Javier Ramírez Viera - Munequitas de Lala
Javier Ramírez Viera - Munequitas de Lala
Javier Ramírez Viera - Munequitas de Lala
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ISBN-13: 978-1481142632
ISBN-10: 1481142631
2012, Las Palmas de Gran Canaria, España.
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Cuando en el mundo emergen las tinieblas…
siempre hay alguien que brilla como el sol.
A nuestra querida Mayca.
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CAPÍTULO PRIMERO
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—¿Puedo ayudarla en algo, señora? —pregunta el
dependiente, muy amable. Es joven, y agradable, y,
quien despacha, sigue usando un chaleco a rayas y
una pajarita roja… pero no es el señor Pelletier.
Seguramente, la misma ley natural que persegue a
Alison ha acabado con él. Ha pasado mucho tiempo.
Es normal que no esté.
—Vengo por lo de la subasta —dice Alison,
poniéndome en el mostrador. Mi caja, se entiende.
—Ajá. ¿Trae usted algo? ¿De dónde es, señora? La
noto un acento extraño…
—Oh, vengo aprendiendo este mal francés desde
hace tiempo. Siempre pensé que haría este viaje, pero
no creí que lo postergaría tanto. Soy americana. Esto
salió de aquí hace mucho tiempo…
Y, desatando el lazo, Alison destapa mi caja, y vi la
luz. En ello, el chico se interesa por mí, pero quizá
más por buena educación que por valorar de forma
incierta una antigualla como yo. Porque, para el
cruento mercado de las especulaciones, una muñeca
de mi talla sería un buen pellizco… pero, ¿una
muñeca sin un brazo, con el traje requemado y el
hollín en las mejillas?
—Bueno… Está un poco estropeada… Qué digo,
muy estropeada.
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—…La he traído con el mismo vestido con el que
salió de aquí —explica Alison, hablando de un valor
sentimental que poco tiene que ver con el dinero.
—Ops… No recuerdo que vendiésemos una de
éstas.
—Hace ya mucho tiempo. Le garantizo que usted
no había nacido.
—Oh, sería antes del cierre. Esta tienda estuvo
mucho tiempo cerrada. No creo que ofrezcan mucho
dinero por ella —y entonces el dependiente me
sopesa un poco más, al menos para sacarme de la
caja e indagarme a través de un examen rutinario sin
ningún tipo de rigor. Es así cómo, al menos,
descubre aquel grabado en mi pie:
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seguramente hasta llegó a imaginar que usted le
miraría la planta de los pies a mi muñeca.
—Pues sí. Es una curiosidad natural… Solemos ir
calzados, ¿verdad?
Alison asiente, justo cuando aquella pausa en la
conversación vuelve a poner de relieve un nulo
interés por mí.
—Bueno, no soy yo quien tiene que valorar las
piezas —alega el dependiente. —No le darán mucho,
pero es una antigüedad y usted está en su derecho de
subastarla. ¿Quién es el Capitán Dacey Williams?
—Yo soy Alison —dice mi niña, tras una pausa
para respirar algo más que lo que sale de su aliento.
—El Capitán era mi padre. Anne, mi muñeca, fue la
última persona que lo vio con vida.
¿Persona? ¿Una muñeca? El dependiente arquea
una ceja, sutilmente, y me devolve a la caja sin mofa,
pero sí con cierta incredulidad hacia ese tipo de
personas que le proponen alma a las cosas.
—Lo siento —dice, de todos modos, sin llegar a
imaginarse las trágicas circunstancias que rodearon
aquella muerte. —¿Por qué quiere desprenderse de
ella? No soy de piedra; me he fijado que la mira con
una ternura poco usual.
Alison sonríe, con un cariño natural.
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—Sí, es cierto. Lleva a mi lado mucho tiempo. Es
mi lazo con papá. Él no grabó la fecha en que se
tuvo que separar de Anne, pero ahí debería estar
escrito diciembre de 1944.
—¡Guau, La Segunda Guerra Mundial!
Sí… La Segunda Guerra Mundial.
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CAPÍTULO SEGUNDO
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…Tampoco soy Germaine Aymos, la primera
artista en vestirse con sólo tres conchas. Soy Anne,
una muñeca de ensueño que sólo desea compartir
dulces juegos con una niña.
Yo soy la quinta especie en el escaparate. Un par
de Simón y Halbig, una Petit & Dumotier y un bebé
Catterfelder son mi compañía. La ilusión, en niñas
que se nos enamoran mientras sus mamás, en los
tiempos de incertidumbre de la París al ocaso de
estos años treinta, tiran de sus hijas sin atenciones a
caprichos de nuestra talla. No es el momento, parece
ser. ¿Es que este invierno no graniza? …No veo las
gentes de siempre cruzando el pasaje, al menos
cobijándose de la intemperie. Nuestro pasaje, donde
nuestra tienda, La Boîte à Joujoux.
…Quizá es la misma gente. Sí, eso creo concretar.
Son señoras, algunas muy elegantes. Sin embargo, no
atienden como antes nuestras gracias. Van
asustadizas, muy rápido. La expresión les ha
cambiado en la cara. Temen. Lo noto. Al mismo
tiempo, noto cómo el señor Pelletier resopla,
sabiendo que no son buenos tiempos para vender
muñecas.
“Somos” una tienda de muñecas… y de juguetes.
De alta costura y calidad, de lo mejor de lo mejor
que pueda encontrarse en París. Y aquí esperamos
cumplir nuestros sueños, en el Passage Jouffroy. Una
galería mágica, adonde las tiendas de damas y
caballeros pudientes se suceden a resguardo de lo
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que quiera caer del cielo, mientras no sean bombas
en estos tiempos tan convulsos. Una galería, cubierta
por una esmerada estructura de hierro con la misma
forja arquitectónica que inspirara la Tour Eiffel. Eso
sí, con amplia cristalería.
Hay una tienda de pasteles, que germina delicias
de todas las formas y tamaños. Algunos de sus
ingredientes son frutas imposibles, avenidas de
cualquier parte del mundo, o frutos secos
caramelizados con esencias secretas. Como tableros
de ajedrez con piezas multicolores, las bandejas de
pasteles van rotando sobre sus soportes tras el
cristal, con una magia que empieza por los ojos y
termina en el paladar… aunque no se degusten… Tal
es su sabor.
Más allá, la barbería trata con mucho mimo los
bigotes de los caballeros más distinguidos de la
ciudad. Ministros y galanes, empresarios y artistas se
citan con las tijeras del señor Boijseauneau, que dicen
son tan rápidas como las armas de fuego de los
pistoleros del oeste, y tan creativas como las manos
de Picasso. De allá salen los aristócratas perfumados,
como recién pintados. Más dignos, y más señores.
La tienda de postales es otro mundo, dentro del
Passage. Una muñeca como yo, como nosotras,
puede soñar eternamente y alardear de conocerse el
globo con sólo pasar un día viendo el plantel infinito
de las postales. Arabia, Casablanca, Maracaibo,
Nueva Dehli… ¡Egipto…! El tendero las pone en
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sus grandes tablones o en los caballetes, y la gente
curiosea todo el día. Al menos, antaño, cuando el
transeúnte parecía tener tiempo de “viajar”. Ahora,
los pies de cada cual están tan apretujados a la tierra
que pocos son los que detienen el paso.
…Van y vienen los ilustres, los entendidos y los
filósofos al Café-Concert. Lo sé por esos libros bajo
el brazo. Por sus lentes. Son individuos cultos,
sabedores de todos los misterios que hayan
existido… aunque se reúnan allá a discutir qué
versión de sus teorías es la correcta. En sus mesas,
envueltos en el aura tenue de lámparas con luz de
oro, fumando como locomotoras, dignifican el
pensamiento con sus fábulas y una retórica
aparentemente incontestable.
Al fondo del Passage, el Hotel des Familles, y el
reloj, sobre el quicio, adornado de uvas esculpidas en
el mármol blanco. Farolillos de forja toman vida
cuando cae la noche, con sus luciérnagas eléctricas,
sin apenas parpadeo. Arriba, los ventanales en
madera, y los carteles comerciales. …Y el Musée
Grévin pone otra nota mágica, con el señor
Leonardo Da Vinci, Napoleón Bonaparte, el
Cardenal Richelieu, Juana de Arco, Cleopatra… Son
figuras cera, pero que alimentan la vida con su
presencia carnosa, la que evoca otros tiempos de
aventuras.
Dentro, en La Boîte à Joujox, también nos
estamos quietecitos. Somos seres de exposición. Al
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menos, hasta que alguien nos compre. Y, desde mi
escaparate, en primera línea, el mundo se mueve…
pero hay gente dentro de la tienda que todavía está
aún más estática. Algunas muñecas duermen en sus
cajas, sin ver siquiera la luz. Por eso me considero
una afortunada, porque puedo ver a Etienne en sus
miles de muecas. Etienne es un mimo, con el cuerpo
completamente negro en una malla extraordinaria
que lo evoca al abismo, casi para hacerlo
desaparecer. Ése es su juego, en la penumbra, hasta
que la gente ve sus manos de guantes blancos,
intentando escapar de la existencia, y creen dibujar
un juguete a tamaño real. No un fantasma, sino un
ser fantástico. Luego su rostro es tremendamente
feliz o desdichado según el personaje que esté
imitando, con los labios escuetos y besucones si hace
de mujer, y con las pestañas extensas, a
tremendamente grande y dentona cuando sonríe… o
triste y desdichado con esa lágrima pintada. Así hace
él sus muecas, pintando sobre su rostro con sus ceras
de colores. A menudo, tan aprisa que nadie es capaz
de ver el truco. Hace una pirueta, eleva su bombín,
vuelcas tus ojos en sus omnipresentes manos y, para
entonces, en el blanco absoluto de su tez hay mejillas
sonrojadas, o la fiebre amarilla, al limón… o un
difunto que tiene el rostro amoratado. Quizá
también cuando se asfixia, y luego al rojo, en sus
imitaciones de un señor que come una galleta que se
le atraganta. Sus peleas a puñetazos con una mosca
son épicas… y cuando monta en bici parece más
descansado, aunque la bici no existe… ni la mosca
tampoco. También se duele cuando pisa una cáscara
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de plátano que todavía nadie ha visto… o salta ese
charco en el que chapotea a le gente, aunque la gente
no se moje pero todo el mundo se crea empapado.
Todo es cuestión de imaginación… o de dejarse
mecer del mundo mágico de los mimos de París.
—¿Aún no has vendido esa muñeca, Pelletier? —
pregunta, al entrar en la tienda. No hay clientes, sino
nuestro “papá”, dándole betún y logrando brillos a
los zapatos de otra Jumeau.
…Los mimos no hablan. Su mundo es diferente al
nuestro. Ellos ven cosas que nosotros no podemos
ver. Les ocurren cosas que no pasan en la realidad…
Sin embargo, cuando nadie mira, Etienne es ese
señor que al mal tiempo pone buena cara, pero que
sufre la pobreza como toda persona que usa la calle
para ganarse la vida. Con un pañuelo se limpió el
rostro, agotado de un largo día de risas, que al cabo
no terminan por alegrar la vida a mucha gente.
—¿Un mal día, Etienne? —le indaga Pelletier, con
aquellas lentes suyas que le aumentan la talla de los
ojos. Sobretodo el de las pupilas, para dejárselas de
pulpo. Con ella nos repara, dejando impecable
cualquier fallo de fábrica.
—La gente está muy preocupada. Los chicos se
están alistando en Le Concorde. Dicen que sólo es
preventivo.
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—Bueno… retuvieron en la aduana el último
pedido de muñecas alemanas. Tienen histeria porque
llegue algo de gas mostaza. Temen otra Gran Guerra.
—Te habrán hecho un favor.
—Sí, desde luego; no vendo mucho últimamente.
…Claro que tampoco llegan muchas latas de cerveza.
—Toma, te traeré más la semana que viene —y,
sin pesar, pero con cierta mescolanza de tristeza y
alegría, Etienne entrega algunas pocas monedas.
Pelletier las recibe, y las guarda en una cajita de
cosméticos para muñecas.
—Cuando llegue la Navidad tendrás suficiente
para comprar a tu hija su primera muñeca —suspira
Pelletier. A veces he visto que él mete monedas
clandestinas en aquella cajita, carcomido de la pena.
Ojalá tuviera todas las monedas del mundo, pero, así
como Etienne, Pelletier no puede gastarlo todo en
juguetes.
—En fin, querido amigo —dice Etienne, mientras
nos vuelve a sonreír —si llegan los alemanes les
pondré esta cara —y, en un pispas que nadie puede
encajar en el tiempo, el rostro de Etienne se torna un
pacífico girasol, pero luego muerde como una planta
carnívora.
—Muy divertido… —lo riñe Pelletier. —Deja de
asustar a mis muñecas.
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“Ops…” parece decir Etienne. Se descubre, se
inclina en una reverencia sincera y nos vuelve a
sonreír:
—Disculpen, señoritas.
“No se moleste, señor Etienne”, quisiera yo decir.
“Es usted la alegría en persona”.
* * *
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humillarla. Quizá debería buscarse otro lugar donde
trabajar.
Y la señorita Champfleury se detiene. Ya no se
queja. Se entiende que arde por dentro, pero necesita
el empleo. No puede permitirse disponer de orgullo
en tales circunstancias, cuando el pan es más veloz
que nunca… cuando tenerlo entre manos cuesta
tanto.
Refunfuña, sin que se le oiga, y vuelve a dar las
clases. La señorita Champfleury no es mala persona.
