Una Vida Entre La Realidad y La Ficción
Una Vida Entre La Realidad y La Ficción
Una Vida Entre La Realidad y La Ficción
Las noticias sobre la vida de Cabeza de Vaca después del regreso son
escasas y vagas. Sólo se sabe que fue nombrado gobernador del Río de
la Plata en los años cuarenta del siglo XVI. En Asunción de Paraguay
intentó establecer un gobierno justo, basado en la moral católica y en el
respeto de las comunidades indígenas.1 Pero los políticos y los clérigos
corruptos de aquella provincia conspiraron contra él y lo reenviaron a
España en cadenas. Fue procesado y condenado a un exilio de ocho
años en Orán, aunque obtuvo el perdón del rey y pudo vivir en Sevilla
como juez del Tribunal Supremo. Murió alrededor de 1558.
-[...] Dicen que usted tiene una versión secreta, una tercera
versión de su viaje o su caminata de ocho años desde la Florida
hasta México... Dicen que es una versión que usted sólo confiaría
al Rey. Pues he venido para tratar que usted me diga algo sobre
tan curiosa versión...10
Una prueba más de que una historia, para ser aceptada, tiene que
responder a unos cuantos parámetros establecidos por el poder, que
suelen consistir en la linealidad en la presentación de los hechos y,
sobre todo en éste caso, la exaltación de un personaje y un país
vencedor. Como explica el teórico Karl J. Weintraub, el pragmatismo
típico de las crónicas oficiales, se debía al escribir «desde el punto de
vista de una concepción fija de la naturaleza humana, de una
racionalidad eterna en la naturaleza de los estados, y de una moralidad
eterna».11 La historia secreta que el viejo Cabeza de Vaca va a contar no
expondrá los acontecimientos en su propio orden, ya que se basa en la
alternancia de pasado y presente y varios de los hechos se adelantan o
se posponen. Será además la historia de un fracaso total, como
conquistador y como hombre.
[...] miré hacia el patio que esta vez me pareció un poco más
grande que otras veces, aunque nunca como en el recuerdo de mis
lejanas travesuras de la siesta. [...] El limonero me pareció menos
debilitado por el ácido de los curtidores flamencos que compraron
la casa.25
ANTONIO GIL EN LOS LIMITES DE LA NOVELA
La obra narrativa de Antonio Gil, hasta ahora, es un corpus de tres novelas centrado en
personajes y momentos conocidos en la historia de Chile. Primero el fracasado
conquistador Diego de Almagro en Hijo de mí (1992), luego el retratista de los próceres
de la Independencia, el pintor peruano conocido como el Mulato Gil en Cosa mentale
(1994) y por último, "la singularísima figura de don Alonso de Ercilla"(1997; s.n.p.) en
Mezquina memoria (1997). Personajes conocidos por encontrables en los archivos
históricos, en los libros de enseñanza escolar, en los mitos originarios de la identidad
nacional.
El substrato ideológico de las novelas de Gil, como en la novela histórica clásica y nueva
(Aínsa, 1991; Menton, 1993), es la cuestión de una identidad nacional. Diego de
Almagro (Hijo de mí) y Alonso de Ercilla (Mezquina memoria) fueron sujetos que -
según las narraciones y documentos de la historia oficial - jugaron roles importantes en
la formación del Estado nación chileno. Almagro como antecesor de Pedro de Valdivia en
la conquista del extremo sur oeste del continente americano, aquella región que
llamaban Chilli. Ercilla, paje de Felipe II, soldado y poeta, es autor de un clásico de la
épica renacentista, el poema La Araucana, que operará más tarde como uno de los
relatos fundacionales de "la raza chilena". Por su parte, José Gil de Castro, el Mulato Gil
de Cosa mentale, es el retratista de los primeros padres de la patria, de los
independentistas de primera hora y sus familias. Su rol reconocidamente histórico es
menor - no pasa de ser mencionado como pintor de cámara, de cierto talento - pero el
novelista reelabora en torno a él una época crucial, la del paso entre la Colonia y la
República de Chile, fines del XVIII y comienzos del XIX. La preferencia de Antonio Gil
por estos personajes y épocas implica la pregunta por lo que podrían ser - o encontrarse
en - los orígenes de una identidad privada y colectiva, la chilena.
Por su parte, en un sintético ensayo publicado en 1991, Fernando Aínsa había propuesto
un acercamiento distinto a la nueva novela histórica latinoamericana . Para Aínsa, el
interés de los narradores por este tipo de novela responde a la necesidad "de
profundizar en su propia historia, incorporando el imaginario individual y colectivo del
pasado a la ficción" (15). Añade Aínsa que se trata de un "movimiento centrípeto
(cursiva en el original) de repliegue y arraigo" propio de la novela latinoamericana
contemporánea, movimiento "de búsqueda de identidad a través de la integración
(cursiva en el original) antropológica y cultural de lo que se considera más raigal y
profundo de la historia americana" (15). Relectura de la historia, especialmente de las
Crónicas y las Relaciones del siglo XV y XVI, esta narrativa neohistórica se propondría la
deconstrucción de la historia oficial, para lo cual recurriría a "modalidades anacrónicas
de la escritura, [...] al pastiche, la parodia y el grotesco" (15).
