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El Sacrificio Del Altar

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ANTECEDENTES

El plan primigenio de la creación. 2. La caída y sus consecuencias. 3. Entre el pecado y la


redención. 4.El sacrificio redentor. 5.El sacrificio de la Misa. 6. La Misa primitiva y su
evolución.
LOS RITOS INICIALES
Los primeros gestos. 2. El acto penitencial y los Kyries. 3. La alabanza a la Trinidad. 4. La
oración «colecta».
LA LITURGIA DE LA PALABRA
Las primeras lecturas. 2. El Evangelio. 3. La homilía. 4. El símbolo de la Fe. 5. La oración de
los fieles.
LA LITURGIA DE LA EUCARISTÍA
La preparación de las ofrendas. 2. El ofrecimiento. 3. El lavatorio de las manos. 4. La
oración sobre la ofrenda.
LA PLEGARIA EUCARÍSTICA. RITO DE LA CONSAGRACION
El prefacio. 2. Las peticiones por los vivos . 3. La comunión de los santos. 4. La
consagración. 5. El ofrecimiento del sacrificio. 6. La Petición por los difuntos. 7. Final del rito
de la Consagración. 8. Plegaria eucarística II. 9. Plegaria eucarística III. 10. Plegaria
eucarística IV.
LA PLEGARIA EUCARÍSTICA: RITO DE LA COMUNIÓN
El Padrenuestro. 2. Las oraciones por la paz. 3. La fracción del pan. 4. Las oraciones
preparatorias de la comunión. 5. La recepción del Sacramento. 6. Las abluciones. 7. La
acción de gracias. 8. La postcomunión.
CONCLUSIÓN DE LA MISA
La bendición. 2. La despedida.
EPÍLOGO
Valor y efectos de la Misa. La Santísima Virgen y la Misa

INTRODUCCIÓN
Es un principio, si no de validez general, sí un hecho al menos de experiencia
que en ninguna ocasión ha dejado de mostrarse útil, que para comprender
rectamente una frase es más que conveniente situarla en su contexto. Lo mismo, y
aún quizá con mayor razón, puede decirse de un suceso o acontecimiento, pues
todos tienen unos antecedentes, van acompañados de ciertas circunstancias y, a su
vez, influyen en las circunstancias que los rodean tanto como en lo que
posteriormente ocurre.
Al tratar, pues, del santo sacrificio de la Misa, parece oportuno tener en la mente
este principio, puesto que no se trata de algo sin conexión; antes al contrario,
difícilmente se podrá penetrar en su sentido si no se considera su razón de ser, es
decir, sin atender a lo que podemos calificar de antecedentes, de todas las
circunstancias que lo rodean y de sus consecuencias.
Hay, además, otra razón: si Cristo es el centro de la Historia, su momento
culminante, la plenitud de los tiempos, todo lo anterior es preparación, todo lo
posterior, consecuencia. Entonces, siendo el santo sacrificio de la Misa la
renovación actual del sacrificio de la Cruz, parece lógico tomar en consideración
tanto lo que le precede como lo que le acompaña y circunda, así como su
proyección a lo largo del tiempo.
De no ser así, de considerarlo en sí mismo con abstracción de todo lo demás, se
corre el peligro de acabar convirtiéndolo en un rito o ceremonia a la que se asiste
con cierta pasividad, que no nos dice demasiado y que termina por convertirse en
una costumbre con la que se cumple porque es una obligación, obligación cuyo
porqué no se alcanza a ver.
La breve y concisa historia de la salvación con que comienza el Canon IV de la
Misa puede servir para especificar los acontecimientos que nos van a servir de
antecedentes. Dice así:
«Te alabamos, Padre Santo, porque eres grande, porque hiciste todas las cosas
con sabiduría y amor. A imagen tuya creaste al hombre, y le encomendaste el
universo entero para que, sirviéndote sólo a Ti, su Creador, dominara todo lo
creado.
Y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la
muerte: sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el
que te busca (...).
Y tanto amaste al mundo, Padre Santo, que al cumplirse la plenitud de los
tiempos nos enviaste como Salvador a tu único Hijo (..:).
Para cumplir tus designios, Él mismo se entregó a la muerte, y, resucitando,
destruyó la muerte y nos dio nueva vida.
Y porque no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Él, que por nosotros
murió y resucitó, envió, Padre, desde tu seno al Espíritu Santo como primicia para
los creyentes, a fin de santificar todas las cosas llevando a plenitud su obra en el
mundo».
Aparecen aquí las etapas que hemos de tener presentes antes de entrar en la
consideración -y hasta casi se podría decir: en la contemplación- de la santa Misa.
Primero, la creación y el lugar que el hombre estaba destinado a ocupar en ella, es
decir, lo que podemos expresar como el plan primigenio de Dios.
Luego, la desobediencia del hombre y, como resultado, no una perfección de su
humanidad que le elevara por encima de su naturaleza, sino por el contrario, una
caída de su condición original, de graves consecuencias para él y para la creación
entera.
No quedó, sin embargo, abandonado para siempre en el estado que él mismo se
había buscado. Dios tendió su mano misericordiosa a los hombres y arbitró un
medio para salvarles, pero no lo puso en ejecución inmediatamente. Pasó un largo
período antes de llegar a la «plenitud de los tiempos».
Hasta que, por fin, el Hijo Unigénito del Padre se encarnó y, por su pasión,
muerte y resurrección reparó la ofensa hecha a Dios y restauró el camino por el que
los hombres pudieran, de nuevo, alcanzar la felicidad sobrenatural a la que Dios les
había destinado cuando determinó crearlos.
Sin la pausada consideración de estos hechos (pues todo ello sucedió realmente
en el tiempo y en el espacio) no es fácil, a no ser por gracia de Dios, hacerse cargo
de todo lo que para nosotros, pecadores, es la santa Misa; así, se hace necesario -o
al menos, conveniente- comenzar por la exposición de las etapas que nos pueden
conducir a una comprensión, a la vez doctrinal y piadosa, de lo que es la santa Misa
en el plan redentor de Dios, de lo que es para cada uno de nosotros, y de lo que
con relación a ella tiene Dios derecho a esperar de cada uno de los fieles.
En esta exposición de la santa Misa, de lo que es, de lo que significa en el mundo
concreto en que vivimos, y de lo que para cada uno puede significar, no encontrará
el lector nada nuevo. Su elaboración ha consistido en ir tomando de la Escritura, de
documentos de la Iglesia, y de los muchos y excelentes libros que santos, doctos y
piadosos autores han escrito sobre la santa Misa, todo aquello que ha parecido que
podía ayudar a los fieles a penetrar más y mejor en el sentido y significado del
sacrificio del altar, de modo que al conocer mejor aquello de que participan,
aumente su devoción y, con ella, el fruto para sus almas. No de otra manera
compuso San Pedro de Alcántara su Tratado de la oración y meditación, según dice
en la dedicatoria: «Y habiendo leído muchos libros acerca de esta materia, de ellos
en breve he sacado lo que mejor y más provechoso me ha parecido.»
Puesto que el libro se ha escrito para la gente corriente, se ha procurado utilizar
un lenguaje común; se han evitado, por tanto, los términos técnicos, familiares a los
especialistas, pero incomprensibles para el hombre de la calle, al que no dicen gran
cosa palabras tales como anáfora, eucologio, epiclesis, oblata, embolismo,
doxología, anámnesis, perícopa, epinicio, y otras por este estilo. Por la misma razón
se ha tomado como objeto del comentario la Misa rezada que, en días festivos o
laborables, es la que suele oír la mayoría de los fieles.
El texto que se toma como base es el del Misal Romano (ed. típica), de validez
universal, pero cada vez que se citan los textos litúrgicos se utiliza la versión de la
Conferencia Episcopal española.
Quiera la Bienaventurada Virgen María, que asistió a su Hijo en el cruento sacrificio del Calvario,
ayudarnos a comprender y valorar la importancia de este sacrificio incruento de la Cruz que es la
Misa, el único acto de religión relacionado con el día del Señor que la Iglesia ha considerado
necesario prescribir expresa y detalladamente.

