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Joan Oleza Resumen Realismo.

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Joan Oleza

Como todo modelo cultural, surge a partir de una compleja serie de condicionamientos


tanto ideológicos como literarios, y ello aún antes de encarnarse en fórmulas artísticas
concretas. Esta toma del poder por la burguesía y el desarrollo del modo de producción
capitalista arrastran consigo toda una serie de convulsiones parciales -desde la constitución
del Estado burgués, pasando por la enorme expansión industrial o por la abstracción y
despersonalización del proceso económico, hasta llegar a la nueva distribución de las clases
y grupos sociales o a la transformación de las relaciones entre autor y público- que
tenían, por fuerza, que acabar por destruir los modelos culturales preexistentes y convertir
en dominante un nuevo modelo que se apoyase sobre bases positivas. El desengaño se
convierte en una fuente de realismo. Pero el realismo es a la vez la respuesta a la demanda
de información de la nueva clase en el poder, anhelante de conocer la realidad sobre la que
se instala para mejor instrumentizarla, y por ello la novela realista converge de modo tan
sintomático con la revolución del periodismo y su conversión en industria informativa, a
cuyo servicio no duda en colocarse la literatura.

De hecho, ha podido decirse que ninguno de los grandes realistas se ve libre de espíritu
romántico. Una vez impuesto, como modelo cultural, el realismo, en ningún otro género se
manifiesta como en la novela. La novela moderna, según Goldmann , se asienta sobre la
contraposición entre individuo problemático y sociedad. «La novela se caracteriza por ser
la historia de una búsqueda de valores auténticos de modo degradado, en una sociedad
degradada, degradación que, en lo que concierne al héroe, se manifiesta principalmente en
la mediatización, en la reducción de los valores auténticos al nivel implícito, y su
desaparición como realidades manifiestas».

En la sociedad nacida en 1830 los intercambios y relaciones interindividuales dejan de


orientarse por los valores de uso y pasan a orientarse sistemáticamente por valores de
cambio. Marx y Engels han explicado de qué modo, en la sociedad del capitalismo
liberal, el valor intrínseco del producto ha sido sustituido por el valor que le confieren las
leyes del mercado, que se constituye en gran mediatizador. Ahora bien, dentro de esta
sociedad existen individuos que siguen orientados hacia los valores de uso, y que por ello
se automarginan, convirtiéndose en «individuos problemáticos», que consideran su trabajo
no como un valor de cambio, sino como algo inherente a su propia personalidad, y que les
pertenece de algún modo, lo que da a su trabajo un carácter creador. La búsqueda aparece
entonces como una tensión, como una lucha, como una pugna que individuo
problemático, orientado hacia valores de uso, y sociedad, orientada hacia valores de
cambio, traban entre sí.

En este enfrentamiento, es la fuerza portadora de la realidad la que acaba por imponerse al


individuo, que fracasa. De ahí que el sentimiento fundamental que acaba revelándose a lo
largo del amplio período realista es siempre el de la impotencia. De ahí que, con los últimos
realistas europeos -los Gorki, Martín du Gard, Baroja, etc.-, empiece a abrirse la
interrogación sobre el sentido de la vida y la sospecha de un mundo absurdo. Strindberg o
Baroja no creen ya siquiera que una reforma social pueda dar sentido a la vida del hombre
como individuo.

Para Baroja, por ejemplo, todas las sociedades difieren en bien poco, todas son


materialistas, y la actitud más sensata es la de la huida , la de un José Larrañaga que, a
fuerza de ser escéptico, se ha convertido en un dilettante resignado, que se limita a vivir por
vivir, a actuar por actuar, sin causa ni fin, simplemente porque la sangre corre todavía por
sus venas, o la de la aventura por la aventura y la acción por la acción . El clasicismo había
descubierto ya la desarmonía entre hombre y mundo, pero creía, como Goethe, que era
posible superarla mediante la adecuada formación del individuo. Románticos y realistas
tienen en común este sentimiento que provoca su desprecio por la burguesía, el capitalismo
o la industrialización. Los realistas comprendieron el enfrentamiento yo-realidad, pero lo
encararon para conocer las causas y dominar, mediante el análisis, el asco que fue la
respuesta de los románticos.

Así aparece ese anhelo de observación del cambio social y de los procesos psicológicos
individuales y ese profundo análisis de sus relaciones que los realistas llevan a cabo. De
este anhelo de analizar, de llegar al por qué, surgirá el carácter cientifista del realismo. La
novela realista está determinada por la ley de la causalidad, ya sea infiriendo de
circunstancias físicas y fisiológicas procesos psíquicos y sociales, ya sea mediante un puro
encadenamiento psicológico. Si el realismo presenta la impotencia del individuo en su
enfrentamiento con la realidad y todo, tanto en uno como en otro, obedece a un
encadenamiento de causas y efectos, el realismo tendrá que concluir en el fatalismo y en el
determinismo y aun en el nihilismo más absoluto , pero siempre de modo científico.

