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Javier Ramírez Viera - Munequitas de Lala

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MUÑEQUITAS DE LALÁ

Javier Ramírez Viera

Escritia.com
Lulu.com
Amazon.com
ISBN-13: 978-1481142632
ISBN-10: 1481142631
2012, Las Palmas de Gran Canaria, España.

Printed in USA-Impreso en Estados Unidos.


Todos los derechos reservados.
Quedan terminantemente prohibidas, sin la autorización escrita del titular
del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción
total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la
distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamos
públicos.
MUÑEQUITAS DE
LALÁ

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Cuando en el mundo emergen las tinieblas…
siempre hay alguien que brilla como el sol.
A nuestra querida Mayca.

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CAPÍTULO PRIMERO

Una muñeca como yo no sabe contar el tiempo


como lo hacen las personas. Cuando estás en el
escaparate, y esperas a esa niña que se cruzará en tu
camino, los días pasan como si no existieran, quizá
como un fotograma de cine mudo. La gente pasa la
calle con descuido de ti o con las sempiternas prisas
de lo urbano, sin reparar en los detalles de tu vestido.
Sin embargo, cuando te vas con ella, cuando
compartes esa tierna juventud en mil juegos…
cuando te cepilla el cabello, el tiempo se detiene
hasta el infinito y todo momento pasado o futuro se
vuelve imposible.
Para la ansiedad humana, han pasado setenta y
tres años desde que salí de la tienda, de La Boîte à
Joujoux. Ahora, la tierna Alison la pisa por vez
primera.
Alison es esa niña encantadora que detuvo mi
tiempo… aunque, como casi todo en este mundo, lo
bueno y lo malo no son sino tramas indescifrables de
una ilusión y Alison, mi cariciosa Alison, sigue
siendo esa niña de antaño, capaz de perderse horas
en los cuidados de mis ropas, de mis cabellos… pero
envuelta en un cuerpo que el transcurrir de los años
ha atrofiado sin piedad. Sus ojos siguen siendo de ese
azul fuerte de las llanuras americanas, con una
mirada juvenil. Empero, su tez brillante se ha
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apagado en grietas propias de lo que se consume, de
lo que se va apagando poco a poco. Su sangre
caliente, su ánimo por esas venas, ya no son un
misterio, pues los hilachos amoratados han tomado
relieve en sus manos. Su cabello ya no es rojo, sino
de plata… y sus labios están cuarteados, aunque
siguen besando con la misma intensidad. Quizá con
más cuidado, como todo cuanto puede hacer ya en
su vejez. Asida a su bastón, ya un amigo
inseparable… y, del otro brazo, debajo de él, yo, en
una caja muy bonita que compró para el viaje, el que
me lleva de vuelta a mi querida París, mi cuna, y a
ella a cruzar el Atlántico por vez primera, desde la
Arizona más salvaje.
La Boîte à Joujoux sigue ahí. La guerra no terminó
con ella, como no pudo siquiera tocar a la preciosa
París. Pasó de largo, aunque se enraizara en ella con
artes maliciosas que no pudieron germinar su
maldición en un entorno tan precioso. Sigue
vendiendo juguetes antiguos, como soldaditos de
plomo y cochecitos de cuerda, aunque ahora el
negocio se permite una caja registradora
automatizada y unas luces tan brillantes que, nada
más ver la luz, pensé que eran estrellas. Del resto, en
general, la madera trabajada por la artesanía
primigenia en los hombres sigue oliendo a la
madurez extrema, los carteles y precios siguen
usando esa letra antigua de los circos y el
empapelado de cuadros es el mismo, así como los
apliques con forma de flores de loto en un cristal de
caramelo.

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—¿Puedo ayudarla en algo, señora? —pregunta el
dependiente, muy amable. Es joven, y agradable, y,
quien despacha, sigue usando un chaleco a rayas y
una pajarita roja… pero no es el señor Pelletier.
Seguramente, la misma ley natural que persegue a
Alison ha acabado con él. Ha pasado mucho tiempo.
Es normal que no esté.
—Vengo por lo de la subasta —dice Alison,
poniéndome en el mostrador. Mi caja, se entiende.
—Ajá. ¿Trae usted algo? ¿De dónde es, señora? La
noto un acento extraño…
—Oh, vengo aprendiendo este mal francés desde
hace tiempo. Siempre pensé que haría este viaje, pero
no creí que lo postergaría tanto. Soy americana. Esto
salió de aquí hace mucho tiempo…
Y, desatando el lazo, Alison destapa mi caja, y vi la
luz. En ello, el chico se interesa por mí, pero quizá
más por buena educación que por valorar de forma
incierta una antigualla como yo. Porque, para el
cruento mercado de las especulaciones, una muñeca
de mi talla sería un buen pellizco… pero, ¿una
muñeca sin un brazo, con el traje requemado y el
hollín en las mejillas?
—Bueno… Está un poco estropeada… Qué digo,
muy estropeada.

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—…La he traído con el mismo vestido con el que
salió de aquí —explica Alison, hablando de un valor
sentimental que poco tiene que ver con el dinero.
—Ops… No recuerdo que vendiésemos una de
éstas.
—Hace ya mucho tiempo. Le garantizo que usted
no había nacido.
—Oh, sería antes del cierre. Esta tienda estuvo
mucho tiempo cerrada. No creo que ofrezcan mucho
dinero por ella —y entonces el dependiente me
sopesa un poco más, al menos para sacarme de la
caja e indagarme a través de un examen rutinario sin
ningún tipo de rigor. Es así cómo, al menos,
descubre aquel grabado en mi pie:

Capitán Dacey Williams, para mi querida Alison.

—Bueno, le faltan los zapatos —dice.


…Quizá papá me los quitó para que la natural
curiosidad de las personas las llamase a mirarme la
planta de los pies. Allí está, pues, el mensaje,
garabateado con el poco pulso de un hombre a
punto de morir desangrado.
—La descalzaron a propósito, quiero pensar. La
persona que lo hizo era tan genial, tan intuitiva, que

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seguramente hasta llegó a imaginar que usted le
miraría la planta de los pies a mi muñeca.
—Pues sí. Es una curiosidad natural… Solemos ir
calzados, ¿verdad?
Alison asiente, justo cuando aquella pausa en la
conversación vuelve a poner de relieve un nulo
interés por mí.
—Bueno, no soy yo quien tiene que valorar las
piezas —alega el dependiente. —No le darán mucho,
pero es una antigüedad y usted está en su derecho de
subastarla. ¿Quién es el Capitán Dacey Williams?
—Yo soy Alison —dice mi niña, tras una pausa
para respirar algo más que lo que sale de su aliento.
—El Capitán era mi padre. Anne, mi muñeca, fue la
última persona que lo vio con vida.
¿Persona? ¿Una muñeca? El dependiente arquea
una ceja, sutilmente, y me devolve a la caja sin mofa,
pero sí con cierta incredulidad hacia ese tipo de
personas que le proponen alma a las cosas.
—Lo siento —dice, de todos modos, sin llegar a
imaginarse las trágicas circunstancias que rodearon
aquella muerte. —¿Por qué quiere desprenderse de
ella? No soy de piedra; me he fijado que la mira con
una ternura poco usual.
Alison sonríe, con un cariño natural.

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—Sí, es cierto. Lleva a mi lado mucho tiempo. Es
mi lazo con papá. Él no grabó la fecha en que se
tuvo que separar de Anne, pero ahí debería estar
escrito diciembre de 1944.
—¡Guau, La Segunda Guerra Mundial!
Sí… La Segunda Guerra Mundial.

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CAPÍTULO SEGUNDO

Soy Anne, una Jumeau… una Déposé Tete de


1932. Preciosa. Mi tez es una porcelana tímidamente
sonrojada, y mis ojos dos esmeraldas tan vivas como
la de los seres humanos. Mi boquita es menuda,
siempre recatada. Otras sonríen, pero yo soy muy
comedida. Eso sí, mi vestido es una pañoleta de
princesa bordada con mucho amor. Un vestido
blanco, con gracias en volantes, lazos morados y
encajes minuciosos. Y mis zapatos de charol… y ese
pelo rojizo, erizado y casi infinito, intuyo, porque la
gente se le queda mirando.
…Precisamente por él, el señor Pelletier, el dueño
de la tienda, niega con la cabeza cada vez que alguien
me indaga un poco la linda vestidura; la gente me
sopesa en los brazos de sus hijas… y llega a la
conclusión de que, aunque mis labios sean discretos
y mi traje una lindeza, mi pelo es un alboroto
centrifugado directamente desde El Infierno.
Algunos, incluso, llegan a pensar de mí que aparezco
de algún burdel, quizá del Moulin Rouge. Tal vez ya
se imaginen el streptease que mi furia interna copia, y
para sus hijos, del famoso cabaret, donde la vedette
se va despojando de las prendas, lentamente,
buscando una pulga que, para el vibrante público…
¡ojalá no encuentre hasta la última media!

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…Tampoco soy Germaine Aymos, la primera
artista en vestirse con sólo tres conchas. Soy Anne,
una muñeca de ensueño que sólo desea compartir
dulces juegos con una niña.
Yo soy la quinta especie en el escaparate. Un par
de Simón y Halbig, una Petit & Dumotier y un bebé
Catterfelder son mi compañía. La ilusión, en niñas
que se nos enamoran mientras sus mamás, en los
tiempos de incertidumbre de la París al ocaso de
estos años treinta, tiran de sus hijas sin atenciones a
caprichos de nuestra talla. No es el momento, parece
ser. ¿Es que este invierno no graniza? …No veo las
gentes de siempre cruzando el pasaje, al menos
cobijándose de la intemperie. Nuestro pasaje, donde
nuestra tienda, La Boîte à Joujoux.
…Quizá es la misma gente. Sí, eso creo concretar.
Son señoras, algunas muy elegantes. Sin embargo, no
atienden como antes nuestras gracias. Van
asustadizas, muy rápido. La expresión les ha
cambiado en la cara. Temen. Lo noto. Al mismo
tiempo, noto cómo el señor Pelletier resopla,
sabiendo que no son buenos tiempos para vender
muñecas.
“Somos” una tienda de muñecas… y de juguetes.
De alta costura y calidad, de lo mejor de lo mejor
que pueda encontrarse en París. Y aquí esperamos
cumplir nuestros sueños, en el Passage Jouffroy. Una
galería mágica, adonde las tiendas de damas y
caballeros pudientes se suceden a resguardo de lo

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que quiera caer del cielo, mientras no sean bombas
en estos tiempos tan convulsos. Una galería, cubierta
por una esmerada estructura de hierro con la misma
forja arquitectónica que inspirara la Tour Eiffel. Eso
sí, con amplia cristalería.
Hay una tienda de pasteles, que germina delicias
de todas las formas y tamaños. Algunos de sus
ingredientes son frutas imposibles, avenidas de
cualquier parte del mundo, o frutos secos
caramelizados con esencias secretas. Como tableros
de ajedrez con piezas multicolores, las bandejas de
pasteles van rotando sobre sus soportes tras el
cristal, con una magia que empieza por los ojos y
termina en el paladar… aunque no se degusten… Tal
es su sabor.
Más allá, la barbería trata con mucho mimo los
bigotes de los caballeros más distinguidos de la
ciudad. Ministros y galanes, empresarios y artistas se
citan con las tijeras del señor Boijseauneau, que dicen
son tan rápidas como las armas de fuego de los
pistoleros del oeste, y tan creativas como las manos
de Picasso. De allá salen los aristócratas perfumados,
como recién pintados. Más dignos, y más señores.
La tienda de postales es otro mundo, dentro del
Passage. Una muñeca como yo, como nosotras,
puede soñar eternamente y alardear de conocerse el
globo con sólo pasar un día viendo el plantel infinito
de las postales. Arabia, Casablanca, Maracaibo,
Nueva Dehli… ¡Egipto…! El tendero las pone en

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sus grandes tablones o en los caballetes, y la gente
curiosea todo el día. Al menos, antaño, cuando el
transeúnte parecía tener tiempo de “viajar”. Ahora,
los pies de cada cual están tan apretujados a la tierra
que pocos son los que detienen el paso.
…Van y vienen los ilustres, los entendidos y los
filósofos al Café-Concert. Lo sé por esos libros bajo
el brazo. Por sus lentes. Son individuos cultos,
sabedores de todos los misterios que hayan
existido… aunque se reúnan allá a discutir qué
versión de sus teorías es la correcta. En sus mesas,
envueltos en el aura tenue de lámparas con luz de
oro, fumando como locomotoras, dignifican el
pensamiento con sus fábulas y una retórica
aparentemente incontestable.
Al fondo del Passage, el Hotel des Familles, y el
reloj, sobre el quicio, adornado de uvas esculpidas en
el mármol blanco. Farolillos de forja toman vida
cuando cae la noche, con sus luciérnagas eléctricas,
sin apenas parpadeo. Arriba, los ventanales en
madera, y los carteles comerciales. …Y el Musée
Grévin pone otra nota mágica, con el señor
Leonardo Da Vinci, Napoleón Bonaparte, el
Cardenal Richelieu, Juana de Arco, Cleopatra… Son
figuras cera, pero que alimentan la vida con su
presencia carnosa, la que evoca otros tiempos de
aventuras.
Dentro, en La Boîte à Joujox, también nos
estamos quietecitos. Somos seres de exposición. Al

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menos, hasta que alguien nos compre. Y, desde mi
escaparate, en primera línea, el mundo se mueve…
pero hay gente dentro de la tienda que todavía está
aún más estática. Algunas muñecas duermen en sus
cajas, sin ver siquiera la luz. Por eso me considero
una afortunada, porque puedo ver a Etienne en sus
miles de muecas. Etienne es un mimo, con el cuerpo
completamente negro en una malla extraordinaria
que lo evoca al abismo, casi para hacerlo
desaparecer. Ése es su juego, en la penumbra, hasta
que la gente ve sus manos de guantes blancos,
intentando escapar de la existencia, y creen dibujar
un juguete a tamaño real. No un fantasma, sino un
ser fantástico. Luego su rostro es tremendamente
feliz o desdichado según el personaje que esté
imitando, con los labios escuetos y besucones si hace
de mujer, y con las pestañas extensas, a
tremendamente grande y dentona cuando sonríe… o
triste y desdichado con esa lágrima pintada. Así hace
él sus muecas, pintando sobre su rostro con sus ceras
de colores. A menudo, tan aprisa que nadie es capaz
de ver el truco. Hace una pirueta, eleva su bombín,
vuelcas tus ojos en sus omnipresentes manos y, para
entonces, en el blanco absoluto de su tez hay mejillas
sonrojadas, o la fiebre amarilla, al limón… o un
difunto que tiene el rostro amoratado. Quizá
también cuando se asfixia, y luego al rojo, en sus
imitaciones de un señor que come una galleta que se
le atraganta. Sus peleas a puñetazos con una mosca
son épicas… y cuando monta en bici parece más
descansado, aunque la bici no existe… ni la mosca
tampoco. También se duele cuando pisa una cáscara
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de plátano que todavía nadie ha visto… o salta ese
charco en el que chapotea a le gente, aunque la gente
no se moje pero todo el mundo se crea empapado.
Todo es cuestión de imaginación… o de dejarse
mecer del mundo mágico de los mimos de París.
—¿Aún no has vendido esa muñeca, Pelletier? —
pregunta, al entrar en la tienda. No hay clientes, sino
nuestro “papá”, dándole betún y logrando brillos a
los zapatos de otra Jumeau.
…Los mimos no hablan. Su mundo es diferente al
nuestro. Ellos ven cosas que nosotros no podemos
ver. Les ocurren cosas que no pasan en la realidad…
Sin embargo, cuando nadie mira, Etienne es ese
señor que al mal tiempo pone buena cara, pero que
sufre la pobreza como toda persona que usa la calle
para ganarse la vida. Con un pañuelo se limpió el
rostro, agotado de un largo día de risas, que al cabo
no terminan por alegrar la vida a mucha gente.
—¿Un mal día, Etienne? —le indaga Pelletier, con
aquellas lentes suyas que le aumentan la talla de los
ojos. Sobretodo el de las pupilas, para dejárselas de
pulpo. Con ella nos repara, dejando impecable
cualquier fallo de fábrica.
—La gente está muy preocupada. Los chicos se
están alistando en Le Concorde. Dicen que sólo es
preventivo.

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—Bueno… retuvieron en la aduana el último
pedido de muñecas alemanas. Tienen histeria porque
llegue algo de gas mostaza. Temen otra Gran Guerra.
—Te habrán hecho un favor.
—Sí, desde luego; no vendo mucho últimamente.
…Claro que tampoco llegan muchas latas de cerveza.
—Toma, te traeré más la semana que viene —y,
sin pesar, pero con cierta mescolanza de tristeza y
alegría, Etienne entrega algunas pocas monedas.
Pelletier las recibe, y las guarda en una cajita de
cosméticos para muñecas.
—Cuando llegue la Navidad tendrás suficiente
para comprar a tu hija su primera muñeca —suspira
Pelletier. A veces he visto que él mete monedas
clandestinas en aquella cajita, carcomido de la pena.
Ojalá tuviera todas las monedas del mundo, pero, así
como Etienne, Pelletier no puede gastarlo todo en
juguetes.
—En fin, querido amigo —dice Etienne, mientras
nos vuelve a sonreír —si llegan los alemanes les
pondré esta cara —y, en un pispas que nadie puede
encajar en el tiempo, el rostro de Etienne se torna un
pacífico girasol, pero luego muerde como una planta
carnívora.
—Muy divertido… —lo riñe Pelletier. —Deja de
asustar a mis muñecas.

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“Ops…” parece decir Etienne. Se descubre, se
inclina en una reverencia sincera y nos vuelve a
sonreír:
—Disculpen, señoritas.
“No se moleste, señor Etienne”, quisiera yo decir.
“Es usted la alegría en persona”.

* * *

Charlotte es mi mejor amiga. No suele andar


mucho por el escaparate, pues al señor Pelletier le da
miedo que su porcelana linda se deteriore con el
exceso de luz. Sin embargo, de vez en cuando, esa
impecable Lanternier de cabello azabache sonríe
conmigo el paso de la gente. Ella viste de verde, con
volantes de color caramelo. Sus ojos son dos
huracanes negros que se voltean con cierto tintineo
en cuanto alguien la mueve. Sus mejillas son más
rojas que las mías, y sus manos más diminutas. Todas
envidiamos el lustre de sus zapatos… y ese delantal
de flores, como buena jardinera de la alta sociedad.
…Al saber que Charlotte está “encargada”, mi
corazón casi se ha partido por la mitad. Todo un
señor, un empresario, ha pagado por ella. Viene a
buscarla el sábado, y para el domingo creo que
empiezo a llorar. Mi único consuelo es que Charlotte
ha encontrado a su niña. Otro gran consuelo es que
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va a vivir en una mansión, en un palacete de las
afueras. Quizá, tan a las afueras que muchos
murmuran que ha cruzado Los Alpes, que va a vivir
más allá de las alambradas, aunque sea en un castillo
de hadas.
No me lo creo. Charlotte es la niña mimada de
Helen. Helen no madruga, y eso es bueno porque
Charlotte duerme a su lado, al abrigo de la cama más
florida del mundo. En aquel cuarto lindamente
empapelado de fantasías asimismo florales, relincha
un caballo de madera con pies de mecedora. Hay una
casita de juguete, y un triciclo. Los padres de Helen,
en especial el papá, son inmensamente ricos. Por eso
Helen no madruga, porque tiene profesores
particulares.
—¡Helen, por favor…! —grita la señorita
Champfleury, la profesora de matemáticas. —
¡Escupe ese chicle! —y le tiende la palma de la mano
para que lo eche ahí. —¡Obedece! —vuelve a
amonestarla, pero Helen niega con la cabeza.
“Niña mimada…” parece decir la señorita
Champfleury, yéndose de la clase, de la habitación de
estudios, con los puños cerrados.
—Señor Grien… Su hija tiene una educación
detestable.
—Señorita Champfleury… Mi hija es un ángel
caído del cielo. Es la bendición de mi hogar. No
permitiré que nadie la humille como usted quiere

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humillarla. Quizá debería buscarse otro lugar donde
trabajar.
Y la señorita Champfleury se detiene. Ya no se
queja. Se entiende que arde por dentro, pero necesita
el empleo. No puede permitirse disponer de orgullo
en tales circunstancias, cuando el pan es más veloz
que nunca… cuando tenerlo entre manos cuesta
tanto.
Refunfuña, sin que se le oiga, y vuelve a dar las
clases. La señorita Champfleury no es mala persona.
Tampoco lo es el señor Grien. Por supuesto, Helen
sigue siendo un angelito… pero, seguro, como casi
todo en este mundo, la falta de entendimiento tiene
apenas un principio tan elemental como las pequeñas
diferencias humanas. La señorita Champfleury quiere
hacer bien su trabajo, pero el señor Grien, todo un
bonachón, tras muchos años buscando un hijo y,
para cuando creía que todo esfuerzo era en balde, la
cigüeña apenas dio con la dirección del palacete con
una niña. Una niña como Helen, a la que su papá
quiere darle todo cuanto él no tuvo. Porque el señor
Grien levantó su imperio de la nada, guardando con
celo cada moneda que caía en sus manos. Nunca
comió pasteles, ni condujo un auto. Su gran panza de
hoy, apenas le había crecido desde que era padre,
desde que la alegría calmó sus miedos.
Sí, Charlotte está en muy buen lugar.

