Sherlock Holmes A Traves Del Tiempo y El Espacio - Isaac Asimov
Sherlock Holmes A Traves Del Tiempo y El Espacio - Isaac Asimov
Sherlock Holmes A Traves Del Tiempo y El Espacio - Isaac Asimov
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Isaac Asimov y otros
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Título original: Sherlock Holmes Through Time and Space
Recopilado por Isaac Asimov, Martin Harry Greenberg y Charles G. Waugh
© I. Asimov, M. H. Greenberg y Ch. G. Waugh, 1984
Traducción: Robert Walter Moyer
Cubierta: Juan Cueto y Silverio Cañada
Ilustración de cubierta: J. Pablo Sudrez
Primera edición: febrero de 1987
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¡Watson! La partida continúa
Sherlock Holmes
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Sherlock Holmes
Se podría fácilmente argüir que Sherlock Holmes es el personaje de ficción de
más éxito de todos los tiempos. Ha pasado un siglo desde que fuera creado en la
mente de Arthur Conan Doyle, y en todo este tiempo ha deleitado a innumerables
millones de lectores con una intensidad que no ha mermado con el tiempo. Una gran
parte de estos lectores se negaban a aceptar que Holmes fuera un personaje de ficción
y pensaban que era una persona viva y real, y le enviaban cartas dirigidas a 221B
Baker Street contándole sus problemas.
Este éxito, que por lo general proporcionaba placer a los lectores, era, por otro
lado, una fuente de constantes molestias para Conan Doyle. Sherlock Holmes
oscureció todas las demás ambiciones literarias de Conan Doyle, que agonizaron y
murieron bajo la vasta sombra sherlockiana. Incluso llegó a oscurecer a Conan Doyle
como individuo, convirtiéndolo en poco más que un intermedio entre el detective y el
público.
Conan Doyle sabía esto y lo resentía amargamente. Intentó poner fin a esta
esclavitud pidiendo un precio cada vez más alto por cada historia que escribía. No
funcionó; siempre le pagaban lo que pedía. Acudió a métodos más drásticos y
escribió una historia donde asesinó fríamente a su detective. Tampoco funcionó; el
público enfurecido le exigió que resucitara a Holmes.
Con frecuencia he llegado a pensar que Conan Doyle se volcó en el espiritualismo
y otras senilidades en épocas más tardías de su vida en un esfuerzo (inconsciente,
quizá) de disociarse de Sherlock Holmes y para conseguir una fama que fuera suya
propia. Los extremos de la irracionalidad a los que descendió (creía en hadas y se
dejaba engañar con fotos que estaban obviamente trucadas), bien podrían haber sido
un intento de rebelión contra la suprema racionalidad de Holmes. Y aunque esto fuera
cierto, tampoco funcionó. Se reían de Conan Doyle, pero se seguía reverenciando a
Holmes.
El éxito de Holmes le incluyó rápidamente en una notable lista de personas
(reales y de ficción) que están «indefinidas». Lo que quiero decir es bastante simple
de entender: cuando Holmes describe a James Moriarty, ese criminal modelo, como
«el Napoleón del crimen», no se molesta en explicar quién era Napoleón. Da por
hecho que Watson sabía quién era Napoleón y Conan Doyle podía, sin peligro, dar
por hecho que prácticamente cualquier persona capaz de leer sus libros sabía quién
era Napoleón.
De la misma manera, cuando alguien describe a otra persona como «un perfecto
Sherlock Holmes», nunca se para a explicar lo que quiere decir con esto. Su nombre
es parte del idioma. Cada uno de nosotros supone que los demás saben exactamente
quién es Sherlock Holmes.
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Holmes sentó las bases para los futuros detectives, al menos para los más
fascinantes. Había detectives antes de Holmes; y algunos, indudablemente, debieron
inspirar el esfuerzo creador de Conan Doyle (sobre todo, Dupin, el detective de Edgar
Allan Poe), pero el éxito abrumador y la popularidad de Sherlock Holmes
desbordaron todos los de sus preexistentes como si nunca hubieran existido. Fue
Holmes el que se convirtió en modelo.
Holmes era un amateur superdotado que podía ver a través de la niebla que
mantenía a la policía profesional (chapuzas de Scotland Yard) en una confusión sin
remedio.
Esto parece una inversión del orden natural de las cosas. ¿Cómo pueden ser los
amateurs superiores a los profesionales? En realidad, es un reflejo de la superstición
victoriana y de la aceptación inglesa de su rígido sistema de división social. Los
chapuzas de Scotland Yard eran, en el mejor de los casos, de clase media; quizá
incluso con origen en las clases bajas. El amateur superdotado, sin embargo, era un
señorito educado en Eton (o Harrow) y Oxford (o Cambridge). Naturalmente que un
gentleman inglés era muy superior desde su nacimiento a cualquier comerciante.
De este modo, la tradición de detectives gentlemen empezó a existir y fue
particularmente explotada por un siglo de escritores de misterio, particularmente los
ingleses, siendo quizá Peter Wimsey el caso más extremo. Incluso cuando los
detectives eran profesionales, eran con frecuencia gentlemen que se hicieron policías
por algún capricho (Roderick Alleyn y Appleby, por ejemplo).
Los escritores policíacos que siguieron a Conan Doyle no intentaron ocultar su
deuda, y aunque hubieran querido hacerlo, no habrían podido. Considérese la primera
novela de misterio escrita por Agatha Christie (la más exitosa de los escritores post-
Doyle), El misterioso asunto en Styles. El narrador, capitán Hastings, confiesa su
ambición de convertirse en detective. Se le pregunta: «¿Scotland Yard o Sherlock
Holmes?». Y Hastings responde: «Oh, Sherlock Holmes, por supuesto».
De este modo se prepara el escenario para la entrada de Hercule Poirot, el mejor
de todos los detectives de la tradición scherlockiana.
He descrito con cierta frecuencia a mi propia creación, el camarero Henry, en las
historias donde interviene, como «el Sherlock Holmes de las viudas negras». Como
es inútil negar esta deuda, los escritores de misterio se refieren a ella con cinismo
para, de esta manera, desarmar por adelantado a los que pudieran opinar de otro
modo.
Sherlock Holmes invitaba a imitarle a personas que le admiraban y otros que
pretendían burlarse de él. Mark Twain fue uno de los que se burlaban y,
desgraciadamente, no lo hizo nada bien. Mucho más éxito tuvo Robert Fish en sus
historias de Sherlock Holmes. Mientras los derechos de autor de Conan Doyle
estaban aún en vigor, los escritores sólo podían enfrentarse a Holmes de forma
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indirecta claro, pero se las arreglaron para escribir pastiches, a veces con gracia, en
una gran variedad de formas. Después de que las historias pasaran a dominio público,
historias «nuevas» de Sherlock Holmes, tan idénticas a los originales como le era
posible al escritor, empezaron a ser escritas a raudales.
De hecho, son tan numerosas las continuaciones, parodias y pastiches de Sherlock
Holmes que se pueden dividir en subgrupos. El subgrupo que recogemos en este libro
son historias donde el estilo scherlockiano de ficción es tratado en términos de
ciencia-ficción o fantasía, y es sorprendente (como podrán comprobar) cómo la
leyenda sobrevive a la transición.
Este libro recoge quince historias que de una manera u otra implican a Sherlock
Holmes. La primera historia está escrita por el mismo Conan Doyle; una auténtica
historia de Holmes titulada La aventura del pie de diablo, uno de los dos que, dentro
del canon, son lo más parecido a la ciencia-ficción. Además, es una ciencia-ficción
muy buena, y os sorprenderá la agudeza con la que Conan Doyle anticipó un
fenómeno que abundaría una generación después de su muerte.
La última historia es una de mis típicas de viudas negras, una historia en la cual
se analiza un aspecto de las historias de Holmes en el más puro estilo de los
Irregulares de Baker Street (véase la historia para saber algunos detalles sobre esta
organización), y se llega a una conclusión legítima.
En medio hay otras trece historias donde encontraréis el espíritu de Sherlock
Holmes en forma de animales, robots, extraterrestres y demás. La imaginación de los
autores no tiene límite en este aspecto, como tampoco la tiene el placer que
proporcionaran a todos los verdaderos sherlockianos (para los americanos) o
holmesianos (para los británicos).
ISAAC A SIMOV
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La aventura del pie del diablo
Sir Arthur Conan Doyle
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viviendo juntos en una pequeña casa de campo cerca de la bahía de Poldhu, en el
extremo más alejado de la península de Cornualles.
Era un lugar singular, y estaba especialmente bien dotado para el humor macabro
de mi paciente. Desde las ventanas de nuestra pequeña casa encalada, que se hallaba
situada en lo alto de un montículo verde, se divisaba el semicírculo siniestro de la
bahía de Mounts, una vieja trampa mortal para embarcaciones, con una franja de
acantilados negros y arrecifes barridos por las olas en las que un número incontable
de marineros han encontrado su fin. Cuando el viento sopla del norte esta plácida y
tranquila bahía invita a guarecerse en busca de descanso y protección a las
embarcaciones zarandeadas por la tormenta.
Luego cambia repentinamente el viento y los vendavales tempestuosos del
suroeste arrastran el ancla, sotavento hacia la orilla, estallando la última batalla entre
las espumosas olas. El marinero sabio se mantiene bien alejado de este maldito lugar.
En tierra, nuestros entornos eran tan sombríos como los del mar. Era un paisaje de
infinitas y solitarias llanuras de color pardo, mostrando de cuando en cuando torres
de iglesias que marcaban la situación de alguna ancestral aldea. En todas las
direcciones se podían observar restos de una raza desaparecida totalmente extinguida,
que había dejado tras sí como único recuerdo unos monumentos extraños de piedra,
montículos irregulares que contenían las cenizas quemadas de los muertos y unas
curiosas formaciones de tierra que sugerían alguna lucha prehistórica. La elegancia y
misterio del lugar alentaban la imaginación de mi amigo, que pasaba una gran parte
de su tiempo en meditaciones solitarias y largos paseos por la llanura. La ancestral
lengua cómica también había captado su atención, y recuerdo bien cómo concibió la
idea de que esta lengua era afín al caldeo y que había derivado de los comerciantes de
estaño fenicios. Acababa de recibir un cargamento de libros sobre filología y se
disponía a desarrollar esta tesis cuando repentinamente, para su gozo y muy a pesar
mío, nos encontramos metidos de lleno en un problema en nuestra propia puerta, que
era más intenso, más absorbente e infinitivamente más misterioso que cualquiera de
los casos que motivaron nuestra escapada de Londres. Nuestra vida sencilla, así como
la rutina tranquila y sana que nos habíamos impuesto, se vieron violentamente
interrumpidas, y nos precipitamos en una serie de acontecimientos que fueron causa
de la más ferviente emoción, no sólo en Cornualles, sino en la mayor parte del oeste
de Inglaterra. Quizá muchos de mis lectores guarden todavía en su memoria lo que
por aquel entonces se dio en llamar El terror de Cornualles, a pesar de la versión
tergiversada que llegó a la prensa londinense. Ahora, después de trece largos años,
voy a revelar los verdaderos detalles de este insólito caso al público.
Ya he mencionado las torres que marcaban las aldeas salpicadas por esta parte de
Cornualles. La más cercana era la aldea de Tredannick Wollas, donde las casas de
unos doscientos vecinos se aglomeraban alrededor de una iglesia cubierta de musgo.
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El vicario de la parroquia, el señor Roundhay, tenía aficiones arqueológicas, y en tal
faceta le había conocido Holmes. Era un hombre de mediana edad, gordo y afable,
que estaba siempre al día de los acontecimientos sociales de la aldea. Por invitación
suya, tomamos el té en la vicaría y tuvimos la oportunidad de conocer al señor
Mortimer Tregennis, un hombre independiente que contribuía a los escasos ingresos
del párroco al tener alquiladas algunas habitaciones en su enorme y desordenada casa.
El vicario era soltero y estaba encantado con este arreglo a pesar de tener muy poco
en común con su huésped, que era alto, delgado, usaba gafas y presentaba un
encorvamiento que daba la impresión de ser una auténtica deformación física.
Recuerdo que durante nuestra corta visita el vicario nos pareció un hombre
parlanchín, mientras que su huésped era un hombre extrañamente silencioso, de cara
triste y muy introvertido, que pasó el rato sentado, mirando al vacío y meditando
tristemente sobre sus propios asuntos.
Fueron precisamente estos dos hombres quienes entraron abruptamente en nuestro
salón el martes 16 de marzo, poco después de la hora del desayuno, cuando
estábamos los dos fumando y pensando ya en salir a nuestra excursión diaria por la
llanura.
—Señor Holmes —dijo el vicario con voz agitada—, ha ocurrido algo
extraordinariamente trágico esta noche pasada. Es completamente inaudito. Es
providencial que usted esté aquí, pues, de toda Inglaterra, usted es el hombre que
necesitamos.
Miré fijamente al vicario con cara de pocos amigos, pero Holmes sacó la pipa de
sus labios y se incorporó en la silla como un viejo perro de caza que oye a su amo
azuzándole contra la presa. Señaló al sofá, y nuestra palpitante visita se sentó con su
acompañante. El señor Mortimer Tregennis parecía tener mayor control sobre sus
emociones, pero el temblor de sus manos manifestaba claramente que ambos
compartían una emoción común.
—¿Hablo yo o usted? —preguntó al vicario.
—Bien, sea lo que sea, parece que usted hizo el descubrimiento y que el vicario
tiene una versión de segunda mano, de modo que quizá sea mejor que lo cuente usted
—dijo Holmes.
Noté que el vicario se había vestido a toda prisa y que su huésped estaba
cuidadosamente ataviado, y me hizo gracia que los dos mostraran cara de sorpresa
por la sencilla deducción que Holmes acababa de hacer.
—Quizá sea mejor que yo diga algo primero —dijo el pastor—, y luego puede
decidir si quiere escuchar los detalles del señor Tregennis o si prefiere apresurarse al
misterioso lugar. Le puedo decir que nuestro amigo, aquí presente, pasó la tarde-
noche de ayer en la casa de sus dos hermanos, Owen y George, y de su hermana
Brenda, en Tredannick Wartha, que está cerca de la vieja cruz de piedra sobre la
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llanura. Se marchó de allí poco después de las diez, dejándoles alrededor de la mesa
del comedor entretenidos y de inmejorable humor en una partida de cartas. Él es muy
madrugador y salió a dar un paseo en esa dirección antes de desayunar, cuando le
adelantó la carreta del doctor Richards, quien le explicó que acababa de recibir el
recado urgente de presentarse en Tredannick Wartha. Naturalmente, el señor
Mortimer Tregennis le acompañó. Cuando llegaron a Tredannick Wartha encontró la
cosa más extraordinaria que uno puede imaginarse. Sus dos hermanos y su hermana
seguían sentados alrededor de la mesa exactamente como les había dejado, las cartas
estaban aún en la mesa y las velas completamente consumidas. Su hermana estaba
muerta, mientras que sus dos hermanos, sentados uno a cada lado, estaban riéndose a
carcajadas, gritando y cantando; habían perdido completamente la razón. Los tres, la
mujer muerta y los dos hombres dementes, guardaban en sus caras una expresión del
más puro terror; un terror convulsivo que era espantoso. No había ninguna pista que
sugiriese que alguien hubiera estado allí, excepto la señora Porter, la vieja cocinera y
ama de llaves, quien dijo haber dormido profundamente toda la noche. No faltaba ni
se había desordenado nada, y no parece haber ninguna explicación plausible de qué
pudo haber producido tal terror capaz de asustar a una mujer hasta la muerte y a dos
hombres fornidos hasta perder la razón. Ésta es la situación muy resumidamente. Si
puede ayudarnos a clarificarlo, habrá hecho un buen trabajo.
Había tenido la leve esperanza de poder persuadir a mi amigo para volver a la paz
y tranquilidad que había sido el objeto de nuestro viaje, pero en cuanto vi su cara
iluminada y sus cejas contraídas me di cuenta de lo vana que era esta esperanza.
Holmes pasó varios minutos sentado en silencio, completamente absorto por este
extraño drama qué se había entrometido en nuestra tranquilidad.
—Me ocuparé de este caso —dijo al fin—. A primera vista, parece de una
naturaleza muy excepcional. ¿Ha estado usted en el lugar del suceso, señor
Roundhay?
—No, señor Holmes. El señor Tregennis vino a contármelo a la vicaría, y en
seguida vinimos a consultar con usted.
—¿Está muy lejos la casa donde ocurrió esta singular tragedia?
—A unos kilómetros tierra adentro.
—Entonces iremos andando, pero antes de partir debo hacerle algunas preguntas,
señor Mortimer Tregennis.
Había estado callado durante todo el tiempo, pero yo pude observar que su
excitación más controlada era incluso mayor que la emoción manifiesta del vicario.
Estaba pálido, ojeroso, con una mirada ansiosa fijada en el señor Holmes, y sus
delgadas manos estaban fuertemente apretadas una contra otra. Sus pálidos labios
temblaban mientras escuchaba la espantosa desgracia que había caído sobre su
familia. Sus ojos oscuros parecían reflejar algo del horror que había contemplado en
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la casa.
—Pregunte lo que quiera, señor Holmes —dijo ansiosamente—. No me gusta
hablar del tema, pero le contestaré la verdad.
—Cuénteme lo que ocurrió la pasada noche.
—Bien, señor Holmes, cené allí, como le ha dicho el vicario, y después mi
hermano mayor, George, propuso una partida de cartas. Nos sentamos hacia las
nueve. Eran las diez y cuarto cuando me levanté para marchar. Los dejé sentados
alrededor de la mesa con el mejor de los ánimos.
—¿Salió solo?
—La señora Porter se había acostado, así que salí solo, cerrando la puerta tras de
mí. La ventana de la habitación estaba cerrada, pero la persiana no estaba bajada. No
observé ningún cambio en la ventana ni en la puerta esta mañana, ni ningún indicio
de que alguien hubiera estado en la casa. Sin embargo, allí estaban sentados,
atemorizados hasta perder la razón, y Brenda muerta por el miedo con la cabeza
colgando sin vida del brazo de la silla. No conseguiré borrar esa escena de mi mente
en toda la vida.
—Los hechos, tal y como me los cuenta, son desde luego muy sorprendentes —
dijo Holmes—. Supongo que no tendrá ninguna teoría que pueda explicarlos.
—¡Es diabólico, señor Holmes, diabólico! —gritó Mortimer Tregennis—. No es
de este mundo. Alguna cosa ha entrado en la habitación y ha fulminado la razón de
sus mentes. ¿Qué estratagema humana es capaz de tal cosa?
—Me temo —dijo Holmes— que si la cuestión desborda lo humano, desde luego
que me desbordará a mí. De todas maneras, debemos agotar todas las explicaciones
naturales antes de llegar a una teoría de ese tipo. En cuanto a usted, señor Tregennis,
debo suponer que tenía alguna desavenencia con su familia, al estar ellos viviendo
juntos y usted en habitaciones alquiladas en la casa del vicario.
—Así es, señor Holmes, aunque esta cuestión pertenece ya al pasado y está
resuelta. Éramos una familia de mineros de estaño en Redruth, pero decidimos vender
todo a una compañía, y así nos retiramos con suficientes medios para seguir
subsistiendo. No negaré que hubo desacuerdo sobre la manera de repartir el dinero y
esto nos mantuvo separados durante algún tiempo, pero ahora todo estaba perdonado
y olvidado y nuestras relaciones eran más amigables que nunca.
—Volviendo a lo sucedido la pasada noche. ¿Hay algo que sobresalga en su
memoria y que pudiera ser de alguna utilidad de cara a clarificar esta tragedia?
Piénselo detenidamente, señor Tregennis, pues cualquier pista puede ser de gran
ayuda para mí.
—No hay nada en absoluto, señor.
—¿Su familia estaba de un humor normal?
—Nunca había sido mejor.
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—¿Estaban nerviosos? ¿Mostraron aprensión hacia algún peligro que se les venía
encima?
—En absoluto.
—¿Entonces no tiene nada que añadir que me pudiera ayudar?
Mortimer Tregennis pensó durante un momento.
—Se me ocurre una cosa —dijo al fin—. Cuando estábamos sentados en la mesa,
yo daba la espalda a la ventana, y mi hermano George, al ser mi compañero en la
partida, la miraba de frente. Noté cómo una vez se quedó mirando hacia la ventana
sobre mi hombro, así que me di la vuelta y miré también. La persiana estaba subida,
la ventana cerrada y apenas se podían ver los setos que hay en el jardín. Durante un
momento me pareció ver algo que se movía entre ellos. No podría decir si un animal
o un hombre, pero no me paré a pensarlo más. Cuando le pregunté sobre lo que
estaba mirando, me dijo que había tenido la misma impresión. Eso es todo lo que
puedo decirle.
—¿No investigaron lo que era?
—No, no se le dio importancia.
—¿Entonces, cuando usted se marchó no había la más mínima premonición de lo
que iba a ocurrir?
—En absoluto.
—No me queda demasiado claro cómo se enteró usted tan tempranamente de lo
ocurrido.
—Soy muy madrugador y suelo dar un paseo antes de desayunar. Esta mañana
apenas había empezado a andar cuando me adelantó la carreta del doctor. Me dijo que
la vieja señora Porter había enviado a un muchacho con un mensaje urgente. Me
senté de un salto a su lado y seguimos camino hacia la casa. Cuando llegamos, nos
asomamos a esa espantosa habitación. Las velas y el fuego debieron haberse
consumido muchas horas antes, y estuvieron sentados allí a oscuras hasta el
amanecer. El doctor dijo que Brenda llevaba al menos seis horas muerta. No había
ninguna señal de violencia. Brenda estaba recostada en el brazo de la silla con esa
expresión en su cara. George y Owen estaban cantando canciones y farfullando como
dos monos. ¡Era un espectáculo espantoso! No lo pude soportar y el doctor estaba
blanco como una sábana. Se dejó caer en una silla en una especie de desmayo y casi
tuvimos una cuarta persona de la que ocuparnos.
—¡Sorprendente…, muy sorprendente! —dijo Holmes levantándose y tomando
su sombrero—. Creo que será mejor que vayamos a Tredannick Wartha sin más
demora. Confieso que son pocos los casos que, a primera vista, me han presentado un
problema tan singular.
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hubo al principio un incidente siniestro que me impresionó. Para llegar al lugar donde
ocurrió la tragedia es preciso bajar por un camino tortuoso y estrecho. Cuando
bajábamos por este camino, oímos el claqueteo de una carreta que venía hacia
nosotros y nos apartamos a un lado para dejar paso. Cuando pasaba a nuestro lado
tuve oportunidad de echar un vistazo a través de la ventana cerrada y pude observar
una espantosa cara convulsionada que nos sonreía a través del cristal. Esos ojos
desorbitados y dientes rechinantes pasaron a nuestro lado como una pesadilla.
—¡Mis hermanos! —gritó Mortimer Tregennis, blanco hasta los labios—. Los
llevan a Helston.
Nos quedamos todos horrorizados mirando la carreta negra que seguía
pesadamente su camino. Luego continuamos hacía la casa de mal agüero donde
habían encontrado su extraño destino.
Era una casa grande y bonita, más una villa que un caserío. El jardín era de
considerable tamaño y estaba casi repleto de flores primaverales. La ventana del
salón daba a este jardín y, según Mortimer Tregennis, el mal debió entrar a través de
ella, un mal que del más puro terror había fulminado sus mentes. Holmes paseó lenta
y pensativamente entre los parterres y por los caminos antes de entrar en el porche.
Estaba tan absorto que tropezó con una regadera y volcó su contenido, mojando
nuestros pies y el camino del jardín. Ya dentro de la casa, fuimos recibidos por la
vieja ama de llaves, la señora Porter, quien, con la ayuda de una joven cuidaba de las
necesidades de la familia. Contestó a todas las preguntas de Holmes sin reticencias.
No había oído nada durante la noche. Sus amos habían estado de un humor
inmejorable últimamente, y ella nunca les había visto más felices y prósperos que
ahora. Se había desmayado, horrorizada ante la espantosa compañía alrededor de la
mesa, aquella mañana cuando entró. Cuando recuperó la consciencia, abrió las
ventanas para airear la habitación y salió corriendo por el camino, y envió al hijo de
un granjero a avisar al doctor. La señorita estaba en la cama de su habitación, por si
queríamos verla. Hizo falta el esfuerzo de cuatro hombres para meter a los dos
hermanos en la carreta del asilo. Ella estaba resuelta a no quedarse en la casa ni un
día más y partía esa misma tarde para reunirse con su familia en St. Ivés.
Subimos por la escalera para examinar el cuerpo. La señorita Brenda Tregennis
había sido una mujer muy guapa, aunque ahora rozaba ya una edad madura. Su tez
morena y sus facciones bien esculpidas eran admirables aun después de muerta, pero
persistían todavía restos de la convulsión del terror que había sido su última emoción
humana. De su dormitorio descendimos al salón donde había ocurrido esta extraña
tragedia. Las cenizas del fuego nocturno estaban en la chimenea. Sobre la mesa se
encontraban cuatro velas consumidas que habían ido derramando la cera líquida en
pequeños riachuelos y las cartas seguían desparramadas por su superficie. Las sillas
habían sido apartadas contra la pared, pero lo demás estaba sin tocar desde la noche
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anterior. Holmes paseó con pisadas leves y rápidas por toda la habitación; se sentó en
varias sillas, acercándolas a la mesa para reconstruir su posición. Intentó averiguar
exactamente qué extensión de jardín era visible; examinó el suelo, el techo y la
chimenea; pero ni una sola vez vi esa brillantez en sus ojos y el apretón de labios que
me hubieran comunicado que había entrado un rayo de luz en la oscuridad total en la
que nos encontrábamos.
—¿Por qué un fuego? —preguntó en seguida—. ¿Siempre solían tener un fuego
en esta habitación en las tardes de primavera?
Mortimer Tregennis explicó que la noche había sido fría y húmeda. Por esta razón
se encendió un fuego poco después de su llegada.
—¿Qué va a hacer ahora, señor Holmes? —preguntó.
Mi amigo sonrió y me cogió del brazo.
—Creo, Watson, que voy a retomar esa costumbre tan frecuente y justamente
condenada por usted que es la intoxicación por tabaco —me dijo—. Con su permiso,
señores, volveremos a nuestra casa, pues no creo que aparezca ningún nuevo factor
que pueda ser de interés para nosotros aquí. Meditaré sobre los hechos, señor
Tregennis, y si se me ocurriese algo, tenga por seguro que me pondré en contacto con
usted y el vicario. Hasta entonces me despido de ustedes.
No fue hasta un buen rato después de volver a la casa de Poldhu que Holmes
rompió su silencio. Se encogió en su butaca y su cara cansada y ojerosa apenas se
podía adivinar entre los azulados remolinos de humo del tabaco. Sus negras cejas
apuntaban hacia abajo y su frente estaba arrugada. Su mirada se perdía en la
distancia. Al fin posó su pipa y se levantó de un salto.
—¡No encaja, Watson! —dijo con una risotada—. Demos un paseo por los
acantilados y busquemos puntas de flecha de sílex. Hay más probabilidades de
encontrarlas que de hallar más pistas a este problema. Dejar que el cerebro funcione
sin disponer de todos los datos es como forzar un motor. Acaba cayéndose en
pedazos. Aire marino, sol y paciencia, Watson… Lo demás vendrá por sí solo.
—Bien, Watson, definamos nuestra posición con calma —decía a medida que
bordeábamos los acantilados—. Agarrémonos bien a lo poco que sabemos, de manera
que cuando surjan nuevos hechos podamos encajar cada uno en su sitio. Parto de la
base de que nosotros no estamos preparados para admitir intrusiones diabólicas en los
asuntos de estos hombres. Empecemos eliminando por completo esta posibilidad de
nuestras mentes. Bien. Hay tres personas que han sido penosamente afectadas por
algún agente controlado por el hombre, bien consciente o inconscientemente. Eso es
irrefutable. Pues bien, ¿cuándo ocurrió? Evidentemente, y suponiendo que su relato
sea verdad, fue inmediatamente después de que el señor Mortimer Tregennis
abandonase la habitación. Esto es un factor muy importante. Es presumible que
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ocurriera a los pocos minutos de su partida. Las cartas todavía estaban en la mesa. Ya
había pasado su hora habitual de retirarse a dormir. Sin embargo, no habían cambiado
de posición ni habían echado las sillas hacia atrás. Repito, pues, que el suceso tuvo
lugar inmediatamente después de su partida, y no más tarde de las once de la noche.
»Nuestro próximo paso es comprobar, en la medida de lo posible, los
movimientos de Mortimer Tregennis después de abandonar la habitación. En esto no
parece haber dificultad, y no infunden sospecha. Conociendo mis métodos como
usted los conoce, se daría cuenta de que el descuidado accidente de la regadera fue
para obtener una clara impresión de las huellas de sus zapatos, que no habría sido
posible de otra manera. El camino arenoso los dibujó muy claramente después de ser
ablandado por el agua. Recordará que el camino también estaba mojado anoche, y no
es difícil (habiendo obtenido una huella como muestra) seguir sus pisadas entre las
demás. Parece ser que partió hacia la vicaría a toda prisa.
»Por tanto, si Mortimer Tregennis desapareció del lugar, y alguna persona de
fuera asustó a los jugadores, ¿cómo podemos reconstruir a esa persona? ¿Y cómo
consiguió transmitir tal impresión de terror? La señora Porter está libre de sospecha.
Ella, evidentemente, es incapaz de hacer daño a nadie. ¿Hay alguna pista que sugiera
que alguien se acercara a la ventana y transmitiese, de alguna manera, un efecto lo
suficientemente terrorífico como para volver a esos dos hombres locos? La única
sugerencia que apunta en esta dirección proviene de Mortimer Tregennis, quien
comentó que su hermano había hablado de algo moviéndose en el jardín. Este hecho
es bastante sorprendente, pues la noche estaba nublada, lluviosa y oscura. Cualquiera
que tuviera intención de alarmar a estas personas se vería obligado a acercar su cara
hasta el mismísimo cristal de la ventana para poder ser visto. Hay un parterre de casi
un metro de ancho delante de la ventana, pero ni una sola insinuación de pisada. Es
difícil imaginarse cómo una persona de fuera puede haber provocado una impresión
tan terrorífica a este grupo de personas. Tampoco hemos encontrado un motivo que
justifique este extraño y elaborado suceso. ¿Es usted consciente de nuestras
dificultades, Watson?
—Son evidentes —contesté muy convencido.
—Y, sin embargo, con poco más material que consigamos, quizá veamos que no
son insuperables —dijo Holmes—. Estoy seguro que entre sus archivos, Watson,
encontrará otros casos que estaban al menos tan oscuros como éste. Mientras tanto,
dejaremos el caso a un lado hasta que haya datos más precisos a nuestra disposición,
y dedicaremos el resto de nuestro tiempo a la persecución del hombre neolítico.