La Comedie humaine de Balzac es un ensayo de aplicación del modo de ser zoológico a la


sociedad humana. La palabra favorita de Flaubert es «disecar» y Zola pretende hacer
sociología. Si el enfrentamiento individuo-realidad estructura la novela del amplio período
realista, la respuesta al conflicto varía con las distintas fases de este. Para la generación de
1830, esto es, la primera generación realista, la respuesta es la necesaria integración del
individuo en la sociedad, aun a costa de la renuncia del individuo problemático a la
satisfacción de sus más «puros» e íntimos objetivos.

Si estos no son alcanzables en el marco social donde el héroe habita debe pensarse que se
trata de una situación superable y, por tanto, provisional. Frenhofer culpa de ello a la
realidad, que no le ofrece un modelo suficientemente bello para su pintura. Un día, sin
embargo, encuentra el modelo, la más bella mujer imaginable. Balzac anticipa con este
argumento no sólo a Flaubert, con su dilema vida-arte, sino que da toda una interpretación
del arte moderno, y lo condena.

De acuerdo con este planteamiento hay que situar la gran novela rusa del XIX, en especial a
Tolstoi y Dostoyevski, que encarnan en figuras como Raskolnikov , Ivan , Pierre
Bersukhov o Lewin la lucha del individuo problemático contra la realidad, y su final
integración en ella, o bien su autodestrucción. Barthes, por ejemplo- el paso de uno a otro
es total, y entre realismo y naturalismo se halla el hecho fundamental de la desintegración
de lo universal de la sociedad burguesa con la consiguiente desintegración de su «escritura»
y la trágica problematización, por parte de cada autor, de cada grupo, del lenguaje, de la
forma artística. De 1830 a 1850 se produce un proceso dialéctico entre el realismo, como
método de expresión literaria, y la burguesía, clase social de la que era expresión -aún
autocrítica y contradictoria- este realismo. Ambas clases los convierten, por un
automatismo histórico, en nuevos argumentos reafirmadores de la lucha de clases.

Desde este momento y progresivamente el realismo se hace peligroso para la sociedad


burguesa, a cuyas necesidades de expresión respondía. Pero, por otra parte, y a medida que
se produce lo anterior, el realismo se va desligando de la burguesía, va dejando de ser «un
arte burgués», penetra de lleno en la trágica condición del arte moderno, la condición
alienada de un arte en una sociedad desintegrada, el aislamiento del artista frente a la
pérdida de homogeneidad y universalidad de su público, y, finalmente, la desgarrada
búsqueda de un público ideal, cada vez más minoritario. Estos realistas-socialistas, cuya
pintura no puede ser consumida todavía por la clase a cuyo lado se apuntan, llegan a
constituir una bohemia artística -en este caso la bohemia no es sólo una ruptura con el
sistema social, sino una ruptura en nombre de una alternativa- y buscan formas de
organización y producción colectivas. Gustave Planche declara abiertamente en la Revue
des deux mondes que la oposición al naturalismo es una profesión de fe en el orden
existente y que, con su repudio, se rechazan al mismo tiempo el materialismo y la
democracia de la época.

Por otra parte, al rechazo creciente del realismo por parte del público burgués hay que
añadir la actitud política de la burguesía a partir de 1848, con la represión de la insurrección
de junio, la vuelta de los Bonaparte y las soluciones autoritarias al poder, la progresiva
cerrazón ideológica y el avance cada vez mayor del capitalismo hacia una «cosificación» de
las condiciones de vida. De un lado, y como factor importantísimo, la usurpación del
terreno del arte por un arte «kistch» o subarte -lo que hoy se conoce con la etiqueta de la
literatura y arte «comerciales» o «de consumo»- que hace pasar a un segundo plano a los
auténticos artistas, y ello no a consecuencia de un cambio casual del gusto del
público, sino, fundamentalmente, como consecuencia lógica de la implantación y desarrollo
del modo de producción capitalista, en el que arte y literatura se rigen por las leyes del
mercado y en tanto que valores de uso van perdiendo su función. A ello hay que añadir el
peligro subversivo que ya ahora -con la progresiva toma de conciencia de las clases
populares urbanas- entraña el realismo, tanto más cuando artistas y escritores realistas
«contestan» el sistema capitalista desde una agresividad crítica y desde unos compromisos
políticos de día en día más acentuados. Otra circunstancia a tener en cuenta es aquella
que, nacida y desplegada -hasta grados jamás alcanzados- del principio capitalista de
división del trabajo y de la nueva jerarquía de clases sociales surgida de la
revolución, provoca el estallido de un grupo humano hasta ahora bastante homogéneo, el
«público lector», que se divide y escinde en un proceso multiplicador, obligando a
elecciones -y por lo tanto a rechazos- al escritor, que debe situar con precisión la zona de
mercado a la que se dirige.

