Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Una Vida Entre La Realidad y La Ficción

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 19

Una vida entre la realidad y la ficción

Buena parte de la vida real de Alvar Núñez Cabeza de Vaca queda


envuelta en el misterio. Nació en Jerez de la Frontera, posiblemente en
1490; su abuelo, Pedro de Vera, había participado en la conquista de
Canarias, por lo que su familia ganó un cierto prestigio. Las primeras
experiencias militares de Alvar Núñez lo mantienen ocupado en la
campaña de Ravena, ayudando al papa Julio II (1512); en la reconquista
del Alcázar de Sevilla (1520); en la batalla de Villalar contra los
últimos musulmanes que permanecían en la península (1521). Estas
hazañas, junto al prestigio de su nombre, debían de haberle favorecido
la obtención del título de tesorero y alguacil mayor de la expedición a
Florida de 1527.

La flota, cuyo comandante es el anciano conquistador Pánfilo de


Narváez, está compuesta por seiscientos hombres y tiene como
finalidad la conquista del territorio comprendido entre el actual México
y Florida. Pero la expedición ha sido mal preparada, y, tras haber
perdido varios buques por causa de un huracán, los pilotos equivocan el
rumbo, los barcos se desvían y topan con la costa occidental de Florida,
muy lejos de la zona prevista. La codicia lleva al comandante a
abandonar los navíos en busca de oro, a pesar del parecer contrario de
Cabeza de Vaca. La región resulta ser muy pobre, pero llena de
indígenas hostiles que infligen muchas bajas a los españoles. Estos
construyen barcas improvisadas con las que intentan buscar lo que
queda de la flota. Lo único que consiguen es separarse y perderse; el
mismo Pánfilo de Narváez encuentra la muerte cerca de la
desembocadura del Misisipi, en 1528. Alvar Núñez Cabeza de Vaca,
con tres compañeros (Andrés Dorantes, Alonso del Castillo y el negro
Estebanico), emprende un largo recorrido por el sur de los actuales
Estados Unidos. Viven entre los indios y como los indios, adoptando
sus propias costumbres; al principio son tratados como esclavos por los
caciques, pero un día, por casualidad, Andrés Dorantes consigue curar a
un indio enfermo. Los cuatro náufragos son así conocidos como
curanderos por todas las tribus con las que entran en contacto. Los
indios ven a los españoles, sobre todo a Cabeza de Vaca, como dioses,
los temen y los respetan. Las prácticas utilizadas consisten en mezclar
los rituales mágicos de los indígenas con el rezo
de Avemaría y Paternóster. La aventura de estos “chamanes blancos”
continúa hasta el año 1535, al alcanzar ellos las colonias españolas de
México. El primer contacto con los connacionales es brusco, ya que la
violencia de los soldados hacia los indios impresiona a un Cabeza de
Vaca que acaba de vivir siete años en contacto con una cultura “otra”.
De todas formas los cuatro náufragos son recibidos por el gobernador y
por el virrey con grandes honores, y en 1537 regresan a España. Alvar
Núñez Cabeza de Vaca relata esta peregrinación en tierra americana en
forma de crónica dirigida al rey Carlos V. Esta relación, conocida
como Naufragios, ve la luz por primera vez en 1542.

Las noticias sobre la vida de Cabeza de Vaca después del regreso son
escasas y vagas. Sólo se sabe que fue nombrado gobernador del Río de
la Plata en los años cuarenta del siglo XVI. En Asunción de Paraguay
intentó establecer un gobierno justo, basado en la moral católica y en el
respeto de las comunidades indígenas.1 Pero los políticos y los clérigos
corruptos de aquella provincia conspiraron contra él y lo reenviaron a
España en cadenas. Fue procesado y condenado a un exilio de ocho
años en Orán, aunque obtuvo el perdón del rey y pudo vivir en Sevilla
como juez del Tribunal Supremo. Murió alrededor de 1558.

En 1992 Abel Posse escribió una autobiografía ficcionalizada de


Alvar Núñez Cabeza de Vaca, titulada El largo atardecer del
caminante. La novela tiene como narrador y protagonista al viejo
conquistador derrotado, que vive en Sevilla. Cabeza de Vaca va a la
biblioteca en busca de unos mapas, para localizar los lugares de su
naufragio, y ahí conoce a Lucía de Aranha, una joven judía conversa a
la que rebautiza Lucinda. La chica ha leído los Naufragios y admira a
Cabeza de Vaca, aunque éste le confiese que lo relatado en la crónica
no es toda la verdad. Así que ella le regala una resma de papel, para que
el anciano pueda rescribir la historia de su vida en América.

Cabeza de Vaca vuelve a relatar sus aventuras pasadas como en una


serie de flashbacks, que se alternan con su vida actual en la Sevilla de
1557. Durante su peregrinación a través de América del Norte se casa
con una mujer indígena (Amaría) y tiene dos hijos (Amadís y Nube), a
quienes tiene que abandonar para continuar su viaje hacia las colonias
españolas. Después de su regreso a España llega su lastimosa
experiencia como gobernador del Río de la Plata: intenta mantener el
poder con la fe y la bondad, pero se encuentra solo en su lucha contra la
corrupción. Su experiencia política termina en un nuevo naufragio.

Un día llega a Sevilla un barco cargado de esclavos indios, entre los


que Cabeza de Vaca encuentra a su hijo Amadís. Es como si el pasado
volviera y se conectara al presente del protagonista; el reencuentro con
su hijo actúa a modo de intersección entre la vida del joven Cabeza de
Vaca y la del anciano. A través de Amadís se entera de que Amaría ha
muerto por mano de Hernando de Soto (cuya expedición de conquista
tuvo lugar en 1539), y que Nube se ha convertido en una guerrera y ha
llevado a su gente lejos de la presencia española.