Tampoco lo es el señor Grien. Por supuesto, Helen
sigue siendo un angelito… pero, seguro, como casi
todo en este mundo, la falta de entendimiento tiene
apenas un principio tan elemental como las pequeñas
diferencias humanas. La señorita Champfleury quiere
hacer bien su trabajo, pero el señor Grien, todo un
bonachón, tras muchos años buscando un hijo y,
para cuando creía que todo esfuerzo era en balde, la
cigüeña apenas dio con la dirección del palacete con
una niña. Una niña como Helen, a la que su papá
quiere darle todo cuanto él no tuvo. Porque el señor
Grien levantó su imperio de la nada, guardando con
celo cada moneda que caía en sus manos. Nunca
comió pasteles, ni condujo un auto. Su gran panza de
hoy, apenas le había crecido desde que era padre,
desde que la alegría calmó sus miedos.
Sí, Charlotte está en muy buen lugar.
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CAPÍTULO TERCERO
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Mientras, el señor Pelletier vuelve a cepillarnos el
pelo. También nos pone unas gotitas de perfume.
Están diciendo que habrá tormenta, de las de
verdad… y, aunque estemos al resguardo en el
Passage, el señor Pelletier nos lleva al interior de la
tienda. Y ya sé porqué nos embellece la sustancia, y
nos pone un devorador de polillas y otras criaturas
de armario. Nos guarda en una caja, mientras me da
tiempo a ver que la juguetería no brilla tanto como
antes; muchos se han ido… ¿Adónde?
* * *
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Mantiene el tipo, pero es una cortina de humo que
apenas esconde un mar de miedos. Es el papá de
Jennell, que da mucho temor. Porque no es un papá
cualquiera. Ni siquiera es uno de esos empresarios
arrogantes, triunfadores de la vida a golpe de orgullo
y sucias estratagemas comerciales. Ni un aristócrata
de entendida sangre azul y carnaza de oro, con su
título de honor dibujado en sus bigotes y un bastón,
que no es de andadura, sino de mando. El papá de
Jennell es peor que todo eso. Es un soldado, en su
uniforme gris. Un soldado de alto rango. Un
capitán… o un coronel… Es un SS-
Obersturmbannführer, un alto rango de gorra de
plato… pero no es francés. Es alemán.
¿Un soldado alemán en París?
Sé que algo ha cambiado cuando el señor Pelletier
suspira. Se han ido. El SS-Obersturmbannführer ha
sido muy amable, pero se antoja una amabilidad
matemática y fría. Sus ojos azules están vacíos, y es
enorme. Una cara grande, descomunal, y una forma
de hablar sofisticada, galante pero marcial. Se
entiende que está a acostumbrado a dar órdenes… y,
claro, imponiendo con esa mirada, la gente obedece.
Paris está invadida de estos señores de la guerra.
Hay soldados de casco y fusil haciendo sus rondas, o
controlando el papeleo de los viandantes… como
acaso de fiesta y juergas nocturnas, consumiendo
champán. Son extraños, aunque crean que han
venido para quedarse. Y no han hecho daño a nadie,
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porque no han querido bombardear la ciudad.
Simplemente, llegaron, entraron, y dieron un desfile
triunfal por nuestro mayor boulevard, nuestros
Champs-Élysées, desde el Arc de Triomphe hasta Le
Concorde. Interminables hileras de soldados, con
paso marcial y tambores y trompetas, encabezados
por generales a caballo con sus sables al cielo. Hubo
un comandante en su corcel blanco… pero, en mitad
de la tiniebla, poco dio por pensar en la esperanza,
sino en el terror. Luego vinieron los vehículos
acorazados y la soldadesca en sus motocicletas, con
un estruendo mecánico que todavía hace pensar en la
magia escabrosa de la ingeniería. París ha caído, y el
pánico general apenas se sosiega en la aparente
formalidad con que los invasores son recibidos, y
como esos mismos extraños intentan enamorar a la
población parisina con muy buena cara y orden,
mucho orden y marcialidad; no han venido a destruir
nada… sino a conservar, a integrarse… a quedarse
París, como la reina de Europa, pero como quien
guarda una joya familiar en un pañuelo. Eso sí, de
adonde los bonitos tricolores en los edificios
oficiales, ahora ondean banderas rojas con un
garabato aterrador sobre fondo blanco. De hecho,
cuelgan como despojos de sangre de muchos más
edificios de los que podría imaginar, como si
quisieran poner su sello en cada inmueble. Jennel es
la hija del alma de uno de esos invasores, que se
acomoda en una céntrica mansión de la que han
echado a sus propietarios. Y tiene lógica. Hay que
encontrar alojamiento a todos aquellos oficiales del
ejército enraizados a la gran vida, a la pompa, a los
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desfiles y las óperas. A buenas palabras… pero luego
a patadas, los extraños cogen cuanto quieren. A eso
han venido.
…Algunos parisinos, hombres incluso, han
llorado en los desfiles. Del otro lado, las chicas les
sonríen a los guapos alemanes, empujadas por la
inconciencia del amor.
* * *
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margaritas de colores, y se abriga con chales grises y
pardos que se funden en un mismo y confuso
sudario. Del bolso de cocodrilo, con todo su amor,
va entregando los caramelos, que los críos adoran. La
adoran a ella, y Jennell no iba a ser menos golosa que
ninguna otra niña y la da las gracias, mientras coge
un caramelo para ella y otro para Giselle.
La señora Aubrière alimenta también a las
palomas. A migas, tan desgranadas del pan viejo que
algunas vuelan casi todo el parque. Y así se la ve,
adornada de pajaritas grises. Muchas se van con ella a
casa perdidas en sus ropas, o revolotean luego de su
monedero cuando va a dar algunas monedas a un
mendigo.
Es muy buena persona. La señora Aubrière, dicen
muchos, es una bendición. Todo el mundo está
enamorado de aquella “abuela”, sobretodo cuando
los gatos la acarician los tobillos. Ella les abre esas
latitas de conserva que los felinos más desvalidos del
mundo devoran entre carantoñas. La quieren,
asimismo, cuando los niños la llevan un pajarito
herido, y ella lo sana entre sus manos quitándose los
guantes de lana, permitiendo que el calor tibio de sus
dedos masajeen con delicadeza el alma de la criatura.
Entonces, el ave hará tartamudear sus alas y
recobrará la vida, volando y cantando con más brío
que antes.
“Yo quisiera una mamá así”, dice Jennell, en su
cuarto, mientras peina con pausa y dedicación los
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cabellos de Giselle. Una y otra vez los desenvuelve y
hace las coletas, enamorada de los artificios del
cabello. “Yo seré tu mamá… y te voy a tratar como a
mí nunca me han tratado”.
Un dilema, que Giselle tarda en averiguar. Porque,
a veces, caída la noche, la sombra altiva y tenebrosa
de papá de Jennell, el SS-Obersturmbannführer, se
recorta al contraluz del candil del pasillo. Entonces,
sin su gorra de plato, pero con su uniforme, entra y
le da un beso de buenas noches a su hija.
“Otro a Giselle, por favor, papá” pide Jennell,
que, hasta ese preciso momento en que su padre va a
irse, finge dormir y ahora “despierta”
estrepitosamente.
“¿Otro a Giselle…? Está bien”, y el soldado le da
un beso a mi amiga. Quizá no es un beso deseado,
pero no deja de ser dado con cariño. A Giselle, y a
mí, nos aterra la calavera que el SS-
Obersturmbannführer lleva en la gorra de general.
Es aterradora. Empero, para él es motivo de orgullo,
de bravuconadas de hombres de guerra.
…Ahora Giselle entiende la pena de Jennell.
Noche sí, noche no, su papá puede darla un beso. A
veces, incluso pasa una semana hasta que vuelve a
verlo. Cosas de su trabajo. Está claro que, sin mamá,
no hay besos de reserva. Porque Jennell la perdió al
nacer, aunque, cabe recalcar, Giselle cree desvelar
que no fue así, sino que murió en la guerra. Sólo así
se explica que, en dilatadas charlas en el salón de
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aquella casa, el SS-Obersturmbannführer hable con
tanta sed de venganza con sus camaradas
uniformados.
“Acabaremos con todos…” suele decir.
Giselle no puede dormir.
* * *
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…Se sostiene del aire, y de la alegría. Un viento
prodigioso parece tenerla en pie, mientras la señorita
Champfleury sigue dándole quejas al señor Grien
sobre la educación de su hija. Aún a costa de perder
su empleo, la tenaz institutriz da las reseñas.
* * *
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—Oh, ¿esto? —recuerda Etienne; se había
olvidado de que llevaba aquella “cosa”. —Es un
distintivo… Los alemanes obligan a llevarlo.
—¿Lo obligan?
—Sí, a los judíos. Quieren tenernos vigilados, o
algo así. Ignoro porqué. Yo intento bromear con los
soldados alemanes, fingiendo ser una especie de
sheriff —por eso la pidió bien puesta en el pecho,
para juguetear. La mayoría de los judíos la llevan en
el brazo. A su entender, ahora es una estrella fugaz,
un medallista olímpico o un superhéroes del cómic.
—Etienne… —suspira Pelletier, cogiéndolo por
los hombros. —Ten cuidado, por favor.
—¿Cuidado? Algunos se ríen conmigo. Creo que
les caigo bien.
…Y para muestra un botón. Etienne se despide de
Pelletier con un buen apretón de manos, sonríe, nos
hace una mueca de cortesanos a su rey y sale por la
puerta. Casualmente, haciendo una ronda rutinaria se
cruza con un par de soldados alemanes. Nos guiña
un ojo, sonríe otra vez, hace una especie de paso
marcial debidamente exagerado y finge una revista a
la tropa, como general de idiotas, que los invasores
entienden con una sonrisa. A su lado, los soldados
parecen gigantes. Unos rubios gigantes. Etienne los
va dando órdenes de frente de batalla, los riñe por las
botas sucias, los señala como limpiar los fusiles y les
enseña diferentes pasos marciales… y, al cabo de su
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función, uno de los soldados le tira una moneda.
Una moneda pequeña, casi un perdigón sin valía… y
Etienne la recibe en el pecho, justo en la estrella.
Entonces, como juego entre juegos, Etienne
merodea herido, se tambalea, hace una proverbial
pantomima y cae muerto, como especialista en
defunciones al límite. Ha muerto miles de veces en
sus funciones de parque, al uso de una flor de papel
que le brota del pecho. Su lengua cae a un lado, y los
ojos se le quedan en blanco.
…Los soldados se ríen… Sí, Etienne les cae
bien… aunque algo me hace pensar que no son risas
tan inocentes como aparentan.
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CAPÍTULO CUARTO
* * *
32
…Hoy, el papa de Helen no ha ido a buscarla al
jardín de infancia, como suele hacer en su elegante
Hispano-Suiza y su chofer. En su lugar, Helen pone
cara de estorbo cuando ve a la señorita Champfleury
con las manos inquietas, aunque con una mirada de
revancha con la que lucha internamente; ya se sabe,
los bajos instintos:
—¿Dónde está mi papá? —inquiere con
arrogancia Helen.
—Hija… Parece que las cosas no van nada bien.
Papá no va a poder venir.
—¿Qué está diciendo? ¿Se ha vuelto loca? —y,
mientras Helen camina con un puño cerrado hacia
adonde no sabe, del otro brazo lleva a Charlotte, que
también está enojada con aquella tremenda falta de
puntualidad y deber.
—Helen… ¿Adónde vas?
—A casa… y no hace falta que venga conmigo: sé
adonde queda, ya que vivo en el mejor barrio de la
ciudad y nuestra casa se ve desde cualquier parte.
—Helen… Te estás equivocando.
—Una Grien nunca se equivoca.
—Esta vez sí… Una niña como tú no puede
andar sola por ahí.
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—¿Ah, no? ¿Qué se apuesta?
Y, con esa petulancia, Helen pide a un cochero de
parque que la lleve a su casa, que el señor Grien es su
papá y le pagará una buena propia.
—¿Grien…? ¿El señor Grien es tu papá…? —y al
cochero se le quieren reventar los ojos. Sin saber qué
decir, mira a la señorita Champfleury; el rumor de la
desgracia de los que habitan el gran barrio de los
Grien se ha extendido por toda la ciudad. Ya no son
gente grata, al menos para los que llevan las armas y
el mando. Banqueros, empresarios, mecenas y
aristócratas judíos son pintados con la estrella.
—No hace falta que la lleve a ninguna parte; yo
me encargaré —dice la señorita Champfleury.
—Mi papá se va a enfadar mucho si no me hace
caso —inquiere aún Helen, al cochero.
—Yo no quiero problemas, señoritas… —y, con
el haz de su fusta, el cochero desaparece, asustado
como un saltamontes.
* * *
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con ella. Jennell la da un beso, y la enseña lo bonita
que está hoy Giselle.
—Oh, ¡qué preciosidad de muñeca! —dice la
señora Aubrière. —¿La has peinado tú?
—Sí, abuela.
Abuela… Todo el mundo la llama así. Sólo los
gendarmes la llaman señora Aubrière. El cariño que
la tienen la hace tan familiar. Aquellos niños irían
con ella al fin del mundo, que se antoja como una
linda casa de chocolate en mitad de un bosque de
hojas de menta. Se llega allí a través de un arco iris de
caramelo, entre algodones de azúcar y lluvia de
pastillas de goma. Por esos lares corre un trenecito
que, aunque anda a cuerda, traquetea fumarolas de
gaseosa. Un oso polar aguarda en el trampolín, y los
duendecillos de las setas invitan a limonadas con
miel que ellos mismos recolectan de las flores
mientras cantan canciones que sólo los corazones
puros pueden entender.
Ése es el mundo de los niños… En el mundo de
los adultos, las niñeras comentan nerviosas sobre la
señora Aubrière. Alguna que otra, incluso, corre
hasta el niño a su cargo y lo retira de la abuela de sus
sueños, algo que lo hace llorar. Hay cierto revuelo…
y, uno a uno, al cabo los niños son apartados de la
señora Aubrière por las mamás y por sus nanas.