Por último, y como causa más general, habría que referirse a la pérdida de función social
del escritor moderno, que en la lucha contra el Antiguo Régimen -en el período «ilustrado»
y en el prerromántico- había alcanzado una dignidad de sacerdote, una función de
generador de ideología al servicio de las clases en lucha, pero que ahora, una vez impuesto
el modo de producción capitalista, se ve cada vez más relegado por las clases dominantes a
un papel de reproductor ideológico, es decir, de mero sacristán, mientras que el proceso por
el cual muchos escritores encontrarán más tarde su función en el servicio de las clases
oprimidas está todavía inmaduro. Desde el romántico -que empieza a percibir esta
decadencia de su función social- hasta el naturalista, este proceso de pérdida de función
social por parte del artista se agrava y radicaliza. Ahora bien, todas estas circunstancias no
implican más que una ruptura de la identificación tal como se venía produciendo, pero no
implican, ni mucho menos, que el naturalismo pasen a ser la expresión artística de una
nueva clase social. El positivismo determinista que hay debajo del naturalismo no es sino la
manifestación extrema de la ideología del capitalismo liberal y responde a la misma
filosofía de la revolución industrial, con su apología de la ciencia como valor absoluto
trascendente a la historia, desligada de la sociedad que la produce y de los intereses a los
que sirve.

La doctrina de la determinación por la herencia y por el medio convierten la marcha de la


historia en ineludible y reducen enormemente las posibilidades de su transformación por el
hombre, todo lo cual supone una aceptación casi mística de las bases actuales de la
sociedad, al mismo tiempo que traslada las causas de todo cambio desde las necesidades
sociales, políticas, económicas o culturales de una colectividad a las necesidades de la
especie, manifestación de una fuerza elemental y abstracta, la Naturaleza, que queda
mitificada. Es obvio que tanto el arte por el arte como el naturalismo, incluso en los casos
de antiburguesismo militante, no son alternativas a un arte ideológicamente
burgués, sino, en los casos más radicales, manifestaciones discrepantes dentro de una
ideología burguesa, floraciones de sus contradicciones internas que anuncian su crisis. Para
algunos escritores y artistas, 1848 es también la fecha a partir de la que se abre una posible
solución, distinta y nueva, para la sociedad del futuro. De otra parte, se trata de un futuro
lejano, y la medida de esta lejanía la dan la incultura y la falta de necesidades artísticas del
proletariado, por lo que se impone un «ínterin», aunque esperanzado, penoso, y en el que la
única actitud viable es la postura radicalmente negativa frente a la sociedad capitalista.

El último Zola, el Zola de J’accuse, vendría a encarnar esta postura. Pero para muchos


otros, como Flaubert, no hay esperanza posible y el futuro es tan negativo si se le observa
bajo la forma de una sociedad burguesa como de una proletaria, destinadas ambas a
reprimir y eliminar el mundo espiritual o íntimo del yo de la faz de la tierra. Para estos
escritores se abre una perspectiva de desengaño y escepticismo social, de rebeldía
anárquica, de nihilismo estetizante, de aislamiento y soledad. Porque es el hombre y la obra
en que se reflejan de forma más aguda y terrible el desengaño ante la realidad exterior y la
imposibilidad, a la vez, de rebelarse contra ella.

La única posible solución en estas condiciones es la objetividad pura, el cientifismo en el


arte, la desaparición del artista como individuo independiente tras su obra. Flaubert analiza
y desenmascara el absurdo de la moderna sociedad burguesa, pero a la vez se rebela contra
toda hipertrofia del yo compensadora, y busca desesperadamente en el arte naturalista y
objetivo la solución de la fotografía, en la que se ponen de manifiesto las taras de una
realidad sin que ello implique la existencia de un fotógrafo que las enfoque desde una
mentalidad personal y particularista. No es legítima la realidad deshumanizada ni es
legítimo el individuo que románticamente se rebela contra ella, sólo es posible la fotografía
anónima, el puro reflejar totalmente imparcial. Si Flaubert, con su renuncia a la vida en
nombre del arte, y su obsesión por un arte aséptico, imparcial, casi matemático, conduce a
un punto sin salida en la novela realista -de hecho es él quien con su portentosa Madame
Bovary planteó la crisis de la fórmula realista- la generación de 1848 conoce una dirección
alternativa encarnada por Emilio Zola.

