Pequeña Flor - Iosi Havilio
Pequeña Flor - Iosi Havilio
Pequeña Flor - Iosi Havilio
Pequeña flor
Fogwill, Help a él
Esta historia empieza cuando yo era otro. Como cada día desde que nos
habíamos mudado al pueblo, ese lunes por la mañana me subí a la bicicleta
y me puse a pedalear. A la salida del túnel, con el aire pesado del viaducto
soplándome en la cara, se me metió en la cabeza que Antonia quedaría
enana para siempre. La idea me produjo a la vez angustia y una extraña
ilusión. Eso pensaba, cuesta arriba, en el preciso momento en que me
sorprendió una gruesa columna de humo negro adosándose a las nubes.
Trescientos metros más allá, en la cima de la pendiente que lleva al parque
industrial, ya no tuve dudas, el incendio, los restos del incendio, provenían
de la fábrica de fuegos artificiales. El predio estaba cercado por patrulleros,
autobombas y camiones de defensa civil. A la distancia reconocí un grupo
de trabajadores amuchados detrás del cordón policial. No tuve coraje para
acercarme. Di media vuelta y me dirigí hacia un árbol de proporciones
encaramado sobre una loma. Me acomodé al pie del tronco para seguir el
rumbo de los acontecimientos. Al enjambre de sirenas se agregaron algunos
móviles de la televisión. Me agarró una suerte de parálisis, física y
espiritual. Imposible saber cuánto tiempo habré estado junto a aquel árbol.
El avance del hambre me hizo caer a tierra. Me alejé de la escena
masticando una sensación mixta, mezcla de abatimiento y liberación. Los
primeros metros caminé a la par de la bicicleta para no levantar sospechas
en la retirada. Llamé a Laura, le dije que me desocupaba más temprano y le
propuse de encontrarnos bajo la pérgola de la costanera. El plan era hacer
un picnic para festejar el primer cumpleaños de Antonia. Crucé el puente
levadizo y me instalé en un puesto de comidas a la vera del canal
frecuentado por obreros y maquinistas al que me gustaba ir cuando
necesitaba ordenar mis pensamientos. Pedí el plato del día: asado al horno
con papas. La visión de la montaña de basura y los caranchos sobrevolando
en círculos me empujó a un repaso de mis últimos años. Alguna vez alguien
dijo de mí que era un chico maravilla, capaz de convertir en oro cualquier
cosa que tocase. Derroché la mitad de mi vida convencido de que tarde o
temprano así sería. El cielo fue aclarándose, debió cambiar el sentido del
viento, la sensación de pesadez de la mañana se disolvió en una brisa
refrescante. El festejo del cumpleaños de Antonia fue íntimo e intenso.
Tanto que me prometí repetir la ceremonia del picnic hasta que fuera adulta.
Nos ubicamos en las escalinatas que descienden a la laguna, comimos
sándwiches de miga, una debilidad familiar. Antonia parecía dedicada a
demostrarnos su contento revoloteando como una abeja joven. La
fascinación que ejercía sobre las garzas era la prueba más clara de su
singular fuerza vital. Laura y yo estábamos conmovidos. Por la noche, me
encerré en el cuarto de herramientas a terminar la casita de muñecas que le
estaba fabricando, su regalo de cumpleaños. Venía retrasado. De pronto se
abrió la puerta, Laura entró y se quedó mirándome con la mandíbula floja:
¡No me contaste nada! Le dije que no había querido preocuparla en un día
tan especial. Vi las imágenes en el noticiero… ¡Es un desastre! ¿Qué pensás
hacer? No sé, le dije con sinceridad, ver qué pasa. Seguí trabajando hasta
tarde bajo el estímulo del esmalte. Me propuse terminar mi obra y así fue,
cuando entré a la habitación para acostarme, Laura se había quedado
dormida con el televisor encendido. En la pantalla, pasaban una película en
blanco y negro ambientada en Venecia. Apagué el aparato y me puse a
buscar información sobre el incendio en Internet. Figuraba en todos lados.
Leí algunas crónicas, hipótesis de cómo se había desatado, si por un
cortocircuito o por la explosión del tanque de combustible de un
montacargas. Las fotos mostraban las instalaciones al final del día, la
destrucción había sido casi total. También podían verse una serie de videos
tomados por vecinos y automovilistas al momento del estallido del depósito
durante la madrugada: miles de fuegos multicolores resplandeciendo en un
fondo negro. El chisporroteo traía reminiscencias de una guerra lejana y
espectacular. Fue inevitable que esas imágenes se colaran en mis sueños. Al
día siguiente me desperté a la hora de siempre. Me di una ducha, me vestí,
prendí la radio, desayuné y, a punto de montar a la bicicleta, Laura me
detuvo desde la puerta: ¿A dónde vas? Quería huir, a cualquier parte. Llamé
a los distintos números de la empresa, intenté ubicar a los dueños en sus
celulares, nadie contestó. Entré en un estado de catatonía. Todos mis
movimientos parecían falsos, como si otro se hubiera adueñado de mi
cuerpo y de mi mente. Andaba por la casa igual a una momia, desquiciado,
incapaz de ningún pronunciamiento. Por las noches, mientras Laura dormía,
me torturaba mirando los videos de la fábrica volando por los aires. Los
repetía una y otra vez, obsesivamente. Había capturas de todo tipo y
definiciones, desde los ángulos más insólitos. El viernes recibí el telegrama
de suspensión. Laura reaccionó con frialdad diciendo que había que
atenerse al sentido de las cosas. Ella podía retomar su trabajo; después de
todo, el año sabático le estaba resultando demasiado largo. En un inicio me
salió la convención y me opuse, pero la perspectiva de buscar empleo
terminó callándome la boca. El alquiler y la alimentación no eran
negociables. De una semana a la otra, Laura volvió a la editorial y yo me
convertí en ama de casa a la fuerza. El primer tiempo fue un temblor. Las
horas del día se confabulaban en mi contra estirándose para marcarme la
nulidad. Lo peor sucedía en ese segmento siniestro de la media tarde, ese
tiempo larvoso que transcurre entre el almuerzo y el regreso a casa. Entraba
en un agujero negro en que podía sostener con igual énfasis la voluntad de
cambiar el mundo como de desaparecer sin dejar registro. Mi ánimo se
había convertido en un holograma permanente. Fuera cual fuera la actitud
que tomara, terminaba cayendo en una trampa; ninguna iniciativa
abandonaba el limbo de las declaraciones. Antonia, para quien yo me había
vuelto imprescindible, se encargaba de regular mi vacío. De no haber sido
por ella, me hubiera fagocitado la depresión. Rendido ante la evidencia,
después de una serie de jornadas inexistentes, cambié la frustración por una
rebeldía negativa entregándome a una indolencia completa y deliberada.
Decidido a no hacer nada de nada, el tiempo resolvió lentificarse. Y el ocio,
se sabe, es el camino más recto a la suciedad y a la degeneración moral.
Laura por su lado, pasada la novedad, volvió a sufrir la fatiga del mundo
laboral y empezó a demostrar impaciencia por mi desidia. Finalmente ella
había tenido que volver a trabajar de golpe y en condiciones poco amables:
dos horas de viaje de ida, dos de vuelta y un puesto menor; había pasado de
editora de contenidos a correctora rasa. No podés dejarte caer así, me
reclamaba. Probá con algo chico, me dijo una mañana antes de salir. ¿Por
qué no ordenás los CD? Algún día vamos a tener que hacerlo, aunque sea
para tirarlos a la basura. Me sentí humillado. Rebatí la afrenta con
estoicismo. Me preparé un café doble y me acomodé en el piso con el cajón
de manzanas donde guardábamos los CD tapados de polvo. Amontonados
en un rincón incómodo de la casa, resistentes a pesar de saberse una especie
en extinción, las cajas vacías, los discos rayados, eran la prueba de un
pasado brillante, plagado de inquietudes. La tarea me tomó el día entero, y
si al principio la realizaba a regañadientes, animado por un puro orgullo
contestatario, el entusiasmo fue creciendo desde los pies con una tibieza
imperceptible hasta ya no poder disimular más. No recuerdo bien cuál fue el
disco que produjo el clic generándome un irresistible impulso de volver a
escuchar. Es probable que haya sido uno de Manal. O las rapsodias de Liszt.
El efecto fue inmediato, como un pase de magia. ¡Ahí estaba todo! En esos
discos marginados dormía mi potencia. Gracias a la música, de la desidia
pasé a la acción, de la depresión a la esperanza, al empleo ideal del tiempo.
Elegía un disco por día, a veces al azar, otras con intención, que se
convertía en el programa de mis movimientos: ópera, blues, folklore,
rockabilly y todas esas bandas que me habían acompañado en la
adolescencia y que tenía olvidadas hacía tantísimo tiempo. Gracias a la
música, a media mañana la casa estaba impecable, el almuerzo preparado y
la ropa tendida al sol. A Laura mi actitud le pareció sospechosa: ¡Tampoco
se trata de hacerse el superhéroe! Le aseguré que me movía una fuerza
genuina. Allanados los trabajos menores, pasé a una segunda etapa, la de las
grandes obras. Me consagré a vaciar la baulera, aliviar alcantarillas,
clasificar ropa vieja destinada a donaciones, a la jardinería. Comencé por
rastrillar la hojarasca y cortar el pasto, seguí con la poda del limonero,
desparasité los troncos y diseñé una huerta. Compré semillas de varios tipos
de lechugas, ajo, tomate, zanahoria y remolacha. Antes que nada, según una
guía del horticultor que descubrí en la biblioteca, era recomendable crear
una compostera para abonar la tierra. Así fue que un jueves por la noche,
alrededor de las ocho, en cuanto llegó Laura del trabajo, fui a pedirle
prestada la pala al vecino. En la vereda, con una luna fabulosa metida entre
las ramas del jacarandá, me vinieron los versos de un poema que solía
recitar mi abuela: La tierra de los baldíos/aguarda para ser madre/ que
alguna madre la libre/de basuras y yuyales. El vecino se había mudado
hacía unos meses después de hacerle una serie de refacciones a la casa. La
obra había interferido en nuestro cotidiano; las horas extrañas y los ruidos
de la maza y el taladro nos habían interrumpido el sueño más de una vez.
Durante ese tiempo había visto a diario cómo los obreros preparaban la
mezcla del cemento junto al cordón. Toqué el timbre una vez, dos veces,
nada. A la tercera, se corrió la mirilla. Hola, soy el vecino de al lado,
perdón por la hora. Dije que venía a pedirle prestada la pala. La puerta se
abrió y un rayo luminoso me dio en los ojos. Un hombre muy bronceado en
el corazón de la treintena, en jean y camisa desabotonada, me recibía con
una sonrisa radiante. Extendió su mano que estreché con decisión. Nos
presentamos: Guillermo, José. Lo acompañé por un pasillo largo, entre
cajas de azulejos, rollos de membrana y caños de aireación. La pala estaba
entre bolsas de arena y cal al pie de la escalera. Nos detuvimos a observarla
en silencio. Guillermo me miró con ojos pícaros, risueño: Te gusta la
música... No era una pregunta sino una afirmación en la que no pude no
percibir un reproche. Desde que había redescubierto mis viejos discos, que
escuchaba a cualquier hora del día y a todo volumen, nunca me había
detenido a pensar en que pudiera molestar al vecino. Le devolví la sonrisa
con un dejo de culpa. Me equivocaba, no había ni una pizca de reclamo en
sus palabras, más bien una estrategia para la amistad. Vení, me dijo
olvidando la pala, tengo algo que te puede interesar. Y no tuve otra que
seguirlo. La casa era de concepción moderna y sin embargo se ajustaba a la
distribución clásica del espacio. Cada cosa estaba en su lugar, todo tenía el
brillo de lo nuevo: la pantalla negrísima en la pared del fondo, la biblioteca
blanca, el sillón de cuero en forma de riñón, una lámpara de pie con tulipa
caracolada, la mesa ratona de vidrio y patas de mármol con libros de arte
falsamente desordenados en la base. Guillermo me invitó a sentarme y me
ofreció una copa de vino. Tan veloz que fue como si me hubiera estado
esperando. Me preguntó sobre mí y le conté un poco. Le hablé de Laura y
de nuestra pequeña hija Antonia. Le mentí respecto al trabajo diciéndole
que estaba empleado en la municipalidad. Quiso saber dónde. En una
dependencia en formación, me escabullí. Vació su copa y se largó a hablar.
Yo, dijo ampulosamente haciendo girar los dedos índices, me dedico a la
decoración de interiores… pero sobre todas las cosas soy un enfermo del
jazz. La frase me dio escalofríos y bebí otro sorbo del muy rico vino que me
había servido. De ahí en más, caí en una nebulosa hipnótica. Guillermo
actuaba como un mago, presumiendo de todos sus trucos. De la nada
preparó una picada con los mejores quesos. Mi paladar comenzó a
enardecerse, igual que la cabeza. Guillermo desplegó su discoteca:
quinientos treinta y tres álbumes de jazz. Acá está todo, de la a a la zeta. Me
hizo escuchar una infinidad de temas, las horas corrieron a un ritmo
acelerado. En un momento, sonaba una trompeta melosa y acompasada,
Guillermo se puso a bailotear en el centro del living. Me sorprendió su
desenfado. Qué tarde se hizo, dije como un autómata pero algo dentro mío
ya andaba mal … y él, con la risa encima: ¡No nos olvidemos de la pala!
Bajamos las escaleras en fila y tambaleantes. Yo iba detrás, tomado de la
baranda, Guillermo al frente con su gran copa de vino en la mano. En el
último escalón, hizo un movimiento engañoso murmurando algo que no
llegué a distinguir acerca de la pala y los albañiles. Me adelanté y propuse
levantar las bolsas que la aprisionaban. Guillermo negaba con la cabeza
pero tampoco encontraba la manera de hacerlo, la copa se lo impedía y
parecía no darse cuenta. Se acuclilló visiblemente aturdido y a mí me nació
una lenta pero rabiosa exasperación. Una suerte de protesta primitiva que
produjo un quiebre en mi interior. Fue entonces que me agaché, empuñé la
pala por el mango extrayéndola limpia de entre las bolsas y en una
maniobra continua, atrás, arriba y abajo, la hundí con firmeza en la nuca de
Guillermo. El filo se incrustó en la carne los centímetros necesarios para
que la cabeza se saliera de su eje y con el mismo impulso, apenas más
intencionado, el metal alcanzó la mitad del cuello. Al menos así me pareció,
aunque pudo haber sido mucho menos, o incluso más. El sonido de la
incisión fue lo más lacerante. Lejos de entrar en pánico, consideré el cuadro
con precisión. Ni a los gritos, ni exaltado, sentí que mi osamenta se cubría
de una capa de acero de los pies a la cabeza; al cabo de ese proceso
despegué las manos de la empuñadura de la pala colocando los brazos en
candelabro. No había sido yo, alguien, algo, se había apoderado de mi
voluntad. Guillermo producía un rosario de gemidos agudos y
entrecortados. El golpe lo había puesto genuflexo, los brazos hacia adelante
en el intento natural de amortiguar la caída. Un movimiento mínimo
comparado con el daño. Lo extraño era que mientras la mano izquierda
había quedado apoyada en el canto del último escalón, la otra miraba al
cielo, mendiga. Si se obviaba la cabeza semi cercenada, se hubiera dicho
que Guillermo se dedicaba a una plegaria profunda, una singular coronación
de la experiencia. Un calor de caldera me entró por las orejas impidiéndome
cualquier reacción. Estuve tildado no sé cuánto tiempo hasta que desde lo
alto la trompeta alcanzó una nota sobreaguda que me despabiló. Me tragué
el horror y opté por lo básico: removí la pala. Una rara, final, animación,
hizo que el tronco de Guillermo se torciera pegando el mentón al pecho. El
resultado fue un reguero de sangre que me hizo girar la cabeza
instintivamente. Por fortuna, ni una sola mancha superó el límite de mis
rodillas. La huida se me presentó como materia urgente. Sin soltar la pala,
di seis trancos hasta el umbral. Con un pie en la vereda, comprobé la
ausencia de testigos. El aire templado, la noche prístina, eran la peor ironía.
Fuera de mi vista, resonaban los cascos de un caballo de carga golpeteando
contra el asfalto. Apuré los metros que separan una casa de la otra, abrí la
reja, fui al fondo y escondí la pala bajo las hortensias. Entré por la puerta de
atrás en puntas de pie. Sobre la mesa de la cocina me aguardaba la cena
servida y fría, un pastel de choclo que yo mismo había cocinado a la tarde.
Me encerré en el baño esquivando el espejo, me saqué los pantalones, los
zapatos, las medias y sumergí todo en la palangana vertiendo lo que
quedaba de un botellón de lavandina. Sentí un cansancio extremo. Y ese
calor que venía desde adentro. Me asomé a la habitación de Antonia que
respiraba suave rodeada de sus planetas. La imagen me reconfortó y sentí la
necesidad de imitarla. El sueño podía ser un bálsamo, la vuelta a lo real.
Entrando al cuarto tropecé con la pata de un caballete provocando un
derrumbe de libros y cosas que hubiera despertado a cualquier persona
normal. Sin ocuparme de levantar nada, me acosté de mi lado de cara al
cielorraso invisible. Un roce involuntario encendió a Laura, que empezó a
buscarme con la punta del pie. Negarme hubiera avivado sospechas o peor,
una conversación. Hicimos el amor y Laura volvió a caer en las
profundidades de su sueño de marsopa. Hubiera deseado hacer lo mismo, en
mi caso el sexo había exacerbado el alerta. Ni bien cerré los ojos el filo de
la pala rebanando la carne me volvió con una nitidez extraordinaria.
Durante unos minutos, mis pensamientos se atolondraron cerca del delirio.
Bajé de la cama resuelto, pero sin saber qué hacer. Como Laura se
acomodaba abrazándose a la almohada, dije al aire: No puedo dormir, voy a
prepararme un té. Salí al jardín en calzoncillos y rescaté la pala camuflada
en el cantero. El cielo tenía un color geométrico y alucinado. Los grises y
los azules se imbricaban contra cualquier lógica. Alrededor, estridente y
gutural, el canto de las chicharras y el arrullo de las palomas se
entremezclaban alimentando el aturdimiento. Tan irreal parecía todo que
por un momento me convencí de que estaba inmerso en una pesadilla. La
ilusión duró poco, la pala ensangrentada me devolvió a tierra. Sin dudarlo,
en el preciso lugar en donde tenía pensado ubicar la compostera, me puse a
cavar. A medida que el pozo se hacía profundo, entendí que abría una
tumba para enterrar a Guillermo. La pala había sido el móvil, el arma
asesina y ahora la coartada. Cavé con la potencia de dos hombres,
embarrándome todo. Conté treinta y seis paladas. Mi edad en tierra. Ni fosa
ni compostera, tenía delante de los ojos una ciénaga sin proporciones.