—Was passiert da! —grita una voz, tan marcial
que los niños dan un respingo. Las mamás se
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derriten del miedo… y los soldados grises copan el
parque, mientras el SS-Obersturmbannführer camina
como un robot hacia su hija, la ahora asustada
Jennell.
—Papá… —suspira Jennell. Giselle está muerta
de miedo.
—¿Qué es esto? —duda el SS-
Obersturmbannführer, examinando a la señora
Aubrière; ante todo el deber, como delegado de
cierto orden que unos pocos entienden, y desoye el
latido veloz del corazón asustado de su niña. Con
arrogancia, con el uso de una fusta que se antoja un
látigo, el militar que le puede retira el doblez de una
de las mantillas que abrigan a la abuela del mundo y
descubre su estrella de cinco puntas. —Llévensela —
dice.
* * *
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revuelo militar copa el jardín, con avituallas de
armamento en sus cajas, con perros de pelo negro y
brillante en sus rondas, con alambre de espino y
sacos de arena formando búnkeres improvisados.
—Helen… Vámonos de aquí, por favor —y la
señorita Champfleury, por vez primera, posa sus
manos delicadamente sobre Helen. Lo hace sobre
sus hombros, para hacerla desistir de imponerse
adonde la guardia con una arrogancia que no la traerá
sino problemas. Han espiado demasiado desde la
acera de enfrente. Es hora de irse antes de que los
invasores sospechen que aquella niña y su muñeca
no son deseadas en el mundo.
* * *
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el alma a los niños, y ese hechizo ha empezado a
hacer mella en ti porque has empezado a tener
dudas.
—Pero… papá… ¿Adónde la llevan? ¿La
volveremos a ver?
—Cariño… La señora Aubrière parece una
persona, pero no lo es. Ése es su juego. Dudarás, te
lo aseguro. Seguirás dudando… Por eso nuestro
Medías ha ordenado que cada demonio oculto entre
las gentes de Dios sea marcado con una estrella. Así,
las personas justas sabremos diferenciar a los seres
embaucadores de los verdaderos hombres.
Jennell aún duda. Tiene ganas de llorar, y el SS-
Obersturmbannführer accede a creer que tanto odio
no cabe en ningún corazón en apenas cinco minutos
de charla. Hay que dejarla estar… esperar a que el
odio se asiente poco a poco, pero con virulencia.
* * *
39
caja de muñecas. En ella, una lindeza… Quizá yo, la
mujercita de cabellos rojizos.
Entra en la tienda bailando. Está feliz. Muy feliz.
Trae flores del parque, que regala a Pelletier, a las
muñecas… Nada, y vuela… y patina, en esa pista de
patinaje que sólo sus suelas conocen.
—Estás loco —le dice Pelletier, sonriendo por
dentro… pero fingiendo cierto enfado de poca
monta.
—¿Loco…? La vida es maravillosa.
—¿Y qué te ha pasado, pues?
—Nada… Aunque París esté sitiado de intrusos,
aunque Europa esté en guerra… pronto seré un papá
muy feliz.
—Oh, entiendo… ¿Y cuál será la afortunada?
—Ops… No lo había pensado —dice Etienne,
rascándose la cabeza. —Quizá Bernadette, con sus
ojos de almendra —sopesa, sobre aquella preciosa
Armand Marseille de 1925 con su vestidito de
camping en rosa. —O Dominique, entre sus flores
—objeta ahora, sobre aquella Max Handwerck de
1932, con todo un jardín pintorreado en su vestidito.
—Y… ¿qué decir de mi tierna Anne —dice, sobre
mí. Me siento maravillada, cuando Etienne intenta
imaginarse a su hija iluminada con el rojo de mi pelo.
40
Me siento genial. Es la primera vez que alguien se
fija en mí con esa ilusión. Etienne es un ser
maravilloso. Un gran padre… y toda una alegría para
el mundo.
—Pelletier —dice, —que duermas bien, amigo
mío —se despide Etienne, con un baile mágico,
seguramente calcado al de las cortes de antaño.
—Etienne… que descanses —le dice Pelletier,
yendo a la trastienda a coger su abrigo, a ir cerrando
pestillos y recogiendo sus herramientas de artesano.
…Pero es un mal día para ser tan feliz. Aún,
Etienne me saluda desde la calle. Magistralmente…
pero las cosas no pintan bien. París está extraña.
Está… “malhumorada”. Lo siento a través del cristal
del escaparate. Los soldados alemanes están furiosos
y se nota en el ambiente. Hay gritos lejanos, de
trifurcas. Pasos y pitos de gendarmería avisan del
revuelo. Aún los parisinos no lo saben, pero acaban
de matar a un alto mando alemán en alguna calle de
Praga. Una bomba, que termina por hacer explotar el
odio alemán.
“Oh, Etienne… Eres tan divertido”, pienso. Lo
veo saltar, de nuevo. Más allá, a la entrada del
Passage, dos soldados alemanes aparecen de
improviso, y luego parece que se divierten con sus
gracias. Etienne los juguetea desde la distancia, como
siempre, con algunos actos nuevos. Se duele del
clavo en el pie, y revolotea a su alrededor su pañuelo,
como un pajarillo… Luego hace crecer cierta
41
primavera que lo convierte en una flor, desde su
semilla a la apertura magistral de los pétalos, en un
girasol humano que busca la radiación del sol.
Saluda, se inclina, muestra su estrella, tal como le
han enseñado que haga, y espera los aplausos.
…Es su lugar, se oye un disparo. A mí me da el
miedo, pero Etienne, tan grande como es, sigue con
su interpretación. Ahora finge los desaires de un
trapecista primerizo… de un borracho de taberna
muy simpaticón… El mundo se le vuelve del revés,
como si pisara la cubierta de un barco que
naufraga… y, para terminar su espectáculo, el gran
mago de la mímica finge su muerte, en esa elaborada
escenografía del último aliento.
“Oh, Etienne… Ha sido maravilloso”.
…A los alemanes también les ha gustado. Se ríen,
mientras vuelven a sus quehaceres.
“Etienne… Eres grande… Levántate, Etienne.
Pídeles tus monedas; te las mereces”.
…Pero pasan los minutos, y el público ya se ha
ido. La calle está desierta.
“¿Etienne…? ¿Por qué no te levantas, Etienne?”
42
CAPÍTULO QUINTO
43
Es la señorita Champfleury, con el agotamiento
clavado en la cara. Lleva toda la noche de peligrosos
contactos a espaldas de los alemanes. Suspira, y echa
su bufanda sobre la mesa, junto a Helen. La niña
mimada no ha querido comer, como siempre.
—Lo siento, Helen, pero no puedes quedarte más
tiempo aquí —dice. Helen no puede creerlo.
Precisamente, lo último que quiere en este mundo es
quedarse entre aquella gentuza. Hombres de campo,
algún herrero… un leñador… El proletariado, alzado
en armas. Fuman, y conspiran. Llevan días
conspirando. Es ridículo…
—A papá no va a gustarle nada de esto —dice
Helen, haciendo alusión al polvo que parece levitar
en la taberna. Es grasienta, y apesta a cerveza.
—Está decidido: entreguemos a esta niña —
refunfuña Josette, desde la cocina.
* * *
* * *
45
Y la señorita Champfleury se la queda mirando.
No la tiene manía, ni la odia. Solamente, sabe que
hay mucha confusión en el mundo. Está todo del
revés. Una niña consentida como Helen no iba ser
ajena a todo ello. La deja estar, y tira de ella, aún, por
la carretera que atraviesa el bosque. Una bruma
pasajera es sólo eso, pasajera. Para que no las vean
deben darse prisa, y las primeras quejas de Helen no
facilitaron las cosas; refunfuñó, y quiso quedarse
plantada. Sólo la obstinación de la señorita
Champfleury logró moverla, casi a rastras.
—Estos señores te llevaran a la frontera —dice la
señorita Champfleury, cuando aparece con traqueteo
y tos de mecánica vieja una camioneta de reparto que
parece estar a punto de desintegrarse. Dos partisanos
de bigotes la conducen, y para Helen no son
precisamente señores. No llevan pajarita, ni frac. Ni
siquiera un sombrero de copa. Son labriegos, y
ordinarios tipos de taberna de pueblo.
—No podemos llevarla así —dice uno de ellos.
La señorita Champfleury entiende lo que dice. De
repente, tira de una de las mangas de la ropa de
Helen y la rompe.
—¡¿Pero…?! Mi papá va a enfadarse mucho —
dice la niña. Empero, la señorita Champfleury no ha
terminado el estropicio y le descose algún botón, y
con algo de barro la ensucia los colores. Luego la
mira, y siente que hace lo correcto… pero asimismo
se avergüenza de hacerle eso a una niña.
46
Luego, aún reconsidera males mayores:
—No puedes llevar la muñeca, Helen —e intenta
coger a Charlotte… pero, para Helen, Charlotte es lo
único que le queda que le recuerde a su familia.
Arrebatársela no va a ser fácil… Son inseparables.
Uno de los partisanos también lo intenta, pero no
logra arrancarla del eterno abrazo de Helen.
La señorita Champfleury sonríe. Algo noble queda
aún allá dentro, en el corazón de aquella niña.
—Está bien —accede, sólo a cambio de estropear
un poco la pinta de Charlotte. Sucios, y rotos,
inventados en un momento. La despeina, y la arranca
algunas pestañas que Charlotte llora por dentro.
Nunca la habían tratado así.
—Pagarás por esto —dice Helen, conteniendo su
furia; después de todo, la enseñaron a ser toda una
dama y su instinto salvaje queda ahí, en un enfado.
La señorita Champfleury la sube a la camioneta.
Atrás, en la zona de carga, y la aconseja que se agarre
fuerte. Aún la niña está malhumorada, pero da igual;
la da un beso en la frente, que no es nada bien
recibido, y, con lágrimas en los ojos, la señorita
Champfleury se despide, deseando a esta niña toda la
suerte del mundo.
* * *
47
Giselle se abraza a Jennell… ¿o es Jennell la que se
abraza a Giselle? Ambas están muertas de miedo. El
tren traquetea solemne, pero lo hace en mitad de la
noche. Acaso, sería una noche apacible si se
mantuviese así, a oscuras. Sin embargo, a lo lejos,
con el estruendo de rayos y centellas resuenan
terremotos y cataclismos, mientras el cielo
relampaguea si está despejado… o se torna
maliciosas fauces de lobo si en él hay nubarrones.
…Alguien ha comentado que a Jennell no le
gustan los bombardeos. Es la típica pedantería
militar, capaz le reírle a la muerte en la cara. El vagón
está lleno de soldados, y son ellos los que mofan
bravuconadas desmedidas. Lo cierto es que Jennell
no puede pegar ojo, que la lejanía se ilumina de
fuego mientras suenan las sirenas y las voces, y el
mundo entero parece quebrarse con vibraciones que
parecen llegar antes al corazón que al suelo.
La SS-Rotterführer Biermann tampoco duerme…
pero es que ni siquiera parpadea. Está quieta,
mirando al frente. Es recia, y parece estar viva sólo
porque una vez Jennell la vio moverse. Del resto, no
es la mejor compañía. Incluso Giselle parece más
viva que ella.
* * *
48
Con gran esfuerzo, la camioneta sube las colinas
una y otra vez. De vez en cuando deja el bosque, y
entonces a Helen se le iluminan los ojos con la
penumbra de las montañas, con aquella nieve en lo
obscuro de la noche que transmite una luminiscencia
casi más sugestionada que real. Los relámpagos del
horizonte van quedando atrás, aunque aún resuenan
con cierto eco imaginario.
A lo lejos, una luz de ventana termina cogiendo
cuerpo en la forma de un caserón alpino. Rústico, y
alzado piedra a piedra en uno de los confines del
mundo. Precioso… más allá de un pueblecito
asimismo perdido adonde han plantado una especie
de cañón estelar. Es metálico, y articulado de ruedas
dentadas y manivelas. Los soldados, en torno a él,
están revolucionados… y van con sus linternas de
aquí para allá.
Por suerte, la camioneta no va al pueblo. Va al
caserón. Allá, enseguida se oye el ajetreo del
vehículo, hay una señora muy gorda con unas mantas
esperando en la puerta, cariños con los que recibe a
Helen. Huele a pasteles, a harina de hacer el pan. Sus
dotes son de madre, por lo que toca a la pequeña con
sus manos de dulces y terciopelo para saber si está
helada, si tiene hambre, si tiene miedo… Con
instinto, la acuna con ambas manos mientras la
conduce con luz de velas por un corredor de
ventanales y cortinas. La camioneta ya ha
49
desaparecido cuando del otro lado del corredor, con
un candelabro a lo alto, un sacerdote de oscuro entre
lo oscuro se interesa por el bienestar de Helen. La
adormecen de atenciones, mientras brilla con haz de
luna el crucifijo que el sacerdote lleva del cuello y la
desconfianza se hace una confusa mezcolanza con el
cariño que Helen está recibiendo; papá siempre
debatió en contra de los que adoran la cruz.
…Hay un comedor, de madera rústica. Una gran
mesa, con los grabados de mil niños en tantos siglos
de existencia. Son niños, pues, los que cenan aquellas
migajas de pan, de queso, de tocino y algo de leche.
Harapientos críos, como los ve Helen, con la
pobreza más arraigada en sus ojos que en sus ropas.
* * *
50
lleva en el uniforme. Y no son rayos, son dos eses…
SS.