EL MAR DE las lentejas, del expatriado cubano Antonio Benítez Rojo, juega
de forma estimulante con la historia de España y de América mediante una
continua lluvia de luminosa y violenta imaginería y una inequívoca
indignación. Benítez Rojo tiene un punto de vista propio, analítico y espantado
que, cabe imaginar, procede de los tiempos en que, después de 1959, trabajó
para el recién instalado régimen castrista. La introducción de El mar de las
lentejas, escrita por Sidney Lea, cuya New England Review and Bread Loaf
Quaterly publicó por primera vez en inglés a este chispeante autor, nos dice
que, antes de la revolución castrista, Benítez Rojo había estudiado Economía
en los Estados Unidos y que después trabajó en el Ministerio de Trabajo.
Realizó investigaciones sobre historia caribeña para la Casa de las Américas,
una institución cultural del gobierno, y, en 1979, se convirtió en el director del
Centro Cubano para los Estudios Caribeños. Al año siguiente, cuando asistía a
una reunión académica en París, desertó, y ahora da clases en el Amherst
College. Después de proporcionar esos antecedentes, Lea pasa a describir El
mar de las lentejas como algo líquido, no sólo por su temática sino por su
método: “Su continuidad (o continuidades) consiste, paradójicamente, en los
propios polirritmos de la interrupción, la divagación, la reconsideración y el
agotamiento”. Cita a Benítez Rojo: “La cultura del meta-archipiélago es un
eterno retorno, una desviación sin destino o mojón, una rotonda que no lleva
más que de regreso a casa; es una maquinaria de retroalimentación, como el
mar, el viento, la Via Láctea o la novela”. Continúa citando a este elocuente
autor cuando dice que El mar de las lentejas es “sin duda, una novela
desconstruccionista”, remitiéndose así a un término oscuro que resulta muy
cómodo para los académicos contemporáneos. ¿Significa aquí
“desconstrucción” que la novela se va disolviendo a medida que avanza o que,
al dar vida a algunas desagradables anécdotas históricas, descompone nuestros
mitos de expansión imperial? La novela no es especialmente intrincada o
engañosa. Combina cuatro líneas narrativas diferentes, pero con
demarcaciones bastante claras; aquellos lectores que hayan sobrevivido a
Faulkner o Joyce no tendrían que tener problema en mantenerse a flote. En
esta cuestión de si Benítez Rojo es legible o no, lo que importa es que ha
llenado su novela de un material llamativo y que escribe maravillosamente, de
forma vital, penetrante y con una densidad poética.
Las cuatros líneas se refieren (1) al Rey Felipe II de España que, agonizante
en su lecho de El Escorial en 1598, reflexiona con tristeza sobre su largo
reinado; (2) al soldado Antón Babtista, un personaje inventado que llega a La
Española en 1493, con el segundo viaje de Colón, y a su rapiñera carrera entre
los crédulos y dóciles indios; (3) a don Pedro, el joven yerno del Adelantado
(título que se daba al gobernador de una provincia) Pedro Menéndez de Avilés,
que vive de la fundación de San Agustín en 1565 y la masacre inmisericorde de
las tropas de los hugonotes franceses capturadas en sus cercanías; y (4) a los
Ponte, una familia de comerciantes genoveses transplantada a Tenerife, en las
Islas Canarias, y al provechoso comercio triangular que desarrollan,
intercambiando armas por esclavos en África y esclavos por oro, plata y perlas
en el Caribe. Esta última línea narrativa, la económica, se aprovecha de la
especial erudición del autor y resulta crucial en este tapiz de explotación
colonial, aunque sea la más difícil de seguir, a pesar de que las aventuras
financieras de los Ponte tengan toques coloristas en los que se incluye la
piratería y la calculada seducción del marino inglés John Hawkins por la
encantadora Inés de Ponte. En las cuatro historias, las mujeres tienen un
importante papel en los destinos de los hombres: Inés recluta a Hawkins para
la flota de los Ponte; Felipe II lamenta profundamente no haber logrado los
favores de Isabel de Inglaterra, un revés amoroso que tiene resultados
cataclísmicos en la derrota de su armada treinta años después, y tanto Antón
Babtista como don Pedro deben sus privilegiadas posiciones a los familiares de
sus cónyuges.
