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6 Autismo Existencial

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Autismo existencial

AUTISMO EXISTENCIAL
Carlos Díaz

La sociedad en la que vivimos es una sociedad autista y


narcisista: una crítica radical de los mitos posmodernos. La
propuesta del personalismo comunitario.

Nuestra sociedad es una sociedad autista. No Carlos Díaz es Profesor


solamente hay niños autistas, como se suele de Filosofía en la
Universidad Complutense
decir. Hay adultos autistas y sociedades de Madrid. Fundador del
autistas. Vamos a explicar luego en que Instituto Emmanuel
consiste este autismo. De momento quiero Mounier, es autor de
numerosos libros en la
simplemente hacer un recuento histórico que línea del personalismo
nos ayude a entender por qué somos autistas. comunitario.
¿Lo hemos sido siempre? ¿Por qué nos ha
tocado a nosotros ser autistas, es decir, encerrados en nosotros mismos
y preocupados solamente por engordar? En efecto, los sobrepesos no
son solamente físicos, sino que también son económicos. Engordar
económicamente, engordar en superficialidad y en apariencia, engordar
en todo eso, y sin embargo, adelgazar en todo lo demás, de manera que
el engorde hipertrófico del tener cosas, tener títulos, tener apariencia,
tener poder, tener dinero, esta hipertrofia lleva consigo una atrofia de
otras dimensiones de la persona: la atrofia de pensar por cuenta propia,
de tener una idea del mundo elaborada por uno mismo sin que se le dé a
la carta, ya hecha; la atrofia de poder ser un pueblo autónomo, en el
sentido de creativo, que no sea meramente dependiente de la clase
política de la que luego nos quejamos, pero a la que no somos capaces
de superar; la atrofia de la alegría (una cosa es la superficialidad, el
“contentamiento” con el alcohol o con el sexo y otra cosa es la alegría de
vivir); la atrofia también de riqueza de lecturas, de cultura profunda.

Esta mañana me preguntaba un periodista que, si eso es así, qué


medicina hay que darle al enfermo (a la sociedad autista) para que se
recupere y reaccione. Yo le respondía una cosa muy sencilla: que no hay
médico que pueda sanar al que no quiera sanarse, aunque tenga todas
las medicinas en su mano. Cualquier medicina que se suministre al
enfermo se convierte en iatrogénica (cualquier medicina sanadora, lejos
de sanar, enferma, si el enfermo no quiere sanar: a eso se le llama
(iatrogenia). Al parecer, en este momento, el enfermo no reconoce que
está enfermo y el peor enfermo es el que está contento con la

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enfermedad. La tiene y le parece que está sanísimo. A veces, me da la


impresión de que cuando digo algunas cosas como éstas se piensa que
estoy ofendiendo. Me da la impresión de que se van a ofender, porque es
tan horrible esta enfermedad que no se sabe que se tiene. Y claro, yo no
soy un taumaturgo que en cuatro palabras sea capaz de hacer la
maravilla de descubrir la enfermedad, de hacer que el otro la acepte y
que no mate al “mensajero” (en Roma, ya saben ustedes, mandaban un
mensajero con las noticias: si éstas eran malas, el que las recibía,
habitualmente, mataba al mensajero, al portador de la noticia). Espero
que salgamos de aquí lo más enteros que podamos. Además, cuando
digo que estamos en una sociedad autista no hablo sólo de ustedes, sino
también de mí: a veces los que hablamos mucho nos creemos que
estamos libres de lo mismo que afecta a todos los demás. La verdad es
que estamos todos aquí por igual y eso es bueno si todos reconocemos
por igual la realidad.

