El Sacrificio Del Altar
El Sacrificio Del Altar
El Sacrificio Del Altar
INTRODUCCIÓN
Es un principio, si no de validez general, sí un hecho al menos de experiencia
que en ninguna ocasión ha dejado de mostrarse útil, que para comprender
rectamente una frase es más que conveniente situarla en su contexto. Lo mismo, y
aún quizá con mayor razón, puede decirse de un suceso o acontecimiento, pues
todos tienen unos antecedentes, van acompañados de ciertas circunstancias y, a su
vez, influyen en las circunstancias que los rodean tanto como en lo que
posteriormente ocurre.
Al tratar, pues, del santo sacrificio de la Misa, parece oportuno tener en la mente
este principio, puesto que no se trata de algo sin conexión; antes al contrario,
difícilmente se podrá penetrar en su sentido si no se considera su razón de ser, es
decir, sin atender a lo que podemos calificar de antecedentes, de todas las
circunstancias que lo rodean y de sus consecuencias.
Hay, además, otra razón: si Cristo es el centro de la Historia, su momento
culminante, la plenitud de los tiempos, todo lo anterior es preparación, todo lo
posterior, consecuencia. Entonces, siendo el santo sacrificio de la Misa la
renovación actual del sacrificio de la Cruz, parece lógico tomar en consideración
tanto lo que le precede como lo que le acompaña y circunda, así como su
proyección a lo largo del tiempo.
De no ser así, de considerarlo en sí mismo con abstracción de todo lo demás, se
corre el peligro de acabar convirtiéndolo en un rito o ceremonia a la que se asiste
con cierta pasividad, que no nos dice demasiado y que termina por convertirse en
una costumbre con la que se cumple porque es una obligación, obligación cuyo
porqué no se alcanza a ver.
La breve y concisa historia de la salvación con que comienza el Canon IV de la
Misa puede servir para especificar los acontecimientos que nos van a servir de
antecedentes. Dice así:
«Te alabamos, Padre Santo, porque eres grande, porque hiciste todas las cosas
con sabiduría y amor. A imagen tuya creaste al hombre, y le encomendaste el
universo entero para que, sirviéndote sólo a Ti, su Creador, dominara todo lo
creado.
Y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la
muerte: sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el
que te busca (...).
Y tanto amaste al mundo, Padre Santo, que al cumplirse la plenitud de los
tiempos nos enviaste como Salvador a tu único Hijo (..:).
Para cumplir tus designios, Él mismo se entregó a la muerte, y, resucitando,
destruyó la muerte y nos dio nueva vida.
Y porque no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Él, que por nosotros
murió y resucitó, envió, Padre, desde tu seno al Espíritu Santo como primicia para
los creyentes, a fin de santificar todas las cosas llevando a plenitud su obra en el
mundo».
Aparecen aquí las etapas que hemos de tener presentes antes de entrar en la
consideración -y hasta casi se podría decir: en la contemplación- de la santa Misa.
Primero, la creación y el lugar que el hombre estaba destinado a ocupar en ella, es
decir, lo que podemos expresar como el plan primigenio de Dios.
Luego, la desobediencia del hombre y, como resultado, no una perfección de su
humanidad que le elevara por encima de su naturaleza, sino por el contrario, una
caída de su condición original, de graves consecuencias para él y para la creación
entera.
No quedó, sin embargo, abandonado para siempre en el estado que él mismo se
había buscado. Dios tendió su mano misericordiosa a los hombres y arbitró un
medio para salvarles, pero no lo puso en ejecución inmediatamente. Pasó un largo
período antes de llegar a la «plenitud de los tiempos».
Hasta que, por fin, el Hijo Unigénito del Padre se encarnó y, por su pasión,
muerte y resurrección reparó la ofensa hecha a Dios y restauró el camino por el que
los hombres pudieran, de nuevo, alcanzar la felicidad sobrenatural a la que Dios les
había destinado cuando determinó crearlos.
Sin la pausada consideración de estos hechos (pues todo ello sucedió realmente
en el tiempo y en el espacio) no es fácil, a no ser por gracia de Dios, hacerse cargo
de todo lo que para nosotros, pecadores, es la santa Misa; así, se hace necesario -o
al menos, conveniente- comenzar por la exposición de las etapas que nos pueden
conducir a una comprensión, a la vez doctrinal y piadosa, de lo que es la santa Misa
en el plan redentor de Dios, de lo que es para cada uno de nosotros, y de lo que
con relación a ella tiene Dios derecho a esperar de cada uno de los fieles.
En esta exposición de la santa Misa, de lo que es, de lo que significa en el mundo
concreto en que vivimos, y de lo que para cada uno puede significar, no encontrará
el lector nada nuevo. Su elaboración ha consistido en ir tomando de la Escritura, de
documentos de la Iglesia, y de los muchos y excelentes libros que santos, doctos y
piadosos autores han escrito sobre la santa Misa, todo aquello que ha parecido que
podía ayudar a los fieles a penetrar más y mejor en el sentido y significado del
sacrificio del altar, de modo que al conocer mejor aquello de que participan,
aumente su devoción y, con ella, el fruto para sus almas. No de otra manera
compuso San Pedro de Alcántara su Tratado de la oración y meditación, según dice
en la dedicatoria: «Y habiendo leído muchos libros acerca de esta materia, de ellos
en breve he sacado lo que mejor y más provechoso me ha parecido.»
Puesto que el libro se ha escrito para la gente corriente, se ha procurado utilizar
un lenguaje común; se han evitado, por tanto, los términos técnicos, familiares a los
especialistas, pero incomprensibles para el hombre de la calle, al que no dicen gran
cosa palabras tales como anáfora, eucologio, epiclesis, oblata, embolismo,
doxología, anámnesis, perícopa, epinicio, y otras por este estilo. Por la misma razón
se ha tomado como objeto del comentario la Misa rezada que, en días festivos o
laborables, es la que suele oír la mayoría de los fieles.
El texto que se toma como base es el del Misal Romano (ed. típica), de validez
universal, pero cada vez que se citan los textos litúrgicos se utiliza la versión de la
Conferencia Episcopal española.
Quiera la Bienaventurada Virgen María, que asistió a su Hijo en el cruento sacrificio del Calvario,
ayudarnos a comprender y valorar la importancia de este sacrificio incruento de la Cruz que es la
Misa, el único acto de religión relacionado con el día del Señor que la Iglesia ha considerado
necesario prescribir expresa y detalladamente.
ANTECEDENTES
1. El plan primigenio de la creación.
Dios creó el mundo y todas las criaturas de la nada. El Génesis, de manera
sencilla y comprensible, nos habla de cómo la voluntad de Dios fue creando el cielo
y la tierra y cuanto hay en ella. Bastó una palabra, fiat, hágase, y el mundo fue
hecho. Más aún: lo hizo bueno. Y coronando su acción creó al hombre, haciéndole
a su imagen y semejanza, y lo creó varón y hembra; lo puso en el jardín del Edén ut
operaretur, para que trabajara, y le hizo rey del universo, de modo que se
multiplicara y dominara la tierra. Sobre la base de la revelación y con la luz de la fe,
los teólogos han ido profundizando en el conocimiento de Dios, del mundo y del
hombre, penetrando poco a poco en la comprensión del plan creador y redentor de
Dios. Y lo que la Iglesia nos enseña con su Magisterio es consolador por más de
una razón: no sólo nos muestra el sentido de nuestras vidas, sino que nos hace ver
y esperar la plena satisfacción de todos los más hondos y arraigados anhelos que el
hombre lleva consigo.
Dios creó al hombre, y lo hizo a su imagen y semejanza. ¿Qué quiere decir esto?
En primer lugar, que el hombre es una criatura, es decir, que debe su ser y su
existencia, así como su conservación actual en el ser y el existir, a Dios. No es, por
tanto, independiente, antes al contrario, depende de tal modo de su Creador que sin
Él no puede subsistir. Esta circunstancia le coloca naturalmente en una condición
de dependencia que es propia de su naturaleza, lo que equivale a decir que no
constituye ninguna humillación ni defecto que necesite ser corregido, lo mismo que
es natural al hombre -y por tanto, no un defecto necesitado de corrección- la
dependencia del alimento.
Es una criatura dependiente, hecha de la nada, pero a imagen de Dios,
inteligente y libre, superior a toda otra (excepto a las de naturaleza espiritual); y por
ser imagen de Dios, es de una dignidad tan grande que el salmista, inspirado por el
mismo Dios, exclama: «¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, y el hijo del
hombre para que cuides de él? Le has puesto apenas por debajo de los ángeles, le
has coronado de gloria y honor; le diste el señorío sobre las obras de tus manos,
todo lo has puesto bajo sus pies» (Ps. 8). Por su semejanza divina, el hombre es
como una manifestación visible de Dios y siendo por su naturaleza imagen de Dios,
esta imagen es indestructible, pues por muy oscurecida que esté, sólo si un hombre
dejara de serlo para ser otra cosa dejaría de ser imagen de Dios, y esto es
imposible.
Pero no solamente Dios creó al hombre de la nada, y le dio una dignidad por
encima de otras muchas criaturas haciéndole a su imagen y semejanza, sino que
además le elevó a un orden superior a su naturaleza humana, y le dotó de un
conjunto de dones que su naturaleza no exigía; y por si fuera poco, le preparó un
porvenir tan feliz y un destino tan espléndido, que cuando lo contemplamos desde
nuestra naturaleza caída parece como si hubiera sido un sueño, tan sólo un
producto de la imaginación y no un estado real, tan real como nuestras vidas.
Cuando alguien se refiere al «estado de naturaleza» aludiendo al primer estado del
hombre en el mundo, parece desconocer una verdad que desde hacía dieciocho
siglos era patrimonio común de los cristianos. Los primeros hombres -Adán y Eva-
jamás existieron en un estado de simple naturaleza, pues desde el momento de su
creación fueron ya elevados a un orden sobrenatural: Dios les concedió una
sobrenaturaleza, que no es otra cosa sino la gracia santificante, es decir, una cierta
participación en la vida divina. Por tanto, una existencia histórica de hombres sin
otros auxilios, cualidades o fuerzas naturales del alma y del cuerpo no se ha dado
nunca.
Así pues, en su estado original el hombre era templo vivo de Dios, y en su alma
en gracia moraba la Santísima Trinidad; en realidad, cuando Dios creó al hombre lo
hizo para que le fueran otorgados los bienes sobrenaturales: ninguna otra. criatura
sobre la tierra tiene una naturaleza dispuesta para la recepción de esta clase de
bienes. Y esta elevación del hombre al orden sobrenatural le hacía capaz de un
trato con Dios tan confiado y familiar como nos lo da a entender el Génesis (3, 9 y
s.) en el diálogo que entablan después del pecado, cuando Dios llama al hombre, y
él le contesta («te he oído en el jardín»), trato que después sólo algunos grandes
santos, y por algunos momentos, han logrado tener.
Pero había más. «De la unión sobrenatural con Dios y de la semejanza
sobrenatural, fluía, por voluntad divina, un grado de perfección de la sustancia
natural humana que escapa a nuestra experiencia» *(* MICHAEL SCHMAUS, Teología
Dogmática, II (Madrid, Rialp, 1961), 381.). Se habla, incluso, de que la gloria de Dios se
manifestaba en el primer hombre de tal manera, que también su cuerpo estaba
como revestido del resplandor divino, y de una inocencia tal que no se avergonzaba
de su desnudez; el cuerpo, en estas condiciones, era inmortal, y éste fue uno de los
dones preternaturales que le fueron concedidos a la naturaleza humana, un don por
completo gratuito.
Gratuito porque de por sí la naturaleza humana no exigía, en el orden natural, la
inmortalidad. La condición de inmortal otorgada al hombre en su cuerpo no
consistía en no poder morir, sino en poder no morir, y este poder le fue conferido
por Dios. Era, pudiera decirse, como un resultado de su unión con Dios, fuente de
vida, pues Dios -como dice el libro de la Sabiduría- «creó todas las cosas para la
existencia, e hizo saludables a todas sus criaturas, y no hay en ellas principio de
muerte» (Sap., 1, 13 y sig.). Le dio, pues, el poder de no morir, pero capaz de muerte si
se separaba del principio que le confería la inmortalidad, o lo rechazaba.
Así pues, el hombre, en el estado en que fue creado y según el plan que Dios le
trazó en su creación, debería vivir en la tierra sin que su vida se agotase, y después
de un determinado tiempo, sin pasar por la muerte, sería glorificado y llevado a la
directa contemplación de Dios.
También estaba dotado del don de la impasibilidad: no solamente podía no morir,
sino también no padecer. En La Ciudad de Dios, San Agustín expresa este carácter
de la siguiente manera: «Vivía sin necesidades, y podía haber vivido así siempre.
Había allí comida suficiente para que no sufriera hambre, y bebida suficiente para
que no tuviese sed, y estaba allí el árbol de la vida para impedir que la edad
produjese su disolución. Su cuerpo no conocía la corrupción que a uno le producen
los achaques de los sentidos.
No necesitaba tener miedo ni de enfermedades interiores ni de golpes de la
fortuna exteriores.» Ni enfermedad, ni dolor, ni angustia.
También tenían el don de la integridad: una perfecta armonía en su ser, resultado
de la espontánea y natural subordinación de lo inferior a lo superior: por lo tanto,
toda su vida estaba regida y ordenada según razón, con un equilibrio estable y no
turbado por la ira o la envidia, por instintos desmandados que buscaran su propia
satisfacción independientemente de la razón (o contra la razón) y del bien de la
persona entera. Esta perfección del orden entre todos los elementos integrantes de
la persona (sentidos, instintos, pasiones, sentimientos, apetitos) se expresaba en el
señorío de la razón gobernando todos los actos humanos, desde los más elevados
a los más instintivos. Por supuesto no hay que pensar que fuera incapaz de
emociones o pasiones, de deseos o sensaciones o tendencias sensuales; pero lo
que no había era desorden, sino un perfecto acoplamiento de alma y cuerpo y una
no menos perfecta distribución de funciones.
Y por si fuera poco, también poseían el don de la sabiduría: un conocimiento
natural de Dios, del mundo y de sí mismos, claro y sin problemas; un conocimiento
que no era fruto de largos y penosos (o, al menos, dificultosos) estudios, sino fruto
también, y asimismo gratuito, de la bondad de Dios. Por este don llegaban directa, y
casi se podría decir que espontáneamente, a la esencia de las cosas. El Génesis (2,
19 y sig.) nos lo hace entrever cuando Dios hizo desfilar ante Adán a todos los
animales, a los que les fue dando nombre según su naturaleza.
Todos estos dones preternaturales, que sin estar exigidos por la naturaleza
humana no estaban, sin embargo, fuera de su capacidad receptiva, perfeccionaban
esta naturaleza hasta un punto difícilmente superable en el orden natural. Tenía,
además, y como consecuencia de todo lo dicho, un cabal conocimiento de su
misión en el mundo («creced y multiplicaos y henchid la tierra; sometedla y
dominad...», (Gén. 1, 28), así como de su quehacer. Y después de una vida feliz aquí,
una eternidad de gloria sin que por un momento se hubiera roto la unión del alma y
del cuerpo, ni la del hombre con Dios.
2. La caída y sus consecuencias
Ni la infusión de la gracia santificante y la elevación de la naturaleza humana a
un orden sobrenatural, ni los dones preternaturales con que había sido dotada,
habían sido un regalo concedido por Dios a nuestros primeros padres de modo
absoluto e incondicionado. Hubo una condición. En efecto, dice el Génesis: «Y le
dio este precepto: de todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de
la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres,
ciertamente morirás» (Gén. 2, 17) .
Los teólogos han ido ahondando en el sentido de esta prohibición, y dan varias
razones, no incompatibles sino complementarias, que permiten adentrarse en ese
gran misterio de la caída y de sus terribles consecuencias.
Por de pronto, el mandato explícito de abstenerse del fruto de aquel árbol era el
modo de recordar al hombre su condición de criatura, de hacer que no perdiera la
conciencia de su dependencia de Dios. Todos los privilegios que había recibido, aun
tan grandes como eran, debían tener un a modo de contrapeso, siquiera fuera tan
leve como la prohibición de comer de determinado árbol, y este contrapeso fue la
permanente obligación de ejercitar la obediencia al precepto divino.
Este contrapeso le era necesario. Con toda la excelencia de su condición real, el
primer hombre no estaba exento de peligros. Cierto que su naturaleza no estaba
(como sucede con la nuestra) inclinada al mal: eso, la inclinación al mal, fue
precisamente una de las consecuencias del pecado, según se verá; cierto también
que en tales condiciones la vida del hombre sobre la tierra se adaptaba como de
modo espontáneo y sin esfuerzo al orden natural, pero también a la voluntad divina,
como resultado esto último de la inhabitación de la Santísima Trinidad en su alma,
un alma en gracia y con una total inocencia. Pero también es cierto que no estaba
confirmado en gracia. Su estado era, como el nuestro, de viator, de caminante en la
tierra hacia el estado definitivo de gloria al que había sido destinado. Aún estaba en
la etapa de la fe, no de la visión beatífica. Podía, pues, torcer su voluntad
desviándola de Dios: con mayor excelencia fueron creados los ángeles y hubo
quienes se apartaron de su Creador.
Por otra parte, Dios dotó al hombre de una voluntad libre. El don de la libertad
está expresado por la facultad de elección, de querer o no querer, de querer una
cosa u otra. Podía querer a Dios y obedecerle, pero tenía también la capacidad de
rebelarse, es decir, el poder elegir algo distinto a la voluntad de Dios, al precepto
que se le había impuesto. Dios no quiso que el hombre fuera un esclavo, sino un
hijo: no quiso de él la gloria mecánica de una criatura cuya condición hiciera que
necesariamente se conformara con los designios divinos, sino la que provenía de
una criatura que voluntaria y libremente le eligiera y glorificara por amor y por
encima de cualquier otra cosa. Dios no quiso forzar al hombre: lo dejó en manos de
su libre albedrío, mostrándole el bien y el mal, la vida y la muerte, para que
decidiera a quién quería servir y de quién quería recompensa.
Sólo el que ha alcanzado la perfección última, el bienaventurado que goza de la
visión de Dios, está confirmado en gracia y posee la perfecta libertad, aquella en
que la elección del mal, o de lo menos bueno, es imposible, pues la capacidad para
elegir el mal no es propiamente una consecuencia de la libertad, sino de la
imperfección que tiene la libertad del que aún está como viator, como caminante
que todavía no ha llegado a su destino y que, por lo tanto, tiene la posibilidad, más
o menos remota o próxima, de descaminarse.