Siempre había oído decir en el almacén del pueblo que la proximidad del
río acercaba las napas a la superficie, el charco negro al fondo del pozo era
la mejor prueba. Me interrumpí por el agotamiento y porque ya empezaba a
clarear, aquella bóveda transfigurada había dejado paso a la claridad
incontestable de una mañana más. Naturalmente, a la luz del día, quedaba
descartado trasladar el cuerpo de Guillermo. Hundí la pala en el montículo
de barro, fui derecho a la cama y me acosté al lado de Laura. Horizontal, ya
no pude controlar el rumbo de mis devaneos. En el intento de recapitular,
todo entraba en una caja negra, caleidoscópica, desde el momento en que
me despegaba del sillón rumbo a la escalera. Y al mismo tiempo que los
hechos se borroneaban, una presencia acústica se volvía cada vez más
definida: esa música meliflua y hechicera de ritmo inagotable. Y ahí estaba
yo, alzando la pala con envión para atacar de lleno la nuca del vecino. Todo
lo demás, incluyendo la inevitable visualización del cadalso por venir, toma
la forma de una noche ebria y banal. Cierro los ojos y nuevamente esa
trompeta diabólica. Lloraba. Así empezaba el día, con el canto de los
zorzales perforándome los nervios. Admití que ya no iba a poder dormir,
esperé un tiempo prudente y en cuanto oí los primeros signos de la mañana
(un niño negado a caminar, el paseador de perros del silbido chillón, una
conversación entre dos viejas sobre la mala salud de una tercera), fingí un
despertar. Recién ahí me di cuenta de que me había acostado con barro de
los pies al cuello. Mi silueta estaba nítidamente delineada sobre las sábanas,
igual que la víctima de un tiroteo salida de un pantano que ahora tienden
sobre el camino. Hombre muerto y sin cabeza: el mensaje era elocuente. Me
di un golpe breve con el talón de la mano en el entrecejo. Se me apareció
Antonia, mis deberes de padre, estaba obligado a la persistencia. Acomodé
a Laura con movimientos suaves para quitar las sábanas sucias y espié la
calle por entre las tiras de la persiana. Nada fuera de lo común, ni sirenas, ni
patrulleros, tampoco periodistas. ¿Quién sería el primero en descubrir el
cadáver? Probablemente Guillermo tuviera una empleada doméstica, había
que ver si le tocaba ir los viernes. Quizás uno de los obreros pasase para
terminar algún trabajo, el electricista. O un cliente ansioso de discutir
detalles de la ambientación de su casa. Frente al espejo del baño, hice una
promesa a cambio de zafar del trance. Abrí la canilla de agua fría, me
desnudé y entré a la ducha. Pegué la cara a la flor, mi cuerpo seguía
hirviente. Me enjaboné mucho y con ardor en los ojos oí un llanto de bebé.
Tomé distancia del agua y paré la oreja. Si quería ordenar mi descalabro
interior, debía evitar que Laura se despertase temprano. Estuve a punto de
salir así mojado para contener a Antonia. No fue necesario, el llanto venía
del exterior. Vestido con lo primero que alcancé a manotear, un short y una
remera blanca, fui a la cocina exigiéndome dominio de la situación. Antes,
escurrí la ropa que había dejado sumergida en lavandina, hice un gran bollo
juntándola con la embarrada y metí todo en la máquina. Cuando el tambor
comenzó a girar, sentí el primer alivio en muchas horas, la tierra, la mugre y
la sangre se mezclaban irremediables. Ya nada sería fácil de reconstruir.
Encendí la radio y me dispuse a limpiar la casa, tenía que actuar con
naturalidad. En las noticias se hablaba de un fabuloso choque de trenes en
Winnipeg, de la muerte de una actriz joven, del fútbol por venir. Nada
acerca de Guillermo y su degollador. Lavé los platos sucios, pasé el trapo al
piso de mosaicos con tres gotas de detergente y preparé el desayuno:
exprimí todas las naranjas que había en la frutera descarnándolas por
completo como si en ese acto se me jugara el destino. Además del jugo,
hice huevos revueltos y un café batido. Todo esto antes de la hora en que
Laura tiene pautada la alarma del teléfono. Antonia se despertó con un
dulce gimoteo. La tomé en brazos, le cambié los pañales y la senté en su
sillita a comer banana pisada. Me miré las manos, ¿podía ser que sirvieran
para criar y asesinar con el mismo afán? Otro golpe en el entrecejo y volví a
la acción. Había encontrado un recurso eficaz para combatir los artilugios
de la mente. Preferí no interferir en la rutina de Laura que, al rato de sonar
la alarma, salió del cuarto desperezándose. Camino al baño, nos echó una
mirada aturdida. Al salir, hizo un comentario sobre el fuerte olor a
amoníaco que despedía la rejilla. Lavandina, corregí, la usé para
desinfectar. ¡Cuántos otros indicios habrían quedado incriminándome a
gritos en los lugares menos pensados! Laura quiso alzar a Antonia, pero la
niña se despachó con un berrinche. La escena no era nueva, el vínculo entre
madre e hija se venía deteriorando de manera preocupante desde que Laura
había retomado el trabajo. Antonia rechazaba sus caricias, sus besos,
incluso la teta. Hice un gesto esquinando el labio, una invitación a la
paciencia, Laura depositó a Antonia en la silla dirigiéndome una mirada de
fastidio. Te preparé un desayuno de lujo, atajé rápido el reproche. Laura se
encerró en el cuarto, me senté a la mesa con la cafetera en la mano. Tardó
un rato en reponerse, se unió a nosotros en silencio, le serví los huevos, una
taza de café con leche, dijo en tono seco: ¿No hay pan? Me puse de pie
aguijoneado por cierto frenesí. La excusa de salir a la calle me produjo una
tremenda excitación. Exponerme a la luz del día, contemplar el afuera con
mis propios ojos parecía una buena manera de exorcizar y desenloquecer.
Voy a la panadería y vuelvo, dije. Abrí la puerta, cerré los ojos y respiré
profundo. El mundo seguía ahí, tal cual. Al pasar delante de la casa de
Guillermo, me fijé en el piso ranurado sin detenerme, ninguna señal de
nada, la sangre no había llegado a la vereda. En la panadería había una cola
insólita. Tenía por lo menos seis personas delante, me pareció un
despropósito hacer semejante fila por un poco de pan, ponerme tan en
evidencia. Entendí que tenía que explotar cada signo, interpretar cada guiño
del exterior para evitar un desmoronamiento estrepitoso. Sin embargo, la
paranoia fue apoderándose de mí. En el aire pesqué una serie de palabras
convencido de que me aludían: espanto, vecinos, inhumano. Eso no hubiera
sido nada: a un paso del mostrador una sombra me comió la nuca. Como
una ráfaga espectral lamiendo los cristales. Alcancé a girar la cabeza en el
justo momento en que la cola de un Kia blanco con vidrios polarizados
barría el reflejo de mi campo visual. Inconfundiblemente, el auto de
Guillermo. Lo tenía bien identificado, lo había visto estacionado cien veces
en el último tiempo. Siempre igual, en diagonal a la plaza, justo en el centro
del playón, brillante y misterioso, subordinando el resto de los coches de la
cuadra. De los círculos paranoicos había caído en el terreno de las
alucinaciones. Pedí medio kilo de pan como un autómata. La vendedora,
una chica gordita y antipática que conocía de vista, agitó la bolsa delante de
mis ojos igual a un talismán. Toc, toc, ¿hay alguien ahí? Volví a casa
temblequeando; Laura me esperaba encogida de hombros con una taza en la
mano. Se enfrío el café, ¿dónde fuiste? ¿Al silo o a la panadería? Sonreí
atontado, inmóvil de toda inmovilidad. Laura, que me hablaba acerca de su
trabajo, de hacer las compras, del tiempo, ya no sé, advirtió mi estado y me
lo hizo saber: ¿Dónde estás, José? Negué varias veces con la cabeza. El
equilibrio en la convivencia siempre es difícil de sostener. A Antonia le dio
otro ataque y se largó a llorar. Esta vez, Laura hizo oídos sordos, desestimó
cualquier intento de consolarla, agarró su cartera y se despidió con un Llego
tarde… dándonos la espalda. No la detuve, no supe cómo, tampoco se me
ocurrió pensar qué haría con Antonia en el caso de que me arrestaran. Todo
parecía rodar barranca abajo sin freno. Debía mantenerme frío, confiar en el
cotidiano. Cualquier cosa que hiciera me parecía un error. Me senté junto a
la mesa de la cocina con un lápiz y un papel, tracé dos columnas para
intentar aclarar el cuadro de la situación. Un recurso infalible que me
enseñó una maestra para distinguir lo bueno de lo malo, lo cierto de lo
falso, los actos de la especulación. De pronto, sentí palmas desde la calle,
espié detrás de las cortinas, el susto se deshizo en cuanto reconocí el techo
de la camioneta del sodero. Le entregué el cajón con los envases vacíos por
encima de la reja y él me devolvió otro con las sodas cargadas. La
normalidad absoluta. Almorzamos en silencio, arroz con huevo. Ya había
pasado el mediodía y todo seguía como siempre. Sin la policía, ni la
televisión en la puerta, ninguna de las escenas temidas se había producido.
El pueblo entraba en el territorio de la siesta como el día más ordinario de
todos. Intenté retomar la rutina, puse un disco de Benny Moré y me
consagré a los quehaceres domésticos. Decidí limpiar a fondo el bajo
mesada de la cocina. Se había acumulado una buena cantidad de mugre y
sarro. Aniquilé una colonia de cucarachas, removí el óxido de las bisagras,
desmonté los estantes, la actividad me hizo transpirar. El sudor me
envalentonó, todavía existía la posibilidad de torcer el futuro. En una pausa,
frotando con la esponja de acero una olla difícil, levanté la vista y entreví
detrás de los vidrios ahumados la pala hundida, interpelándome. Como un
estandarte huérfano de causa, una marca imborrable de la peor acusación.
Compiladas, unas con otras, un sinfín de instantáneas rodaron por mi mente
hasta quedar tildada en la estela fantasmagórica del auto de Guillermo
acechándome desde atrás. Hice un esfuerzo por terminar la limpieza pero ya
no fue lo mismo, el día entró en un embudo doloroso. Antonia me otorgaba
toda la tolerancia que le negaba a su madre. Dormí dos siestas seguidas, me
sentía exhausto. Cayó la noche sin noticias en el frente, Guillermo se pudría
a diez metros de la realidad. Laura llegó más tarde de lo habitual, ojerosa y
con un ligero aliento a alcohol. Le pregunté si estaba bien: Bien muerta,
dijo y se acostó en la cama sin desvestirse. Estiró el brazo para manotear el
control remoto y encendió el televisor. Ni siquiera preguntó por Antonia,
que dormía hacía rato en su cuna. Hizo la danza por los canales tres, cuatro
veces sin prestarle atención verdaderamente a nada, señal de hartazgo y
vencimiento. ¿Qué onda el vecino?, preguntó de repente. Me encogí de
hombros para disimular una sorpresa que me erizó la piel: Normal, qué sé
yo… cambiamos dos palabras. Me lo crucé cuando entraba, te manda
saludos, dijo sin dejar de pulsar el botón como maniática, ni dirigirme la
mirada. Al filo de la provocación. ¿Qué vecino? ¿Estás segura? No
contestó. Le saqué el control de las manos para zanjar esa conversación
absurda. Me volvés loco cambiando de canal así, dejemos algo. Elegí un
documental para fastidiarla: La metamorfosis: de oruga a crisálida, de
crisálida a mariposa. La voz del locutor era densa, se preguntaba si la
metaformosis, más que ningún otro fenómeno de la naturaleza, no contenía
el núcleo del enigma de la vida. Como de costumbre, Laura se quedó
dormida. Era su forma silenciosa de protestar, el trabajo y los viajes al
centro la tenían destruida. La besé en la frente, hubiera querido despertarla,
decirle que la seguía amando, sacar el infierno de mi cabeza, al menos así
tendría motivos para la fuga. No me animé. Apagué la televisión y me
acerqué a la ventana: el Kia blanco estaba estacionado a cuarenta y cinco
grados frente a la plazoleta. ¿Dos autos iguales en la cuadra? Una
coincidencia difícil aunque no descabellada. Bajé la persiana hasta el
hermetismo. El sábado fue una réplica del día anterior, un forcejeo interno
entre abrazar la rutina y sucumbir ante las sombras del horror que me
decían sí y no, no y sí, alternativamente, en una dinámica perversa. ¡Cómo
era posible que aún nadie hubiera descubierto el cuerpo de Guillermo! A la
hora de la siesta, dominado por la ansiedad, me trepé a la medianera con el
pretexto de cortar unas cañas muertas. Estiré el cuello para espiar la terraza
vecina; todo estaba en su lugar, la manguera enrollada en un gancho, los
baldes y el lampazo, la parrilla recogida, incluso los helechos y los
malvones que parecían recién regados. Un ruido rastrero me descolocó y
casi me hace trastabillar. Era un hombre corto, de pantalón blanco y
musculosa, que me observaba desde abajo mientras le daba de comer a las
palomas enjauladas en el fondo de la panadería. Hola, dije y estuve por dar
explicaciones pero él soltó una risa perruna que me ahorró palabras y me
hizo sonrojar. El domingo le sugerí a Laura que fuera al cine para
despejarse. Frunció las cejas quejándose, como que le quería imponer una
diversión para desembarazarme de ella, finalmente agarró viaje. Compré el
diario con la intención de recorrer los avisos de empleo y a eso de las cinco
crucé a la plaza con Antonia. Estuvimos unas cuantas horas al sol, ese sol
tibio y gastado del final del verano. Desde mi posición, lanzaba miradas
furtivas hacia la casa de Guillermo, las cortinas estaban corridas, el Kia
blanco seguía en su lugar. Las miradas de las madres y los padres en el
arenero no me señalaban. Cayó la tarde. Las luminarias de la plaza se
encendieron chispeando unas después de otras sobre un fondo ceniciento.
Laura nos chifló desde la vereda de enfrente, se la veía sonriente, con una
mano en la reja a punto de ingresar a casa. Tomé a Antonia en brazos y sin
pensarlo mucho crucé para entregársela. La espontaneidad hizo que las
cosas salieran bien. Antonia y Laura parecían volver a congeniar. Voy a
recoger el balde y las herramientas, dije y Laura me tiró un beso. El plan
cine había resultado a la perfección. Bajando a la calle deseé no haber
hecho tantas cosas en el pasado. En el arenero solo quedaban dos mellizas
que un chico hamacaba en contrapunto, una composición simétrica y
dinámica, digna de ver. Ubiqué el pozo que habíamos cavado con Antonia,
me arrodillé y estirando un brazo di con el rastrillo. Fue en ese instante, al
alzar la cabeza, que me quedé duro. Junto a la ventana de la casa de
Guillermo dos siluetas dialogaban frente a frente detrás de las cortinas. No
eran reflejos, ni la alusión de un tercero, esta vez las cosas sucedían delante
de mis ojos, irreductibles. Recogí todo rápido y fui a sentarme en un banco
bajo la glicina. Una de la figuras era recta y robusta, la otra, curva y esbelta,
intuí que se trataba de un hombre y de una mujer; se movían con esa típica
parsimonia dominguera que parece aletargar los músculos y los ánimos por
igual. La visión me causó escalofríos, era el principio del fin. Debía ser una
pareja de policías, la fiscal y un inspector, algún pariente de Guillermo, el
médico forense. Sin embargo, tenían una actitud demasiado distendida para
analizar la escena de un crimen, parecía incluso que bromeaban. La noche
avanzaba, el aroma embriagante de las flores favorecía la agitación. Desde
el banco de la plaza también podía vigilar nuestro cuarto. Laura y sus
hábitos nocturnos: orden y televisión. Pensé en Antonia, en la orfandad por
venir. Cuando volví la vista, una de las siluetas se había esfumado, la otra
miraba en mi dirección. Sin dudas, una mujer. Prendió un cigarrillo, la brasa
marcaba un punto rojo, creciente y decreciente. Sentí miedo, terror, un
inmenso vacío. De pronto, el otro apareció por detrás, ahora formaban una
única sombra en lo que a todas luces era un abrazo. Laura apagó la luz del
velador, el parpadeo de la pantalla relampagueaba contra el vidrio, ellos se
pusieron cara a cara y comenzaron a besarse. Como ante una proyección
partida en dos, era testigo en simultáneo de dos realidades contradictorias.
En un mismo plano de espantosa nitidez, la cordura y la locura se repartían
mi conciencia a escasos metros de distancia. Un taxi se detuvo frente a la
casa de Guillermo. El chofer bajó del auto contaminando el aire con una
música de bajos tan fuertes que hacían temblequear los vidrios de la
panadería y tocó timbre. Algo dijo el hombre al portero eléctrico y volvió a
ocupar su lugar frente al volante. A la pasada me dedicó una mirada
sinuosa, como si sospechara de mi soledad. Un par de minutos más tarde, se
abrió la puerta de la casa de Guillermo y salió una chica rubia, de calzas,
camisa ajustada y el pelo lacio casi hasta la cintura. Se metió en el taxi, bajó
la ventanilla y sacó la mano para saludar. El auto arrancó, giró en la esquina
a la derecha y despareció; en lo de Guillermo, las luces permanecieron
encendidas por un rato hasta que todo quedó a oscuras. Acallé con
chasquidos las alocadas hipótesis que me tomaban la cabeza y me puse de
pie como pude para cruzar a casa. Laura estaba de muy buen humor, se
pintaba las uñas de los pies sentada en el borde de la cama. Quiso contarme
la película que había visto, la historia de dos chicas coreanas que se
enamoran del mismo chico y que deciden compartirlo sin que él se entere
de nada. Me describió una escena de sexo al aire libre en una especie de
jardín botánico con lagunas, puentes y ciruelos en flor que me excitó al
instante. No la dejé terminar, la besé, nos desnudamos, hicimos el amor de a
ratos con ternura y de a ratos furiosos. Mientras tanto, no podía dejar de
repetir esas dos figuras apretando junto a la ventana. El lunes volví a caer
en la parálisis. Fui una larva todo el día, la indefinición de los hechos me
laceraba. Antonia debió soportar y grabar para siempre el retrato de un
padre en su laberinto. El instinto de supervivencia me mandó a contrastar
los espejismos con la realidad. Aguardé la llegada de Laura y le dije: Voy a
devolverle la pala al vecino. El inconsciente me traicionaba con alevosía.
¿Cómo podía ser que persiguiera mi desgracia que también sería la suya?
Laura se encogió de hombros otra vez con signos de abatimiento, la jornada
laboral había sepultado los atisbos de mejoría. El trabajo no le estaba
haciendo nada bien. Salí a la vereda, di tres pasos hacia la calle y como en
la noche anterior las luces de la casa de Guillermo estaban encendidas. Era
suerte o verdad. Toqué timbre y esperé. Temblando, aterrado por la
situación, satisfecho por mi valentía. La respuesta fue inmediata. Voooy,
sonó una voz produciendo un eco metálico. Los indicios de los últimos días
me venían preparando para algo inadmisible y, sin embargo, cuando se
abrió la puerta, no pude evitar escupir una risa perturbada. Disimulé el
impacto haciendo palmas, como quien aplaude al final de un buen número
de circo. Guillermo me recibió con una sonrisa amplia, contento, casi
exultante. Disculpá la hora, dije arpegiando los dedos cerca de la sien para
justificar la risa. Dejé caer la mirada entre sus piernas, el pasillo estaba
intacto, sin manchas de nada. Al pie de la escalera, me fijé por encima de
sus hombros, las bolsas de arena y cal seguían prolijamente apiladas. Por
imitación, también Guillermo giró la cabeza balanceándose como caricatura
de púgil. Cómo decirle, de qué manera explicarle que cuatro días atrás lo
había dejado en aquel rincón semi decapitado. Porque lo cierto es que
Guillermo se veía saludable, con un bronceado reciente y un particular
brillo en los ojos. Tenía puesta una camiseta de rugby, gruesas franjas
negras y blancas, con el número treinta y cuatro en la espalda. Estás raro,
insistió, qué te pasa. ¡Parece que hubieras visto un fantasma! La frase hecha
me serenó. Solté una risa franca, catártica, y aproveché la agitación para
palmearle el hombro. Ese contacto, el primero que teníamos desde lo que
había ocurrido, tuvo la función del clásico pellizco. Sos un caso, remató
reacomodándose el flequillo con un movimiento preciso de cabeza y me
invitó a subir. ¿Te vas a quedar ahí? Dale, pasá de una vez. Sin alternativa,
caminé como un zombi detrás de Guillermo. Saberme inocente me produjo
un desahogo, al mismo tiempo, una terrible inquietud. En el lugar del
hecho, me demoré unos segundos en busca de alguna pista de lo ocurrido.