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CAPÍTULO TERCERO

Mi segunda mejor amiga es Giselle. Ella viene de


fuera, del otro lado de la frontera y su fortín. Es una
perfecta Schoenau & Hoffmeister, de Burggrub,
Alemania. Sus ojos son azules, como el mar. Su
boquita es sonrosada, y su tez pálida, con dos
coloretes pardos y pequitas tintadas a golpe de
pincel, con esmero y una a una. Rubia, intensamente
rubia, con dos coletas de gracia. Sus lazos azules y su
traje de cuadros vienen de esos prados de ensueño
del Tirol, con suecos rojos barnizados.
Reímos, las dos, viendo al señor Etienne, nuestro
mimo, en su propia tormenta; un mar de olas bravas
quiere llevárselo, y nada, nada… nada con todas sus
fuerzas, luchando con un tiburón ladino que le
muerde una y otra vez el trasero, pero que, por
embestidas de las aguas, una y otra vez cae en sus
brazos, y viceversa. Se pisotean, se revuelven, y hasta
bailan un vals, mientras se conjugan de trastadas y
golpes con los restos del naufragio del Titanic. Los
niños también se ríen. Las mamás no tanto, y,
cuando amaina el temporal, y Etienne, gran náufrago
en su desdicha, llega a la orilla de una playa, ni
siquiera que se pinche el pie con una concha las
ablanda el corazón; apenas, de cinco mamás una da
una moneda. Luego se marchan, mientras el mimo
da las gracias eternas con la sonrisa más capaz del
mundo.

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Mientras, el señor Pelletier vuelve a cepillarnos el
pelo. También nos pone unas gotitas de perfume.
Están diciendo que habrá tormenta, de las de
verdad… y, aunque estemos al resguardo en el
Passage, el señor Pelletier nos lleva al interior de la
tienda. Y ya sé porqué nos embellece la sustancia, y
nos pone un devorador de polillas y otras criaturas
de armario. Nos guarda en una caja, mientras me da
tiempo a ver que la juguetería no brilla tanto como
antes; muchos se han ido… ¿Adónde?

* * *

Giselle es la siguiente en venderse. Hay una niña


preciosa, rubita también, que quiere comerse el
mundo con su entusiasmo. Palmea de ilusión cuando
la enseñan a Giselle. Es la muñeca de sus sueños.
El señor Pelletier la quiere envolver en papel y
entregarla en una de esas cajitas preciosas de cada
venta para regalos, con sus lazos y ornamentos
florales… pero la niña, Jennell, quiere llevarla en
brazos. Es una visión preciosa, en dos criaturas de
ensueño abrazadas con un amor instantáneo. La
inocencia y la belleza en ambas, en una de las
estampas humanas más mágicas.
Sin embargo, tras Jennell planea una sombra. El
señor Pelletier está nervioso. Le tiemblan las manos.

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Mantiene el tipo, pero es una cortina de humo que
apenas esconde un mar de miedos. Es el papá de
Jennell, que da mucho temor. Porque no es un papá
cualquiera. Ni siquiera es uno de esos empresarios
arrogantes, triunfadores de la vida a golpe de orgullo
y sucias estratagemas comerciales. Ni un aristócrata
de entendida sangre azul y carnaza de oro, con su
título de honor dibujado en sus bigotes y un bastón,
que no es de andadura, sino de mando. El papá de
Jennell es peor que todo eso. Es un soldado, en su
uniforme gris. Un soldado de alto rango. Un
capitán… o un coronel… Es un SS-
Obersturmbannführer, un alto rango de gorra de
plato… pero no es francés. Es alemán.
¿Un soldado alemán en París?
Sé que algo ha cambiado cuando el señor Pelletier
suspira. Se han ido. El SS-Obersturmbannführer ha
sido muy amable, pero se antoja una amabilidad
matemática y fría. Sus ojos azules están vacíos, y es
enorme. Una cara grande, descomunal, y una forma
de hablar sofisticada, galante pero marcial. Se
entiende que está a acostumbrado a dar órdenes… y,
claro, imponiendo con esa mirada, la gente obedece.
Paris está invadida de estos señores de la guerra.
Hay soldados de casco y fusil haciendo sus rondas, o
controlando el papeleo de los viandantes… como
acaso de fiesta y juergas nocturnas, consumiendo
champán. Son extraños, aunque crean que han
venido para quedarse. Y no han hecho daño a nadie,

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porque no han querido bombardear la ciudad.
Simplemente, llegaron, entraron, y dieron un desfile
triunfal por nuestro mayor boulevard, nuestros
Champs-Élysées, desde el Arc de Triomphe hasta Le
Concorde. Interminables hileras de soldados, con
paso marcial y tambores y trompetas, encabezados
por generales a caballo con sus sables al cielo. Hubo
un comandante en su corcel blanco… pero, en mitad
de la tiniebla, poco dio por pensar en la esperanza,
sino en el terror. Luego vinieron los vehículos
acorazados y la soldadesca en sus motocicletas, con
un estruendo mecánico que todavía hace pensar en la
magia escabrosa de la ingeniería. París ha caído, y el
pánico general apenas se sosiega en la aparente
formalidad con que los invasores son recibidos, y
como esos mismos extraños intentan enamorar a la
población parisina con muy buena cara y orden,
mucho orden y marcialidad; no han venido a destruir
nada… sino a conservar, a integrarse… a quedarse
París, como la reina de Europa, pero como quien
guarda una joya familiar en un pañuelo. Eso sí, de
adonde los bonitos tricolores en los edificios
oficiales, ahora ondean banderas rojas con un
garabato aterrador sobre fondo blanco. De hecho,
cuelgan como despojos de sangre de muchos más
edificios de los que podría imaginar, como si
quisieran poner su sello en cada inmueble. Jennel es
la hija del alma de uno de esos invasores, que se
acomoda en una céntrica mansión de la que han
echado a sus propietarios. Y tiene lógica. Hay que
encontrar alojamiento a todos aquellos oficiales del
ejército enraizados a la gran vida, a la pompa, a los
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desfiles y las óperas. A buenas palabras… pero luego
a patadas, los extraños cogen cuanto quieren. A eso
han venido.
…Algunos parisinos, hombres incluso, han
llorado en los desfiles. Del otro lado, las chicas les
sonríen a los guapos alemanes, empujadas por la
inconciencia del amor.

* * *

Jennell va al parque con su niñera. De sus brazos,


Giselle descubre un mundo nuevo, con el cielo
tintado de palomas blancas. Hay muchas más niñas,
aunque no tantas muñecas. Los chicos juegan con
palitos y aros con los que hacen piruetas y gracias.
Las mamás empiezan a sentirse seguras, porque ven
que los gendarmes siguen patrullando París. Hay
soldados extraños, de gris, pero la policía francesa
sigue existiendo. Dicen que se ha firmado “la paz”,
que, en un vagón de tren, los invasores han firmado
un tratado de armonía con Francia.
…La señora Aubrière sigue repartiendo
caramelos. Los niños la rodean con ilusión. La
señora Aubrière anda encorvada. No es tan mayor, o
acaso tiene la faz tan agradable que nadie se da
cuenta del desgarro del tiempo que la ataca. Lleva un
sombrero de ala ancha adonde han crecido algunas

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margaritas de colores, y se abriga con chales grises y
pardos que se funden en un mismo y confuso
sudario. Del bolso de cocodrilo, con todo su amor,
va entregando los caramelos, que los críos adoran. La
adoran a ella, y Jennell no iba a ser menos golosa que
ninguna otra niña y la da las gracias, mientras coge
un caramelo para ella y otro para Giselle.
La señora Aubrière alimenta también a las
palomas. A migas, tan desgranadas del pan viejo que
algunas vuelan casi todo el parque. Y así se la ve,
adornada de pajaritas grises. Muchas se van con ella a
casa perdidas en sus ropas, o revolotean luego de su
monedero cuando va a dar algunas monedas a un
mendigo.
Es muy buena persona. La señora Aubrière, dicen
muchos, es una bendición. Todo el mundo está
enamorado de aquella “abuela”, sobretodo cuando
los gatos la acarician los tobillos. Ella les abre esas
latitas de conserva que los felinos más desvalidos del
mundo devoran entre carantoñas. La quieren,
asimismo, cuando los niños la llevan un pajarito
herido, y ella lo sana entre sus manos quitándose los
guantes de lana, permitiendo que el calor tibio de sus
dedos masajeen con delicadeza el alma de la criatura.
Entonces, el ave hará tartamudear sus alas y
recobrará la vida, volando y cantando con más brío
que antes.
“Yo quisiera una mamá así”, dice Jennell, en su
cuarto, mientras peina con pausa y dedicación los

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cabellos de Giselle. Una y otra vez los desenvuelve y
hace las coletas, enamorada de los artificios del
cabello. “Yo seré tu mamá… y te voy a tratar como a
mí nunca me han tratado”.
Un dilema, que Giselle tarda en averiguar. Porque,
a veces, caída la noche, la sombra altiva y tenebrosa
de papá de Jennell, el SS-Obersturmbannführer, se
recorta al contraluz del candil del pasillo. Entonces,
sin su gorra de plato, pero con su uniforme, entra y
le da un beso de buenas noches a su hija.
“Otro a Giselle, por favor, papá” pide Jennell,
que, hasta ese preciso momento en que su padre va a
irse, finge dormir y ahora “despierta”
estrepitosamente.
“¿Otro a Giselle…? Está bien”, y el soldado le da
un beso a mi amiga. Quizá no es un beso deseado,
pero no deja de ser dado con cariño. A Giselle, y a
mí, nos aterra la calavera que el SS-
Obersturmbannführer lleva en la gorra de general.
Es aterradora. Empero, para él es motivo de orgullo,
de bravuconadas de hombres de guerra.
…Ahora Giselle entiende la pena de Jennell.
Noche sí, noche no, su papá puede darla un beso. A
veces, incluso pasa una semana hasta que vuelve a
verlo. Cosas de su trabajo. Está claro que, sin mamá,
no hay besos de reserva. Porque Jennell la perdió al
nacer, aunque, cabe recalcar, Giselle cree desvelar
que no fue así, sino que murió en la guerra. Sólo así
se explica que, en dilatadas charlas en el salón de

26
aquella casa, el SS-Obersturmbannführer hable con
tanta sed de venganza con sus camaradas
uniformados.
“Acabaremos con todos…” suele decir.
Giselle no puede dormir.

* * *

Mi amiga Charlotte hace de trastadas con Helen.


Helen es un torbellino, que igual esconde las gafas de
la señorita Champfleury como las herramientas del
jardinero. A veces voltea la sustancia del tarro de
azúcar al de la sal, para reprimenda de la cocinera y
su mala sazón en el guiso. En otras, saca la lengua a
los transeúntes desde la ventana de su habitación.
No le dan miedos los soldados grises, los que a
menudo le siguen el juego con niñerías para niños.
Charlotte va de los brazos de Helen a un jardín de
infancia. Es un edificio precioso, como un castillo
antiguo. Allí, en el patio, después de las charlas sobre
higiene, juega con otras muchas muñecas mientras
las niñeras corretean detrás de las niñas para con esas
meriendas que Helen suele renegar. Aún el pan de
leche con requesón, o con miel y frambuesa, no los
quiere. Suele dejar a mitad el vaso de leche… y llora
si la obligan a comérselo todo en el almuerzo.

27
…Se sostiene del aire, y de la alegría. Un viento
prodigioso parece tenerla en pie, mientras la señorita
Champfleury sigue dándole quejas al señor Grien
sobre la educación de su hija. Aún a costa de perder
su empleo, la tenaz institutriz da las reseñas.

* * *

Anochece… y el señor Pelletier ultima algunos


arreglos de costura en nuestros trajes antes de echar
el cierre. Está cansado, porque apenas a entrado
alguien en la tienda y eso lo desanima mucho. Son
malos tiempos… Lo sé, porque Etienne, nuestro
mimo, viene a deshoras con la cara más pálida de lo
común. Por su familia contaría chistes mudos hasta
el amanecer… pero, cuando cae la luz, la gente de
este triste París invadido está tan cansada y
desanimada del día a día que ya no tiene ni ganas de
reír.
—Etienne… Buenas noches —lo reconoce
Pelletier, sin verlo, y de despaldas cosiendo, porque
al soslaye ya le conoce los pasos, los que nunca
suenan.
—Un día horrible —dice aquél. —Hoy no me
alcanza para dejarte nada.
—Oh, no te preocupes —y, ahora sí, Pelletier se
gira a verlo, con la tristeza bien honda. El mimo está
28
muy triste. La preocupación le brota en la cara, casi
tomando relieve. —¿Sabes, quizá haga algunas
rebajas para Navidad? —lo alienta Pelletier.
—¿Lo dices en serio?
—Sí, claro. El negocio está de ala caída. Tengo
que incentivar a los clientes.
—Eso mismo hago yo —dice Etienne. —Nunca
he naufragado tan lejos, ni he caído desde tan alto, ni
he peleado con tantas pulgas como en este día. Sin
embargo, la gente no ha soltado ni una carcajada —y
el mimo hace gestas de boxeo, mientras enseña
cómo se las dio con las pulgas. Fueron siete contra
uno… y “hagan sus apuestas”.
—Es normal. La población está preocupada.
Muchos creen que no es el momento para divertirse.
—…Siempre hay un hueco en el día para sonreír.
Por pequeño que sea. La gente parece haberlo
olvidado.
—Estoy seguro que mañana te irá mejor. No
conozco a nadie más apropiado para animar París en
estos momentos que tú —y, entonces, el señor
Pelletier se fija en el pecho de Etienne. Hay una
estrella amarilla de cinco puntas cosida allí. ¿Quizá
era parte del espectáculo? —¿Qué es eso que llevas
cosido?

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—Oh, ¿esto? —recuerda Etienne; se había
olvidado de que llevaba aquella “cosa”. —Es un
distintivo… Los alemanes obligan a llevarlo.
—¿Lo obligan?
—Sí, a los judíos. Quieren tenernos vigilados, o
algo así. Ignoro porqué. Yo intento bromear con los
soldados alemanes, fingiendo ser una especie de
sheriff —por eso la pidió bien puesta en el pecho,
para juguetear. La mayoría de los judíos la llevan en
el brazo. A su entender, ahora es una estrella fugaz,
un medallista olímpico o un superhéroes del cómic.
—Etienne… —suspira Pelletier, cogiéndolo por
los hombros. —Ten cuidado, por favor.
—¿Cuidado? Algunos se ríen conmigo. Creo que
les caigo bien.
…Y para muestra un botón. Etienne se despide de
Pelletier con un buen apretón de manos, sonríe, nos
hace una mueca de cortesanos a su rey y sale por la
puerta. Casualmente, haciendo una ronda rutinaria se
cruza con un par de soldados alemanes. Nos guiña
un ojo, sonríe otra vez, hace una especie de paso
marcial debidamente exagerado y finge una revista a
la tropa, como general de idiotas, que los invasores
entienden con una sonrisa. A su lado, los soldados
parecen gigantes. Unos rubios gigantes. Etienne los
va dando órdenes de frente de batalla, los riñe por las
botas sucias, los señala como limpiar los fusiles y les
enseña diferentes pasos marciales… y, al cabo de su

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función, uno de los soldados le tira una moneda.
Una moneda pequeña, casi un perdigón sin valía… y
Etienne la recibe en el pecho, justo en la estrella.
Entonces, como juego entre juegos, Etienne
merodea herido, se tambalea, hace una proverbial
pantomima y cae muerto, como especialista en
defunciones al límite. Ha muerto miles de veces en
sus funciones de parque, al uso de una flor de papel
que le brota del pecho. Su lengua cae a un lado, y los
ojos se le quedan en blanco.
…Los soldados se ríen… Sí, Etienne les cae
bien… aunque algo me hace pensar que no son risas
tan inocentes como aparentan.

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CAPÍTULO CUARTO

Hoy, los generales del ejército invasor pisotean de


temprano la mansión del señor Grien. Y el término
es el correcto, porque, a pesar de llegar en un coche
casi de juguete que invita a la inocencia, andan como
quieren por el jardín, pisoteándolo, y luego por toda
la casa. Sus pisadas parecen de gigante, o como
latigazos. Y a voces, mientras los soldados que han
bajado de un camión hacen inspecciones y aparentes
saqueos, sobretodo en el papeleo del papá de Helen.
El servicio es espantado a golpe de puntapié, cuando
los cocineros salen al trote con la harina aún en las
manos, las sirvientas con sus plumeros y sábanas y el
mayordomo sin su peluquín.
Mueven los muebles de sitio, adaptando la casa a
nuevos gustos. Mandan quitar la alfombra… y
algunos cuadros de familia, que no aparecen nunca
más y como borrados de la existencia. Mientras, los
libros son desmenuzados allí mismo, para terminar
prendiéndoles fuego en el jardín.
El señor Grien grita… pero más le gritan a él y lo
terminan acallando. La señora Grien llora, pero nadie
se duele de su pena. A empujones los sacan de casa,
y les ponen aquella bonita estrella en el brazo.

* * *

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…Hoy, el papa de Helen no ha ido a buscarla al
jardín de infancia, como suele hacer en su elegante
Hispano-Suiza y su chofer. En su lugar, Helen pone
cara de estorbo cuando ve a la señorita Champfleury
con las manos inquietas, aunque con una mirada de
revancha con la que lucha internamente; ya se sabe,
los bajos instintos:
—¿Dónde está mi papá? —inquiere con
arrogancia Helen.
—Hija… Parece que las cosas no van nada bien.
Papá no va a poder venir.
—¿Qué está diciendo? ¿Se ha vuelto loca? —y,
mientras Helen camina con un puño cerrado hacia
adonde no sabe, del otro brazo lleva a Charlotte, que
también está enojada con aquella tremenda falta de
puntualidad y deber.
—Helen… ¿Adónde vas?
—A casa… y no hace falta que venga conmigo: sé
adonde queda, ya que vivo en el mejor barrio de la
ciudad y nuestra casa se ve desde cualquier parte.
—Helen… Te estás equivocando.
—Una Grien nunca se equivoca.
—Esta vez sí… Una niña como tú no puede
andar sola por ahí.

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—¿Ah, no? ¿Qué se apuesta?
Y, con esa petulancia, Helen pide a un cochero de
parque que la lleve a su casa, que el señor Grien es su
papá y le pagará una buena propia.
—¿Grien…? ¿El señor Grien es tu papá…? —y al
cochero se le quieren reventar los ojos. Sin saber qué
decir, mira a la señorita Champfleury; el rumor de la
desgracia de los que habitan el gran barrio de los
Grien se ha extendido por toda la ciudad. Ya no son
gente grata, al menos para los que llevan las armas y
el mando. Banqueros, empresarios, mecenas y
aristócratas judíos son pintados con la estrella.
—No hace falta que la lleve a ninguna parte; yo
me encargaré —dice la señorita Champfleury.
—Mi papá se va a enfadar mucho si no me hace
caso —inquiere aún Helen, al cochero.
—Yo no quiero problemas, señoritas… —y, con
el haz de su fusta, el cochero desaparece, asustado
como un saltamontes.

* * *

La señora Aubrière vuelve al parque con


caramelos. Los niños la abrazan con cariño, y juegan

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con ella. Jennell la da un beso, y la enseña lo bonita
que está hoy Giselle.
—Oh, ¡qué preciosidad de muñeca! —dice la
señora Aubrière. —¿La has peinado tú?
—Sí, abuela.
Abuela… Todo el mundo la llama así. Sólo los
gendarmes la llaman señora Aubrière. El cariño que
la tienen la hace tan familiar. Aquellos niños irían
con ella al fin del mundo, que se antoja como una
linda casa de chocolate en mitad de un bosque de
hojas de menta. Se llega allí a través de un arco iris de
caramelo, entre algodones de azúcar y lluvia de
pastillas de goma. Por esos lares corre un trenecito
que, aunque anda a cuerda, traquetea fumarolas de
gaseosa. Un oso polar aguarda en el trampolín, y los
duendecillos de las setas invitan a limonadas con
miel que ellos mismos recolectan de las flores
mientras cantan canciones que sólo los corazones
puros pueden entender.
Ése es el mundo de los niños… En el mundo de
los adultos, las niñeras comentan nerviosas sobre la
señora Aubrière. Alguna que otra, incluso, corre
hasta el niño a su cargo y lo retira de la abuela de sus
sueños, algo que lo hace llorar. Hay cierto revuelo…
y, uno a uno, al cabo los niños son apartados de la
señora Aubrière por las mamás y por sus nanas.
—Was passiert da! —grita una voz, tan marcial
que los niños dan un respingo. Las mamás se

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derriten del miedo… y los soldados grises copan el
parque, mientras el SS-Obersturmbannführer camina
como un robot hacia su hija, la ahora asustada
Jennell.
—Papá… —suspira Jennell. Giselle está muerta
de miedo.
—¿Qué es esto? —duda el SS-
Obersturmbannführer, examinando a la señora
Aubrière; ante todo el deber, como delegado de
cierto orden que unos pocos entienden, y desoye el
latido veloz del corazón asustado de su niña. Con
arrogancia, con el uso de una fusta que se antoja un
látigo, el militar que le puede retira el doblez de una
de las mantillas que abrigan a la abuela del mundo y
descubre su estrella de cinco puntas. —Llévensela —
dice.

* * *

—Helen… Papá y mamá ya no están. Se han ido.


¿Ido…? ¿Adónde? ¿A Mónaco…? ¿A los Alpes, a
esquiar…? Papá y mamá no se irían de esa manera.
—Es decir, se los han llevado —aclara la señorita
Champfleury. Algo de razón tiene, porque la casa ya
no es la misma. Hay un par de soldados fumando en
la puerta, y banderolas rojas en las ventanas. Un

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revuelo militar copa el jardín, con avituallas de
armamento en sus cajas, con perros de pelo negro y
brillante en sus rondas, con alambre de espino y
sacos de arena formando búnkeres improvisados.
—Helen… Vámonos de aquí, por favor —y la
señorita Champfleury, por vez primera, posa sus
manos delicadamente sobre Helen. Lo hace sobre
sus hombros, para hacerla desistir de imponerse
adonde la guardia con una arrogancia que no la traerá
sino problemas. Han espiado demasiado desde la
acera de enfrente. Es hora de irse antes de que los
invasores sospechen que aquella niña y su muñeca
no son deseadas en el mundo.

* * *

Hoy, el papá militar de Jennell está muy cariñoso.