ANTECEDENTES
1. El plan primigenio de la creación.
Dios creó el mundo y todas las criaturas de la nada. El Génesis, de manera
sencilla y comprensible, nos habla de cómo la voluntad de Dios fue creando el cielo
y la tierra y cuanto hay en ella. Bastó una palabra, fiat, hágase, y el mundo fue
hecho. Más aún: lo hizo bueno. Y coronando su acción creó al hombre, haciéndole
a su imagen y semejanza, y lo creó varón y hembra; lo puso en el jardín del Edén ut
operaretur, para que trabajara, y le hizo rey del universo, de modo que se
multiplicara y dominara la tierra. Sobre la base de la revelación y con la luz de la fe,
los teólogos han ido profundizando en el conocimiento de Dios, del mundo y del
hombre, penetrando poco a poco en la comprensión del plan creador y redentor de
Dios. Y lo que la Iglesia nos enseña con su Magisterio es consolador por más de
una razón: no sólo nos muestra el sentido de nuestras vidas, sino que nos hace ver
y esperar la plena satisfacción de todos los más hondos y arraigados anhelos que el
hombre lleva consigo.
Dios creó al hombre, y lo hizo a su imagen y semejanza. ¿Qué quiere decir esto?
En primer lugar, que el hombre es una criatura, es decir, que debe su ser y su
existencia, así como su conservación actual en el ser y el existir, a Dios. No es, por
tanto, independiente, antes al contrario, depende de tal modo de su Creador que sin
Él no puede subsistir. Esta circunstancia le coloca naturalmente en una condición
de dependencia que es propia de su naturaleza, lo que equivale a decir que no
constituye ninguna humillación ni defecto que necesite ser corregido, lo mismo que
es natural al hombre -y por tanto, no un defecto necesitado de corrección- la
dependencia del alimento.
Es una criatura dependiente, hecha de la nada, pero a imagen de Dios,
inteligente y libre, superior a toda otra (excepto a las de naturaleza espiritual); y por
ser imagen de Dios, es de una dignidad tan grande que el salmista, inspirado por el
mismo Dios, exclama: «¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, y el hijo del
hombre para que cuides de él? Le has puesto apenas por debajo de los ángeles, le
has coronado de gloria y honor; le diste el señorío sobre las obras de tus manos,
todo lo has puesto bajo sus pies» (Ps. 8). Por su semejanza divina, el hombre es
como una manifestación visible de Dios y siendo por su naturaleza imagen de Dios,
esta imagen es indestructible, pues por muy oscurecida que esté, sólo si un hombre
dejara de serlo para ser otra cosa dejaría de ser imagen de Dios, y esto es
imposible.
Pero no solamente Dios creó al hombre de la nada, y le dio una dignidad por
encima de otras muchas criaturas haciéndole a su imagen y semejanza, sino que
además le elevó a un orden superior a su naturaleza humana, y le dotó de un
conjunto de dones que su naturaleza no exigía; y por si fuera poco, le preparó un
porvenir tan feliz y un destino tan espléndido, que cuando lo contemplamos desde
nuestra naturaleza caída parece como si hubiera sido un sueño, tan sólo un
producto de la imaginación y no un estado real, tan real como nuestras vidas.
Cuando alguien se refiere al «estado de naturaleza» aludiendo al primer estado del
hombre en el mundo, parece desconocer una verdad que desde hacía dieciocho
siglos era patrimonio común de los cristianos. Los primeros hombres -Adán y Eva-
jamás existieron en un estado de simple naturaleza, pues desde el momento de su
creación fueron ya elevados a un orden sobrenatural: Dios les concedió una
sobrenaturaleza, que no es otra cosa sino la gracia santificante, es decir, una cierta
participación en la vida divina. Por tanto, una existencia histórica de hombres sin
otros auxilios, cualidades o fuerzas naturales del alma y del cuerpo no se ha dado
nunca.
Así pues, en su estado original el hombre era templo vivo de Dios, y en su alma
en gracia moraba la Santísima Trinidad; en realidad, cuando Dios creó al hombre lo
hizo para que le fueran otorgados los bienes sobrenaturales: ninguna otra. criatura
sobre la tierra tiene una naturaleza dispuesta para la recepción de esta clase de
bienes. Y esta elevación del hombre al orden sobrenatural le hacía capaz de un
trato con Dios tan confiado y familiar como nos lo da a entender el Génesis (3, 9 y
s.) en el diálogo que entablan después del pecado, cuando Dios llama al hombre, y
él le contesta («te he oído en el jardín»), trato que después sólo algunos grandes
santos, y por algunos momentos, han logrado tener.
Pero había más. «De la unión sobrenatural con Dios y de la semejanza
sobrenatural, fluía, por voluntad divina, un grado de perfección de la sustancia
natural humana que escapa a nuestra experiencia» *(* MICHAEL SCHMAUS, Teología
Dogmática, II (Madrid, Rialp, 1961), 381.). Se habla, incluso, de que la gloria de Dios se
manifestaba en el primer hombre de tal manera, que también su cuerpo estaba
como revestido del resplandor divino, y de una inocencia tal que no se avergonzaba
de su desnudez; el cuerpo, en estas condiciones, era inmortal, y éste fue uno de los
dones preternaturales que le fueron concedidos a la naturaleza humana, un don por
completo gratuito.
Gratuito porque de por sí la naturaleza humana no exigía, en el orden natural, la
inmortalidad. La condición de inmortal otorgada al hombre en su cuerpo no
consistía en no poder morir, sino en poder no morir, y este poder le fue conferido
por Dios. Era, pudiera decirse, como un resultado de su unión con Dios, fuente de
vida, pues Dios -como dice el libro de la Sabiduría- «creó todas las cosas para la
existencia, e hizo saludables a todas sus criaturas, y no hay en ellas principio de
muerte» (Sap., 1, 13 y sig.). Le dio, pues, el poder de no morir, pero capaz de muerte si
se separaba del principio que le confería la inmortalidad, o lo rechazaba.
Así pues, el hombre, en el estado en que fue creado y según el plan que Dios le
trazó en su creación, debería vivir en la tierra sin que su vida se agotase, y después
de un determinado tiempo, sin pasar por la muerte, sería glorificado y llevado a la
directa contemplación de Dios.
También estaba dotado del don de la impasibilidad: no solamente podía no morir,
sino también no padecer. En La Ciudad de Dios, San Agustín expresa este carácter
de la siguiente manera: «Vivía sin necesidades, y podía haber vivido así siempre.
Había allí comida suficiente para que no sufriera hambre, y bebida suficiente para
que no tuviese sed, y estaba allí el árbol de la vida para impedir que la edad
produjese su disolución. Su cuerpo no conocía la corrupción que a uno le producen
los achaques de los sentidos.
No necesitaba tener miedo ni de enfermedades interiores ni de golpes de la
fortuna exteriores.» Ni enfermedad, ni dolor, ni angustia.
También tenían el don de la integridad: una perfecta armonía en su ser, resultado
de la espontánea y natural subordinación de lo inferior a lo superior: por lo tanto,
toda su vida estaba regida y ordenada según razón, con un equilibrio estable y no
turbado por la ira o la envidia, por instintos desmandados que buscaran su propia
satisfacción independientemente de la razón (o contra la razón) y del bien de la
persona entera. Esta perfección del orden entre todos los elementos integrantes de
la persona (sentidos, instintos, pasiones, sentimientos, apetitos) se expresaba en el
señorío de la razón gobernando todos los actos humanos, desde los más elevados
a los más instintivos. Por supuesto no hay que pensar que fuera incapaz de
emociones o pasiones, de deseos o sensaciones o tendencias sensuales; pero lo
que no había era desorden, sino un perfecto acoplamiento de alma y cuerpo y una
no menos perfecta distribución de funciones.
Y por si fuera poco, también poseían el don de la sabiduría: un conocimiento
natural de Dios, del mundo y de sí mismos, claro y sin problemas; un conocimiento
que no era fruto de largos y penosos (o, al menos, dificultosos) estudios, sino fruto
también, y asimismo gratuito, de la bondad de Dios. Por este don llegaban directa, y
casi se podría decir que espontáneamente, a la esencia de las cosas. El Génesis (2,
19 y sig.) nos lo hace entrever cuando Dios hizo desfilar ante Adán a todos los
animales, a los que les fue dando nombre según su naturaleza.
Todos estos dones preternaturales, que sin estar exigidos por la naturaleza
humana no estaban, sin embargo, fuera de su capacidad receptiva, perfeccionaban
esta naturaleza hasta un punto difícilmente superable en el orden natural. Tenía,
además, y como consecuencia de todo lo dicho, un cabal conocimiento de su
misión en el mundo («creced y multiplicaos y henchid la tierra; sometedla y
dominad...», (Gén. 1, 28), así como de su quehacer. Y después de una vida feliz aquí,
una eternidad de gloria sin que por un momento se hubiera roto la unión del alma y
del cuerpo, ni la del hombre con Dios.
2. La caída y sus consecuencias
Ni la infusión de la gracia santificante y la elevación de la naturaleza humana a
un orden sobrenatural, ni los dones preternaturales con que había sido dotada,
habían sido un regalo concedido por Dios a nuestros primeros padres de modo
absoluto e incondicionado. Hubo una condición. En efecto, dice el Génesis: «Y le
dio este precepto: de todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de
la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres,
ciertamente morirás» (Gén. 2, 17) .
Los teólogos han ido ahondando en el sentido de esta prohibición, y dan varias
razones, no incompatibles sino complementarias, que permiten adentrarse en ese
gran misterio de la caída y de sus terribles consecuencias.
Por de pronto, el mandato explícito de abstenerse del fruto de aquel árbol era el
modo de recordar al hombre su condición de criatura, de hacer que no perdiera la
conciencia de su dependencia de Dios. Todos los privilegios que había recibido, aun
tan grandes como eran, debían tener un a modo de contrapeso, siquiera fuera tan
leve como la prohibición de comer de determinado árbol, y este contrapeso fue la
permanente obligación de ejercitar la obediencia al precepto divino.
Este contrapeso le era necesario. Con toda la excelencia de su condición real, el
primer hombre no estaba exento de peligros. Cierto que su naturaleza no estaba
(como sucede con la nuestra) inclinada al mal: eso, la inclinación al mal, fue
precisamente una de las consecuencias del pecado, según se verá; cierto también
que en tales condiciones la vida del hombre sobre la tierra se adaptaba como de
modo espontáneo y sin esfuerzo al orden natural, pero también a la voluntad divina,
como resultado esto último de la inhabitación de la Santísima Trinidad en su alma,
un alma en gracia y con una total inocencia. Pero también es cierto que no estaba
confirmado en gracia. Su estado era, como el nuestro, de viator, de caminante en la
tierra hacia el estado definitivo de gloria al que había sido destinado. Aún estaba en
la etapa de la fe, no de la visión beatífica. Podía, pues, torcer su voluntad
desviándola de Dios: con mayor excelencia fueron creados los ángeles y hubo
quienes se apartaron de su Creador.
Por otra parte, Dios dotó al hombre de una voluntad libre. El don de la libertad
está expresado por la facultad de elección, de querer o no querer, de querer una
cosa u otra. Podía querer a Dios y obedecerle, pero tenía también la capacidad de
rebelarse, es decir, el poder elegir algo distinto a la voluntad de Dios, al precepto
que se le había impuesto. Dios no quiso que el hombre fuera un esclavo, sino un
hijo: no quiso de él la gloria mecánica de una criatura cuya condición hiciera que
necesariamente se conformara con los designios divinos, sino la que provenía de
una criatura que voluntaria y libremente le eligiera y glorificara por amor y por
encima de cualquier otra cosa. Dios no quiso forzar al hombre: lo dejó en manos de
su libre albedrío, mostrándole el bien y el mal, la vida y la muerte, para que
decidiera a quién quería servir y de quién quería recompensa.
Sólo el que ha alcanzado la perfección última, el bienaventurado que goza de la
visión de Dios, está confirmado en gracia y posee la perfecta libertad, aquella en
que la elección del mal, o de lo menos bueno, es imposible, pues la capacidad para
elegir el mal no es propiamente una consecuencia de la libertad, sino de la
imperfección que tiene la libertad del que aún está como viator, como caminante
que todavía no ha llegado a su destino y que, por lo tanto, tiene la posibilidad, más
o menos remota o próxima, de descaminarse.
Ahora bien: «Según el testimonio de la Sagrada Escritura, el hombre elevado por
Dios a tal altura no hubiera incurrido de por sí en la idea de orientar su nostalgia por
derroteros impíos y que le apartaban de Dios. De tal modo era Dios la realidad que
le compenetraba y llenaba, que al hombre no se le hubiera ocurrido oponerse a
Dios y a su mandato si es que de fuera no hubiese sido reducido a hacerlo. Es
verdad que llevaba consigo la posibilidad de rebelarse contra la autoridad de Dios.
Pero hasta el momento en que esta posibilidad no fue excitada desde fuera, el
hombre vivió sometido a la voluntad de Dios y reconoció su autoridad»*(* M.
SCHMAUS, Teología Dogmática, II (Madrid, Rialp, 1961), 395.). Se requería, pues, que un
poder externo actuase sobre el hombre para apartarle del equilibrio en que vivía.
Y hubo, en efecto, un poder externo que le tentó. Fue el demonio, enemigo de
Dios y de sus criaturas, «mentiroso y padre de la mentira» (Jo, 8, 44), quien se
insinuó primero en la mujer, para que ésta a su vez indujese al hombre.
No es necesario exponer aquí todo el proceso de la tentación desde el momento
inicial hasta su consumación en el pecado, pero sí es conveniente alguna
consideración. Cuando la mujer aclaró al tentador que Dios no les había prohibido
comer de los árboles del paraíso, sino de uno sólo, porque si comían de sus frutos
morirían, el demonio le dijo: «No moriréis; es que sabe Dios que el día que comáis
de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal»
(Gen., 3, 5). Y viendo Eva que «el árbol era bueno para comerse, hermoso a la vista
y deseable para alcanzar por él la sabiduría» (Gen., 3, 6), comió e hizo comer a Adán.
He aquí lo sucedido. Dios les había dicho que no comieran del árbol, porque
hacerlo llevaba consigo la muerte; el demonio les dice que lo que Dios les ha dicho
no es verdad, sino que Dios sabe que comer el fruto prohibido les hará como Él,
conocedores del bien y del mal; y como les quiere inferiores, impidiendo que coman
del árbol impide que salgan de su inferioridad y sean como Él. Así pues, en el
centro de la tentación se plantea una cuestión de fe: creer en la palabra de Dios o
creer lo que les dice el demonio. Al inclinarse por lo segundo se está ante una falta
de fe en la palabra de Dios, en una inicial desconfianza en su rectitud; que el árbol
fuera bueno para comer y agradable a la vista ayudó a que la inclinación se
venciera hacia el lado malo.
«Seréis como Dios.» Eso significaba que en adelante no tendrían a nadie por
encima de ellos. Serían señores de sí mismos, y su voluntad sería ley, porque nadie
podría imponerles ley alguna, ya que no habría nadie superior. Sí, conocieran el mal
que antes no conocían, y este conocimiento no fue liberador, antes al contrario, les
sumió en la oscuridad. Y como el conocimiento del mal nunca eleva al hombre, el
conocimiento del pecado -que es el mal- les hizo caer de su condición. Se terminó
para ellos la feliz inocencia; la malicia que nació en ellos les hizo ver que estaban
desnudos y, por primera vez, sintieron vergüenza de sus propios cuerpos. Y esto
sólo fue el comienzo de los males que, para sí y para sus descendientes,
desencadenaron con aquel primer horrendo pecado.
Horrendo porque teniendo sólo motivos para creer en la palabra de Dios,
conociendo los dones recibidos de Él, cedieron ante la insinuación de aquel a quien
nada debían y cuya veracidad o conocimiento nadie les había garantizado. Puestos
a elegir entre la vida (no comer del fruto prohibido) o la muerte («el día que de él
comieres, ciertamente morirás»), eligieron morir; puestos a elegir entre la palabra de
Dios y la palabra de otro, eligieron creer la de otro; puestos a elegir entre obedecer
el precepto de Dios y asegurar la continuidad de una vida feliz y plena, o
desobedecerlo para alcanzar una hipotética perfección, eligieron desobedecer. El
hambre quiso ser lo que no era y tuvo que atenerse a las consecuencias.
Y entonces, en un momento, todo se trastocó. Lo primero de todo, la pérdida de
la gracia santificante. El puente, llano y seguro, que unía la tierra con el cielo y por
el que un día, sin conocer la muerte (es decir, la separación del alma y del cuerpo),
los hombres llegarían a la gloria de la eterna visión beatífica, quedó roto sin que el
hombre pudiera recomponerlo. El hombre arrojó a Dios de su alma, que quedó
sumida en la oscuridad del pecado y bajo la influencia del poder de las tinieblas. Por
la desobediencia se apartaron de Dios, y por tanto, de lo que había sido para ellos
la fuente de la plenitud de sabiduría y amor que hasta entonces tenían.
Todo lo demás fueron consecuencias de esta enorme pérdida. Ellos no quisieron
aceptar su estado de criaturas sujetas a Dios, dependientes de su amor infinito; y
he aquí que tampoco sus potencias inferiores quisieron estar sujetas a la razón y
dependientes del orden razonable que hasta entonces había regido sus actos. La
inteligencia quedó herida y sujeta a error; ya no llegaría nunca al conocimiento de
las cosas sino paulatinamente y con esfuerzo, y a veces con equivocaciones. La
voluntad quedó debilitada; en adelante no abrazaría el bien espontáneamente, y
como hierro atraído por un imán, sino que llegaría al extremo, en verdad absurdo,
de hacer el mal aun a sabiendas de que no debería hacerlo. Todo, pues, en el
hombre quedó desquiciado al oscurecer en sí, por su desobediencia, la imagen de
Dios; no quedó en él ni armonía entre la razón y los instintos, ni equilibrio entre sus
facultades; la herida que el pecado infirió a la naturaleza humana alcanzó a todo su
ser. Quedó sujeto al dolor y a la enfermedad, y al mismo tiempo introdujo la muerte
en el mundo.
Y no fue eso todo: lo que Adán perdió para sí lo perdió también para toda la
humanidad y para siempre. Él no podía transmitir lo que no tenía. Con su
desobediencia rechazó la ordenación divina, y Dios respetó su decisión; renunció a
los bienes que Dios le había concedido para sí y para su descendencia y al carecer
de ellos era imposible que los dejara en herencia. Cuando San Agustín habla de
unamassa damnata, es decir, dañada, condenada en el sentido de impedida de la
visión de Dios, apartada de Él, expresa la condición de los descendientes de Adán,
porque perdida la vida del espíritu, la vida sobrenatural, el hombre quedó
aprisionado por la vida de la carne, que se opone a los designios de Dios, y cuyas
obras «son manifiestas, a saber: fornicación, impureza, lascivia, idolatría,
hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, disensiones, divisiones, envidias,
homicidios, embriagueces, orgías y otras como estas» (Gal., 5, 19-21).
Y con el hombre, toda la creación quedó también sometida a las fuerzas del mal
por el desorden que introdujo el pecado. Cómo, y hasta qué punto, no es fácil
determinarlo, pero es un hecho de experiencia que la armonía entre el hombre y la
naturaleza no existe sino con esfuerzo, y no siempre. Que la maldición del pecado
afectó también al universo está expresado en aquellas palabras de San Pablo que
testimonian que «la creación entera gime hasta ahora y siente dolores de parto», y
que «las criaturas están sujetas a la vanidad (caducidad), no de grado, sino por
razón de quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán libertadas
de la servidumbre de la corrupción» (Rom., 8, 18-23). Servidumbre de la corrupción:
pocas expresiones pueden dar más cabal idea de la situación de las criaturas
después del pecado.
Ahora bien: si el pecado original fue poderoso para oscurecer la imagen de Dios en
el hombre, no lo fue para borrarla; si tuvo fuerza para debilitar su voluntad, no la
tuvo para anularla; si pudo torcer la razón, su poder no fue suficiente para impedir
que conociera la verdad. La naturaleza quedó herida, no corrompida. Esta situación
del hombre, tan desconcertante a veces, capaz de tremendas maldades y de
asombrosos heroísmos, es la que sugirió al cardenal Newman esta a modo de
explicación: «Si viera a un muchacho de buena presencia e inteligente, con prendas
en él de una naturaleza refinada, lanzado al mundo sin previsión, incapaz de decir
de dónde viene, su lugar de nacimiento o sus lazos familiares, concluiría que algún
misterio hay oculto en su historia, y era sujeto del que, por una u otra razón, sus
padres se avergonzaban. Sólo así podría yo dar razón del contraste entre lo que
promete y lo que es en realidad. Por modo semejante razono acerca del mundo: si
hay Dios, puesto que hay un Dios, la raza humana está envuelta en alguna
tremenda calamidad original. Está en desajuste con los designios de su creador» *(*
JOHN H. NEWMAN, Apología pro vita sua (ed. BAC), 190.).
Así es. Todo pecado, al ir contra Dios daña también la imagen y semejanza de
Dios que es el hombre, y por eso Juan Pablo II ha podido afirmar que, en cierto
sentido, cada pecado reduce la dignidad del hombre: «Cuanto más esclavo del
pecado se hace el hombre (Jo., 8, 34), tanto menos goza de la libertad de los hijos de
Dios. Deja de ser dueño de sí, tal como exigiría la estructura misma de su ser
personal, es decir, de criatura racional, libre, responsable.» Y el pecado original,
particularmente grave porque fue la fuente de todos los males, dejó su impronta en
la naturaleza humana; todo hombre, a partir de entonces, nace tarado y con un
germen de mal dentro de sí. Y fue tan triste la condición de la humanidad después
del pecado que no pudo hacer, para neutralizar ese germen que llevamos dentro,
sino mostrar buena voluntad, con la esperanza de que Dios se compadeciera y le
otorgara de nuevo el don que había despreciado.
Tal fue la situación del hombre después del pecado de Adán.
3. Entre el pecado y la redención
La caída de los ángeles, aunque originó la pérdida de los dones sobrenaturales,
no modificó su naturaleza espiritual, tan ricamente dotada en su inteligencia; pero
de tal manera la afectó el pecado, que destruyó en ella la belleza con que Dios la
había enriquecido y centró tenazmente su voluntad en el mal. El pecado original
tampoco corrompió la naturaleza humana, pero la debilitó por la herida causada por
la desobediencia e insubordinación del padre de la Humanidad. No es posible
saber, en el cómputo del tiempo, cuándo sucedió, ni el espacio transcurrido entre
Adán y los primeros restos humanos conocidos; sí sabemos que tales restos nos
muestran, junto con los vestigios de aquella rudimentaria civilización, un estado de
primitivismo que apenas recuerda la perfección con que nuestros primeros padres
salieron de las manos del Creador.
¿Qué fue lo sucedido después de la caída? El pecado de los ángeles fue tan
horrendo y deliberado que les convirtió en demonios. El pecado de Adán no fue tan
terrible; no afectó tan radical y absolutamente a su naturaleza, pero quizá sí alcanzó
incluso a su parte corporal, al hombre entero. Y no fue algo que afectara solamente
a sus protagonistas, a Adán y a Eva, sino que sus consecuencias se extienden a
todos los hombres de todos los tiempos (excepción hecha de la Virgen María).
En efecto, el pecado original se transmitió de Adán a todos los hombres pues
todos pecamos en Adán, cabeza de la humanidad y su fuente; por tanto, la tara que
el pecado produjo en su naturaleza se transmitió con la generación a sus
descendientes, de modo que todo hombre nace privado de la gracia y con su
naturaleza herida. Pero lo mismo que el pecado original, ¿se transmitió también el
conocimiento de este hecho?
No parece que tal cosa sucediera. Sin embargo sí ocurre una cosa notable: tanto
en los pueblos civilizados como en las tribus más incultas, dados los conocimientos
que tenemos de la historia anterior a la Redención, se da la singular coincidencia de
los sacrificios, e incluso de sacrificios sangrientos. Quizá no existiera la conciencia
de un pecado primitivo que alcanzaba a todos, pero sí existía una oscura y quizá no
muy definida conciencia de estar en deuda con Dios, cualquiera que fuera el
concepto que cada pueblo ó tribu tuviera de la divinidad. Así, por ejemplo,
Eurípides, en el siglo v antes de Jesucristo, pone en boca de Apolo (en la tragedia
Orestes) estas significativas palabras: «No es Elena culpable de la guerra de Troya;
su belleza no fue sino el instrumento de que se valieron los dioses para encender la
guerra entre los pueblos y hacer correr la sangre que había de purificar la tierra,
manchada con la multidud de los delitos».
A esta segura creencia de tener algo que reparar se añade la idea, igualmente
muy generalizada, de que las maldades o pecados de algunos hombres podían
atraer sobre los demás el castigo divino; y también que el ofrecimiento de una
víctima en holocausto podía satisfacer a la divinidad y salvar al pueblo.
Y no deja de ser significativo que el modo de aplacar a una divinidad ofendida, o
de atraer su favor sobre el pueblo, fuera precisamente ofrecer sacrificios. Pues la
palabra sacrificio (de sacrum facere, hacer sagrado algo) no indica otra cosa sino
que se consagra a la divinidad una persona o una cosa, haciéndola sagrada al
sustraerla al uso común (si es una cosa) o al dedicarla al servicio divino (si es una
persona). Así pues, el sacrificio es un ofrecimiento a Dios por el que se reconoce su
superioridad y su dominio, y por el que se expresa el reconocimiento, la deuda o la
súplica de aquel -persona o pueblo- en cuyo nombre se hace; por tanto, constituye
el acto principal del culto a la divinidad. El hecho de que se encuentre en todas las
religiones, y desde el tiempo más remoto, es indicio cierto de un algo común a todos
que hace del culto a la divinidad una característica universal.
No es un artificio convencional, y cualesquiera que sean las formas que adopte
en los distintos pueblos, su esencia es invariable, a saber: una ofrenda que se hace
a Dios en cuanto dueño de todo, a modo de reconocimiento de su derecho sobre la
creación; una víctima que se ofrece por los pecados o delitos cometidos por los
hombres y que ofenden a Dios, víctima que es sacrificada en sustitución y
representación de los culpables; un don mediante el cual se busca tener propicia a
la divinidad para la consecución de algún beneficio que se le quiere pedir, o, ya
conseguido, como acción de gracias por haber concedido lo que se pedía.
De modo especial, siempre que el sacrificio se ofrecía para obtener el perdón de la
divinidad agraviada por los pecados y delitos, el sacrificio era cruento, y la víctima
tenía un carácter sustitutivo en la expiación, como si cargara con las culpas de los
hombres y, al morir, pagara la deuda contraída; en este sentido, el sacrificio surge
de la conciencia de culpa, y es el modo con que el culpable tiende a borrarla por la
expiación. Entonces, una parte de la víctima era destruida por el fuego sobre el altar
del sacrificio, y el resto era comido en un banquete sagrado, con lo que de un modo
misterioso los que comían de la víctima sacrificada se unían a la divinidad a la que
se había ofrecido. En realidad, y según un sentido de justicia, era el hombre quien
debía pagar por los pecados de los hombres, y de hecho hubo en pueblos antiguos
(cretenses, fenicios, aztecas, etcétera) sacrificios humanos. En suma: en todos los
pueblos paganos el sacrificio, cualquiera que fuera su carácter (inmolación,
holocausto, oblación)* (* En la inmolación la víctima era entregada a la muerte; en el holocausto
era después consumida por el fuego; por último, en la oblación algo se sustraía al uso común para
ser ofrecido a la divinidad.), era el modo en que los hombres daban culto a la divinidad y
el medio de reconocer y expiar las culpas.
El sacrificio apareció por primera vez al poco de cometido el pecado, tan pronto
corno la conciencia de ser deudores respecto de Dios se hizo presente en los
hombres, cuando sintieron la necesidad de saldar la deuda mediante actos que
mostraran el reconocimiento de su dependencia y el deseo de expiación. El primero
que ofreció un sacrificio fue Abel, y fue un sacrificio sangriento. Desde entonces se
ha ofrecido a Dios el culto de un sacrificio que, al tener el carácter de expiación, ha
mostrado la conciencia de pecado, el reconocimiento de la dependencia respecto a
Dios, y el deseo de purificación existente en todos los hombres.
Que este acto de culto, el sacrificio, era agradable a Dios y aceptado por Él como
el gesto de sumisión del hombre y reparación de sus ofensas se hizo patente en un
momento determinado. Cuando nuestros primeros padres perdieron la amistad con
Dios, Dios misericordioso se compadeció de ellos (de ellos y de sus descendientes,
de la humanidad que veía perdida y abandonada) y arbitró el remedio, y aunque tan
sólo de una manera muy velada, pero suficiente para dar lugar a la esperanza, les
insinuó su propósito. Una mujer había sido el instrumento por el que se introdujo el
pecado, y una mujer fue mencionada como el instrumento por el que el pecado
sería expulsado; la serpiente venció a la mujer, y una mujer vencería a la serpiente
(Gen., 3, 15).
Pero todavía tenían que pasar muchos siglos y suceder muchas cosas hasta que
Dios comenzara a poner en práctica su designio: hacerse un pueblo al que
paulatinamente y por mil medios iría formando con el fin de disponerlo para el
momento en que la deuda sería definitivamente saldada. Al escoger al hombre que
iba a ser la cabeza y origen de este pueblo que Dios se iba a formar, le sometió a
una prueba que expresara del modo más real y absoluto posible el dominio de Dios
sobre toda criatura, y al mismo tiempo y como consecuencia, la magnitud de toda
ofensa hecha a Dios por el hombre. Abraham se manifestó dispuesto a sacrificar a
su hijo, y Dios le hizo padre de un gran pueblo. Y en este pueblo escogido fue
donde Dios reglamentó -si se permite expresarlo así- el sacrificio de sangre, tal
como se lee en el Antiguo Testamento.
Abraham fue el comienzo. Sus descendientes se multiplicaron como las estrellas
del cielo, tal como se le había prometido, pero esto sucedió en Egipto, estando en la
cautividad. Cuando les sacó Moisés de Egipto ni siquiera era propiamente un
pueblo, sino tan sólo una abigarrada muchedumbre que descendía de un tronco
común. Fueron necesarios los cuarenta años de vagar por el desierto para convertir
aquel conglomerado en un verdadero pueblo con leyes, instituciones, jerarquías,
tradiciones, organización civil y religiosa, sacerdotes... y sacrificios.
Es preciso leer el Éxodo y el Levítico para percibir hasta qué punto los sacrificios
tuvieron un carácter de necesidad y fueron queridos por Dios. Así, por ejemplo, en
el Levítico (c. 3) se recogen las minuciosas instrucciones de Dios sobre los
sacrificios pacíficos: cómo debía ser la víctima inmolada (también cómo debía ser el
altar del sacrificio, y los instrumentos que debían utilizarse, indicando hasta el
material del que habían de ser hechos) y qué partes de la víctima debían quemarse.
En el capítulo siguiente del mismo libro se recogen las indicaciones para los
sacrificios expiatorios por el pecado: lo que había que hacer cuando el pecado era
cometido por el sumo sacerdote, cuando lo cometía la comunidad de Israel, cuando
era un jefe o un hombre del pueblo el que quebrantaba la ley; lo que debía hacerse
en ciertos casos especiales, la reglamentación de los sacrificios de reparación; el
ritual que se debía observar en el holocausto, en la oblación, en los sacrificios de
expiación, las prescripciones que habían de guardar los sacerdotes... Incluso las
ceremonias para los sacrificios de alabanza y los votivos estaban cuidadosamente
previstos.
Pero especialmente recae la atención sobre los sacrificios sangrientos como
capaces de purificar al hombre de sus pecados: «según la Ley, casi todas las cosas
han de ser purificadas con sangre, y no hay remisión sin efusión de sangre» (Hebr.,
9, 22). He aquí lo importante: la remisión del pecado debe lograrse mediante el
sacrificio expiatorio de una víctima, y de aquí el cuidado con que se prescribieron
los detalles del ritual con que debían hacerse los sacrificios y la importancia que se
da a la sangre. La esencia del rito era común a todos: víctima lo más perfecta
posible («una res sin defecto»), imposición de mano sobre ella («pondrá la mano
sobre la cabeza de la víctima», «los ancianos de la comunidad pondrán sus manos
sobre la cabeza del novillo»), inmolación: una parte de la víctima se quemaba, otra
era comida («en lugar sagrado», pues «es cosa sacrosanta») por el sacerdote que
la había sacrificado.
Ahora bien: si Dios, al prescribir tan minuciosamente todo lo referente al ritual de
los distintos tipos de sacrificios, daba a entender con toda claridad la importancia
que tenían a sus ojos, no por eso los limitaba a un mero rito. No era el hecho en sí
lo que tenia valor, sino el espíritu que lo informaba. En otras palabras: el sacrificio,
así la oblación como el holocausto, tomaba su valor en cuanto expresión de la
actitud del oferente hacia Dios. Por tanto, se cuidó de enseñar esta lección a su
pueblo, a aquel pueblo que con tanta frecuencia tendía a olvidarse de los preceptos
divinos y a convertir el culto en mero cumplimiento externo, o a volverse hacia los
ídolos.
Por medio de los profetas, y con una paciencia infinita, Dios amonestaba una y
otra vez a aquel pueblo olvidadizo: «¿De qué me sirve la multitud de vuestros
sacrificios? -dice Yavé-. Estoy harto de holocaustos de carneros y de grasas de
becerros (...) Lavaos, purificaos, alejad vuestras malas acciones de mis ojos, dejad
de hacer el mal. Aprended a hacer el bien, perseguid la justicia, socorred al
oprimido...» (Is., 1, 11 y 15-17). «Porque yo quiero amor, no sacrificios;
conocimiento de Dios, no holocaustos» (Os., 6, 6). «¿Con qué me presentaré a
Yavé, me postraré ante el Señor del cielo? ¿Me presentaré con holocaustos, con
terneros añales? ¿Aceptará Yavé los miles de carneros, y las libaciones de aceite a
torrentes? (...) Se te ha dado a conocer, oh hombre, lo que es bueno, lo que Yavé
reclama de ti. Es esto: practicar la justicia, amar la misericordia y caminar
humildemente con tu Dios» (Miq., 6, 6-8).
Esto es importante. Sin estos sentimientos interiores, sin informar el sacrificio con
un deseo de purificación que se expresa en hacer el bien (en practicar la virtud), el
sacrificio se convierte en un simple rito vacío de contenido. Pues el sacrificio no
tiene valor en sí, es decir, por el simple acto de hacerlo, independientemente de la
actitud del oferente; no adquiere su sentido de un modo mecánico por el hecho de
practicar determinados gestos. Su valor y su sentido lo adquiere de la intención del
oferente, intención que se traduce en evitar las ofensas a la divinidad (y
precisamente para reparar las que un individuo o un pueblo han cometido se ofrece
el sacrificio, que es ya una expresión del arrepentimiento) y practicar aquello que es
de su agrado. Santo Tomás de Aquino lo expresó, con su precisión habitual, en la
Summa (III, q. 83, a. 4): «Quienquiera que ofrezca un sacrificio, debe tomar parte en
él, porque el sacrificio externo que es ofrecido es un signo del sacrificio interior por
el que quien ofrece, se ofrece a sí mismo a Dios. De aquí que por el hecho externo
de que participa en el sacrificio (a saber, por la comunión), el oferente muestra que
participa en el sacrificio interior.»
4.El sacrificio redentor
Entre los sermones que se conservan del Santo Cura de Ars hay uno cuyo tema es
precisamente la santa Misa. Lo predicó el segundo domingo después de
Pentecostés, y sus primeras palabras son un resumen perfecto del misterio que hizo
del Unigénito Hijo de Dios un varón de dolores, pendiente de una cruz en un
patíbulo con unos delincuentes comunes. Comenzó así: «Es innegable que el
hombre, como criatura, debe a Dios el homenaje de todo su ser, y como pecador, le
debe una víctima de expiación. Por esto, en la Antigua Ley todos los días, en el
templo, era ofrecida a Dios tanta multitud de víctimas. Mas aquellas víctimas no
podían satisfacer enteramente por nuestras deudas delante de Dios; era necesaria
otra víctima más santa y más pura, la cual había de continuar sacrificándose hasta
el fin del mundo, víctima que había de ser capaz de pagar lo que nosotros debemos
a Dios. Esta santa víctima es el mismo Jesucristo, Dios como su Padre y hombre
como nosotros» *(* SAN JUAN BAUTISTA MARÍA VIANNEY, Sermones escogidos (Madrid, Rialp,
1957), 317.).
En efecto, los sacrificios que los hombres ofrecían a la divinidad antes de que
Dios se formara un pueblo que sirviera como de hogar al Mesías prometido, así
como los que en tiempos de Moisés prescribió al pueblo elegido, eran gestos de
buena voluntad que Dios recibía con agrado, pero eran totalmente insuficientes
como expiación de un pecado o remisión de una deuda. A lo más, eran como unos
céntimos para saldar una deuda de miles y miles de millones, y ni aun eso, pues la
aniquilación del pecado era una tarea humanamente irrealizable. Por otra parte, el
puente que unía la tierra con el cielo y que el hombre había destruido con el pecado
original nos había dejado en esta orilla sin posibilidad de ir a la otra, porque ese
puente había sido tendido desde el cielo, y desde el cielo debía ser restaurado. Los
hombres eran impotentes a este respecto, porque la tarea les sobrepasaba de tal
manera que estaba fuera de sus posibilidades.
Dios proveyó, porque en su misericordia se compadeció de los hombres. Con la
claridad con que en el Siglo de Oro español se supieron expresar los misterios de la
fe hasta en las obras dramáticas, una claridad que hacía comprensibles para el
pueblo, en la medida que era posible, las verdades más importantes de la doctrina
católica, Calderón de la Barca expuso en un auto sacramental sobre La devoción de
la Misa sus momentos principales. En él, uno de los personajes hace una relación
de las distintas partes del Sacrificio, comenzando por la determinación de Dios de
remediar el triste estado en que el pecado había sumido al hombre. Dice:
Compadece Dios su llanto, y viendo que al hombre sea, siendo como es infinita
por el objeto la deuda, imposible que por sí alcance a satisfacerla, determinó su
bondad,
su amor, su piedad, su ciencia, que hombre y Dios la satisfaga.
Ya en las prescripciones que dio al pueblo para el ritual de los sacrificios les fue
preparando para el momento en que la deuda iba a ser saldada: una víctima
perfecta y sin mancha, inmolada, y cuya carne serviría de alimento. Paulatinamente,
a lo largo de siglos, Dios fue desvelando por los profetas los carácteres de la
Víctima que Él había preparado para la redención de los hombres. Los textos más
expresivos -y tal vez los más conocidosson de Isaías: el que predice el misterio de
la encarnación virginal («una virgen dará a luz a un hijo, que se llamará
Emmanuel», Is., 7, 14), la mención del vástago que surgiría de la raíz de Jesé (Is.,
11, 1), y sobre todo (entre otros pasajes) aquel en el que se describe su sacrificio
más de siete siglos antes de que ocurriera, presentándolo como «retoño de raíz en
tierra árida»:
No hay en él parecer ni hermosura que atraiga las miradas, no hay en él belleza
que agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, conocedor de
todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro, menospreciado, estimado en
nada.
Pero fue Él ciertamente quien tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con
nuestros pecados, y nosotros le tuvimos por castigado y herido por Dios y
humillado. Fue traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros pecados.
El castigo salvador pesó sobre él, y en sus llagas fuimos curados. Todos nosotros
andábamos errantes, como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Yavé cargó
sobre él la iniquidad de todos nosotros.
Maltratado y afligido, no abrió la boca (...) Fue arrebatado por un juicio inicuo, sin
que nadie defendiera su causa cuando era arrancado de la tierra de los vivientes y
muerto por las iniquidades de su pueblo. Dispuesta estaba entre los impíos su
sepultura, y en la muerte fue igualado a los malhechores, a pesar de no haber en él
maldad, ni mentira en su boca (...).
Ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado, tendrá posteridad (...) El Justo, mi
siervo, justificará a muchos y cargará con las iniquidades de ellos. Por eso yo le
daré por parte suya muchedumbres, y recibirá muchedumbres por botín: por
haberse entregado a la muerte, y haber sido contado entre los pecadores cuando
llevaba sobre sí los pecados de todos e intercedía por los pecadores (Is., 53, 2-12).
Así pues, contra la opinión generalizada entre los judíos de un Mesías poderoso
que iba a liberar al pueblo de dominaciones extranjeras y vencer a sus enemigos,
Dios fue inculcando la idea de una Víctima que se ofrecería en sacrificio por los
pecados y por el cual, debido al carácter de la Víctima que se ofrecía, la deuda del
hombre con Dios quedaría saldada, y el orden de la creación roto por el pecado,
restaurado.
Por su esencia, el pecado cometido por Adán tuvo una dimensión infinita por la
condición del ofendido, Dios infinito, a quien ofendió despreciando el orden
establecido por Él y queriendo sustituirlo por otro en el que el hombre sería igual a
Dios («seréis como Dios»). Naturalmente, ningún hombre, limitado, imperfecto y
pecador, podía saldar una deuda de esta especie, y ni siquiera el sacrificio de todos
ellos; la deuda seguiría siendo la misma. Menos aún podían satisfacer las víctimas
irracionales ofrecidas en holocausto corno sacrificio de expiación y reparación.
¿Cómo, pues, podría componerse lo que el pecado del hombre había
descompuesto? ¿Cómo podrían los hombres salvarse del abismo en que el pecado
los había sumergido, si a la limitación de su naturaleza todavía había que añadir la
debilidad en que el pecado la había sumido?
El remedio vino de Dios, del mismo Dios que había recibido la ofensa. Determinó
que el Hijo Unigénito del Padre asumiera la naturaleza humana, encarnándose por
obra del Espíritu Santo en las entrañas purísimas de la Virgen María, tal como ya lo
había anunciado por Isaías. Entonces, el Hijo de Dios e hijo de la Virgen María,
Jesucristo, al ofrecerse como víctima podría satisfacer cumplidamente por el
pecado y devolver a Dios (si se permite expresarlo así) la gloria que el hombre le
arrebató con su insensata pretensión de ser como Él, no inferior a Él. Pues
entonces, en cuanto hombre, Jesús pagaba la deuda que el hombre tenía con Dios,
y en cuanto Dios, su sacrificio tenía una dimensión infinita proporcionada a la
infinitud de la ofensa: como hombre podía morir, y como Dios satisfacer plenamente
a la justicia divina.
Así, los sacrificios tan minuciosamente regulados en la antigua ley alcanzan su
sentido pleno en el sacrificio redentor del Hijo de Dios hecho hombre; pues aun
cuando tales sacrificios no fueran eficaces -como se dice en la Epístola a los
Hebreos- en orden a la perfecta reparación de la deuda contraída con Dios, eran,
sin embargo, «figura» que miraba al sacrificio perfecto de Cristo. Esta conexión
entre los sacrificios de la ley antigua y el sacrificio que consagra la ley nueva está
expresado con una asombrosa precisión en uno de los prefacios del tiempo
pascual, el V, que dice así refiriéndose al Señor: «Porque Él, con la inmolación de
su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a lo que anunciaban los sacrificios de
la antigua alianza, y ofreciéndose a sí mismo por nuestra salvación, quiso ser al
mismo tiempo sacerdote, víctima y altar», y todavía con mayor énfasis, en la oración
sobre la ofrenda del domingo XVI del tiempo ordinario: «Oh Dios que has llevado a
la perfección del sacrificio único los diferentes sacrificios de la antigua alianza... ».
Por tanto, ahora, en la plenitud de los tiempos, no fue todo exactamente igual
que antes en lo que se refiere a los sacrificios. La ley de Moisés tuvo como finalidad
preparar al pueblo para la venida del Mesías y el establecimiento de una nueva y
definitiva alianza, de modo que en el sacrificio de la Cruz se abolió la antigua ley y
se instauró la ley de la gracia. Ahora bien: según se vio antes, al reglamentar los
sacrificios, Dios dispuso que el sacrificio, indistintamente de cuál fuese su carácter
(pacífico, de expiación, de reparación), fuera ofrecido, no por cualesquiera, sino
precisamente por aquellos a quienes Él había confiado esta función; nació así una
clase sacerdotal para prestar principalmente este oficio, por el cual participaban del
sacrificio de modo más intenso que el pueblo por el cual se ofrecía. Pero al llegar el
momento en que iba a tener lugar el sacrificio de Jesucristo en la cruz, un nuevo
sacerdocio reemplazó al antiguo: un nuevo sacerdocio según el orden de
Melquisedec que recaería precisamente, y mediante juramento, en Jesucristo, como
se había profetizado: «tal convenía que fuese nuestro Pontífice: santo, inocente,
inmaculado, separado ya de los pecadores y elevado más alto que los cielos; que
no necesitaba diariamente, como los sumos sacerdotes, ofrecer sacrificios primero
por sus propios pecados y después por los del pueblo. Esto lo hizo Él de una vez
para siempre cuando se ofreció a sí mismo» (Hebr., 7, 26-27).
«Se ofreció a sí mismo.» En efecto, como sacerdote eterno según el orden de
Melquisedec se ofreció a sí mismo, «santo, inocente, inmaculado, separado ya de
los pecadores y elevado más alto que los cielos», pues por ser Hijo Unigénito del
Padre, y Dios con el Padre y el Espíritu Santo, el Verbo encarnado era autor de los
mismos cielos. No se limitó a padecer, si es que puede decirse así. Su pasión y
muerte fue un acto de obediencia; no fue algo irremediable, sino un voluntario
ofrecimiento de sí mismo a la muerte de Cruz para gloria del Padre y salvación de
los hombres: «se entregó por nuestros pecados para librarnos de este siglo malo»
(Gal. 1, 4), escribió San Pablo. Y lo hizo por pura misericordia, por compasión
hacia los hombres. Un antiquísimo texto, el Discurso a Diogneto (s. II), muestra ya lo
que desde el principio enseñó la Iglesia respecto a la redención:
Y cuando nuestra maldad llegó a su colmo, y se puso totalmente de manifiesto
que la sola paga de ella que podíamos esperar era castigo y muerte, venido que fue
el momento que Dios tenía predeterminado para mostrarnos en adelante su
clemencia y poder (¡oh benignidad y amor excesivo de Dios!), no nos aborreció, no
nos arrojó de sí, no nos guardó resentimiento alguno; antes bien mostrósenos
longánime, nos soportó. É1 mismo, por pura misericordia, cargó sobre sí nuestros
pecados; Él mismo entregó a su propio Hijo como rescate por nosotros: al Santo por
los pecadores, al Inocente por los malvados, al Justo por los injustos, al
Incorruptible por los corrompidos, al Inmortal por los mortales.
Algo cambió en el mundo cuando Jesús consumó su sacrificio en el Calvario y,
en lo alto de la Cruz, exhaló el último suspiro. No es precisamente un simple detalle
accidental que en el Evangelio se mencione que «el velo del templo se rasgó en dos
partes de arriba abajo». En la ley antigua, vigente hasta entonces, estaba dispuesto
que hubiera como dos tabernáculos, como dos lugares santos para el culto; el
primero era el «santo» y el segundo «el santo de los santos». Los sacerdotes
encargados del culto entraban «en todo tiempo» en la primera parte del tabernáculo
para los actos de culto, ofreciendo diariamente sacrificios, pero en la segunda
«entra solamente el sumo sacerdote una vez al año, y provisto de sangre, que
ofrece por sus pecados y por los del pueblo» (Hebr., 9, 6 y 7) .
Cuando murió el Señor y se rasgó el velo del templo que separaba ambos
tabernáculos, Cristo sobrevino «a través de un tabernáculo más santo y más
perfecto, no hecho por mano de hombre, es decir, no de esta creación, y entró de
una vez para siempre en el santuario, no con sangre de machos cabríos y de
becerros, sino con su propia sangre, adquiriéndonos la redención eterna» (Hebr., 9,
11 y 12), puesto que «se ofreció a sí mismo a Dios como víctima inmaculada».
Cesaron, pues, los sacrificios de sangre por los pecados, pues «donde hay remisión
de los pecados no hay necesidad de oblación por el pecado», ya que está redimido.
Todo lo que afectó a la vida de Jesús, todos los episodios que tuvieron relación
con él convergieron, no por casualidad, sino por finalidad interna, en el sacrificio de
la Cruz. Y con este sacrificio se entraba en una nueva situación, en una nueva
alianza: se había llevado a cabo la liberación de los hombres, oprimidos por unas
culpas que no podían reparar, de modo que en adelante sólo los que quisieran
volverían de nuevo al estado de esclavitud que es el fruto del pecado.
Con el sacrificio de la Cruz se cierra la etapa que abrió el pecado y durante la
cual la humanidad vivió bajo su yugo; a partir de la Redención, y tras ser vencido el
pecado y la muerte, de nuevo el hombre recuperó, por la gracia, el privilegio de la
filiación divina por adopción. Y como el sacerdocio de Cristo no se instituyó «en
virtud del precepto de una ley carnal» (como en el Antiguo Testamento), sino en
virtud «de un poder de vida indestructible», su sacerdocio es eterno, así como su
intercesión (Hebr., 7, 11 y s.), lo mismo que su sacrificio continuamente renovado
incruentamente en la Misa.
5.El sacrificio de la Misa
La Sagrada Escritura nos ha dejado cuatro relatos de la institución dé la
Eucaristía, debidos a San Mateo (26, 26-28), San Marcos (14, 22-24), San Lucas
(22, 19-20) y San Pablo (I Cor., 11, 23-26). Son sustancialmente idénticos, pero el
de San Pablo es, además de ligeramente más extenso, el más antiguo. Narra así en
la I Epístola a los Corintios la institución de la Eucaristía:
Porque yo he recibido del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, en
la noche en que fue entregado, tomó el pan, y después de dar gracias lo partió y
dijo: Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía. Y
asimismo, después de la cena, tomó el cáliz, diciendo: Éste es el cáliz de la Nueva
Alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, haced esto en memoria mía. Pues
cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor
hasta que Él venga (I Cor., 11, 23-26).
«Haced esto en memoria mía», les había dicho. Pero ¿a qué se refería al decir
«esto»? Indudablemente no a la Cena, sino a lo que terminaba de hacer: convertir
el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre, consagrar el pan y el vino. Juntamente
con el sacramento de la Eucaristía instituyó entonces el sacramento del Orden,
dando a sus discípulos el poder de consagrar, es decir, el poder de convertir el pan
y el vino en su Cuerpo y su Sangre.
Pero ¿por qué lo de «anunciáis la muerte del Señor»? Si se trataba simplemente
-como dicen los protestantes- de una Cena, ¿a qué venía la mención de su muerte
como un anuncio hecho a los hombres cada vez que se procedía a celebrar el
mismo rito, cada vez que se pronunciaban las mismas palabras que Jesús había
pronunciado para convertir la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo y su
Sangre?
Mucho antes, en el sermón que Jesús pronunció en la sinagoga de Cafarnaum
después de la multiplicación de los panes y de los peces, los judíos se habían
escandalizado por sus palabras, pues lo que había dicho era sin duda muy fuerte:
«Yo soy el pan de vida... Si alguno come de este pan vivirá eternamente, y el pan
que yo le daré es mi carne... porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre
verdadera bebida» (Jo., 6, 35, 51, 55). «Discutían los judíos entre ellos», dice San
Juan, acerca de lo que Jesús decía, pues no entendían; tampoco los apóstoles,
pero ellos no discutieron. Simplemente aceptaron sus palabras, cualquier cosa que
fuese lo que con ellas quisiera decir, porque creían en Él y sabían que Él les quería,
y que lo que decía tenía un sentido; sabía que les estaba enseñando algo, y ellos lo
aceptaban aunque no lo entendieran.
Desde luego no fue esto lo único que no entendieron. Cuando San Marcos narra el
segundo anuncio de la pasión («el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de
los hombres, lo matarán y, después de muerto, a los tres días resucitará»), añade:
«Pero ellos no entendían estas palabras y no se atrevían a preguntarle» (Me., 9,
31-32). San Lucas todavía añade un pormenor: «Pero ellos no entendían esta
expresión, pues para ellos tenía como un velo que no les dejaba entenderla, y
temían preguntarle» (Lc., 9, 45). Fue mucho más tarde cuando entendieron, cuando
después de la ascensión de Jesús a los cielos les envió el Espíritu Santo que rasgó
este velo que les impedía penetrar el sentido de las enseñanzas de Jesús; y así se
cumplió a la letra lo que Jesús les había prometido: «el Consolador, el Espíritu
Santo que el Padre os enviará en mi nombre, Él os lo enseñará todo y os recordará
cuanto os he dicho» (Jo., 14, 26). En efecto, el Espíritu Santo es el que nos enseña
que la Misa «es acción divina, trinitaria, no humana -nos recuerda monseñor
Josemaría Escrivá de Balaguer al declarar la función del celebrante-. El sacerdote
que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra
en nombre propio, sino in persona et in nomine Christi, en la Persona de Cristo, y en
nombre de Cristo»*(* J0SEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa (Madrid, 1973),
n. 86.).
En la narración que hace San Mateo de la institución de la Eucaristía pone en
boca de Jesús estas palabras: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo...»; y luego,
presentándole el cáliz: «Bebed todos de él, porque ésta es mi sangre del nuevo
testamento, que será derramada por muchos para el perdón de los pecados» (Mt.,
26, 27 y 28). Es muy significativo que San Mateo mencione que se trata de la sangre
«del nuevo testamento». Un nuevo testamento que sustituye y anula al antiguo;
ahora bien: «donde hay testamento es preciso que intervenga la muerte del
testador. El testamento es valedero por la muerte, pues nunca el testamento es
firme mientras vive el testador» (Hebr., 9, 16 y 17). Por tanto, la nueva alianza, el
testamento nuevo, se inicia con la muerte del testador, con la muerte de Jesús.
Horas antes de que se consumara, con la muerte, su sacrificio en el Calvario,
Jesús instituyó durante la Cena el sacramento de la Eucaristía, enseñando a los
apóstoles lo que debían hacer para convertir el pan y el vino en su Cuerpo y su
Sangre con el fin de que sirviera de alimento para la vida sobrenatural de los fieles y
dándoles el poder para realizar este milagro de la transubstanciación. Pero es claro
que no se puede comer el Cuerpo de Jesús si antes no muere: en los sacrificios se
comía de la víctima después de sacrificarla y hecha santa por la ofrenda del
sacrificio. Por tanto, sólo después de la muerte de Jesús en la Cruz podría repetirse
en memoria suya lo que Él había hecho durante la Cena, y precisamente por eso
anunciarían su muerte cuantas veces lo repitieran.
Pero hay más. En una de las conferencias que el cardenal Ratzinger pronunció
en el Perú, precisamente en la que se refería a la eclesiología del Vaticano II,
relacionó la Misa con la fundación de la Iglesia: la útima Cena -dijo- «viene a ser
propiamente el verdadero acto de fundación de la Iglesia (...) Él repite en la última
Cena el pacto del Sinaí, o mejor aún: lo que allí había sido un presagio a través del
signo, ahora llega a ser completamente realidad: la comunión de sangre y de vida
entre Dios y el hombre. Diciendo esto, queda claro que la última Cena anticipa la
cruz y la resurrección y, al mismo tiempo, las presupone necesariamente, porque de
lo contrario todo permanecería como un signo vacío» *(* CARDENAL JOSEPH
RATZINGER, «La eclesiología del Vaticano II», en L'Osservatore Romano (ed. castellana) 10 de
agosto de 1986.).
Evidentemente la crucifixión, la muerte de Jesús en la Cruz, era irrepetible. Antes
de su pasión había que repetir los sacrificios, ya que la sangre de los toros y de los
machos cabríos no quitaba los pecados: «y mientras todo sacerdote se presenta
diariamente, oficiando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que no
tienen poder alguno para quitar los pecados, Él, por el contrario, habiendo ofrecido
un solo sacrificio por una oblación única ha hecho perfectos para siempre a
aquellos que santifica» (Hebr., 10, 22-15). En efecto, no entró en el santuario esta
Víctima perfecta «para ofrecerse a sí mismo muchas veces, a la manera que el
pontífice entra cada año en el santuario con sangre ajena; de otra manera sería
preciso que hubiese tenido que padecer muchas veces desde la creación del
mundo. Pero ahora, una sola vez, en la plenitud de los tiempos, se manifestó para
destruir el pecado por el sacrificio de sí mismo» (Hebr., 9, 25 y 26). Y es este sacrificio,
incruento ahora -porque Cristo glorioso, sentado a la diestra de Dios Padre, ya no
puede morir-, el que ofrece la Iglesia diariamente, y seguirá ofreciendo hasta el fin
de los siglos.
Se ha dicho con gran propiedad que el sacrificio de Jesús por el que fuimos
redimidos se instituyó en el Cenáculo, se consumó en el Calvario, y se continúa en
la Iglesia. Se continúa: es el mismo, no otro. Como en el Calvario, el mismo Jesús
es sacerdote y víctima, y se ofrece, como en la Cruz, en alabanza y reparación,
pero no de una manera cruenta, sino incruenta. El pan y el vino se ofrecen y se
consagran por separado para indicar la muerte del Señor, y entonces los fieles del
Nuevo Testamento participan de la víctima en razón de su «sacerdocio real» (I Petr.,
2, 9) común a todos los bautizados, cuya razón de ser la dio San Agustín cuando
escribió que «nosotros llamamos a todos los cristianos sacerdotes porque son
miembros del único Sacerdote, Cristo». Pero este sacerdocio de los laicos es
distinto del sacerdocio ministerial propio sólo de los que, por haber recibido el
sacramento del Orden, han sido capacitados para poder consagrar actuando in
persona Christi, y, como Él, ejercen la misión de pontífice y mediador; y esto hasta
tal punto que si no hubiera sacrificio no existiría sacerdocio, ya que el sacerdocio
tiene su función principal en el sacrificio (Hebr., 8, 3). Así resulta muy clara la
expresión: «pues cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz anunciáis la
muerte del Señor hasta que Él venga». Evidentemente, cada vez que participamos
de la víctima del sacrificio es porque antes ha sido inmolada, y así pudo afirmar
rotundamente el Concilio de Trento: «En el divino sacrificio de la Misa se contiene y
se inmola incruentamente el mismo Cristo, que se ofreció una sola vez
cruentamente en la cruz».
De modo que, como recordó Pío XII en la Mediator Dei (n. 20) «el augusto
Sacrificio del Altar no es, por tanto, una simple y pura conmemoración de la Pasión
y muerte de Jesucristo, sino un sacrificio propio y verdadero, por el que el Sumo
Sacerdote, mediante su inmolación incruenta, repite lo que una vez hizo en la Cruz,
ofreciéndose enteramente al Padre como Víctima gratísima».
Cuando durante la Cena el Señor encargó a sus discípulos: «haced esto en
memoria mía», lo que hizo fue dejarles su última voluntad: un recuerdo vivo, un
sacrificio valedero para siempre y un alimento para sus almas, de modo que -en
expresión de Juan Pablo II- cuando se celebra la Misa se está celebrando «el
sacrificio de la Cruz de Cristo», y cuando comulgamos, nos nutrimos
«sacramentalmente con los frutos del Santo Sacrificio propiciatorio» *(* JUAN PABLO
II, Carta a todos los obispos de la Iglesia sobre el misterio y culto de la Eucaristía (24-11-1980).).
Y eso, de tal manera que los elementos esenciales del sacrificio, que, desde el
de Abel, han venido haciendo los hombres a Dios, han llegado íntegramente al
sacrificio de la Misa: una víctima sin mancha que se ofrece a la divinidad, se inmola
y se da a comer al sacerdote oferente y a quienes participan en el sacrificio.
Aunque, en realidad, lo que los hombres hicieron al principio cuando no tenían más
ley que su buena voluntad, y lo que hicieron luego bajo la ley en el pueblo elegido,
cuando Dios ordenó el ritual de los sacrificios, no fue sino una preparación para
que, cuando llegara la plenitud de los tiempos, supieran reconocer la Víctima sin
mancha que saldaba la cuenta, y agradecer el amor de quien, además de
redimirlos, se les daba en alimento para la vida eterna hasta el fin de los tiempos.
6. La Misa primitiva y su evolución
La santa Misa tiene ya muchos años de existencia: veinte siglos. Durante todo
este tiempo, y hasta hoy, la Iglesia hace lo mismo que nos mandó hacer el Señor y
lo mismo que Él mismo hizo. Esta acción de Jesús es inmutable y constituye el
núcleo esencial del sacrificio de la Misa. Hay, además, ceremonias, ritos y
oraciones que, por no pertenecer a la esencia de la Misa (y no ser, por tanto, de
prescripción divina, sino eclesiástica) son accidentales y han variado según los
tiempos y las circunstancias, pero no arbitrariamente. Así, siendo idéntica la Misa,
ha revestido formas distintas a lo largo de los tiempos, y si las ceremonias propias
de la liturgia actual están allí, no es por el simple capricho de algunos hombres
bienintencionados que se han puesto a inventar un conjunto de gestos, lecturas y
oraciones como si antes de ellos jamás hubiera tenido forma la Misa, sino por una
de esas reformas exigidas por las circunstancias propias de determinada época.
La Cena del Jueves Santo «fue un rito sagrado, liturgia primera y constitutiva con la
que Cristo, comprometiéndose a dar la vida por nosotros, celebró
sacramentalmente, Él mismo, el misterio de su Pasión y Resurrección, corazón de
toda la Misa» *(* JUAN PABLO II, Carta sobre el misterio y el culto de la Eucaristía, n. 8.).
Jesús, en el cenáculo, sólo hizo lo esencial: tomar el pan, bendecirlo, partirlo,
pronunciar las palabras consecratorias y darlo a los discípulos, y luego hacer lo
mismo con el cáliz. Y esto es la esencia y el corazón de la Misa: la consagración y
la comunión, que al principio se designaba como la fracción del pan (Act. 2, 42),
porque partir el pan y comerlo los presentes era entre los judíos, en las comidas
semirrituales, una señal de amistad, y más aún, de fraternidad, de unidad. Hasta
el siglo IV o v no se fijaron por escrito las oraciones, acciones de gracias y
bendiciones que el sacerdote pronunciaba en la Misa; estas oraciones, incluida la
plegaria eucarística, eran improvisadas por el Papa o por el obispo celebrante, y así
se continuó haciendo durante largo tiempo. Con todo, y a pesar de la improvisación,
el tema de estas oraciones y acciones de gracias era el mismo, y también el orden
en que se decían. Poco a poco las fórmulas se fueron concretando y fijando, de
modo que fue una tradición que contaba ya con mucho tiempo lo que en el siglo v
se fijó como canon o regla de la consagración. Ignoramos, por tanto, cómo fueron
evolucionando los elementos accesorios de la Misa, y sólo por alusiones
fragmentarias, y recogidas sin grandes pormenores (pues tales escritos estaban
dirigidos a los que vivían aquello de que se hablaba, o a lo que se aludía), podemos
conocer algo de lo que hasta mediados del siglo II se hacía.
Desde luego, entrada la segunda mitad del siglo I se había separado ya la
celebración eucarística del ágape o cena, probablemente por los abusos que
denunció san Pablo, según se lee en la primera Epístola a los Corintios: «Y cuando
os reunís, no es para comer la cena del Señor, porque cada uno se adelanta a
tomar su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro está ebrio. Pero ¿es que
no tenéis casa para comer y beber? ¿O en tan poco tenéis la Iglesia de Dios, y así
avergonzáis a los que no tienen?» (11, 20-22). Quizá influyera también el número,
cada vez mayor, de fieles. El ágape continuó como función autónoma y no litúrgica,
a la que de hecho sólo asistían los pobres, con el clero que presidía. En cambio, la
celebración de la Eucaristía quedó como el acto sagrado por excelencia, el acto de
culto a Dios que podría llamarse oficial.
De algún pasaje de san Pablo parece deducirse que había también reuniones en
las que se instruía a los fieles y se oraba y cantaban salmos, reuniones a las que no
estaba vedada la asistencia a los gentiles. Los primeros cristianos, lo mismo que los
apóstoles, provenían del judaísmo, y les eran familiares las reuniones del sábado en
la sinagoga, pues todos se habían instruido allí oyendo la lectura de la ley y los
profetas, y las explicaciones que sobre estos textos se daban. Cuando se separó la
Eucaristía -es decir, el sacrificio, la consagración del pan y del vino, y la comunión-
del ágape, éste fue sustituido por la lectura del Antiguo Testamento y su
explicación. Y aunque entre los judíos había patente separación entre la instrucción
y los sacrificios, pues la primera se daba ordinariamente en la sinagoga y los
sacrificios sólo en el templo, entre los cristianos, ya en la primera mitad del siglo II,
se había juntado la instrucción y la celebración de la Eucaristía, que tenía lugar
precisamente en el día del Señor.
Hay un testimonio de cómo era la Misa en estas fechas, debido a san Justino, que
la describe al emperador Antonino Pío en la I Apología*(* SAN JUSTINO, I Apología, 65.):
El día llamado día del Sol, todos los fieles de las ciudades y del campo se reúnen
en un mismo lugar; en todas las oblaciones que hacemos bendecimos y alabamos
al Creador de todas las cosas por Jesucristo su Hijo y por el Espíritu Santo. Se leen
los escritos de los profetas y los comentarios de los apóstoles, y concluida la
lectura, el presidente de la asamblea hace un discurso en el que instruye el pueblo y
le exhorta a la imitación de tan buenos ejemplos. Después nos levantamos,
decimos varias oraciones y, terminadas, ofrecemos pan, vino y agua. El presidente
de la reunión eleva oraciones y acciones de gracias, que el pueblo acompaña
diciendo: Amén. Entonces tiene lugar la distribución de los dones ofrecidos, se
comulga de esta ofrenda sobre la que se ha pronunciado la acción de gracias y los
diáconos llevan esta comunión a los ausentes (...). Celebramos nuestras reuniones
el día del Sol porque es el primer día de la creación en que Dios separó la luz de las
tinieblas, y el día que Jesucristo resucitó de entre los muertos.
Ya no era el sábado el día santo en la Nueva Alianza, sino la dominica, el día del
Señor, en el que tenía lugar la celebración de la fracción del pan o Eucaristía de
modo oficial y en la que todos los fieles habían de participar, igual los que vivían en
las ciudades que los que vivían en el campo, y también los ausentes, que eran
atendidos por los diáconos para que también ellos tuvieran alguna parte en la
celebración eucarística. En esta época están ya fijadas las dos partes de la Misa: la
llamada Misa de los catecúmenos, didáctica, integrada por la oración, las lecturas y
la homilía, y que servía para instruir a los que se preparaban para el bautismo; y la
Misa de los fieles, la celebración eucarística, que constituía el sacrificio y la
comunión, y a la que sólo podían acceder los bautizados.
La sobria simplicidad de las ceremonias de lo que constituía en el siglo II el ordo
Missae, el ordenamiento de la Misa, estaba condicionada, al menos en parte, por
las circunstancias por las que atravesaba la Iglesia. Era una Iglesia perseguida, no
reconocida. Fue a partir de Constantino -siglo IV- cuando la Misa, al salir la Iglesia
de su situación de clandestinidad y poder actuar ya libremente, se enriquece
introduciendo nuevos elementos en su celebración. Por de pronto ya no tiene que
reducirse a catacumbas o domicilios privados. Las basílicas permiten el despliegue
de ceremonias que dan realce a la función sagrada: la presentación de las ofrendas
se hace con solemnidad y se introduce la lectura del nombre de los oferentes; se
introduce también el canto en determinados momentos (introito, ofertorio,
comunión); la primera parte de la plegaria de la consagración acaba adquiriendo
personalidad propia y se convierte en el prefacio.
Debido, pues, a la libertad de la iglesia, en el período que va del siglo IV al vil, el
de los Padres de la Iglesia, en las grandes basílicas romanas adquiere esplendor
creciente la Misa papal; pero también, al aumentar el número de fieles en todo lo
que fue el Imperio Romano de Occidente, así como por la personalidad de Padres
eminentes (san Agustín, san Ambrosio, etcétera) comienzan las liturgias de las
iglesias locales a tener sus propias características, que se hacen mucho más
diferenciadas entre Oriente y Occidente.
Ahora bien: el canon romano, fijado ya en la segunda mitad del siglo IV en su
redacción latina, lo fija definitivamente -por así decirlo- el Papa Gregorio Magno al
incorporarlo al Ordo Romano de la Misa, que tanto influyó en los siglos posteriores.
Luego, a partir del siglo VIII, se inicia una evolución que, dejando intacto el ordo
esencial de la Misa, da lugar a multitud de variantes en los elementos accidentales:
la introducción de nuevas oraciones e incluso de salmos, oraciones mandadas bien
por sínodos locales a causa de determinadas necesidades, bien nacidas de la
devoción y piedad del celebrante. Nacen también las oraciones para ser recitadas
por el sacerdote al revestirse de los ornamentos sagrados, para decir durante el
lavatorio, para bendecir el incienso; se introduce el memento de vivos, y luego el de
difuntos, etcétera. Las nuevas circunstancias nacidas de la disolución del Imperio
carolingio, las invasiones de daneses, normandos y árabes y la dificultad de las
comunicaciones, así como favorecieron el nacimiento del feudalismo, favorecieron
también la variedad de ritos y ceremonias de las iglesias locales, poco relacionadas
entre sí.
Cuando en el siglo XIII Inocencio III fijó el Ordo para la capilla papal, san Francisco
de Asís dispuso que los frailes menores siguieran en el oficio y la Misa el ordinario
establecido para Roma por Inocencio III. Así, con la rápida difusión de los
franciscanos, el ordinario de la Iglesia de Roma se extendió por todas partes
adquiriendo un carácter casi oficial.
A pesar de todo, las diferencias entre las liturgias locales subsistieron, y hasta
crecieron en términos tales que tanto los obispos como no pocos sínodos pidieron al
Papa remedio que acabara con aquella anarquía litúrgica. Las voces que
reiteradamente exponían este deseo fueron, por fin, atendidas, brindando la
oportunidad la reunión del Concilio de Trento, que en 1562 incluyó en una de sus
sesiones el tema de la reforma del Misal. Se creó para hacerla una comisión, que
urgida por san Pío v terminó sus trabajos en 1570, recibiendo su sanción por la bula
Quo Primum en julio de dicho año. Salvo alguna excepción, los textos y el ordinario
de la Misa quedaban fijados para todas las iglesias latinas.
Así, con la reforma promulgada por san Pío V terminaba una larga evolución, en la
que la Misa, partiendo de su esencia -consagración y comunión-, se había ido
desarrollando en sus elementos accidentales debido a diversas causas, pues las
ceremonias fueron naciendo unas veces por la necesidad (el lavabo después del
ofertorio, por ejemplo), otras por conveniencia (el uso de vestiduras sagradas), otras
por simbolismo (el uso del incienso). Claro está que estas ceremonias se
comprenden mejor cuando se sabe cómo y por qué nacieron, pues entonces se
penetra en su sentido y dejan de ser gestos casi incomprensibles*(* Sobre la evolución
de las distintas partes de la Misa véase MARIO RIGHETTI, Historia de la liturgia, II (BAC, 1956).).
Ahora bien: el Misal de san Pío V no se limitaba a fijar los textos sagrados;
también prescribía minuciosamente las rúbricas, es decir, el modo como debían
realizarse las ceremonias. La conciencia de la enorme dignidad del sacrificio de la
Misa, la presencia real de Jesucristo en el altar después de la consagración, la
santidad de la acción litúrgica por excelencia, pedía por parte del sacerdote
celebrante una correspondencia: un delicado respeto por la grandeza del
Sacramento, un atento cuidado por todos aquellos gestos que expresaban la
adoración debida a Dios y a la Víctima del sacrificio. De aquí que hubiese
pormenores, quizá a primera vista ociosos o insignificantes, pero nacidos en
realidad como expresión de amor y reverencia, que fueron minuciosamente
prescritos, tales como la colocación de las manos dentro o fuera de los corporales
cuando se apoyaban en el altar, las inclinaciones de cabeza, las genuflexiones o la
señal de la cruz en determinados momentos sobre la ofrenda.
Cuatrocientos años ha estado vigente el ordo emanado del Concilio de Trento.
Durante todo este tiempo la Misa era idéntica en todos los puntos del globo, de
manera que los mismos textos, las mismas ceremonias y la misma lengua hacían
que un fiel devoto encontrara en todo el mundo la Misa que le era familiar, la
misma que había oído año tras año en su parroquia.
Otro concilio, el Vaticano II, ha introducido alguna variación. La Misa sigue siendo
la misma que la de san Fío V, la de la Edad Media, la de la época de Constantino o
la de las catacumbas. Pero lo mismo que determinadas circunstancias (algunas de
las cuales se indicaron antes) impulsaron la evolución de las ceremonias litúrgicas
en cierto sentido, fomentando incluso la Misa privada y la recitación por el sacerdote
de todas sus partes, nuevas circunstancias y el desarrollo de los estudios litúrgicos
aconsejaron a los Padres del Concilio Vaticano II dar una Constitución
(Sacrosanctum Concilium) sobre la liturgia, a consecuencia de la cual se creó (como
en la época de Trento) otra comisión para que estudiara y propusiera la reforma del
Misal Romano, reforma que fue aprobada por Pablo VI por la Constitución
Apostólica Missale Romanumen 1969.
Los cambios más importantes, aparte las modificaciones en el santoral y en el
ciclo litúrgico, las diversas clases de Misas y algunas alteraciones en las vestiduras
sagradas, son: la mayor importancia dada a las lecturas, la supresión de algunas
oraciones y ceremonias introducidas con la generalización de la Misa privada, la
mayor participación activa del pueblo, el aumento del número de prefacios y de
otros cánones además del llamado «canon romano» (el de la Misa de san Pío V,
pero cuya antigüedad se remontaba, como antes se vio, al siglo IV o v) algunos
silencios y una mayor flexibilidad en las ceremonias y en la elección de lecturas y
oraciones.
Claro está que al decir «la Misa actual», o «la Misa de san Pío V», tan sólo se
está aludiendo a ciertas formas o ceremonias puramente accidentales, pues
sustancialmente la Misa es siempre la misma: o tiene todos sus elementos
constitutivos o no es Misa. Y tan es así que la enumeración de las partes de la Misa
que hizo santo Tomás en el siglo XIII conviene sustancialmente con las partes que
se distinguen en la Misa actual. Una primera parte -decía santo Tomás- es
preparatoria, y abarca la preparación propiamente dicha o introducción, y las
lecturas o instrucción, hasta el ofertorio (en la Misa actual: introducción y liturgia de
la Palabra); una segunda parte que va desde el ofertorio hasta la comunión,
integrada por la oblación u ofrenda, consagración y comunión, y constituye
propiamente el sacrificio (en la Misa actual se corresponde con la Plegaria
eucarística); y por último, una tercera de acción de gracias, que en la liturgia actual
se manifiesta con mayor expresividad por los minutos de silencio y recogimiento
que siguen a la purificación del cáliz y preceden a la última oración.