Absolutamente nada, ni el más mínimo vestigio de la carnicería del jueves
pasado. Apenas un pequeño tajo, como un labio de niño, en la base de una
de las bolsas de arena. Guillermo me apuraba desde el descanso de la
escalera, quería mostrarme su última adquisición: un bar inteligente. Se lo
había traído una amiga de Japón y acababa de ensamblarlo. Podemos
probarlo juntos, propuso. La personalidad de Guillermo era avasallante. No
daba descanso al cuerpo ni a la mente, desplegó su música y su
histrionismo. Hablaba sin control, enfervorizándose con cualquier excusa,
la vida parecía caberle como una aventura hedonista. Cerca de la
medianoche puso una versión distinta del tema meloso de la otra vez y
comenzó a bailar desde los hombros. Su cabeza rebanada me tomó la
mente, volví a sentir un poder, una rabia infinita. Qué tarde se hizo, me
apuré en decir y él: Vamos, no seas tímido. Salí huyendo con su risa
sonando de fondo. No había tenido ni un segundo para reflexionar,
necesitaba alguien, una voz razonable, que lo confirmara o lo negara todo.
En casa, reinaban el silencio y la oscuridad. Lo primero que hice fue
comprobar que la pala siguiera en el jardín. Ahí estaba, junto a esa fosa sin
destino, inútil ir a buscar restos de sangre, la tierra y la lluvia se habían
encargado de borrar cualquier huella. El pasado ya no importaba, la
pesadilla era este presente de ahora. Laura dormía profundamente, me
acosté a su lado, la cabeza no me dejaba en paz. Intenté desentrañar una vez
más lo sucedido. Una cosa era sospechar que Guillermo estuviera vivo
después de haberlo visto bien muerto y otra era confirmarlo. Descartado el
mal sueño y las alucinaciones, me masturbé dos veces seguidas aceptando
que quizás mi vecino fuera un elegido. Aunque era extraño que un hombre
tan ordinario tuviera semejante don. La mañana siguiente desperté decidido
a aclarar las cosas y me dispuse a realizar una serie de experimentos con la
muerte que arrojaron resultados asombrosos. Empecé con una hormiga.
Elegí una importante, la más robusta de la fila que cargaba un trozo de hoja
de morera camino al hormiguero. La coloqué sobre un pedazo de baldosa,
la aplasté bien aplastada con la yema del dedo gordo. Observé durante unos
instantes la hormiga inerte y me olvidé del asunto. Sobre una repisa,
seguían en sus sobres las semillas que había comprado unas semanas atrás.
También el cerco de plástico verde para proteger la huerta. El proyecto
había quedado trunco, era el momento de retomarlo, sin dudas sacaría lo
mejor de mí. Un sustento para el presente y un legado para mi hija. Al rato,
surcando la tierra para el sembrado, pasé junto a la baldosa partida. Ni
rastros de la hormiga. No significaba nada, podía habérsela comido una
araña, un sapo, o sencillamente se la había llevado una ráfaga. De haber
resucitado, era inimaginable distinguirla entre los cientos de sus semejantes.
Entendí que lo de la hormiga era una prueba sin compromiso, cualquiera
mata a una hormiga, tenía que hacer algo más definitivo, asumir un riesgo
mayor. La solución estaba a la vista. Apenas alcé los ojos me encontré con
el palomar al otro lado del muro. Sabía, por escuchar conversaciones
furtivas entre el dueño de la panadería y sus colegas aficionados, que las
hacían competir en distintos certámenes. Las que estaban enjauladas solían
ser las madres ponedoras, los especímenes virtuosos quedaban alojados en
el club de palomas mensajeras. También sabía por mera observación que los
sábados por la mañana las soltaban. Raramente alguna se alejaba, de tan
gordas les costaba el vuelo. Venían los del club y se armaba un remate
improvisado que alteraba la tranquilidad habitual del vecindario. Tramé un
plan para concretar el sábado siguiente. Compré una bolsa de alpiste y
regué con granos el jardín con la excusa de entretener a Antonia.
Sobrealimentadas y todo, un par se animaron a venir. La comida en lugares
desacostumbrados siempre resulta atractiva. El efecto contagio fue
inmediato. El jardín se llenó de palomas angurrientas que rodearon a
Antonia picoteando a su alrededor, la típica postal frente a las catedrales,
a domicilio. Laura había concurrido a regañadientes a una jornada de
recreación y creatividad que la editorial había organizado en una granja.
Quieren armar un banco de ideas, deslizó como si masticara un bocado
repugnante. A espaldas de Antonia, me calcé un guante de tela y capturé
una paloma por el pescuezo procurando pasar inadvertido. Por suerte, tenía
puesto uno de esos buzos con un amplio bolsillo riñonero, donde la escondí.
La paloma se sacudía por mucho que la sujetara. Crucé el jardín y me metí
en el lavadero. En un movimiento ciego y rápido encerré la paloma en una
caja de zapatos que usaba para guardar pinceles y rodillos y la sellé con
cinta de embalar. Del mediodía del sábado a la mañana del lunes, varias
veces pensé en la paloma y en el injusto cautiverio al que la sometía.
Guillermo nunca había muerto, el estrés me carcomía y socavaba mis
facultades. La solución pasaba por consultar a un psiquiatra y exponer el
caso más allá de cualquier vergüenza. Llegó el lunes y me levanté ansioso
por concretar el experimento olvidando los peros de la víspera. Mientras
Antonia hacía su siesta de media mañana, puse manos a la obra. La paloma
seguía viva aunque muy debilitada. Volví a aprisionarle el cogote, la
conduje hacia una esquina del jardín contra la medianera y le pegué un
golpe certero en la cabeza con un ladrillo. Suficiente. Por el pico y los ojos,
dos chorros de sangre declararon su extinción. Me sentí sucio pero así por
lo menos descartaba las ideas mágicas, me convencía de que a la hormiga
se la había llevado el viento y que mi historia con Guillermo era una gran
quimera hija del ocio. Un grito agudo y claro me despabiló. Antonia
lloraba, o hacía que, desde lo alto de la escalera que lleva al jardín. Fui a su
encuentro y a medida que me acercaba extendiendo los brazos para alzarla
vi cómo su cara pasó del susto a la euforia. Giré la cabeza siguiendo la
dirección de su mirada en el preciso instante en que la paloma que acababa
de machacar, mi paloma, sin esquivos, despegaba del suelo trazando una
parábola perfecta rumbo al colombario. Del atontamiento pasé al horror, del
horror a una extraña potencia, de algún modo, amorosa. Abracé a Antonia
con energía. ¡Cuánto te quiero!, le dije cubriéndola de besos. Tenía un
poder, un poder absurdo y maravilloso. Después de algunos días, entendí
que la solución al enigma sería volver a enfrentar a Guillermo. El hábito
llama al hábito como los planetas al sol. El jueves de esa semana, cuando
Laura llegó del trabajo, le comuniqué el parte diario (Antonia duerme, hay
pollo con arroz en la cacerola.), di algunas vueltas innecesarias por la casa y
acercándome a la puerta repetí a conciencia: Voy a devolverle la pala al
vecino. Laura encogió los hombros dejándome ir sin comentarios. Toqué el
timbre y esta vez Guillermo no me bajó a abrir, sino que me chifló desde la
ventana y me arrojó las llaves envueltas en una media. El encuentro se dio
más o menos en los mismos términos en que se habían dado los otros dos.
Yo instalado en el sillón de cuero, Guillermo revoloteando, con la música y
los tragos. Me preguntó por la huerta, le expliqué que todavía era una
expresión de deseo, quiso saber sobre Laura, cuál era su signo, cómo nos
habíamos conocido, me contó sobre su proyecto de viajar a Europa, también
habló de su madre y su hermana con las que tenía una relación complicada.
Dijo: Yo me hice desde abajo, no le debo nada a nadie. Con el alcohol, la
conversación se hizo procaz y divertida. Guillermo se cambió de camisa y
yo empezaba a preguntarme si sería capaz de volver a cometer el crimen.
La respuesta llegó con la música, una versión orquestada de su canción
favorita. Ése era mi pie. Qué tarde se hizo, balbuceé y Guillermo se puso a
bailar sobre la mesa ratona. Todo se empalmó irreversiblemente. Abrí los
ojos y distinguí el taco de cuchillos que asomaba detrás de la barra. Una
cadena de sonrisas fue llevándome a la cocina. Guillermo se movía sin
alterarse, empuñé un cuchillo largo que me pareció bien afilado, lo camuflé
contra la pierna y retrocedí. Aguardé que Guillermo terminara de completar
un giro, cuando lo tuve de frente, le clavé la hoja de acero en el centro del
pecho. Como había sucedido con la pala incrustándose en la nuca, lo que
más me impactó fue el sonido que provocó la puntada. Breve, sordo y a la
vez explosivo, como la ola que estalla sobre la roca. Pero en lugar de venir
del océano, surgiendo del esternón. Lo dejé tendido en el piso, boca arriba,
regurgitando sangre. Si bien la adrenalina volvió a revolucionar mi cuerpo,
me sentía más suelto. Un poco por cábala y otro poco por esa incomparable
calentura que acarrea una muerte violenta, conduje a Laura a una acrobática
sesión de sexo hasta la madrugada. Esta vez no hubo suspenso. Temprano
en la mañana, salté de la cama disparado a lo de Guillermo con la excusa de
unos anteojos olvidados. No fue necesario. La puerta estaba abierta de par
en par. Una mujer baja que baldeaba el pasillo me confirmó que el señor se
había ido a trabajar temprano. Decidí hacer un paréntesis en las
experimentaciones sobre mi don y me puse a investigar el tópico de la
resurrección. De las epístolas de Pablo de Tarso (“Si Cristo no resucitó,
vacía es nuestra predicación, vacía es también vuestra fe.”) al libro de Isaías
(“Devolverá la vida a los muertos, hará que se levanten sus cadáveres, que
se despierten los que están acostados sobre el polvo.”), de las creencias
mayas al síndrome de Lázaro, de las ideas de Tolkien a la literatura de
zombis, de la metempsicosis a las series de retornados, caí en una maraña
sin perspectiva. ¡El caso de Guillermo era tan distinto a todo lo demás! Ni
ascendía a los cielos, ni desplegaba alas, no evidenciaba secuelas, tampoco
marcaba el fin de los tiempos. Al anochecer, después de naufragar durante
horas en la confusión, visualicé algo que había estado raspándome las
narices sin llegar a manifestarse con claridad: ¡Resurrección! La palabra se
volvió nítida y corrí a la biblioteca. Rastreé en los estantes el tomo de las
Obras inmortales de Tolstoi, ese libro gordo que me había acompañado
como báculo y faro en lo mejor de la juventud. No me costó distinguir el
inconfundible lomo color sangre, ese objeto indeleble de título bordado con
hilos de oro. El aroma del cuero envejecido, la textura del papel sedoso y
amarillento, el hormigueo en la yema de los dedos, me trajeron de
inmediato porciones de goce infinito. Una época, entre los quince y los
dieciocho años, en que a pesar de leer mucho menos de lo que pretendía y
hablar sin pudor sobre lo que no leía, significó mi entrada a la patria grande
de la literatura. Rodeado de libros, me amurallaba ante el disgusto
amenazante de la vida adulta. Libros, libros y más libros, apilados,
formando torres sin destino, desparramados por el piso, desbordando
estanterías. Resurrección se había convertido en mi novela insignia, por
gusto, pero también, tengo que admitirlo, arrastrado por cierto esnobismo.
El hecho de ser una obra mucho menos difundida que Guerra y paz o Ana
Karenina me concedía el privilegio del descubridor en mi círculo de
púberes literatos. Necesité compartir con alguien el reencuentro, fui al
cuarto de Antonia que chupaba unas maderas sobre la alfombra, me senté a
su lado y leí el primer párrafo en voz alta: En vano millares de hombres,
amontonados en un breve espacio, se esfuerzan en esterilizar la tierra que
los sustenta; en vano tratan de aplastar el suelo bajo las piedras para que
la germinación sea posible; en vano arrancan hasta la última brizna de
hierba; en vano impregnan el aire de petróleo y de humo; en vano cortan
árboles y sueltan las bestias y pájaros; porque hasta en la ciudad la
primavera será siempre primavera. ¡Claro que lo recordaba! Bello y justo.
¡La primavera siempre será primavera! El idealismo del discurso replicaba
su lamento, ésa era la conmoción. Antonia me miraba a los ojos
suscribiendo todo: …las abejas y las moscas zumban en el aire, extasiadas
al sentir de nuevo el calor del sol; todo respira alegría: árboles, pájaros,
insectos y niños. El mensaje no se dejaba doblegar por la virtud estética:
Pero los hombres, los hombres hechos y derechos, no cesan de engañarse y
atormentarse a sí mismos y a los demás; no miran, ni admiran en esta
mañana de primavera, las divinas galas del universo, creado para la dicha
de los vivientes y que invita a la paz, a la unión, al amor; no estiman esos
dones, no comprenden su carácter sagrado; únicamente estiman aquello
que han imaginado para engañarse y atormentarse recíprocamente. Un
temblor sacudió mi cuerpo. Seguía siendo una página maravillosa. No
adelantaba la trama, tampoco nombraba los personajes, ni planteaba una
intriga y sin embargo contenía la médula de la historia. ¡De todas las
historias! Antonia interpretó mi estremecimiento y me regaló una sonrisa, al
mismo tiempo amorosa y ajena, cargada de ironía, pero sin maldad, una
ironía cómplice, de esas que trazan el gran puente que une una generación
con otra. Esa misma noche, releí los primeros diez capítulos de un tirón,
otra vez delirando por esa fiebre rusa que me había tomado en la
adolescencia. Además de Tolstoi, por quien profesaba una devoción
obsesiva (en la cabecera de mi cama tenía pegada una imagen de su tumba
en medio del bosque, un talismán para la noche), también leía con fruición a
Dostoievski (llegué a contar cuatro traducciones de Crimen y castigo en mi
biblioteca), a Chéjov (el poeta Trigorin era mi alma gemela), La Madre de
Gorki, los cuentos extraños de Turgueniev y al gran Maiakovski. Mi héroe
privado, mi otra gran debilidad. Idolatraba ese personaje recio, adusto y
romántico; solía recitar muchos de sus versos de memoria: ¡Escuchen!/ Si
se encienden las estrellas,/ ¿es que a alguien le hacen falta?/ ¿Alguien
quiere que en la noche/ sobre los techos se encienda/ siquiera una sola
estrella? Más tarde, por influencia de Antosh, el cocinero de la Asociación
Ucraniana, descubrí a Sergei Yesenin. Según él, que denostaba a
Maiakovski tildándolo de cursi y demagogo, Yesenin era un poeta con todas
las letras, intérprete de la revolución y la naturaleza. Su poesía tiene una
fuerza, un vigor indiscutibles, sin embargo Maiakovksi, para mí, era un
intocable. Aunque admito que siempre fui prenda fácil de la cursilería y la
demagogia. Por los autores soviéticos no sentí la misma pasión. Leí a
Soljenitsin sin verdadero entusiasmo, nunca pude terminar El primer
círculo. El influjo eslavo contagió mis primeros escritos, esos que ensayaba
torpemente en el taller literario de Plaza Once. Rusificaba las historias, los
personajes, el vocabulario. Hablaba de paisajes nevados, patronímicos y
revistas zaristas. Intenté incluso una reescritura de El jugador desde la
óptica de un muchacho que frecuentaba el salón de ruleta, debo conservar
alguna copia por ahí. Mi fanatismo iba más allá de la ficción, me había
convertido en un rusófilo empedernido. En un local de antigüedades
conseguí un samovar de bronce y manijas de madera que instalé en el
escritorio. La máquina era bonita pero no cumplía su función con plenitud,
perdía y encharcaba todo alrededor malogrando libros y papeles. También
me había hecho traer un sobretodo de un oficial de la URSS que ocupaba un
lugar preferencial en el placard. Esperaba con ansias esos días de invierno
crudo para salir a la calle, caminaba por el centro, entraba a un cine, a un
café, viajaba en subte vestido de soldado moscovita. Pero me faltaba algo
para llevar la vocación a fondo: la lengua. Hablar ruso, leerlo al menos, era
una de mis ambiciones principales, liberarme por fin del tamiz de las
traducciones. Hice un primer intento autodidacta con un método para niños
que el padre de una amiga había traído de Kiev. En las primeras páginas
había una serie de ilustraciones que me gustaba ver una y otra vez: una
maternidad colmada de bebés, las cúpulas de la catedral de San Basilio, una
exposición de cohetes espaciales, las bailarinas del teatro nacional, un
campamento juvenil a orillas de un lago. Gracias a él aprendí a reconocer y
descifrar el alfabeto cirílico, aunque rápido acepté que por mi cuenta no
llegaría demasiado lejos. Así fue que una tarde de marzo me tomé un
colectivo hasta el edificio de, la Sociedad Argentina de Cultura Rusa y me
inscribí en un curso. El entusiasmo inicial fue tan grande que a las pocas
semanas, gracias a la ayuda de una profesora adusta y pintarrajeada, ensayé
una primera aproximación a unos versos de Pushkin en idioma original.
¡Qué satisfacción indescriptible! El impulso se fue debilitando a medida
que entró en juego el intrincado asunto de las declinaciones: el genitivo y
compañía le ganaron la pulseada a mi efímera perseverancia de adolescente.
Fue un paso fugaz pero de una intensidad cuyas virtudes y secuelas sigo
gozando y padeciendo. Habré durado tres o cuatro meses, el tiempo para
acuñar algunas expresiones como Payaslta!, comodín de la comunicación,
el obligado Ya nie ponimayu paruski y, esencialmente, Ya tebya lyublyu que
le dediqué a Anika tantas noches de insomnio en soledad. Porque si bien mi
experiencia con el ruso fue más bien frustrante, bastó para enamorarme.
Anika trabajaba en la administración de la SARCU, estaba encargada de
cobrar las cuotas, vender apuntes y hacer fotocopias. También atendía la
pequeña boutique de mapas y souvenires: discos, mamushkas, kremlins en
miniatura. Las primeras veces que la vi, era solo una chica grandota con
anteojos ovalados y cara de opa. Hola, spasiva, chau, ahí terminaba todo.