Ha bañado a su hija con ternura, la ha secado y la ha
puesto el pijama. Abajo aguarda una cena deliciosa
de tostadas, leche y un bollo. Incluso Giselle se ha
sentado a la mesa y tiene su propio plato, en un
juego de niños que el SS-Obersturmbannführer hoy
ha querido jugar. Luego la coge en sus brazos, la
sube a la habitación y la arropa en su cama.
—Jennell… Hija mía…
—Papá… —y Jennell casi tartamudea. Está muy
triste. Hay un nudo en la garganta que casi no la deja
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hablar. —¿Por qué se han llevado a la señora
Aubrière?
Y el SS-Obersturmbannführer titubea, a pesar de
que sus convicciones están más que claras cuando
instruye a la milicia. Los aforos de las tabernas, de los
cuarteles, de los colegios, son alentados de sus odios
y no hay medias tintas. Empero, explicarle tanto
horror a una niña, siendo papá, arroja más verdades
que mentiras de lo que está bien y lo que está mal.
—Cariño… papá hace lo que está obligado a
hacer para protegerte. Hay cosas que aún no puedes
entender, pero que tienen que suceder para que el
mundo no se envuelva en las tinieblas.
—¿Las tinieblas de las que nos liberará el Mesías,
papá?
Y, en aquel preciso instante, el SS-
Obersturmbannführer se sonríe. Por fortuna para su
aprieto, en la escuela ya le han hablado a Jennell de
las virtudes del Mesías. Un señor bajito, con bigotito,
que señalaba a golpe de voz a los enemigos del
mundo.
—Hurgando los libros de historia, nuestro Mesías
nos ha señalado a los hijos del diablo. Se confunden
entre nosotros, porque imitan las actitudes humanas
desde tiempos remotos. Parecen seres hermosos, y
agradables… pero esconden mil malicias. La señora
Aubrière tenía un plan oculto, y para ello os iba
hechizando con sus caramelos. Su ansia era robaros

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el alma a los niños, y ese hechizo ha empezado a
hacer mella en ti porque has empezado a tener
dudas.
—Pero… papá… ¿Adónde la llevan? ¿La
volveremos a ver?
—Cariño… La señora Aubrière parece una
persona, pero no lo es. Ése es su juego. Dudarás, te
lo aseguro. Seguirás dudando… Por eso nuestro
Medías ha ordenado que cada demonio oculto entre
las gentes de Dios sea marcado con una estrella. Así,
las personas justas sabremos diferenciar a los seres
embaucadores de los verdaderos hombres.
Jennell aún duda. Tiene ganas de llorar, y el SS-
Obersturmbannführer accede a creer que tanto odio
no cabe en ningún corazón en apenas cinco minutos
de charla. Hay que dejarla estar… esperar a que el
odio se asiente poco a poco, pero con virulencia.

* * *

Es ya de tarde. De noche… y viene dando de


brincos alegres por nuestro Passage. Nuestro mimo,
Etienne. No ha sido un día bueno, pero eso le da
igual. La Navidad está cerca, y su sueño de ver la más
linda sonrisa del mundo va a hacerse realidad pronto;
en breve, su hija desanudará el lazo de una preciosa

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caja de muñecas. En ella, una lindeza… Quizá yo, la
mujercita de cabellos rojizos.
Entra en la tienda bailando. Está feliz. Muy feliz.
Trae flores del parque, que regala a Pelletier, a las
muñecas… Nada, y vuela… y patina, en esa pista de
patinaje que sólo sus suelas conocen.
—Estás loco —le dice Pelletier, sonriendo por
dentro… pero fingiendo cierto enfado de poca
monta.
—¿Loco…? La vida es maravillosa.
—¿Y qué te ha pasado, pues?
—Nada… Aunque París esté sitiado de intrusos,
aunque Europa esté en guerra… pronto seré un papá
muy feliz.
—Oh, entiendo… ¿Y cuál será la afortunada?
—Ops… No lo había pensado —dice Etienne,
rascándose la cabeza. —Quizá Bernadette, con sus
ojos de almendra —sopesa, sobre aquella preciosa
Armand Marseille de 1925 con su vestidito de
camping en rosa. —O Dominique, entre sus flores
—objeta ahora, sobre aquella Max Handwerck de
1932, con todo un jardín pintorreado en su vestidito.
—Y… ¿qué decir de mi tierna Anne —dice, sobre
mí. Me siento maravillada, cuando Etienne intenta
imaginarse a su hija iluminada con el rojo de mi pelo.

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Me siento genial. Es la primera vez que alguien se
fija en mí con esa ilusión. Etienne es un ser
maravilloso. Un gran padre… y toda una alegría para
el mundo.
—Pelletier —dice, —que duermas bien, amigo
mío —se despide Etienne, con un baile mágico,
seguramente calcado al de las cortes de antaño.
—Etienne… que descanses —le dice Pelletier,
yendo a la trastienda a coger su abrigo, a ir cerrando
pestillos y recogiendo sus herramientas de artesano.
…Pero es un mal día para ser tan feliz. Aún,
Etienne me saluda desde la calle. Magistralmente…
pero las cosas no pintan bien. París está extraña.
Está… “malhumorada”. Lo siento a través del cristal
del escaparate. Los soldados alemanes están furiosos
y se nota en el ambiente. Hay gritos lejanos, de
trifurcas. Pasos y pitos de gendarmería avisan del
revuelo. Aún los parisinos no lo saben, pero acaban
de matar a un alto mando alemán en alguna calle de
Praga. Una bomba, que termina por hacer explotar el
odio alemán.
“Oh, Etienne… Eres tan divertido”, pienso. Lo
veo saltar, de nuevo. Más allá, a la entrada del
Passage, dos soldados alemanes aparecen de
improviso, y luego parece que se divierten con sus
gracias. Etienne los juguetea desde la distancia, como
siempre, con algunos actos nuevos. Se duele del
clavo en el pie, y revolotea a su alrededor su pañuelo,
como un pajarillo… Luego hace crecer cierta

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primavera que lo convierte en una flor, desde su
semilla a la apertura magistral de los pétalos, en un
girasol humano que busca la radiación del sol.
Saluda, se inclina, muestra su estrella, tal como le
han enseñado que haga, y espera los aplausos.
…Es su lugar, se oye un disparo. A mí me da el
miedo, pero Etienne, tan grande como es, sigue con
su interpretación. Ahora finge los desaires de un
trapecista primerizo… de un borracho de taberna
muy simpaticón… El mundo se le vuelve del revés,
como si pisara la cubierta de un barco que
naufraga… y, para terminar su espectáculo, el gran
mago de la mímica finge su muerte, en esa elaborada
escenografía del último aliento.
“Oh, Etienne… Ha sido maravilloso”.
…A los alemanes también les ha gustado. Se ríen,
mientras vuelven a sus quehaceres.
“Etienne… Eres grande… Levántate, Etienne.
Pídeles tus monedas; te las mereces”.
…Pero pasan los minutos, y el público ya se ha
ido. La calle está desierta.
“¿Etienne…? ¿Por qué no te levantas, Etienne?”

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CAPÍTULO QUINTO

—A una niña judía no van a dejarla tener esa


muñeca —refunfuña Josette, aquella mujerona de
brazos como troncos. Fuma, con el cigarrillo a un
lado, perdido en la inmensidad de sus cachetes
colorados. Es enorme, como una ballena, y se mueve
por la taberna como una ola. Lleva trapos, y
cacerolas humeantes. Es la cocinera, y la que atiende
las mesas.
Hoy la taberna está cerrada. Los partisanos han
escondido sus armas, y ya han desayunado sus judías.
Callan, con las manos sobre la mesa y como si
estuvieran debatiendo algún plan a seguir, aunque
nadie dice nada. De hecho, parece que miran toda
suerte de iniciativas en los rayones de la mesa. Tal
vez en las musarañas…
Helen abraza con fuerza a Charlotte. Charlotte
está muy asustada. Se nota, porque los colores de su
vestido se han apagado. Helen también tiene mucho
miedo, pero no va a enseñarlo. Tiene cara de odio, y
se ha negado a comer. Ahí está su plato, que ha
dejado de humear. Ya está frío, mientras Josette se
va calentando.
“Menuda niña de tontos”, dice, para sí.
Al fin la puerta se abre, no sin las triquiñuelas de
alguna clave entre los de adentro y el que está afuera.

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Es la señorita Champfleury, con el agotamiento
clavado en la cara. Lleva toda la noche de peligrosos
contactos a espaldas de los alemanes. Suspira, y echa
su bufanda sobre la mesa, junto a Helen. La niña
mimada no ha querido comer, como siempre.
—Lo siento, Helen, pero no puedes quedarte más
tiempo aquí —dice. Helen no puede creerlo.
Precisamente, lo último que quiere en este mundo es
quedarse entre aquella gentuza. Hombres de campo,
algún herrero… un leñador… El proletariado, alzado
en armas. Fuman, y conspiran. Llevan días
conspirando. Es ridículo…
—A papá no va a gustarle nada de esto —dice
Helen, haciendo alusión al polvo que parece levitar
en la taberna. Es grasienta, y apesta a cerveza.
—Está decidido: entreguemos a esta niña —
refunfuña Josette, desde la cocina.

* * *

El SS-Obersturmbannführer abraza con fuerza a


su niña. Jennell traga hondo, y se le escapa algún
gimoteo. Papá se despide de ella en la estación de
tren. Hace frío, pero ninguno de los dos lo siente. El
corazón está ardiendo porque tienen que separarse y
eso genera el suficiente calor para olvidarse del
amanecer helado de aquella mañana. Hay rumores de
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que Europa está siendo invadida. Hay tropas
británicas y americanas al norte, en Normandía. París
ya no es un ligar seguro.
—La SS-Rotterführer Biermann te cuidará bien,
cariño —dice papá. La SS-Rotterführer Biermann es
una suboficial. Una soldado. Lleva un uniforme gris,
como todos, y algunos distintivos militares “de
guardería”. Su rostro es amable, pero su pinta es
demasiado seria. Suena a soledad. A distancia, lejos
de papá.
—Papá… No quiero irme —dice Jennell, aunque
ya le da la mano a la recia niñera; la han enseñado a
ser fuerte.
El tren pita su primer aviso, y la gente empieza a
subir a él.
—Agarra fuerte a Giselle, no la pierdas —la
recomienda su papá. Sí, Giselle está allí, en sus
brazos. Giselle está muy triste. Echará de menos el
beso de buenas noches de papá.

* * *

—No puedes quedarte conmigo, Helen —dice la


señorita Champfleury.
—¿Usted cree que quisiera tal cosa?

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Y la señorita Champfleury se la queda mirando.
No la tiene manía, ni la odia. Solamente, sabe que
hay mucha confusión en el mundo. Está todo del
revés. Una niña consentida como Helen no iba ser
ajena a todo ello. La deja estar, y tira de ella, aún, por
la carretera que atraviesa el bosque. Una bruma
pasajera es sólo eso, pasajera. Para que no las vean
deben darse prisa, y las primeras quejas de Helen no
facilitaron las cosas; refunfuñó, y quiso quedarse
plantada. Sólo la obstinación de la señorita
Champfleury logró moverla, casi a rastras.
—Estos señores te llevaran a la frontera —dice la
señorita Champfleury, cuando aparece con traqueteo
y tos de mecánica vieja una camioneta de reparto que
parece estar a punto de desintegrarse. Dos partisanos
de bigotes la conducen, y para Helen no son
precisamente señores. No llevan pajarita, ni frac. Ni
siquiera un sombrero de copa. Son labriegos, y
ordinarios tipos de taberna de pueblo.
—No podemos llevarla así —dice uno de ellos.
La señorita Champfleury entiende lo que dice. De
repente, tira de una de las mangas de la ropa de
Helen y la rompe.
—¡¿Pero…?! Mi papá va a enfadarse mucho —
dice la niña. Empero, la señorita Champfleury no ha
terminado el estropicio y le descose algún botón, y
con algo de barro la ensucia los colores. Luego la
mira, y siente que hace lo correcto… pero asimismo
se avergüenza de hacerle eso a una niña.

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Luego, aún reconsidera males mayores:
—No puedes llevar la muñeca, Helen —e intenta
coger a Charlotte… pero, para Helen, Charlotte es lo
único que le queda que le recuerde a su familia.
Arrebatársela no va a ser fácil… Son inseparables.
Uno de los partisanos también lo intenta, pero no
logra arrancarla del eterno abrazo de Helen.
La señorita Champfleury sonríe. Algo noble queda
aún allá dentro, en el corazón de aquella niña.
—Está bien —accede, sólo a cambio de estropear
un poco la pinta de Charlotte. Sucios, y rotos,
inventados en un momento. La despeina, y la arranca
algunas pestañas que Charlotte llora por dentro.
Nunca la habían tratado así.
—Pagarás por esto —dice Helen, conteniendo su
furia; después de todo, la enseñaron a ser toda una
dama y su instinto salvaje queda ahí, en un enfado.
La señorita Champfleury la sube a la camioneta.
Atrás, en la zona de carga, y la aconseja que se agarre
fuerte. Aún la niña está malhumorada, pero da igual;
la da un beso en la frente, que no es nada bien
recibido, y, con lágrimas en los ojos, la señorita
Champfleury se despide, deseando a esta niña toda la
suerte del mundo.

* * *

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Giselle se abraza a Jennell… ¿o es Jennell la que se
abraza a Giselle? Ambas están muertas de miedo. El
tren traquetea solemne, pero lo hace en mitad de la
noche. Acaso, sería una noche apacible si se
mantuviese así, a oscuras. Sin embargo, a lo lejos,
con el estruendo de rayos y centellas resuenan
terremotos y cataclismos, mientras el cielo
relampaguea si está despejado… o se torna
maliciosas fauces de lobo si en él hay nubarrones.
…Alguien ha comentado que a Jennell no le
gustan los bombardeos. Es la típica pedantería
militar, capaz le reírle a la muerte en la cara. El vagón
está lleno de soldados, y son ellos los que mofan
bravuconadas desmedidas. Lo cierto es que Jennell
no puede pegar ojo, que la lejanía se ilumina de
fuego mientras suenan las sirenas y las voces, y el
mundo entero parece quebrarse con vibraciones que
parecen llegar antes al corazón que al suelo.
La SS-Rotterführer Biermann tampoco duerme…
pero es que ni siquiera parpadea. Está quieta,
mirando al frente. Es recia, y parece estar viva sólo
porque una vez Jennell la vio moverse. Del resto, no
es la mejor compañía. Incluso Giselle parece más
viva que ella.

* * *

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Con gran esfuerzo, la camioneta sube las colinas
una y otra vez. De vez en cuando deja el bosque, y
entonces a Helen se le iluminan los ojos con la
penumbra de las montañas, con aquella nieve en lo
obscuro de la noche que transmite una luminiscencia
casi más sugestionada que real. Los relámpagos del
horizonte van quedando atrás, aunque aún resuenan
con cierto eco imaginario.
A lo lejos, una luz de ventana termina cogiendo
cuerpo en la forma de un caserón alpino. Rústico, y
alzado piedra a piedra en uno de los confines del
mundo. Precioso… más allá de un pueblecito
asimismo perdido adonde han plantado una especie
de cañón estelar. Es metálico, y articulado de ruedas
dentadas y manivelas. Los soldados, en torno a él,
están revolucionados… y van con sus linternas de
aquí para allá.
Por suerte, la camioneta no va al pueblo. Va al
caserón. Allá, enseguida se oye el ajetreo del
vehículo, hay una señora muy gorda con unas mantas
esperando en la puerta, cariños con los que recibe a
Helen. Huele a pasteles, a harina de hacer el pan. Sus
dotes son de madre, por lo que toca a la pequeña con
sus manos de dulces y terciopelo para saber si está
helada, si tiene hambre, si tiene miedo… Con
instinto, la acuna con ambas manos mientras la
conduce con luz de velas por un corredor de
ventanales y cortinas. La camioneta ya ha

49
desaparecido cuando del otro lado del corredor, con
un candelabro a lo alto, un sacerdote de oscuro entre
lo oscuro se interesa por el bienestar de Helen. La
adormecen de atenciones, mientras brilla con haz de
luna el crucifijo que el sacerdote lleva del cuello y la
desconfianza se hace una confusa mezcolanza con el
cariño que Helen está recibiendo; papá siempre
debatió en contra de los que adoran la cruz.
…Hay un comedor, de madera rústica. Una gran
mesa, con los grabados de mil niños en tantos siglos
de existencia. Son niños, pues, los que cenan aquellas
migajas de pan, de queso, de tocino y algo de leche.
Harapientos críos, como los ve Helen, con la
pobreza más arraigada en sus ojos que en sus ropas.

* * *

Es un imponente edificio. Sus ladrillos están


alojados con una pericia matemática propia de las
ecuaciones más exigentes. Hay flores, en el jardín,
que también han crecido todas a la misma altura y
forman figuras geométricas complejas. Arriba, en lo
alto, un cartel reza “Lebensborn”.
…Hay banderas, como en París. Banderas
extrañas, como las que allí se pintan en negro con
dos “rayos” paralelos. Jennell sabe qué son. Papá los

50
lleva en el uniforme. Y no son rayos, son dos eses…
SS.
Hay enfermeras muy amables que atienden a
Jennell. Incluso le siguen el juego a Giselle, como la
muñeca rubia que es, en una primera exploración
médica. El doctor, uniformado, valora de Jennell
algunas pruebas naturales en un sanitario… pero,
asimismo, objeta sobre un informe algunas
anotaciones puramente superficiales. El rubio… los
ojos claros… la belleza…
Aquél es un hogar para niños, y, para cuando
Jennell va al comedor después de que el doctor la
apruebe como una legítima hija de la patria, ésta
descubre que allí todos los niños son rubios.
Bonitos… e iguales. Parecen como salidos de una
cadena de montaje. Hermosos, con esos ojos
preferentemente celestes, piel de porcelana… Las
niñas son casi calcadas unas de otras, y Jennell
pronto se confunde en la pequeña multitud como
acaso una gota de agua puede pasar desapercibida en
el mar.
El menú es caldo con pollo, algunas salchichas y,
de postre, un chocolate, gentileza de las fuerzas
armadas.

* * *

51
…No sólo son harapientos… Son un horror.
Helen no quiere seguir el juego de aquellos mocosos.
Bromean, juegan, riñen, se vuelven a reír… Hay
cierto alboroto en la mesa, y, aunque devoran con el
ansia de leones de la sabana, hay cierta guasa que no
parece terminar nunca.
Hay una niña que se fija en Charlotte. Se le
ilumina la cara mirándola. Seguramente, sería capaz
de entregar toda la sangre de sus venas con tal de
jugar con ella.

* * *

Son automáticos. Eso piensa Jennell. Comen


pausadamente, en un silencio total. Las enfermeras
están ahí, casi firmes como soldados. El lugar invita
asimismo al orden, con las luces del techo simétricas,
el blanco impoluto de las paredes, las mesas y las
sillas estrictamente alineadas…
Una niña se fija en Giselle. Su mirada es
calculadora, pero deja escapar un pequeño atisbo de
anhelo maternal. Seguramente, si no fuese un robot
sonreiría pidiendo jugar con ella.

* * *

52
…Aquella niña no puede más y coge a Charlotte a
traición. Es la hora de dormir, y aún hay luz de velas
porque el sacerdote sabe que allí hay muchos niños
que aún le tienen miedo a la oscuridad. Por eso el
aura de oro… y por eso se forma un revuelo grande
cuando hay pelea entre la ladrona y una Helen
realmente enfurecida. Los vítores alientan a la sangre
común, no al abolengo, porque muchos ya han
supuesto que la creía Helen es una niña de bien. Lo
saben por su mirada, siempre por encima del
hombro, y porque casi no ha querido comer. Ningún
niño de la calle despreciaba una buena comida.
Todos están en su contra.

* * *

Apagan las luces. Todas al golpe, y la penumbra se


va intensificando con una secuencia perfectamente
lineal. En las ventanas hay carcasas electrificadas que
hacen la función de atrincherado, fulminando a los
mosquitos. Dentro, el aire es fluido y fresco, con un
cierto aliento de higiene hospitalaria.
Más allá de la imaginación, Jennell sabe que
aquella niña sigue mirando a Giselle. Lo sabe. Casi es
capaz de ver el blanco de sus ojos en la oscuridad.
Quisiera complacerla, llevar allí a Giselle y dejar que

53
aquella niña duerma abrazada a la muñeca. Sabe que
aquella niña nunca se la va a pedir. En Lebensborn,
todo es de todos… excepto lo que no es tuyo.

54
CAPÍTULO SEXTO

Hay un campo de fútbol entre el pueblo y el


caserón. Los críos pasan el día afuera, sobre el
inmenso mar de hierba… y el fútbol es uno de los
entretenimientos más arraigados.
Las niñas juegan a la comba, a piedra, papel o tijera, y
al Antón Pirulero. Ellos, a veces al tú la llevas, a las
peleas, al gato y el ratón… pero allí nadie juega al
escondite. Los soldados de gris los vigilan de a diario.
Están ahí, controlando la frontera. Nadie debe
escapar. Nadie debe desaparecer del prado.
…A veces, el sacerdote organiza un partido de
fútbol entre sus críos a cargo y los niños del pueblo.
Huérfanos contra escolares. Es un revuelo, adonde
los campesinos se reúnen a vitorear, y es entonces
cuando la milicia deambula más cerca en rondas
llenas de desconfianza. Hay más, y están más
nerviosos, por lo que los campesinos los intentan
calmar de humos bravos con alguna limonada, un
queso y pan, vino o cerveza y hasta pasteles y roscos.
De repente, alguien tira a gol… pero falla. El
balón sale despedido por la barranquera, repica,
juega con la gravedad y termina colándose por donde
la arboleda y su espesura. Desaparece… Un niño va
a buscarlo. Se adentra en lo oscuro, mientras los
soldados siguen mirando a ver qué sucede. No
pierden detalle. No debe faltar nadie…
55
Al cabo el niño vuelve. Trae el balón.
“Ese no es el mismo niño”, murmura Helen. Lo
parece, pero no lo es. El sacerdote le hace una seña
clara a Helen, con el dedo sobre sus labios para pedir
que no desvele el secreto.