En pocos minutos les diré que la historia de la humanidad ha pasado por


diferentes estadios; y ahora estamos en el último. Si me refiero al pasado
es sólo para que comprendamos el presente; no tengo ánimo de hacer
una historia del pensamiento.
Hubo un primer estadio de carácter teocéntrico, que duró, más o menos,
desde que aparece la historia hasta el Renacimiento y la Reforma; o
dicho de otra manera, desde el origen del hombre hasta el siglo XVI,
aproximadamente. Este enorme, enorme lapso de tiempo, el ser humano
lo vive teocéntricamente, centrado en Dios. Dios es el centro. Por
ejemplo, piensen en la figura de Abraham. Dios le dice: “Coge a tu hijo,
llévalo al monte y ahí lo matas”. Pero ¡bueno!, esto ¿cómo es posible que
me lo mande Dios? “Te digo que lo mates. Y luego, una vez que hayas
obedecido sacrificando al ser más querido, entonces, y sólo entonces, te
voy a decir lo que quiero para ti y para tu pueblo. Confía en mí, porque el
sacrificio de tu hijo no va a ser en vano”. Si a ustedes les dijeran eso,
¿qué harían? ¿Matarían a su hijo, a su padre, a su amigo, matarían a la
persona que más quieren para seguir la voluntad de Dios? Sean
sinceros, díganme: ¿qué harían? ¿Matarían, sí o no? Si hubiera una
persona dispuesta a esto, y no estuviera loca de atar, aquella persona
sería de la estirpe de Abraham. Pues miren: Abraham lo hizo. Porque la
persona teocéntrica pone a Dios como el centro de todo, incluso el hijo
muy amado es susceptible de ser puesto a la disposición de Dios. Luego
ocurrió, ya saben todos, que Yahvé no dejó que mataran a Isaac, el hijo
de Abraham, o sea, que tuvo un final feliz también desde la perspectiva
humana, porque Dios no es un Dios de muertos. En el período
teocéntrico Dios es el centro, las horas litúrgicas son el centro del horario

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Autismo existencial

(las horas que ahora tenemos son horas que primeramente eran horas
de oración: tercia, sexta, nona, laudes…). Ahora no son esas horas
(horas religiosas) que dan ritmo al día, hoy son horas sociológicas.

Pero vino después un segundo periodo en la historia de la humanidad: el


periodo que denominamos antropo-teocéntrico. Ahora no hay un solo
centro, aquel centro que antes era Dios. De los siglos XVI al XVIII, en
esta época de Renacimiento, Reforma e Ilustración, vivimos en un
periodo antropo-teocéntrico, porque ahora hay dos focos: ya no hay un
solo centro con la órbita circular, como se pensaba que estaba hecho
también el cosmos; ahora, con la nueva ciencia, hay dos centros y la
órbita que configuran es de carácter elíptico: un centro de la elipse es
Dios y el otro centro es el hombre. La maravilla de esta época es que, a
pesar de sus dificultades y renuevos, quienes creen en Dios no dejan de
creer en el hombre. La ciencia descubre (Galileo Galilei es el rostro que
quiero poner) que la Tierra no es el centro del cosmos, sino que la Tierra
gira heliocéntricamente, alrededor del sol. Y, sin embargo, en esa época
de explosivo desarrollo tecnocientífico, la sabiduría teológica de la Iglesia
condenó a Galileo. Esto fue un aviso para navegantes: para que los que
tenemos convicciones de fe estudiemos antes de castigar. La Iglesia
estaba defendiendo lo que no debía defender porque era ignorante en
esa materia en comparación con Galileo; pero llevada por su soberbia,
decide por su cuenta y riesgo que la Tierra es y sólo puede ser el centro
del cosmos, porque ¡cómo va a nacer Jesucristo en otro sitio que no sea
el centro del cosmos! La dignidad de Cristo parecía exigir el
cristocentrismo terrenal. Pero la ciencia descubría, por la sola razón, que
el cosmos no es como era. Este es el primer período de la humanidad en
que la Iglesia pierde a la intelectualidad, especialmente en su ámbito
físico y matemático. Aunque les parezca tontería, todavía hoy, en los
pasillos de mi universidad, mis compañeros agnósticos –que son
mayoría- cada vez que me ven, me dicen: “Hola, ¿cómo está Galileo?”.
Saben que soy católico y se quieren burlar así. Yo les dijo: “Galileo está
mejor que tú, tipo feo”, así hacemos una rima de paso.

Viene un tercer período después, que es el período antropocéntrico.