Al mismo tiempo, Cabeza de Vaca se enamora de Lucinda, cuyo


corazón ya pertenece a Omar Mohamed, un ex esclavo musulmán. Los
celos casi le hacen asesinar al compañero de la joven. Cuando
finalmente le declara su amor y le confiesa el delito que estuvo a punto
de cumplir, se da cuenta de que ha salido derrotado una vez más, ya que
no puede satisfacer su desesperado amor de viejo. Omar y Lucinda van
a huir de España para alcanzar a una comunidad de judíos y
musulmanes de habla castellana. Los dos están dispuestos a ayudar a
Cabeza de Vaca a liberar a su hijo para salvarlo. Desgraciadamente, tras
unos cuantos días, Amadís fallece por debilidad y por desesperación, a
pesar de la intervención de todos por su liberación.

La pérdida del hijo es el último “naufragio” personal al que Cabeza de


Vaca puede asistir, ya que el siguiente será la muerte. Su propio
pasado, aparentemente constituido de simples recuerdos, termina por
afectar al presente y llevarlo a otra derrota. Lo único que queda por
hacer es esconder el manuscrito de su vida entre los libros de la
biblioteca, para que alguien lo encuentre en el futuro y su vida se salve
del peor de los naufragios: el olvido.

La historia secreta de Cabeza de Vaca

En los Naufragios Cabeza de Vaca escribe usando la primera persona


plural, y efectivamente en su crónica se reconoce un buen nivel de
identificación del español con la realidad indígena, además de una
ligera exaltación del narrador-protagonista a la hora de relatar sus
prácticas de curandería y su fama de divinidad entre los indios. De
todas maneras, en la crónica hay algunos “silencios” que han
despertado la curiosidad de Abel Posse. El largo atardecer del
caminante juega mucho con esto, relatando en la ficción lo que en la
relación real se ha callado. Ahora bien, El Cabeza de Vaca narrador
ficticio siente una fuerte reluctancia a rememorar su propio pasado, y es
gracias a Lucinda que logra vencer esta resistencia:
Su curiosidad por mi pasado terminó por encender la mía, y así
fue como me fui cayendo hacia adentro de mí mismo, como
buscándome de una vez por todas. (Ahora que ya es tan tarde.
Tengo sesenta y siete años y por momentos mi yo queda ya muy
lejos de mí. Apenas si me recuerdo, ¿quién era Alvar Núñez en
aquel entonces?)2

En este momento el Cabeza de Vaca del presente admite tener un yo


pasado y secreto, poseedor de su propia historia, que ha dejado
sepultado en su memoria con la intención inicial de no volver a
recuperar. Su historia, por lo tanto, no será la oficial que ya se conoce
(la de los Naufragios), y tampoco pretenderá darse como objetiva
relación de los hechos.

Hay que tener en cuenta, en línea general, que cualquier historia (y


aún más una autobiografía) es una re-presentación de acontecimientos
en la que siempre e inevitablemente influye lo subjetivo de quién relata.
Cada narrador ofrece una versión de su historia, de acuerdo con su
nivel de interés o envolvimiento en el asunto que narra. 3 En este caso la
subjetividad de Cabeza de Vaca relatándose a sí mismo resulta
acentuada, porque lo que va a presentar es no solamente su cambio de
identificación, de la cultura española a la indígena, sino también las
emociones íntimas y profundas que experimentó a lo largo de su vida.

Inicialmente Cabeza de Vaca, para su labor de rememoración, quisiera


seguir el orden de los hechos de su crónica, pero casi de inmediato
éstos le aparecen como algo extraño:

Pero ella [Lucinda] me obliga a recordar más o menos


ordenadamente, siguiendo la letra de lo que ya escribí en
los Naufragios. Todo me suena episódico y exterior. Son los
meros hechos como para el Tribunal de Indias o el Emperador (o
la misma Lucinda, tan púdica). Los otros me obligan más bien al
silencio. La verdad exige la soledad y la discreción para no ir a
parar a la hoguera. Estamos tan fuera del hombre que toda verdad
íntima y auténtica se transforma en un hecho penal. 4

El miedo a la Inquisición es lo que, durante tantos años, le ha obligado


al silencio. Ahora, volviendo a relatar a escondida el día en que los
barcos salieron de España para el trágico viaje, el viejo conquistador
recuerda lo que entonces sintió:
Nos embarcamos el 17 de junio de 1527 [...]. Habían sido un
mayo y un junio calientes. El más bello tiempo que pueda
recordar en mi vida. Me graduaba de conquistador y mi exaltación
no tenía limites. Días de amor dolorido, de sensualidad con mi
gitana trianera que hasta había intentado disfrazarse de grumete y
osado presentarse en los controles del muelle de la Contratación.
Con su olor pegado a mi cuerpo yo llegaba hasta las naos para
ocuparme del cargamento.5

Esta descripción, tan cargada de sentimientos, choca con el exordio de


los Naufragios, que se abre con la salida de la expedición, justo aquel
día de Junio de 1527:

A diez y siete días del mes de Junio de mil quinientos y veinte y


siete partió del puerto de Sant Lúcar de Barrameda el gobernador
Pámphilo de Narváez, con poder y mandado de Vuestra Majestad
para conquistar y gobernar las provincias que están desde el río de
las Palmas hasta el cabo de la Florida, las cuales son en tierra
firme. Y la armada que llevava eran cinco navíos, en los cuales,
poco más o menos, irían seiscientos hombres. 6

La crónica, escrita por él mismo y dirigida al rey, aparece lacónica y


hasta inexpresiva frente a la autobiografía secreta, ya que el narrador-
protagonista se contenta con proporcionar datos técnicos sobre la flota,
y con describir lo que ve y vive desde afuera.