Ya he comentado algo acerca del poder de aislamiento mental de mi amigo, pero
nunca había pensado tanto sobre esta cuestión como aquella mañana primaveral en
Cornualles mientras mi amigo pasó dos horas disertando sobre celtas, puntas de
flecha y cerámica como si no hubiera un misterio pendiente de solución. No volvimos
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a pensar sobre el asunto hasta que regresamos a casa por la tarde y encontramos una
visita esperándonos. No necesitamos presentación. El enorme corpachón, la cara
profundamente arrugada con esos ojos fieros y esa nariz aguileña, ese pelo canoso
que casi barría el techo de nuestra cabaña, la barba —dorada por los bordes y blanca
cerca de los labios, excepto donde estaba teñida por la nicotina de su eterno cigarro
puro— eran características muy conocidas tanto en Londres como en África, y sólo
podían estar asociadas con la tremenda personalidad del doctor León Sterndale, el
gran explorador y cazador de leones.
Sabíamos de su presencia en Cornualles y habíamos visto su enorme figura por
los caminos de la llanura un par de veces. No hicimos ningún amago de entablar
conversación con él, ni él con nosotros, pues su gran amor a la soledad era bien
conocido y, por esto, pasaba la mayor parte de los intervalos entre sus viajes en un
bungalow enterrado en el solitario bosque de Beauchamp Arriance. Llevaba una vida
absolutamente solitaria, entre sus libros y mapas, dedicado a satisfacer sus propias
necesidades y prestando aparentemente poca atención a los asuntos de sus vecinos.
Por esto, precisamente, me sorprendió oírle preguntar a Holmes ansiosamente si
había avanzado algo en el esclarecimiento de este misterioso episodio.
—La policía del condado está completamente despistada —comentó—, pero
quizá su más amplia experiencia le haya sugerido alguna explicación. Mi interés es
únicamente debido a que durante mis frecuentes estancias aquí he llegado a conocer
bien a la familia Tregennis, ya que por parte de madre son casi primos y su extraño
fin ha sido, desde luego, un gran golpe para mí. Le diré que ya había llegado a
Plymouth de camino hacia África, pero me llegaron noticias de lo ocurrido y vine
inmediatamente para ayudar en las pesquisas.
Las cejas de Holmes se elevaron.
—¿Y perdió su barco por venir?
—Tomaré el siguiente.
—Desde luego que a eso se le llama ser un buen amigo.
—Ya le he dicho que éramos familia.
—Claro que sí. Primos de su madre. ¿Estaba su equipaje ya a bordo del barco?
—Había algo a bordo, pero la mayor parte estaba todavía en el hotel.
—Ya veo. Pero estoy seguro que no se enteró usted de este suceso por los
periódicos de esta mañana.
—No señor, recibí un telegrama.
—¿Puedo preguntarle de quién?
Una sombra recorrió la delgada cara del explorador.
—Sí que es usted inquisitivo, señor Holmes.
—Es mi trabajo.
Con gran esfuerzo, el doctor Sterndale recobró la compostura.
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—No tengo ningún inconveniente en contárselo —nos dijo—. Fue el señor
Roundhay, el vicario, quien me envió el telegrama.
—Gracias —dijo Holmes—. Puedo decirle, como respuesta a su primera
pregunta, que no tengo las ideas del todo claras sobre este asunto, aunque estoy muy
optimista sobre las posibilidades de llegar a una conclusión. Sería prematuro contarle
más por el momento.
—Quizá pudiera decirme si sus sospechas están dirigidas en alguna dirección
concreta.
—No sabría qué decirle.
—Veo entonces que he estado perdiendo mi tiempo y no prolongaré más mi
visita.
El afamado doctor salió de nuestra casa con evidente mal humor, y Holmes no
tardó ni cinco minutos en salir con intención de seguirle. No le volví a ver hasta por
la noche. Regresó con paso lento y cara cansada, lo que me aseguró que no había
hecho grandes progresos en sus investigaciones. Miró un telegrama que le esperaba y
lo tiró a la chimenea.
—Era del hotel de Plymouth, Watson —me dijo—. Averigüé el nombre por el
vicario, y les telegrafié para asegurarme de que el relato del doctor Sterndale era
verdad. Parece ser que durmió allí anoche, y que permitió que parte de su equipaje
saliese de camino a África mientras él volvía aquí para estar presente en la
investigación. ¿Qué le parece eso, Watson?
—Él tiene un gran interés en el asunto.
—Un gran interés…, sí. Hay un cabo aquí que aún no hemos encontrado, pero
que posiblemente nos guíe a través del embrollo. Anímese, Watson, estoy seguro que
todavía no ha llegado todo el material a nuestras manos. Cuando nos llegue
posiblemente dejemos algunas de nuestras dificultades atrás.
No tenía ni idea de que las previsiones de Holmes se iban a hacer realidad tan
pronto, ni de lo siniestros que iban a ser los nuevos acontecimientos que abrirían una
nueva línea de investigación. Estaba afeitándome por la mañana cuando oí el
claqueteo de los caballos. Cuando miré, vi una carreta que bajaba por el camino a
todo galope. Se paró en nuestra puerta y nuestro amigo, el vicario, saltó del vehículo
y corrió hacia nuestra puerta por el caminito del jardín. Como Holmes ya estaba
vestido, bajamos apresuradamente a encontrarnos con él.
Nuestro invitado estaba tan excitado que apenas podía articular palabra, pero al
fin, entre jadeos y arranques de emoción, salió su trágica historia.
—¡Estamos endiablados, señor Holmes! ¡Mi pobre parroquia está endiablada! —
nos gritaba—. ¡El mismísimo Satán anda suelto por ella! ¡Estamos completamente
dominados!
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Daba brincos de excitación; una escena divertida a no ser por sus ojos de miedo y
su cara cenicienta. Al fin nos comunicó su horrible noticia.
—El señor Mortimer Tregennis murió durante la noche, y presentaba exactamente
los mismos síntomas que el resto de su familia.
Holmes se puso en pie de un salto, con toda su energía.
—¿Cabremos los tres en su carreta?
—Sí.
—Entonces, Watson, pospondremos nuestro desayuno. Señor Roundhay, estamos
enteramente a su disposición. Rápido…, rápido, antes de que se desordenen las cosas.
El huésped ocupaba dos habitaciones de la vicaría, una sobre la otra y las dos
formando ángulo con el resto de la casa. Debajo estaba su gran cuarto de estar y
arriba su dormitorio. Las dos habitaciones daban a un campo de croquet que llegaba
hasta la misma ventana. Llegamos antes que el médico o la policía, por lo que todo
estaba absolutamente inalterado. Dejadme que os describa la escena exactamente
como la vimos en aquella mañana brumosa de marzo. Dejó una impresión que nunca
podré borrar de mi mente.
El ambiente de la habitación estaba tan cargado que se podía cortar. La sirviente,
que había sido la primera en entrar, abrió las ventanas, de lo contrario habría sido
intolerable. Esto posiblemente fuera debido al hecho de que la lámpara todavía estaba
llameando y humeando en el centro de la mesa. Al lado se hallaba sentado el hombre
muerto, recostado en su silla y con la barba de no haberse afeitado aún, sus gafas se
hallaban sobre su frente y su delgada cara miraba hacia la ventana y estaba
desfigurada con la misma distorsión de terror que había marcado la cara de su
hermana muerta. Sus miembros estaban convulsionados y sus dedos contraídos como
si hubiera muerto en un paroxismo. Estaba completamente vestido, aunque daba la
impresión de haberlo hecho a toda prisa. Ya habíamos comprobado que durmió en su
cama, y que el trágico suceso le sobrevino por la mañana temprano.
Era difícil imaginarse la energía incandescente que dormía bajo el flemático
exterior de Holmes hasta ver los cambios repentinos que tuvieron lugar cuando entró
en el apartamento. En un instante se volvió tenso y alertado, le brillaban los ojos en la
cara despierta, y sus miembros temblaban con ansiosa actividad. Tan pronto estaba en
el jardín como dentro, entraba por la ventana, paseaba por el salón, subía al
dormitorio como un perro de caza. Dio una vuelta rápida por el dormitorio y acabo
abriendo la ventana, lo cual pareció darle nuevos motivos de excitación, pues se
inclinó hacia fuera con grandes muestras de interés y deleite. Luego bajó corriendo
por la escalera, salió por la ventana y hundió la cara en el césped para observar algo
de cerca, se levantó de un salto y entró de nuevo en la habitación, todo con la energía
del cazador que está a punto de atrapar a su presa. Examinó minuciosamente la
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lámpara, que era de un modelo corriente, tomando algunas medidas del depósito.
Examinó cuidadosamente el protector de cristal con su lupa y raspó unas cenizas que
se hallaban adheridas al extremo superior y los metió en un sobre, que luego guardó
en su bolso. Finalmente, cuando se personaron el médico y el oficial de policía, hizo
unas señas al vicario y los tres salimos al jardín.
—Estoy encantado de comunicarle que mi investigación no ha sido del todo
estéril —dijo—. No puedo quedarme para comentar el asunto con la policía, pero
agradecería que usted los saludara de mi parte y les señalara la ventana del dormitorio
y la lámpara del salón. Por separado son bastante sugerentes, pero tomándolos en
cuenta juntos son concluyentes. Si la policía desea más información estaré encantado
de verlos en mi casa. Y bien, Watson, creo que estaremos mejor empleados en otro
lugar.
Posiblemente porque a la policía no le gustara la intromisión de un amateur, o
porque ellos imaginaban ir por buen camino, no supimos nada de ellos en los dos días
siguientes. Durante este período, Holmes pasó algún tiempo en la casa fumando y
soñando, pero la mayor parte la empleaba en paseos que emprendía solo, volviendo
después de muchas horas y sin comentar nada acerca de dónde había estado. Pude
saber por dónde iba su línea de investigación por un experimento que llevó acabo.
Compró una lámpara igual que la que estaba encendida en la habitación de Mortimer
Tregennis en la mañana de la tragedia. La llenó con el mismo queroseno que se usaba
en la vicaría y midió cuidadosamente el tiempo que transcurría hasta su agotamiento.
Otro experimento que llevó a cabo fue bastante más desagradable y no es probable
que pueda olvidarlo pronto.
—Recordará, Watson —me dijo una tarde—, que hay un solo factor de semejanza
en los distintos informes que nos han llegado. Este factor es el efecto del ambiente
sobrecargado sobre la primera persona que entraba en las habitaciones. Recordará
que cuando Mortimer Tregennis relató la entrada del doctor en la habitación de la
casa de su hermano, dijo que el doctor cayó casi desmayado en una silla. ¿No se
acuerda? Pues yo le puedo asegurar que lo dijo. Bien, también recordará que la
señora Porter, el ama de llaves, nos dijo que ella también se había desmayado después
de entrar en la habitación y que luego había abierto las ventanas. En el segundo caso,
el de Mortimer Tregennis, no puede haberse olvidado del ambiente tan terriblemente
sobrecargado que había en la habitación cuando entramos, a pesar de que la sirvienta
ya había abierto la ventana. La sirvienta, según pude saber, se encontró tan mal que se
acostó luego. Admitirá, Watson, que estos hechos son muy sugerentes. En todos los
casos hay evidencia de un ambiente tóxico. En todos los casos hay también una
combustión de una forma u otra, en un caso el fuego y en otro la lámpara. El fuego
era necesario, pero la lámpara estaba encendida —como lo demostrará la
comparación de la cantidad de queroseno consumido— mucho después de que fuera
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pleno día. ¿Por qué? Con toda seguridad porque hay una conexión entre los tres
factores: la combustión, el ambiente sobrecargado y la locura o muerte de esas
desafortunadas personas. Está claro. ¿No?
—Así parece.
—Por lo menos podemos aceptarlo como una hipótesis de trabajo. Supondremos
entonces que alguna sustancia fue quemada en todos los casos, produciendo un
ambiente causante de esos extraños efectos tóxicos. Muy bien. En el primer caso (el
de la familia Tregennis), esta sustancia fue echada al fuego. La ventana estaba
cerrada y el fuego, naturalmente, expulsaría la mayor parte del humo por la
chimenea. Por lo tanto, se esperaría que los efectos del veneno fuesen menores que en
el segundo caso, donde no tenían salida los gases. Los resultados parecen confirmar
esto, pues en el primer caso sólo la mujer, quien presumiblemente tenía un organismo
más sensible, murió, mientras que los otros mostraron signos temporales o
permanentes de locura, que evidentemente eran los primeros síntomas de la droga. En
el segundo caso el resultado fue tajante. De este modo, los hechos parecen sugerir el
uso de un veneno que actúe por combustión. Siguiendo este tipo de razonamientos
busqué restos de esta sustancia en la habitación de Mortimer Tregennis, naturalmente.
El lugar obvio de mirar era el protector de cristal de la lámpara o su soporte. Observé
unas cenizas y una franja de polvo marrón alrededor de la parte superior que aún no
se había consumido. Cogí la mitad, como pudo usted observar, y la metí en un sobre.
—¿Por qué la mitad, Holmes?
—Yo no soy nadie para interponerme en la investigación policial. Les dejé toda la
evidencia que yo encontré. Quedó algo de veneno en el protector, por si tienen el
suficiente ingenio para encontrarlo. Ahora, Watson, prenderemos nuestra lámpara;
pero tomaremos la precaución de abrir la ventana para evitar el fallecimiento de dos
meritorios miembros de la sociedad. Usted se sentará cerca de la ventana abierta en la
butaca, a menos que, como hombre sensato, decida no tener nada que ver con este
asunto. ¿Ah, conque decide seguir adelante? Ya sabía yo que lo haría. Pondré esta
silla enfrente de la suya, de manera que estemos a la misma distancia del veneno y
mirándonos las caras. Dejaremos la puerta entreabierta. Ahora cada uno está en
posición de vigilar al otro y de poner fin al experimento si es que los síntomas se
hacen alarmantes. ¿Está claro? Bien, entonces cogeré el polvo —o lo que queda de él
— y lo pondré encima de la lámpara prendida. ¡Así! Bien, Watson, sentémonos a
esperar los efectos.
No tardaron en llegar. Apenas me había sentado en mi silla cuando noté el olor
penetrante a almizcle, un olor misterioso y nauseabundo. Tan sólo con la primera
inhalación mi cerebro y mi imaginación se escaparon a todo control. Una espesa nube
negra se arremolinaba delante de mis ojos, y mi mente me anunciaba que dentro de
esta nube me esperaba algo vagamente terrible, todo lo monstruoso e
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inconcebiblemente malvado que podía existir en el universo. Formas mal definidas se
arremolinaban y andaban por esta nube negra, cada una era una amenaza y un aviso
de lo que estaba por venir, la llegada de algún espantoso visitante, que con sólo pasar
el umbral de la puerta me fulminaría el alma. Me dominó un terror apabullante.
Sentía que se me ponían los pelos de punta, que se me salían los ojos de las órbitas,
que tenía la boca abierta y la lengua correosa. La confusión dentro de mi cerebro era
tal que parecía que iba a estallar en cualquier momento. Intenté gritar y pude oír un
ronco gruñido que era mi propia voz, pero muy distante y separado de mí. En ese
mismo momento, y con gran esfuerzo por escapar, pude penetrar esta nube de
desgracia y pude ver durante un segundo la cara de Holmes que estaba blanca, rígida
y arrugada por el terror: la mismísima expresión que había visto en la cara de los
muertos habidos hasta entonces. Fue una visión que me devolvió por un instante la
cordura y la fuerza. Salté de la silla y eché mis brazos alrededor de Holmes. Salimos
juntos a trancas y barrancas por la puerta, y segundos después nos hallábamos
tumbados uno al lado del otro sobre el césped, sólo conscientes de los gloriosos rayos
de sol que penetraban la infernal nube de terror que nos había envuelto. Lentamente
se levantó como la niebla de un paisaje hasta que volvió la paz y la razón, y nos
encontramos sentados sobre el césped, secando nuestras frentes y mirándonos con
aprensión como para marcar las últimas trazas de la terrorífica experiencia a que nos
habíamos sometido.
—¡Dios mío, Watson! —dijo Holmes con una voz temblorosa—. Le debo una
disculpa y un agradecimiento. Fue un experimento injustificable incluso para
someterme yo solo, y más aún para someter a un amigo. Lo siento de veras.
—Ya sabe —le contesté algo emocionado, pues nunca había visto tanto del
corazón de Holmes hasta ese momento— que tal… de mis mayores alegrías y
privilegios es poder ayudarle.
Volvió en seguida al tono medio humorístico medio cínico que era su actitud
habitual hacia los que le rodeaban.
—Sería superfluo volvernos locos, mi querido Watson —comentó—. Cualquier
observador franco podría haberlo afirmado al vernos embarcar en tal experimento.
Confieso que jamás pude imaginar que el efecto fuera tan repentino y tan severo.
Entró corriendo en la casa, reapareció con el brazo estirado y tiró la lámpara en
un zarzal.
—Tendremos que esperar que se despeje la habitación un rato más. Supongo,
Watson, que ya no le queda la más mínima duda de cómo ocurrieron estas tragedias.
—Ninguna en absoluto.
—Pero la motivación sigue siendo tan oscura como antes. Vamos a la pérgola
para comentarlo. Todavía tengo esa porquería inmunda en mi garganta. Tenemos que
admitir que toda la evidencia apunta a que Mortimer Tregennis fue el criminal en la
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primera tragedia, aunque fue la víctima en la segunda. Debemos recordar, en primer
lugar, que hay un historial de riñas familiares seguidas de reconciliación. No sabemos
cuán graves fueron esas riñas ni lo sincera que fue la reconciliación. Cuando pienso
en Mortimer Tregennis, con esa cara de zorro y los pequeños ojos astutos tras las
gafas, no creo que sea un hombre muy dispuesto a perdonar. En segundo lugar, usted
recordará que la idea de que había alguien moviéndose por el jardín, idea que nos
desvió la atención por un momento de la causa real de la tragedia, emanó
precisamente de ese hombre. Tenía un buen motivo para intentar despistarnos.
Finalmente, si él no echó la sustancia al fuego en el momento de abandonar la
habitación, ¿quién lo hizo? El suceso ocurrió justo después de su partida. Si hubiera
entrado alguna otra persona, la familia se habría levantado de la mesa. Además, en un
lugar tan pacífico como Cornualles, las visitas no se presentan a las diez de la noche.
Podemos admitir, pues, que toda la evidencia apunta hacia Mortimer Tregennis como
la persona culpable.
—¡Entonces su propia muerte fue un suicidio!
—Pensándolo bien, Watson, no es una suposición imposible. Un hombre que
tuviera mala conciencia por haber provocado tal destino a su propia familia, bien
pudo haberse dejado llevar por el remordimiento a infligirse el mismo destino. Sin
embargo, hay razones convincentes que lo niegan. Afortunadamente hay un hombre
en Inglaterra que sabe mucho del asunto, y he dispuesto todo para que oigamos los
hechos de sus propios labios esta tarde. ¡Ahí!, llega un poco antes de lo previsto. Pase
por aquí, doctor León Sterndale. Hemos llevado a cabo un experimento químico
dentro de la casa que ha dejado nuestra pequeña habitación en condiciones no aptas
para recibir a un invitado tan distinguido.
Yo había oído cerrar la portilla de nuestro jardín y ahora aparecía sobre el camino
la majestuosa figura del explorador africano. Se dirigió con alguna sorpresa hacia la
rústica pérgola donde nos hallábamos sentados.
—Usted mandó recado de que viniera, señor Holmes. Recibí su nota hace
aproximadamente una hora, y he venido, aunque realmente no sé por qué debo
obedecer sus llamadas.
—Quizá podamos aclararlo antes de separarnos —dijo Holmes—. De todas
maneras agradezco mucho su amabilidad. Espero que sepa perdonar esta recepción
informal al aire libre, pero mi amigo Watson y yo hemos concluido otro capítulo de lo
que los periódicos llaman El terror de Cornualles, y en estos momentos preferimos
respirar en un ambiente despejado. Por otro lado, los motivos que vamos a tratar le
afectan personalmente y de manera muy íntima y quizá sea mejor estar en un sitio
donde no nos puedan espiar.
El explorador sacó el puro de sus labios y miró duramente a mi compañero.
—No tengo ni idea, señor —comentó—, de lo que puede decirme que me pueda
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afectar personalmente y de forma tan íntima.
—El asesinato de Mortimer Tregennis —dijo Holmes.
Por un momento hubiese deseado estar armado. La cara feroz de Sterndale se
enrojeció, sus ojos llameaban y las venas anudadas de su frente se hicieron patentes,
se levantó de un salto y lanzó sus brazos hacia mi compañero. Luego se paró, y con
un violento esfuerzo retomó una calma fría que infundía aún más respeto que el
estallido de nervios que había tenido.
—He vivido tanto tiempo entre salvajes y más allá de la ley —decía—, que he
llegado a un punto donde yo mismo soy la ley. Haría muy bien en recordar eso, señor
Holmes, pues no tengo ningún deseo de hacerle daño.
—Yo tampoco deseo hacerle daño, doctor Sterndale. La prueba más clara es que,
sabiendo lo que sé, le he llamado a usted y no a la policía.
Sterndale se sentó con un suspiro, vencido, quizá por primera vez en su vida de
aventurero. Holmes estaba sosegado y hablaba con la completa seguridad de tener la
sartén por el mango. Nuestro invitado titubeó un momento, abriendo y cerrando sus
grandes manos nerviosamente.
—¿Qué quiere decir? —preguntó al fin—. Si esto es un farol por su parte, señor
Holmes, ha escogido a la persona equivocada para su experimento. No demos más
rodeos y vayamos directamente al grano. ¿Qué quiere decir?
—Se lo voy a decir —dijo Holmes—, y la razón por la que se lo digo es que
espero de su parte franqueza por franqueza. Los pasos que tome dependerán de su
propia defensa.
—¿Mi defensa?
—Sí, señor.
—¿Defenderme contra qué?
—Contra la acusación de haber asesinado a Mortimer Tregennis.
Sterndale se secó la frente con un pañuelo.
—Dios mío, lo está consiguiendo —dijo él—. ¿Todos sus éxitos son a través de
esta enorme capacidad de farolear?
—El farol —dijo Holmes con cierta dureza— está en su lado, doctor León
Sterndale, y no en el mío. Como prueba le diré algunos de los datos sobre los que se
basa mi conclusión: su regreso de Plymouth, permitiendo que parte de su equipaje
siguiese a Africa. Esto me hizo pensar que debía de tenerlo presente en cualquier
reconstrucción del drama.
—Volví por…
—He oído las razones que aduce y me parecen muy poco convincentes e
inadecuadas. Eso lo pasaremos por alto. Vino aquí a preguntarme si sospechaba de
alguien. No le di una respuesta. Fue luego a la vicaría, esperó fuera durante algún
tiempo, y finalmente volvió a su casa.
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—¿Cómo lo sabe?
—Le seguí.
—No vi a nadie.
—Eso es lo que puede esperar ver cuando yo le siga. Pasó la noche inquieto en su
casa, y compuso unos planes que por la mañana temprano procedió a ejecutar. Salió
de su casa al alba, llenó sus bolsillos de una gravilla roja que estaba amontonada al
lado de la portilla de su jardín.
Sterndale tuvo una arrancada violenta y miró a Holmes con asombro.
—Anduvo rápidamente durante la milla que le separaba de la vicaría. Llevaba
puesto, añado, los mismos zapatos que lleva ahora. Ya en la vicaría atravesó el jardín
y los setos, parándose delante de la ventana de Tregennis. Ya era de día, pero la casa
no había empezado aún a rebullir. Sacó la gravilla de su bolsillo y la tiró a la ventana
que había encima suya.
Sterndale se levantó de un salto.
—¡Estoy empezando a creer que es usted el mismísimo diablo! —gritó.
Holmes sonrió por el cumplido.
—Tiró dos o tres veces a la ventana hasta que el huésped se asomó. Usted le hizo
señas de que bajara. Se vistió deprisa y bajó a la sala de estar. Usted entró por la
ventana. Hubo un intercambio de impresiones (corto, desde luego), durante el cual
usted paseó por la habitación de extremo a extremo. Luego salió, cerró la ventana y
se quedó fuera, en el jardín, fumando un puro y observando lo que ocurría dentro.
Finalmente, después de la muerte de Tregennis, se marchó de la misma manera en
que llegó. Bien, señor Sterndale, ¿cómo justifica esta conducta? ¿Y cuáles fueron sus
motivos? Le advierto que si intenta prevaricar o engañarme, le puedo asegurar que
este asunto puede escaparse de mis manos para siempre.
La cara de nuestro invitado se había vuelto completamente gris ceniza mientras
escuchaba las palabras de su acusador. Hundió la cara en sus manos pensativamente.
Luego, con un gesto impulsivo, sacó una foto de su bolsillo y la tiró sobre la rústica
mesa que había ante nosotros.
—Éste es el motivo —nos dijo.
La foto era de una mujer muy guapa. Holmes se acercó para verla.
—Brenda Tregennis —comentó.
—Sí, Brenda Tregennis —repitió nuestro visitante—. Durante años la he amado.
Durante años ella me ha amado. Éste es el secreto de mi reclusión en Cornualles que
tanto maravillaba a la gente. Venir aquí me acercaba a lo único que amo sobre la
tierra. No podía casarme con ella, pues tengo una esposa que me abandonó hace
muchos años y de quien, por las deplorables leyes inglesas, no me puedo divorciar.
Brenda esperó durante años. Yo esperé durante años. Y esto es lo que hemos estado
esperando.
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Un terrible sollozo agitó su gran porte y se echó las manos al cuello bajo su barba
mechada. Luego, con gran esfuerzo, logró contenerse y habló:
—El vicario lo sabía. Era nuestro confidente. El podrá decirle que ella era un
ángel bajado del cielo. Por eso me telegrafió y regresé. ¿Qué podía significar para mí
el equipaje o Africa cuando supe el trágico fin que había tenido mi amada? Ya tiene
usted la pista que le faltaba para explicar mi modo de actuar, señor Holmes.
—Continúe —dijo mi amigo.
El doctor Sterndale sacó un paquete de papel de su bolsillo y lo puso sobre la
mesa. Se podía leer en la envoltura Radix pedís diaboli, que tenía una etiqueta roja
indicando su contenido tóxico. Lo desplazó hacia mí.
—Tengo entendido que usted es médico, señor. ¿Ha oído hablar alguna vez de
esta preparación?
—¡Raíz de pie de diablo! No, nunca he oído hablar de ello.
—No tiene por qué ser un desprestigio a su profesionalidad —dijo él—, pues creo
que excepto una muestra que está en un laboratorio de Buda, no hay más en Europa.
Todavía no está descrito en las farmacopeas ni en la literatura sobre toxicología. La
raíz tiene forma de pie, mitad humano y mitad de cabra; de ahí su nombre, puesto por
un misionero botánico. Es un veneno usado en ordalías por los hechiceros en ciertos
distritos del oeste de Africa y es mantenido como un secreto entre ellos. Conseguí
esta muestra en circunstancias muy extraordinarias en el País Ubanghi.
Abrió el paquete mientras hablaba y nos mostró el polvo marrón rojizo, muy
similar al rapé.
—¿Y bien, señor? —dijo Holmes con dureza.
—Estoy a punto de contarle, señor Holmes, lo que ocurrió en realidad, pues ya
que sabe tanto tengo interés en que lo sepa todo. Ya he explicado la relación que me
unía a la familia Tregennis. Sólo por la hermana me comportaba amistosamente con
los hermanos. Hace tiempo hubo una riña familiar que enemistó a ese hombre,
Mortimer, pero se suponía que todo ya había pasado, y yo me veía con él como me
veía con el resto de los hermanos. Era un hombre astuto, mezquino y siempre estaba
tramando algo, pero yo no tenía ninguna razón concreta para enemistarme con él. Un
día, hace un par de semanas tan sólo, vino a mi casa y le enseñé algunas de mis
curiosidades de Africa. Entre otras cosas le enseñé este polvo y le conté sus extrañas
propiedades, de cómo estimula los centros nerviosos que controlan la sensación del
miedo y cómo la locura o la muerte es el destino del nativo infeliz que es sometido a
la ordalía por el sacerdote de la tribu. También le comenté lo inútil que sería la
ciencia europea para detectarlo. No sé cómo me lo quitó, pues nunca abandoné la
habitación, pero no dudo que fue entonces, mientras yo abría armarios y removía
cajas. Recuerdo cómo me abrumaba a preguntas acerca de la cantidad y el tiempo
necesario para que se dejara sentir su efecto, pero no sospeché ni por un momento
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que sus preguntas tenían un interés personal. No volví a pensar sobre el tema hasta
que me llegó el telegrama del vicario en Plymouth. Ese villano pensaba que estaría en
alta mar antes de que me pudiera llegar la noticia, y que estaría perdido durante años
en Africa. Pero regresé en seguida, pues cuando escuché los detalles no me cabía la
menor duda de que mi veneno había sido utilizado. Vine en seguida a verle por si se
le hubiera ocurrido alguna otra explicación. Pero no podía haber otra. Yo estaba
convencido que Mortimer Tregennis era el asesino, y que el motivo era económico,
con la idea de que si el resto de su familia estaba trastornada, él sería el único
heredero de la propiedad conjunta. Había usado el polvo de raíz de pie de diablo
sobre ellos, volviendo a dos de sus hermanos locos y matando a su hermana Brenda,
el único ser humano que yo alguna vez haya amado o que me haya amado a mí.
Estaba claro cuál había sido su crimen, pero ¿cuál iba a ser su castigo? ¿Acudir a la
ley? ¿Dónde estaban mis pruebas? Yo sabía que los hechos eran ciertos, pero ¿cómo
iba a convencer a un jurado de gentes de pueblo de una historia tan fantástica? A lo
mejor hubiera podido, a lo mejor no. Pero no podía permitirme fallar en esto. Mi
alma exigía venganza. Ya le he comentado, señor Holmes, que he pasado una gran
parte de mi vida fuera de la ley, y al final yo mismo me he convertido en la ley. De
modo que decidí que el fin que él había infligido a otros fuera compartido también
por él. O eso o haría justicia con mis propias manos. En toda Inglaterra no habrá
hombre que valore menos su vida que yo en estos momentos.