Hay enfermeras muy amables que atienden a
Jennell. Incluso le siguen el juego a Giselle, como la
muñeca rubia que es, en una primera exploración
médica. El doctor, uniformado, valora de Jennell
algunas pruebas naturales en un sanitario… pero,
asimismo, objeta sobre un informe algunas
anotaciones puramente superficiales. El rubio… los
ojos claros… la belleza…
Aquél es un hogar para niños, y, para cuando
Jennell va al comedor después de que el doctor la
apruebe como una legítima hija de la patria, ésta
descubre que allí todos los niños son rubios.
Bonitos… e iguales. Parecen como salidos de una
cadena de montaje. Hermosos, con esos ojos
preferentemente celestes, piel de porcelana… Las
niñas son casi calcadas unas de otras, y Jennell
pronto se confunde en la pequeña multitud como
acaso una gota de agua puede pasar desapercibida en
el mar.
El menú es caldo con pollo, algunas salchichas y,
de postre, un chocolate, gentileza de las fuerzas
armadas.
* * *
51
…No sólo son harapientos… Son un horror.
Helen no quiere seguir el juego de aquellos mocosos.
Bromean, juegan, riñen, se vuelven a reír… Hay
cierto alboroto en la mesa, y, aunque devoran con el
ansia de leones de la sabana, hay cierta guasa que no
parece terminar nunca.
Hay una niña que se fija en Charlotte. Se le
ilumina la cara mirándola. Seguramente, sería capaz
de entregar toda la sangre de sus venas con tal de
jugar con ella.
* * *
* * *
52
…Aquella niña no puede más y coge a Charlotte a
traición. Es la hora de dormir, y aún hay luz de velas
porque el sacerdote sabe que allí hay muchos niños
que aún le tienen miedo a la oscuridad. Por eso el
aura de oro… y por eso se forma un revuelo grande
cuando hay pelea entre la ladrona y una Helen
realmente enfurecida. Los vítores alientan a la sangre
común, no al abolengo, porque muchos ya han
supuesto que la creía Helen es una niña de bien. Lo
saben por su mirada, siempre por encima del
hombro, y porque casi no ha querido comer. Ningún
niño de la calle despreciaba una buena comida.
Todos están en su contra.
* * *
53
aquella niña duerma abrazada a la muñeca. Sabe que
aquella niña nunca se la va a pedir. En Lebensborn,
todo es de todos… excepto lo que no es tuyo.
54
CAPÍTULO SEXTO
* * *
* * *
56
—Te toca jugar, hija mía —dice el sacerdote.
—¿Yo? ¿Al fútbol? —duda Helen. —Jamás me
verá hacer eso.
—Cariño —dice la señora regordeta, tan gentil, —
estoy segura de que serás de mucha utilidad a tus
compañeros.
—Ánimo, pequeña —dice un campesino. —Los
críos te necesitan… Van perdiendo el partido.
“Claro, no hacen más que echar balones afuera”.
Ya han ido a buscar tres balones, y han aparecido
tres niños diferentes. Ahora le toca el turno a las
niñas.
* * *
* * *
58
Mientras, hay otra niña preparada para regresar en su
lugar.
* * *
59
Por las mañanas, la radio, el Volksempfänger, donde
los patriotas arden de rabia y honor. Hablan de
enemigos, de invasores… Las ratas rusas, los
gángsters de América, los prepotentes británicos…
los usureros, ladrones, contrabandistas, mezquinos,
miserables, avaros, canallas… ¡judíos!
“Pero… somos todos iguales”, duda Jennell. Aún
duda, y la SS-Rotterführer Biermann decide llevarla
de paseo.
* * *
* * *
60
El infierno parece haberse desatado. Está allí, en
el horizonte. Hay un ardor intenso, capaz de sonrojar
la tez de Jennell, que ilumina el cielo en la noche sin
Luna. La destrucción crea sus propias fumarolas,
adonde se reflejan las gentes sufriendo las agonías de
la devastación. Sin duda, allí están los diablos de las
entrañas de La Tierra.
“No, los diablos están en el cielo”, dice la SS-
Rotterführer Biermann.
Una incongruencia. Los diablos no pueden volar.
¿O sí?
“Aquello es Dresde”, explica la SS-Rotterführer
Biermann, señalando de la distancia las columnas de
humo, el fragor de las llamas… los gritos de
auxilio… “Antes era una ciudad. Ahora es un
genocidio”.
Sí, la nebulosa ardiente sobre las ruinas de la urbe
pinta con esmero los embates de las callejuelas, de
los parques, de las casas derruidas… La gente arde
sin fuego, se arrastra, pide una clemencia que nadie
va a escuchar… Un horror verdadero.
Trona entonces el cielo sobre sus cabezas, y
Jennell siente que un cataclismo les va a caer encima.
No hay trasluz ni nada parecido para verlos. Ni
siquiera unas nubes de trapo para intuir su presencia.
Simplemente, el sinfín de dragones vuela alto y
61
ruidoso en una bandada descomunal. Casi, como si
mil locomotoras surcaran el cielo. Es después,
cuando sobrevuelan lo que va quedando de Dresde,
cuando las luminarias de artillería empiezan a trazar
sus láseres en todas direcciones, haciendo que los
fantasmas del cielo vayan tomando forma en un tiro
al plato imposible; se vislumbran, y vuelven a
ocultarse como por arte de magia.
Dragones… por supuesto. Metálicos, y rugiendo
con rabia. Dejan caer sus iras en forma de huevos de
dinosaurio, que explotan en llamas blancas de puro
líquido que derriten todo lo que tocan.
“Nos están destruyendo, Jennell”, dice la SS-
Rotterführer Biermann. “Sin piedad”.
…Con hilos de marioneta, los adoradores del mal
no buscan luchar soldados, sino rendir familias. Por
eso destruyen una ciudad.
“Estás viendo un odio incomparable hacia las
personas como tú. Hacia los niños como tú”, dice la
SS-Rotterführer Biermann. “Quizá por envidia de tu
divina forma. Quizá porque quieren robarte todo
cuanto eres… Quizá, matan hasta para robarte a tu
muñeca”, y señala a Giselle, tocándole la punta de la
nariz. Giselle tiembla de miedo. Jennell, en cambio,
se enfurece mientras el pecho le late, y le pesa como
una loza de piedra mientras oye los espantos de la
gente. “¡Allí, míralos!”, señala la SS-Rotterführer
Biermann. Su dedo ahora dibuja las colinas, adonde
el traqueteo del tren. Hay un humo negro que sale de
62
él que es más intenso que la misma noche, por lo que
verlo no es una posibilidad, sino una imposición.
“¡Allí van los que quieren robártelo todo!”
Ahora, Jennell sí que siente que el corazón le va a
explotar. Se duele, pero asimismo se retuerce de
angustia y de temperamento.
—¡Quiero saber quiénes son! —exclama, echando
a correr hacia la estación.
Llega justo cuando la locomotora cruza como un
vendaval. No va a detenerse. No hay pasajeros que
dejar si no es entre alambradas. Un tren de
mercancías llevando demonios, como lo quiere
calificar la SS-Rotterführer Biermann a gritos,
corriendo detrás de su pupila.
“¡No olvides quiénes son!”, añade.
…Ya lo había dicho papá. Parecen personas
comunes. Incluso, buenas personas. Llevan cara de
sufrimiento, adonde antes eran falsas expresiones de
amabilidad, de cortesía, de cariño… “En realidad”,
explica la SS-Rotterführer Biermann, “son bestias
disfrazadas de seres humanos”.
Papá tenía razón. El mundo es confuso, y aquella
estirpe oscura también lo es. Brujos y hechiceras, con
forma humana. Caracteres humanos… “A mí no me
van a engañar”, piensa Jennell... aún cuando dude un
instante al percatarse de que, en uno de los vagones,
al aúpa de quienes quieren que coja algo de aire
63
limpio, hay una niña con una muñeca que se asoma a
la ventana enrejada del vagón de cola. Por un
instante, ambas se ven… y Giselle se topa con
Charlotte, que no puede dar crédito a lo que ve.
* * *
64
aguanta más la helada y es preso de los soldados.
Otro ha caído adonde una barrica de vino… y ya no
saldrá más.
Arde. El caserón arde. Los soldados saben que
“las ratas” huyen del fuego y esperan afuera,
sonrientes, mientras los niños salen corriendo con el
ataque profundo de una tos de fumador. Algunos
tampoco saldrán más… y hasta que apresan a aquella
niña que corre con una muñeca en sus brazos.
Ambas están tiznadas de hollín. Se las ve
desbaratadas… Alguien coge a Charlotte y la da una
patada, mientras a los niños los hacen formar en
línea, como si fueran cadetes de la instrucción de
guerra. Alguien habla. Es una lengua aterradora, con
voz punzante que suena a castigo. Una especie de
gran general, piensan los críos.
Charlotte está ahí, en el suelo… Está tan cerca.
Sólo hay que estirar el brazo…
Llega un camión. En él, los niños son apretujados
hasta que ya no cabe ni el oxígeno entre los cuerpos.
Empero, los siguen subiendo. A empujones, a
paladas… Los tiran como a trapos viejos, como a
muñecos…
¡Como a muñecos!
…Es de noche. A los soldados les da igual dañar
algún brazo, o alguna pierna, a quienes quieren tratar
como a ganado. Por eso, a golpe de sacos de patadas,
uno de ellos tira a Charlotte adentro, justo cuando
65
Helen había perdido la esperanza de volver a tenerla
en sus brazos.
* * *
66
CAPÍTULO SÉPTIMO
67
ánimos, y una invitación a todo viandante a unirse a
las armas.
“Mis muñecas… en el frente…” piensa Pelletier.
Ese pensamiento le horroriza. Sabe que tiene
juguetes en la tienda que no dudarían en combatir…
sus soldaditos de plomo… pero, ¿sus muñecas?
No…
…Y estalla la guerra, otra vez. Los carteros se
unen a los trabajadores del metro, mientras los
gendarmes organizan a las gentes para levantar
pertrechos en mitad de las calles. Hay taxis y
limusinas convertidas en tanquetas, acorazadas con
enrejados y cercas de los parques, somieres y
contrachapados improvisados de cualquier
mobiliario urbano. Hay quien no duda en convertirse
en una especie de máquina humana de guerra,
escondido dentro de un buzón. Cuadrillas enteras
cavan fosas para acorralar a los blindados alemanes,
y los partisanos, ya en su salsa, callejean la ciudad a
través del alcantarillado, urdiendo toda clase de
emboscadas y triquiñuelas.
“¡Oh, mis muñecas…! ¡Van a ser calcinadas por la
locura de la guerra!”
Y Pelletier intenta hacer “las maletas”. Sabe que es
un imposible, porque no podrá llevárselo todo.
¿Cuántas muñecas puede llevar en brazos? ¿Dos…?
¿Tres…? Se sube por las paredes, reza, balbucea
solo… y se le quiere morir el corazón cuando oye un
68
tropel de gente cruzando el Passage. Hombres,
mujeres, niños… Parece que van a combatir. Van a
luchar… Llevan las banderas, el orgullo y los ánimos.
…Pero ninguna arma.
“¡Alégrese, Pelletier!” dice alguien. Es Limonier, el
pastelero de enfrente. Anda de harina hasta las cejas,
después de festejar en la cocina la buena nueva con
una guerra de ingredientes con la que sometió a sus
pinches.
“¿Qué pasa, Limonier? ¿Ya vienen?”
“No. Ya se van… ¡Hemos ganado! ¡París es libre!”
* * *
* * *
70
todas las luces del cielo, después de que éstas le
bañaran la cara. Tiene los ojos, precisamente, de ese
color, del color del cielo de Arizona. Lleva la gorra
de plato como la inventaron al uso los mismos
americanos, algo torcida. Chulesco, pero agradable.
Sobradamente joven.
—Son unas muñecas preciosas —dice. Pelletier
asiente, con una sonrisa.
—Pase por favor —le pide, aunque el caballero
volador ya ha llenado de su presencia toda la tienda.
—¿Busca algo en especial?
—Una muñeca, claro. Dicen que París está lleno
de muñecas.
—Ops, depende. Para usted no encontrará nada
aquí —lo analiza Pelletier, con el viejo truco de que
el cliente confiese para quién es el regalo. —¿Qué
edad tiene la niña?
—¿Mi hija…? Cinco añitos… ¿Cómo sabe que es
para ella?
—Lo dicho, no tiene sentido que sea para usted.
—Oh, desde luego.
—Y está de enhorabuena; para los foráneos hay
un descuento muy sustancioso.
—¿También para foráneos del otro lado del
Atlántico?
71
—…Especialmente para ellos.
Y el aviador indaga las delicias de la tienda. Está
maravillado por todo. No lo denota, pero usa para
con los juguetes el mismo don de la observación que
usa desde el cielo para ver a los enemigos. Se fija en
todo detalle. Tiene vista de águila.
—Y, esa de ahí, ¿cuánto cuesta?
—¿Anna?
—Sí. Me llamó la atención nada más verla —
asevera el piloto.
—Es una linda Schildkröt. Para usted, a mitad de
precio.
—Hummm… —y el genial piloto sigue mirando.
No quiere precipitarse. —¿Y ésta? —y coge a
Sophie, una preciosa muñeca de pelo oscuro, como
la noche.
—Ey, buena elección, caballero. Una Unis France
con pelo natural. Muy hermosa.
—Sí, lo es… —pero la deja en su sitio. Está
indeciso. Sabe lo que quiere, pero sólo podrá saber
qué es cuando lo tenga delante de sus ojos. —¿Tiene
algo en la tienda que sea… no sé cómo explicarlo…
verdaderamente especial?