Ahora bien: «Según el testimonio de la Sagrada Escritura, el hombre elevado por
Dios a tal altura no hubiera incurrido de por sí en la idea de orientar su nostalgia por
derroteros impíos y que le apartaban de Dios. De tal modo era Dios la realidad que
le compenetraba y llenaba, que al hombre no se le hubiera ocurrido oponerse a
Dios y a su mandato si es que de fuera no hubiese sido reducido a hacerlo. Es
verdad que llevaba consigo la posibilidad de rebelarse contra la autoridad de Dios.
Pero hasta el momento en que esta posibilidad no fue excitada desde fuera, el
hombre vivió sometido a la voluntad de Dios y reconoció su autoridad»*(* M.
SCHMAUS, Teología Dogmática, II (Madrid, Rialp, 1961), 395.). Se requería, pues, que un
poder externo actuase sobre el hombre para apartarle del equilibrio en que vivía.
Y hubo, en efecto, un poder externo que le tentó. Fue el demonio, enemigo de
Dios y de sus criaturas, «mentiroso y padre de la mentira» (Jo, 8, 44), quien se
insinuó primero en la mujer, para que ésta a su vez indujese al hombre.
No es necesario exponer aquí todo el proceso de la tentación desde el momento
inicial hasta su consumación en el pecado, pero sí es conveniente alguna
consideración. Cuando la mujer aclaró al tentador que Dios no les había prohibido
comer de los árboles del paraíso, sino de uno sólo, porque si comían de sus frutos
morirían, el demonio le dijo: «No moriréis; es que sabe Dios que el día que comáis
de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal»
(Gen., 3, 5). Y viendo Eva que «el árbol era bueno para comerse, hermoso a la vista
y deseable para alcanzar por él la sabiduría» (Gen., 3, 6), comió e hizo comer a Adán.
He aquí lo sucedido. Dios les había dicho que no comieran del árbol, porque
hacerlo llevaba consigo la muerte; el demonio les dice que lo que Dios les ha dicho
no es verdad, sino que Dios sabe que comer el fruto prohibido les hará como Él,
conocedores del bien y del mal; y como les quiere inferiores, impidiendo que coman
del árbol impide que salgan de su inferioridad y sean como Él. Así pues, en el
centro de la tentación se plantea una cuestión de fe: creer en la palabra de Dios o
creer lo que les dice el demonio. Al inclinarse por lo segundo se está ante una falta
de fe en la palabra de Dios, en una inicial desconfianza en su rectitud; que el árbol
fuera bueno para comer y agradable a la vista ayudó a que la inclinación se
venciera hacia el lado malo.
«Seréis como Dios.» Eso significaba que en adelante no tendrían a nadie por
encima de ellos. Serían señores de sí mismos, y su voluntad sería ley, porque nadie
podría imponerles ley alguna, ya que no habría nadie superior. Sí, conocieran el mal
que antes no conocían, y este conocimiento no fue liberador, antes al contrario, les
sumió en la oscuridad. Y como el conocimiento del mal nunca eleva al hombre, el
conocimiento del pecado -que es el mal- les hizo caer de su condición. Se terminó
para ellos la feliz inocencia; la malicia que nació en ellos les hizo ver que estaban
desnudos y, por primera vez, sintieron vergüenza de sus propios cuerpos. Y esto
sólo fue el comienzo de los males que, para sí y para sus descendientes,
desencadenaron con aquel primer horrendo pecado.
Horrendo porque teniendo sólo motivos para creer en la palabra de Dios,
conociendo los dones recibidos de Él, cedieron ante la insinuación de aquel a quien
nada debían y cuya veracidad o conocimiento nadie les había garantizado. Puestos
a elegir entre la vida (no comer del fruto prohibido) o la muerte («el día que de él
comieres, ciertamente morirás»), eligieron morir; puestos a elegir entre la palabra de
Dios y la palabra de otro, eligieron creer la de otro; puestos a elegir entre obedecer
el precepto de Dios y asegurar la continuidad de una vida feliz y plena, o
desobedecerlo para alcanzar una hipotética perfección, eligieron desobedecer. El
hambre quiso ser lo que no era y tuvo que atenerse a las consecuencias.
Y entonces, en un momento, todo se trastocó. Lo primero de todo, la pérdida de
la gracia santificante. El puente, llano y seguro, que unía la tierra con el cielo y por
el que un día, sin conocer la muerte (es decir, la separación del alma y del cuerpo),
los hombres llegarían a la gloria de la eterna visión beatífica, quedó roto sin que el
hombre pudiera recomponerlo. El hombre arrojó a Dios de su alma, que quedó
sumida en la oscuridad del pecado y bajo la influencia del poder de las tinieblas. Por
la desobediencia se apartaron de Dios, y por tanto, de lo que había sido para ellos
la fuente de la plenitud de sabiduría y amor que hasta entonces tenían.
Todo lo demás fueron consecuencias de esta enorme pérdida. Ellos no quisieron
aceptar su estado de criaturas sujetas a Dios, dependientes de su amor infinito; y
he aquí que tampoco sus potencias inferiores quisieron estar sujetas a la razón y
dependientes del orden razonable que hasta entonces había regido sus actos. La
inteligencia quedó herida y sujeta a error; ya no llegaría nunca al conocimiento de
las cosas sino paulatinamente y con esfuerzo, y a veces con equivocaciones. La
voluntad quedó debilitada; en adelante no abrazaría el bien espontáneamente, y
como hierro atraído por un imán, sino que llegaría al extremo, en verdad absurdo,
de hacer el mal aun a sabiendas de que no debería hacerlo. Todo, pues, en el
hombre quedó desquiciado al oscurecer en sí, por su desobediencia, la imagen de
Dios; no quedó en él ni armonía entre la razón y los instintos, ni equilibrio entre sus
facultades; la herida que el pecado infirió a la naturaleza humana alcanzó a todo su
ser. Quedó sujeto al dolor y a la enfermedad, y al mismo tiempo introdujo la muerte
en el mundo.
Y no fue eso todo: lo que Adán perdió para sí lo perdió también para toda la
humanidad y para siempre. Él no podía transmitir lo que no tenía. Con su
desobediencia rechazó la ordenación divina, y Dios respetó su decisión; renunció a
los bienes que Dios le había concedido para sí y para su descendencia y al carecer
de ellos era imposible que los dejara en herencia. Cuando San Agustín habla de
unamassa damnata, es decir, dañada, condenada en el sentido de impedida de la
visión de Dios, apartada de Él, expresa la condición de los descendientes de Adán,
porque perdida la vida del espíritu, la vida sobrenatural, el hombre quedó
aprisionado por la vida de la carne, que se opone a los designios de Dios, y cuyas
obras «son manifiestas, a saber: fornicación, impureza, lascivia, idolatría,
hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, disensiones, divisiones, envidias,
homicidios, embriagueces, orgías y otras como estas» (Gal., 5, 19-21).
Y con el hombre, toda la creación quedó también sometida a las fuerzas del mal
por el desorden que introdujo el pecado. Cómo, y hasta qué punto, no es fácil
determinarlo, pero es un hecho de experiencia que la armonía entre el hombre y la
naturaleza no existe sino con esfuerzo, y no siempre. Que la maldición del pecado
afectó también al universo está expresado en aquellas palabras de San Pablo que
testimonian que «la creación entera gime hasta ahora y siente dolores de parto», y
que «las criaturas están sujetas a la vanidad (caducidad), no de grado, sino por
razón de quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán libertadas
de la servidumbre de la corrupción» (Rom., 8, 18-23). Servidumbre de la corrupción:
pocas expresiones pueden dar más cabal idea de la situación de las criaturas
después del pecado.
Ahora bien: si el pecado original fue poderoso para oscurecer la imagen de Dios en
el hombre, no lo fue para borrarla; si tuvo fuerza para debilitar su voluntad, no la
tuvo para anularla; si pudo torcer la razón, su poder no fue suficiente para impedir
que conociera la verdad. La naturaleza quedó herida, no corrompida. Esta situación
del hombre, tan desconcertante a veces, capaz de tremendas maldades y de
asombrosos heroísmos, es la que sugirió al cardenal Newman esta a modo de
explicación: «Si viera a un muchacho de buena presencia e inteligente, con prendas
en él de una naturaleza refinada, lanzado al mundo sin previsión, incapaz de decir
de dónde viene, su lugar de nacimiento o sus lazos familiares, concluiría que algún
misterio hay oculto en su historia, y era sujeto del que, por una u otra razón, sus
padres se avergonzaban. Sólo así podría yo dar razón del contraste entre lo que
promete y lo que es en realidad. Por modo semejante razono acerca del mundo: si
hay Dios, puesto que hay un Dios, la raza humana está envuelta en alguna
tremenda calamidad original. Está en desajuste con los designios de su creador» *(*
JOHN H. NEWMAN, Apología pro vita sua (ed. BAC), 190.).
Así es. Todo pecado, al ir contra Dios daña también la imagen y semejanza de
Dios que es el hombre, y por eso Juan Pablo II ha podido afirmar que, en cierto
sentido, cada pecado reduce la dignidad del hombre: «Cuanto más esclavo del
pecado se hace el hombre (Jo., 8, 34), tanto menos goza de la libertad de los hijos de
Dios. Deja de ser dueño de sí, tal como exigiría la estructura misma de su ser
personal, es decir, de criatura racional, libre, responsable.» Y el pecado original,
particularmente grave porque fue la fuente de todos los males, dejó su impronta en
la naturaleza humana; todo hombre, a partir de entonces, nace tarado y con un
germen de mal dentro de sí. Y fue tan triste la condición de la humanidad después
del pecado que no pudo hacer, para neutralizar ese germen que llevamos dentro,
sino mostrar buena voluntad, con la esperanza de que Dios se compadeciera y le
otorgara de nuevo el don que había despreciado.
Tal fue la situación del hombre después del pecado de Adán.
3. Entre el pecado y la redención
La caída de los ángeles, aunque originó la pérdida de los dones sobrenaturales,
no modificó su naturaleza espiritual, tan ricamente dotada en su inteligencia; pero
de tal manera la afectó el pecado, que destruyó en ella la belleza con que Dios la
había enriquecido y centró tenazmente su voluntad en el mal. El pecado original
tampoco corrompió la naturaleza humana, pero la debilitó por la herida causada por
la desobediencia e insubordinación del padre de la Humanidad. No es posible
saber, en el cómputo del tiempo, cuándo sucedió, ni el espacio transcurrido entre
Adán y los primeros restos humanos conocidos; sí sabemos que tales restos nos
muestran, junto con los vestigios de aquella rudimentaria civilización, un estado de
primitivismo que apenas recuerda la perfección con que nuestros primeros padres
salieron de las manos del Creador.
¿Qué fue lo sucedido después de la caída? El pecado de los ángeles fue tan
horrendo y deliberado que les convirtió en demonios. El pecado de Adán no fue tan
terrible; no afectó tan radical y absolutamente a su naturaleza, pero quizá sí alcanzó
incluso a su parte corporal, al hombre entero. Y no fue algo que afectara solamente
a sus protagonistas, a Adán y a Eva, sino que sus consecuencias se extienden a
todos los hombres de todos los tiempos (excepción hecha de la Virgen María).
En efecto, el pecado original se transmitió de Adán a todos los hombres pues
todos pecamos en Adán, cabeza de la humanidad y su fuente; por tanto, la tara que
el pecado produjo en su naturaleza se transmitió con la generación a sus
descendientes, de modo que todo hombre nace privado de la gracia y con su
naturaleza herida. Pero lo mismo que el pecado original, ¿se transmitió también el
conocimiento de este hecho?
No parece que tal cosa sucediera. Sin embargo sí ocurre una cosa notable: tanto
en los pueblos civilizados como en las tribus más incultas, dados los conocimientos
que tenemos de la historia anterior a la Redención, se da la singular coincidencia de
los sacrificios, e incluso de sacrificios sangrientos. Quizá no existiera la conciencia
de un pecado primitivo que alcanzaba a todos, pero sí existía una oscura y quizá no
muy definida conciencia de estar en deuda con Dios, cualquiera que fuera el
concepto que cada pueblo ó tribu tuviera de la divinidad. Así, por ejemplo,
Eurípides, en el siglo v antes de Jesucristo, pone en boca de Apolo (en la tragedia
Orestes) estas significativas palabras: «No es Elena culpable de la guerra de Troya;
su belleza no fue sino el instrumento de que se valieron los dioses para encender la
guerra entre los pueblos y hacer correr la sangre que había de purificar la tierra,
manchada con la multidud de los delitos».
A esta segura creencia de tener algo que reparar se añade la idea, igualmente
muy generalizada, de que las maldades o pecados de algunos hombres podían
atraer sobre los demás el castigo divino; y también que el ofrecimiento de una
víctima en holocausto podía satisfacer a la divinidad y salvar al pueblo.
Y no deja de ser significativo que el modo de aplacar a una divinidad ofendida, o
de atraer su favor sobre el pueblo, fuera precisamente ofrecer sacrificios. Pues la
palabra sacrificio (de sacrum facere, hacer sagrado algo) no indica otra cosa sino
que se consagra a la divinidad una persona o una cosa, haciéndola sagrada al
sustraerla al uso común (si es una cosa) o al dedicarla al servicio divino (si es una
persona). Así pues, el sacrificio es un ofrecimiento a Dios por el que se reconoce su
superioridad y su dominio, y por el que se expresa el reconocimiento, la deuda o la
súplica de aquel -persona o pueblo- en cuyo nombre se hace; por tanto, constituye
el acto principal del culto a la divinidad. El hecho de que se encuentre en todas las
religiones, y desde el tiempo más remoto, es indicio cierto de un algo común a todos
que hace del culto a la divinidad una característica universal.
No es un artificio convencional, y cualesquiera que sean las formas que adopte
en los distintos pueblos, su esencia es invariable, a saber: una ofrenda que se hace
a Dios en cuanto dueño de todo, a modo de reconocimiento de su derecho sobre la
creación; una víctima que se ofrece por los pecados o delitos cometidos por los
hombres y que ofenden a Dios, víctima que es sacrificada en sustitución y
representación de los culpables; un don mediante el cual se busca tener propicia a
la divinidad para la consecución de algún beneficio que se le quiere pedir, o, ya
conseguido, como acción de gracias por haber concedido lo que se pedía.
De modo especial, siempre que el sacrificio se ofrecía para obtener el perdón de la
divinidad agraviada por los pecados y delitos, el sacrificio era cruento, y la víctima
tenía un carácter sustitutivo en la expiación, como si cargara con las culpas de los
hombres y, al morir, pagara la deuda contraída; en este sentido, el sacrificio surge
de la conciencia de culpa, y es el modo con que el culpable tiende a borrarla por la
expiación. Entonces, una parte de la víctima era destruida por el fuego sobre el altar
del sacrificio, y el resto era comido en un banquete sagrado, con lo que de un modo
misterioso los que comían de la víctima sacrificada se unían a la divinidad a la que
se había ofrecido. En realidad, y según un sentido de justicia, era el hombre quien
debía pagar por los pecados de los hombres, y de hecho hubo en pueblos antiguos
(cretenses, fenicios, aztecas, etcétera) sacrificios humanos. En suma: en todos los
pueblos paganos el sacrificio, cualquiera que fuera su carácter (inmolación,
holocausto, oblación)* (* En la inmolación la víctima era entregada a la muerte; en el holocausto
era después consumida por el fuego; por último, en la oblación algo se sustraía al uso común para
ser ofrecido a la divinidad.), era el modo en que los hombres daban culto a la divinidad y
el medio de reconocer y expiar las culpas.
El sacrificio apareció por primera vez al poco de cometido el pecado, tan pronto
corno la conciencia de ser deudores respecto de Dios se hizo presente en los
hombres, cuando sintieron la necesidad de saldar la deuda mediante actos que
mostraran el reconocimiento de su dependencia y el deseo de expiación. El primero
que ofreció un sacrificio fue Abel, y fue un sacrificio sangriento. Desde entonces se
ha ofrecido a Dios el culto de un sacrificio que, al tener el carácter de expiación, ha
mostrado la conciencia de pecado, el reconocimiento de la dependencia respecto a
Dios, y el deseo de purificación existente en todos los hombres.
Que este acto de culto, el sacrificio, era agradable a Dios y aceptado por Él como
el gesto de sumisión del hombre y reparación de sus ofensas se hizo patente en un
momento determinado. Cuando nuestros primeros padres perdieron la amistad con
Dios, Dios misericordioso se compadeció de ellos (de ellos y de sus descendientes,
de la humanidad que veía perdida y abandonada) y arbitró el remedio, y aunque tan
sólo de una manera muy velada, pero suficiente para dar lugar a la esperanza, les
insinuó su propósito. Una mujer había sido el instrumento por el que se introdujo el
pecado, y una mujer fue mencionada como el instrumento por el que el pecado
sería expulsado; la serpiente venció a la mujer, y una mujer vencería a la serpiente
(Gen., 3, 15).
Pero todavía tenían que pasar muchos siglos y suceder muchas cosas hasta que
Dios comenzara a poner en práctica su designio: hacerse un pueblo al que
paulatinamente y por mil medios iría formando con el fin de disponerlo para el
momento en que la deuda sería definitivamente saldada. Al escoger al hombre que
iba a ser la cabeza y origen de este pueblo que Dios se iba a formar, le sometió a
una prueba que expresara del modo más real y absoluto posible el dominio de Dios
sobre toda criatura, y al mismo tiempo y como consecuencia, la magnitud de toda
ofensa hecha a Dios por el hombre. Abraham se manifestó dispuesto a sacrificar a
su hijo, y Dios le hizo padre de un gran pueblo. Y en este pueblo escogido fue
donde Dios reglamentó -si se permite expresarlo así- el sacrificio de sangre, tal
como se lee en el Antiguo Testamento.
Abraham fue el comienzo. Sus descendientes se multiplicaron como las estrellas
del cielo, tal como se le había prometido, pero esto sucedió en Egipto, estando en la
cautividad. Cuando les sacó Moisés de Egipto ni siquiera era propiamente un
pueblo, sino tan sólo una abigarrada muchedumbre que descendía de un tronco
común. Fueron necesarios los cuarenta años de vagar por el desierto para convertir
aquel conglomerado en un verdadero pueblo con leyes, instituciones, jerarquías,
tradiciones, organización civil y religiosa, sacerdotes... y sacrificios.
Es preciso leer el Éxodo y el Levítico para percibir hasta qué punto los sacrificios
tuvieron un carácter de necesidad y fueron queridos por Dios. Así, por ejemplo, en
el Levítico (c. 3) se recogen las minuciosas instrucciones de Dios sobre los
sacrificios pacíficos: cómo debía ser la víctima inmolada (también cómo debía ser el
altar del sacrificio, y los instrumentos que debían utilizarse, indicando hasta el
material del que habían de ser hechos) y qué partes de la víctima debían quemarse.