»Ya se lo he contado todo. Usted mismo sabe el resto. Como usted bien dijo,
después de una noche inquieta, partí temprano de mi casa. Preveía la dificultad de
despertarle, por lo que cogí gravilla del montón que usted citó y lo usé para tirar a su
ventana. Bajó y me dejó entrar por la ventana del salón. Le expuse su ofensa. Le dije
que había venido como juez y como verdugo. El miserable se hundió en una silla,
paralizado de miedo al ver mi revólver. Encendí la lámpara, eché el polvo y
permanecí fuera mirando por la ventana, presto a cumplir mi amenaza de disparar si
intentaba abandonar la habitación. Tardó cinco minutos en morir. ¡Dios mío, cómo
murió! Pero yo permanecí impasible, pues no soportó nada que no hubiese tenido que
soportar mi amada previamente. Ésa es mi historia, señor Holmes. Quizá, si usted
amase a una mujer, hubiera hecho lo mismo que yo. En cualquier caso, estoy en sus
manos. Puede hacer lo que quiera. Como ya le he dicho, no hay hombre vivo que
tema menos a la muerte que yo.
Holmes se quedó pensando un rato en silencio.
—¿Cuáles eran sus planes?
—Tenía intención de enterrarme en Africa. Mi trabajo allí está todavía a medias.
—Vaya a terminar la mitad que le queda —dijo Holmes—. Yo, por lo menos, no
estoy preparado para impedírselo.
El doctor Sterndale levantó su gigantesca figura, se inclinó para despedirse con
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seriedad, y salió de la pérgola. Holmes encendió su pipa y me pasó la petaca.
—Un humo no venenoso será bueno para variar —me dijo—. Estará de acuerdo,
Watson, en que no es un caso donde debamos entrometernos. Nuestra investigación
ha sido independiente y nuestra acción también debe serlo. No podemos denunciarle.
¿No?
—Desde luego que no —le contesté.
—Nunca he amado, Watson, pero si lo hubiera hecho y el ser al que yo amara
encontrase un fin tan horroroso, quizá hasta hubiera actuado como lo ha hecho
nuestro cazador de leones sin ley. ¿Quién sabe? Bien, Watson, no quiero ofender su
inteligencia explicándole lo que es obvio. La gravilla que encontré sobre el alféizar
de la ventana fue el punto de partida de mis investigaciones. Era completamente
distinta de cualquier material de los que hay en el jardín de la vicaría. Sólo cuando se
desvió mi atención hacia el doctor Sterndale fue cuando encontré la contrapartida. La
lámpara ardiendo en pleno día y los restos de polvo sobre el protector fueron
eslabones sucesivos en una cadena bastante simple. Y bien, mi querido Watson, creo
que podemos desterrar el asunto de nuestras mentes y volver con la conciencia
tranquila al estudio de las raíces caldeas que con seguridad se encuentran en la rama
cómica del gran idioma celta.
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El problema del puente dolorido (entre otros)
Philip José Farmer
(con el seudónimo de Harry Manders)
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I
La bala boer que me atravesó el muslo en 1900 me dejó cojo para el resto de la
vida, pero fui sobradamente capaz de manejarme solo a pesar de sus efectos. Sin
embargo, a la edad de sesenta y un años, de repente me encuentro con un asesino que
ha tumbado a más hombres que las balas dentro de mí. El doctor, un pariente mío, me
da seis meses, a lo más, de vida y me dice muy francamente que van a ser muy
dolorosos. El conoce mis crímenes, claro, y posiblemente piense que mi sufrimiento
va a ser un justo castigo. No estoy seguro, pero juraría que éste era el significado de
la mueca que acompañaba a esta declaración de mi fin.
Sea como sea, me queda poco tiempo. Tengo, sin embargo, la determinación de
dejar escrita una aventura que Raffles y yo juramos nunca revelar. Ocurrió… Ocurrió
en la realidad. Pero el mundo no lo habría creído entonces. Habrían pensado que
estaba mintiendo o que estaba loco.
Escribo esto porque dentro de cincuenta años el mundo habrá progresado lo
suficiente para que estas cosas sean creíbles. Quizá el hombre haya aterrizado en la
Luna para entonces si logra perfeccionar una hélice que funcione en el éter como en
el aire. O si descubre el mismo tipo de nave que trajo…; en fin, no me adelantaré a
los acontecimientos.
Espero que el mundo de 1974 crea esta aventura. Sólo entonces sabrá el mundo
que, cualesquiera que fuesen los crímenes que Raffles y yo cometimos, pagamos por
ellos con creces por lo que hicimos aquella semana de mayo de 1895. Y, de hecho, el
mundo está y estará siempre en deuda con nosotros. Sí, mi querido doctor, mi
desdeñoso pariente, también tú, que esperas que sufra como castigo. Pagué mi deuda
hace ya mucho tiempo. Sólo quisiera que estuvieses vivo para leer estas palabras. Y
quién sabe, a lo mejor vives hasta los cien años y puedes leer este relato de lo que me
debes. Espero que sí…
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II
Yo estaba distraído, sentado en la butaca en mi habitación de Mount Street,
cuando el ruido de la verja del jardín me devolvió bruscamente a este mundo. Un
momento más tarde oí un toque familiar en mi puerta. La abrí y encontré, como
esperaba, al mismísimo A. J. Raffles. Entró con sus alegres y brillantes ojos azules,
sacó el Suvillan de la boca y lo usó para señalar mi whisky con soda.
—¿Aburrido, Bunny?
—Bastante —le contesté—. Ha pasado casi un año sin que hayamos hecho algo
interesante. El viaje alrededor del mundo después del asunto Levy fue muy
estimulante. Pero eso acabó hace unos cuatro meses. Y desde entonces…
—¡Aburrimiento y tedio! —gritó Raffles—. ¡Pues bien, Bunny, todo eso se ha
acabado! Esta noche haremos que la sangre vuelva a bullir y acabaremos con toda
esta rutina alienante.
—¿De qué se trata? —pregunté.
—¡Piedras preciosas, Bunny! Para ser más exacto, zafiros, corindón azul, tallados
en cabochon. Es decir, redondo con la base plana. Y grandes, Bunny, enormemente
grandes, casi del tamaño de un huevo de gallina, si mi informador no ha exagerado.
Tienen algo de misterioso, un misterio que mi perista me lleva susurrando al oído
durante algún tiempo con su fuerte acento cockney. Las vende un tal señor James
Phillimore, de Kensal Rise. Pero dónde las consigue él, Bunny, es un misterio.
¿Quién le provee? Nadie lo sabe. Mi perista ha sugerido que no fueron robadas de
ninguna caja fuerte ni de la garganta de una aristócrata, sino que fueron traídas de
contrabando del sureste asiático o Suráfrica o Brasil, directamente de la mina. En
cualquier caso, esta noche vamos a llevar a cabo la labor de reconocimiento, y si se
presentara la oportunidad…
—Vamos, A. J. —dije amargamente—. Ya sé que has hecho toda la labor de
reconocimiento por tu cuenta. ¡Sé honesto! Esta noche encontramos el momento
propicio por casualidad y damos el golpe. ¿No es así?
Yo siempre estuve de alguna manera resentido con Raffles porque siempre
decidía llevar a cabo el trabajo preliminar solo, «hacer el presupuesto», como se solía
decir en los bajos fondos. Por alguna razón no se fiaba de mí para explorar el terreno.
Raffles produjo un enorme y perfecto aro de humo con su Sullivan, y me dio una
palmada en el hombro.
—¡Me conoces demasiado, Bunny! Sí, ya he examinado el terreno y he
comprobado los horarios del señor Phillimore.
Fui incapaz de seguir reprochando al hombre más habilidoso que nunca haya
conocido. Me vestí resignadamente con ropa oscura, bebí de un trago el whisky que
me quedaba y marché con Raffles. Paseamos durante algún tiempo, asegurándonos de
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que la policía no nos hacía sombra, aunque en realidad no teníamos ningún motivo
para pensar que lo harían. Luego tomamos el tren a Willesden a las 11.21.
—¿Vive Phillimore cerca de la casa del viejo Baird? —pregunté.
Me estaba refiriendo al prestamista asesinado por Jack Rutter, los detalles de cuyo
caso están recopilados en el Wilful Murder.
—De hecho vive en la misma casa —dijo Raffles, observándome con sus atentos
ojos de color gris-acero—. Phillimore la tomó en alquiler cuando se terminaron de
resolver los asuntos de su herencia y la casa quedó disponible para ser alquilada. Una
coincidencia muy curiosa, Bunny, pero, después de todo, todas las coincidencias son
curiosas. Para el hombre por lo menos. La naturaleza se muestra indiferente a estas
cosas.
(Sí, ya sé que antes afirmé que sus ojos eran azules. Y lo eran. Me han criticado
por decir en una ocasión que sus ojos eran azules y en otra que eran grises. Pero él
tiene, como pudiera imaginarse cualquier idiota, ojos azul-grisáceos que son de un
color u otro dependiendo de la luz).
—Eso fue en enero de 1895 —dijo Raffles—. Estamos ante un caso extraño,
Bunny. Mis investigaciones no han revelado ninguna evidencia de que el señor
Phillimore existiese antes de noviembre de 1894. Hasta que tomó residencia en la
zona este de la ciudad nadie parece haber oído hablar de él, ni nadie lo había visto
antes. Surgió de la nada, alquiló su casa de tres pisos —un lugar terrible, Bunny—
hasta enero. Luego alquiló la casa donde el viejo y malvado de Baird entregó su alma.
Desde entonces ha llevado una vida tranquila, excepto por las visitas que hace una
vez al mes a varios peristas de la zona este de la ciudad. Tiene un cocinero y una
sirvienta, pero no viven en la casa.
Por lo tarde de la hora, el tren no fue más allá de Willesden. Anduvimos desde allí
hacia Kensal Rise. Una vez más, dependía de Raffles como guía a través de un lugar
desconocido. Sin embargo, la luna estaba en el cielo, y la zona no estaba tan
despejada como la última vez que había estado allí. Una serie de casitas y pequeñas
villas, algunas todavía en construcción, ocupaban solares vacíos que yo había
atravesado aquella fatídica noche. Bajamos por los caminos entre el bosque y los
solares y salimos a una carretera adoquinada que había sido construida hacía tan sólo
cuatro años, que tenía una única farola tenue delante de la casa.
Delante de nosotros se levantaba la esquina de un enorme muro recubierto de
cristales rotos en su borde superior en los que se reflejaba la luna. La luna también
contrastaba con los afilados pinchos de la altísima verja verde. Nos pusimos las
máscaras. Como la vez anterior, Raffles se estiró y puso corchos de champán sobre
los pinchos. Luego puso su abrigo sobre los corchos. Pasamos silenciosamente por
encima; Raffles quitó los corchos y nos encontramos al otro lado del muro entre
arbustos de laurel. La verdad es que yo sentía aprensión, incluso más que la vez
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pasada. El fantasma del viejo Baird parecía estar flotando por el lugar. Las sombras
parecían más negras de lo habitual.
Empecé a andar hacia el camino de gravilla del jardín cuando Raffles me agarró
por la cola del abrigo.
—¡Silencio! —me dijo—. Veo a alguien, o en cualquier caso algo, entre los
matorrales que hay al fondo del jardín. Por allí, en el ángulo que hace el muro.
Yo no podía ver nada, pero me fiaba de Raffles, cuya vista era tan aguda como la
de un piel roja. Nos desplazamos lentamente a lo largo del muro deteniéndonos de
vez en cuando para mirar entre los oscuros matorrales hacia el ángulo. A unos
doscientos metros vi una forma ambigua que se movía entre los matorrales. Yo estaba
dispuesto a largarme en ese momento, pero Raffles me susurró agresivamente que no
podíamos permitir que un competidor nos asustase. Después de un rápido
intercambio de impresiones, seguimos adelante oscureciendo aún más con nuestras
sombras la ya oscura noche. Y después de unos cuantos minutos eternos, bañados en
sudor, el extraño cayó bajo un golpe del puño de Raffles sobre su mandíbula.
Raffles sacó al hombre a rastras de los matorrales para que le pudiésemos ver con
la luz de la luna.
—¿Qué tenemos aquí, Bunny? —me dijo—. Esos tirabuzones rizosos, esa nariz
aguileña, las espesas cejas y el olor de ese perfume parisino, ¿es que no lo reconoces?
Tuve que contestar que no.
—¿Cómo? ¡Pero si es el famoso periodista e infame duelista Isadora Persano! —
dijo—. ¿No me dirás que nunca has oído hablar de él, o ella, según sea el caso?
—¡Claro! —dijo yo—. ¡El reportero del Daily Telegraph!
—Ya no —dijo Raffles—. Ahora va por libre. ¿Pero qué diablos hace aquí?
—¿Supones —dije yo lentamente— que él también es una cosa por el día y otra
por la noche?
—Quizá —dijo Raffles—. Pero a lo mejor está aquí en calidad de periodista. Él
también ha oído ciertas cosas acerca del señor James Phillimore.
—¡Al diablo! ¡Si la prensa está aquí, Scotland Yard no puede estar muy lejos!
Los rasgos del señor Persano combinaban curiosamente una vasta masculinidad
con una feminidad ofensiva. Aunque esto último no fue culpa suya. Su padre, un
diplomático italiano, había muerto antes de que él naciese. Su madre, inglesa,
deseaba una niña y se sintió amargamente defraudada cuando su único hijo resultó ser
varón. Ya sin obstáculos por parte de su marido ni de su conciencia, le había llamado
Isadora y lo había criado como a una niña. Hasta que asistió a la escuela pública
llevaba vestidos. En la escuela, sus largas melenas y sus gestos femeninos le hicieron
objeto de salvajes burlas por parte de los otros niños. Fue entonces cuando desarrolló
la gran habilidad de defenderse con los puños. Cuando se hizo adulto vivió en el
continente durante algunos años. Durante este tiempo ganó fama de ser un hombre
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peligroso de insultar. Se cuenta que llegó a herir a media docena de hombres con
pistola o con espada.
Raffles sacó un trozo de cuerda y una mordaza de una pequeña bolsa donde
llevaba su instrumental. Después de atar y amordazar a Persano, Raffles registró sus
bolsillos. El único objeto que llamó su atención fue una gran caja de cerillas en el
bolsillo interior de su capa. Al abrirla sacó un objeto que brillaba a la luz de la luna.
—¡Madre mía de mi alma! —dijo—. ¡Es uno de los zafiros!
—¿Es un hombre rico? —pregunté.
—No tiene que trabajar para subsistir, Bunny. Y como todavía no ha entrado en la
casa, supongo que lo consiguió a través de un perista. Por otro lado, supongo que lo
metió en una caja de cerillas, pues no es probable que un ladrón robe una caja de
cerillas. Hasta yo estuve a punto de pasarlo por alto.
—Larguémonos de aquí —dije yo. Pero él se agachó y miró fijamente al
periodista, volviendo la mirada de cuando en cuando a la piedra. Ésta, por cierto, era
tan sólo del tamaño de un cuarto de un huevo de gallina. En ese momento, Persano
empezó a moverse y a emitir quejidos bajo la mordaza. Raffles le susurró algo al oído
y él asintió. Entonces Raffles me dijo:
—Zúrrale si hace amago de gritar —y desató la mordaza.
Persano mantuvo la voz baja, como se le había pedido. Confesó que había oído
rumores a través de sus contactos subterráneos acerca de las piedras preciosas.
Habiendo localizado a nuestro perista, se las arregló para comprar una de las joyas
del señor Phillimore. De hecho, nos dijo que ésa era la primera piedra que el señor
Phillimore había llevado al perista. Era un curioso que había venido a espiar a
Phillimore. Se preguntaba de dónde salían las piedras, ya que no había ninguna
denuncia por robo.
—Hay una gran historia aquí —nos dijo—. Pero no tengo la más mínima idea de
qué se trata. Sin embargo, debo avisaros que…
Su aviso, sin embargo, quedó sin atender. Raffles y yo oímos voces al otro lado de
la verja y ruido de zapatos rozando la gravilla.
—No me dejéis aquí atado, muchachos —dijo Persano—. Seguro que tendría
dificultades para explicar satisfactoriamente lo que estoy haciendo aquí. Y luego está
la piedra.
Raffles volvió a colocar la piedra en la caja de cerillas y la metió en el bolsillo de
Persano, pues no hubiera querido que le pillasen con la piedra encima. Desató las
muñecas y los tobillos del periodista y le dijo:
—¡Buena suerte!
Unos momentos más tarde, tras poner nuestros abrigos sobre los cristales rotos
del muro trasero de la casa, Raffles y yo pasamos por encima del muro. Corrimos
agachados hasta meternos en un denso bosque que había a unos doscientos metros
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detrás de la casa. Al otro lado, a cierta distancia, había una casa recién construida y
una carretera nueva. Un momento más tarde vimos a Persano pasando por encima del
muro. Pasó de largo a toda prisa sin advertir nuestra presencia y desapareció abajo,
dejando una fuerte estela de perfume tras de sí.
—Tenemos que hacer una visita a su casa —dijo Raffles.
Me puso la mano en el hombro para avisarme, pero ya lo había advertido. Yo
también había visto a los tres hombres volver la esquina del muro. Uno tomó posición
en el ángulo del muro, mientras que los otros dos empezaron a caminar hacia nuestro
bosque. Emprendimos la retirada lo más silenciosamente posible. Como no había
trenes a esta hora, anduvimos hasta Maida Vale y tomamos un simón desde allí hasta
casa. Raffles volvió a sus habitaciones en Albany y yo a las mías en Mount Street.
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III
Cuando leímos los periódicos vespertinos pudimos saber que el asunto había
tomado un cauce aún más extraño. Pero en esos momentos no teníamos ni idea de la
horripilante metamorfosis que estaba aún por venir.
Dudo que haya una sola persona en Occidente —o para el caso en Oriente— que
no haya leído el extraño caso del señor James Phillimore. A las ocho de la mañana,
un simón aparcó delante de la puerta de su finca. La sirvienta y el cocinero eran las
únicas dos personas que se hallaban en la casa. El exterior de los muros estaba siendo
vigilado por ocho miembros del Departamento de Policía Metropolitana. El
conductor del simón tocó el timbre eléctrico de la verja. El señor Phillimore salió de
la casa y bajó por el camino de gravilla del jardín hasta la verja. Allí fue visto por el
conductor del simón, por un policía que se hallaba cerca y por otro que se hallaba en
un árbol. Éste último podía ver claramente todo el jardín delantero de la casa, y otro
policía que se hallaba en otro árbol divisaba claramente la parte trasera del jardín y de
la casa.
El señor Phillimore abrió la verja del jardín, pero no salió. Comentó al conductor
que parecía que se avecinaba lluvia, y añadió que volvería a buscar su paraguas. El
conductor, el policía y la sirvienta lo vieron entrar de nuevo en la casa. La sirvienta
estaba en esos momentos en la planta baja, en una habitación que daba a la parte
delantera de la casa. Ella iba hacia la cocina cuando el señor Phillimore entró en la
casa y dijo que había oído pisadas en la escalera que conducía al primer piso.
Ella fue la última en ver al señor Phillimore. No volvió a salir de la casa. Después
de media hora, el señor Mackenzie, el inspector de Scotland Yard que estaba al cargo,
se dio cuenta de que Phillimore se había percatado de algún modo de que estaba
siendo vigilado. Mackenzie hizo una señal y él, con tres hombres más, entraron por la
verja, mientras los otros cuatro mantuvieron sus posiciones en el exterior. El exterior
de los muros de la casa no quedaron ni un solo momento sin estar vigilados, igual que
el interior.
Tras mostrar la orden de registro a la sirvienta, los policías entraron y llevaron a
cabo un minucioso registro. Para su asombro, no encontraron ni rastro de Phillimore.
El caballero, de metro ochenta de estatura y ciento veintiocho kilos de peso, había
desaparecido por completo.
Durante los siguientes dos días, la casa —y el jardín que la rodeaba— fueron el
objeto de una intensísima investigación. Esta investigación demostró que la casa no
contenía ningún túnel ni escondite. Se estudió cada centímetro cúbico de la casa. Era
imposible que no hubiera abandonado la casa y, por otro lado, era evidente que no la
había abandonado.
—Si llegamos a tardar un minuto más, nos habrían arrinconado la otra noche —
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dijo Raffles sacando otro Sullivan de su cigarrera plateada—. Pero, Dios mío, ¿qué
está ocurriendo en esa casa? ¿Qué fuerzas misteriosas están actuando? Date cuenta
que no se encontraron joyas dentro de la casa. Eso dijo la policía, por lo menos.
¿Realmente volvió para coger su paraguas el señor Phillimore? El paraguas estaba en
el paragüero de la entrada; sin embargo, él subió directamente por la escalera. De este
modo pudo observar a los zorros que estaban en la verja del jardín y se encerró en su
matorral como un buen conejo.
—¿Y dónde está esa madriguera? —pregunté yo.
—¡Ah! Ésa es la cuestión —suspiró Raffles—. ¿Pero qué conejo es capaz de
meterse en una madriguera y luego hacerla desaparecer? Éste es el tipo de misterio
que atrae hasta al gran detective. Se ha comprometido a investigarlo.
—¡Entonces mantengámonos alejados de todo este asunto! —grité yo—.
¡Bastante afortunados hemos sido hasta ahora de que ninguna de nuestras víctimas
haya acudido a tu primo en busca de ayuda!
Raffles era primo tercero o cuarto de Holmes, aunque nunca se habían visto, que
yo sepa. Dudo que el detective ni siquiera haya ido a Lord’s a ver un partido de
cricket.
—No me importaría competir con él por una vez —dijo Raffles—. Posiblemente
así cambie su opinión acerca de quién es el hombre más peligroso de Londres.
—Tenemos dinero de sobra —dije yo—. Olvidémonos de todo este asunto.
—Ayer mismo te quejabas de aburrimiento, Bunny —me dijo—. No, creo que
será conveniente que hagamos una visita a nuestro amigo el periodista. Quizá sepa
algo que ni nosotros ni la policía sepa. Pero si lo prefieres —añadió desdeñosamente
— puedes quedarte en casa.
Eso me dolió, claro, e insistí en acompañarle. Pocos minutos más tarde nos
hallábamos en un simón, y Raffles le dijo al conductor que nos llevara a Praed Street.
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IV
El apartamento de Persano estaba al final de dos tramos de escaleras de mármol
de Carrara con una balaustrada tallada en caoba. El portero nos llevó al 10-C y se
marchó después de que Raffles le diera una generosa propina. Raffles tocó en la
puerta. Tras esperar un minuto sin contestación abrió la puerta con una ganzúa. Un
momento más tarde nos hallábamos en una suite de habitaciones extravagantemente
amuebladas. Un intenso olor a incienso flotaba en el aire.
Entré en el dormitorio y quedé pasmado. Persano estaba tumbado en el suelo
vestido sólo con su ropa interior. Siento tener que contarlo, pero era de encaje negro
de demimondaine. Supongo que si en la época hubieran existido sujetadores, llevaría
uno puesto. Sin embargo, no presté mucha atención a su manera de vestir por la
expresión horrible que había en su cara. Su cara estaba moldeada en una máscara de
terror indescriptible.
Cerca de su mano abierta se hallaba la gran caja de cerillas. Estaba abierta y
dentro de ella había algo retorciéndose.
Retrocedí, pero Raffles, tras un suspiro, puso su mano sobre la frente de este
hombre, le tomó el pulso y le miró los ojos desorbitados.
—Ha perdido la razón —me dijo—. Se ha quedado helado por un terror
proveniente del más profundo de los abismos.
Fortalecido por su ejemplo, me acerqué a la caja. Su contenido era algo parecido
a una lombriz, un verme grueso y tubular, con una docena de delgados tentáculos que
se proyectaban de uno de sus extremos. Uno podía suponer que era su cabeza, ya que
la zona justo por encima de las raíces de los tentáculos estaba rodeada de pequeños
ojos de color azul pálido. Estos ojos tenían pupilas como las de un gato. No había
nariz, aperturas nasales ni boca.
—¡Dios! —dije estremeciéndome—. ¿Qué es?
—Sólo Dios lo sabe —dijo Raffles.
Levantó la mano derecha de Persano y le miró la punta de los dedos.
—Fíjate en la mancha de sangre que hay en cada uno de ellos —me dijo—.
Parece como si se hubiese clavado alfileres.
Se agachó más para ver el bicho que había en la caja y dijo:
—Las puntas de los tentáculos tienen unos pinchos como agujas, Bunny. Quizá
Persano no esté paralizado de miedo, sino por un veneno.
—¡No te acerques más, por el amor de Dios! —dije yo.
—¡Mira, Bunny! ¿No parece tener un objeto pequeño y brillante en uno de sus
tentáculos?
A pesar de mi náusea, me agaché y miré directamente al monstruo:
—Parece como un pequeño trozo de cristal curvo —dije yo—. ¿Y qué?
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Mientras estaba hablando, el extremo del tentáculo que sujetaba el trozo de cristal
se abrió y el objeto desapareció en su interior.
—Ese cristal —dijo Raffles— es lo que queda del zafiro. Se lo ha comido. Ese
trozo parece haber sido el último.
—¿Comerse un zafiro? —dije yo asombrado—. ¿Un metal duro, corindio azul?
—Creo, Bunny —me dijo lentamente—, que el zafiro puede que sólo tenga la
apariencia de zafiro. Quizá no fuera óxido de aluminio, sino algo lo suficientemente
duro como para engañar a un experto. Puede que el interior estuviese lleno de algo
más blando que la concha. Quizá la concha contenía un embrión.
—¿Qué? —pregunté yo.
—Quiero decir, Bunny, que es inconcebible que ese bicho haya eclosionado de la
piedra.
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V
Nos marchamos de prisa a los pocos minutos. Raffles se opuso a que nos
lleváramos el pequeño monstruo —cosa que le agradecí—. Porque quería que la
policía tuviese todas las pistas.
—Pasa algo muy raro aquí —me dijo—. Algo muy siniestro —encendió un
Sullivan y añadió—: Muy extraño.
—¿Quieres decir muy poco británico? —pregunté yo.
—Quiero decir… muy poco terrestre.
Poco después nos bajamos del taxi en el parque de St. James y lo atravesamos en
dirección a Albany. Ya en la habitación de Raffles, fumando puros y bebiendo whisky
escocés con soda, discutimos el significado de todo lo que habíamos visto, pero no
pudimos llegar a ninguna explicación racional ni irracional. A la mañana siguiente,
leyendo el Times, Pall Mall Gazette y el Daily Telegraph, pudimos saber por qué
poquito nos habíamos escapado. Según los periódicos, los inspectores Hopkins y
Mackenzie y el detective privado Holmes habían entrado en las habitaciones de
Persano dos minutos después de que nos hubiéramos ido. Persano murió camino del
hospital.
—Ni una palabra acerca de la lombriz que había en la caja —dijo Raffles—. La
policía lo está manteniendo en secreto. Sin duda tienen miedo de alarmar al público.
De hecho, no hubo ninguna referencia oficial al bicho hasta 1922, cuando el
doctor Watson hizo una referencia de pasada al bicho al narrar una de las aventuras
de su compañero. No sé lo que harían con él, pero supongo que lo meterían en un
frasco con alcohol, donde pereció rápidamente. Sin duda está lleno de polvo en el
estante de algún almacén-museo policial. Pasara lo que pasara, seguro que lo
mataron, pues de lo contrario el mundo no sería lo que es hoy.
—¡Sólo podemos hacer una cosa, Bunny! —dijo Raffles después de poner el
último periódico sobre la mesa—. ¡Tenemos que entrar en la casa de Phillimore y ver
las cosas con nuestros propios ojos!
Yo no protesté. Tenía más miedo a su sorna que a la policía. Sin embargo, no
lanzamos nuestra pequeña expedición esa noche. Raffles salió para investigar el
terreno por su cuenta entre los peristas de la zona este de la ciudad y alrededor de la
casa en Kensal Rise. Apareció en mi casa la noche del segundo día. Yo tampoco
había estado perdiendo el tiempo. Había reunido una gran provisión de corchos para
poner en los pinchos de la verja del jardín, para lo cual me bebí unas cuantas botellas
de champán.
—Se ha retirado la vigilancia policial de la finca —me dijo—. Tampoco vi
hombres apostados en el bosque cercano. Así que entraremos en la casa del difunto
Phillimore esta noche. Si es que está difunto —añadió enigmáticamente.
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Cuando sonaban las campanadas de medianoche estábamos pasando por encima
de la verja de nuevo. Un minuto más tarde, Raffles estaba sacando cuidadosamente
uno de los vidrios de la puerta de cristal. Esto lo llevó a cabo con su diamante, un
frasco de melaza y papel de estraza, exactamente como lo había hecho la noche que
entramos y encontramos a nuestro chantajista en potencia muerto con la cabeza
abierta de un golpe con el atizador de la chimenea.
Metió la mano a través de la abertura, giró la llave que había en el cerrojo y
desenganchó el pestillo que había en la parte inferior. Este pestillo había sido roto por
el disparo de un policía que presumiblemente salió por esta puerta. Atravesamos la
puerta, que cerramos tras nosotros, y nos aseguramos de que todas las cortinas de las
habitaciones delanteras estuvieran bien cerradas. Entonces Raffles encendió una
cerilla y con ella prendió una lámpara de gas, exactamente igual que la fatídica noche
que estuvimos en esta casa hace tiempo. La llameante iluminación nos mostró una
habitación que había sufrido pocos cambios. Aparentemente, el señor Phillimore
había tenido poco interés en redecorar la casa. Entramos en el vestíbulo y subimos
por la escalera que daba a un corredor que comunicaba con tres habitaciones.
La primera puerta daba a una habitación que contenía una enorme cama doselada,
un monstruo de mitad de siglo que Baird había comprado de segunda mano en alguna
tienda de la zona este de la ciudad, una cómoda barata de arce, una mecedora y dos
butacas de cuero que daban la impresión de estar demasiado rellenas.
—Sólo había una butaca la última vez que estuvimos aquí —dijo Raffles.
En la segunda habitación no había ninguna variación, estaba tan vacía como la
primera vez que estuvimos allí, así como la habitación del fondo, que era el cuarto de
baño.
Descendimos de nuevo y pasamos por el vestíbulo hasta la cocina y luego
bajamos a la carbonera, donde había una pequeña bodega. Como yo anticipaba, no
encontramos nada. Después de todo, los hombres de Scotland Yard son meticulosos,
y lo que ellos hubieran pasado por alto, Holmes lo habría visto. Estuve a punto de
decirle a Raffles que nos diéramos por vencidos y que nos largáramos de la casa antes
de que alguien viese las luces. Pero un ruido en el piso de arriba me detuvo.
Raffles lo había oído también. Su oído nunca fallaba. Levantó la mano para
indicar silencio, aunque no hubiera hecho falta. Al cabo de un momento dijo:
—¡Suave, Bunny! Puede que sea la policía. ¡Pero yo creo que es nuestra presa!
Subimos por la escalera sigilosamente, a pesar de que ésta insistía en chirriar bajo
nuestro peso. Pasamos por la cocina de puntillas y de allí al vestíbulo y luego a la
habitación delantera. Sin haber visto a nadie, subimos los peldaños al primer piso por
segunda vez, abrimos las puertas cautelosamente y miramos en cada habitación.
Mientras nos asomábamos a las habitaciones oímos el ruido de nuevo. Vino de la
parte delantera de la casa, aunque no estaba claro si del primer piso o del bajo.