—Oh, sí. Desde luego. Auténticamente especial
—y, con ánimo, Pelletier va a la trastienda, mientras
72
el piloto aún añade algo así como “…no es que no
esté viendo cosas verdaderamente maravillosas aquí
afuera…” pero Pelletier no contesta. De allá trae una
caja que no parece gran cosa. No es bonita, ni tiene
lazos. Parece, más bien, una caja para fotos viejas. —
Dígame qué le parece esto —y la abre, sobre el
mostrador, y muestra al piloto aquella Dream Baby
alemana de los años veinte. Lo sorprendente es que
se trata de un bebé negro, pelón, con un camisón
blanco de seda. —Esta muñeca es una AM 351 8K,
una maravilla auténtica. Con la ocupación alemana
no me he atrevido a exponerla y la tenía escondida.
Habla mucho de cómo ha cambiado el pensamiento
bávaro en los últimos años, ¿no le parece?
—Sí, sí que es excepcional —y el piloto la coge.
Está sorprendido. —Pero no es exactamente lo que
busco. Créame, se la recomendaré a los chicos de la
332. Yo buscaba otra cosa… No sé, algo único…
Algo que sea tan grande que todo el mundo repare
en ello, pero que pase asimismo desapercibido —y el
piloto observó cómo Pelletier lo miraba desde lo alto
de sus gafas. —Creo que lo estoy volviendo loco.
—No… Tengo exactamente lo que busca —y,
con decisión, Pelletier lleva al aviador afuera, al
Passage. —Mire —y me muestra, a través del
escaparate. —Lleva años ahí, sin que nadie la
compre. La mitad de la gente se fija en ella y se
escandaliza, y la otra mitad pasa de largo sin
apercibirse de ese precioso cabello rojo. Creo que
está hecha para su hija.
73
¿Cómo diablos podía saber Pelletier que la hija del
aviador era así, precisamente pelirroja?
—Amigo —dice el piloto. —Ya tiene comprador
para esa muñeca.
—Para Anne. Se llama Anne, ¿señor…?
—Williams… capitán Dacey Williams.
74
CARTA PRIMERA
75
No olvides nunca, antes de acostarte, darle al viento ese
beso volado que espero todas las noches en la ventana del
cuartel. Papá lo está esperando siempre, y lo recibe cada vez.
Papá te quiere, cariño. Un besote.
76
CAPÍTULO OCTAVO
* * *
77
en lo alto, luchando no sólo contra las avispas
enemigas, sino contra las arremetidas del viento y el
agua.
En unos minutos se hace el silencio. Así toda la
noche. Luego, la corneta, y los hombres se ponen de
nuevo en pie. A veces, incluso salen de madrugada a
pelear.
…En otras ocasiones, ni siquiera vienen a dormir.
* * *
78
…A su lado. Le recuerdo a Allison, y el Capitán
siente que necesita tener cerca a su ser más querido.
Por eso me lleva así, del brazo, y salimos del
barracón en este día precioso. Hay luz magnificada
en todos los colores del mundo, con el césped junto
al asfalto, las banderas de barras y estrellas, el cielo
salpicado de nubes pomposas y las caricaturas de los
aviones. Sí, el pueblo americano es muy alegre. Al
mal tiempo pone buena cara. Por eso los pilotos van
pintando fantasías e ilusiones en sus aparatos.
“Anne… Te presento a Allison…”
Creo que me voy a morir. Mi alegría es inmensa.
Estoy fuera de la caja, y la idea es que la niña me
“destape”, me encuentre de sopetón… pero no la
veo por ninguna parte. Allí está el avión, pero nadie
más.
¿Dónde está Allison?
Lo entiendo todo cuando echo un vistazo al avión
y descubro el bonito nombre que le han pintado en
el morro:
Lively Allison
79
a los miles de relojes de la consola de vuelo. Es
preciosa, desde luego. Una niña tierna, fotografiada
junto a un pony en una granja llena de vida. Sonríe,
con su sombrero de cowboy.
…Hay flores secas, como prensadas, en el panel.
Allison las ha debido enviar en alguna carta. De
hecho, también hay cartas en algún rincón, abiertas y
apiladas con mimo, y un lacito que, seguramente,
“papá” se trajo de recuerdo desde Arizona, quizá de
alguna de las coletas de Allison.
“Agárrate fuerte, Anne… Tenemos que volar”,
dice el Capitán.
Yo estoy muy asustada. Huele a Allison, pero
asimismo enseguida huele a carburante quemado.
Hay una explosión, el avión tiembla y el Capitán
ultima los ánimos y la buena suerte con los
mecánicos y con sus compañeros de vuelo. Lleva
mapas, linterna, brújula, un cuaderno de
anotaciones… Todo encima, como si fuera a la
escuela… y como un explorador de la África Salvaje.
Un aventurero… y una muñeca fina como yo.
* * *
81
“nueve de diamantes”. Son los intrusos, los extraños,
en un mundo que nadie debería haber perturbado.
A veces, abajo, al través de un abierto en las nubes
se ve tierra. Porciones, a caprichos, para antojarnos
de que se estuviera luchando por casitas de papel,
por puñaditos de cosechas y otras menudencias
liliputienses. Porque la guerra no es sólo para con
aquellas hormigas del suelo, sino que ha llegado hasta
los cielos; pronto, un sinfín de avispones toman
forma en el horizonte.
“Agárrate, nena”, me dice el Capitán. “Empieza la
fiesta”.
Una extraña fiesta. Vuelan los fuegos artificiales,
pero esta vez no son un decoro. Son rabia contenida,
o deber, en ese honor absurdo de hacer daño.
Relampaguean, las balas, como centellas bacterianas,
sometidas a extrañas fuerzas centrífugas que las
retuercen como a cabellos solares desdibujados por
el viento. Hay sonido de aleteo de mosquito en el
vaivén de los aviones. Una azarosa tormenta de
aparatos. Se cruzan y persiguen, se revuelcan, se
miden y se estudian, y se pelean. El Capitán ya los
conoce, y ya conocen al Capitán. Algunos les hacen
señas, como señas se hacen los pilotos de un mismo
bando. Allí está el temido Seis Negro, pilotando su
Messerschmitt desde Libia, pintado con la piel del
leopardo y el morro amarillo. Otro diablo alemán
lleva tatuadas sus victorias como estrellas negras,
hasta veintiséis, y un simpático Mickey Mouse,
82
denotando que el mundo es a menudo más absurdo
que la casualidad y para que el mismo ratoncito
sonría desde ambos bandos; hay americanos que
también lo llevan pintado, a veces con dos pistolas.
Hay una bota pintada en un Messerschmitt verde que
quiere patear algún trasero… y una bruja hechiza a
los yanquis con sus piruetas mágicas, mientras alguna
calavera y un dragón hacen saltar el pánico.
Danza, o eso parece, el Capitán Goebel con su
Flying Duchtman, su Mustang de capó negro. Shu-Shu
ruge detrás, protegiéndole mientras va dejando una
mancha de aceite que se diluye en la nada. Al norte,
Betty Jane anda de morros con el enemigo, en
bravatas de montaña rusa. Al sur, Mary Mac, cayendo
y remontando, silba embistiendo junto al Creamer´s
Dream del teniente White, de la famosa 332 pilotada
por hombres de color, con una pin-up girl desnuda
pintada en un costado… ¡y en el otro! Por éste, la
chica aparece de espaldas, con el pompis al aire…
Del otro lado, y para taparse las vergüenzas a tiempo
de que no la vean tal cual los pilotos alemanes, la
preciosa americana se tapa como puede de las
miradas indecentes… ¡pero también se cuida de las
balas!
Tengo mucho miedo. El ruido es ensordecedor, y
la tragedia toma cuerpo rodeada de la belleza natural
del cielo, adonde sólo un minuto antes jamás hubiese
imaginado que la estupidez del hombre llegase a
tomar cuerpo incluso allí, cerca de las estrellas. Hasta
los gansos se han ido, espantados del horror de las
83
multitudes que copan lugares que deberían estarles
prohibido.
“¡Uno menos!”, dice el Capitán. Sus balas han
tocado un avión enemigo, que arde. Cae,
inevitablemente. Todo cae, si no ruge su motor. Con
una inocencia engañosa, aún creo que todo va bien,
que el enemigo, que también es un hombre, apenas
se “estrella” contra el mar de nubes y allá queda, a
salvo y atrapado en un colchón jabonoso.
De repente, Lively Allison cae en picado y su
sonido se agudiza, cayendo tras otro Messerschmitt.
Veo el emblema del avión alemán, que no es otro
que un pajarraco tristón con el paraguas del premier
británico Neville Chamberlain bajo el ala. Poco sé de
política, para no entender que aquel primer ministro
sólo pretendió la paz cuando alcahueteó las pasiones
del Mesías alemán en su expansión europea, la que
ahora daba al traste con todo buen sentimiento al
acarrear una guerra total. Y el Capitán que da cuenta
del “chistoso”, clavándole sus garras en las alas, para
dejarlo “patitieso” y que apenas vuele como el
primer avión de papel que a duras penas dobla un
niño. Merodea, por ello, y, ya sobre tejados y un
campanario, el “oleaje” del viento le arranca las alas,
con el mismo quehacer de una niña enamorada que
deshoja una margarita pensando en su amor.
No veo qué sucede. Hay demasiado humo,
demasiado fuego… Otra vida se ha ido, y no se sabe
adónde queda, ni adónde va.
84
“¡Otro!” le vitorean al Capitán por la radio. Hay
eso mismo, aires de fiesta. “Llegará a ser as en un día
si sigue así, Capitán!”
Y subimos. El cielo es nuestro, y Lively Allison va
adonde quiere. …Y sé que todo aquello es por ella,
por Allison. Sin embargo, nunca deja de ser algo
salvaje. El Capitán es lo que llaman un héroe del aire,
un as… y vuelve a la pelea para enfrentarse con el
“Trece Rojo”, un elegante caballero al que ya
proclaman con al nuevo “experten” alemán. Es
soberbio, y los Mustang le huyen. Lo dejan estar,
mientras el duelo se avecina cruento y ensombrece
cualquier otra riña. Ambos, el Capitán y su enemigo,
pican al unísono para sobrevolar la campiña, tan al
ras que puedo oler el dulce olor de las flores. Hay un
corazón pintado en el capó del Messerschmitt. Lo sé
porque lo he tenido casi al alcance de la mano. Así se
han visto, los ojos, ambos pilotos, que no dudan en
perderse en el bosque en una cacería sin cuartel,
deshojando las copas de los árboles, peinando
arbustos y arrancando de cuajo algunas setas. Uno
primero, y luego el otro, descargan sus armas, en una
bulla que acalla a la Naturaleza. En ésas, el Capitán
recibe algunas balas en un costado, sangra obscuros
el Mustang y yo siento que la vida se me acaba, que
el torbellino de velocidad en que se ha convertido el
suelo nos va a absorber. Empero, todo vuelve a su
cauce cuando ambos aparatos remontan el vuelo con
iguales heridas. También hay líquido que brota del
caza alemán… empero éste no es aceite… es líquido
85
rojo. El as está tocado, y, más allá de su mecánica
montura, del alma y carne que la espolea.
Hay una pausa. Un momento de perdón. Quizá,
ese último aliento, o la última voluntad. Tan cerca,
que puedo ver las fotografías de los hijos del piloto
alemán pegadas en su consola de mandos. Lleva al
cuello un pañuelo muy bonito. Cosas del amor.
…Parece dormido… pero se lleva la mano al pecho,
y aprieta, quizá sentido del dolor de no volver a ver a
su amada.
…Ahora sé que el horror de la guerra no entiende
de amor. Es cruel, e indiferente a los sentimientos.
El Messerschmitt cae, poco a poco, y el mundo
entero no hace nada para evitarlo. De hecho, es el
mundo el que se acerca al avión, para hacerlo
desaparecer en un hongo de fuego que fulmina las
cosas para dejarlas como astillas.
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CARTA SEGUNDA
87
CAPÍTULO DÉCIMO
88
al prisionero unas de repuesto. Los alemanes
también admiran al artillero que saltó sin paracaídas
de su bombardero y sobrevivió al impacto. Los
centinelas dejan su puesto de guardia para ir a verlo y
escuchar su historia, convertido en leyenda a través
de la casualidad y el milagro.
Los hombres, que convierten el horror en una
forma de vida y adornan de dignidad la crueldad
infinita con que la sangre dibuja caricaturas en los
cristales de sus cabinas de vuelo. ¿No sería más fácil
arreglar las diferencias con una simple partida de
damas, como hacían Pelletier y Etienne?
…Echo de menos a Etienne… y al señor Pelletier.
Sí, son días de echar de menos a la gente que se
quiere.
De noche, volamos hacia el sinfín de colores que
chisporrotean en tierra. Sólo son luces, hasta que
tocan el cielo. Entonces hacen ruido, y sus bolas de
humo huelen a petardo de feria. Sin esas balas
perdidas, de noche el mundo es tan confuso que hay
que imaginarlo. Entonces amanece, en el momento
más hermoso imaginable. El color intenso toma
cuerpo recuperando a las ciudades del abismo, y
entonces sé que los fuegos que veía en la oscuridad
no eran chimeneas encendidas, sino casas
incendiadas.
…Hoy he visto a un piloto alemán rebotando
contra el suelo al saltar de su avión en llamas. Es de
goma. Creo que es un juguete. La carne no rebota
89
así, como la goma de una pelota. Llevaba en la cola
de su avión pintada una corona con cien victorias, y
una Cruz de Caballero con Hojas de Roble, Espadas
y Diamantes, por lo que el Capitán aún no se cree
“su proeza” y está ido. En tierra lo felicitan, lo
abrazan, lo llevan en alto… pero sigue sin reaccionar.
Está sobrecogido… o acaso terriblemente asustado.
Lo sé en la noche, cuando toma algunas cervezas de
más y termina llorando en su catre, sin que nadie lo
vea.