En el capítulo siguiente del mismo libro se recogen las indicaciones para los
sacrificios expiatorios por el pecado: lo que había que hacer cuando el pecado era
cometido por el sumo sacerdote, cuando lo cometía la comunidad de Israel, cuando
era un jefe o un hombre del pueblo el que quebrantaba la ley; lo que debía hacerse
en ciertos casos especiales, la reglamentación de los sacrificios de reparación; el
ritual que se debía observar en el holocausto, en la oblación, en los sacrificios de
expiación, las prescripciones que habían de guardar los sacerdotes... Incluso las
ceremonias para los sacrificios de alabanza y los votivos estaban cuidadosamente
previstos.
Pero especialmente recae la atención sobre los sacrificios sangrientos como
capaces de purificar al hombre de sus pecados: «según la Ley, casi todas las cosas
han de ser purificadas con sangre, y no hay remisión sin efusión de sangre» (Hebr.,
9, 22). He aquí lo importante: la remisión del pecado debe lograrse mediante el
sacrificio expiatorio de una víctima, y de aquí el cuidado con que se prescribieron
los detalles del ritual con que debían hacerse los sacrificios y la importancia que se
da a la sangre. La esencia del rito era común a todos: víctima lo más perfecta
posible («una res sin defecto»), imposición de mano sobre ella («pondrá la mano
sobre la cabeza de la víctima», «los ancianos de la comunidad pondrán sus manos
sobre la cabeza del novillo»), inmolación: una parte de la víctima se quemaba, otra
era comida («en lugar sagrado», pues «es cosa sacrosanta») por el sacerdote que
la había sacrificado.
Ahora bien: si Dios, al prescribir tan minuciosamente todo lo referente al ritual de
los distintos tipos de sacrificios, daba a entender con toda claridad la importancia
que tenían a sus ojos, no por eso los limitaba a un mero rito. No era el hecho en sí
lo que tenia valor, sino el espíritu que lo informaba. En otras palabras: el sacrificio,
así la oblación como el holocausto, tomaba su valor en cuanto expresión de la
actitud del oferente hacia Dios. Por tanto, se cuidó de enseñar esta lección a su
pueblo, a aquel pueblo que con tanta frecuencia tendía a olvidarse de los preceptos
divinos y a convertir el culto en mero cumplimiento externo, o a volverse hacia los
ídolos.
Por medio de los profetas, y con una paciencia infinita, Dios amonestaba una y
otra vez a aquel pueblo olvidadizo: «¿De qué me sirve la multitud de vuestros
sacrificios? -dice Yavé-. Estoy harto de holocaustos de carneros y de grasas de
becerros (...) Lavaos, purificaos, alejad vuestras malas acciones de mis ojos, dejad
de hacer el mal. Aprended a hacer el bien, perseguid la justicia, socorred al
oprimido...» (Is., 1, 11 y 15-17). «Porque yo quiero amor, no sacrificios;
conocimiento de Dios, no holocaustos» (Os., 6, 6). «¿Con qué me presentaré a
Yavé, me postraré ante el Señor del cielo? ¿Me presentaré con holocaustos, con
terneros añales? ¿Aceptará Yavé los miles de carneros, y las libaciones de aceite a
torrentes? (...) Se te ha dado a conocer, oh hombre, lo que es bueno, lo que Yavé
reclama de ti. Es esto: practicar la justicia, amar la misericordia y caminar
humildemente con tu Dios» (Miq., 6, 6-8).
Esto es importante. Sin estos sentimientos interiores, sin informar el sacrificio con
un deseo de purificación que se expresa en hacer el bien (en practicar la virtud), el
sacrificio se convierte en un simple rito vacío de contenido. Pues el sacrificio no
tiene valor en sí, es decir, por el simple acto de hacerlo, independientemente de la
actitud del oferente; no adquiere su sentido de un modo mecánico por el hecho de
practicar determinados gestos. Su valor y su sentido lo adquiere de la intención del
oferente, intención que se traduce en evitar las ofensas a la divinidad (y
precisamente para reparar las que un individuo o un pueblo han cometido se ofrece
el sacrificio, que es ya una expresión del arrepentimiento) y practicar aquello que es
de su agrado. Santo Tomás de Aquino lo expresó, con su precisión habitual, en la
Summa (III, q. 83, a. 4): «Quienquiera que ofrezca un sacrificio, debe tomar parte en
él, porque el sacrificio externo que es ofrecido es un signo del sacrificio interior por
el que quien ofrece, se ofrece a sí mismo a Dios. De aquí que por el hecho externo
de que participa en el sacrificio (a saber, por la comunión), el oferente muestra que
participa en el sacrificio interior.»
4.El sacrificio redentor
Entre los sermones que se conservan del Santo Cura de Ars hay uno cuyo tema es
precisamente la santa Misa. Lo predicó el segundo domingo después de
Pentecostés, y sus primeras palabras son un resumen perfecto del misterio que hizo
del Unigénito Hijo de Dios un varón de dolores, pendiente de una cruz en un
patíbulo con unos delincuentes comunes. Comenzó así: «Es innegable que el
hombre, como criatura, debe a Dios el homenaje de todo su ser, y como pecador, le
debe una víctima de expiación. Por esto, en la Antigua Ley todos los días, en el
templo, era ofrecida a Dios tanta multitud de víctimas. Mas aquellas víctimas no
podían satisfacer enteramente por nuestras deudas delante de Dios; era necesaria
otra víctima más santa y más pura, la cual había de continuar sacrificándose hasta
el fin del mundo, víctima que había de ser capaz de pagar lo que nosotros debemos
a Dios. Esta santa víctima es el mismo Jesucristo, Dios como su Padre y hombre
como nosotros» *(* SAN JUAN BAUTISTA MARÍA VIANNEY, Sermones escogidos (Madrid, Rialp,
1957), 317.).
En efecto, los sacrificios que los hombres ofrecían a la divinidad antes de que
Dios se formara un pueblo que sirviera como de hogar al Mesías prometido, así
como los que en tiempos de Moisés prescribió al pueblo elegido, eran gestos de
buena voluntad que Dios recibía con agrado, pero eran totalmente insuficientes
como expiación de un pecado o remisión de una deuda. A lo más, eran como unos
céntimos para saldar una deuda de miles y miles de millones, y ni aun eso, pues la
aniquilación del pecado era una tarea humanamente irrealizable. Por otra parte, el
puente que unía la tierra con el cielo y que el hombre había destruido con el pecado
original nos había dejado en esta orilla sin posibilidad de ir a la otra, porque ese
puente había sido tendido desde el cielo, y desde el cielo debía ser restaurado. Los
hombres eran impotentes a este respecto, porque la tarea les sobrepasaba de tal
manera que estaba fuera de sus posibilidades.
Dios proveyó, porque en su misericordia se compadeció de los hombres. Con la
claridad con que en el Siglo de Oro español se supieron expresar los misterios de la
fe hasta en las obras dramáticas, una claridad que hacía comprensibles para el
pueblo, en la medida que era posible, las verdades más importantes de la doctrina
católica, Calderón de la Barca expuso en un auto sacramental sobre La devoción de
la Misa sus momentos principales. En él, uno de los personajes hace una relación
de las distintas partes del Sacrificio, comenzando por la determinación de Dios de
remediar el triste estado en que el pecado había sumido al hombre. Dice:
Compadece Dios su llanto, y viendo que al hombre sea, siendo como es infinita
por el objeto la deuda, imposible que por sí alcance a satisfacerla, determinó su
bondad,
su amor, su piedad, su ciencia, que hombre y Dios la satisfaga.
Ya en las prescripciones que dio al pueblo para el ritual de los sacrificios les fue
preparando para el momento en que la deuda iba a ser saldada: una víctima
perfecta y sin mancha, inmolada, y cuya carne serviría de alimento. Paulatinamente,
a lo largo de siglos, Dios fue desvelando por los profetas los carácteres de la
Víctima que Él había preparado para la redención de los hombres. Los textos más
expresivos -y tal vez los más conocidosson de Isaías: el que predice el misterio de
la encarnación virginal («una virgen dará a luz a un hijo, que se llamará
Emmanuel», Is., 7, 14), la mención del vástago que surgiría de la raíz de Jesé (Is.,
11, 1), y sobre todo (entre otros pasajes) aquel en el que se describe su sacrificio
más de siete siglos antes de que ocurriera, presentándolo como «retoño de raíz en
tierra árida»:
No hay en él parecer ni hermosura que atraiga las miradas, no hay en él belleza
que agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, conocedor de
todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro, menospreciado, estimado en
nada.
Pero fue Él ciertamente quien tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con
nuestros pecados, y nosotros le tuvimos por castigado y herido por Dios y
humillado. Fue traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros pecados.
El castigo salvador pesó sobre él, y en sus llagas fuimos curados. Todos nosotros
andábamos errantes, como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Yavé cargó
sobre él la iniquidad de todos nosotros.
Maltratado y afligido, no abrió la boca (...) Fue arrebatado por un juicio inicuo, sin
que nadie defendiera su causa cuando era arrancado de la tierra de los vivientes y
muerto por las iniquidades de su pueblo. Dispuesta estaba entre los impíos su
sepultura, y en la muerte fue igualado a los malhechores, a pesar de no haber en él
maldad, ni mentira en su boca (...).
Ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado, tendrá posteridad (...) El Justo, mi
siervo, justificará a muchos y cargará con las iniquidades de ellos. Por eso yo le
daré por parte suya muchedumbres, y recibirá muchedumbres por botín: por
haberse entregado a la muerte, y haber sido contado entre los pecadores cuando
llevaba sobre sí los pecados de todos e intercedía por los pecadores (Is., 53, 2-12).
Así pues, contra la opinión generalizada entre los judíos de un Mesías poderoso
que iba a liberar al pueblo de dominaciones extranjeras y vencer a sus enemigos,
Dios fue inculcando la idea de una Víctima que se ofrecería en sacrificio por los
pecados y por el cual, debido al carácter de la Víctima que se ofrecía, la deuda del
hombre con Dios quedaría saldada, y el orden de la creación roto por el pecado,
restaurado.
Por su esencia, el pecado cometido por Adán tuvo una dimensión infinita por la
condición del ofendido, Dios infinito, a quien ofendió despreciando el orden
establecido por Él y queriendo sustituirlo por otro en el que el hombre sería igual a
Dios («seréis como Dios»). Naturalmente, ningún hombre, limitado, imperfecto y
pecador, podía saldar una deuda de esta especie, y ni siquiera el sacrificio de todos
ellos; la deuda seguiría siendo la misma. Menos aún podían satisfacer las víctimas
irracionales ofrecidas en holocausto corno sacrificio de expiación y reparación.
¿Cómo, pues, podría componerse lo que el pecado del hombre había
descompuesto? ¿Cómo podrían los hombres salvarse del abismo en que el pecado
los había sumergido, si a la limitación de su naturaleza todavía había que añadir la
debilidad en que el pecado la había sumido?
El remedio vino de Dios, del mismo Dios que había recibido la ofensa. Determinó
que el Hijo Unigénito del Padre asumiera la naturaleza humana, encarnándose por
obra del Espíritu Santo en las entrañas purísimas de la Virgen María, tal como ya lo
había anunciado por Isaías. Entonces, el Hijo de Dios e hijo de la Virgen María,
Jesucristo, al ofrecerse como víctima podría satisfacer cumplidamente por el
pecado y devolver a Dios (si se permite expresarlo así) la gloria que el hombre le
arrebató con su insensata pretensión de ser como Él, no inferior a Él. Pues
entonces, en cuanto hombre, Jesús pagaba la deuda que el hombre tenía con Dios,
y en cuanto Dios, su sacrificio tenía una dimensión infinita proporcionada a la
infinitud de la ofensa: como hombre podía morir, y como Dios satisfacer plenamente
a la justicia divina.
Así, los sacrificios tan minuciosamente regulados en la antigua ley alcanzan su
sentido pleno en el sacrificio redentor del Hijo de Dios hecho hombre; pues aun
cuando tales sacrificios no fueran eficaces -como se dice en la Epístola a los
Hebreos- en orden a la perfecta reparación de la deuda contraída con Dios, eran,
sin embargo, «figura» que miraba al sacrificio perfecto de Cristo. Esta conexión
entre los sacrificios de la ley antigua y el sacrificio que consagra la ley nueva está
expresado con una asombrosa precisión en uno de los prefacios del tiempo
pascual, el V, que dice así refiriéndose al Señor: «Porque Él, con la inmolación de
su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a lo que anunciaban los sacrificios de
la antigua alianza, y ofreciéndose a sí mismo por nuestra salvación, quiso ser al
mismo tiempo sacerdote, víctima y altar», y todavía con mayor énfasis, en la oración
sobre la ofrenda del domingo XVI del tiempo ordinario: «Oh Dios que has llevado a
la perfección del sacrificio único los diferentes sacrificios de la antigua alianza... ».
Por tanto, ahora, en la plenitud de los tiempos, no fue todo exactamente igual
que antes en lo que se refiere a los sacrificios. La ley de Moisés tuvo como finalidad
preparar al pueblo para la venida del Mesías y el establecimiento de una nueva y
definitiva alianza, de modo que en el sacrificio de la Cruz se abolió la antigua ley y
se instauró la ley de la gracia. Ahora bien: según se vio antes, al reglamentar los
sacrificios, Dios dispuso que el sacrificio, indistintamente de cuál fuese su carácter
(pacífico, de expiación, de reparación), fuera ofrecido, no por cualesquiera, sino
precisamente por aquellos a quienes Él había confiado esta función; nació así una
clase sacerdotal para prestar principalmente este oficio, por el cual participaban del
sacrificio de modo más intenso que el pueblo por el cual se ofrecía. Pero al llegar el
momento en que iba a tener lugar el sacrificio de Jesucristo en la cruz, un nuevo
sacerdocio reemplazó al antiguo: un nuevo sacerdocio según el orden de
Melquisedec que recaería precisamente, y mediante juramento, en Jesucristo, como
se había profetizado: «tal convenía que fuese nuestro Pontífice: santo, inocente,
inmaculado, separado ya de los pecadores y elevado más alto que los cielos; que
no necesitaba diariamente, como los sumos sacerdotes, ofrecer sacrificios primero
por sus propios pecados y después por los del pueblo. Esto lo hizo Él de una vez
para siempre cuando se ofreció a sí mismo» (Hebr., 7, 26-27).
«Se ofreció a sí mismo.» En efecto, como sacerdote eterno según el orden de
Melquisedec se ofreció a sí mismo, «santo, inocente, inmaculado, separado ya de
los pecadores y elevado más alto que los cielos», pues por ser Hijo Unigénito del
Padre, y Dios con el Padre y el Espíritu Santo, el Verbo encarnado era autor de los
mismos cielos. No se limitó a padecer, si es que puede decirse así. Su pasión y
muerte fue un acto de obediencia; no fue algo irremediable, sino un voluntario
ofrecimiento de sí mismo a la muerte de Cruz para gloria del Padre y salvación de
los hombres: «se entregó por nuestros pecados para librarnos de este siglo malo»
(Gal. 1, 4), escribió San Pablo. Y lo hizo por pura misericordia, por compasión
hacia los hombres. Un antiquísimo texto, el Discurso a Diogneto (s. II), muestra ya lo
que desde el principio enseñó la Iglesia respecto a la redención:
Y cuando nuestra maldad llegó a su colmo, y se puso totalmente de manifiesto
que la sola paga de ella que podíamos esperar era castigo y muerte, venido que fue
el momento que Dios tenía predeterminado para mostrarnos en adelante su
clemencia y poder (¡oh benignidad y amor excesivo de Dios!), no nos aborreció, no
nos arrojó de sí, no nos guardó resentimiento alguno; antes bien mostrósenos
longánime, nos soportó. É1 mismo, por pura misericordia, cargó sobre sí nuestros
pecados; Él mismo entregó a su propio Hijo como rescate por nosotros: al Santo por
los pecadores, al Inocente por los malvados, al Justo por los injustos, al
Incorruptible por los corrompidos, al Inmortal por los mortales.
Algo cambió en el mundo cuando Jesús consumó su sacrificio en el Calvario y,
en lo alto de la Cruz, exhaló el último suspiro. No es precisamente un simple detalle
accidental que en el Evangelio se mencione que «el velo del templo se rasgó en dos
partes de arriba abajo». En la ley antigua, vigente hasta entonces, estaba dispuesto
que hubiera como dos tabernáculos, como dos lugares santos para el culto; el
primero era el «santo» y el segundo «el santo de los santos». Los sacerdotes
encargados del culto entraban «en todo tiempo» en la primera parte del tabernáculo
para los actos de culto, ofreciendo diariamente sacrificios, pero en la segunda
«entra solamente el sumo sacerdote una vez al año, y provisto de sangre, que
ofrece por sus pecados y por los del pueblo» (Hebr., 9, 6 y 7) .
Cuando murió el Señor y se rasgó el velo del templo que separaba ambos
tabernáculos, Cristo sobrevino «a través de un tabernáculo más santo y más
perfecto, no hecho por mano de hombre, es decir, no de esta creación, y entró de
una vez para siempre en el santuario, no con sangre de machos cabríos y de
becerros, sino con su propia sangre, adquiriéndonos la redención eterna» (Hebr., 9,
11 y 12), puesto que «se ofreció a sí mismo a Dios como víctima inmaculada».
Cesaron, pues, los sacrificios de sangre por los pecados, pues «donde hay remisión
de los pecados no hay necesidad de oblación por el pecado», ya que está redimido.
Todo lo que afectó a la vida de Jesús, todos los episodios que tuvieron relación
con él convergieron, no por casualidad, sino por finalidad interna, en el sacrificio de
la Cruz. Y con este sacrificio se entraba en una nueva situación, en una nueva
alianza: se había llevado a cabo la liberación de los hombres, oprimidos por unas
culpas que no podían reparar, de modo que en adelante sólo los que quisieran
volverían de nuevo al estado de esclavitud que es el fruto del pecado.
Con el sacrificio de la Cruz se cierra la etapa que abrió el pecado y durante la
cual la humanidad vivió bajo su yugo; a partir de la Redención, y tras ser vencido el
pecado y la muerte, de nuevo el hombre recuperó, por la gracia, el privilegio de la
filiación divina por adopción. Y como el sacerdocio de Cristo no se instituyó «en
virtud del precepto de una ley carnal» (como en el Antiguo Testamento), sino en
virtud «de un poder de vida indestructible», su sacerdocio es eterno, así como su
intercesión (Hebr., 7, 11 y s.), lo mismo que su sacrificio continuamente renovado
incruentamente en la Misa.