LOS RITOS INICIALES

1. Los primeros gestos


Al comenzar la Misa se hacen por parte del sacerdote algunos gestos que, con
frecuencia, pueden pasar inadvertidos a los fieles que asisten por la costumbre de
verlos realizar una vez y otra sin poner mayor atención. Se trata de la reverencia, o
genuflexión -si está reservado el Santísimo en el sagrario- ante el altar y su
veneración con un beso; ambos gestos tienen un sentido: no están prescritos por
puro capricho, sino con una intención muy definida.
El altar sobre el que se celebra el sacrificio está presidido por el crucifijo, y éste
es un elemento necesario del que no se debe -ni puede- prescindir. Si lo que tiene
lugar allí y en aquel momento es el sacrificio incruento de la Cruz, que lo presida la
imagen de Jesús pendiente del madero es no sólo congruente, si no un recordatorio
para el sacerdote tanto como para los demás fieles, para que todos tomen
conciencia de lo que va a suceder y del porqué. La inclinación del sacerdote ante la
Cruz al llegar al altar es como un inicial y primer acto de adoración, como una
manifestación de la reverencia con que se debe iniciar la acción litúrgica más
importante de la Iglesia.
El beso del sacerdote al altar tiene raíces muy antiguas. En los primeros siglos el
Papa celebraba una Misa en Roma, y fuera de ella el obispo, rodeados por el clero
y con la asistencia de los fieles. Sin embargo, desde el siglo v, y aun quizá en el IV,
comenzaron a celebrarse algunas misas privadas, bien en alguna casa particular
donde hubiera enfermos, bien en los cementerios, sobre las tumbas de algún
difunto, y antes, sobre la de algún mártir. Nació así más adelante la costumbre de
convertir la mesa del altar en sepulcro mediante la colocación en él de la reliquia de
un mártir al consagrarlo. Esto explica que en la Misa de san Pío V, al terminar las
oraciones al pie del altar, el sacerdote dijera al besarlo una oración que aludía a
esta inmemorial costumbre: «Te rogamos, Señor, que por los méritos de los santos
cuyas reliquias están aquí, y de todos lo santos, te dignes perdonar todos mis
pecados.» Iba precedida de otra que decía: Aufer a nobis, Domine, iniquitates
nostras, ut ad sancta sanctorum puris mentibus mereamur introire: Aparta, Señor,
de nosotros nuestros pecados, para que merezcamos entrar en tu santuario con el
alma limpia. Tras la reforma de Pablo VI no es obligatorio rezar estas oraciones.
Se besaba, pues, el altar porque era el sagrado sepulcro de un mártir, pero no
solamente ni principalmente por eso. Ahora, por ejemplo, ya no es necesario que la
mesa del altar tenga reliquia alguna; ya no se besa, pues, el sepulcro de un mártir.
Ahora bien: en la primitiva Iglesia el altar se veneraba como figura de Cristo, y aún
ahora los sacerdotes se postran ante el altar desnudo el Viernes Santo. En realidad
no es el retablo, ni las imágenes, ni siquiera el crucifijo, lo más sagrado del templo,
sino el altar (aparte el sagrario, claro está), como atestiguó el mismo Jesús cuando
increpó a los fariseos sobre el juramento: «¡ciegos! ¿qué es más, la ofrenda, o el
altar que santifica la ofrenda?» (Mt., 23, 19); allí, sobre él, como sobre el Calvario,
estarán el Cuerpo y la Sangre del Señor después de la consagración. Y como el
sacerdote sube al altar como ungido por la Iglesia para ofrecer en su nombre el
sacrificio por los pecados de los hombres, el beso al altar es el que da la Iglesia,
Esposa de Cristo, a su Esposo y Señor. No es un acto baladí, aunque puede
convertirse en una trivialidad si el sacerdote no está atento a pormenores que, por
referirse a una acción sagrada y estar dispuestos, no sin una profunda razón, por la
autoridad de la Iglesia, tienen más importancia (e implican responsabilidad) de lo
que puede parecer por su aparente pequeñez.
Naturalmente, la Misa comienza con la señal de la Cruz, es decir, en el nombre
del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, en el nombre de la Santísima Trinidad.
Desde los comienzos de la Iglesia, probablemente desde los tiempos apostólicos en
que se inició el uso de este signo, se indicaba con él la fe en el misterio de la
Trinidad tanto como la adhesión a la doctrina de Jesucristo, que consumó nuestra
redención en la Cruz. Los Padres -san Cipriano, por ejemplo, o Tertuliano- hablan
de la señal de la Cruz como símbolo habitual de los cristianos, con el que
comenzaban y terminaban sus principales acciones. No es, pues, extraño que la
acción sagrada por excelencia comience con la señal de la cruz en el nombre de las
tres Personas divinas, y termine con el mismo signo cuando el sacerdote da la
bendición final, que reciben los fieles santiguándose como al principio de la Misa.
En ambos casos, el pueblo contesta Amén, así sea, identificándose con lo que la
fórmula expresa.
Así, los que asisten al Santo Sacrificio deben esforzarse desde estos momentos
iniciales en seguir los gestos del sacerdote. Con la veneración del altar (que,
además, se inciensa en las Misas solemnes) se procura el recogimiento
indispensable para poner la atención en el gran misterio, pues tanto lo primero
como lo segundo, al expresar gráficamente la veneración y el respeto que requiere
lo que es santo, predispone a que tanto la voluntad como la imaginación se
concentren en el altar. Por tanto, a la señal exterior de la cruz debe acompañar
interiormente la deliberada y consciente confesión de nuestra fe en el misterio de la
Santísima Trinidad, y la conciencia de que es el ser discípulos de Cristo (pues ésta
es precisamente la definición del cristiano) la razón por la que nos disponemos a
participar en el sacrificio del altar. Un sacrificio que, como escribió un autor
anónimo, «no lo hacemos en nuestro nombre, porque sería en nombre de la
debilidad y del pecado, sino por la potestad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo:
ofrecemos esta oblación santa y asistimos a ella por el derecho que para ello nos
han dado la cruz y el bautismo de ser hijos del Padre, hermanos del Hijo y templos
del Espíritu Santo»*(* ANONIMO, La santa Misa (Madrid, 1975), 142.).
Después de la señal de la cruz el sacerdote saluda al pueblo, y con el saludo se
inicia la acción común del sacerdote y de los fieles en el sacrificio, cada uno en su
ámbito (el sacerdote con la potestad ministerial que le ha sido conferida por el
sacramento del Orden, los fieles en virtud de su sacerdocio común). En la Misa de
san Pío V este saludo era invariable: Dominus vobiscum, el Señor sea con vosotros;
con la reforma de Pablo VI se ha mantenido este mismo saludo, pero se han
introducido también otras fórmulas**(** En España, son seis las fórmulas para el tiempo
ordinario, además de otras cuatro para los diversos tiempos litúrgicos.).
En todos los casos el pueblo responde: Et cum spiritu tuo, y con tu espíritu; un
mismo deseo une al ministro celebrante y a los fieles, como en los tiempos
apostólicos, cuando todos «eran un solo corazón y una sola alma». Esta unión del
pueblo con el celebrante debe ser mantenida con especial interés durante la Misa,
según se verá, sobre todo por cuanto uno y otros son miembros de la Iglesia que
es, en último término, quien ofrece el sacrificio, pues fue fundada para perpetuar los
frutos de la Redención hasta el final de los siglos.
Es entonces, después del saludo, cuando el sacerdote reza el introito. También
el introito es el resultado de una larga evolución. Cuando la Iglesia fue reconocida
con los mismos derechos que las demás religiones paganas y pudo practicar
libremente su culto, éste se fue dignificando y saliendo de la simplicidad y pobreza
litúrgica a que se veía constreñido en la clandestinidad. Cuando en el siglo v o VI el
Papa celebraba la Misa en una de las grandes basílicas, iba revestido desde la
sacristía (que estaba situada junto a la entrada, y no cerca del altar como ahora),
precedido por el presbiterio, a lo largo de la nave hasta el altar. Mientras, el coro,
alternando con el pueblo, cantaba un salmo apropiado al tiempo litúrgico o a la
fiesta que se conmemoraba, y cuya finalidad era introducir al pueblo en el ambiente
de la festividad mientras el cortejo se dirigía al altar. Todavía el introito (de introire, ir
dentro, entrar) se sigue cantando en las Misas solemnes, pero en las comunes y
diarias lo recita el sacerdote, reducido a un breve texto que sigue guardando
relación con el tiempo o la festividad del día. (Los fieles podrían también recitarlo
conjuntamente si tuvieran misal con el mismo texto. Si no se canta se puede omitir.)
Hasta aquí tan sólo puede hablarse de lo que podemos llamar ritos preliminares
de la Misa.
Un liturgista austríaco, Pío Parsch, comparaba hace muchos años el comienzo
de la Misa (lo que él llamaba «antemisa») a la visita que se hacía a un hombre
poderoso para pedirle algo en lo que se tuviera decidido interés. ¿Cuál es el
proceso que se sigue en un caso como éste? «En llegando al umbral -escribió- os
limpiaréis los zapatos, o si otra cosa pone desorden en vuestro exterior, la
arreglaréis; entonces llamáis con disposición a la puerta y solicitáis la entrada. Al
llegar luego a la presencia del señor hacéis una inclinación, saludáis con respeto y
después presentáis vuestra súplica, si es posible con la recomendación de otro
señor conocido de él»*(* PÍO PARSCH, Sigamos ta santa Misa (Barcelona, 1958), 31.).
Esto es lo que se hace al comienzo de la Misa. Esa limpieza previa a la entrada
en la casa es la purificación del alma por medio del acto penitencial; la llamada
sonlos Kyries, repetidos tres veces en atención a las tres divinas Personas; el
saludo es el Gloria, y después se presenta la petición: la oración que antecede a las
lecturas, oración que termina interponiendo la influencia de Jesucristo, pues no
pedimos en nombre propio, sino «por Jesucristo Nuestro Señor».
2. El acto penitencial y los Kyries
Consideremos con alguna detención esta primera parte de la Misa. Al terminar el
introito se entra ya en un rito que desde hace muchos siglos forma parte de la
liturgia: es la purificación del alma mediante el acto penitencial. Después de leer el
introito el sacerdote invita a los fieles a arrepentirse de sus pecados, pues es
necesaria la pureza del corazón para acercarse a las cosas santas. Aquí juegan dos
circunstancias: por una parte la condición real del hombre, y de otra la sacralidad y
grandeza del misterio eucarístico.
Atendiendo a lo primero, es un hecho que todo hombre es pecador; si no bastase
la Revelación, que por san Juan nos certifica que si alguno dice no tener pecado, la
verdad no estaría en él (1 Jo., 1, 8), tenemos la propia experiencia que nos lo
recuerda a poco que nos examinemos y por somero que sea el examen. Si somos
sinceros con nosotros mismos, y somos lo suficientemente honrados para no
engañarnos con excusas y justificaciones que nada excusan y nada justifican,
entonces jamás podremos decir lo que de vez en cuando se lee en las entrevistas a
tales o cuales personajes, quienes al preguntarles el entrevistador qué es aquello
de lo que más se arrepienten responden que no tienen que arrepentirse de nada,
como si nunca hubieran hecho nada malo.
Por el contrario, todos tenemos de qué arrepentirnos, aun en el caso altamente
improbable de que nunca hubiésemos hecho daño a nadie o sólo hubiéramos
cometido algún que otro pecado venial. Y tanto más mereceremos el perdón de
Dios cuanto más reconozcamos nuestra condición de pecadores delante de Él y
delante de los hombres; pero no a modo de desafío, como los que odian a Dios, ni
por ostentación, como si fuera algo de lo que enorgullecerse, como aquellos a
quienes se refería san Pablo al aludir que se portaban «como enemigos de la cruz
de Cristo, cuyo paradero es la perdición, cuyo Dios es el vientre, y que hacen gala
de lo que es su deshonra» (Phil., 3, 18 y 19), sino como el publicano que, consciente
de su condición, se daba golpes de pecho en un rincón sin osar levantar su mirada:
«Ten piedad de mí, Señor, que soy pecador» (Lc., 18, 13). Éste salió justificado, no el
fariseo, que se creía tan bueno que no necesitaba el perdón de Dios. Y no lo tuvo,
no porque Dios no estuviera dispuesto a dárselo, sino porque él mismo se
incapacitó para lograrlo al negar que tuviera pecado: no tenía nada que debiera ser
perdonado, no necesitaba perdón de nadie.
Dada esta realidad, y siendo el sacrificio de la Misa lo más santo que puede
hacerse en la tierra, parece cosa hasta de sentido común que nuestra actitud
guarde relación con la grandeza del acto en el que vamos a participar; y claro está
que, sabiendo lo que sucede en la Misa, los deseos de purificación crecerán en la
medida en que crezca nuestra conciencia acerca de la magnitud y la santidad de la
acción litúrgica en que vamos a participar. Ésta es la finalidad del acto de contrición.
En él cada uno de nosotros confiesa públicamente a Dios misericordioso que ha
pecado, que ha pecado de todas las maneras posibles: con el pensamiento, con la
palabra, con las obras y hasta con la falta de ellas, con las omisiones; y que no ha
sido una vez o dos veces, sino muchas: «he pecado mucho», decimos. Lo
confesamos ante Dios nuestro Señor, pero también ante nuestros hermanos los
hombres. No queremos ser hipócritas y gozar ante ellos de un prestigio o una fama
a la que no tenemos derecho.
No es inútil recordar aquí el peligro de rutina si descuidamos habitualmente
pensar lo que decimos, ya que las palabras, despojadas de lo que con ellas se
significa, apenas si son ruidos, aire. Y nosotros, cuando al comienzo de la Misa las
pronunciamos, hemos de actualizar la conciencia de nuestros malos pensamientos
y juicios temerarios, de nuestras murmuraciones y comentarios de vidas ajenas, de
nuestras obras contrarias a la voluntad de Dios, de todas aquellas cosas que
debiéramos haber hecho y no hicimos, y entre ellas todo lo referente al cuidado de
nuestra propia alma (por ejemplo: ¿nos preocupamos de conocer bien la doctrina
cristiana, o no hemos vuelto a leer ni una línea desde que hicimos la primera
comunión?), a la solicitud por el prójimo (comenzando por los más próximos) y a las
obligaciones propias de nuestro estado o profesión. Y no hay excusa: reconocemos
que hemos pecado por nuestra culpa, porque hemos querido.
Arrepentidos, pedimos a la Virgen María, a los ángeles, a los santos, incluso a
nuestros hermanos los hombres, que rueguen por nosotros, que intercedan ante el
trono de Dios para que se nos perdonen nuestros pecados. Tenemos confianza en
la poderosa influencia de la Bienaventurada Virgen María, porque a Ella, que asistió
al Hijo de Dios al nacer en carne mortal y al morir con esa carne desgarrada, ¿qué
le va a negar Dios? Y confiamos también en los ángeles, porque en el momento de
una tremenda prueba en la que muchos fallaron, ellos se mantuvieron leales y
desde entonces están sirviendo a Dios; y también en los santos, que participando
de nuestra naturaleza caída, a pesar del demonio, del mundo y de la carne, de las
tentaciones, de errores y caídas, jamás abandonaron la lucha por ser fieles a la
gracia, se levantaron siempre y volvieron a comenzar cada vez, y Dios mostró en
ellos su poder y misericordia para enseñarnos lo que Él puede hacer de hombres
pecadores si corresponden a las gracias con que constantemente les llama.
Luego, terminada la confesión, que recitan juntos celebrante y pueblo, pues
todos son pecadores, el sacerdote invoca el perdón divino: «Dios todopoderoso
tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida
eterna», a lo que el pueblo responde: Amén.
Con respecto a esta fórmula de absolución que pronuncia el sacerdote, conviene
hacer unas aclaraciones para disipar una confusión que se ha producido en algunos
ambientes entre los fieles. En efecto, hubo quien creyó que estas palabras del
sacerdote («Dios todopoderoso tenga misericordia..., perdone nuestros pecados...»,
etcétera) equivalían a una auténtica absolución sacramental, y suplía, por tanto, a la
confesión. Este error se produjo a raíz de ciertas teorías, propagadas hace ya
algunos años, según las cuales no sería necesario confesar los pecados mortales
en el sacramento de la confesión, sino que bastaría el acto penitencial de la Misa,
con la subsiguiente fórmula que pronuncia el sacerdote. El desconcierto cundió
entre algunos porque esas teorías afirmaban también que la absolución general que
se da al final de algunas celebraciones penitenciales -frecuentes, sobre todo, en el
tiempo de Cuaresma, precisamente para disponer mejor a los fieles a acceder al
sacramento de la confesión- era también equivalente a la absolución sacramental. Y
hasta se pretendió reducir los pecados mortales (los que matan el alma) a unos
pocos, muy pocos, dejando en simplemente «graves» (pero no mortales: más que
veniales o leves, pero sin quitar la gracia santificante) una apreciable cantidad de
los que siempre fueron (y siguen siendo) objetivamente mortales. Lo más extraño
de todo fue que a pesar de estar todo esto en abierta disconformidad con lo que
siempre había enseñado la Iglesia, incluso de modo solemne y taxativo en los
Concilios, esta extraña enseñanza persistió con gran daño de las almas durante
más tiempo del que hubiera sido deseable *(* Véase en JUAN PABLO II, Exhortación
Apostólica Reconciliatio el poenitentiae, la doctrina de la Iglesia sobre los pecados mortales y
veniales.).
Frente a estas teorías, que no concuerdan con la doctrina del Magisterio, se debe
recordar que la disciplina de la Iglesia, en los temas que afectan a la esencia de los
sacramentos, no puede cambiar. Ni los actos penitenciales seguidos de la
absolución general, ni la confesión que se hace en la Misa y la petición subsiguiente
que hace el sacerdote perdonan los pecados graves o mortales; sigue siendo
necesaria la confesión sacramental de todos y cada uno de ellos al sacerdote,
manifestando la especie y las circunstancias que la cambian. La confesión y
absolución de la Misa sí perdona los pecados veniales y las faltas, lo mismo que
cualesquiera otros medios previstos por la Iglesia (la señal de la cruz, un acto de
contrición, etcétera).
Los Kyries son como una continuación del espíritu de arrepentimiento que hemos
expresado inmediatamente antes con la confesión general. Su inclusión en este
lugar se hizo cuando desapareció la procesión hacia la iglesia donde tenía lugar la
Misa; parece ser que fue el papa san Gregorio Magno, a fines del siglo m, el que
determinó que se recitaran nueve veces: tres veces Kyrie invocando al Padre, tres
veces Christe invocando al Hijo, otras tres veces Kyrie invocando al Espíritu Santo.
Con la reforma de Pablo VI sólo se dice tres veces en lugar de nueve, uno por cada
Persona divina.
Es una súplica a la Santísima Trinidad, muy propia de aiatores, es decir, de
caminantes que están en el mundo de paso hacia la eternidad, pues ni en el cielo
se dirá (los bienaventurados no tendrán que pedir misericordia, porque ya la habrán
alcanzado), ni en el infierno se podrá decir (a los condenados les habrá pasado ya
el tiempo en que la misericordia era posible). Nosotros, los que andamos mundo
adelante, la necesitamos de modo absoluto, porque sin el auxilio de Dios no
podemos dar un paso. ¿No dijo el Señor que sin Él no podíamos hacer nada? (Jo.,
15, 5). El mejor medio para recibir es mostrar nuestra indigencia. En el Kyrie, al
suplicar la misericordia de Dios, estamos manifestando varias cosas: una actitud de
humildad, como la del ciego de Jericó(Mc., 10, 46-52), pues al soberbio su orgullo no
le permite la súplica, porque le parece que es rebajarse; un reconocimiento de
nuestra condición de pecadores, es decir, de que no podemos pagar la deuda que
tenemos con Dios: por eso pedimos misericordia y no justicia; una clara conciencia
de nuestra insuficiencia: pedimos que Dios tenga misericordia para nuestra
debilidad, para nuestros fallos, para nuestra escasa generosidad, para nuestro
egoísmo, para nuestros defectos... Porque ¿qué va a ser de nosotros si Él no se
inclina sobre nuestras miserias y las cubre con su infinita misericordia?
3. La alabanza a la Trinidad
Todavía hay que mencionar entre estos elementos iniciales de la Misa un
antiquísimo himno: el Gloria. De ordinario, solamente se dice en los días que
litúrgicamente están señalados como fiesta o solemnidad. No siempre recitaron este
himno los sacerdotes en la Misa, sino sólo a partir de determinada época, cuando
comenzó a extenderse la costumbre de la misa privada, pues al principio sólo lo
decía el obispo, que era quien daba la paz. (Todavía el saludo de los obispos es
Pax vobiscum, la paz sea con vosotros, en lugar del Dominus vobiscum.)Ahora,
cuando se dice, lo recitan los fieles junto con el sacerdote.
Es un himno espléndido, en el que vale la pena que pongamos atención. El
comienzo es una partecita de la Revelación, las palabras que cantaron los ángeles
al anunciar el nacimiento del Redentor a los pastores, tal como lo trae san Lucas (2,
14): «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad».
El resto se compuso por piadosos autores.
Si pensamos que las palabras de los ángeles son reveladas, entonces no es
difícil encontrar en el Gloria enseñanzas que, además de alegrar el corazón,
alimentan la inteligencia. Por ejemplo: enseña la teología que Dios no puede obrar
por un fin distinto de Sí mismo, pues en tal caso se subordinaría a algo fuera de Él,
lo que es manifiestamente imposible. Siendo, por tanto, el fin de la Creación la
gloria de Dios, y siendo nosotros mismos parte de esa misma Creación, es evidente
que nuestro fin, es decir, la razón por la que fuimos sacados de la nada y llamados
al ser y a la existencia, es la gloria de Dios. Lo cual debe hacernos ver que hemos
de querer dar gloria a Dios como lo que somos: criaturas inteligentes y libres que
voluntariamente hacen aquello que está de acuerdo con la propia finalidad de su
ser, y de ahí que cualquier acto que no esté dirigido a honrar a Dios es como una
cantidad negativa, como una mentira, como algo que carece de identidad, como
algo que no es.
Y la paz que anunciaron los ángeles es sólo para los hombres de buena
voluntad: para aquellos hombres que tienen puesta su voluntad en ser lo que Dios
quiere que sean, en hacer lo que Dios quiere que hagan, pues así, al ser
coherentes con su razón de ser, todo es como debe ser. No es una paz como la
que da el mundo (Jo., 14, 27). La paz del mundo es sólo una paz exterior, una
apariencia de paz -como explicaba Juan Pablo II a los participantes en el Congreso
internacional Univ'86- «porque se funda en el miedo y en la desconfianza», y que
fácilmente se pierde, y aun existiendo no afecta al interior de la persona. La paz que
Dios da a los hambres de buena voluntad, a los que luchan contra el pecado que
roba a Dios su gloria, a los que se hacen violencia para que las pasiones no les
aparten del camino recto (y por eso son hombres de buena voluntad); es una paz
que ni el mundo ni las guerras pueden arrebatar, porque es -como decía san
Agustín«la tranquilidad en el orden», y por eso sólo la disfrutan los que ordenan su
vida a Dios, y como no depende de circunstancias exteriores, nadie puede
destruirla. Sólo el pecado.
Es cierto que, como apunta el autor del breve tratado sobre la Misa antes citado,
las palabras de los ángeles en Belén compendian «el programa del Salvador. Él
bajó a la tierra, se encarnó, y subió a la cruz con un doble designio: primero, para
devolver al Padre su honor, usurpado por el pecador; en segundo lugar, para
otorgar a los hombres la reconciliación, la paz con Dios. De suerte que el fin de la
Redención fue el honor de Dios y la paz del hombre»*(* PÍO PARSCH, Sigamos la santa
Misa, 49.). En efecto, en el Gloria (que es la gran alabanza a la Trinidad, así como el
Gloria Patri es la pequeña) alabamos, bendecimos, adoramos y damos gracias a
Dios por su «inmensa gloria».
Por su inmensa gloria. A primera vista parece que lo indicado es, desde luego,
alabar, adorar y hasta bendecir a Dios por su inmensa gloria, por su majestad
infinita, y su omnipotencia, y bondad, y sabiduría. Pero darle gracias por su inmensa
gloria no parece que concuerde bien. Uno da gracias por un beneficio, por un favor,
hasta por una deferencia; se agradece, aunque sólo sea por educación, un servicio;
es lógico dar gracias a Dios porque nos ha hecho nacer a la vida, por ser criaturas
racionales y no piedras, árboles o pájaros; por el sol y la luz, por la vista y la voz y el
oído, por la inteligencia, poca o mucha, que tengamos. Pero ¿por su inmensa
grandeza?, ¿por su inmensa gloria?
Pues sí, por su inmensa gloria, precisamente por eso; más aún: sobre todo por eso.
Si nosotros podemos asistir con pleno derecho al sacrificio del altar es porque al
recibir el bautismo fuimos hechos cristianos, es decir, hijos de Dios por adopción,
con una vida que no es natural, sino sobrenatural, puesto que es una cierta
participación en la vida divina que se nos infundió con la gracia santificante. Ahora
bien: si se piensa despacio, es formidable lo que nos ocurre. En el ámbito
meramente humano, tener un padre del que por su prestigio, sus cualidades o sus
hechos pueda un hijo sentirse orgulloso es una gran cosa; pero nuestro Padre es
Dios, y Dios es tan bueno, tan sabio, tan poderoso, tan paciente con nuestros fallos,
tan generoso y tan grande, que es verdaderamente admirable que nos haya hecho
hijos suyos. Ninguno de nosotros puede presumir de nada. Como dice Camino: «No
olvides que eres... el depósito de la basura. Por eso, si acaso el Jardinero divino
echa mano de ti, y te friega y te limpia... y te llena de magníficas flores..., ni el
aroma ni el color, que embellecen tu fealdad, han de ponerte orgulloso»*(* Mons.
ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 592.). Eso es lo formidable: nosotros no podemos
presumir de nada... excepto de tener un Padre como ni hay otro ni siquiera
podemos imaginarlo. Por eso le damos gracias por su inmensa gloria. De eso nos
enorgullecemos, y por eso le alabamos, le adoramos y le bendecimos. Porque si
fuera un dios a imagen y semejanza nuestra, tan pequeño y mezquino como
nosotros, podríamos respetarlo, quererlo incluso, pero de ningún modo sentirnos
orgullosos de él. ¡Y, sin embargo, Dios omnipotente se encarnó en las entrañas de
la Virgen María y, por su amor hacia nosotros, se hizo tan pequeño y desvalido
como un niño! Verdaderamente, no hay un dios como nuestro Dios.
Gloria, pues, a Dios, nuestro Padre. Pero a Dios uno y trino, puesto que al alabar
a Dios estamos alabando a las tres divinas Personas, a las que en el himno se
menciona explícitamente: el Padre, Dios omnipotente; Jesucristo, su Hijo unigénito,
Cordero de Dios, a quien pedimos -por ser nuestro Redentor- que tenga
misericordia de nosotros, y puesto que es el que quita los pecados del mundo, que
escuche nuestras súplicas y se compadezca de nuestras miserias, ya que -como le
aclama la Iglesia- «sólo Tú eres santo, sólo Tú señor, sólo Tú Altísimo, Jesucristo,
con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre». Y así, en el Gloria intentamos
expresar todo cuanto el corazón agradecido quisiera decir, y pedimos misericordia,
una vez más, para que, mirando nuestra miseria, Dios, nuestro Padre, la borre con
su perdón y con la riqueza de su gracia.
4. La oración «colecta»
Después de expresar nuestra alabanza y adoración por la grandeza de nuestro
Padre Dios, nos atrevemos con toda confianza a hacer nuestra petición. Esta
oración viene en el Misal Romano con el nombre de colecta, que seguramente
suena de modo casi ininteligible a la generalidad de los fieles.
En los primeros tiempos de la libertad de la Iglesia, los fieles eran convocados en
una iglesia, donde una vez reunidos, y después de rezar una oración, se dirigían
procesionalmente a otro templo, donde tenía lugar la Misa. Esa primera iglesia se
llamaba «iglesia de la reunión» (ecclesia colecta), y la segunda, «iglesia de la
estación», y la oración que se rezaba antes de salir la procesión se llamaba oración
de la colecta (del «colectivo», se diría hoy con ese horrible vocablo), de la
comunidad reunida. Cuando se suprimió la procesión y ya no tenía objeto la reunión
en la primera iglesia, la oración que se rezaba en ella pasó a rezarse en la iglesia
donde se celebraba el sacrificio de la Misa, siendo la primera que se rezaba y
conservando su nombre de colecta.
Esta oración, como las otras dos que se dicen en la Misa (la oración sobre las
ofrendas y la postcomunión), no es una oración particular. Es una oración de la
comunidad de los fieles, es decir, de la Iglesia. Es importante que tengamos esto en
cuenta si queremos penetrar el sentido de lo que en esta oración -y en las otras
dos- se pide. No es solamente la oración de los fieles, sino la oración de la reunión
de los fieles, es decir, del Cuerpo Místico de Cristo. Es la Iglesia la que se dirige a
Dios para pedir algún bien espiritual para todos, no un bien particular para tales o
cuales fieles, ni un bien de orden puramente temporal. No es que la Iglesia no
pueda pedir bienes temporales, pero si consideramos que la Iglesia ha sido fundada
por Jesucristo en orden a la salvación de las almas (y no con fines temporales),
cuando corno tal Iglesia o Cuerpo Místico se dirige a Dios para pedir por sus
miembros, su oración se dirige sobre todo a conseguirnos los bienes espirituales, a
los que tienen valor de eternidad, no a bienes efímeros, como de quita y pon, que
son pasajeros y muchas veces ni siquiera dejan huella.
La colecta (también llamada oratio prima, oración primera) es una oración que se
acomoda a los tiempos litúrgicos y a las fiestas del Señor, de la Virgen y de los
santos, con referencia siempre al misterio de la Redención que se recuerda, o a una
virtud del santo cuya fiesta se celebra. Las hay de una gran expresividad y de no
poca profundidad, muy aptas para la meditación personal. Así, por ejemplo, la del
viernes después de Ceniza: «Confírmanos, Señor, en el espíritu de penitencia con
que hemos empezado la Cuaresma, y que la austeridad que practicamos vaya
siempre acompañada por la sinceridad de corazón»; o la que se dice el día de san
Ambrosio de Milán (7 de diciembre): «Señor y Dios nuestro: Tú que hiciste al obispo
san Ambrosio doctor esclarecido de la fe católica, y ejemplo admirable de fortaleza
apostólica, suscita en medio de tu pueblo hombres que, viviendo según tu voluntad,
gobiernen a tu Iglesia con sabiduría y fortaleza.»
El pueblo responde Amen al terminar la oración, haciendo así también suya la
petición que en nombre de la Iglesia ha hecho el sacerdote.
El II Concilio Vaticano ha impulsado el estudio y la lectura de la Palabra de Dios
para la mejor instrucción de los fieles en la Revelación. «Las dos partes de que
consta la Misa -dice la Constitución Sacrosanctum Concilium-, a saber: la liturgia de
la Palabra y la Eucaristía, están tan íntimamente unidas que constituyen un solo
acto de culto. Por esto, el sagrado Sínodo exhorta vehementemente a los pastores
de ahora para que en la catequesis instruyan cuidadosamente a los fieles acerca de
la participación en toda la Misa, sobre todo los domingos y fiestas de precepto.»
Antiguamente, esta parte de la Misa era conocida como la «Misa de los
Catecúmenos», porque era la parte de la Misa a la que podían asistir, aunque no
porque fuera exclusivamente para ellos, pues, como ya se dijo antes, esta parte de
la instrucción por las lecturas existió ya desde antes de mediados del siglo II. Es
más que probable, incluso, que los primeros cristianos, procedentes del judaísmo,
no hicieran otra cosa en este punto que seguir el hábito adquirido en el ritual
sabático de la sinagoga, que comenzaba por la lectura de textos sagrados.
Al principio hubo tres lecturas por lo general (aunque en ocasiones había una o
dos más); por regla común se tomaban de los libros sagrados, si bien en algunas
iglesias de África se leían también, a partir del siglo II, otros textos si las
circunstancias lo aconsejaban, como sucedió con las Actas de los mártires, «leídas
en el día aniversario de su martirio y escuchadas por el pueblo con gran devoción»:
el mismo san Agustín da testimonio de esta costumbre.
En los tiempos más antiguos la lectura, a voluntad del obispo, se hacía
prosiguiendo cada día desde el punto en que había quedado el día anterior: era,
pues, lección continua. A partir del siglo III se vio la conveniencia de suspenderla en
determinados tiempos litúrgicos (Pascua, Pentecostés, Navidad, Epifanía, etcétera)
para leer textos más apropiados al misterio que se conmemoraba, y así san Basilio,
san Agustín, san Juan Crisóstomo y san Ambrosio atestiguan que durante la
Cuaresma se leía el Génesis; en los días penitenciales (ayunos y abstinencias) se
leían los sufrimientos de Job, según nos da a conocer Orígenes. Esta ordenación de
lecturas se inició en las iglesias orientales, y a partir del siglo V el ejemplo comenzó
a cundir en Occidente, donde comenzaron a aparecer colecciones de pasajes
bíblicos para leer en determinados tiempos o fiestas.
Andando el tiempo, las lecturas se redujeron a dos, la segunda de las cuales se
tomaba siempre del Evangelio, y la primera, por lo general, de las Epístolas de san
Pablo. Cuando en el siglo vil el papa san Gregorio Magno ordenó la liturgia, sentó
las bases del Misal romano, que recogió con muy pocas variaciones san Pío V en lo
que respecta a este punto.
El II Concilio Vaticano modificó esta parte de la Misa en el sentido de dar mayor
variedad a las lecturas, disponiendo las cosas de manera que «en un período
determinado de años se lean al pueblo las partes más significativas de la Sagrada
Escritura». Esta distribución afecta a las lecturas de los domingos, repartidas en un
ciclo de tres años; las que tienen lugar en las «ferias» (días corrientes, no de
precepto) están ordenadas de modo que se alternan en los años pares e impares.
Así, la renovación conciliar enriquece esta parte de la Misa con la restauración de
la lectura continuada, con el aumento de las lecturas en los domingos y
solemnidades (se leen tres), con el desarrollo del breve salmo gradual,
convirtiéndolo en el salmo llamado responsorial (por la respuesta de un breve
versículo, por parte de los fieles, en el momento oportuno) que se recita después de
la primera lectura, y con la introducción obligatoria de la homilía en las Misas de los
domingos y fiestas de precepto.
Esta primera parte de la Misa comprende, además de las lecturas y de la homilía
(que desarrolla y comenta a los fieles las enseñanzas de los textos bíblicos), la
profesión de fe (el Credo, con el que el pueblo muestra su adhesión a la palabra de
Dios revelada) y la oración de los fieles.

LA LITURGIA DE LA PALABRA

1. Las primeras lecturas


Quizá fue san Agustín el que dijo que cuando rezamos hablamos con Dios, y
cuando leemos la Sagrada Escritura, o la oímos leer, es Dios quien habla con
nosotros. Todavía se podría añadir que en la homilía quien nos habla es la Iglesia.
Fue el papa Pío XII quien dispuso que las lecturas de la Epístola y el Evangelio
se hicieran en la lengua vernácula, manteniendo el latín para el resto de la Misa.
Fue una solución que permitía a la vez la instrucción doctrinal del pueblo y la unidad
que se deriva del uso de una misma lengua, tanto más cuanto eran casi de general
conocimiento las oraciones de la Misa y lo que el pueblo debía responder por el
uso, ya muy generalizado, de los misales bilingües para los fieles.
Al terminar cada una de las lecturas el sacerdote dice: Palabra de Dios. Porque
eso es justamente lo que los fieles acaban de oír, la palabra de Dios, que es tan
importante que el mismo Jesús nos hizo saber que «no sólo de pan vive el hombre,
sino de toda palabra que procede de la boca de Dios» (Mt., 4, 4). La Sagrada
Escritura, desde el Génesis al Apocalipsis, está divinamente inspirada para
edificación de los hombres, y es el mismo Dios quien nos habla, como se lee en la
Epístola a los Hebreos en 1, 1-2: «Dios ha hablado muchas veces y en diversas
formas a los padres por medio de los profetas...».
Cuando se recibe, pues, la palabra de Dios; que es palabra de salvación, el alma se
alimenta y se fortalece en la fe. Cuando se recibe, no cuando por escucharla
distraídamente nos resbala y se pierde. Se recibe la palabra de Dios cuando se
escucha (y no simplemente cuando se oye), es decir, cuando hay por parte del
oyente una disposición activa, de atender a lo que se lee. Ayuda no poco el
fomentar una actitud de respeto, pues si Dios se ha molestado (por decirlo de una
manera evidentemente impropia, pero gráfica) en hablarnos para enseñarnos lo que
difícilmente hubiéramos podido averiguar por nosotros mismos (en el supuesto de
que hubiéramos tenido interés en ello), y para que no se perdiera o se tergiversara
dispuso que su Palabra se escribiera, lo menos que podemos hacer es recibirla con
veneración por ser de Dios, y con agradecimiento por el amor con que nos instruye
en el camino de la salvación. Tanto más cuanto que las verdades reveladas
contenidas en la Sagrada Escritura no son simples ideas filosóficas, sino bastante
más que eso: son -en expresión del siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer-
«luces del Paráclito, que habla con voces humanas para que nuestra inteligencia
sepa y contemple, y la voluntad se robustezca y la acción se cumpla»*(* JOSEMARIA
ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 89.). En efecto, la Sagrada Escritura
contiene una parte muy importante de la Revelación (la otra nos llega por la
Tradición), la cual ilumina la inteligencia mostrándole realidades sobrenaturales; y
esas luces se nos dan para conocer a Dios y el mundo sobrenatural, y para que ese
conocimiento sea, a su vez, el que indique a la voluntad el camino que debe seguir
para alcanzar la felicidad. No cualquier clase de felicidad, sino la única que
verdaderamente lo es: la plenitud permanente del bien.
Cuando hay tres lecturas, la primera se toma del Antiguo Testamento, que es
todo él un constante recordar la promesa de redención, y al mismo tiempo una
preparación para que, al cumplirse el tiempo prefijado por Dios, el Salvador
encontrara un pueblo dispuesto a acogerle. Así, cuando escuchamos la lectura de
los textos del Antiguo Testamento debemos fomentar en nosotros los sentimientos
de esperanza con la que los profetas sostuvieron al pueblo en sus variadas
vicisitudes a través de siglos enteros de expectación en la venida del Mesías, y
también preparar nuestra alma para acogerle en nosotros cuando venga en el
momento de la comunión.
Una actitud que suele ser fructífera es hacerse una sencilla consideración al
comenzar las lecturas. Ésta: ¿qué es lo que el Señor me quiere decir hoy en los
textos que voy a escuchar? Es seguro que hay algo para cada uno de los que
asisten: una idea, una frase, una palabra, una sugerencia, pero hay que estar muy
atentos para captarlo. Ningún fiel con el ánimo distraído, pensando en sus cosas o
con la imaginación donde no debe, puede beneficiarse de esa palabra de Dios que
«es viva y eficaz, y más aguda que la espada de dos filos», y que «penetra hasta la
división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula» (Hebr., 4, 12).
2. El Evangelio
Esta atención debe hacerse todavía mayor, si cabe, al escuchar la lectura del
Evangelio, que se oye siempre de pie para indicar la disposición de seguir sus
enseñanzas. Si los judíos, llenos de temor por los resplandores del Sinaí, dijeron a
Moisés: «que el Señor no nos hable por sí mismo, no sea que muramos» (Ex., 20,
19), los cristianos, hijos de Dios, llenos de confianza, decimos: «Habla, Señor, que tu
siervo escucha» (I Sam., 3, 10); y en efecto, Dios nos habla por su Hijo «en estos
días» (Hebr., 1, 2). Observaba el cardenal Bona en su breve y enjundioso libro sobre
la Misa que el persignarse los fieles al comenzar la lectura del Evangelio tenía una
significación: se hace el signo de la cruz en la frente -decía- «para que no te
avergüences del Evangelio; en la boca, para que lo confieses y lo anuncies
públicamente; en el pecho, para que lo conserves siempre en el corazón, para que
ninguna sugestión del diablo pueda impedir su fruto»*(* CARDENAL JUAN BONA, El
sacrificio de la Misa (Madrid, 1986), 133.).
Porque, como atestiguó san Pablo, el Evangelio que había anunciado no era obra
de hombres, y esto era tan cierto, que llegó a decir a los gálatas (y Dios a nosotros
por san Pablo) que si él mismo, o un ángel del cielo, les anunciase un Evangelio
distinto del que habían recibido, fuera anatema (Gal., 1, 8).
Dios dispuso que la enseñanza oral de los apóstoles en los primeros años de
predicación, después de la ascensión del Señor, se pusiera por escrito, inspirando a
los evangelistas lo que debían decir, con el fin de que transmitieran con toda
fidelidad lo que los apóstoles habían visto y oído, y evitar que con el transcurso del
tiempo se desfiguraran o tergiversaran al pasar de boca en boca las verdades
reveladas. Por eso decía san Agustín: «Nosotros debemos oír el Evangelio como si
el Señor estuviera presente y nos hablase. Ni debemos decir: felices aquellos que
pudieron verle: porque muchos de los que le vieron, le crucificaron, y muchos de los
que no le vieron creyeron en Él. Las mismas palabras que salían de la boca del
Señor se escribieron, se guardaron y se conservan para nosotros»*(* Tract. 30 in Joan.,
1.).
Así es. Todo el Evangelio, llegado hasta nosotros a través de los cuatro
evangelistas, se lee a lo largo del ciclo dispuesto en la nueva ordenación del Misal
Romano, y al escuchar sus palabras una y otra vez van abriéndose paso en
nosotros aquellas verdades y enseñanzas que nos encaminan a la salvación por
medio del único camino, que es el mismo Cristo.
La Iglesia ha venerado siempre el Evangelio, y ha manifestado esta veneración
de varias maneras para dar a entender con palabras y signos la grandeza de la
Buena Nueva; esto se percibe incluso en detalles al parecer minúsculos: así, al
terminar la lectura del Evangelio el sacerdote no dice: «Palabra de Dios», sino
«Palabra del Señor», ni el pueblo contesta, como en las otras lecturas: «Te
alabamos, Señor», sino: «gloria a Ti, Señor Jesús. Pues si Dios habló antes a los
hombres a través de los profetas, ahora, en el Evangelio, lo hace directamente por
su Hijo Unigénito, como recuerda la Epístola a los Hebreos. En la Misa solemne, el
Evangelio se lleva al ambón en procesión, y el diácono pide al celebrante la
bendición con la que se prepara para proclamarlo a los fieles, una bendición que
dice así: «El Señor esté en tu corazón y en tus labios, para que anuncies su
Evangelio con dignidad y competencia: en el nombre del Padre, y del Hijo y del
Espíritu Santo»; luego, el diácono inciensa el libro puesto sobre el ambón.
Antes de su lectura, el sacerdote, en las Misas rezadas, con las manos juntas,
inclinándose con reconcentrado recogimiento, dice: «Purifica mi corazón y mis
labios, Dios todopoderoso, para que pueda anunciar dignamente tu Evangelio.»
¿Acaso Isaías no tuvo que ver purificados con un carbón encendido sus labios
impuros antes de ser enviado a anunciar la palabra de Dios? (Is., 6, 6 y sig.). La
humildad con que el sacerdote se reconoce indigno de la grandeza y el honor de
anunciar el Evangelio es razón suficiente, si lo pensamos bien, para que también
nosotros nos dispongamos a oír piadosamente la Buena Nueva.
Hay además otra razón para que oigamos con devoción (que es más que
atención) la lectura del Evangelio: no hay mejor modo de conocer a Jesús que el
testimonio de quienes le trataron durante tres largos años y que, por el amor que le
tuvieron, nos han mostrado (bien que con la ayuda del Espíritu Santo) mil pequeños
rasgos que ayudan a trazar el perfil del Señor. Y como no se puede amar lo que no
se conoce, el conocimiento del Evangelio nos lleva al conocimiento de Jesús, y por
tanto a amarle.
Desde luego no es una casualidad que se lea el Evangelio, la Buena Nueva,
después del Antiguo Testamento, y no sólo porque es posterior, sino sobre todo
porque «lo que la ley y los profetas nos anunciaron como futuro, nos lo da y
demuestra cumplido el Nuevo Testamento» (san Agustín), con lo que se indica que
el Evangelio es la luz que ilumina el sentido del Antiguo y bajo la cual debe
interpretarse.
Y de ninguna manera vayamos a creer que porque un mismo pasaje -un milagro,
un discurso de Jesús o una discusión con los fariseos- lo hayamos leído o
escuchado muchas veces y nos sea familiar hemos llegado a un punto de
saturación. Verba pauca, sed magna, decía san Jerónimo: pocas palabras, pero
grandes. Los Evangelios no constituyen un libro extenso: cada uno de ellos es
apenas un folleto de no muchas páginas. Sin embargo, es inagotable. Durante
siglos, hombres santos y teólogos eminentes, exegetas y autores espirituales lo han
venido comentando y nunca se agotará.
Siempre, pues, que escuchemos la lectura del Evangelio es seguro que alguna
semilla de verdad se depositará en nuestra alma, a condición, sin embargo, de que
la oigamos con los requisitos indispensables para no hacer estéril la gracia de Dios,
es decir, a condición de que la escuchemos humilde, atenta y piadosamente.
Evidentemente cuando se sigue la Misa con un misal, entonces los textos de la
Escritura no sólo se oyen, sino que también se leen, con lo que resulta más fácil
mantener la atención; no siendo así, hemos de ayudarnos de algún modo para
evitar las distracciones, no sea que la palabra de Dios nos resbale y resulte
infructuosa para nosotros. Si, como antes se dijo, es seguro que en las lecturas de
la Misa que estamos oyendo, precisamente la de ese día concreto, Dios nos quiere
decir algo, la mejor disposición para que dé algún fruto en nosotros es aguzar la
atención para captar aquello que el Señor quiere depositar en nuestra alma, como
una semilla que a lo largo del día nos recordará, de vez en cuando, alguna
enseñanza para ponerla por obra, o quizá para repetirla como una jaculatoria, o
como una petición. Y a veces ni siquiera nos vendrá esta iluminación a través de las
lecturas, sino de esos breves textos que con tanta frecuencia nos pasan
inadvertidos, como pueden ser, por ejemplo, los versículos que preceden al
Evangelio, o alguno de los que oímos en el salmo responsorial.
Podemos, por ejemplo, si el versículo anterior al Evangelio dice Veni Sancte
Spiritus, reple tuorum corda fidelium, et tui amoris in eis ignem accende, «ven
Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu
amor», tomarlo como jaculatoria para ese día, como si el Señor, a la vista de un
mundo cada vez más helado por su alejamiento de Dios, nos inspirara suplicar al
Espíritu Santo que le vivificara con su fuego; o aquel otro del Salmo responsorial:
Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum ejus: «preciosa es a los ojos del
Señor la muerte de sus santos», que no sólo nos recuerda la interinidad de la vida
en la tierra, sino la alegría que le produce a nuestro Señor acoger para siempre a
sus servidores.
Las citas se podrían multiplicar, pero es cada uno el que tiene que poner interés
en aprovechar la oportunidad que Dios le ofrece, sin olvidar -como antes se recordó
ya- que si se ha puesto de pie para escuchar la lectura del Evangelio, con ello ha
manifestado su decisión de seguir las enseñanzas de Jesucristo a costa de lo que
sea: pues sólo el que hace la voluntad de Dios entrará en el reino de los cielos (Mt. 7,
21).