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Raffles me hizo una seña y yo le seguí, también de puntillas, por el corredor. Se
paró en la puerta del medio y se asomó, y luego me llevó al dormitorio. Al mirar
dentro (recuerdo que aún no habíamos apagado nuestra lámpara de gas), Raffles dio
un salto y dijo:
—¡Dios mío! ¡La butaca! ¡Ya no está!
—Pero, pero… ¿Quién se llevaría la butaca? —dije yo.
—Desde luego. ¿Quién? —dijo él y salió corriendo escaleras abajo, sin ningún
afán de mantener el silencio. Logré recomponerme lo suficiente como para dar la
orden a mis pies de que se pusieran en marcha. Justo cuando llegaba a la puerta oí a
Raffles que gritaba:
—¡Va por allí!
Salí corriendo a la terraza azulejada. Raffles ya iba por la mitad del camino de
gravilla del jardín y pude ver una figura poco clara saliendo por la verja. Fuera quien
fuera, tenía una llave de la verja.
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VI
Recuerdo haber pensado, irrelevantemente, lo frío que se había puesto el aire en
el corto período que habíamos estado dentro de la casa. La verdad es que no fue una
cuestión tan irrelevante, pues el aire frío había provocado una espesa niebla que
flotaba sobre la carretera y se entremezclaba con los árboles del bosque, ayudando al
hombre que estábamos persiguiendo.
Raffles era más espabilado que un cobrador que persigue a uno de sus deudores, y
mantuvo su mirada fija en la vaga figura hasta que se adentró en una arboleda.
Cuando salí por el otro lado de la arboleda, respirando agitadamente, encontré a
Raffles de pie al borde de un estrecho arroyo hundido en una zanja. Muy cerca,
medio oculto por la niebla, había un corto y estrecho puente. Por el camino que partía
del otro lado del puente había otra casa a medio construir.
—No cruzó el puente —dijo Raffles—. Lo habría oído. Si hubiese cruzado el
arroyo habría chapoteado y también le habría oído. Pero tampoco tuvo tiempo de dar
la vuelta. Crucemos el puente y veamos si hay huellas en el barro.
Cruzamos en fila india el estrechísimo puente, que se venció un poco bajo nuestro
peso, dando una sensación bastante desagradable.
—El constructor debe estar usando los materiales más baratos que le permite la
ley. Espero que esté metiendo mejores materiales en esas casas. Si no se las llevará el
primer vendaval que venga.
—Sí, parece un poco frágil —dije yo—. El constructor no debe tener mucha ética
profesional. Pero ya nadie construye como se hacía antes.
Raffles se agachó en el otro extremo del puente, encendió una cerilla y examinó
el terreno a ambos lados del camino.
—Hay muchísimas pisadas —dijo con disgusto—. Sin duda son de los obreros,
aunque las huellas del hombre que buscamos pueden estar entre ellas. En cualquier
caso, lo dudo. Todas parecen hechas por las botas de los obreros.
Me dijo que bajase por la empinada orilla, que estaba llena de barro, para buscar
huellas al otro lado del puente. Nuestras cerillas se encendían y se apagaban mientras
nos contábamos los resultados de nuestras inspecciones. Las únicas huellas que
vimos eran las nuestras. Subimos por las orillas rápidamente y empezamos a cruzar el
puente de nuevo. Uno junto al otro, nos asomamos excesivamente por el débil
pasamanos y nos quedamos mirando hacia abajo al arroyo. Raffles prendió un
Sullivan, y el agradable olor me indujo a prender otro.
—Hay algo raro aquí, Bunny. ¿No te da esa impresión?
Estaba a punto de contestar cuando me puso la mano en el hombro.
—Habla bajito —me dijo—. ¿Oíste un lamento?
—No —contesté yo, mientras los pelos de la nuca se me ponían más tiesos que
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los muertos en las tumbas.
Entonces, de repente, dio un taconazo sobre una de las tablas. Fue entonces
cuando oí un lamento muy tenue.
Antes de que pudiera decirle algo, ya había saltado por encima del pasamanos y
aterrizado en el barro de la orilla. Prendió una cerilla, y fue entonces cuando me di
cuenta de lo fina que era la madera del puente. Podía ver la llama a través de las
tablas.
Raffles dio un grito de terror. Se apagó la cerilla. Yo grité:
—¿Qué ocurre?
De repente estaba cayendo. Me agarré al pasamanos, sentí cómo se me iba de la
mano, golpeé contra el agua fría, sentí las tablas debajo de mí, sentí cómo se me
escurrían de debajo, y grité de nuevo. Raffles, quien había sido tumbado y enterrado
durante un minuto por el puente, se levantó tambaleándose. Encendió otra cerilla y
empezó a maldecir. Yo entonces dije estupefacto:
—¿Y dónde está el puente?
—Salió volando —gimió—. ¡Como la silla!
Pasó por mi lado y subió rápidamente la orilla. Ya arriba se quedó un rato
mirando fijamente al infinito en la luz de la luna y la oscuridad del horizonte. Salí
tembloroso y gateando del arroyo y me levanté dando incluso más tumbos que mi
amigo. Subí por la orilla clavando las uñas en el grasiento y frío barro. Un minuto
más tarde, respirando agitadamente y sintiéndome un poco mareado por lo irreal de lo
ocurrido, estaba de pie al lado de Raffles. Él estaba respirando casi tan agitadamente
como yo.
—¿Qué es? —pregunté yo.
—¿Qué es, Bunny? —preguntó él lentamente—. Es algo que puede cambiar su
forma para parecerse a prácticamente cualquier cosa. En cualquier caso, ahora
tendremos que averiguar dónde está, más que averiguar lo que es. Debemos
encontrarlo y matarlo, aunque tome la forma de un niño pequeño o de una bella
mujer.
—¿De qué me estás hablando? —grité yo.
—Bunny, pongo a Dios por testigo, cuando encendí la cerilla debajo del puente vi
un ojo oscuro que me miraba fijamente. Estaba en una tabla que era más gruesa que
el resto. Y no estaba lejos de lo que parecían dos labios y una oreja deformada.
Aparentemente no tuvo tiempo de completar su transformación. O más
probablemente, retuvo órganos de vista y oído para saber lo que estaba ocurriendo a
su alrededor. Si hubiese inutilizado todos sus órganos de los sentidos, no habría
sabido cuándo hubiera terminado el peligro para transformarse de nuevo.
—¿Estás loco? —pregunté yo.
—No, a no ser que tú compartas mi locura, pues viste las mismas cosas que yo.
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Bueno, esa cosa puede, de algún modo, alterar su carne y sus huesos. Tiene tal
control sobre sus células, sus órganos, sus huesos (que de alguna manera pueden
cambiar de la rigidez a la más extrema flexibilidad), que puede tomar el aspecto de
otros seres humanos. También puede metamorfosearse para parecerse a objetos. Tal
como la butaca que se hallaba en el dormitorio, que era exactamente igual que la
original. No me extraña que Hopkins y Mackenzie e incluso el irrefutable Holmes
fallaran en la búsqueda del señor James Phillimore. A lo mejor hasta se sentaron
encima de él mientras descansaban de su agotadora búsqueda. Es una pena que no
rasgaran la butaca con un cuchillo para buscar las joyas dentro. Me parece que se
habrían llevado una gran sorpresa.
»¿Me pregunto quién sería el señor Phillimore original? No hay ni rastro de la
persona que pudo haber servido de modelo. Posiblemente se basara en una persona
con otro nombre y luego tomó el nombre de alguna tumba o simplemente de algún
periódico americano. Hiciera lo que hiciese, era el puente que tú y yo cruzamos. Un
puente sensible, un puente dolorido, que no podía evitar emitir quejidos mientras
nuestras duras botas se clavabas en él.
Por un lado no podía creerle, pero por otro no podía no creerle.
Raffles predijo que la cosa esa estaría corriendo o andando hacia Maida Vale.
—Allí tomará un taxi a la estación más cercana para adentrarse en el laberinto de
Londres. Lo endiablado de la cosa es que no sabremos qué o a quién buscar. Puede
estar en forma de mujer, o de un caballito, por lo que sabemos ahora. O quizá un
árbol, aunque no es un refugio demasiado móvil.
—¿Sabes una cosa? —me dijo después de haber pensado un rato—. Tiene que
haber alguna limitación a lo que puede hacer. Nos ha demostrado que puede estirar su
masa hasta el grosor del papel. Pero, después de todo, tiene que estar sujeto a las
mismas leyes físicas que nosotros en cuanto a masa se refiere. Sólo tiene una
determinada cantidad de sustancia, y por lo tanto su tamaño tiene que ser limitado. Y
supongo que sólo puede comprimirse hasta cierto punto. Así que, cuando dije que
podía adoptar la forma de un niño, a lo mejor me estaba equivocando. Probablemente
puede estirarse, pero no contraerse mucho.
Al final resultó que Raffles tenía razón, pero sólo en parte. La cosa tenía medios
para hacerse más pequeño, pero pagando un precio.
—¿De dónde puede haber venido, A. J.?
—Eso es un misterio que sería mejor que lo resolviese Holmes —me dijo—. O
mejor todavía para un astrónomo. Yo diría que esa cosa no es autóctona. Yo diría que
llegó hace poco, quizá de Marte, quizá de un planeta más distante, durante el mes de
octubre de 1894. ¿Recuerdas, Bunny, cuando los periódicos no hacían otra cosa que
hablar de una gran estrella fugaz que cayó en el estrecho de Dover, ni siquiera a cinco
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millas de Dover? ¿Pudo haber sido una nave que viajara a través del éter y que
llevara un pasajero a bordo, desde algún cuerpo celestial donde existiera vida
inteligente aún desconocida por el hombre? ¿Pudo haber colisionado por algún fallo
en su sistema de propulsión? Si así fuera, la fricción, por su gran velocidad de
descenso, habría quemado parte de su casco. Por otro lado, las llamaradas que emitía
pudieron haber sido la expresión de su propia fuerza propulsiva, de sus cohetes.
Incluso ahora, cuando escribo esto en 1924, me maravillo de la desbordante
imaginación de Raffles y de su poder deductivo. Todo esto ocurrió en 1895, tres años
antes de que fuera publicada La guerra de los mundos del señor Wells. Bien era cierto
que el señor Verne llevaba muchos años escribiendo sus maravillosos cuentos de
inventos científicos y de viajes extraordinarios. Pero en ninguno de ellos había
sugerido la posibilidad de vida en otros planetas, ni la invasión o infiltración por
alienígenas de algún planeta lejano. Esta idea era absolutamente sorprendente para
mí. Sin embargo, Raffles lo dedujo de un complejo entramado que para cualquier otra
persona habría sido un montón de irrelevancias.
—Yo relaciono la caída de la estrella fugaz con el señor Phillimore, porque no fue
mucho después cuando el señor Phillimore surgió de la nada. En enero de este año, el
señor Phillimore vendió su primera joya a un perista. Desde entonces, una vez al mes,
el señor Phillimore ha vendido una joya, cuatro en total. Éstos parecen zafiros, pero
podemos suponer que no son tales por la experiencia del monstruito que había en la
caja de cerillas de Persano. ¡Esas pseudo-joyas, Bunny, son huevos!
—¿No lo dirás en serio? —pregunté yo.
—Mi primo tiene un principio que ha sido ampliamente citado. Dice que después
de eliminar lo imposible, lo que queda, aunque sea improbable, es la verdad. Sí,
Bunny, la raza a la que pertenece el señor Phillimore pone huevos. Éstos, en su forma
inicial, son algo parecido a un zafiro. La pequeña estrella en su interior puede ser la
silueta de un embrión. Supongo que poco antes de la eclosión, el embrión se hace
opaco. El material que se encuentra en su interior, la yema, es absorbido o comido
por el embrión. Luego se rompe el cascarón y los fragmentos son comidos por el
pequeño monstruo. Transcurrido poco tiempo, diría yo, después de la eclosión, el
animalito se hace móvil, se desplaza serpenteando, y toma refugio en alguna ratonera
o cualquier grieta. Allí seguramente se alimenta de cucarachas, ratones, y cuando se
hace mayor, de ratas. ¿Y luego, Bunny? ¿De perros? ¿Y luego?
—¡Calla! —grité—. ¡Es demasiado horrible de imaginar!
—No hay nada que sea demasiado horrible de imaginar, Bunny, si hay algo que
podamos hacer acerca de lo imaginado.
En cualquier caso, si estoy en lo cierto, ruego a Dios que sólo haya eclosionado
un huevo hasta ahora. El que tenía Persano era el primero que había sido puesto.
Dentro de treinta días nacerá otro. Y esta vez, a lo mejor, se nos escapa. Tenemos que
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encontrar todos los huevos y destruirlos. Pero lo primero es encontrar la cosa que los
produce. Eso no será fácil. Tiene una inteligencia y adaptabilidad sorprendentes. O
por lo menos tiene unas habilidades miméticas increíbles. En tan sólo un mes ha
aprendido a hablar inglés perfectamente y se ha familiarizado con las costumbres
británicas. Eso no es una tarea fácil, Bunny. Hay miles de americanos y franceses que
han pasado mucho tiempo aquí y no han comprendido aún el idioma, el
temperamento ni las costumbres británicas. Y son seres humanos, aunque hay
algunos británicos que lo ponen en duda.
—¡Venga, A. J.! —dije yo—. ¡Tan pedantes no somos!
—¿Que no? No hay nada como conocerse a uno mismo y yo soy
descabelladamente pedante. Después de todo, si uno es británico, no es ningún
crimen ser pedante, ¿no? Siempre tiene que haber alguien superior, y nosotros
sabemos perfectamente quién es ese alguien. ¿No es así?
—Estabas hablando de esa cosa —dije enojado.
—Sí. Ahora debe estar nervioso. Sabe que ha sido descubierto y debe pensar que
la raza humana entera está reclamando su sangre. Eso espero, al menos. Si nos
conociera realmente se daría cuenta de que nosotros seríamos muy reacios a informar
a las autoridades. No queremos ser fichados; ni superaríamos una investigación en
nuestras propias vidas. Espero, sin embargo, que ignore todas estas cosas y que esté
intentando escapar del país. Para hacerlo, tomará el medio de transporte más rápido, y
para hacer eso tendrá que comprar un billete a un destino concreto. Ese destino,
supongo, será Dover. Pero no es seguro.
Raffles preguntó a varios conductores de la parada de taxis de Maida Vale.
Tuvimos suerte. Uno de los conductores había observado a un compañero recoger a
una señora que pudiera ser la persona —o cosa— que perseguíamos. El taxista,
animado por el billete de una libra que soltó Raffles, nos la describió. Era una
gigante, dijo, y parecía tener aproximadamente cincuenta años, y por alguna razón
tenía una cara familiar. Pero, según él, nunca la había visto antes.
Raffles le hizo describir su cara, facción por facción. Le dio las gracias, dio media
vuelta y me guiñó el ojo. Cuando estábamos de nuevo solos, le pedí que me explicara
por qué había guiñado.
—Ella, la cosa, tenía facciones familiares, porque eran las de Phillimore, aunque
un poco afeminadas —dijo Raffles—. Vamos por buen camino.
De camino a Londres en nuestro taxi, yo le dije:
—No entiendo cómo se deshace de la ropa cuando cambia de forma. ¿De dónde
sacó ropa de mujer y el bolso? ¿Y el dinero para comprarse el billete?
—Las ropas deben ser parte de su propio cuerpo. Debe tener un control completo;
es un camaleón, un supercamaleón.
—¿Y su dinero? —dije yo—. Tenía entendido que vendía los huevos para
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subsistir. Y también, supongo, para diseminar a su prole. Pero ¿de dónde sacó esa
cosa el dinero cuando se hizo mujer para comprar los billetes? ¿Era el bolso parte de
su cuerpo antes de la metamorfosis? Si lo era, entonces debe ser capaz de separar
partes de su propio cuerpo.
—Yo imagino que, más bien, tiene escondites con dinero aquí y allá —dijo
Raffles.
Nos bajamos del taxi cerca del parque de St. James y anduvimos hacia las
habitaciones de Raffles en Albany, tomamos un desayuno rápido, que nos fue traído
por el sirviente, nos ataviamos con barbas postizas, gafas sin graduación y ropa
limpia. Luego llenamos una maleta de cosas y enrollamos una manta de viaje. Raffles
se puso un anillo vulgarmente grande. Este anillo escondía en su interior un cuchillo,
pequeño pero muy afilado. Raffles lo había adquirido después de haber escapado de
la trampa mortal tendida por la Camorra (véase La última carcajada). Dijo que si
hubiera tenido un aparatito así entonces, quizá hubiera podido soltarse él mismo de
las ligaduras sin tener que depender de alguien que le rescatara del endiablado
ejecutor automático del conde Corbucci. Tenía el presentimiento de que debía llevar
el anillo en esta ocasión.
En pocos minutos estábamos sentados en un simón, y en seguida en el andén de la
estación de Charring Cross, esperando el tren que nos llevaría a Dover. Ya sentados
cómodamente en un compartimento privado, fumando un puro y tomando sorbos de
coñac que Raffles llevaba en una petaca, Raffles me dijo:
—Estoy dejando de lado la deducción y la inducción en favor de la intuición,
Bunny. Puede que esté equivocado, pero la intuición me dice que esa cosa está en el
tren que va delante del nuestro camino a Dover.
—Hay otros que piensan igual que tú —dije mirando a través de la puerta de
cristal—. Pero debe ser inferencia y no intuición lo que les trae a ellos.
Raffles levantó la mirada a tiempo de ver los elegantes gestos aguileños de su
primo y la rechoncha aunque genial figura de su colega médico. Un momento más
tarde pasó la inconfundible figura de Mackenzie.
—No sé cómo —dijo Raffles—, pero ese sabueso humano ha detectado el rastro
de esa cosa. ¿Habrá adivinado algo de la verdad? Si así fuera, seguro que lo guardará
para sí mismo. Los cabezotas de Scotland Yard pensarían que está loco si contase
sólo una ínfima parte de la realidad que hay detrás de este caso.
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VII
Justo antes de que llegara el tren a la estación de Dover, Raffles se incorporó en el
asiento y chasqueó los dedos, un gesto vulgar que nunca le había visto hacer antes.
—¡Hoy es el día! —gritó—. ¡O debería serlo! Tengo información fidedigna,
Bunny, de que Phillimore venía a la zona este de la ciudad el día 31 de cada mes para
vender una de sus joyas. ¿Sugiere esto que pone un huevo cada treinta días? Si es así,
¡le toca poner otro huevo hoy! ¿Lo pone con la facilidad de una gallina?
¿Experimenta algún dolor o debilidad, algún sufrimiento análogo al de las mujeres
humanas? ¿Es la puesta del huevo una cosa trivial, pero que lo deja postrado durante
una hora o quizá dos? ¿Puede poner un zafiro duro y grande con sólo un leve
cacareo?
En cuanto se hubo bajado comenzó a interrogar a los mozos y demás personal de
la estación. Fue lo suficientemente afortunado como para dar con un hombre que
había estado en el tren en el que sospechábamos que había estado la cosa. Sí, había
notado algo extraño. Una mujer había ocupado un compartimento sola, una mujer
muy grande, una tal señora Brownstone. Pero cuando el tren había llegado a la
estación, un hombre enorme salió del compartimento. A ella no se la volvió a ver por
ninguna parte. En cualquier caso, él había estado demasiado ocupado para hacer
nada, si es que hubiera habido algo que hacer.
Raffles me habló más tarde.
—¿Puede haber tomado una habitación en un hotel para conseguir la privacidad
necesaria para poner el huevo?
Salimos corriendo de la estación y cogimos un taxi para que nos llevara al hotel
más cercano. En cuanto nos alejábamos vi a Holmes y a Watson hablando con el
mismo hombre con el que nosotros habíamos estado hablando.
El primer hotel que visitamos fue el Lord Warden, que estaba cerca de la estación
de ferrocarril y tenía una vista preciosa del puerto. No tuvimos suerte allí, ni en el
Burlington, que estaba en Liverpool Street; ni en el Dover Castle, en Clearence Place.
Pero en el King’s Head, también en Clearence Place, encontramos que él —ello—
había estado allí recientemente. El conserje nos informó que un hombre que coincidía
con nuestra descripción había cogido una habitación allí. Se había marchado
exactamente hacía cinco minutos. Estaba pálido y tembloroso, como si hubiera
bebido demasiado la noche anterior.
Cuando nos íbamos del hotel, Holmes, Watson y Mackenzie entraban. Holmes
nos echó una mirada que me produjo escalofríos. Estaba seguro que había advertido
nuestra presencia en el tren, en la estación y ahora en este hotel. Posiblemente los
conserjes de los otros hoteles le habían dicho que le habían precedido dos hombres
que preguntaban acerca de la misma persona.
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Raffles paró otro taxi y ordenó al conductor que nos llevara a lo largo de la orilla,
empezando cerca del muelle de Promenade. Cuando ya estábamos en marcha, me
dijo:
—A lo mejor me equivoco, Bunny, pero tengo la impresión que el señor
Phillimore está volviendo a su casa.
—¿A Marte —dije asustado—, o donde quiera que esté su planeta materno?
—Yo más bien pienso que su destino no esté más lejos que la nave que lo trajo
aquí. Quizá esté todavía debajo de las olas, reposando en el fondo del estrecho, que
está a unas veinte brazas de profundidad. Como tiene que ser hermético, bien podría
ser como el submarino eléctrico de Campell y Ash. El señor Phillimore podría estar
dirigiéndose hacia allí, con intención de esconderse durante algún tiempo, de
desaparecer del escenario mientras este asunto se enfría en Inglaterra.
—Pero ¿cómo puede aguantar la presión y el frío a veinticinco brazas para bajar a
su nave? —dije yo.
—A lo mejor se convierte en pez —dijo Raffles irritadamente.
Señalé por la ventana.
—¿Podría ser ése?
—Bien podría serlo —me contestó. Gritó para que el taxista fuera más lento. El
hombre era alto, ancho de hombros y con una gran panza, con cara de bruto y la nariz
como un pepinillo rojo. Se parecía mucho al hombre que nos había descrito el
conserje. Es más, llevaba el mismo tipo de bolsa de color morado.
Nuestro simón hizo un viraje brusco hacia él; él nos miró y empalideció; empezó
a correr. ¿Cómo nos reconoció? No lo sé. Todavía llevábamos nuestras barbas y
gafas, y sólo nos había visto de pasada con la luz de la luna y la de una cerilla cuando
llevábamos máscaras negras. Quizá tuviera un finísimo sentido del olfato, pero si
fuera así, no sé cómo pudo haber detectado nuestro olor entre el alquitrán, especies,
hombres y caballos sudorosos y basura que había pudriéndose en el agua. Cualquiera
que fuese su medio de detección, nos reconoció. Y la persecución comenzó.
No duró mucho en tierra. Phillimore bajó corriendo por el muelle de
embarcaciones privadas, desató un barco de remos, se metió en él de un salto y
empezó a remar como si se estuviera entrenando para la Royal Henley Regatta. Yo
me quedé un momento en el borde del muelle, estaba aturdido y aterrorizado. Su pie
estaba en contacto con el bolso y este último se estaba derritiendo, fluyendo hacia
dentro de su pie. En sesenta segundos, había desaparecido por completo a excepción
de un monedero de terciopelo. Esto, supuse yo, contenía el huevo que la cosa había
puesto en la habitación del hotel. Un minuto más tarde nos hallábamos remando tras
él en otro barco cuyo dueño nos gritaba y agitaba impotentemente su puño. Por otro
lado se unieron más gritos. Miré hacia atrás y vi a Mackenzie, Watson y Holmes al
lado del dueño. Pero no se quedaron hablando con él mucho tiempo.
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Raffles dijo:
—Tomarán un barco policial, un barco de paletas a vapor o de hélice. Pero dudo
que eso pueda ser alcanzado si hay buen viento y tiene suficiente ventaja.
Eso era precisamente el destino de Phillimore, un pequeño velero de un mástil
que estaba anclado a unas cincuenta yardas. Raffles dijo que era un cúter. Tenía unos
treinta y cinco pies de eslora, estaba aparejado por delante y detrás y tenía un foque,
un trinquete y vela mayor, según Raffles. Yo le di las gracias por toda esta
información, ya que no sabía nada de esto, ni me importaba nada acerca de algo que
se mueve sobre el agua. Háblenme de un buen caballo cuando quieran.
Phillimore era un buen remero, como era de esperar con ese enorme cuerpo. Pero
lentamente nos acercábamos a él. Cuando estaba subiendo a bordo del cúter Alicia,
estábamos tan sólo a unas yardas tras suya. Estaba pasando por encima del
pasamanos cuando la proa de nuestro barco chocó con la popa del suyo, Raffles y yo
nos caímos y los remos volaron. Pero nos levantamos y subimos por la escalera de
soga en pocos segundos. Raffles subió primero, y yo estaba seguro que le iban a dar
un golpe en la cabeza con un rodillo, o lo que usen los marineros para golpear a la
gente en la cabeza. Luego me confesó que él también esperaba que le abriesen el
cráneo. Pero Phillimore estaba demasiado ocupado reclutando una tripulación para
prestarnos atención.
Cuando digo que estaba reclutando, quiero decir que se estaba dividiendo en tres
marineros. En ese momento, estaba tumbado en la cubierta delantera y estaba
derritiéndose, ropa y todo.
Debimos haber atacado entonces, mientras estaba impotente. Pero estábamos
demasiado horrorizados. De hecho, a mí me dieron náuseas y me asomé por el
pasamanos para vomitar. Mientras me ocupaba en estos menesteres, Raffles se
recompuso y avanzó rápidamente hacia la monstruosidad trilobulada. Sólo estaba a
unos cuantos pies cuando oímos una voz.
—¡Manos arriba, bastardos! ¡No se os ocurra bajarlas!
Rafles se congeló, yo levanté la cabeza y vi a través de mis ojos llorosos un viejo
y canoso marinero. Debió salir de la cabina en la cubierta de popa, o como se llame,
porque no estaba visible cuando subimos a bordo. Nos apuntaba con un enorme
revólver Colt.
Mientras tanto, la transformación esquizofrénica se había completado. Tres
pequeños marineros que no llegaban ni a mi cintura se hallaban delante nuestra. Eran
todos idénticos y, a su vez, eran exactamente iguales al viejo marinero, a no ser por el
tamaño. Tenían barba y vestían gorras de rayas blancas y azules, grandes pendientes
en la oreja izquierda, jerseys de rayas rojas y negras, pantalones bombachos que les
llegaban a media pantorrilla, e iban todos descalzos. Empezaron a rebullir por la
cubierta, subieron el ancla y pusieron las velas. Se inclinó el barco y empezamos a
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desplazarnos sobre el agua cerca del gran muelle de Promenade.
El viejo marinero se había hecho cargo del timón tras darle la pistola a uno de los
enanitos. Mientras tanto, detrás nuestra, un pequeño barco de vapor, echando humo
negro por la chimenea, intentaba vanamente alcanzarnos.
Después de unos diez minutos, uno de los marineros se hizo cargo del timón. El
viejo marinero y una de sus réplicas nos hicieron entrar en la cabina. Un enanito
sujetó el arma mientras el viejo marinero nos ataba las muñecas y las piernas a uno de
los palos de la litera con una soga.
—¡Traidor asqueroso! —gruñí al viejo marinero—. ¡Estás traicionando a toda la
raza humana! ¿Dónde está tu humanidad?
El viejo marinero se carcajeó frotándose la estropajosa barba gris.
—¿Yo, humanidad? ¡Está donde los lores del Parlamento, los banqueros gordos y
los grandes propietarios de fábricas de Manchester guardan el suyo! ¡En mi bolsillo!
¡El dinero siempre habla más fuerte que la humanidad, como admitirán cualesquiera
de los lores o de los grandes industriales textiles cuando están borrachos bajo el techo
de sus grandes mansiones! ¿Qué hizo la humanidad por mí sino dar a mis padres una
tuberculosis galopante y convertir a mis hermanas en unas borrachas y unas putas?
No dije más, No cabía razonamiento alguno con ese canalla. Nos inspeccionó
para asegurarse de que estábamos bien atados, y luego se marchó con el pequeño
marinero. Raffles dijo:
—Mientras Phillimore se mantenga, como Gaul, en tres partes, tenemos una
posibilidad. Con seguridad, cada cerebro del trío sólo tiene una tercera parte de la
inteligencia del Phillimore original, eso espero al menos. Y este pequeño cuchillo
dentro del anillo será la clave de nuestra libertad.
Quince minutos más tarde, estábamos sueltos. Entramos en la pequeña bodega
que había al lado de la cabina y que era parte de la misma estructura. Allí cogimos un
gran cuchillo de carnicero y una gran sartén de hierro. Cuando, después de una larga
espera, entró uno de los enanitos en la cabina, Raffles le golpeó en la cabeza con la
sartén antes de que pudiera gritar. Lo que me horrorizó fue que Raffles entonces
agarró su delgado cuello y lo apretó hasta que la cosa estaba muerta.
—No hay tiempo para andar con chiquitas, Bunny —dijo con una sonrisa
espantosa mientras sacaba la joya-huevo del bolsillo del cadáver—. Phillimore es una
especie de Boojum. Si tiene éxito en dispersar a su prole, la humanidad desaparecerá
lenta y suavemente, uno a uno. Si es necesario volar el barco con nosotros a bordo, no
dudaré ni por un momento en hacerlo. De todas maneras, hemos reducido su fuerza
en un tercio. Ahora veamos si podemos hacerlo en un cien por cien.
Metió el huevo en su propio bolsillo. Un momento más tarde, asomamos la
cabeza fuera de la cabina cautelosamente y miramos hacia fuera. Estábamos en la
proa, mirando hacia la cubierta delantera, y por lo tanto el viejo marinero, que estaba
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en el timón, no podía vernos. Los otros dos enanos estaban trabajando, aparejando el
barco a las órdenes del timonel. Supongo que la cosa sabía poco sobre navegación y
necesitaba ser instruido.
—Mira hacia delante —dijo Raffles—. Hace un día claro y luminoso, Bunny. Sin
embargo, hay un parche de niebla que no tiene por qué estar allí. Y estamos
navegando director mente hacia él.
Uno de los enanos sujetaba un aparato que era muy parecido a la cigarrera
plateada de Raffles, a no ser por los dos mandos y un grueso alambre que salía de su
parte superior.
Raffles luego dijo que pensaba que era una máquina que, de alguna manera,
enviaba vibraciones a través del éter a la nave espacial que se encontraba en el fondo
del estrecho. Estas vibraciones, en código, claro, controlaban los mecanismos
automatizados de la nave para que ésta extendiese un tubo a la superficie. De esta
manera expulsaba la niebla artificial a través del tubo.