Recuerden: el primero era el período teocéntrico, el segundo antropo-
teocéntrico y ahora viene el tercero, el antropocéntrico sin Dios, se acabó
Dios. Ahora el hombre se cree con capacidad de hacer nada menos que
el Paraíso en la Tierra. Hay unos versos, poco citados habitualmente, de
un maestro de Marx, que dicen así: “Queremos el Cielo aquí en la Tierra;
el otro cielo se lo dejamos a los ángeles y a los gorriones”. Eso es lo que
desean, poniéndose a hacer el Cielo en la Tierra, sin Dios, porque el

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hombre se cree muy fuerte y capaz de la más grande rebelión contra


Dios. Este período va del 1789, que como todos saben es la fecha de la
Revolución Francesa, hasta el 1989 que, como también saben todos, es
la caída del muro de Berlín, o sea, la crisis y el derrumbamiento del
comunismo, que era el sostenedor básico de esta idea de matar a Dios y
hacer que el hombre creciera en su lugar.

En esta época es el movimiento obrero el que se convierte en ateo y


también la gran intelectualidad empieza a pensar no sólo sin Dios sino
contra Dios, hasta terminar en Marx, Freud y Nietzsche, los tres grandes
pensadores contra Dios. Una vez terminado en el 1989 con la caída del
muro de Berlín, donde se demuestra que era falsa la promesa del
comunismo (era falsa desgraciadamente, porque si hubiera sido
verdadera hubiera liberado a los pobres), finalmente viene el último
período en el que hoy estamos: es el período de la postmodernidad, el
cual no tiene ningún centro, es “acéntrico”. No cree en Dios, ni cree en el
hombre. No cree en nada. En esta fase, la cuarta, donde no se cree en
Dios, el hombre se compra o se vende, tiene precio, pero no tiene valor
(a los seres humanos se nos pone precio por nuestro trabajo, por nuestro
rendimiento, por nuestras capacidades, pero no se pone valor: hoy vales,
mañana no vales; sobre todo a los que menos rinden menos valor se les
concede). Hoy vivimos en estado de autismo total: yo, yo, yo, todo para
mí y los demás que se mueran, o que me dejen en paz. La imagen de tal
época (si el rostro del mundo teocéntrico era el de Abraham, el del
mundo antropo-teocéntrico era el de Galileo, y el rostro del estadio
puramente antropocéntrico, era el de Carlos Marx,) es la de Narciso.
¿Recuerdan quien era Narciso? En la mitología griega se encuentra esta
figura de hombre enamorado de sí mismo, autocéntrico y autista total.
Sólo tenía ojos para sí mismo, se besaba por la mañana en lugar de
santiguarse al salir de la casa y era muy guapo. Estaban todas las
mujeres enamoradas de él, también la más bella ninfa que se llamaba
Oikós, que en griego significa ser bueno y estar bueno, por así decirlo,
ser bueno moral y estético. Pero Narciso no la oía, no la escuchaba. El
desenlace fue fatal: en una desgraciada ocasión en que le seguía,
gritando como siempre su nombre, se cayó por un barranco y murió, pero
mientras caía todavía gritaba el nombre de su amado; de ese grito viene
la palabra eco que hoy conocemos.

Pero este hombre no sabía tener un “tú”, sólo se daba cuenta de que
tenía un yo y no un tú: mis joyas, mis perfumes, etc. Por eso la tragedia
también acaba con él: al pasar por un charco de agua límpida, cristalina,
se contempló por vez primera de cuerpo entero, se emborrachó de tal

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Autismo existencial

manera de sí mismo, de su desmesurada autoestima, que tratando de


besar la imagen reflejada en el agua, se agachó, resbaló y se ahogó.
Porque el ego ahoga. La gente no se da cuenta de que el ego ahoga, va
echando kilos de ego, más kilos de ego y luego no puede arrastrarse,
vive el ego como si fuera un caracol dejando un rastro de mala peste. El
egoísta narcisista de eso no se da cuenta. Estamos hoy en el momento
de semejante narcisismo, cuyos dos caracteres básicos son, por una
parte, el nihilismo y, por otra parte, el pragmatismo.

El narcisista, por otra parte, tiende a adscribirse a una actitud de corte


relativista. Todo es relativo: el hombre ve el mundo como hombre, la
mujer como mujer, los americanos como americanos, los europeos como
europeos, etc. Cuando ese relativismo se hace absoluto (es decir,
cuando todo es absolutamente relativo y nada vale más que nada),
entonces se le denomina nihilismo, de nihil, nada. Si todo vale por igual,
nada vale en realidad. Si vale lo mismo la salud que la enfermedad, el
pobre que el rico, el sabio que el ignorante, el bueno que el malo, ¿qué
es que vale? Nada. Cuando todo vale por igual, nada vale; esto se llama
nihilismo. Es la ausencia de grandes convicciones.