5.El sacrificio de la Misa
La Sagrada Escritura nos ha dejado cuatro relatos de la institución dé la
Eucaristía, debidos a San Mateo (26, 26-28), San Marcos (14, 22-24), San Lucas
(22, 19-20) y San Pablo (I Cor., 11, 23-26). Son sustancialmente idénticos, pero el
de San Pablo es, además de ligeramente más extenso, el más antiguo. Narra así en
la I Epístola a los Corintios la institución de la Eucaristía:
Porque yo he recibido del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, en
la noche en que fue entregado, tomó el pan, y después de dar gracias lo partió y
dijo: Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía. Y
asimismo, después de la cena, tomó el cáliz, diciendo: Éste es el cáliz de la Nueva
Alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, haced esto en memoria mía. Pues
cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor
hasta que Él venga (I Cor., 11, 23-26).
«Haced esto en memoria mía», les había dicho. Pero ¿a qué se refería al decir
«esto»? Indudablemente no a la Cena, sino a lo que terminaba de hacer: convertir
el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre, consagrar el pan y el vino. Juntamente
con el sacramento de la Eucaristía instituyó entonces el sacramento del Orden,
dando a sus discípulos el poder de consagrar, es decir, el poder de convertir el pan
y el vino en su Cuerpo y su Sangre.
Pero ¿por qué lo de «anunciáis la muerte del Señor»? Si se trataba simplemente
-como dicen los protestantes- de una Cena, ¿a qué venía la mención de su muerte
como un anuncio hecho a los hombres cada vez que se procedía a celebrar el
mismo rito, cada vez que se pronunciaban las mismas palabras que Jesús había
pronunciado para convertir la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo y su
Sangre?
Mucho antes, en el sermón que Jesús pronunció en la sinagoga de Cafarnaum
después de la multiplicación de los panes y de los peces, los judíos se habían
escandalizado por sus palabras, pues lo que había dicho era sin duda muy fuerte:
«Yo soy el pan de vida... Si alguno come de este pan vivirá eternamente, y el pan
que yo le daré es mi carne... porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre
verdadera bebida» (Jo., 6, 35, 51, 55). «Discutían los judíos entre ellos», dice San
Juan, acerca de lo que Jesús decía, pues no entendían; tampoco los apóstoles,
pero ellos no discutieron. Simplemente aceptaron sus palabras, cualquier cosa que
fuese lo que con ellas quisiera decir, porque creían en Él y sabían que Él les quería,
y que lo que decía tenía un sentido; sabía que les estaba enseñando algo, y ellos lo
aceptaban aunque no lo entendieran.
Desde luego no fue esto lo único que no entendieron. Cuando San Marcos narra el
segundo anuncio de la pasión («el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de
los hombres, lo matarán y, después de muerto, a los tres días resucitará»), añade:
«Pero ellos no entendían estas palabras y no se atrevían a preguntarle» (Me., 9,
31-32). San Lucas todavía añade un pormenor: «Pero ellos no entendían esta
expresión, pues para ellos tenía como un velo que no les dejaba entenderla, y
temían preguntarle» (Lc., 9, 45). Fue mucho más tarde cuando entendieron, cuando
después de la ascensión de Jesús a los cielos les envió el Espíritu Santo que rasgó
este velo que les impedía penetrar el sentido de las enseñanzas de Jesús; y así se
cumplió a la letra lo que Jesús les había prometido: «el Consolador, el Espíritu
Santo que el Padre os enviará en mi nombre, Él os lo enseñará todo y os recordará
cuanto os he dicho» (Jo., 14, 26). En efecto, el Espíritu Santo es el que nos enseña
que la Misa «es acción divina, trinitaria, no humana -nos recuerda monseñor
Josemaría Escrivá de Balaguer al declarar la función del celebrante-. El sacerdote
que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra
en nombre propio, sino in persona et in nomine Christi, en la Persona de Cristo, y en
nombre de Cristo»*(* J0SEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa (Madrid, 1973),
n. 86.).
En la narración que hace San Mateo de la institución de la Eucaristía pone en
boca de Jesús estas palabras: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo...»; y luego,
presentándole el cáliz: «Bebed todos de él, porque ésta es mi sangre del nuevo
testamento, que será derramada por muchos para el perdón de los pecados» (Mt.,
26, 27 y 28). Es muy significativo que San Mateo mencione que se trata de la sangre
«del nuevo testamento». Un nuevo testamento que sustituye y anula al antiguo;
ahora bien: «donde hay testamento es preciso que intervenga la muerte del
testador. El testamento es valedero por la muerte, pues nunca el testamento es
firme mientras vive el testador» (Hebr., 9, 16 y 17). Por tanto, la nueva alianza, el
testamento nuevo, se inicia con la muerte del testador, con la muerte de Jesús.
Horas antes de que se consumara, con la muerte, su sacrificio en el Calvario,
Jesús instituyó durante la Cena el sacramento de la Eucaristía, enseñando a los
apóstoles lo que debían hacer para convertir el pan y el vino en su Cuerpo y su
Sangre con el fin de que sirviera de alimento para la vida sobrenatural de los fieles y
dándoles el poder para realizar este milagro de la transubstanciación. Pero es claro
que no se puede comer el Cuerpo de Jesús si antes no muere: en los sacrificios se
comía de la víctima después de sacrificarla y hecha santa por la ofrenda del
sacrificio. Por tanto, sólo después de la muerte de Jesús en la Cruz podría repetirse
en memoria suya lo que Él había hecho durante la Cena, y precisamente por eso
anunciarían su muerte cuantas veces lo repitieran.
Pero hay más. En una de las conferencias que el cardenal Ratzinger pronunció
en el Perú, precisamente en la que se refería a la eclesiología del Vaticano II,
relacionó la Misa con la fundación de la Iglesia: la útima Cena -dijo- «viene a ser
propiamente el verdadero acto de fundación de la Iglesia (...) Él repite en la última
Cena el pacto del Sinaí, o mejor aún: lo que allí había sido un presagio a través del
signo, ahora llega a ser completamente realidad: la comunión de sangre y de vida
entre Dios y el hombre. Diciendo esto, queda claro que la última Cena anticipa la
cruz y la resurrección y, al mismo tiempo, las presupone necesariamente, porque de
lo contrario todo permanecería como un signo vacío» *(* CARDENAL JOSEPH
RATZINGER, «La eclesiología del Vaticano II», en L'Osservatore Romano (ed. castellana) 10 de
agosto de 1986.).
Evidentemente la crucifixión, la muerte de Jesús en la Cruz, era irrepetible. Antes
de su pasión había que repetir los sacrificios, ya que la sangre de los toros y de los
machos cabríos no quitaba los pecados: «y mientras todo sacerdote se presenta
diariamente, oficiando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que no
tienen poder alguno para quitar los pecados, Él, por el contrario, habiendo ofrecido
un solo sacrificio por una oblación única ha hecho perfectos para siempre a
aquellos que santifica» (Hebr., 10, 22-15). En efecto, no entró en el santuario esta
Víctima perfecta «para ofrecerse a sí mismo muchas veces, a la manera que el
pontífice entra cada año en el santuario con sangre ajena; de otra manera sería
preciso que hubiese tenido que padecer muchas veces desde la creación del
mundo. Pero ahora, una sola vez, en la plenitud de los tiempos, se manifestó para
destruir el pecado por el sacrificio de sí mismo» (Hebr., 9, 25 y 26). Y es este sacrificio,
incruento ahora -porque Cristo glorioso, sentado a la diestra de Dios Padre, ya no
puede morir-, el que ofrece la Iglesia diariamente, y seguirá ofreciendo hasta el fin
de los siglos.
Se ha dicho con gran propiedad que el sacrificio de Jesús por el que fuimos
redimidos se instituyó en el Cenáculo, se consumó en el Calvario, y se continúa en
la Iglesia. Se continúa: es el mismo, no otro. Como en el Calvario, el mismo Jesús
es sacerdote y víctima, y se ofrece, como en la Cruz, en alabanza y reparación,
pero no de una manera cruenta, sino incruenta. El pan y el vino se ofrecen y se
consagran por separado para indicar la muerte del Señor, y entonces los fieles del
Nuevo Testamento participan de la víctima en razón de su «sacerdocio real» (I Petr.,
2, 9) común a todos los bautizados, cuya razón de ser la dio San Agustín cuando
escribió que «nosotros llamamos a todos los cristianos sacerdotes porque son
miembros del único Sacerdote, Cristo». Pero este sacerdocio de los laicos es
distinto del sacerdocio ministerial propio sólo de los que, por haber recibido el
sacramento del Orden, han sido capacitados para poder consagrar actuando in
persona Christi, y, como Él, ejercen la misión de pontífice y mediador; y esto hasta
tal punto que si no hubiera sacrificio no existiría sacerdocio, ya que el sacerdocio
tiene su función principal en el sacrificio (Hebr., 8, 3). Así resulta muy clara la
expresión: «pues cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz anunciáis la
muerte del Señor hasta que Él venga». Evidentemente, cada vez que participamos
de la víctima del sacrificio es porque antes ha sido inmolada, y así pudo afirmar
rotundamente el Concilio de Trento: «En el divino sacrificio de la Misa se contiene y
se inmola incruentamente el mismo Cristo, que se ofreció una sola vez
cruentamente en la cruz».
De modo que, como recordó Pío XII en la Mediator Dei (n. 20) «el augusto
Sacrificio del Altar no es, por tanto, una simple y pura conmemoración de la Pasión
y muerte de Jesucristo, sino un sacrificio propio y verdadero, por el que el Sumo
Sacerdote, mediante su inmolación incruenta, repite lo que una vez hizo en la Cruz,
ofreciéndose enteramente al Padre como Víctima gratísima».
Cuando durante la Cena el Señor encargó a sus discípulos: «haced esto en
memoria mía», lo que hizo fue dejarles su última voluntad: un recuerdo vivo, un
sacrificio valedero para siempre y un alimento para sus almas, de modo que -en
expresión de Juan Pablo II- cuando se celebra la Misa se está celebrando «el
sacrificio de la Cruz de Cristo», y cuando comulgamos, nos nutrimos
«sacramentalmente con los frutos del Santo Sacrificio propiciatorio» *(* JUAN PABLO
II, Carta a todos los obispos de la Iglesia sobre el misterio y culto de la Eucaristía (24-11-1980).).
Y eso, de tal manera que los elementos esenciales del sacrificio, que, desde el
de Abel, han venido haciendo los hombres a Dios, han llegado íntegramente al
sacrificio de la Misa: una víctima sin mancha que se ofrece a la divinidad, se inmola
y se da a comer al sacerdote oferente y a quienes participan en el sacrificio.
Aunque, en realidad, lo que los hombres hicieron al principio cuando no tenían más
ley que su buena voluntad, y lo que hicieron luego bajo la ley en el pueblo elegido,
cuando Dios ordenó el ritual de los sacrificios, no fue sino una preparación para
que, cuando llegara la plenitud de los tiempos, supieran reconocer la Víctima sin
mancha que saldaba la cuenta, y agradecer el amor de quien, además de
redimirlos, se les daba en alimento para la vida eterna hasta el fin de los tiempos.
6. La Misa primitiva y su evolución
La santa Misa tiene ya muchos años de existencia: veinte siglos. Durante todo
este tiempo, y hasta hoy, la Iglesia hace lo mismo que nos mandó hacer el Señor y
lo mismo que Él mismo hizo. Esta acción de Jesús es inmutable y constituye el
núcleo esencial del sacrificio de la Misa. Hay, además, ceremonias, ritos y
oraciones que, por no pertenecer a la esencia de la Misa (y no ser, por tanto, de
prescripción divina, sino eclesiástica) son accidentales y han variado según los
tiempos y las circunstancias, pero no arbitrariamente. Así, siendo idéntica la Misa,
ha revestido formas distintas a lo largo de los tiempos, y si las ceremonias propias
de la liturgia actual están allí, no es por el simple capricho de algunos hombres
bienintencionados que se han puesto a inventar un conjunto de gestos, lecturas y
oraciones como si antes de ellos jamás hubiera tenido forma la Misa, sino por una
de esas reformas exigidas por las circunstancias propias de determinada época.
La Cena del Jueves Santo «fue un rito sagrado, liturgia primera y constitutiva con la
que Cristo, comprometiéndose a dar la vida por nosotros, celebró
sacramentalmente, Él mismo, el misterio de su Pasión y Resurrección, corazón de
toda la Misa» *(* JUAN PABLO II, Carta sobre el misterio y el culto de la Eucaristía, n. 8.).
Jesús, en el cenáculo, sólo hizo lo esencial: tomar el pan, bendecirlo, partirlo,
pronunciar las palabras consecratorias y darlo a los discípulos, y luego hacer lo
mismo con el cáliz. Y esto es la esencia y el corazón de la Misa: la consagración y
la comunión, que al principio se designaba como la fracción del pan (Act. 2, 42),
porque partir el pan y comerlo los presentes era entre los judíos, en las comidas
semirrituales, una señal de amistad, y más aún, de fraternidad, de unidad. Hasta
el siglo IV o v no se fijaron por escrito las oraciones, acciones de gracias y
bendiciones que el sacerdote pronunciaba en la Misa; estas oraciones, incluida la
plegaria eucarística, eran improvisadas por el Papa o por el obispo celebrante, y así
se continuó haciendo durante largo tiempo. Con todo, y a pesar de la improvisación,
el tema de estas oraciones y acciones de gracias era el mismo, y también el orden
en que se decían. Poco a poco las fórmulas se fueron concretando y fijando, de
modo que fue una tradición que contaba ya con mucho tiempo lo que en el siglo v
se fijó como canon o regla de la consagración. Ignoramos, por tanto, cómo fueron
evolucionando los elementos accesorios de la Misa, y sólo por alusiones
fragmentarias, y recogidas sin grandes pormenores (pues tales escritos estaban
dirigidos a los que vivían aquello de que se hablaba, o a lo que se aludía), podemos
conocer algo de lo que hasta mediados del siglo II se hacía.
Desde luego, entrada la segunda mitad del siglo I se había separado ya la
celebración eucarística del ágape o cena, probablemente por los abusos que
denunció san Pablo, según se lee en la primera Epístola a los Corintios: «Y cuando
os reunís, no es para comer la cena del Señor, porque cada uno se adelanta a
tomar su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro está ebrio. Pero ¿es que
no tenéis casa para comer y beber? ¿O en tan poco tenéis la Iglesia de Dios, y así
avergonzáis a los que no tienen?» (11, 20-22). Quizá influyera también el número,
cada vez mayor, de fieles. El ágape continuó como función autónoma y no litúrgica,
a la que de hecho sólo asistían los pobres, con el clero que presidía. En cambio, la
celebración de la Eucaristía quedó como el acto sagrado por excelencia, el acto de
culto a Dios que podría llamarse oficial.
De algún pasaje de san Pablo parece deducirse que había también reuniones en
las que se instruía a los fieles y se oraba y cantaban salmos, reuniones a las que no
estaba vedada la asistencia a los gentiles. Los primeros cristianos, lo mismo que los
apóstoles, provenían del judaísmo, y les eran familiares las reuniones del sábado en
la sinagoga, pues todos se habían instruido allí oyendo la lectura de la ley y los
profetas, y las explicaciones que sobre estos textos se daban. Cuando se separó la
Eucaristía -es decir, el sacrificio, la consagración del pan y del vino, y la comunión-
del ágape, éste fue sustituido por la lectura del Antiguo Testamento y su
explicación. Y aunque entre los judíos había patente separación entre la instrucción
y los sacrificios, pues la primera se daba ordinariamente en la sinagoga y los
sacrificios sólo en el templo, entre los cristianos, ya en la primera mitad del siglo II,
se había juntado la instrucción y la celebración de la Eucaristía, que tenía lugar
precisamente en el día del Señor.
Hay un testimonio de cómo era la Misa en estas fechas, debido a san Justino, que
la describe al emperador Antonino Pío en la I Apología*(* SAN JUSTINO, I Apología, 65.):
El día llamado día del Sol, todos los fieles de las ciudades y del campo se reúnen
en un mismo lugar; en todas las oblaciones que hacemos bendecimos y alabamos
al Creador de todas las cosas por Jesucristo su Hijo y por el Espíritu Santo. Se leen
los escritos de los profetas y los comentarios de los apóstoles, y concluida la
lectura, el presidente de la asamblea hace un discurso en el que instruye el pueblo y
le exhorta a la imitación de tan buenos ejemplos. Después nos levantamos,
decimos varias oraciones y, terminadas, ofrecemos pan, vino y agua. El presidente
de la reunión eleva oraciones y acciones de gracias, que el pueblo acompaña
diciendo: Amén. Entonces tiene lugar la distribución de los dones ofrecidos, se
comulga de esta ofrenda sobre la que se ha pronunciado la acción de gracias y los
diáconos llevan esta comunión a los ausentes (...). Celebramos nuestras reuniones
el día del Sol porque es el primer día de la creación en que Dios separó la luz de las
tinieblas, y el día que Jesucristo resucitó de entre los muertos.
Ya no era el sábado el día santo en la Nueva Alianza, sino la dominica, el día del
Señor, en el que tenía lugar la celebración de la fracción del pan o Eucaristía de
modo oficial y en la que todos los fieles habían de participar, igual los que vivían en
las ciudades que los que vivían en el campo, y también los ausentes, que eran
atendidos por los diáconos para que también ellos tuvieran alguna parte en la
celebración eucarística. En esta época están ya fijadas las dos partes de la Misa: la
llamada Misa de los catecúmenos, didáctica, integrada por la oración, las lecturas y
la homilía, y que servía para instruir a los que se preparaban para el bautismo; y la
Misa de los fieles, la celebración eucarística, que constituía el sacrificio y la
comunión, y a la que sólo podían acceder los bautizados.
La sobria simplicidad de las ceremonias de lo que constituía en el siglo II el ordo
Missae, el ordenamiento de la Misa, estaba condicionada, al menos en parte, por
las circunstancias por las que atravesaba la Iglesia. Era una Iglesia perseguida, no
reconocida. Fue a partir de Constantino -siglo IV- cuando la Misa, al salir la Iglesia
de su situación de clandestinidad y poder actuar ya libremente, se enriquece
introduciendo nuevos elementos en su celebración. Por de pronto ya no tiene que
reducirse a catacumbas o domicilios privados. Las basílicas permiten el despliegue
de ceremonias que dan realce a la función sagrada: la presentación de las ofrendas
se hace con solemnidad y se introduce la lectura del nombre de los oferentes; se
introduce también el canto en determinados momentos (introito, ofertorio,
comunión); la primera parte de la plegaria de la consagración acaba adquiriendo
personalidad propia y se convierte en el prefacio.