3. La homilía
La homilía forma parte de la liturgia de la palabra. Es obligatoria en las Misas de
los domingos y fiestas de precepto. Viene de muy antiguo la explicación a los fieles
de la palabra de Dios, a cargo sobre todo del obispo en su calidad de maestro de la
fe y sucesor de los apóstoles; a veces, antes de que él hablara y por su mandato o
autorización, lo hacía algún presbítero; aparece ya la homilía en el relato de san
Justino a mediados del siglo II, y sabemos que también, desde mucho tiempo antes
de la venida del Señor, se comentaba la Escritura en el oficio sabático de la
sinagoga.
Si por la lectura de la Sagrada Escritura nos habla Dios, a través de la homilía es
la Iglesia la que nos habla; a ella, a la Iglesia, se ha confiado el depósito de la
revelación, y más aún, a ella, a la Iglesia, y sólo a ella, se ha prometido la asistencia
del Espíritu Santo para que interprete rectamente la Escritura en todo cuanto por
tratarse de fe y costumbres es necesario para la salvación.
Por tanto, se debe escuchar la homilía con la atención dispuesta para asimilar lo
que la Iglesia, por medio del sacerdote, quiere enseñarnos; se trata de tener una
disposición activa, que no sólo excluye la pereza de la mente, sino también todo
espíritu crítico, pues se está allí para aprender, no para juzgar.
El sacerdote que ilustra al pueblo en la homilía sabe que toda su autoridad le
viene de ser un enviado para una misión; sabe que no tiene autoridad por sí mismo,
sino que, en cuanto mediador -como su Maestro- ante Dios y los hombres, la Iglesia
lo envía para predicar el Evangelio, la buena nueva de salvación; sabe que, si como
escribió san Pablo a Timoteo, «Dios quiere que todos los hombres se salven y
vengan en conocimiento de la verdad» (I. Tim. 2, 4), lo que él tiene que predicar en la
homilía es la verdad, es decir, lo que el Magisterio de la Iglesia propone como
doctrina de salvación. No opiniones personales, ni de teólogos más o menos
conocidos, brillantes o famosos: por grande que sea su talento, sus opiniones no
dejarán de ser palabras de hombres, y ésas no tienen el poder de salvar
Naturalmente, menos aún debe el sacerdote hablar en la homilía de cuestiones de
economía, de sociología, de política o de nacionalismos patrióticos, pues, aparte de
que la preparación que ha recibido no le hace competente en tales materias, es una
gravísima responsabilidad servirse de la Iglesia y de la autoridad que se le ha dado
en orden a predicar la palabra de Dios para adoctrinar en cuestiones temporales
ajenas a su ministerio, puesto que «es siempre su deber enseñar, no su propia
sabiduría, sino la palabra de Dios», como recordó el último Concilio en el decreto
Presbiterorum Ordinis,4.
La homilía es una explicación del Evangelio o, más generalmente, de la Sagrada
Escritura, para que los fieles puedan ir penetrando sus enseñanzas y ordenar su
vida de acuerdo con la fe de Cristo que profesan, y compete, en la celebración
eucarística, al sacerdote o al diácono, nunca a un seglar. No se trata, pues, de un
diálogo entre el celebrante y los asistentes, ni puede ni debe el ministro de la
palabra invitar a los fieles a exponer sus puntos de vista: se trata de la santa Misa,
del Sacrificio del Altar, una de cuyas partes es la instrucción de los fieles por quien,
además de la preparación recibida, tiene autoridad para exponer en nombre de la
Iglesia lo que la Iglesia propone como doctrina común; no es, pues, una reunión
para intercambiar puntos de vista o conocer las opiniones de los asistentes, ni un
debate sobre determinado pasaje de la Escritura en el que puede participar
cualquiera que esté presente.
Lo que debe ser el contenido de la homilía lo expresó muy bien san Vicente de
Lerins, cuando al comentar las palabras de san Pablo a Timoteo (I. Tim., 6, 20) decía:
«Custodia el depósito de la fe.» Pero ¿qué depósito es ése? Es lo que te ha sido
confiado, no lo que ha sido hallado por ti; es lo que tú has recibido, no lo que tú has
inventado. No es asunto de invención personal, sino de doctrina (...) Tú no debes
ser su autor, sino su guardián (...) Conserva, pues, intacto sin mancha el talento de
la fe católica. Lo que tú debes guarda y luego entregarlo cuando te corresponda, es
lo que te ha sido confiado. Has recibido oro, entrega oro; no reemplaces vergonzosa
mente el oro por el plomo (...) La verdad que has aprendido, enséñala tú también; di
las cosas de un manera nueva, pero no digas no vedades*(* SAN VICENTE DE LERINS,
Commonitorio (Madrid 1976), 22.).
De aquí que los fieles tengan el derecho a que se les enseñe la doctrina católica,
que consiste en aquello que siempre y en todas partes ha sido creído por todos De
ahí también que deban atender los fieles con interés a la predicación del sacerdote,
pues sus palabras exponen «duran te el ciclo del año litúrgico, a partir de lo textos
sagrados, lo misterios de la fe y la normas de la vida cristina».
Por tanto, lo que el sacerdote debe buscar en la homilía, lo que la Iglesia espera
de él, es la edificación de los fieles, si mejora espiritual, su firmeza en la doctrina.
No debe tener miedo a disgustar; los oyentes, ni tiene derecho a falsificar el
Evangelio omitiendo lo que en estos tiempos de fe tan floja y vacilante «suena»
demasiado fuerte: cosas, por ejemplo, como el juicio, el infierno, la penitencia, la
castidad.
Es, pues, la homilía como una catequesis semanal por la que la Iglesia procura
mantener en sus hijos el conocimiento adecuado de la fe católica, evitando así que
su instrucción religiosa se limite a lo que todavía no han conseguido olvidar del
catecismo que aprendieron en su niñez.
4. El símbolo de la Fe
Justamente, con la homilía terminaba en los primeros tiempos la Misa de los
catecúmenos. A partir de este momento solamente los fieles, los que habían
recibido el bautismo, eran admitidos a la celebración de los misterios: «Después de
la plática, el diácono elevaba la voz para despedir a los infieles, a los catecúmenos
y a los pecadores públicos (...) Esta despedida era tan grave, tan solemne, tan
instructiva y conmovedora que el pueblo ha dado al sacrificio por esta razón el
nombre de despedida o Misa»*(* ANÓNIMO, La santa Alisa, 199.).
Cuando se introdujo el Credo en la Misa se recitaba antes de la oración
dominical, y no fue sino hasta el siglo X cuando ocupó su sitio después de la
homilía. Y hasta cierto punto parece como si, en efecto, debiera situarse allí. Por un
parte, la revelación contenida en los libre sagrados exige el asentimiento de los
fieles a las verdades que se proponen, d modo que las lecturas seguidas de la
homilía son como una llamada a la fe, a 1 que se responde de modo casi solemne
con la recitación del Credo, compendio d lo que hay que creer; y por otra, los fieles,
al recitar el símbolo de la fe, no sólo declaraban públicamente su fidelidad a lo que
la Iglesia les proponía como verdades que había que creer, sino que con este acto
de fe se preparaban para participar en la celebración eucarística.
El símbolo de los apóstoles, así llama do por ser tradición común que fue
compuesto por ellos antes de separarse, «era como la palabra de orden o consigna
que debía hacer reconocer a los fieles en me dio de la dispersión», de distinguirlos
de los judíos y los gentiles. Por espacio de los tres primeros siglos no se conoció
otro símbolo; los cristianos lo aprendían de memoria y no lo escribían, estando
comprendido en la «ley del secreto». Con el fin de fijar la doctrina sobre el Verbo a
raíz de la herejía de Arrio, el concilio de Nicea amplió en el Credo lo referente al Hijo
de Dios; algo más tarde se explayó en el concilio de Constantinopla el artículo en
que se habla del Espíritu Santo, y ésta es la razón por la que el Credo se conoce
también como el Símbolo nicenoconstantinopolitano. La costumbre de la
genuflexión al decir El incarnatus est se suele remontar al siglo XIII, a los tiempos
del rey san Luis, aunque parece que es más antigua. De cualquier modo, se
arrodillaban los fieles y el clero asistente a la Misa, y en Navidad y la Anunciación
también el celebrante y sus ministros. Actualmente la genuflexión se hace en estas
dos últimas fiestas, y el resto de los domingos y solemnidades (únicos días en que
se recita el Credo) solamente se hace inclinación profunda.
En un logradísimo libro que recogía sus homilías a las alumnas de un colegio
durante la segunda guerra mundial, monseñor Ronald A. Knox comenzaba
haciendo un conjunto de observaciones sobre la primera palabra del símbolo: credo,
creo. El Misal Romano, recogiendo el Símbolo micenoconstantinopolitano, dice
Credo in unum Deum, creo en un solo Dios. La fe es un acto personal: cada uno
presta libre y firmemente su adhesión a las verdades que la Iglesia propone para
ser creídas en virtud de su autoridad. Verdades, no opiniones. San Pablo decía que
la fe es un «obsequio racional». Por tanto, no se trata de prestar asentimiento a
unas verdades porque sí, despreocupadamente, porque así lo creen los demás que
forman parte de la comunidad, sin pensar y casi sin saber lo que se cree y por qué
se cree. Se trata de fe, no de credulidad. Y el cristiano sabe que se apoya en un
fundamento muy firme cuando cree, porque no lo hace por los sacerdotes, ni por los
obispos, y ni siquiera por el Papa, sino por Cristo nuestro Señor: porque resucitó de
entre los muertos («si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe», escribía San
Pablo en I Cor., 15, 17; y añadía: «pero no: Cristo ha resucitado de entre los
muertos»), y esto, además de enseñarlo la Iglesia, lo enseña la historia, porque es
un hecho sucedido en el tiempo y en el espacio, con testigos, con fuentes escritas y
orales de tal calidad que a su lado cualquiera otra de su misma época es insegura,
de modo que si no se admiten los testimonios sobre la resurrección real de Jesús,
por pura honradez intelectual y por lógica consecuencia hay que rechazar todos los
hechos históricos anteriores y bastantes de su misma época, e incluso de siglos
posteriores.
Por eso hay que decir creo con plena conciencia de lo que afirmamos y en virtud
de qué, con una convicción personal más allá de toda vaguedad o imprecisión,
comprendiendo en este deliberado acto de fe cuantas verdades tiene la Santa
Madre Iglesia como reveladas.
Y de la misma manera que los Padres que asistieron a los concilios de Nicea y
Constantinopla fijaron su atención precisamente en los artículos de la fe que eran
atacados y tergiversados, así nosotros ahora, al recitar el Credo, hemos de poner
especial énfasis en aquellos puntos que los modernos herejes atacan, tergiversan u
ocultan. Así sucede, por ejemplo, con la virginidad de Nuestra Señora, por lo que al
decir que Jesús se encarnó de Spiritu Sancto, ex Maria Virgine, por obra del Espíritu
Santo, de la Virgen María, hemos de expresar toda nuestra convicción afirmando
con certeza la fe secular de la Iglesia en este misterio de la virginidad de Santa
María antes del parto, en el parto y después del parto.
Asimismo, en estos tiempos en que el espíritu de este mundo se ha infiltrado tan
profundamente en no pocos fieles y comunidades, hemos de acentuar también
nuestra fe en la resurrección de Jesús: no en una resurrección «en la fe» de los
discípulos, sino en una resurrección real, ocurrida en el tiempo y en el espacio, en
una vuelta a la vida (pero con un cuerpo glorioso, indicio de lo que seremos en la
resurrección de la carne), del mismo Jesús que fue crucificado; y los que le vieron y
trataron en su vida mortal fueron los que le vieron, hablaron y comprobaron ser el
mismo Jesús, que había salido vivo del sepulcro; y fue un hecho comprobado
además por numerosos testigos «muchos de los cuales ---escribía san Pablo poco
más de treinta años después- todavía viven entre nosotros» (I. Cor., 15, 6).
Y en ese mundo en que vivimos, y en estos tiempos precisamente en los que se
ha querido -y se sigue queriendo- negar la malicia del pecado, achacando la ofensa
hecha a Dios y el desprecio de sus Mandamientos a las estructuras sociales, a
razones psicológicas o psíquicas, o simplemente negando que lo que se opone a la
ley de Dios sea pecado, nosotros hemos de reafirmar la fe de la Iglesia en la
existencia del pecado personal, en el poder dado por Dios (que es el ofendido) a la
Iglesia por el sacramento de la Penitencia para que sus sacerdotes puedan
perdonar los pecados siempre y cuando se cumplan las condiciones sin las cuales
la confesión sería inválida y quizá sacrílega: creo en el perdón de los pecados,
decimos, creo en que por la confesión completa y contrita se nos perdonan por el
poder que Dios ha dado a los sacerdotes por el sacramento del Orden.
Y reafirmar nuestra fe en la única Iglesia de Jesucristo, fundada por él y regida
con plena potestad por los sucesores de Pedro, su primer Vicario; y en que hay otra
vida que ya nunca se acabará, y en un juicio final «cuando ya no haya mundo» al
que seguirá la resurrección de la carne, de modo que nuestros cuerpos participarán
de la gloria del alma en los justos, o de los inimaginables sufrimientos del infierno
en quienes hayan rechazado el camino de la salvación.
Así, de modo plenamente consciente y deliberado, afirmamos nuestra certeza en
las realidades que la Iglesia proclama como reveladas por el mismo Dios, y con ello
nos unimos en perfecta comunión con todos los cristianos que desde los tiempos
apostólicos han mantenido la fe en las mismas verdades propuestas por la Iglesia,
única depositaria de la revelación y única que puede interpretarlas con autoridad,
porque tiene la asistencia del Espíritu Santo para que no yerre en nada de cuanto
mira a la fe y costumbres.
5. La oración de los fieles
En la Misa de san Pío V ocurría una curiosa anomalía. Al terminar el Credo el
sacerdote se volvía hacia los fieles y les saludaba con «El Señor esté con
vosotros»; después de la contestación del pueblo añadía «Oremos», pero a este
Oremos no seguía ninguna oración, lo que parece indicar que en el transcurso del
tiempo se había perdido la oración que debía haber tras la invitación del sacerdote.
La hubo, en efecto, y precisamente otra de las reformas introducidas en la Misa ha
sido la restauración de esta oración de los fieles, así llamada desde los tiempos del
papa Félix III para distinguirla de la oración que decían los catecúmenos. Es tan
antigua, que ya san Justino la menciona con el nombre de «oraciones comunes».
Se decía antes del ofertorio, tanto en Roma como en las iglesias de África, y en el
siglo v era ya universal. Tenía un carácter intercesorio; con el transcurso del tiempo
se fue perdiendo, sobre todo porque se introdujeron las peticiones por las
necesidades de la Iglesia, a las que contestaba el pueblo con los Kyries.
Es una oración que tiene por objeto pedir a Dios por las necesidades de la Iglesia
en cuanto Cuerpo Místico de Cristo, pero también por todo aquello por lo que la
Iglesia ha sido constituida. En la actual ordenación del Misal Romano se disponen
cuatro series de intenciones. Pedimos en primer lugar por las necesidades de la
Iglesia, que siempre estará, como Cristo, su Cabeza, crucificada en un lugar u otro
del mundo; por la jerarquía: el Papa y los obispos, que tienen una tremenda
responsabilidad delante de Dios, y que deben llevar sobre sus hombros una
pesadísima carga, y a veces necesitan tener un gran valor moral para cumplir su
deber a sabiendas de que les va a proporcionar disgustos y sinsabores. Pedimos a
Dios que los haga santos, porque cuanto más santos sean más saldremos ganando
todos, porque nos gobernarán mejor; pedimos también por los sacerdotes, para que
sean piadosos, obedientes a sus obispos, humildes, para que sepan cumplir bien su
ministerio y no tener otra meta que el bien espiritual de los fieles.
En segundo lugar se ruega por las autoridades civiles, pues su potestad viene de
Dios: por los gobernantes de los Estados, pues de ellos depende no pocas veces la
paz de la Iglesia; rogamos a Dios por ellos para que gobiernen con rectitud y
justicia, procurando el bien común mediante leyes y disposiciones justas que no
coarten la legítima libertad de los súbditos, ni impidan o estorben el derecho de la
Iglesia a cumplir su misión, y para que no olviden que no son los dueños del pueblo,
sino sus servidores.
También rogamos en la oración de los fieles por los que sufren, cualquiera que
sea su necesidad: enfermedad, privación de libertad, desempleo, problemas
familiares o económicos; y por los que todavía no creen, y por los que persiguen a
la Iglesia; y finalmente también por la comunidad a que se pertenece, para que
permanezca unida y fiel a la Madre Iglesia.
Con esta oración de los fieles comenzaba antiguamente el ofertorio. No era,
pues, un final, sino un principio: era la oración que señalaba el comienzo de la
acción sacrificial que se iniciaba con la presentación de los dones.

LA LITURGIA DE LA EUCARISTÍA

1. La preparación de las ofrendas


Si queremos entender bien esta parte de la Santa Misa -escribió un autor- debemos
revivir lo que se hacía en la antigua Iglesia: «Imaginaos una Misa en tiempos de san
Gregorio Magno, hacia el año 600. Ha terminado la antemisa y los catecúmenos
han sido despedidos; sólo asiste la comunidad de los fieles. Se formaba una
procesión que se dirigía al altar, en largas hileras se encaminaban los cristianos a la
oblación. Cada uno llevaba una pieza de pan candeal y una jarrita de vino; algunos,
además, otros dones: lana, aceite, frutas, cera, plata, oro: lo que cada uno prefería,
lo que más estimaba. Durante la lenta marcha la escuela de cantores entonaba un
salmo (...) Los diáconos recogían las ofrendas y las reunían en mesas apropiadas.
¿Qué se hacía con los dones? Lo que se necesitaba para el sacrificio, es a saber, el
pan y el vino, lo llevaba el diácono al altar. Lo demás se guardaba para sustento de
los pobres y uso de la iglesia» *(* Pío PARSCH, Sigamos la santa Misa, 73.). ¿Pues qué
otra cosa es la Eucaristía -observaba el siervo de Dios Josemaría Escrivá de
Balaguer- «sino el Cuerpo y la Sangre adorable de nuestro Redentor, que se nos
ofrece a través de la humilde materia de este mundo -pan y vino-, a través de los
elementos de la naturaleza cultivados por el hombre, como el último Concilio
Ecuménico (Gaudium et Spes, 38) ha querido recordar?» (**)(** Conversaciones con
Mons. Escrivá de Balaguer (Madrid, 1968), 174.). Así pues, la primera parte de la Misa
sacrificial o Liturgia eucarística consiste en presentar y ofrecer los elementos o
dones para el sacrificio que se va a realizar. A partir del siglo XI había ya
desaparecido la solemnidad con que antes se hacía la ofrenda; al parecer, el
cambio de la disciplina en este punto se debió a que el clero se hizo cargo de la
preparación y cuidado de todo lo que miraba al servicio del altar, incluidos el pan y
el vino; pan de trigo, ácimo *(* En el rito católico oriental, la materia válida y lícita es el pan
fermentado.), y vino natural y sin alteración: ésta es la materia prescrita para el
sacrificio, pues tal fue el pan y el vino (éste, con unas gotas de agua) que Jesús
consagró en la última Cena.
En los primeros siglos (hasta el IV, probablemente), una vez ofrecidos el pan y el
vino por el sacerdote y los fieles «y dejados sobre el altar, recibían ya con este solo
acto una dedicación a Dios, es decir, se convertían en una res sacra, en una oblatio,
sin que hubiera ninguna fórmula especial que lo declarara». No era necesario. ¿No
lo había aclarado el Señor a los fariseos cuando les dijo: «Qué es más, la ofrenda o
el altar que santifica la ofrenda? (Mt., 23, 19). Por tanto, el pan y el vino, ofrecidos al
dejarlos con esa intención sobre el altar, se convertían en una cosa sagrada, en una
ofrenda a Dios.
Siendo esto así, ¿por qué para este sencillo acto comienza a desplegarse el
ceremonial que antes quedó descrito? Simplemente por la significación que tuvo
desde el principio: nada menos que la participación material de los fieles en el
sacrificio, bien para la acción eucarística, bien para las necesidades de la Iglesia o
el socorro de los pobres; y se le dio tanta importancia que la ofrenda significaba la
comunión del fiel con la Iglesia, el signo externo de su pertenencia a la fe (no se
aceptaba la de los penitentes mientras no se hubiesen reconciliado), de manera que
sólo participaban en la comunión sacramental aquellos que habían visto aceptada
su ofrenda, es decir, los que estaban reconciliados y en comunión con la Iglesia.
Pero, sobre todo, a la ofrenda hay que añadir otra significación: con ella, «la
asamblea no ofrece solamente unos dones materiales: el que ofrece un presente se
ofrece al mismo tiempo al sacerdote, a fin de ser él mismo ofrecido a Dios»*(* SAN
ALBERTO MAGNO, De sacrificio Missae (cit. G. CHEVROT, Nuestra Misa, Madrid, 1965), 157.), lo
cual entra dentro de lo más razonable. Pues si en el sacrificio el mismo Jesucristo,
presente bajo las especies del pan y del vino después de la consagración, se va a
inmolar por nuestros pecados siendo inocente, lo menos que nosotros, pecadores y
en cierto modo causantes de su muerte, podemos hacer es ofrecernos con Él en su
sacrificio; y como no damos la vida de modo cruento, debemos darla de modo
incruento entregándonos sin reservas a Dios para que disponga de nosotros según
sus designios.
La ofrenda de los fieles, en lo que tiene de personal, simboliza la total
disponibilidad que cada cristiano debe tener ante Dios Nuestro Señor para
desempeñar el papel que le asigne en su plan de redención de los hombres. La
ofrenda significa, pues, la entrega. Se entrega la Iglesia como Cuerpo Místico junto
con la Cabeza, y se entrega cada uno de los fieles en cuanto miembro de ese
Cuerpo Místico de Cristo. Y entregamos para su servicio nuestros dones: no sólo
pan y vino, no sólo limosna, no sólo cosas, sino los dones con que Dios nos ha
enriquecido: la vista, y el oído y todos los sentidos, y la inteligencia, y la voluntad, y
la salud y la enfermedad (que desde la Cruz es -o puede ser- una participación en la
Pasión del Señor, con valor de redención): todo lo ponemos (o debemos ponerlo) a
su entera disposición.
2. El ofrecimiento
El Misal Romano dispone que el sacerdote, ministro del sacrificio, ofrezca a Dios
por separado el pan y el vino; y al ofrecerlos en nombre de los fieles -puesto que
representa la ofrenda que cada uno hacía de algo suyo, escogido por él mismo para
darlo-, se convierte en un donativo de toda la comunidad: de la Iglesia. En tiempos
pasados se recitaba una oración que decía: «Recibe, Padre Santo, Dios
Todopoderoso y eterno, esta hostia inmaculada que yo, indigno siervo tuyo, te
ofrezco a Ti, Dios vivo y verdadero, por mis innumerables pecados, ofensas y
negligencias, y por todos los circunstantes, y también por todos los fieles cristianos
vivos y difuntos, a fin de que a mí y a ellos aproveche para la salvación y la vida
eterna.» Es una oración que existía ya -precisamente en singular- en el siglo IX con
el título de «Oración para cuando llevéis vuestro donativo a la Misa por vuestros
propios pecados y por las almas de vuestros parientes y de vuestros amigos», lo
que indica que estaba hecha para ser dicha por los laicos, para que acompañara al
momento en que se dirigían al altar llevando su contribución al sacrificio, y que tanto
por su contenido teológico como por su expresividad pasó a ser recitada por el
sacerdote cuando la multiplicación de las Misas sin pueblo hizo desaparecer la
procesión de las ofrendas al ser necesaria la simplificación del rito.
En el Misal Romano, el sacerdote, al ofrecer la hostia, emplea una fórmula más
sencilla: «Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y
del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos: él
será para nosotros pan de vida.» Esta misma fórmula sirve también para ofrecer el
vino, «fruto de la vid y del trabajo del hombre», que «será para nosotros bebida de
salvación». Jesucristo -explicaba el cura de Ars en un sermón el día de Jueves
Santo- «escogió el pan, que es el alimento común a todos, pobres y ricos, fuertes y
débiles, para significarnos que este celestial alimento está destinado a todos los
cristianos que quieran conservar la vida de la gracia y la fuerza para luchar contra el
demonio» *(* SAN JUAN BAUTISTA VIANNEY, Sermones escogidos (Madrid, 1975), 203.).
Pan y vino. El Señor quiso que fueran estas realidades tan sencillas, tan
universales, la materia que sirviera para ser convertida en su Cuerpo y su Sangre
en el sacrificio del altar. La oración que acompaña a la ofrenda pone de relieve el
don de Dios, fruto de la tierra, y el trabajo humano que transforma el trigo en pan.
Hay un cierto simbolismo entre el pan y el trabajo: «ganar el pan» es una expresión
muy corriente que quiere decir que el alimento se gana con el trabajo, y el trabajo es
casi la vida del hombre, hecho para trabajar (Gen, 2, 15); pero hay todavía un
simbolismo mayor, pues son muchos granos de trigo los que forman el pan, y así,
como indica San Pablo, «porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo,
pues todos participamos de ese único pan» (I Cor., 10, 17).
Y el vino, que se obtiene de la vid y del trabajo del hombre, pisando y
machacando las uvas en el lagar, es como el símbolo del dolor, de la contradicción,
del sufrimiento; y también lo ofrecemos para que, al convertirse en la Sangre de
Cristo, sea expresión de nuestro deseo de expiación, de convertir en penitencia y
reparación cuanto a lo largo de los años, día a día, mortifique nuestra naturaleza
manchada por el pecado. De este modo, hacemos nuestra ofrenda: sólo «el pan y
el vino de los hombres. No es mucho, pero la oración acompaña» *(* J. ESCRIVÁ DE
BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 89.). La oración, pero también la buena voluntad, pues
con el pan y el vino ofrecemos también nuestro trabajo y nuestro descanso,
nuestras contrariedades y nuestras alegrías, lo que somos y lo que tenemos; pero
sobre todo, el deseo sincero de que Dios nos acepte con nuestras miserias y, como
hace con el agua y el vino, que convierte en su sangre, nos transforme con su
gracia hasta asemejarnos a su Hijo. En cuanto al sacerdote, le amonestaba el
cardenal Bona: «cuando tomes la patena con la hostia en tus manos, pon en ella tu
corazón y los de todos los presentes y todos los fieles, para ofrecerlos a Dios con la
intención de que, así corno el pan se va a convertir muy pronto en el Cuerpo de
Cristo, así tu corazón y el de todos los fieles se transforme por el amor y la imitación
en el mismo Cristo, de tal manera que todos puedan decir: yo vivo ahora, o más
bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Gal. 2. 20) » *(* CARDENAL JUAN
BONA, El sacrificio de la Misa (Madrid, 1986), 135.).
Antes de que el sacerdote haga el ofrecimiento del cáliz, se añaden al vino unas
gotas de agua, y mientras lo hace, el sacerdote dice una oración que ya se usaba a
fines del siglo XII. Mezclar el agua con el vino es una tradición tan antigua que ya a
mediados del siglo II la menciona san Justino. En la Cena pascual, los judíos
templaban el vino con un poco de agua, y así lo debió de hacer Jesús. Bien fuera
por esta razón, o para representar la sangre y agua que salieron del costado del
Redentor (Jo., 19, 34), cualquiera de estas dos razones pudo ser la causa de este
acto. San Cirilo dice que el agua representa al pueblo, que se une a Jesucristo
(representado por el vino) y es ofrecido con el cáliz, uniendo nuestra debilidad y
nuestra misericordia, «figuradas por el agua, que no tiene fuerza ni sabor y que está
absorbido en la abundante y omnipotente virtud del Salvador» *(* ANÓNIMO, La santa
Misa, 223.).
También san Cipriano ve en el agua un símbolo de los fieles, y de Jesús en el
vino, y en la mezcla de ambos la unión mística de los miembros con la Cabeza:
«Esta unión del agua y del vino se mezcla en el cáliz del Señor de modo que no
puede disolverse. Por eso nada podrá separar de Cristo a la Iglesia, es decir, al
pueblo que está en la Iglesia y se adhiere firmemente a la fe que creyó, sino que se
le unirá siempre y permanecerá con un solo amor entre ambos»* (* SAN CPRIANO,
Epístola a Cecilio (ed. BAC), XIII, 2.). Este simbolismo está expresado en la oración que
dice el sacerdote mientras añade el agua al vino, y que dice así: «Por el misterio de
esta agua y este vino seamos hechos consortes de la divinidad de Aquel que se
dignó hacerse partícipe de nuestra humanidad.»
Y he aquí de nuevo con qué sencillez expone Calderón de la Barca todo el
contenido del ofertorio en el auto sacramental antes citado:
Y al credo sigue el ofertorio, en muestra de que ya sus sacrificios no han de ser,
como antes eran, de sangre de reses, siendo en cumplimiento a la eterna orden de
Melquisedech
de pan y vino la ofrenda. Pónese la hostia en el ara, y en fe de que presto sea carne
y sangre de Dios hombre, el vino y el agua mezcla la preparación del cáliz,
significando la inmensa divinidad en el vino, y en menos noble materia, la
humanidad en el agua. Por eso al vino no se echa la bendición y al agua sí,
mostrando que una se eleva por la hipostática unión de las dos naturalezas, y otra,
aunque se abata siempre, bendita está por sí misma.
Es, pues, como una resumida enunciación del misterio de la Redención: el Hijo
Unigénito de Dios recorrió, llevado por su compasión a los hombres, una distancia
infinita para asumir nuestra naturaleza humana a fin de elevarnos de nuevo al orden
sobrenatural y hacernos participar de su naturaleza divina al hacernos hijos de Dios
por adopción: É1 se abaja hasta nuestra humanidad para elevarnos hasta su
divinidad.
Una vez ofrecido el cáliz, el sacerdote ora de nuevo y también en voz baja, como
si en ciertos momentos buscara una mayor intimidad en su conversación con Dios.
Inclinado sobre el altar, con las manos juntas, dice: «Con espíritu de humildad y con
el ánimo contrito, seamos recibidos por Ti, Señor; y de tal modo se haga hoy
nuestro sacrificio en tu presencia que te agrade, Señor Dios.» Queremos que
Nuestro Señor nos reciba, y por eso vamos con el alma contrita, porque somos
pecadores y nos duelen las ofensas con que hemos agraviado a nuestro Padre
Dios; y por tener conciencia de la grandeza de Dios, así como de la del tremendo
misterio del que estamos participando, vamos con espíritu de humildad, ya que es
condición para ser aceptado por Nuestro Señor, que hace decir al salmista que Él
no despreciará un corazón contrito y humillado (Ps. 50, 19).
3. El lavatorio de las manos
Todavía una vez más expresa el sacerdote su deseo de purificación y limpieza
interior en otro rito que ha llegado también a la Misa actual desde muy lejos. En el
memorial judío de la Cena pascual, después de haber comido el pan ácimo y el
cordero y las hierbas amargas, tenía lugar el lavatorio de las manos antes de beber
el tercer cáliz; en los primeros tiempos después de la ascensión del Señor, cuando
la Eucaristía seguía al ágape, antes de entrar propiamente en los sagrados ritos de
la «fracción del pan» (fue éste el primer nombre con que se conoció la Misa) y
después de la cena, venía el lavatorio de las manos como separando ambos actos.
Más adelante, ya pasados los siglos de clandestinidad de la Iglesia y organizado
con solemnidad el culto, el celebrante se lavaba las manos después de recibir las
ofrendas de los fieles. En las iglesias orientales parece que el lavatorio de las
manos más bien se relacionaba con la consagración: ante consecrationem
oblationis, se lee en el ritual de fines del siglo IV: antes de la consagración de la
ofrenda.
Ahora bien, el lavatorio de las manos (en realidad, es una purificación de los
dedos), como todos los gestos o actos de la Misa, tiene también una significación
espiritual. San Cirilo de Jerusalén escribió que «con este gesto se indica que
debemos estar puros de todo pecado. Nuestras manos son las que actúan, y lavar
nuestras manos no es otra cosa que purificar nuestras acciones». Éste es el sentido
que expresa la oración que el sacerdote reza mientras se lava, y que es un
versículo del salmo 50: «Lava del todo mi delito, Señor, limpia mi pecado».
Nosotros, ¿queremos verdaderamente que Dios nos limpie de nuestros pecados?
Si somos sinceros con nosotros mismos podemos averiguarlo de una manera muy
sencilla: siendo el Sacramento de la Penitencia la fuente que nos limpia la suciedad
del pecado (¡también de los venia les!), la frecuencia con que acudamos a
confesarnos es lo que indica nuestro deseo de limpieza, porque ¿cómo puede nadie
decir que desea estar limpio si no se lava a menudo? Y siendo, como es, la Misa el
más perfecto acto de adoración a Dios, y lo más santo que hombre alguno puede
hacer en la tierra, evidentemente hemos de procurar asistir a tan gran misterio con
la mayor preparación posible; y la mejor, sin duda, es el alma limpia de todo pecado
y hasta, si ello fuera posible, de toda imperfección tolerada.
4. La oración sobre la ofrenda
A continuación, y de nuevo en medio del altar, el sacerdote, abriendo los brazos,
invita a los fieles a la oración: «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y
vuestro sea agradable a Dios, Padre todopoderoso.» El sacerdote recuerda a los
fieles que también ellos, en cuanto participantes del sacerdocio real (común, no
ministerial), ofrecen con el sacerdote celebrante el sacrificio: no pueden ni deben
estar al margen, pasivos, meros contempladores (y no contemplativos) de lo que
está ocurriendo en el altar ante sus ojos. «Orad hermanos -decía en una homilía el
siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer- aunque seáis pocos los que os
encontráis reunidos; aunque sólo se halle materialmente un solo cristiano, y aunque
estuviese solo el celebrante: porque cualquier Misa es el holocausto universal,
rescate de todas las tribus y lenguas y pueblos y naciones»*(* JOSEMARÍA ESCR[VÁ
DE BALAGUER, ES Cristo que pasa, n. 89.).
Y el pueblo, aunque sólo esté representado por el acólito, responde haciendo
explícita su intención en la celebración de la Misa: «El Señor reciba de tus manos
este sacrificio para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda
su santa Iglesia.» El sacrificio debe ser ofrecido por el sacerdote capacitado por
Dios a través de la. Iglesia para convertir el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre
del Redentor, y así renovar (hacer de nuevo) el sacrificio del Calvario, y aunque los
fieles participan con sus ofrendas, el sacerdocio real que les viene del bautismo no
les hace capaces de realizar las acciones que nacen del sacramento del Orden.
Pero de ningún modo son unos entes pasivos, como notó ya el papa Inocencio III
cuando escribió (en De sacro altaris mysterio) que «no sólo ofrecen los sacerdotes,
sino todos los fieles. En efecto, lo que de modo especial se realiza mediante el
ministerio de los sacerdotes, está hecho universalmente por el voto de los fieles». A
este voto se refería sin duda san Alberto Magno (De sacrificio Missae): «Se debe
exhortar al pueblo a ofrecer, porque mediante las ofrendas se une a la víctima
ofrecida un voto especial; el pueblo mismo ofrece con el deseo (voto) la hostia
ofrecida ministerialmente por el sacerdote.»
Una vez el sacerdote ha preparado a los fieles, y éstos han mostrado estar
atentos, se dice la oración que antes se llamaba secreta y ahora oración sobre las
ofrendas. Las dos expresiones tienen sentido, y hasta quizá sean partes de una
misma expresión. La razón que algunos dan de que esta oración se llama secreta
porque la decía el sacerdote en voz baja, es tan buena como la que la hace derivar
de una oratio super oblata secreta, «oración sobre las ofrendas segregadas», esto
es, separadas del conjunto de las ofrecidas por los fieles y puestas aparte para el
sacrificio. Parece abonar esta última opinión el que en la nueva ordenación del
Misal se deje de llamarla secreta y se denomine «oración sobre las ofrendas»
(oratio super oblata).
Esta oración es una de las tres oraciones clásicas de la Misa: la primera antes de
la liturgia de la palabra, la oración colecta; la tercera después de terminada la
liturgia eucarística, la oración de después de la comunión (post communio), y ésta
de ahora, precediendo inmediatamente a la plegaria eucarística. Es, como las otras
dos, una oración colectiva, y por ello debe ser dicha en voz alta, como antiguamente
se dijo. La razón por la que, a partir de determinado momento, comenzó el
sacerdote a decirla en voz baja fue -según afirmaron algunos autores, aun
admitiendo que es un punto oscuro- porque al final del rito del ofertorio el diácono
leía la lista de los oferentes, y al alargarse demasiado, el sacerdote rezaba la
oración sin esperar a que terminara su relación, y naturalmente tenía que decirla en
voz baja. Ahora, de nuevo, se vuelve a decir en alta voz, como la colecta y la
postcomunión.
Esta oración tiende a expresar a Dios de modo oficial, por medio del ministro
autorizado (el sacerdote), los sentimientos y deseos de los fieles, de la Iglesia, en
relación con las ofrendas que se han presentado, y a suplicarle que reciba nuestros
pobres dones terrenales -pan y vino-, «para hacer que la vida, el trabajo, los afanes,
luchas y esperanzas del cristiano, puestas y ofrecidas como pan sobre el altar del
sacrificio, puedan ser gratamente recibidas por el Padre, in odorem suavitatis, por
su unión con el Cuerpo y la Sangre del Hijo, una Víctima propiciatoria» *(* ALVARO
DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio (Madrid, 1970), 115.); y después de santificarlos
nos conceda, a cambio, los dones espirituales que emanan del sacrificio y de la
recepción del sacramento eucarístico. Así lo indica con precisión la oración que se
lee en el martes de la primera semana de Cuaresma: «Dios y Señor nuestro,
creador todopoderoso: acepta los dones que tú mismo nos diste, y transforma en
sacramento de vida eterna el pan y el vino que has creado para sustento temporal
del hombre». Por lo general se solía aludir en esta oración sobre la ofrenda al
misterio de la festividad, al santo en cuyo honor se celebraba la Misa, o al tiempo
litúrgico. Así, por ejemplo en la Misa de la aurora del día de Navidad, la oración
sobre la ofrenda dice: «Señor, que estas ofrendas sean dignas del misterio de tu
Navidad que estamos celebrando, y así como tu Hijo, hecho hombre, se manifestó
como Dios, así nuestras ofrendas de la tierra nos hagan partícipes de los dones del
cielo.»
Si en los dones que llevaban los fieles se quería indicar la donación de ellos
mismos, entonces el ofrecimiento de los dones para el sacrificio significa, como se
dijo antes, entrega, participación real en la oblación. El modo en que hemos de
vivirlo nosotros lo expresó Pío Parsch de manera muy gráfica: «Haced -decía- de
cada Misa una ofrenda espiritual; regalad a Dios el pan del trabajo, el vino de
vuestros dolores, el incienso de vuestras oraciones; en una palabra: ¡daos vosotros
enteramente a Dios!» Que éste es el espíritu con que la Iglesia mira el ofertorio se
manifiesta en la oración sobre las ofrendas que se dice en la Misa de santa Teresa
de Jesús, especialmente ilustrativa de la significación de las ofrendas: «Señor: sean
aceptables a tu majestad los dones que te presentamos, como te fue grato el don
de sí misma que te ofreció santa Teresa de Jesús.» Y he aquí la que la Iglesia pone
en el tercer domingo de Pascua: «Recibe, Señor, las ofrendas de tu Iglesia
exultante de gozo, y pues en la resurrección de tu Hijo nos diste motivo de tanta
alegría, concédenos participar también del gozo eterno. »
Esta oración, como toda petición o súplica dirigida a Dios, termina con la mención
de nuestro valedor. Pedimos «por Jesucristo nuestro Señor», pues nosotros
carecemos de títulos que nos recomienden; pero como É1 es el que se ofreció por
nosotros y el que nos dijo que cualquier cosa que pidiéramos al Padre en su
nombre la concedería (Jo., 15, 16), nosotros nos atrevemos a pedir a Dios amparados
en su nombre y en su promesa.
El pueblo responde Amén, manifestando con ello su adhesión al contenido de la
oración, así como confirmando a la vez su unión con el sacerdote en el
ofrecimiento, ya que la Misa es, precisamente -en palabras de Juan Pablo II-,
«como una corriente vivificante que une nuestro sacerdocio ministerial o jerárquico
al sacerdocio común de los fieles»*(* JUAN PABLO II, Carta sobre el misterio y el culto a la.
Eucaristía, 2.). Y con este Amén termina la primera parte de la liturgia eucarística: se
han presentado los dones, se han ofrecido por la Iglesia a Dios por medio del
celebrante, y se le ha suplicado que los transforme en ofrenda espiritual. Entramos
ahora en la parte más importante de la Misa, en su entraña, en su núcleo más
sagrado.