En lo que atañe a su carrera de curandero, el narrador de El largo


atardecer del caminante confiesa la superficialidad con que había
tratado ese tema en los Naufragios. Se trata, pues, de un asunto
espinoso para la España de aquel entonces, y además Cabeza de Vaca
reconoce que, en el fondo, nunca había tenido interés en la actividad de
chamán. De este modo el conquistador anciano y ficticio destruye uno
de los puntos salientes (al menos en apariencia) de su vida real de
náufrago entre los indios: en los Naufragios, lo de los “chamanes
blancos” adorados como dioses es uno de los temas que más llama la
atención, porque denota una posible identificación e integración en la
cultura india. Así que la ficción casi llega a denegar lo que es realidad,
o que se da como tal.

Otro elemento que destaca en la novela de Abel Posse, frente a


los Naufragios, consiste en el hecho de que Cabeza de Vaca, en su
crónica oficial, condense seis años de vida entre los indígenas en una
página y media de texto. El narrador de El largo atardecer del
caminante afirma y explica esta extraordinaria contracción temporal:

Releyéndome ahora, encuentro que mi silencio de seis años


resuelto con página y media de mi libro, es lo suficientemente
descarado y evidente como para que los estúpidos inquisidores de
la Real Audiencia y del Consejo de Indias no sospechasen nada.
[...] escribí que soporté seis años de esclavitud porque esperaba
que se repusiese Lope de Oviedo, oficial de Narváez de su
enfermedad. [...] No era cosa de dar seis años de mala vida y de
esclavitud con riesgo de muerte por un hombre que apenas
conocía [...]. Nada de esto digo, por supuesto. 7

Lo que le ocurrió, durante aquellos seis años, al Cabeza de Vaca


ficticio fue vivir con una tribu indígena, casarse con una nieta del
cacique y tener un hijo y una hija mestizos. Es evidente que la
Inquisición no habría podido aceptar nada de esto, tanto en la realidad
histórica del 1557 como en la realidad ficcional en que se desarrolla El
largo atardecer del caminante. La narración del viejo conquistador se
propone definitivamente como algo secreto y extraoficial, pero, como
se verá más adelante, inevitable de escribir. Desde luego en la historia,
especialmente la que se propone como oficial «no sólo se imponen los
valores de una época -la que uno historiza- sino también la tradición de
esos valores e incógnitas que pululan en la sociedad; [...]». 8 Al escribir
sus Naufragios, Cabeza de Vaca no pudo hacer otra cosa que
conformarse con los cánones de la crónica oficial de la Conquista y
Descubrimiento, pese a su voluntad o participación en los
acontecimientos.

A este propósito, en la novela aparece el cronista oficial de las Indias,


Gonzalo Fernández de Oviedo.9 En una charla entre éste y el
conquistador, sale a la luz la posición y el papel de Oviedo en la
sociedad colonial española.

Es evidente que don Gonzalo Fernández de Oviedo está


convencido de que la Conquista y el Descubrimiento existen sólo
en la medida en que él supo recuperar, organizar y relatar los
hechos. Es el dueño de lo que se suele llamar ahora «la Historia».
Lo que él no registre en su chismosa relación, o no existió o es
falso... [...].
-¿Qué quiere de mí, don Gonzalo?- le dije sin falsa bonhomía
(como dicen los franceses.

-[...] Dicen que usted tiene una versión secreta, una tercera
versión de su viaje o su caminata de ocho años desde la Florida
hasta México... Dicen que es una versión que usted sólo confiaría
al Rey. Pues he venido para tratar que usted me diga algo sobre
tan curiosa versión...10

Una prueba más de que una historia, para ser aceptada, tiene que
responder a unos cuantos parámetros establecidos por el poder, que
suelen consistir en la linealidad en la presentación de los hechos y,
sobre todo en éste caso, la exaltación de un personaje y un país
vencedor. Como explica el teórico Karl J. Weintraub, el pragmatismo
típico de las crónicas oficiales, se debía al escribir «desde el punto de
vista de una concepción fija de la naturaleza humana, de una
racionalidad eterna en la naturaleza de los estados, y de una moralidad
eterna».11 La historia secreta que el viejo Cabeza de Vaca va a contar no
expondrá los acontecimientos en su propio orden, ya que se basa en la
alternancia de pasado y presente y varios de los hechos se adelantan o
se posponen. Será además la historia de un fracaso total, como
conquistador y como hombre.

III. Desdoblamiento del protagonista

El narrador de El largo atardecer del caminante cuenta su vida pasada


como si perteneciera a otra persona. Su punto de observación es, por lo
tanto, marginal respecto a los hechos de su juventud. Pero, aún así,
goza de una posición privilegiada porque él, anciano narrador próximo
al fin de su vida, conoce a su “yo” pasado mejor que el mismo Cabeza
de Vaca joven del que va a narrar la vida. Y desde luego, al rememorar
su experiencia se nota claramente cuanto su vida haya sido vivida y
experimentada. El viejo conquistador actúa a modo de “confesor” de sí
mismo, y practica la reescritura de su pasado como una especie de
ritual:

Me pongo al atardecer en mi escritorio desvencijado con el


candil que me prepara doña Eufrosia. Pero antes me visto con
medias finas y algunos de los viejos trajes que exhumé. Me visto
como para visitarme a mí mismo y dialogar con los otros Alvar
Núñez Cabeza de Vaca, los que ya murieron o merodean dentro
de mí como almas en pena. [...] He, pues, decidido que seguiré
libre sobre este campo blanco, infinito, que a veces me hace
acordar a aquellas mañanas lúcidas del desierto de Sinaloa. La
soledad salvaje, la verdad. Libre: sin ningún lector de hoy. 12

Desde su posición aventajada (su escritorio), el anciano narrador


asiste a la fragmentación de su “yo” originario, al entrar en contacto
con la cultura indígena, con sus ritos de iniciación. Gracias a su punto
de observación marginal, pero omnisciente, este “confesor” del
presente narrativo puede revivir su pasado como desde un estado de ex-
statis, colocándose él por encima de todo lo que relata y de sus cambios
de identidad.13