Debido, pues, a la libertad de la iglesia, en el período que va del siglo IV al vil, el
de los Padres de la Iglesia, en las grandes basílicas romanas adquiere esplendor
creciente la Misa papal; pero también, al aumentar el número de fieles en todo lo
que fue el Imperio Romano de Occidente, así como por la personalidad de Padres
eminentes (san Agustín, san Ambrosio, etcétera) comienzan las liturgias de las
iglesias locales a tener sus propias características, que se hacen mucho más
diferenciadas entre Oriente y Occidente.
Ahora bien: el canon romano, fijado ya en la segunda mitad del siglo IV en su
redacción latina, lo fija definitivamente -por así decirlo- el Papa Gregorio Magno al
incorporarlo al Ordo Romano de la Misa, que tanto influyó en los siglos posteriores.
Luego, a partir del siglo VIII, se inicia una evolución que, dejando intacto el ordo
esencial de la Misa, da lugar a multitud de variantes en los elementos accidentales:
la introducción de nuevas oraciones e incluso de salmos, oraciones mandadas bien
por sínodos locales a causa de determinadas necesidades, bien nacidas de la
devoción y piedad del celebrante. Nacen también las oraciones para ser recitadas
por el sacerdote al revestirse de los ornamentos sagrados, para decir durante el
lavatorio, para bendecir el incienso; se introduce el memento de vivos, y luego el de
difuntos, etcétera. Las nuevas circunstancias nacidas de la disolución del Imperio
carolingio, las invasiones de daneses, normandos y árabes y la dificultad de las
comunicaciones, así como favorecieron el nacimiento del feudalismo, favorecieron
también la variedad de ritos y ceremonias de las iglesias locales, poco relacionadas
entre sí.
Cuando en el siglo XIII Inocencio III fijó el Ordo para la capilla papal, san Francisco
de Asís dispuso que los frailes menores siguieran en el oficio y la Misa el ordinario
establecido para Roma por Inocencio III. Así, con la rápida difusión de los
franciscanos, el ordinario de la Iglesia de Roma se extendió por todas partes
adquiriendo un carácter casi oficial.
A pesar de todo, las diferencias entre las liturgias locales subsistieron, y hasta
crecieron en términos tales que tanto los obispos como no pocos sínodos pidieron al
Papa remedio que acabara con aquella anarquía litúrgica. Las voces que
reiteradamente exponían este deseo fueron, por fin, atendidas, brindando la
oportunidad la reunión del Concilio de Trento, que en 1562 incluyó en una de sus
sesiones el tema de la reforma del Misal. Se creó para hacerla una comisión, que
urgida por san Pío v terminó sus trabajos en 1570, recibiendo su sanción por la bula
Quo Primum en julio de dicho año. Salvo alguna excepción, los textos y el ordinario
de la Misa quedaban fijados para todas las iglesias latinas.
Así, con la reforma promulgada por san Pío V terminaba una larga evolución, en la
que la Misa, partiendo de su esencia -consagración y comunión-, se había ido
desarrollando en sus elementos accidentales debido a diversas causas, pues las
ceremonias fueron naciendo unas veces por la necesidad (el lavabo después del
ofertorio, por ejemplo), otras por conveniencia (el uso de vestiduras sagradas), otras
por simbolismo (el uso del incienso). Claro está que estas ceremonias se
comprenden mejor cuando se sabe cómo y por qué nacieron, pues entonces se
penetra en su sentido y dejan de ser gestos casi incomprensibles*(* Sobre la evolución
de las distintas partes de la Misa véase MARIO RIGHETTI, Historia de la liturgia, II (BAC, 1956).).
Ahora bien: el Misal de san Pío V no se limitaba a fijar los textos sagrados;
también prescribía minuciosamente las rúbricas, es decir, el modo como debían
realizarse las ceremonias. La conciencia de la enorme dignidad del sacrificio de la
Misa, la presencia real de Jesucristo en el altar después de la consagración, la
santidad de la acción litúrgica por excelencia, pedía por parte del sacerdote
celebrante una correspondencia: un delicado respeto por la grandeza del
Sacramento, un atento cuidado por todos aquellos gestos que expresaban la
adoración debida a Dios y a la Víctima del sacrificio. De aquí que hubiese
pormenores, quizá a primera vista ociosos o insignificantes, pero nacidos en
realidad como expresión de amor y reverencia, que fueron minuciosamente
prescritos, tales como la colocación de las manos dentro o fuera de los corporales
cuando se apoyaban en el altar, las inclinaciones de cabeza, las genuflexiones o la
señal de la cruz en determinados momentos sobre la ofrenda.
Cuatrocientos años ha estado vigente el ordo emanado del Concilio de Trento.
Durante todo este tiempo la Misa era idéntica en todos los puntos del globo, de
manera que los mismos textos, las mismas ceremonias y la misma lengua hacían
que un fiel devoto encontrara en todo el mundo la Misa que le era familiar, la
misma que había oído año tras año en su parroquia.
Otro concilio, el Vaticano II, ha introducido alguna variación. La Misa sigue siendo
la misma que la de san Fío V, la de la Edad Media, la de la época de Constantino o
la de las catacumbas. Pero lo mismo que determinadas circunstancias (algunas de
las cuales se indicaron antes) impulsaron la evolución de las ceremonias litúrgicas
en cierto sentido, fomentando incluso la Misa privada y la recitación por el sacerdote
de todas sus partes, nuevas circunstancias y el desarrollo de los estudios litúrgicos
aconsejaron a los Padres del Concilio Vaticano II dar una Constitución
(Sacrosanctum Concilium) sobre la liturgia, a consecuencia de la cual se creó (como
en la época de Trento) otra comisión para que estudiara y propusiera la reforma del
Misal Romano, reforma que fue aprobada por Pablo VI por la Constitución
Apostólica Missale Romanumen 1969.
Los cambios más importantes, aparte las modificaciones en el santoral y en el
ciclo litúrgico, las diversas clases de Misas y algunas alteraciones en las vestiduras
sagradas, son: la mayor importancia dada a las lecturas, la supresión de algunas
oraciones y ceremonias introducidas con la generalización de la Misa privada, la
mayor participación activa del pueblo, el aumento del número de prefacios y de
otros cánones además del llamado «canon romano» (el de la Misa de san Pío V,
pero cuya antigüedad se remontaba, como antes se vio, al siglo IV o v) algunos
silencios y una mayor flexibilidad en las ceremonias y en la elección de lecturas y
oraciones.
Claro está que al decir «la Misa actual», o «la Misa de san Pío V», tan sólo se
está aludiendo a ciertas formas o ceremonias puramente accidentales, pues
sustancialmente la Misa es siempre la misma: o tiene todos sus elementos
constitutivos o no es Misa. Y tan es así que la enumeración de las partes de la Misa
que hizo santo Tomás en el siglo XIII conviene sustancialmente con las partes que
se distinguen en la Misa actual. Una primera parte -decía santo Tomás- es
preparatoria, y abarca la preparación propiamente dicha o introducción, y las
lecturas o instrucción, hasta el ofertorio (en la Misa actual: introducción y liturgia de
la Palabra); una segunda parte que va desde el ofertorio hasta la comunión,
integrada por la oblación u ofrenda, consagración y comunión, y constituye
propiamente el sacrificio (en la Misa actual se corresponde con la Plegaria
eucarística); y por último, una tercera de acción de gracias, que en la liturgia actual
se manifiesta con mayor expresividad por los minutos de silencio y recogimiento
que siguen a la purificación del cáliz y preceden a la última oración.
LA LITURGIA DE LA PALABRA
3. La homilía
La homilía forma parte de la liturgia de la palabra. Es obligatoria en las Misas de
los domingos y fiestas de precepto. Viene de muy antiguo la explicación a los fieles
de la palabra de Dios, a cargo sobre todo del obispo en su calidad de maestro de la
fe y sucesor de los apóstoles; a veces, antes de que él hablara y por su mandato o
autorización, lo hacía algún presbítero; aparece ya la homilía en el relato de san
Justino a mediados del siglo II, y sabemos que también, desde mucho tiempo antes
de la venida del Señor, se comentaba la Escritura en el oficio sabático de la
sinagoga.
Si por la lectura de la Sagrada Escritura nos habla Dios, a través de la homilía es
la Iglesia la que nos habla; a ella, a la Iglesia, se ha confiado el depósito de la
revelación, y más aún, a ella, a la Iglesia, y sólo a ella, se ha prometido la asistencia
del Espíritu Santo para que interprete rectamente la Escritura en todo cuanto por
tratarse de fe y costumbres es necesario para la salvación.
Por tanto, se debe escuchar la homilía con la atención dispuesta para asimilar lo
que la Iglesia, por medio del sacerdote, quiere enseñarnos; se trata de tener una
disposición activa, que no sólo excluye la pereza de la mente, sino también todo
espíritu crítico, pues se está allí para aprender, no para juzgar.
El sacerdote que ilustra al pueblo en la homilía sabe que toda su autoridad le
viene de ser un enviado para una misión; sabe que no tiene autoridad por sí mismo,
sino que, en cuanto mediador -como su Maestro- ante Dios y los hombres, la Iglesia
lo envía para predicar el Evangelio, la buena nueva de salvación; sabe que, si como
escribió san Pablo a Timoteo, «Dios quiere que todos los hombres se salven y
vengan en conocimiento de la verdad» (I. Tim. 2, 4), lo que él tiene que predicar en la
homilía es la verdad, es decir, lo que el Magisterio de la Iglesia propone como
doctrina de salvación. No opiniones personales, ni de teólogos más o menos
conocidos, brillantes o famosos: por grande que sea su talento, sus opiniones no
dejarán de ser palabras de hombres, y ésas no tienen el poder de salvar
Naturalmente, menos aún debe el sacerdote hablar en la homilía de cuestiones de
economía, de sociología, de política o de nacionalismos patrióticos, pues, aparte de
que la preparación que ha recibido no le hace competente en tales materias, es una
gravísima responsabilidad servirse de la Iglesia y de la autoridad que se le ha dado
en orden a predicar la palabra de Dios para adoctrinar en cuestiones temporales
ajenas a su ministerio, puesto que «es siempre su deber enseñar, no su propia
sabiduría, sino la palabra de Dios», como recordó el último Concilio en el decreto
Presbiterorum Ordinis,4.
La homilía es una explicación del Evangelio o, más generalmente, de la Sagrada
Escritura, para que los fieles puedan ir penetrando sus enseñanzas y ordenar su
vida de acuerdo con la fe de Cristo que profesan, y compete, en la celebración
eucarística, al sacerdote o al diácono, nunca a un seglar. No se trata, pues, de un
diálogo entre el celebrante y los asistentes, ni puede ni debe el ministro de la
palabra invitar a los fieles a exponer sus puntos de vista: se trata de la santa Misa,
del Sacrificio del Altar, una de cuyas partes es la instrucción de los fieles por quien,
además de la preparación recibida, tiene autoridad para exponer en nombre de la
Iglesia lo que la Iglesia propone como doctrina común; no es, pues, una reunión
para intercambiar puntos de vista o conocer las opiniones de los asistentes, ni un
debate sobre determinado pasaje de la Escritura en el que puede participar
cualquiera que esté presente.
Lo que debe ser el contenido de la homilía lo expresó muy bien san Vicente de
Lerins, cuando al comentar las palabras de san Pablo a Timoteo (I. Tim., 6, 20) decía:
«Custodia el depósito de la fe.» Pero ¿qué depósito es ése? Es lo que te ha sido
confiado, no lo que ha sido hallado por ti; es lo que tú has recibido, no lo que tú has
inventado. No es asunto de invención personal, sino de doctrina (...) Tú no debes
ser su autor, sino su guardián (...) Conserva, pues, intacto sin mancha el talento de
la fe católica. Lo que tú debes guarda y luego entregarlo cuando te corresponda, es
lo que te ha sido confiado. Has recibido oro, entrega oro; no reemplaces vergonzosa
mente el oro por el plomo (...) La verdad que has aprendido, enséñala tú también; di
las cosas de un manera nueva, pero no digas no vedades*(* SAN VICENTE DE LERINS,
Commonitorio (Madrid 1976), 22.).
De aquí que los fieles tengan el derecho a que se les enseñe la doctrina católica,
que consiste en aquello que siempre y en todas partes ha sido creído por todos De
ahí también que deban atender los fieles con interés a la predicación del sacerdote,
pues sus palabras exponen «duran te el ciclo del año litúrgico, a partir de lo textos
sagrados, lo misterios de la fe y la normas de la vida cristina».
Por tanto, lo que el sacerdote debe buscar en la homilía, lo que la Iglesia espera
de él, es la edificación de los fieles, si mejora espiritual, su firmeza en la doctrina.
No debe tener miedo a disgustar; los oyentes, ni tiene derecho a falsificar el
Evangelio omitiendo lo que en estos tiempos de fe tan floja y vacilante «suena»
demasiado fuerte: cosas, por ejemplo, como el juicio, el infierno, la penitencia, la
castidad.
Es, pues, la homilía como una catequesis semanal por la que la Iglesia procura
mantener en sus hijos el conocimiento adecuado de la fe católica, evitando así que
su instrucción religiosa se limite a lo que todavía no han conseguido olvidar del
catecismo que aprendieron en su niñez.
4. El símbolo de la Fe
Justamente, con la homilía terminaba en los primeros tiempos la Misa de los
catecúmenos. A partir de este momento solamente los fieles, los que habían
recibido el bautismo, eran admitidos a la celebración de los misterios: «Después de
la plática, el diácono elevaba la voz para despedir a los infieles, a los catecúmenos
y a los pecadores públicos (...) Esta despedida era tan grave, tan solemne, tan
instructiva y conmovedora que el pueblo ha dado al sacrificio por esta razón el
nombre de despedida o Misa»*(* ANÓNIMO, La santa Alisa, 199.).
Cuando se introdujo el Credo en la Misa se recitaba antes de la oración
dominical, y no fue sino hasta el siglo X cuando ocupó su sitio después de la
homilía. Y hasta cierto punto parece como si, en efecto, debiera situarse allí. Por un
parte, la revelación contenida en los libre sagrados exige el asentimiento de los
fieles a las verdades que se proponen, d modo que las lecturas seguidas de la
homilía son como una llamada a la fe, a 1 que se responde de modo casi solemne
con la recitación del Credo, compendio d lo que hay que creer; y por otra, los fieles,
al recitar el símbolo de la fe, no sólo declaraban públicamente su fidelidad a lo que
la Iglesia les proponía como verdades que había que creer, sino que con este acto
de fe se preparaban para participar en la celebración eucarística.
El símbolo de los apóstoles, así llama do por ser tradición común que fue
compuesto por ellos antes de separarse, «era como la palabra de orden o consigna
que debía hacer reconocer a los fieles en me dio de la dispersión», de distinguirlos
de los judíos y los gentiles. Por espacio de los tres primeros siglos no se conoció
otro símbolo; los cristianos lo aprendían de memoria y no lo escribían, estando
comprendido en la «ley del secreto». Con el fin de fijar la doctrina sobre el Verbo a
raíz de la herejía de Arrio, el concilio de Nicea amplió en el Credo lo referente al Hijo
de Dios; algo más tarde se explayó en el concilio de Constantinopla el artículo en
que se habla del Espíritu Santo, y ésta es la razón por la que el Credo se conoce
también como el Símbolo nicenoconstantinopolitano. La costumbre de la
genuflexión al decir El incarnatus est se suele remontar al siglo XIII, a los tiempos
del rey san Luis, aunque parece que es más antigua. De cualquier modo, se
arrodillaban los fieles y el clero asistente a la Misa, y en Navidad y la Anunciación
también el celebrante y sus ministros. Actualmente la genuflexión se hace en estas
dos últimas fiestas, y el resto de los domingos y solemnidades (únicos días en que
se recita el Credo) solamente se hace inclinación profunda.
En un logradísimo libro que recogía sus homilías a las alumnas de un colegio
durante la segunda guerra mundial, monseñor Ronald A. Knox comenzaba
haciendo un conjunto de observaciones sobre la primera palabra del símbolo: credo,
creo. El Misal Romano, recogiendo el Símbolo micenoconstantinopolitano, dice
Credo in unum Deum, creo en un solo Dios. La fe es un acto personal: cada uno
presta libre y firmemente su adhesión a las verdades que la Iglesia propone para
ser creídas en virtud de su autoridad. Verdades, no opiniones. San Pablo decía que
la fe es un «obsequio racional». Por tanto, no se trata de prestar asentimiento a
unas verdades porque sí, despreocupadamente, porque así lo creen los demás que
forman parte de la comunidad, sin pensar y casi sin saber lo que se cree y por qué
se cree. Se trata de fe, no de credulidad. Y el cristiano sabe que se apoya en un
fundamento muy firme cuando cree, porque no lo hace por los sacerdotes, ni por los
obispos, y ni siquiera por el Papa, sino por Cristo nuestro Señor: porque resucitó de
entre los muertos («si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe», escribía San
Pablo en I Cor., 15, 17; y añadía: «pero no: Cristo ha resucitado de entre los
muertos»), y esto, además de enseñarlo la Iglesia, lo enseña la historia, porque es
un hecho sucedido en el tiempo y en el espacio, con testigos, con fuentes escritas y
orales de tal calidad que a su lado cualquiera otra de su misma época es insegura,
de modo que si no se admiten los testimonios sobre la resurrección real de Jesús,
por pura honradez intelectual y por lógica consecuencia hay que rechazar todos los
hechos históricos anteriores y bastantes de su misma época, e incluso de siglos
posteriores.
Por eso hay que decir creo con plena conciencia de lo que afirmamos y en virtud
de qué, con una convicción personal más allá de toda vaguedad o imprecisión,
comprendiendo en este deliberado acto de fe cuantas verdades tiene la Santa
Madre Iglesia como reveladas.
Y de la misma manera que los Padres que asistieron a los concilios de Nicea y
Constantinopla fijaron su atención precisamente en los artículos de la fe que eran
atacados y tergiversados, así nosotros ahora, al recitar el Credo, hemos de poner
especial énfasis en aquellos puntos que los modernos herejes atacan, tergiversan u
ocultan. Así sucede, por ejemplo, con la virginidad de Nuestra Señora, por lo que al
decir que Jesús se encarnó de Spiritu Sancto, ex Maria Virgine, por obra del Espíritu
Santo, de la Virgen María, hemos de expresar toda nuestra convicción afirmando
con certeza la fe secular de la Iglesia en este misterio de la virginidad de Santa
María antes del parto, en el parto y después del parto.