LA PLEGARIA EUCARÍSTICA. RITO DE LA CONSAGRACION


Terminada la oración sobre las ofrendas con el Améndel pueblo, el sacerdote
dice: «El señor esté con vosotros», y con este saludo, al que los fieles contestan de
la forma acostumbrada, comienza el canon de la Misa, que es también su parte
principal. Canon significa regla, una medida invariable, y quizá porque durante
muchos siglos esta parte de la plegaria eucarística se ha mantenido fija y sin
alteraciones se ha popularizado, en la liturgia y hasta en el lenguaje ordinario, esta
expresión. La regla invariable de la oración eucarística: esto es el canon, que desde
san Gregorio Magno (siglo vil) no ha sufrido modificación alguna.
1. El prefacio
El canon, pues, comienza con el prefacio. Hay una antiquísima fórmula, nada
menos que del siglo III, en la que se muestra la continuidad de la oración eucarística
que comienza con el prefacio y que nos ayuda a comprender lo que era la plegaria
eucarística:
Te damos gracias, oh Dios, por medio de tu amado Hijo Jesucristo, al cual nos
enviaste en los últimos tiempos como Salvador y Redentor nuestro, y como
anunciador de tu voluntad. Él es tu Verbo inseparable, por quien hiciste todas las
cosas y en el que te has complacido. Lo enviaste desde el cielo al seno de una
Virgen, el cual fue concebido y se encarnó y mostró como Hijo tuyo nacido del
Espíritu Santo y de la Virgen. Él, cumpliendo tu voluntad y conquistando tu pueblo
santo, extendió sus manos padeciendo para librar del sufrimiento a los que creyeron
en Ti. El cual, habiéndose entregado voluntariamente a la pasión para destruir la
muerte, romper las cadenas del demonio, humillar al infierno, iluminar a los justos,
cumplirlo todo y manifestar la resurrección, tomando el pan y dándote gracias, dijo:
«Tomad y comed, éste es mi Cuerpo, que por vosotros será destrozado.» Del
mismo modo tomó el cáliz diciendo: «Ésta es mi sangre, que será derramada por
vosotros. Cuando hacéis esto, renováis mi recuerdo.»
Luego, cuando en la Edad Media ilustraron los misales y la t del Te igitur la
fueron agrandando hasta convertirla en una cruz, y luego esta cruz se convirtió en
un crucifijo que llenaba una página entera, entonces se creó la impresión de que la
oración eucarística, el canon, comenzaba en el Te igitur, no en el prefacio,
impresión que quedaba reforzada por el Sanctus y el Benedictus que decía el
pueblo, que interrumpía el engarce del prefacio con la continuación de la oración.
Prefacio significa «antes de la acción»; si se tiene en cuenta que la acción por
antonomasia es, en este sentido litúrgico, el momento más importante de la Misa,
su núcleo, entonces se entiende fácilmente que el prefacio sea como la introducción
a ese momento cumbre, como una llamada de atención para que nos preparemos a
la acción esencial de la Misa: a la muerte mística e incruenta del Señor en la cruz
representada por el altar. Es, por tanto, el preludio del sacrificio.
Parece ser que el primero que utilizó el término prefacio en sentido temporal
(antes de, lo que precede) fue san Cipriano, en el siglo III. Desde entonces se
registran múltiples variaciones en el texto del prefacio, hasta el punto de que en
algún tiempo se contaron más de doscientas fórmulas, generalmente breves, para
reducirse luego a cincuenta y cuatro; aumentaron después de nuevo y finalmente,
en el siglo XI, los prefacios se limitaron a diez: el común y los propios de Navidad,
Epifanía, Cuaresma, de la Cruz, Pascua, Ascensión, Pentecostés, Trinidad y San
Pedro y San Pablo, al que se añadió el de la Virgen, que se encontraba ya
generalizado a mediados del siglo XII. La reforma de san Pío V (siglo XVI) respetó
estos once prefacios, a los que se sumaron posteriormente los de las fiestas de San
José, Sagrado Corazón, Cristo Rey y difuntos.
Era, sin embargo, deseo o aspiración de los liturgistas que la Iglesia recuperara
algunos, ya que no todos, de los antiguos prefacios en que tanto abundaron viejas
liturgias. El II Concilio Vaticano recogió esta aspiración, y la comisión de liturgia, al
reformar el misal de san Pío V, la llevó a cabo conservando algunos, rescatando
otros y añadiendo algunos más nuevos, aumentando su número a más de ochenta.
Con el prefacio comienza la que desde hace siglos se denomina Plegaria
Eucarística, y recoge el momento de la última Cena del Señor que precedió a la
consagración del pan. En efecto, Jesús «tomó pan, y habiendo dado gracias lo
partió...» (I Cor., 11, 24), y la Iglesia no hace sino imitar al Señor, que con frecuencia,
cuando iba a realizar algún milagro comenzaba dando gracias: así, cuando la
multiplicación de los panes y los peces(Jo., 6, 11) o la resurrección de Lázaro (Jo., 11,
41) y desde luego en ese momento tan solemne de la Cena. El prefacio es, sobre
todo, una plegaria de acción de gracias que introduce en el misterio eucarístico, de
modo que el sacerdote llama de nuevo la atención de los fieles con «el Señor esté
con vosotros» para que se dispongan a recogerse ante el tremendo misterio al que
van a asistir.
El diálogo inicial es tan antiguo que se encuentra en todas las liturgias sin apenas
variantes. A comienzos del siglo v san Agustín lo comenta, y probablemente el texto
viene de muy atrás: en Jeremías (Lam., 3, 41) por ejemplo, se encuentra esta frase :
Leaemus corda nostra cum manibus ad Dominum in coelo, elevemos nuestros
corazones, juntamente con las manos, al Señor que está en el cielo, y quizá viene
de ahí el gesto del sacerdote de levantar los brazos mientras pronuncia las palabras
«levantemos el corazón», introducido en el ordinario de la Misa.
«Levantemos el corazón», dice el sacerdote. «Levantaos todas las criaturas a Dios,
salid de la basura terrestre, y buscad las cosas de arriba», comentaba el cardenal
Bona*(* CARDENAL JUAN BONA, El sacrificio de la Misa, 138.). Apartad el corazón de las
cosas de la tierra y levantadlo a Dios, porque dentro de unos minutos va a tener
lugar delante de vosotros, en vuestra presencia, lo más grande que puede suceder
en el mundo: el mismo Dios se va a hacer presente en el altar; por tanto, esforzaos
por poner la atención en lo que está sobre lo natural, en el misterio de la Redención
que se a va renovar.
Pero cuando decimos, respondiendo al sacerdote: «lo tenemos levantado al
Señor», ¿decimos verdad? ¿De verdad lo hemos apartado de las cosas terrenas,
de esos pensamientos de personas o cosas que nos llenan la imaginación, de lo
que vamos a hacer, de lo que hemos hecho? ¿Lo hemos elevado al Señor, o
todavía lo tenemos puestos en pequeños intereses o deseos intrascendentes,
apegado a lo que pasa, aunque sepamos que no vale la pena, sólo porque nos
gusta? Decía un santo del sigloVI (Anastasio el Sinaíta) comentando esta
respuesta: «Tú alma sólo se ocupa de cosas corporales y corruptibles; ¿y
respondes: la tengo elevada al Señor?»* (* Citado por ANÓNIMO, La santa Misa, 253.).
Hemos de levantar el corazón a Dios para agradecer. ¡Hay tantas cosas por las
que hemos de darle gracias! Precisamente el contenido de los prefacios nos
recuerda los motivos de agradecimiento; no siempre todos los motivos, ni los
mismos, porque entonces habría que alargar indefinidamente el texto, sino unas
veces unos y otras otros.
Están estructurados los prefacios de manera que comienzan siempre con una
alabanza y acción de gracias a Dios («Es justo y necesario, es nuestro deber y
salvación darte gracias, siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios
Todopoderoso y eterno»). Siempre y en todo lugar: siempre porque segundo a
segundo Dios nos está conservando en nuestro ser y en nuestra existencia, ya que
si dejara de ocuparse de nosotros una pequeña fracción de segundo volveríamos, o
mejor dicho, seríamos reducidos a la nada. Siempre, porque Dios es amor (I Jo., 4, 8)
y en cada momento del día o de la noche nos está amando con amor infinito y
velando por nosotros, con tanta solicitud que nada que nos afecte le es indiferente.
Y en todo lugar, porque ¿dónde no estará É1 llenándolo todo con su presencia,
atento a nuestras necesidades y a nuestras súplicas?
Pero además le damos gracias por muy particulares razones, y aquí es donde los
prefacios varían de acuerdo con la fiesta o el tiempo litúrgico. En la conmemoración
de los mártires, por ejemplo, la Iglesia da gracias porque en la fortaleza del mártir
que dio su sangre por confesar a Cristo manifestó Dios su poder al hacer de la
fragilidad humana un poderoso testimonio de fe; en la de un apóstol porque quiere
que la Iglesia tenga siempre por guía «la palabra de aquellos mismos pastores a
quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio»; en las Misas de la Virgen
María damos gracias a Dios porque por Ella nos dio a su Hijo: «ella concibió a tu
Hijo por obra del Espíritu Santo y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó
sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo Nuestro Señor»; en la de San José damos
gracias a Dios por «el servidor fiel y prudente que pusiste al frente de tu Familia,
para que haciendo las veces de padre cuidara a tu único Hijo».
Otras veces la Iglesia da gracias a Dios por Cristo, verdadero y eterno sacerdote,
que «se ofreció a sí mismo como víctima de salvación y nos mandó perpetuar esta
ofrenda en conmemoración suya» (prefacio de la Eucaristía); o porque el mismo
Jesucristo, «con su obediencia ha restaurado aquellos dones que por nuestra
desobediencia habíamos perdido» (prefacio VII dominical del tiempo ordinario); o
«porque la vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma, y al
deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna en el cielo»
(prefacio de difuntos).
El prefacio termina uniéndonos nosotros, los fieles, a los espíritus celestiales
(ángeles, arcángeles, tronos, dominaciones, potestades, serafines, etc.) en un canto
de alabanza a la majestad de Dios: «Yo aplaudo y ensalzo con los ángeles -decía
monseñor Escrivá de Balaguer-: no me es difícil, porque me sé rodeado de ellos
cuando celebro la santa Misa. Están adorando a la Trinidad»*(* JOSEMARÍA ESCRIVÁ
DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n° 89.).
No tiene dificultad observar que las gracias que nosotros (es decir, la Iglesia)
damos a Dios en este momento en que comienza propiamente el sacrificio son por
motivos y razones que tienen muy poco que ver con beneficios de un orden
material. No damos gracias a Dios por disfrutar de una excelente salud, sino porque
en determinados momentos fortaleció la debilidad humana para que con su sangre
diera testimonio de Cristo; no por gozar de una buena posición económica, sino
porque con la muerte la vida no se pierde, sino que se muda en otra mejor; no por
éxitos profesionales, sino porque confió en un hombre humilde, carpintero en una
remota aldea, hasta el punto de entregarle el cuidado de los mayores tesoros que
jamás hubo en el mundo, Jesús y María * *. (** Entre los motivos por los que damos gracias
a Dios,hay en los nuevos prefacios que se acaban de aprobar para todos los países de habla
castellana algunos que, además de incitar a la devoción, son de gran utilidad para la meditación
personal. Así, por ejemplo, en el prefacio de la penitencia, porque «al hombre, náufrago a causa del
pecado, con el sacramento de la reconciliación, le abres el puerto de la misericordia y de la paz»; o en
el de la unción de los enfermos, «porque has querido que tu único Hijo, autor de la vida, médico de
los cuerpos y de las almas, tomase sobre sí nuestras debilidades, para socorrernos en los momentos
de prueba y santificarnos en la experiencia del dolor»; o en el que comienza la Plegaria eucarística
V/C: «Él nunca permaneció indiferente ante el sufrimiento humano.»)
Y esto nos tiene que enseñar a ser agradecidos por los beneficios que nos
vienen de la mano de Dios; y en la palabra «beneficios» no sólo se incluyen los
bienes temporales (la vista y el oído, la salud y el hogar, la familia y el trabajo, y
todos los demás), sino también los espirituales, que por no ser caducos, ni
quedarse del lado de acá de la muerte (decía santa Teresa: «porque por mucho que
nos hayan querido, ¿qué es lo que al final nos queda?»), tienen valor de eternidad y
perduran más allá de la muerte física. Y entre estos bienes está la enfermedad, y el
dolor, y las privaciones: la cruz. Y también la hemos de agradecer, porque en
nuestra debilidad se manifestará su fortaleza (I Cor., 12, 9 s.), y al compartir la cruz
con Él nos hacemos en cierto modo acreedores a que Él comparta su gloria con
nosotros.
A la invitación del sacerdote a alabar a Dios con los ángeles y arcángeles
responde el pueblo con una doble expresión de alabanza, una procedente del cielo
(«Santo, santo, santo es el Señor Dios del universo; llenos están los cielos y la tierra
de tu gloria»), compuesto por las palabras que oyó cantar Isaías a los serafines (Is.,
6, 3); y otra procedente de la tierra, la alabanza con que la multitud aclamó a Jesús
al entrar en Jerusalén (Mt., 21, 9): «Hosanna en el cielo. Bendito el que viene en el
nombre del Señor. Hosanna en el cielo.» Es un modo de dar la bienvenida a Cristo,
a punto ya de venir sobre el altar tan pronto el ministro del sacrificio pronuncie las
palabras de la consagración, y de preparar el alma, recogiendo la imaginación y los
sentidos para estar pendientes tan sólo de la venida del Señor. Y quizá en este
instante no esté de más preguntarnos si de verdad es bienvenido, si no al mundo,
que no parece desearlo, al menos a nuestra alma. ¡Ojalá deseáramos su venida con
tanto amor que hiciéramos que se olvidase de la indiferencia -cuando no odio- que
el mundo parece sentir hacia Él!
Y «así se entra en el canon, con la confianza filial que llama a nuestro Padre Dios
clementísimo. Le pedimos por la Iglesia, y por todos en la Iglesia: por el Papa, por
nuestras familias, por nuestros amigos y compañeros. Y el católico, con corazón
universal, ruega por todo el mundo, porque nada puede quedar excluido de su celo
entusiasta. Y para que la petición sea acogida, hacemos presente nuestro recuerdo
y nuestra comunicación con la gloriosa siempre Virgen María, y con un puñado de
hombres que siguieron los primeros a Cristo y murieron por él». De este modo
resumía el siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer el comienzo del canon
romano *(* JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n.° 90.).
Considerémoslo más detenidamente.
A continuación del Sanctus el sacerdote comenzaba las oraciones invariables del
canon (pues, como se ha visto antes, sí había variación en los prefacios). Hasta la
Constitución apostólica «Missale Romanum» promulgada por Pablo VI en 1964, y
desde el siglo V, sólo se conoció este canon, llamado canon actionis, orden o regla
de la acción por excelencia, aquella que en virtud de las palabras consacratorias
convierte el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo; ahora, además, se
han introducido en el Misal Romano otros nuevos cánones, siguiendo en esto la
tradición de las primitivas iglesias orientales que admitían una cierta variedad en
esta parte de la Misa.
2. Las peticiones por los vivos
Si hacemos abstracción del Sanctus que, en cierto modo, interrumpe la plegaria
eucarística, las oraciones que preceden a la consagración son una continuación del
prefacio: con el Te igitur (a Ti, pues) el sacerdote, después de haber dado gracias,
prosigue suplicando al Padre clementísimo que acepte nuestras ofrendas. La
oración dice así:
Padre misericordioso, te pedimos humildemente por Jesucristo, tu Hijo, nuestro
Señor, que aceptes y bendigas estos dones, este sacrificio santo y puro que te
ofrecemos, ante todo, por tu Iglesia santa y católica, para que le concedas la paz, la
protejas, la congregues en la unidad y la gobiernes en el mundo entero, con tu
servidor el Papa N., con nuestro óbispo N., y con todos aquellos que, fieles a la
verdad, promueven la fe católica y apostólica.
Lo que hemos ofrecido antes al Señor le pedimos ahora que lo acepte y lo
bendiga: son nuestros presentes lo que le damos, aunque en realidad son sus
dones pues, como escribió San Pablo, «¿qué tienes tú que no hayas recibido?» (I
Cor., 4, 7). Esos dones que debemos a su generosidad es la materia del sacrificio
puro, santo e inmaculado que por la acción de Cristo tendrá lugar en el altar. Y
como somos conscientes de nuestra indignidad, y carecemos de títulos, rogamos y
suplicamos; y si además nos atrevemos a pedir es por Jesucristo, su Hijo, a quien
reconocemos por nuestro Señor, y por su nombre esperamos la aceptación y la
bendición de nuestras pobres ofrendas, no porque nosotros merezcamos nada por
nosotros mismos, sino porque Él es un Padre clemente y misericordioso, y tan
bueno que cualquier cosa que le demos con buena voluntad y sincero deseo de
agradarle la mira con benevolencia, y hasta con ternura (tanto más si va
recomendada por su Hijo Jesucristo), lo mismo que un padre ante el obsequio que
le ofrece el amor de su hijo.
Nuestro ofrecimiento no es egoísta. Lo hacemos, en primer lugar, por su Iglesia
santa, católica, apostólica, romana: la única Iglesia fundada por su Hijo, que es el
Cuerpo místico del que es Cabeza y que está animado por el Espíritu Santo. Y para
su Iglesia, para el conjunto de fieles que por el bautismo son miembros de su
Cuerpo místico, pedimos lo primero la paz. Todavía, cuando se compuso esta
plegaria, estaban muy cerca los tiempos en que la fidelidad a Jesucristo llevaba
consigo el peligro de la persecución, del tormento y de la muerte; todavía estaba
fresco en la memoria de todos el recuerdo de los que habían dado su vida por no
negar a quien había muerto en la cruz para salvarlos de la muerte eterna; sabían lo
que era vivir en la clandestinidad, sin derechos, calumniados, denunciados,
encarcelados, teniendo que esconderse para celebrar los misterios y dar culto a su
Padre Dios. Esta petición por la paz de la Iglesia ha llegado a nosotros a través de
los siglos, y seguirá siempre, porque nunca ha dejado la Iglesia de ser combatida en
alguna parte. Y hoy, especialmente, se la combate y persigue en todo el mundo: en
unos países por gobiernos que profesan y propagan el ateísmo, que suprimen las
iglesias, prohíben la enseñanza del catecismo, dificultan los actos de religión,
castigan las manifestaciones de la fe; en otros, mucho más sutilmente, propagando
desde el Estado el laicismo, permitiendo todo cuanto, por corromper al hombre, le
aparta de su salvación, poniendo trabas a la Iglesia en el cumplimiento del mandato
de Cristo.
Pero no es sólo la paz exterior lo que la Iglesia desea; pedimos también a Dios,
por el sacrificio de su Hijo, la paz interior: que la proteja y la mantenga en la unidad,
ya que «todo reino dividido será desolado, y toda ciudad o casa dividida en bandos
no permanecerá» (Mt., 12, 25), y es precisamente en la participación de la acción
eucarística como nos unimos a Cristo y unos a otros, puesto que «nos unimos
siempre por medio del acto redentor de su sacrificio» *(* G. CHEVROT, Nuestra Misa,
206.). Y la Iglesia, desde los comienzos, ha sido también combatida en su unidad. Ya
San Pablo hablaba de «cismas y disensiones», fruto de la soberbia, esa raíz
maligna que nos dejó el pecado original, a la que hay que añadir la acción del
demonio (que existe realmente, y actúa según su propia naturaleza). La Iglesia ha
sido mil veces desgarrada por sus propios hijos y lo está siendo hoy; el espíritu del
orgullo, de la autosuficiencia, de la disensión, que con cisma y herejía siempre ha
atentado contra la unidad del Cuerpo místico de Cristo, sigue hoy ejerciendo su
maléfico influjo. La parábola del trigo y la cizaña es siempre actual, de modo que lo
mismo que cada uno debe luchar contra las sugestiones al mal que provienen del
demonio, del mundo y de la carne, la Iglesia tiene que hacer frente a los peligros
que la desobediencia, el más evidente fruto de la soberbia, puede acarrear a las
almas: desobediencia pasiva, e incluso activa, al Papa o a los obispos («se
obedece, pero no se cumple»); a las disposiciones o normas litúrgicas; a las
indicaciones -o correcciones- cuando se sostienen doctrinas que se separan de las
enseñanzas del Magisterio. La desobediencia de Adán rompió la unión que tenía
con Dios; nuestra desobediencia rompe la unidad entre los hermanos en la fe, y
entre ellos y los pastores.
¿Cómo no va a querer el Señor que pidamos en el sacrificio de la Misa por la
unidad, cuando É1 mismo, en la oración sacerdotal a su Padre, la pidió con tanta
insistencia que no parecía sino que le preocupaba más que los tormentos que le
estaban esperando? Ut omnes unum sint, que sean una sola cosa, consummati in
unum,consumados en la unidad (Jo., 17, 21 y 23), como Él y el Padre son con el
Espíritu Santo, una misma substancia y Dios uno. «Aun antes de ser consagrados,
el pan, compuesto de simientes de distinto origen, y el vino, salido de diferentes
racimos de uva, son la imagen de la Iglesia, cuyos miembros deben formar un todo
indisoluble. Jesús no quiso conocer más que un solo rebaño bajo la custodia de un
solo Pastor» (*)(* JUAN PABLO II, Redemptor hominis, 20.). De aquí que cuando pedimos a
Dios que guarde, mantenga y proteja la unidad de su Iglesia santa nos estamos
identificando con el Señor en su oración sacerdotal al Padre.
Por último, también pedimos que la gobierne en todo el mundo. Es la cabeza la
que gobierna al cuerpo; es la Cabeza, Cristo, quien gobierna su Iglesia a través de
la cabeza visible, el Papa, sucesor de aquel a quien Jesús constituyó piedra sobre
la que edificaría la comunidad de sus fieles. Y del mismo modo que el miembro del
cuerpo que no es regido por la cabeza no está unido a ella, así el que no obedece a
la cabeza visible -al Papa, al obispo de cada diócesis en comunión con la Santa
Sede- no está regido por ella, y por tanto tampoco por Cristo. Y todo miembro
separado de la cabeza, a semejanza del sarmiento separado de la vid (Jo., 15, 1-7),
acaba secándose, muriendo, y al fin entregado al fuego.
Todo esto pedimos a Dios para la Iglesia, una cum famulo tuo Papa nostro, junto
con tu siervo el Papa. Esta fórmula es susceptible de dos sentidos. El término una
puede tomarse como juntamente, y entonces lo que decimos es que ofrecemos
el sacrificio por la santa Iglesia, y a la vez por el Papa, por el obispo de la diócesis y
por todos los fieles que profesan la fe católica; pero también cabe pensar que lo que
se nos dice es que la Iglesia es una con el Papa y el obispo. En otras palabras: que
no es un cuerpo sin cabeza. Por tanto, no es sólo que se ofrezca también por el
Papa, por el obispo y por los fieles, sino que esa Iglesia para la que se pide a Dios
paz, protección, unidad y gobierno, es una unidad formada por la cabeza y los
miembros: el Papa, el obispo, los demás fieles, es decir, la Cabeza y el Cuerpo.
Lógicamente la plegaria eucarística debiera continuar con la oración que
comienza Communicantes, reunidos en comunión. Pero como sucedió con la
interrupción del Sanctus,también aquí la vida, la evolución de la Misa, introdujo una
nueva interrupción, que con el tiempo acabó por fundirse con la plegaria eucarística
hasta formar parte de ella: se trata de lo que se conoce con el nombre de «recuerdo
de los vivos». Desde muy antiguo se introdujo -como ya se dijo antes- la costumbre
de mencionar en las celebraciones litúrgicas los nombres de los que habían hecho
las ofrendas, pero no en todas partes estas listas se leían en el mismo momento de
la Misa. En Roma comenzaron a leerse en el canon, antes de la consagración; pero
cuando además de los presentes que habían hecho ofrendas se añadían los
nombres de los que, habiéndolas hecho, no estaban presentes, y más adelante el
de los difuntos por quienes las ofrendas se habían presentado, entonces, al
alargarse excesivamente la lista, se leyó la relación de los difuntos después de la
consagración.
Es ésta una oración impetratoria, de petición, y ahora, en la Misa actual, suele el
sacerdote encomendar a Dios mentalmente y en silencio las intenciones
particulares por las que ofrece el sacrificio; es, asimismo, el momento en que los
fieles pueden también hacer presente a Dios todo aquello que necesitan y no sólo
ellos, sino también sus prójimos.
Aquí es donde todos podemos cumplir de la mejor manera el mandamiento
nuevo; pues si este mandamiento consiste, sobre todo, en amarnos unos a otros
como Él nos amó, y Él nos amó hasta el extremo de dar su vida para que
pudiéramos salvarnos, nosotros mostraremos nuestra voluntad de cumplirlo
comenzando por interesarnos en primer lugar por la salvación de nuestros prójimos,
es decir, por el bien de sus almas, deseando para ellos, más -y antes- que bienes
temporales o el remedio de tal o cual problema de tejas abajo, los tesoros de la
gracia divina, pues es cosa cierta que si salvan sus almas lo habrán salvado todo,
también el cuerpo, que resucitará glorioso. Es, pues, el momento de pedir a Dios
por nuestros padres (tenemos obligación, pues nos lo manda el cuarto
mandamiento de la Ley de Dios) y familiares; por nuestros amigos, especialmente
por aquellos que más lo necesiten; por los que vayan a morir aquel día, para que
con corazón contrito reciban los Sacramentos y vayan bien preparados a rendir
cuenta de su vida; por la conversión de los pecadores («es grandísima limosna
-escribió santa Teresa en el capítulo I de la VII Moradarogar por los que están en
pecado mortal»); por todos los que sufren o padecen, por los enfermos, y por los
que se encuentran acorralados sin saber por dónde hallará salida su angustia o
solución su problema. Por supuesto que hay que pedir por las necesidades
temporales, por las nuestras y por las de los demás, pero después, pues «ya sabe
vuestro Padre lo que habéis menester antes de que se lo pidáis» (Mt., 6, 8), y
nosotros hemos de procurar lo primero el reino de Dios: lo demás ya se nos dará
por añadidura (Mt., 6, 33). Desde luego no hay mejor momento de demostrar que
amamos a los demás que éste, cuando estamos participando en el más perfecto
acto de adoración y de intercesión que jamás se dará en este mundo; y como a
veces no nos dará tiempo este breve espacio para encomendar a Dios todo lo que
quisiéramos, bastará que le digamos a la Virgen: «Ya sabes lo que quiero pedirle.
Díselo tú», y será suficiente, porque Ella sabe pedir muy bien.
Luego, el sacerdote, después de haber suplicado al Señor que se acuerde de
aquellos por quienes pide, le encomienda también a los que están presentes en la
celebración, «cuya fe y entrega bien conoces», dice. Cierto: Dios conoce a la
perfección hasta dónde llega nuestra fe, cuál es el nivel de nuestra entrega, y
nosotros hemos de preguntarnos si la Iglesia no es demasiado generosa al dar por
supuesta nuestra fe y nuestra entrega. Sí, tenemos fe, pero ¿no será, quizá, más
débil, menos firme, menos ilustrada de lo que debiera? Y nuestra entrega...
¿Podemos decir, sinceramente, que estamos entregados, que pertenecemos a
Dios? ¿No tendrán las criaturas, algunas al menos, más parte en nosotros que Dios
nuestro Señor?.
Pero no importa. La Iglesia, por sus ministros, ofrece el sacrificio por nosotros y
por los nuestros, por el perdón de nuestros pecados y por la salvación que
esperamos. Pero sin olvidar que al ofrecer también nosotros la santa Misa,
ofrecemos un sacrificio de alabanza y reparación, que ante todo (y ésta fue
precisamente la razón del sacrificio de la Cruz) se ofrece para glorificar a Dios y
redimir a los hombres.
3. La comunión de los santos
La oración eucarística se reanuda con el Communicantes:
Reunidos en comunión con toda la Iglesia veneramos la memoria, ante todo, de la
gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo nuestro Dios y Señor; la de su
esposo san José; la de los santos apóstoles y mártires Pedro y Pablo, Andrés,
Santiago y Juan, Tomás, Santiago, Felipe, Bartolomé, Mateo, Simón y Tadeo; Lino,
Cleto, Clemente, Sixto, Cornelio y Cipriano, Lorenzo, Crisógono, Juan y Pablo,
Cosme y Damián, y la de todos los santos; por sus méritos y oraciones concédenos
en todo tu protección. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
Reunidos en comunión... ¿Con quién? Desde luego, con los que antes se han
mencionado: con el Papa, cabeza de la Iglesia; con el obispo, cabeza de la
diócesis; con los que antes se han recordado y con la Santísima Virgen, a quien el
Señor, desde lo alto de la Cruz, nos dio por Madre; con san José, el varón justo,
que dedicó su vida a cuidar de los dos mayores tesoros que jamás ha tenido este
mundo; con los apóstoles y mártires: es decir, en comunión y unidad con la Iglesia
militante y triunfante, con los fieles y los santos (a la Iglesia purgante se la recuerda
después, en el memento de difuntos). Es como si nos llamaran la atención sobre el
hecho de que no estamos solos, de que hay una misteriosa comunicación entre los
santos que están ya en el cielo, las almas que están purificándose en el purgatorio y
los fieles que todavía estamos en camino, ganando nuestro sitio en la eternidad, y
formando todos un solo Cuerpo con la Cabeza, que es Cristo. Y hemos de avivar
nuestra fe y sentirnos santamente orgullosos de contar con antepasados tan leales
como los apóstoles, columnas de la Iglesia; y con Papas tan santos como Lino,
Cleto, Clemente, Sixto y Cornelio; con obispos como Cipriano, valiente defensor de
la unidad católica; diáconos como Lorenzo, tan gran amigo de los pobres; y con
laicos como el catequista Crisógono, como los oficiales del palacio imperial Juan y
Pablo, y como los hermanos Cosme y Damián, médicos, que curaron enfermos
incluso después de morir martirizados.
Con esta recomendación, la de la Madre de Dios, la de san José, la de los santos
apóstoles y mártires nos atrevemos a pedir a Dios nuestro Señor su protección...,
para seguir pidiendo seguidamente que, aplacado, acepte nuestra ofrenda: la de los
sacerdotes (servitutis nostrae,de los que especialmente se han consagrado al
servicio de Dios como siervos suyos) y la de toda su familia santa, es decir, de los
fieles todos; para que disponga en su paz los días de nuestra vida y, preservados
de la eterna condenación, nos cuente entre sus elegidos.
«Bendice y santifica -continúa diciendo el sacerdote-, oh Padre, esta ofrenda
haciéndola perfecta, espiritual y digna de ti, de manera que sea para nosotros
Cuerpo y Sangre de tu Hijo amado, Jesucristo, nuestro Señor.»
He aquí el texto que sirve como de puente entre las oraciones por las que el
sacerdote, como ministro especialmente cualificado, intercede por los fieles y sus
necesidades y anhelos, en orden sobre todo a los bienes sobrenaturales (pero sin
desechar los temporales), y la oración propiamente consecratoria. Nuevamente se
hace referencia a la ofrenda que se da totalmente a Dios. El sacerdote extiende
ambas manos sobre la ofrenda, sobre el pan y el vino. Es el mismo gesto que en el
ritual mosaico hacía el donante sobre la víctima del sacrificio, como identificándose
moralmente con ella, el mismo gesto que, del modo más solemne, hacía el sumo
sacerdote cuando el día de la Expiación entraba en el sancta sanctorum y poniendo
las manos sobre el macho cabrío le cargaba simbólicamente con los pecados,
iniquidades y transgresiones del pueblo. Ahora, al extender las manos sobre la
materia del sacrificio que se va a convertir en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo,
se está indicando cómo Él cargó con nuestros pecados y los expió con su muerte
en el Calvario. Por eso, porque el pan y el vino de nuestra ofrenda se van a
convertir en el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor, pedimos a Dios que bendiga
plenamente nuestra ofrenda, que la acepte, que la reconozca como válida y
suficiente, que la haga espiritual y le sea agradable, para que sea Cuerpo y Sangre
de Cristo.
4. La consagración
Se llega en este momento al punto central de la Misa, al más importante. La
oración anterior había terminado diciendo, con referencia a la ofrenda, «para que
sea Cuerpo y Sangre de tu Hijo amado Jesucristo nuestro Señor». A continuación,
enlazando con estas últimas palabras, sigue diciendo el sacerdote:
El cual, la víspera de su pasión, tomó pan en sus santas y venerables manos, y
elevando los ojos al cielo hacia ti, Dios Padre suyo todopoderoso, dando gracias, te
bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad y comed todos de él,
porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros.
Del mismo modo, acabada la Cena, tomó este cáliz glorioso en sus santas y
venerables manos, dando gracias, te bendijo y lo dio a sus discípulos diciendo:
Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la
alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres
para el perdón de los pecados.
Haced esto en conmemoración mía.
La consagración, pues, comienza recordando en forma narrativa lo que hizo
Jesús durante la cena, y en el canon romano, el sacerdote, al mismo tiempo que
pronuncia las palabras, hace los mismos gestos que la Escritura nos dice que hizo
Jesús... aunque con alguna leve variación. En efecto, el sacerdote toma en sus
manos la hostia, pero ni en los Evangelios ni en San Pablo se dice «en sus santas y
venerables manos», expresión que, sin embargo, se encuentra en antiquísimas
liturgias (ya en el siglo II) y parece añadida en señal de respeto; tampoco están «y
levantando los ojos al cielo hacia Ti, Dios Padre suyo todopoderoso, aunque sí dice
el Evangelio que lo hizo Jesús al dar gracias antes de la multiplicación de los panes
y de los peces, así como en el momento en que se disponía a resucitar a Lázaro; de
aquí que, al llegar el momento en que sobre el altar se va a verificar un milagro
todavía mayor, el sacerdote imite el gesto de Jesús, dando muestra de amor al
Salvador, y de devoción y respeto a la santidad del Sacramento que está
realizando. Tampoco el sacerdote parte la forma: esta fracción tiene lugar un poco
después, como veremos, así como el darla a los asistentes.
Ahora bien: cuando después de contar lo que hizo Jesús en la Cena se llega en
la narración al punto en que el Señor pronunció las palabras que convirtieron el pan
y el vino en su Cuerpo y su Sangre, en ese mismo momento termina la narración de
lo sucedido en el Cenáculo. El sacerdote que está celebrando la Misa, al pronunciar
las palabras consecratorias no está contando nada, no está recordando
simplemente algo que ocurrió hace muchos siglos, porque esas palabras que está
pronunciando tienen tal poder actual que están convirtiendo el pan en el Cuerpo de
Cristo. Ésta es la razón de que al llegar al: dicens, diciendo, el sacerdote,
inclinándose sobre el altar, haga una breve pausa para separar lo que era una
narración de lo que en ese momento, allí, ahora, va a suceder. Porque «no es el
hombre –dice san Juan Crisóstomo-, sino el mismo Cristo que por nosotros fue
crucificado. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia aquellas mismas palabras,
pero su virtud y la gracia son de Dios. Esto es mi cuerpo, dice. Y esta palabra
transforma las cosas ofrecidas». Y ésta es también la razón de que, por la asidua
contemplación de este prodigio de la misericordia divina, gustara decir el siervo de
Dios Josemaría Escrivá de Balaguer con referencia al sacerdote que, cuando
estaba en el altar celebrando el Sacrificio incruento de la Cruz, era -decía con gran
fuerza- alter Christus, y lo que es más, ipse Christus, pues es el mismo Jesucristo
quien realiza el prodigio en todas y cada una de las Misas, es Él quien, sirviéndose
del sacerdote, de su lengua, pronuncia las palabras: Esto es mi Cuerpo. Y desde
ese mismo momento, aquello ya no es pan, aunque lo siga pareciendo. Y esto es
tan así, que si el sacerdote celebrante siguiera su narración, incluyendo las palabras
consecratorias como si se limitara a contar lo sucedido, entonces no consagraría.
Después de pronunciar las palabras consecratorias, el sacerdote eleva la
Sagrada Forma exponiéndola a la adoración de los fieles, gesto que data, al menos,
del siglo XII, y que constituyó una conmovedora devoción en la segunda mitad de la
Edad Media: «Los fieles esperaban con ansia el momento de la elevación para
contemplar el Cuerpo del Señor; y tal entusiasmo comprendía no solamente las
almas espirituales, como santa Gertrudis, santo Tomás de Aquino, santa Catalina
de Siena, santa Angela de Foligno, sino también al pueblo, que al sonar de la
campana para la elevación, si estaba lejos, se arrodillaba en oración; si estaba
cerca, interrumpía sus ocupaciones para correr a la iglesia y ver la Hostia Santa»*(*
M. RIGHETTI, Historia de la lituigia, lI, 356 y 357.).
Santo Tomás de Aquino, según cuenta uno de sus biógrafos, cuando miraba la
Hostia en la elevación, decía: Tu rex gloriae, Christe; tu Patris sempiternus es Filius
(«Tú eres el rey de la gloria, Tú eres el Hijo sempiterno del Padre»), y el siervo de
Dios Josemaría Escrivá de Balaguer solía decir interiormente mientras contemplaba
la Sagrada Forma en lo alto: Adauge nobis fidem, spem et charitatem
(«Auméntanos la fe, la esperanza y la caridad»), y Adorote deaote, latens deitas
(«Te adoro con devoción, Dios escondido») mientras hacía la genuflexión** ( ** Véase
ANDRÉS VÁZQUEZ DE PRADA, El fundador del Opus Dei, monseñor Josemaría Escrivá de
Balaguer (Madrid, 1983), 267 y sig.). Y es un excelente modo de contemplar al Hijo de
Dios presente en la Hostia que se muestra a los fieles, un modo que cada uno de
los que asisten a la Misa debe hacer suyo, adorando con las expresiones que le
dicta su propio amor a Dios: puede ser una jaculatoria, una petición, un acto de fe, o
de desagravio. La Iglesia ve esta muestra de devoción con tan buenos ojos que ha
concedido indulgencias a los que en ese momento, con la mirada puesta en el
Santísimo Sacramento, digan devotamente aquella exclamación del apóstol santo
Tomás ante Jesús resucitado: «¡Señor mío y Dios mío!».
Después, a continuación, procede el sacerdote a la consagración del vino. De
manera análoga a la fórmula empleada con el pan, primero se narra la bendición del
cáliz en la Cena y luego, tras un momento de recogimiento, el sacerdote pronuncia
las palabras que consagran el vino y lo convierten en la Sangre de Jesús. Aquí
vuelve a aparecer con nitidez «la identidad entre la bebida del cáliz y la sangre
derramada en el Gólgota» (Chevrot), que aparece subrayada por una figura bíblica:
Moisés, para sellar el pacto de Dios con su pueblo, había ofrecido un sacrificio, y
con la sangre de las víctimas había salpicado al pueblo, diciendo a la vez: «Ésta es
la sangre de la alianza que hace con vosotros Yavé» (Ex., 24, 8). Jesús, como
recordando intencionadamente el gesto de Moisés, establece una nueva alianza
con el sacrificio de la cruz, y su Sangre derramada es como el sello con el que inicia
este nuevo pacto. Un pacto, una alianza nueva y eterna, tal como la epístola a los
hebreos se dice del Señor Jesús: «Pastor de las ovejas, por la sangre de la alianza
eterna» (Hebr., 13, 20).
La costumbre de elevar el cáliz después de la consagración del vino, aunque en
alguna iglesia se hacía ya a fines del siglo XII, hasta el XIV no fue de uso común.
La explicación es sencilla: al elevar la Sagrada Forma los fieles contemplaban, bajo
la especie del pan, el Cuerpo de Cristo, pero no contemplaban su Sangre si se
elevaba el cáliz, sino sólo el vaso que la contenía. No obstante, se fue difundiendo
por simetría a la elevación de la Hostia y con la misma finalidad: si se exponía el
Cuerpo de Cristo a la adoración de los fieles, no había razón para que no adorasen
de la misma manera su preciosa Sangre, aun cuando no la vieran por estar en un
cáliz opaco. En todo caso, no los ojos del cuerpo, sino los de la fe, son los que
tienen capacidad para ver el Cuerpo y la Sangre del Redentor a través de las
especies del pan y del vino.
Es preciso tener en cuenta que, desde el momento de la consagración hasta que
termina la comunión, allí, realmente presente sobre el altar está Jesucristo, el Hijo
Unigénito del Padre y de la Virgen María; está allí «en Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad, tan alto y tan poderoso como está en el cielo», según decían los viejos
catecismos. Y es preciso tenerlo en cuenta por dos razones. Una porque de no ser
así no es fácil penetrar en el sentido que tiene el resto de la plegaria eucarística, y
otra porque se han propagado doctrinas que, aunque no se calificaran
expresamente de heréticas, se dejaba entrever claramente que no eran conformes
a la enseñanza de la Iglesia, y cuya difusión estaba confundiendo a los fieles. En
efecto, Pablo VI publicó una Encíclica (Mysterium fidei) dos meses antes de
terminar el Concilio en la que decía:
Sabemos ciertamente que entre los que hablan y escriben de este sacrosanto
Misterio hay algunos que divulgan ciertas opiniones acerca de las Misas privadas,
del dogma de la transubstanciación y del culto eucarístico, que perturban las almas
de los fieles, causándoles no poca confusión en las verdades de la fe, como si a
cualquiera le fuese lícito olvidar la doctrina, una vez definida por la Iglesia, o
interpretarla de modo que el genuino significado de las palabras o la reconocida
fuerza de los conceptos queden enervados.
Antes de acabar el Concilio, pues, se insistía tanto por ciertos sectores en la Misa
como conmemoración de la Cena del Señor que casi se olvidó que era
esencialmente un sacrificio, precisamente el sacrificio de la Cruz; se hacían tantas
consideraciones sobre el signo sacramental como símbolo que no parecía sino que
la presencia de Cristo en la Eucaristía era meramente simbólica; se evitaba, al
mismo tiempo, tan cuidadosamente la palabra transubstanciación,sustituyéndola
por las de «transignificación» o «transfinalización» que se logró introducir serias
dudas acerca del dogma de la Presencia Real, y se llegó a afirmar -y a difundir- que
en las formas consagradas que quedan después de celebrado el santo sacrificio de
la Misa ya no se hallaba presente Nuestro Señor Jesucristo.
De un modo claro y documentado Pablo VI salió al paso, en la Encíclica
Mysterium fidei,de estas desviaciones y dejó explícita la doctrina invariable de la fe
católica acerca de la Misa y de la Eucaristía, a fin de que la piedad eucarística -dijo-
«no sea frustrada ni aniquilada por los gérmenes ya esparcidos de falsas
opiniones», razón por la cual -prosiguió diciendo- se decidió a hablar de este tema
«con autoridad apostólica», repitiendo y confirmando la doctrina que la Iglesia había
sostenido invariablemente acerca de la esencia de la Misa y la realidad de la
transubstanciación.
Es inútil que la razón intente captar lo que está más allá de sus posibilidades. No es
la razón, sino la fe, lo que nos permite conocer ciertas verdades. «Inclinémonos
ante Dios -escribía san Juan Crisóstomo- y no le contradigamos, aun cuando lo que
Él dice pueda parecer contrario a nuestra razón y a nuestra inteligencia.
Observemos esta misma conducta ante el Misterio (Eucarístico), no considerando
solamente lo que cae bajo los sentidos, sino atendiendo a sus palabras, porque su
palabra no puede engañar.» No puede engañar porque Dios es la Verdad, y lo es
de tal modo que cualquiera otra lo es por participación; y siendo Él, Cristo, la
Verdad, el Verbo por quien todo fue hecho, bien pudo decir san Ambrosio de Milán:
«Por lo tanto, la palabra de Cristo, que ha podido hacer de la nada lo que no existía,
¿no puede acaso cambiar las cosas que ya existen en lo que no eran? Pues no es
menos dar a las cosas su propia naturaleza, que cambiársela» * (* Cit. PABLO VI,
Mysterium fidei, 2 y 3.).
Desgraciadamente la Encíclica de Pablo VI o se leyó poco, o no se consideró
necesario difundir su contenido. Determinadas actitudes parecen persuadirnos de
que todavía perduran ciertos errores, cuya difusión entre el pueblo ha sido mucho
mayor de lo que la Encíclica dejaba entrever.
Por eso, cuando al fin de la consagración del cáliz el sacerdote dice: Haced esto
en memoria mia, debemos entender lo que la Iglesia, con su magisterio infalible en
lo que atañe a la fe y a las costumbres, enseña; y lo que la Iglesia viene enseñando
desde hace veinte siglos es que el Señor no se refirió simplemente a una cena
conmemorativa, algo así como los condiscípulos que se reúnen a cenar una vez al
año en el aniversario del día en que se graduaron. Él habló de su Sangre de la
nueva Alianza que iba a ser derramada por ellos -los apóstoles- y por muchos, y
estaba tan patente el sentido de sus palabras que san Pablo no dudó en
especificarlo con toda claridad: «Pues cuantas veces comáis este pan y bebáis este
cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que venga» (1 Cor., 11, 26). Y que esto era
de conocimiento común, lo manifestó inequívocamente san Justino, cuando
hablando de la Eucaristía, escribió en su I Apología que «el alimento, hecho
eucarístico mediante la palabra que viene de Él (alimento de que nuestra sangre y
carne se nutren con vistas a su transformación) es, según nos han enseñado, la
Carne y la Sangre de Jesucristo encarnado».
Es, pues, Jesús crucificado y resucitado el que está presente real, sustancial y
sacramentalmente ante nosotros, el mismo que hizo milagros y que nuevamente se
ofrece en expiación de los pecados de los hombres. Así, el recogimiento y el
respeto, manifestado incluso en la actitud externa (pues sería cosa muy extraña que
la actitud exterior no fuera una manifestación de la actitud interior), deben
extremarse en este tiempo en el que, en su presencia, debemos seguir con el
sacerdote las oraciones por las que también nosotros ofrecemos a Dios el sacrificio
de su Hijo. Ésta es la razón por la que el ordenamiento del Misal Romano prescriba
a los fieles la adoración del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo permaneciendo de
rodillas durante la consagración.
Tan pronto termina el sacerdote la consagración dice: Mysterium fidei éste es el
misterio de fe. El pueblo responde: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu
resurrección. Ven, Señor Jesús.» Durante cuatro siglos se venía diciendo en la
consagración del cáliz: «Éste es el cáliz de mi sangre, del nuevo y eterno
testamento: misterio de fe: que será derramada por vosotros y por muchos en
remisión de los pecados.» La opinión más probable -o al menos, la que parece más
lógica- para explicar la presencia de esta breve exposición en medio de las palabras
consecratorias del vino, es que se decía para llamar la atención de los fieles en el
momento de la consagración cuando el canon se decía en voz baja y todavía no se
había introducido la elevación ni el toque de campanilla. Entonces, para que la
consagración, punto central de la Misa, no pasara inadvertida, el diácono decía en
voz alta: ¡Misterio de fe!, equivalente a: «¡Éste es el misterio de la fe! », expresión
que al tiempo que avivaba la atención de los fieles afirmaba la misteriosa
transubstanciación que se estaba operando. Cuando esta intervención del diácono
se hizo innecesaria, las palabras se recitaron por el
sacerdote y así se conservó en un lugar donde, en cierto modo, interrumpía las
palabras del Señor.
Ahora, dichas también por el sacerdote, pero no en medio de la consagración del
cáliz sino al final de ella, al tiempo que dejan constancia del prodigio realizado, son
como una invitación a los fieles para que se adhieran conscientemente a la fe de la
Iglesia en el misterio. Su respuesta es significativa: con ella, el pueblo atestigua con
san Pablo que en la Misa, en cada Misa, al hacer en memoria de Jesús lo mismo
que Él hizo, anunciamos su muerte, pero también proclamamos su resurrección,
con lo que está afirmando su asentimiento al misterio central de nuestra fe: la
destrucción del pecado y de la muerte por la pasión, muerte y resurrección de
Jesucristo. La última frase (Ven, Señor Jesús) está tomada del Apocalipsis: «Dice el
que testifica estas cosas: Sí, vengo pronto. Amén. Ven Señor Jesús» (Apoc. 22, 20). Y
en verdad, a partir de este instante, tan sólo faltan pocos minutos para que Jesús
venga a nosotros en la sagrada comunión. Así, esta expresión en boca del pueblo
fiel es tanto la manifestación del deseo de recibirle sacramentalmente bajo la
especie de pan, como el de que se aposente en nuestras almas de modo que sea
El quien viva en nosotros y nos modele a su imagen (*)(* Las rúbricas del Misal Romano
dan otras dos fórmulas que pueden también utilizarse en lugar de ésta. Una dice así: Salvator mundi,
salva nos, qui per mortem el resurrectionem tuam liberasti nos, Salvador del mundo, tú que por tu
Cruz y tu resurrección nos has liberado, sálvanos. La otra toma ocasión de las palabras de san Pablo
para decir así: «Cada vez que comemos de este Pan y bebemos de este Cáliz anunciamos tu muerte,
Señor, hasta que vengas.»).