* * *

—En el mundo existen diferentes razas humanas


que están más cercanas o alejadas de los animales —
dice la SS-Rotterführer Biermann. Da clases, en
aquellas aulas tan limpias. Jennell atiende aquel
mundo nuevo, con materias que nunca había oído de
la viva voz de maestro alguno. De hecho, la SS-
Rotterführer Biermann no parece una profesora.
Parece un soldado. Siempre ha parecido un soldado.
—Habréis visto personas que tienen cara de mono.
Otras tienen cara de lagartija. Nosotros, sin embargo,
somos personas ideales. Somos hermosos, sanos,
inteligentes… Somos lo más cercano que existe a la
perfección, y nuestro deber es superarnos a nosotros
mismos para seguir perfeccionando este don divino
que nos convierte en seres excepcionales.

* * *

56
—Te toca jugar, hija mía —dice el sacerdote.
—¿Yo? ¿Al fútbol? —duda Helen. —Jamás me
verá hacer eso.
—Cariño —dice la señora regordeta, tan gentil, —
estoy segura de que serás de mucha utilidad a tus
compañeros.
—Ánimo, pequeña —dice un campesino. —Los
críos te necesitan… Van perdiendo el partido.
“Claro, no hacen más que echar balones afuera”.
Ya han ido a buscar tres balones, y han aparecido
tres niños diferentes. Ahora le toca el turno a las
niñas.

* * *

Hay un profesor de gimnasia que parece una


escultura griega. Es enorme, y de acero. Sus
facciones son de compás, y su porte de maniquí
sublime. Enseña a los niños el deber para con su
propia naturaleza carnal, la obligación de mantenerla
bordada. Fortaleza, y florecimiento. Crecer, siendo
aún más perfecto.
Arriba, en la segunda planta del edificio, hay cunas
con bebés claros y limpios, que aprenden a no llorar
en mutua compañía, aunque no se vean las caras.
57
Allá los van midiendo, examinando, mimando de
abonos mágicos salidos de laboratorio.
…Los niños más crecidos, entre ellos Jennell,
también toman aquellas pastillas revitalizantes. La
dieta es científica, los cuidados son exhaustivos, la
temática es celestial… El prado verde que rodea el
edificio tiene sus alambradas, pero circunda el
ambiente un aire triunfal que suena a futuro
innegable, a un paraíso en el que Jennell será la mujer
más legítima de La Tierra.

* * *

Accede, y tira a gol. O lo intenta, pero se ha


negado a abandonar a Charlotte y, claro, con la
muñeca en sus brazos, atinar al balón no es poca
cosa. Como niña, jugar al fútbol no es lo suyo.
Alguien tira el balón afuera por ella, y la alientan a
que vaya a buscarlo.
“¿Estáis locos?” parece decir, mirando a su
alrededor esperando que aquello sea una broma.
En fin, que al cabo la puede la curiosidad de saber
qué diablos se cuece en el bosque y va a ver… Poco
a poco. Está oscuro, y tenebroso. Frío, y solitario. O
eso parece, porque, entre penumbras, los partisanos
hacen señas para que se acerque, que corra, incluso.

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Mientras, hay otra niña preparada para regresar en su
lugar.

* * *

—Estos son los enemigos de la patria —explica la


SS-Rotterführer Biermann. Ha dispuesto en la
pizarra varios carteles “sociales”, los mismos que se
despliegan por toda Alemania. Hay un señor muy
gordo, de negro riguroso, que hace gala de joyas y
bonanza, mientras se mueve socarrón y
malhumorado entre cortinajes de subterfugio que no
son otra cosa que las banderas de “los enemigos de
Alemania”. Del bolsillo una cadena, que al caso no
termina en un reloj, sino en una estrella de cinco
puntas en plata. Otro cartel imagina a un anciano
mentor, sabedor de miles de cosas, con la forma de
seta venenosa, cuya testa termina en un shtreimel.
Los niños del cartel están escuchando… y el vientre
se les va llenando de podredumbre. El último cartel,
completamente aterrador, figura al hombre del saco
con los dientes como colmillos, la mirada asesina y la
persecución, nuevamente, de más niños, que corren
despavoridos enredados en tinieblas. El monstruo
lleva kipá, con estrellas de cinco puntas, y un cuchillo
ansioso de actuar.
…Por la tarde, cuando son placenteras y no
resuenan las bombas, los niños escuchan Wagner.

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Por las mañanas, la radio, el Volksempfänger, donde
los patriotas arden de rabia y honor. Hablan de
enemigos, de invasores… Las ratas rusas, los
gángsters de América, los prepotentes británicos…
los usureros, ladrones, contrabandistas, mezquinos,
miserables, avaros, canallas… ¡judíos!
“Pero… somos todos iguales”, duda Jennell. Aún
duda, y la SS-Rotterführer Biermann decide llevarla
de paseo.

* * *

Vuelve una niña. Por fin. Del bosque se aviene, y


trae el balón… pero también trae una muñeca.
…Helen no quiere jugar más. Está rodeada de
miserables, y no piensa corretear el bosque huyendo
a nadie sabe dónde. Acaso, esperará un elegante
coche de caballos. Quizá que llegue papá, en su
flamante auto. Entonces dará las quejas, que la han
tenido de cuchitril en cuchitril, entre manos de
desalmados y pobres, comiendo minucias. Mira a
otro lado, con orgullo, y con los puños cerrados se
aleja de la muchedumbre, al caserón. No quiere saber
nada de nadie.

* * *

60
El infierno parece haberse desatado. Está allí, en
el horizonte. Hay un ardor intenso, capaz de sonrojar
la tez de Jennell, que ilumina el cielo en la noche sin
Luna. La destrucción crea sus propias fumarolas,
adonde se reflejan las gentes sufriendo las agonías de
la devastación. Sin duda, allí están los diablos de las
entrañas de La Tierra.
“No, los diablos están en el cielo”, dice la SS-
Rotterführer Biermann.
Una incongruencia. Los diablos no pueden volar.
¿O sí?
“Aquello es Dresde”, explica la SS-Rotterführer
Biermann, señalando de la distancia las columnas de
humo, el fragor de las llamas… los gritos de
auxilio… “Antes era una ciudad. Ahora es un
genocidio”.
Sí, la nebulosa ardiente sobre las ruinas de la urbe
pinta con esmero los embates de las callejuelas, de
los parques, de las casas derruidas… La gente arde
sin fuego, se arrastra, pide una clemencia que nadie
va a escuchar… Un horror verdadero.
Trona entonces el cielo sobre sus cabezas, y
Jennell siente que un cataclismo les va a caer encima.
No hay trasluz ni nada parecido para verlos. Ni
siquiera unas nubes de trapo para intuir su presencia.
Simplemente, el sinfín de dragones vuela alto y

61
ruidoso en una bandada descomunal. Casi, como si
mil locomotoras surcaran el cielo. Es después,
cuando sobrevuelan lo que va quedando de Dresde,
cuando las luminarias de artillería empiezan a trazar
sus láseres en todas direcciones, haciendo que los
fantasmas del cielo vayan tomando forma en un tiro
al plato imposible; se vislumbran, y vuelven a
ocultarse como por arte de magia.
Dragones… por supuesto. Metálicos, y rugiendo
con rabia. Dejan caer sus iras en forma de huevos de
dinosaurio, que explotan en llamas blancas de puro
líquido que derriten todo lo que tocan.
“Nos están destruyendo, Jennell”, dice la SS-
Rotterführer Biermann. “Sin piedad”.
…Con hilos de marioneta, los adoradores del mal
no buscan luchar soldados, sino rendir familias. Por
eso destruyen una ciudad.
“Estás viendo un odio incomparable hacia las
personas como tú. Hacia los niños como tú”, dice la
SS-Rotterführer Biermann. “Quizá por envidia de tu
divina forma. Quizá porque quieren robarte todo
cuanto eres… Quizá, matan hasta para robarte a tu
muñeca”, y señala a Giselle, tocándole la punta de la
nariz. Giselle tiembla de miedo. Jennell, en cambio,
se enfurece mientras el pecho le late, y le pesa como
una loza de piedra mientras oye los espantos de la
gente. “¡Allí, míralos!”, señala la SS-Rotterführer
Biermann. Su dedo ahora dibuja las colinas, adonde
el traqueteo del tren. Hay un humo negro que sale de

62
él que es más intenso que la misma noche, por lo que
verlo no es una posibilidad, sino una imposición.
“¡Allí van los que quieren robártelo todo!”
Ahora, Jennell sí que siente que el corazón le va a
explotar. Se duele, pero asimismo se retuerce de
angustia y de temperamento.
—¡Quiero saber quiénes son! —exclama, echando
a correr hacia la estación.
Llega justo cuando la locomotora cruza como un
vendaval. No va a detenerse. No hay pasajeros que
dejar si no es entre alambradas. Un tren de
mercancías llevando demonios, como lo quiere
calificar la SS-Rotterführer Biermann a gritos,
corriendo detrás de su pupila.
“¡No olvides quiénes son!”, añade.
…Ya lo había dicho papá. Parecen personas
comunes. Incluso, buenas personas. Llevan cara de
sufrimiento, adonde antes eran falsas expresiones de
amabilidad, de cortesía, de cariño… “En realidad”,
explica la SS-Rotterführer Biermann, “son bestias
disfrazadas de seres humanos”.
Papá tenía razón. El mundo es confuso, y aquella
estirpe oscura también lo es. Brujos y hechiceras, con
forma humana. Caracteres humanos… “A mí no me
van a engañar”, piensa Jennell... aún cuando dude un
instante al percatarse de que, en uno de los vagones,
al aúpa de quienes quieren que coja algo de aire

63
limpio, hay una niña con una muñeca que se asoma a
la ventana enrejada del vagón de cola. Por un
instante, ambas se ven… y Giselle se topa con
Charlotte, que no puede dar crédito a lo que ve.

* * *

Dan un patadón a la puerta. No se andan con


remilgos y, así, con la misma impronta, recorren el
caserón a sus anchas, rompiéndolo todo. Son
soldados, los mismos que custodian el pueblo. Sus
pisadas son ruidosas, como sus gritos. Con aire de
batalla total van copando las habitaciones, mientras
los niños se van escondiendo adonde pueden.
Algunos en las cacerolas de la cocina, otros en la
chimenea… los que menos entre las sábanas de los
armarios. Encuentran niños bajo las camas, bajo las
mesas, tras las cortinas… Los cogen, como quien
coge una gallina. Mientras, el sacerdote es acallado
con grandes voces, aspavientos y empujones, y la
señora regordeta, tan querida, ni siquiera levanta los
recuerdos maternos de la milicia; la maniatan a una
silla, para que no moleste.
Helen está muerta de miedo. Charlotte está fría,
como un bloque de hielo. Confusa, Helen tarda en
darse cuenta que aquel rincón oscuro de la bodega es
mortuorio, que sus extremidades se están
congelando. Uno de los niños sale corriendo; no

64
aguanta más la helada y es preso de los soldados.
Otro ha caído adonde una barrica de vino… y ya no
saldrá más.
Arde. El caserón arde. Los soldados saben que
“las ratas” huyen del fuego y esperan afuera,
sonrientes, mientras los niños salen corriendo con el
ataque profundo de una tos de fumador. Algunos
tampoco saldrán más… y hasta que apresan a aquella
niña que corre con una muñeca en sus brazos.
Ambas están tiznadas de hollín. Se las ve
desbaratadas… Alguien coge a Charlotte y la da una
patada, mientras a los niños los hacen formar en
línea, como si fueran cadetes de la instrucción de
guerra. Alguien habla. Es una lengua aterradora, con
voz punzante que suena a castigo. Una especie de
gran general, piensan los críos.
Charlotte está ahí, en el suelo… Está tan cerca.
Sólo hay que estirar el brazo…
Llega un camión. En él, los niños son apretujados
hasta que ya no cabe ni el oxígeno entre los cuerpos.
Empero, los siguen subiendo. A empujones, a
paladas… Los tiran como a trapos viejos, como a
muñecos…
¡Como a muñecos!
…Es de noche. A los soldados les da igual dañar
algún brazo, o alguna pierna, a quienes quieren tratar
como a ganado. Por eso, a golpe de sacos de patadas,
uno de ellos tira a Charlotte adentro, justo cuando

65
Helen había perdido la esperanza de volver a tenerla
en sus brazos.

* * *

Tampoco hay oxígeno en el vagón. Hay que


conformarse con el que se lleva en los pulmones
antes de subir a él, o acaso coger ese poco que la
persona que antecede a las demás camino a la
ventana no ha inspirado. Aún así, el aire que se
respira casi siempre es usado. Así ve el mundo
Helen, como enlatado. Todos en pie, todo el rato. El
vaivén del vagón va quebrando la voluntad de los
pies, que se duelen con golpecitos de electricidad.
No hay luz. Se bendice cada vez que se pasa por
una estación, por un pueblo… porque, adonde hay
una farola, el mundo cobra vida. Al menos, es la
ventana la que revive.
…De repente, una estación más. Es justo cuando
toman en volandas a la niña que tose, la de la
muñeca, y la llevan al viento, al aura enriquecedora
de la ventana. Por turnos, y ahora le toca a ella ver la
estación que viene, las colinas, el fuego en el
horizonte… y aquella niña alemana, preciosa, que,
tan rubia, la mira desde la distancia.
…También tiene una muñeca en sus brazos.

66
CAPÍTULO SÉPTIMO

Ha llegado la tormenta de la que solía hablar el


señor Pelletier. Él sabe que algún día la guerra no
habría de llegar a París sólo para tomar champán en
los cabarets, para pasear en la ribera del Sena del
brazo de una bonita chica parisina o para tomar café
en las terrazas. Ahora viene a pelear. Se oyen, de la
distancia, las voces y las balas. El cerco, que
convierte la urbe en un fortín sin fortificar, y a los
libertadores en un asedio sin obstáculos.
Pelletier tiembla. Se le caen los pinceles, y los hilos
de costura. No deja de mirar el escaparate de la
tienda, esperando que de algún momento a otro
cruce todo el Passage algún tanque a medio
dinamitar, abriendo fuego aún con los tornillos
desbocados y arrastrando a sus tripulantes. Ya han
corrido rumores, a través de la pena de los mismos
invasores que han terminado por enamorarse de
París, que El Mesías alemán ordena destruir todos
los puentes, quebrar todos los monumentos, resistir
hasta el final la embestida enemiga aunque haya que
usar la Tour Eiffel como barricada… cuando
siempre pensó que los alemanes la desmontarían
tuerca a tuerca para proyectar un puente hasta
América.
…Pero América ya está aquí. Lo dice la
propaganda, que cae del cielo como confeti. Son

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ánimos, y una invitación a todo viandante a unirse a
las armas.
“Mis muñecas… en el frente…” piensa Pelletier.
Ese pensamiento le horroriza. Sabe que tiene
juguetes en la tienda que no dudarían en combatir…
sus soldaditos de plomo… pero, ¿sus muñecas?
No…
…Y estalla la guerra, otra vez. Los carteros se
unen a los trabajadores del metro, mientras los
gendarmes organizan a las gentes para levantar
pertrechos en mitad de las calles. Hay taxis y
limusinas convertidas en tanquetas, acorazadas con
enrejados y cercas de los parques, somieres y
contrachapados improvisados de cualquier
mobiliario urbano. Hay quien no duda en convertirse
en una especie de máquina humana de guerra,
escondido dentro de un buzón. Cuadrillas enteras
cavan fosas para acorralar a los blindados alemanes,
y los partisanos, ya en su salsa, callejean la ciudad a
través del alcantarillado, urdiendo toda clase de
emboscadas y triquiñuelas.
“¡Oh, mis muñecas…! ¡Van a ser calcinadas por la
locura de la guerra!”
Y Pelletier intenta hacer “las maletas”. Sabe que es
un imposible, porque no podrá llevárselo todo.
¿Cuántas muñecas puede llevar en brazos? ¿Dos…?
¿Tres…? Se sube por las paredes, reza, balbucea
solo… y se le quiere morir el corazón cuando oye un

68
tropel de gente cruzando el Passage. Hombres,
mujeres, niños… Parece que van a combatir. Van a
luchar… Llevan las banderas, el orgullo y los ánimos.
…Pero ninguna arma.
“¡Alégrese, Pelletier!” dice alguien. Es Limonier, el
pastelero de enfrente. Anda de harina hasta las cejas,
después de festejar en la cocina la buena nueva con
una guerra de ingredientes con la que sometió a sus
pinches.
“¿Qué pasa, Limonier? ¿Ya vienen?”
“No. Ya se van… ¡Hemos ganado! ¡París es libre!”

* * *

Hay otro desfile por Les Champs Elysées. Otra


vez, los soldados marchan la capital. Sin embargo, la
gesta ya no es tan marcial. Los jóvenes británicos y
americanos, más que desfilar, deambulan
dicharacheros. Hay algunas camisas desbotonadas,
algunas gorras y cascos bailando, consignas tatuadas
con tiza en el uniforme y, por vez primera en una
escuadra militar, se permite beber y fumar al paso.
Los soldados franceses y españoles andan
besuqueando el género femenino, y los canadienses
reciben flores. Tantas, que más de un parque ha
quedado hambriento de colores, como tantas y
tantas fueron las gentes que las cultivaron en sus
69
casas para arrojarlas desde los balcones, siempre
esperando aquel desfile libertador. Los tanques
deambulan a su antojo, pues ya nadie les tiene miedo.
Es más, se rebosan de críos y besos de carmín, que
quedan impregnados en el metal. Los valientes
legionarios argelinos, marroquíes y tunecinos son
aclamados con especial bulla, a tiempo que marchan
las mascotas, desde cerditos a ovejas, perros o
conejos de la suerte.
Hay, desde luego, otro tipo de público. En él está
Pelletier, gozoso de sentirse libre en una de las
naciones más libres del mundo. Por fin todo parece
que vuelve a su cauce. La ciudad es de nuevo
tricolor, y parece que en un espléndido agosto
llueven frescos los rayos del sol, que, más apuñalar
las sienes, se antoja que las hace florecer de nuevas
ideas.

* * *

…Vuelve a entrar alguien. Un cliente, desde luego.


Uno muy especial. Un oficial del ejército americano.
Pelletier lo sabe enseguida, habida cuenta de que no
se veían uniformes así en la ciudad hasta el desfile de
ayer.
Parece un galán. Es joven, y muy guapo. Su rostro
es despejado, luminoso… como si trajera consigo

70
todas las luces del cielo, después de que éstas le
bañaran la cara. Tiene los ojos, precisamente, de ese
color, del color del cielo de Arizona. Lleva la gorra
de plato como la inventaron al uso los mismos
americanos, algo torcida. Chulesco, pero agradable.
Sobradamente joven.
—Son unas muñecas preciosas —dice. Pelletier
asiente, con una sonrisa.
—Pase por favor —le pide, aunque el caballero
volador ya ha llenado de su presencia toda la tienda.
—¿Busca algo en especial?
—Una muñeca, claro. Dicen que París está lleno
de muñecas.
—Ops, depende. Para usted no encontrará nada
aquí —lo analiza Pelletier, con el viejo truco de que
el cliente confiese para quién es el regalo. —¿Qué
edad tiene la niña?
—¿Mi hija…? Cinco añitos… ¿Cómo sabe que es
para ella?
—Lo dicho, no tiene sentido que sea para usted.
—Oh, desde luego.
—Y está de enhorabuena; para los foráneos hay
un descuento muy sustancioso.
—¿También para foráneos del otro lado del
Atlántico?

71
—…Especialmente para ellos.
Y el aviador indaga las delicias de la tienda. Está
maravillado por todo. No lo denota, pero usa para
con los juguetes el mismo don de la observación que
usa desde el cielo para ver a los enemigos. Se fija en
todo detalle. Tiene vista de águila.
—Y, esa de ahí, ¿cuánto cuesta?
—¿Anna?
—Sí. Me llamó la atención nada más verla —
asevera el piloto.
—Es una linda Schildkröt. Para usted, a mitad de
precio.
—Hummm… —y el genial piloto sigue mirando.
No quiere precipitarse. —¿Y ésta? —y coge a
Sophie, una preciosa muñeca de pelo oscuro, como
la noche.
—Ey, buena elección, caballero. Una Unis France
con pelo natural. Muy hermosa.
—Sí, lo es… —pero la deja en su sitio. Está
indeciso. Sabe lo que quiere, pero sólo podrá saber
qué es cuando lo tenga delante de sus ojos. —¿Tiene
algo en la tienda que sea… no sé cómo explicarlo…
verdaderamente especial?
—Oh, sí. Desde luego. Auténticamente especial
—y, con ánimo, Pelletier va a la trastienda, mientras

72
el piloto aún añade algo así como “…no es que no
esté viendo cosas verdaderamente maravillosas aquí
afuera…” pero Pelletier no contesta. De allá trae una
caja que no parece gran cosa. No es bonita, ni tiene
lazos. Parece, más bien, una caja para fotos viejas. —
Dígame qué le parece esto —y la abre, sobre el
mostrador, y muestra al piloto aquella Dream Baby
alemana de los años veinte. Lo sorprendente es que
se trata de un bebé negro, pelón, con un camisón
blanco de seda. —Esta muñeca es una AM 351 8K,
una maravilla auténtica. Con la ocupación alemana
no me he atrevido a exponerla y la tenía escondida.
Habla mucho de cómo ha cambiado el pensamiento
bávaro en los últimos años, ¿no le parece?
—Sí, sí que es excepcional —y el piloto la coge.
Está sorprendido. —Pero no es exactamente lo que
busco. Créame, se la recomendaré a los chicos de la
332. Yo buscaba otra cosa… No sé, algo único…
Algo que sea tan grande que todo el mundo repare
en ello, pero que pase asimismo desapercibido —y el
piloto observó cómo Pelletier lo miraba desde lo alto
de sus gafas. —Creo que lo estoy volviendo loco.
—No… Tengo exactamente lo que busca —y,
con decisión, Pelletier lleva al aviador afuera, al
Passage. —Mire —y me muestra, a través del
escaparate. —Lleva años ahí, sin que nadie la
compre. La mitad de la gente se fija en ella y se
escandaliza, y la otra mitad pasa de largo sin
apercibirse de ese precioso cabello rojo. Creo que
está hecha para su hija.