Hasta que un día, en uno de mis últimos actos de fe en el aprendizaje del
idioma, fui a comprar un cuadernillo de ejercicios. Ella sonrió, se paró para
buscar el libro en una estantería y mi visión del mundo cambió. Su
presencia quebró la lógica del tiempo y el espacio. ¡Cómo no había
reparado en ella! Por Anika seguí yendo al curso, aunque ya me hubiera
resignado por completo a no progresar. Los casos y las desinencias corrían
por mis oídos como abstracciones puras, lo único que tenía en mente era
que al término de la hora iba a poder demorarme en su oficina con alguna
excusa académica o administrativa. Anika me intimidaba, su porte, su
mirada satisfecha, la experiencia que le suponía. Esos cuatro o cinco años
de diferencia eran suficientes para creerla inalcanzable. Cuando llegó la
época de los exámenes, entendí que no podía seguir con la pantomima del
estudio y dejé de asistir a clases, aunque seguí pagando las cuotas durante
otros dos meses para poder verla y hablarle. Hacía tiempo recorriendo una
galería con locales de disfraces en alquiler, lencería erótica y ropa
camuflada, cerca de la hora de cierre entraba a la SARCU con la esperanza
improbable de animarme a invitarla a tomar algo. Una vez, mientras
redactaba el recibo, me dijo desafiante por encima del marco de esos
anteojos de bibliotecaria inocente que usaba para provocar: ¿Por qué seguís
pagando si ya no venís? Me sonrojé como un animalito. Era ese día o
nunca. Rasqué coraje de lo más profundo: ¿Te gustaría ir a comer… un día
de estos? Claro, dijo, ¿por qué no? Así de fácil. Quedamos para el viernes
siguiente. Saliendo del instituto, el tráfico infernal, las vidrieras iluminadas
de Avenida Rivadavia, los peinados de las viejas coquetas, me parecieron la
flora autóctona de una selva exótica y soñada. Esa tarde entendí que lo que
creemos imposible suele estar a tres segundos de distancia. Me citó en la
Asociación Ucraniana a las nueve de la noche. El lugar era una antigua
casona con mesas redondas, manteles típicos y afiches turísticos. La esperé
sentado durante una buena media hora, suficiente para convencerme de que
había sido un iluso. Pero no, apreció de un modo memorable. Iba vestida
con una pollera tubo y una camisa de raso que le acentuaba los pezones. El
maquillaje estaba al borde de la caricatura. Me puse de pie. Antosh,
cocinero y alma máter del lugar, la interceptó en el camino, la abrazó y besó
en los labios con una efusividad que me devolvió a la silla. Mi papel se
desdibujó desde el inicio, Anika apenas me dejó hojear el menú, pidió
borsh, blinis, varenikes y vino blanco. Tanto había deseado el momento y
ahora no sabía cómo actuar. Me sentía nervioso, la charla se empantanaba a
cada rato, solo me salían trivialidades. Anika se puso a hablar de las manos,
de la importancia que tienen para conocer al otro y a sí mismo. A ver, dijo y
estiró la suya. La sombra de su mano creció sobre la mía como un nubarrón
rasante, una nave nodriza. Tenés las manos chicas, sentenció con una
sonrisa a la vez tierna y lasciva. El alcohol me ayudó a superar la
incomodidad desplegando mi mejor ingenio y simpatía. Me enfoqué en ella,
le pregunté por sus cosas. Anika me contó sobre el arte de decorar
mamushkas que había aprendido en la escuela y que ahora practicaba en su
casa. Las muñecas venían de China, en una tarde productiva podía pintar
media docena. Dije fuerte: ¡Me gustaría ver esas muñecas desnudas! Anika
se rió con ganas y yo sentí que las riendas de la noche volvían a mis manos.
El amor propio renacía. Antosh nos trajo el postre personalmente, una tarta
de queso de cabra bañada en chocolate, y se sentó entre nosotros con una
botella de vodka artesanal. Era evidente que yo no le caía bien,
exteriorizaba los celos sin disimulo. Anika le contó sobre mi afición por la
literatura rusa, él me preguntó qué autores leía con aire jactancioso, puso
cara de asco cuando mencioné a Maiakovski y se despachó con una
apología fanática de Yesenin. Como buen novato, al final de la cena estaba
borracho al cubo. Así y todo, a la salida del restaurante, conseguí guiar a
Anika hasta su casa. En el camino, nos sentamos en una plaza oscura frente
a un edificio con banderas, ahí nos besamos por primera vez. Un beso
fantástico, en profundidad y duración. La calentura fue imparable. Anika
me acariciaba el bulto por encima del pantalón, yo le tocaba las tetas entre
los volados. Me invitó a subir a su departamento: Así te muestro las
mamushkas desnudas… En el ascensor seguimos manoseándonos. Lo
primero que vi al entrar fue lo más parecido a una jungla en escala. Anika
tenía un invernadero que ocupaba la mitad del living, una treintena de
macetas iluminadas por lámparas infrarrojas. Tardé en aceptar que se
trataba de plantas de marihuana, nunca había visto algo semejante, ni
siquiera sabía que algo así podía existir. Anika estaba en la vanguardia. No
me dio tiempo a nada, ni a sentarme ni a indagar sobre su invernadero. Ella
hizo todo: me desvistió, me chupó, me cabalgó, me usó como a un guante.
La piel de Anika era una mar de sarpullidos. Fumamos de su cosecha entre
cogida y cogida, en total, puede que la memoria se entusiasme, fueron
nueve polvos, el último con el sol dándonos de lleno. Durante el sexo,
Anika hablaba mucho, mitad ruso, mitad español, un español raro, entre
aniñado y arrabalero. Me daba instrucciones, cantaba, me pedía la leche con
voracidad. Como los chicos y las viejas, al pene le decía ganso. Si bien yo
no era virgen en el sentido estricto y ya había probado el porro, lo que
experimenté esa noche superó con creces todo lo anterior y mucho de lo que
vino después. El sueño me sepultó. Unos minutos antes, entre consciente, la
oí decir: El sexo es mejor que la vida. Al despertar, cerca del mediodía,
Anika no estaba. Me había dejado una nota firmada con un beso de lápiz
labial, se había ido a buscar a unos primos al aeropuerto. Me pasé un par de
horas merodeando en su departamento, entre el bosque de cannabis, sus
frascos de pintura y las mamushkas a la espera del barniz. Uno se siente
más tentado a revisar los lugares pequeños que los grandes, con las
personas sucede lo mismo. No sabía si esperarla o no, la idea de
encontrarme con sus primos ucranianos me contrariaba. Decidí partir
empujado por el hambre seguro de que volveríamos a vernos pronto. Me
equivocaba. La llamé al otro día, y al otro, toda la semana, cada vez atendía
una voz masculina, ronca y amenazante que me obligaba a cortar. Opté por
ir a buscarla a la SARCU. Anika me recibió con frialdad, me llevó a parte,
al descanso de la escalera. Prefiero que no nos volvamos a ver, disparó. No
llames más, trae problemas, dijo, dio media vuelta y desapareció dando
trancos de gigante. Una vez, cinco, seis años más tarde, nos cruzamos en un
colectivo. Me costó confirmar que fuera ella, tenía el pelo teñido de naranja,
la mirada ausente y bolsas sombrías debajo de los ojos. La visión de su gran
mano en reposo sobre el respaldo de un asiento despejó cualquier duda.
Viajamos como dos desconocidos durante media hora a un puñado de
cuerpos de distancia y nunca más. Desde entonces, la mano de Anika me
visitó en sueños y en la vida real. Aplastándome pero también protectora,
como una palma sagrada dispuesta a las caricias y al escarmiento. Hacer
abstracción de los acontecimientos me ayudó a retomar las visitas a lo de
Guillermo con otro espíritu. Cada jueves, en cuanto llegaba Laura,
entrábamos en lo que yo nombraba para mis adentros el “pase doméstico”,
que incluía el parte diario sobre Antonia y la alimentación, una coreografía
de pasos cortos que acababa con ella sentada a la mesa y yo parado junto a
la puerta. Entonces digo: Voy a devolverle la pala al vecino. Laura se
encoge de hombros, baja la cabeza y se pone a chapotear con el tenedor su
plato de comida sin ganas. Yo salgo a la calle, me tomo unos minutos en la
vereda para medir la noche. Toco el timbre y Guillermo me arroja las llaves
por la ventana envueltas en una media. En otro tenor, en otra lengua, ahí
también existía una rutina. Tomábamos vino, un aperitivo, whisky,
picábamos algo con el jazz de fondo. La conversación era lo de menos.
Mientras que yo permanecía en el sillón, Guillermo deambulaba por la casa
incansablemente. Él insistía en que yo necesitaba una instrucción musical:
Tenés tremendas lagunas. Y ahí empezaba, sin verdadero método, a poner
discos y nombrar estilos. Hasta que en un momento, cuando ambos ya
estábamos bastante ebrios, a veces más yo que él, otras al revés, yo decía:
¡Qué tarde se hizo! Guillermo me pedía tiempo y ponía una nueva versión
de su tema fetiche. Esas notas que para mí ya eran familiares marcaban la
cumbre, el pie para que entrara en acción. Una noche me anticipé a la
escena y le pregunté por esa música que ponía siempre al final. Me contó
que se trataba de Petite Fleur, un clásico instrumental de los años cincuenta
compuesto por Sidney Bechet, el vibrato más famoso de la historia del jazz.
Un tipo que estuvo a la altura de Louis Armstrong, pero que no tuvo su
suerte. Demasiado negro para los blancos y demasiado blanco para los
negros, ése era su karma. Guillermo tenía almacenadas ciento veinticinco
versiones distintas, algunas muy sutiles, otras verdaderas recomposiciones,
del propio Bechet a Fausto Papetti, pasando por rockeros y cantantes
melódicos: De ese amor, que era mi sueño azul, solo me quedas tú, pequeña
flor… Lo cierto es que en cuanto empezaba a sonar la canción, Guillermo
cambiaba la luz y se ponía a bailar incitándome a que lo imitara: ¡Vamos,
no seas tímido! De ahí en más todo quedaba en mis manos, yo debía actuar
antes de que terminara la música, tal era la consigna tácita, la regla
fundamental del juego. Un juego semi consciente que desataba un duelo
doble entre mis pensamientos y mis actos, mis actos y las circunstancias.
Me había prometido no repetir ni planificar el modo, lo importante era ser
certero y letal. Le daba en la cabeza con un busto de mármol, le tajeaba la
carótida, lo estrangulaba usando una tanza, a veces con más saña, otras
piadoso, todo valía, según la inspiración. Llegué a matarlo a patadas, en la
cara, en los huevos, en las costillas: patadas, patadas, patadas. Antes de
partir, consagraba un instante para observar el cuadro final. Con la faena
realizada y la música sonando a mis espaldas, salía a encontrarme con la
noche. Hambriento de sexo, más vivo que nunca. Las cosas se malograron
cuando Laura comenzó a rechazarme, una espiral decadente la hundía con
estrépito. El trabajo de correctora le resultaba denigrante, la relación con su
hija, un martirio, las idas y vueltas a la ciudad la demolían. Yo intentaba
ponerme en su lugar, le sugería que procurara brindarse momentos para sí
misma. Quizás con tomar un libro y sentarse en un café, caminar sin rumbo
o darse un baño de inmersión, podía volver a sentir la cuota de autoestima
que había perdido. O bien hacer algo con el cuerpo: yoga, gimnasia,
natación. A cada propuesta, ella lanzaba una ironía desviando la charla.
Para vos es fácil, decía, vos estás todo el día rascándote. Trataba de ser
conciliador, pero a la tercera o cuarta vez que insistía con el agravio, saltaba
enrostrándole todos los trabajos que me ocupaban en la casa. La limpieza,
pagar cuentas, la jardinería, hacer las compras, cocinar. Ni hablar de lo que
requería ocuparse de Antonia, a la que no podía dejar sola ni un segundo.
Esto último no era del todo cierto aunque sonara verosímil. Antonia es una
nena de rara y precoz autonomía. Uno puede perfectamente desentenderse
de ella durante largos períodos de tiempo sin que eso implique ningún
riesgo. Es más, si me ve dedicado a una tarea, así sea barrer o cambiar un
cuerito, más autosuficiente ella se muestra, estableciéndose una lógica
virtuosa de influencias positivas. Su destreza se pone en evidencia cuando
la llevo a la plaza. Mientras que otros chicos, muchas veces mayores que
ella, dependen de la asistencia de abuelos, padres o niñeras para jugar en el
arenero, Antonia se las arregla sola con el balde, la pala y el rastrillo a la
hora de hacer un pozo, trazar un camino o edificar un castillo. Algunas
madres me hacen notar sus habilidades con gestos de asombro que yo
respondo sonriendo pleno de satisfacción. A veces llega a ser la excusa para
entablar una charla que de seguir la corriente podría llevar a algo más.
Como decía un viejo amigo: No hay mejor carnada que un pendejo para el
levante. Volviendo a Laura y su malhumor, ella me refregaba el tedio en la
oficina, los textos vomitivos que estaba obligada a leer como una esclava,
las interminables horas de viaje, todo su desánimo. Corregir es un infierno,
decía. ¡El peor de los infiernos! Yo jugaba el papel del abnegado. La
discusión entraba en un embudo, ninguno de los dos vivía según el deseo, la
frustración era la medida de las cosas. Si bien no lo hacíamos explícito, la
palabra separación nos sobrevolaba como una nube de moscardones
zumbando a cada paso. El punto crítico fue el día en que Laura, en el fragor
de la pelea, me arrojó una vaso de vidrio que logré esquivar antes de que se
estrellara contra un portarretrato. Una foto que nos habíamos sacado en la
cubierta de un catamarán al comienzo de nuestro amor. Laura se encerró a
llorar en la habitación, yo me dejé caer en una silla de la cocina
sirviéndome un whisky tras otro. Necesitaba descargarme y todos mis
pensamientos se dirigieron a Guillermo. Me calcé rápido y fui a su casa;
debía ser lunes o martes, rompía por primera vez con la rutina. Toqué el
timbre pero nadie respondió. Sin embargo, desde la otra vereda veía
claramente las luces encendidas y el juego de sombras de un grupo de
siluetas difuminadas agitándose detrás de las cortinas. ¿Bailaban? Sentí
celos de esas otras personas que acompañaban a Guillermo las noches que
yo no lo veía. Los observé desde la plaza durante un buen rato en medio del
desaliento: el balanceo de cabezas, las risas prolongadas, tantas muestras de
alegría. Volví a casa derrumbado, Laura seguía en el cuarto, quise entrar
pero había cerrado la puerta con cerrojo, para colmo se había quedado
dormida con el televisor encendido. Me recosté en el sillón forzado a oír las
bandas de sonido de películas y propagandas hasta la mañana siguiente. La
cosa iba de peor en peor. Fue por esos días de crisis profunda que apareció
Horacio. Salvador y demonio, todo en uno. Una tarde, de regreso del centro,
Laura se encontró en el tren con Marion, una antigua compañera del colegio
secundario. Y no exactamente una más del montón, sino más bien el faro de
muchas que, como Laura, se habían asomado en la pubertad al sexo y a la
vida, siguiéndola como modelo y desiderátum. Laura hizo lo posible por
evitarla, no estaba en condiciones de espiar una historia que suponía
brillante y exitosa. En las antípodas de la suya. Marion había sido por lejos
la chica más linda del curso, competencia desleal para cualquier aspiración
en una fiesta. Perfecta siempre, se arreglara o no, bailaba, pensaba, se vestía
como ninguna. Laura dormitaba contra la ventana cuando Marion se subió
al tren con los auriculares puestos. Igual a la de antes, ligeramente
estropeada, la reconoció de inmediato y se hizo la distraída refugiando la
mirada entre las líneas de uno de esos best sellers con relieves en la tapa
que le regalan en la editorial. Hasta que en un momento, instinto o traición,
traición e instinto, levantó la vista y se encontró con los ojos de Marion, que
reaccionó exageradamente. La intensidad del abrazo generó en Laura un
mar de suspicacias. Se liberó un asiento y viajaron enfrentadas hasta la
última estación. Laura resumió sus días esforzándose por pintar un
panorama favorable, le habló de mí, de Antonia, de la mudanza, de su
trabajo. Marion vivía sola en un pequeño departamento, había salido con
muchos tipos, ninguno le había durado más de un año, había tenido su
época lésbica, había viajado por el mundo hasta cansarse. Pero ya no tenía
veinte ni treinta y un tiempo atrás, cuando su novio de entonces la dejó a los
pocos meses de ir a vivir juntos para volver con su ex, cayó en una fuerte
depresión. Se sentía una minusválida afectiva, incapaz de amar ni recibir
amor. El trance incluyó intentos de suicidio, pastillas e internaciones. Se
bajaron en la terminal para continuar la conversación en un bar. Laura se
pidió un café, Marion siguió confesándose entre sorbos de cerveza negra. El
infierno de la drogas no era un lugar común, ella lo había vivido desde
adentro, dijo golpeándose el pecho con el puño cerrado, muchas noches no
supo dónde ni con quiénes se acostaba, no comía, se sometió a un seguidilla
de abortos, la vida le pasó por encima. El relato de su amiga idealizada hizo
que Laura se fuera ablandando hasta desahogarse. Le habló del estrés que le
estaba comiendo el cuerpo y la mente, de nuestras permanentes discusiones
pero sobre todo de la difícil relación con Antonia. Siempre había deseado
tener un hijo y ahora solo recibía maltratos. Todo era desilusión. Laura se
largó a llorar y, sin buscarlo, encontró consuelo en su adversaria de la
adolescencia. Marion le contó que estaba saliendo adelante: después de
probar con todo tipo de tratamientos, había dado con un grupo de terapia
viva que coordinaba un tal Horacio. Los encuentros eran los miércoles en
un estudio en la calle Defensa frente al Parque Lezama, en la misma cuadra
en donde habíamos vivido durante tanto tiempo. La alenté a que probara. Va
a ser un poco como volver a casa, dijo Laura con una sonrisa triste. Las
sesiones empezaban a las ocho y nunca se sabía hasta qué hora podían
durar. Yo la esperaba despierto, menos inquieto porque pudiera pasarle algo
que por un súbito temor al abandono. Recién cuando oía el chirrido de la
reja, me serenaba. Laura entraba a la habitación, se sentaba en el borde de la
cama ansiosa por relatarme la orden del día. Una de las primeras veces,
Marion resultó ser la protagonista de la sesión. Laura me contó lo que había
vivido en plena oscuridad, la voz quebrada, en medio de una gran
conmoción. Marion había expuesto sus años oscuros, los desengaños
amorosos, su presente de soledad y el estigma de chica linda que la
torturaba: ¡No quiero ser Marion toda la vida! Horacio la llamó al centro y
le pidió que se desnudara. Sacate la ropa, le dijo sin preámbulos. Y ante la
duda de Marion de desprenderse de la bombacha y el corpiño: ¡Toda!
Horacio dio vueltas alrededor de ella inspeccionándola de cerca: A mí no
me parece tan linda después de todo… ¿y a ustedes? Se puso a enumerar
con crueldad los defectos del cuerpo de Marion, un grano en el entrecejo, la
cola demasiado chica, estrías en la cintura, le marcó las tetas que
empezaban a caerse, el ombligo salido, dijo también que la cara le parecía
de lo más ordinaria. Y ese pelo rubio y lacio, de barbie vieja. Vamos a
llevarte a la peluquería, sentenció Horacio, eligió un chico al azar, le puso
unas tijeras en la mano indicándole que le cortara el pelo a lo bestia.
Obedeció. Después, desfilaron los miembros del grupo, Laura inclusive,
denigrándola, algunos con tremenda ferocidad. Le escupían, la pateaban, le
decían mierda, puta, reventada. Horacio la obligó a hacerse pis encima
delante de todo el mundo. En posición fetal, Marion obedeció y se largó a
llorar sobre el charco de su propio meo. Laura no pudo soportarlo y se sumó
al llanto de su amiga en medio de un mutismo general de consternación.