5. El ofrecimiento del sacrificio


El Señor se ha sacrificado incruentamente. La consagración separada del pan y
del vino simboliza la muerte de Jesús, la separación de la Sangre que se derramó y
el Cuerpo exangüe que quedó clavado en la Cruz. Sobre el altar, el mismo
Jesucristo, sacramental, substancial y realmente presente, espera el momento en
que se va a dar en alimento para la santificación de nuestras almas; y mientras llega
ese momento, el sacerdote prosigue la plegaria eucarística terminando el rito de la
consagración con el ofrecimiento del sacrificio al Padre.
Son tres oraciones que permanecen invariables desde hace muchos siglos, y
cuyo origen está en una antiquísima plegaria que dice así:
Por esto, recordando su gloriosísima pasión y su resurrección de entre los
muertos y su ascención al cielo, te ofrecemos esta Hostia inmaculada y razonable,
el pan santo y el Cáliz de vida eterna; y te pedimos y suplicamos que recibas esta
oblación en tu sublime altar por manos de tus ángeles, como te dignaste recibir los
dones de tu siervo el justo Abel, y el sacrificio de nuestro patriarca Abraham, y el
que te ofreció el sumo sacerdote Melquisedec.
Esta plegaria, según se puede apreciar, consta de una recordación de los
misterios de nuestras redención, de un ofrecimiento a Dios de la Víctima
inmaculada que santifica al que come de ella, y una súplica para que la reciba como
lo hizo con las ofrendas de Abel, Abraham y Melquisedec. Y lo mismo que, como
antes se vio, de una breve oración salió el canon desde el prefacio hasta la
consagración, así esta plegaria se descompuso al paso del tiempo en tres oraciones
que, ampliando ligeramente el texto, ponen todavía más de manifiesto la actitud de
la Iglesia en el sacrificio.
Lo primero, la evocación, el recuerdo.
Si el Señor en la Cena dijo que repitiéramos lo que Él hizo en memoria suya; si el
sacerdote termina la consagración con las mismas palabras de Jesús: «Haced esto
en memoria mía», la Misa es toda ella un recuerdo muy presente de Jesús. Y la
primera oración después de la consagración está encaminada a cumplir el mandato
divino de rememorar la pasión, muerte y resurrección del Señor: «Por eso, Padre,
nosotros, tus siervos, y todo tu pueblo santo, al celebrar este memorial de la muerte
gloriosa de Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor; de su santa resurrección del lugar de
los muertos, y de su admirable ascensión a los cielos...». Por obedecer al Señor
haciendo en su memoria lo mismo que Él hizo, recordamos su sacrificio, su muerte,
pero también su resurrección y su ascensión, pues su muerte no fue un final; por
eso no se recuerda sólo la muerte, sino también su victoria sobre la muerte, y sobre
el pecado que es su causa, es decir, toda la obra de la Redención, todas las
consecuencias de su sacrificio. Es, pues, un recuerdo lleno de vida, de la cual
debemos tener plena conciencia. En efecto, cuando pronunciamos estas palabras lo
hacemos en su presencia: Él está allí, vivo, glorioso, sobre el altar.
La oración distingue entre «tus siervos» y «tu pueblo santo». Los servidores son
los que por el sacramento del Orden se han consagrado a Dios y dedican su vida al
servicio del altar; el pueblo santo son los que, por el Bautismo, han sido santificados
por el Espíritu Santo. San Pablo alude con frecuencia a los «santos», y san Pedro
se refirió a los fieles como «linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo
adquirido...» (I Petr., 2, 9). Y todos, servidores y pueblo santo, esto es, toda la Iglesia
ofrecemos al Dios de la gloria, de los bienes que nos ha dado, «el sacrificio puro,
inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación».
Lo que ahora se ofrece ya no es simplemente pan y vino; lo que ahora ofrecemos
es la Hostia pura, santa e inmaculada, la Víctima sin mancha, el Hijo unigénito de
Dios hecho hombre que se inmola para devolver a Dios la gloria que le sustrajo la
humanidad en Adán; el sacrificio de Jesucristo que, por su bienaventurada pasión
restituyó a los hombres su condición de hijos adoptivos de Dios. Y no deja de ser
significativo que la Iglesia hable de la «pasión gloriosa» (tam beatae passionis, dice
el texto latino), y no de la dolorosa pasión. En el sacrificio del Señor ve más en este
momento la destrucción del pecado y de la muerte, es decir, más su victoria que sus
padecimientos; y bienaventurada, también por sus efectos sobre nosotros, nada
menos que nuestra liberación del poder del pecado y el nacimiento a una nueva
vida.
Después del ofrecimiento que hacemos del sacrificio de Jesucristo, de la Hostia
Santa e inmaculada, una súplica: pedimos a Dios que se digne mirarla «con ojos de
bondad», y la acepte «como aceptaste los dones del justo Abel, el sacrificio de
Abraham, nuestro Padre en la fe, y la oblación pura de su sumo sacerdote
Melquisedec».
Pero ¿por qué pedimos a Dios que acepte nuestra ofrenda? Si lo que estamos
ofreciendo es el sacrificio de su Hijo, es claro que no es necesario que le pidamos
que lo acepte. ¿Cómo no iba a aceptar el sacrificio de su Hijo amado, en quien
tenía sus complacencias (Mt., 17, 5), según había É1 mismo declarado? Y si es así,
¿por qué le suplicamos que lo acepte, como si pudiera no aceptarlo?
Coinciden los autores que han tratado de la Misa en señalar que lo que
queremos que mire benignamente y acepte es nuestra parte en el sacrificio;
digamos que «una oblación humana que se añade a la de Cristo y se incorpora a
ella». La Víctima es perfecta, santa, pura; pero ¿y «las manos y los corazones que
la presentan»? Cristo, la Cabeza, es la Hostia santa, pero ¿y nosotros, miembros de
su Cuerpo místico, que ofrecemos al Padre el sacrificio de su Hijo, y que en cuanto
Cuerpo unido a la Cabeza nos ofrecemos con Él? Nosotros no somos hostias
puras. Por esa razón le pedimos con espíritu de humildad que, a pesar de nuestra
mezquindad, de nuestra cobardía ante el sacrificio, de nuestros egoísmos, acepte
de nuestra buena voluntad y de nuestras pobres manos la Hostia santa, y a
nosotros con ella; que la acepte como si fuera aquel sacrificio sangriento que le
ofreció el justo Abel, en el que se complació; como si fuera el que la fe, la
obediencia y la entrega de Abraham hizo cuando se dispuso a sacrificar a su propio
y único hijo; también, como el que Melquisedec, corno sumo sacerdote, le hizo con
pan y vino.
La razón de que en la súplica a Dios para que acepte nuestro sacrificio junto con
el de su Hijo figuren estos nombres ha sido puesta de relieve por muchos autores.
Los tres son figura de Jesús, y cada uno de ellos por un aspecto distinto, y su
inclusión no es un puro azar. Es la misma Sagrada Escritura la que los menciona en
relación con el sacrificio del Salvador. «La sangre de Jesús habla mejor que la de
Abel», se lee en la Epístola a los Hebreos (12, 24). Abel ofreció a Dios un sacrificio
que fue agradable a Dios y aceptado por É1; fue la envidia de Caín la que ocasionó
la muerte de Abel, lo mismo que fue la envidia de los judíos la que entregó a Jesús
a Pilato; si la sangre de Jesús habla mejor que la de Abel, aparte de la infinita
mayor excelencia de Jesús, es -como dice santo Tomás- porque «la sangre de Abel
clama a Dios para pedir venganza; la de Jesús, para implorar perdón».
«Por la fe ofreció Abraham a Isaac -prosigue la Epístola a los Hebreos cuando
fue puesto a prueba, y ofreció a su unigénito, el que había recibido las promesas, y
de quien se había dicho: Por Isaac tendrás tu descendencia, pensando que hasta
de entre los muertos podría Dios resucitarle» (11, 17-19); pero sobre el Calvario
ningún ángel detuvo a los que clavaron a Jesús en la cruz. Abraham es el tipo de
Padre celestial, que si bien no impidió él sacrificio de su Hijo, lo resucitó de entre los
muertos; lo mismo que Isaac llevó la leña para el holocausto, Jesús llevó la cruz en
la que iba a morir; la obediencia de Abraham a la voluntad de Dios es también
figura de la obediencia de Jesús «hasta la muerte, y muerte de cruz». «Tú eres
sacerdote eterno, según el orden de Melquisedec» (Ps. 109). He aquí cómo está
prefigurado el sacerdocio eterno de Jesucristo, que consagró en la Cena el pan y el
vino convirtiéndolos en su Cuerpo y su Sangre. Fue el mismo Dios, que hizo decir
estas palabras a David, el que manifestó así su voluntad de que fueran el pan y el
vino la materia del sacrificio incruento de su Hijo, de ese sacrificio del altar por el
que Jesús se ofrece constantemente a su Padre como Víctima expiatoria de los
pecados de los hombres. Melquisedec, «sin padre, sin madre, sin genealogía, sin
principio de sus días ni fin de su vida, se asemeja en eso al Hijo de Dios, que es
sacerdote para siempre» (Hebr., 7, 3).
No sin razón, pues, se citan estos tres nombres en uno de los momentos más
importantes de la Misa: los mencionamos como valedores ante Dios nuestro Señor
para que, como el de ellos, reciba el sacrificio de su Hijo que le ofrecemos desde
nuestra pequeñez.
Por último, la tercera oración es otra súplica: ahora para pedirle que, en
respuesta a nuestro ofrecimiento, nos envíe desde lo alto su gracia. La oración dice
así:
Te pedimos humildemente, Dios todopoderoso, que esta ofrenda sea llevada a tu
presencia, hasta el altar del cielo, por manas de tu ángel, para que cuantos
recibimos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, al participar aquí de este altar, seamos
colmados de gracia y bendición.
Como antes la mención de Abel, Abraham y Melquisedec estaban indicadas por
la misma revelación, así también sucede ahora respecto a la mención del ángel. En
efecto, se lee en el Apocalipsis (8, 3-4): «Llegó otro ángel y púsose en pie junto al
altar, con un incensario de oro y le fueron dados muchos perfumes para unirlos a
las oraciones de todos los santos sobre el altar de oro, que está delante del trono.
El humo de los perfumes subió, con las oraciones de los santos, de la mano del
ángel a la presencia de Dios». Claro que en el cielo no hay un altar sobre el que
pueden presentarse nuestros dones; los Padres entendían que el altar del cielo era
el mismo Cristo, que «como sacerdote eterno, siempre vivo intercediendo por
nosotros, ofrece perennemente al Padre la oblación perfecta de su humanidad
glorificada», pero esto debe entenderse en un sentido muy especial.
Evidentemente, como dice santo Tomás de Aquino, no tiene sentido que pidamos
que el ángel lleve al altar del cielo «estos dones», si por esta expresión se entiende
el Cuerpo y la Sangre del Señor. La oración se hace -prosigue santo Tomás- «por el
Cuerpo Místico, para que el ángel que asiste a los santos misterios presente a Dios
las oraciones del sacerdote y las del pueblo...» *(* Summa Theológica, III, q. 83, a.4.). Así,
«Jesucristo une su Cuerpo Místico a Dios Padre y a la Iglesia triunfante».
Estas tres oraciones forman una unidad. La última de ellas la dice el sacerdote
inclinado sobre el altar, en una actitud humilde que viene como exigida por su
mismo contenido, y que también el pueblo que participa en la Misa debe compartir.
Pedimos y suplicamos «por Cristo nuestro Señor», ya que nosotros, pecadores,
carecemos de títulos para ser escuchados, y -exagerando un poco hasta para
dirigirnos a la Majestad de Dios; pero si somos humildes, si sabiendo que «todo es
gracia», y precisamente porque lo sabemos, lo pedimos por Jesucristo, su Hijo, que
es nuestro mediador, Dios escuchará nuestras súplicas y nos colmará «de toda
bendición y gracia», ya que «sólo puede traernos gracia y bendición acá abajo
aquel sacrificio que se reciba con complacencia allá en el cielo».
6. La Petición por los difuntos
Antiguamente, como se vio antes, se leía en el ofertorio la relación de los
nombres de aquellos que habían contribuido con sus dones al sacrifico, así como la
de los difuntos por quienes se hacían ofrendas; como la relación era larga, se
interrumpía para dejar paso a la consagración, con el fin de que los fieles no
distrajesen su atención en el momento más importante y solemne de la Misa,
prosiguiendo la lista de los oferentes al terminar la consagración. Cuando por el
crecimiento del número de los fieles, sumado a la dispersión y a la dificultad de las
comunicaciones ya entrada la Edad Media, se multiplicaron las celebraciones de la
Misa, se mantuvo la relación de los nombres, recordando a los vivos antes de la
consagración y a los difuntos después. Y de la misma manera que el recuerdo de
los vivos interrumpía la oración sacrificial, introduciendo en la oración intercesoria el
recuerdo de aquellos por quienes había que rogar ante el Señor, así ahora las
oraciones con que se ofrece la Sagrada Víctima dan paso al recuerdo y petición por
los difuntos.
«Acuérdate también, Señor, de tus hijos N. y N. que nos han precedido con el
signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz. A ellos, Señor; y a cuantos
descansan en Cristo concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz.» La
partícula «también» al principio demuestra que esta memoria de los difuntos
continuaba la oración con la que se suplicaba por los vivos. Ya se vio cómo
después del prefacio y de rogar por la Iglesia, por el Papa y por el obispo se
intercedía por los vivos, prosiguiendo luego con «acuérdate también, Señor...» de
los otros, de los que ya habían dejado la vida mortal para entrar en la eternidad. Es,
pues, ésta una oración por la Iglesia purgante, y la fórmula parece proceder de la
liturgia romana, si juzgamos por las expresiones que se utilizan. En efecto, los
términos son demasiado semejantes a los epitafios de los sepulcros de las
catacumbas para pensar en otro origen: «con el signo de la fe», «con el sueño de
los justos», «lugar del refrigerio» son fórmulas que se encuentran en el cementerio
de Priscila o en las actas del martirio de las santas Perpetua y Felicidad.
Si realmente nos consideramos solidarios de todos aquellos que «nos
precedieron con el signo de la fe y duermen el sueño de la paz»; si de verdad
amamos a los que con tanto desconsuelo lloramos en el día en que abandonaron
esta vida mortal, ahora, al recordar a los fieles difuntos y pedir por su eterno
descanso, es cuando podemos mostrar si el afecto que les teníamos era verdadero.
Las lágrimas son la expresión de que no tenemos un corazón de piedra, de que
sentimos la separación de aquellos que tantos momentos felices y dolorosos
compartieron con nosotros; pero esto a ellos les sirve de poco; a decir verdad, de
nada. Lloramos lo que hemos perdido con la separación, pero muy rara vez
pensamos en lo que ellos ganan, ya que «es preciosa a los ojos de Dios la muerte
de sus santos», y por santos se entiende aquí a los que mueren en gracia. Llorar,
entristecerse, sentir el vacío que dejan es humano y muestra del amor que les
teníamos, pero no les beneficia a ellos. Ésos son estados propios del sentimiento,
que pasan y hasta se llegan a olvidar entre el tráfago de la vida; son estados
emocionales que se van sepultando bajo las obligaciones diarias y la atención al
quehacer. Ya hoy ni luto se suele guardar. ¿Y ése es todo el amor que teníamos?
Unos días lacrimosos, de caras tristes, hasta parece que sin ánimo para vivir, y
luego, al poco tiempo, como si nada hubiera ocurrido, otra vez como siempre: esto
es lo que ocurre con demasiada frecuencia.
Y sin embargo es en la oración y en la petición por su eterno descanso en la
santa Misa donde se demuestra la verdad de nuestro amor por ellos, ya que obras
son amores. Es ahora, cuando están, quizá, en el purgatorio purificándose para
poder gozar de una felicidad eterna junto a Dios, es ahora cuando podemos
manifestar la verdad del amor que les teníamos, recordándoles dentro del canon de
la Misa, cuando nuestro Señor está sacramentalmente inmolado sobre el altar
renovando la Redención. Es en este momento cuando podemos hacer por ellos y
por su felicidad lo que quizá no hicimos cuando vivían entre nosotros.
Desgraciadamente, son demasiados los que abandonan con facilidad a aquellos a
quienes, al parecer, tanto querían y tan rápidamente olvidaron, como si todo lo que
quedara de ellos fuera un vago recuerdo cada vez más brumoso.
Al llegar a este punto, el sacerdote que celebra la Misa ha pedido por todos, vivos
y difuntos, por los presentes en el sacrificio y por toda la Iglesia; ha recordado
también a la Iglesia triunfante en la mención llena de veneración y reverencia, de la
Virgen, de los apóstoles y de algunos otros santos momentos antes de la
consagración. Ahora, después de haber encomendado a la misericordia de Dios las
almas de los fieles difuntos, prosigue diciendo el sacerdote: «Y a nosotros,
pecadores, siervos tuyos que confiamos en tu infinita misericordia, admítenos en la
asamblea de los santos apóstoles y mártires: Juan el Bautista, Esteban, Matías y
Bernabé, Ignacio, Alejandro, Marcelino y Pedro, Felicidad y Perpetua, Águeda,
Lucía, Inés, Cecilia, Anastasia y de todos los santos; y acéptanos en su compañía
no por nuestros méritos, sino conforme a tu bondad.»
Nuevamente ahora -como en el memento de los vivos- se recuerdan algunos
santos, aunque no es fácil saber por qué precisamente éstos y precisamente aquí.
Matías es un apóstol, cuyo lugar parece que debía estar junto a los otros apóstoles;
Juan es el Bautista; Esteban es el diácono protomártir, cuyas reliquias se
descubrieron a comienzos del siglo V, con lo que su culto se difundió notablemente;
Bernabé es discípulo del Señor, compañero de san Pablo; san Ignacio es el obispo
mártir de Antioquía; san Alejandro es otro mártir y Papa (aunque hay quien le hace
uno de los siete hijos de santa Felicidad); Marcelino y Pedro son mártires romanos,
sacerdote el primero y exorcista el segundo, muertos a comienzos del siglo m. En
esta lista se mencionan también algunas mujeres: Perpetua, mártir en Cartago en
los comienzos del siglo m, junto con su sirvienta y joven madre Felicidad, que dio a
luz en la cárcel (otros creen que esta Felicidad es la madre de siete hijos, mártir
también); Inés, patricia romana, niña aún, martirizada a los doce años hacia el 304;
Cecilia, mártir, virgen romana, como romana era Anastasia. Águeda y Lucía eran
sicilianas y sufrieron también martirio.
«A nosotros, pecadores, siervos tuyos...» Ese nosotros no son el conjunto de
fieles presentes en la Misa. Por ellos ya se pidió antes, en el recuerdo de los vivos,
cuando se aludió a «todos los circunstantes». El plural ahora se refiere a los
servidores del altar, al celebrante (el Papa en la primitiva liturgia romana) y a los que
con él concelebraban, y a los diáconos que ayudaban en la celebración. Así,
después de haber pedido por toda la Iglesia militante y purgante, ahora, en la Misa
privada y conservando el plural, el sacerdote pide por él, declarándose pecador: de
ahí el golpe de pecho que se da al pronunciar estas palabras, haciendo como un
acto de contrición. Pide, en virtud de la esperanza teologal en la infinita misericordia
de Dios, que también a él le conceda siquiera una pequeña parte en el cielo, en la
compañía de sus santos y mártires, pues a éstos, a los mártires, se encomendaban
los primeros cristianos al pedirles, en el momento en que iban a ser martirizados,
que intercedieran por ellos. Y puesto que se trata del celebrante, quizá sea el
momento de que recordemos a los sacerdotes: de pedir a Dios, siquiera sea
dedicando un segundo, que los haga fieles a la misión que tienen encomendada,
que los haga santos. Nos acordamos habitualmente tan poco de ellos que les
dejamos prácticamente solos y sin ayuda, de modo que no haremos nada de más,
sino que por el contrario cumpliremos un deber grato a Dios, si rezamos por ellos,
aunque sólo sea un poco.
Y aunque según la autorizada opinión de santo Tomás de Aquino, al decir el
sacerdote nobis quoque peccatoribus, también a nosotros pecadores, se refiera a sí
mismo y a los que le ayudan en el altar -según se vio antes-, los fieles pueden
perfectamente aplicárselas a ellos mismos y suplicar, con el celebrante, que
también ellos tengan participación con los santos y los mártires; no, por supuesto,
por nuestros méritos, pues ¿cómo vamos a pretender compararnos con aquellos
hermanos que amaron a Dios hasta parecerles barato -como a santa Teresa- dar la
vida terrena a cambio de la eterna, nosotros que tan apegados estamos a tantas
bagatelas sin sustancia, a tanta cosa inútil? No por nuestros méritos, sino porque Él
es generoso para perdonar y para dar. Se lo pedimos, además, por Jesucristo, su
Hijo, nuestro Señor, «por quien sigues creando todos los bienes, los santificas, los
llenas de vida, los bendices y los repartes entre nosotros».
7. Final del rito de la Consagración
Hay cierta coincidencia entre quienes con más detención han tratado de la Misa en
afirmar que con la expresión haec omnia, «todas estas cosas», no se refiere el
sacerdote propiamente a la Eucaristía. Según parece, en el altar, o junto al altar,
antiguamente estaban colocadas también otras ofrendas; era el momento que se
aprovechaba para bendecir «con fórmulas especiales los nuevos frutos de la tierra,
el óleo para los enfermos», las primicias de las cosechas en cada estación.
«Se quería, además, que, como se había llamado alrededor del sacrificio a toda la
ciudad de Dios -Iglesia militante, purgante y triunfante-, se hiciesen también
presentes las criaturas inanimadas, y también éstas fuesen santificadas por la
eucaristía» * (* M. RIGHETTI, Historia de la litúrgia, II, 374 y 375.).
Desapareció con el tiempo la costumbre de bendecir en este lugar de la Misa los
frutos de la tierra, pero permaneció la bendición como si los frutos hubieran seguido
estando presentes en el altar. Para nuestra edificación, sin embargo, para nuestro
provecho espiritual, no importa que en el altar no haya ya nada que no sea el
Cuerpo y la Sangre de Cristo: es suficiente, pues por Él Dios nos da la creación
entera: esos dones que son los frutos de la tierra, y los animales que pueblan su
superficie, y los que hay sobre ella y bajo las aguas de los mares, y el sol, la luna y
las estrellas, que Dios mantiene en su ser y su existencia en una creación continua,
y todo es bueno («y vio Dios que era bueno», Gen., 1, 10), y todo se hizo por É1, «y
sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (Jo., 1, 3). Y así, «por Él, con Él y en
Él», en unidad con el Espíritu Santo, se da al Padre todo honor y toda gloria por los
siglos de los siglos.
Con esta breve fórmula termina el rito de la Consagración, y es común a todas
las plegarias eucarísticas; de ella se ha dicho que es la más perfecta expresión de
nuestro deseo de glorificar a la Santísima Trinidad. Si lo pensamos un poco
veremos que, real y verdaderamente, éste es el objeto y la finalidad de toda la
creación: la gloria de Dios; y del mismo modo que por Cristo y para Cristo todo fue
creado (Col., 1, 17), todo lo que fue creado da por Cristo gloria a Dios, porque Él es el
Camino, la Verdad y la Vida.
De un sitio a otro se va por un camino. Nosotros queremos ir de nuestra
pequeñez a la majestad de Dios, de nuestra condición de pecadores a la santidad
divina. ¿Y cómo hacerlo sin un camino que una la tierra con el cielo? ¿Cómo podría
nuestra buena voluntad y nuestro deseo de servirle llegar a la majestad de Dios si
nuestras pobres ofrendas y nuestras imperfectas obras no pasaran por Él, por el
único Camino que conduce a Dios? No otra cosa hacemos cuando, al terminar
nuestras peticiones, decimos: Por Cristo nuestro Señor. Por Él son santificadas
nuestras ofrendas, por Él son aceptadas nuestras obras y nuestras oraciones; no
hay otro Camino para llegar al Padre sino su mismo Hijo Cristo hecho hombre, pues
nadie va al Padre sino por Él (Jo., 14, 6).
Él es la Vida. Si es cierto -y lo es porque su palabra no pasará jamás- que «sin
mí no podéis hacer nada», no lo es menos que, al igual que San Pablo, «todo lo
puedo en aquel que me conforta» (Phil., 4, 13); en efecto, como recordaba con
frecuencia el siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, «toda nuestra fortaleza
es prestada» (Camino, 728). Jesús, que conocía muy bien la flaqueza de los
apóstoles, les explicó la alegoría de la vid y los sarmientos diciéndoles con toda
claridad: «el que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jo., 15, 5), ya
que -añadió- «si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros,
pediréis lo que quisiereis y se os dará. En esto será glorificado mi Padre, en que
deis mucho fruto» (Jo., 15, 7 y 8).
Es también la Verdad. No podemos estar unidos a Él si no somos muy
verdaderos, diáfanos. Nada condenó el Señor con tanta fuerza como el fariseísmo,
es decir, la doblez, la hipocresía; pero no se trata tan sólo de no tener dos caras,
una real, y otra ficticia para quedar bien ante los hombres: se trata, sobre todo, de
no tener miedo a la verdad, de ser sinceros con nosotros mismos y con Dios, sin
pretender paliar la verdad con excusas y justificaciones que no dan paz y que
enturbian nuestra conciencia. No querernos transigir con la mentira, con el ambiente
que nos rodea, no sea cosa que, como los que no confesaban a Jesús por miedo a
los fariseos, tengamos que ser incluidos por San Juan entre los que «amaban más
la gloria de los hombres que la gloria de Dios» (Jo., 12, 36).
Desde que comienza la Plegaria eucarística en el Prefacio hasta esta
glorificación de la Trinidad, los fieles sólo en tres momentos dejan oír su voz: en el
Sanctus, al responder al Misterium fidei y en este momento, cuando responden
Amén al final de estas oraciones posteriores a la consagración. Por tanto, sólo el
sacerdote dice la fórmula: «Por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente,
en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.»
La Santa Sede consideró necesario atajar algunos abusos declarando que la
plegaria eucarística «culmen de toda la celebración, está reservada al sacerdote en
virtud de su ordenación. Por tanto, es un abuso hacer decir algunas partes de la
Plegaria eucarística al diácono, a un ministro inferior o a los fieles»*(* La instrucción
Inaestimabile donum, dada por la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino (3 de
abril de 1980) salía al paso de algunos abusos cometidos -y que calificaba de «verdadera falsificación
de la liturgia católica»-, entre los que especificaba las homilías hechas por seglares, el abandono de
los ornamentos, el uso de textos privados en la Misa o de Plegarias eucarísticas no aprobadas, las
Misas celebradas fuera de la iglesia sin verdadera necesidad, y algunos otros.).
Con respecto a este Amén final del canon con que los fieles responden al
sacerdote, es llamativa la atención que se le concede, el especial significado que se
le da. San Justino lo resalta: cuando el sacerdote termina las oraciones y acciones
de gracias, «todo el pueblo presente aclama diciendo: Amén», así sea. Tertuliano
no acababa de comprender cómo el mismo cristiano que decía Amen en la Misa
gritara luego en el circo; san Ambrosio comentaba: «Tú dices: Amen, esto es
verdad»; ese gran misterio que se ha verificado ante nuestra mirada es real, eso es
así. Es, pues, como una deliberada profesión de fe en la transubstanciación.
Seamos, pues, consecuentes, y no desmintamos con nuestras obras lo que hemos
profesado públicamente con nuestras palabras.
8. Plegaria eucarística II
La Plegaria eucarística II (así viene denominada oficialmente en el Misal
Romano) es la más corta de todas, pero en cambio va precedida por un prefacio
propio, al igual que la Plegaria eucarística IV De todas, esta segunda Plegaria es la
que mejor recuerda las fórmulas más antiguas y primitivas del canon, tanto por la
brevedad como por la proximidad de las palabras de la consagración al prefacio.
Esto no obstante, y aunque de forma más abreviada, todos los elementos
característicos de la Plegaria eucarística están presentes.
En la última reforma de la Misa desapareció la invocación al Espíritu Santo que
se decía inmediatamente antes del lavabo: Ueni, Sancte Spiritus, omnipotens
aeterne Deus, et benedic hoc sacrificium tuo sancto nomini praeparatum (Ven,
Espíritu Santo, omnipotente y eterno Dios, y bendice este sacrificio preparado para
gloria de tu santo nombre); pero esta supresión está compensada en las restantes
Plegarias eucarísticas, según veremos. En la II se le invoca antes de consagrar,
pero en relación con la transubstanciación: «te pedimos que santifiques estos dones
con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre
de Jesucristo, Nuestro Señor», y por segunda vez, después de la consagración,
para pedir por la unidad: «Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo
congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo.»
La brevedad y condensación de la II Plegaria está en la reducción a lo esencial.
Aquí no se incluyen las listas de apóstoles, intercesores y mártires que aparecen en
la Plegaria eucarística I, tanto los de antes como los de después de la
consagración. En la primera oración, paralela a la que también va en primer lugar
en el Canon Romano después del Mysterium fidei, se menciona el memorial de la
redención, de «la muerte y resurrección de tu Hijo», pero en lugar de referirse al
ofrecimiento de la indecible riqueza del misterio de salvación y de gloria se dan
gracias a Dios «porque nos haces dignos de servirte en tu presencia».
La expresión tibi ministrare permite a la devoción de los fieles algunas
consideraciones que pueden ser provechosas tanto para su vida interior como para
obtener un mayor fruto de la Misa. Sabemos que Cristo es en la Misa además de
Víctima, Sacerdote, y que el sacerdote celebrante lo es en cuanto por el sacramento
del Orden participa del sacerdocio eterno de Cristo, y por eso es ministro del altar,
esto es, servidor del altar, pues ministrare equivale a servir. En un sentido mucho
más lato, el fiel, desde el momento en que participa también por el Bautismo del
sacerdocio de Cristo, aunque de distinto modo que el presbítero, es también -y
también de distinto modo- ministro del sacrificio: ofrece dones, y como miembro de
la Iglesia tiene asimismo parte en el ofrecimiento que la Iglesia hace a Dios de la
única Víctima digna de Él.
Pues bien: teniendo en cuenta que somos criaturas, es decir, creados de la nada
por puro amor de Dios; teniendo en cuenta también que somos además pecadores,
es decir, merecedores de castigo por haber ofendido a nuestro Creador y
despreciado este amor; teniendo en cuenta asimismo la pureza, grandeza y
majestad de Dios, es completamente razonable que le estemos agradecidos
«porque nos haces dignos de servirte en tu presencia». No parece que, en general,
los fieles hayamos puesto mucha atención en lo que esto significa. ¿Quién, siendo
criatura y pecador, puede alegar derecho alguno para presentarse ante Dios?
Nadie, desde luego. Pero Dios «nos hace dignos»; Dios, por la gracia que nos ganó
el sacrificio de su Hijo, nos hace hijos adoptivos suyos, y nos permite, más aún
desea que nos acerquemos a Él. Y por si esto fuera poco, nos deja servirle. Y esto,
servirle, no es algo que desdiga de nuestra dignidad de hombres (de criaturas
hechas a imagen y semejanza de Dios), antes al contrario, nos honra: porque poder
participar en el sacrificio redentor (no sólo estar en su presencia, cuando Jesucristo,
Dios y hombre está sobre el altar después de la consagración) es un honor y un don
tan grande que nunca podremos expresar suficientemente nuestro agradecimiento.
Él nos dijo que lo que hiciésemos con uno de sus más pequeños hermanos, con
Él lo habíamos hecho (Mt., 25, 40). Al Señor le podemos servir directamente: lo
hacemos siempre que cumplimos su voluntad, no importa en qué sea. Pero también
le servimos cuando servimos al prójimo, pues es un miembro de su Cuerpo,
solidario con nosotros mismos, como un hermano nuestro hijo del mismo Padre que
está en el cielo, como alguien, además, que es mejor que nosotros (así debemos
sentir: «si alguno quiere ser el primero -nos dice el Señor por san Mateo, 20, 27-
hágase el último y servidor de los demás»), y ésta es la manera de garantizar la
unidad; y como este modo de ver al prójimo no es efecto espontáneo de la
naturaleza caída, sino fruto de la acción del Espíritu Santo, por eso le pedimos
que nos congregue en la unidad: Están unidos los miembros regidos por la Cabeza:
por eso, el que no está regido por la Cabeza está separado del Cuerpo, y un
miembro separado del cuerpo se ha hecho independiente, se ha liberado, es
verdad, pero para morir: ningún miembro puede vivir separado del cuerpo. Y como
Dios nos ama, quiere que todos los días, en todas partes, le supliquemos por la
unidad de la Iglesia: por la unidad de todos sus miembros unidos a la cabeza, para
que ninguno se separe y muera.
Y así, la siguiente oración de esta II Plegaria es pedir por la Iglesia «extendida
por toda la tierra», regida por una Cabeza que es el Papa. (Las iglesias locales son
porciones de una única Iglesia, gobernadas por los obispos en comunión con el
Papa, pues también ellos deben estar regidos por la Cabeza). «Llévala a su
perfección por la caridad», pedimos. Por la caridad, porque el amor une, de modo
que cuando Jesús estaba ya próximo a abandonar el mundo y dejar a sus
discípulos, les dio la fórmula que garantizaría la unión entre ellos: «un nuevo
mandamiento os doy, que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jo.,
13, 34). Y tras pedir por la Iglesia militante, seguimos pidiendo, como en el Canon
Romano, por la Iglesia purgante, por todos los que «durmieron con la esperanza de
la resurrección»: «admítelos a contemplar la luz de tu rostro», decimos; y como
algún día les hemos de seguir más allá de la muerte, pedimos a Dios que tenga
misericordia de nosotros y con la Virgen, los apóstoles y todos los bienaventurados
«merezcamos, por tu Hijo Jesucristo, compartir la vida eterna y cantar tus
alabanzas». Por Cristo, con Él y en Él... Con esta alabanza termina en todas las
Plegarias eucarísticas el rito de la Consagración.

9. Plegaria eucarística III


En esta III Plegaria, la invocación al Espíritu Santo precede también a la
consagración. Prosiguiendo la alabanza de los fieles en el Sanctus, comienza:
«Santo eres en verdad, Padre, y con razón te alaban tus criaturas». ¿Por qué le
alaban? ¿Cuál es la causa de esta alabanza? Sencillamente el hecho de que «por
Jesucristo, tu Hijo, Señor nuestro, con la fuerza del Espíritu Santo, das vida y
santificas todo», y además congrega a su pueblo «para que ofrezca en tu honor un
sacrificio inmaculado desde donde sale el sol hasta el ocaso».
Así es. Malaquías fue quien profetizó que «desde que sale el sol hasta el ocaso
es grande mi nombre entre las gentes y en todo lugar se ofrece a mi nombre un
sacrificio humeante y una oblación pura» (Mal., 1, 11). Y en efecto, no hay una hora
en la que en una u otra parte del mundo no se esté ofreciendo a Dios ese
aldabonazo a su misericordia que es el sacrificio de su Hijo Unigénito, de la Hostia
pura, santa e inmaculada; y es provechoso recordar que en ese mismo momento en
el que estamos asistiendo al sacrificio incruento del Calvario, otros fieles, con el
mismo espíritu e idéntica disposición, con la misma fe, están asistiendo en alguna
otra parte del mundo, al mismo sacrificio, y pidiendo para nosotros lo mismo que
nosotros estamos pidiendo para ellos.
La primera oración después de la consagración recuerda más la correspondiente
del Canon Romano que la análoga de la II Plegaria. Al conmemorar la pasión
salvadora de Jesús, «su admirable resurrección y ascensión al cielo» ofrecemos a
Dios «este sacrificio vivo y santo». La siguiente nos permite poner nuestra atención
ante una particularidad: al pedir a Dios que mire benignamente la ofrenda que le
hace la Iglesia (no sólo tales o cuales fieles, ni siquiera todos ellos, sino el Cuerpo
del que son miembros), reconociendo en ella la Víctima «por cuya inmolación
quisiste devolvernos tu amistad» (placari, dice el texto latino: ser aplacado), añade:
«para que fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, y llenos de su Espíritu
Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu». ¿Sería posible, sin la
recepción del Cuerpo y la Sangre del Señor, sin la ayuda del Espíritu Santo,
permanecer unidos a Cristo de tal modo que, con Él, formáramos un solo cuerpo y
un solo espíritu? En otras palabras: sin el sacramento de la unidad, y con sólo
medios naturales, ¿podríamos cumplir como miembros de Cristo que obedecen a la
Cabeza hasta en las más leves mociones? Evidentemente no. La recepción del
Santísimo Sacramento, instituido para alimentar el alma, es la que nos proporciona
a los fieles la fuerza que necesitamos para ser conformados con Cristo, para ser
cada vez más dóciles a los impulsos de su Espíritu Santo, y como consecuencia, no
sólo para estar cada vez más unidos a la Cabeza, sino también para ser
instrumentos de unidad respecto de los otros miembros, puesto que al estar más
unidos a ellos los unimos más a la Cabeza.
Y esto sucede por el efecto que en nosotros produce la Sagrada Comunión,
como lo pone de manifiesto la oración que se dice como continuando la anterior:
«Que Él nos transforme en ofrenda permanente, para que gocemos de tu heredad
junto con tus elegidos»: con la Virgen, los apóstoles, los mártires, con todos los
santos. «Que Él nos transforme en ofrenda permanente»: es lo razonable, casi
podría decirse incluso que es obvio. Si por nosotros mismos no somos nada, si
todo, comenzando por el ser y la existencia, lo debemos a nuestro Creador; si
-como dice san Pablo (I Cor., 4, 7)- no tenemos nada que no hayamos recibido, ¿no
es lógico que devolvamos a Dios lo que es suyo, que nos despojemos de lo que no
es nuestro? ¿No es verdaderamente razonable que nuestra voluntad quiera que
nuestro ser y nuestra existencia, que nosotros, seamos una ofrenda a Dios, puesto
que, querámoslo o no, somos suyos? Eso es lo que Dios quiere de nosotros: que
seamos suyos, porque sabe que sólo así podremos ser felices, y la felicidad es a lo
que toda criatura racional tiende por su propia naturaleza. Los ruinosos efectos que
nos dejó el pecado original desfiguran con frecuencia la entidad de las cosas; en
este aspecto concreto, ponen en el alma un oscuro temor a darse a Dios, a dejarse
tomar por Él... por si, en efecto, nos toma, como si eso supusiera una pérdida de
libertad, o de la propia posesión. Sin embargo, Él nos dijo con toda claridad que «el
que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por el
Evangelio, la salvará (Mc., 8, 35). Los santos, que le entregaron su vida, que se
ofrecieron por entero a Dios para hacer su voluntad, queriendo todo y sólo lo que Él
quisiera, han sido la prueba más clara de la verdad de las palabras del Evangelio:
nadie fue nunca tan libre, tan feliz y tan alegre como lo fueron los santos. Eso aquí,
en este mundo perecedero en el que estamos de paso.
Porque hay que considerar también lo que sigue en la oración: queremos ser
transformados en ofrenda permanente para gozar eternamente con la Virgen y los
bienaventurados contemplando y amando a Dios. No podemos olvidar -y la Madre
Iglesia se encarga de recordárnoslo con frecuencia- que estamos en la tierra de
paso, que somos viatores, es decir, caminantes que peregrinan hacia una meta que
es definitiva; y como no tenemos aquí morada permanente (Hebr., 13, 14), sino que
nuestra situación en la tierra es provisional, el alimento que Dios nos proporciona en
la Santa Misa dura hasta la vida eterna (Jo., 6, 27), porque es la clase de alimento
que nos permite realizar con probabilidades de éxito esa larga travesía que es la
vida temporal, y sortear sin daño los peligros con que el mundo, el demonio y la
carne siembran, a modo de cepos, el camino que nos debe llevar a la perfecta
unión con Dios en el cielo.
La última oración es la petición por el Papa y por los obispos, por el clero y por
todos los fieles vivos y difuntos: en una palabra, por la Iglesia («confirma en la fe y
en la caridad a tu Iglesia, peregrina en la tierra...») y, una vez más, también en esta
III Plegaria, por la paz, por esa paz que nos mereció «esta Víctima de
reconciliación», pero que el mundo no puede dar.
10. Plegaria eucarística IV
La oración que en esta plegaria sigue al Sanctus y prepara la consagración se
diferencia de las que en el Canon Romano y las Plegarias II y III ocupan el mismo
lugar en la Misa. Es como un resumen de la historia de la salvación, en la que se
recorren los principales momentos hasta la «plenitud de los tiempos». Comienza
con una alabanza a la grandeza divina por la creación, por haber hecho «con
sabiduría y amor» todas las cosas; recuerda la creación del hombre a su imagen y
semejanza, su desobediencia y caída; la misericordia de Dios, que no le abandonó
«al poder de la muerte», sino que tendió su mano para que le encontraran cuantos
le buscasen, manteniendo por los profetas, la esperanza de los hombres, hasta
enviar a su Hijo Unigénito que se hizo hombre por obra del Espíritu Santo y nació de
la Virgen María, compartiendo «en todo nuestra condición humana, menos en el
pecado», entregándose a la muerte en expiación de nuestros pecados, resucitando,
y destruyendo el poder de la muerte dándonos nueva vida, y por último, enviando al
Espíritu Santo «como primicia para los creyentes, a fin de santificar todas las cosas
llevando a la plenitud su obra en el mundo». Termina la oración pidiendo al Padre
que ese mismo Espíritu santifique las ofrendas «para que sean Cuerpo y Sangre de
Jesucristo, nuestro Señor».
También son peculiares las oraciones que siguen a la consagración. Después de
recordar su muerte, el descenso al lugar de los muertos, la resurrección y la
ascensión a los cielos, y su trono a la derecha del Padre, en la primera oración
ofrecemos «su Cuerpo y Sangre, sacrificio agradable a Ti y salvación para todo el
mundo», indicando los dos aspectos del misterio de la Redención: cara a Dios, la
reparación de la ofensa, cara a los hombres, la salvación. Es muy significativo que
en la siguiente oración, al aludir explícitamente a la Víctima que se ofrece, se
añadan estas palabras: «que tú mismo has preparado a tu Iglesia». Es, en efecto, el
mismo Dios el que nos ha dado al Hijo para que pudiéramos nosotros ofrecer a Dios
el sacrificio de una víctima digna de Él, ya que todo lo que pudiéramos ofrecerle,
fuera como alabanza, como acción de gracias o como reparación, era insignificante
por ser nuestro y absolutamente -o mejor, infinitamente- desproporcionado.
Pero con la Víctima que Dios preparó a su Iglesia, todo es diferente, y la razón se
da en esta misma oración al pedir al Padre que nos conceda a cuantos
compartimos el Pan que bajó del cielo y el Cáliz de salvación que -congregados en
un solo cuerpo por el mismo Espíritu Santo- «seamos en Cristo víctima viva para
alabanza de tu gloria». Nosotros no podíamos nada, pero en Cristo, unidos a su
sacrificio y ofrecidos con El, nos convertimos también en víctimas de alabanza,
agradables a Dios no por nosotros, sino por nuestra incorporación a Cristo. Pero no
hemos de pensar que con eso, con ofrecernos con Él al Padre en la santa Misa,
concluye nuestro papel. Somos «víctimas vivas»: ofrendas vivas, que a lo largo del
día, de todos los días, nos seguimos ofreciendo en alabanza a través del trabajo
diario, del amor al prójimo, de la mortificación para apartar los obstáculos que nos
impidan cumplir bien la voluntad de Dios, de la solicitud por la Iglesia universal; por
los actos de desagravio en reparación de los pecados que se cometen
continuamente en el mundo... No se trata, pues, tan sólo de ofrecernos en la Misa,
sino de prolongar ese ofrecimiento con obras a lo largo de la jornada, de convertir
nuestra vida en una Misa, esto es, en una entrega a Dios en alabanza, acción de
gracias, reparación y petición por todos los hombres, pues por todos murió Jesús.
En ninguna de las Plegarias eucarísticas se omite la petición por el Cuerpo
Místico de Cristo, siguiendo así la tradición secular de la liturgia de la Misa. En esta
plegaria se menciona, además del Papa, de los obispos y del clero, de los que
asisten y de «todo tu pueblo santo», a todos aquellos por quienes se ofrece este
sacrificio; pero además (lo que es peculiar de esta IV Plegaria eucarística) se
menciona también a «aquellos que te buscan con sincero corazón». Nadie queda
excluido del recuerdo y petición de la Iglesia, ni siquiera los que todavía no le han
encontrado.
Al recordar a los difuntos no sólo se recuerda a los que «murieron en la paz de
Cristo», sino también a «todos los difuntos, cuya fe sólo Tú conociste». La
referencia es probablemente, a los no bautizados, a aquellos cuya fe sólo Dios
conoce, pero suficiente para desear el bautismo. O quizá a aquellos otros que,
habiendo recibido el bautismo, se enfriaron en la fe, o la abandonaron
prácticamente, pero que quizá obtuvieron el perdón de sus culpas al fin de sus días.
En todo caso, en esta petición entran todos los que purgan sus culpas y las penas
merecidas por ellas en el purgatorio.
Y por último, nosotros, que también hemos de morir, suplicamos a la clemencia
de nuestro Padre del cielo que nos reúna en su Reino con la Virgen María, y con los
apóstoles y santos; para que «allí, junto con toda la creación libre ya del pecado y
de muerte, te glorifiquemos por Cristo, Señor nuestro, por quien concedes al mundo
todos los bienes». Es como encerrar entre paréntesis el imperio del pecado y de la
muerte; es volver a aquel primer estado dichoso, cuando ni el pecado había
manchado la creación, ni la muerte irrumpido en el mundo, pero con una diferencia:
pues si donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (Rom., 5, 20), la creación,
libre del pecado y de la muerte, el nuevo cielo y la nueva tierra (Ap., 21, 1) todavía
sobrepujarán al que estaba preparado para los hijos de Adán *(* El nuevo ordinario de la
Misa aprobado para todos los países de habla castellana añade seis nuevas Plegarias eucarísticas: la
del Sínodo suizo (con cinco variantes), dos sobre la reconciliación, y tres para las Misas de los niños.
Así, según la oportunidad, el texto ayuda a la formación doctrinal de los fieles mostrando (o
insistiendo en ) distintos aspectos del misterio cristiano.).
Está a punto de terminar la primera parte del canon, el rito de la consagración.
¿Cómo lo hemos vivido? ¿Qué es lo que nos ha sugerido en orden a un mayor
acercamiento al Señor? Si ponemos atención a lo que ha sucedido sobre el altar,
concluiremos dos cosas: que Jesús se ha ofrecido incruentamente a la muerte por
nosotros, y que por el ministerio del sacerdote hemos pedido al Padre que acepte
nuestra ofrenda, los dones que de Él hemos recibido, y que por medio de su Hijo,
unidos a su sacrificio, le sean gratos como el sacrificio de Abel, el de Abraham o el
de Melquisedec.
Teniendo en cuenta que el discípulo no es más que el maestro y que nuestro
Maestro se sacrificó y ofreció este su sacrificio en expiación de unos pecados que
no eran suyos, ¿no es razonable que nosotros aprendamos a sacrificarnos, y a
ofrecer a Dios nuestros sacrificios por unos pecados que sí son nuestros? El
sacrificio de nuestra pereza, de nuestra sensualidad, de nuestra comodonería; el
sacrificio de nuestra inútil curiosidad cuando nos interesamos por lo que no nos
importa; el de la imaginación, obligándola a que esté donde debe; el de los
sentidos, impidiendo que estén derramados como ventanas abiertas a toda la
algarabía de voces sin rostro que sofocan las llamadas del Espíritu Santo, el
sacrificio de esos pequeños o grandes caprichos, que nos apartan de lo que se
debe hacer para hacer lo que no se debe, simplemente porque nos gusta; el del
amor propio, evitando las discusiones y las réplicas hirientes y sabiendo pasar por
alto pequeñeces sin importancia; el del mal genio, y de la impaciencia, y de la
susceptibilidad, y sonreír ante las contrariedades. Ésos son los sacrificios
agradables a Dios, los que el Señor acoge con complacencia para unirlos al suyo,
porque son la expresión de una buena voluntad que se traduce en obras, tal como
san Agustín (citado por santo Tomás) escribió: «Sacrificio verdadero es todo aquello
que se practica a fin de unirse santamente a Dios» *(* Cfr. Summa Theologica, II - II, q. 85,
a 3. 1.).
Uno de los Papas que con más entereza batalló por la independencia de la
Iglesia, Gregorio VII, dijo: «procure todo cristiano hacer alguna ofrenda a Dios para
la solemnidad de la Misa» **(** Cit. SANTO Tomás de Aquino, Summa theologica, 11 - II, q. 86,
a. 1, c.). Ya se ha visto cómo antes los fieles llevaban sus ofrendas, pero ahora que
esta costumbre ha desaparecido, ¿cómo cumpliremos nosotros esta
recomendación de Gregorio VII, a la que santo Tomás da tanta importancia como
para oponerla a opiniones equivocadas?
Evidentemente los sacrificios que antes se han mencionado son excelentes para
ofrecerlos, pero todavía podemos mejorar nuestra ofrenda de la manera más
adecuada, tal como el mismo Dios nos lo sugiere por san Pablo: «Ofreced vuestros
cuerpos como hostia viva» (Rom., 12, 1). Jesús ofreció su cuerpo a la Cruz y murió
crucificado, de modo que no es mucho pedir que nosotros crucifiquemos nuestro
cuerpo por la castidad (no por la simple continencia) para que sea, en efecto, una
hostia todo lo pura y lo limpia que permite nuestra condición de pecadores. Y como
el Señor se sacrificó en homenaje y gloria de Dios, así nosotros hemos de hacer el
sacrificio de nuestro cuerpo por la virtud de la pureza para que también él honre y
dé gloria a Dios. Esto es tanto más necesario cuanto más sucio está el ambiente en
el que vivimos, de tal manera que el solo hecho de vivir castamente es no sólo una
oración (la oración del cuerpo), sino un desagravio y un testimonio de que
queremos vivir en obediencia a los Mandamientos de la Ley de Dios. Y si además
pensamos que, al recibir a Jesucristo en la Sagrada Eucaristía, nuestro cuerpo toca
el cuerpo de Cristo, entonces no es difícil calibrar hasta qué punto la lucha (y
cualquier sacrificio) por mantener la castidad está plenamente justificada, y hasta
exigida por el tremendo honor que el Señor nos hace queriendo ser alimento de
nuestra alma.