73
¿Cómo diablos podía saber Pelletier que la hija del
aviador era así, precisamente pelirroja?
—Amigo —dice el piloto. —Ya tiene comprador
para esa muñeca.
—Para Anne. Se llama Anne, ¿señor…?
—Williams… capitán Dacey Williams.

74
CARTA PRIMERA

Querida Allison. París es la ciudad más bonita del mundo.


El cielo es azul, y quizá puedas pensar que el cielo es azul en
todas partes. Sin embargo, este azul es distinto. Los parisinos
lo han pintado de vida con sus banderas tricolores, con el
decoro antiguo de sus casas de muñecas a tamaño real, con el
tranquilo Sena surcado de barcazas apacibles. La Torre Eiffel
desgarra ese mismo azul con su tinte mecánico, pero su
esqueleto negro tiene un sabor inconfundible que te enamora de
romanticismo por las cosas. La sientes tuya, o como si la gente
de la ciudad la compartiera contigo, como símbolo del tesón de
las personas. Es libertadora, con sólo verla.
La gente es maravillosa. En estos días de ilusión me han
besado y abrazado mucho. Nunca me he sentido tan bien
recibido en ninguna parte.
...Tengo un regalo para ti. Un regalo genuinamente
parisino. Especial, y único. Tan único como tú. No quiero
darte más detalles.
Papá aún va a tardar un tiempo en volver a casa. Sabes
que lo mío es el cielo, pero ya sabes que entre El Cairo y
Londres, o entre Argel y Moscú, no me sobra combustible
suficiente como para ir a verte. Ojalá el inmenso cielo fuese a
veces un poquito más pequeño…
Allison… Papá te quiere mucho, y ya sabes que si está
lejos es porque quiere un mundo mejor para ti. Ése debe ser
nuestro consuelo.

75
No olvides nunca, antes de acostarte, darle al viento ese
beso volado que espero todas las noches en la ventana del
cuartel. Papá lo está esperando siempre, y lo recibe cada vez.
Papá te quiere, cariño. Un besote.

76
CAPÍTULO OCTAVO

Aunque hecho de menos a Pelletier, estoy muy


contenta porque por fin he salido de la tienda.
Alguien me ha comprado, y ardo en deseos de que
mi caja se destape y pueda ver a la niña de mis
sueños. Ya he oído de ella que tiene los ojos azules y
el pelo rojizo, como el mío. Seremos como dos
almas gemelas. ¡Voy a ir a Arizona! Eso es
maravilloso. Dicen que es un lugar amplio, salvaje,
indómito y con el cielo siempre pletórico.
Sin embargo, pasan los días y sigo aquí. Estoy
dentro de mi caja. Pelletier la ha puesto preciosa, con
lacitos y colores que despierten en una niña las mil
fantasías. Empero, no pasa nada. Sigo aquí,
esperando…

* * *

Llueve. Lo sé porque oigo el repicar de la lluvia en


la techumbre del barracón. Llegan a dormir hombres
muy cansados, que aún tienen tiempo de debatir
pormenores de sus incursiones aéreas. ¡Son pilotos!
Pilotos de guerra, que se desploman en las camas
víctimas de un agotamiento que los convierte en
lozas de piedra. Un mal día, con mucho ajetreo allá

77
en lo alto, luchando no sólo contra las avispas
enemigas, sino contra las arremetidas del viento y el
agua.
En unos minutos se hace el silencio. Así toda la
noche. Luego, la corneta, y los hombres se ponen de
nuevo en pie. A veces, incluso salen de madrugada a
pelear.
…En otras ocasiones, ni siquiera vienen a dormir.

* * *

“Lo siento, cariño, pero te vienes conmigo”. Es


“papá”. El Capitán Dacey Williams. Por fin está de
regreso y me saca de la taquilla. No sé adónde ha
estado, pero se le ilumina la cara al verme. Sabe que
seré la alegría de su pequeña y eso le reconforta,
aunque ese sentimiento no sea capaz de quitarle de
las mejillas todo el hollín de guerra, la grasa, la fatiga
y hasta el miedo.
“¿No te parece preciosa?” le pregunta a un
compañero.
“Sí, mucho”.
“…Se viene con nosotros”.
“¿Una muñeca? ¿Adónde la vas a meter?”

78
…A su lado. Le recuerdo a Allison, y el Capitán
siente que necesita tener cerca a su ser más querido.
Por eso me lleva así, del brazo, y salimos del
barracón en este día precioso. Hay luz magnificada
en todos los colores del mundo, con el césped junto
al asfalto, las banderas de barras y estrellas, el cielo
salpicado de nubes pomposas y las caricaturas de los
aviones. Sí, el pueblo americano es muy alegre. Al
mal tiempo pone buena cara. Por eso los pilotos van
pintando fantasías e ilusiones en sus aparatos.
“Anne… Te presento a Allison…”
Creo que me voy a morir. Mi alegría es inmensa.
Estoy fuera de la caja, y la idea es que la niña me
“destape”, me encuentre de sopetón… pero no la
veo por ninguna parte. Allí está el avión, pero nadie
más.
¿Dónde está Allison?
Lo entiendo todo cuando echo un vistazo al avión
y descubro el bonito nombre que le han pintado en
el morro:

Lively Allison

Ella está allí. La hija del Capitán está presente. Su


aura impregna todo el aparato. Lo sé cuando
subimos a la cabina, cuando veo una foto suya junto

79
a los miles de relojes de la consola de vuelo. Es
preciosa, desde luego. Una niña tierna, fotografiada
junto a un pony en una granja llena de vida. Sonríe,
con su sombrero de cowboy.
…Hay flores secas, como prensadas, en el panel.
Allison las ha debido enviar en alguna carta. De
hecho, también hay cartas en algún rincón, abiertas y
apiladas con mimo, y un lacito que, seguramente,
“papá” se trajo de recuerdo desde Arizona, quizá de
alguna de las coletas de Allison.
“Agárrate fuerte, Anne… Tenemos que volar”,
dice el Capitán.
Yo estoy muy asustada. Huele a Allison, pero
asimismo enseguida huele a carburante quemado.
Hay una explosión, el avión tiembla y el Capitán
ultima los ánimos y la buena suerte con los
mecánicos y con sus compañeros de vuelo. Lleva
mapas, linterna, brújula, un cuaderno de
anotaciones… Todo encima, como si fuera a la
escuela… y como un explorador de la África Salvaje.
Un aventurero… y una muñeca fina como yo.

* * *

Los aviones son hermosos. Parecen juguetes.


Viéndolos, enseguida recuerdo a La Boîte à Joujoux
y sus cachivaches de colores. Los Mustangs, como
80
los llaman sus pilotos, son aeroplanos sinuosos que
parecen nadar en el viento como untados en
mantequilla. Son plateados, de contrachapado
metálico, y el sol se refleja en ellos… pero asimismo
son todo un derroche de pincel en sus llamativas
pinturas. Algunos tienen la cola amarilla, y muchos
son los que llevan el buje de la hélice en rojo, como
si estuvieran constipados. Otros gustan de los
dameros de colores, con si fueran coches de carreras,
y las puntas de las alas son decoradas con líneas
llamativas para hacerlos fácilmente distinguibles a
distancia. Hay ranas, tortugas, conejos, chicas…
muchas chicas… jefes indios… Se pintan mascotas
doquier.
“Vamos a subir mucho. Agárrate, Anne”. Y el
Capitán tira de sus mandos, el Mustang se encabrita y
sigue subiendo a la par que aquel circo volante tan
multicolor. El mundo empieza a quedar muy lejos, a
punto de convertirse en una esfera. Las nubes nos
atraviesan como sábanas tendidas de una azotea, y se
pisan las unas a las otras con sus sombras de
terciopelo y misterio. Al pasarlas todas, arriba, muy
arriba, casi en La Luna, el mundo es diferente. Es de
nata montada. No hay nada. Parece que no exista
otra cosa que un océano de algodón. En el silencio
sólo sopla el viento, y el motor apenas ronronea, ya
más calmoso. El Sol brilla con más fuerza, pero no
molesta, y campan a sus anchas algunas bandadas de
gansos. Unos, con formación de flecha. Otros, con
formación de ele, y del derecho como del revés. El
Capitán, y sus chicos, vuelan en lo que ellos llaman

81
“nueve de diamantes”. Son los intrusos, los extraños,
en un mundo que nadie debería haber perturbado.
A veces, abajo, al través de un abierto en las nubes
se ve tierra. Porciones, a caprichos, para antojarnos
de que se estuviera luchando por casitas de papel,
por puñaditos de cosechas y otras menudencias
liliputienses. Porque la guerra no es sólo para con
aquellas hormigas del suelo, sino que ha llegado hasta
los cielos; pronto, un sinfín de avispones toman
forma en el horizonte.
“Agárrate, nena”, me dice el Capitán. “Empieza la
fiesta”.
Una extraña fiesta. Vuelan los fuegos artificiales,
pero esta vez no son un decoro. Son rabia contenida,
o deber, en ese honor absurdo de hacer daño.
Relampaguean, las balas, como centellas bacterianas,
sometidas a extrañas fuerzas centrífugas que las
retuercen como a cabellos solares desdibujados por
el viento. Hay sonido de aleteo de mosquito en el
vaivén de los aviones. Una azarosa tormenta de
aparatos. Se cruzan y persiguen, se revuelcan, se
miden y se estudian, y se pelean. El Capitán ya los
conoce, y ya conocen al Capitán. Algunos les hacen
señas, como señas se hacen los pilotos de un mismo
bando. Allí está el temido Seis Negro, pilotando su
Messerschmitt desde Libia, pintado con la piel del
leopardo y el morro amarillo. Otro diablo alemán
lleva tatuadas sus victorias como estrellas negras,
hasta veintiséis, y un simpático Mickey Mouse,

82
denotando que el mundo es a menudo más absurdo
que la casualidad y para que el mismo ratoncito
sonría desde ambos bandos; hay americanos que
también lo llevan pintado, a veces con dos pistolas.
Hay una bota pintada en un Messerschmitt verde que
quiere patear algún trasero… y una bruja hechiza a
los yanquis con sus piruetas mágicas, mientras alguna
calavera y un dragón hacen saltar el pánico.
Danza, o eso parece, el Capitán Goebel con su
Flying Duchtman, su Mustang de capó negro. Shu-Shu
ruge detrás, protegiéndole mientras va dejando una
mancha de aceite que se diluye en la nada. Al norte,
Betty Jane anda de morros con el enemigo, en
bravatas de montaña rusa. Al sur, Mary Mac, cayendo
y remontando, silba embistiendo junto al Creamer´s
Dream del teniente White, de la famosa 332 pilotada
por hombres de color, con una pin-up girl desnuda
pintada en un costado… ¡y en el otro! Por éste, la
chica aparece de espaldas, con el pompis al aire…
Del otro lado, y para taparse las vergüenzas a tiempo
de que no la vean tal cual los pilotos alemanes, la
preciosa americana se tapa como puede de las
miradas indecentes… ¡pero también se cuida de las
balas!
Tengo mucho miedo. El ruido es ensordecedor, y
la tragedia toma cuerpo rodeada de la belleza natural
del cielo, adonde sólo un minuto antes jamás hubiese
imaginado que la estupidez del hombre llegase a
tomar cuerpo incluso allí, cerca de las estrellas. Hasta
los gansos se han ido, espantados del horror de las

83
multitudes que copan lugares que deberían estarles
prohibido.
“¡Uno menos!”, dice el Capitán. Sus balas han
tocado un avión enemigo, que arde. Cae,
inevitablemente. Todo cae, si no ruge su motor. Con
una inocencia engañosa, aún creo que todo va bien,
que el enemigo, que también es un hombre, apenas
se “estrella” contra el mar de nubes y allá queda, a
salvo y atrapado en un colchón jabonoso.
De repente, Lively Allison cae en picado y su
sonido se agudiza, cayendo tras otro Messerschmitt.
Veo el emblema del avión alemán, que no es otro
que un pajarraco tristón con el paraguas del premier
británico Neville Chamberlain bajo el ala. Poco sé de
política, para no entender que aquel primer ministro
sólo pretendió la paz cuando alcahueteó las pasiones
del Mesías alemán en su expansión europea, la que
ahora daba al traste con todo buen sentimiento al
acarrear una guerra total. Y el Capitán que da cuenta
del “chistoso”, clavándole sus garras en las alas, para
dejarlo “patitieso” y que apenas vuele como el
primer avión de papel que a duras penas dobla un
niño. Merodea, por ello, y, ya sobre tejados y un
campanario, el “oleaje” del viento le arranca las alas,
con el mismo quehacer de una niña enamorada que
deshoja una margarita pensando en su amor.
No veo qué sucede. Hay demasiado humo,
demasiado fuego… Otra vida se ha ido, y no se sabe
adónde queda, ni adónde va.

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“¡Otro!” le vitorean al Capitán por la radio. Hay
eso mismo, aires de fiesta. “Llegará a ser as en un día
si sigue así, Capitán!”
Y subimos. El cielo es nuestro, y Lively Allison va
adonde quiere. …Y sé que todo aquello es por ella,
por Allison. Sin embargo, nunca deja de ser algo
salvaje. El Capitán es lo que llaman un héroe del aire,
un as… y vuelve a la pelea para enfrentarse con el
“Trece Rojo”, un elegante caballero al que ya
proclaman con al nuevo “experten” alemán. Es
soberbio, y los Mustang le huyen. Lo dejan estar,
mientras el duelo se avecina cruento y ensombrece
cualquier otra riña. Ambos, el Capitán y su enemigo,
pican al unísono para sobrevolar la campiña, tan al
ras que puedo oler el dulce olor de las flores. Hay un
corazón pintado en el capó del Messerschmitt. Lo sé
porque lo he tenido casi al alcance de la mano. Así se
han visto, los ojos, ambos pilotos, que no dudan en
perderse en el bosque en una cacería sin cuartel,
deshojando las copas de los árboles, peinando
arbustos y arrancando de cuajo algunas setas. Uno
primero, y luego el otro, descargan sus armas, en una
bulla que acalla a la Naturaleza. En ésas, el Capitán
recibe algunas balas en un costado, sangra obscuros
el Mustang y yo siento que la vida se me acaba, que
el torbellino de velocidad en que se ha convertido el
suelo nos va a absorber. Empero, todo vuelve a su
cauce cuando ambos aparatos remontan el vuelo con
iguales heridas. También hay líquido que brota del
caza alemán… empero éste no es aceite… es líquido

85
rojo. El as está tocado, y, más allá de su mecánica
montura, del alma y carne que la espolea.
Hay una pausa. Un momento de perdón. Quizá,
ese último aliento, o la última voluntad. Tan cerca,
que puedo ver las fotografías de los hijos del piloto
alemán pegadas en su consola de mandos. Lleva al
cuello un pañuelo muy bonito. Cosas del amor.
…Parece dormido… pero se lleva la mano al pecho,
y aprieta, quizá sentido del dolor de no volver a ver a
su amada.
…Ahora sé que el horror de la guerra no entiende
de amor. Es cruel, e indiferente a los sentimientos.
El Messerschmitt cae, poco a poco, y el mundo
entero no hace nada para evitarlo. De hecho, es el
mundo el que se acerca al avión, para hacerlo
desaparecer en un hongo de fuego que fulmina las
cosas para dejarlas como astillas.

86
CARTA SEGUNDA

Querida Allison… Hoy hemos combatido sobre Holanda.


Perseguí a Balthasar, el mayor as alemán sobre Francia.
Ambos hemos dado piruetas alrededor de los molinos. Incluso
hemos pasado por en medio de sus aspas. Ha sido muy
divertido.
…Ya sabes, el primero que vomita, el que menos aguanta
el vaivén del cielo, pierde y se va para casa. Y papá nunca
pierde.
Llevo tu regalo conmigo. Siempre. Vuelo de un lado para
otro y no quiero dejarlo atrás. Mañana partiré a Egipto, desde
donde volaremos a Grecia. Ya sabes, un inmenso mar azul
salpicado de lentejuelas. Seguro que es todo muy bonito.
…Parece que ya quedan menos pilotos capaces de mantener
el vuelo sin echar el almuerzo. Vamos ganando terreno. Ceo
que pronto estaré en casa.
Te quiere mucho… Papá.

87
CAPÍTULO DÉCIMO

Hemos visto a “Las Brujas de la Noche”, allá por


el frente oriental. Sobre el hielo, las mujeres rusas
vuelan los viejos Polikarpov, esos biplanos antiguos
que nadie quiere pilotar. A poco de encontrar
enemigos, apagan el motor y dejan caer sus bombas
en el más absoluto silencio. Los alemanes están
aterrorizados, sobretodo cuando vuela La Rosa de
Stalingrado, esa muchacha que adorna la cabina de su
avión con flores silvestres.
Yo también he tenido mucho miedo al saber de
ellas, al verlas volar, o apenas de olisquear su leyenda,
de que vuelan el mismo cielo que el Capitán y yo.
Son madres, campesinas, o chicas que aún no
despuntan como mujer… Algunas, cuando acabe la
guerra volverán a sus granjas, a las fábricas de
empaquetado, a sus estudios… a reñir a sus hijos o
casarse con sus novios. La guerra es muy confusa, y
convierte en héroes o villanos a la gente de a pie.
También hemos sabido de ese as británico que
guerrea sin piernas. Derribado, capturado, hecho
prisionero… pero con tan mala pata que, en el salto
de su avión en llamas, ha perdido sus piernas
ortopédicas. Revive con él otra incongruencia de la
guerra… pues, los enemigos, admirados de
semejante valor, permiten que uno de nuestros
aviones sobrevuele sin peligro Alemania para lanzarle

88
al prisionero unas de repuesto. Los alemanes
también admiran al artillero que saltó sin paracaídas
de su bombardero y sobrevivió al impacto. Los
centinelas dejan su puesto de guardia para ir a verlo y
escuchar su historia, convertido en leyenda a través
de la casualidad y el milagro.
Los hombres, que convierten el horror en una
forma de vida y adornan de dignidad la crueldad
infinita con que la sangre dibuja caricaturas en los
cristales de sus cabinas de vuelo. ¿No sería más fácil
arreglar las diferencias con una simple partida de
damas, como hacían Pelletier y Etienne?
…Echo de menos a Etienne… y al señor Pelletier.
Sí, son días de echar de menos a la gente que se
quiere.
De noche, volamos hacia el sinfín de colores que
chisporrotean en tierra. Sólo son luces, hasta que
tocan el cielo. Entonces hacen ruido, y sus bolas de
humo huelen a petardo de feria. Sin esas balas
perdidas, de noche el mundo es tan confuso que hay
que imaginarlo. Entonces amanece, en el momento
más hermoso imaginable. El color intenso toma
cuerpo recuperando a las ciudades del abismo, y
entonces sé que los fuegos que veía en la oscuridad
no eran chimeneas encendidas, sino casas
incendiadas.
…Hoy he visto a un piloto alemán rebotando
contra el suelo al saltar de su avión en llamas. Es de
goma. Creo que es un juguete. La carne no rebota

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así, como la goma de una pelota. Llevaba en la cola
de su avión pintada una corona con cien victorias, y
una Cruz de Caballero con Hojas de Roble, Espadas
y Diamantes, por lo que el Capitán aún no se cree
“su proeza” y está ido. En tierra lo felicitan, lo
abrazan, lo llevan en alto… pero sigue sin reaccionar.
Está sobrecogido… o acaso terriblemente asustado.
Lo sé en la noche, cuando toma algunas cervezas de
más y termina llorando en su catre, sin que nadie lo
vea.
…Nadie debería rebotar así.

* * *

Nos persiguen unas esferas de luz tan misteriosas


que parecen fruto de nuestra imaginación. Van, y
vienen, tanto de cerca como a lo lejos, como de
arriba abajo.
El Capitán no dispara. Suele disparar contra todo,
pero ahora está tan sobrecogido como yo. Es
incapaz de derribar algo tan bonito. Se frota los ojos,
intenta tocarlas con la mano… y desaparecen tan
misteriosamente como han aparecido.
Ya sobre Alemania esquivamos con pericia de
gorrión las embestidas de rayos magnéticos, los
ataques de vientos huracanados y los flechazos de
misiles pintados con dameros. Hay aviones que
90
suenan como tormentas, que vuelan tan aprisa que
apenas pueden verse. No tienen hélices, y aparecen
tan inesperadamente como se esfuman del orbe
celestial.
Una nube, un falso Sol, una lluvia que derrite la
pintura de las alas… Parece que todo es posible. El
oficio del piloto de guerra es así, un vaivén de
fortuna, y otro tanto de misterio. Los chicos del Ye
Old Pub han regresado con el bombardero
agujereado, sin cola, casi sin motores, sin pistones,
ametrallados, ahumados, cansados, muertos de
miedo, confusos… perdidos… sino fuera porque un
piloto alemán se ha apiadado de ellos y les ha
perdonado, indicándoles incluso el camino de
regreso a Inglaterra cuando hasta la brújula se les
había averiado.
La leyenda, y la magia del cielo. Allá adonde van
los hombres, con sus máquinas, usurpando un
mundo sublime que no les pertenece, y para llevar a
cuestas el odio, la destrucción, la muerte, las ideas
que hierven en tierra… como llevan la camaradería,
la fe, la voluntad humana y los sentimientos.
“¿Cuándo te apiadarás de un enemigo, Capitán?”

* * *

91
…Y lo hizo. Tenía que hacerlo. No podía ser mi
“papá”, y el de Allison, si no tuviera corazón. Vence,
de nuevo, y el piloto que hiere está desvanecido. Sus
colores ahora son rojos, el de las heridas de bala que
le manchan la ropa. El cristal ametrallado inunda la
cabina de vórtices de viento disparatado, que no
logran despertarlo, mientras la fábula es tan intensa
en los cielos cargados del hechizo de la guerra que,
aún sin alguien que lo gobierne, el Messermitch sigue
volando en línea recta. Caerá. Es seguro que caerá.
Nada vuela infinitamente. Hay tiempo de regocijarse,
y el Capitán echa un último vistazo a su nueva
víctima, lo detalla de adelante a atrás, seguramente
buscando esa vanidad que lo haga saber que está a
punto de derribar a otro as enemigo. Sin embargo,
en un momento de infarto distingue el nombre que
hay pintado debajo de la cabina: Harro.
…Harro, derribado en La Batalla de Inglaterra.
“Yo mismo lo derribé, Coronel”, explica luego el
Capitán Dacey Williams. “Yo derribé a Harro…
cuyo hermano decidió volar con su nombre escrito,
en su honor, y no me siento capaz de soportar la
responsabilidad de arrebatarle a esa madre otro de
sus hijos”.
…Y lo que pasa entonces es maravilloso. El
Capitán vuela cerca… cada vez más cerca. Tanto,
que en algún momento ambos aviones quedan
hermanados. Están unidos, quizá por un aura
invisible que tiene un poder magnético sublime.