Su explicación era increíble, aunque era la única posible. Claro que por aquel
entonces ninguno de nosotros habíamos oído hablar de las radios, aunque algunos
científicos sabían de los experimentos de Hertz con las oscilaciones. Y Marconi
patentó el telégrafo sin hilos al año siguiente. Pero el de Phillimore debía estar mucho
más avanzado que cualquier cosa que tengamos en 1924.
—En cuanto estemos en la niebla, atacaremos —dijo Raffles.
Unos minutos más tarde, remolinos grisáceos cayeron sobre nosotros, y nuestras
caras estaban frías y mojadas. Apenas podíamos ver a los dos enanos trabajando
afanosamente para bajar las velas. Salimos de puntillas sobre la cubierta y nos
asomamos por la esquina de la cabina para ver el timón. Ya no se podía ver al viejo
marinero. Tampoco tenía por qué estar al timón, pues el barco estaba prácticamente
parado. Obviamente debíamos estar encima de la nave, que reposaba en el barro a
veinte brazas por debajo de nosotros.
Raffles volvió a la cabina después de decirme que mantuviera vigilados a los dos
enanitos. Unos pocos minutos más tarde, justo cuando me empezaba a alarmar por la
duración de su larga ausencia, salió de la cabina.
—El viejo está abriendo todas las escotillas —dijo—. El barco se hundirá con
todo el agua que está entrando.
—¿Dónde está? —pregunté yo.
—Lo golpeé con la sartén en la cabeza —dijo Raffles—. Supongo que debe estar
ahogándose en estos momentos.
En ese momento, los dos marineritos llamaron al viejo y al tercer compañero para
que vinieran deprisa. Estaban bajando el bote salvavidas y aparentemente pensaron
que faltaba poco para que se hundiera definitivamente el velero. Salimos corriendo
hacia ellos a través de la niebla cuando el bote golpeó el agua. Emitieron un graznido
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como una gallina que acaba de ver al zorro, y bajaron de un salto al bote. No tuvieron
que saltar mucho, pues la cubierta estaba tan sólo a dos pies por encima de las olas.
Nosotros saltamos sobre el bote y caímos de bruces. Justo cuando nos levantábamos,
el cúter roló, afortunadamente no contra el bote, quedando el fondo hacia arriba.
Por suerte, ya habían sido soltadas las amarras del pescante, de manera que
nuestro bote no fue arrastrado por el barco cuando se hundió.
Un enorme objeto redondo, como el caparazón de una tortuga, rompió el agua a
nuestro lado. Nuestro barco se tambaleó, y entró una ola, que nos empapó. A medida
que avanzábamos hacia los dos hombrecitos, que nos amenazaban con sus cuchillos,
una portilla se abrió en el lateral de la gran nave metálica. Su parte inferior estaba por
debajo de la superficie del agua y de repente empezó a entrar agua por la portilla
arrastrando nuestro bote hacia dentro. El bote fue literalmente tragado con nosotros a
bordo.
Luego se cerró la portilla de una cámara bien iluminada con nosotros dentro.
Mientras la lucha proseguía, Raffles y yo golpeando con nuestras sartenes y
amagando con nuestros cuchillos a los ágiles y veloces enanitos, el agua empezó a ser
bombeada hacia fuera. Como luego averiguaríamos, la nave estaba hundiéndose de
nuevo hacia el fondo lodoso.
Los dos enanos finalmente saltaron del barco sobre una plataforma metálica. Uno
de ellos apretó un pequeño mando que había en la pared, y otra puerta se abrió.
Nosotros les seguimos, porque sabíamos que si lograban escapar y echar mano de sus
armas, que serían con toda seguridad temibles, estaríamos perdidos. Raffles tiró a uno
de ellos de la plataforma con un golpe de sartén, mientras yo amenazaba al otro con
mi cuchillo.
La cosa que estaba por debajo de la plataforma gritó algo en un extraño idioma.
El otro saltó hacia abajo y cayó a su lado. Se tumbó sobre su compañero y en pocos
segundos se estaban fundiendo.
Fue un acto de pura desesperación. Si hubiesen tenido más de un tercio de su
inteligencia habitual, hubieran tomado otro tipo de acción más eficiente. La confusión
tomó tiempo, y esta vez no nos quedamos paralizados de espanto. Bajamos de un
salto y pillamos a la cosa a mitad de camino entre su forma de dos hombres y su
forma normal o natural. Sus tentáculos con garras venenosas habían brotado, y se
empezaban a formar los ojos azulados. Parecía una versión gigante de la cosa que
vimos en la caja de cerillas de Persano. Pero sólo era dos tercios del tamaño que
habría tenido si no hubiésemos eliminado parte de él en el cúter. Por otro lado, sus
tentáculos no eran tan largos como debieran haber sido, pero aun así nos impedían
acercarnos lo suficiente al cuerpo. Bailamos alrededor suyo esquivando por poco los
tentáculos, cortando las puntas con nuestros cuchillos o golpeándolos con las
sartenes. Estaba sangrando, y dos de sus garras se habían desprendido pero, aun así,
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nos estaba manteniendo alejados mientras completaba su metamorfosis. Una vez que
la cosa llegase a poder ponerse sobre sus propios pies, o pseudópodos, mejor dicho,
estaríamos en una gran desventaja.
Raffles me gritó algo y corrió hacia el bote. Yo me quedé mirándolo
estúpidamente, y me dijo:
—¡Ayúdame, Bunny! —corrí hacia él y me ordenó—: ¡Desliza el barco hacia esa
cosa, Bunny!
—Es demasiado pesado —grité yo, pero me agarré a un lateral mientras él
empujaba la popa; y de alguna manera, aunque yo creí que se me iban a salir los
intestinos de un reventón, conseguimos deslizar el bote sobre el suelo mojado. No
fuimos demasiado rápidos, y la cosa, viendo el peligro que se le venía encima, intentó
ponerse de pie. Raffles dejó de empujar y tiró su sartén hacia el bicho. Lo golpeó en
el extremo de la cabeza y volvió a caer. Permaneció tumbado un momento como si
estuviera aturdido, y supongo que lo estaba.
Raffles volvió al lado opuesto al mío, y cuando ya estábamos llegando al
monstruo, aunque todavía fuera del alcance del vigoroso meneo de sus tentáculos,
levantamos la proa del barco. No lo levantamos mucho, ya que era muy pesado. Pero
cuando lo dejamos caer, aplastó seis tentáculos. Habíamos planeado dejarlo caer justo
en la mitad del cuerpo del odioso bicho, pero los tentáculos no nos dejaron acercarnos
más.
De todas maneras, estaba parcialmente inmovilizado. De un salto pasamos al otro
lado del barco, usando los laterales como un baluarte, e intentamos sajar las puntas de
los tentáculos que aún quedaban libres. A medida que las puntas asomaban sobre el
lateral, las cortábamos o las aplastábamos con las sartenes. Luego salimos, mientras
el bicho gritaba a través de las aberturas en los extremos de sus tentáculos, y lo
apuñalamos una y otra vez. Una sangre verdosa fluía de las heridas hasta que los
tentáculos, al fin, dejaron de ondear. Los ojos se apagaron. La sangre verdosa se
volvió roja-negruzca y cuajó. Un olor nauseabundo emanaba de las heridas.
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VIII
Tardamos varios días en estudiar los mandos en el tablero de la nave. Cada uno
estaba marcado con una escritura extraña que nunca habríamos podido descifrar. Pero
Raffles, el siempre formidable Raffles, descubrió el mando que desplazaría la nave
desde el fondo hasta la superficie, y averiguó el modo de abrir la portilla al exterior.
Eso fue todo lo que necesitábamos saber.
Mientras tanto, comimos y bebimos de las provisiones que habían sido adquiridas
para alimentar al viejo marinero. La otra comida era nauseabunda, y aunque hubiera
sido apetitosa no nos habríamos atrevido ni a probarla. Tres días más tarde, después
de sacar el barco remando —la niebla había desaparecido—, vimos cómo la nave,
con la portilla abierta, se hundía de nuevo bajo las aguas. Y por lo que yo sé, todavía
está allí.
Decidimos no contar nada del bicho y de su nave a las autoridades. No teníamos
ningún deseo de pasar tiempo en prisión, por muy patrióticos que fuésemos. A lo
mejor se nos habría perdonado por nuestro gran servicio, pero, por otro lado, según
Raffles, a lo mejor nos hubieran encerrado de por vida porque las autoridades
quisieran mantenerlo en secreto.
Raffles también dijo que la nave probablemente contenía aparatos que, en las
manos de Gran Bretaña, habrían asegurado su supremacía. Ya era la nación más
potente sobre la tierra, y ¿quién sabe qué caja de Pandora estaríamos abriendo? No
sabíamos, claro, que en veintitrés años surgiría la Gran Guerra que mataría a la
mayoría de nuestros mejores hombres jóvenes y que nuestra nación empezaría a
pertenecer a las de segunda clase.
Una vez en la orilla, tomamos un tren de vuelta a Londres. Allí lanzamos una
campaña de un mes que resultó en el robo y la destrucción de todos y cada uno de los
huevos-zafiros. Uno había eclosionado, y el bicho había tomado refugio en las
paredes de una casa, pero Raffles quemó la casa entera aunque después de evacuar a
los ocupantes humanos. Era descorazonador robar joyas que habían costado alrededor
de un millón para tener que destruirlas. Pero lo hicimos, y de esta manera se salvó el
mundo.
¿Adivinó Holmes algo de la verdad? Pocas cosas escapaban a los ojos grises de
ese gavilán y al atento cerebro gris que se hallaba tras ellos. Sospecho que él sabía
más de lo que contó a Watson. Por eso Watson afirmó, cuando narró The problem of
the thor bridge, que había tres casos en los que Holmes falló por completo.
Estaba el caso de James Phillimore, que volvió a su casa para buscar un paraguas
y nunca más fue visto. Estaba el caso de Isadora Persano, quien fue encontrado loco
mirando fijamente a una lombriz en una caja de cerillas, una lombriz desconocida
para la ciencia. Y el caso del cúter Alicia, que se adentró en una masa de niebla en
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una clara mañana de primavera y nunca volvió a emerger; ni el barco, ni la
tripulación fueron vistos más.
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La aventura del viajero global
Anne Lear
Yo sólo quería averiguar quién era el verdadero tercer asesino de Macbeth. Pues
ahora lo sé. También sé la identidad secreta y el destino de un famoso personaje, sé
que la muerte de otro ocurrió muchos años antes de que fuera denunciada, así como
una anécdota desconocida hasta ahora de la carrera de actor de William Shakespeare.
Todo esto viene a demostrar lo maravilloso que es para investigar la Folger
Shakespeare Library, en Washington D. C. En los abarrotados estantes y cámaras
blindadas de ese gran almacén hay tesoros en tal número y variedad que incluso su
apasionado y devoto bibliotecario no los conoce todos.
Empecé mi búsqueda del tercer asesino en un lugar lógico. Miré en el catálogo
bajo la «A» de Asesino. No encontré el que yo buscaba, pero encontré muchos otros,
y siendo tan macabra como soy, me conformé rápidamente con las alternativas que se
me ofrecían.
Aquí había suficiente sangre para saciar al mayor de los macabros: asesinatos de
aprendices por sus maestros, de maestros por sus aprendices, de maridos por sus
esposas, de esposas por sus maridos, de niños por ambos. ¡Fue una época muy
ajetreada la Isabelina! Había mamotretos y panfletos a cual más jugoso.
Lo mejor de todo eran los títulos. El periodismo amarillo de ahora es un juego de
niños comparado con esto. Considérese, por ejemplo:
O esta otra:
O la realmente espectacular:
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Noticias de Alemania. Una maravillosa narración real de un asesino cruel,
quien ha matado en su vida a novecientas treinta y tantas personas, de las
cuales seis eran sus propios hijos, nacidos de una mujer y que mantuvo
encerrada en una cueva durante siete años… (Según consta, este asesino en
particular tenía la clara intención de asesinar a exactamente un millar de
personas antes de retirarse).
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garabato pequeño difícil de leer. Había sido escrita con pluma de acero, y la
ortografía y el estilo eran en su mayor parte los de Inglaterra de fin de siglo,
sazonados con inesperadas usanzas jacobinas. El papel era claramente muy antiguo,
oscurecido uniformemente por la protección a la que había estado sometido, de un
probable color blanco a un amarillo, y la tinta tampoco podía ser reciente, habiéndose
decoloreado a un marrón claro.
Después de todo, mis propósitos eran académicos. Y en cualquier caso, ¿a quién
estaba engañando?
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Por otro lado, estaba prácticamente vacío, lo cual era tranquilizador para mis nervios
electrificados. Hablé vagamente a la camarera, y para cuando me había sentado en
uno de los bancos de madera, abrillantados por los innumerables traseros, se había
materializado ante mí una jarra de cerveza fría y dorada.
La camarera ni siquiera se había marchado de mi mesa cuando ya tenía fuera de
mi maletín las pequeñas páginas y me inclinaba a la izquierda para captar el
polvoriento rayo de luz que entraba a través de la ventana, que era una imitación
barata de estilo.
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había algo de verdad en ello, pero ni siquiera él estaba plenamente convencido.
No importa. Tenían razón en dudar de los disparates que les contaba acerca de
lo que vi en mis viajes. Debía sonarles muy noble, por no decir tremendamente
romántico —¡qué imaginación la mía!—, aunque de hecho algo de verdad había
en lo que les conté.
Obviamente, el mayor uso de la máquina estaba dedicado, en la semana que
transcurrió desde que lo completé hasta mi viaje final, a profundizar en mis
intereses profesionales. Era especialmente apto para observar e introducir
desperfectos en la construcción de cajas fuertes de bancos y para reunir
material utilizable para el chantaje. Desde luego que usé «mi» tiempo muy
aprovechadamente y compilé un fichero bastante extenso para su futura
conversión en oro.
Como siempre podía volver al mismo tiempo que había abandonado, o para
el caso a cualquier otro, el único límite a tales viajes era mi propia resistencia, y
siempre he aguantado mucho, desde luego.
Mi gran error fue no darme cuenta del desgaste que este uso estaba
produciendo en mi máquina del tiempo. Ni siquiera hoy sé qué parte de su
delicado mecanismo falló, pero el resultado final no fue bueno que digamos.
Por fin voy a contar la naturaleza de mi llegada a este lugar y a esta fecha.
Advertí en seguida los peligros que conllevaba no poder desplazar la máquina
del tiempo, de modo que añadí a su estructura unas ruedas y una cadena
enganchada a unos pedales que en principio habían sido diseñados solamente
para posar los pies. En resumen, lo convertí en una bicicleta del tiempo.
Fue necesaria mucha cautela para evitar ser visto pedaleando en este
extraño vehículo por las calles de Londres durante mis visitas de negocios, pero
no había ningún inconveniente en pedalear a mis anchas en un pasado muy
remoto, contando con que dejara bien señalado el lugar exacto de llegada.
Descansaba de mis labores paseando en ocasiones por los primeros días de
esta isla centrada antes de que tuviera cetro. Era tremendamente interesante,
aunque algo vacío para una persona como yo, que siempre está tramando algo.
Fue entonces, mientras paseaba en mi máquina hace muchísimo tiempo a lo
largo de un río y se me hacía muy difícil creer por su contorno desconocido que
algún día sería el Támesis, cuando la bicicleta chocó con una raíz oculta y perdí
el equilibrio. Saqué una mano para estabilizarme y, al hacer esto, descuidé los
mandos y fui enviado rápidamente hacia adelante en el tiempo.
Los días y las noches pasaron en veloz sucesión, con el mareo concomitante
y la náusea a los que me había acostumbrado, pero de los que no disfrutaba. En
estos momentos no tenía ningún control sobre mi velocidad. Sentí más
amargamente que nunca la falta de indicadores que me dijeran algo sobre la
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progresión temporal. Nunca fui capaz de resolver el problema de su diseño; y
ahora, viajando de esta manera, no tenía ni la más remota idea de cuándo
estaría.
Sólo podía desear fervientemente no encontrarme con ningún objeto sólido
de frente —o ningún ser viviente— en el lugar de mi llegada en el tiempo.
Aterrizar en un meandro del Támesis sería infinitamente más deseable.
La rápida marcha de las estaciones del año fueron perdiendo velocidad a
medida que volvía la palanca a su sitio, y pronto pude percibir las fases de la
luna, luego la alternancia entre luz y oscuridad de la progresión diurna del sol.
Entonces, de repente, la pieza sometida a desgaste cedió. La máquina se
desintegró bajo mi cuerpo, estalló desapareciendo por completo, y yo aterricé
sin hacer ruido y sin demasiado equilibrio sobre un suelo de madera.
Un rápido vistazo a mí alrededor me hizo darme cuenta de mi fin.
Dondequiera que estuviese, no era una edad de las máquinas ni de las
herramientas delicadas que necesitaría para escapar.
Mientras estaba recapacitando sobre lo horroroso de mi situación, alguien
me empujó firmemente en las costillas. Una voz potente y limpia me preguntaba
en voz muy alta: «¿Quién te ha invitado a unirte a nosotros?».
Era un hombre alto y guapo de mediana edad, con ojos grandes y oscuros,
cejas frondosas y con una frente casi tan desarrollada como la mía, un bigote
elegante y una pequeña pero bien cuidada barba. Estaba ataviado con una capa
oscura con capucha, y su única oreja visible estaba adornada con un aro de oro.
Me quedé allí sentado como un idiota pensando y me dio otro empujón, y yo
miré más allá de él para aclararme algo más de la situación.
El suelo de madera era una tarima, un escenario. Por debajo, en un lado y
por arriba en los otros tres, había una muchedumbre de personas vestidas en un
estilo que reconocí como de principio del siglo XVII.
Otro empujón, más agresivo e impaciente: «¿Quién te ha invitado a unirte a
nosotros?».
Esa frase me sonaba familiar, de una obra de teatro que conocía bien. El
lugar, este escenario de madera rodeado de gente… ¿Es posible que sea el
Globe? Si fuera así, la obra… la obra tenía que ser… ¡Macbeth!, grité del susto
que me llevé al darme cuenta de mi situación.
El hombre que había a mi lado soltó un suspiro de alivio. Un segundo
hombre, que hasta ahora había pasado desapercibido para mí, habló
rápidamente desde el lado opuesto. «No tenemos motivo para desconfiar de él,
ya que nos explica nuestro cometido y lo que hemos de hacer».
«Está bien, quédate con nosotros», dijo el primer hombre, que hacía el papel
de Primer asesino. Estaba empezando a sospechar que fuera del escenario
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debía dedicarse a algo parecido, aunque esto fuera improbable. Se nos cuenta
que el bardo sólo representó dos papeles en sus propias obras: el viejo Adam en
A vuestro gusto y el fantasma del rey Hamlet. Estaba seguro de que… Pero mis
reflexiones pronto se vieron interrumpidas cuando sentí cómo el Segundo
asesino me daba la vuelta disimuladamente para que mirara al público.
La intervención del Primer asesino se había terminado y me tocaba a mí
intervenir. Ya lo sabía, pues había sido un ferviente lector de Shakespeare en mis
años universitarios. Claro que la mayoría de las intervenciones que estábamos
haciendo eran espontáneas. «Suenan las herraduras de los caballos», dije yo.
Banquo pidió una luz de «dentro», donde «dentro» era un hueco que había
en el parte trasera del escenario. El Segundo asesino consultó una lista que
llevaba y afirmó que debía ser Banquo a quien oíamos, ya que todos los demás
invitados esperados ya habían entrado en la Corte. El Primer asesino me
profirió algo con preocupación acerca de los caballos que marchaban, y yo le
aseguré que estaban siendo llevados por los sirvientes a los establos, de manera
que Banquo y Fleance pudieran entrar andando el poco camino que quedaba.
«Él, como los demás, se encamina a pie a palacio».
Entraron Banquo y Fleance. El Segundo asesino les vio entrando por la luz
que llevaba, y yo identifiqué a Banquo, ayudé en el asesinato —cuidadosamente,
por temor a que la costumbre me hiciera golpear demasiado fuerte—, y me
quejé porque la luz había sido volcada y por nuestro fracaso en matar a
Fleance.
Ya fuera del escenario tuve que enfrentarme a mis nuevos amigos. El
Segundo asesino no fue motivo de preocupación, pues era un personaje
secundario en la Compañía. El Primer asesino fue, sin embargo, un caso muy
distinto y mis conjeturas se hicieron realidad, y me vi cara a cara con William
Shakespeare.
Soy un mentiroso profesional y no me costó nada convencerles de que era un
hombre fugado y que me había escondido de mis perseguidores en el hueco del
escenario, y que por esa razón aparecí allí inesperadamente. El que
Shakespeare hubiera sido lo bastante ágil y ocurrente como para salvar su obra
de la desgracia, no sorprendió; que el joven actor se hubiera adaptado a los
cambios fue motivo de felicitaciones por parte de sus compañeros; que yo
hubiera acertado con las palabras adecuadas fue asombroso para todos. Yo les
expliqué que había andado por los escenarios en una época anterior de mi vida,
y para contestar a sus preguntas acerca de la extraña vestimenta que llevaba,
murmuré algo acerca de haber pasado algún tiempo con el polaco en trineo, lo
cual supuse que seria lo suficientemente misterioso y provocó la sonrisa del
dramaturgo.
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En cuanto a la causa de mi persecución, sólo tuve que asegurar a mis
nuevos amigos que mis problemas eran de faldas y así gané su más sincera
simpatía. Ellos no podían permitirse el lujo de dar cobijo a un fugitivo de la
justicia, aunque los actores de la época, como los de casi siempre, tendían a
estar en el lado sombrío de la ley, y éstos me hubieran ayudado sin titubeos con
tal de no ponerse a sí mismos en claro peligro. Como acababa de llegar al país
después de mis viajes por el extranjero carecía de empleo, y como podía actuar,
me ofrecieron un puesto en la Compañía, lo cual acepté encantado.
No necesitaba el dinero, ya que había tomado la precaución habitual de
llevar una faja cuyo forro estaba lleno de joyas, el dinero universal. Sin
embargo, el teatro me ofreció un lugar desde el cual empezar a hacer los
contactos que desde entonces me han establecido en mi vieja posición como
«Napoleón del crimen», título ridículo un siglo antes de que Napoleón hubiera
nacido.
En cuanto a la forma en que mis líneas entraron a formar parte del texto de
la obra, Will los insertó justo como los dijimos aquel día. De pura casualidad, él
había estado sustituyendo al Primer asesino esa tarde, pues el actor habitual
estaba enfermo, y encontró enormemente gracioso añadir un personaje no
explicado para así levantar misterio en la audiencia. No tuvo ninguna
consideración hacia las audiencias y lectores futuros, y desde luego que
ninguna hacia los académicos. Su única intención era la de entretener a
aquellos para quienes él escribió: los asistentes a los teatros Globe y
Blackfriars y los grandes personajes de la Corte.
Ahora soy un viejecito, y en vista del desorden civil que pronto va a estallar
por todo el país, quizá no llegue a más viejo. Sin embargo, tengo esperanzas.
Saber de antemano el resultado es de gran ayuda, y ya he tenido la precaución
de cultivar las amistades convenientes. Tengo que decir que los cabezas peladas
adquieren tantos vicios como los partidarios del rey, pero lo hacen en secreto y
con los bolsos más agarrados.
Dejaré este relato parcial, en espera de tener libertad de escribir uno más
completo. Si tú que lees esto lo haces durante los últimos ocho años del siglo XIX
o incluso unos años más tarde, te suplico que me hagas el gran favor de llevar
estas páginas al señor Sherlock Holmes, en 221B Baker Street, Londres.
Esperando que pueda leerlo, envío mis recuerdos y la siguiente adivinanza:
La primera vez que las palabras del Tercer asesino fueron pronunciadas,
lo fueron de memoria.
Adivine, señor Holmes, quién las escribió.
Moriarty.
Londres.
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31 de diciembre, 1640.
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El gran misterio de la residencia estudiantil
Sharon N. Farber
Un descanso para recuperar el aliento rápidamente. Supongo que reconocerá la
versión correcta de la frase que pone colofón a esta historia en miniatura. A
propósito, Holmes nunca dice en el original: «Rápido, Watson, la aguja».
Después del tercer asesinato en otros tantos meses de residentes de la cuarta
planta del dormitorio, el Gran Detective fue reclamado para esclarecer los hechos.
En cada muerte, el cuerpo de un estudiante había sido descubierto a la mañana
siguiente aplastado y lleno de marcas de neumáticos.
—Los corredores son lo suficientemente anchos para albergar un coche pequeño,
pero no el ascensor ni las escaleras —dijo sorprendido el jefe de seguridad del
campus—. ¿Cómo llegó al cuarto piso?
—¿Se ha dado cuenta —contestó el Gran Detective— que todas estas trágicas
ocurrencias han ocurrido en noches de luna llena? Creo que nos estamos enfrentando
con la infeliz maldición de la sociedad de tecnología moderna: un descendiente del
lobo estepario, el automóvil estepario.
El Gran Detective entró en acción la siguiente noche de luna llena. Se encerró a
cada uno de los estudiantes de la cuarta planta en habitaciones separadas, con bidones
de veinte litros de gasolina que estaban eléctricamente monitorizados.
Hacia la medianoche, los instrumentos indicaban la desaparición de veinte litros
de gasolina en la habitación 440, que estaba ocupada por un chico americano
inmigrante de Japón llamado Nagawa.
—Debe estar echando la gasolina por todas partes —dijo el jefe de seguridad.
—O bebiéndola —dijo el Gran Detective.
Llevó al jefe de seguridad a la habitación 440, y se asomaron por la cerradura. Ya
no estaba Nagawa, y en su lugar había un brillante coche compacto.
A la mañana siguiente el Gran Detective abordó a Nagawa:
—Cuando hay luna llena, te conviertes en automóvil y atropellas a tus
compañeros del cuarto piso.
—¿Pero cómo lo averiguó? —gimió Nagawa.
—Alimentario, mi querido Datsun.
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La aventura del sabueso impostor
Poul Anderson y Gordon R. Dickson
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estrella de Yamatsu, aproximadamente a seis años-luz de aquí. Pero el líder, conocido
como el Número 10…
—¿Por qué no el Número 1? —preguntó Alex.
—Los ppussjans cuentan la graduación desde abajo hacia arriba. El Número 10 se
escapó, y desde entonces ha estado reconstruyendo el negocio. Tenemos que cogerlo
o pronto estaremos donde habíamos empezado. Dando una pasada por esta zona con
rayos buscadores pillamos una nave espacial con un ppussjan y un cargamento de
hierba nixl. El ppussjan confesó lo que sabía, que no era mucho, aunque importante.
El Número 10 está escondido solo aquí, en Toka. Escogió este planeta por ser
atrasado y estar escasamente poblado. Está cultivando la hierba y la entrega a sus
compinches, que aterrizan aquí clandestinamente por la noche. Cuando haya pasado
esta búsqueda que estamos llevando a cabo abandonará Toka, y el espacio es tan
grande que a lo mejor no volvemos a tener otra ocasión de cogerlo.
—Bien —dijo Alex—. ¿No les contó su prisionero dónde se esconde el Número
10?
—No. Nunca ha visto a su jefe. El sólo aterriza en un lugar desierto de una gran
isla y recoge la mercancía, que previamente ha sido dejada allí con este propósito. El
Número 10 puede estar en cualquier lugar del planeta. No tiene nave propia, así que
no podemos buscarlo con detectores de metal; y es demasiado listo para acercarse a
una nave espacial, por si vamos al punto de encuentro y lo esperamos.
—Ya veo —dijo Alex—. El nixl es bastante peligroso. ¿No? ¿Tiene las
coordenadas del punto de encuentro?
Apretó un timbre y un sirviente hoka con bata blanca, un turbante y una faja
entró; se inclinó y preguntó:
—¿Qué desea el sahib?
—Tráeme el mapa de Toka, Rajat Singh —dijo Alex.
—En seguida, sahib —el sirviente se inclinó de nuevo y desapareció. Geoffrey se
quedó muy sorprendido.
—Es que últimamente ha estado leyendo a Kipling —dijo Alex en tono
apologético, aunque esto no parecía disipar el asombro de su invitado.
Las coordenadas intersectaban en una gran isla que se hallaba próxima al
continente principal.
—Hmmm —dijo Alex—, Inglaterra. Devonshire, para ser más preciso.
—¿Cómo? —Geoffrey cerró la boca con un chasquido de dientes. Un agente de la
OII nunca se sorprende—. Usted y yo iremos allí en seguida —dijo con firmeza.
—Pero, mi esposa… —empezó a decir Alex.
—¡Recuerde sus obligaciones, Jones!
—Bueno, está bien. Iré. Pero comprenderá —añadió el joven tímidamente— que
puede haber problemas con los hokas.
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Esto parecía hacerle gracia a Geoffrey.
—Estamos acostumbrados a eso en la OII —dijo—. Estamos bien entrenados
para no interferir en los asuntos internos de los nativos.
Alex tosió con vergüenza.
—No es eso exactamente —dijo tartamudeando—. Es que…, pues, verá usted,
puede que el problema sea justo lo contrario.
Geoffrey frunció el ceño.
—¿Que pueden estorbar? —dijo—. Su función es mantener a los nativos en
actitud no hostil hacia nosotros, Jones.
—No —dijo Alex infelizmente—. Lo que temo es que los hokas pueden intentar
ayudarnos. Créame, Geoffrey, no tiene ni idea de lo que puede pasar si se les mete en
la cabeza a los hokas que deben ayudarnos.
Geoffrey carraspeó. Obviamente estaba pensando si denunciar a Alex por
incompetente.
—Está bien —dijo—. Dividiremos el trabajo. Dejaré que se encargue de los
nativos y déjeme a mí todo lo referente a la detección.
—Está bien —dijo Alex, aunque todavía dudaba.
El paisaje verde se desplazaba por debajo de ellos a medida que volaban hacia
Inglaterra en la nave del plenipotenciario. Geoffrey insistía con mala cara.
—Es urgente. Cuando la nave que capturamos no aparezca con su cargamento, la
banda sabrá que algo va mal y enviarán una nave para recoger al Número 10. Al
menos uno de ellos debe saber exactamente dónde se esconde en la isla. No tendrán
ningún problema en pasarlo por cualquier control que pongamos —dio una calada
nerviosamente a su cigarro—. Dígame, ¿por qué se llama Inglaterra este lugar?
—Bien… —dijo Alex con un suspiro profundo—, de aproximadamente un cuarto
de millón de especies inteligentes conocidas, los hokas son únicos. Sólo en los
últimos años hemos empezado a estudiar su psicología. Son altamente inteligentes y
muy rápidos en el aprendizaje, curiosos por naturaleza… y entienden todo al pie de la
letra hasta los últimos extremos. Tienen bastante dificultad a la hora de distinguir la
realidad de la ficción, y como la ficción tiene más colorido, normalmente no se
molestan en hacerlo. Mi sirviente en la oficina no cree conscientemente que es un
misterioso indio oriental; pero subconscientemente ha exagerado el papel, y puede
fácilmente racionalizar cualquier cosa que entra en conflicto con sus estrambóticas
fantasías —Alex frunció el ceño, buscando las palabras adecuadas—. La mejor
analogía que se me ocurre es que los hokas son en cierto modo como los niños
pequeños humanos, además de tener las capacidades físicas e intelectuales de los
humanos adultos. Es una combinación formidable.