A veces me preguntan los periodistas: “Si usted naufragara, ¿qué se


llevaría a la isla?”. Les digo: “¡Hombre! Si estoy naufragando, mucho
tendré con salvarme a mí mismo, ya sería bastante”. Pero si insisten y
me preguntan qué libro me llevaría (al parecer, los periodistas cuando se
están ahogando en lo único que piensan es en salvar un libro) yo les digo
que me llevaría el Nuevo Testamento, que es el libro de mi vida. Pero,
como les parece poco (no les parece un libro de verdad, les parece un
panfleto), entonces les digo que, después de la Biblia, me llevaría el
Quijote, ahí tienen un libro y además un libro pesado. Y ahora yo por mi
parte les pregunto a ustedes: “¿Y ustedes se contentan con que yo me
lleve el Quijote a la isla? ¿Les parece que con esto se puede contentar
una persona?” Yo, desde luego, insistiría en llevarme el Nuevo
Testamento y El Quijote, pero desde luego yo me llevaría a una persona
para leer esos libros en compañía, ya que ni sé, ni quiero, ni puedo
sobrevivir solo. “Yo no quiero sobrevivir solo”: esto nunca lo diría Narciso,
tan amigo del yo, yo, yo y del todo para mí, para mí, para mí… En
realidad, el sentido más estricto del nihilismo consiste efectivamente en:
todo para mí, y el prójimo no existe. El nihilismo es cuando no existe el tú
en la vida de nadie. Pero un tú no es un él. Al decir tú, digo tú y yo, para
la salud y para la enfermedad. Pero si al tú le trato como a un él, a uno
más, me da igual, todo él es igual a cada él, no tengo mayor cariño por
uno que por otro, momento en que el él se pervierte en un ello, en una

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Autismo existencial

cosa. La tristeza de los pronombres consiste precisamente es esto: el


nombre “yo” y el pro-nombre “tú” se van debilitando en el término “él”, y
finalmente se queda muerto en el “ello”. Reducida entonces la mujer a tal
dimensión, no es más que un sexo para mí, un ello, una cosa, y me da
igual cualquiera. Cuando se pierde el “tú” surge un “él” indefinido, mas
cuando ya no está definido el tú, solamente aparece en escena Mi
Majestad el Ego, a su vez autopervertido en un Su Majestad Ello, del cual
se usa y abusa a partir de este momento.

La otra dimensión del nihilismo es el pragmatismo en torno a Mammona,


que en el Antiguo Testamento era representada por el dinero de
iniquidad: el dinero casi siempre es dinero de iniquidad, aunque se trate
de una iniquidad conforme a ley. Si yo me inventara esta frase
probablemente algunos me echarían encima más de un perro de presa,
pero es de un santo, de un santo muy santo. Si quieren luego les digo el
nombre, y si no, no hace falta. Él dice así: “Todo rico es ladrón, hijo de
ladrón o nieto de ladrón”. Y eso es verdad. Yo soy hijo de maestro,
maestro de escuela, y de maestra de escuela. ¿Saben qué nos dejaron
nuestros padres trabajando día y noche como burros, los dos, a nosotros
cinco hermanos? Casi nada, porque no pudieron ahorrar, conforme al
remotete popular: “Pasas más hambre que un maestro de escuela”. Y era
verdad en aquella España. Así que ahora que tengo esta “tripita” la
quiero conservar mucho para desquitarme, porque cuando yo era niño se
podía describir el mapa del hambre en mis costillas. Empero, la actual
sociedad parece diseñada para que cada vez seamos más ricos,
tengamos más cosas, nos midamos por nuestras tenencias y per-
tenencias a fin de que seamos tenidos por la tenencia que tenemos,
poseídos por la propiedad que poseemos. Como ha dicho Robert Musil,
he aquí el hombre sin atributos fuera del dinero. Hay un filosofo alemán,
Max Stirner, muy importante, importantísimo, tanto que yo creo que es el
que, a pesar de ser desconocido, representaría mejor el tiempo de hoy, y
que en su libro El único y su propiedad dice así: “Lo propio del único es
su propiedad, sin propiedad uno no es propio, no es persona”.