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Quizá el poder de la responsabilidad, del deber… o
del cariño. El Mustang del Capitán, poco a poco, va
corrigiendo la trayectoria de su enemigo y lo lleva a
tierra suavemente, como un avión de papel que
termina acariciando la hierba con su panza. Sólo así,
con tanta entrega y pasión, como se atiende a un
pajarillo herido, se entiende que los enemigos del
cielo y de la tierra se queden mudos, observen, lloren
y entiendan que la muerte tiene su momento… pero
que también hay momento para que el gen adorable
de La Humanidad tome cuerpo con toda su
magnífica hermandad.

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CARTA TERCERA

Querida madre… Sé que eres el ángel que Allison necesita


en estos momentos tan horribles. Llevo mucho tiempo fuera de
casa. La ilusión por volver a veros es todo lo que me mueve.
…Tengo mucho miedo. Llegué aquí con un chicle en la
boca, con ganas de ganar muchas medallas… y las he ganado.
Sin embargo, ahora, cuando he alcanzado mi sueño, siento que
soy más padre que nunca y todo este castillo de hadas se
derrumba ante mis ojos. Os necesito. Solamente sé eso, que os
necesito. El mundo es muy bonito, y muy azul. Sin embargo,
lo dejaría todo sólo por estar junto a Allison y junto a ti.
He matado, madre. Lo he hecho. Supongo que es la
obligación del soldado. Supongo que lo hago por una buena
causa. Me consuelo pensando que es sólo por eso, porque
tengáis un mundo mejor. No obstante, hoy no he podido
hacerlo. Porque he pensado en ti, y en Allison. Precisamente,
aquello que me mueve a ser bárbaro y cruel, por una vez me
ha hecho ver el otro lado de la vida.
…Era un chico. Un joven aventurado de odio y honor,
como yo. Había perdido un hermano en las aguas del canal, en
La Batalla de Inglaterra. Lo sé porque fui yo quien lo
derribó, y ahora yo, otra vez, era quien iba a derribarle a él.
De hecho, prácticamente lo hice, aunque no fui capaz de
rematarlo. Él mismo, entregándolo todo por el recuerdo de su
hermano, y el nombre de éste grabó en su avión, me hizo sentir
dentro el poderoso vínculo de la familia. Creí que apretar el
gatillo en esos tan tristes momentos era como disparar contra
94
mi propia hija. …Era como si, en lugar de recibir esta carta
de mi puño y letra, acaso recibieses una de la secretaria del
ejército del aire para hacerte llegar mi pérdida.
No lo pude hacer. Y siento que os he fallado… pero que,
asimismo, no he podido honraros más. Creo que lo entenderás,
y podrás hacerte una idea de lo loca y estúpida que es la
guerra.
…Me han dado medallas por matar hombres. Hoy creí
que iban a dármela por haber salvado una vida. Sí, me
hubiera gustado que me hubieran dado una medalla por tener
el valor de perdonar a un enemigo.
Madre, eres maravillosa… y ninguna mujer maravillosa
debería perder a sus hijos.
Te quiere mucho, Tu Capitán.

95
CAPÍTULO DÉCIMOPRIMERO

Con la explosión los críos saltan de sus camas


como palomitas de maíz.
Es cerca. Demasiado cerca. Un granero estalla en
mil pedazos, haciendo que sus astillas vuelen hasta
La China. Sí, es la ruidosa Europa. Para los hombres
que una vez fueron críos gamberros, disparar sus
armas de artillería es un juego de mucho ruido y
diversión. Para los que fueron niños miedosos, tanta
hecatombe pone los pelos de punta.
Es de noche. Normalmente, los ruidos sorpresa
siempre son de noche. Hay un fogonazo en el
horizonte, en mitad del silencio… y luego todo se
llena de un sonido abismal cuando éste logra
alcanzar la distancia que nos separa de la explosión.
Casi como un trueno, pero no es un trueno. Es
destrucción. Hay formaciones de dragones de metal
de a millares, dejando caer sus bombas por doquier.
A veces miran dónde… En otras ocasiones, les basta
con cerrar los ojos.
Hoy, es el hogar Lebensborn el que salta por los
aires. Los confusos servicios de inteligencia de los
enemigos de Alemania lo confirman como un centro
de entrenamiento para espías. Jennell, saboteadora…
experta en orientarse entre la neblina londinense,
colarse en el Buckingham Palace y colocar
micrófonos del tamaño de una canica adheridos al
96
mobiliario con empastes de chicle. Y Giselle, su
muñeca, con artilugios ocultos, como ese gas
venenoso que escupe por la boca y que es el terror
de los centinelas, ese hilo de seda para trepar tapias
imposibles y su dotación de supervivencia, capaz de
alimentar a un ser humano durante cuarenta días y
curar cualquier herida por profunda que sea.
Todo se hace trizas. En los dormitorios huele a los
azulejos del baño, mientras en la cocina asoma el
artesonado del piso superior. Hay carcomas viejas…
pero también carcomas instantáneas, una neblina de
cemento molido y un vapor caluroso e incoloro,
capaz de meterse en los pulmones con la astucia de
una maldición y devorar las arterias con su
podredumbre ácida. No se ve, pero existe.
El edificio ha caído. Sus entrañas están abiertas, y
sólo queda una montonera absurda sin pies ni
cabeza. De entre ésta, los hombrecitos de cal.
Humanoides, algunos tiesos y como de escayola… y
otros con movimientos cansinos, seguramente los
últimos. Da igual si eres niño o eres enfermera, la
muerte no entiende de esas cosas. Lo traga todo.
Quien acaso se mueve, y tanto como para salir de los
cascotes, es que ha sobrevivido a las Leyes Divinas.
…Y sí, hay una muñeca que asoma. No tiene
color. Ya no lo tiene. El polvo la da la forma, y
quizás no haya nada debajo. También hay una
niña… o eso parece. Han caído, o esa es la
impresión, porque no están dentro de la montaña de

97
escombros, sino arriba de ésta; cosas del destino y
sus caprichos. Ambas pareces estatuas ficticias.
Inventos de la imaginación. Los soldados no creen
que sean sino reflejos fantasmales de las almas que se
han perdido, como huellas de ceniza. Las alumbran
con sus linternas, y temen que la niña abra los ojos
porque, en la blancura, tanto color como unas
pupilas buscando aliento darían verdadero pánico.
Ha tosido… Está viva.

* * *

Dentro, todo el mundo es preso. Algunos de ellos


son músicos, pero, al parecer, hasta la buena música
puede ensuciar los oídos de quienes no quieren
escuchar. Otros son matemáticos, o científicos…
maestros, cada cual en su materia… pero hay quienes
no quieren recibirles las clases ni saber de sus
saberes. Sobretodo de los profesores de historia,
porque hay quienes quieren escribirla y no permiten
que nadie más esgrima la pluma de la verdad.
…Hay mamás, que son castigadas por serlo.
También los papás. Al parecer de los captores, nunca
debieron tener hijos. De hecho, sus papás nunca
debieron tenerlos a ellos.
Eso sí, allí todo el mundo es herrero, tallista,
picapedrero… Y nadie alardea de lo que es, como en
98
las sociedades jerarquizadas. Allí, todos los presos
tienen la misma índole. Una índole mísera, que
cambia en el día a día. Sumisa, porque hay soldados
con un látigo en la voz que mueven a las masas con
aspavientos. Todo lo pueden porque tiene un
carisma ilimitado. Tienen el poder de la clarividencia,
porque arrollan al transeúnte sabiendo que nadie les
va a contestar, sabiendo que, al final, va a suceder lo
que ya traen en mente. También son magos, porque
reviven a los muertos que se han adormecido en sus
labores, despertando al prójimo como por esos
resortes que, eso sí, cada cual lleva dentro de su
alma.
Helen anda con Charlotte en sus brazos, andando
en mitad de ese nadie completamente perdida. La
gente no la conoce, ni ella conoce a la gente. Se
arrima a otros niños, mientras sus madres jalan de
ellos. Se arrima luego a los niños que están solos, y
éstos se arriman a otras personas. Es un mundo muy
confuso. Hay hombres presos porque han amado a
otros hombres. Por amor. Presos por amor. Hay
hombres presos porque creen que todos somos
iguales. Presos por haber ganado dinero, por creer en
un mundo mejor, por rezar, por no tener techo ni
nada de comer, por estar en el lugar equivocado en el
momento equivocado…
Helen, y Charlotte, son todas esas cosas. Y
ninguna. La niñez, la inocencia, el único de deseo de
jugar… En silencio, mientras los hombres y mujeres
se apenan, Helen acaricia el cabello de Charlotte.

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Allí, en el frío de la noche, arropada apenas por la
peste de los cuerpos hacinados en un mismo
barracón con aires de establo. Todos callados, con el
escándalo de los estómagos y sus retorcijones. Un
mundo quieto, y calmoso… empero visitado y vivo
de cucarachas, chinches y otros bichejos intrusos de
los malos aires de la desgracia.
Calvos… y calvas… Sólo Charlotte tiene pelo.
Han robado hasta eso, el pelo de la gente. Por eso,
porque la ven demasiado, Helen le arranca a
Charlotte su preciosa cabellera; tiene mucho miedo
de la mirada de los guardias… pues ya sabe que éstos
andan robando vidas entre la gente.
Charlotte se duele… pero calla. Debe callar. Todo
el mundo debe callar. Seguir, para hacer todo lo que
aquella gente quiera.
…Hay una fábrica que espera. Amanece cada
mañana. Ningún bombardeo la ha destruido. De
ladrillos, y chimeneas con fumarolas verdes. Allí los
presos conjuran gomas y químicos industriales.
Muchos regresan a los barracones con las gargantas
soldadas por al vapor de los olores pegajosos. Otros
no pueden volver a abrir los ojos, o los centellean en
blanco sin poder vislumbrar nada. Hay incluso
quienes ya no pueden caminar, o no pueden agarrar
nada con sus manos desprovistas de piel. La que les
viene encima será, entonces, la última de sus noches.
Ya no serán de utilidad. Ya no servirán ni como

100
compañía. Al amanecer, nadie podrá hacer nada por
ellos.
Desaparecen…

* * *

Los milagros existen cuando La Naturaleza se


ausenta. Así lo ve la SS-Rotterführer Biermann. Ella
ya no tiene un brazo, ni un ojo. Empero, el mundo le
es maravilloso, e imposiblemente cierto, cuando ve a
Jennell sonriendo. Viva, aún bajo aquel revuelo de
vendas que la visten. Y la niña se ríe con Giselle,
mientras el jardín de aquella mansión parece más
luminoso a su lado, con su presencia.
…No la quiere molestar. No quiere que nada la
recuerde la hecatombe en Lebensborn, donde ambas
fueron apisonadas por las bombas judías. Debe odiar
a sus enemigos, pero mejor en un momento distinto,
cuando la diversión pase y tome cuerpo la
responsabilidad de la sangre. El honor, si se quiere,
que debe salvaguardar una niña… y todo lo que le
queda por entender sorbre cierto tipo de diferencias
que ya no pueden limarse.
La SS-Rotterführer Biermann sube arriba, al
despacho, adonde el señor de la casa, un jerarca nazi
de traje y corbata, que la recibe con el saludo marcial
que rinde tributo al Mesías. Y le entrega algo. Una
101
cajita de terciopelo azul, que ella debería dar en
persona a la pequeña Jennell… pero, lo cual, que no
lo hace porque la niña debe aprender a olvidar no
olvidando nunca. La SS-Rotterführer Biermann debe
quedar atrás, en el pasado… y debe quedar el
recuerdo, el odio, el no olvidar jamás… y pasar
página, sobretodo pasar página y ser muy fuerte.
Jennell juega aún con aquellos críos de la casa
cuando el señor del hogar la llama. Es acogida por
todos, y muy querida. Una hija de un soldado
importante. Un héroe… Una niña fuerte, brava,
capaz de sobreponerse a las heridas, de sonreír.
Juega, forma parte del hogar… y hasta que la llevan
al despacho, adonde aquel hombre la debe tratar
como se trata a un general en un consejo de guerra.
…Hay algo sobre la mesa. Así de simple. Una
cajita de terciopelo azul.
“Ábrela, Jennell”, dice el señor.
Jennell lo hace. Dentro hay una medalla militar.
Una cruz de hierro, negra, con una seda roja, con
ribetes de blanco y de negro. ¿Adónde puede una
niña ponerse algo tan serio? ¿Con qué vestidito?
Además, ya ha visto esas cruces en los soldados, en
los capitanes y generales del ejército. ¿Por qué a ella?
“Esto es tu papá, Jennell”.
Y así se dice. Así se cuenta el mundo. Sencillo, y
directo. Papá, convertido en metal. Así lo dio a

102
entender la SS-Rotterführer Biermann; el Mesías no
quiere que quede más que el coraje y el odio cuando
todos los soldados de alemania se hallan esfumado.
…Que odie. Que odie todo cuanto pueda. Papá
quizá aún yazca destruido por la metralla en algún
charco de las hendiduras por pisadas de un blindado.
Quizá se hizo en esos pedazos que ya nadie puede
componer, víctima de una granada. …Tal vez lo
mataron a sangre fría, cuando alzó los brazos para
rendirse, para pedir clemencia. Hay que imaginarse lo
peor. Todo, lo imaginable, apenas mirando el metal
de la medalla. Un retal demasiado frío y absurdo de
un papá. Todo lo que podrá tener hasta que ella
misma muera.
…Dolor, y dudas.

* * *

Los niños se esconden. Andan como libélulas, al


vuelo, y como ratoncitos, entre recovecos y
penumbras. Son retales de los adultos, como las
migas de una hogaza de pan. Quizá más vivos que
ninguna otra criatura sobre la tierra, pero inexistentes
a los ojos más perversos. Helen es uno de ellos. Es la
sombra, y el aire que se nos ha ido de las manos y
que ya no volverá a pasar por delante de nosotros.

103
Pasa hambre. Todos los niños pasan hambre. De
hecho, allí todo el mundo pasa hambre. El alimento
está meticulosamente medido para calmar las
entrañas en unas pocas horas de trabajo, pero
también está proyectado para ir robando el aliento a
las personas y que se esfumen en unos pocos meses.
Para entonces, el hombre más gallardo ya está en
ruinas. La mujer, acaso la más hermosa, ya es un
trapero viejo.
…Los adultos se dedican a escribir. Aunque no
haya papel, ni mucho menos cartero, escriben.
Escriben cartas de amor, de olvido, de familias, allá
adonde pueden. En la madera… en el suelo, bajo
una piedra… en la arena… A veces, con las uñas.
Otras, con cualquier cosa. Hasta con los casquillos
de bala que se van apareciendo por entre los
barracones.
Los niños juegan. El angosto abismo de sus
estómagos los agobia, pero ese corazón joven de las
primeras ilusiones los hace correr, reír, saltar… Son
la vida entre la muerte.
—¿Tenéis hambre, niños? —dice una señora. Es
enorme, o todo aquello que la rodea se ha
empequeñecido tanto que esa es la impresión que da.
Los niños asienten. Ella comparte lo que tiene, en
migajas que los niños absorben como esponjas.
Una vez, aquella señora dio de caramelos a los
niños, en el parque, y de migas y sardinitas a las

104
palomas y gatos. Es la señora Aubrière, el ángel de la
caridad en este mundo. Siempre tiene un trozo de
pan o de cualquier otra cosa que dar a los niños,
aunque sea un pedazo de cuero. La han encarcelado,
como a todo el mundo, sin saber que ella quiere a
todos por igual, que no es enemiga de nadie. En el
mismo frente de batalla hubiese dado de beber al
sediento y de atenciones y curas al herido… y fuese
del bando que fuese. Ahora, allí, en el campo de
concentración, su magia volvía a obrar sobre sus
engranajes invisibles para hacerla cocinera de masas.
Jefa de cocinas, mejor dicho.
—Ya es hora de que esta miseria sea maravillosa
—dice. Los niños la escuchan. —Quiero que os
llevéis esto —y, de sus bultos, bajo sus ropas de
preso, va dando a los niños otros “pijamas de rayas”.
Todos iguales, como es norma… aunque con los
numerales inventados. —Mañana vendréis al
comedor con uno de estos “uniformes”… Luego, de
regreso al barracón y a volver con el otro.
Menuda es, la señora Aubrière. Su ingenio no
tiene límites, así como su amor. Sabe que la carne va
menguando, como acaso se desvanece el seso. La
gente va muriendo de a poco en poco, mientras el
sustento no les llega por las míseras raciones de
cocina. Ahora, su magistral cariño da como resultado
una treta ingeniosa, la de aunar en el campo más
niños de los que realmente existen.

105
…Helen no puede creer que comerá dos veces. El
dolor y la intriga del hambre la están matando.
Bendita señora Aubrière.
…La señora Aubrière ya ha “enamorado” de
entusiasmo a los encargados de las listas, a los
policías internos, a los guardas, a los chivatos… y,
cuando no ha podido, los ha engañado de inventos
hablados que nadie puede resolver. La confusión ha
de llegar, con el vaivén imposible de críos en todas
direcciones, a todas horas. Muchos, a su habitual
puesto de trabajo, abrillantando útiles de guerra,
limpiando chatarra de guerra avenida del frente,
lijando cápsulas de proyectil… y otros, limpiando,
acarreando, barriendo, fregando… o todas las cosas
a la vez. En la amplia perspectiva de la señora
Aubrière, para convertir el campo de concentración
en un enigma visual del que pocos podrán darse por
aludidos, sólo hay que existir más allá de todo lo que
existe.
Helen es 11.382, siempre con Charlotte en sus
brazos.

* * *

Hay una fiesta de reyes y hadas. El mundo se


torna más maravilloso cuando hay tantos colores,
cuando suena una suave música… cuando hay un

106
palacete de alfombras persas y lámparas de cristal. La
orquesta es de esmoquin, pues, y la servidumbre de
blanco. Los comensales y danzantes son caballeros
militares, y ellas todas princesas con diamantes. La
cena tiene un pez arábigo de exquisito sabor, y hay
cervezas para los orgullosos de su patria y vinos
españoles de noble cuna para los que quieran
terminar hablando más de la cuenta. El vals es
sinuoso… y el coro, que es todo el mundo, entona
canciones de hombres valientes inspiradas en las
raíces alemanas. Todo el mundo las canta.
…Jennell ya las ha oído. Las lleva en el
subconsciente desde que era bebé. Hoy, sin
embargo, no le apetece el festín. Los niños,
engalanados como los adultos, se hartan de
chocolates y pasteles. Hay abundancia. Hay limpieza.
Hay estilo… Hay de todo.
…Afuera, en cambio, ya se ha legalizado el
consumo de carne de perro.

* * *

Helen, es decir, 11.382, no siente pena de 9.567.


Cree que es una niña estúpida. Lloriquea, y no tiene
el valor de cambiarse de ropa, de pasar de ser 9.546 a
9.567. Llorará de pánico en el barracón, incapaz de
volver a los comedores a por una segunda ración.

107
Entretanto, 12.435 y 12.443 ya están pletóricas,
recuperando el color rosáceo de sus mejillas. 10.342
ya puede correr. Sus vértebras se han vuelto a
esconder en su espalda. 10.221, incluso, se ha
empachado; ella tiene tres ropas, con tres numerales.
Va y viene cuanto quiere.
Hoy, sin embargo, 11.382, es decir, Helen, coge a
9.567 de la mano y la obliga a levantarse; ya está
harta de verla escuálida, casi desaparecida, y de que
llore de hambre todas las noches.
“Hoy vendrás conmigo”, le dice, “dos veces”.
Tiene los ojos abiertos de par en par. Asustada.
9.567 no está hecha para las tramas de sabotaje. Está
muerta de miedo. Sin fuerzas algunas para caminar,
arrastra los pies de la mano de Helen, ó 11.382, y
come su primer plato. Poco, apenas ese caldo mísero
que la dará las fuerzas suficientes como para volver
al barracón. Poco más. Allá, Helen la obliga a
cambiarse de ropa y la convierte en 9.567. Entonces,
ya está tan pálida que parece que va a desintegrarse.
Vuelven a temblarle los pies. No será capaz…
aunque tiren de ella con decisión.
“No soporto a las estúpidas”, la va diciendo
Helen. Hay algo malo y algo bueno en ella que la
obliga a ello, a ayudar a aquella otra niña por la que
se reitera una y otra vez que hay personas en el
mundo que no merecen vivir. “Anda, come”, le dice.

108
* * *

Hay proclamas apocalípticas por las calles de la


ciudad. Jennell las observa desde el piso superior,
desde las ventanas del palacete berlinés; no entiende
a los vociferadores, pero presupone que hay mucha
confusión y pánico. La urbe está embarrada por las
muchas excavaciones. Parece que andan buscando
algo, pero nadie es capaz de hallarlo. Eso supone
Jennell, que le muestra a Giselle que sus heridas han
curado y que ya se ha despojado de todas sus
vendas… pero asimismo que las calles están todas
rotas y manipuladas por las palas y la maquinaria de
trabajadores compulsivos. Las montoneras de tierra,
que ya ningún camión se lleva, hacen suponer que ya
no hay tiempo para más, que no hay lugar para el
decoro urbano. De hecho, toda esa tierra se usa para
levantar barricadas por todas partes, como si la
guerra fuese a entrar en la ciudad de una patada en la
puerta.
…Ya lo ha hecho. Anoche volvieron a caer
bombas. Hoy, los soldados copan las calles, y la
muchedumbre hace colas en todas partes. A veces
para comer. En otras ocasiones, para alistarse a filas.
A veces hay paz… Pero, en otras, las gentes
corren. Corren los bomberos, a menudo, y, cuando
suenan las alarmas, las calles se quedan desiertas. Es
un desconcierto.