—Está bien —dijo Geoffrey.
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—Pero todavía no estamos seguros de cuál es el mejor punto de partida para el
desarrollo de la civilización entre los hokas. ¿Cuán grande puede ser el paso que
pidamos que den los hokas en esta generación? Más aún, ¿qué formas
socioeconómicas son las que mejor se adaptan a sus temperamentos? Entre otros
experimentos, hace aproximadamente diez años, la misión cultural decidió probar un
montaje Victoriano y escogió esta isla como escenario. Nuestras factorías robotizadas
rápidamente produjeron locomotoras a vapor, herramientas mecánicas y otras cosas
para ellos…, claro que omitimos los aspectos más brutales del mundo Victoriano. Los
hokas continuaron rápidamente desde ese punto de partida que nosotros les dejamos.
Consumieron montañas de literatura victoriana…
—Entiendo —asintió Geoffrey.
—La cosa se complica aún más. Cuando un hoka empieza a imitar algo, no hace
las cosas a medias. Por ejemplo, el primer lugar al que iremos para organizar la
búsqueda se llama Londres, y la oficina con que contactaremos se llama Scotland
Yard y…, pues, espero que entienda un acento inglés del siglo XIX, porque eso es lo
único que va a oír.
Geoffrey silbó para expresar su sorpresa.
—¿Así que se lo toman tan en serio?
—Más todavía —dijo Alex—. Por lo que yo sé, este tipo de sociedad ha tenido un
éxito increíble, aunque he estado ocupado con otros asuntos y no he tenido
oportunidad de seguirles muy de cerca. No tengo ni idea de cómo la lógica hoka
habrá transformado los conceptos originales a estas alturas. Le confieso francamente
que estoy asustado.
Geoffrey se le quedó mirando curiosamente y se preguntaba si el plenipotenciario
no estaría un poco desequilibrado.
Desde el aire, Londres era un conjunto de edificios con tejados de dos vertientes,
partido por tortuosas calles adoquinadas, en el estuario de un ancho río que sólo podía
ser el Támesis. Alex notó que estaba siendo remodelado para adaptarse mejor a los
patrones Victorianos. El Palacio de Buckingham, el Parlamento y la Torre de Londres
ya habían sido erigidos y la Catedral de San Pablo estaba a medio concluir. Una
niebla muy apropósito oscurecía las calles, de manera que las lámparas de gas
tuvieron que ser encendidas. Encontró Scotland Yard en su mapa y aterrizó en el
patio interior, entre enormes edificios de piedra.
Cuando bajaban de la nave, un bobby hoka, ataviado con su uniforme azul y un
ostentoso casco, se cuadró con gran deferencia.
—¡Humanos! —exclamó—. Imagino, señor, que este caso debe ser un caso de
gran importancia, ¿no? ¿Están trabajando directamente bajo las órdenes de su
majestad la reina? Si es que puedo hacer una pregunta tan atrevida.
—Pues, no exactamente —dijo Alex. Sólo intentar imaginarse una reina Victoria
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hoka era espantoso—. Queremos ver al inspector jefe.
—¡Sí, señor! —dijo el bobby—. El despacho del inspector Lestrade está por ese
corredor, la primera puerta a la izquierda.
—Lestrade —murmuró Geoffrey—. ¿Dónde he oído ese nombre antes?
Subieron por la escalera y entraron en un oscuro corredor iluminado con lámparas
de gas. La puerta en cuestión tenía un letrero que decía: «PRIMER CHAPUCERO».
—¡Oh, no! —dijo Alex en voz baja.
Abrió la puerta. Un pequeño hoka con traje de solapas grandes y unas ridículas
gafas enormes de asta se levantó de detrás de su mesa.
—¡El plenipotenciario! —exclamó con agrado—. ¡Y otro humano! ¿Qué ha
ocurrido, señores? ¿Se ha… —miró alrededor del despacho nerviosamente y bajó el
volumen de su voz hasta un suspiro—, se ha escapado de nuevo el profesor Moriarty?
Alex presentó a Geoffrey. Se sentaron y explicó la situación. Geoffrey acabó
diciendo:
—Así que quiero que organice a su DIC (supongo que lo llamaran así) y que me
ayuden a cazar a este fugitivo.
Lestrade agitó la cabeza tristemente.
—Lo siento, señores —dijo—, no podemos hacerlo.
—¿Qué no pueden? —dijo Alex asombrado—. ¿Por qué no?
—No valdría de nada —dijo Lestrade tristemente—. No encontraríamos nada.
No, señor, en un caso tan importante como éste sólo hay un hombre que podría echar
el guante a un archicriminal de tales características. Me estoy refiriendo, por
supuesto, al señor Sherlock Holmes.
—¡¡Oh, no!! —dijo Alex.
—¿Cómo dice? —preguntó Lestrade.
—Nada —dijo Alex, secándose febrilmente la frente—. Mire usted, Lestrade, el
señor Geoffrey es un representante de la fuerza de policía más eficiente de la galaxia.
El…
—Vamos, vamos… —dijo Lestrade con una sonrisa compasiva—. No pretenderá
compararlo con Sherlock Holmes. ¡Pero bueno…!
Geoffrey carraspeó enojadamente, pero Alex le dio una patada por debajo de la
mesa. Era una falta grave interferir con el patrón cultural establecido, a no ser por
medios más sutiles que la discusión. Geoffrey se dio por enterado y asintió como si le
doliese.
—Por supuesto —dijo con una voz atragantada—. Yo sería el último en
compararme con el señor Holmes.
—Estupendo —dijo Lestrade frotándose sus manos rechonchas—, estupendo. Les
llevaré a su apartamento y podremos exponerle el problema. Estoy seguro que lo
encontrará interesante.
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—Yo también —dijo Alex en tono poco convencido.
Un simón bajaba trotando por la calle neblinosa y Lestrade lo paró. Se subieron,
aunque Geoffrey dudó si hacerlo después de ver el reptil dinosauriano de pico largo
que los hokas llamaban caballo, y bajaron rápidamente por las calles tortuosas. Los
hokas paseaban a pie, los hombres ataviados con levitas y sombreros de copa y
llevando paraguas bien enrollados, las mujeres llevaban vestidos largos. De vez en
cuando se divisaba un bobby, un soldado con uniforme encarnado o un miembro del
regimiento de las tierras altas de Escocia con falda.
Alex estaba empezando a situarse. Naturalmente, la literatura que se dio a estos
«británicos» incluía con seguridad las obras de A. Conan Doyle, y podía entender
cómo los hokas habían dado rienda suelta a su romántica imaginación después de leer
las aventuras de Sherlock Holmes. Tenían que interpretar todo literalmente. ¿Pero a
quién habían escogido para hacer el papel de Holmes?
—No es fácil estar en la DIC —dijo Lestrade—. No tenemos mucho prestigio por
aquí. Claro que el señor Holmes siempre nos cede el mérito, pero la gente se acaba
enterando —una lágrima se deslizaba sobre su peluda mejilla.
Se pararon delante de un edificio de apartamentos en Baker Street y entraron en la
portería. Una señora gorda y mayor les abrió.
—Buenas tardes, señora Hudson —dijo Lestrade—. ¿Está el señor Holmes?
—Desde luego que sí —dijo la señora Hudson—. Suba directamente.
Su reverente mirada se fijó sobre los humanos mientras subía por la escalera.
Salió un gemido espantoso de la puerta 221 B. Alex se quedó paralizado y se le
erizaron los pelos y Geoffrey echó mano de su lanzarrayos. El grito subió aún más de
volumen, hasta una escala increíble, volvió a bajar, y se desvaneció en un ahogado
trémulo. Geoffrey se lanzó a través de la puerta, se paró y rápidamente escrutó a su
alrededor.
Estaba todo manga por hombro. Por la luz que desprendía el fuego de la chimenea
se podía ver un montón de papeles que llegaba al techo, una daga clavada en la
repisa, una rejilla con tubos de ensayo y botellas, y una Reina Victoria pegada en la
pared a balazos. Era difícil saber qué era peor, si el hedor a producto químico o a
humo de tabaco. Un hoka en bata y zapatillas dejó su violín y les miró con sorpresa.
Luego sonrió y se acercó para darles la mano.
—¡Señor Jones! —dijo él—. Esto es un verdadero placer. Pasen.
—E… Ese ruido… —dijo Geoffrey mirando nerviosamente a su alrededor.
—Ah, eso —dijo el hoka modestamente—. Estaba ensayando una pequeña pieza
que compuse yo mismo. Concierto en mi menor para violín y platillos. Es algo
experimental, si sabe lo que quiero decir.
Alex observó al gran detective. Holmes era como cualquier otro hoka, quizá algo
más delgado, aunque aceptable según los criterios humanos.
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—¡Ah! Lestrade —dijo—, y Watson… ¿Le importa si le llamo Watson, señor
Jones? Queda mucho más natural.
—Oh, en absoluto —dijo Alex con la boca pequeña.
Estaba pensando que el verdadero Watson —¡no, la versión hoka de Watson,
maldita sea!— estaría ocupado en cualquier otro menester; y como estos hokas son
tan cabezotas…
—Pero no le estamos haciendo caso a nuestro invitado, quien supongo pertenece
al mismo sindicato que el señor Lestrade —dijo Holmes, dejando su violín y
cogiendo su gran pipa.
Los hombres de la OII tienen un gran control sobre sus acciones, pero Geoffrey
esta vez apenas pudo aguantarse. No era su intención pasar de incógnito, pero a
ningún oficial de la ley le gusta tener la impresión de que lleva un cartel anunciando
su profesión.
—¿Y eso cómo lo sabe usted? —exigió saber.
La nariz negra de Holmes se meneó.
—Muy sencillo, mi buen señor —dijo—. Los humanos son raros aquí en
Londres. Por lo tanto, cuando llega uno en compañía de mi estimado amigo Lestrade,
la conclusión es que el problema está relacionado con la policía y que usted, mi
querido señor, está de algún modo conectado con la detección de criminales. Al
menos, ésa es una conclusión probable. Estoy pensando en escribir otra pequeña
monografía… Pero siéntense, caballeros, siéntense y explíquenme de qué se trata.
Después de recuperar su dignidad en la medida de lo posible, Alex y Geoffrey se
sentaron en las sillas que les fueron indicadas, Holmes se dejó caer en una butaca que
estaba tan rellena que casi desapareció en sus entrañas. Los dos humanos se
encontraron ante un par de piernas cortas, más allá de las cuales se encontraba una
nariz brillante del tamaño de un botón y una pipa que echaba humo.
—En primer lugar —dijo Alex en un intento de recobrar la compostura—,
permítame presentar al señor…
—Vamos, Watson —dijo Holmes—. No es necesario. Ya conozco la excelente
reputación del estimable señor Gregson, aunque no he tenido el gusto de conocerle
personalmente.
—¡Geoffrey, maldita sea! —gritó el hombre de la OII.
Holmes sonrió levemente.
—Bien, si desea usar un seudónimo, no creo que cause mal a nadie. Pero entre
nosotros no hace falta tener esas precauciones. ¿No le parece?
—¿C… c… cómo sabe usted —tartamudeó Alex— que se llama Gregson?
—Mi querido Watson —dijo Holmes—, como es un agente de policía y ya
conozco sobradamente a Lestrade, ¿quién más podría ser? He oído cosas excelentes
de usted, señor Gregson. Si sigue usted aplicando mis métodos, llegará lejos.
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—Muchas gracias —gruñó Geoffrey.
Holmes conjuntó dedo con dedo de ambas manos delante suya.
—Bien, Gregson, cuénteme su problema. Y usted, Watson, sin duda querrá tomar
nota de algunos detalles. Encontrará lápiz y papel en la repisa de la chimenea.
Rechinando los dientes, Alex fue a cogerlos mientras Geoffrey empezaba a narrar
la historia, interrumpido de vez en cuando por los «¿Ha tomado nota de eso,
Watson?» de Holmes, o en ocasiones cuando el gran detective se paraba a repetir
lentamente algo de su propia cosecha para que Alex pudiera copiarlo palabra por
palabra.
Cuando Geoffrey hubo terminado, Holmes se quedó pensativo durante un rato,
sorbiendo humo a través de su pipa.
—Debo admitir —dijo finalmente— que este caso tiene algunos aspectos
interesantes. Confieso que estoy confuso por el curioso asunto del sabueso.
—Pero yo no dije nada de un sabueso —dijo Geoffrey sorprendido.
—Eso es precisamente lo curioso —contestó Holmes—. La zona donde piensan
que se esconde el criminal es territorio de Baskerville, y no mencionó el sabueso ni
una sola vez.
Suspiró y se dirigió al hoka de Scotland Yard.
—Bien, Lestrade, supongo que será mejor que vayamos a Devonshire y usted
puede disponer todo para la búsqueda que desea Gregson. Creo que podemos tomar
el tren de las 8.05 desde la estación de Paddington mañana por la mañana.
—Oh, no —dijo Geoffrey, saliendo de su asombro—. Podemos bajar volando esta
misma noche.
Lestrade no podía creer lo que oía.
—¡Pero bueno! —exclamó—. Nosotros jamás haríamos semejante cosa.
—Tonterías, Lestrade —dijo Holmes.
—Sí, señor Holmes —dijo Lestrade en voz baja.
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Geoffrey volvieron al piso de abajo, al bodegón. Estaba lleno de gente ruidosa,
granjeros hokas y comerciantes, unos charlando con sus voces chillonas, otros
jugando a los dardos y otros aglutinados alrededor de los dos humanos. Un nativo
viejo se presentó a sí mismo como Farmer Toowey y se sentó con ellos en su mesa.
—Ah, muchacho, es terrible lo que se ve en la llanura por la noche —dijo
enterrando la nariz en una jarra que debería contener cerveza, pero que para seguir
fiel a la vieja tradición, contenía un fiero licor que esta raza había bebido desde
tiempos inmemoriales. Alex, prevenido por experiencias anteriores, fue cauteloso,
pero Geoffrey ya había bebido media jarra y tenía un cierto aire salvaje en los ojos.
—¿Me está hablando del sabueso? —preguntó Alex.
—Eso mismo —dijo Farmer Toowey—. Es negro y más grande que un ternero.
¡Y vaya dientes! Un mordisco suyo y es el fin.
—¿Fue eso lo que le ocurrió a sir Henry Baskerville? —inquirió Alex—. Nadie
sabe dónde está desde hace mucho tiempo.
—Le tragó entero —dijo Toowey tristemente, mientras terminaba su jarra y
encargaba otra—. ¡Pobre sir Henry! Era un buen hombre. Sí que lo era. Cuando
estábamos repartiendo los nuevos nombres, como nos enseñó el libro humano, no
hacía más que gritar y protestar, pues ya sabía la maldición que pendía sobre la
cabeza de los Baskerville, pero…
—No estás hablando con acento británico —le dijo otro hoka.
—Lo siento —dijo Toowey—. Soy viejo y a veces se me olvida.
Alex se preguntaba cómo debía ser el verdadero Devonshire.
Sherlock Holmes entró alegremente y se sentó con ellos. Sus pequeños ojos
negros brillaban.
—La partida está en marcha, Watson —dijo—. El sabueso ha estado haciendo de
las suyas. Se han visto cosas extrañas en la llanura por la noche… Me atrevo a decir
que es nuestro criminal y pronto le echaremos el guante.
—¡Ridículo! —farfulló Geoffrey—. No existe ese chucho. Nosotros estamos tras
la pista de un traficante de drogas, no de un hijo de… ¡Ay! —le pasó un dardo
rozando una oreja.
—¿Tuviste que hacer eso? —preguntó.
—Fue Williams —rió Toowey—. No se le da demasiado bien jugar a los dardos.
Pasó otro dardo rozando la cabeza de Geoffrey y se clavó en la pared. El hombre
de la OII tragó saliva y se escondió debajo de la mesa; Alex dudaba si lo había hecho
para protegerse o para dormir.
—Mañana —dijo Holmes— mediré esta taberna. Siempre mido —añadió como
explicación—. Incluso cuando no parece tener ninguna relevancia.
La voz del tabernero se oía por encima del resto del ruido.
—Hora de cerrar, caballeros. Ya es hora de cerrar.
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En ese momento se abrió la puerta tan fuertemente que golpeó en la pared. Había
un hoka de pie en el umbral. Era manifiestamente gordo y vestía un largo abrigo
negro; su cara parecía carecer de cualquier expresividad, aunque su voz estaba
encendida de pánico.
—¡Sir Henry! —gritó el tabernero—. ¡Ha vuelto!
—¡El sabueso! —gimió sir Henry—. ¡Me persigue el sabueso!
—No tiene por qué tener miedo ahora, sir Henry —dijo Farmer Toowey—. Ha
venido el mismísimo Sherlock Holmes para cazar a esa bestia.
Baskerville retrocedió hasta la pared.
—¿Holmes? —susurró.
—Y un hombre de la OII —dijo Alex—. Pero en realidad estamos buscando a un
criminal que se esconde en la llanura…
Geoffrey levantó la cabeza despeinada y dijo:
—No estamos buscando a un sabueso. Yo estoy buscando a un asqueroso
ppussjan. No hay ningún perro…
Baskerville dio un salto.
—¡Está en la puerta! —gritó salvajemente. Y cruzó la habitación corriendo y
atravesó la ventana rompiendo los cristales.
—¡Rápido, Watson! —Holmes se levantó de un salto, sacando su anacrónico
revólver—. Veremos si es verdad o no que está el sabueso.
Pasó a empujones entre la muchedumbre llena de pánico y abrió la puerta.
Lo que se podía ver por la tenue luz que destilaba el fuego de la chimenea era una
ambigua silueta negra, con una temible cabeza de la que goteaba fuego helado y que
gruñía en tonos graves. Empezó a dar pasos hacia delante.
—¡Venga, chucho! —se adelantó el tabernero, demasiado enfadado para tener
miedo—. ¡No puedes entrar! ¡Es la hora de cerrar! —echó al perro hacia atrás de una
patada y cerró la puerta.
—¡Tras él, Watson! —gritó Holmes—. ¡Rápido, Gregson!
—Aaaaay —dijo Geoffrey.
«Debe estar demasiado borracho para mover un dedo», pensó Alex. Alex había
consumido lo suficiente para salir disparado tras Holmes sin pensarlo mucho. Se
quedaron en el umbral, mirando hacia la oscuridad que había fuera.
—Se ha marchado —dijo el humano.
—Le pillaremos —Holmes se paró un momento para encender su lámpara,
abrochar su abrigo y para asegurar su gorro de cazador—. Sígame.
Nadie más se levantó mientras Holmes y Alex salieron en la noche. La noche era
completamente negra. Los hokas gozaban de mejor visibilidad nocturna que los
humanos y la mano peluda de Holmes se cerró sobre la de Alex para guiarle.
—Malditos adoquines —dijo el detective—. No queda ni una sola huella. Venga,
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vamos.
—¿A dónde vamos? —preguntó Alex.
—Al camino que conduce a la mansión de los Baskerville —contestó Holmes
fríamente—. Parece el lugar más sensato de encontrar el sabueso. ¿No le parece,
Watson?
Tras este incidente, Alex decidió permanecer en silencio, que no tuvo el valor de
romper hasta que tras un rato interminable se detuvieron en el camino.
—¿Dónde estamos ahora? —preguntó.
—Aproximadamente a mitad de camino entre la aldea y la mansión —contestó la
voz de Holmes, desde una altura cercana a la cintura de Alex—. Tranquilícese y
espere mientras examino el terreno en busca de pistas.
Alex sintió como le soltaba la mano y el ruido de Holmes alejándose.
—¡Ajá!
—¿Encontró algo? —preguntó el humano, mirando nerviosamente a su alrededor.
—Desde luego que sí, Watson —contestó Holmes—. Un hombre de la mar,
pelirrojo y con pata de palo ha pasado recientemente por aquí de camino al río para
ahogar un saco lleno de gatitos.
—¡¿Qué?! —dijo Alex.
—Un hombre de la mar, peli… —empezó a repetir Holmes pacientemente.
—Pero… —balbuceó Alex—. ¿Cómo lo sabe?
—Infantilmente sencillo, mi querido Watson —dijo Holmes, alumbrando el suelo
con su lámpara—. ¿Ve este trocito de madera?
—Sí. Supongo que sí.
—Por el corte y el tipo de desgaste se ve obviamente que es un trozo roto de una
pata de palo. La mancha de alquitrán demuestra que pertenece a un marinero. ¿Y qué
puede estar haciendo un marinero a estas horas de la noche en la llanura?
—Eso es lo que me gustaría saber a mí —dijo Alex.
—Podemos suponer —continuó diciendo Holmes— que sólo un motivo inusual
le haya obligado a salir por la llanura oscura, el sabueso esta rondando esta zona.
Pero cuando tomamos en cuenta que es pelirrojo, con un genio terrible, y un saco
lleno de gatitos a los que no está dispuesto a aguantar ni un minuto más, se hace
obvio que tomó la decisión, en un ataque de exasperación, de ahogarlos.
El cerebro de Alex, que daba vueltas por el efecto del licor hoka, se aferró a esta
explicación, en un intento de ver la lógica. Pero se le escapaba entre los dedos.
—¿Y qué tiene que ver todo esto con el sabueso o el criminal que estamos
buscando? —preguntó suavemente.
—Nada, Watson —reprobó Holmes duramente—. ¿Por qué habría de tenerlo?
Completamente desbordado, Alex se rindió.
Holmes pasó unos cuantos minutos más husmeando y luego siguió hablando.
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—Si el sabueso es verdaderamente peligroso debe estar merodeando por aquí para
cogernos por sorpresa en la oscuridad. No tardará mucho. ¡Ah! —dijo frotándose las
manos—. ¡Excelente!
—Supongo que sí —dijo Alex con la boca pequeña.
—Quédese aquí, Watson —dijo Holmes—. Yo bajaré un trecho el camino. Si ve
al bicho, silbe.
Se apagó su lámpara y el ruido de sus pisadas se desvaneció.
El tiempo se hacía interminable. Alex estaba allí solo en la oscuridad, con el frío
de la llanura que empezaba a penetrar en sus huesos a medida que moría el efecto del
licor que había bebido, y se estaba preguntando por qué se había metido en este lío
desde el principio. ¿Qué diría Tanni? ¿De qué valdría su presencia en ese lugar,
aunque apareciese el sabueso? Con su pésima visión nocturna podía pasar el perro a
menos de un metro suyo sin ser visto… Claro que podría oírlo…
Pensándolo bien, ¿qué tipo de sonido haría un monstruo de ésos cuando anda?
¿Será un pompom o un chuf-chuf como ese sonido que estaba oyendo en esos
momentos a su izquierda?
El ruido… ¡Aaay!
La noche estalló de repente en mil pedazos. Una enormidad negra saltó contra él
con la solidez y el impacto de un muro de ladrillo. Cayó inconsciente.
Cuando abrió los ojos entraba la luz del sol a través de la ventana de su
habitación. Tenía un dolor de cabeza palpitante y se acordó de la fantástica pesadilla
en la que… ¡Ah!
De repente sintió alivio y volvió a hundirse en la cama. Claro, ahora se lo
explicaba todo. Había cogido una borrachera brutal anoche y había soñado todo el
asunto. No aguantaba el dolor de cabeza. Se llevó las manos a la cabeza y tocó un
enorme vendaje.
Se incorporó en la cama como si hubiera cuerdas tirando de él. Las dos sillas que
habían sido dispuestas para extender su cama se cayeron al suelo armando un gran
escándalo.
—¡Holmes! —gritó—. ¡Geoffrey!
Se abrió su puerta y los individuos en cuestión aparecieron, seguidos de Farmer
Toowey. Holmes estaba completamente vestido, fumando ansiosamente su pipa;
Geoffrey tenía los ojos irritados y parecía derrengado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Alex, agitadamente.
—Que usted no silbó —reprochó Holmes.
—Eso, eso. No silbó —añadió Farmer Toowey—. Cuando le trajeron tenía la cara
tan blanca como una sábana. Un aspecto horrible.
—Entonces no fue un sueño —dijo Alex con un escalofrío.
—Yo… Yo le vi salir tras el monstruo —dijo Geoffrey con tono culpable—. Iba a
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salir después que ustedes, pero por alguna razón no conseguí ponerme en marcha —
se tocó cautelosamente su propia cabeza.
—Vi una silueta negra que le atacaba, Watson —añadió Holmes—. Creo que fue
el sabueso, aunque no logré distinguir su cara luminosa. Le disparé, pero fallé, y huyó
por la llanura. No podía dejarle allí tendido en el suelo para perseguirlo, así que le
traje a cuestas. Ya es por la tarde… ¡Durmió usted bien, Watson!
—Seguro que fue el ppussjan —dijo Geoffrey en su tono habitual—. Vamos a
registrar toda la llanura en su busca.
—No, Gregson —dijo Holmes—. Estoy convencido de que fue el sabueso.
—¡Bah! —dijo Alex—. Lo de anoche fue solamente…, fue solamente…, pues no
fue un ppussjan. Sin duda fue un animal de estos alrededores.
—Eso, eso —asintió Farmer Toowey—, fue el sabueso.
—¡No, el sabueso no! El ppussjan. ¿Es que no se entera? Lo del sabueso es pura
superstición. No existe tal animal.
Holmes agitó el dedo.
—Tiene que controlar ese genio, Gregson.
—¡Y deje de llamarme Gregson! —Geoffrey se echó las manos a las sienes—.
¡Oh, mi cabeza…!
—Mi querido jovencito —dijo Holmes pacientemente—, acabará ganando si
estudia mis métodos y, además, conseguirá salir adelante en su profesión. Mientras
usted y Lestrade estaban organizando el fútil grupo de búsqueda, yo estaba
estudiando el terreno, buscando pistas. Una pista es el mejor amigo de un detective,
Gregson. Tengo quinientas mediciones, seis moldes en yeso de huellas, varios hilos
rotos del abrigo de sir Henry que se engancharon en una astilla anoche e
innumerables objetos que no mencionaré. En una estimación aproximada habré
juntado unos tres kilos de pistas.
—Escuche —dijo Geoffrey con una temible precisión—, estamos aquí para
atrapar a un traficante de drogas. Un criminal desesperado. No tenemos ningún
interés en las supersticiones del lugar.
—Yo sí que lo tengo —dijo Holmes.
Con un gruñido inarticulado, Geoffrey dio media vuelta y salió de la habitación.
Estaba temblando. Holmes se quedó mirando hacia la puerta haciendo un gesto de
desaprobación. Luego se volvió y dijo:
—Bien, Watson. ¿Cómo se siente ahora?
Alex se bajó lentamente de la cama.
—No demasiado mal —admitió—. Tengo un dolor de cabeza palpitante, pero lo
solucionaré con una pastilla de athretina.
—Oh, eso me recuerda una cosa.
Mientras Alex se vestía, Holmes sacó un estuche plano de su bolsillo. Cuando
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miró Alex, Holmes estaba inyectándose con una aguja hipodérmica.
—¡Eh! —gritó el humano—. ¿Qué es eso?
—Morfina, Watson —dijo Holmes—. Una solución al siete por ciento. Encuentro
que estimula la mente.
—¡¿Morfina?! —gritó Alex—. Hay un hombre aquí de la OII precisamente con el
fin de echar el guante a un traficante de narcóticos y uno de los hokas acaba de sacar
un… ¡Oh, no!
Holmes se inclinó ruborizado y le susurró al oído:
—Lo cierto, Watson, es que tiene razón. En realidad es solamente agua destilada.
He encargado morfina varias veces, pero nunca me la envían. Pero…, para aparentar
tengo que hacer este tipo de cosas.
—Ah, bueno —Alex se secó la frente—. Claro, ya entiendo.
Mientras Alex se metía una buena comida entre pecho y espalda, Holmes subió al
tejado y bajó por la chimenea en busca de posibles pistas. Salió completamente
negro, pero feliz.
—Nada, Watson. Pero es necesario ser meticuloso —luego dijo con fervor—:
Vamos, hay muchas cosas por hacer.
—¿Dónde vamos? —preguntó Alex—. ¿Con el grupo de búsqueda?
—Oh, no. Lo único que van a conseguir ellos es asustar a los pequeños animalitos
del campo, me temo. Nosotros vamos a explorar en otro lugar. Farmer Toowey va a
ayudarnos.
Cuando salieron al exterior, Alex vio el grupo de búsqueda. Un centenar
aproximadamente de palurdos del lugar se habían reunido bajo el mando de Lestrade
con bastones, horcas y mayales para golpear los matorrales en busca del sabueso… o
del ppussjan. Uno de los más entusiastas montaba en una enorme cosechadora tirada
por un «caballo». Geoffrey corría hacia delante y hacia atrás gritando para intentar
poner algo de orden en todo el asunto. Alex sentía pena por él.
Partieron por el camino que atravesaba la llanura.
—Primero iremos a la mansión de Baskerville —dijo Holmes—. Algo raro ocurre
con sir Henry Baskerville. Desaparece durante varias semanas, luego apareció
anoche, aterrorizado por la ancestral maldición, para luego salir a la llanura donde se
halla el animal. ¿Dónde estuvo durante ese tiempo, Watson? ¿Dónde está ahora?
—Hmmm, sí —asintió Alex—. ¿Cree usted que puede haber alguna conexión
entre el asunto del sabueso y el ppussjan?
—Nunca se debe razonar antes de conocer todos lo hechos, Watson —dijo
Holmes—. Ése es precisamente el pecado cardinal que cometen todos los policías
jóvenes como nuestro impetuoso amigo Gregson.
Alex no podía remediar estar de acuerdo con él. Geoffrey estaba tan obsesionado
por el objetivo que no se paraba a considerar el entorno; para él, este planeta era
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solamente el telón de fondo para su búsqueda. Estaba claro que debía ser una persona
tranquila en la vida ordinaria, pero Holmes era capaz de sacar a cualquiera de sus
casillas.
Alex se acordó de que iba desarmado. Geoffrey tenía el lanzarrayos, pero este
grupo sólo tenía el revólver de Holmes y un palo que llevaba Farmer Toowey. Tragó
saliva e intentó eliminar los malos recuerdos que le quedaban de la noche anterior.
—Un día estupendo —comentó a Holmes.
—Así es. Sin embargo —dijo Holmes—, algunos de los crímenes más
sangrientos se han cometido en días tan estupendos como éste. Recuerdo ahora El
caso del obispo desmembrado. No recuerdo habérselo contado nunca, Watson. ¿Tiene
un bloc de notas a mano?