Verdad es que no todo el mundo tiene esta actitud, gracias a Dios, pero
es la dominante; la actitud de ser imperial, de ser más grande que nadie,
dominar más países que nadie: es la posición del imperialismo. (El
imperialismo no admite estados libres asociados, si es libre y asociado es
una contradictio in terminis, o es libre o es asociado; un león no se puede
libre-asociar con un conejo, ni el conejo se puede libre-asociar con un
león: ustedes los puertorriqueños son una colonia y también el mundo es
una colonia, una colonia de los más ricos, ya sean americanos, europeos

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o quienes sean; los europeos quieren ser como los americanos…). Malo
es que estas cosas no se lean con racionalidad crítica en las
universidades, ni en ningún sitio. El sano espíritu crítico puede resultar
simpático en la primera conferencia, pero cuando empiezas a desglosar
sistemáticamente la critica a este mundo perverso terminas sin donde
reclinar la cabeza, eso es lo normal. Y es aquí donde uno, o es de la
estirpe de Abraham, trabajando por lo que Dios le diga, o uno es de la
estirpe del dinero, porque no se puede servir a la vez a esas dos
estirpes, Dios y el dinero (la palabra “señor” está mal traducida, es más
bien “estirpe”, lo que dice el término hebreo). Esto exige dentro de la
Iglesia más cercanía con los pobres.

Este mundo es pragmato-positivista-funcionalista-dineralista-


economicista. ¿Y la persona cuanto vale? Según tiene: tanto tienes, tanto
vales. En nuestros días lo que está ocurriendo es que incluso los
creyentes contemplamos a Dios como a un banquero, como si fuera un
banquero, un banquero que anduviera contabilizando los méritos
contraídos para salvarnos; a más meritos más salvación. Eso no es el
cristianismo, y desde luego, ese no es el catolicismo, eso en todo caso
será el calvinismo, pero la mayoría de los católicos son calvinistas (es
decir, pierden el pelo por el dinero, en ese sentido cabría llamarles
calvinistas capilares).

Hoy reímos poco, tenemos poco valor para la sonrisa, la sonrisa no se da


en un hombre superficial; la carcajada, la risotada se da en el hombre
superficial: la sonrisa interior es producto del alma de una persona
profunda. Hoy nos irritamos mucho más fácilmente, trasnochamos en
exceso, gastamos un enorme tiempo ante el televisor, que es tiempo
echado a los cerdos, y raramente oramos. Multiplicamos nuestras
propiedades si podemos, pero reducimos nuestros valores humanos y
divinos. Ustedes saldrán de La Universidad Católica con un buen título,
pero probablemente no saldrán siendo buenos creyentes. Y eso significa
una enmienda a la totalidad de las Universidades Católicas, no sólo a
ésta en que hablo en estos instantes, sino a todas las que conozco en
muchos países del mundo. Hablamos demasiado, pero pocas veces
somos capaces de escuchar. Aprendemos como ganar la vida, pero no
vivimos esa vida; antes, al contrario, la perdemos. Añadimos longevidad
a nuestra existencia, pero no añadimos vida a la longevidad, cada vez
vivimos más años, somos más longevos, pero cuantos más años vivimos
y menos somos vivos espiritualmente. Mis alumnos de la Complutense
me dicen: “Pero ¿qué dice usted? Pero ¿cómo se puede creer en la vida
eterna?”. “Bueno, desde luego tú no podrás creer nunca en la vida

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Autismo existencial

eterna, porque no sabes lo que es esta vida, la estás desperdiciando,


redarguye un servidor. ¿Cómo crees que vas a creer tú en lo eterno, si
no sabes vivir lo contingente?”. Vamos a la luna, volvemos de la luna,
pero estamos en la luna, los que ni vamos ni volvemos, porque tenemos
dificultades para atravesar la calle y para encontrarnos con nuestros
vecinos: eso es estar en la luna. Conquistamos nuestro espacio exterior,
pero no nuestro espacio interior. Emprendemos grandes empresas, pero
no sabemos acometer la empresa de vivir. Limpiamos el mar a veces,
pero polucionamos el alma.