109
Jennell y su familia, en cambio, bajan al sótano.

* * *

La señora Aubrière parece haber desaparecido…


pero sólo es una impresión. Por la noche, cuando
todo calla, ella canta sus nanas. Los niños la
escuchan, mientras poco a poco un arco iris de
sueños se los va llevando a tiempos pasados, cuando
compartían sus horas con sus papás.
Helen suspira. No sabe nada de papá. No sabe
nada de mamá.
…Parece que nadie sabe nada de nadie. Todos son
números. Las identidades parecen haber volado y,
acaso saber que aquella linda voz es la de la señora
Aubrière, la convierte a ella, su voz, en un nexo de
unión con el pasado y el presente para saber quién es
quién, que se sigue siendo alguien. Al menos, que
somos amados por una especie de abuela de todos y
de ninguno en particular que comparte el cariño
eterno con quienes, de no tenerla, podrían perder la
esperanza del amor de sus seres queridos.
Una vez más, la señora Aubrière sigue alentando
margaritas a las enamoradas, haciéndolas creen que,
en el otro extremo del campo, sus amores aún
piensan en ellas. Lleva mensajes secretos, bulos. Hay
noticias de un tren de libertad que está por llegar. La
110
gente habla de él. Habla del Mesías ya muerto, de
ejércitos en blindados de plata que se avienen con los
camiones cargados de hamburguesas.
Hay noticias de los hijos… Noticias de los
abuelos… El mundo es aún mucho más grande
cuando la señora Aubrière extiende sus rumores.

* * *

…Ha pasado el primer tanque por la calle. Jennell


está muy asustada. Ha temblado todo. El polvo
acumulado de las estanterías, de los muebles, de las
lámparas, se ha desgranado como una nieve de
ceniza. Los retablos se han desajustado. Las
bombillas eléctricas han parpadeado. Es como si,
acaso lo que no pudo los bombardeos, lo haga
aquella máquina; ya resuena a fin del mundo, a
hecatombe total.
Hay soldados correteando de un lugar a otro.
Luchan contra alguien invisible. Quizá, ensayan su
comedia. Hay reyertas asimismo violentas entre la
población. La gente se pelea por un pedazo de pan.
La policía a menudo interviene, y tal vez se lleve la
muestra del delito, el objeto en pugna, para
comérselo a escondidas.
…Hay ley… aunque una ley salvaje, primigenia en
los hombres. Jennell aún no ha desvelado los títeres
111
que se mecen al viento en los parques, colgados del
cuello. Tampoco sabe de los paredones de
marionetas rotas, adonde fusilan a la gente. Otros
lucen en las farolas, con carteles de advertencia a los
traidores.

* * *

Está decidido. Helen, alentada de las ideas


revolucionarias de la señora Aubrière, redondea el
plan de ésta con nuevas argucias. Para ir y venir, y
comer, ya no esconderá más su muñeca entre los
tableros de las literas. Charlotte será el juguete de
aquellas niñas que queden en el barracón, mientras el
resto va a los comedores. Luego se hará un cambio
de papeles… por dos veces. Se comerá, por tanto,
esas dos veces, y se jugará con Charlotte otras dos.
Es perfecto.
Incluso, lo es más. Animada de nuevos
horizontes, la abundancia de niños, reales o ficticios,
da para que los puestos de trabajo se redunden y se
trabaje la mitad, por lo que las ampollas de las manos
y los dolores de las articulaciones son asimismo el
cincuenta por ciento. Sólo es cuestión de coordinar
perfectamente el momento, los turnos, las
rotaciones, los numerales… Los vigilantes del campo
están desconcertados, en la impresión de que su

112
subconsciente les avisa de estar viviendo en una
especie de mundo de las maravillas… pero aún son
incapaces de hallar la lógica a los sucesos.
Helen sonríe. No lo demuestra, pero sonríe. Algo
nuevo está despertando dentro sí. Se siente mayor…
como se siente un poco el reflejo de la señora
Aubrière. El mundo puede moverse, y no hace falta
empujar muy fuerte; el resto lo ponen los demás…
Sólo hay que engranar una idea en el momento
adecuado.

* * *

Jennell acaba de ver su primera muerte. Hasta


entonces, todo había sido tinieblas. Hoy, todo eso
cambia.
Corretean un niño y su padre. El señor lleva al
hombro una especie de tubo, y su hijo una bala del
tamaño de sus propios brazos. Enfilan la calle con
dudas, luego de un portal a otro y hasta que se
detienen. Cuando llega el momento de que otras
sombras de la urbe se parecen esfumar, el señor sale
de su escondrijo y se pone de rodillas, su hijo encaja
la bala adonde el tubo y, al tanto de cierta espera, de
éste sale propulsado un cohete que hace estallar en
mil pedazos un campanario.

113
Pronto asoman las balas. El señor corre detrás del
crío. Es mayor… Muy mayor… Hay que apreciar
mejor sus detalles para entender que no es un padre,
que es un abuelo. Las bravatas populares, de
megáfonos y carteles, y sobretodo la radio, hablan de
la rebelión de los hombres lobo… pero allí sólo hay
eso, niños y ancianos.
Una bala alcanza al abuelo. Simplemente, parece
que se ha caído, que ha tropezado con la nada. Su
nieto corre a socorrerlo, pero, en lugar de una
persona, lo que halla es un bulto de carne que emana
líquido rojo caliente como el pan recién hecho.
Un tirón… y Jennell queda boquiabierta; el señor
de la casa acaba de cerrar las cortinas. No quiere que
los niños de la casa vean eso; ya hay bastante con que
otros niños deban estar allá afuera peleando.

* * *

Helen aprieta con fuerza a Charlotte cuando la


señalan a 11.734 y 10.435. Ambas vienen cogiditas de
la mano. Eso parece… Empero, cuando ambas niñas
están más cerca, descubre que las han soldado por el
costillar. Ahora, lo que coma la una alimentará a la
otra. Ambas sufrirán por el mismo amor, sentirán
sueño a la misma hora, querrán llevar el mismo
vestido…

114
Es el hospital, adonde suceden cosas extrañas. El
otro día, un señor que entró tal cual salió con tres
orejas. Otros, terminaron andando del revés.
…La mayoría no sale.
9.971 anduvo cien pasos antes de desmoronarse.
Llevaba en brazos un perrito que, de alguna manera,
debió encontrar lindando los barracones. …Cuando
Helen se cercó a mirar, el perrito también estaba
dormido. Calentito, y abrigado de los brazos de
9.971… Tan a gusto, tan adorados, que no hubo
artificio o don humano que pudiera volver a
separarlos.

* * *

Hasta el último minuto, los nuevos papás de


Jennell han fingido la normalidad. Su casa ha sido un
manantial de amores, un país maravilloso adonde no
ha llegado el mal. Todo está como siempre. La
penuria se ha quedado a la puerta… y por eso han
tapiado las ventanas. El señor de la casa no quiere
que sus hijos vean lo que corretea las calles, la sangre
que se vierte en balas halladas o perdidas de un
confín a otro de los seres humanos; de un extremo
salen, alguien las “tira”, y, del otro, alguien las
recoge. A menudo, es lo último que hace.

115
Ya hay casas en la distancia que parecen ruinas
griegas. Otras pintan infinidad de pecas por las
escaramuzas urbanas adonde se dispara todo lo que
se mueve. Las columnas de humo al cielo parecen
manos rocambolescas pidiendo libertad. Hay una
bruma de guerra pestilente que quiere colarse por
donde el hueco de las chimeneas, por debajo de las
puertas. Huele a muerte, sí, y hay gritos que resuenan
a lo lejos, y acaso son más perceptibles que las
explosiones porque el oído del alma siempre está
más al vilo de lo humano que de lo artificial.
Hoy, por fin, la SS-Rotterführer Biermann
reaparece. No tiene buena cara, pero Jennell se
abraza a ella con ilusión. La mira, y la coge con
fuerza:
—Señorita SS-Rotterführer —dice Jennell… su
mirada es de fuego, —ya estoy lista para odiar.
…Pero no es la SS-Rotterführer Biermann
apropiada al momento. La soldado está aterrorizada.
Jennell ve ese horror, y no lo entiende. Ahora es
cuando deben caminar esos prados de la victoria,
con la cabeza bien alta. Se lo enseñaron en
Lebensborn, donde aprendió que la sangre limpia de
sus venas la hace un ser superior. Ahora es cuando,
con honores, lo niños deben marchar al horizonte y
conquistarlo, cogerlo de un puño. No es hora de
tener miedo.
La SS-Rotterführer Biermann mira con tristeza al
señor de la casa. Éste lleva sus insignias oficiales, las

116
del partido político que le da la vida. Sus
aspiraciones, convertidas en chapitas y decoros de su
ropa. No es militar, pero siente por dentro un deber
semejante al soldado que entrega su vida en el campo
de batalla.
A su lado, su mujer. Sus dos hijos, Herman, el
chico, y Heidi, esa niña preciosa que ha compartido
con Jennell muchas horas de juego. Jennell también
ve en ellos esa cara extraña que, hasta hoy, jamás les
había desvelado. De hecho, es la primera vez que
aquellos dos niños tienen que empeñar lo aprendido,
que el deber es mayor que cualquier suspiro de niñez
que se les quiera escapar al respirar. Se les está
pidiendo, en esta hora, que sean hombres. Que sean
ese soldado total.
Jennell no lo puede entender. Sabe que en este
momento se despiden, y, ya como camaradas de
honor, le quiere dejar su muñeca a Heidi, con todo
amor y sacrificio.
…Heidi mira a papá. Papá no dice nada.
“No…” la niega Heidi, con la cabeza; la decisión
es suya, y es tan noble y responsable que, sin lugar a
dudas, la han enseñado a ser toda una dama de acero.
Con ese silencio abusivo que ha copado la casa, y
más aún la despedida, Heidi aprieta a Giselle al
pecho de Jennell. “Es tuya”, parece que le dice.
Es la hora. Esa hora llega, y no hay vuelta atrás. La
SS-Rotterführer Biermann tira con delicadeza de

117
Jennell, llevándosela de aquella casa adonde la
muerte está entrando de puntillas. Porque Jennell no
lo intuye, porque es muy difícil de entender. Apenas
comprende que aquel salón de arriba, adonde se
reúne la familia, es tapiado por los criados mientras,
dentro, la familia permanece tranquila, quizá
inmortal en el recuerdo… mientras sus cuerpos van
a ser pasto de la carcajada de la guerra cuando papá
termine de preparar aquel cóctel que, sin prisa, acto
de azúcar, agua y cianuro tratará de su última hora
del té.

* * *

10.452 juega con Charlotte cuando se forma el


revuelo. Hay tiros y una muchedumbre alocada que
corretea despavorida.
…Ya llegó el caos, el que muchos de los presos
anhelaban. Hasta ahora, todo, incluso el horror,
había sido demasiado matemático, demasiado
medido. Ya era hora de que ese horror se vistiese tal
cual debe ir ataviado para que las cosas encajen en su
sitio.
Hay cierto zafarrancho. Entremedios, muerte. Ya
se dispara a bocajarro, a todos aquellos presos que
no llegan a tiempo a filas. Forman en el patio,
adonde llegan los camiones para ir llevándose a la

118
gente. De otros, los soldados bajan complejas
ametralladoras que van montando en sus trípodes.
Sin más, abren fuego.
No hay maña, ni otras maneras que la ocurrencia
del momento. Las niñas y niños intercambian una y
mil veces, con desesperación, sus numerales, sus
ropas… intentado burlar a la muerte. Empero,
10.436 cae con un tiro en la cabeza. Es un tiro para
otra persona, pero la muchedumbre es tal que el
destino no puede evitarlo. 8.456 sube a un camión,
que no va a circular, y a 9.327 la llevan a rastras a un
barracón, adonde encierran a las gentes para prender
fuego al edificio.
…12.756 es llevaba al puerto. Allí la confinan en
el “buque de la muerte”. La hacinación de cuerpos
dentro del barco es tal que hace que la peste humana
se coma el oxígeno, convirtiéndolo en una pasta
maciza que copa el volumen de las gargantas sin más
motivo que el de existir como insípido relleno, sin
apenas dar la vida. Hay demasiados “pasajeros”. Son
camarotes de lujo, pero nadie le presta atención a los
decoros de pan de oro. El aire es todo cuanto la
gente necesita, y afuera, en cubierta, el frío es tal que
apuñala los sentidos. Zarpa… Es de noche… La
niebla no deja ver el mundo, que parece haberse
desvanecido.
…Cae una bomba, del cielo, y el buque se hunde.
12.756 respira… olor a carne, en ese vaho total de
miles de personas en un mismo camarote. Luego

119
respira miedo, el total miedo… y al fin respira agua.
Tanta agua, que el hielo que es su cuerpo la
inmortaliza por siempre en los mares de la
incertidumbre.
11.127 lleva a Charlotte en brazos cuando se
encuentra con 10.756. Ésta tiene mucho más
carácter, y le arrebata la muñeca. 11.127 siempre ha
sido un poco estúpida. Así la ven muchos. No
sobrevivirá. El caos sigue copando a sus anchas y
silban de nuevo las balas.
8.501 dormita como puede con un pie en este
mundo y otro en el más allá. No tiene un lugar digno
donde morir, porque los barracones están siendo
incendiados. La han dejado bajo un coche viejo, un
auto de oficiales que, desde hace años, espera
repuestos para una reparación. Allí no la irán a
buscar, y es difícil suponer que sus altas fiebres
prendar fuego al aceite del motor. Hay podredumbre
en sus venas, y en sus huesos. Por mucho alimento
que el sinfín de numerales y niños del campo la
hayan proporcionado, el horror de la muerte ya está
enraizado en su gen. El mundo se le desgrana del
aliento, con cada delirio y esa paz absoluta de quien
cierra los párpados por última vez víctima del tifus.
13.612 encuentra a Charlotte en el suelo. La han
pisoteado mucho. Está manchada de sangre. Y de
tierra. Un desastre. La gente sigue corriendo, y las
balas siguen corriendo más que nadie. La coge, la

120
aprieta contra sí. Es una fortuna haberla encontrado.
Y para ella sola; ya casi no quedan niños que matar.
…Alguien blande un cuchillo. Se ganó con
hombría, la hombría absurda de los asesinos
confesos que se esconden detrás de una hermandad
de idiotas. Es glorioso, piensa él, en una juventud
recién perdida, a hombre, que le confiere una
inmortalidad jactanciosa. Corre con risas, él cree que
con artes, y va degollando a los presos con un
ímpetu total.
…Charlotte cae al suelo. Otra vez es una muñeca
de nadie.

* * *

Jennell sólo piensa en no soltar ni un momento a


Giselle. Que no se le caiga, por favor. Teme perderla
entre el caos urbano. La SS-Rotterführer Biermann
jala de ella con una prisa que, en realidad, no parece
lleva a ninguna parte. El desastre y la destrucción se
repiten una y otra vez. Cada nueva calle parece más
ruinosa que la anterior. El color de la ciudad,
luminoso, se ha tornado un gris apático, como una
fotografía vieja. Hay impactos de balas en todas
partes. Parece un virus, como si Berlín hubiera
contraído la viruela.

121
¡Ya vienen…! grita alguien. No se puede saber
quién ha gritado… ni quiénes son los que vienen.
Jennell sólo sabe que corre, que el único lazo que le
queda con la vida es la SS-Rotterführer. ¿Dónde está
el prado florido por el que tenía que marchar?
Bajan… Hay una boca de metro. Allí se hacina la
gente, pero se puede entrar. Es decir, los soldados
dejan que la SS-Rotterführer Biermann pase. Que
entre, a un lugar horrible. Es el infierno. La peste es
sólida, como un guantazo. Hay cuerpos
fantasmagóricos por doquier, sin movimiento. Cada
cual está tendido, echado cual indigente, o se hacina
para intentar penetrar algo más en lo que no es un
metro, sino un refugio.
Tiembla la luz cada vez que cae un obús. Se dice
de millares de baterías disparando sus cañones contra
la ciudad. Son los parias, otro tipo de sub-humanos
que piensan que todas las personas son iguales.
Demonios, que han venido desde adonde sólo crece
la nieve para arrasar todo a su paso. Se allegan
borrachos, y escupiendo pestilencias. Matones, y
maleantes.
Poco a poco, el túnel se hace más tétrico. Hay
callejones sin salida, adonde la gente se agolpa. No
cabe un alfiler. Tampoco hay luz, por lugares adonde
las paredes son luminiscentes. El verde viste las
caras, las miradas, las siluetas… Es como haber
ingresado a una dimensión con una atmósfera
pantanosa. Huele a orín, y a alcohol.

122
La gente cocina ratas, porque ya no queda carne
de perro.

* * *

Allí está la señora Aubrière. 11.452 la ve y corre


hacia ella. La abraza, y el gesto es correspondido:
—Preciosa… ¿dónde estabas? —pregunta la
señora Aubrière. 11.452 no responde. No quiere
interpretar nada más que el calor de la abuela más
maravillosa del mundo.
Ya no quedan niñas. Ya no quedan niños. La
señora Aubrière es todo cuanto queda de lo bonito
del mundo. Es la luz, la caridad. Está cálida, y es
suave al tacto. Huele bien, y sigue acariciando a las
mil maravillas. A su lado, todo es posible, incluso
volver a sentir el amor de una madre.
—Tenemos que entrar, mi vida —dice la señora
Aubrière. Sí, los soldados ya dan de empujones para
que la muchedumbre entre en aquel sótano de
ladrillos. Huele a ácidos, y tiene puertezuelas de
submarino. Las cañerías van y vienen por los
pasillos, y, por más que el lugar parece ruinoso, no
hay ni una cucaracha; ya huele a desinfección… y a
matarratas. —Vamos…

123
* * *

Giselle ha caído, y Jennell se suelta de la SS-


Rotterführer Biermann para cogerla. Hay
trompicones semejantes, cuando la gente corre
despavorida.
La coge, y una nueva explosión la viste de blanco.
Por suerte, sólo es polvo; los escombros aplastan a
otras personas… pero sólo eso, a otras personas.
La noche es aún más incierta. Hay fuegos
descontrolados, y hay fuegos que los ciudadanos
reconvertidos en soldados usan para calentarse.
Vuelven a caer más bombas, y vienen más obuses.
…Hay muñecos y muñecas por todas partes, si bien
Jennell sabe que no son como Giselle. Son cuerpos
sin vida que una vez fueron seres humanos. Están
ahí, adonde se desplomaron. Algunos, con muecas
imprevisibles en la faz de una persona.
“Flytte ut av veiven!” grita alguien. Es un soldado,
que le pide a Jennell y a la SS-Rotterführer Biermann
que se quiten de en medio, que están estorbando en
la guerra. Él se está matando con los invasores…
pero no es alemán. Es noruego. Hay finlandeses y
daneses, incluso británicos y franceses, que, a golpe
de bala y sangre, están defendiendo el búnker del
Mesías.

124
Nadie entiende nada. Es imposible comprenderlo.
Jennell reniega pensar ahora en el mundo de los
adultos, saber del mundo de la sangre y el honor. Es
demasiado raro.
Corren, solamente, corren. Nadie sabe adónde. A
cualquier lugar. Cualquier casa, aunque esté en
ruinas. La SS-Rotterführer Biermann abre paso
como puede, entre petardos y astillas horrendas. Hay
risas de los bravucones, en mitad de la muerte, y
llantos entre la desesperación. Otros, en los edificios,
oyen la radio y, de ellas, las voces de gallardía, las que
piden hasta el último aliento en una batalla ya
perdida. Resuena así el retrato de la paranoia de entre
las ruinas desamuebladas, de suelo de cristales rotos,
de tejados inexistentes y de agujeros, muchos
agujeros… algunos del ático al sótano.
Hay que esconderse. Como ratas. Ya la gente ha
comido lo que nunca habían pensado formaría parte
de su menú, y ahora toman aptitudes animales
propias de la naturaleza más antigua de los seres
vivos: sobrevivir. Una madriguera…
La SS-Rotterführer Biermann abraza a Jennell… y
Jennell a Giselle. Hay que soportar el frío. Hay que
intentarlo, donde otros terminan al amanecer como
estatuas de cera.
De pronto, voces. Se oyen voces por las escaleras.
Suben, al edificio, los bolcheviques, esos lobos de las
espetas siberianas convertidos en amantes de la
sangre. Son monstruos vestidos de pardo, con la

125
botella de vodka en las manos. Malandrines, y
bufones. Se jactan de que la guerra ha terminado, de
que la han ganado. Traen risas de Rusia, y botas
cagadas de fango. Y amor, mucho amor. Parece
contradictorio, pero traen mucho amor. De hecho,
llevan semanas amando a las mujeres alemanas.
…La SS-Rotterführer Biermann lo sabe. Suspira.
Abraza a Jennell mucho más fuerte, la quiere decir
algo, pero no puede… No hay palabras para hablar
cierto tipo de cosas. No, cuando el nudo en la
garganta es tan prieto. Ha cometido mucho errores,
pero, aún así, algo del alma aún le chisporretea y no
duda en acariciar a Giselle, para el asombro de
Jennell. Luego es Jennell la acariciada, ya a sabiendas
que hay tanto cariño en la soldado que queda para
una niña… y para su muñeca.
La silencia, con el gesto del dedo índice en los
labios, y la esconde. Cualquier armario viejo sirve.
Luego, tranquila, a sabiendas de sus deberes de
soldado, se queda quieta. Que llegan los rusos, llegan
las bestias… La cogen, a tienen… la ríen… y la dan
amor. Tanto, tanto amor, como un niño jamás
llegará a comprender.
Amor hasta el alba… Amor toda la noche.
Hombres borrachos, que no son capaces de medir
tanto cariño que, para cuando paran, ya no circula el
aire en los pulmones de una mujer de guerra que ha
cumplido su última voluntad de armas.