Nadie se atrevió a rebelarse. Horacio se aceró a Marion, le dio una mano
para que se levantara y la cubrió con un toallón. ¡Magia!, dijo fuerte al
mismo tiempo que desplegó los brazos formando una parábola en el aire,
como un ilusionista. Marion se fue calmando y volvió a reunirse con los
otros. Al final de la sesión, Horacio le sugirió que prolongara el acto
durante una semana afeándose por su cuenta tanto como pudiera. Así
terminaría de liberarse de su falso yo. Me costaba creer lo que escuchaba y
en cierto punto me pregunté si Laura no exageraba para provocarme.
Cuando terminó todo, parte del grupo se fue a tomar algo al bar Británico.
Marion decía sentirse un poco shokeada pero bien, tenía que procesar
aunque en principio se notaba más liviana. No sin un resto de celos, Laura
me confesó que, en el rato que estuvieron en el bar y a pesar de que Marion
se había dejado mancillar delante de todos de un modo inconcebible, los
mismos que la habían humillado media hora antes, ahora la codiciaban. Fea
y todo seguía siendo la preferida de los hombres. Pensé dos cosas que me
guardé. Uno: hay fisonomías difíciles de arruinar. Lo otro es que Laura
mantenía hacia Marion una envidia histórica que el tiempo no aboliría
jamás. Días más tarde, sin poder sacarme la escena de la cabeza, recordé el
drama de la bellísima Marcela que también se creía condenada por la
mirada de los otros: “Yo no escogí la hermosura que tengo; que, tal cual es,
el Cielo me la dio de gracia, sin yo pedirla ni escogerla. Y así como la
víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto con ella
mata, por habérsela dado la naturaleza, tampoco yo merezco ser reprendida
por ser hermosa; que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego
apartado o la espada aguda: que ni él quema, ni ella corta a quien a ellos no
se acerca”. Con sus contradicciones, Laura se fue fanatizando de las
sesiones de Horacio de las que llegaba a casa eufórica o devastada. Nunca
neutral. Y necesitaba de mí, de mi asombro, de una oreja para descargarse.
Sin llegar a reconciliarnos del todo, de alguna manera Horacio nos reunió.
Su figura se agrandó al punto de que en cualquier charla se volvía
referencia obligada. Desde los más banales hasta los más profundos
intercambios eran una invitación para que Laura lo nombrara haciendo
mención a alguna de sus soluciones mágicas. Confieso que yo también un
poco me obsesioné. Rastreaba datos sobre él en Internet, incluso, ya no
importa admitirlo, en los correos de Laura. Y la verdad es que
probablemente adrede, para alimentar su propio mito, Horacio brillaba en la
ausencia. Tampoco pude averiguar su apellido, ni si aquel era su nombre
verdadero. En cambio, sí encontré hasta el hartazgo información, textos y
videos de Alejandro Jodorowsky, de quien Horacio decía ser discípulo. Un
personaje escurridizo y prismático, difícil de captar dadas sus múltiples
facetas. Psicomago, tarotista, cineasta, escritor, para muchos gurú espiritual
del nuevo milenio. Vi Santa Sangre, una de sus películas, que me pareció
tan mala como impresionante. La historia, poblada de enanos, deformes y
contrahechos, transcurre en el corazón de un circo mezclando arte y política
en un desborde de alegorías igual de barrocas que disparatadas. Laura pegó
en la heladera su decálogo para la felicidad y en la cúspide de su adhesión
escribió algunas máximas en puertas y paredes con marcador indeleble. Y
una en particular, repetida en varios lugares de la casa con trazo arrebatado:
“La mayor mentira es el Ego”. En cualquier caso, Horacio parecía estar
muy lejos, en formación y creatividad, de su supuesto mentor. Lo terminé
de comprobar la noche que lo tuve frente a frente. El día del amigo, Laura
me invitó a una cena en el estudio de Horacio. Cada miembro del grupo
podía traer a alguien de afuera, la pareja, un pariente, para compartir lo que
llamaban entre ellos “la anteúltima cena”. Nunca entendí qué querían decir
con eso. Pese a nuestras idas y vueltas, Laura eligió invitarme. Tengo que
decir que me sorprendió, parecía moverla un ánimo genuino. Le agradecí
pero le dije que lo mejor sería que fuera ella sola. Además, con quién
íbamos a dejar a Antonia. No puede ser tan imposible encontrar una niñera
por unas horas, dijo y golpeó las manos incitándome a que me pusiera en
campaña de inmediato. Quiero que conozcas a Horacio, es un tipo genial.
Algo me dice que te va a caer muy bien. Sonreí amasando un mal
presentimiento. Últimamente, Laura me daba a entender que mientras ella
producía cambios en su vida, yo me había estancado. No tenemos derecho
de bajar los brazos, lanzaba al aire, un llamado universal dirigiéndose a mí
sin equívocos. Guillermo me hablaba en el mismo sentido. Yo hacía oídos
sordos, ninguno de los dos estaba en condiciones de señalarme una
conducta. Lo de la niñera resultó más fácil de lo que pensaba. Diría más
mágico que fácil. Comprando en la panadería, fue un poco como si la
vendedora me hubiera leído la mente. Estaba con Antonia en brazos
eligiendo unas facturas y ella, la chica gordita medio antipática de pómulos
rosados, sin dejar de llenar la canasta, me dijo de la nada: Termino de
trabajar a las siete y media, después estoy libre. Negué con la cabeza
ruborizándome y enseguida asentí, como un mal cómico. Que no, que sí. La
chica entendió mi desconcierto y soltó una risa húmeda descubriendo mis
pensamientos. No, no, se apuró en anular cualquier fantasía. Yo digo para
cuidar a la bebé. Me llamo Lucrecia, dijo y me anotó su número de celular
en un pedazo de papel con el logo de la confitería. Quedamos para la noche
siguiente. Antonia la aceptó sin vueltas, la seducción pareció mutua. Si
Laura la hubiera visto, le habría dado un disgusto. Finalmente la reunión no
se hizo en el estudio porque se había roto un caño y estaba todo inundado,
sino en una marisquería de la zona. La primera impresión que tuve al ver a
Horacio potenció todos mis prejuicios. Corpulento, dientudo, exagerado y
pelirrojo. Ojos celestes y un acento aflautado que por momentos parecía
querer disimular impostando un vozarrón carrasposo. La gente se distribuía
en dos mesas cruzadas que formaban una T, Horacio estaba sentado en el
vértice, a dos lugares de Laura. Me tomé un tiempo y me acerqué a saludar,
Laura me lo presentó, Horacio me estrechó la mano con fuerza buscándome
los ojos, tan desafiante como seductor. Laura no me había guardado un
lugar como esperaba. Acá es libre, dijo revolviendo el aire con el índice. La
única silla vacía estaba al pie de la T, en la otra cabecera. Dudé pero
algunas voces extrañas me animaron y me senté. Laura levantó un brazo y
dijo mi nombre en voz alta. Horacio, que ya estaba muy alegre, alzó su copa
y pidió un aplauso para “el amigo de Laura”. Me pareció un sarcasmo.
Nuestras ubicaciones en el espacio determinaron un juego de miradas
caústicas del que me fue imposible sustraerme a lo largo de la noche. Desde
un comienzo, él me tomó como un competidor y yo a él como un enemigo.
Horacio gesticulaba mucho, bromeando, hablaba y actuaba como un brujo.
Durante la comida, hostigaba a todos, incluso al mozo que se prestaba a la
burla especulando con la propina. Horacio relató en detalle un encuentro
que había tenido en París con Jodorowsky. Un tipo fuera de serie, un
iluminado. Sus palabras me llegaban entrecortadas, algunas sí, otras no,
según los énfasis, pero por lo que entendí, él fue testigo del momento en
que un chico rompió el autismo con un grito (¡Déjenme en paz!) luego de
que un grupo de personas a su lado, Jodorowsky, los padres, un enfermero y
el propio Horacio, imitaran su comportamiento por tres días seguidos.
¡Mágico, tremendo!, decía al borde del aullido. Laura lo miraba
embelesada, sentí una mezcla de celos y pena. No puedo explicarlo bien,
pero por un instante entendí que ese encuentro al que me había invitado
significaba nuestra despedida. Una gran despedida pública. La comida y la
bebida también las elegía Horacio. Él interpretaba el deseo de todo el
mundo. Mejillones, rabas, cornalitos y almejas a la parmesana. Los platos
eran sabrosos pero grasientos. Laura comía con fruición, en esto también
me resultaba desconocida. Apenas probé lo que me sirvieron, a mi
alrededor todo sonaba vacuo o pretencioso. En un momento, Horacio, rojo
por el vino, se levantó detrás de una montaña de conchas de mejillones que
un rato antes había utilizado para armarse una máscara, literalmente por
explotar. Un impulso me mandó a imitarlo y fui tras él sin saber mucho para
qué. Laura me lanzó una mirada inquisidora como si adivinara mis
intenciones, le hice una seña de que ya venía, jugué al perdido para no
declarar la persecución. En la puerta del baño, me crucé con un hombre alto
y rubio, claramente extranjero, que me interpeló con una mirada brillosa. El
sector de las bachas estaba vacío, Horacio se había ubicado en el centro de
una hilera de tres mingitorios, una mano bien abierta apoyada sobre la pared
de azulejos, la otra escondida guiando el chorro de pis. Silbaba. Sin opción,
me puse a su lado, me desabroché el pantalón, hice la mímica de orinar
aunque no tuviera ganas. Horacio cabeceó, tardó en reconocerme, su mirada
era penetrante, abrasiva, buscona. Destilaba una droga dulce y maligna, de
alguna manera sagrada, ahí se alojaba el encantamiento que producía en los
otros, sus fieles, sus seguidores, y yo estaba a punto de caer. Miré para
cualquier parte, al piso encharcado, a las mochilas de agua, dije
estúpidamente: Lindo lugar, ¿no? Horacio se rió fuerte escupiendo restos de
comida sobre los azulejos y enseguida se puso serio. Dijo: Laura me
encanta… parece demasiada mujer para un tipo como vos. Lo miré
desconcertado con un temblor en los labios esperando el remate de la
broma. Lejos de eso, Horacio me provocó con una sonrisa animal mientras
sacudía su gran pene alevosamente. Se subió la bragueta y volvió a mirarme
negando con la cabeza. Me quedé helado, hundí la vista en la hoya del
mingitorio. Cuando volví a alzar los ojos, Horacio me daba la espalda unos
pasos más allá frente al lavabo. En el espejo vi cómo aspiraba cocaína sin
disimulo con la uña del meñique, por cada orificio de la nariz. Fue mientras
se examinaba los dientes y las encías produciendo un chasquido insufrible
que decidí matarlo. Su ofensa, la ausencia de testigos, todo indicaba que
debía hacerlo, como si lo hubiera planeado. Tenía que ser preciso, sin
titubeos, evitar el forcejeo y el escándalo. Horacio era dos veces mi
contextura, aunque unos quince centímetros más bajo, podíamos trabarnos
en una pelea sin fin. Él lucharía usando la fuerza, yo, la vergüenza y el
honor. Busqué algún elemento que me permitiera darle una muerte rápida y
segura. Tuve por un momento la idea de estrangularlo con mis propias
manos. En el ángulo de las paredes descubrí un azulejo quebrado, tiré de la
pestaña, sin mucho esfuerzo logré desprender un pedazo ancho en la base y
filoso en la punta, una estalactita de cerámica. Un puñal perfecto y natural.
Calculé clavárselo en la yugular sin pensar en el desparramo de sangre.
Estaba enfurecido, solo quería acabar con él. Y casi lo hago, estuve a
segundos, si no fuera que un muchacho de barba apareció de repente:
¡Maestro! Horacio sonrió abriendo los brazos y se palmeó la panza. ¿Cómo
era posible que todos esos energúmenos adoraran a un cínico? Salí del baño
hecho una bola de odio. De regreso a la mesa, Laura me esquivaba, era
evidente que no quería hacerle frente a mi incomodidad. Movía la
mandíbula como muñeco de ventrílocuo. Probablemente también ella
estuviera consumiendo cocaína, eso explicaba su conducta imprevisible del
último tiempo, los cambios bruscos de ánimo, y el egolatrismo de todos,
empezando por Horacio y Marion que hacía ostentación de sus adicciones.
La fiesta crecía en agitación, a la par de mi hastío. Una mujer con las tetas
mal hechas y un fuerte aliento a cigarrillo, me reclamó toda la atención para
contarme un episodio que había vivido camino al restaurante. La escuché a
mi pesar, con distancia crítica. Iba manejando por el centro cuando quedó
atrapada en un embotellamiento. Parada en un semáforo, se dio cuenta de
que estaba partida en dos, sus pensamientos la bombardeaban con órdenes
mientras que su cuerpo vivía en una prisión. Se amotinó: despegó las manos
del volante, se desató el cinturón de seguridad, se puso en huelga contra la
razón… Lo último que recordaba era un hombre de uniforme golpeándole
la ventanilla del auto. Volvió en sí veinte minutos después, junto al
mostrador de una pizzería. La mujer, que me hablaba a los ojos con una
actitud declaradamente sexual, coronó el relato citando al maestro: ¡El
poder de la mente es un invento de los blandos! Más tarde, Horacio, brotado
por la borrachera, repartió trozos de papel con la consigna de que cada cual
escribiera “un deseo inconfesable”. Verdaderamente oscuro, agregó
agravando la voz. Había que doblar el papel y echarlo en la panera, él se iba
a encargar de adivinar el autor. Laura, que seguía rehuyéndome, sólo me
llegaban los agudos de sus risas, parecía muy excitada con la idea. Esperé el
turno de la birome y escribí en mayúsculas sin cavilar: TE VOY A MATAR
HIJO DE PUTA. Plegué el papel en ocho, lo deposité en la canasta y no por
cobardía, más bien movido por el malestar y la exasperación, me excusé
con un gesto dirigido a los más cercanos y salí a la vereda. Respiré hondo,
un aire arremolinado que presagiaba la tormenta. Laura me había llevado
para humillarme, estaba claro, y no se lo podía permitir. Eché una hojeada
sobre mi hombro en el instante justo en que Horacio, los ojos vendados y un
turbante en la cabeza, revolvía el contenido de la panera dispuesto a retirar
el primer papel. Era demasiado, me largué del lugar en coincidencia con los
primeros truenos. Caí en lo terrible de mi don, ya no podría matar
efectivamente a nadie. Me torturé pensando en el destino, en mi papel en la
historia, tenía un lugar reservado en el panteón de la mediocridad,
suspendido en la cuerda floja, entre lo que me había convertido y el que
hubiera querido ser. Caminé durante horas bajo una lluvia pareja hasta que
llegó el frío. Al abrir la puerta de casa, lejos de cualquier decoro, arruinado
por el agua y el derrumbe interior, los ojos de Lucrecia campanearon desde
otro mundo. No creí lo que veía. Definitivamente no era la misma chica que
había dejado unas horas antes cuidando a Antonia. Y sin embargo sí, era la
misma. Tenía un cuerpo, una belleza… Lucrecia me trajo una toalla del
baño y era un poco como si yo fuera ella, y ella, yo. Me sequé sin moverme,
paralizado y feliz. ¿Te preparó un té? ¿O mejor un whisky? Dije que se me
había quedado el auto. Ella sonrió detectando la mentira. La transformación
era asombrosa, imposible que fuera un asunto de la percepción. Me dijo que
Antonia había dormido como un angelito, solo se había despertado una vez
aferrándose a su dedo con fuerza. Tomamos té de manzanilla, whisky, y té
de manzanilla con whisky. Lucrecia no se preparó para irse, sino que se
quedó conversando conmigo. No me preguntó por Laura, habrá supuesto
una desavenencia. Charlamos indefinidamente, enlazando un tema con otro,
los estudios con la llegada de la primavera, sus hermanos con mis
pasatiempos, el barrio con la vida. Lucrecia me insistía en que la llamara
Mumi, como me dicen mis amigos, su nombre le sonaba demasiado duro.
Ya no quería seguir trabajando en la panadería, le robaba el tiempo y la
ponía melancólica: Es un bajón. Soñaba con dedicarse a algo ligado a la
naturaleza. No sabía bien qué. Se paró, caminó hacia mí, se acercó a la
biblioteca. ¡Cuántos libros!, exclamó. Me gusta mucho leer, dije y agregué
algo de lo que me arrepentí enseguida acerca de las musas y los poetas. Es
un chiste, me atajé y ella me confesó que no tenía humor. Afuera no paraba
de llover, pensé en proponerle que se quedara a dormir, no me animé, Laura
podía llegar en cualquier momento. Bueno, me voy yendo, dijo, la quise
retener pero me faltaron argumentos. La conversación, su nueva presencia,
me habían hecho olvidar que debía pagarle. Era difícil estipular la cantidad
de horas, el tiempo que se había quedado conmigo lo había hecho por
propia voluntad pero tampoco quería ser abusivo, le terminé dando el doble
de lo que correspondía aclarándole que iba a cuenta para que no se negara.
Por el futuro, le dije. En la puerta, le ofrecí un paraguas que rechazó con las
manos como si fuera una ridiculez. Ya nadie usa paraguas, dijo. Entonces,
en la despedida, sucedió algo inesperado que tuvo el efecto del mejor de los
narcóticos. Lucrecia se estiró para darme un beso destinado a la mejilla que
un mal cálculo, una suerte prodigiosa, quiso que cayera casi entero sobre
mis labios. Ya no me pude dormir. ¡Cómo iba a poder dormir! Nada más
delicioso que el insomnio causado por un nuevo amor. Aproveché el
arrebato para terminar de leer Resurrección. Hacia el final, el protagonista
se refugia en el Sermón de la Montaña, cuyos preceptos morales suscribe
cerca del éxtasis, convencido de que si se los practica, cosa que supone
bastante sencillo, podría surgir una sociedad nueva y esencial. Reflexiona
tendido en un diván: “Vivimos en la creencia de que somos los dueños de
nuestra vida y de que ésta nos ha sido dada de regalo. Es una creencia
insensata. El hombre no ha venido al mundo por su propia voluntad; alguien
lo ha enviado por algún motivo”. Alguna vez leí o escuché por ahí que una
buena novela debe contar al menos con una escena memorable.
Resurrección no es una usina de escenas célebres de esas que Tolstoi era un
fabricante especialista, acá lo memorable es el sueño de la reconstrucción,
del individuo y de una comunidad. Laura recién dio señales de vida a eso de
las siete de la mañana. Envió un mensaje de texto escueto y cortante: Me
agarró la lluvia, me quedé por el centro. El hecho de que optara por una
comunicación muda ponía las cosas en un lugar álgido, de difícil retorno.