…Nadie debería rebotar así.
* * *
* * *
91
…Y lo hizo. Tenía que hacerlo. No podía ser mi
“papá”, y el de Allison, si no tuviera corazón. Vence,
de nuevo, y el piloto que hiere está desvanecido. Sus
colores ahora son rojos, el de las heridas de bala que
le manchan la ropa. El cristal ametrallado inunda la
cabina de vórtices de viento disparatado, que no
logran despertarlo, mientras la fábula es tan intensa
en los cielos cargados del hechizo de la guerra que,
aún sin alguien que lo gobierne, el Messermitch sigue
volando en línea recta. Caerá. Es seguro que caerá.
Nada vuela infinitamente. Hay tiempo de regocijarse,
y el Capitán echa un último vistazo a su nueva
víctima, lo detalla de adelante a atrás, seguramente
buscando esa vanidad que lo haga saber que está a
punto de derribar a otro as enemigo. Sin embargo,
en un momento de infarto distingue el nombre que
hay pintado debajo de la cabina: Harro.
…Harro, derribado en La Batalla de Inglaterra.
“Yo mismo lo derribé, Coronel”, explica luego el
Capitán Dacey Williams. “Yo derribé a Harro…
cuyo hermano decidió volar con su nombre escrito,
en su honor, y no me siento capaz de soportar la
responsabilidad de arrebatarle a esa madre otro de
sus hijos”.
…Y lo que pasa entonces es maravilloso. El
Capitán vuela cerca… cada vez más cerca. Tanto,
que en algún momento ambos aviones quedan
hermanados. Están unidos, quizá por un aura
invisible que tiene un poder magnético sublime.
92
Quizá el poder de la responsabilidad, del deber… o
del cariño. El Mustang del Capitán, poco a poco, va
corrigiendo la trayectoria de su enemigo y lo lleva a
tierra suavemente, como un avión de papel que
termina acariciando la hierba con su panza. Sólo así,
con tanta entrega y pasión, como se atiende a un
pajarillo herido, se entiende que los enemigos del
cielo y de la tierra se queden mudos, observen, lloren
y entiendan que la muerte tiene su momento… pero
que también hay momento para que el gen adorable
de La Humanidad tome cuerpo con toda su
magnífica hermandad.
93
CARTA TERCERA
95
CAPÍTULO DÉCIMOPRIMERO
97
escombros, sino arriba de ésta; cosas del destino y
sus caprichos. Ambas pareces estatuas ficticias.
Inventos de la imaginación. Los soldados no creen
que sean sino reflejos fantasmales de las almas que se
han perdido, como huellas de ceniza. Las alumbran
con sus linternas, y temen que la niña abra los ojos
porque, en la blancura, tanto color como unas
pupilas buscando aliento darían verdadero pánico.
Ha tosido… Está viva.
* * *
99
Allí, en el frío de la noche, arropada apenas por la
peste de los cuerpos hacinados en un mismo
barracón con aires de establo. Todos callados, con el
escándalo de los estómagos y sus retorcijones. Un
mundo quieto, y calmoso… empero visitado y vivo
de cucarachas, chinches y otros bichejos intrusos de
los malos aires de la desgracia.
Calvos… y calvas… Sólo Charlotte tiene pelo.
Han robado hasta eso, el pelo de la gente. Por eso,
porque la ven demasiado, Helen le arranca a
Charlotte su preciosa cabellera; tiene mucho miedo
de la mirada de los guardias… pues ya sabe que éstos
andan robando vidas entre la gente.
Charlotte se duele… pero calla. Debe callar. Todo
el mundo debe callar. Seguir, para hacer todo lo que
aquella gente quiera.
…Hay una fábrica que espera. Amanece cada
mañana. Ningún bombardeo la ha destruido. De
ladrillos, y chimeneas con fumarolas verdes. Allí los
presos conjuran gomas y químicos industriales.
Muchos regresan a los barracones con las gargantas
soldadas por al vapor de los olores pegajosos. Otros
no pueden volver a abrir los ojos, o los centellean en
blanco sin poder vislumbrar nada. Hay incluso
quienes ya no pueden caminar, o no pueden agarrar
nada con sus manos desprovistas de piel. La que les
viene encima será, entonces, la última de sus noches.
Ya no serán de utilidad. Ya no servirán ni como
100
compañía. Al amanecer, nadie podrá hacer nada por
ellos.
Desaparecen…
* * *
102
entender la SS-Rotterführer Biermann; el Mesías no
quiere que quede más que el coraje y el odio cuando
todos los soldados de alemania se hallan esfumado.
…Que odie. Que odie todo cuanto pueda. Papá
quizá aún yazca destruido por la metralla en algún
charco de las hendiduras por pisadas de un blindado.
Quizá se hizo en esos pedazos que ya nadie puede
componer, víctima de una granada. …Tal vez lo
mataron a sangre fría, cuando alzó los brazos para
rendirse, para pedir clemencia. Hay que imaginarse lo
peor. Todo, lo imaginable, apenas mirando el metal
de la medalla. Un retal demasiado frío y absurdo de
un papá. Todo lo que podrá tener hasta que ella
misma muera.
…Dolor, y dudas.
* * *
103
Pasa hambre. Todos los niños pasan hambre. De
hecho, allí todo el mundo pasa hambre. El alimento
está meticulosamente medido para calmar las
entrañas en unas pocas horas de trabajo, pero
también está proyectado para ir robando el aliento a
las personas y que se esfumen en unos pocos meses.
Para entonces, el hombre más gallardo ya está en
ruinas. La mujer, acaso la más hermosa, ya es un
trapero viejo.
…Los adultos se dedican a escribir. Aunque no
haya papel, ni mucho menos cartero, escriben.
Escriben cartas de amor, de olvido, de familias, allá
adonde pueden. En la madera… en el suelo, bajo
una piedra… en la arena… A veces, con las uñas.
Otras, con cualquier cosa. Hasta con los casquillos
de bala que se van apareciendo por entre los
barracones.
Los niños juegan. El angosto abismo de sus
estómagos los agobia, pero ese corazón joven de las
primeras ilusiones los hace correr, reír, saltar… Son
la vida entre la muerte.
—¿Tenéis hambre, niños? —dice una señora. Es
enorme, o todo aquello que la rodea se ha
empequeñecido tanto que esa es la impresión que da.
Los niños asienten. Ella comparte lo que tiene, en
migajas que los niños absorben como esponjas.
Una vez, aquella señora dio de caramelos a los
niños, en el parque, y de migas y sardinitas a las
104
palomas y gatos. Es la señora Aubrière, el ángel de la
caridad en este mundo. Siempre tiene un trozo de
pan o de cualquier otra cosa que dar a los niños,
aunque sea un pedazo de cuero. La han encarcelado,
como a todo el mundo, sin saber que ella quiere a
todos por igual, que no es enemiga de nadie. En el
mismo frente de batalla hubiese dado de beber al
sediento y de atenciones y curas al herido… y fuese
del bando que fuese. Ahora, allí, en el campo de
concentración, su magia volvía a obrar sobre sus
engranajes invisibles para hacerla cocinera de masas.
Jefa de cocinas, mejor dicho.
—Ya es hora de que esta miseria sea maravillosa
—dice. Los niños la escuchan. —Quiero que os
llevéis esto —y, de sus bultos, bajo sus ropas de
preso, va dando a los niños otros “pijamas de rayas”.
Todos iguales, como es norma… aunque con los
numerales inventados. —Mañana vendréis al
comedor con uno de estos “uniformes”… Luego, de
regreso al barracón y a volver con el otro.
Menuda es, la señora Aubrière. Su ingenio no
tiene límites, así como su amor. Sabe que la carne va
menguando, como acaso se desvanece el seso. La
gente va muriendo de a poco en poco, mientras el
sustento no les llega por las míseras raciones de
cocina. Ahora, su magistral cariño da como resultado
una treta ingeniosa, la de aunar en el campo más
niños de los que realmente existen.
105
…Helen no puede creer que comerá dos veces. El
dolor y la intriga del hambre la están matando.
Bendita señora Aubrière.
…La señora Aubrière ya ha “enamorado” de
entusiasmo a los encargados de las listas, a los
policías internos, a los guardas, a los chivatos… y,
cuando no ha podido, los ha engañado de inventos
hablados que nadie puede resolver. La confusión ha
de llegar, con el vaivén imposible de críos en todas
direcciones, a todas horas. Muchos, a su habitual
puesto de trabajo, abrillantando útiles de guerra,
limpiando chatarra de guerra avenida del frente,
lijando cápsulas de proyectil… y otros, limpiando,
acarreando, barriendo, fregando… o todas las cosas
a la vez. En la amplia perspectiva de la señora
Aubrière, para convertir el campo de concentración
en un enigma visual del que pocos podrán darse por
aludidos, sólo hay que existir más allá de todo lo que
existe.
Helen es 11.382, siempre con Charlotte en sus
brazos.
* * *
106
palacete de alfombras persas y lámparas de cristal. La
orquesta es de esmoquin, pues, y la servidumbre de
blanco. Los comensales y danzantes son caballeros
militares, y ellas todas princesas con diamantes. La
cena tiene un pez arábigo de exquisito sabor, y hay
cervezas para los orgullosos de su patria y vinos
españoles de noble cuna para los que quieran
terminar hablando más de la cuenta. El vals es
sinuoso… y el coro, que es todo el mundo, entona
canciones de hombres valientes inspiradas en las
raíces alemanas. Todo el mundo las canta.
…Jennell ya las ha oído. Las lleva en el
subconsciente desde que era bebé. Hoy, sin
embargo, no le apetece el festín. Los niños,
engalanados como los adultos, se hartan de
chocolates y pasteles. Hay abundancia. Hay limpieza.
Hay estilo… Hay de todo.
…Afuera, en cambio, ya se ha legalizado el
consumo de carne de perro.
* * *
107
Entretanto, 12.435 y 12.443 ya están pletóricas,
recuperando el color rosáceo de sus mejillas. 10.342
ya puede correr. Sus vértebras se han vuelto a
esconder en su espalda. 10.221, incluso, se ha
empachado; ella tiene tres ropas, con tres numerales.
Va y viene cuanto quiere.
Hoy, sin embargo, 11.382, es decir, Helen, coge a
9.567 de la mano y la obliga a levantarse; ya está
harta de verla escuálida, casi desaparecida, y de que
llore de hambre todas las noches.
“Hoy vendrás conmigo”, le dice, “dos veces”.
Tiene los ojos abiertos de par en par. Asustada.
9.567 no está hecha para las tramas de sabotaje. Está
muerta de miedo. Sin fuerzas algunas para caminar,
arrastra los pies de la mano de Helen, ó 11.382, y
come su primer plato. Poco, apenas ese caldo mísero
que la dará las fuerzas suficientes como para volver
al barracón. Poco más. Allá, Helen la obliga a
cambiarse de ropa y la convierte en 9.567. Entonces,
ya está tan pálida que parece que va a desintegrarse.
Vuelven a temblarle los pies. No será capaz…
aunque tiren de ella con decisión.
“No soporto a las estúpidas”, la va diciendo
Helen. Hay algo malo y algo bueno en ella que la
obliga a ello, a ayudar a aquella otra niña por la que
se reitera una y otra vez que hay personas en el
mundo que no merecen vivir. “Anda, come”, le dice.
108
* * *
109
Jennell y su familia, en cambio, bajan al sótano.
* * *
* * *
* * *
112
subconsciente les avisa de estar viviendo en una
especie de mundo de las maravillas… pero aún son
incapaces de hallar la lógica a los sucesos.
Helen sonríe. No lo demuestra, pero sonríe. Algo
nuevo está despertando dentro sí. Se siente mayor…
como se siente un poco el reflejo de la señora
Aubrière. El mundo puede moverse, y no hace falta
empujar muy fuerte; el resto lo ponen los demás…
Sólo hay que engranar una idea en el momento
adecuado.
* * *
113
Pronto asoman las balas. El señor corre detrás del
crío. Es mayor… Muy mayor… Hay que apreciar
mejor sus detalles para entender que no es un padre,
que es un abuelo. Las bravatas populares, de
megáfonos y carteles, y sobretodo la radio, hablan de
la rebelión de los hombres lobo… pero allí sólo hay
eso, niños y ancianos.
Una bala alcanza al abuelo. Simplemente, parece
que se ha caído, que ha tropezado con la nada. Su
nieto corre a socorrerlo, pero, en lugar de una
persona, lo que halla es un bulto de carne que emana
líquido rojo caliente como el pan recién hecho.
Un tirón… y Jennell queda boquiabierta; el señor
de la casa acaba de cerrar las cortinas. No quiere que
los niños de la casa vean eso; ya hay bastante con que
otros niños deban estar allá afuera peleando.
* * *
114
Es el hospital, adonde suceden cosas extrañas. El
otro día, un señor que entró tal cual salió con tres
orejas. Otros, terminaron andando del revés.
…La mayoría no sale.
9.971 anduvo cien pasos antes de desmoronarse.
Llevaba en brazos un perrito que, de alguna manera,
debió encontrar lindando los barracones. …Cuando
Helen se cercó a mirar, el perrito también estaba
dormido. Calentito, y abrigado de los brazos de
9.971… Tan a gusto, tan adorados, que no hubo
artificio o don humano que pudiera volver a
separarlos.
* * *
115
Ya hay casas en la distancia que parecen ruinas
griegas. Otras pintan infinidad de pecas por las
escaramuzas urbanas adonde se dispara todo lo que
se mueve. Las columnas de humo al cielo parecen
manos rocambolescas pidiendo libertad. Hay una
bruma de guerra pestilente que quiere colarse por
donde el hueco de las chimeneas, por debajo de las
puertas. Huele a muerte, sí, y hay gritos que resuenan
a lo lejos, y acaso son más perceptibles que las
explosiones porque el oído del alma siempre está
más al vilo de lo humano que de lo artificial.