LA PLEGARIA EUCARÍSTICA: RITO DE LA COMUNIÓN


La variedad de las plegarias admitidas en el rito de la consagración no se da en
el rito de la comunión; aquí es la misma siempre, cualquiera que sea el Canon que
se adopte.
Se ha considerado la oración dominical que se reza en la Misa conjuntamente
por el celebrante y los fieles como el lazo que une la consagración con la comunión,
y hasta quizá fuera ésta la causa de su inclusión antes de la consumación del
sacrificio, por las palabras «perdónanos nuestras ofensas», pues al Señor hay que
recibirle con extremada pureza; o acaso por la referencia al «pan de cada día»,
puesto que ya en el siglo III san Cipriano da a estas palabras un sentido espiritual,
como mil trescientos años después también santa Teresa.
¿Qué sentido tiene la comunión en la Misa? Hay en el libro del Éxodo un par de
versículos que pueden ayudarnos a comprenderlo. Después de haber instruido Dios
a Moisés y a su hermano Aarón en lo que el pueblo debía hacer para salvar a sus
primogénitos de la muerte cuando el ángel del Señor acabara con los de los
egipcios, añade: «Cuando os pregunten vuestros hijos: ¿Qué significa para vosotros
este rito?, les responderéis: Es el sacrificio de la Pascua de Yavé» (Ex., 12, 26 y 27).
El sacrificio de la Pascua consistía en la inmolación del cordero, cuya carne
comían luego los israelitas con panes ácimos y lechugas silvestres. Jesús y sus
discípulos celebraron este rito en la última Cena, pero lo que hasta entonces fue
figura del sacrificio de la Cruz, con Jesús se convirtió en realidad. En la Misa, el
pueblo de Dios que es la Iglesia, sacrifica incruentamente el Cordero, cuyo Cuerpo
toman luego como alimento. Y así como en los sacrificios los que comían de la
víctima sacrificada (que, al ser aceptada por la divinidad, adquiría un carácter
sagrado) eran santificados, divinizados en cierto modo, así al participar del Cuerpo
sacrificado del Señor los fieles son santificados por la recepción de la víctima
sacrificada.
¡Con qué claridad se entiende la promesa de la Eucaristía que hizo Jesús en la
sinagoga de Cafarnaum cuando se reflexiona sobre la Misa! Él dijo: «Yo soy el pan
vivo bajado del cielo...; el pan que yo daré es mi misma carne... Mi carne es
verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida... Quien come mi carne y bebe mi
sangre en Mí mora y yo en él» (Jo., 6, 51, 55 y 56). Y cuando llegó su hora, y en la
Cena pascual dijo tomando el pan: «Tomad y comed, porque esto es mi Cuerpo...»,
hizo realidad lo que había anunciado. La comunión es, pues, parte integrante del
sacrificio, su consumación; es el banquete, la comida sacrificial, de modo que en
virtud de la santidad de la Víctima, somos santificados por la percepción de la Carne
de su Cuerpo sacrificado.
1. El Padrenuestro
La recitación del Padrenuestro va precedida de una breve admonición en la que
se dice que, «fieles a la recomendación del Salvador, y siguiendo su divina
enseñanza, nos atrevemos a decir: Padre nuestro que estás en el cielo...».
El Padrenuestro es la oración por excelencia, la oración dominical, es decir, la
oración del Señor, la que Él nos enseñó cuando dijo: «Cuando os pongáis a orar,
tenéis que decir: Padre nuestro...». Es evidente que si nos atrevemos a orar con
estas palabras es porque el Señor nos lo ha dicho; de no ser así, ¿cómo nos
atreveríamos nosotros, pecadores, a llamar Padre a Dios omnipotente? Nunca ha
habido religión alguna que osara llamar Padre a la divinidad, y si el Hijo de Dios no
nos hubiera revelado que Dios es amor y Padre nuestro que nos ama infinitamente,
jamás hubiera pasado por cabeza humana el pensamiento de una relación tan
entrañable entre la criatura y el Creador. Tan inaudita era que entre los primeros
cristianos se enseñaba oralmente a los catecúmenos la oración dominical, y era
conocida sólo de los cristianos. Era tan íntima esta relación entre Dios y el hombre,
tan peculiar, tan ininteligible para quienes no habían recibido el don de la fe, que se
mantenía secreta a los paganos.
No se trata ahora de hacer aquí un comentario de cada petición del
Padrenuestro, pero tampoco debemos de prescindir de toda consideración. Para
que nos demos siquiera una idea de lo que es esta divina oración, y del provecho
que podemos sacar de ella cada vez que la rezamos (y especialmente cuando lo
hacemos en la Misa) bastarán apenas un par de citas de santa Teresa.
Al comentar para sus monjas el Padrenuestro en Camino de perfección (c. XXVII)
escribió, haciendo ella misma su oración y dirigiéndose al Señor, estas palabras:
¿Cómo nos dais en nombre de vuestro Padre todo lo que se puede dar, pues
queréis que nos tenga por hijos, que vuestra palabra no puede faltar? Obligáisle a
que la cumpla, que no es pequeña carga; pues en siendo Padre nos ha de sufrir,
por grandes que sean las ofensas. Si nos tornamos a Él, como el hijo pródigo,
hanos de perdonar, hanos de consolar en nuestros trabajos, hanos de sustentar
como lo ha de hacer un tal Padre, que forzado ha de ser mejor que todos los padres
del mundo.
Casi -sin casi- da tristeza ver qué poca atención ponemos en esa maravillosa
bendición que es ser hijos de Dios, poder llamarle Padre, descansar en Él -jacta
super Dominum curam tuam et ipse te enutriet (Ps. 54, 23), arroja sobre el Señor tu
preocupación y Él te sostendrá- y poder dirigirnos a Él con toda confianza en
cualquier momento, sin tener necesidad de pedir audiencia. Con la lógica de quien
sabe por experiencia, proseguía diciendo santa Teresa:
Ya sabéis que Dios está en todas partes. Pues claro está que adonde está el rey,
allí, dicen, está la corte; en fin, que donde está Dios, allí es el cielo. Sin duda lo
podéis creer, que adonde está Su Majestad, está toda la gloria. Pues mirad que dice
san Agustín que le buscaba en muchas partes y que le vino a hallar dentro de sí
mismo. ¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad,
y ver que no ha menester hablar a voces? Por quedo que hable, está tan cerca que
nos oirá; ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle
dentro de sí (c. XXVIII).
Seguramente sería mayor el fruto que obtendríamos de la Misa si no fuéramos
almas derramadas, distraídas en mil naderías; si nos pusiéramos en soledad y
miráramos dentro de nosotros, pues «el reino de Dios dentro de vosotros está» (Lc.,
17, 21).
Y si al recitar con el ministro celebrante y los otros fieles que asisten con nosotros
al sacrificio del altar las palabras del Padrenuestro, tenemos presente que en
breves momentos vamos a recibir el Pan que bajó del cielo, entonces veremos que
algunas de ellas adquieren un sentido muy preciso. Así, por ejemplo, cuando
decimos «perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que
nos ofenden», después de haber pedido a Dios que se haga su voluntad. Pues
-recuerda de nuevo santa Teresa- no dice «como perdonaremos» a los que nos
ofenden, ya que por el que pide un don tan grande como el que nos dé el pan
supersubstancial, «ya eso ha de estar hecho, y así dice: como nosotros
perdonamos». Y esto no puede ser una simple fórmula, sino que, en efecto, ya
hemos de haber perdonado de corazón y de verdad: «todo lo ha de tener hecho,
con la determinación al menos». Tanto más cuanto que cada uno puede pensar, y
con sólido fundamento, que es lo menos que puede hacer quien «tan poco ha
tenido que perdonar» y tanto necesita que se le perdone.
Todavía conviene recoger una observación del notable liturgista austríaco Pío
Parsch: «El Padrenuestro, así como contiene todos nuestros deseos y demandas,
es al mismo tiempo cifra y compendio de todo lo que ha de darnos el Santo
Sacrificio: contiene los frutos de la santa Misa (...) Y en efecto, ¿qué ha de darnos el
Santo Sacrificio de la Misa, sino que el Reino de Dios eche sus cimientos cada vez
más profundos en nosotros, que se eviten los pecados y sus consecuencias?».
Por último, y por analogía con lo que sucede en una familia cristiana, se puede
considerar el Padrenuestro como la oración que se reza cuando se bendice la
mesa, precisamente en este momento de la Misa en que nos disponemos ya a
nutrir nuestras almas con el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
2. Las oraciones por la paz
El Padrenuestro termina con la frase: y líbranos del mal: no se dice amen, porque
enlaza inmediatamente con la siguiente oración que dice así: «Líbranos de todos los
males Señor y concédenos la paz en nuestros días para que, ayudados por tu
misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda
perturbación...». El pueblo responde con una invocación tomada casi literalmente
de la Didaché (un texto cristiano antiquísimo, de finales de siglo I): Porque tuyo es el
reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor.
Prosigue el sacerdote con otra oración por la paz: «Señor Jesucristo, que dijiste a
tus apóstoles: la paz os dejo, mi paz os doy. No tengas en cuenta nuestros
pecados, sino la fe de tu Iglesia, y conforme a tu palabra concédele la paz y la
unidad, Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.»
Acto seguido dice dirigiéndose a los fieles: «La paz del Señor sea con vosotros.»
«Y con tu espíritu», responden ellos.
Así pues, se pide la paz -la paz del Señor- en la oración que enlaza con el
Padrenuestro y en la que a continuación se dirige a Jesucristo, que la dio a sus
discípulos; la da el sacerdote a los fieles, pero no cualquier paz, sino la del Señor,
esa que el mundo no puede dar. Y esto, la clase de paz que pedimos, no es
simplemente la ausencia de guerra. No se pide exactamente la paz exterior -aunque
también-, sino sobre todo la paz interior que nos dio el Salvador: «no os la doy yo
como la da el mundo» (Jo., 14, 27), una paz incompatible con el pecado y con el
egoísmo, y que sólo los que buscan a Dios con sinceridad y sencillez de corazón
pueden alcanzar, pues -como vimos- es para los hombres de buena voluntad, y
carece de ella el que no se decide a luchar contra el pecado. Una paz que no
depende de circunstancias exteriores, y que alcanza a la Iglesia no sólo cuando no
es combatida desde fuera por «este mundo» que tiene su príncipe (Jo., 12, 31), sino
sobre todo cuando sus fieles se esfuerzan por cumplir el mandamiento nuevo,
garantía de unidad. Siendo el pecado la raíz de la guerra y el origen de toda
disensión, sólo combatiéndolo seremos los fieles verdaderamente instrumentos de
unidad y de paz, y por eso pedimos a Dios que, ayudados por su misericordia (pues
no son suficientes nuestras solas fuerzas), podamos vivir «libres de pecado y
protegidos de toda perturbación».
Y esta paz exige valor, pues la paz del alma sólo es posible cuando no hay nada
en ella que la oscurezca; es una paz que sólo se da cuando hemos arrojado fuera
de ella toda causa de intranquilidad y desasosiego. Por eso el camino recto para la
paz interior es la sinceridad, el no permitir que la vergüenza, el orgullo, los respetos
humanos, o el miedo a perder el concepto que creemos que los demás tienen de
nosotros, nos impidan echar fuera lo que estorba porque está dentro de nosotros.
A continuación tiene lugar el acto 0 gesto de darse la paz. En tiempos antiguos la
paz se daba antes del ofertorio; hacia el siglo m, por diversas circunstancias, el
beso de la paz (así se daba la paz) se trasladó al momento antes de la comunión;
hacia el siglo XIII, probablemente por iniciativa de los franciscanos, se cambió el
beso por el abrazo entre el clero asistente primero, y luego progresivamente entre
los fieles, «a veces por sugerencia de las mismas autoridades eclesiásticas, para
evitar verdaderos o posibles abusos» *(* M. RIGUETTI, o.c., II, 434.). Poco a poco se fue
perdiendo la costumbre de darse la paz entre los fieles que asistían a la Misa,
aunque subsistió entre el clero. La reforma del Misal la ha restablecido pro
opportunitate,es decir, si parece oportuno, y tampoco de un mismo modo.
Teóricamente es un gesto significativo; cuando nació en la primitiva cristiandad
respondía a las costumbres de una época, y en el ambiente reducido de aquellas
pequeñas y fervorosas comunidades tenía una espontaneidad llena de vida,
espontaneidad que todavía no ha sido posible recuperar en muchos lugares. Quizá
la frialdad con que se realiza la ceremonia sea debida a que no ha surgido de la
vida de la parroquia, sino de resucitar después de muchos siglos un gesto que se
fue apagando por la fuerza de las circunstancias.
En todo caso, esta ceremonia sólo tiene valor si es expresión de una realidad
más profunda. Cuando, después de decir el sacerdote: «Daos fraternalmente la
paz», cada uno de los fieles la da a su vecino del banco de la iglesia, ¿siente
verdaderamente lo que indica ese gesto? Cuando damos la paz ¿estamos de
verdad en paz con nuestros prójimos, con todos, sin albergar en el corazón ni el
más leve poso de rencor, irritación o desprecio? Y aun suponiendo que alguno nos
haya ofendido o perjudicado, incluso gravemente, ¿dónde dejamos, entonces, lo
que acabamos de decir en el Padrenuestro respecto a perdonar a los que nos
ofenden?
Las palabras que se dicen en la santa Misa no son palabras formularias: tienen
que ser verdaderas, es decir, la manifestación de una actitud interior; pero bien
entendido que lo significativo, lo que cuenta, no es lo que se siente, sino lo que se
quiere, pues no son los sentimientos que se experimenten en un momento dado (ya
que son mudables), sino la firmeza de la voluntad manifestada en obras, lo que
indica nuestras disposiciones hacia el prójimo.
3. La fracción del pan
Después de haber dado la paz, y mientras se dice el Agnus Dei, el sacerdote
celebrante parte la Hostia que ha consagrado y expuesto a la veneración de los
fieles en tres partes desiguales, la más pequeña de las cuales echa en el cáliz
mientras dice: Haec commixtio Corporis el Sanguinis Domini nostri Jesu Christi fiat
accipientibus nobis in vitam aeternam: Esta mezcla del Cuerpo y la Sangre de
Nuestro Señor Jesucristo se haga para nosotros, los que la recibimos, vida eterna.
Este gesto, tal como ahora se hace, es como una condensación que recoge
distintos ritos antiguos. En la Cena Jesús tomó el pan y lo partió; entre los primeros
cristianos, el sacerdote partía también el pan después de consagrado, tanto por
seguir el ejemplo del Señor como porque era pan común, hogazas, de las que
habían de comer los asistentes. Durante mucho tiempo el rito eucarístico fue
conocido como «la fracción del pan», de modo que cuando en los Hechos de los
Apóstoles se dice que todos los fieles perseveraban en la fracción del pan (Act., 2, 42)
debe entenderse que participaban en la Misa. No era tan sólo un gesto que
simbolizaba la unidad de los bautizados, según aquellas palabras de san Pablo:
«Porque el pan es uno, somos muchos en un solo Cuerpo, pues todos participamos
de ese único Pan» (I Cor., 10, 17), ya que la Eucaristía es, además, causa de esa
unidad, produce la unidad, es el sacramento de la unidad.
Más adelante, cuando el Papa celebraba la Misa rodeado de su presbiterio, si por
estar ocupado en la atención de los fieles alguno de los presbíteros no podía
concurrir el domingo a la Misa del Papa, éste separaba un pequeño fragmento de la
Hostia que había consagrado y se la enviaba como signo de la comunión entre
ambos, de modo que el sacerdote a quien se la enviaba, cuando celebraba Misa,
depositaba en el cáliz este fragmento consagrado por el Papa y participaba así del
sacrificio que su obispo -el de Roma- había ofrecido. La fracción del pan y la mezcla
del pequeño fragmento en el cáliz, que nacieron en diferente tiempo y por distintas
causas, han llegado a la Misa actual fundidos en una misma ceremonia. Y no sin
que también este gesto incorpore un simbolismo y una enseñanza (como todo en la
Misa), que Calderón expresó así:
el partir después la hostia es el dividirse aquella divina alma del humano cuerpo,
siendo la pequeña partícula que da al cáliz, significación perfecta de que la
divinidad, en el sepulcro, se queda unida al cuerpo y unida al alma, quedando
entera.
El Agnus Dei ha sido devuelto al lugar de la Misa donde estuvo cuando el papa
Sergio I, de origen griego, lo introdujo en la liturgia romana a fines del siglo VII. Se
decía mientras el sacerdote partía la Sagrada Hostia. Al principio la invocación
terminaba con la súplica miserere nobis, ten misericordia de nosotros, pero a fines
del siglo XI o primeros del XII ya se había generalizado la sustitución de la
terminación miserere nobis por dona nobis pacem en el tercer Agnus Dei.Si, como
parece probable, esta variación tuvo su comienzo alrededor del siglo X-XI, quizá su
origen no estuviera del todo desvinculado de la inseguridad de los tiempos y de
poblaciones amenazadas por las incursiones de daneses y normandos, de
húngaros y sarracenos. Se suplicaba, pues, al Cordero de Dios que quita el pecado
del mundo que concediera el don de la paz; pues si la guerra es una secuela del
pecado, ¿no es razonable que la paz venga precisamente del que ha vencido al
pecado?
Cuál fuera la razón por la que el papa Sergio mandó que durante la fracción del
pan se cantara el Agnus Dei no nos es conocida; pero, cualquiera que fuese, la
invocación al Cordero de Dios (que desde muy antiguo era frecuente en las liturgias
orientales) casi inmediatamente antes de la comunión es un acierto: así designó
Juan el Bautista a Jesús, dando testimonio de su condición junto al Jordán,
aplicándole la función de la que había sido figura el cordero pascual: Jesús, el
Cordero de Dios, es sacrificado para librar con su sangre a su pueblo del castigo
merecido por los pecados, y para ofrecer su carne en alimento. Esta relación entre
la figura y la realidad es ya una preparación para la consumación del sacrificio que
tiene lugar con la recepción del Sacramento.
Ahora bien, seguramente podemos obtener un provecho espiritual, una mayor
profundizacion en el conocimiento de Nuestro Señor, y una mayor comprensión de
la Misa si reflexionamos piadosamente en una frase, a la que estamos tan
acostumbrados que apenas solemos detener la atención en ella. «He aquí el
Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.» ¿Quién es el Cordero de Dios?
El que quita los pecados del mundo, el que los borra como si jamás hubieran
existido. El Cordero de Dios es el que destruye el pecado, y con él la muerte, que es
su consecuencia; y precisamente lo destruye con su muerte en la Cruz, con su
sacrificio, con ese mismo sacrificio -ahora incruento- que estamos presenciando
cuando oímos la santa Misa y del que debemos participar ofreciéndonos a Dios
juntamente con su Hijo. El sacrificio del Cordero de Dios es el que nos da la
posibilidad de desprendernos de nuestros pecados, de ese germen de muerte que
nos priva de la gracia de Dios, que es la Vida.
4. Las oraciones preparatorias de la comunión
El Misal Romano conserva las dos oraciones que venían precediendo a la
comunión del sacerdote, pero con una leve modificación: solamente es obligatorio
decir una, que el sacerdote puede elegir libremente. Ambas oraciones acabaron
ocupando su lugar en el Misal casi como resultado de una tradición, pues antes de
admitirlas oficialmente se vinieron recitando por devoción particular. Hacia el siglo
XIII entraron en la ordenación de la Misa.
La primera de ellas dice así: Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad
del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo:
líbrame porla recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre de todas mis culpas y de todo
mal. Concédeme cumplir siempre tus mandamientos, y jamás permitas que me
aparte de ti.
Es, como se puede apreciar, una oración cuyo carácter más sobresaliente
expresar un sentimiento de humildad. Comienza no sólo expresando la divinidad de
Jesús, sino la intervención del Padre del Espíritu Santo en la obra redentor pues en
todas las operaciones ad extra son las tres Personas divinas las que actúan aunque
nosotros atribuyamos la creación al Padre, la redención al Hijo, y la santificación al
Espíritu Santo, pero eso -aun que tenga cierto fundamento- es un modo de hablar.
Luego, reconocemos y afirmamos (pues aunque la oración se dice en singular, cada
fiel puede decirla igual mente) que por su muerte ha vivificado el mundo, a un
mundo que estaba muerto por el pecado (pues el pecado es la causa de la muerte),
y al que devolvió la vida al destruir el pecado. Y a continuación la súplica: que nos
libre de nuestra iniquidades y de todos los males, y se 1o pedimos por su
sacrosanto Cuerpo que entregó al dolor y a la muerte y por la Sangre que derramó
para salvarnos, y que como recuerda la Epístola a los Hebreos (9, 22) «no hay
remisión sin efusión de sangre», y si Él no lo hubiera hecho, ¿cómo hubiéramos
podido- nosotros hacerlo?
Le pedimos que nos haga adherirnos siempre a sus mandamientos (fac me tuis
semper inhaerere mandatis). «Que nos haga»: es un modo de expresar la
desconfianza en nuestras propias fuerzas, la debilidad de nuestra naturaleza herida
por el pecado original, y también el reconocimiento de nuestra triste experiencia y
de hasta qué punto es cierto que sin Él no podemos hacer nada (Jo., 15, 5). Es la
confesión de nuestra impotencia, y a la vez del inmenso deseo de servirle
cumpliendo fielmente sus mandamientos.
Todavía este deseo se ve reforzado por las palabras con que termina la oración:
«y nunca permitas que me aparte de ti» (et a te numquam separari permittas). Es
pedirle que impida al enemigo de las almas que nos engañe; es casi, casi, suplicarle
que nos haga fuerza contra nosotros mismos si alguna vez, por obcecación (¡ese
espíritu soberbio que tantas veces levanta cabeza!) o por la fuerza de las pasiones,
sentimos la tentación de abandonar su compañía para marcharnos por caminos que
son despeñaderos bajo una apariencia seductora. Le estamos pidiendo que no nos
deje ser desleales, que no permita que le traicionemos, que nos guarde si nos
sobrevienen esos momentos de locura y sinrazón en que toda mentira se presenta
como una verdad deslumbrante.
En cambio, la otra oración hace una referencia más directa a la comunión, y
recuerda un poco el texto de san Pablo a los Corintios cuando previene acerca de
recibir indignamente el Sacramento, pues quien tal cosa hace, se hace reo del
«Cuerpo y de la Sangre del Señor», y entonces «come y bebe su propia
condenación» (I Cor., 11, 27 y 28).
Esta segunda oración dice así: Señor Jesucristo, la comunión de tu Cuerpo y de
tu Sangre no sea para mí un motivo de Juicio y condenación, sino que por tu piedad
me aproveche para defensa de alma y cuerpo y como remedio saludable. De esta
oración se desprende como un cierto temor ante el atrevimiento (si así se puede
decir) que supone el que el hombre pecador se acerque a recibir el Cuerpo de
Cristo: es el mismo sentimiento que nos hace decir, como el centurión: «Señor, no
soy digno de que entres en mi casa...» (Mt., 8, 8). Pero decir que no somos dignos no
tiene nada que ver con recibirle indignamente, en el sentido de hacerlo en pecado
mortal. Su sentido es otro: ningún hombre, por santo que sea, es digno de recibir el
Cuerpo del Señor, que es la santidad infinita. Si todos somos pecadores -pues tan
sólo la Santísima Virgen careció absolutamente hasta del más pequeño pecado
venial, ni siquiera semideliberado, por un privilegio único de Dios-, evidentemente
nadie es de por sí digno de recibir al Señor.
No nos acercamos a recibir el Santísimo Sacramento porque seamos dignos,
sino porque somos pecadores, y el Señor dijo que era precisamente a nosotros, los
pecadores, a quienes había venido a buscar, porque no eran los sanos, sino los
enfermos los que necesitaban médico (Lc., 5, 31). Por eso, porque somos pecadores
y somos indignos, decimos que nos atrevemos: es, sin duda, un atrevimiento, pero
un atrevimiento querido por Él, pues quiso incluso prescindir de la forma humana
para dársenos en alimento.
Si le pedimos que la recepción de su Cuerpo «no se convierta en juicio y
condenación» no es porque nos atrevamos a recibirle deliberadamente en pecado
mortal; quizá el término «condenación» no tenga aquí el sentido de ir al infierno,
sino de reprobar algo que se hace mal. Acaso pueda aclararlo si pensamos en lo
que es la tibieza: «¡Ojalá fueras frío o caliente! », dice el ángel a la iglesia de
Laodicea (Ap., 3, 16). Las comuniones tibias, o mejor, la comunión del tibio, del que
se cree bueno porque cumple la letra de la ley, o porque evita lo que él juzga
pecados mortales, pero sin que se moleste en evitar los veniales, que también
ofenden a Dios (¿y cómo puede nadie atreverse a ofender a Dios simplemente
porque la ofensa no sea mortal?); de los que reducen el amor de Dios sólo a
omisiones (no hacer esto, o lo otro) o a alguna que otra práctica de piedad. El tibio
no conoce que es «pobre, y ciego, y desnudo» (Ap., 3, 17), de manera que la
percepción de la Sagrada Comunión apenas da fruto en él porque le opone el
obstáculo de su egoísmo, al calcular cuidadosamente hasta dónde puede servir a
dos señores, es decir, hasta dónde puede llegar sin caer en pecado mortal. ¿Y no
es peligrosa en extremo esta actitud si tenemos en cuenta que hay un primer
mandamiento de la ley de Dios, por el que se nos dice que le hemos de amar por
encima de todas las cosas? ¿Y le amamos sobre todas las cosas cuando no
luchamos por evitar todo y cualquier pecado venial? ¿Y no es hacerle un desprecio,
al menos en cierto sentido, si ya no absolutamente, recibirle rutinariamente, sin
preocuparnos de la limpieza del alma y de hacerle «buen hospedaje»?
Estas dos oraciones son como el final de una intensa preparación: todo lo anterior
de la Misa es ya preparación, y es la Iglesia la que con la liturgia de las lecturas,
oraciones, ofrecimientos y ceremonias que preceden al acto de comulgar nos
dispone de la mejor manera posible. Y es tanto más importante tener esto presente
cuanto que dice santo Tomás en la Summa (III, q. 80, a. 8): «Se requiere la más
grande devoción en el momento en que se toma este Sacramento, pues entonces
es cuando se percibe su efecto: los actos siguientes pueden perjudicar a esta
devoción menos que los que le precedieron.» Así pues, se puede concluir que
«siendo tal la necesidad de la preparación, no hay otra más normal ni mejor que la
participación en la Misa en la que se comulga, y en esta Misa oída plenamente».
5. La recepción del Sacramento
A lo largo de esta exposición se ha aludido más de una vez al hecho de que el
oferente comiera de la víctima del sacrificio como una consumación de la
participación en él. La comunión, pues, no es la esencia del sacrificio, pero sí parte
integrante: la víctima debe ser consumida, y si no hubiera comunión la Misa
quedaría incompleta, de modo que, para que termine el sacrificio, el sacerdote al
menos debe comulgar. Al menos, porque lo deseable es que lo hagan cuantos
fieles participan en la Misa en virtud de su sacerdocio común. Tan es así que el
Concilio Vaticano II recomendó «mucho la participación más perfecta en la Misa,
por la cual los fieles, después de la comunión del sacerdote, reciben el Cuerpo del
Señor del mismo sacrificio» (Sacrosanctum Concilium, 55).
Pío XII recomendó comulgar con formas consagradas en la misma Misa, por
cuanto es parte del sacrificio el acto de consumir lo que se ha sacrificado.
Evidentemente todas las ceremonias y oraciones de la Misa culminan en la
consagración y en la comunión en que Jesucristo, en «Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad, tan alto y tan poderoso como está en el cielo», viene a nuestras almas.
Pero ayuda, y no poco, a recibirle con mayor fervor y recogimiento, y por tanto con
mayor provecho, seguir la recomendación de los catecismos clásicos cuando entre
las disposiciones necesarias para hacer una buena comunión mencionan «saber y
pensar lo que se va a recibir». No sólo saber: también pensar. Y si pensamos,
aunque sólo sea unos minutos antes de comenzar la Misa, lo que va a suceder en
el altar y el don que vamos a recibir, no ya una gracia, sino a la fuente de todas las
gracias, entonces es fácil que cada vez estemos más metidos en el misterio
eucarístico. Pues entonces, cuando pensamos en el misterio, cuando percibimos
que va a tener lugar «la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la
gracia de Dios, podemos realizar en esta vida, comulgar con el Cuerpo y la Sangre
del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de
tierra y de tiempo para estar ya con Dios en el cielo»* (* Conversaciones con Mons.
Escrivá de Balaguer (Madrid, 1968), n. 113.).
Hizo santa Teresa una observación en Camino de Perfección (c. XXXIV) que
puede ser útil recordar aquí. Hablando de sí misma, pero en tercera persona como
si se tratara de otra, escribió que: habíale dado el Señor tan viva fe, que cuando oía
a algunas personas decir que quisieran ser en el tiempo que andaba Cristo, nuestro
bien, en el mundo, se reía entre sí, pareciéndole que, teniéndole tan
verdaderamente en el Santísimo Sacramento, que qué más se les daba.
En efecto: al recibir el Santísimo Sacramento recibimos al mismo Jesucristo, Hijo
unigénito del Padre, el hijo de la Virgen María; el mismo que vivió entre nosotros en
carne mortal, y vive ahora, también entre nosotros, en todos los sagrarios del
mundo; el mismo que hizo milagros: el que resucitó al hijo de la viuda de Naim
porque al verla tan afligida se compadeció de su desamparo; el que curó al
paralítico diciendo simplemente: «toma tu camilla y anda»; el que riñó a los
discípulos porque no dejaban que se le acercaran los niños...
Y quizá por haberse querido quedar entre nosotros tan desvalido, reducido a una
apariencia de pan ácimo, como una pequeña oblea blanca, indefenso, a merced del
amor o la maldad de los hombres, la Iglesia ha cuidado siempre de que se le tratara
con el máximo respeto, dando disposiciones incluso para cosa tan al parecer
insignificante como el de que una pequeña partícula cayera al suelo: había que
recogerla cuidadosamente, poner sobre el lugar donde había caído el purificador
(ese pañito con el que se limpia el cáliz al final de la Misa), y lavar luego el suelo.
Porque lo mismo que el Señor está en todas y cada una de las hostias
consagradas, está todo Él en cada uno de los fragmentos. Por este mismo respeto
a la inmensa grandeza del misterio eucarístico, desde los tiempos primitivos, al
llegar el momento de la comunión, se decía por el diácono en alta voz: Sancta
Sánctis!, «¡las cosas santas, para los santos!», esto es, para aquellos que, además
de tener el alma limpia, en gracia de Dios, deseaban sinceramente el alimento que
les fortaleciera uniéndoles a Cristo Jesús. Era un modo de hacer ver que estaban
ante un acto impresionante, de sin igual grandeza, que excluía toda superficialidad,
porque lo que es sagrado no puede tomarse con ligereza, como si fuera una
banalidad: era, en fin, el modo de que tomaran conciencia de lo que iban a hacer y
de su responsabilidad si no lo hacían con las debidas disposiciones.
El primero en comulgar es el sacerdote, que al recibir el Cuerpo del Señor dice:
Corpus Christi custodiat me in vitam aeternam (el Cuerpo de Cristo me guarde para
la vida eterna), y al beber el cáliz: Sanguis Christi custodiat me in vitam aeternam (la
Sangre de Cristo me guarde para la vida eterna). Luego, y antes de dar la comunión
a los fíeles, lee en el Misal un breve texto que se conoce con el nombre de
«Comunión». Es uno o dos versículos, residuo de una vieja costumbre, pues
cuando los fieles se acercaban en procesión a recibir al Señor el coro cantaba un
salmo **Aún ahora, en la Misa solemne se mantiene este canto, que el coro comienza cuando
comulga el sacerdote.. A medida que se multiplicaron las Misas privadas y las oían
pocos fieles, o cuando en las solemnes de los domingos y fiestas no todos iban a
comulgar, la costumbre se fue perdiendo y ahora (y desde el siglo XII) tan sólo
queda ese versículo tornado de la Escritura y adaptado a la fiesta o tiempo litúrgico,
o simplemente al Sacramento eucarístico
Antiguamente los fieles comulgaban de pie, y con el cuerpo inclinado. Por lo
general, el fiel recibía la comunión en la mano y él mismo llevaba el pan consagrado
a su boca. En su catequesis, san Cirílo de Jerusalén describió el modo como estaba
dispuesto que se hiciera: «No te acerques con las palmas de las manos extendidas,
ni con los dedos separados, sino haciendo a la mano izquierda trono para la
derecha, como si fuera ésta a recibir a un rey; en la cavidad de la mano recibe el
Cuerpo de Cristo respondiendo el amén.»
Paulatinamente, la recepción de la eucaristía bajo las dos especies se fue
perdiendo, a lo que contribuyeron diversas causas, entre las que se cuentan la
cierta repugnancia instintiva por motivos de limpieza (ya se bebiera directamente del
cáliz, ya mediante una cánula) y, sobre todo, por el peligro de que se derramase la
Sangre del Señor al comulgar niños y ancianos; quizá por estas razones se
introdujo en el siglo XII la costumbre, ya antigua en la Iglesia griega, de empapar en
el cáliz un trocito de pan consagrado y darlo al comulgante, costumbre que no llegó
a arraigar. A mediados del siglo XIII santo Tomás de Aquino constató que era ya
«uso de muchas iglesias dar a comulgar al pueblo el Cuerpo de Cristo sin la
Sangre», para «prevenir el peligro de irreverencia» (S. T. , III, q. 80, a. 12); en el
siglo XIV esta costumbre estaba generalizada.
Asimismo, por razones también prácticas, cuando la hogaza de pan se sustituyó
por las obleas de pan ácimo, de las que fácilmente podían desprenderse partículas
si se depositaban en la mano, la costumbre de dar la comunión en la boca se fue
generalizando, así como el recibirla de rodillas, pues a la actitud no ya sólo de
respeto, sino de adoración, se añadía el hecho de facilitar al sacerdote depositar la
Sagrada Forma en la boca. En el momento de darla, el sacerdote dice: Corpus
Christi (el Cuerpo de Cristo, he aquí el Cuerpo de Cristo), respondiendo el
comulgante: Amén.
Ahora, en algunos países se ha autorizado la comunión en la mano. En realidad,
si en los primeros siglos se recibía la comunión en la mano era por pura necesidad,
ya que no se consagraban formas, sino panes; el peligro de irreverencias o abusos,
además de la costumbre, aconsejó mudar los panes por las formas y dar la
comunión en la boca, con lo que se disminuía el peligro de profanaciones.
Precisamente por reverencia al Santísimo Sacramento la Iglesia ha dispuesto que
para recibir la comunión en la mano se adoptaran ciertas precauciones, tal como,
por ejemplo, que el fiel consuma la Sagrada Hostia antes de retirarse del
comulgatorio. En otras palabras: no debe apartarse llevándola en la mano, sino en
la boca. Eso por no mencionar lo que es obvio, la limpieza de las manos. No hay
que olvidar que al sacerdote celebrante le prescriben las rúbricas el lavabo antes de
la consagración, y la purificación de los dedos después de haber comulgado él y
distribuido la comunión a los fieles. Pueden juzgar éstos cuál debe ser, no sólo el
respeto interior y exterior, sino hasta la limpieza física de la mano o de los dedos
que van a tocar el Cuerpo de Cristo.
Tan delicada es esta materia, y tantos abusos, algunos gravísimos, ha habido en
estos años inmediatamente posteriores al Concilio Vaticano II, que Juan Pablo II ha
tenido que advertir que «tocar las sagradas especies, y su distribución con las
propias manos, es un privilegio de los ordenados»; y de modo oficial, la Sagrada
Congregación para los Sacramentos hubo de publicar una Instrucción en abril de
1980 (Inaestimabile donum) en la que decía taxativamente:
La comunión es un don del Señor que se ofrece a los fieles por medio del ministro
autorizado para ello. No se admite que los fieles tomen por sí mismos el pan
consagrado y el cáliz sagrado, y mucho menos que lo hagan pasar de unos a otros
* * Es tan grande el respeto que se debe tener a la Sagrada Hostia, que poco antes de darse la citada
Instrucción, el Papa había escrito: «En algunos países se ha introducido el uso de la Comunión en la
mano. Esta práctica ha sido solicitada por algunas Conferencias Episcopales y ha obtenido la
aprobación de la Sede Apostólica. Sin embargo, llegan voces sobre casos de faltas deplorables de
respeto a las Especies Eucarísticas, faltas que gravan no sólo sobre las personas culpables de tal
comportamiento, sino también sobre los Pastores de la Iglesia que hayan sido menos vigilantes sobre
el comportamiento de los fieles hacia la Eucaristía». Carta del Sumo Pontífice, Juan Pablo II a todos
los obispos de la Iglesia sobre el misterio y el culto de la Fucaristía (24-II-1980) 11.
Mientras no falte el sacerdote o el diácono (es decir, quienes han recibido el
sacramento del Orden), nadie puede tocar -menos aún, distribuir- las sagradas
especies, a no ser que esté facultado para hacerlo por quien tiene poder para
autorizarlo.
Así, la preparación para recibir la Sagrada Comunión, en lo que se refiere al
aspecto externo, es decir, en el aseo y la limpieza, así como en el modo de ir
vestido, tiene tanta importancia porque manifiesta la categoría que concedemos a lo
que vamos a hacer, y la categoría que damos al hecho de recibir nada menos que
al mismo Jesucristo glorioso. Hay que cuidar las disposiciones interiores, porque
esto es lo que más importa, desde luego; pero también el aspecto exterior, porque
influye asimismo en el fruto que se obtenga. Es sencillo de entender, porque resulta
sumamente extraño que un desorden exterior no sea manifestación de un desorden
interior. Y siendo esto así, acercarse a la sagrada mesa con desaliño o descuido no
abona, por cierto, en favor de una gran finura de alma. Por lo que se refiere a la
disposición interior, también la comunión espiritual que con tanta frecuencia repetía
Mons. Escrivá de Balaguer puede servir, y mucho, para nuestra preparación: en
efecto, poco más, ni mejor, se puede decir en tan pocas palabras: «Yo quisiera.,
Señor, recibiros, con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió
vuestra Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos»* (* Vid. SALVADOR
BERNAL., Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei
(Madrid, 1980), 23.).

6. Las abluciones
Uno de los liturgistas que más profunda, extensa y documentadamente ha
estudiado la Misa, Mario Righetti, escribió: «El rito de la purificación y de la ablución
ha sido una creación medieval, pero refleja sustancialmente la delicada premura
que tuvo siempre la Iglesia de sustraer la Eucaristía, aun en sus más pequeños
fragmentos, a toda posible dispersión o profanación». Hay ya testimonios de
principios del siglo VIII que nos dan a conocer que después de la comunión el
celebrante se purificaba los dedos.
Esta purificación se acostumbró a hacer sobre el cáliz, que recogía el agua que
se vertía sobre los dedos pulgar e índice del celebrante que habían tocado la
Sagrada Forma, agua que luego bebía el sacerdote. Se hacía así tanto para
asegurarse de que ninguna partícula consagrada hubiera quedado adherida a los
dedos (debe notarse que con la patena el sacerdote recogía antes de los corporales
las partículas que hubieran podido quedar en ellos, haciéndoles caer luego en el
cáliz), como por respeto: no tocar cosa alguna inmediatamente después de haber
tocado el Cuerpo de Cristo. En el siglo XIII la ablución en este momento de la Misa
estaba ya generalmente extendida.
No hay exageración alguna en este cuidado con que la Iglesia previó cualquier
peligro de que el Cuerpo del Salvador no fuera, por descuido, inadvertencia o
negligencia, tratado con toda la reverencia que merece (y nunca, nunca, por mucha
que fuere, será demasiada), y de aquí que se descendiera a veces a detalles muy
concretos.
Después de la comunión de los fieles, el sacerdote reza en voz baja mientras se
purifica los dedos y el cáliz: Quod ore sumpsimus, Domine, pura mente capiamus, et
de munere temporale fiat nobis remedium sempiternum (Haz, Señor, que recibamos
con un corazón limpio el alimento que acabamos de tomar, y que el don que nos
haces en esta vida nos aproveche para la eterna). Ya no se incluye una segunda
oración (que, sin embargo, los fieles pueden utilizar para su acción de gracias por lo
que ayuda a la piedad), en la que se decía: Corpus tuum, Domine, quod sumpsi, et
Sanguis quem potavi, adhaereat visceribus meis; et praesta, ut in me non remaneat
scelerum macula, quem pura et sancta refecerunt sacramenta (Tu Cuerpo, Señor,
que he comido, y tu Sangre que he bebido, se adhieran a mis entrañas; y
concédeme que no quede en mí mancha alguna de maldad, ya que me han
confortado los puros y santos sacramentos).
Ambas son ya una acción de gracias. En la primera de ellas el sacerdote, en
plural, en nombre de todos los fieles que han participado de la Sagrada Víctima,
pide el efecto sobrenatural de la comunión para la vida eterna; en la segunda -que
parece el complemento de la primera oración preparatoria de la comunión-, suplica
que el Cuerpo y la Sangre de Cristo se «adhieran a sus entrañas» (un modo de
decir hasta qué punto desearía unirse a Él), de manera que quedara tan purificado
que no fuera posible encontrar ni la más leve mancha.
7. La acción de gracias
Se lee en el Evangelio que cuando Jesús fue a Betania, a casa de su amigo
Lázaro, mientras una de las hermanas, Marta, se ocupaba de la casa, la otra, María,
atendía al Señor. Parece que esto es lo correcto: si se recibe en casa a un amigo, a
un invitado, se le atiende, es decir, se le da conversación, se le acompaña. No se le
deja en la sala de visitas o en cualquier otro lugar de la casa, con el periódico, para
que entretenga la espera hasta que nos venga bien atenderle. Sin duda sería de
muy mala educación. Y si la persona que nos visitara fuera de tan gran categoría,
que el solo hecho de venir a nuestra casa supusiera un honor muy por encima de
nuestra condición y merecimientos, entonces la desatención no sería ya una simple
falta de educación, sino una grosería incalificable.
Pues bien, no cabe ninguna duda de que cuando vamos a comulgar sabemos
muy bien que a quien recibimos es al mismo Jesucristo glorioso. Y sabemos
también perfectamente que mientras no se consumen los accidentes del pan, está
el Señor real y sacramentalmente con nosotros. Y siendo esto así, habiéndose
dignado el Señor (¡nada menos que el Hijo unigénito del Padre, verdadero Dios!)
venir a nuestra casa a pesar de nuestra indignidad, lo menos que podemos hacer
es acompañarle, darle conversación: en una palabra, atenderle.
Es una gran ayuda la consideración que hace santa Teresa, con referencia a ella
misma, cuando escribía que cierta persona, aunque distara de ser perfecta,
cuando comulgaba, ni más ni menos que si viera con los ojos corporales entrar en
su posada al Señor, procuraba esforzar la fe para que, como creía verdaderamente
entraba este Señor en su pobre posada, desocupábase de todas las cosas
exteriores cuanto le era posible, y entrábase con Él. Procuraba recoger los sentidos
para que todos entendiesen tan gran bien -digo, no embarazasen al alma para
conocerle-; considerábase a sus pies y lloraba con la Magdalena, ni más ni menos
que si con los ojos corporales le viera en casa del fariseo; y aunque no sintiera
devoción, la fe le decía que estaba bien allí*(* SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de
Perfección, c. XXXIV.).
Así hemos de procurarlo. Aunque, como se dijo antes, el sacerdote suele
después de la purificación del cáliz y antes de la última oración de la Misa,
interrumpirla unos minutos para que tanto él como los que han comulgado den
gracias siquiera sea por tan breve espacio, es mejor no tener prisa para abandonar
al Señor, sino quedarse recogidos algún tiempo después de terminada la Misa, ya
que durante unos minutos, el tiempo que tardan en corromperse las especies
sacramentales, somos como custodias que encierran el más preciado tesoro: Cristo
vivo está en nosotros. Es, pues, cortesía dictada por el amor y el agradecimiento
acompañar al Señor y, como dice santa Teresa, entrarnos con Él en nuestra alma y,
como María cuando le recibió en Betania, entablar conversación. Para eso debemos
esforzarnos en mantener un mínimo de recogimiento, sujetando los sentidos para
que no se desparramen sino, al contrario, estén en lo importante; desocupándonos
de las cosas de fuera para poder centrarnos en el huésped que acabamos de recibir
en nuestra alma. Y sobre todo, avivando nuestra fe, porque (y esto es muy
importante) aunque no sintamos devoción, la fe nos dice que estamos bien allí, con
Jesús, como subraya la misma Santa.
Pues efectivamente avivar y actualizar la fe en este misterio de la misericordia es
de gran provecho en orden al fruto que podemos recibir del Sacramento:
Porque -prosigue diciendo santa Teresa en el lugar citado- si no nos queremos
hacer bobos y cegar el entendimiento, no hay que dudar que esto no es
representación de la imaginación, como cuando consideramos al Señor en la cruz, o
en otros pasos de la Pasión, que le representamos en nosotros mismos como pasó.
Esto pasa ahora, y es entera verdad, y no hay para qué le ir a buscar a otra parte
más lejos; sino que, pues sabemos que mientras no consume el calor natural los
accidentes del pan, está con nosotros el buen Jesús, que nos lleguemos a Él. Pues
si cuando andaba en el mundo, de sólo tocar sus ropas sanaba a los enfermos,
¿qué hay que dudar que hará milagros estando tan dentro de mí, si tenemos fe, y
nos dará lo que le pidiéramos, pues está en nuestra casa? Y no suele Su Majestad
pagar mal la posada, si le hacen buen hospedaje.
No me parece que se pueda expresar mejor. «¡No perdáis tan buena razón de
negociar como es la hora después de haber comulgado!», proseguía
recomendando. Y la verdad es que no se puede pensar en mejor ocasión para
obtener del Señor las gracias que necesitamos para servirle y, sirviéndole,
encontrar, y lo que es más, aumentar día a día, la paz y la alegría. De aquí que
«perder» (es un modo de decir) ocho o diez minutos después de la Misa dando
gracias por el don recibido, y tomando conciencia de la presencia del Señor, es lo
menos que podemos hacer, y el hecho de hacerlo -a despecho de las distracciones
involuntarias que nos asalten y estorben- es ya el gesto de adoración con que
mostramos nuestra buena voluntad.
Cuando frenamos esas prisas impacientes que nos entran después de comulgar,
y nos obligamos a permanecer recogidos esos minutos que no estorban ninguna
ocupación ni retrasan ningún quehacer, y perseveramos una vez, y otra, y muchas,
entonces se va creando un hábito que, a la larga, desemboca en un recuerdo cada
vez más actual de que hemos recibido al Señor o le vamos a recibir.
Algo de esto le sucedía a monseñor Escrivá de Balaguer, del que se sabe que
durante la mañana daba gracias por la Misa que había celebrado, y por la tarde
preparaba la Misa del día siguiente. Y hasta tal punto había penetrado en él la
conciencia de la importancia de la Misa -«centro y raíz de la vida interior», decía-
que hasta cuando durante la noche se interrumpía su sueño, su pensamiento se
dirigía hacia la Misa que iba a celebrar el día siguiente, y con el pensamiento, el
deseo de glorificar a Dios con y por aquel sacrificio único. De este modo, el trabajo y
la mortificación, las jaculatorias y las comuniones espirituales, los detalles de
caridad con los demás o las contrariedades diarias, iban siempre dirigidas a Dios
como preparación o como obsequio en acción de gracias. Así, esta su acción de
gracias personal e íntima, prolongaba «en el silencio del corazón esa otra acción de
gracias que es la Eucaristía» *(* Es Cristo que pasa, n. 92).
Desde luego también la Iglesia, como Madre, ha tenido en cuenta esta necesidad
de sus hijos y ha dispuesto algunas oraciones particularmente apropiadas que
vienen en el Misal Romano: el cántico de los tres jóvenes en el horno de fuego al
que fueron arrojados por Nabucodonosor por negarse a adorar a los ídolos, y que
es una alabanza a Dios por la creación; la oración compuesta por santo Tomás de
Aquino, en la que se piden bienes que tienen valor para la vida eterna: perdón de
los pecados, fe, buena voluntad, «aumento de caridad, paciencia y verdadera
humildad, y de todas las virtudes», con la que no sólo agradamos a Dios, sino que
nos sirven para facilitar la convivencia con los demás; y «sosiego del cuerpo y el
espíritu», unión con el Señor, y una muerte dichosa. Esto es lo que la Madre Iglesia
nos enseña a pedir: esa clase de bienes que los ladrones no pueden desenterrar y
robar, ni ser destruidos por esa polilla que es el tiempo. No que no pidamos también
bienes temporales: hay que pedirlos, pero siempre un poco con la boca pequeña,
pues debemos condicionar los al beneplácito de Dios, y Él sabe mejor lo que es
bueno para nosotros y lo que, pareciendo bueno a nuestros ojos, es en último
extremo perjudicial para nuestras almas. En cambio, esa otra clase de bienes, la
humildad, la pureza, la paciencia y los intereses de Dios en el mundo (las almas, la
Iglesia), esos podemos -y debemos- pedirlos absolutamente, porque no pasan:
serán nuestras credenciales cuando hayamos de comparecer ante el juicio de Dios.
8. La postcomunión
Así se ha venido llamando hasta el presente la tercera de las oraciones de la
Misa. Si con la oración colecta, la primera que se reza, se ponía fin a la parte
introductoria de la Misa; si con la oración sobre las ofrendas se terminaba el
ofertorio, con esta última oración (postcomunión, después de la comunión) se venía
a acabar la Misa. Seguramente es ésta la razón por la que también se la conoce
como oratio ad complendum, oración conclusiva. San Agustín la llamó «oración de
acción de gracias», porque, en efecto, hace referencia a la participación en el
Sacramento del Altar.
Ahora bien: si la Sagrada Comunión que se ha recibido, y que constituye la más
intensa participación en el sacrificio de la Misa, es el motivo inmediato de la oración
de después de la comunión, no es, sin embargo, el único, ya que esta oración es,
pudiéramos decir con alguna libertad, la petición oficial que la Iglesia hace a Dios de
las gracias que espera obtener para sus hijos del alimento eucarístico que han
recibido. Quizá esta vez, cuando después de la purificación del cáliz y de los dedos
que han tocado el Cuerpo de Cristo, el sacerdote se vuelve a los fieles con el saludo
habitual: Dominus aobiscum, el Señor esté con vosotros, este saludo tiene una gran
significación adicional, puesto que el Señor está en aquellos momentos
efectivamente presente en todos los que han recibido el «pan que ha bajado del
cielo» (Jo., 6, 33).
Todos, juntos con el sacerdote, oran en silencio durante unos momentos, a no ser
que este silencio se haya tenido antes, y a continuación el sacerdote recita la
oración en la que concreta con más o menos expresividad los frutos que se espera
recibir en orden a la salvación, y que dentro siempre de una única aspiración -la
vida eterna, sobrenatural- varían específicamente según los tiempos litúrgicos o la
festividad o memoria que conmemora la Misa. Por ejemplo, en el Adviento se lee:
«La comunión que hemos recibido, Señor, sea para nosotros fuente de fortaleza;
así, enriquecidos por nuestras buenas obras, podremos salir al encuentro de Cristo
y recibir un día de sus manos el premio de los gozos eternos»; en Cuaresma, una
referencia a la purificación: «Que esta comunión, Señor, nos purifique de todas
nuestras culpas, para que se gocen en la plenitud de tu auxilio quienes están
agobiados por el peso de su conciencia» (jueves de la cuarta semana de
Cuaresma). En Pascua, una alusión al triunfo del Señor sobre la muerte: «Dios
todopoderoso y eterno, que en la resurrección de Jesucristo nos has hecho renacer
a la vida eterna: haz que los sacramentos pascuales den en nosotros fruto
abundante, y que el alimento de salvación que acabamos de recibir fortalezca
nuestras vidas» (jueves de la segunda semana de Pascua); y he aquí que se pide
en la memoria de santa Marta (29 de julio): «Te rogamos, Señor, que la
participación en el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo nos aparte dé las cosas
perecederas, para que, a ejemplo de santa Marta, podamos servirte en la tierra con
caridad sincera y gozar eternamente de tu vista en el cielo».
Desde luego no siempre se menciona tan explícitamente la recepción de la
Eucaristía, pero los bienes que se piden, a semejanza de lo que ocurre en las otras
dos oraciones, son siempre de orden espiritual, esa clase de bienes que nos van
configurando con Cristo, ya que la semejanza con É1 es como el pasaporte que nos
facilita la entrada en la gloria. Pedimos, pues, la santificación que opera en nosotros
el Sacramento, la unidad del Cuerpo Místico (la Eucaristía es símbolo y causa de la
unidad), la purificación del alma, la fidelidad, la caridad con el prójimo, la gracia de
servir a Dios... Es, así, la postcomunión como el broche que cierra con los más
encendidos deseos el sacrificio en el que, junto con la Víctima inmaculada, nos
hemos ofrecido a Dios para que nos transforme también en un obsequio aceptable
mediante una vida santa dedicada a su servicio.