En la novela se ofrecen dos historias de un mismo hombre (el joven


Cabeza de Vaca del pasado y el viejo, del presente), y la multiplicación
de los “yo” se convierte en una obsesión para el anciano narrador, ya
que se recurre con mucha frecuencia a frases que denotan su cambio de
identidad; su transición de la cultura de la espada, el catolicismo y los
trajes, a la del contacto con la naturaleza, la magia y la desnudez:

Mi vida al revés, siempre al revés: yo era Moctezuma, yo era el


indio. Yo recibía el «requerimiento» para salvarme a la nueva fe.
[...] No. Ya soy definitivamente otro. La vida, los años, me fueron
llevando lejos de mi pueblo. Ya ni su gracia, ni su odio, ni su
hipócrita silencio, ni la alegría de sus macarenas me pertenece.
Soy otro. Soy el que vio demasiado. [...] Era otra vez don Alvar
Núñez Cabeza de Vaca, el señor de Xerés. Pero era otro, por más
que yo simulase. Era ya, para siempre, otro. 14

Estas referencias a su otro “yo” se repiten a menudo, a lo largo de


toda la novela. Denotan una especie de manía que obsesiona, y al
mismo tiempo fascina al narrador. En el momento en que recuerda el
día en que tuvo que abandonar a su familia mestiza, para continuar su
travesía hacia las colonias españolas, el viejo Cabeza de Vaca
experimenta una especie de aparición de sí mismo. Aunque ya se haya
convertido en un indio está cargado de espíritu aventurero:

Surgía aquí, en la azotea, aquel otro Cabeza de Vaca, frente al


que muere en un largo atardecer. Llenó de un salto esta azotea. Lo
vi con nitidez en estas alucinaciones imaginativas a las que somos
propensos los viejos. Tenía la plenitud sin arrogancia de quien
anda lleno de días por delante. Creo que me miró sin prepotencia:
soy apenas su escribiente, su muriente. Soy su tumba, su
memoria. (Él podrá despreciarme, pero sin mí y mis cuartillas, no
existiría.) Me pareció que era más alto que yo. Su pecho y su
cabeza se proyectaron hasta cubrir la Giralda. Estaba desnudo. 15

El Cabeza de Vaca del presente ve a su “yo” pasado como si fuera


otro hombre: con cierta nostalgia, ya que él no es sino un patético
reflejo de aquel que era en juventud. Queda, de todos modos, una ligera
actitud de superioridad por parte del viejo narrador: en el estado actual,
su “yo” pasado sólo puede existir gracias al arruinado “yo” presente.

La transformación del “yo” de Cabeza de Vaca se presenta como una


especie de prosopopeya: en este tipo de narración los cambios del
protagonista son graduales, y no es raro que identidades opuestas de un
mismo personaje terminen por coincidir en algo. 16 En El largo
atardecer del caminante, lo que une el Cabeza de Vaca de ayer al de
hoy es la condición de vencido. El que vemos cruzar el continente
americano es un náufrago en sentido literal y social, respecto a la
sociedad imperial: no solamente su expedición de conquista ha
fracasado, sino que él ha perdido su identidad de español, para ser
remplazada por la conversión en indio. Asimismo el Cabeza de Vaca
narrador es un derrotado, ya que ha perdido su prestigio político
(después de su trágica experiencia de gobernador del Río de la Plata), y
ha caído victima de un amor imposible hacia Lucinda. Así las cosas, el
narrador relata viviendo una condición de fracasado más general de la
que se encontraba él mismo de joven. Por lo tanto el estado de
náufrago, en el sentido más amplio del termino, llega a encerrar toda la
novela y pone en el mismo plano todos los “yo” de Cabeza de Vaca.

Como ya se ha dicho, la narración de El largo atardecer del


caminante va alternando la rememoración del pasado con la vida
presente. Ahora bien, lo que ocurre es que ésta última llega a interferir
en la recuperación y narración de la primera. En concreto, el viejo
Cabeza de Vaca, relator de su vida, está cerca de la muerte y cree no
tener ya nada que hacer, decir o experimentar, salvo rescribir su
historia. El amor hacia Lucinda lo coge desprevenido, y tan pronto
como descubre que ella pertenece a Omar, lo asaltan los celos y hasta
planea matar a su “concurrente”. Lo que sacude a Cabeza de Vaca no es
tanto el hecho de que su amor sea irrealizable, como el de que los
sentimientos de pasión, aventura y muerte, que caracterizaron su
juventud y creía haber dejado definitivamente atrás, vuelvan a
atormentar su cuerpo y su ánimo de viejo.

Me vi completamente ridículo. Una vez más la maldita vida se


metía. Metía su rabo cuando uno buscaba el sosiego de la
recordación; [...]. De repente irrumpe lo que hay. Lo de hoy. Lo
cierto y actual. Es como si de una patada en el trasero nos
mandasen otra vez al centro del escenario, cuando ya estábamos
serenamente despidiéndonos entre bambalinas. [...] He dispuesto
no abandonar el relato, que ya es memoria invadida
inesperadamente por vida actual. Anotaré todo: lo que no dije de
mi pasado y de mis anteriores naufragios y los pormenores de este
penúltimo naufragio que seguramente me llevará por primera vez
a matar un ser despreciable con mi mano. 17

También ocurre lo contrario, es decir, lo que pertenece a su pasado


reaparece en su vida actual. Lo vemos en el momento en que Cabeza de
Vaca reencuentra a su hijo reducido a esclavo. El viejo toma así
conciencia de que es imposible huir de su propio pasado: «El pasado
me reencontraba, me dominaba, me sinceraba. Como el flujo y reflujo
de un mar imprevisible que devuelve caracolas desaparecidas, ahora me
enfrentaba con mi hijo, con mi sangre».18 La comparación entre el
movimiento del mar y el pasado que regresa comunica bien ese rasgo
de imprevisibilidad para cada uno. En síntesis, la vida presente de
Cabeza de Vaca perturba su labor de recuperación del “yo” pasado; este
último, a su vez directamente (el encuentro con su hijo), o
indirectamente (el despertar de sus pasiones), regresa y se entremezcla
con la vida de su “yo” presente. Acerca de este fenómeno de regreso e
intromisión, interesan las consideraciones de Michael Sprinker:

La repetición es un extraño tipo de movimiento metaléptico del


espíritu en el que dos condiciones que aparentemente no son
semejantes se vuelven equivalentes en una relación de diferencia
temporal. Al contrario que el recuerdo, que «comienza con la
pérdida», la repetición es una plenitud, el redescubrimiento de lo
que el recuerdo ha perdido por medio del desplazamiento del
objeto recordado a un orden intemporal: «la eternidad, que es la
verdadera repetición»19

Los antiguos sentimientos y el encuentro con el hijo son las


repeticiones procedentes del pasado, y que el protagonista redescubre a
su pesar. Éstas, y la intromisión de la vida actual en la labor de
remembranza, devuelven a Cabeza de Vaca a su condición de eterno
náufrago, hasta la muerte.

Intimidad, memoria y olvido

A la hora de rescribir su vida Cabeza de Vaca exterioriza de forma


muy explicita su proceso de transculturación. Lo que en
los Naufragios se omite, o se relata de forma lacónica, en El largo
atardecer del caminante se expresa sacándolo a la luz con toda su
intimidad. Por ejemplo, el cacique de la tribu con la que lleva seis años
le enseña a perder su mirada en el cielo: Cabeza de Vaca recuerda
aquella experiencia como algo trascendental, parecido a una fusión con
el cosmos. Pero el caso más destacable es el de la unión con la india
Amaría, de la que nacerán sus hijos mestizos:

Amaría tenía una gran ciencia del placer. [...] Yo aprendí a


hundirme dulcemente en ese conocimiento del placer y de los
sentidos. Aprendí a gustar el sabor de su sexo como el de una
fruta madura y renovadamente fresca. Me envolví en su piel y ella
rodó por la mía descubriendo insospechables valles de placer. 20

Es este un acontecimiento rememorado por el narrador imaginario,


que llama mucho la atención. En la crónica escrita por el verdadero
Cabeza de Vaca no hay ninguna referencia a mujeres indígenas, ni a
posibles relaciones que haya podido existir con ellas. Se trata de uno de
los “silencios” más importantes, que constituye el punto de partida de
esta novela de Abel Posse.

En lo que concierne la memoria, sigue siendo válido el concepto de


subjetividad y relatividad de lo que es el recuerdo. Él que escribe sobre
su propio pasado, siempre que no intervengan vinculaciones externas,
recrea una condición de sí mismo que ya no existe sino en su memoria
personal. Resulta inevitable que, al rememorar el pasado, incidan
criterios de elección de tipo subconsciente: una especie de «memoria
involuntaria» que opera su selección independientemente de lo que
quiera el narrador.21 El mismo Cabeza de Vaca se da perfectamente
cuenta de esto, y acepta el hecho de que es imposible recordar todo así
como ocurrió exactamente: «A la vuelta de tantos años no podría hoy
recordar exactamente las palabras de Dulján. El recuerdo deja un
residuo esencial. No recordamos lo que nos dijeron, lo que nos pasó,
sino más bien, lo que creemos que nos dijeron y que nos pasó». 22

El teórico James Olney hace hincapié en que el recuerdo tiene


relación con el presente: ambas cosas se influyen mutuamente y el
presente configura y modifica los recuerdos. De hecho, la condición
psicológica del momento puede caracterizar la imagen que uno tiene de
algo pasado.23 La mente, entonces, tiene la capacidad de modificar el
recuerdo, que ya por sí mismo no reproduce perfectamente lo real.

[...] traté de ver el limonero de la infancia que señoreaba aquel


huerto claro donde viví la aventura de los imaginarios combates y
descubrimientos a la hora de la siesta. Creí ver un tronco
deshojado, [...]. Reconstruí los espacios que alguna vez me
parecieron infinitos y cargados de misterio. [...] El ámbito de
otrora parece ahora increíblemente reducido. El recuerdo de la
geografía de la infancia prevalece, y parece que la realidad es lo
irreal. Me da la impresión que el limonero está muerto o agoniza
entre las malas aguas de la industria de los franceses. 24

[...] miré hacia el patio que esta vez me pareció un poco más
grande que otras veces, aunque nunca como en el recuerdo de mis
lejanas travesuras de la siesta. [...] El limonero me pareció menos
debilitado por el ácido de los curtidores flamencos que compraron
la casa.25

Cabeza de Vaca visita a escondidas la que fue su casa. Cuando lo hace


por segunda vez se encuentra en un estado de euforia, debido al hecho
de haber, por fin, conseguido escribir sobre su familia mestiza. La
imagen que él tenía (o creía tener) de su antigua casa se ve modificada,
en su mente, por las emociones que experimenta en el momento
presente.26

Un recuerdo puede surgir gracias a un estímulo sensitivo. Dicho de


otra forma, la vista de un objeto, la percepción de un sonido, un sabor o
un olor, así como un estímulo táctil, pueden activar la memoria y traer a
la mente el recuerdo de un acontecimiento o una sensación. En la
novela en cuestión esto ocurre varias veces con estímulos visuales:

La daga y la cruz. Las dos están sobre la mesa donde escribo. La


daga es corta y retacona, es romana [...]. La cruz era la del
pectoral de hierro del abuelo Vera. Un Cristo gastado por los
años, con brillo en las rodillas. Los españoles en la selva del
Paraguay, eran sólo la daga. Desde esta distancia de tiempo y de
espacio, se ve con claridad que fuimos esa rotunda y fría hoja de
metal, no otra cosa. Sólo fuimos romanos.27

En éste caso, al mirar dos objetos comunes, Cabeza de Vaca recuerda


la época en que fue gobernador del Río de la Plata. Quiso administrar la
colonia con justicia, siguiendo la iluminación de la fe; la violencia y la
perversión dominantes no se lo permitieron.