Hoy, por fin, la SS-Rotterführer Biermann
reaparece. No tiene buena cara, pero Jennell se
abraza a ella con ilusión. La mira, y la coge con
fuerza:
—Señorita SS-Rotterführer —dice Jennell… su
mirada es de fuego, —ya estoy lista para odiar.
…Pero no es la SS-Rotterführer Biermann
apropiada al momento. La soldado está aterrorizada.
Jennell ve ese horror, y no lo entiende. Ahora es
cuando deben caminar esos prados de la victoria,
con la cabeza bien alta. Se lo enseñaron en
Lebensborn, donde aprendió que la sangre limpia de
sus venas la hace un ser superior. Ahora es cuando,
con honores, lo niños deben marchar al horizonte y
conquistarlo, cogerlo de un puño. No es hora de
tener miedo.
La SS-Rotterführer Biermann mira con tristeza al
señor de la casa. Éste lleva sus insignias oficiales, las
116
del partido político que le da la vida. Sus
aspiraciones, convertidas en chapitas y decoros de su
ropa. No es militar, pero siente por dentro un deber
semejante al soldado que entrega su vida en el campo
de batalla.
A su lado, su mujer. Sus dos hijos, Herman, el
chico, y Heidi, esa niña preciosa que ha compartido
con Jennell muchas horas de juego. Jennell también
ve en ellos esa cara extraña que, hasta hoy, jamás les
había desvelado. De hecho, es la primera vez que
aquellos dos niños tienen que empeñar lo aprendido,
que el deber es mayor que cualquier suspiro de niñez
que se les quiera escapar al respirar. Se les está
pidiendo, en esta hora, que sean hombres. Que sean
ese soldado total.
Jennell no lo puede entender. Sabe que en este
momento se despiden, y, ya como camaradas de
honor, le quiere dejar su muñeca a Heidi, con todo
amor y sacrificio.
…Heidi mira a papá. Papá no dice nada.
“No…” la niega Heidi, con la cabeza; la decisión
es suya, y es tan noble y responsable que, sin lugar a
dudas, la han enseñado a ser toda una dama de acero.
Con ese silencio abusivo que ha copado la casa, y
más aún la despedida, Heidi aprieta a Giselle al
pecho de Jennell. “Es tuya”, parece que le dice.
Es la hora. Esa hora llega, y no hay vuelta atrás. La
SS-Rotterführer Biermann tira con delicadeza de
117
Jennell, llevándosela de aquella casa adonde la
muerte está entrando de puntillas. Porque Jennell no
lo intuye, porque es muy difícil de entender. Apenas
comprende que aquel salón de arriba, adonde se
reúne la familia, es tapiado por los criados mientras,
dentro, la familia permanece tranquila, quizá
inmortal en el recuerdo… mientras sus cuerpos van
a ser pasto de la carcajada de la guerra cuando papá
termine de preparar aquel cóctel que, sin prisa, acto
de azúcar, agua y cianuro tratará de su última hora
del té.
* * *
118
gente. De otros, los soldados bajan complejas
ametralladoras que van montando en sus trípodes.
Sin más, abren fuego.
No hay maña, ni otras maneras que la ocurrencia
del momento. Las niñas y niños intercambian una y
mil veces, con desesperación, sus numerales, sus
ropas… intentado burlar a la muerte. Empero,
10.436 cae con un tiro en la cabeza. Es un tiro para
otra persona, pero la muchedumbre es tal que el
destino no puede evitarlo. 8.456 sube a un camión,
que no va a circular, y a 9.327 la llevan a rastras a un
barracón, adonde encierran a las gentes para prender
fuego al edificio.
…12.756 es llevaba al puerto. Allí la confinan en
el “buque de la muerte”. La hacinación de cuerpos
dentro del barco es tal que hace que la peste humana
se coma el oxígeno, convirtiéndolo en una pasta
maciza que copa el volumen de las gargantas sin más
motivo que el de existir como insípido relleno, sin
apenas dar la vida. Hay demasiados “pasajeros”. Son
camarotes de lujo, pero nadie le presta atención a los
decoros de pan de oro. El aire es todo cuanto la
gente necesita, y afuera, en cubierta, el frío es tal que
apuñala los sentidos. Zarpa… Es de noche… La
niebla no deja ver el mundo, que parece haberse
desvanecido.
…Cae una bomba, del cielo, y el buque se hunde.
12.756 respira… olor a carne, en ese vaho total de
miles de personas en un mismo camarote. Luego
119
respira miedo, el total miedo… y al fin respira agua.
Tanta agua, que el hielo que es su cuerpo la
inmortaliza por siempre en los mares de la
incertidumbre.
11.127 lleva a Charlotte en brazos cuando se
encuentra con 10.756. Ésta tiene mucho más
carácter, y le arrebata la muñeca. 11.127 siempre ha
sido un poco estúpida. Así la ven muchos. No
sobrevivirá. El caos sigue copando a sus anchas y
silban de nuevo las balas.
8.501 dormita como puede con un pie en este
mundo y otro en el más allá. No tiene un lugar digno
donde morir, porque los barracones están siendo
incendiados. La han dejado bajo un coche viejo, un
auto de oficiales que, desde hace años, espera
repuestos para una reparación. Allí no la irán a
buscar, y es difícil suponer que sus altas fiebres
prendar fuego al aceite del motor. Hay podredumbre
en sus venas, y en sus huesos. Por mucho alimento
que el sinfín de numerales y niños del campo la
hayan proporcionado, el horror de la muerte ya está
enraizado en su gen. El mundo se le desgrana del
aliento, con cada delirio y esa paz absoluta de quien
cierra los párpados por última vez víctima del tifus.
13.612 encuentra a Charlotte en el suelo. La han
pisoteado mucho. Está manchada de sangre. Y de
tierra. Un desastre. La gente sigue corriendo, y las
balas siguen corriendo más que nadie. La coge, la
120
aprieta contra sí. Es una fortuna haberla encontrado.
Y para ella sola; ya casi no quedan niños que matar.
…Alguien blande un cuchillo. Se ganó con
hombría, la hombría absurda de los asesinos
confesos que se esconden detrás de una hermandad
de idiotas. Es glorioso, piensa él, en una juventud
recién perdida, a hombre, que le confiere una
inmortalidad jactanciosa. Corre con risas, él cree que
con artes, y va degollando a los presos con un
ímpetu total.
…Charlotte cae al suelo. Otra vez es una muñeca
de nadie.
* * *
121
¡Ya vienen…! grita alguien. No se puede saber
quién ha gritado… ni quiénes son los que vienen.
Jennell sólo sabe que corre, que el único lazo que le
queda con la vida es la SS-Rotterführer. ¿Dónde está
el prado florido por el que tenía que marchar?
Bajan… Hay una boca de metro. Allí se hacina la
gente, pero se puede entrar. Es decir, los soldados
dejan que la SS-Rotterführer Biermann pase. Que
entre, a un lugar horrible. Es el infierno. La peste es
sólida, como un guantazo. Hay cuerpos
fantasmagóricos por doquier, sin movimiento. Cada
cual está tendido, echado cual indigente, o se hacina
para intentar penetrar algo más en lo que no es un
metro, sino un refugio.
Tiembla la luz cada vez que cae un obús. Se dice
de millares de baterías disparando sus cañones contra
la ciudad. Son los parias, otro tipo de sub-humanos
que piensan que todas las personas son iguales.
Demonios, que han venido desde adonde sólo crece
la nieve para arrasar todo a su paso. Se allegan
borrachos, y escupiendo pestilencias. Matones, y
maleantes.
Poco a poco, el túnel se hace más tétrico. Hay
callejones sin salida, adonde la gente se agolpa. No
cabe un alfiler. Tampoco hay luz, por lugares adonde
las paredes son luminiscentes. El verde viste las
caras, las miradas, las siluetas… Es como haber
ingresado a una dimensión con una atmósfera
pantanosa. Huele a orín, y a alcohol.
122
La gente cocina ratas, porque ya no queda carne
de perro.
* * *
123
* * *
124
Nadie entiende nada. Es imposible comprenderlo.
Jennell reniega pensar ahora en el mundo de los
adultos, saber del mundo de la sangre y el honor. Es
demasiado raro.
Corren, solamente, corren. Nadie sabe adónde. A
cualquier lugar. Cualquier casa, aunque esté en
ruinas. La SS-Rotterführer Biermann abre paso
como puede, entre petardos y astillas horrendas. Hay
risas de los bravucones, en mitad de la muerte, y
llantos entre la desesperación. Otros, en los edificios,
oyen la radio y, de ellas, las voces de gallardía, las que
piden hasta el último aliento en una batalla ya
perdida. Resuena así el retrato de la paranoia de entre
las ruinas desamuebladas, de suelo de cristales rotos,
de tejados inexistentes y de agujeros, muchos
agujeros… algunos del ático al sótano.
Hay que esconderse. Como ratas. Ya la gente ha
comido lo que nunca habían pensado formaría parte
de su menú, y ahora toman aptitudes animales
propias de la naturaleza más antigua de los seres
vivos: sobrevivir. Una madriguera…
La SS-Rotterführer Biermann abraza a Jennell… y
Jennell a Giselle. Hay que soportar el frío. Hay que
intentarlo, donde otros terminan al amanecer como
estatuas de cera.
De pronto, voces. Se oyen voces por las escaleras.
Suben, al edificio, los bolcheviques, esos lobos de las
espetas siberianas convertidos en amantes de la
sangre. Son monstruos vestidos de pardo, con la
125
botella de vodka en las manos. Malandrines, y
bufones. Se jactan de que la guerra ha terminado, de
que la han ganado. Traen risas de Rusia, y botas
cagadas de fango. Y amor, mucho amor. Parece
contradictorio, pero traen mucho amor. De hecho,
llevan semanas amando a las mujeres alemanas.
…La SS-Rotterführer Biermann lo sabe. Suspira.
Abraza a Jennell mucho más fuerte, la quiere decir
algo, pero no puede… No hay palabras para hablar
cierto tipo de cosas. No, cuando el nudo en la
garganta es tan prieto. Ha cometido mucho errores,
pero, aún así, algo del alma aún le chisporretea y no
duda en acariciar a Giselle, para el asombro de
Jennell. Luego es Jennell la acariciada, ya a sabiendas
que hay tanto cariño en la soldado que queda para
una niña… y para su muñeca.
La silencia, con el gesto del dedo índice en los
labios, y la esconde. Cualquier armario viejo sirve.
Luego, tranquila, a sabiendas de sus deberes de
soldado, se queda quieta. Que llegan los rusos, llegan
las bestias… La cogen, a tienen… la ríen… y la dan
amor. Tanto, tanto amor, como un niño jamás
llegará a comprender.
Amor hasta el alba… Amor toda la noche.
Hombres borrachos, que no son capaces de medir
tanto cariño que, para cuando paran, ya no circula el
aire en los pulmones de una mujer de guerra que ha
cumplido su última voluntad de armas.
126
* * *
127
11.452 sonríe. No se esperaba morir con una
gracia semejante. Una muñeca… La famosa
Charlotte, capaz de avivar el alma de una niña en los
últimos minutos de su existencia.
La abraza, y luego es abrazada por la señora
Aubrière.
—Piensa en cosas bonitas, mi vida —dice “la
abuela”. —Hazlo, y verás que todo terminará
enseguida.
Y la abraza. La abraza fuerte. Tanto, que en algún
momento esa fuerza traspasa el límite de un abrazo
de amor, a un abrazo de amor total. Una abrazo
límite, tronador. Todo, acaso cuanto pueda tener
dentro de sí la señora Aubrière, se transforma en ese
abrazo. Ahí está toda su vida. Todas esas preciosas
tardes en el parque, con los niños haciendo un coro a
su alrededor.
Todo por los niños… Incluso la muerte.
El abrazo termina en una caricia. Por entonces,
11.452 está tan dormida que ya no es ni persona.
Acaso sonríe, aún, con la muñeca bien cogida. Un
ángel, que ha muerto antes de la penuria en los
brazos de quien la quiere tanto como para no querer
verla morir.
128
CAPÍTULO DÉCIMOSEGUNDO
129
Alison mira al juguetero con ternura. Nunca la ha
perdido de la cara. Empero, detrás de todo eso
siempre queda algo de orgullo:
—Créame, es de uno de esos niños.
* * *
Lively Allison
130
“Allison…” solía decir. Lo dijo al menos diez
veces. Lo sé… Yo estaba con él. Yo, la preciosa
Anne, la muñeca que él había comprado para su
querida Allison.
Cuatro días, y su aliento se congeló. Ya no había
humo negro en la distancia. Ya no había nada que
hacer, sino esperar.
* * *
131
* * *
132
…Hay una niña sentada allí, al lado de aquel
asiento vacío de la tercera fila. A ella va dirigida la
pregunta. Empero, Allison recapacita. Sí, son los ojos
de una niña, pero está preguntando a una anciana
como ella. Su pelo es cano, pero aún guarda
reminiscencia del oro que debió tintar su juventud.
—Oh, siéntese, por favor —es la respuesta. Es
una mujer alemana. Es Paris, y hay gente de muchas
partes del mundo. Que sea alemana no quiere decir
nada… o quizá quiera decirlo todo. Sobretodo, si
está en la subasta quizá tiene algo que ver con La
Guerra. —Es usted americana, ¿verdad?
La pregunta es toda una sorpresa. Sí, le han cogido
el acento.
—Sí, lo soy. Me llamo Allison.