CONCLUSIÓN DE LA MISA

1. La bendición
Terminada la última oración, el sacerdote dice nuevamente: «el Señor esté con
vosotros», y después de la respuesta de los fieles, los bendice.
No siempre estuvo la bendición al final de la Misa. Antiguamente, después de la
oración conclusiva se despedía al pueblo, pues la bendición (que sólo impartía el
obispo) se daba entre la oración dominical y la comunión, según testimonio de san
Agustín. Hacia fines del siglo VI había unas «bendiciones sobre el pueblo después
de la comunión», que al parecer comprendían la postcomunión y la oración sobre el
pueblo.
Como era el obispo el que bendecía al pueblo, los sacerdotes no creyeron que
debían hacerlo hasta que en el siglo XI se introdujo la costumbre de que, en
ausencia del obispo, bendijera el celebrante al pueblo al final de la Misa, pero con
una bendición distinta de la que decía el obispo.
Antes de la bendición, sin embargo, la piedad y devoción de los sacerdotes y del
pueblo introdujeron ya en el siglo 1x una adición a la Misa que fue autorizada por la
Iglesia. Es la oración Placeat, que hasta la última reforma se rezaba cuando
después del Ite, Missa est el sacerdote, profundamente inclinado sobre el altar,
recitaba esta oración que decía así: «Séate agradable, Santísima Trinidad, el
obsequio de mi servidumbre; y concédeme que este sacrificio que yo, indigno siervo
tuyo, he ofrecido ante los ojos de tu Majestad, sea grato en tu presencia; y para mí,
y para todos aquellos por quienes lo he ofrecido, sea, por tu misericordia,
propiciable.» Luego, el sacerdote se volvía al pueblo y daba la bendición, después
de la cual se dirigía a la izquierda del altar y leía el comienzo del Evangelio de san
Juan.
La lectura de este último Evangelio fue ya suprimida por Pío XII. En la ordenación
de la Misa hecha por Pablo VI ha desaparecido también la oración Placeat, que no
perteneció propiamente a la estructura de la Misa, sino que fue autorizada cuando
ya se había hecho casi una costumbre introducida por la piedad popular. Algunos
sacerdotes tienen por devoción la costumbre de recitarla al terminar la Misa,
mientras se retiran a la sacristía.
Es una oración bellísima (más en latín que en cualquier otra lengua) que da
devoción, y muy apropiada para mantener el recogimiento en ese momento en que
el sacerdote se retira del altar.
Este último acto de la Misa, la bendición del sacerdote, es como la bendición de
Dios Uno y Trino: «es la bendición del Padre, que ofreció a su Hijo; es la bendición
del Hijo, que murió por nosotros en la Cruz y cuyo sacrificio acabamos de ofrecer;
es la bendición del Espíritu Santo que mantiene en nosotros la vida divina recibida
en la Eucaristía» (Pío Parsch). Y así, fortalecidos con el santo sacrificio y
bendecidos en el nombre de las tres divinas Personas, el fiel se sumerge en la vida
ordinaria dispuesto a santificar las realidades temporales.
2. La despedida
Después de la bendición, el sacerdote despide al pueblo con una fórmula que ya
se utilizaba en la Iglesia primitiva.
Ya se vio antes cómo en los primeros tiempos, después de la instrucción que
seguía a la lectura del Evangelio, se despedía a los «infieles, a los pecadores, a los
catecúmenos y a los penitentes» con las palabras que luego se trasladaron al
momento de la comunión: Sancta Sanctis, las cosas santas para los santos. Luego,
al final de la Misa, había otra despedida. Se seguía así una costumbre de los
romanos, entre los que era norma de cortesía que nadie abandonara la reunión
hasta que el que la presidía lo autorizara. Así, cuando la Iglesia permitió la
asistencia de todos, sin distinción, a la Misa entera, sólo hubo una despedida al
final, y era el obispo quien indicaba, con la fórmula Ite, Missa est, el momento en
que, terminada la Acción litúrgica, podían los fieles abandonar el templo. Hacia el
siglo v o m era ya utilizada esta fórmula; en las iglesias orientales se decía: Id en
paz, salid en paz.
Los fieles responden: Deo gratias,demos gracias a Dios. Sí, gracias a Dios por
habernos concedido el honor de asistir al sacrificio incruento de su Hijo en el altar,
por habernos permitido participar en la Acción más sagrada y más importante de la
tierra, por habernos alimentado con el Cuerpo de Cristo, «vida del mundo» (Jo., 6,
5)*(* En el nuevo Ordinario castellano unificado se dan otras cuatro fórmulas de despedida («La
alegría del Señor sea nuestra- fuerza», «Glorificad al Señor con vuestra vida», etc.), pero terminando
siempre con la más sencilla: «Podéis ir en paz».).

EPÍLOGO
Valor y efectos de la Misa
No es lo mismo hablar del valor de la Santa Misa que de los efectos que produce
en los fieles que asisten a ella. La Misa tiene por sí misma un valor tan grande, tan
inimaginable, que no hay nada en la creación que valga tanto.
Y así, una sola Misa oída con toda la fe, la esperanza y el amor de que es capaz el
fiel en el momento de asistir al Santo Sacrificio, supera ampliamente a las demás
prácticas piadosas, hasta el punto de que ningún ejercicio de piedad se le puede
comparar. Puede darnos una idea del valor de la Misa el que «una sola gota de la
Preciosa Sangre contenida en el cáliz podría bastar para obtenernos gracias cuya
eficacia ni siquiera podemos sospechar; bastaría para salvar millones de mundos
más culpables que el nuestro, y para hacer más santos que cuantos pueda poseer
el paraíso»*(* EUGÉNE VANDEUR, Retiro, II (Madrid, 1958), 247.). Esto es así porque
siendo la Misa sustancialmente el mismo sacrificio de la Cruz, aunque incruento, es
el mismo Jesucristo, Hijo de Dios, el que como Sacerdote eterno se inmola a sí
mismo como Víctima inmaculada y santa a su Padre por la redención del mundo.
Por tanto, teniendo el sacrificio del Calvario un valor infinito en razón de la infinita
dignidad de Jesucristo, Sacerdote y Víctima, las acciones del sacrificio respecto a
Dios tienen calidad de infinita plenitud: «en cada Misa se ofrecen infaliblemente a
Dios una adoración, una reparación y una acción de gracias de valor sin límites» **
(** GARRIGOU-LAGRANGE,El Salvador y su amor Pornosotros (Madrid, 1977), 455.) y eso
independientemente del ministro y del fervor con que celebre, e incluso
independientemente de la oración de la Iglesia universal. Respecto de los fieles,
siendo la Misa el «sacramento de la muerte de Cristo, nos comunica lo que Él,
muriendo, ha verificado».
Dios tiene derecho a nuestra adoración y a que le agradezcamos sus beneficios;
nosotros, además del deber de adorarle y darle gracias, tenemos necesidad de
expiar nuestros pecados y de las gracias sin las cuales no podemos vivir
sobrenaturalmente. Pues bien, en el Sacrificio del Altar es donde, unidos a Cristo
sacerdote y víctima, podemos cumplir nuestro deber de adoración y gratitud, donde
ofrecemos un sacrificio expiatorio suficiente, donde podemos obtener las gracias
que necesitamos.
En efecto, la Misa es el más perfecto acto de adoración. Nadie puede pensar, y
menos aún hacer, nada que exprese mejor la actitud de alabanza al Creador, de
sumisión al soberano Señor del universo, de reconocimiento de su grandeza. Nada
puede glorificar a Dios tanto y de tan perfecta manera como la Misa.
Es también el más completa acto de reparación del pecado, de todos los
pecados, la más perfecta expiación de las ofensas hechas a Dios, a un Dios que es,
sobre todo, Padre, y cuyo amor infinito y misericordioso es insultado y despreciado
por las criaturas que Él hizo de la nada a su imagen y semejanza. Tanto que, como
dice santo Tomás de Aquino, el sacrificio de la Misa es más agradable a Dios que
todo lo que le desagradan todos los pecados juntos. No es que sea la Misa una
nueva reparación de los pecados: la muerte de Jesús en la Cruz bajo Poncio Pilato
hizo esta reparación de una vez para siempre, como se lee en la Epístola a los
Hebreos, pues Cristo resucitado no muere de nuevo, ni padece; lo que sucede es
que «la humanidad del Salvador, que era pasible y sujeta al dolor y a la muerte, y
que ya no lo es, permanece siendo sustancialmente la misma, y así el sacrificio de
Cristo es perpetuado en sustancia» *(* it. GARRIGOU-LAGRANGE,ibidem, 456.).
Y si en remotos tiempos se ofrecían a la divinidad sacrificios en acción de gracias
por los dones y beneficios recibidos, ¿puede nadie imaginar siquiera un sacrificio de
acción de gracias con una Víctima tan sin mancha, un sacrificio en el que, en
agradecimiento, se ofrezca a Dios la hostia más valiosa a sus ojos de cuantas el
hombre puede ofrecer?
Aquí es cuando, si se entiende esto bien, puede encontrar el fiel que asiste al
sacrificio (pero no pasivamente, como «de cuerpo presente», sin esforzarse en
participar en la medida de su propio sacerdocio común) el sentido de su asistencia y
participación. Es fácil de comprender.
Todos somos pecadores. No sólo en Adán, por cuyo pecado nacimos muertos a
la gracia, marcados con la culpa y con la naturaleza. tarada, sino también por los
pecados personales cometidos después del bautismo. Si pensamos que por un
pecado mortal se merece el infierno, porque al matar la vida sobrenatural en el alma
se la condena a muerte eterna; si pensamos que, como enseña la teología, un
pecado venial plenamente deliberado tal vez exigiera una vida entera dedicada a la
penitencia; si pensamos que, aun cuando la culpa se perdone por el sacramento de
la penitencia, queda la pena debida por el pecado; si admitimos todo esto, entonces
hemos de reconocer que estamos en deuda con Dios, y que por mucha penitencia
que hagamos, lo que por nosotros mismos podemos hacer en la práctica es como
pagar anualmente unos céntimos reunidos con buena voluntad y no poco sacrificio,
para saldar una deuda de miles de millones.
Y si tenemos algún amor a Dios, y pensamos en todo lo que se ofende a Nuestro
Señor: las blasfemias, las profanaciones del Santísimo Sacramento, los sacrilegios,
los homicidios, la perversión de la juventud por la pornografía y las drogas, la
explotación de los débiles, el daño a los inocentes, el terrorismo, la opresión de los
totalitarismos, la persecución a Cristo en su Cuerpo místico, que es la Iglesia,
llevada a cabo descarada o insidiosamente en no pocas naciones, el desprecio a
los Mandamientos de la Ley de Dios... Si alguna vez pensamos en todo esto, y en lo
poco que podemos hacer para evitarlo; si pensamos en nuestra impotencia para
impedir el mal, y hasta en nuestra incapacidad para desagraviar a Dios de tanta
ofensa, ya que no tenemos poder para impedirlas, entonces es cuando se puede
apreciar debidamente, en la medida en que es posible a nuestra pequeñez, lo que
es la Misa. Pues es cierto que lo que cada uno de nosotros puede hacer por sí es
como nada, ya que por mucho que haga, la inmensa distancia entre la gracia y el
pecado, entre Dios y el pecador, subsiste siempre. Y ahí, en nuestra incapacidad,
en nuestra impotencia, es donde entra la Misa. Pues si es cierto que nada nuestro
puede satisfacer o compensar a Dios por los pecados de los hombres (y en primer
término por los nuestros), ni desagraviarle de las maldades que pueblan el mundo,
sí podemos hacer algo que repara las ofensas, las maldades y los desprecios:
podemos ofrecer un sacrificio que le compensa de todo, presentándole la
inmolación de su Hijo, Víctima santa, in. maculada, que por su misma inocencia y
santidad satisface cumplidamente, más aún, abundantemente, sobradamente, por
los pecados del mundo, desde el primero de todos, el de Adán, hasta el último que
cometa el último hombre que viva sobre la tierra. Como dijo santo Tomás, la Pasión
de Jesucristo es satisfacción suficiente por todos los pecados de todos los hombres,
y si le amamos procuraremos, en la medida de nuestra debilidad, buscar la
expiación. ¿Cómo? «Uniéndonos en la Santa Misa a Cristo, Sacerdote y Víctima:
siempre será Él quien cargue con el peso imponente de las infidelidades de las
criaturas»*(* JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amar a la Iglesia (Madrid, 1986), 79.), ya
que lo que nosotros hagamos es insignificante.
Por tanto, «todo el culto que debemos a Dios le fue dado en este único sacrificio;
toda la satisfacción que debemos a Dios le fue dada allí también. Todo lo que
necesitamos de Dios fue merecido allí para nosotros, y todas las gracias que
deberíamos dar a Dios le fueron dadas allí. Nada queda sino hacer nuestro aquel
sacrificio» **(** EUGENE BOYLAN, El amor supremo (Madrid, 1954), 273-274.). Y lo hacemos
nuestro por la Misa, «centro y vértice de toda la vida sacramental, por medio de la
cual cada cristiano recibe la fuerza salvífica de la Redención» *(* JUAN PABLO II,
Redemptor hominis, 20.). En efecto, por la Misa, por la renovación incruenta de aquel
supremo sacrificio del Hijo de Dios, no sólo podemos ofrecer a Dios un sacrificio
digno de Él, sino además conseguir para nuestros humildes y pobres sacrificios,
manifestación de nuestra buena voluntad, una calidad nueva que los hace gratos y
aceptables a Dios cuando se los ofrecemos -y a nosotros mismos con ellos- en
unión de la Víctima que se ofrece en la Misa, ya que entonces quedan incorporados
a su sacrificio. Con esa incorporación quedan «elevados, purificados y santificados;
es Cristo mismo quien los ofrece al Padre en cuanto primogénito de todas las
criaturas», y es Él quien al asociarlos a su propio don los hace aceptables a Dios.
De este modo quedamos incorporados a la Redención, pues aunque el valor de lo
que podemos ofrecer, incluso la propia persona, sea mínimo, adquiere valor de
redención al ser incorporado por Cristo a su propio sacrificio. Son muy expresivas a
este respecto unas palabras del cura de Ars, cuando decía que «todas las obras
buenas juntas no pueden compararse con el sacrificio de la Misa, pues son obras
de hombres, mientras que la Misa es obra de Dios» *(* Citado por Juan Pablo II, Carta a
los sacerdotes para el jueves Santo de 1986, 8.).
Aunque no tuviera para nosotros otra consecuencia que la de hacer suyas nuestras
ofrendas, ya compensaría la asistencia a Misa de cualquier incomodidad, y aun de
cualquier sacrificio, por grande que fuera. Pero la Misa, además de la adoración a
Dios y de la satisfacción por los pecados de los hombres, y de ser la más perfecta
acción de gracias, tiene un valor de impetración. En otras palabras: nos consigue de
Dios tales gracias que sólo el desconocimiento de lo que se puede alcanzar con la
Misa explica el poco empeño que tantos católicos ponen en aprovecharse de ellas,
ya que, como enseña santo Tomás (111. q. 79, a. l), «lo que la Pasión de Cristo
efectuó en el mundo, lo produce la Eucaristía en cada uno de nosotros». La
consecuencia de esta realidad la expresó monseñor Escrivá de Balaguer cuando
decía que pidiéramos al Señor que nos concediese la gracia de «ser almas de
Eucaristía», que nuestro trato con él se expresase en «alegría, en serenidad, en
afán de justicia». Y así –proseguía- facilitaremos a los demás la tarea de reconocer
a Cristo, «contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas.
Se cumplirá la promesa de Jesús: Yo, cuando sea exaltado sobre la tierra, todo lo
atraeré hacia mí (Jo., 12, 32)» * (* JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa n°
156.).
Ahora bien: de hecho el valor de la Misa no es uniforme en todos su fines o
aspectos. En cuanto a la alabanza y acción de gracias su valor es siempre infinito,
pues tienen a Dios como referencia y ahí no hay límite para la acción de Cristo; pero
no ocurre igual con la satisfacción y la impetración. Es cierto que Cristo no pone
límites a su acción, pero el hombre sí puede poner obstáculos que la impidan o la
coarten.
Por de pronto, puesto que en todo pecado hay una culpa que merece una pena,
la Misa, en lo que tiene de sacrificio que satisface por el pecado, afecta en su
aplicación a la culpa y a la pena, a saber, expiando la culpa y satisfaciendo por la
pena, pero no absolutamente, sino en la medida en que lo permite la capacidad de
recepción del que asiste. En otras palabras: considerado en sí mismo, el sacrificio
de la Misa, como conteniendo la virtud de la Pasión, que es fuente y causa de todas
las gracias, tiene una virtualidad infinita; pero con relación al que asiste y participa,
su efecto depende de la disposición que tenga el fiel; desde luego perdona los
pecados veniales (se supone en el fiel arrepentimiento del pecado y deseo de
mejorar); en cuanto a la pena merecida por los pecados, dice santo Tomás (III, q.
79, a. 5, resp.) que al tener como sacrificio un valor satisfactorio, «y pues en la
satisfacción se mira más el afecto del que ofrece que el valor de la oblación (fue el
Señor quien dijo de la viuda que echó dos céntimos que había echado más que
ninguno), aunque esta oblación sea suficiente de suyo para satisfacer por toda la
pena, se satisface sólo por quienes se ofrece o por quienes la ofrecen en la medida
de la devoción que tienen, y no por toda la pena». Además, «cuando participamos
de la Eucaristía -dice san Cirilo de Jerusalén- experimentamos la espiritualización
deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos conforma con Cristo, como sucede en
el bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo
Jesús» *(* JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa n.° 89).
Sin embargo, mientras el sacramento eucarístico sólo aprovecha a quien lo recibe,
pues un alimento (y la Eucaristía lo es para el alma) sólo aprovecha a quien lo toma,
la Misa es un sacrificio, una Víctima que se ofrece a Dios, y que puede ofrecerse
por otros, para beneficio de otros, y lo que es más: que se ofreció inmolándose por
todos, sin distinción. Y esos todos son los que todavía viven en el mundo (sean
justos o pecadores, fieles o infieles) y los que ya lo abandonaron y se están
acabando de limpiar de sus culpas o de la pena merecida por ellas en el purgatorio.
Tan sólo dos géneros de personas están excluidas de los efectos satisfactorio e
impetratorio de la Misa: los bienaventurados, que han satisfecho ya por sus faltas y
no necesitan ninguna gracia porque ya han alcanzado la gloria; y los condenados,
porque ni quieren ni pueden reparar o recibir nada de Dios. Y es un acto de caridad
pedir en la Misa por las almas del purgatorio, y ofrecer por ellos la Misa, pues es
cierto que se benefician de sus efectos, aunque no nos sea posible saber en qué
medida Dios se los aplica en concreto. Así pues, todos los cristianos, por la
comunión de los santos, reciben las gracias de cada Misa, tanto si se celebra ante
miles de personas o si ayuda al sacerdote como único asistente un niño, quizá
distraído *(Clt. por JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, ES Cristo que pasa n.° 87.).
En cuanto a nosotros, pecadores, que todavía estamos en camino, y por tanto,
rodeados de peligros y constantemente expuestos a tentaciones, y cargados
además con las consecuencias del pecado original, la participación en la Misa -la
más alta oración de la Iglesia- nos obtiene las gracias espirituales y temporales que
nos son necesarias, o simplemente convenientes, para nuestra salvación. Cuando
se dice que la Misa tiene un valor impetratorio debe entenderse sobre todo lo que
se expresa en aquella oración de Jesucristo a su Padre: «no te pido que los saques
del mundo, sino que los preserves del mal» (Jo., 17, 15). Fue el mismo San Juan el
que en su primera epístola nos recordó que «abogado tenemos ante el Padre, a
Jesucristo justo» (2. 1). Él intercede constantemente por nosotros, pero nosotros
hemos de apartar cualquier obstáculo que impida que nos beneficien las gracias
que Él nos alcanzó en su Pasión y Muerte y Resurrección, y que se nos aplican a
través de la Misa. Claro está que mencionar la Resurrección, y aun la Ascensión,
siempre que se habla de la Pasión y Muerte tiene una razón de ser. Si la Eucaristía
es sacrificio en cuanto la ofrecemos, y Sacramento qué alimenta el alma en cuanto
la recibimos, como enseña santo Tomás, entonces al hablar de su efecto en
nosotros hay que referirse a la vida eterna, es decir, a la resurrección de la carne,
pues como decía san Ireneo «si la carne no es salvada, ni nos redimió el Señor con
su Sangre, ni el cáliz de la Eucaristía es la comunicación de su Sangre, ni el Pan
que fraccionamos es la comunicación de su cuerpo»*(SAN IRENEO. Adversus haereses,
lib. 5,2.).
Y todavía una última observación. No siendo la Misa un acto puramente personal
del sacerdote o de cada fiel, sino eminentemente social, pues es la Iglesia quien lo
ofrece, y la Iglesia es un Cuerpo en el que todos sus miembros son solidarios, el
cristiano que se beneficia de la Santa Misa no se debe beneficiar sólo para él, sino
también para otros. «Es la Misa donde Cristo vence al pecado ofreciéndose como
Víctima de propiciación por los pecados del mundo, de cada hombre y de cada
mujer, hasta el final de los tiempos». Pues si, como dijo Pío XII en la encíclica
Mediator Dei, al ser renovada la Misa cada día se «nos advierte que no hay
salvación fuera de la Cruz de nuestro Señor Jesucristo», no cabe duda de que si
queremos contribuir a la salvación de los hombres, a la obra redentora de Cristo,
hemos de ofrecernos a Dios cada día en el trabajo y las contradicciones, en la
mortificación de la carne y de las potencias para que den gloria a Dios, así como en
el dolor y la enfermedad cuando hagan acto de presencia. Debemos, por tanto,
preguntarnos por el lugar que ocupa la Misa en nuestra vida de cristianos, por cómo
la preparamos y por cómo la vivimos, pues son estas preguntas las que nos
indicarán si de verdad apreciamos este don de Dios o si, por el contrario, es un rito
que cumplimos rutinariamente. Y tampoco estará de más que reflexionemos alguna
vez sobre lo que el personaje del citado auto sacramental de Calderón dice al
terminar su exposición de la Misa: el no oírla cada día no solamente es tibieza del
perezoso, sino descortesía grosera
que se hace a Dios, pues de veinte y cuatro horas que le entrega de vida cada día,
aún no le sabe volver la media.
Y, la verdad, es mucha mezquindad no dar ese poco de tiempo a Dios para
honrarle, cuando tanto desperdiciamos estérilmente.
La Santísima Virgen y la Misa
Estas consideraciones sobre la santa Misa quedarían incompletas si no se hiciera
mención de la Santísima Virgen. Ella asistió a su Hijo en el sacrificio: estaba al pie
de la Cruz contemplando y compartiendo su inacabable agonía; Ella oyó sus últimas
palabras y recomendaciones, y las recogió como un tesoro que, como aquellos
maravillosos recuerdos de la infancia, guardó en su corazón; Ella se asoció al
sufrimiento de su Hijo haciendo realidad la profecía de Simeón, y con el corazón
traspasado por la espada de un dolor difícil -si no imposible- de imaginar, quiso
participar de los padecimientos de su Hijo hasta afrontar con entereza su condición
de Madre de un ajusticiado que compartía el patíbulo con dos delincuentes; no
rehuyó, antes aceptó unirse al sacrificio de su Hijo pendiente de aquel trono en
forma de cruz: Rex judaeorum.Como en su nacimiento, así también en su muerte
mantuvo con Él una unión tan fuerte que mereció ser, y llamarse, Corredentora.
Precisamente el Jueves Santo de 1988 el papa Juan Pablo II se refirió a la relación
de Nuestra Señora con el sacrificio de su Hijo: «En la última Cena no consta que la
Madre de Cristo estuviera en el Cenáculo. Sin embargo estaba presente en el
Calvario, al pie de la cruz», y allí -prosigue, citando la Constitución Lumen Gentium
(n. 38)-: «no sin designio divino se mantuvo de pie (cfr. Jn. 19, 25), se condolió
vehementemente con su Unigénito, y se asoció con corazón maternal a su
sacrificio, consintiendo con amor a la inmolación de la víctima engendrada por ella»
* (* Carta del Papa Juan Pablo II a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1988, n° 2.).
¡Qué gran misterio, y qué cosa tan extraordinaria, ser a la vez Madre y criatura de
Dios! Hubo, a principios del siglo VI, un sacerdote, de gran sensibilidad poética y de
una piedad no menos grande, que expresó su devoción a la Virgen en un breve
poema («Cántico de la Virgen al pie de la Cruz»), en el que la ternura va unida a la
contemplación de la Madre Dolorosa intentando comprender aquel tremendo
misterio de amor, de amor de un Dios que muere por salvar de la muerte a sus
criaturas*(* Ct. PIE REGAMEY,Los mejores textos sobre la Virgen María (Madrid, Ríalp, 1972)).

Viendo a su Niño
arrastrado como una oveja
al matadero,
María le seguía
rota de dolor
y, como las otras mujeres,
llorando.
«¿Dónde vas Tú, Niño mío?
¿Por qué esta marcha tan rápida?
¿Hay aún en Caná
otra boda para que tú te apresures
a convertir el agua en vino?
¿Te seguiré yo, Niño mío?
¿O será mejor que te espere?
Dime Tú una palabra,
oh Tú, el Verbo de Dios;
no me dejes así, en silencio,
oh Tú, que me has guardado pura,
Hijo mío y Dios mío. »

******
«Yo no pensaba, mi Niño,
verte un día como estás.
No lo habría creído nunca,
aun cuando veía a los impíos
tender sus manos contra ti.

Sin embargo, sus hijos tienen aún


[en sus labios el clamor: ¡Hosanna, seas bendito!,
y las palmas del camino muestran
[todavía
el entusiasmo con que te aclamaban.
¿Por qué, cómo ha sucedido este
[cambio?
Oh, es necesario que yo lo sepa.
¿Cómo puede suceder que claven
[en la Cruz
a mi Hijo y mi Dios?»

Sí, ¿cómo fue posible aquel cambio? ¿Cómo, en el breve espacio de unos días,
pudieron convertirse las aclamaciones en denuestos y en insultos? ¿Por qué ya no
era bienvenido el que venía en el nombre del Señor de cielos y tierra, en el nombre
del Creador del mundo, el que venía para salvar a los hombres? ¿Qué había hecho
para que le aborrecieran, y en lugar de considerarle bienvenido, le odiaran hasta el
extremo de emplear toda clase de mentiras, de calumnias y de falsos testigos para
matarle? ¿Y por qué nadie, ninguno de los que le aclamaban unos días antes,
ninguno de los que se entusiasmaban con sus discursos, ninguno de los
beneficiarios de sus milagros, ninguno levantó una mano en su favor, ni dijo una
palabra en su defensa, ni rebatió una sola de las mentirosas acusaciones con que
le condenaban? Y ahora, hoy, ese cambio de tantos hombres y mujeres, que
cuando niños rezaban al buen Jesús, y en su inocencia su misma vida era ya una
alabanza al Señor; que fue bienvenido a sus almas cuando le recibieron por primera
vez; y cuando mayores -ahora, hoy- se han sumado al número de los indiferentes o
de los cobardes que no se atreven a defenderle en el moderno corro de
acusadores, que quizá también le aclamaron cuando eran niños... Ese cambio
¿cómo se ha producido?, ¿cómo ha sido posible que en tan pocos años se
desentendieran tanto de Él?

«Oh, Tú, mis entrañas,


vas a una muerte injusta
y nadie te compadece.
¿No es a ti a quien Pedro decía:
aunque sea necesario morir,
yo no te negaré?
Y él también te ha abandonado.
Y Tomás exclamaba:
muramos todos contigo.
Y los otros, familiares y
[discípulos,
los que deben juzgar a las doce
[tribus,
¿dónde están ahora?
No está aquí ninguno,
y Tú, Hijo mío,
abandonado,
mueres por todos en soledad.
Sin embargo, eres Tú quien les
[ha salvado;
Tú has satisfecho por todos ellos,
Hijo mío y Dios mío.»

Como Pedro, como los apóstoles, también nosotros le hemos abandonado.


Como entonces, tampoco hay hoy apenas nadie que le compadezca: «No está aquí
ninguno, y tú, Hijo mío, mueres por todos en soledad». Da tristeza ver el abandono
en que se le tiene. Tampoco en el sacrificio incruento de la Cruz, en esa Misa única
que se repite todos los días en todos los altares del mundo, están los cristianos
haciéndose solidarios con la muerte de Jesús. Como en la parábola de los invitados
a la cena (Lc., 14, 15 s.) todos están en otras cosas, en otra parte donde quizá no
debieran estar. Puestos a elegir, cines y teatros, discotecas y cafeterías, reuniones
de negocios u otra clase de reuniones, son objeto de preferencia de tantos
cristianos que relegan la Misa a un lugar residual, quizá por ignorancia del valor de
lo que se pierden, o acaso porque su comodidad se resiste a «perder» media hora
dedicada a ofrecer a Dios el sacrificio de reparación que compensa todos los
pecados; o simplemente porque ni se les ocurre. En efecto, como entonces, el
Señor sigue ofreciéndose ahora en el altar y muriendo místicamente «en soledad»,
«abandonado» por los que más le deben.
A la Virgen debió parecerle muy duro el precio que su Hijo pagaba por los
pecados de los hombres. Llena de gracia, su capacidad de unión con los designios
de Dios y con su plan redentor no suprimía, ni disminuía siquiera, el sufrimiento que
su amor de Madre experimentaba ante las tropelías que se estaban cometiendo con
su Hijo. El diálogo que el poeta imagina entre Madre e Hijo está lleno de ternura,
pero también de teología. «Así es como María -escribió-, llena de tristeza,
anonadada por el dolor, gemía y lloraba. Entonces su Hijo le habló, volviéndose
hacia Ella», y dijo:

Madre, ¿por qué lloras?


¿Por qué, como las otras mujeres,
estás abrumada?
¿Cómo quieres que salve a Adán
si Yo no sufro,
si Yo no muero?
¿Cómo serán llamados de nuevo
[a la vida
los que están retenidos en el
[Sehol,
si yo no hago morada en el
[sepulcro?
Por eso estoy crucificado, tú lo
[sabes,
y por esto es por lo que muero.
¿Por qué lloras, Madre?
Di, más bien, en tus lágrimas:
por amor es por lo que muere
mi Hijo y mi Dios.
*******
*******
Madre, no llores más;
di solamente:
si Él sufre, es porque así lo ha
[querido,
Hijo mío y Dios mío.

Sí, porque Él lo quiso así. Podía haber arbitrado mil modos de reparar las culpas
de los hombres, de devolver al Creador la gloria arrebatada por Adán, de restaurar
el orden roto por el pecado. Una lágrima, más aún, una palabra hubiera bastado,
siendo, como era, el mismo Dios. Y con todo quiso padecer la humillación del
patíbulo, morir ajusticiado como un criminal, pero no antes de verse azotado,
escupido, despreciado, abofeteado, golpeado, pospuesto a un sedicioso homicida,
insultado... Podía haberse librado de todo aquello con sólo querer, pero no quiso: su
amor por los pobres hombres, condenados a la servidumbre del pecado, esclavos
sin libertad por la presión de las pasiones desatadas, le llevó a no escatimar ni la
más pequeña partícula de dolor, sufrimiento o humillación para devolverles la
libertad de los hijos de Dios.
La Virgen lo sabía, pero su corazón de Madre tenía aún argumentos:

Le dijo Ella: «Tú quieres,


Hijo mío,
secar las lágrimas de mis ojos.
Mas mi corazón está turbado porque no puedes imponer
[silencio a mis pensamientos, porque, oh entraña mía,
Tú me dices:
si yo no sufro no hay salvación para Adán.
Y sin embargo,
¡Tú has curado a tantos sin padecer!
Para purificar al leproso te fue suficiente querer sin sufrir;
Tú sanaste la enfermedad del paralítico sin el menor esfuerzo,
y también al ciegole hiciste ver con sólo una [palabra
sin sentir nada por eso, oh la misma Bondad, Hijo mío y Dios mío».

Es cierto. Jesús podía haber evitado su pasión sin dejar por eso de redimirnos;
podía también haber ahorrado a su Madre la contemplación de aquella espantosa
agonía, tres horas largas ahogándose en medio de terribles dolores; podía también
haberla dispensado de oír no sólo su respiración jadeante y aquellas espaciadas y
trabajosas siete palabras, sino las burlas y el regocijo de los judíos que asistían
triunfantes al suplicio del Hijo de Dios. Ni siquiera le impidió escuchar aquella última
queja, el ápice de su sufrimiento y de su soledad, cuando exclamó: «Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc., 15, 34). No lo hizo: la intensa y misteriosa
unión, única en la creación, entre Jesús y la Virgen, entre la Madre y el Hijo, debía
continuar hasta el final. Nuestra Señora, que acostumbraba a ponderar las cosas en
su corazón, aceptó sin reservas, aunque con dolor, el modo como ante sus ojos se
estaba cumpliendo cuanto el arcángel san Gabriel le había anunciado acerca de su
Hijo. Le había dicho que reinaría en la casa de David eternamente, y Ella estaba
viendo la inscripción que coronaba la Cruz: Jesus Nazarenus, Rex judaeorum,
Jesús Nazareno, Rey de los judíos. «Será llamado Hijo de Dios», le había
asegurado el arcángel, y Ella estaba oyendo a los príncipes de su pueblo y a los
escribas decirle a su Hijo que, si era Hijo de Dios, lo demostrara bajando de la Cruz.
Como escribió Benedicto XV, «en comunión con su Hijo doliente y agonizante,
soportó el dolor y casi la muerte; abdicó de los derechos de madre sobre su Hijo
para conseguir la salvación de los hombres; y para apaciguar la justicia divina en
cuanto dependía de Ella, inmoló a su Hijo, de suerte que puede afirmarse, con
razón, que redimió al linaje humano juntamente con Cristo» *(* BENEDICTO XV.).
Sólo esforzando la imaginación podemos -y aun así, con dificultad y de modo
muy pálido, como con lejanía- intuir lo que debió ser para la Santísima Virgen la
contemplación de su Hijo..., que era su Dios. San Basilio de Seleucia, en la primera
mitad del siglo V, lo expresaba poniendo en labios de María las palabra que
mostraban el contraste que encerraba tan gran maravilla: «¿cómo te llamaré?
¿Hombre? Pero tu concepción es divina. ¿Dios? ¡Si estás revestido de nuestra
carne! (...) ¿Te rodearé de cuidados, como una madre? ¿O te adoraré como una
sierva? ¿Te besaré como a mi hijo, o te rezaré como a mi Dios? ¡Qué misterio
inenarrable!» ¡Y qué otro gran misterio el modo con que la Virgen fue asociada a la
Redención, con su stabat al pie de la Cruz en la que su Hijo padecía en la carne
que Ella le había dado, su propia carne! Así pudo decir san Agustín que «María
cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de
aquella Cabeza a la que es efectivamente madre según el cuerpo».
Quizá haya sido san Bernardo quien más claramente ha expresado el papel de la
Virgen como corredentora. «Un hombre y una mujer nos han dañado grandemente,
pero, gracias a Dios, hay también un hombre y una mujer que lo han restaurado
todo, y con una gran sobreabundancia de gracia.» En el Génesis se lee que Dios
dijo: no es bueno que el hombre esté solo. «Había una gran conveniencia en que los
dos sexos tomasen parte en nuestra redención, como la había tomado en nuestra
caída.» En efecto, Eva fue mediadora en el pecado y la caída, porque por ella el
Maligno inoculó su veneno en el hombre, pero María, a su vez, fue mediadora en la
redención y en la gracia, pues por Ella nos llegó el Salvador. Ella fue la que le
proporcionó el cuerpo que luego iba a ser clavado en la Cruz en expiación de
nuestros pecados.
Así, la Virgen María, en perfecta conformidad con la voluntad del Padre,
asistiendo al pie de la Cruz a la agonía de su Hijo y acompañándole en su sacrificio
redentor, se mantuvo tan unida a él que ha sido reconocida como corredentora.
Quizá por eso la Iglesia, en las oraciones que recomienda al sacerdote para
disponerle a la celebración de la Santa Misa, incluye una dirigida a la Santísima
Virgen para que, así como asistió a su Hijo en el cruento sacrificio redentor, así
asista también al sacerdote -que actúa in persona Christi- en la reproducción del
mismo sacrificio incruento: «acudo a tu piedad -dice el sacerdote, y puede también
decir el fiel cristiano- para que así como estuviste junto a tu dulcísimo Hijo, clavado
en la cruz, también te dignes estar con clemencia junto a mí, miserable pecador, y
junto a todos los sacerdotes que aquí y en toda la Santa Iglesia van a celebrar hoy,
para que, ayudados con tu gracia, ofrezcamos una hostia digna y agradable en la
presencia de la suma y única Trinidad».
Y también por eso, por haber Ella estado junto a la Cruz en el Calvario, el siervo
de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer aludió en más de una ocasión a que «de
alguna manera inefable, a É1 -más inerme, mucho más inerme que en la cuna de
Belén-» la Virgen María no deja de asistirle con su presencia, como en la Cruz, en
la reproducción incruenta del Sacrificio del Calvario, «por la íntima unión que tiene
con la Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre
(...); y esa Sangre es la que se ofrece en el sacrificio redentor, en el Calvario y en la
Santa Misa» *(* JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n.° 89.). Pues si
cuando como Víctima pura y sin mancha se ofreció Jesús en sacrificio cruento por
los hombres, y su Madre, estando allí, le asistió ofreciéndole a su vez al Padre, ¿no
parece falto de sentido que deje de asistirle, «de alguna manera inefable», cuando
de nuevo se ofrece Jesús como Víctima incruenta en el sacrificio de la Misa,
estando allí en el altar como estuvo en el Calvario?
Por eso -decía Juan Pablo II en la Carta a los sacerdotes antes citada- cuando al
celebrar «la Eucaristía nos encontramos cada día en el Gólgota, conviene que esté
a nuestro lado Aquella que, mediante una fe heroica, realizó al máximo su unión
con el Hijo, precisamente allí en el Gólgota». ¿Y no es sobre el altar, nuevo
Gólgota, donde la Víctima engendrada por Ella se ofrece diariamente para
redimirnos? ¿Y no es en este sacrificio donde, también nosotros, «alcanzamos -con
palabras de Juan Pablo II- continuamente el momento decisivo de aquel combate
espiritual que, según el Génesis y el Apocalipsis, está relacionado con la Mujér?». Y
puesto que en esta lucha Ella está unida con el Redentor, procuremos nosotros
estar unidos a Ella para, así, estar también unidos al sacrificio de su Hijo.

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