La memoria (o más bien la fijación de la misma por escrito) es, para


Cabeza de Vaca, la conditio sine qua non de su existencia. Cuando un
aguacero lo sorprende mientras está recordando y escribiendo su
autobiografía secreta, le angustia que el agua pueda borrar todo lo que
va fijando en las hojas. En ese instante toma conciencia de que su vida
ha existido en la medida en que él la recuerda y podrá ser recordada en
el futuro. Olney afirma que la memoria es como un hilo conductor que
permanece oculto y determina y caracteriza la autobiografía misma.
Sólo al final el narrador se percata de este hilo conductor, que no es
sino el recuerdo recuperado del pasado. 28 En realidad, para Cabeza de
Vaca el papel de la memoria queda siempre presente, explicito y
evidente, como un esqueleto externo que sujeta su vida, tanto la escrita
como la real. Quizá por esta razón la memoria, para él, siempre corre el
riesgo de ser tragada por el «olvido primordial». 29 El olvido es
inevitable para que sea posible el recuerdo: al acoger nuevos recuerdos,
la mente tiene necesariamente que eliminar algunos viejos. Pero en El
largo atardecer del caminante éste tiene una caracterización negativa.
Lo que da más miedo a Cabeza de Vaca es el peligro de que su historia
secreta muera con él, y por eso esconderá el manuscrito con su
autobiografía en una biblioteca, para que algún día pueda ser rescatado:

De acuerdo con lo que imaginé, será como un mensaje que


alguien encontrará tal vez dentro de muchos años. Será un
mensaje arrojado al mar del tiempo. Lo abandonaré entre los
libros de la biblioteca de la Torre de Fadrique. [...] Espero que
esta nave no naufrague y llegue a buen lector. A fin de cuentas el
peor de todos los naufragios sería el olvido.30

 
ANTONIO GIL EN LOS LIMITES DE LA NOVELA

La obra narrativa de Antonio Gil, hasta ahora, es un corpus de tres novelas centrado en
personajes y momentos conocidos en la historia de Chile. Primero el fracasado
conquistador Diego de Almagro en Hijo de mí (1992), luego el retratista de los próceres
de la Independencia, el pintor peruano conocido como el Mulato Gil en Cosa mentale
(1994) y por último, "la singularísima figura de don Alonso de Ercilla"(1997; s.n.p.) en
Mezquina memoria (1997). Personajes conocidos por encontrables en los archivos  
históricos, en los libros de enseñanza escolar, en los mitos originarios de la identidad
nacional. 

El substrato ideológico de las novelas de Gil, como en la novela histórica clásica y nueva
(Aínsa, 1991; Menton, 1993), es la cuestión de una identidad nacional. Diego de
Almagro (Hijo de mí) y Alonso de Ercilla (Mezquina memoria) fueron sujetos que -
según las narraciones y documentos de la historia oficial - jugaron roles importantes en
la formación del Estado nación chileno. Almagro como antecesor de Pedro de Valdivia en
la conquista del extremo sur oeste del continente americano, aquella región que
llamaban Chilli. Ercilla, paje de Felipe II, soldado y poeta, es autor de un clásico de la
épica renacentista, el poema La Araucana, que operará más tarde como uno de los
relatos fundacionales de "la raza chilena". Por su parte, José Gil de Castro, el Mulato Gil
de Cosa mentale, es el retratista de los primeros padres de la patria, de los
independentistas de primera hora y sus familias. Su rol reconocidamente histórico es
menor - no pasa de ser mencionado como pintor de cámara, de cierto talento - pero el
novelista reelabora en torno a él una época crucial, la del paso entre la Colonia y la
República de Chile, fines del XVIII y comienzos del XIX. La preferencia de Antonio Gil
por estos personajes y épocas implica la pregunta por lo que podrían ser - o encontrarse
en - los orígenes de una identidad privada y colectiva, la chilena.

La nueva novela histórica


La novela histórica latinoamericana tuvo un fuerte repunte durante la década de los
ochenta del siglo recién pasado. En su libro dedicado al tema, Seymour Menton (1993)
menciona varios factores que podrían explicar este fenómeno. Varios de ellos son
discutibles , pero sólo me detendré en uno: los novelistas habrían preferido este tipo de
narrativa como una forma de escape de la sombría realidad política y social
latinoamericana. Las dictaduras y la debilidad democrática a través de Latinoamérica en
las décadas del setenta y ochenta del XX habrían sido "responsables de la popularidad
de [la nueva novela histórica] que es esencialmente un subgénero escapista" (29)
(todas las traducciones de Menton, en este trabajo, son mías). Visto así, los novelistas,
fóbicos o aterrados del presente, habrían salido a buscar refugio en las antigüedades. 

Por su parte, en un sintético ensayo publicado en 1991, Fernando Aínsa había propuesto
un acercamiento distinto a la nueva novela histórica latinoamericana . Para Aínsa, el
interés de los narradores por este tipo de novela responde a la necesidad "de
profundizar en su propia historia, incorporando el imaginario individual y colectivo del
pasado a la ficción" (15). Añade Aínsa que se trata de un "movimiento centrípeto
(cursiva en el original) de repliegue y arraigo" propio de la novela latinoamericana
contemporánea, movimiento "de búsqueda de identidad a través de la integración
(cursiva en el original) antropológica y cultural de lo que se considera más raigal y
profundo de la historia americana" (15). Relectura de la historia, especialmente de las
Crónicas y las Relaciones del siglo XV y XVI, esta narrativa neohistórica se propondría la
deconstrucción de la historia oficial, para lo cual recurriría a "modalidades anacrónicas
de la escritura, [...] al pastiche, la parodia y el grotesco" (15). 