Zola declara su fe en la ciencia del mismo modo que Flaubert la había declarado en el
arte. En principio, pues, parece que Zola no aporta nada nuevo. Hay en él el mismo deseo
de absoluto ahistórico que en Flaubert. Si para Flaubert la vida del yo estaba condenada al
fracaso por el mero hecho de existir, para Zola el hombre era una criatura pasiva, producto
de la herencia y del medio, incapaz de escapar a un destino predeterminado.

Para Zola, el hombre no era el sujeto, sino el objeto de circunstancias ya existentes. Zola


describe en sus novelas la corrupción de la sociedad burguesa, la miseria del pueblo, la
resistencia de la clase obrera, pero sin esperanza de solución, como una pesadilla
inacabable o imposible de destruir. Describe la urgente necesidad de un profundo cambio
social, pero se niega a considerarlo posible, se niega a considerar el hecho de que las
condiciones sociales de la época son condiciones modificables. Todo, en su obra, está
dominado por un determinismo fatal.

Y, sin embargo, la mayoría de los críticos han observado cómo, en la última fase de su
obra, esta actitud cambia. Creemos que el error está en distinguir demasiado radicalmente
entre su primera y su segunda actitud. Desde el mismo principio de su obra, Zola avanza
sobre Flaubert en el sentido de que es ya un escritor esperanzado. El individuo, según la
concepción de Zola, se halla determinado tanto por el medio como por la herencia, por eso
el individuo no puede ser el factor del progreso.

Pero el individuo forma parte de una colectividad que, según la teoría de Darwin, se halla
inmersa en el proceso de la selección natural de las especies a través de sus cambios
fortuitos, en una struggle for life en la que tienden a extinguirse las especies de vida menos
perfeccionadas. Quiere decir esto que el plan supremo de la Naturaleza se orienta hacia la
continuidad y mejoramiento del conjunto, no del individuo . De ahí el pesimismo de
Zola, como el de Flaubert, respecto al factor individual, pero de ahí también, a diferencia de
Flaubert, su «optimismo colectivo». De ahí que Zola formule el plan de su novelística no
orientado en función de héroes individuales, sino de familias y de grupos.

Con todo el idealismo que supone ese «optimismo colectivo» la fórmula de Zola contiene
una serie de elementos progresistas -tales como, por ejemplo, la puesta en crisis del
concepto espiritualista de la personalidad y, consecuentemente, del individualismo
característico de la filosofía burguesa del XIX- que permitieron no sólo el hecho de que en
algunos países, como España, la toma de partido por el naturalismo significara, a la
vez, una declaración política de oposición al sistema del capitalismo liberal, sino también la
posibilidad de evolución hacia un realismo crítico, superador del naturalismo, que de la
mano de hombres como Gorki, Bernard Shaw, Sinclair Lewis o Roger Martín du Gard, se
introduciría en pleno siglo XX a la busca de nuevos planteamientos. De hecho, pues, el
naturalismo supone un considerable cambio de actitud con respecto al realismo. El
conflicto entre individuo y marco sigue siempre controlado, encauzado e interpretado por
una autoridad superior que evita su encarnizamiento, que se encarga de castigar a aquellos
que se han dejado arrastrar por su rebeldía o por su conformismo y de premiar a quienes
finalmente han conseguido la armonía con su medio, a la vez que de denunciar las
injusticias de ese medio y de exigir las necesarias reformas. Esta autoridad superior es la
del narrador omnisciente, demiúrgico y todopoderoso, que es el verdadero y gran
protagonista de la novela del realismo.

El naturalismo, por el contrario, supone la primera puesta en cuestión de este


equilibrio. Paralelamente a una serie de procesos que desencadena el modo de producción
capitalista -tal vez el más sintomático de ellos sea la concentración de capitales, que de
hecho va compartimentando el mercado en zonas de monopolio, haciendo periclitar el
principio de la libre competencia, tan caro en la fase revolucionaria- y que, a nivel de
concepción del mundo, se manifiestan por la desvalorización del elemento personal y la
crisis de los valores individualistas, paralelamente a ello, repito, el naturalismo es el primer
gran movimiento moderno que no parte de presupuestos individualistas, que sitúa al
individuo no como el agonista de la realidad colectiva, sino como un mero miembro de un
espacio global, y que incluso lo supone determinado por ese medio. El naturalismo expresa
así la crisis del individualismo burgués, al que da como alternativa una filosofía
determinista del medio no menos burguesa -es perfectamente distinguible el abismo que
separa a esta filosofía, por social que sea, del materialismo dialéctico- aunque sí más
discrepante. Los elementos formales de la novela naturalista expresan la inversión de
actitud que el naturalismo supone con respecto al realismo

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