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ANUNCIACION

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CATEQUESIS SOBRE EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN DEL HIJO DE

DIOS O SOBRE LA ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR

ALEGRATE LLENA DE GRACIA


Lucas 1, 26-38

 Introducción
El diálogo más importante de la historia tuvo lugar en el interior de una pobre casa de
Nazaret. Sus protagonistas son el mismo Dios, que se sirve del ministerio de un Arcángel, y
una Virgen llamada María, de la casa de David, desposada con un artesano de nombre José.
En la Anunciación, el Mensajero de Dios la llama «llena de gracia» y le revela este proyecto.
María responde «sí» y desde aquel momento la fe de María recibe una luz nueva: se
concentra en Jesús, el Hijo de Dios que de ella ha tomado carne y en quien se cumplen las
promesas de toda la historia de la salvación. La fe de María es el cumplimiento de la fe de
Israel, en ella está precisamente concentrado todo el camino, toda la vía de aquel pueblo
que esperaba la redención, y en este sentido es el modelo de la fe de la Iglesia, que tiene
como centro a Cristo, encarnación del amor infinito de Dios.

 Historia
Se llama Anunciación del Señor y no la de María, porque en este caso el objeto del
anuncio, Cristo, es más importante que el sujeto que lo recibe. La fiesta asciende al siglo VII,
si bien la Anunciación es uno de los ejemplos más antiguos del arte cristiano (Catacumbas de
Santa Priscila), la fiesta escogida es la del 25 de marzo porque precede en nueve meses a la
Navidad.
 Misterio central de la fe cristiana
En efecto, la encarnación del Hijo de Dios es el misterio central de la fe cristiana, y en él,
María ocupa un puesto de primer orden. Pero, ¿cuál es el significado de este misterio? Y,
¿cuál es la importancia que tiene para nuestra vida concreta?

 Magisterio de Benedicto XVI


En el evangelio de san Lucas hemos escuchado las palabras del ángel a María: «El Espíritu
Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que
va a nacer se llamará Hijo de Dios» (Lc 1,35). En María, el Hijo de Dios se hace hombre,
cumpliéndose así la profecía de Isaías: «Mirad, la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le
pondrá por nombre Emmanuel, que significa "Dios-con-nosotros"» (Is 7,14). Sí, Jesús, el
Verbo hecho carne, es el Dios-con-nosotros, que ha venido a habitar entre nosotros y a
compartir nuestra misma condición humana.
El apóstol san Juan lo expresa de la siguiente manera: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó
entre nosotros» (Jn 1,14). La expresión «se hizo carne» apunta a la realidad humana más
concreta y tangible. En Cristo, Dios ha venido realmente al mundo, ha entrado en nuestra
historia, ha puesto su morada entre nosotros, cumpliéndose así la íntima aspiración del ser
humano de que el mundo sea realmente un hogar para el hombre. En cambio, cuando Dios
es arrojado fuera, el mundo se convierte en un lugar inhóspito para el hombre, frustrando al
mismo tiempo la verdadera vocación de la creación de ser espacio para la alianza, para el
«sí» del amor entre Dios y la humanidad que le responde. Y así hizo María como primicia de
los creyentes con su «sí» al Señor sin reservas.
Por eso, al contemplar el misterio de la encarnación no podemos dejar de dirigir a ella
nuestros ojos, para llenarnos de asombro, de gratitud y amor al ver cómo nuestro Dios, al
entrar en el mundo, ha querido contar con el consentimiento libre de una criatura suya. Sólo
cuando la Virgen respondió al ángel, «aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu
palabra» (Lc 1,38), a partir de ese momento el Verbo eterno del Padre comenzó su existencia
humana en el tiempo. Resulta conmovedor ver cómo Dios no sólo respeta la libertad
humana, sino que parece necesitarla. Y vemos también cómo el comienzo de la existencia
terrena del Hijo de Dios está marcado por un doble «sí» a la voluntad salvífica del Padre, el
de Cristo y el de María. Esta obediencia a Dios es la que abre las puertas del mundo a la
verdad, a la salvación.
En efecto, Dios nos ha creado como fruto de su amor infinito, por eso vivir conforme a su
voluntad es el camino para encontrar nuestra genuina identidad, la verdad de nuestro ser,
mientras que apartarse de Dios nos aleja de nosotros mismos y nos precipita en el vacío. La
obediencia en la fe es la verdadera libertad, la auténtica redención, que nos permite unirnos
al amor de Jesús en su esfuerzo por conformarse a la voluntad del Padre. La redención es
siempre este proceso de llevar la voluntad humana a la plena comunión con la voluntad
divina.
 Magisterio de Juan Pablo II, Papa Francisco y CVII.
Todas las hijas de Sión se preguntaban en su interior: “¿Quién será la privilegiada madre
del Mesías cuando éste venga a Israel?” La Virgen María, desde el principio de los tiempos,
entra en el misterio de Dios, en sus maravillas, en su eterno designio de salvación oculto en
el tiempo y revelado en Jesucristo. María colabora con fe obediente a la redención de los
hombres. Toda su vida está orientada al misterio de Dios, guiada y transformada por el
Espíritu de Dios. Por eso podemos decir que todo en ella es obra del Espíritu Santo.
Preservada desde la eternidad de toda mancha de pecado aparece envuelta en el misterio
de Dios acogiendo, por obra del Espíritu, al Hijo unigénito del Padre. Llena del amor del Padre
la sombra del Espíritu la cubre y hace de ella la Madre del Hijo hecho hombre. La Trinidad
está presente y envuelve todo el misterio de la encarnación y en él a María.
La Iglesia ve en María su propio misterio, ve en ella el modelo de fe virginal, de caridad
materna y de alianza esponsal. Ella es templo del Espíritu Santo, madre de los hijos
engendrados en el Hijo a quienes él mismo les dirá: “Si alguno me ama, el Padre le amará y
vendremos a él y en él haremos morada” (Jn 14, 23). El Espíritu Santo, inseparable del Padre
y del Hijo, realiza esta inhabitación en el alma de los santos.
María, criatura perfecta, es una mujer singular. Sobre ella desciende la sombra del
Espíritu evocando la primera creación, “cuando el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas”
(Gen 3, 15). Ella es la “sierva del Señor”, bienaventurada “porque has creído que se cumplirán
las cosas que ha dicho el Señor”, la humilde en quien Dios se ha fijado para realizar su
misterio, “bendita entre las mujeres” a quien “todas las generaciones llamarán
bienaventurada”. María se dejó modelar por el Espíritu de Dios afirmando su “sí” en la
anunciación. El Espíritu de Dios une el cielo y la tierra, lo divino y lo humano, lo temporal y lo
eterno, llena la vida de los hombres con esa presencia de Dios en la Iglesia y en el corazón
de los justos.
Todos los dones del Espíritu Santo se manifiestan en María: amor, alegría, paz,
generosidad, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre... Ella es la llena de gracia, dignísima
morada que Dios, por el Espíritu Santo, preparó para su Hijo. Toda la infinita capacidad de
transformación que tienen el amor y la gracia de Dios se colma en la persona de María. El
Espíritu Santo guía y fecunda su vida. María sobresale entre los humildes y pobres del Señor
que esperan de él la salvación y la acogen. La intención, la convicción y la ilusión de María
ha sido desde el principio hacer la voluntad de Dios.

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