Mi lectura de la novela neohistórica es cercana a la de Fernando Aínsa: este tipo de


narrativa se sostiene en la pregunta por el presente, por la circunstancia histórica del
autor y sus lectores, y el pasado (no cualquier pasado, sino el momento de la
integración forzada del Nuevo Mundo al orden histórico occidental y los siglos coloniales)
es el pretexto para poner en página, en movimiento, la incerteza sobre el presente: de
otro modo se trataría de obras simplemente anacrónicas. Por lo mismo, la NNH no
puede ser entendida como "subgénero escapista" sino como una variación narrativa de
la corriente latinoamericana de(re)creación y crítica de los discursos identitarios.

El caso de Antonio Gil


Si sometemos la obra de Antonio Gil a un test de comparación con las características de
la NNH que proponen, con diferencias complementarias, Seymour Menton y Fernando
Aínsa - relectura crítica de las historias oficiales, perspectivas múltiples de narración,
cruces y mezcla de ficción y dato histórico, escritura paródica, intertextualidad y
metaficción - encontramos que cumple con la mayoría de las condiciones necesarias
para ser considerada neohistórica, pero se trataría de un caso 'neohistórico tardío', visto
que se publica en la década del noventa. No es este un dato menor. Porque si bien
tardía con relación a la nueva novela histórica, la obra de Gil es contemporánea de la
llamada nueva novela chilena (Olivárez 1997; Cánovas 1997), pero en ésta ocupa un
lugar marginal. En su estudio sobre la novela chilena contemporánea, Rodrigo Cánovas
recoge en la bibliografía sólo la primera novela de Antonio Gil - mencionando incluso las
reseñas críticas que recibió -, pero no la analiza, ni siquiera comenta en ningún capítulo.
Esto se debe a que Cánovas vertebra su lectura de la novela chilena en el Método
Generacional, según el cual los autores de la edad de Antonio Gil (nacido en 1954) no
escriben novelas como las suyas. 

Con su estudio, notable en muchos aspectos, Rodrigo Cánovas instala en la literatura


chilena un canon novelístico - neorrealista, mucho más cercano a la idea del postboom
(Shaw 1998) que a la nueva novela histórica - en el cual la obra de Antonio Gil no tiene
lugar. Tardía respecto a nueva novela histórica y marginal con relación a la nueva
novela chilena, la obra de Gil estaría destinada a una categoría excéntrica, tal vez la de
Antonio Benítez Rojo
(La Habana, 1931- Massachusetts, 2005)