—Yo soy Jennell —y ambas estrechan sus manos,
con esa delicadeza propia de las mujeres… y
sobretodo de las personas mayores… y aún, para
sorpresa de ambas, con esa familiaridad de quienes
han tenido vivas paralelas y lo intuyen en la primera
mirada. —¿También ha traído algo?
—Mi muñeca…
—Oh, yo también he entregado una muñeca. No
se preocupe, la tendrán a buen recaudo. Todas estas
personas son coleccionistas.
—Sí, me imagino. Ahora bien, sería para mí una
desgracia que nadie pujase por ella.
133
—Oh, eso es lo de menos; van a plantar tantos
árboles como sea posible. Cualquier gesto será más
que suficiente.
Allison sonríe.
—Sí, claro. Perdone, sólo hablaba por hablar. En
realidad, poco me importa que pujen por ella. Lo que
me importa es estar aquí, en este lugar —y Allison
mira alrededor. Es París, pero el resto de la vieja
Europa puede olerse más allá de aquellas paredes. —
Aquí perdí a mi papá…
—Yo también —suspira Jennell. Su voz es lenta,
pero sus ojos siguen brillando. —Créame, el alma de
todas esas personas están grabadas en nuestras dos
muñecas —dice, con una convicción casi
clarividente. —Sus heridas son las nuestras… pero
vea cómo todo es posible, cómo de sus cenizas van a
aflorar esos hermosos árboles que darán su fruto
eternamente.
No sabe porqué, pero, cuando anuncian que va a
empezar la subasta, ambas mujeres se cogen las
manos.
* * *
134
Casi no puede andar. Una vez estuvo muerta, y
desde entonces su cuerpo es una pesadilla. La
estorba… La tiene y sostiene, pero es una pesada
carga.
Va de blanco. Siempre vistió de blanco. Eligió un
color, de aquellos dos que adornaron sus últimos
días. El blanco… tan luminoso como la esperanza.
Tiembla. Le tiemblan las manos, ya por el declive
natural de sus muchos años. Parece poca cosa…
pero tiene el mundo a cuestas, y es un mundo bien
visto. Es enorme, en su pequeñez… y ha vivido
tanto como mil vidas de costa a costa. Es una
mujer… que creció cien años siendo niña. En un
momento… en un último abrazo. Lo sabe todo, y
todo cuanto puede pasar sobre La Tierra ya le ha
pasado a ella.
—Soy 11.452 —dice. Así se presenta. No quiere
ser nadie más. Hoy no. —Morí en los brazos de una
mujer que me amaba más que a nada en el mundo, y
resucité horas después, cuando los pelotones de
enterramiento estaban a punto de echarme a una
fosa común. Lamentablemente, Charlotte, mi
querida Charlotte, había desaparecido. La habían
dado por una niña más, por un cadáver más… Quizá
por 10,456, ó 9.452… No lo sé —y duda, coge aire,
y continúa. —Mi muñeca, es la muñeca de tantos y
tantos niños. La ilusión de tantas y tantas criaturas,
que ha quedado impregnada en ella. Por ello, siento
que no es sólo mía. Siento que, aún siendo sólo un
135
juguete, es mucho más de lo que parece. Es el anhelo
de las últimas horas de un ser humano, la compañía,
la vida eterna más allá de los últimos minutos. Aún
cuando parece un desastre, cuando está horrible, y
derruida del tiempo… con ese horror plasmado en la
cara que no es otra cosa que una ilusión.
…Allí está Charlotte. La han dado por una
menudencia. Por nada… En su cajita, en el estrado,
sin un pelo, con la cara cuarteada, el barro
impregnado en la piel. El tiempo, allá adonde fue
encontrada.
—Estuvo veinte años bajo tierra. Veinte años
quizá en el olvido… aunque sólo para las personas
que la den por sólo una muñeca.
* * *
136
“El tiempo y la miseria; no existen para los niños”.
“Tres muñecas maravillosas nos recuerdan lo
bonito que es este mundo”.
* * *
137
nunca se ha despegado de ellas, porque han sabido
abrazarse en los peores momentos”.
“Charlotte… La preciosa Charlotte, de la misma
Helen Grien, es la muñeca más dañada de todas. Fue
vapuleada por los guardias de los campos de
concentración, pisoteada por la muchedumbre,
perdida, odiada como a un niño más… pero querida
por el mismo corazón que tiene cabida en todos y
cada unos de los niños de este mundo. Muchos de
ellos la encontraron allí, en el suelo, en mitad del
tumulto y el terror… pero ahí mismo es cuando
significó todo cuanto puede ser La Humanidad, todo
cuanto puede caberle dentro al cariño y al alma que
da sentido a las personas… a la ilusión y fantasía de
un niño por su juguete, por sustraerse de la cruel
realidad y revivir la plenitud de la infancia. Se ha
vendido quinientas veces por encima de su precio…
Todo un éxito… Toda una lección de cariño, que
supondrá más de un centenar de bonitos árboles que
acogerán con su frescura y con su fruto las risas de
los niños que jueguen bajo su sombra”.
* * *
138
han vendido. Hay penumbra, y alguna poca luz en las
oficinas, que van muriendo poco a poco.
Es un edificio escrupuloso en detalles, como un
palacio. Normalmente, en él se subastan obras de
arte, reliquias, antigüedades… Hoy han sido
juguetes, y poca gente tiene acceso a lo que queda
después, a no ser que sea una subasta con un carácter
especial.
…Ésta, es una subasta especial. Como en un
sueño, Allison aún tiene la osadía de colarse para
despedirse de mí. Casi como una ladrona de joyas de
museo, verla me da el pálpito necesario en el corazón
como para sentir el mayor de los delirios humanos.
Anda, despacio y con su bastón, entre el montón de
cajas apiladas, las mesas y los trastes en su
empaquetado. Casi como si no existiera para la
escasa gente que queda en el edificio y que va
diluyéndose en la nada.
Sonríe… Llega hasta mí, destapa mi caja… y saca
aquel cepillo que ha sido uno de nuestros mayores
nexos. Nuestro momento, una vez más.
Me cepilla. Mientras, canta una nana. Una nana
preciosa, cuya letra nunca pude oír de viva voz del
Capitán… pero que sé que él se la cantaba a mi niña.
Antaño la cantaba.
—Es preciosa —dice Jennell. Allison se gira. Allí
está la anciana alemana, mirándonos.
139
—Está muy estropeada —reconoce Allison.
—Sigue siendo preciosa.
Allison asiente.
—Sí, lo es —y sonríe. —¿Buscas la tuya? —
pregunta.
—Sí, desde luego —dice Jennell, con la mano en
la boca, buscando. Perdida, claro. Y no quiere coger
la caja equivocada, por eso duda.
—Mire por ahí —dice Allison.
—Sí, huele a viejo… —sonríe Jennell.
…Y destapa una caja. Es una caja de muñecas,
alargada. Sólo hay tres. Eso parece… Sin embargo,
de allí no aflora Giselle, su muñeca. Porque la
muñeca es Charlotte, que, como las otras dos
preciosidades maltrechas de la subasta, casi está
hecha pedazos.
Jennell enmudece. No hay palabras, ni mucho más
gestos que hacer que observar el intenso dolor que
refleja Charlotte. Con ella, algunos cuerpos afloraron
de la tierra convertidos en arenisca, ceniza y papel
viejo… de esa fosa común de la vergüenza. Tiene
grietas de tumbas maléficas en su porcelana, y
manchas de podredumbre de la floresta subterránea
próxima al infierno, adonde los demonios del
exterminio quisieron enviar a sus víctimas.
140
Jennell estira la mano, con cuidado. No tiene
miedo, sino dolor. Charlotte habla de una época
absurda como las fantasías de un loco, pero palpable
y real como una pesadilla al llegar la mañana, cuando
despertamos de un imposible que, no obstante, nos
ha clavado el miedo y nos ha empapado en sudor.
La toca con la punta de los dedos, mirando un
instante a Allison. Parece un ultraje hacerlo, desear el
juguete de tantos y tantos niños. Empero, Jennell no
es una desconocida. Ella también fue una de esas
niñas que necesitó algo a lo que aferrarse en los
peores momentos que ha vivido La Humanidad. Ella
también necesitó de una Charlotte, así como, herida
de la locura de los adultos, ahora, como tal, necesita
quitarse de encima esa maldición de la inocencia
perdida.
La coge en brazos. Al fin, la coge.
—Charlotte tiene una magia especial —dice
alguien. Una voz, que no pasa desapercibida. Allá, en
lo oscuro, hay una mecedora. En la mecedora una
figura, que pronto da detalles en tanto no está quieta,
sino meciéndose. Es una mujer. Es Helen. Helen
Grien, y ella también tiene una muñeca en sus
brazos. La acaricia, y la aprieta contra sí.
…La muñeca es Giselle.
—Oh, perdón… —dice Jennell, algo avergonzada.
—No quería ser imprudente —y, pese a que la
141
señora Grien tiene a su Giselle en brazos, ella siente
que no debería tener a Charlotte en los suyos.
—No, por favor. No devuelva la muñeca a su caja
—dice la señora Grien. —Son muñecas… Están
hechas para que las mimemos. No les neguemos a
ellas lo que nos negaron a nosotras.
No hay más que decir, por ahora. Primero con
dudas, luego con decisión, las tres ancianas toman
asiento juntas, en alguna que otra mecedora y algún
sofá de época, retorcido y rocambolesco. Cada cual
tiene una muñeca en sus brazos. Casi se sienten así
como en familia, en una comunión que no puede
explicarse y que los niños entienden muy bien.
—Durante años esperé a Anne —comenta
Allison. En alguna parte de la conversación está el
Capitán, aunque no lo mencione. Las otras dos
mujeres lo saben. En ello enseña a su muñeca, como
quien presenta a un hijo. Luego siente tener que
decir otro tipo de cosas: —Me alimenté entonces de
las fantasías de la paranoia americana. Soñaba con
los detalles de la guerra que nunca desvelé entonces,
leyendo cómics de superhéroes luchando contra los
nazis —y sonríe, sintiéndose un poco absurda. —
Leía uno en especial en que Superman salta en
paraídas con los soldados americanos, con su
mochila, su casco y su fusil con bayoneta. Una
estupidez —aclara, tantos años después. —No sé…
Las ilusiones de un niño —se justifica. —Estaba
confusa, y enfadada. Quería alistarme en el ejército y
142
pilotar un avión, como papá. Quería luchar. Tal vez
vengar su muerte. Repetir los errores de tanta y tanta
gente… y hasta que llegó Anne —y me acarició, otra
vez. —Ella calmó mis fuegos internos, porque al
verla entendí que hay obligaciones más grandes que
el pasado; se puede lograr un mundo mejor, pero no
a través de la guerra. Creo que ya hemos aprendido
esa lección.
Tampoco hay mucho que añadir a eso. El silencio
confirma el sentimiento, que es unánime. La paz
ahora es aún más soberbia, mientras tres niñas ya
adultas disfrutan de la compañía de sus muñecas.
Hay suspiro, y quietud. Paz… y seguramente
mucho de cariño.
—Lo siento, Helen —dice ahora Jennell. Para ello,
su mano se posa temblorosa sobre la de la señora
Grien. Jennell tiene los ojos aguados, cristalizados de
dolor. —Siento mucho haberte odiado —reconoce.
Su ser de ahora es toda una sorpresa, y arranca en el
ambiente no sólo una angustia reconocida, sino una
compasión sólida; en respuesta, Helen posa
asimismo su mano sobre la de aquella mujer, la que
ahora tiene su muñeca, Charlotte, y la misma que
llora con un peso en el alma que no puede llevarse a
cuestas ni un minuto más. —…Me enseñaron a
odiar —y mira a Allison, la que, por primero, ha
confesado que también llegó a hacerlo. —Odiaba sin
sentido, con la furia desbocada de hombretones de
taberna. Soñadores, de grandezas sacadas de quicio.
143
…Ojalá hubieran dejado decidir a los niños.
Charlotte es maravillosa… como maravillosa siempre
has sido tú, la niña del tren.
¡La niña del tren! Jennell la reconoce… si bien la
señora Grien ladea la cabeza. Tiene recuerdos
horribles de ese tren, pero su memoria se ha
volatilizado tanto que no es capaz de recordar el
fuego que ardía entonces en los ojos de la pequeña
Jennell.
—Lamento que hayas tenido que sufrir ese odio
—dice la señora Grien. —Yo también estuve
equivocada algún tiempo —reconoce. —Los
grandísimos Grien, señores de su barrio de ricos… Y
yo, la niña mimada que, con el arraigo a una muñeca
tan dulce, y el horror de una guerra tan amarga, ha
aprendido que el mundo es confuso, tan extraño
como ese juego nuevo que un niño tarda en
aprender. El juego de los adultos, el juego de quienes
quieren tenerlo todo. …Con lo simple que sería que
cada cual se conformarse con su propia muñeca, con
sus sueños… y que podamos compartir nuestros
juguetes como precisamente estamos haciendo
ahora, con todo el amor del mundo.
Se sonríe. Pueden jugar. Saben cómo hacerlo. De
hecho, aquella noche mi sueño se hace realidad.
Pronto estaré en una vitrina, en una exposición de las
penurias del mundo… pero hoy no. Esta noche es
para jugar. Esta noche es para estar adorada del
cariño de mis muñequitas, de esas niñas adorables
144
que han crecido… pero cuyas almas han sido tan
enormes, nos han dado tanto cariño, que mil dolores
sobre La Tierra no podrán reducir nunca la siempre
inocencia de los niños, el siempre apego y empatía de
lo bonito que es reírse entre juegos, olvidando
quienes somos o quiénes quieren lo demás que
seamos… apenas eso mismo, un juego de muñecas.
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