Asimismo, en estos tiempos en que el espíritu de este mundo se ha infiltrado tan
profundamente en no pocos fieles y comunidades, hemos de acentuar también
nuestra fe en la resurrección de Jesús: no en una resurrección «en la fe» de los
discípulos, sino en una resurrección real, ocurrida en el tiempo y en el espacio, en
una vuelta a la vida (pero con un cuerpo glorioso, indicio de lo que seremos en la
resurrección de la carne), del mismo Jesús que fue crucificado; y los que le vieron y
trataron en su vida mortal fueron los que le vieron, hablaron y comprobaron ser el
mismo Jesús, que había salido vivo del sepulcro; y fue un hecho comprobado
además por numerosos testigos «muchos de los cuales ---escribía san Pablo poco
más de treinta años después- todavía viven entre nosotros» (I. Cor., 15, 6).
Y en ese mundo en que vivimos, y en estos tiempos precisamente en los que se
ha querido -y se sigue queriendo- negar la malicia del pecado, achacando la ofensa
hecha a Dios y el desprecio de sus Mandamientos a las estructuras sociales, a
razones psicológicas o psíquicas, o simplemente negando que lo que se opone a la
ley de Dios sea pecado, nosotros hemos de reafirmar la fe de la Iglesia en la
existencia del pecado personal, en el poder dado por Dios (que es el ofendido) a la
Iglesia por el sacramento de la Penitencia para que sus sacerdotes puedan
perdonar los pecados siempre y cuando se cumplan las condiciones sin las cuales
la confesión sería inválida y quizá sacrílega: creo en el perdón de los pecados,
decimos, creo en que por la confesión completa y contrita se nos perdonan por el
poder que Dios ha dado a los sacerdotes por el sacramento del Orden.
Y reafirmar nuestra fe en la única Iglesia de Jesucristo, fundada por él y regida
con plena potestad por los sucesores de Pedro, su primer Vicario; y en que hay otra
vida que ya nunca se acabará, y en un juicio final «cuando ya no haya mundo» al
que seguirá la resurrección de la carne, de modo que nuestros cuerpos participarán
de la gloria del alma en los justos, o de los inimaginables sufrimientos del infierno
en quienes hayan rechazado el camino de la salvación.
Así, de modo plenamente consciente y deliberado, afirmamos nuestra certeza en
las realidades que la Iglesia proclama como reveladas por el mismo Dios, y con ello
nos unimos en perfecta comunión con todos los cristianos que desde los tiempos
apostólicos han mantenido la fe en las mismas verdades propuestas por la Iglesia,
única depositaria de la revelación y única que puede interpretarlas con autoridad,
porque tiene la asistencia del Espíritu Santo para que no yerre en nada de cuanto
mira a la fe y costumbres.
5. La oración de los fieles
En la Misa de san Pío V ocurría una curiosa anomalía. Al terminar el Credo el
sacerdote se volvía hacia los fieles y les saludaba con «El Señor esté con
vosotros»; después de la contestación del pueblo añadía «Oremos», pero a este
Oremos no seguía ninguna oración, lo que parece indicar que en el transcurso del
tiempo se había perdido la oración que debía haber tras la invitación del sacerdote.
La hubo, en efecto, y precisamente otra de las reformas introducidas en la Misa ha
sido la restauración de esta oración de los fieles, así llamada desde los tiempos del
papa Félix III para distinguirla de la oración que decían los catecúmenos. Es tan
antigua, que ya san Justino la menciona con el nombre de «oraciones comunes».
Se decía antes del ofertorio, tanto en Roma como en las iglesias de África, y en el
siglo v era ya universal. Tenía un carácter intercesorio; con el transcurso del tiempo
se fue perdiendo, sobre todo porque se introdujeron las peticiones por las
necesidades de la Iglesia, a las que contestaba el pueblo con los Kyries.
Es una oración que tiene por objeto pedir a Dios por las necesidades de la Iglesia
en cuanto Cuerpo Místico de Cristo, pero también por todo aquello por lo que la
Iglesia ha sido constituida. En la actual ordenación del Misal Romano se disponen
cuatro series de intenciones. Pedimos en primer lugar por las necesidades de la
Iglesia, que siempre estará, como Cristo, su Cabeza, crucificada en un lugar u otro
del mundo; por la jerarquía: el Papa y los obispos, que tienen una tremenda
responsabilidad delante de Dios, y que deben llevar sobre sus hombros una
pesadísima carga, y a veces necesitan tener un gran valor moral para cumplir su
deber a sabiendas de que les va a proporcionar disgustos y sinsabores. Pedimos a
Dios que los haga santos, porque cuanto más santos sean más saldremos ganando
todos, porque nos gobernarán mejor; pedimos también por los sacerdotes, para que
sean piadosos, obedientes a sus obispos, humildes, para que sepan cumplir bien su
ministerio y no tener otra meta que el bien espiritual de los fieles.
En segundo lugar se ruega por las autoridades civiles, pues su potestad viene de
Dios: por los gobernantes de los Estados, pues de ellos depende no pocas veces la
paz de la Iglesia; rogamos a Dios por ellos para que gobiernen con rectitud y
justicia, procurando el bien común mediante leyes y disposiciones justas que no
coarten la legítima libertad de los súbditos, ni impidan o estorben el derecho de la
Iglesia a cumplir su misión, y para que no olviden que no son los dueños del pueblo,
sino sus servidores.
También rogamos en la oración de los fieles por los que sufren, cualquiera que
sea su necesidad: enfermedad, privación de libertad, desempleo, problemas
familiares o económicos; y por los que todavía no creen, y por los que persiguen a
la Iglesia; y finalmente también por la comunidad a que se pertenece, para que
permanezca unida y fiel a la Madre Iglesia.
Con esta oración de los fieles comenzaba antiguamente el ofertorio. No era,
pues, un final, sino un principio: era la oración que señalaba el comienzo de la
acción sacrificial que se iniciaba con la presentación de los dones.
LA LITURGIA DE LA EUCARISTÍA
6. Las abluciones
Uno de los liturgistas que más profunda, extensa y documentadamente ha
estudiado la Misa, Mario Righetti, escribió: «El rito de la purificación y de la ablución
ha sido una creación medieval, pero refleja sustancialmente la delicada premura
que tuvo siempre la Iglesia de sustraer la Eucaristía, aun en sus más pequeños
fragmentos, a toda posible dispersión o profanación». Hay ya testimonios de
principios del siglo VIII que nos dan a conocer que después de la comunión el
celebrante se purificaba los dedos.
Esta purificación se acostumbró a hacer sobre el cáliz, que recogía el agua que
se vertía sobre los dedos pulgar e índice del celebrante que habían tocado la
Sagrada Forma, agua que luego bebía el sacerdote. Se hacía así tanto para
asegurarse de que ninguna partícula consagrada hubiera quedado adherida a los
dedos (debe notarse que con la patena el sacerdote recogía antes de los corporales
las partículas que hubieran podido quedar en ellos, haciéndoles caer luego en el
cáliz), como por respeto: no tocar cosa alguna inmediatamente después de haber
tocado el Cuerpo de Cristo. En el siglo XIII la ablución en este momento de la Misa
estaba ya generalmente extendida.
No hay exageración alguna en este cuidado con que la Iglesia previó cualquier
peligro de que el Cuerpo del Salvador no fuera, por descuido, inadvertencia o
negligencia, tratado con toda la reverencia que merece (y nunca, nunca, por mucha
que fuere, será demasiada), y de aquí que se descendiera a veces a detalles muy
concretos.
Después de la comunión de los fieles, el sacerdote reza en voz baja mientras se
purifica los dedos y el cáliz: Quod ore sumpsimus, Domine, pura mente capiamus, et
de munere temporale fiat nobis remedium sempiternum (Haz, Señor, que recibamos
con un corazón limpio el alimento que acabamos de tomar, y que el don que nos
haces en esta vida nos aproveche para la eterna). Ya no se incluye una segunda
oración (que, sin embargo, los fieles pueden utilizar para su acción de gracias por lo
que ayuda a la piedad), en la que se decía: Corpus tuum, Domine, quod sumpsi, et
Sanguis quem potavi, adhaereat visceribus meis; et praesta, ut in me non remaneat
scelerum macula, quem pura et sancta refecerunt sacramenta (Tu Cuerpo, Señor,
que he comido, y tu Sangre que he bebido, se adhieran a mis entrañas; y
concédeme que no quede en mí mancha alguna de maldad, ya que me han
confortado los puros y santos sacramentos).
Ambas son ya una acción de gracias. En la primera de ellas el sacerdote, en
plural, en nombre de todos los fieles que han participado de la Sagrada Víctima,
pide el efecto sobrenatural de la comunión para la vida eterna; en la segunda -que
parece el complemento de la primera oración preparatoria de la comunión-, suplica
que el Cuerpo y la Sangre de Cristo se «adhieran a sus entrañas» (un modo de
decir hasta qué punto desearía unirse a Él), de manera que quedara tan purificado
que no fuera posible encontrar ni la más leve mancha.
7. La acción de gracias
Se lee en el Evangelio que cuando Jesús fue a Betania, a casa de su amigo
Lázaro, mientras una de las hermanas, Marta, se ocupaba de la casa, la otra, María,
atendía al Señor. Parece que esto es lo correcto: si se recibe en casa a un amigo, a
un invitado, se le atiende, es decir, se le da conversación, se le acompaña. No se le
deja en la sala de visitas o en cualquier otro lugar de la casa, con el periódico, para
que entretenga la espera hasta que nos venga bien atenderle. Sin duda sería de
muy mala educación. Y si la persona que nos visitara fuera de tan gran categoría,
que el solo hecho de venir a nuestra casa supusiera un honor muy por encima de
nuestra condición y merecimientos, entonces la desatención no sería ya una simple
falta de educación, sino una grosería incalificable.
Pues bien, no cabe ninguna duda de que cuando vamos a comulgar sabemos
muy bien que a quien recibimos es al mismo Jesucristo glorioso. Y sabemos
también perfectamente que mientras no se consumen los accidentes del pan, está
el Señor real y sacramentalmente con nosotros. Y siendo esto así, habiéndose
dignado el Señor (¡nada menos que el Hijo unigénito del Padre, verdadero Dios!)
venir a nuestra casa a pesar de nuestra indignidad, lo menos que podemos hacer
es acompañarle, darle conversación: en una palabra, atenderle.
Es una gran ayuda la consideración que hace santa Teresa, con referencia a ella
misma, cuando escribía que cierta persona, aunque distara de ser perfecta,
cuando comulgaba, ni más ni menos que si viera con los ojos corporales entrar en
su posada al Señor, procuraba esforzar la fe para que, como creía verdaderamente
entraba este Señor en su pobre posada, desocupábase de todas las cosas
exteriores cuanto le era posible, y entrábase con Él. Procuraba recoger los sentidos
para que todos entendiesen tan gran bien -digo, no embarazasen al alma para
conocerle-; considerábase a sus pies y lloraba con la Magdalena, ni más ni menos
que si con los ojos corporales le viera en casa del fariseo; y aunque no sintiera
devoción, la fe le decía que estaba bien allí*(* SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de
Perfección, c. XXXIV.).
Así hemos de procurarlo. Aunque, como se dijo antes, el sacerdote suele
después de la purificación del cáliz y antes de la última oración de la Misa,
interrumpirla unos minutos para que tanto él como los que han comulgado den
gracias siquiera sea por tan breve espacio, es mejor no tener prisa para abandonar
al Señor, sino quedarse recogidos algún tiempo después de terminada la Misa, ya
que durante unos minutos, el tiempo que tardan en corromperse las especies
sacramentales, somos como custodias que encierran el más preciado tesoro: Cristo
vivo está en nosotros. Es, pues, cortesía dictada por el amor y el agradecimiento
acompañar al Señor y, como dice santa Teresa, entrarnos con Él en nuestra alma y,
como María cuando le recibió en Betania, entablar conversación. Para eso debemos
esforzarnos en mantener un mínimo de recogimiento, sujetando los sentidos para
que no se desparramen sino, al contrario, estén en lo importante; desocupándonos
de las cosas de fuera para poder centrarnos en el huésped que acabamos de recibir
en nuestra alma. Y sobre todo, avivando nuestra fe, porque (y esto es muy
importante) aunque no sintamos devoción, la fe nos dice que estamos bien allí, con
Jesús, como subraya la misma Santa.
Pues efectivamente avivar y actualizar la fe en este misterio de la misericordia es
de gran provecho en orden al fruto que podemos recibir del Sacramento:
Porque -prosigue diciendo santa Teresa en el lugar citado- si no nos queremos
hacer bobos y cegar el entendimiento, no hay que dudar que esto no es
representación de la imaginación, como cuando consideramos al Señor en la cruz, o
en otros pasos de la Pasión, que le representamos en nosotros mismos como pasó.
Esto pasa ahora, y es entera verdad, y no hay para qué le ir a buscar a otra parte
más lejos; sino que, pues sabemos que mientras no consume el calor natural los
accidentes del pan, está con nosotros el buen Jesús, que nos lleguemos a Él. Pues
si cuando andaba en el mundo, de sólo tocar sus ropas sanaba a los enfermos,
¿qué hay que dudar que hará milagros estando tan dentro de mí, si tenemos fe, y
nos dará lo que le pidiéramos, pues está en nuestra casa? Y no suele Su Majestad
pagar mal la posada, si le hacen buen hospedaje.
No me parece que se pueda expresar mejor. «¡No perdáis tan buena razón de
negociar como es la hora después de haber comulgado!», proseguía
recomendando. Y la verdad es que no se puede pensar en mejor ocasión para
obtener del Señor las gracias que necesitamos para servirle y, sirviéndole,
encontrar, y lo que es más, aumentar día a día, la paz y la alegría. De aquí que
«perder» (es un modo de decir) ocho o diez minutos después de la Misa dando
gracias por el don recibido, y tomando conciencia de la presencia del Señor, es lo
menos que podemos hacer, y el hecho de hacerlo -a despecho de las distracciones
involuntarias que nos asalten y estorben- es ya el gesto de adoración con que
mostramos nuestra buena voluntad.
Cuando frenamos esas prisas impacientes que nos entran después de comulgar,
y nos obligamos a permanecer recogidos esos minutos que no estorban ninguna
ocupación ni retrasan ningún quehacer, y perseveramos una vez, y otra, y muchas,
entonces se va creando un hábito que, a la larga, desemboca en un recuerdo cada
vez más actual de que hemos recibido al Señor o le vamos a recibir.
Algo de esto le sucedía a monseñor Escrivá de Balaguer, del que se sabe que
durante la mañana daba gracias por la Misa que había celebrado, y por la tarde
preparaba la Misa del día siguiente. Y hasta tal punto había penetrado en él la
conciencia de la importancia de la Misa -«centro y raíz de la vida interior», decía-
que hasta cuando durante la noche se interrumpía su sueño, su pensamiento se
dirigía hacia la Misa que iba a celebrar el día siguiente, y con el pensamiento, el
deseo de glorificar a Dios con y por aquel sacrificio único. De este modo, el trabajo y
la mortificación, las jaculatorias y las comuniones espirituales, los detalles de
caridad con los demás o las contrariedades diarias, iban siempre dirigidas a Dios
como preparación o como obsequio en acción de gracias. Así, esta su acción de
gracias personal e íntima, prolongaba «en el silencio del corazón esa otra acción de
gracias que es la Eucaristía» *(* Es Cristo que pasa, n. 92).
Desde luego también la Iglesia, como Madre, ha tenido en cuenta esta necesidad
de sus hijos y ha dispuesto algunas oraciones particularmente apropiadas que
vienen en el Misal Romano: el cántico de los tres jóvenes en el horno de fuego al
que fueron arrojados por Nabucodonosor por negarse a adorar a los ídolos, y que
es una alabanza a Dios por la creación; la oración compuesta por santo Tomás de
Aquino, en la que se piden bienes que tienen valor para la vida eterna: perdón de
los pecados, fe, buena voluntad, «aumento de caridad, paciencia y verdadera
humildad, y de todas las virtudes», con la que no sólo agradamos a Dios, sino que
nos sirven para facilitar la convivencia con los demás; y «sosiego del cuerpo y el
espíritu», unión con el Señor, y una muerte dichosa. Esto es lo que la Madre Iglesia
nos enseña a pedir: esa clase de bienes que los ladrones no pueden desenterrar y
robar, ni ser destruidos por esa polilla que es el tiempo. No que no pidamos también
bienes temporales: hay que pedirlos, pero siempre un poco con la boca pequeña,
pues debemos condicionar los al beneplácito de Dios, y Él sabe mejor lo que es
bueno para nosotros y lo que, pareciendo bueno a nuestros ojos, es en último
extremo perjudicial para nuestras almas. En cambio, esa otra clase de bienes, la
humildad, la pureza, la paciencia y los intereses de Dios en el mundo (las almas, la
Iglesia), esos podemos -y debemos- pedirlos absolutamente, porque no pasan:
serán nuestras credenciales cuando hayamos de comparecer ante el juicio de Dios.
8. La postcomunión
Así se ha venido llamando hasta el presente la tercera de las oraciones de la
Misa. Si con la oración colecta, la primera que se reza, se ponía fin a la parte
introductoria de la Misa; si con la oración sobre las ofrendas se terminaba el
ofertorio, con esta última oración (postcomunión, después de la comunión) se venía
a acabar la Misa. Seguramente es ésta la razón por la que también se la conoce
como oratio ad complendum, oración conclusiva. San Agustín la llamó «oración de
acción de gracias», porque, en efecto, hace referencia a la participación en el
Sacramento del Altar.
Ahora bien: si la Sagrada Comunión que se ha recibido, y que constituye la más
intensa participación en el sacrificio de la Misa, es el motivo inmediato de la oración
de después de la comunión, no es, sin embargo, el único, ya que esta oración es,
pudiéramos decir con alguna libertad, la petición oficial que la Iglesia hace a Dios de
las gracias que espera obtener para sus hijos del alimento eucarístico que han
recibido. Quizá esta vez, cuando después de la purificación del cáliz y de los dedos
que han tocado el Cuerpo de Cristo, el sacerdote se vuelve a los fieles con el saludo
habitual: Dominus aobiscum, el Señor esté con vosotros, este saludo tiene una gran
significación adicional, puesto que el Señor está en aquellos momentos
efectivamente presente en todos los que han recibido el «pan que ha bajado del
cielo» (Jo., 6, 33).