Sobre El Mar de las lentejas


Por John Updike

      EL MAR DE las lentejas, del expatriado cubano Antonio Benítez Rojo, juega
de forma estimulante con la historia de España y de América mediante una
continua lluvia de luminosa y violenta imaginería y una inequívoca
indignación. Benítez Rojo tiene un punto de vista propio, analítico y espantado
que, cabe imaginar, procede de los tiempos en que, después de 1959, trabajó
para el recién instalado régimen castrista. La introducción de El mar de las
lentejas, escrita por Sidney Lea, cuya New England Review and Bread Loaf
Quaterly publicó por primera vez en inglés a este chispeante autor, nos dice
que, antes de la revolución castrista, Benítez Rojo había estudiado Economía
en los Estados Unidos y que después trabajó en el Ministerio de Trabajo.
Realizó investigaciones sobre historia caribeña para la Casa de las Américas,
una institución cultural del gobierno, y, en 1979, se convirtió en el director del
Centro Cubano para los Estudios Caribeños. Al año siguiente, cuando asistía a
una reunión académica en París, desertó, y ahora da clases en el Amherst
College. Después de proporcionar esos antecedentes, Lea pasa a describir El
mar de las lentejas como algo líquido, no sólo por su temática sino por su
método: “Su continuidad (o continuidades) consiste, paradójicamente, en los
propios polirritmos de la interrupción, la divagación, la reconsideración y el
agotamiento”. Cita a Benítez Rojo: “La cultura del meta-archipiélago es un
eterno retorno, una desviación sin destino o mojón, una rotonda que no lleva
más que de regreso a casa; es una maquinaria de retroalimentación, como el
mar, el viento, la Via Láctea o la novela”. Continúa citando a este elocuente
autor cuando dice que El mar de las lentejas es “sin duda, una novela
desconstruccionista”, remitiéndose así a un término oscuro que resulta muy
cómodo para los académicos contemporáneos. ¿Significa aquí
“desconstrucción” que la novela se va disolviendo a medida que avanza o que,
al dar vida a algunas desagradables anécdotas históricas, descompone nuestros
mitos de expansión imperial? La novela no es especialmente intrincada o
engañosa. Combina cuatro líneas narrativas diferentes, pero con
demarcaciones bastante claras; aquellos lectores que hayan sobrevivido a
Faulkner o Joyce no tendrían que tener problema en mantenerse a flote. En
esta cuestión de si Benítez Rojo es legible o no, lo que importa es que ha
llenado su novela de un material llamativo y que escribe maravillosamente, de
forma vital, penetrante y con una densidad poética.
       Las cuatros líneas se refieren (1) al Rey Felipe II de España que, agonizante
en su lecho de El Escorial en 1598, reflexiona con tristeza sobre su largo
reinado; (2) al soldado Antón Babtista, un personaje inventado que llega a La
Española en 1493, con el segundo viaje de Colón, y a su rapiñera carrera entre
los crédulos y dóciles indios; (3) a don Pedro, el joven yerno del Adelantado
(título que se daba al gobernador de una provincia) Pedro Menéndez de Avilés,
que vive de la fundación de San Agustín en 1565 y la masacre inmisericorde de
las tropas de los hugonotes franceses capturadas en sus cercanías; y (4) a los
Ponte, una familia de comerciantes genoveses transplantada a Tenerife, en las
Islas Canarias, y al provechoso comercio triangular que desarrollan,
intercambiando armas por esclavos en África y esclavos por oro, plata y perlas
en el Caribe. Esta última línea narrativa, la económica, se aprovecha de la
especial erudición del autor y resulta crucial en este tapiz de explotación
colonial, aunque sea la más difícil de seguir, a pesar de que las aventuras
financieras de los Ponte tengan toques coloristas en los que se incluye la
piratería y la calculada seducción del marino inglés John Hawkins por la
encantadora Inés de Ponte. En las cuatro historias, las mujeres tienen un
importante papel en los destinos de los hombres: Inés recluta a Hawkins para
la flota de los Ponte; Felipe II lamenta profundamente no haber logrado los
favores de Isabel de Inglaterra, un revés amoroso que tiene resultados
cataclísmicos en la derrota de su armada treinta años después, y tanto Antón
Babtista como don Pedro deben sus privilegiadas posiciones a los familiares de
sus cónyuges.
       Babtista es una maravillosa creación, una especie de Sancho Panza de
Rabelais. Las pequeñas indias taínas de La Española no son para él más que
simples receptáculos que hay que llenar o vaciar:
       “...te solazaste con una moza de coño estrecho y azmizclado; enseguida
tomaste a otra que criaba, y medio acogotándola te pegaste a mamar como un
ternero hasta dejarle las ubres secas. Aquello sí que era vivir y no los días de
hambruna y letanías de la Mariagalante, suspirabas de gozo, oculto entre las
cañas del río, mientras rajabas con tu verga la entrepierna de una niña de
pechitos duros y salados como cuezcos de aceituna”
       Este regodeante hombre común de la conquista, “con la panza pesada y los
compañones vacíos”, sirve de estímulo para que la prosa de Benítez Rojo
alcance el cálido entusiasmo del trato directo. Confundido con un dios, Babtista
vive entre los indios como un huésped privilegiado:
       “...engordaste como un cerdo en ceba, Antón: criaste una dulce entrepiel de
grasa y echaste enjundias y tocinos patriarcales que mecías en la bondad de la
hamaca, Antón lechón, Antón gordinflón, Antón panzón, que hasta la nariz te
rezumaba manteca”
       En un momento de impulsivo altruismo, Antón bautiza a un bebé taíno. A
través de ese niño establece un vínculo con la sobrina de un jefe indio; a su
amante la llama doña Antonia y se incrusta en su familia “como una voraz y
descomunal nigua”. Sin embargo, su feliz estado parasitario se ve alterado por
las nuevas normas coloniales de La Española, que se está asentando: cuando se
prohíbe la cohabitación, Antón se casa con su benefactora india, y cuando un
decreto declara que “todo aquel culpable de rebajar a los pisos la dignidad
castellana por su matrimonio con india lorar y pagana” debe perder sus tierras
y posesiones, actúa aún con más decisión. “Antón Babtista, al oír al pregonero,
corrió a su casa, busco a doña Antonia y, en un periquete, la estranguló con la
tira de algodón que llevaba a modo de tiara”.
       La crueldad arbitraria de esos invasores españoles, poseídos por sus ideas
de Dios y del oro, arde en toda la alucinante historia de El mar de las lentejas.
La devoción de Felipe II, que aspira a la santidad, se mezcla tenebrosamente
con el hedor y con los efluvios de su postrer sufrimiento; el peso de un reinado
sin alegría, dedicado a la Contrarreforma, le empuja a la tumba. Con fría
satisfacción, contempla la amplitud de su católico imperio, en el que “si por un
azar el enemigo pusiera pie en algún paraje desolado, no se sostendría allí
mucho tiempo, pues correría la suerte de los hugonotes que osaron aposentarse
en Florida”; así se alude a un acontecimiento del que hemos sido testigos en
otras de las narraciones de la novela. Con todas las cortesías de la caballería
medieval, Menéndez de Avilés (a quien su yerno considera débil y viejo, aunque
en 1565 tenga sólo tenga cuarenta y seis años) rechaza el ofrecimiento de
tributo de los soldados franceses y su petición de clemencia. Le indican que
Francia y España no están en guerra, y él responde: “cierto que guerra no hay...
más la Florida es casa ajena y vedada para todo aquel que no sea español. Por
más sois herejes y, ansí, enemigos de España, y os habré de combatir como
tales, que eso encomendóme mi rey... más sois luteranos y os habré de matar
por ello”.
       Las fuerzas protestantes, creyéndose por error menos numerosas, se rinden
y son masacradas a traición en las dunas. Al final de la carnicería, que ha
tomado a don Pedro por sorpresa, su suegro le pregunta burlón: “¿Cuántos
cerdos luteranos habéis matado, maestre?”. Cuando aparece el siguiente grupo
de hugonotes, se invita a don Pedro a dar muerte a su jefe, Juan Ribao, cuando
se arrodilla en la arena para cantar un himno. Tembloroso, el joven se pone a
ello, pero, después de la primera arremetida, la víctima sigue cantando
“aunque muy quedo y atorado por la sangre que le corría por boca y narices”. El
Adelantado le abraza diciendo: “Ya puedo morir tranquilo, que destas tierras
seréis buen cuidador”. La Contrarreforma ha conseguido otro buen soldado; el
quisquilloso fanatismo forjado en las guerras contra los moro, con el que el
imperio español habría de levantarse y caer, se ha puesto de manifiesto de
manera escalofriante.
       El cuadro de Benítez Rojo prescinde de muchos elementos que un
historiador imparcial podría haber incluido: los compasivos sacerdotes que
iban tras los ejércitos, registrando y, finalmente, mitigando las atrocidades que
sufrían los indios; el salvajismo que ya existía en las naciones indígenas, así
como el valor y el brío quijotescos con el que, en pocas décadas, los
conquistadores, atraídos por los rumores de la existencia de El Dorado y de la
fuente de la juventud, reclamaron como propio un territorio que iba desde
California hasta Chile. Sin embargo, la responsabilidad de una obra de arte
reside en dotar de vida convincente a los materiales que elige y El mar de las
lentejas, tomando su atmósfera irreal de los hechos, sí logra tejer una
nauseabunda visión de la crueldad, codicia, opresión y destrucción desatada en
el Nuevo Mundo por los conquistadores españoles. Esta novela nos hace
lamentar el descubrimiento de América.

Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar
 

También podría gustarte