edad, poco más que la suma de las nuestras por aquellas fechas.
Junto con Herida de papel, Mario Benítez Aguiar, director y propietario
de la empresa convocante, recibió una breve biografía, un somero currículo
que elaboramos con pies de plomo y sin excesivos detalles para darle cierta
credibilidad. Y yo mismo firmé como hombre de contacto con el autor en
caso de necesidad.
A Mario le entusiasmó la novela y se encargó de moverla en varias
editoriales. Enseguida suscitó interés, y ante tan favorables perspectivas se
puso en contacto conmigo, a quien consideraba agente de Chao, para
convenir una cita con éste. Cuando Pablo y yo nos presentamos ante él y
descubrimos nuestras cartas, le pareció un caso demasiado extravagante para
un mercado editorial tan conservador como el que se había interesado por la
obra. Pero era ridículo dejar pasar aquella magnífica oportunidad y
acordamos mantener la firma de un autor único e inaccesible. Él se
convertiría en agente y portavoz de Chao, y nosotros nos comprometimos a
dotar de mayor solidez biográfica al personaje.
Pujaron por la novela tres editoriales, y el buen hacer de nuestro
representante nos colocó en la más conveniente pensando en el futuro. Por
supuesto, Mario era el único conocedor de la verdad. Al fin y al cabo, él iba a
ser el exclusivo punto de contacto de Guillermo Chao con el mundo exterior.
A partir de ese momento nos aplicamos en dibujar un personaje convincente,
lo más elaborado que fuimos capaces de conseguir, con suficientes elementos
que justificasen su radical misantropía. En cierto modo, él fue nuestra mejor
ficción, nuestra historia más brillante.
La editorial se entusiasmó con nosotros, con el éxito de Chao quiero
decir, y ofreció un contrato para otras dos novelas. Un contrato más que
atractivo desde el punto de vista económico. La segunda, Letargo, fue muy
bien acogida por la crítica, aunque su balance comercial resultara algo
decepcionante para las expectativas que nos habíamos creado.
Contra la melancolía, editada seis años más tarde, obtuvo uno de los más
prestigiosos premios literarios, el que convoca anualmente nuestra editorial.
Sabemos que las gestiones de Mario no fueron ajenas a ese galardón, dotado
con un buen pellizco y cuyo principal objetivo es el apoyo a un autor propio
con garantías de futuro para potenciar el ritmo de ventas. La novela se tradujo
a siete idiomas y su estupenda trayectoria en el mercado anglosajón abrió
puertas hasta ese momentos inesperadas. La excéntrica y huidiza identidad de
Chao resultaba ser un valor añadido a su obra literaria, y Mario se encargó de
apretarnos las tuercas en esa labor de perfeccionamiento.
—No podemos vender un fantasma — decía —. Detrás de esas novelas
tiene que haber un hombre auténtico, de carne y hueso, una figura creíble
para los editores y para el público que lo lea.
Después de aquello fue imposible la vuelta atrás. No es que la
deseásemos, ni mucho menos. Ni Pablo, ni yo. Nuestra vanidad estaba más
que satisfecha con el éxito de un seudónimo común y nos habíamos
acostumbrado a trabajar en equipo. Desvelar la auténtica identidad de un
autor ya consolidado habría sido como romper un hechizo para los lectores,
reventar de un pisotón la gallina de los huevos de oro para la editorial y
colocarnos gratuitamente ante el paredón para un fusilamiento ejemplar por
parte de la crítica literaria. En aquel momento llevábamos unos cuantos años
engañando al mundo. Una farsa leve y sin malicia que a nadie perjudicaba,
pues en nada cambia una firma u otra la objetiva calidad de una obra literaria.
Pero a nadie le gusta ser engañado, ni siquiera con caviar adquirido a precio
de sardinas.
Mario diseñó una campaña para fortalecer la imagen de Chao. Avances
sobre el futuro manuscrito, alguna que otra falsa noticia sobre el paso del
autor por una ignota librería o un acto cultural poco relevante, breves
declaraciones de vez en cuando, y una supuesta entrevista en profundidad
vendida a una agencia para su distribución que nosotros mismos nos
encargamos de escribir.
Contra la melancolía,
Guillermo Chao