126
* * *

La atrapa en sus brazos. La señora Aubrière, que


es toda paz en mitad del griterío de la gente. Su
mundo es otro mundo, el del calor y el abrazo. En él,
Helen se siente segura. No hay nada que pueda
dañarla.
La gente chilla. Está enloquecida. Cuando los
tubos del techo dejen caer el gas, la vida se les irá
desvaneciendo en mitad de una tortuosa asfixia. Ya
saben cómo es… Nadie lo ha experimentado, pero
ya saben qué va a ocurrir. Los mismos presos que se
encargan de meter personas y sacar cadáveres en las
cámaras de gas guardan silencio. Son lo que los
alemanes llaman Sonderkommando, como
“comando especial”. Empero, alguna vez no han
podido mantener el secreto, aún a sabiendas que la
vida les va en ello. Han corrido los rumores… que
terminan siendo fatídicamente ciertos en aquel
sótano de la muerte.
No hay sorpresa, pues. Hay certidumbre.
—Preciosa… Tengo un regalo para ti —y, en
mitad del caos, la señora Aubrière, de entre el sinfín
de sus ropas de siempre, como entre halos de
misterio total saca a una muñeca. Está rota,
maltrecha. La han pisoteado. La han tirado al barro,
a la miseria de la muerte.

127
11.452 sonríe. No se esperaba morir con una
gracia semejante. Una muñeca… La famosa
Charlotte, capaz de avivar el alma de una niña en los
últimos minutos de su existencia.
La abraza, y luego es abrazada por la señora
Aubrière.
—Piensa en cosas bonitas, mi vida —dice “la
abuela”. —Hazlo, y verás que todo terminará
enseguida.
Y la abraza. La abraza fuerte. Tanto, que en algún
momento esa fuerza traspasa el límite de un abrazo
de amor, a un abrazo de amor total. Una abrazo
límite, tronador. Todo, acaso cuanto pueda tener
dentro de sí la señora Aubrière, se transforma en ese
abrazo. Ahí está toda su vida. Todas esas preciosas
tardes en el parque, con los niños haciendo un coro a
su alrededor.
Todo por los niños… Incluso la muerte.
El abrazo termina en una caricia. Por entonces,
11.452 está tan dormida que ya no es ni persona.
Acaso sonríe, aún, con la muñeca bien cogida. Un
ángel, que ha muerto antes de la penuria en los
brazos de quien la quiere tanto como para no querer
verla morir.

128
CAPÍTULO DÉCIMOSEGUNDO

…Nunca llegué a jugar con Allison. Al menos,


mientras ella era niña. Ahora sabrán porqué.
—Bueno… Es una muñeca en muy mal estado —
dice el juguetero. Es un experto en antigüedades por
el estilo, en juguetes de época. Pronto sabe que soy
una Jumeau… una Déposé Tete de 1932. Estoy fatal,
sin un brazo, llena de hollín. Un asco.
Ávido, pronto el juguetero descubre lo que hay
escrito en mi pie:

Capitán Dacey Williams, para mi querida Alison

—Capitán Dacey Willians… —repite el juguetero.


—Parece que la tinta tiene tanto tiempo como la
muñeca
—Más de sesenta años —dice Allison. —Es usted
muy despierto.
—Es mi oficio… ¿Y a qué viene que la quiera
entregar para la subasta por los niños de La Segunda
Guerra Mundial?

129
Alison mira al juguetero con ternura. Nunca la ha
perdido de la cara. Empero, detrás de todo eso
siempre queda algo de orgullo:
—Créame, es de uno de esos niños.

* * *

…Encontraron el Mustang clavado en la nieve.


Sólo asomaba la cola. Los agujeros de metralla lo
cruzaban de un extremo al otro. El humo lo había
tintado al carbón… pero, aún con todo, podía leerse
en uno de sus costados:

Lively Allison

Sí, fueron cuatro días en la nieve. El Capitán


estaba herido. Aún así, de vez en cuando el gran
piloto y todavía soldado que le cabía dentro asomaba
la cabeza y miraba el rastro de humo negro y denso
que ascendía sobre las copas de los árboles, a lo lejos.
El as alemán, el temido “Once amarillo”, también
había caído. Ambos, abatidos. Habían luchado hasta
el fin… hasta el fin de sus fuerzas y la de sus
máquinas.

130
“Allison…” solía decir. Lo dijo al menos diez
veces. Lo sé… Yo estaba con él. Yo, la preciosa
Anne, la muñeca que él había comprado para su
querida Allison.
Cuatro días, y su aliento se congeló. Ya no había
humo negro en la distancia. Ya no había nada que
hacer, sino esperar.

* * *

—Encontraron el avión de mi padre en algún


paraje de Siberia quince años después de terminar la
guerra —explica Allison. —Con él estaba esta
muñeca. La compró para mí en París, en La Boîte à
Joujoux, en agosto de 1944.
…El juguetero queda mudo. Sus ojos se abren
como platos, mientras el alma le empieza a pesar
como una loza.
—Aún así no conseguirá mucho dinero —
rectifica.
—¿Cree que el dinero tiene algo que ver?
—No, imagino que no —dice. —¿Sabe? —
comenta, antes de guardarme en mi caja, —han
traído a la subasta otras dos muñecas de la guerra en
muy mal estado. Quizá le interese saber de ellas.

131
* * *

Vuelvo a estar entre juguetes. Los coleccionistas


parecen haberse enternecido con el cariño con que
muchas personas de hoy quieren rendir homenaje a
los niños del pasado.
Muchos murieron… Otros aún están en el
mundo. Envejecidos, cansinos, olvidados… pero
capaces de revivir en cuanto ven todos aquellos
juguetes en la sala de subastas. Hay pilotos de guerra
malhumorados en sus aviones de combate, soldados
multicolores campo a tierra, paracaidistas de élite… y
trenecitos, payasos, triciclos, camiones, perritos… y
muñecas. Hay muñecas. Algunas son preciosas…
Otras están estropeadas.
Arriba, en lo alto, hay una proclama que lo dice
todo.

Subasta Benéfica de la Asociación por la Fraternidad


Helen Grien

—Perdone… ¿este asiento está ocupado? —


pregunta Allison.

132
…Hay una niña sentada allí, al lado de aquel
asiento vacío de la tercera fila. A ella va dirigida la
pregunta. Empero, Allison recapacita. Sí, son los ojos
de una niña, pero está preguntando a una anciana
como ella. Su pelo es cano, pero aún guarda
reminiscencia del oro que debió tintar su juventud.
—Oh, siéntese, por favor —es la respuesta. Es
una mujer alemana. Es Paris, y hay gente de muchas
partes del mundo. Que sea alemana no quiere decir
nada… o quizá quiera decirlo todo. Sobretodo, si
está en la subasta quizá tiene algo que ver con La
Guerra. —Es usted americana, ¿verdad?
La pregunta es toda una sorpresa. Sí, le han cogido
el acento.
—Sí, lo soy. Me llamo Allison.
—Yo soy Jennell —y ambas estrechan sus manos,
con esa delicadeza propia de las mujeres… y
sobretodo de las personas mayores… y aún, para
sorpresa de ambas, con esa familiaridad de quienes
han tenido vivas paralelas y lo intuyen en la primera
mirada. —¿También ha traído algo?
—Mi muñeca…
—Oh, yo también he entregado una muñeca. No
se preocupe, la tendrán a buen recaudo. Todas estas
personas son coleccionistas.
—Sí, me imagino. Ahora bien, sería para mí una
desgracia que nadie pujase por ella.
133
—Oh, eso es lo de menos; van a plantar tantos
árboles como sea posible. Cualquier gesto será más
que suficiente.
Allison sonríe.
—Sí, claro. Perdone, sólo hablaba por hablar. En
realidad, poco me importa que pujen por ella. Lo que
me importa es estar aquí, en este lugar —y Allison
mira alrededor. Es París, pero el resto de la vieja
Europa puede olerse más allá de aquellas paredes. —
Aquí perdí a mi papá…
—Yo también —suspira Jennell. Su voz es lenta,
pero sus ojos siguen brillando. —Créame, el alma de
todas esas personas están grabadas en nuestras dos
muñecas —dice, con una convicción casi
clarividente. —Sus heridas son las nuestras… pero
vea cómo todo es posible, cómo de sus cenizas van a
aflorar esos hermosos árboles que darán su fruto
eternamente.
No sabe porqué, pero, cuando anuncian que va a
empezar la subasta, ambas mujeres se cogen las
manos.

* * *

“Damas y caballeros… la señora Helen Grien…”

134
Casi no puede andar. Una vez estuvo muerta, y
desde entonces su cuerpo es una pesadilla. La
estorba… La tiene y sostiene, pero es una pesada
carga.
Va de blanco. Siempre vistió de blanco. Eligió un
color, de aquellos dos que adornaron sus últimos
días. El blanco… tan luminoso como la esperanza.
Tiembla. Le tiemblan las manos, ya por el declive
natural de sus muchos años. Parece poca cosa…
pero tiene el mundo a cuestas, y es un mundo bien
visto. Es enorme, en su pequeñez… y ha vivido
tanto como mil vidas de costa a costa. Es una
mujer… que creció cien años siendo niña. En un
momento… en un último abrazo. Lo sabe todo, y
todo cuanto puede pasar sobre La Tierra ya le ha
pasado a ella.
—Soy 11.452 —dice. Así se presenta. No quiere
ser nadie más. Hoy no. —Morí en los brazos de una
mujer que me amaba más que a nada en el mundo, y
resucité horas después, cuando los pelotones de
enterramiento estaban a punto de echarme a una
fosa común. Lamentablemente, Charlotte, mi
querida Charlotte, había desaparecido. La habían
dado por una niña más, por un cadáver más… Quizá
por 10,456, ó 9.452… No lo sé —y duda, coge aire,
y continúa. —Mi muñeca, es la muñeca de tantos y
tantos niños. La ilusión de tantas y tantas criaturas,
que ha quedado impregnada en ella. Por ello, siento
que no es sólo mía. Siento que, aún siendo sólo un

135
juguete, es mucho más de lo que parece. Es el anhelo
de las últimas horas de un ser humano, la compañía,
la vida eterna más allá de los últimos minutos. Aún
cuando parece un desastre, cuando está horrible, y
derruida del tiempo… con ese horror plasmado en la
cara que no es otra cosa que una ilusión.
…Allí está Charlotte. La han dado por una
menudencia. Por nada… En su cajita, en el estrado,
sin un pelo, con la cara cuarteada, el barro
impregnado en la piel. El tiempo, allá adonde fue
encontrada.
—Estuvo veinte años bajo tierra. Veinte años
quizá en el olvido… aunque sólo para las personas
que la den por sólo una muñeca.

* * *

La prensa no lo entiende. Ha acudido con


moderación, pero, al cabo del día, su presencia en la
subasta es masiva. Todos están sobrecogidos… La
noticia es increíble. El corazón de las personas, que
sorprende más allá de lo que da sentido a las
apariencias.
Los titulares son concisos:
“Muñecas de más de medio siglo brillan con luz
propia”.

136
“El tiempo y la miseria; no existen para los niños”.
“Tres muñecas maravillosas nos recuerdan lo
bonito que es este mundo”.

* * *

“Hoy, la muñeca conocida como Anne ha


simbolizado la libertad y la esperanza, el ímpetu con
que unos extraños fueron a luchar de un continente a
otro. Se ha vendido cien veces por encima de su
precio. La historia de su dueña, Allison, ha
conmovido a los compradores. Una niña, hija de un
famoso piloto americano, que estuvo esperando su
muñeca por quince años, hasta que fue encontrada
junto a su padre en tierras noruegas”.
“Giselle, una preciosa muñeca alemana, no sólo se
ha vendido ciento cincuenta veces por encima de su
precio de salida, sino que aún guarda las heridas de
un Berlín apocalíptico, de un mundo en ruinas que
no pudo imponerse al anhelo de igualdad y el amor
de los pueblos. Víctima de la locura y ambición de
los hombres, Giselle y aquella niña llamada Jennell
sobrevivieron a lo peor de la violencia, a la
hambruna y la crueldad extrema en el epicentro del
final de la guerra. Su ser es una historia de
superación, de supervivencia… mientras el cariño

137
nunca se ha despegado de ellas, porque han sabido
abrazarse en los peores momentos”.
“Charlotte… La preciosa Charlotte, de la misma
Helen Grien, es la muñeca más dañada de todas. Fue
vapuleada por los guardias de los campos de
concentración, pisoteada por la muchedumbre,
perdida, odiada como a un niño más… pero querida
por el mismo corazón que tiene cabida en todos y
cada unos de los niños de este mundo. Muchos de
ellos la encontraron allí, en el suelo, en mitad del
tumulto y el terror… pero ahí mismo es cuando
significó todo cuanto puede ser La Humanidad, todo
cuanto puede caberle dentro al cariño y al alma que
da sentido a las personas… a la ilusión y fantasía de
un niño por su juguete, por sustraerse de la cruel
realidad y revivir la plenitud de la infancia. Se ha
vendido quinientas veces por encima de su precio…
Todo un éxito… Toda una lección de cariño, que
supondrá más de un centenar de bonitos árboles que
acogerán con su frescura y con su fruto las risas de
los niños que jueguen bajo su sombra”.

* * *

La subasta es un éxito, y el bullicio del día se


desploma en una noche silenciosa. Apenas quedan
algunos operarios empaquetando juguetes, los que se

138
han vendido. Hay penumbra, y alguna poca luz en las
oficinas, que van muriendo poco a poco.
Es un edificio escrupuloso en detalles, como un
palacio. Normalmente, en él se subastan obras de
arte, reliquias, antigüedades… Hoy han sido
juguetes, y poca gente tiene acceso a lo que queda
después, a no ser que sea una subasta con un carácter
especial.
…Ésta, es una subasta especial. Como en un
sueño, Allison aún tiene la osadía de colarse para
despedirse de mí. Casi como una ladrona de joyas de
museo, verla me da el pálpito necesario en el corazón
como para sentir el mayor de los delirios humanos.
Anda, despacio y con su bastón, entre el montón de
cajas apiladas, las mesas y los trastes en su
empaquetado. Casi como si no existiera para la
escasa gente que queda en el edificio y que va
diluyéndose en la nada.
Sonríe… Llega hasta mí, destapa mi caja… y saca
aquel cepillo que ha sido uno de nuestros mayores
nexos. Nuestro momento, una vez más.
Me cepilla. Mientras, canta una nana. Una nana
preciosa, cuya letra nunca pude oír de viva voz del
Capitán… pero que sé que él se la cantaba a mi niña.
Antaño la cantaba.
—Es preciosa —dice Jennell. Allison se gira. Allí
está la anciana alemana, mirándonos.

139
—Está muy estropeada —reconoce Allison.
—Sigue siendo preciosa.
Allison asiente.
—Sí, lo es —y sonríe. —¿Buscas la tuya? —
pregunta.
—Sí, desde luego —dice Jennell, con la mano en
la boca, buscando. Perdida, claro. Y no quiere coger
la caja equivocada, por eso duda.
—Mire por ahí —dice Allison.
—Sí, huele a viejo… —sonríe Jennell.
…Y destapa una caja. Es una caja de muñecas,
alargada. Sólo hay tres. Eso parece… Sin embargo,
de allí no aflora Giselle, su muñeca. Porque la
muñeca es Charlotte, que, como las otras dos
preciosidades maltrechas de la subasta, casi está
hecha pedazos.
Jennell enmudece. No hay palabras, ni mucho más
gestos que hacer que observar el intenso dolor que
refleja Charlotte. Con ella, algunos cuerpos afloraron
de la tierra convertidos en arenisca, ceniza y papel
viejo… de esa fosa común de la vergüenza. Tiene
grietas de tumbas maléficas en su porcelana, y
manchas de podredumbre de la floresta subterránea
próxima al infierno, adonde los demonios del
exterminio quisieron enviar a sus víctimas.

140
Jennell estira la mano, con cuidado. No tiene
miedo, sino dolor. Charlotte habla de una época
absurda como las fantasías de un loco, pero palpable
y real como una pesadilla al llegar la mañana, cuando
despertamos de un imposible que, no obstante, nos
ha clavado el miedo y nos ha empapado en sudor.
La toca con la punta de los dedos, mirando un
instante a Allison. Parece un ultraje hacerlo, desear el
juguete de tantos y tantos niños. Empero, Jennell no
es una desconocida. Ella también fue una de esas
niñas que necesitó algo a lo que aferrarse en los
peores momentos que ha vivido La Humanidad. Ella
también necesitó de una Charlotte, así como, herida
de la locura de los adultos, ahora, como tal, necesita
quitarse de encima esa maldición de la inocencia
perdida.
La coge en brazos. Al fin, la coge.
—Charlotte tiene una magia especial —dice
alguien. Una voz, que no pasa desapercibida. Allá, en
lo oscuro, hay una mecedora. En la mecedora una
figura, que pronto da detalles en tanto no está quieta,
sino meciéndose. Es una mujer. Es Helen. Helen
Grien, y ella también tiene una muñeca en sus
brazos. La acaricia, y la aprieta contra sí.
…La muñeca es Giselle.
—Oh, perdón… —dice Jennell, algo avergonzada.
—No quería ser imprudente —y, pese a que la

141
señora Grien tiene a su Giselle en brazos, ella siente
que no debería tener a Charlotte en los suyos.
—No, por favor. No devuelva la muñeca a su caja
—dice la señora Grien. —Son muñecas… Están
hechas para que las mimemos. No les neguemos a
ellas lo que nos negaron a nosotras.
No hay más que decir, por ahora. Primero con
dudas, luego con decisión, las tres ancianas toman
asiento juntas, en alguna que otra mecedora y algún
sofá de época, retorcido y rocambolesco. Cada cual
tiene una muñeca en sus brazos. Casi se sienten así
como en familia, en una comunión que no puede
explicarse y que los niños entienden muy bien.
—Durante años esperé a Anne —comenta
Allison. En alguna parte de la conversación está el
Capitán, aunque no lo mencione. Las otras dos
mujeres lo saben. En ello enseña a su muñeca, como
quien presenta a un hijo. Luego siente tener que
decir otro tipo de cosas: —Me alimenté entonces de
las fantasías de la paranoia americana. Soñaba con
los detalles de la guerra que nunca desvelé entonces,
leyendo cómics de superhéroes luchando contra los
nazis —y sonríe, sintiéndose un poco absurda. —
Leía uno en especial en que Superman salta en
paraídas con los soldados americanos, con su
mochila, su casco y su fusil con bayoneta. Una
estupidez —aclara, tantos años después. —No sé…
Las ilusiones de un niño —se justifica. —Estaba
confusa, y enfadada. Quería alistarme en el ejército y

142
pilotar un avión, como papá. Quería luchar. Tal vez
vengar su muerte. Repetir los errores de tanta y tanta
gente… y hasta que llegó Anne —y me acarició, otra
vez. —Ella calmó mis fuegos internos, porque al
verla entendí que hay obligaciones más grandes que
el pasado; se puede lograr un mundo mejor, pero no
a través de la guerra. Creo que ya hemos aprendido
esa lección.
Tampoco hay mucho que añadir a eso. El silencio
confirma el sentimiento, que es unánime. La paz
ahora es aún más soberbia, mientras tres niñas ya
adultas disfrutan de la compañía de sus muñecas.
Hay suspiro, y quietud. Paz… y seguramente
mucho de cariño.
—Lo siento, Helen —dice ahora Jennell. Para ello,
su mano se posa temblorosa sobre la de la señora
Grien. Jennell tiene los ojos aguados, cristalizados de
dolor. —Siento mucho haberte odiado —reconoce.
Su ser de ahora es toda una sorpresa, y arranca en el
ambiente no sólo una angustia reconocida, sino una
compasión sólida; en respuesta, Helen posa
asimismo su mano sobre la de aquella mujer, la que
ahora tiene su muñeca, Charlotte, y la misma que
llora con un peso en el alma que no puede llevarse a
cuestas ni un minuto más. —…Me enseñaron a
odiar —y mira a Allison, la que, por primero, ha
confesado que también llegó a hacerlo. —Odiaba sin
sentido, con la furia desbocada de hombretones de
taberna. Soñadores, de grandezas sacadas de quicio.

143
…Ojalá hubieran dejado decidir a los niños.
Charlotte es maravillosa… como maravillosa siempre
has sido tú, la niña del tren.
¡La niña del tren! Jennell la reconoce… si bien la
señora Grien ladea la cabeza. Tiene recuerdos
horribles de ese tren, pero su memoria se ha
volatilizado tanto que no es capaz de recordar el
fuego que ardía entonces en los ojos de la pequeña
Jennell.
—Lamento que hayas tenido que sufrir ese odio
—dice la señora Grien. —Yo también estuve
equivocada algún tiempo —reconoce. —Los
grandísimos Grien, señores de su barrio de ricos… Y
yo, la niña mimada que, con el arraigo a una muñeca
tan dulce, y el horror de una guerra tan amarga, ha
aprendido que el mundo es confuso, tan extraño
como ese juego nuevo que un niño tarda en
aprender. El juego de los adultos, el juego de quienes
quieren tenerlo todo. …Con lo simple que sería que
cada cual se conformarse con su propia muñeca, con
sus sueños… y que podamos compartir nuestros
juguetes como precisamente estamos haciendo
ahora, con todo el amor del mundo.
Se sonríe. Pueden jugar. Saben cómo hacerlo. De
hecho, aquella noche mi sueño se hace realidad.
Pronto estaré en una vitrina, en una exposición de las
penurias del mundo… pero hoy no. Esta noche es
para jugar. Esta noche es para estar adorada del
cariño de mis muñequitas, de esas niñas adorables

144
que han crecido… pero cuyas almas han sido tan
enormes, nos han dado tanto cariño, que mil dolores
sobre La Tierra no podrán reducir nunca la siempre
inocencia de los niños, el siempre apego y empatía de
lo bonito que es reírse entre juegos, olvidando
quienes somos o quiénes quieren lo demás que
seamos… apenas eso mismo, un juego de muñecas.

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