—Pues no —contestó Alex un poco asustado.
—Es una pena —dijo Holmes—. Podía hablarle no sólo sobre El caso del obispo
desmembrado, sino acerca del de La oruga saltarina, El extraño caso del casco de
whisky, El gran caso espantoso…, todos referentes a temas muy interesantes. ¿Qué
tal es su memoria? —preguntó repentinamente.
—Pues supongo que buena —dijo Alex.
—Entonces contaré El caso de la oruga saltarina, que es el más corto de todos —
empezó Holmes—. Fue mucho antes de su época, Watson. Estaba empezando a
entretenerme con mi trabajo cuando un día llamaron en mi puerta y entró el más
extraño de los…
—Ya estamos en la mansión de Baskerville —dijo Farmer Toowey.
Una imponente edificación tudoresca se hallaba tras una cortina de árboles.
Fueron hasta la puerta y llamaron. Se abrió y un mayordomo hoka vestido de negro
les echó una fría mirada.
—La entrada de servicio es por atrás —dijo.
—¡Oiga! —gritó Alex.
El mayordomo se dio cuenta de la humaneza y se volvió inmediatamente
respetuoso.
—Lo siento, señor, soy un poco miope y… Lo siento, señor, pero sir Henry no
está en casa.
—¿Dónde está entonces? —preguntó Holmes.
—En su tumba, señor —dijo el mayordomo sepulcralmente.
—¿Cómo dice? —preguntó Alex.
—¿Su tumba? —gritó Holmes—. ¡Sí que es un hombre rápido! ¿Dónde está
enterrado?
—En la tripa del sabueso, señor. Si me perdona la expresión.
—Eso, eso —asintió Farmer Toowey—, ese sabueso siempre tiene hambre.
Con unas cuantas preguntas averiguaron que sir Henry, un soltero, había
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desaparecido un día, hacía varias semanas, mientras paseaba por la llanura, y no se
sabía nada de él desde entonces. El mayordomo estaba sorprendido de que se le
hubiera visto anoche y se alegró visiblemente.
—Espero que vuelva pronto, señor —dijo—. Tengo que decirle que estoy
decidido a marcharme de esta casa. Desde luego que admiro mucho a sir Henry, pero
no puedo estar trabajando para alguien que en cualquier momento se deja devorar por
un monstruo.
—Pues venga —dijo Holmes sacando una cinta métrica—, a trabajar, Watson.
—¡Ah, no! ¡Desde luego que no! —Alex se mostró firme. Ya se estaba viendo allí
esperando toda la noche mientras Holmes medía esa enormidad de mansión—.
Tenemos que pillar a ese ppussjan. ¿No se acuerda?
—Déjeme medir sólo un poquitín —suplicó Holmes.
—¡No!
—¿Ni siquiera un poco?
Holmes sonrió y habilidosamente midió al mayordomo.
—Debo decir que algunas veces se porta como un tirano conmigo, Watson —dijo
Holmes—. Aun así, ¿dónde estaría sin mi Boswell?
Tras decir esto, Holmes partió con un alegre trote, sus piernas peludas brillaban
en la luz del atardecer. Alex y Toowey tuvieron que apresurarse para alcanzarlo.
Estaban bien adentrados en la llanura cuando el detective se detuvo y con gran
interés se inclinó para ver una rama rota que colgaba de un matorral.
—¿Qué es eso? —preguntó Alex.
—Una rama rota, Watson —dijo Holmes irónicamente—. Hasta usted podrá darse
cuenta de eso.
—Ya lo sé, pero ¿qué tiene de especial?
—Vamos, Watson —dijo Holmes con cierta dureza—. ¿Es que esta rama rota no
le comunica un mensaje? Usted conoce mis métodos. Aplíquelos.
De repente, Alex empezó a sentir algo de compasión por el verdadero Watson.
Hasta ahora no se había dado cuenta de la diabólica crueldad que conllevaba aplicar
los métodos holmesianos. Aplicarlos, sí, pero ¿cómo? Alex se quedó mirando
fijamente al matorral y este último insistía en ignorarle, pudiendo concluir solamente
que: a) era un matorral, y b) que estaba roto.
—¿Que ha habido un viento fuerte? —preguntó con miedo.
—Eso es ridículo, Watson —replicó Holmes—. La rama rota todavía está verde;
sin duda fue rota por alguna cosa enorme que pasó por aquí con mucha prisa. Sí,
Watson. Esto confirma mis sospechas. El sabueso pasó por aquí camino de su
guarida, y la rama nos señala la dirección correcta.
—Entonces está en la ciénaga de Grimpen —dijo Farmer Toowey—. Eso es
imposible.
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—Obviamente no es imposible si el sabueso está allí —dijo Holmes—.
Dondequiera que vaya, nosotros podemos seguirle. ¡Venga, Watson! —y con esto
salió trotando con el cuerpo vibrante de emoción.
Pasaron a través de una zona de matorral espeso durante un rato hasta que
llegaron a una amplia zona cenagosa moteada de pequeños montículos con hierba,
donde había un gran cartel que decía:
CIÉNAGA DE GRIMPEN
7 km2
¡¡¡¡Peligro!!!!
—Los ojos bien abiertos, Watson —dijo Holmes—. La bestia esa obviamente ha
saltado de montículo en montículo. Seguiremos su pista, buscando hierba aplastada y
ramitas rotas. ¡Adelante, pues!
Dejando el cartel atrás, Holmes aterrizó en el primer montículo de césped, desde
el cual inmediatamente saltó por los aires al siguiente.
Alex dudó por un momento, tragó saliva y partió tras él. No era fácil avanzar a
base de saltos de un metro o más, y Holmes, botando de montículo en montículo,
pronto se alejó. Farmer Toowey juraba y gemía detrás de Alex.
—¡Aaaahh! Mis viejos huesos ya no están para estos saltos… No aguantan —dijo
cuando pararon a descansar—. Si llegamos a saber que este barrizal nos iba a causar
tantos problemas, no lo hubiéramos construido, por mucho que dijera el libro.
—¿Lo construyeron ustedes? —preguntó Alex—. ¿Es artificial?
—Eso mismo. En el libro se llamaba la ciénaga de Grimpen y ha tragado a
muchos hombres. Muchos corazones valientes duermen en el fondo del cenagal —
luego añadió en tono apologético—. El nuestro no es tan terrible, aunque lo
intentamos. En el nuestro lo peor que puede pasar es que uno se manche los pies de
barro. Y por eso nos mantenemos bien alejados.
Alex suspiró.
El sol ya casi se había puesto detrás de las colinas y unas sombras alargadas
barrían la llanura. Alex miró atrás, pero no veía ni rastro de la mansión ni de la aldea
ni del grupo de búsqueda. Un lugar solitario, no precisamente el mejor sitio para
encontrarse con un sabueso endemoniado, ni siquiera con un ppussjan. Mirando hacia
delante, tampoco podía divisar a Holmes, por lo que decidió acelerar su paso.
Una isla —más exactamente una gran colina— se levantaba sobre el barro
agrietado. Alex y Toowey llegaron a ella después de un último salto. Atravesaron una
zona de árboles y de matorrales que ocultaba la cresta rocosa. Había un campo
espesamente cultivado con flores moradas. Alex se detuvo y se le escapó un
juramento. Ya había visto esas flores, y con bastante frecuencia, en los artículos
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informativos.
—Hierba nixl —dijo—. ¡Así que éste es el escondite del ppussjan!
Se hacía cada vez más oscuro a medida que desaparecía el sol. Alex recordó de
nuevo que estaba desarmado y en gran desventaja por la oscuridad.
—¡Holmes! —llamó—. ¡Holmes! ¿Dónde se ha metido? —chasqueó los dedos y
soltó un juramento—. ¡Maldita sea! ¡Ahora sí que lo estoy haciendo bien!
Se oyó un gran rugido de más allá de la cima. Jones dio un salto hacia atrás. La
rama afilada de un árbol le pinchó. Dio rápidamente la vuelta, tiró un golpe a su
supuesto oponente y gritó: «¡Ay! ¡Madre mía!», aunque no precisamente con estas
palabras.
El rugido sonó de nuevo. Un bramido grave que parecía un gruñido de un animal
salvaje. Alex se agarró a la camisa de Farmer Toowey.
—¿Qué fue eso? —preguntó espantado—. ¿Qué le está ocurriendo a Holmes?
—A lo mejor lo ha pillado el sabueso —dijo Farmer Toowey impasiblemente—.
Parece como si alguien estuviera comiendo.
Alex negó esta sangrienta y macabra idea con un gesto desesperado.
—No diga ridiculeces.
—A lo mejor es una ridiculez —dijo Toowey tozudamente—, pero sé con
seguridad que ese sabueso siempre está hambriento.
Los oídos de Alex, atiborrados de miedo, captaron un nuevo sonido: se oían
pisadas que se acercaban desde el otro lado de la colina.
—Viene hacia nosotros —dijo con voz susurrante.
Toowey murmuró algo parecido a «postre».
Apretando los dientes, Alex se adelantó. Llegó a la cima y saltó, dando con sus
huesos en el suelo.
—¡Desde luego, Watson! —dijo Holmes con un tono seco y enojado—. Así no se
pueden hacer las cosas. He dicho ya más de cien veces que la impetuosidad es el más
común y el peor de los fallos que puede tener un joven agente de policía.
—¡Holmes! —Alex se levantó respirando agitadamente—. ¡Dios mío, Holmes,
está vivo! ¿Y todo ese ruido? ¿El bramido?
—Eso —dijo Holmes— fue sir Henry Baskerville cuando le quité la mordaza.
Ahora quiero que vengan a ver lo que he encontrado.
Alex y Toowey lo siguieron a través de la plantación de nixl y bajaron por una
pequeña pendiente rocosa que había más allá. Holmes retiró un matorral, dejando al
descubierto un agujero negro en la roca.
—Supuse que el sabueso se escondía en una madriguera —dijo— y supuse que
intentaría ocultar su entrada. Así que decidí comprobar todos los matorrales. Entre,
Watson, y cálmese.
Alex entró a gatas tras Holmes. El túnel se ensanchó en una cueva artificial de
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aproximadamente dos metros de altura y tres metros cuadrados de base, recubierta de
plástica. Con la escasa luz de la lámpara de Holmes, Alex pudo ver un pequeño catre,
una cocina, un transmisor y unos cuantos artículos de lujo. Entre éstos había un hoka
de mediana edad ataviado con los restos de lo que en su día debió ser un estupendo
traje de lana. Había sido una persona gorda, por la piel sobrante que le colgaba, pero
ahora estaba penosamente delgado y sucio. Esto, sin embargo, no le había afectado
para nada a la voz. Estaba jurando y perjurando de una manera sorprendente para su
especie, mientras se libraba de las últimas ataduras que lo mantenían prisionero.
—Maldita impertinencia —decía—. Uno no está seguro ni en su propio terreno. Y
el maldito canalla tuvo hasta el valor de apoderarse de la leyenda familiar, la
ancestral maldición. ¡Maldita sea!
—Cálmese, sir Henry —dijo Holmes—. Ya está a salvo.
—Voy a escribir a mi miembro en el Parlamento —murmuró el verdadero
Baskerville—. Le voy a decir un par de cosas. ¡Tendrá que hacer algunas preguntas
en la Cámara de los Comunes!
Alex se sentó en el catre y se quedó mirando a través de la penumbra.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó.
—El maldito monstruo me pilló en mi propio terreno —dijo el hoka indignado—.
Me sacó un arma y me obligó a meterme en este asqueroso agujero. Tuvo la
suficiente desfachatez como para hacer una máscara de mi cara. Desde entonces me
ha tenido aquí a base de pan y agua. Ni siquiera pan fresco. ¡Por todos los santos! ¡No
es…, no es británico! Llevo varias semanas atado en este agujero. El único ejercicio
que hago es cuando toca cosechar su estúpida hierba. Cuando se marcha, me ata y me
amordaza —sir Henry tomó aire profunda y disgustadamente—. Hasta se atrevió a
amordazarme con la corbata del uniforme de mi colegio.
—Lo mantuvo como un esclavo y posiblemente como un rehén —comentó
Holmes—. Nos estamos enfrentando a un sujeto que está desesperado. Pero Watson,
venga aquí. Tengo algo que enseñarle —metió la mano en una caja y sacó un
pequeño objeto negro con aire triunfante—. ¿Qué le parece esto, Watson?
Alex lo estiró y resultó ser una máscara de plástico de un monstruo con grandes
colmillos, que sonreía como si estuviera haciendo un anuncio de dentífrico. Cuando
lo miraba fuera de la luz podían verse zonas luminosas. ¡Era la cabeza del sabueso!
—¡Holmes! El sabueso es el…, el…
—Ppussjan —terminó Holmes.
—¿Cómo estáis? —dijo una nueva voz educadamente.
En una rápida vuelta, Holmes, Alex Toowey y sir Henry lograron hacerse un
nudo. Cuando por fin se desenredaron pudieron ver el cañón de un lanzarrayos que
les apuntaba. Detrás se hallaba la enorme silueta de un gran abrigo negro, pero con la
cabeza de sir Henry.
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—El Número 10 —gritó Alex.
—Exacto —dijo el ppussjan. Su voz era tan aguda como la de los hokas, pero
hablaba en tono frío—. Afortunadamente volví de mi exploración antes de que
pudierais tenderme una emboscada. Realmente daba pena ver al grupo de búsqueda.
La última vez que los vi se dirigían hacia Northumberland.
—Te encontrarán —dijo Alex en un tono seco—. Ni te atrevas a hacernos daño.
—¿Que no? —dijo el ppussjan alegremente.
—Supongo que sí, si quiere —dijo Toowey.
Alex se dio cuenta de que si el escondite del ppussjan había sido bueno hasta
ahora, bien podría seguir siéndolo hasta que su banda viniese a rescatarlo. En
cualquier caso, él, Alexander Braithwaite Jones, no estaría para verlo.
Pero eso era imposible. Esas cosas no le podían pasar. Era el plenipotenciario de
la Liga de Toka, no un personaje de un melodrama improbable esperando que alguien
le fulminase con un lanzarrayos. El…
De repente se le ocurrió una idea genial:
—Mira, Número 10, si intentas matarnos aquí vas a chamuscar todo lo que tienes
aquí dentro.
Tuvo que probar de nuevo, pues no obtuvo respuesta la primera vez.
—Pues muchas gracias —dijo el ppussjan—. Pondré el rayo más estrecho.
El cañón no se desvió de ellos mientras ajustaba el mando de enfoque.
—Bien —dijo—. ¿Tenéis alguna oración que queráis rezar?
—Yo —Toowey se mojaba los labios—. ¿Me dejará decir un poema entero? Me
ha consolado y reconfortado durante toda mi vida.
—Adelante con ello.
—En las orillas del viejo Támesis…
Alex se arrodilló también, y una de sus largas piernas humanas se estiró y aplastó
la lámpara de Holmes. Su propio cuerpo cayó y abrazó el suelo mientras la oscuridad
total llenaba la cueva. Un rayo pasó rozando por encima suyo, pero al ser tan estrecho
fue a dar contra la pared que había más allá.
—¡A por él! —gritó sir Henry, lanzándose contra el invisible ppussjan. Se tropezó
con Alex y cayó al suelo. Alex pudo salir de debajo suyo, echó mano de algo
contundente y le dio un golpe duro. El otro respondió con otro golpe.
—¡Toma! —gritó Alex—. ¡Toma!
—¡No! —dijo Sherlock Holmes en la oscuridad—. ¡No meta la pata de nuevo,
Watson!
Se dieron la vuelta, colisionando entre sí, y corrieron hacia donde se oía pelear.
Alex se agarró a un brazo y gritó:
—¿Amigo o ppussjan?
Su respuesta fue un estallido del lanzarrayos que pasó a milímetros. Se tiró al
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suelo, intentando echar mano de las delgadas piernas del ppussjan. Holmes pasó por
encima suyo para atacar a su enemigo. El ppussjan disparó de nuevo,
desesperadamente, luego Holmes consiguió agarrar la mano que manejaba el
lanzarrayos. Farmer Toowey soltó un grito de guerra de los hokas, hizo girar su
bastón por encima de la cabeza y tumbó de un garrotazo a sir Henry.
Holmes consiguió soltar el lanzarrayos de la mano del ppussjan, y cayó al suelo,
mientras éste se retorcía para soltar su pierna de las manos de Alex, quien se quedó
con su abrigo en la mano. El ppussjan se lanzó al suelo para coger su arma. Alex se
quedó luchando durante un rato con el abrigo hasta darse cuenta de que carecía de
contenido.
Holmes llegó al arma a la vez que el Número 10, justo a tiempo para desplazar el
lanzarrayos del alcance del ppussjan; éste, en su desesperación, echó mano de un
objeto sólido que había caído del bolsillo de Holmes, y gritó triunfante.
Retrocediendo chocó con Alex.
—¡Uy! Lo siento —dijo Alex, quien siguió palpando el suelo.
El ppussjan encontró el interruptor de la luz y lo accionó. La iluminación mostró
un enredo de tres hokas y un humano. Les apuntó con su arma.
—¡Muy bien! —gritó—. ¡Ahora sí que os tengo!
—¡Devuelve eso ahora mismo! —gritó Holmes indignado mientras sacaba su
revólver.
El ppussjan miró lo que tenía en la mano. Estaba agarrado a la pipa de Sherlock
Holmes.
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—Bien, bien, muchacho, pronto estarán de vuelta —dijo Toowey suavemente.
Los ojos irritados de Geoffrey cayeron sobre el Número 10. Estaba demasiado
cansado para hablar mucho y sólo dijo:
—Así que lo cogieron.
—Sí —dijo Alex—. ¿Quiere llevárselo de vuelta al Cuartel General?
Con la primera muestra de alegría desde que había llegado, Geoffrey suspiró.
—¿Llevarlo de vuelta? ¿De verdad que me puedo marchar de este planeta?
Cayó agotado en una silla. Sherlock Holmes llenó su pipa y echó su cuerpo
peludo hacia atrás cómodamente.
—Este pequeño caso ha sido bastante interesante —dijo—. En algunos aspectos
me recuerda La aventura de los dos huevos fritos, y creo, mi querido Watson, que
puede ser de algún valor para sus pequeñas crónicas. ¿Tiene listo el cuaderno de
anotaciones? Bien, para que usted pueda beneficiarse, Gregson, voy a explicar
algunas de las deducciones, pues es usted un hombre que promete y sabrá
beneficiarse de estas lecciones.
Los labios de Geoffrey empezaron a moverse de nuevo.
—Ya le he explicado las discrepancias de la aparición de sir Henry en la taberna
—continuó Holmes implacablemente—. Por otro lado, pensé que la reciente vuelta a
la actividad del sabueso, que encajaba tan bien con la llegada del ppussjan, bien
pudiera estar relacionada con nuestro criminal. Probablemente escogió este escondite
por existir esta leyenda. Si los nativos estaban atemorizados por el sabueso, sería
poco probable que se aventuraran a interferir en las actividades del Número 10; y
cualquier cosa rara que notasen se atribuiría al sabueso y sería desechado por los
forasteros que no toman en serio la superstición. La desaparición de sir Henry fue
parte del plan para atemorizar a la población; pero, por otro lado, el ppussjan
necesitaba la cara de un humano. Tenía que aparecer de vez en cuando por las aldeas
locales para conseguir comida y averiguar si estaba siendo buscado por la OII,
Gregson. Watson ha sido lo suficientemente amable como para explicarme el
procedimiento mediante el cual su civilización puede hacer una máscara de plástico.
El abrigo del ppussjan es de lo más ingenioso, una prenda de lo más adaptativa.
Mediante un ajuste rápido puede parecerse al cuerpo de un monstruo o, si anda sobre
las patas traseras, toma la apariencia de un hoka bastante fornido. Por lo tanto, el
hoka podía ser sir Henry Baskerville o el sabueso de los Baskerville según le
conviniese.
—Un tipo listo —murmuró sir Henry—, aunque muy imprudente. Esas cosas no
deben hacerse. Eso no es manera de participar en un juego.
—El ppussjan debió enterarse de nuestro aterrizaje —continuó Holmes—. Una
nave causa bastante sensación en estos alrededores. Tenía que investigar para
averiguar si los visitantes venían por él, y en ese caso, averiguar cuánto sabían ya.
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Irrumpió en la taberna con su disfraz de sir Henry, averiguó lo suficiente y salió por
la ventana. Luego volvió a aparecer como el sabueso. Esto fue un intento de desviar
nuestra atención hacia la persecución de un sabueso ficticio, como de hecho hizo el
grupo de búsqueda de Lestrade, según las últimas noticias que tenemos de él. Cuando
le perseguimos aquella noche intentó acabar con el bueno de Watson, pero
afortunadamente pude espantarle. Desde ese momento se dedicó a espiar al grupo de
búsqueda, hasta que por fin regresó a su guarida. Pero yo ya estaba allí, esperando
para atraparlo.
Eso —pensó Alex— era dar una versión bastante rosada de los hechos. Holmes
levantó su negra nariz y expulsó una enorme nube de humo.
—Y de esta manera —dijo alegremente— termina la aventura del sabueso
impostor.
Alex se quedó mirándole. Maldita sea, lo que más rabia le daba era que Holmes
tenía razón. Había tenido razón todo el tiempo. En su propio estilo hoka había llevado
a cabo un magnífico trabajo de detección. La honestidad dejó boquiabierto a Alex y
siguió hablando sin pensar.
—Holmes, por todos los santos —dijo Alex—, usted es…, es un genio.
En cuanto habían salido estas palabras de su boca se dio cuenta de lo que había
hecho. Pero ya era demasiado tarde…, demasiado tarde para evitar la respuesta
inevitable. Alex apretó las manos y se preparó resignadamente para aguantar hasta el
final como un hombre. Sherlock Holmes sonrió, sacó la pipa de entre los dientes y
abrió la boca. A través de una niebla estridente, Alexander Jones oyó LAS
PALABRAS.
—En absoluto. Elemental, mi querido Watson.
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La cosa que esperaba fuera
Barbara Williamson
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La madre sonrió también y dio un suave apretón de mano a la niña.
El padre dijo:
—Pienso que yo he tenido toda la culpa. Os di demasiados libros y os motivé a
leer hasta el punto de ignorar otras cosas que también son importantes. Así que, por
ahora, quiero que solamente leáis vuestros libros del colegio. Haréis otras cosas,
como dibujar, jugar. Creo que os enseñaré a jugar al ajedrez. Os gustará.
—Y haremos cosas juntos —dijo la madre—. Daremos paseos en bicicleta y a pie
por las colinas. Y cuando llegue la primavera jugaremos al croquet en el jardín. Y
haremos meriendas en el campo.
Los niños miraban a sus padres con grandes ojos oscuros. Y al rato el niño dijo:
—Eso será divertido.
—Sí —dijo la niña—, será divertido.
La madre y el padre se miraron y luego el padre se agachó y acarició la barbilla
del niño.
—Ahora os dais cuenta de que no visteis ni hablasteis con estos personajes de los
libros. Sólo estaban aquí en vuestra imaginación. No visteis a los liliputienses ni
hablasteis con la reina roja. No visteis a los habitantes de las cuevas, ni visteis cómo
un tigre se comía a uno de ellos. Ellos no estuvieron en esta habitación. Ahora os dais
cuenta. ¿No?
El niño miró fijamente a los ojos de su padre.
—Sí —dijo—, lo sé.
La niña asintió con la cabeza cuando el padre se volvió hacia ella.
—Lo sabemos —dijo ella.
—La imaginación es una cosa maravillosa —les dijo el padre—. Pero hay que
andar con cuidado o se puede escapar del control, como los fuegos. Lo tendréis en
cuenta, ¿verdad?
—Sí —dijo el niño, y la niña asintió de nuevo, con su largo pelo brillando con la
luz.
El padre sonrió y se puso de pie. La madre se levantó también y estiró las mantas
en ambas camas. Entonces les dieron los besos a sus hijos con suaves susurros de
amor y cariño.
—Mañana —dijo el padre— haremos algo divertido.
—Sí —dijeron los niños y cerraron los ojos.
Después de que el padre y la madre se hubieran marchado y la habitación
estuviera oscura, los niños se quedaron quietos durante lo que parecía un largo
período de tiempo. El viento hacía moverse las ventanas y la luna empezó a asomar
más allá de las colinas.
Al fin, la niña se dirigió a su hermano:
—¿Ya es la hora? —preguntó.
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El niño no contestó. Se destapó y cruzó la habitación hacia la ventana. El campo
se veía plateado en la luz de la luna, pero las colinas eran una mole negra contra el
cielo.
—Cualquier cosa puede salir de ahí abajo —dijo—. Cualquier cosa.
La niña se puso de pie a su lado, y juntos se quedaron mirando hacia fuera,
pensando acerca de la cosa que había esperando fuera.
Entonces la niña dijo:
—¿Les llevarás el libro ahora?
—Sí —contestó el niño.
Se volvió y fue hacia el vestidor. Se arrodilló en el suelo, abrió el cajón de abajo y
metió la mano cuidadosamente debajo de unas camisetas y calcetines. La niña vino a
arrodillarse a su lado. Sus blancas caras destacaban en la oscuridad de la habitación.
Ambos sonrieron cuando el niño sacó el libro de su escondite. Se levantaron del
suelo y el niño apretó el libro entre sus brazos. Entonces dijo:
—No empieces hasta que vuelva.
—No lo haré —dijo la niña—. No lo haría.
Todavía bien agarrado al libro, el niño fue hacia la puerta de la habitación, la
abrió suavemente y salió al corredor.
Era una casa grande y vieja, y en el interior el viento se oía sólo como un susurro.
El niño se quedó escuchando por un momento y empezó a bajar la escalera. Notaba la
moqueta gruesa bajo sus pies descalzos y el pasamanos estaba tan frío como una
piedra bajo sus manos.
En el piso de abajo flotaba un leve olor a especies de haber cocinado el día
anterior. Fue hacia la parte posterior de la casa, dejando atrás habitaciones oscuras
donde guiñaban los espejos con la luz del corredor y donde los suelos se veían
cubiertos de densa negrura.
La madre y el padre se hallaban en la habitación que había al lado de la cocina.
Había un fuego en una pequeña chimenea y dos tazas de café vacías en la mesa. En
las paredes había fotografías de los niños con sus caras risueñas.
La madre estaba sentada en el sofá cerca de una lámpara con una pantalla. Su
regazo estaba lleno de lana rosa, y sus agujas brillaban con la luz del fuego.
El padre se hallaba recostado en una gran butaca de cuero, mirando hacia el techo
y con los dedos encorvados alrededor de su pipa favorita. El fuego crepitaba mientras
subían chispas por la chimenea. Los ojos del niño se volvieron rápidamente a las
esquinas de la habitación donde las sombras se habían recluido de la luz del fuego.
Desde el umbral dijo:
—No podía dormir hasta no traerte esto —entró en la habitación hacia sus padres
con el libro en la mano—. Lo escondí, y eso no está bien. ¿No?
Se acercaron a él. La madre lo tomó en sus brazos y le besó, y su padre le dijo que
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era un chico estupendo y muy honesto.
La madre lo tuvo en el regazo durante un rato y le calentó los pies con las manos,
sus ojos brillaban con la luz del fuego.
Pasaron un rato hablándole muy suavemente y él contestaba con síes o noes
cuando era necesario. Luego bostezó y dijo que tenía sueño y que si podía volver a la
cama.
Le llevaron hasta la escalera, le besaron y él subió sin volverse.
La niña le estaba esperando en la habitación del piso superior de la casa. El niño
hizo una seña con la cabeza y los dos se metieron en sus camas y se dieron las manos
sobre el estrecho espacio que separaba las dos camas. La luz de la luna golpeaba
contra el suelo y el viento silbaba contra las ventanas.
—Ahora —dijo el niño agarrándose fuertemente a la mano de la niña—. Y
recuerda que es más difícil cuando el libro está en otra parte.
No se movieron durante un buen rato. Sus ojos estaban fijos en el techo y ni
siquiera parpadeaban. El sudor empezó a brillar en sus caras y su respiración se hacía
agitada. La habitación empezó a fluir a su alrededor. La sombra y la luz se mezclaban
y se separaban como las corrientes marinas.
Cuando los sonidos de abajo empezaron a alcanzarles, siguieron quietos. Sus
manos unidas, resbaladizas de sudor, se mantuvieron fuertemente agarradas. Sus
músculos se tensaban y se relajaban. Sus ojos ardían y nadaban con la rápida
alternancia de luz y oscuridad.
Al fin dejaron de oírse los ruidos del piso de abajo. Sólo había silencio a su
alrededor, un silencio que refrescaba sus caras y aliviaba sus ojos febriles.
El niño se quedó mirando y dijo:
—Ya está hecho. ¿Sabes lo que tienes que hacer ahora, no?
—Sí —dijo la niña. Deslizó su mano fuera de la suya, se quitó los pelos que le
molestaban en la cara y cerró los ojos. Sonrió y pensó en un jardín lleno de flores.
Había una mesa en el centro del jardín y sobre la mesa había platos de porcelana.
Cada plato tenía un arcoíris de pasteles. Había pasteles rosas, amarillos y algunos de
chocolate. Se relamía al pensar lo dulces que estarían.
El niño pensaba en barcos, barcos altos con velas blancas. Produjo un viento
cálido del sur que llevó al barco sobre un mar verde y azul. Las olas rompían
espumosas en la cubierta y los marineros se resbalaban y reían, mientras sobre sus
cabezas volaban gaviotas con sus alas brillando bajo el sol.
En la hora acordada, cuando la luz empezaba a asomar por las ventanas, los niños
se levantaron de sus camas y bajaron por la escalera.
La casa estaba muy fría. Las sombras empezaban a tornarse gris y el fuego estaba
muerto en la habitación que había al lado de la cocina, sólo tenía ingrávidas cenizas.
La madre estaba tumbada en la esquina de la habitación, cerca de la pared
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exterior. El padre estaba a menos de un metro. Aún estaba agarrado al atizador.
El niño miró alrededor de la habitación rápidamente.
—Yo encontraré el libro —dijo—. Vete tú a abrir la puerta de la terraza.
—¿Y por qué ésa?
El niño la miró severamente.
—Porque ésa es la que tiene el pestillo estropeado. ¿Tuvo que entrar de alguna
manera, no?
La niña se volvió y dijo:
—¿Y luego podemos desayunar?
El niño había empezado a desplazarse por la habitación, mirando bajo las mesas,
debajo del sofá.
—No hay tiempo —decía él.
—¡Pero tengo hambre!
—No me importa —dijo el niño—. Es el día que viene la asistenta y tenemos que
estar dormidos cuando llegue. Comeremos más tarde.
—¿Unas tortas? ¿Con almíbar?
El niño ni la miró.