Babtista es una maravillosa creación, una especie de Sancho Panza de
Rabelais. Las pequeñas indias taínas de La Española no son para él más que
simples receptáculos que hay que llenar o vaciar:
“...te solazaste con una moza de coño estrecho y azmizclado; enseguida
tomaste a otra que criaba, y medio acogotándola te pegaste a mamar como un
ternero hasta dejarle las ubres secas. Aquello sí que era vivir y no los días de
hambruna y letanías de la Mariagalante, suspirabas de gozo, oculto entre las
cañas del río, mientras rajabas con tu verga la entrepierna de una niña de
pechitos duros y salados como cuezcos de aceituna”
Este regodeante hombre común de la conquista, “con la panza pesada y los
compañones vacíos”, sirve de estímulo para que la prosa de Benítez Rojo
alcance el cálido entusiasmo del trato directo. Confundido con un dios, Babtista
vive entre los indios como un huésped privilegiado:
“...engordaste como un cerdo en ceba, Antón: criaste una dulce entrepiel de
grasa y echaste enjundias y tocinos patriarcales que mecías en la bondad de la
hamaca, Antón lechón, Antón gordinflón, Antón panzón, que hasta la nariz te
rezumaba manteca”
En un momento de impulsivo altruismo, Antón bautiza a un bebé taíno. A
través de ese niño establece un vínculo con la sobrina de un jefe indio; a su
amante la llama doña Antonia y se incrusta en su familia “como una voraz y
descomunal nigua”. Sin embargo, su feliz estado parasitario se ve alterado por
las nuevas normas coloniales de La Española, que se está asentando: cuando se
prohíbe la cohabitación, Antón se casa con su benefactora india, y cuando un
decreto declara que “todo aquel culpable de rebajar a los pisos la dignidad
castellana por su matrimonio con india lorar y pagana” debe perder sus tierras
y posesiones, actúa aún con más decisión. “Antón Babtista, al oír al pregonero,
corrió a su casa, busco a doña Antonia y, en un periquete, la estranguló con la
tira de algodón que llevaba a modo de tiara”.
La crueldad arbitraria de esos invasores españoles, poseídos por sus ideas
de Dios y del oro, arde en toda la alucinante historia de El mar de las lentejas.
La devoción de Felipe II, que aspira a la santidad, se mezcla tenebrosamente
con el hedor y con los efluvios de su postrer sufrimiento; el peso de un reinado
sin alegría, dedicado a la Contrarreforma, le empuja a la tumba. Con fría
satisfacción, contempla la amplitud de su católico imperio, en el que “si por un
azar el enemigo pusiera pie en algún paraje desolado, no se sostendría allí
mucho tiempo, pues correría la suerte de los hugonotes que osaron aposentarse
en Florida”; así se alude a un acontecimiento del que hemos sido testigos en
otras de las narraciones de la novela. Con todas las cortesías de la caballería
medieval, Menéndez de Avilés (a quien su yerno considera débil y viejo, aunque
en 1565 tenga sólo tenga cuarenta y seis años) rechaza el ofrecimiento de
tributo de los soldados franceses y su petición de clemencia. Le indican que
Francia y España no están en guerra, y él responde: “cierto que guerra no hay...
más la Florida es casa ajena y vedada para todo aquel que no sea español. Por
más sois herejes y, ansí, enemigos de España, y os habré de combatir como
tales, que eso encomendóme mi rey... más sois luteranos y os habré de matar
por ello”.
Las fuerzas protestantes, creyéndose por error menos numerosas, se rinden
y son masacradas a traición en las dunas. Al final de la carnicería, que ha
tomado a don Pedro por sorpresa, su suegro le pregunta burlón: “¿Cuántos
cerdos luteranos habéis matado, maestre?”. Cuando aparece el siguiente grupo
de hugonotes, se invita a don Pedro a dar muerte a su jefe, Juan Ribao, cuando
se arrodilla en la arena para cantar un himno. Tembloroso, el joven se pone a
ello, pero, después de la primera arremetida, la víctima sigue cantando
“aunque muy quedo y atorado por la sangre que le corría por boca y narices”. El
Adelantado le abraza diciendo: “Ya puedo morir tranquilo, que destas tierras
seréis buen cuidador”. La Contrarreforma ha conseguido otro buen soldado; el
quisquilloso fanatismo forjado en las guerras contra los moro, con el que el
imperio español habría de levantarse y caer, se ha puesto de manifiesto de
manera escalofriante.
El cuadro de Benítez Rojo prescinde de muchos elementos que un
historiador imparcial podría haber incluido: los compasivos sacerdotes que
iban tras los ejércitos, registrando y, finalmente, mitigando las atrocidades que
sufrían los indios; el salvajismo que ya existía en las naciones indígenas, así
como el valor y el brío quijotescos con el que, en pocas décadas, los
conquistadores, atraídos por los rumores de la existencia de El Dorado y de la
fuente de la juventud, reclamaron como propio un territorio que iba desde
California hasta Chile. Sin embargo, la responsabilidad de una obra de arte
reside en dotar de vida convincente a los materiales que elige y El mar de las
lentejas, tomando su atmósfera irreal de los hechos, sí logra tejer una
nauseabunda visión de la crueldad, codicia, opresión y destrucción desatada en
el Nuevo Mundo por los conquistadores españoles. Esta novela nos hace
lamentar el descubrimiento de América.
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