Después de medir varias respuestas me incliné por la indiferencia. No
quería pasar por débil y al mismo tiempo dejaba en claro mi enojo. ¿Por el
centro? ¿Qué significaba eso? ¿Un hotel, la casa de alguien, el estudio de
Horacio? Las ganas de eliminar a ese desgraciado estaban intactas. No me
enrosqué, al contrario, la mención de la tormenta me hizo repasar la larga
caminata, prácticamente una hazaña, la llegada a casa, el encuentro mágico
con Lucrecia, ese beso en la comisura de los labios. Todos mis
pensamientos conducían a ella, con solo cerrar los ojos podía verla, oírla,
olerla, casi tocarla. Me incorporé, el libro se abrió al medio y caí sobre una
línea al azar: ¡Dios mío! ¡Qué hermoso es esto, qué hermoso es! Con el
estruendo de las cadenas de la cortina de hierro de la panadería, me
embargó una vibración como no sentía desde los trece años. Aguardé el
despertar de Antonia con las manos trenzadas a la altura del ombligo. En las
paredes del cuarto se proyectaban las luces del afuera colándose por los
intersticios de la persiana, un espectáculo mudo y conceptual. El origen del
amor es siempre impredecible. Qué importa la edad después de todo. Qué
importa quién es el otro. Si panadera, eremita o actriz de televisión. Lo que
cuenta es lo que ella ya era para mí, un golpe de timón en la curva vital.
Antonia se despertó con un gemido finísimo. Salté de la cama disparado por
un resorte, nos miramos a los ojos, ella todavía muy china, la alcé y me
abrazó con una ternura sabia. ¡Eso era! También ella tenía poderes. Los
había heredado de mí, pero los suyos, al contrario, eran de sanación, no
precisaba hacer daño para animar renacimientos en la gente. Su ingenuidad,
mis frustraciones, explicaban la pureza de un don, la degeneración del otro.
Antonia era la responsable de la fabulosa metamorfosis de Lucrecia, no
necesitaba más pruebas. La besé muchas veces, agradeciéndole la obra. Se
dejó cambiar los pañales y vestirse con fluidez, ya eran las nueve de la
mañana, la subí al cochecito con una leche entre manos. En la vereda me
agarró un cosquilleo que se volvió frío en cuanto entré a la panadería.
Lucrecia no estaba detrás del mostrador. Pregunté por ella y la cajera
deslizó apurada que creía que había renunciado. Le pedí que me lo
confirmara pero ya estaba atendiendo a otro cliente. Me quedé duro, salí a
la vereda cabizbajo. Frente a la reja de casa, Antonia se despachó con un
berrinche. Pataleaba con furia, raro en ella. Era claro que no quería volver,
estiró un brazo señalando lejos y moviéndolo aleatoriamente. Quería ir más
allá. Mi desilusión favorecía una escapatoria. Hasta ahora nuestras salidas
matinales consistían en traslados obligados, al almacén, a la verdulería, a
pagar alguna cuenta, que incluían a la ida o la vuelta una parada eventual en
la plaza. No había tenido una disposición franca al paseo por el paseo
mismo y ahora me lo reclamaba malhumorándose. Me pareció una buena
oportunidad para separar una cosa de la otra, el juego, de la necesidad. Dos
ritos en un mismo acto no terminan siendo ni lo uno ni lo otro. La plaza se
había convertido en un destino ordinario, cargado de medias tintas, intenté
buscar nuevos horizontes. Así fue cómo dando la vuelta a la manzana, entre
la parroquia y el cementerio, descubrí el vivero municipal. Evidentemente
el que había trazado la maqueta del pueblo había resuelto concentrar todo
en un solo sitio. Nos habíamos mudado hacía más de dos años y nunca me
había enterado de ese mundo silvestre a nuestras espaldas. En eterna
refacción por la desidia de una genealogía inagotable de funcionarios
adictos al hormigón, el vivero resistía gracias al trabajo de un grupo de
voluntarios que se reunían cada tarde con la promesa de un resurgimiento
próximo. Nos aventuramos por un sendero tupido al borde de un riachuelo
hasta que las ruedas del cochecito se empantanaron. El paisaje se repartía
parejamente, la vegetación y la basura. A la salida nos interceptó una chica
en overol con ojos despejados y los pelos como escoba. Estamos buscando
voluntarios, dijo. No sé si fue la conciencia o el desaliento, pero decidí
alistarme para colaborar. La tarea básica consistía en recoger botellas,
plásticos y otros deshechos que traía el río con la marea. Agacharme tantas
veces, hundir los pies en el barro, aspirar ese olor entre natural y
nauseabundo, barrió con mis pensamientos negativos. No hay como el
cansancio físico para recuperar porciones de ser. También Antonia se
entusiasmó y, si al comienzo intenté evitar que se ensuciara, rápido entendí
que respondía a un llamado ancestral. Mientras que mi actividad requería
eficiencia, embolsar la mayor cantidad de botellas por minuto, Antonia
demoraba el reciclaje en favor de la contemplación: una tapita, un pedazo
de caño, la rueda de un tractor de juguete permanecían en sus manos
agotando sus posibilidades tanto prácticas como simbólicas. Así pasamos
un par de horas hasta que nos convocaron en la galería de la antigua escuela
de jardinería, un edificio suntuoso que el abandono había convertido en
ruinas. Compartimos el almuerzo en ronda. Todo en silencio y armonía.
Después de comer, nos hicieron visitar la basuroteca, un catálogo de
deshechos organizados según tamaño, materia y forma. Quedamos en
volver pronto para continuar con la labor. Exhausto, con la espalda vencida
y las ropas húmedas, apenas entreví la marquesina de la panadería recordé a
Lucrecia. Me asomé, pero nada. Le escribí un mensaje: ¿Llegaste bien? Sin
respuesta. A la hora, insistí: ¡Gracias por la charla! Me sentí un estúpido al
segundo, tampoco contestó. Por la noche la llamé al celular, me atendió esa
voz neutrónica que anuncia que el número está fuera de servicio. Esa
semana por primera vez falté a la cita con Guillermo, no tenía el ánimo para
enfrentarme a nuestros encuentros. La ausencia de Laura se prolongó por
varios días, apenas preguntaba por Antonia, decía que el trabajo le exigía
hasta tarde, por eso se quedaba en la ciudad. También me dedicaba algunos
de sus aforismos de cosecha reciente: ¡Los celos son de los débiles y
desamorados! ¡Vivir en la mente es esclavitud! ¡La libertad es palabra santa
y maldita! En cualquier otra circunstancia le hubiera reprochado su
comportamiento, pero de algún modo no verla me aliviaba. Evité mencionar
a Horacio, a esta altura de las cosas que me engañara con otro me resultaba
un incidente menor. Una mañana, camino al vivero, Guillermo me abordó
en una esquina, nunca nos habíamos visto en el mundo exterior ni a la luz
del sol. Estacionó el auto y bajó la ventanilla polarizada. Te estuve
esperando, me tiró desde adentro sin mostrar la cara ni fijarse en Antonia
que iba sentada en el cochecito y pareció querer incorporarse para atender a
la conversación. Estuve ocupado…, solté con un dejo de culpa absurda. Por
toda respuesta, Guillermo volvió a encerrarse en su cápsula y el Kia blanco
aceleró hasta perderse de vista. Sin Laura ni Lucrecia, decidí consagrarme
por entero al vivero y a la paternidad. No podía quedarme en casa por
muchas horas, los recuerdos me atormentaban, repetía como máquina las
peleas con una, el beso de la otra, y en el medio, la sangre, los sueños, la
tierra, todo junto embrollándose en una fina telaraña. La rutina del trabajo
comunitario me centró. Me asignaron ocupaciones mayores, de la
recolección pasé a la restauración de puentes y pasarelas. Antonia parecía
feliz en el nuevo entorno. Su natural autonomía se potenció en ese ambiente
cuasi salvaje. La perdía de vista por horas, reptando o caminando, ella
trazaba sus propios senderos, generalmente marginales del circuito
convencional. Una sola vez, mientras barnizaba la baranda de una escalera,
me asaltó una inquietud. Sin escandalizarme ni hacerlo público, me puse a
rastrearla en medio del yuyal. La pauta de que fue ella la que me imantó
hacia donde estaba, fue que sin conocer el destino, mis pasos fueron
exactos. La encontré en cuclillas bajo una enramada imposible de franquear
para un adulto como yo. Antonia, la llamé un par de veces pero no
contestaba, su concentración se enfocaba en un punto metido entre sus
piernas. Me acerqué como pude, en cuatro patas, recibiendo chicotazos en
las mejillas, cerca de la incomprensión. Cuando por fin llegué a su lado,
Antonia me recibió con una sonrisa satisfecha, no me había hecho venir por
nada. Dejó caer la cabeza para que la imitara. En medio de la hojarasca se
abría un hoyo de unos cinco centímetros de diámetro. Un hoyo, un aleph,
un oráculo. Sería fácil caer en la enumeración caótica una vez más, sería tan
fácil como insuficiente, digamos que lo que ahí vi tuvo la contundencia y la
claridad del primer tornado. Volví a mi puesto aturdido por partida doble,
las visiones que había tenido y los poderes de mi hija se medían en perfecta
proporción. Antonia siguió perdiéndose, yo preferí no entrometerme en sus
aventuras. Una de esas tardes, en la plataforma principal, me pareció
reconocer una figura de espaldas. El pelo alborotado, la cabeza chica, los
hombros rectos en un singular trapecio. ¿Lucrecia? En el escaso segundo
que yo me tomé para enderezarme y ella para darse vuelta, la cabeza se me
llenó de mil incongruencias. Me di cuenta de que la seguía adorando. Una
vida con ella era posible, las cosas como siempre acabarían por acomodarse
a fuerza de costumbre y amor. Se la veía más adulta, curtida, inflada, un
tercera versión de sí misma. El tiempo volvió a correr normalmente y
mientras daba un paso adelante, de pronto entendí que estaba embarazada y
no de pocos meses. Nos saludamos sin hacer referencia a la panza. Me
contó que había renunciado a la panadería para dedicarse de lleno a la
naturaleza, nuestra charla la había animado a tomar la decisión. Cuando los
malentendidos crecían en mi interior, un chico de pelo enrulado con aires de
mí mismo en el pasado pero con nariz en gancho, uno de los referentes de
los voluntarios, se acercó desde atrás y abrazó a Lucrecia a la altura de los
hombros. Nos presentamos: José, José. Tocayos, dijo el otro alzando la
mano para que la chocara. Les hice una serie de preguntas de forma, ellos
hablaron de más, acerca de sus planes, de un viaje próximo, de lo que les
esperaba y de una casita en la isla que habían empezado a construir: ¡Ahora
todo va a cambiar! Ya no les presté atención. Nos dijimos hasta pronto, me
desenguanté y supe que no volvería a verlos. En la retirada, tuve la certeza
de que había sido parte de esa unión, de haberla de algún modo provocado.
Quizás la vida estuviera diciéndome algo. Esa noche, de vuelta a casa
después de una semana, Laura me tomó de las manos y me pidió que la
mirara a los ojos: ¿Vos me amás? La pregunta me descolocó, contesté a
boca de jarro: ¡Claro que te amo! Hacía días que no nos dirigíamos la
palabra, menos en esos términos. Nuestro vínculo se reducía a una
minuciosa dramatización del desafecto. Y sin embargo seguíamos siendo
una pareja. Laura hizo una pausa y continuó arrojándome dardos
sorprendentes: ¿Estás dispuesto a hacer cualquier cosa por mí? Si te hace
bien… ¿Sin juzgarme? Sentate, me ordenó, tengo que hablarte de algo vital.
Sospeché, y acerté, que se trataba de un asunto relativo a sus sesiones de los
miércoles. Laura estaba excitada, me hablaba como un orador a la platea.
Desde aquella noche en la marisquería no habíamos vuelto a tocar el tema
Horacio, dejé el orgullo de lado y decidí prestarle atención. En uno de los
últimos ejercicios, Laura había sido la protagonista. Habló de nosotros, de
nuestras peleas, de su complicada maternidad, hasta que surgió la historia
de sus padres. Según la versión de la madre, ella y el padre pasaron una sola
noche juntos y no se volvieron a ver. Se habían conocido en un bodegón
donde Nelson, así se llamaba el padre de Laura, se ganaba los veranos como
cantor de tangos en las costas del litoral. Tuvieron un breve contacto
telefónico cuando la madre ya llevaba cinco meses de embarazo y otro más
al poco tiempo del nacimiento de Laura. Nelson acordó enviar algún dinero
pero nunca manifestó interés por relacionarse con su hija. El día que
cumplió quince años, Laura se enteró de que su padre había fallecido unas
semanas antes. Horacio propuso montar una escena para desentrañar el
trauma original. Laura guió a dos de sus compañeros en la representación:
Marion, que hacía de su madre, se acercó a su supuesto padre, un pelado
que Laura dice que estaba sentado a mi lado en la cena del día del amigo
pero que no consigo ubicar por nada, bailaron, se besaron y terminaron
haciendo el amor sobre el escenario. Metafóricamente, aclara Laura, aunque
estaban tan en personaje que empezaron a desvestirse y no cogieron por
poco. Después de ser testigo de su propia concepción, Laura se ovilló entre
las piernas de Marion que la “dio a luz”, el padre la recibió en sus manos.
Todo acabó con un abrazo entre los tres diciéndose que se amaban. La
familia ya no era un imposible. A Laura la experiencia le había hecho muy
bien, había salido de la sesión más libre, desahogada. Tanto que sintió el
deseo de festejar el nuevo nacimiento y por sugerencia de Horacio fue con
algunos compañeros a tomar una cerveza. Terminó emborrachándose como
una adolescente. Tenía bien nítida esa noche, Laura se la había pasado
vomitando abrazada al inodoro y yo no había podido pegar un ojo. Su
despertar fue terrible, la resaca, más la sensación de haber hecho el ridículo
y sobre todo, de seguir cargando con el fardo del desamparo. Con los días,
los efectos de la cura se volvieron perjudiciales. Laura andaba taciturna,
deprimida, sin fuerzas para ir a trabajar y las dificultades para relacionarse
con Antonia se agudizaron. Comía apenas. Rendida ante la evidencia del
retroceso, Laura habló con Horacio que le dijo que lo más probable es que
se tratase de un cuadro de mayor complejidad, multicausal, donde la
percepción de orfandad se combinaba con una adoración por la figura del
padre que había quedado fijada en la idolatría. Un Edipo enrevesado, de
difícil resolución. Según Horacio, Antonia es en realidad Antonio, el
hombre que yo no fui, me explica Laura con una angustia eufórica. De
haber nacido varón, su padre no la hubiera ignorado. El rechazo paterno,
que ella ahora calca inconscientemente alejándose de su hija por ser imagen
de su propio destino, la convirtió en una eterna despechada. En ese
momento estuve a punto de intervenir, la historia de Antonia era
evidentemente distinta a la suya, la prueba era mi presencia en la casa, casi
como una madre. Laura se sentó frente a mí, serenándose: Horacio dice que
tengo que acostarme con mi padre, mostrarle de lo que soy capaz, que yo no
soy mi madre, que yo también puedo sentir placer y dejarlo a un lado, que
solo sabiéndome plena voy a poder romper con la repetición de hábitos
destructivos. ¡Quiero poder ver a mi hija con ojos amorosos y no culparla
por haber nacido mujer!, exclamó cerca de la afonía. Y con el último
aliento: ¡Necesito que me ayudes! Laura me miraba como una niña virgen,
ya había asumido su papel. Con algunos rodeos, me describió la tarea que
Horacio había diseñado para ella destinada a remover la semilla de su
frustración. La planta va a ser siempre la misma, dijo entrecomillando el
aire. Sacudir las hojas hace ruido pero no tiene efecto alguno, el que
persigue la libertad debe prepararse a surcar la tierra, podar desde la raíz,
someterse incluso a un trasplante. Era evidente que repetía lo que había
escuchado. Metáfora aparte, la misión consistía en consumar el incesto, si
fuera posible sobre la tumba del padre. Descartado esto último por
impracticable, hasta donde Laura sabía Nelson había sido cremado, expresé
mi consentimiento. Sentí que estaba frente a una emergencia. De acuerdo,
dije, podemos intentarlo. Laura por fin se relajó, me abrazó y al separarse
fue como si también tomara distancia de la situación, de su pedido y de todo
lo dicho: Al fin y al cabo, suspiró, la vida es un gran teatro… y casi nunca
uno elige el personaje que le toca. Pensé en los muchos cuestionamientos
que venía reavivando gracias a la lectura de Tolstoi. El individuo como
consecuencia de su entorno era una idea vieja, un estribillo sin carnadura.
Una cosa es la política y otra muy distinta son las emociones. Acabado el
preámbulo y puenteada la discusión cultural, Laura me trajo un retrato de su
padre para que lo examinara. Se trataba de una fotografía tomada sin oficio,
con esa espontaneidad color sepia característica de los años setenta. Fuera
de pose, la guitarra abandonada sobre el muslo con las cuerdas contra el
abdomen, un codo apoyado en la depresión del aro, la mano junto a la boca
apretando un cigarrillo entre el índice y el pulgar que acababa de pitar, la
cara envuelta por el humo. No necesité más explicaciones, entendí lo que
pretendía de mí. Fijamos la noche del viernes para llevar a cabo la
escenificación una vez que se durmiera Antonia. El único traje que había
tenido en mi vida lo había usado para una serie de cumpleaños de quince,
más tarde, remachado, para dos o tres casamientos y las entrevistas de
trabajo. Cuando fui a buscarlo al ropero, tardé en recordar que la última vez
que me lo había puesto me había sentido tan ridículo frente al espejo que
había decidido donarlo a Emaús. El día siguiente volví a lo de Guillermo
que me recibió sin reproches, pensé en pedirle un traje prestado pero me vi
dando explicaciones y decidí tomarlo por mi cuenta. Apuré el rito de
siempre, un poco de jazz, unos tragos y un asesinato clásico: una buena
dosis de veneno para ratas disuelto en una copita de licor. Entré a su
dormitorio y elegí un traje sobrio, gris, cruzado. Bajando por las escaleras
me asaltó una duda pasajera. Matar por matar es una cosa, matar y robar ya
no es lo mismo. Llegó el viernes y, a medida que pasaban las horas, crecía
el entusiasmo y la excitación. Monté una verdadera puesta en escena.
Transformé la casa en un bodegón, todos mis prejuicios fueron
derrumbándose, entendí que yo también podía sacarle provecho al
experimento. Compré velas, aceitunas, quesos y dos botellas de vino caro.
Con la foto del padre de Laura abrochada en el marco del espejo del baño,
compuse el personaje atento a cada detalle. Si bien estaba muy lejos de sus
rasgos, hubiera necesitado una operación, una máscara de látex, el traje, la
flor en el ojal y el gel aplastándome el pelo, me acercaban mucho a su
aspecto. También me afeité, cosa que no hacía desde los primeros fríos. No
era tanto el padre de Laura, pero definitivamente tampoco era yo. En una
pausa, tildado con la tijera entre los dedos para emprolijarme las patillas,
caí de repente en la cantidad de oficios nuevos que había adquirido gracias
al desempleo: ama de casa, jardinero, sicario, cocinero y ahora, de un día
para el otro, actor. Todas ad honórem. Dicen que el dinero termina matando
hasta la más profunda vocación. Cuando Laura llegó, seguramente
abrumada por cuestiones de la oficina, cayó en las garras del absurdo.
Viéndome así vestido, con la guitarra cerca y la mesa a la luz de las velas,
reprimió una carcajada tapándose la boca con ambas manos y se metió en el
baño. Se había olvidado de la cita con su padre. Me pedía disculpas a través
de la puerta, lloraba o se reía, no terminaba de darme cuenta. Vacié dos
copas de vino y encendí un cigarrillo. Hacía años que no fumaba, busqué un
viejo atado que tenía visto en un cajón, la situación ameritaba unas pitadas.