—A lo mejor —dijo—. Ahora vete a abrir la puerta como te dije.
La niña le sacó la lengua.
—Ojalá fuese yo la mayor —dijo ella.
—Pero no lo eres —dijo el niño volviéndose y echándole una dura mirada—.
Ahora haz lo que te he dicho.
La niña se echó el pelo hacia atrás en tono desafiante, pero salió de la habitación,
sin prisa, y en el corredor empezó a tararear una canción para fastidiarle.
El niño ni lo notó. Ahora se estaba angustiando. ¿Dónde podría estar el libro? No
estaba en la mesa. Y no podía estar fuera de la habitación. Entonces lo vio, en el
suelo, bajo una lámpara destrozada.
Corrió hacia donde estaba y sus manos estaban temblando cuando lo cogió y le
quitó los trozos de cristal roto que tenía. Lo examinó cuidadosamente, pasando las
páginas y recorriendo con sus dedos la suave encuadernación, las letras en relieve de
la portada. Luego sonrió. Estaba bien. Ni siquiera había salpicaduras de sangre.
Cerró las tapas y lo abrazó contra su pecho. Sentía una gran alegría por dentro.
Era una de sus historias favoritas. Muy pronto, se prometió a sí mismo, leería El
sabueso de Baskerville.
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Un cuento de padre
Sterling E. Lanier
«Desde luego que parecen gustarle mucho los trópicos, señor», dijo el miembro
joven. Era una de esas tardes aplastantes de verano en el club. El bochorno en Nueva
York era increíble. El calor acumulado de las aceras flotaba en el aire. Manhattan era
apenas un lugar para pasar las vacaciones de verano, a pesar de lo que dijera su
alcalde. Era simplemente Nueva York. La City, un lugar donde uno tenía que trabajar
y probablemente morir.
«Supongo que sí», contestó Ffellowes. La biblioteca tenía aire acondicionado,
pero los que habíamos llegado recientemente de la calle todavía estábamos sudorosos
con la única excepción de nuestro miembro británico, quien estaba completamente
fresco a pesar de que había entrado después que la mayoría de nosotros.
«El calor», dijo Ffellowes, mientras tomaba un sorbo de su whisky, «es, después
de todo, relativo, especialmente en mi caso. Relativos, debería decir».
«Pero muchos de sus cuentos, si me perdona la expresión, más bien la mayoría,
han tenido lugar en los trópicos», dijo el miembro joven. Ffellowes le miró fríamente.
«No me había percatado, jovencito, de que había contado ningún cuento».
En ese momento, el pesado de Mason Williams, que no podía dejar en paz al
brigadier, estalló: «¡Que no había contado ningún cuento! ¡Ja ja ja…!».
Me sorprendió mucho y debo añadir que gratamente en cuanto al nuevo comité de
elección se refiere. Este desagradable incidente fue cortado de inmediato, y por el
mismo jovencito que había empezado todo el asunto.
Se dirigió a Williams, le miró fijamente a los ojos y dijo: «Me parece que usted y
yo no estábamos hablando, señor. Yo esperaba oír la respuesta del brigadier
Ffellowes». Williams cerró el pico como una almeja. Fue precioso. Ffellowes sonrió.
Sus sentimientos hacia Williams eran bien conocidos, aunque nada se había dicho
sobre el tema. Un hombre que había estado en todas las fuerzas de Su Majestad, al
parecer, incluyendo todos los organismos de inteligencia, apenas podía tener en
cuenta a un tipo como Williams. Sin embargo, esta defensa le complació.
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«Sí», confesó, «me gustan los trópicos. Siempre que tengo ocasión voy por allí.
Pero —y hago hincapié en ello— es una desviación hereditaria. Lo adquirí con los
genes. Mi padre y su padre también lo tenían».
De nuevo, el joven miembro sacó la cabeza. Los más veteranos estábamos
rezando para ver si nos enterábamos de una vez de la historia. Ffellowes no era un
hombre desagradable ni intolerante, pero odiaba las preguntas. El muchacho seguía
insistiendo.
«Dios mío, señor», interrumpió. «¿Quiere decir que su padre tuvo las mismas
extrañas experiencias que usted?».
Incluso hoy sigo sin saber por qué el brigadier, normalmente muy picajoso, estaba
tan cambiado esa tarde. Ni se calló ni hizo amago de marcharse. Posiblemente se
estaba hartando tanto de Williams que no quiso defraudar al joven muchacho. En
cualquier caso, los que le conocíamos nos inclinamos hacia delante. Mason Williams
también lo hizo, por supuesto. Odiaba a Ffellowes, pero no lo suficiente como para
perderse una de sus historias, lo cual entiendo como una señal de que no carece por
completo de materia gris.
«Si tenéis interés en oír este particular relato, caballeros», empezó diciendo
Ffellowes, «tendréis que conformaros con una versión de segunda mano. Yo no
estaba allí, y todo lo que sé es por mi padre. Él estuvo allí y me indignaría», en esta
ocasión no miró hacia Williams, «cualquier insinuación de que no contó más que la
pura verdad».
Hubo silencio. Un silencio total. Ffellowes empezó diciendo:
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mucho más que varios restos de otro prau, un prau bedang, un tipo pequeño de nave
local usado para la pesca, el contrabando y demás menesteres. Normalmente, este
tipo de embarcación debería de llevar dos velas, pero ahora faltaban los dos mástiles,
que habían sido arrancados de la cubierta, obviamente por la tormenta de la noche
previa. El frágil casco iba y venía con el oleaje lechoso, que era lo único que quedaba
ya de los vendavales previos.
»El barco de mi padre se dirigió hacia allí sin que él hubiera dado ninguna orden,
pues un barco en apuros en estas aguas era una presa fácil para cualquiera.
Ocasionalmente, hasta se rescataba a algún desventurado superviviente. Papá estaba
de pie en la cubierta con su uniforme blanco, y eso era suficiente para asegurar que
nadie iba a ser degollado. Prohibir cualquier otra cosa hubiera sido inútil. A su lado se
encontraba su sirviente personal, el viejo Umpa. Éste era un moro renegado de los
sulus, y era un hombre maravilloso. Tenía al menos sesenta años, pero era tan
delgado y ruin como un muchacho. Cualquier cosa que hiciese mi padre estaba bien
hecha en su opinión y cualquier cosa hecha por otro estaba mal si mi padre se oponía
a ello en lo más mínimo.
»Para su asombro, cuando la nave mayor se acercaba por el sotavento del más
pequeño, mi padre vio levantarse una mano. Había todavía alguien vivo a bordo a
pesar de lo zarandeada que había sido la pequeña nave. El barco de papá lanzó
inmediatamente un barco de remos, y en poco tiempo estaba siendo ayudado a subir a
bordo el único superviviente y fue presentado ante él. Lo que le sorprendió aún más
fue el hecho de que no era un pescador nativo, como esperaba, sino un hombre
caucasiano.
»El hombre estaba vestido decentemente, con un traje blanco, e incluso le
quedaban restos de un cuello de camisa de celuloide. Sin tener en cuenta los obvios
efectos de la marejada, estaba claro que había pasado mucho tiempo desde que este
hombre había disfrutado de las amenidades de la civilización. Su traje blanco, aunque
ya le quedaba poco de este color, estaba roto en las rodilleras, manchado de musgo
verde y con varias rasgaduras. Su calzado estaba en las mismas condiciones, casi sin
suelas. Sin embargo, el hombre tenía un algo. Era alto, joven, de tez morena y
facciones aguileñas. A pesar de sus trapos, se notaba que era un hombre de bien. Su
barba llevaba tan sólo un par de días sin afeitar.
»—Capitán Ffellowes, segundo Rajput, a su disposición —dijo mi padre,
mientras este curioso hombre le miraba fijamente—. ¿Puedo serle de ayuda en algo?
»La respuesta fue peculiar:
»—Nunca, señor, nunca hasta este día he fallado en una misión. No me gustaría
que ésta fuese la primera. Con su permiso bajaremos abajo —tras decir esto, este
huérfano del vendaval cayó de cara tan rápidamente que ni mi padre ni el capitán del
barco pudieron agarrarle en su caída.
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»En cuanto pudieron reaccionar, se agacharon para levantarle. Cuando mi padre
le incorporó la cabeza, se le abrieron los ojos grises.
»—A toda costa, tenga cuidado con Matilda Briggs —dijo el desconocido en un
tono suave y monótono. Se le cerraron los párpados y entró en una inconsciencia total
y completa. Era obvio para mi padre que sólo había logrado mantenerse en pie ese
rato mediante un gran esfuerzo. El significado de la última incoherencia que dijo
estaba completamente oscuro. ¿Quién era Matilda Briggs, y por qué había que
buscarla? Mientras lo bajaban al camarote de mi padre, decidió que este hombre
había estado delirando. Por otro lado, obviamente era un hombre que había recibido
una educación, y su forma precisa de hablar delataba que tenía titulación
universitaria. Esto no era demasiado importante para mi padre en estas circunstancias.
No había muchas personas así en el fin del mundo, a pesar de lo que pudiera haber
escrito Kipling sobre el tema. La mayoría de los hombres británicos con educación
que vivían en el sureste asiático tenían trabajo, y un trabajo que no siempre era del
todo ético. El viajero casual o el exiliado son personajes que aparecieron más tarde y
tuvieron que esperar a Willie Maugham para ser retratados.
»Bien, pues mi padre se llevó a su hombre misterioso al piso de abajo; la
tripulación robó lo que quedaba del prau (y puedo decir que no encontraron nada, ni
siquiera evidencia que apuntara a la existencia de otro tripulante; luego contaron al
capitán que el Orartg Blanda loco había salido solo en el barco); y la embarcación
del rajah blanco continuó su navegación por la costa de Sumatra.
»Papá cuidó al tipo lo mejor que pudo. Los occidentales, o europeos, si prefieren
—aunque mi padre no habría estado de acuerdo con esta expresión, pues pensaba que
Europa empezaba en Calais—, hacían este tipo de cosas, unos con otros, sin pensarlo
mucho. Eran tan poquitos y rodeados por esa gran masa de misterio asiático. Cuando
uno salía del feudo británico, como decía el viejo, sentía como si le viniese encima
toda Asia. Sin duda la misma sensación que debía tener el soldado norteamericano en
Vietnam hace unos cuantos años. Sé perfectamente cuál es la sensación después de
haber pasado algún tiempo por aquellas regiones.
»El tipo era, como ya he dicho, un hombre delgado, de aspecto agresivo. Estaba
tumbado en el camarote de mi padre en el más puro agotamiento y sus facciones
definidas sugerían cierto autoritarismo. Su ropa, o más bien lo que quedaba, fue
quitada en jirones por el sirviente bajo órdenes de mi padre. No revelaron nada sobre
el pasado de este hombre. Pero, cuando se le quitó el abrigo andrajoso, algo brillante
cayó sobre el suelo. Mi padre lo recogió en seguida y se encontró con un pesado
anillo de oro que sostenía un inmenso zafiro de una calidad excepcional. ¿Pertenecía
al desconocido? ¿Lo había robado? No había papeles, y mi padre dejó bien claro que
no tuvo ningún tipo de problema en buscarlos. Excepto por el anillo y los trapos, no
parecía poseer nada.
Mientras Ffellowes hablaba, y quizá porque hablaba, sí que estábamos allí, en las
aguas tranquilas de Sumatra, hace mucho, mucho tiempo. El silencio de la biblioteca
del club se convirtió en el silencio de Oriente. Los cláxones de los taxis, los porteros
gritando, el chirrido de los autobuses, todos los ruidos normales de Nueva York que
se oían a través de las persianas habían desaparecido. En vez de todo esto, y con la
respiración acelerada, oíamos el tintineo de los gamilans y el zumbido de los
mosquitos tropicales, el ruido de las olas golpeando contra los arrecifes, y olíamos el
penetrante olor de los capullos de frangipani. Eché una mirada a Mason Williams y
me tranquilicé. Estaba boquiabierto y tan absorto como el resto de nosotros. El
brigadier continuó su narración.
«Mi padre no perdió el tiempo. Con varias órdenes escuetas fue montada la
metralleta, y papá se acomodó tras ella. El viejo Umpa se encargó de la munición y
ya había vaciado la primera caja de municiones en el embudo.
»—¡Agáchese, Verner, contra el suelo! —gritó papá.
»Verner estaba dándoles la espalda y se cayó como si le hubieran pegado un tiro.
Al estar ya los demás tumbados, quedaba un campo libre para disparar. Papá empezó
a hacer girar la manivela.
»El ruido de la metralleta ahogó cualquier otro sonido y mi padre barrió a un lado
y luego a otro con tanta frialdad como si estuviese entrenándose en un campo de tiro.
»El viejo Umpa, con su semblante oscuro, lleno de cicatrices y completamente
inexpresivo, abría las cajas y vaciaba los cartuchos dentro del embudo como si
A pesar de mis protestas, a las diez de la mañana nos subíamos a un tren hacia
Durwood, la aldea más cercana a aquella casa ancestral, la mansión de Closton, de la
familia Norwood. Busqué su título en los libros y averigüé que era antiguo y
distinguido, concedido originalmente en el campo de batalla en Tierra Santa por
Ricardo I. Más recientemente, los portadores del título se habían distinguido en India
y Sudán.
Llegamos a Durwood poco después de las doce y seguimos hacia la mansión de
Closton en carreta. Un sirviente de mediana edad, encorvado de tanto trabajar, nos
esperaba en la estación. Después de presentarse con el nombre de Mullins y
diciéndonos que el señor Peter lo había enviado. No volvimos a oír nada de su boca
hasta llegar a la mansión.
Entramos en la gran y desordenada casa por una entrada lateral donde nos recibió
el mismo Norwood joven, quien nos condujo a través de una escalinata estrecha a las
habitaciones de sir Alexander. Debo admitir que mi amigo detective estaba en muy
buenas condiciones, habiendo dormido todo el camino desde Londres. Sus momentos
más lúcidos, creo, eran inmediatamente después de despertarse.
Sir Alexander estaba sentado en un pequeño estudio bien abastecido de libros,
panfletos y viejos manuscritos. Más que bien abastecido se podía decir que estaba
sobrecargado.
Sir Alexander estaba sentado en una butaca tapizada, envuelto con una manta de
viaje como si tuviera frío. Su barbilla reposaba sobre su pecho y sus ojos hundidos
nos miraban por encima de sus quevedos. Un pequeño bigote y barba, ambos
canosos, y una franja de pelo gris que sobresalía de la gorra que llevaba,
ornamentaban su cara ascética, pálida en la oscuridad de su entorno inmediato.
—¡Ah, mi buen amigo! —dijo con una voz culta y bien entonada.
—Nos encontramos de nuevo —sus ojos brillaban con la juventud de que carecía
su cuerpo. Extendió su mano.
El sabueso retirado, usando el bastón como si no fuera más que un accesorio
innecesario, le extendió la mano.
—Es un enorme placer volver a renovar nuestra amistad, sir Alexander. ¿Puedo
presentarle a mi amigo?
Nos presentó con una elegancia que no había visto en años.
Era mi turno de darle la mano y encontré la suya cálida y firme. Claro que las
primeras impresiones a veces engañan. Sir Alexander estaba considerablemente más
… está justificada la creencia de que existe vida en Marte, una densa vida
vegetal. Los cambios de color que podemos ver se explican de la manera más
lógica y simple, suponiendo que hay una espesa vegetación —se saltó algunas
líneas y luego continuó—. De las plantas terrestres, los líquenes posiblemente
pudieran sobrevivir si fueran trasladados a Marte y uno puede imaginarse que
algunas especies de la flora del desierto del Tíbet pudieran adaptarse. En
cualquier caso, las condiciones son tales que la vida, tal y como nosotros la
entendemos, sería difícil aunque no imposible.
Si todo hubiera acabado aquí sin más acontecimientos, y en esto voy a ser sincero
con mis lectores, es poco probable que hubiera tomado nota de la última aventura del
afamado sabueso. Entre otras cosas porque estaba convencido de que su mente se
había deslizado irreversiblemente hacia el precipicio de la senilidad, y ya era
suficientemente doloroso informar sobre estas actividades del que, en su día, fue un
gran cerebro. Sin embargo, la posdata de todo este asunto me deja muy satisfecho y
transmito a los demás seguidores de la carrera del detective más inmortal, los hechos
tal y como sucedieron, sin conclusión final.
Fue la noche siguiente a la conversación citada cuando alguien tocó en nuestra
puerta. No hubo ninguna llamada previa en la puerta de la calle, ni los ruidos de la
dueña de nuestra casa. Nada más que la llamada en nuestra puerta.
Mi amigo frunció el ceño, echó mano de su audífono para ver si funcionaba, con
la cara confusa como tantas veces había admitido estar ante ciertas situaciones, dijo
algo en voz baja mientras yo iba a abrir la puerta.
El hombre que apareció en el umbral de nuestra puerta tendría unos treinta y
cinco años, estaba impecablemente vestido y tenía un aire que era todo menos
condescendiente. Quizá porque yo todavía estaba disgustado por la conversación de
la noche anterior, le pregunté de manera algo cortante:
—¿Sí, mi buen hombre?
El otro dijo:
—La persona con la que quiero tratar es…
—¡Hombre! —saltó el viejo detective—. Señor Mercado-Menéndez. ¿O será
—El verdadero problema, señor —dijo un caballero con sombrero de copa que
estaba conversando con otro en la cercanía—, no está en si la máquina puede ganar o
no al ajedrez, sino en si se le puede hacer jugar siquiera.
«No, ése no es el verdadero problema, señor», pensaba el agente del futuro. «Pero
considérese afortunado de pensar que sí lo es».
Compró una entrada, entró y tomó un asiento. Cuando se había reunido suficiente
audiencia hubo una pequeña conferencia por parte de un hombre bajito en traje de
gala, que tenía algo de destructivo y algo de miedo a pesar de la soltura y el humor
ensayado de su charla.
Con el tiempo apareció el jugador de ajedrez. Era como una caja del tamaño de
una mesa de despacho, con una figura sentada detrás. Todo estaba sobre ruedas y fue
sacado al escenario por ayudantes. La figura representaba a un hombre enorme
vestido de turco. Obviamente era un maniquí que vibraba con el ajetreo del transporte
de la mesa, a la que estaba atornillada su silla. Ahora, el agente podía sentir las
frenéticas vibraciones de su reloj sin ni siquiera tener que meter la mano en el
bolsillo.
El hombre destructivo contó otro chiste, sonrió espantosamente, y luego
seleccionó a uno de los jugadores de ajedrez del público que había levantado la mano
—entre ellos no estaba el agente— para retar al autómata. El jugador subió al
escenario, donde se estaban colocando las piezas sobre una tabla que estaba fijada a
la mesa rodante, y se abrieron las puertas de la mesa para mostrar que no había más
que maquinaria dentro.
El agente notó que no había velas en la mesa, como había sido el caso del jugador
de ajedrez de Maelzel hace algunas décadas. El autómata de Maelzel resultó ser un
fraude, claro. Se pusieron velas en la parte exterior para disimular el olor a cera de la
El precio era más bajo de lo que estaba pagando por mi habitación y la idea de un
apartamento —aunque fuera solamente un armario expandido y además compartido
— era tentadora. Estaba más cerca del centro de lo que estaba mi habitación, y en la
misma línea de mono. Estaba meditándolo mientras subí al mono y, cuando llegamos
a la parada más cercana (La Catedral), me bajé.
El edificio era viejo y pequeño; la fachada era de hormigón deslucido que el
tiempo había vuelto casi negro. La dirección que buscaba estaba en el piso vigésimo
séptimo. Lo que una vez había sido sólo un apartamento se había desplegado en un
complejo de viviendas por medio de expandidores de espacio, cuyos constantes
zumbidos me recibieron cuando abrí la puerta. Se tenía la sensación de estar entrando
de cabeza en golfos de vacío. Entonces, una mujer bajita, la casera, subió para
averiguar qué quería. Era, como pude ver en seguida, una humana desclasada.
Le enseñé el anuncio:
—Ah —dijo ella—, eso es del señor Street, pero no creo que quiera a uno como
usted. Claro que eso depende de él.
Podía haber sacado a colación la ley de derechos civiles, pero sólo dije:
—¿Así que es humano? El anuncio decía «Profesional soltero». Yo, naturalmente,
pensé que…
—Claro, es lo que da entender —dijo la mujer bajita, mientras miraba de nuevo el
anuncio—. No es como yo. Quiero decir que aunque sea un desclasado todavía es
joven. El señor Street es un tipo raro.
—¿No le importa si subo entonces?
—Oh, no. Lo único que me preocupaba es que se llevara una desilusión —estaba
mirando a mi maletín—. ¿Es médico?
—Un biomecánico.
—Médicos… Así les llamábamos antes. Es por allí.
Había sido un armario empotrado destinado a guardar abrigos y sombreros,
MARCH B. STREET
INGENIERO
ASESOR
Y
DETECTIVE
Estaba leyéndolo por segunda vez cuando se abrió la puerta y pregunté, sin pensar
demasiado cómo sonaría:
—¿Qué narices hace un ingeniero asesor?
—Pues, asesorar —contestó el señor March Street—. ¿Es usted un cliente, señor?
Y así fue como le conocí. Debí haberme impresionado —si lo hubiera sabido,
quiero decir—, pero en ese estado de cosas, sólo me sentía un poco confuso. Le dije
que había venido por el anuncio y me dijo muy educadamente que pasara. Era un
lugar inmenso, lleno a reventar con máquinas en varias fases de desmontaje y
muebles.
—No es bonito —comentó el señor Street—, pero es mi casa.
—No tenía ni idea de que iba a ser tan grande. Debe haber…
—Tres expandidores, cada uno de seiscientos caballos de vapor. Hay sitio de
sobra entre las galaxias, así que ¿por qué no bajarlo aquí abajo que es donde hace
falta?
—Por un lado el costo, supongo. Por eso mismo quiere…
—¿Compartir el apartamento? Sí, eso es una razón. ¿Qué le parece el lugar?
—¿Quiere decir que le aceptaría? Yo creía que…
—¿Sabe una cosa? Habla tan despacio que es difícil no interrumpirle. No, no
prefiero a un humano, ¿no quiere sentarse? ¿Cómo se llama?
—Westing —dije yo—. Es un nombre bastante tonto… como llamarle a un
humano Jaimito o Tomasillo. Pero la vieja Westinghouse estaba escasa de
imaginación cuando fui montado.
—Eso quiere decir que tiene unos cincuenta y seis años, cosa que confirma el
grado de desgaste que veo en sus rodillas, que son originales. Es un biomecánico, por
su maletín, y eso siempre vendrá bien. No tiene mucho dinero, es honesto… y
obviamente no demasiado charlatán. Vino aquí en mono, y casi estaría dispuesto a
jurar que actualmente vive en un piso alto de un edificio bastante nuevo.
—¿Cómo ha sabido…?
—Es muy sencillo, Westing. No tiene dinero o no estaría interesado en este
apartamento. Es honesto, pues de lo contrario tendría dinero. Nadie tiene mejores
Vivir con un humano desclasado (para qué me iba a engañar, esto es lo que se me
estaba proponiendo) era una cosa bastante vulgar. Seguro que me iba a restar
pacientes pero, por otro lado, la mayor parte de mis pacientes eran humanos
desclasados y mi situación no podía empeorar mucho más de lo que estaba ya. Los
enormes espacios del apartamento, incluso en su estado actual de desorden, eran muy
atractivos después de haber pasado varios años en una sola habitación abarrotada de
cosas.
Pero, sobre todo, o por lo menos me gusta recordarlo así, fue la personalidad de
Street lo que me hizo decidirme… y el hecho de que detecté, quizá por un instinto
profesional no del todo racional, una anormalidad física. No podía clasificarlo. Y,
además, estaba la cosa de sorprender a mis amigos, los cuales me consideraban
demasiado convencional para hacer una cosa tan exótica. Estaba dando el dinero a
Street —la mitad de lo que costaba el alquiler del apartamento—, cuando se paró en
seco, con la cabeza erguida, para escuchar un ruido que venía del vestíbulo.
Al cabo de un momento dijo:
—Tenemos un invitado, Westing. ¿Le oye?
Cuando el comisario por fin se hubo marchado, pude preguntarle a Street algo
que me llevaba torturando durante toda la entrevista.
—Street, ¿cómo es que sabía que el comisario Electric no había venido por el piso
antes de que la señora Nash le abriera la puerta?
—Sé un buen chico y mira en el cajón de la mesa de palo de rosa que encontrarás
en el otro lado de la cámara oscura, a la izquierda de la tarima del tri-D, y te lo diré.
Ahí encontrarás un amperímetro. Lo necesitaremos.
No sabía lo que era una cámara oscura, pero afortunadamente la mesa de palo de
rosa era un mueble bastante llamativo y sólo había un instrumento dentro del cajón,
entre cartas de tarot y cuadernillos para apuntar la puntuación de bridge. Lo levanté
para que Street lo pudiera ver y asintió.
—Es eso. Fíjate, Westing, cuando llega alguien interesándose por un anuncio del
periódico, casi invariablemente, noventa y dos con seis por ciento de las veces, según
mis cálculos, trae el periódico consigo y lo muestra a la persona que le abre la puerta.
Cuando no oí el ruido del periódico al dirigirse nuestro visitante a la señora Nash,
supe que la probabilidad de que viniera por el piso era muy pequeña.
—¡Asombroso!
Cuando regresé, no había cambiado nada. Street estaba sentado, como antes,
envuelto en tristeza. Y yo, contagiado por su ejemplo, no encontré nada mejor que
Street sonrió, mientras jugaba con una hucha de hierro en forma de cerdito que
había cogido de la mesa que había al lado de su silla.
—Me estoy comunicando, como debería ser obvio a estas alturas, con uno de los
robots robados. Y el método por el que se cometió el robo no fue nada complicado.
Lo que me sorprende es que no se utilice más a menudo. Uno de los ladrones se
escondía en las inmensidades de la oficina durante el día. Cuando se habían
marchado todos, desconectaba momentáneamente la corriente de uno de los
expandidores, devolviendo, de esta manera, el espacio del expandidor a su posición
original entre las galaxias, a la vez que su contenido consigo. Como sabes, la porción
exacta de espacio tomado por un expandidor depende de la cuarta derivada del voltaje
sinusoidal en el momento inicial, así que es muy improbable que, a pesar de ser
conectado un instante más tarde, el espacio volviese con su contenido al sitio de
partida. Los robots son recogidos por un carguero espacial y, con el tiempo, devueltos
a la Tierra. El amperímetro que logré conectar con la red principal de la oficina
mientras nos la enseñaba Electric, nos dirá si alguien intenta hacerlo de nuevo. Valdrá
asimismo para convencer a un tribunal, que posiblemente no crea mi explicación.
—Pero… ¿Y los colores, Street? ¿Me estás intentando hacer creer que la
Televisión Nacional está usando esclavos?
—En absoluto —dijo Street con expresión grave, que luego se convirtió en una
sonrisa—. Los robots de la Oficina están allí porque la sociedad no tiene ninguna
necesidad de ellos. Pero… ¿Se te ocurrió pensar alguna vez que los componentes
electrónicos que contienen pueden ser de utilidad para alguien?
—¿Quieres decir…?
Street asintió:
—Eso mismo. Un aparato tri-D necesita una potencia informática considerable.
Tienen que decodificar una señal bastante compleja casi instantáneamente para
producir una imagen tridimensional. La unidad central de procesamiento de un robot,
En las primeras horas del día de Navidad los animales pueden hablar y los
juguetes cobran vida si no hay ningún humano vigilándoles.
Varios minutos después de que la última campanada de media noche hubiera
sonado sobre la nevada ciudad navideña, se podía ver a un pastor galés llamado
Owen Glendower tirando de un joven agarrado a una cadena por los escaparates de
los grandes almacenes McTammany.
Austin W. Metcalfe, como se llamaba a sí mismo este joven, tenía una cara
redonda con gafas y una pipa corta de gran depósito, cuya operación aún no
dominaba. Llevaba una bufanda granate envuelta bajo su barbilla y sus manos y pies
estaban calientes metidos en cuero forrado de lana. Los botones de su abrigo azul
oscuro estaban abrochados. Se movía con aire serio y sereno, habiendo llegado a
fuerza de eficiencia y laboriosidad al puesto de segundo ayudante conservador del
Museo Metropolitano de Juguetes.
En otras palabras —como Owen Glendower era el primero en admitir—,
Metcalfe era un tipo muy, muy ampuloso. El perro le miró por encima del hombro
como con ganas de soltar un gran quejido. ¡El pobre Metcalfe era tan carca!
Necesitaba a alguien que le abriera un poco la mente. El perro todavía tenía la
esperanza de que alguna chica apareciese pronto y que estuviera lo suficientemente
loca como para cogerle cariño y lo hiciese antes de que fuera demasiado tarde.
Metcalfe había conocido recientemente a una chica que parecía dispuesta a hacerlo.
Owen Glendower había usado sus considerables poderes de transferencia de
pensamiento para inspirar una llamada telefónica. La mitad de las ideas buenas que
tienen los humanos vienen de sus animales domésticos, Owen Glendower no sabía de
dónde venían la otra mitad. Pero el jovencito se resistía.
Aunque empezaba a soplar el viento, Metcalfe esperó pacientemente bajo la nieve
que caía, consciente de ser un amable y amado dueño. Le habría gustado seguir
meditando sobre este tema, pero su pipa se apagó de nuevo y se apresuró a
encenderla.
Mientras tanto, a la vuelta de la esquina, a unos tres metros de donde estaba, los
Peluche abrió la caja. El muñeco que había dentro vestía un gorro de cazador y un
abrigo con capa. Además del violín y arco, que el muñeco puso a un lado con una
sonrisa, los accesorios incluían una lupa, una pipa y unas zapatillas persas.
—Gracias, mi querido señor —dijo Sherlock Holmes, tomando la mano que le
ofrecía Peluche para ayudarle a salir de la caja—. No sé cuántas Navidades he pasado
Judy estaba bien muerta. Era evidente que había recibido un fuerte golpe en la
barbilla. Pero la causa de muerte había sido otra. Oculto entre los pliegues del
voluminoso delantal que suelen llevar los títeres de guante se encontraba el punzón
de partir el hielo, que se había clavado en su corazón.
Holmes se levantó tras examinar el cadáver y encuestó a los juguetes horrorizados
que se encontraban alrededor, incluyendo al recién llegado, un joven arlequín con un
gorro lleno de cascabeles y traje partido en dos colores. Se llamaba Jack. Su caja de
resorte estaba abierta de par en par y completamente vacía.
Irene Adler estaba pálida:
—¿Es que los juguetes somos capaces de asesinar? —preguntó.
—Y de ver que se hace justicia, y le aseguro que se hará —dijo Holmes
palabras; la segunda lectura es «El perro cuyo ladrido era peor que tu mordisco»). <<