Todos, juntos con el sacerdote, oran en silencio durante unos momentos, a no ser
que este silencio se haya tenido antes, y a continuación el sacerdote recita la
oración en la que concreta con más o menos expresividad los frutos que se espera
recibir en orden a la salvación, y que dentro siempre de una única aspiración -la
vida eterna, sobrenatural- varían específicamente según los tiempos litúrgicos o la
festividad o memoria que conmemora la Misa. Por ejemplo, en el Adviento se lee:
«La comunión que hemos recibido, Señor, sea para nosotros fuente de fortaleza;
así, enriquecidos por nuestras buenas obras, podremos salir al encuentro de Cristo
y recibir un día de sus manos el premio de los gozos eternos»; en Cuaresma, una
referencia a la purificación: «Que esta comunión, Señor, nos purifique de todas
nuestras culpas, para que se gocen en la plenitud de tu auxilio quienes están
agobiados por el peso de su conciencia» (jueves de la cuarta semana de
Cuaresma). En Pascua, una alusión al triunfo del Señor sobre la muerte: «Dios
todopoderoso y eterno, que en la resurrección de Jesucristo nos has hecho renacer
a la vida eterna: haz que los sacramentos pascuales den en nosotros fruto
abundante, y que el alimento de salvación que acabamos de recibir fortalezca
nuestras vidas» (jueves de la segunda semana de Pascua); y he aquí que se pide
en la memoria de santa Marta (29 de julio): «Te rogamos, Señor, que la
participación en el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo nos aparte dé las cosas
perecederas, para que, a ejemplo de santa Marta, podamos servirte en la tierra con
caridad sincera y gozar eternamente de tu vista en el cielo».
Desde luego no siempre se menciona tan explícitamente la recepción de la
Eucaristía, pero los bienes que se piden, a semejanza de lo que ocurre en las otras
dos oraciones, son siempre de orden espiritual, esa clase de bienes que nos van
configurando con Cristo, ya que la semejanza con É1 es como el pasaporte que nos
facilita la entrada en la gloria. Pedimos, pues, la santificación que opera en nosotros
el Sacramento, la unidad del Cuerpo Místico (la Eucaristía es símbolo y causa de la
unidad), la purificación del alma, la fidelidad, la caridad con el prójimo, la gracia de
servir a Dios... Es, así, la postcomunión como el broche que cierra con los más
encendidos deseos el sacrificio en el que, junto con la Víctima inmaculada, nos
hemos ofrecido a Dios para que nos transforme también en un obsequio aceptable
mediante una vida santa dedicada a su servicio.
CONCLUSIÓN DE LA MISA
1. La bendición
Terminada la última oración, el sacerdote dice nuevamente: «el Señor esté con
vosotros», y después de la respuesta de los fieles, los bendice.
No siempre estuvo la bendición al final de la Misa. Antiguamente, después de la
oración conclusiva se despedía al pueblo, pues la bendición (que sólo impartía el
obispo) se daba entre la oración dominical y la comunión, según testimonio de san
Agustín. Hacia fines del siglo VI había unas «bendiciones sobre el pueblo después
de la comunión», que al parecer comprendían la postcomunión y la oración sobre el
pueblo.
Como era el obispo el que bendecía al pueblo, los sacerdotes no creyeron que
debían hacerlo hasta que en el siglo XI se introdujo la costumbre de que, en
ausencia del obispo, bendijera el celebrante al pueblo al final de la Misa, pero con
una bendición distinta de la que decía el obispo.
Antes de la bendición, sin embargo, la piedad y devoción de los sacerdotes y del
pueblo introdujeron ya en el siglo 1x una adición a la Misa que fue autorizada por la
Iglesia. Es la oración Placeat, que hasta la última reforma se rezaba cuando
después del Ite, Missa est el sacerdote, profundamente inclinado sobre el altar,
recitaba esta oración que decía así: «Séate agradable, Santísima Trinidad, el
obsequio de mi servidumbre; y concédeme que este sacrificio que yo, indigno siervo
tuyo, he ofrecido ante los ojos de tu Majestad, sea grato en tu presencia; y para mí,
y para todos aquellos por quienes lo he ofrecido, sea, por tu misericordia,
propiciable.» Luego, el sacerdote se volvía al pueblo y daba la bendición, después
de la cual se dirigía a la izquierda del altar y leía el comienzo del Evangelio de san
Juan.
La lectura de este último Evangelio fue ya suprimida por Pío XII. En la ordenación
de la Misa hecha por Pablo VI ha desaparecido también la oración Placeat, que no
perteneció propiamente a la estructura de la Misa, sino que fue autorizada cuando
ya se había hecho casi una costumbre introducida por la piedad popular. Algunos
sacerdotes tienen por devoción la costumbre de recitarla al terminar la Misa,
mientras se retiran a la sacristía.
Es una oración bellísima (más en latín que en cualquier otra lengua) que da
devoción, y muy apropiada para mantener el recogimiento en ese momento en que
el sacerdote se retira del altar.
Este último acto de la Misa, la bendición del sacerdote, es como la bendición de
Dios Uno y Trino: «es la bendición del Padre, que ofreció a su Hijo; es la bendición
del Hijo, que murió por nosotros en la Cruz y cuyo sacrificio acabamos de ofrecer;
es la bendición del Espíritu Santo que mantiene en nosotros la vida divina recibida
en la Eucaristía» (Pío Parsch). Y así, fortalecidos con el santo sacrificio y
bendecidos en el nombre de las tres divinas Personas, el fiel se sumerge en la vida
ordinaria dispuesto a santificar las realidades temporales.
2. La despedida
Después de la bendición, el sacerdote despide al pueblo con una fórmula que ya
se utilizaba en la Iglesia primitiva.
Ya se vio antes cómo en los primeros tiempos, después de la instrucción que
seguía a la lectura del Evangelio, se despedía a los «infieles, a los pecadores, a los
catecúmenos y a los penitentes» con las palabras que luego se trasladaron al
momento de la comunión: Sancta Sanctis, las cosas santas para los santos. Luego,
al final de la Misa, había otra despedida. Se seguía así una costumbre de los
romanos, entre los que era norma de cortesía que nadie abandonara la reunión
hasta que el que la presidía lo autorizara. Así, cuando la Iglesia permitió la
asistencia de todos, sin distinción, a la Misa entera, sólo hubo una despedida al
final, y era el obispo quien indicaba, con la fórmula Ite, Missa est, el momento en
que, terminada la Acción litúrgica, podían los fieles abandonar el templo. Hacia el
siglo v o m era ya utilizada esta fórmula; en las iglesias orientales se decía: Id en
paz, salid en paz.
Los fieles responden: Deo gratias,demos gracias a Dios. Sí, gracias a Dios por
habernos concedido el honor de asistir al sacrificio incruento de su Hijo en el altar,
por habernos permitido participar en la Acción más sagrada y más importante de la
tierra, por habernos alimentado con el Cuerpo de Cristo, «vida del mundo» (Jo., 6,
5)*(* En el nuevo Ordinario castellano unificado se dan otras cuatro fórmulas de despedida («La
alegría del Señor sea nuestra- fuerza», «Glorificad al Señor con vuestra vida», etc.), pero terminando
siempre con la más sencilla: «Podéis ir en paz».).
EPÍLOGO
Valor y efectos de la Misa
No es lo mismo hablar del valor de la Santa Misa que de los efectos que produce
en los fieles que asisten a ella. La Misa tiene por sí misma un valor tan grande, tan
inimaginable, que no hay nada en la creación que valga tanto.
Y así, una sola Misa oída con toda la fe, la esperanza y el amor de que es capaz el
fiel en el momento de asistir al Santo Sacrificio, supera ampliamente a las demás
prácticas piadosas, hasta el punto de que ningún ejercicio de piedad se le puede
comparar. Puede darnos una idea del valor de la Misa el que «una sola gota de la
Preciosa Sangre contenida en el cáliz podría bastar para obtenernos gracias cuya
eficacia ni siquiera podemos sospechar; bastaría para salvar millones de mundos
más culpables que el nuestro, y para hacer más santos que cuantos pueda poseer
el paraíso»*(* EUGÉNE VANDEUR, Retiro, II (Madrid, 1958), 247.). Esto es así porque
siendo la Misa sustancialmente el mismo sacrificio de la Cruz, aunque incruento, es
el mismo Jesucristo, Hijo de Dios, el que como Sacerdote eterno se inmola a sí
mismo como Víctima inmaculada y santa a su Padre por la redención del mundo.
Por tanto, teniendo el sacrificio del Calvario un valor infinito en razón de la infinita
dignidad de Jesucristo, Sacerdote y Víctima, las acciones del sacrificio respecto a
Dios tienen calidad de infinita plenitud: «en cada Misa se ofrecen infaliblemente a
Dios una adoración, una reparación y una acción de gracias de valor sin límites» **
(** GARRIGOU-LAGRANGE,El Salvador y su amor Pornosotros (Madrid, 1977), 455.) y eso
independientemente del ministro y del fervor con que celebre, e incluso
independientemente de la oración de la Iglesia universal. Respecto de los fieles,
siendo la Misa el «sacramento de la muerte de Cristo, nos comunica lo que Él,
muriendo, ha verificado».
Dios tiene derecho a nuestra adoración y a que le agradezcamos sus beneficios;
nosotros, además del deber de adorarle y darle gracias, tenemos necesidad de
expiar nuestros pecados y de las gracias sin las cuales no podemos vivir
sobrenaturalmente. Pues bien, en el Sacrificio del Altar es donde, unidos a Cristo
sacerdote y víctima, podemos cumplir nuestro deber de adoración y gratitud, donde
ofrecemos un sacrificio expiatorio suficiente, donde podemos obtener las gracias
que necesitamos.
En efecto, la Misa es el más perfecto acto de adoración. Nadie puede pensar, y
menos aún hacer, nada que exprese mejor la actitud de alabanza al Creador, de
sumisión al soberano Señor del universo, de reconocimiento de su grandeza. Nada
puede glorificar a Dios tanto y de tan perfecta manera como la Misa.
Es también el más completa acto de reparación del pecado, de todos los
pecados, la más perfecta expiación de las ofensas hechas a Dios, a un Dios que es,
sobre todo, Padre, y cuyo amor infinito y misericordioso es insultado y despreciado
por las criaturas que Él hizo de la nada a su imagen y semejanza. Tanto que, como
dice santo Tomás de Aquino, el sacrificio de la Misa es más agradable a Dios que
todo lo que le desagradan todos los pecados juntos. No es que sea la Misa una
nueva reparación de los pecados: la muerte de Jesús en la Cruz bajo Poncio Pilato
hizo esta reparación de una vez para siempre, como se lee en la Epístola a los
Hebreos, pues Cristo resucitado no muere de nuevo, ni padece; lo que sucede es
que «la humanidad del Salvador, que era pasible y sujeta al dolor y a la muerte, y
que ya no lo es, permanece siendo sustancialmente la misma, y así el sacrificio de
Cristo es perpetuado en sustancia» *(* it. GARRIGOU-LAGRANGE,ibidem, 456.).
Y si en remotos tiempos se ofrecían a la divinidad sacrificios en acción de gracias
por los dones y beneficios recibidos, ¿puede nadie imaginar siquiera un sacrificio de
acción de gracias con una Víctima tan sin mancha, un sacrificio en el que, en
agradecimiento, se ofrezca a Dios la hostia más valiosa a sus ojos de cuantas el
hombre puede ofrecer?
Aquí es cuando, si se entiende esto bien, puede encontrar el fiel que asiste al
sacrificio (pero no pasivamente, como «de cuerpo presente», sin esforzarse en
participar en la medida de su propio sacerdocio común) el sentido de su asistencia y
participación. Es fácil de comprender.
Todos somos pecadores. No sólo en Adán, por cuyo pecado nacimos muertos a
la gracia, marcados con la culpa y con la naturaleza. tarada, sino también por los
pecados personales cometidos después del bautismo. Si pensamos que por un
pecado mortal se merece el infierno, porque al matar la vida sobrenatural en el alma
se la condena a muerte eterna; si pensamos que, como enseña la teología, un
pecado venial plenamente deliberado tal vez exigiera una vida entera dedicada a la
penitencia; si pensamos que, aun cuando la culpa se perdone por el sacramento de
la penitencia, queda la pena debida por el pecado; si admitimos todo esto, entonces
hemos de reconocer que estamos en deuda con Dios, y que por mucha penitencia
que hagamos, lo que por nosotros mismos podemos hacer en la práctica es como
pagar anualmente unos céntimos reunidos con buena voluntad y no poco sacrificio,
para saldar una deuda de miles de millones.
Y si tenemos algún amor a Dios, y pensamos en todo lo que se ofende a Nuestro
Señor: las blasfemias, las profanaciones del Santísimo Sacramento, los sacrilegios,
los homicidios, la perversión de la juventud por la pornografía y las drogas, la
explotación de los débiles, el daño a los inocentes, el terrorismo, la opresión de los
totalitarismos, la persecución a Cristo en su Cuerpo místico, que es la Iglesia,
llevada a cabo descarada o insidiosamente en no pocas naciones, el desprecio a
los Mandamientos de la Ley de Dios... Si alguna vez pensamos en todo esto, y en lo
poco que podemos hacer para evitarlo; si pensamos en nuestra impotencia para
impedir el mal, y hasta en nuestra incapacidad para desagraviar a Dios de tanta
ofensa, ya que no tenemos poder para impedirlas, entonces es cuando se puede
apreciar debidamente, en la medida en que es posible a nuestra pequeñez, lo que
es la Misa. Pues es cierto que lo que cada uno de nosotros puede hacer por sí es
como nada, ya que por mucho que haga, la inmensa distancia entre la gracia y el
pecado, entre Dios y el pecador, subsiste siempre. Y ahí, en nuestra incapacidad,
en nuestra impotencia, es donde entra la Misa. Pues si es cierto que nada nuestro
puede satisfacer o compensar a Dios por los pecados de los hombres (y en primer
término por los nuestros), ni desagraviarle de las maldades que pueblan el mundo,
sí podemos hacer algo que repara las ofensas, las maldades y los desprecios:
podemos ofrecer un sacrificio que le compensa de todo, presentándole la
inmolación de su Hijo, Víctima santa, in. maculada, que por su misma inocencia y
santidad satisface cumplidamente, más aún, abundantemente, sobradamente, por
los pecados del mundo, desde el primero de todos, el de Adán, hasta el último que
cometa el último hombre que viva sobre la tierra. Como dijo santo Tomás, la Pasión
de Jesucristo es satisfacción suficiente por todos los pecados de todos los hombres,
y si le amamos procuraremos, en la medida de nuestra debilidad, buscar la
expiación. ¿Cómo? «Uniéndonos en la Santa Misa a Cristo, Sacerdote y Víctima:
siempre será Él quien cargue con el peso imponente de las infidelidades de las
criaturas»*(* JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amar a la Iglesia (Madrid, 1986), 79.), ya
que lo que nosotros hagamos es insignificante.
Por tanto, «todo el culto que debemos a Dios le fue dado en este único sacrificio;
toda la satisfacción que debemos a Dios le fue dada allí también. Todo lo que
necesitamos de Dios fue merecido allí para nosotros, y todas las gracias que
deberíamos dar a Dios le fueron dadas allí. Nada queda sino hacer nuestro aquel
sacrificio» **(** EUGENE BOYLAN, El amor supremo (Madrid, 1954), 273-274.). Y lo hacemos
nuestro por la Misa, «centro y vértice de toda la vida sacramental, por medio de la
cual cada cristiano recibe la fuerza salvífica de la Redención» *(* JUAN PABLO II,
Redemptor hominis, 20.). En efecto, por la Misa, por la renovación incruenta de aquel
supremo sacrificio del Hijo de Dios, no sólo podemos ofrecer a Dios un sacrificio
digno de Él, sino además conseguir para nuestros humildes y pobres sacrificios,
manifestación de nuestra buena voluntad, una calidad nueva que los hace gratos y
aceptables a Dios cuando se los ofrecemos -y a nosotros mismos con ellos- en
unión de la Víctima que se ofrece en la Misa, ya que entonces quedan incorporados
a su sacrificio. Con esa incorporación quedan «elevados, purificados y santificados;
es Cristo mismo quien los ofrece al Padre en cuanto primogénito de todas las
criaturas», y es Él quien al asociarlos a su propio don los hace aceptables a Dios.
De este modo quedamos incorporados a la Redención, pues aunque el valor de lo
que podemos ofrecer, incluso la propia persona, sea mínimo, adquiere valor de
redención al ser incorporado por Cristo a su propio sacrificio. Son muy expresivas a
este respecto unas palabras del cura de Ars, cuando decía que «todas las obras
buenas juntas no pueden compararse con el sacrificio de la Misa, pues son obras
de hombres, mientras que la Misa es obra de Dios» *(* Citado por Juan Pablo II, Carta a
los sacerdotes para el jueves Santo de 1986, 8.).
Aunque no tuviera para nosotros otra consecuencia que la de hacer suyas nuestras
ofrendas, ya compensaría la asistencia a Misa de cualquier incomodidad, y aun de
cualquier sacrificio, por grande que fuera. Pero la Misa, además de la adoración a
Dios y de la satisfacción por los pecados de los hombres, y de ser la más perfecta
acción de gracias, tiene un valor de impetración. En otras palabras: nos consigue de
Dios tales gracias que sólo el desconocimiento de lo que se puede alcanzar con la
Misa explica el poco empeño que tantos católicos ponen en aprovecharse de ellas,
ya que, como enseña santo Tomás (111. q. 79, a. l), «lo que la Pasión de Cristo
efectuó en el mundo, lo produce la Eucaristía en cada uno de nosotros». La
consecuencia de esta realidad la expresó monseñor Escrivá de Balaguer cuando
decía que pidiéramos al Señor que nos concediese la gracia de «ser almas de
Eucaristía», que nuestro trato con él se expresase en «alegría, en serenidad, en
afán de justicia». Y así –proseguía- facilitaremos a los demás la tarea de reconocer
a Cristo, «contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas.
Se cumplirá la promesa de Jesús: Yo, cuando sea exaltado sobre la tierra, todo lo
atraeré hacia mí (Jo., 12, 32)» * (* JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa n°
156.).
Ahora bien: de hecho el valor de la Misa no es uniforme en todos su fines o
aspectos. En cuanto a la alabanza y acción de gracias su valor es siempre infinito,
pues tienen a Dios como referencia y ahí no hay límite para la acción de Cristo; pero
no ocurre igual con la satisfacción y la impetración. Es cierto que Cristo no pone
límites a su acción, pero el hombre sí puede poner obstáculos que la impidan o la
coarten.