El azar va a ser siempre el azar. Laura salió del baño cinco minutos más
tarde, los labios pintados, los ojos delineados, el pelo concienzudamente
revuelto. Sin necesidad de palabras, ambos nos entregamos a la
dramatización. Puse un disco de Troilo y empezamos a charlar con la
torpeza de los primeros diálogos. Contrariamente a lo que cualquiera
hubiera predicho, a pesar del entrenamiento en sus sesiones y de mi falta de
experiencia, era evidente que a ella le costaba mucho más que a mí entrar
en personaje. Es cierto que su rol era más difícil, yo era Nelson, cantor de
tangos, trotamundos, ella seguía siendo Laura. Hablamos sobre música, los
cambios de época, le alabé los ojos, la sonrisa iluminada. En cuanto le tomé
la mano, con dulzura y compromiso, entendí que nos encaminábamos al
fracaso. Laura se estremeció de hombros y sin llegar a recular, sentí cómo
sus dedos se contraían. Intenté ir más allá acariciándole una rodilla pero ella
se echó para atrás, se puso de pie y excusándose se encerró en el cuarto:
¡No puedo, perdoname! ¡Esto es ridículo, me hace mucho peor! Y se largó a
llorar, pateando el piso, arrojando cosas al suelo: ¡Soy una estúpida!,
repetía. ¡Mi vida es una mierda! Los gritos de Laura, sus lamentaciones, me
sumaron al desasosiego. Probamos otras dos veces, la tercera llegamos a
darnos unos besos y toquetearnos. Laura volvió a llorar, pero yo estaba muy
excitado y la prueba se extendía más de la cuenta. Le levanté la pollera, le
corrí la bombacha y le metí la pija ahí mismo, sobre la mesa de la cocina.
Me sentí más Nelson que nunca. Fui un poco violento pero efectivo. De a
poco Laura fue liberándose, me di cuenta por los gemidos, por cómo se
aferró a mis nalgas, hasta que dijo, primero tímida y enseguida desatada:
¡Cogeme fuerte, papi! ¡Te amo! Y yo: Laura, Laurita, sos increíble… ¡qué
grande que estás! Tuvimos sexo durante horas, desaforadamente, al borde
de los sentidos. La mañana siguiente, Laura desapareció. Otra vez ausente,
llamaba de madrugada, enviaba mensajes extraños, entre sollozos y
desvaríos, como en otro idioma. Lejos de mejorar, Laura siguió
desmoronándose cuando más parecía imposible. El jueves de esa semana
fui a lo de Guillermo y me comporté con más saña que nunca. Lo rocié con
alcohol de la cintura para abajo y lo prendí fuego mientras sonaba una
versión de Petite Fleur sobre un fondo de violines. Me quedé un buen rato
observándolo. Guillermo giraba con una cadencia insólita, a la vez tétrico y
gracioso. Una sublimación de la violencia y la muerte en arte y
movimiento. Quemar a Guillermo representó el clímax en mi pulsión
asesina. Volviendo a casa con las mejillas encendidas, caí en que
últimamente todo lo importante en mi vida sucedía los jueves. Me figuré la
semana como las laderas de una montaña. Ascender y descender me tomaba
siete días. Las aproximaciones a la cima comenzaban los miércoles por la
noche cuando Laura volvía de lo de Horacio y yo podía encontrarme con
cualquier cosa. Me aguardaba una noche larga y agitada. Empezaba los
jueves apunado y sin embargo, a pesar del cansancio, entraba en un estado
de súper acción. Con el atardecer, a pasos del cráter, la energía acumulada
se encaminaba a la destrucción. Así había sido desde el inicio, me tomó un
tiempo razonarlo. En el rito final, bailando sobre el filo, la consigna era
improvisar lo más libremente posible. Claro que no siempre lo lograba.
Cometido el crimen, venía lo peor. El descenso vertiginoso, imparable, un
estrépito que duraba una nada y del cual reponerse podía tomar unos
cuantos días. En el llano, otra vez al pie de la montaña, era el tiempo de la
reconstrucción: inventariar los miembros, reconocer las partes, rescatar el
alma de la negrura. Hacer cumbre es un objetivo materialista, la paz se
fragua antes, en la contemplación, en el camino. Es simple, pero es así. Los
jueves me lo permitía todo, también me entregaba por entero. Narcisismo y
desprendimiento confluían en el borde. Los jueves son de Júpiter, y Júpiter
regula la luz y la oscuridad en el universo al servicio de sus ansias de
drama. La relación con Guillermo tuvo un desenlace abrupto. No hubo
declive, corolario ni epifanía, el último encuentro fue tan banal como
previsible. En lo que dura un relámpago, las postales que tenía de él fueron
derrumbándose una sobre otra como un dominó de humanidades. Los
cambios de ciclo, este sería un caso típico, ocurren animados por una
multiplicidad de signos simultáneos. Y es que esa misma tarde, al volver
del trabajo, Laura hizo su propia catarsis. En el momento en que la vi
aparecer por el pasillo me entró una rara mezcla de miedo y compasión. Su
cara era un rompecabezas lleno de huecos. Por fortuna, Antonia dormía la
segunda siesta del día y no fue testigo ni de los llantos ni de la desolación
de su madre. Yo preparaba el terreno para sembrar semillas de grama con la
esperanza poco sólida de pisar césped en el verano. Era menos una
actividad de jardinería que una lucha interna, la ilusión de cubrir con vida la
aridez. La pala hundida en el montículo de tierra a mis espaldas desde hacía
meses simbolizaba mi parálisis, también mis más bajos instintos. Y si no
tenía el valor de hacerme cargo del fardo podría merodear la cuestión
enmascarando la fatalidad con actos concretos y positivos. Hace no mucho,
había visto en la televisión una película devastadora, con asesinatos,
incestos y violaciones que desandaba la trama hacia el nacimiento del
protagonista. La moral que destilaba el relato me había parecido simplista y
maniquea, la imagen del final, un bebé reptando por un césped verdísimo,
cumplía a la vez una función esperanzadora y de escarmiento; a pesar de
esto, la película me había gustado y de hecho me había inspirado para
iniciar este nuevo emprendimiento. Fuera de cualquier alegoría, el pasto
aumenta las chances de bienestar. Fantasmal y silenciosa, Laura era una
proyección gastada de sí misma. Desde una esquina del jardín, sin darme
tiempo al saludo, se largó a llorar como una virgen descompuesta. Pensé en
mí, en todas mis faltas. Era un llanto postergado que se descompresaba de
golpe. Sentí el impulso de contenerla, pero reprimí el gesto para que
pudiera hacer la descarga a sus anchas. Laura tardó unos minutos en
serenarse y recién entonces, devastada y todo, usó la palabra. Balbuceó: Me
hicieron sentir la peor basura. Había abandonado el grupo, o el grupo la
había expulsado, según cómo se lo mirase. La abracé y le presté el oído ahí
mismo, debajo del limonero. Había tenido una fuerte discusión con
Horacio, y Marion se había puesto del lado del maestro: ¿Podés creer? ¡Mi
amiga! Según Laura se habían pasado de revoluciones exponiéndola más de
la cuenta. No me dio detalles, tampoco se los pedí. Fue horrible, son unos
enfermos, dijo. Las lágrimas corrían por sus mejillas, caían sobre mi
hombro o directamente al suelo. Un efecto de luz aparentemente casual
ensombrecía la mitad de su cara mientras que la otra se encendía con el sol
sesgado del ocaso. Los claroscuros eran cambiantes, aleatorios, mariposas
negras sobrevolando sus pómulos de cerca. La escuchaba con atención, sin
soltar el rastrillo, en medio de la tierra removida. ¡En el fondo es un sádico!
¡Un gran hijo de puta! Igual que todos los demás, son todos unos resentidos
de mierda. Me recorrió una íntima satisfacción, Laura se había envenenado
con su propia medicina; aunque Horacio había dejado de obsesionarme
hacía tiempo, el desprecio seguía intacto. Lo más grave es sentirse
defraudada por la persona en quien tanto confié. Si Horacio es un perverso,
todo fue una farsa y la cura, pura ficción. ¿Qué cura?, estuve a punto de
provocarla pero me atajé a tiempo. Todo lo que hicimos juntos, subrayó
alzando las cejas en lo que sentí fue un reconocimiento al empeño que había
puesto en recrear la figura del padre. Este tipo es un chanta sin ideas, si
Jodorowsky supiera lo que hace en su nombre… Otro llanto, más puro, más
urgente, la sacó de lugar. Era Antonia, oportuna y de alguna manera
milagrosa, que nos contemplaba desde el escalón más alto que baja al
jardín. El semblante de Laura mudó mágicamente, le agarró una risa
espasmódica que un desprevenido habría confundido con alienación.
Antonia le consagraba otro de sus hechizos. Laura me miró sorprendida,
respiró hondo, abrió los brazos declarada y francamente, temí lo peor:
Antonia aguardó unos segundos congelando el tiempo y corrió hacia ella.
Comprendí que tenía nuestros destinos en sus manos. De pronto, éramos
una familia, si no normal, por lo menos de pie. Laura y Antonia tenían
mucho que recuperar, por eso mismo no me sumé al abrazo. La relación
entre los sucesos de la tarde y lo que pasó por la noche representa lo que el
brote a la semilla. Después de comer, por fin una cena los tres juntos,
levanté la mesa, dejé los platos en remojo y le dije a Laura como cada
jueves: Voy a devolverle la pala al vecino. Igual a un rezo, sin nombrar a
Guillermo, el trato distanciado había sido mi primera, mi única, estrategia.
Cábala y costumbre en cierto punto resultan imposibles de distinguir. Pero
esa noche, producto del desahogo que Laura había experimentado
rompiendo por fin el caparazón de su zombismo, en lugar de desoír mi
propósito, se sublevó ante la frase hecha y alzó la voz: ¿Qué pala? Yo ya
empuñaba el picaporte, con un pie en el aire, por dar el paso al mundo
exterior. Mi desconcierto fue palmario, Laura insistió delineando en el aire
una pala virtual. La miré ruborizado, ella vino a mi encuentro, me tomó de
las manos y me dio un beso en la frente, un beso de redención. Andá a
devolverle la pala de una vez, dijo, pero no vuelvas demasiado tarde, ¿eh?
Contesté con un sonrisa apocada, hubiera podido recriminarle una cantidad
de conductas bastante más impropias que mis escapadas a lo de Guillermo
pero me callé. Me sentí un fenómeno disminuido. La intervención de Laura
fue la clave para determinarme a desenterrar la pala y tapar la fosa de una
vez. Fueron treinta y dos paladas, cuatro menos que las que había usado
para cavarla. Pensé en la tierra evaporada, en el ectoplasma y los gramos
que dicen que pesa el alma de los muertos. Antes de subir a lo de
Guillermo, con el ánimo de reordenar el devenir de las cosas, me ocupé de
devolver la pala al lugar de donde la había extraído la noche inicial.
Guillermo me recibió con el teléfono en la oreja marcando mi demora con
ese gesto típico del índice golpeteando la muñeca. Estaba vestido de jeans,
descalzo y con el torso desnudo, visiblemente alterado. Nunca lo había visto
así. Iba y venía por el espacio como un bicho enjaulado, haciendo ochos, en
zigzag, diagonalizando, mientras discutía por celular con la madre o la
hermana. Imposible distinguir cuándo hablaba con una o con la otra, en
ambos casos remataba unos encendidos y crecientes monólogos con un ¡Me
quieren volver loco! Y si en general, con mi llegada, solía abortar lo que
estuviera haciendo para dedicarme la atención, esta vez era diferente. Sin
dejar de hablar, me desalojó del sillón con un chasquido de dedos y me
mandó a la cocina a buscar algo para tomar. Guillermo era de tener esas
salidas, las formas de cortesía que colocan al invitado en situación de falta
por no tener la confianza suficiente para desenvolverse como en casa.
Intuyendo lo crucial de las horas por venir, me incliné por la botella de
whisky. Serví dos vasos generosos con hielo. Guillermo había empezado a
transpirar fuerte y no hacía nada por evitar que las gotas de sudor le
cubrieran la frente, brotaran de su pecho y cayeran por su espalda regando
la alfombra. El calor era moderado, la discusión lo abochornaba. Pasando a
mi lado, sacudió la cabeza como queriendo sacarse alguna mala idea y me
salpicó todo. Un grito agudo, a mitad de camino entre el dolor y la histeria,
anunció el fin de la conversación: ¡Me están volviendo loco! Pero ya había
cortado, me dedicaba la frase a mí, al mismo tiempo que amenazaba con
arrojar el teléfono por la ventana. Hicimos un brindis sugerente, que en
retrospectiva me pareció sugerente. Pensé que ya no ibas a venir, me
enrostró. Me encogí de hombros, ¿qué sentido podía tener contarle lo que
había pasado en casa? Entornó los ojos disculpándose, sonreí. Me confesó
que estaba nervioso. Por el viaje, dijo, falta nada. ¿Qué viaje? ¿Cómo que
qué viaje? Si te conté mil veces, en una semana me voy a París. Le
aguardaba una agenda cargada de entrevistas, visitas a museos, estudios de
diseñadores, arquitectos, locales de decoración. Se había armado un
seminario sui géneris. Brindamos nuevamente: ¡Por París! Pero no nos
distraigamos, dijo. A mi educación musical le faltaba un capítulo
importante: el jazz fusión. Guillermo habló sobre los orígenes y los
precursores repasando algunos pilares del género. Bebimos, escuchamos
una docena de temas, el tiempo corría y yo esperaba con ansiedad el
momento en que pusiera Petite Fleur, sentía verdaderas ganas de
reencontrarme con Laura. Pero las cosas tomaron un rumbo menos
inesperado que engorroso. Guillermo se sentó a mi lado, bebió un sorbo
largo de whisky, sonrió, dijo: Estuve pensando… y me gustaría que me
acompañes. ¡Es una locura, ya lo sé! Me quedé helado, no tanto por lo que
decía, sino por la manera en que movía los labios. Se puso a hablar del
viaje, del itinerario que incluía cinco países y un festival de jazz, de las
ciudades que podríamos visitar y en una distracción, me dio el primer beso.
Su aliento cítrico me impresionó. Anticipándose a mi desconcierto,
Guillermo no tardó en sujetarme la nuca y volver a besarme, franco y
mojado con la boca abierta y la lengua libre. Cada vez más cerca,
deslizándose por el sillón de cuero que favorecía el desplazamiento, ahora
Guillermo me rodeaba con los brazos. Hubo una pausa y tuve dos
reacciones sucesivas y contrapuestas. Del azoramiento, que di cuenta
trasmitiendo una cierta tensión muscular, pasé a sentir esos besos muy
naturales y venciendo cualquier prejuicio, me entregué al juego más
humano de todos. Lo cierto es que besar a un hombre no era muy distinto a
besar a una mujer, la pasión fue inmediata. Sin embargo, cuando Guillermo
desabrochó mi camisa acariciándome las tetillas volví a caer atrapado en la
telaraña cultural. No pareció tomarse a mal mi reticencia, se sirvió más
whisky y me apretó la mano. Quiero que vengas conmigo, insistió, te lo
digo en serio. ¡Es una oportunidad única! Me hablaba a los ojos. Estoy
seguro de que la pasaríamos muy bien juntos. Tenemos piel y buena charla,
¿qué más? Tragué saliva y le dije: Gracias, pero no. Le hablé de Laura, de
Antonia, de los difíciles momentos que habíamos atravesado en el último
tiempo. Guillermo se puso de pie con movimientos nerviosos y empezó a
tratarme con agresividad, como si fuera su madre o su hermana. Que era el
Señor Fracaso. Que la vida no estaba hecha para hundirse en un pozo y
esquivarla. Que si pensaba pasarme el resto de mis días como ama de casa.
Que todo lo que me rodeaba le parecía de un patetismo… ¡Van a terminar
creciéndote una concha y un par de tetas! Claramente ofendido por mi
negativa, Guillermo lanzaba frases cada vez más crueles que, en lugar de
encolerizarme, me apaciguaron por resultarme inocuas. Eran palabras de
despecho. Visto desde afuera, esa noche tuve más razones que nunca para
borrarlo del mapa, pero dentro de mí nada me empujaba a hacerlo. Sin
enajenamiento, el crimen se hace imposible. Guillermo no mentía. Espiando
por la ventana, fui testigo del momento justo en que pasó a buscarlo un
remis. Lo vi cerrar la puerta, acomodar las valijas en el baúl y meterse en el
auto. No nos despedimos. Preferí ahorrarle un nuevo episodio a nuestra
comedia negra y sentimental. En el mismo instante en que el auto se puso
en marcha, prometí renunciar para siempre a mi extraña habilidad. Solo
para cumplir con el hábito, el jueves siguiente toqué el timbre, una voz
femenina y cortante corroboró que Guille había salido de viaje. Era la
primera vez que oía una voz por ese portero eléctrico, también la primera
vez que escuchaba que lo llamasen por el diminutivo. ¿Hubiera sido capaz
de abandonar todo y fugarme con él? Definitivamente, no. Y sin embargo
no era el tipo de invitaciones que se reciben a diario. Visitar París, Londres,
el coliseo romano. ¿Cuándo volvería a presentarse una ocasión semejante?
No tuve tiempo para lamentaciones, a los pocos días, Laura, que había
reanudado un vínculo razonable con Antonia, apareció con una propuesta:
Hagamos una escapada, nos lo merecemos. Me contó que su madre le había
escrito para anunciarle que cruzaba el charco. Organizamos el viaje a la
carrera. La madre de Laura llegó en ferry el jueves por la noche y nosotros
nos embarcamos el viernes a la mañana. Las horas que pasamos juntos me
pregunté si le haría recordar a Nelson, no estaba vestido de él pero había
adoptado las patillas y el peinado hacia atrás, sin gel, pero hacia atrás.
Supongo que alguna reminiscencia le habrá provocado, aunque no dejó
traslucir nada. Antonia nos despidió sin chistar y por un instante me
cuestioné si hacíamos bien en dejarla en manos de una abuela que era
prácticamente una extraña. Me tranquilicé pensando que al fin y al cabo
había criado a Laura que era una persona bastante normal. En el ferry, al
rato de zarpar, un chico medio andrógino se nos sentó enfrente. ¿Molesto?,
preguntó cuando ya se había instalado. Era un lugar de privilegio, contra el
gran ventanal de proa, cuatro silloncitos rodeando una mesa ratona. La
intromisión me perturbó. Había lugares libres todo alrededor pero él había
elegido sentarse justo ahí. Qué hora será, me preguntó Laura a media voz.