Dividimos el átomo, pero no nuestros prejuicios. Estudiamos más, pero


realmente aprendemos menos de la sabiduría de lo esencial; tenemos
más escuelas, más aulas, pero muy pocos maestros (maestro, magister,
el que te hace ser más, a condición de que al hacerte ser más, el
maestro mismo sea minister, se haga a sí mismo menos, magisterio,
ministerio). Y por eso el maestro es auctoritas. La autoridad no es como
lo hemos pensado socialmente, es decir, las autoridades, las grandes
medallas. Auctoritas es el sustantivo de un verbo, cuya forma presente
es augeo, del que deriva auge, elevación; el maestro es el que nos eleva,
nos aúpa, nos lleva sobre sus hombros, y nosotros sobre sus hombros tal
vez podamos prestarle nuestros ojos cuando los necesite, para que él,
que se ha quedado más abajo mientras nos hacía crecer, establezca una
simbiosis con los alumnos que ahora ya saben más que él). El pretérito
es auxi (de donde procede el verbo auxiliar, ayudar: en el momento de tu
caída te recoge, te ayuda sobre todo el que te conoce de tal modo que
sabe cuando vas a caer y se interpone en el camino para que no lo
hagas), y cuya forma de pasado es auctum, de donde viene auctoritas,
autoridad, capacidad de autoría responsable.

Por falta de tales maestros tenemos más conocimientos, pero menos


poder de juicio. Tenemos edificios más altos, calles más largas, pero
puntos de vista más estrechos. Tenemos más, pero somos mucho
menos de lo que tenemos... En fin, podríamos decir (y esto no es
catastrofismo), cuanto mejor… peor. Queridas amigas y amigos, las tres
cuartas partes de la humanidad pasan hambre, quince mil niños a diario
mueren de lo mismo, todo ello en una época histórica en la cual se
podría multiplicar por cinco la población de la Tierra si se distribuyesen
equitativamente y sin despilfarros los recursos, alcanzando el nivel medio
de un país como Portugal, eso al menos dicen las estadísticas: la
humanidad se podría multiplicar por cinco y eso todavía sin haber
operativizado, por ejemplo, los cultivos submarinos incipientes. Pero para
alcanzar esa meta deberíamos socializar más, trasvasar mejor,

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Autismo existencial

despilfarrar menos, sencillamente si no perdiésemos de vista el tú.


Porque la gente es muy buena con sus hijos: conozco gente que está
orgullosa: “yo soy un papá muy bueno, le doy a mi hijo todo (y eso
después de robarles todo a los hijos de los demás)”. Por ese tipo de
familia asquerosa es por la que yo no daría un solo centavo. Una cosa
es la familia sana, pero a la gente se le llena la boca con la palabra
familia, mientras en ella el padre roba a los hijos de los demás, ¿qué tipo
de familia es? ¿Cualquier familia vale? ¿La mafia como familia, es una
buena familia? Pues somos familias mafiosas. Ustedes no, claro, pero el
resto de la humanidad sí. No se preocupen, ustedes no. El resto de la
humanidad.

Dirán: ¿por qué nos ataca? Miren, si alguno piensa que le estoy
agrediendo está muy enfermo. Ahí es adonde voy. Si alguno cree que yo
con este discursito estoy afrentándole es porque está tan enfermo, que
no tiene solución. No reconoce el mal en sí mismo y no se reconoce a sí
mismo como agente propagador del mal. ¿Qué medicina se le puede dar
a esta gente? Ninguna. ¡Que se mueran llenos de placer! Por cierto, me
irrita cuando los universitarios (ignoro si acá en Puerto Rico hacen lo
mismo, pero en casi todo el mundo) en sus grandes ceremonias de
apertura y clausura de curso académico –así los llaman: dime de qué
presumen y te diré de que carecen- cantan en un latín que ellos mismos
no entienden lo siguiente: “Alegrémonos mientras somos jóvenes,
después de la alegre juventud y de la triste senectud sólo nos espera la
muerte”. Gaudeamus igitur: gran proyecto académico. Certificado de
defunción, el título como arma “defuncional” (hay muchas armas que
matan, no solamente las conocidas).