Por de pronto, puesto que en todo pecado hay una culpa que merece una pena,
la Misa, en lo que tiene de sacrificio que satisface por el pecado, afecta en su
aplicación a la culpa y a la pena, a saber, expiando la culpa y satisfaciendo por la
pena, pero no absolutamente, sino en la medida en que lo permite la capacidad de
recepción del que asiste. En otras palabras: considerado en sí mismo, el sacrificio
de la Misa, como conteniendo la virtud de la Pasión, que es fuente y causa de todas
las gracias, tiene una virtualidad infinita; pero con relación al que asiste y participa,
su efecto depende de la disposición que tenga el fiel; desde luego perdona los
pecados veniales (se supone en el fiel arrepentimiento del pecado y deseo de
mejorar); en cuanto a la pena merecida por los pecados, dice santo Tomás (III, q.
79, a. 5, resp.) que al tener como sacrificio un valor satisfactorio, «y pues en la
satisfacción se mira más el afecto del que ofrece que el valor de la oblación (fue el
Señor quien dijo de la viuda que echó dos céntimos que había echado más que
ninguno), aunque esta oblación sea suficiente de suyo para satisfacer por toda la
pena, se satisface sólo por quienes se ofrece o por quienes la ofrecen en la medida
de la devoción que tienen, y no por toda la pena». Además, «cuando participamos
de la Eucaristía -dice san Cirilo de Jerusalén- experimentamos la espiritualización
deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos conforma con Cristo, como sucede en
el bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo
Jesús» *(* JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa n.° 89).
Sin embargo, mientras el sacramento eucarístico sólo aprovecha a quien lo recibe,
pues un alimento (y la Eucaristía lo es para el alma) sólo aprovecha a quien lo toma,
la Misa es un sacrificio, una Víctima que se ofrece a Dios, y que puede ofrecerse
por otros, para beneficio de otros, y lo que es más: que se ofreció inmolándose por
todos, sin distinción. Y esos todos son los que todavía viven en el mundo (sean
justos o pecadores, fieles o infieles) y los que ya lo abandonaron y se están
acabando de limpiar de sus culpas o de la pena merecida por ellas en el purgatorio.
Tan sólo dos géneros de personas están excluidas de los efectos satisfactorio e
impetratorio de la Misa: los bienaventurados, que han satisfecho ya por sus faltas y
no necesitan ninguna gracia porque ya han alcanzado la gloria; y los condenados,
porque ni quieren ni pueden reparar o recibir nada de Dios. Y es un acto de caridad
pedir en la Misa por las almas del purgatorio, y ofrecer por ellos la Misa, pues es
cierto que se benefician de sus efectos, aunque no nos sea posible saber en qué
medida Dios se los aplica en concreto. Así pues, todos los cristianos, por la
comunión de los santos, reciben las gracias de cada Misa, tanto si se celebra ante
miles de personas o si ayuda al sacerdote como único asistente un niño, quizá
distraído *(Clt. por JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, ES Cristo que pasa n.° 87.).
En cuanto a nosotros, pecadores, que todavía estamos en camino, y por tanto,
rodeados de peligros y constantemente expuestos a tentaciones, y cargados
además con las consecuencias del pecado original, la participación en la Misa -la
más alta oración de la Iglesia- nos obtiene las gracias espirituales y temporales que
nos son necesarias, o simplemente convenientes, para nuestra salvación. Cuando
se dice que la Misa tiene un valor impetratorio debe entenderse sobre todo lo que
se expresa en aquella oración de Jesucristo a su Padre: «no te pido que los saques
del mundo, sino que los preserves del mal» (Jo., 17, 15). Fue el mismo San Juan el
que en su primera epístola nos recordó que «abogado tenemos ante el Padre, a
Jesucristo justo» (2. 1). Él intercede constantemente por nosotros, pero nosotros
hemos de apartar cualquier obstáculo que impida que nos beneficien las gracias
que Él nos alcanzó en su Pasión y Muerte y Resurrección, y que se nos aplican a
través de la Misa. Claro está que mencionar la Resurrección, y aun la Ascensión,
siempre que se habla de la Pasión y Muerte tiene una razón de ser. Si la Eucaristía
es sacrificio en cuanto la ofrecemos, y Sacramento qué alimenta el alma en cuanto
la recibimos, como enseña santo Tomás, entonces al hablar de su efecto en
nosotros hay que referirse a la vida eterna, es decir, a la resurrección de la carne,
pues como decía san Ireneo «si la carne no es salvada, ni nos redimió el Señor con
su Sangre, ni el cáliz de la Eucaristía es la comunicación de su Sangre, ni el Pan
que fraccionamos es la comunicación de su cuerpo»*(SAN IRENEO. Adversus haereses,
lib. 5,2.).
Y todavía una última observación. No siendo la Misa un acto puramente personal
del sacerdote o de cada fiel, sino eminentemente social, pues es la Iglesia quien lo
ofrece, y la Iglesia es un Cuerpo en el que todos sus miembros son solidarios, el
cristiano que se beneficia de la Santa Misa no se debe beneficiar sólo para él, sino
también para otros. «Es la Misa donde Cristo vence al pecado ofreciéndose como
Víctima de propiciación por los pecados del mundo, de cada hombre y de cada
mujer, hasta el final de los tiempos». Pues si, como dijo Pío XII en la encíclica
Mediator Dei, al ser renovada la Misa cada día se «nos advierte que no hay
salvación fuera de la Cruz de nuestro Señor Jesucristo», no cabe duda de que si
queremos contribuir a la salvación de los hombres, a la obra redentora de Cristo,
hemos de ofrecernos a Dios cada día en el trabajo y las contradicciones, en la
mortificación de la carne y de las potencias para que den gloria a Dios, así como en
el dolor y la enfermedad cuando hagan acto de presencia. Debemos, por tanto,
preguntarnos por el lugar que ocupa la Misa en nuestra vida de cristianos, por cómo
la preparamos y por cómo la vivimos, pues son estas preguntas las que nos
indicarán si de verdad apreciamos este don de Dios o si, por el contrario, es un rito
que cumplimos rutinariamente. Y tampoco estará de más que reflexionemos alguna
vez sobre lo que el personaje del citado auto sacramental de Calderón dice al
terminar su exposición de la Misa: el no oírla cada día no solamente es tibieza del
perezoso, sino descortesía grosera
que se hace a Dios, pues de veinte y cuatro horas que le entrega de vida cada día,
aún no le sabe volver la media.
Y, la verdad, es mucha mezquindad no dar ese poco de tiempo a Dios para
honrarle, cuando tanto desperdiciamos estérilmente.
La Santísima Virgen y la Misa
Estas consideraciones sobre la santa Misa quedarían incompletas si no se hiciera
mención de la Santísima Virgen. Ella asistió a su Hijo en el sacrificio: estaba al pie
de la Cruz contemplando y compartiendo su inacabable agonía; Ella oyó sus últimas
palabras y recomendaciones, y las recogió como un tesoro que, como aquellos
maravillosos recuerdos de la infancia, guardó en su corazón; Ella se asoció al
sufrimiento de su Hijo haciendo realidad la profecía de Simeón, y con el corazón
traspasado por la espada de un dolor difícil -si no imposible- de imaginar, quiso
participar de los padecimientos de su Hijo hasta afrontar con entereza su condición
de Madre de un ajusticiado que compartía el patíbulo con dos delincuentes; no
rehuyó, antes aceptó unirse al sacrificio de su Hijo pendiente de aquel trono en
forma de cruz: Rex judaeorum.Como en su nacimiento, así también en su muerte
mantuvo con Él una unión tan fuerte que mereció ser, y llamarse, Corredentora.
Precisamente el Jueves Santo de 1988 el papa Juan Pablo II se refirió a la relación
de Nuestra Señora con el sacrificio de su Hijo: «En la última Cena no consta que la
Madre de Cristo estuviera en el Cenáculo. Sin embargo estaba presente en el
Calvario, al pie de la cruz», y allí -prosigue, citando la Constitución Lumen Gentium
(n. 38)-: «no sin designio divino se mantuvo de pie (cfr. Jn. 19, 25), se condolió
vehementemente con su Unigénito, y se asoció con corazón maternal a su
sacrificio, consintiendo con amor a la inmolación de la víctima engendrada por ella»
* (* Carta del Papa Juan Pablo II a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1988, n° 2.).
¡Qué gran misterio, y qué cosa tan extraordinaria, ser a la vez Madre y criatura de
Dios! Hubo, a principios del siglo VI, un sacerdote, de gran sensibilidad poética y de
una piedad no menos grande, que expresó su devoción a la Virgen en un breve
poema («Cántico de la Virgen al pie de la Cruz»), en el que la ternura va unida a la
contemplación de la Madre Dolorosa intentando comprender aquel tremendo
misterio de amor, de amor de un Dios que muere por salvar de la muerte a sus
criaturas*(* Ct. PIE REGAMEY,Los mejores textos sobre la Virgen María (Madrid, Ríalp, 1972)).
Viendo a su Niño
arrastrado como una oveja
al matadero,
María le seguía
rota de dolor
y, como las otras mujeres,
llorando.
«¿Dónde vas Tú, Niño mío?
¿Por qué esta marcha tan rápida?
¿Hay aún en Caná
otra boda para que tú te apresures
a convertir el agua en vino?
¿Te seguiré yo, Niño mío?
¿O será mejor que te espere?
Dime Tú una palabra,
oh Tú, el Verbo de Dios;
no me dejes así, en silencio,
oh Tú, que me has guardado pura,
Hijo mío y Dios mío. »
******
«Yo no pensaba, mi Niño,
verte un día como estás.
No lo habría creído nunca,
aun cuando veía a los impíos
tender sus manos contra ti.
Sí, ¿cómo fue posible aquel cambio? ¿Cómo, en el breve espacio de unos días,
pudieron convertirse las aclamaciones en denuestos y en insultos? ¿Por qué ya no
era bienvenido el que venía en el nombre del Señor de cielos y tierra, en el nombre
del Creador del mundo, el que venía para salvar a los hombres? ¿Qué había hecho
para que le aborrecieran, y en lugar de considerarle bienvenido, le odiaran hasta el
extremo de emplear toda clase de mentiras, de calumnias y de falsos testigos para
matarle? ¿Y por qué nadie, ninguno de los que le aclamaban unos días antes,
ninguno de los que se entusiasmaban con sus discursos, ninguno de los
beneficiarios de sus milagros, ninguno levantó una mano en su favor, ni dijo una
palabra en su defensa, ni rebatió una sola de las mentirosas acusaciones con que
le condenaban? Y ahora, hoy, ese cambio de tantos hombres y mujeres, que
cuando niños rezaban al buen Jesús, y en su inocencia su misma vida era ya una
alabanza al Señor; que fue bienvenido a sus almas cuando le recibieron por primera
vez; y cuando mayores -ahora, hoy- se han sumado al número de los indiferentes o
de los cobardes que no se atreven a defenderle en el moderno corro de
acusadores, que quizá también le aclamaron cuando eran niños... Ese cambio
¿cómo se ha producido?, ¿cómo ha sido posible que en tan pocos años se
desentendieran tanto de Él?
Sí, porque Él lo quiso así. Podía haber arbitrado mil modos de reparar las culpas
de los hombres, de devolver al Creador la gloria arrebatada por Adán, de restaurar
el orden roto por el pecado. Una lágrima, más aún, una palabra hubiera bastado,
siendo, como era, el mismo Dios. Y con todo quiso padecer la humillación del
patíbulo, morir ajusticiado como un criminal, pero no antes de verse azotado,
escupido, despreciado, abofeteado, golpeado, pospuesto a un sedicioso homicida,
insultado... Podía haberse librado de todo aquello con sólo querer, pero no quiso: su
amor por los pobres hombres, condenados a la servidumbre del pecado, esclavos
sin libertad por la presión de las pasiones desatadas, le llevó a no escatimar ni la
más pequeña partícula de dolor, sufrimiento o humillación para devolverles la
libertad de los hijos de Dios.
La Virgen lo sabía, pero su corazón de Madre tenía aún argumentos:
Es cierto. Jesús podía haber evitado su pasión sin dejar por eso de redimirnos;
podía también haber ahorrado a su Madre la contemplación de aquella espantosa
agonía, tres horas largas ahogándose en medio de terribles dolores; podía también
haberla dispensado de oír no sólo su respiración jadeante y aquellas espaciadas y
trabajosas siete palabras, sino las burlas y el regocijo de los judíos que asistían
triunfantes al suplicio del Hijo de Dios. Ni siquiera le impidió escuchar aquella última
queja, el ápice de su sufrimiento y de su soledad, cuando exclamó: «Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc., 15, 34). No lo hizo: la intensa y misteriosa
unión, única en la creación, entre Jesús y la Virgen, entre la Madre y el Hijo, debía
continuar hasta el final. Nuestra Señora, que acostumbraba a ponderar las cosas en
su corazón, aceptó sin reservas, aunque con dolor, el modo como ante sus ojos se
estaba cumpliendo cuanto el arcángel san Gabriel le había anunciado acerca de su
Hijo. Le había dicho que reinaría en la casa de David eternamente, y Ella estaba
viendo la inscripción que coronaba la Cruz: Jesus Nazarenus, Rex judaeorum,
Jesús Nazareno, Rey de los judíos. «Será llamado Hijo de Dios», le había
asegurado el arcángel, y Ella estaba oyendo a los príncipes de su pueblo y a los
escribas decirle a su Hijo que, si era Hijo de Dios, lo demostrara bajando de la Cruz.
Como escribió Benedicto XV, «en comunión con su Hijo doliente y agonizante,
soportó el dolor y casi la muerte; abdicó de los derechos de madre sobre su Hijo
para conseguir la salvación de los hombres; y para apaciguar la justicia divina en
cuanto dependía de Ella, inmoló a su Hijo, de suerte que puede afirmarse, con
razón, que redimió al linaje humano juntamente con Cristo» *(* BENEDICTO XV.).
Sólo esforzando la imaginación podemos -y aun así, con dificultad y de modo
muy pálido, como con lejanía- intuir lo que debió ser para la Santísima Virgen la
contemplación de su Hijo..., que era su Dios. San Basilio de Seleucia, en la primera
mitad del siglo V, lo expresaba poniendo en labios de María las palabra que
mostraban el contraste que encerraba tan gran maravilla: «¿cómo te llamaré?
¿Hombre? Pero tu concepción es divina. ¿Dios? ¡Si estás revestido de nuestra
carne! (...) ¿Te rodearé de cuidados, como una madre? ¿O te adoraré como una
sierva? ¿Te besaré como a mi hijo, o te rezaré como a mi Dios? ¡Qué misterio
inenarrable!» ¡Y qué otro gran misterio el modo con que la Virgen fue asociada a la
Redención, con su stabat al pie de la Cruz en la que su Hijo padecía en la carne
que Ella le había dado, su propia carne! Así pudo decir san Agustín que «María
cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de
aquella Cabeza a la que es efectivamente madre según el cuerpo».
Quizá haya sido san Bernardo quien más claramente ha expresado el papel de la
Virgen como corredentora. «Un hombre y una mujer nos han dañado grandemente,
pero, gracias a Dios, hay también un hombre y una mujer que lo han restaurado
todo, y con una gran sobreabundancia de gracia.» En el Génesis se lee que Dios
dijo: no es bueno que el hombre esté solo. «Había una gran conveniencia en que los
dos sexos tomasen parte en nuestra redención, como la había tomado en nuestra
caída.» En efecto, Eva fue mediadora en el pecado y la caída, porque por ella el
Maligno inoculó su veneno en el hombre, pero María, a su vez, fue mediadora en la
redención y en la gracia, pues por Ella nos llegó el Salvador. Ella fue la que le
proporcionó el cuerpo que luego iba a ser clavado en la Cruz en expiación de
nuestros pecados.
Así, la Virgen María, en perfecta conformidad con la voluntad del Padre,
asistiendo al pie de la Cruz a la agonía de su Hijo y acompañándole en su sacrificio
redentor, se mantuvo tan unida a él que ha sido reconocida como corredentora.
Quizá por eso la Iglesia, en las oraciones que recomienda al sacerdote para
disponerle a la celebración de la Santa Misa, incluye una dirigida a la Santísima
Virgen para que, así como asistió a su Hijo en el cruento sacrificio redentor, así
asista también al sacerdote -que actúa in persona Christi- en la reproducción del
mismo sacrificio incruento: «acudo a tu piedad -dice el sacerdote, y puede también
decir el fiel cristiano- para que así como estuviste junto a tu dulcísimo Hijo, clavado
en la cruz, también te dignes estar con clemencia junto a mí, miserable pecador, y
junto a todos los sacerdotes que aquí y en toda la Santa Iglesia van a celebrar hoy,
para que, ayudados con tu gracia, ofrezcamos una hostia digna y agradable en la
presencia de la suma y única Trinidad».
Y también por eso, por haber Ella estado junto a la Cruz en el Calvario, el siervo
de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer aludió en más de una ocasión a que «de
alguna manera inefable, a É1 -más inerme, mucho más inerme que en la cuna de
Belén-» la Virgen María no deja de asistirle con su presencia, como en la Cruz, en
la reproducción incruenta del Sacrificio del Calvario, «por la íntima unión que tiene
con la Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre
(...); y esa Sangre es la que se ofrece en el sacrificio redentor, en el Calvario y en la
Santa Misa» *(* JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n.° 89.). Pues si
cuando como Víctima pura y sin mancha se ofreció Jesús en sacrificio cruento por
los hombres, y su Madre, estando allí, le asistió ofreciéndole a su vez al Padre, ¿no
parece falto de sentido que deje de asistirle, «de alguna manera inefable», cuando
de nuevo se ofrece Jesús como Víctima incruenta en el sacrificio de la Misa,
estando allí en el altar como estuvo en el Calvario?
Por eso -decía Juan Pablo II en la Carta a los sacerdotes antes citada- cuando al
celebrar «la Eucaristía nos encontramos cada día en el Gólgota, conviene que esté
a nuestro lado Aquella que, mediante una fe heroica, realizó al máximo su unión
con el Hijo, precisamente allí en el Gólgota». ¿Y no es sobre el altar, nuevo
Gólgota, donde la Víctima engendrada por Ella se ofrece diariamente para
redimirnos? ¿Y no es en este sacrificio donde, también nosotros, «alcanzamos -con
palabras de Juan Pablo II- continuamente el momento decisivo de aquel combate
espiritual que, según el Génesis y el Apocalipsis, está relacionado con la Mujér?». Y
puesto que en esta lucha Ella está unida con el Redentor, procuremos nosotros
estar unidos a Ella para, así, estar también unidos al sacrificio de su Hijo.