Diez menos cinco, se apuró en contestar el muchacho exhibiendo la pantalla
del celular y agregó un comentario acerca de la impuntualidad del servicio:
Como es un monopolio, acá nadie se preocupa por nada. Yo lo tomo tres o
cuatro veces al mes, siguió diciendo, parece que transportan merluza en
lugar de pasajeros. La tripulación está formada por primates. Su perorata
había sido disparada por la pregunta de Laura que ni siquiera le había sido
dirigida. A lo largo del viaje, nos dimos cuenta de que así funcionaba: una
sola palabra desataba en él una catarata de muchas otras, un torrente
imparable de lugares comunes. Laura asentía con la cabeza y cometió el
error de comparar el servicio fluvial con el ferroviario. Interpelándonos con
sus ojos saltones, el intruso fue nuevamente impelido al discurso: La mafia
de los sindicatos y el manoseo de los trabajadores son la muestra patente de
que… Me levanté diciendo que iba a buscar unos cafés. Cuando regresé, no
habré tardado más de siete, ocho minutos, el muchacho hablaba de los
estragos que había ocasionado la colonia europea en las minas de Potosí. El
don me había sido dado para eliminar sin remordimientos a gente como
esta. Hice un gran esfuerzo para no caer en la tentación, nos libramos de él
cuando traspasamos la barrera de migraciones. El resto del viaje a
Montevideo fue en ómnibus, permanecimos en silencio, Laura del lado de
la ventana, yo, junto al pasillo. Dormitamos cabeza con cabeza. En la
terminal de micros nos tomamos un taxi hasta el hotel, un edificio antiguo
en el barrio viejo de la ciudad refaccionado a las apuradas. Pasamos tres
días únicos, muy cerca del ideal del amor. Comimos, nos emborrachamos,
bailamos durante cuadras y cuadras siguiendo una cuerda de candombe, nos
tumbamos en la playa de cara a las estrellas. Hicimos mucho el amor, nos
reímos hasta reventar. De nuestras neurosis, de las máximas de Jodorowsky,
de mi disfraz de Nelson, del carácter de Antonia, de las curdas de Laura y
de una pareja de patinadores que se nos aparecía por todos lados. También
hubo tiempo para la reflexión. Laura repasó su vínculo con Horacio y el
grupo de terapia. Había superado el enojo y aseguraba que le había hecho
ver cosas de sí misma que de otro modo nunca hubieran salido a la luz. Si
no duele, no sucede, dejó flotando en el aire, uno de los eslóganes de
Horacio. Los actos de sanación, pasado el tiempo de los temblores, habían
producido en ella importantes cambios. Como si me hubiera quitado la
máscara de la personalidad, decía. Yo también había vivido un tiempo
bisagra: la pérdida del trabajo, el balance de la experiencia, la inversión de
los roles. Me abrí cuanto pude. Hablé del futuro, de la angustia que me
producía la incertidumbre, de los sueños de juventud. No me sentía con
ganas de empezar de nuevo, había conseguido hacerme un lugar en la casa
en buena medida gracias a la influencia de Antonia. Laura se sensibilizó,
algo dentro de ella no terminaba de zurcirse. No mencioné a Guillermo, por
supuesto, aunque de algún modo, solapadamente, lo nombraba. El último
día fuimos al parque de diversiones que está junto al río. Nos subimos al
medio mundo, a los autos chocadores, aquí y allá. Luego caminamos por la
rambla, alegres, con una cerveza en la mano. Fue creo a la altura del faro
que Laura se puso a hablarme sobre mis talentos dormidos, de mi facilidad
con la palabra, de las cartas apasionadas que le escribía cuando éramos
novios, de esos correos absurdos que solía enviar para fin de año: de la
posibilidad de un libro. Podría hacer que te leyeran así de fácil, dijo
chasqueando los dedos. Le festejé la ocurrencia, tomé lo que quedaba de la
lata y anclé la mirada en el horizonte ahuyentando el comentario con
mutismo. Porque así como me alababa, ponía el dedo en la llaga. A medida
que avanzábamos, con el sol fundiéndose en el río como un flan rojo, algo
se me aclaró. Si no se te ocurre nada, empezá por vos. ¿O me vas a decir
que no te pasaron cosas este último año? Laura no sabía de lo que hablaba y
sin embargo daba en la cabeza del clavo. ¡Ya no podía seguir perdiendo
tiempo! Llegamos a la terminal de Montevideo al anochecer, Laura estaba
rendida, con una jaqueca que la obligaba a sostenerse la cabeza a cada rato,
todo había sido demasiado intenso. Yo en cambio me sentía excitado.
Apenas dejamos atrás la ciudad, Laura se tomó un analgésico y se la tragó
el sueño. ¿Que si tenía algo para contar? Claro que tenía. Pero yo no quería
escribir por escribir, mi libro debía apuntar a algo estricto, un documento
definitivo. Reflejar un fenómeno real, fantástico pero real. Verdaderamente
real. Para eso, me faltaba una pieza fundamental. Necesitaba las pruebas del
prodigio, averiguar su lógica. Lo que cuenta son los detalles, ahí está, es la
deuda mayor de los evangelios, la elipsis que abona la incredulidad de los
agnósticos. Cada vez que intento dilucidar la manera en que Guillermo se
recuperaba de las heridas y las quemaduras, el modo en que se sellaron los
tajos que le produje, cómo se recompusieron los órganos averiados, me
viene Cristo o la paloma. Ninguno de los dos me sirve, tengo que ver para
creer. Mi imaginación siempre fue pobre, un campo estéril donde el más
mínimo brote busca la trampa, delata el artificio. ¡La literatura es tan
vanidosa! Así fue que mientras Laura dormía apoyando su cabeza sobre mi
hombro y el campo uruguayo ondulaba a la vera de la ruta fui amasando los
fundamentos de una escritura del futuro. Útil y positiva. El regreso a casa
no fue sencillo. Laura y yo vivíamos un idilio, el viaje nos había reunido
como nunca, la relación había alcanzado una cima de la que tiempo atrás no
nos creíamos capaces. Los períodos de enamoramiento son siempre
maravillosos, volver a tocar la cumbre en ese ascenso denodado de lajas
flojas, ahí radica el verdadero amor. Lejos de aquella aventura que
transitamos livianos de mochila al comienzo de todo. Este estado de gracia
que habíamos reconquistado cuando ya nadie lo hubiera dicho tenía el sabor
de lo quimérico. ¿Y ahora qué? Antonia nos recibió con un pataleo, la
madre de Laura pasó por nuestras vidas como un espectro. El mismo día en
que Laura se reintegró al trabajo, se enteró de que había sido restituida a su
puesto histórico. Me lo contó radiante, brindamos con champagne como si
siguiéramos de viaje. ¿Sabés lo que eso significa, no? Alcé las cejas
sinceramente desconcertado. ¿No te das cuenta? Voy a ser tu editora, sin
intermediarios… No tenía más excusas. Y si al principio me dejé obnubilar
por la proyección de la imagen de mi libro, a medida que avanzaba la
noche, me turbaba lo inalcanzable de la tarea por venir. Una cosa estaba
clara: para concretar el proyecto necesitaba repetir la experiencia una última
vez. Documentar los hechos y dar testimonio atesorando la evidencia. Si
bien había jurado renunciar a mi habilidad, ahora se autoconvocaba para
darle solución al enigma, como una exégesis reflexiva y final. ¿Pero quién?
Guillermo estaba a miles de kilómetros de distancia y no se sabía cuándo
iría a regresar. Además, con mi desaire, la relación se había resentido
fuertemente. Tenía que pensar en otra cosa. ¿Animales? Era una posibilidad
aunque perdía el sentido trascendental que pretendía darle al asunto. La
cuadra estaba llena de vecinos, pero iniciar un nuevo vínculo me causaba
pereza. Lucrecia quedaba descartada sobre todo en su estado actual. A pesar
de haberle perdido el odio, Horacio era siempre un candidato. Tampoco me
convencía, demasiado escandaloso para víctima. La respuesta llegó,
literalmente, de la mano de Antonia. Como la marca de un destino
paradójico. En la vida cotidiana, la mística resulta de gran provecho, un
estímulo insustituible. Una pequeña nada insondable puede rastrillarnos el
sendero hacia la epopeya. Espiritual o material. Esas señales provienen
muchas veces, por no decir siempre, de los lugares menos esperables. Mi
extraño don más la posibilidad de un libro reclamaban una tercera pata que
les proveyera sentido y equilibrio. Los occidentales, creyentes o no, somos
muy afectos a la trinidad. Nada me vuelve la excepción, los rasgos más
salientes de mi personalidad y aspecto físico residen justamente en su
ordinariez. Todo esto, con sus mortificaciones, me encaminaba a cierta
verdad. Con estas pulsiones trabajando por una misma causa aunque lejos
de la confluencia, una mañana, mientras me dedicaba a preparar el
almuerzo, sucedió algo extraordinario. Una tragedia con suerte y
profundamente esclarecedora. Picaba cebollas sobre una tabla de madera y
de pronto: ¿Quién se acuerda del incendio en la fábrica de fuegos
artificiales? Tardé en caer que se trataba de una voz en la radio. Asocio al
momento un ardor en los ojos, un lagrimeo, seguido de una pequeña
conmoción. Interrumpí la tarea para escuchar el informe desde tribunales.
El juez había dictado la prisión preventiva a la cúpula de la empresa, el
dueño, sus dos hijos, el yerno y el representante legal, bajo la acusación de
haber provocado el siniestro intencionalmente con el fin de cobrar la póliza
de seguro en connivencia con un inspector municipal. No puedo negar que
la noticia me causó un contento revanchista que celebré con una sonrisa a la
ventana. La actitud de los dueños sintetizaba la dialéctica perniciosa que
marca a fuego nuestra idiosincrasia. Inmigrantes y criollos llevan adentro
un componente antropófago que conduce a rifarlo todo de tanto en tanto
para subrayar el despojo original. Esa sustracción engendra un
resentimiento madre que encuentra en las descendencias un actor dispuesto
a replicar el canibalismo en sintonía con su época. Un llamado periódico a
la destrucción y al resurgimiento. No más volver la mirada a la historia, ahí
está todo, las fortunas, el amor, los artistas, dilapidando sus obras para
reconocerse en la caída. La quema de la fábrica se inscribía sin dudas en esa
tradición. El giro en la causa, palabras del cronista, abría una perspectiva
ventajosa para los trabajadores despedidos que ahora podían animar juicios
contra la empresa con grandes chances de ser indemnizados. A la
satisfacción inicial siguió un sentimiento encontrado. Visualicé un baile de
abogados y burócratas peleando por una compensación ilusoria. No estaba
preparado para algo así. En medio de estas elucubraciones, sentí a mis
espaldas un desmoronamiento. Me di vuelta sin entender lo que veía. Una
montaña de libros se erigía al pie de la biblioteca. Antonia había quedado
sepultada debajo, una de sus piernas sobresalía del montón, su pequeño
codo asomaba entre los lomos y las tapas. Tras un segundo de parálisis, di
dos saltos y la desembaracé rápido del peso comenzando por la cabeza.
Cuando la liberé del todo, reconstruí el accidente. Intentando treparse a los
estantes más altos se le había caído encima una fila entera de libros. Si el
peso de Antonia fuera otro, si la biblioteca no hubiera estado amurada,
podría haber sido fatal. Le palpé la cabeza, los brazos, la espalda, en busca
de alguna lesión, mi cara de susto contrastaba con su serenidad.
Inconsciente del riesgo que había corrido, Antonia celebraba la fuerza de la
experiencia. El deseo la había llevado demasiado lejos y sentía un claro
goce en ello. Le besé la frente y las mejillas. En el abrazo, sentí una
interposición entre ella y mi pecho. La separé y comprobé que apretaba en
su mano izquierda un libro fino y avejentado de tapa blanda, blandísima,
que reconocí de inmediato: La muerte de Iván Illich. De mis tiempos de
comprador compulsivo en librerías de viejo. La coincidencia me impactó.
¡Otra vez Tolstoi! El libro unía todo, mi devoción por los rusos, la muerte y
la resurrección. Pero Antonia me tenía preparado algo más. La senté en su
silla, tomé el libro de su mano, que soltó sin resistencia, y me puse a
hojearlo. Algo se deslizó de entre las páginas y cayó al piso. Me agaché
para recoger una fotografía dada vuelta. Era Laura, esa imagen imborrable
que le había tomado en nuestro primer viaje junto a un antiguo carro
funerario. De la euforia pasé al horror entre una exhalación y un respiro.
¿Ésa era la respuesta a mi búsqueda? Me senté en el suelo y fijé los ojos en
Antonia. ¿Era posible que una niña me dictara semejante plan? Sacudí la
cabeza y fui calmándome de a poco para no enloquecer. Mi descendencia,
una parte de yo en el futuro, me indicaba el camino. El mandato era
transparente, debía escribir un libro narrando la resurrección de Laura.
Antonia, o algo superior manifestándose en ella, coronaba por fin la ansiada
trinidad. El eslabón faltante me infló el pecho. De tan perfecto, el círculo se
volvía un laberinto: sublimar a la mujer amada en su mejor forma y develar
el misterio. Confieso que no fue fácil pasar a la acción, necesité unas
cuantas semanas para armarme de valor. Un tiempo en que, con algunos
altibajos, supimos mantener una buena convivencia. Hasta que una mañana
desperté firme en la decisión. Tramé algo sencillo y meticuloso. Convertí
nuestro cuarto en un set de filmación casero, enmascaré la cámara detrás del
televisor, hice incluso pruebas de luces y foco usándome como doble. Para
quebrar con la supremacía de los jueves, programé todo para el último
viernes de abril, la primera noche verdaderamente otoñal. Laura llegó a casa
temprano. Preparé una picada con nueces, bondiola, queso duro, alcaparras
y cerezas al marrasquino. Para beber, vino blanco, dulce y seco. Después de
comer, Antonia ya dormía hacía rato en su cuna, Laura me propuso jugar al
ajedrez, como en las viejas épocas. Solía ser una de nuestras actividades
predilectas. Ninguno de los dos era buen jugador, ni manejaba estrategias,
en nuestro mundo ganaba el que no se distraía, generalmente ella.
Contemplar las caras del otro en el trance de la concentración era el mayor
deleite. Nos gustaba armar un pequeño ritual que incluía vodka y
almendras. Los finales eran febriles, casi siempre terminaban en la cama.
Hubo un tiempo en que nos agarró cierto fanatismo, sin proponérnoslo nos
convertimos en coleccionistas de tableros y piezas de ajedrez. El primero
fue uno que yo había heredado de mi abuelo, bien clásico, tabla de madera
oscura, piezas de marfil. Vinieron otros, que acumulamos como fetiches:
encontrados al azar, en una feria, en la vidriera de un local, en un puesto de
trastos viejos, en una tienda virtual. Llegamos a tener una docena, de
acrílico, de corcho, magnético, para viaje, indios contra gauchos, hippies
versus yuppies, uno de mármol que trajimos de Brasil. Las mudanzas
atentaron contra la afición, los más delicados fueron los primeros en
perecer, también los de piezas pequeñas o raras. Finalmente el que perduró
fue el de mi abuelo, básico y fiel. Una Navidad, Laura compró un ajedrez
flotante, nos pasamos todo un enero en la pileta con tragos a mano y
anteojos oscuros haciendo olas cuando el partido no nos favorecía. Habían
sido tiempos felices. La vida se encargó de disolver el interés y la práctica.
Reeditando aquel pasado perfecto, esta noche volvimos a jugar. Laura
estaba particularmente bella, cada movimiento era la promesa de algo
distinto. El desarrollo fue muy parejo hasta cerca del final en que hice una
jugada tonta dejando la reina al desnudo. Alerta, Laura reaccionó con una
sonrisa y no tuvo piedad, en dos movidas rápidas liquidó el partido. Te
dejaste ganar, dijo con un tono de reproche. Y era tan difícil argumentar que
no, que me había movido un impulso irreflexivo, que terminé avalando lo
que no había sido. Nos besamos y espiamos juntos a Antonia desde el
umbral de su cuarto bajo el juego de luces y sombras de su universo
pendular. Laura fue a darse un baño, yo me tiré a leer en la cama. Alzando
la vista, entreví la protuberancia de la cámara cubierta por un pañuelo,
ahora todo me parecía un absurdo. Ya no importaba qué sucedería, la idea
podía quedar en un borrador y para mí estaría bien. De pronto, giro la
cabeza y Laura está de pie a mi lado, desnuda y crecida. La vi más grande,
más fuerte, tenía el pelo recogido y se había depilado el pubis. Nos besamos
durante un buen rato. No hagas nada, me dijo al oído antes de desvestirme.
Hicimos el amor muy distinto a cuando yo fui Nelson, sin necesidad de
simular, cada centímetro de nuestros cuerpos se conectaba, latíamos a la
par. Laura tuvo múltiples orgasmos. Yo, uno solo al final, de otra
dimensión. En eso estaba, sobre ella, como los matrimonios antiguos, el
macho sobre la hembra, cuando abrí los ojos y me encontré con los suyos,
desplegados y húmedos. Ahí fue que recordé el plan, que ya no era un plan
sino más bien un llamado arcano, del más allá. Es un juego, le anuncié antes
de quitar la almohada que estaba debajo de su cabeza y aplastarla contra su
cara. Fue un deslizamiento exacto que calcaba al de la pala entre las bolsas
de arena y cal la primera noche que maté a Guillermo. Laura no protestó, se
dejó hacer acomodando el cuerpo a mi rigidez hasta que le faltó el aire.
Rápido de reflejos, le aprisioné las muñecas con las rodillas y los muslos
con los pies para contener las sacudidas. Fui su adonis, su verdugo. La
resistencia me pareció interminable, la asfixia sucedió por etapas,
espasmódicamente, y demandó de mi parte una fuerza brutal, agotadora. Es
difícil precisarlo pero podría decir, al menos simbólicamente, que su último
suspiro coincidió con mi eyaculación. Pequeña y gran muerte conjugadas en
un mismo acto. Me demoré en quitarle la almohada, temí no tener la
entereza para el descubrimiento. Flaquear hubiera sido mucho peor; su
expresión había quedado congelada en el goce, con esa belleza que causa
miedo de la que habla Tolstoi: “¿Por qué ha sufrido? ¿Por qué ha vivido?
¿Conoce por fin la verdad?”. Le besé la frente y de ahí en más actué como
un profesional. Me vestí a medias y me apuré en encender la cámara. La luz
roja me tranquilizó, crucé la habitación gateando, eché una última mirada
para controlar que todo estuviera en su lugar y cerré la puerta. Sentí una
descarga eléctrica, la mezcla de sexo, muerte y adrenalina habían llevado a
mi ser a un plano de conmoción. Fue preciso sostenerme de la pared para no
perder el equilibrio mientras terminaba de calzarme, las piernas no paraban
de temblar. Habré tomado un litro de agua para saciar una sed inmensa.
Ahora que reviso cada paso, siento que he sido tan prolijo como pude. Es la
una y media, Antonia, acabo de verla, duerme boca arriba con ese ronroneo
suave que me ahorra acercar la mano para comprobar que respira. Un
pequeño motor que me llena de orgullo y esperanza. Nada malo puede
ocurrir estando ella cerca. La noche va a ser larga y de alguna manera hay
que matar el tiempo. Me preparé un termo de café como en mis épocas de
estudiante. Disfrutaba mucho de esos trabajos a deshoras, solo o con
compañeros, en vísperas de una entrega o de un examen final. Había algo
místico en todo eso, la creencia tácita de pertenecer a una célula que en el
estudio del plancton, la filosofía antigua o los logaritmos, se cree capaz de
refundar el mundo. Igual que antes, en esas trasnoches doradas, enciendo la
radio cuando llega el sueño. Engancho una de esas emisiones de madrugada
que pasan temas de otras décadas a pedido de los oyentes, compañía ideal
para la soledad y el agotamiento. Quizás se le ocurra a alguien pedir una
versión de Petite Fleur, eso sí que ya no sería azar. También yo de vez en
cuando me animaba a llamar para dejar un mensaje. Siempre me gustaron
esos programas con mucha música y pocas palabras.
Cubierta
Portada
Epígrafe
Pequeña flor
Créditos
Sobre el autor
Havilio, Iosi
Pequeña flor. - 1a ed. - Buenos Aires : Literatura Random
House, 2015
(Literatura Random House)
EBook.
ISBN 978-987-3650-72-7
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