Y esto por no seguir. De verdad por no seguir. Vamos hacia un mundo de


consumistas compulsivos, que sufren por no tener el último modelo de
algo hábilmente publicitado, muchas veces superfluo. La psico-sociología
ha descubierto y entregado a los focos publicitarios las necesidades y su
insaciabilidad. Las necesidades se han tornado insaciables gracias a la
publicidad y a otros mecanismos de promoción que han universalizado el
consumo de lujo. Ahora los lujos para los acomodados deben ser
convertidos en necesidades para las clases más pobres. Los publicistas
no informan sobre los productos mismos, tan sólo resaltan el rol social
con reclamos emotivos sobre el estatus que da la posesión de ese
producto. No sólo los jóvenes, también la clase trabajadora ha sido
reeducada en el consumo de los bienes de lujo. Los hijos de los pobres
se sienten frustrados por no poder acceder al consumo de determinadas
marcas de zapatos o de jeans. Es decir, que el marquismo de la marca

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se ha convertido en un plusmarquismo permanente. En definitiva:


depresión y violencia han alcanzado proporciones epidémicas porque
mucha gente no puede tener aquello que se publicita en nuestras
sociedades…

No quiero adentrarme demasiado por tan cenagoso terreno, de verdad


ésta sería una conferencia que duraría mucho, pero lo esencial ya lo
hemos dicho. No soy yo quien viene a proponerles nada, son ustedes los
que tienen que decidir si vivir con honra o morir con vilipendio. Y si de
verdad quieren darle un giro a su vida y a la de sus familiares, a la
universidad y al mundo entero, en la medida que se pueda (porque no
hay que ser megalómano: la verdad es que cada uno puede muy poco,
pero todos juntos podemos mucho), entonces dejo a la consideración de
ustedes la siguiente pregunta: y yo, ¿qué puedo hacer? Y mi país, ¿qué
puede hacer? Y mi familia, ¿qué puede hacer? Pero, sobre todo, yo ¿qué
puedo hacer para proponer un mundo no autista sino altruista, para
recuperar el “tú” en nuestra sociedad?

Algunos de nosotros, entre los que modestamente me encuentro, hemos


tratado de pensar filosóficamente en lo que denominamos personalismo
comunitario; si ahora me quieren ayudar a continuar profundizando en
esta pregunta, hagan lo siguiente. Imagínense un triángulo equilátero, en
cuyo vértice superior, una vez que ya lo han trazado, ponemos la palabra
valor; en el extremo, en el vértice inferior a la derecha ponemos deber, y
en el otro vértice vacante, inferior izquierdo, ponemos virtud. Miren, ese
es el triángulo hermenéutico de nuestros días. ¿Qué es un valor? Valor
es lo que imanta mi corazón, lo que deseo ser, lo que mueve mi vida,
aquello para lo que vivo, lo que más quiero. Entonces mis valores son
para bien; pero de nada sirve saber qué es lo bueno, por ejemplo la
igualdad social, si yo no siento que debo luchar por ello. Ahí viene el
deber, el imperativo de la llamada interior, no porque otros digan, ni sólo
porque lo digan las leyes, sino porque tu corazón te lo pide para cumplir
con el valor. Pero tampoco eso basta. Imaginen un niño a la puerta de un
colegio al que le están suministrando droga; eso rompe todos mis
valores, entonces siento que debo luchar contra ese que le está dando la
droga, pero no hago nada: ¿de qué sirve? Pues bien, si hago algo para
defender el valor bueno y luchar contra el malo, eso es la virtud. La virtud
es la vir, la fuerza, la acción, y a estas alturas de mi vida ya no creo a
nadie que no dé ejemplo de lo que predica. Es más, a los que peroran
sobre valores, pero no hacen nada, ni siquiera tratan de luchar desde su
voluntad para traducirlos en virtud, en acción, las considero grandes
estafadoras y defraudadoras del creditum que se les ha conferido. Hoy

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hay gente que se está enriqueciendo por hablar de valores, cuando


desde las perspectivas de las no-virtudes (vicios) son unos cerdos del
rebaño de Epicuro. No hagamos nosotros lo mismo. Muchas gracias.

8 de septiembre de 2005

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